—Esta noche les mostraremos ocho maneras silenciosas de matar a un hombre.
Quien hablaba era un sargento que parecía llevarme apenas cinco años. Si alguna vez mató a algún hombre en combate, en silencio o como fuera, habría sido en su niñez.
Por mi parte conocía ya ochenta maneras de matar a un hombre, aunque casi todas eran bastante ruidosas. Adopté una postura erguida, puse cara de cortés atención y dormité con los ojos abiertos. Casi todos hacían lo mismo; ya sabíamos que nunca se aprendía nada importante en esas clases vespertinas.
Me despertó el proyector, que pasaba una película breve donde se veían las «ocho maneras silenciosas». A algunos de los actores les habrían lavado el cerebro, pues los mataban de veras. Al acabar la proyección una de las muchachas sentadas en la primera fila levantó la mano. El sargento le hizo un gesto y ella se puso en pie. No era fea, aunque sí algo cargada de hombros y gruesa de cuello, defecto que cualquiera adquiere tras pasar un par de meses cargando un bulto pesado.
—Señor…
Había que llamar «señor» a los sargentos hasta graduarse.
—Señor, casi todos estos métodos parecen un poco… poco tontos.
—¿Por ejemplo?
—Pues… matar a un hombre dándole un golpe en los riñones con una herramienta para cavar trincheras. ¿Cuándo en la vida real nos vamos a encontrar sólo con una herramienta, sin pistola ni puñal? ¿Por qué no liquidarlo de un golpe en la cabeza, simplemente?
—¿Y si tiene el casco puesto? —objetó el sargento.
—Además, ¡quizá los taurinos ni siquiera tienen riñones!
Estábamos en 1997 y nadie había visto a un taurino; ni siquiera habíamos encontrado trozos mayores de taurino que algún cromosoma chamuscado.
—Tal vez no los tengan—respondió el sargento, encogiéndose de hombros—, pero su química fisiológica es similar a la nuestra, y eso nos permite suponer que son seres igualmente complejos. Forzosamente tienen debilidades y puntos vulnerables; a ustedes les toca descubrirlos. Eso es lo importante.
En seguida agregó, agitando un dedo hacia la pantalla:
—Esos ocho convictos murieron para que ustedes aprendieran a matar a los taurinos, ya sea con una pistola de rayos láser o con una lima.
La muchacha se sentó, no muy convencida, al parecer.
—¿Alguna otra pregunta?
Nadie levantó la mano.
—Bien. ¡Aten… ción!
Nos levantamos a tropezones bajo su expectante mirada.
—¡Jódase, señor! —saludó el coro habitual, ya cansado.
—¡Más alto!
—¡Jódase, señor!
Decididamente, era, de todos, el lema moral menos inspirado del ejército.
—Así está mejor. No olviden, mañana hay maniobras antes del alba. Comida a las 0330, primera formación a las 0400. Quien esté en cama después de las 0340 se ganará un azote. Rompan filas.
Subí la cremallera de mi mono y atravesando la nieve fui hasta el salón, en busca de una taza de soja y un cigarrillo de marihuana. Me bastaban cinco o seis horas de sueño, y ése era el único momento del día en que podía estar solo. Miré un rato el notifax; habían volado otra nave en la zona de Aldebarán. De eso hacía cuatro años; estaban preparando una flota para tomar represalias, pero tardarían otros cuatro años en llegar allá. Por entonces los taurinos ya se habrían apoderado de todos los planetas portales. En los alojamientos ya estaban todos acostados y se habían apagado las luces principales. Toda la compañía se sentía exhausta después de las dos semanas de intenso entrenamiento lunar. Arrojé las ropas dentro del casillero y me fijé en la lista; me correspondía la litera 31. ¡Maldita sea! Justo bajo el calentador. Me deslicé por entre las cortinas tan silenciosamente como pude, para no despertar a quien dormía junto a mí. No pude ver quién era, pero me daba igual. Mientras me cubría con la manta oí un bostezo.
—Llegaste tarde, Mandella.
Era Rogers.
—Lamento haberte despertado —susurré.
—No importa.
Se enroscó a mí, pegándoseme como una cuchara. Era cálida y bastante suave. Le acaricié la cadera en lo que creía era un gesto fraternal.
—Buenas noches, Rogers.
—Buenas noches, semental —respondió ella, devolviéndome insinuante la caricia.
¿Por qué será que a uno siempre le tocan las mujeres cansadas cuando está fresco y las frescas cuando está cansado? Me rendí a lo inevitable.
—¡Vamos! ¡Arrimen el hombro! ¡El equipo del larguero, aupa! ¡Fuerza!
Hacia medianoche había llegado un frente cálido y la nieve se había convertido en granizo. El larguero de permaplast pesaba doscientos cincuenta kilos y habría resultado difícil manejarlo aun si no hubiera estado cubierto de hielo. Éramos dos a cada extremo. Tenía a Rogers de pareja.
—¡Acero! —gritó el tipo de detrás.
Eso significaba que se le iba de las manos; aunque aquel material no era acero, resultaba lo bastante pesado como para romperle a uno un pie. Todo el mundo soltó la viga y se apartó de un salto.
—¡Maldita sea, Petrov! —protestó Rogers—. ¿Por qué no te alistaste en la Cruz Roja o algo por el estilo? ¡Esta jodida viga no es tan pesada!
La mayor parte de las muchachas se mostraban algo más circunspectas al hablar; pero Rogers era un poco marimacho.
—¡Bueno, largueros, muévanse, carajo! ¡A ver, el equipo de epoxia! ¡Vamos, vamos!
Los dos encargados de la epoxia se acercaron a la carrera, balanceando los cubos.
—Vamos, Mandella, se me están congelando los huevos.
—A mí también —afirmó la muchacha, con más entusiasmo que lógica.
—¡Uno, dos… arriba!
Volvimos a levantar la viga y avanzamos tropezando hacia el puente, que estaba construido ya en sus tres cuartas partes. Al parecer el segundo pelotón nos llevaba ventaja. Eso me importaba un bledo, pero el pelotón que construyera antes su puente podría volver al cuartel. Para los otros habría aún seis kilómetros de estiércol y mugre, sin descanso hasta la hora de comer.
Finalmente pusimos el larguero en su sitio; lo dejamos caer con estruendo y cerramos las grapas estáticas que lo sujetaban a los soportes. La mitad femenina del equipo de epoxia comenzó a encolarlo antes de que termináramos de asegurarlo. Su compañera aguardaba en el otro extremo que llegara la viga y el equipo de suelo esperaba al pie del puente, cada uno con un trozo del liviano permaplast sobre la cabeza a modo de paraguas. Todos estaban secos y limpios. Me pregunté qué méritos habrían hecho para merecerlo; Rogers sugirió un par de posibilidades muy pintorescas, pero poco factibles.
Estábamos preparados para cargar otra viga cuando el oficial de tierra (llamado Dougelstein por apodo,«Aver») hizo sonar un silbato y rugió:
—¡A ver, soldados, diez minutos de descanso! ¡Fumen si tienen con qué!
Metió la mano en el bolsillo y giró la llave que calentaba nuestros monos.
Rogers y yo nos sentamos en la punta del madero que nos correspondía. En mi caja había mucha grifa, pero nos habían ordenado no fumarla hasta después de cenar. El único tabaco que tenía era una colilla de unos siete u ocho centímetros. Lo encendí en el costado de la caja; no era tan desagradable después de las primeras bocanadas. Rogers aceptó una, sólo por cortesía, pero me la devolvió con una mueca.
—¿Estabas estudiando cuando te reclutaron? —preguntó.
—Sí. Acababa de graduarme en física y quería seguir el profesorado.
Ella asintió, muy seria.
—Yo estudiaba biología.
Esquivé un puñado de nieve semiderretida, preguntando:
—¿Hasta dónde llegaste?
—Seis años: el bachillerato y la parte técnica.
Deslizó la bota por el suelo, levantando una cresta de barro y aguanieve, cuya consistencia era la de la leche congelada, y murmuró:
—¿Por qué carajo tenía que pasar esto?
Me encogí de hombros; no hacía falta otra respuesta, y menos aún la que nos daba constantemente la FENU. Éramos la flor y nata intelectual y física del planeta, escogidos para defender a la humanidad contra la amenaza de los taurinos. ¡Pura mierda! Aquello era sólo un gran experimento. Querían ver si podíamos azuzar al enemigo para hacerlo entrar en acción.
Aver hizo sonar el silbato dos minutos antes de lo debido, como de costumbre, pero Rogers, yo y los otros dos seguimos sentados un minuto más mientras los equipos de suelo y de epoxia terminaban de cubrir nuestra viga. Uno se enfriaba muy pronto al permanecer sentado con el equipo interno de calefacción apagado, pero no nos moríamos por principio.
En realidad no tenía sentido entrenarnos para el frío. Era sólo la típica lógica a medias de los militares. Seguramente allá a donde íbamos hacía frío, pero no frío de hielo o de nieve. Casi por definición, los planetas portales mantenían una temperatura constante de dos grados sobre el cero absoluto, ya que los colapsares no brillan; y el primer escalofrío equivalía a la muerte.
Hacía ya doce años, cuando yo tenía diez, descubrieron el salto por colapsar. Bastaba con arrojar un objeto contra un colapsar a velocidad suficiente para que apareciera en otra parte de la galaxia. No se tardó mucho en descubrir la fórmula por la cual era posible predecir el punto en donde aparecería: el objeto viajaba por la misma «línea» (una geodésica einsteiniana, en realidad) que seguiría si no hubiese tropezado con el colapsar, hasta llegar a otro campo colapsar donde reaparecía, rebotando con la misma velocidad que llevaba al aproximarse al primero. El tiempo transcurrido entre ambos puntos: exactamente cero.
Hubo mucho trabajo para los físicos matemáticos, que tuvieron que cambiar la definición de simultaneidad y echar a un lado la relatividad general y volverla a reconstruir. Los políticos, en cambio, se sintieron muy felices, pues podían enviar una nave llena de colonos a Fomalhaut mucho más económicamente que lo que costaba antes poner un puñado de hombres en la Luna. Había mucha gente, según los políticos, que estaría mejor en Fomalhaut, llevando a cabo una gloriosa aventura, en vez de estar causando problemas en la Tierra.
Las naves iban siempre acompañadas por un vehículo automático de exploración espacial, que los seguía a unos tres millones de kilómetros. Sabíamos de la existencia de los planetas portales; eran trocitos de materia estelar que giraban en torno a los colapsares; el propósito de la nave teledirigida era el de volver a comunicar lo ocurrido en el caso de que una de las naves se estrellara contra un planeta portal a 0,999 de la velocidad de la luz.
Aunque nunca había ocurrido semejante catástrofe, un día ocurrió que el vehículo automático volvió solo. Al analizar sus datos se descubrió que la nave de los colonos había sido perseguida y destrozada por otro transporte. Esto ocurrió cerca de Aldebarán, en la constelación de Tauro, pero en vista de la dificultad en decir «aldebaraniano», al enemigo lo apodaron «taurino».
Desde entonces los vehículos izadores viajaban protegidos por una guardia armada. Ésta iba sola, frecuentemente, hasta que el grupo de colonización acabó abreviándose en FENU, Fuerza Exploradora de las Naciones Unidas, con énfasis en «fuerza».
Después algún cerebro de la Asamblea General decidió que era necesario formar un ejército de infantería para custodiar los planetas portales de los colapsares más próximos. Eso llevó a la Ley de Reclutamiento Escogido de 1996 y a la constitución del ejército más escogidamente reclutado en la historia de las guerras.
Y allí estábamos: cincuenta hombres y otras tantas mujeres, todos con coeficientes de inteligencia superiores a 150, un físico excepcionalmente sano y fuerte, chapoteando nuestras excelencias a través del barro y de la sucia nieve de Missouri, meditando en la inutilidad de la habilidad para construir puentes en mundos donde el único fluido era algún charco ocasional de helio líquido.
Aproximadamente un mes más tarde partimos hacia el planeta Charon, para efectuar las maniobras finales de entrenamiento.
Aunque próximo al perihelio, Charon distaba del Sol el doble de Plutón.
Nuestro vehículo había sido originariamente «transporte de ganado», o sea, una nave diseñada para transportar a doscientos colonos y una variedad de plantas y animales. El hecho de que sus ocupantes fuéramos sólo la mitad no lo hacía más espacioso, pues todo el espacio sobrante era ocupado por material reactivo y pertrechos de guerra.
El viaje duró tres semanas; la mitad del trayecto acelerando a dos gravedades, para desacelerar en la otra mitad. Nuestra velocidad máxima, al pasar junto a la órbita de Plutón, fue de un vigésimo de la luz, es decir, insuficiente para que la relatividad levantara su complicada cabeza.
No es ninguna juerga llevar un peso dos veces mayor que el normal. Hacíamos un poco de ejercicio tres veces por semana y permanecíamos acostados cuando nos era posible. Así y todo hubo varios casos de huesos rotos y miembros dislocados. Los hombres tenían que usar soportes especiales para no esparcir sus órganos por el suelo. Era casi imposible dormir: pesadillas en que uno se ahogaba o perecía aplastado; además había que girarse de vez en cuando para evitar hemorragias y cardenales. Una muchacha llegó a tal extremo de agotamiento que estuvo a punto de dormirse mientras una costilla le perforaba la carne.
No era la primera vez que yo salía al espacio, de modo que, cuando al fin acabó la aceleración y quedamos en caída libre, no sentí sino alivio. Pero algunos de los que viajaban por primera vez (con excepción del viaje de entrenamiento a la Luna) sucumbieron al súbito vértigo y a la desorientación. Los demás debíamos seguirlos con esponjas y aspiradoras, para limpiar los cuartos y retirar los glóbulos de «soja concentrada de alto contenido proteico y poco residuo, sabor a carne asada», a medio digerir.
Al bajar de la órbita Charon nos ofreció un buen espectáculo. No había mucho que ver; era sólo una esfera opaca y blanca, con algunas manchas. Descendimos a unos doscientos metros de la base. Un tractor oruga presurizado vino a buscarnos y se unió a la nave de tal modo que no nos fue necesario vestir los trajes espaciales. Entre chirridos y ruidos de lata avanzamos hacia el edificio principal, un cajón informe de plástico grisáceo.
En el interior las paredes eran del mismo color insulso. Los demás miembros de la compañía charlaban tranquilamente, sentado cada uno en su escritorio. Había un asiento libre junto a Freeland, que parecía aún algo pálido.
—¿Te sientes mejor, Jeff?
—Si los dioses hubiesen querido que el hombre sobreviviera en caída libre, le habrían dotado de una glotis de acero —respondió, suspirando profundamente—. Estoy un poco mejor. Me muero por un cigarrillo.
—Aja.
—Tú, en cambio, pareces no tener problemas. Habías subido al espacio cuando estabas estudiando, ¿verdad?
—Sí, hice la tesis sobre las soldaduras en el vacío. Tres semanas en órbita en torno a la Tierra.
Me recosté hacia atrás y busqué por milésima vez la caja de cigarrillos. No la tenía. La Unidad de Mantenimiento Vital no quería cargar con nicotina y THC.
—Ya teníamos bastante con el adiestramiento —rezongó Jeff—, y ahora esta mierda…
—¡Aten… ción!
Todos nos pusimos en pie, con muy poco garbo, de a dos y de a tres. La puerta se abrió para dar paso a un verdadero mayor, cosa que me hizo adoptar una postura algo más rígida. Era el oficial de más alto rango que había visto en mi vida. Llevaba una hilera de cintas prendidas al mono, incluyendo la banda purpúrea que reciben quienes han sido heridos en combate mientras peleaban por el viejo ejército americano. Seguramente había sido en aquel asunto con Indochina, antes de que yo naciera.
—Siéntense, siéntense.
Hizo un ademán con la mano, como si palmeara el aire; después se paró en jarras y observó a la compañía con una sonrisilla.
—Bienvenidos a Charon. Han elegido un día maravilloso para llegar; la temperatura exterior es estival: 8,15 grados Farenheit sobre cero. La cosa no cambiará mucho en los próximos dos siglos.
Algunos de los muchachos rieron sin muchas ganas.
—Será mejor que disfruten el clima tropical de la base Miami; disfrútenla mientras puedan. Aquí estamos en el centro de la parte soleada, pero casi todo el adiestramiento se llevará a cabo en la parte oscura. Allá la temperatura es de 2,08. Bien pueden considerar que todos los ejercicios hechos en la Tierra y en la Luna son sólo práctica elemental, cumplida con el solo objeto de darles una buena oportunidad de sobrevivir en Charon. Aquí tendrán que emplear todo el repertorio: herramientas, armas, maniobras. Descubrirán que con este frío las herramientas no funcionan como debieran y que las armas se niegan a disparar. Y la gente debe moverse con muchísimo cuidado.
Estudió la lista que tenía en la mano y prosiguió:
—En este momento son cuarenta y nueve mujeres y cuarenta y ocho hombres. Dos muertes en la Tierra y una baja por motivos psiquiátricos. Después de leer el resumen del entrenamiento recibido, francamente me asombra que hayan llegado tantos hasta aquí. Pero les conviene saber que me daría por satisfecho con que en esta etapa final se graduaran solamente cincuenta: la mitad. Y la única manera de no graduarse es morir. Aquí. El único modo de volver a la Tierra (incluso para mí) es después de haber combatido.
«Completarán un mes de adiestramiento. Desde aquí irán al colapsar Puerta Estelar, distante media luz, para permanecer en Puerta Estelar I, que es una colonia establecida en el mayor de los planetas portales, hasta que llegue el relevo. Afortunadamente será sólo un mes, pues en cuanto ustedes se marchen llegará aquí otro grupo. Cuando salgan de Puerta Estelar será para dirigirse a algún colapsar estratégicamente importante; allí ustedes instalarán una base militar y, si los taurinos la atacan, lucharán contra el enemigo. De lo contrario mantendrán esa base hasta recibir nuevas órdenes. Las dos últimas semanas del adiestramiento consistirán precisamente en construir una base como ésa, aquí, en el lado oscuro. Estarán totalmente aislados con respecto a la base Miami: sin comunicaciones, médicos ni suministros. Poco antes de que acaben esas dos semanas pondremos a prueba sus defensas por medio de un ataque con naves teledirigidas. Irán armadas.
¿Era posible que hubieran gastado tanto dinero sólo para matarnos durante el adiestramiento?
—Todo el personal permanente de Charon está constituido por veteranos de guerra. Por lo tanto, todos tenemos entre cuarenta y cincuenta años de edad. Sin embargo, creo que podemos seguirles el paso. Dos de nosotros permanecerán siempre con ustedes y les acompañarán al menos hasta Puerta Estelar. Son el capitán Sherman Stott, el comandante de la compañía, y el sargento primero Octavio Cortez. ¿Caballeros?
Dos hombres sentados en la hilera del frente se levantaron tranquilamente y se volvieron a mirarnos. El capitán Stott era algo más menudo que el mayor, pero ambos parecían cortados por la misma tijera: rostro duro y liso como la porcelana, semi-sonrisa cínica, un centímetro exacto de barba en tomo a la barbilla prominente y un aspecto que revelaba treinta años, cuanto más. Llevaba una gran pistola sobre la cadera, con todo el aspecto de las armas a pólvora.
El sargento Cortez era otra historia, un relato de horror. Tenía la cabeza rasurada y de una forma extraña: por un lado era plana, como si le hubieran quitado un gran pedazo de cráneo. Era muy moreno y tenía la cara sembrada de arrugas y heridas. Le faltaba la mitad de la oreja izquierda y sus ojos eran tan expresivos como los interruptores de una máquina. Lucía una combinación de barba y bigote que parecía una escuálida oruga blanca paseando en torno a la boca. En cualquier otra persona esa sonrisa casi infantil habría resultado agradable, pero él era la criatura más fea y perversa que yo haya visto en mi vida. Sin embargo, si uno descartaba la cabeza y se atenía sólo al metro ochenta, más o menos, que seguía por debajo, podría haber pasado por publicidad para algún curso de cultura física. Ni él ni Stott llevaban cintas en el mono de trabajo. Cortez llevaba bajo el sobaco izquierdo una pistola a láser de bolsillo, suspendida en un cierre magnético; su culata de madera estaba pulida por el uso.
—Ahora, antes de confiarles a los más tiernos cuidados de estos dos caballeros, permítanme que les haga una recomendación. Hace dos meses no había un alma en este planeta; sólo quedaba algún equipo abandonado por la expedición de 1991. Un pelotón de cuarenta y cinco hombres luchó durante todo un mes para levantar esta base; de ellos murieron veinticuatro, más de la mitad. Éste es el planeta más peligroso que los hombres hayan tratado jamás de habitar, pero los que ustedes van a visitar son tan malos como éste, o peores aún. Sus instructores tratarán de mantenerles vivos durante los treinta días siguientes. Préstenles atención… y sigan su ejemplo; todos llevan aquí un tiempo mucho más prolongado que el que ustedes deberán pasar. ¿Bien, capitán?
—¡Atención!
La última sílaba fue como un estallido; todos nos levantamos de un salto.
—Voy a decirles algo; lo haré una sola vez, así que les conviene escuchar bien —gruñó—. Aquí estamos realmente en situación de combate; en estas condiciones hay sólo un castigo para la desobediencia o la insubordinación.
Extrajo la pistola de su cadera y la sostuvo por el cañón, como si fuera una cachiporra, mientras explicaba:
—Ésta es una pistola automática reglamentaria modelo 1911, automática, calibre 45; se trata de un arma primitiva, pero muy eficaz. El sargento y yo estamos autorizados a utilizar nuestras armas para reforzar la disciplina. No nos obliguen a emplearlas porque lo haremos. Va en serio.
Volvió a poner la pistola en su sitio, con un fuerte chasquido que retumbó en aquel mortal silencio.
—El sargento Cortez y yo hemos matado entre los dos más personas de las que hay en esta habitación. Los dos luchamos en Vietnam por EE UU y los dos nos unimos, hace más de diez años, a la Guardia Internacional de las Naciones Unidas. Yo he tomado licencia como mayor para gozar del privilegio de comandar esta compañía, y el sargento Cortez ha hecho lo mismo con respecto a su grado de submayor, debido a que ambos somos soldados de combate y ésta es la primera situación de combate que se ha producido desde 1987. Recuerden bien lo que les he dicho mientras el sargento primero les da instrucciones más específicas sobre las tareas que les corresponderán. Hágase cargo, sargento.
Giró sobre sus talones y salió a grandes pasos de la habitación. Su expresión no había cambiado un solo milímetro durante toda esa arenga. El sargento primero avanzó como una máquina pesada con un montón de cojinetes. En cuanto la puerta se hubo cerrado con su discreto siseo, se volvió hacia nosotros y dijo:
—Tranquilos, siéntense.
Su voz resultó sorprendentemente suave. Tomó asiento en una mesa, al frente de la habitación: el mueble, aunque crujiendo, le sostuvo.
—El capitán habla como un monstruo, yo parezco un monstruo, pero los dos tenemos buenas intenciones. Puesto que ustedes van a tener que trabajar mucho conmigo, conviene que se acostumbren a esto que tengo colgando frente al cerebro. No creo que traten mucho al capitán, salvo durante las maniobras. —Se llevó una mano a la parte plana de la cabeza y agregó—: Y hablando de cerebro, todavía tengo el mío entero, a pesar de los esfuerzos que hicieron los chinos por quitármelo. Todos los veteranos que entramos en la FENU tuvimos que pasar por los mismos criterios que rigieron la Ley de Reclutamiento Escogido. Por lo tanto, sospecho que todos ustedes son de mente rápida o cuerpo duro…, pero recuerden una cosa: el capitán y yo somos de mente rápida, cuerpo duro y, además, tenemos mucha experiencia.
Hojeó las listas sin prestarles mucha atención.
—Bien, como ha dicho el capitán, durante las maniobras habrá un solo tipo de medida disciplinaria: la pena capital. Pero normalmente no seremos nosotros quienes la apliquemos. Charon nos ahorrará el trabajo. Allá en los alojamientos es otro cantar. No nos interesa gran cosa lo que allí hagan. Rásquense el culo todo el día y jodan toda la noche; es cosa suya. Pero una vez que estén vestidos y en el exterior, tendrán que demostrar una disciplina que avergonzaría a un centurión. Habrá situaciones en las que cualquier estupidez podrá matarnos a todos. De cualquier modo, lo primero que debemos hacer es acostumbrarnos a usar los trajes de guerra. El armero les está esperando en los alojamientos; les atenderá uno por uno. Vamos.
El armero era menudo y parcialmente calvo, sin insignias de rango sobre el mono. El sargento Cortez nos había indicado que le llamáramos «señor», pues era teniente.
—Ya sé que en la Tierra recibieron lecciones sobre el funcionamiento de los trajes de guerra, pero quisiera insistir sobre algunos aspectos y agregar algimas cosas que tal vez allá no saben o no pueden explicar con mucha claridad. El sargento primero ha tenido la amabilidad de prestarse como modelo. Sí, sargento.
Cortez se quitó el mono y subió a una pequeña plataforma donde había un traje de guerra, abierto como una almeja antropomorfa. Se acercó de espaldas e introdujo los brazos en aquellas mangas rígidas. Se oyó entonces un chasquido y el traje se cerró con un suspiro. Era de color verde brillante; sobre el casco se leía, escrito en letras blancas, el apellido «Cortez».
—Camuflaje, sargento.
El color verde se convirtió en blanco; después, en un gris sucio.
—Éstos son camuflajes adecuados para Charon y para la mayoría de los planetas portales—observó Cortez, como si hablara desde un pozo profundo—, pero hay otras combinaciones posibles.
El gris se manchó con brillantes combinaciones de pardos y verdes.
—Jungla.
Después se convirtió en un ocre pálido y seco.
—Desierto.
Un pardo oscuro, más oscuro aún, hasta llegar al negro opaco.
—Noche o espacio.
—Muy bien, sargento. Que yo sepa, éste es el único detalle del traje que fue perfeccionado después de su entrenamiento. Los mandos están en torno a la muñeca izquierda. Reconozco que son incómodos, pero una vez que uno halla la combinación adecuada, es muy fácil mantenerla. Ahora bien, en la Tierra ustedes no recibieron demasiado entrenamiento respecto al uso del traje, pues no queríamos que se habituaran a utilizarlo en un ambiente benigno. El traje de guerra es el arma personal más poderosa que se haya inventado, pero al mismo tiempo la que más fácilmente puede causar la muerte de quien lo viste, por mero descuido. Gire, sargento.
Señaló una gran protuberancia cuadrada entre los hombros, y prosiguió:
—Aquí tienen un ejemplo: las aletas de escape. Como ustedes saben, el traje mantiene a quien lo lleva en una temperatura cómoda, sea cual fuere el clima exterior. El material del traje es el mejor aislante que se pudo conseguir, de acuerdo con las necesidades técnicas. Por lo tanto estas aletas se calientan mucho, en comparación con las temperaturas del lado oscuro, a medida que evacuan el calor del cuerpo humano. Supongamos que uno se recuesta contra una roca de gas congelado: hay muchas por ahí. El gas sublimará a medida que vaya surgiendo de las aletas y, al escapar, golpeará contra el «hielo» circundante, quebrándolo; en una centésima de segundo se producirá un estallido equivalente al de una granada, precisamente debajo del cuello. La víctima no sentirá nada. En los últimos dos meses han muerto once personas por variaciones sobre este tema. Y sólo estaban construyendo unas pocas cabañas.
»Supongo que ya están advertidos con respecto a la instalación Waldo, con la cual ustedes pueden matarse con toda facilidad o causar la muerte de sus compañeros. ¿Alguien quiere estrecharle la mano al sargento?
Hizo una pausa; al no obtener respuesta se adelantó y tomó la mano enguantada de Cortez.
—Él tiene muchísima práctica. Mientras ustedes no la tengan deberán emplear la máxima cautela. Por rascarse un picor pueden quebrarse la espalda. Recuerden: reacciones semilogarítmicas; una presión de un kilogramo ejerce una fuerza de cinco; tres kilos dan diez; cuatro, veintitrés; cinco, cuarenta y siete. Casi todos ustedes podrán levantar pesos muy superiores a los cincuenta kilos. Teóricamente se puede partir una viga de acero con sólo amplificar esa fuerza; lo que sucede en realidad es que se rompe el material de los guantes y uno muere inmediatamente, al menos aquí, en Charon. Sería una carrera entre la descompresión y la congelación instantánea: de uno u otro modo morirán sin remedio.
»También los Waldo de las piernas son peligrosos, aunque la amplificación es menor. Mientras no estén bien adiestrados no traten de correr ni de saltar. Lo más probable sería que resbalaran, y eso también significaría la muerte.
»La gravedad de Charon equivale a las tres cuartas partes de la terrestre, de modo que eso no es demasiado complicado. Pero en un planeta pequeño, como la Luna, uno toma carrera da un salto y vuela hacia el horizonte sin descender durante veinte minutos; probablemente acabe estrellándose contra una montaña a ochenta metros por segundo. En un pequeño asteroide tampoco sería buen negocio: se podría alcanzar la velocidad de escape y encontrarse en un viaje informal por los espacios intergalácticos. Es una manera muy lenta de viajar.
»Mañana por la mañana comenzaremos a enseñarles cómo mantenerse vivos dentro de esta máquina infernal. Durante el resto del día, hasta la hora de acostarse, les iré llamando uno por uno para tomarles las medidas. Eso es todo, sargento.
Cortez se acercó a la puerta e hizo girar la espita que permitía la entrada de aire a la esclusa; inmediatamente se encendieron varias lámparas de infrarrojos para evitar que el aire se congelara en su interior. Cuando las presiones estuvieron igualadas, el sargento volvió a cerrar la espita, abrió la puerta y pasó a la esclusa, cerrando tras de sí. Durante un minuto se oyó el murmullo de la bomba que evacuaba el pequeño recinto. Finalmente Cortez salió y cerró herméticamente la puerta exterior. El sistema era muy similar al de la Luna.
—En primer término, que venga el soldado Ornar Almizar. El resto puede ir a buscar las literas correspondientes. Les llamaré por el altavoz.
—¿Por orden alfabético, señor?
—Sí. Tardaré unos diez minutos con cada uno. Quienes tengan el apellido con Z pueden acostarse.
La pregunta había provenido de Rogers. Seguramente pensaba acostarse en seguida.
El sol era un punto blanco y duro en mitad del cielo; resultaba mucho más brillante de lo que yo había supuesto; dado que estábamos a ochenta unidades astronómicas de distancia, su luz tenía una intensidad 6.400 veces menor que en la Tierra. Sin embargo, daba tanta luz como una poderosa lámpara para iluminación de calles.
—Aquí hay mucha más luminosidad que en los planetas portales —crujió la voz del capitán Stott en nuestro oído colectivo—. Confórmense con ver por dónde caminan.
Marchábamos todos formados en una sola fila india por la acera de permaplast que comunicaba los alojamientos con la cabaña de suministros. Habíamos pasado la mañana practicando la marcha entre paredes; no había gran diferencia con lo de ahora, salvo en lo que respecta al exótico escenario. Aunque la luz era bastante mortecina, era posible ver claramente hasta el horizonte, puesto que no había atmósfera. Desde un lado al otro se extendía un barranco negro, demasiado regular como para ser natural, a un kilómetro de donde estábamos. El suelo era negro como la obsidiana, manchado con parches de hielo blanco o azulado. Junto a la cabaña de suministros había una pequeña montaña de nieve en un cubo con el rótulo «Oxígeno».
El traje era bastante cómodo, pero daba a su ocupante la extraña sensación de ser al mismo tiempo marioneta y titiritero. Uno aplicaba el impulso necesario para mover las piernas y el traje se encargaba de multiplicarlo, moviéndolas por uno.
—Por hoy nos limitaremos a caminar por la zona de los cuarteles. ¡Y que nadie abandone la zona!
El capitán no llevaba su pistola del 45, a menos que la llevara como amuleto bajo el traje; de cualquier modo tenía un dedo a rayo láser, como todos nosotros, y el suyo debía estar enganchado hacia arriba.
Guardando una distancia mínima de dos metros entre uno y otro, todos salimos del permaplast y seguimos al capitán por sobre la roca lisa. Caminó despacio durante cerca de una hora, abriéndose en espiral, y finalmente se detuvo en el otro extremo del perímetro.
—Atención, todo el mundo.
Señaló una laja de hielo azulado que estaba a unos veinte metros de distancia y explicó:
—Voy a subir a esa roca para mostrarles algo que deben saber si no quieren perder la vida.
Se alejó diez o doce pasos, caminando con facilidad.
—Primero debo calentar una roca. Bajen los filtros.
Oprimí la perilla que llevaba bajo el sobaco para bajar el filtro sobre mi conversor de imágenes. El capitán apuntó el dedo hacia una roca negra del tamaño de una pelota de baloncesto y lanzó un disparo breve. El resplandor lanzó hacia nosotros una larga sombra del capitán, en tanto la roca se quebraba en un montón de astillas brumosas.
—No tardarán mucho en enfriarse —comentó el capitán, mientras se inclinaba para recoger un trozo de roca—. Este debe estar más o menos a veinte o veinticinco grados. Observen bien.
Arrojó la piedra «caliente» sobre la superficie de hielo. La roca resbaló hacia todos lados, formando un dibujo absurdo, y salió disparada hacia un costado.
Cuando el capitán lanzó otro de los fragmentos el efecto fue el mismo.
—Como ustedes saben, los trajes no proporcionan un aislamiento completo. Estas rocas tienen aproximadamente la temperatura de las suelas de sus botas. Si ustedes tratan de erguirse sobre una laja de hidrógeno seguirán el mismo destino que estas piedras… con la diferencia de que éstas son ya cosas muertas. La causa de este comportamiento es que la roca forma con el hielo una superficie de contacto muy lisa constituyendo un pequeño charco de hidrógeno líquido; quedan unas pocas moléculas por sobre encima del líquido, en un colchón de hidrógeno gaseoso. De ese modo, tanto la roca como quien pise esto se convertirán en un peso sin fricción por lo que respecta al hielo; nadie puede mantenerse en pie si no hay contacto bajo las suelas. Cuando uno lleva ya un mes manejando el traje puede sobrevivir a la caída, pero en estos momentos ustedes no están lo bastante familiarizados. Fíjense en esto.
El capitán tomó impulso y saltó sobre el hielo. Al resbalar ambos pies sobre la superficie giró sobre sí en el aire y cayó sobre las manos y las rodillas. En seguida se deslizó para volver al suelo firme.
—El secreto consiste en evitar que las aletas de escape hagan contacto con el gas helado. Comparadas con el hielo tienen la temperatura de un horno; el contacto con un peso cualquiera provocaría una explosión.
Tras aquella demostración proseguimos la caminata durante una o dos horas más antes de regresar a los alojamientos. Una vez cruzada la esclusa de aire tuvimos que andar un rato por el interior para que los trajes se ajustaran a la temperatura del recinto. Alguien se acercó a mí e hizo chocar mi casco con el suyo. Sobre la placa frontal llevaba escrito el apellido «McCoy».
—¿ William? —preguntó.
—Hola, Sean. ¿Alguna novedad?
—Quería saber si habías hecho planes para dormir con alguien esta noche.
En verdad me había olvidado. Allí no había listas para la asignación de literas; cada uno elegía a su compañero.
—Claro… Quiero decir, ¡ejem!, no, no. No he invitado a nadie. Si quieres…
—Gracias, William. Hasta luego.
Mientras la miraba alejarse me dije que si alguna mujer podía resultar sexualmente atractiva en un traje de guerra, ésa era Sean. Pero ni siquiera ella podía.
Cortez decidió que ya estábamos bastante calientes y nos condujo hacia el cuarto de los trajes, donde volvimos a poner las cosas en su sitio y las conectamos a las placas de carga. Cada traje tenía un fragmento de plutonio que le proporcionaba energía para varios años, pero se nos había pedido que utilizáramos los acumuladores de combustible. Después de mucho dar vueltas todo el mundo estuvo conectado y se nos permitió desvestirnos; éramos noventa y siete pollitos saliendo de otros tantos huevos verdes. Hacía frío; el aire, el suelo y sobre todo los trajes estaban helados; la retirada hacia los casilleros fue bastante desordenada.
Cuando me hube puesto la túnica, los pantalones y las sandalias, seguí sintiendo frío. Tomé mi taza y me uní a la cola que esperaba la soja. Todo el mundo brincaba en su sitio para entrar en calor.
—¿Qué t-t-temperatura… te parece… que hace…, M-mandella? —preguntó McCoy.
—No quiero… ni pensarlo.
Dejé de saltar y me froté con tanta fuerza como pude, con la taza en una mano, mientras agregaba:
—Por lo menos tanto frío como en Missouri.
—¿Por qué mierda… no calentarán… un poco esto?
Las mujeres pequeñas siempre sienten el frío más que nadie. McCoy era la más pequeña de la compañía, una muñequita de talle de avispa y un metro cincuenta escaso.
—Ya está funcionando el aire acondicionado. Dentro de poco estaremos mejor.
—Me gustaría… ser un gran pedazo de carne… como tú.
Por mi parte la prefería tal como era.
El tercer día, mientras aprendíamos a cavar hoyos, sufrimos la primera baja.
Dada la impresionante cantidad de energía almacenada en las armas de un soldado, no resulta nada práctico cavar hoyos con pico y pala. Sin embargo, uno puede lanzar granadas durante todo el día sin obtener más que una ligera depresión en el terreno; el método acostumbrado es practicar un pozo en el suelo con el láser de mano, poner en él un explosivo de tiempo en cuanto se ha enfriado y, de ser posible, rellenar el agujero. Claro que en Charon no hay muchas piedras sueltas, a menos que ya se haya practicado algún otro hoyo en las cercanías.
El único problema que presenta ese procedimiento consiste en alejarse a tiempo. Se nos había dicho que, para estar a salvo, había que ocultarse detrás de algún objeto realmente sólido o alejarse por lo menos cien metros. Una vez instalada la carga uno disponía de tres minutos para ello, pero no era cuestión de echar a correr. En Charon resultaba peligroso.
El accidente ocurrió cuando hacíamos un hoyo profundo, del tipo que se utiliza para refugios subterráneos. Para eso teníamos que cavar un pozo; después bajábamos al fondo y repetíamos el procedimiento una y otra vez hasta que quedara lo bastante profundo. Aunque dentro de ese cráter usábamos cargas de cinco minutos, ese tiempo parecía muy escaso: había que avanzar muy lentamente, escogiendo el camino hacia el borde del cráter.
Casi todos habían cavado ya un pozo doble; faltábamos sólo yo y otros tres soldados. Creo que sólo nosotros cuatro estábamos prestando atención cuando Bovanovitch se encontró en dificultades. Todos estábamos a más de doscientos metros de distancia. Con el conversor de imágenes graduado a poder cuarenta la vi desaparecer por encima del borde del cráter. Después sólo pude escuchar su conversación con Cortez. En esa clase de maniobras se interrumpían las transmisiones de radio normales y sólo se permitía transmitir al soldado en adiestramiento y al superior a cargo.
—Bien, avance hacia el centro y retire los cascotes. No hay por qué darse prisa mientras no haya quitado el seguro.
—Claro, sargento.
Se oyeron pequeños ecos emitidos por las rocas al entrechocar y transmitidos por las botas. Ella permaneció en silencio durante varios minutos.
—He tocado fondo —dijo, algo jadeante.
—¿Hielo o roca?
—¡Oh, es roca, sargento! Esa cosa verde.
—En ese caso debe usar una carga de poca potencia. Uno punto dos, dispersión cuatro.
—Maldición, sargento, no acabaré jamás.
—Es que esa materia tiene cristales hidratados; se calienta demasiado aprisa y podría fracturarse. Y en ese caso no podríamos hacer otra cosa que dejarla allí, muchacha, muerta y ensangrentada.
—Sí, de acuerdo, uno punto dos, dispersión cuatro.
El borde interior del cráter centelleó con el resplandor rojo del rayo láser.
—Cuando haya profundizado medio metro, más o menos, súbalo a dispersión dos.
—De acuerdo.
Tardó exactamente diecisiete minutos, tres de ellos con dispersión dos. Era fácil imaginarse lo cansado que tendría el brazo con que disparaba.
—Ahora descanse unos minutos. Cuando el fondo del pozo deje de centellear, prepare la carga y déjela caer. Después salga caminando, ¿entiende? Tiene tiempo de sobra.
—Comprendo, sargento. Caminando.
Parecía bastante nerviosa, pero se justificaba; no es algo muy habitual eso de apartarse de puntillas, dejando atrás una bomba de veinte microtones. Durante varios minutos no se oyó más que su respiración.
—Aquí va.
Hubo un leve ruido deslizante, causado por la bomba al resbalar hacia el fondo.
—Ahora, despacio y con calma. Tiene cinco minutos.
—Sí… sí, cinco.
Sus pasos se oyeron lentos y regulares; después, a medida que iba trepando por la pared del cráter, perdieron algo de regularidad para tornarse un poco frenéticos. Y cuando sólo quedaban cuatro minutos…
—¡Mierda!
Un fuerte ruido, como si algo rascara la roca; golpes y choques.
—¡Mierda, mierda!
—¿Qué pasa, recluta?
—¡Oh, mierda!
Silencio. Después otra vez:
—¡Mierda!
—Recluta, si no quiere recibir un disparo, ¡dígame ahora mismo qué es lo que pasa!
—Me… mierda, me he quedado trabada. Estas jodidas rocas que resbalan… ¡Mierda, haga algo! No me puedo mover, mierda, no me puedo mover. Yo… yo…
—¡Cállese! ¿Hasta dónde está atrapada?
—No puedo mover las… mierda… las piernas. ¡Ayúdeme!
—¡Pues use los brazos, carajo! ¡Empújese! Puede mover una tonelada con cada mano.
Tres minutos. La muchacha dejó de maldecir y empezó a murmurar algo, probablemente en ruso, con voz monótona. Estaba jadeando. La radio transmitía el estruendo de las rocas desprendidas.
—Estoy libre.
Dos minutos.
—Salga con tanta rapidez como pueda —indicó Cortez con voz indiferente.
Faltaban noventa segundos cuando la vimos aparecer, arrastrándose por encima del borde del cráter.
—Corra, muchacha, será mejor que corra.
Ella obedeció, pero a los cinco o seis pasos cayó al suelo; tras resbalar unos cuantos metros volvió a levantarse y echó nuevamente a correr. Nueva caída. Se levantó otra vez…
Parecía alejarse con bastante rapidez, pero sólo se había alejado unos treinta metros cuando Cortez ordenó:
—Bien, Bovanovitch, échese a tierra y quédese quieta.
Faltaban diez segundos; ella no oyó o prefirió alejarse un poco más. Siguió corriendo a grandes saltos desordenados. En mitad de uno de ellos la sorprendieron el relámpago y el trueno. Un objeto grande la golpeó bajo el cuello. El cuerpo descabezado salió girando hacia el espacio y dejó tras de sí una espiral roja y negra de sangre rápidamente congelada. Aquello cayó grácilmente al suelo en un sendero de polvo cristalino que nadie osó perturbar.
Aquella noche Cortez no vino a darnos ningún sermón; ni siquiera apareció a la hora de la cena. Todos nos mostramos mutuamente corteses y nadie tuvo miedo de hablar sobre el asunto.
Me acosté con Rogers (todo el mundo se acostó con algún buen amigo), pero ella sólo quería llorar; lloró tanto y con tanta pena que acabó por contagiarme.
—Equipo de fuego A… ¡Adelante!
Los doce avanzamos en línea irregular hacia el refugio simulado. Estaba a un kilómetro de distancia, tras una pista de obstáculos cuidadosamente preparados. Habían retirado todo el hielo, cosa que nos permitía avanzar con bastante celeridad, pero nuestros diez días de experiencia sólo nos permitían un paso largo y cómodo.
Yo llevaba un lanzador de granadas cargado con proyectiles de diez microtones para práctica. Todos teníamos el láser digital graduado en NOS DI, lo que equivalía apenas a un relámpago. Se trataba de un ataque simulado; el refugio y el robot que lo defendían costaban demasiado como para usarlos una sola vez.
—Equipo B, síganlos. Jefes de equipo, háganse cargo.
Nos aproximamos a un grupo de cantos rodados cercanos a la señal que indicaba la mitad del camino. Potter, la jefe de mi equipo, ordenó:
—Detenerse y cubrirse.
Todos nos arracimamos tras las rocas y aguardamos al equipo B.
Los doce hombres y mujeres que nos seguían se nos acercaron en un susurro. En cuanto estuvieron fuera de peligro avanzaron hacia la izquierda, desapareciendo de la vista.
—¡Fuego!
Rojos círculos de luz bailaron a medio klim de distancia, allí donde el refugio se hacía visible. El límite de práctica para esas granadas era de quinientos metros, pero por si la suerte me ayudaba puse el lanzador en línea con la imagen del refugio, lo gradué en un ángulo de cuarenta y cinco grados y arrojé tres.
Desde el refugio respondieron al fuego aun antes de que llegaran mis granadas. Sus láseres automáticos no eran más poderosos que los nuestros, pero un golpe directo podía desactivar el conversor de imágenes y uno quedaba ciego. Disparaban al azar, sin siquiera acercarse a los cantos rodados que nos servían de protección.
Tres fuertes luces de magnesio parpadearon simultáneamente a unos treinta metros del refugio.
—¡Mandella! ¡Se supone que tienes un poco de puntería!
—¡Caray, Potter, disparan sólo a medio klim! Cuando nos acerquemos un poco más los pondré bien en el medio.
—Sí, sí, te creo.
No respondía. Algún día ella dejaría de ser jefe de equipo. Además no era mala persona, pero el poder se le había subido a la cabeza. Puesto que el lanzador de granadas es ayudante del jefe del equipo, yo estaba esclavizado a la radio de Potter y oía todas sus conversaciones con el equipo B.
—Potter, aquí Freeman. ¿Hay pérdidas?
—Aquí Potter. No, parece que el fuego se concentra sobre vosotros.
—Sí, tenernos tres bajas. En este momento estamos en una depresión a unos cien metros de vosotros. Podemos cubrir cuando estéis preparados.
—De acuerdo, empezad.
Se oyó un suave chasquido; en seguida ella ordenó.
—Equipo A, síganme.
Salió deslizándose desde su escondrijo tras la roca y encendió el leve rayo rosado que llevaba sobre su equipo energético. También yo encendí el mío y corrí de lado tras ella; el resto del equipo se abrió en abanico, en una especie de cuña. Nadie disparó mientras el equipo B nos cubría.
A mis oídos llegaba sólo la respiración de Potter y el suave crunch-crunch de mis botas. Como veía muy poco, subí el conversor de imágenes a una intensidad logarítmica de dos. Eso borroneó un poco la imagen, pero le dio más brillo. Al parecer, el refugio mantenía al equipo B bastante ocupado. Éste devolvía los disparos con rayos láser, exclusivamente; sin duda habían perdido el lanzador de granadas.
—Potter, aquí Mandella. ¿No deberíamos desviar un poco el ataque del equipo B?
—Sí, en cuanto podamos cubrirnos. ¿Te parece bien, recluta?
La habían ascendido a cabo mientras durara el ejercicio.
Nos desviamos hacia la derecha para cobijarnos tras una laja. Casi todos los demás encontraron refugio, pero unos cuantos tuvieron que echarse de bruces contra el suelo.
—Freeman, aquí Potter.
—Potter, aquí Smithy. Freeman está fuera de combate y Samuels también. Quedamos sólo cinco. Cubridnos un poco para que podamos…
—De acuerdo, Smithy.
Otro chasquido.
—Fuego el equipo A. Los del B están en apuros.
Eché una mirada por encima del borde de la roca. Mi detector de posiciones indicaba que el refugio estaba a unos trescientos cincuenta metros, bastante lejos aún. Apunté un poquito más arriba y lancé tres granadas; en seguida bajé un par de grados y arrojé otras tres. Las primeras fallaron en unos veinte metros, pero la segunda carga estalló precisamente delante del refugio. Tratando de mantener el mismo ángulo disparé otras quince, todas las que me quedaban.
Debía haberme agachado tras la roca para volver a cargar, pero quería ver dónde caían las quince granadas, de modo que no perdía de vista el refugio en tanto retrocedía para buscar otra carga. Cuando el rayo láser dio contra mi conversor de imágenes percibí un resplandor rojo tan intenso que pareció perforarme los ojos y rebotar en el cráneo. En una fracción de segundo el conversor, ya sobrecargado, quedó ciego; sin embargo, aquella imagen siguió torturándome la vista por varios minutos.
Puesto que yo estaba oficialmente muerto, mi radio se desconectó de inmediato; no me quedaba sino permanecer en mi sitio hasta que aquel remedo de batalla hubiese terminado.
El tiempo se me hizo muy largo; no tenía más datos sensoriales que el tacto de mi propia piel (y dolía allí donde el conversor de imágenes había centelleado) y un constante zumbido en los oídos. Al fin un casco golpeó contra el mío.
—¿Estás bien, Mandella? —preguntó la voz de Potter.
—Disculpa, hace diez minutos que he muerto de aburrimiento.
—Levántate y agárrate a mi mano.
Así lo hice, y ambos avanzamos arrastrando los pies hasta el alojamiento. Probablemente tardamos más de una hora. Ella no volvió a hablar durante todo el camino de regreso (la forma de comunicarse resulta bastante extraña), pero una vez que hubimos pasado la esclusa de aire y calentado los trajes me ayudó a desvestirme. Me preparé para recibir una buena azotaina verbal, pero en cuanto el traje se abrió, antes de que mis ojos se acostumbraran a la luz, ella me echó los brazos al cuello y me plantó un beso húmedo en la boca.
—Buen tiro, Mandella.
—¿Eh?
—¿No viste? Claro que no. El último disparo, antes de que te alcanzaran, hoz blanco: cuatro estallidos directos. El refugio decidió que estaba vencido y no tuvimos más que caminar el resto del trayecto.
—¡Qué bien!
Me rasqué la cara bajo los ojos, desprendiendo un poco de piel seca. Ella soltó una risita.
—¡Si te vieras! Pareces…
—Todo el personal debe presentarse en la zona de asambleas.
Era la voz del capitán. Eso indicaba malas noticias. Potter me alcanzó una túnica y un par de sandalias.
—Vamos.
La zona de asambleas y sala comedor estaba al otro lado del pasillo. Ante la puerta había una hilera de botones correspondientes al registro. Mientras oprimía el que llevaba mi nombre noté que sólo cuatro de ellos estaban cubiertos con cinta negra. Sólo cuatro: eso significaba que durante las maniobras no se habían producido bajas.
El capitán estaba sentado en la plataforma; eso quería decir que, cuanto menos, no nos veríamos obligados a pasar por el absurdo rito de «Atención». La sala se llenó en menos de un minuto. Una suave campana indicó que la lista estaba completa.
—Hoy se han portado bastante bien —dijo el capitán Stott, sin levantarse—. No murió nadie, aunque yo había calculado alguna baja. En ese aspecto ustedes han sobrepasado mis expectativas, pero por lo demás el trabajo de hoy ha sido muy pobre. Me alegra que sepan cuidarse, pues cada uno de ustedes representa una inversión de un millón de dólares y un cuarto de vida humana. Pero en esta batalla simulada, contra un enemigo robótico muy estúpido, hubo treinta y siete soldados que lograron caer bajo el láser enemigo y morir en forma simulada. Puesto que los muertos no comen, esas personas no tendrán comida durante los próximos tres días. Cada uno de los soldados caídos en esta batalla recibirá solamente dos litros de agua y una ración de vitaminas por día.
Nos cuidamos muy bien de gruñir o algo por el estilo, pero hubo expresiones bastante disgustadas, sobre todo en aquellas caras que exhibían cejas chamuscadas y rectángulos rojizos en torno a los ojos.
—Mandella.
—Sí, señor.
—Usted es el más quemado de las bajas. ¿Tenía el conversor de imágenes graduado en normal?
¡Oh, mierda!
—No, señor. Intensidad logarítmica dos.
—Aja. ¿Quién era el jefe de su grupo durante los ejercicios?
—La cabo interina Potter, señor.
—Recluta Potter, ¿le ordenó usted intensificar la imagen?
—Yo, señor… no recuerdo.
—¿No? Bien, como ejercicio mnemotécnico puede contarse entre las bajas. ¿Le parece bien?
—Sí, señor.
—De acuerdo. Los muertos comerán por última vez esta noche y no tendrán raciones a partir de mañana. ¿Alguna pregunta?
Seguramente bromeaba.
—Bien. Rompan filas.
Elegí los alimentos que parecían más ricos en calorías y llevé mi bandeja hasta donde estaba Potter.
—Fue una quijotesca tontería —le dije—, pero gracias.
—De nada. De cualquier modo quería perder unos kilos que me sobran.
No parecía tener ninguno de más, en mi opinión.
—Para eso conozco un buen ejercicio.
Ella sonrió sin levantar la vista de su bandeja.
—¿Te has comprometido con alguien para esta noche?
—Estaba medio decidida a invitar a Jeff…
—En ese caso será mejor que te des prisa. Se está entusiasmando con Maejima.
Bueno, era bastante cierto. A todo el mundo le pasaba lo mismo.
—No sé. Quizá convendría reservar las fuerzas. Ese tercer día…
—Vamos —insistí, rascándole ligeramente el dorso de la mano con una uña—. No nos hemos acostado desde que salimos de Missouri. Es posible que hayamos aprendido algo nuevo.
—Tú, tal vez —observó ella, inclinando la cabeza para mirarme con picardía—. Bien, de acuerdo.
En realidad era ella quien había aprendido un truco nuevo; le llamaba «el sacacorchos francés». No quiso decirme quién se lo había enseñado; pero consideré que el tipo merecía mis felicitaciones.
Las dos semanas de adiestramiento en torno a la base Miami nos costaron al fin y al cabo once vidas. Doce, si contamos a Dahlquist. Creo que verse obligado a pasar el resto de la vida en Charon, con una mano y ambas piernas amputadas, es algo muy parecido a la muerte.
Foster murió aplastado por un alud de tierra; Freeland sufrió un desperfecto en el traje que le congeló antes de que pudiéramos llevarle adentro. Los otros fiambres, en su mayoría, eran gente que yo no conocía muy bien, pero de todos modos la pérdida dolía. Y cada una aumentaba nuestro miedo en vez de reforzar nuestra cautela.
Después, al lado oscuro. Un vehículo aéreo nos llevó, en grupos de veinte, y nos dejó ante un montón de materiales de construcción, previsoramente inmersos en helio II. Usamos garfios para sacar las cosas del charco. No es prudente vadearlos, pues el fluido cubre el cuerpo y resulta difícil predecir qué hay abajo; si uno llega a pisar una laja de hidrógeno se acabó la buena suerte.
Sugerí que tratáramos de evaporar el fluido con nuestros rayos láser, pero tras concentrar el fuego durante diez minutos el helio no había descendido gran cosa. Tampoco llegaba a hervir, puesto que el helio II es «superfluido», es decir, cualquier evaporación debe producirse en forma regular, sobre toda la superficie; no hay sitios de mayor calor ni burbujeos.
Se nos había indicado no usar luces para evitar el ser detectados. La luz de las estrellas bastaba, si uno graduaba el conversor de imágenes a logaritmo tres o cuatro, pero cada amplificación representaba una imagen menos detallada. En logaritmo cuatro el paisaje se veía como una pintura monocroma y borrosa; ni siquiera se podían leer los nombres pintados sobre los cascos, a menos que estuvieran ante uno.
De cualquier modo el paisaje no era muy interesante. Había cinco o seis cráteres medianos causados por los meteoros (todos con la misma cantidad de helio II en el fondo) y un asomo de endebles montañas sobre el horizonte. El suelo irregular tenía la consistencia de una telaraña de hielo; cada vez que se pisaba, el pie se hundía uno o dos centímetros, entre crujidos chirriantes. Eso acababa por alterar los nervios de cualquiera.
Nos llevó casi todo el día sacar el material del charco. Nos turnamos para dormir a ratos, cosa que se podía hacer de pie, sentado o acostado sobre el vientre. Por mi parte no me sentía cómodo en ninguna de esas posturas, de modo que me urgía ver el refugio construido y presurizado. Era imposible edificarlo bajo tierra, pues se habría llenado de helio II; por lo tanto lo más urgente era construir una plataforma aislada con tres capas de permaplast separadas entre sí por vacío.
Yo actuaba como cabo al frente de un equipo de diez personas. Mientras llevábamos las capas de permaplast al lugar de la construcción (dos personas son suficientes para transportar cada una de ellas) uno de mis hombres resbaló y cayó de espaldas.
—Maldición, Singer, mira por dónde caminas.
Ya habíamos tenido un par de fiambres a causa de esos accidentes.
—Lo siento, cabo. Tropecé.
—Ya sé. Ten cuidado.
Se levantó sin dificultad, para colocar, junto con su compañero, la hoja de permaplast en el sitio correspondiente; en seguida fueron en busca de otra. Mientras tanto yo no perdía de vista a Singer. A los pocos minutos le vi tambalearse, cosa nada fácil en esa armadura cibernética.
—¡Singer! En cuanto acabes de poner esa plancha ven aquí.
—De acuerdo.
Terminó su tarea y se acercó pesadamente.
—Déjame ver tus indicadores.
Abrí la portezuela frontal del traje para descubrir los monitores médicos. Comprobé que la temperatura le había subido dos grados, y tanto la presión sanguínea como el ritmo cardíaco eran altos también, aunque todavía no llegaban al punto de peligro.
—¿Te encuentras mal?
—¡Diablos, Mandella! Me encuentro perfectamente; estoy un poco cansado, eso es todo; me siento algo aturdido desde que me caí.
Inmediatamente marqué con la barbilla la combinación numérica del médico.
—Doctor, aquí Mandella. ¿Quiere venir por un momento?
—Claro. ¿Dónde está?
Agité la mano a modo de señal y él se acercó desde la orilla del charco.
—¿Qué problema tiene? —preguntó.
Le mostré los indicadores de Singer y él se entretuvo un poco observando los otros datos.
—Que yo sepa, Mandella… este hombre tiene calor, eso es todo.
—¡Demonios, es lo que te dije! —observó Singer.
—Tal vez convendría que el armero revisara un poco este traje.
Dos de nuestros hombres habían seguido un curso acelerado para el mantenimiento de los trajes; ellos eran nuestros «armeros». Marqué la señal de Sánchez y le pedí que viniera con el equipo de herramientas.
—Iré dentro de unos minutos, cabo. Estoy llevando una plancha.
—Déjala donde estés y ven en seguida.
Tenía un feo presentimiento. Mientras esperábamos a Sánchez volví a revisar el traje de Singer con el médico.
—¡Oh, oh! —exclamó el doctor Jones—. Fíjese en esto.
Miré la espalda, tal como el médico lo indicaba. Dos de las aletas de escape estaban dobladas.
—¿Qué pasa? —preguntó Singer.
—Caíste sobre el acondicionador de calor, ¿no es cierto?
—Claro, cabo, es eso. Debe estar funcionando mal.
—Creo que no funciona en absoluto —opinó el médico.
Sánchez se acercó provisto de su equipo. Enterado de lo que había ocurrido, revisó el acondicionador y conectó un par de cables, que le proporcionaron una cifra en cierto indicador de su maletín; aunque yo no sabía de qué se trataba, lo vi subir desde cero a ocho cifras decimales. En seguida oí un chasquido. Era Sánchez, que había marcado mi frecuencia privada.
—Mire, cabo, dele por muerto.
—¿Qué? ¿No puedes arreglar esa porquería?
—Tal vez… tal vez pudiera arreglarlo si lograse desmontarlo, pero no hay modo de…
—¡Eh, Sánchez! —llamó Singer por la línea general—. ¿Qué has averiguado?
Estaba jadeando. Se produjo un chasquido en la conexión y Sánchez respondió:
—Paciencia, hombre, estamos en eso.
Tras un nuevo chasquido volvió a hablar conmigo.
—No vivirá lo bastante como para que presuricemos el refugio. Y no puedo arreglar el acondicionador desde fuera.
—Hay un traje de repuesto, ¿verdad?
—Dos, para cualquier talla, pero no hay dónde…
—Bien, que calienten uno de los trajes.
En seguida conecté la línea general.
—Oye, Singer, tenemos que sacarte de ahí. Sánchez tiene un traje de repuesto, pero para hacer el cambio tendremos que construir una casa a tu alrededor, ¿comprendes?
—Aja.
—Mira, haremos una caja para meterte dentro y la conectaremos a la unidad de mantenimiento vital. Así podrás respirar mientras te cambies el traje.
—Parece muy compis… compil… ca…
—Ven y…
—… stoy bien, mbre, déj… me desean…
Lo tomé por el brazo para llevarlo hasta el sitio donde estábamos construyendo. El doctor lo tomó por el otro brazo y entre los dos conseguimos mantenerlo en pie.
—Cabo Ho, aquí el cabo Mandella.
Ho estaba a cargo de la unidad vital.
—Vete, Mandella, estoy ocupada.
—Pues estarás más ocupada todavía.
Le resumí el problema en pocas palabras.
Mientras su equipo corría a adaptar la UMV (para el caso necesitábamos tan sólo calefacción y manguera de aire), ordené a mis hombres que trajeran seis planchas de permaplast para construir una gran caja en torno a Singer y el traje de repuesto, como si se tratase de un enorme ataúd de seis metros de largo por uno de ancho y uno de profundidad.
Pusimos el traje sobre la plancha que serviría de fondo y ordené:
—Vamos, Singer.
No hubo respuesta.
—¡Singer!
Seguía allí, de pie. El doctor Jones verificó los datos médicos.
—Está inconsciente.
El cerebro me funcionaba a toda prisa. Tal vez lograra entrar otra persona en la caja.
—A ver, ayudadme.
Tomé a Singer por los hombros, mientras el doctor hacía lo mismo por los pies, y lo depositamos cuidadosamente a los pies del traje vacío. Finalmente yo también me acosté, al otro lado del traje.
—Bueno, cerrad.
—Oiga, Mandella, tendría que ser yo quien entrara con Singer.
—Jódase, doctor. Es mi trabajo. Es mi hombre.
Todo eso parecía rebuscado. William Mandella, el héroe, el muchacho bueno. Pero ya estaban poniendo el lado de la caja, con dos aberturas para las conexiones de entrada y salida con la UMV. En seguida los soldaron al fondo con un rayo láser fino. En la Tierra habríamos usado cola, pero allí el único fluido era el helio, entre cuyas interesantes propiedades no se cuenta la de ser adhesivo.
Diez minutos después ya habíamos completado la construcción y la UMV empezaba a zumbar. Encendí la luz de mi traje por primera vez desde que nos bajaran en la zona oscura; el resplandor hizo bailar manchas purpúreas frente a mis ojos.
—Mandella, aquí Ho. Quédate en el traje por lo menos durante dos o tres minutos. Vamos a bombear aire caliente, pero por el momento sigue volviendo en forma líquida.
Contemplé por un rato las manchas purpúreas, que se iban desvaneciendo.
—Bueno, todavía está frío, pero ya puedes trabajar.
Abrí mi traje; no conseguí hacerlo por completo, pero no me costó mucho salir de él. Aún estaba lo bastante frío como para arrancarme la piel de los dedos y del culo al deslizarme hacia fuera. Tuve que arrastrarme por el ataúd con los pies hacia adelante para llegar hasta donde estaba Singer; de ese modo la luz quedaba al otro lado y me alumbraba muy poco.
Al abrir el traje de mi compañero sentí una vaharada de aire caliente sobre el rostro. Su piel estaba muy roja y ampollada. La respiración era muy débil y el corazón palpitaba con demasiada fuerza. En primer término desconecté los tubos de evacuación, cosa bastante desagradable; después, los biosensores; por último me vi ante el problema de sacarle los brazos de las mangas.
Es algo muy fácil de hacer por uno mismo; uno gira en este sentido y en este otro y los brazos están fuera. Hacerlo desde el exterior es algo muy distinto: tuve que retorcerle los brazos, meter la mano por debajo y mover la manga en el mismo sentido; hace falta mucha fuerza para mover un traje desde fuera. Una vez que hube sacado un brazo el resto fue sencillo. Me adelanté a cuatro patas, puse los pies sobre las hombreras del traje y tironeé del brazo libre. Singer salió deslizándose del traje como una ostra de su concha.
Abrí el traje de repuesto y, tras mucho empujar y tironear, logré ponerle las piernas en él; conecté los biosensores y el tubo de evacuación frontal; en cuanto al trasero tendría que conectarlo por su cuenta; era demasiado complicado. Por enésima vez me alegré de no haber nacido mujer; siendo hombre me ahorraba uno de esos dos malditos tubos y podía reemplazarlo por una simple manguera.
Le dejé los brazos fuera de las mangas. De cualquier modo el traje le sería inútil para trabajar; los equipos Waldo deben ser hechos a medida.
De pronto le vi parpadear.
—Man… della… ¿Dónde mierda?
Se lo expliqué lentamente. Pareció comprenderme.
—Ahora voy a cerrar tu traje y me pondré el mío. Haré que corten un extremo del cajón y te sacaré a rastras. ¿Entiendes?
Asintió. Fue extraño verlo. Nadie se entera cuando uno asiente o niega con la cabeza metida en un traje de guerra. Me introduje en mi traje, conecté todo lo necesario y marqué la línea general.
—Doctor, creo que está bien. Ahora sáquennos de aquí.
—En seguida —respondió la voz de Ho.
El zumbido de la UMV dejó paso a una serie de ruidos y, finalmente, a una especie de latido. Estaban vaciando la caja para evitar cualquier explosión. Una esquina de la soldadura llegó al rojo y después al blanco; un rayo de color carmesí perforó el material a treinta centímetros escasos de mi cabeza. Me aparté tanto como pude. El rayo rebanó la soldadura a lo largo de los tres lados, precisamente hasta donde comenzaba, y aquel extremo del cajón cayó lentamente, dejando tras de sí filamentos de plástico derretido.
—Espera a que esto fragüe, Mandella.
—¡Eh, Sánchez, no soy tan estúpido!
—Toma.
Alguien me arrojó una soga. Eso era más inteligente que arrastrar a Singer por mi cuenta. Le até un trozo bajo los brazos, anudándolo tras el cuello. Después salí a gatas para ayudarles a tirar de la soga, cosa totalmente innecesaria, pues ya había diez o doce personas en fila, listas para jalar.
Singer salió sin más problemas. Ya estaba sentado cuando el doctor Jones se aproximó para verificar los datos de los indicadores. Precisamente cuando todos se acercaban para felicitarme y pedirme detalles del hecho, Ho apuntó hacia el horizonte, exclamando súbitamente:
—¡Mirad!
Era una nave negra; se acercaba a toda velocidad. Apenas tuve tiempo de pensar que no era justo, que debían atacar sólo en los últimos días. Inmediatamente la tuvimos encima.
Todos nos echamos instintivamente al suelo, pero la nave no atacó. Encendió los cohetes de frenado y descendió para posarse sobre los patines.
Por último se deslizó hasta detenerse ante la construcción. Cuando las dos figuras enfundadas en trajes de guerra bajaron de la nave, todos sabíamos ya de qué se trataba y estábamos mansamente de pie. Una voz familiar tartajeó por la línea general:
—Todos ustedes nos han visto venir, pero nadie ha respondido con un disparo de láser. No hubiera servido de nada, pero al menos habría indicado cierto espíritu combativo. Falta sólo una semana para el verdadero ataque, y puesto que el sargento y yo estaremos aquí, insisto en que muestren un poco más de ganas de vivir. Sargento Potter.
—Aquí, señor.
—Necesito doce personas para descargar bultos. Hemos traído cien robots teledirigidos de tamaño reducido, para que ustedes tengan al menos una oportunidad de luchar antes de que lleguen los blancos vivientes. Y ahora, muévanse. Tenemos sólo treinta minutos; después la nave volverá a la base Miami.
Verifiqué la hora; en realidad fueron cuarenta minutos. La presencia del capitán y del sargento no representó mucha diferencia. Seguíamos librados a nuestra propia capacidad, aunque estábamos bajo observación.
Una vez construido el suelo, completar el refugio nos ocupó un día entero. Era un edificio cuadrangular y liso, con excepción de cuatro ventanas y la esclusa de aire. En la parte superior había un láser bevawatt montado sobre una placa giratoria. El operador (no era posible llamarlo «cañonero») se sentaba ante los mandos, con una llave de funcionamiento por interrupción en cada mano. El láser no disparaba mientras él tuviera una de las llaves en la mano. En cuanto las soltara se dispararía automáticamente, apuntando a cualquier objeto aéreo en movimiento. La detección y el rastreo se realizaban por medio de una antena de mil metros de altura, instalada cerca del edificio. Puesto que el horizonte estaba tan cercano y los reflejos humanos eran tan lentos, no había otro artefacto en el cual se pudiera depositar confianza. Tampoco era posible instalar un láser totalmente automático, pues, al menos en teoría, también podíamos recibir la visita de naves aliadas.
La computadora encargada de disparar podía escoger entre doce blancos (como número máximo) que aparecieran simultáneamente, y disparaba en primer término a los de mayor tamaño; los doce caían en el plazo de medio segundo.
La instalación estaba parcialmente protegida del fuego enemigo por una cubierta ablativa muy eficaz que lo cubría todo, excepto al operador humano. Claro, las llaves funcionaban por muerte de su operador. Una persona, arriba, custodiaba a las ochenta cobijadas en el interior. El ejército domina bien esa clase de aritmética.
Una vez terminado el refugio, la mitad de nosotros permaneció en el interior a todas horas, sintiéndonos como si fuéramos blancos vivientes; mientras el resto salía de maniobras, nosotros nos turnábamos para operar el láser.
A unos cuatro klims de la base había un gran «lago» de hidrógeno congelado; una de las maniobras más importantes consistía en aprender a caminar sobre aquella materia traicionera. No era demasiado difícil; como no era posible mantenerse de pie, había que echarse sobre el vientre y resbalar. Si había alguien que pudiera impulsarlo a uno desde la orilla, no era problema iniciar el movimiento. De lo contrario era necesario patalear con manos y pies, con tanta energía como fuera posible, hasta que uno empezaba a avanzar en pequeños saltos. Una vez en movimiento ya no se detenía mientras hubiera hielo. A fin de gobernar un poco la dirección podíamos hundir hacia un lado el pie y la mano correspondientes, pero eso no servía para detener la marcha. Lo mejor era no adquirir demasiada velocidad y mantener una posición tal que no fuera el casco el encargado de frenar.
Pasamos por todos los ejercicios que habíamos realizado en la base Miami: práctica con armas, demolición, planes para el ataque. También lanzábamos naves teledirigidas hacia el refugio, a intervalos irregulares. De ese modo el operador se veía obligado a demostrar su habilidad diez o doce veces por día, soltando las llaves en cuanto se encendía la luz de proximidad.
Yo cumplía mis cuatro horas de turno, como todos los demás. Esperé con nerviosismo el primer ataque, pero cuando llegó pude ver que era muy sencillo. La luz se encendía, yo soltaba las llaves, el cañón apuntaba y la nave teledirigida asomaba por el horizonte. ¡Zzzztt! Un bello toque de color y metal fundido, en lluvia desde el espacio. Salvo en lo que respecta a ese detalle no resultaba muy entretenido. Por lo tanto, nadie se preocupaba mucho por «el ejercicio de graduación» que debíamos afrontar, pensando que sería más o menos lo mismo.
La base de Miami atacó al decimotercer día con dos misiles que surgieron simultáneamente desde lados opuestos, a unos cuarenta kilómetros por segundo. El láser desintegró al primero sin dificultades, pero el segundo llegó a ocho klims del refugio antes de recibir el disparo.
Nosotros regresábamos en ese momento de las maniobras y estábamos a un klim del edificio. Yo no habría visto lo ocurrido si no hubiera estado mirando directamente hacia allí en ese momento. El segundo misil envió una lluvia de escombros fundidos directamente hacia el refugio. Once piezas dieron en el blanco. Según la reconstrucción posterior de los hechos, he aquí lo que pasó:
La primera baja fue Maejima, nuestra bienamada Maejima, que estaba en el interior del edificio; recibió un golpe en la cabeza y otro en la espalda, y falleció instantáneamente. Al bajar la presión, la UMV comenzó a funcionar a toda marcha. Friedman, que estaba de pie frente a la boca de salida del acondicionador principal, fue arrojado contra la pared opuesta con tanta fuerza que perdió el sentido; murió por descompresión antes de que los otros pudieran ponerle el traje. Todos los demás pudieron salir a tropezones a través del vendaval y ponerse los trajes, pero el de García estaba agujereado y no le sirvió de nada.
Cuando llegamos allí habían apagado ya la UMV y estaban soldando los agujeros de las paredes. Uno de los hombres trataba de recoger la papilla, aún reconocible, que había sido Maejima; le oí sollozar entre arcadas. Ya se habían llevado a García y a Friedman para enterrarlos. El capitán relevó a Potter en la tarea de dirigir las reparaciones; mientras tanto, el sargento Cortez llevó al hombre sollozante hasta un rincón y volvió para limpiar, él solo, los restos de Maejima. No pidió ayuda a nadie y nadie se la ofreció.
Como ceremonia de graduación nos amontonaron sin contemplaciones en una nave; era la Esperanza de la Tierra, la misma que nos había llevado hasta Charon. En ella fuimos hasta Puerta Estelar a poco más de una gravedad. El viaje nos pareció interminable; eran casi seis meses de tiempo subjetivo y no había mucho en qué entretenerse, pero siempre resultaría mejor que la travesía hasta Charon. El capitán Stott nos hizo repasar oralmente el adiestramiento, día tras día; también hicimos gimnasia hasta quedar agotados.
Puerta Estelar era como el lado oscuro de Charon, pero peor. La base de Puerta Estelar I era más pequeña que la base Miami y apenas mayor que el refugio construido por nosotros. Allí deberíamos permanecer una semana, colaborando en la ampliación de las instalaciones. La dotación permanente pareció muy feliz con nuestra llegada, especialmente las dos mujeres, que tenían un aspecto algo desgastado. Todos nos amontonamos en el pequeño comedor, donde el vicemayor Williamson, que estaba a cargo de la base, nos dio algunas noticias desconcertantes.
—Pónganse cómodos. Vamos, apártense de las mesas, hay espacio de sobra. Tengo alguna idea de lo que ustedes acaban de soportar como adiestramiento en Charon. No diré que ha sido esfuerzo perdido, pero las cosas son muy distintas en el lugar al que van. No es tan frío.
Hizo una pausa para dejar que absorbiéramos la idea.
—Aleph del Auriga, el primer colapsar detectado, gira alrededor de una estrella normal. Épsilon del Auriga, en una órbita de veintisiete años. Allí tiene el enemigo una base de operaciones; no está en un planeta portal regular de Aleph, sino en un planeta que gira en torno a Épsilon. No es mucho lo que sabemos sobre ese planeta; describe una órbita completa cada 745 días, su volumen equivale aproximadamente a las tres cuartas partes del terrestre y su albedo es de 0,8, lo cual probablemente significa que está cubierto de nubes. Aunque no podemos precisar su temperatura, por su distancia con respecto a Épsilon se puede calcular que es bastante más cálido que la Tierra. Claro, no sabemos si ustedes trabajarán… lucharán en el lado del sol o en el oscuro, en el ecuador o en los polos. Es muy improbable que la atmósfera sea respirable.
En todo caso tendrán que usar los trajes. Bien, ya saben tanto como yo sobre el planeta al que van. ¿Alguna pregunta?
—Señor—se adelantó Stein—, ahora que sabemos adonde vamos… ¿sabe alguien qué haremos al llegar allí?
Williamson se encogió de hombros.
—Eso depende de su capitán… y del sargento, del capitán de la Esperanza de la Tierra y de la computadora logística. Aún no tenemos datos suficientes como para proyectar un plan de acción. Tal vez sea una batalla prolongada y sangrienta; tal vez sólo tengan que ir a recoger los pedazos. Es posible que los taurinos quieran hacer un tratado de paz…
Cortez soltó un resoplido.
—… y en ese caso ustedes serán sólo nuestro músculo, la fuerza que apoye nuestras exigencias.
Y luego agregó, dirigiendo a Cortez una mirada mansa:
—Nunca se sabe.
Por la noche la orgía resultó muy entretenida, pero era como tratar de dormir en medio de una bulliciosa fiesta nocturna. La única estancia lo bastante grande como para que cupiéramos todos era el comedor. Pusieron algunas sábanas aquí y allá para mayor discreción y soltaron a los dieciocho hombres de Puerta Estelar, hambrientos de sexo, sobre nuestras mujeres condescendientes y promiscuas por hábito (y ley) militar, pero que nada deseaban tanto como dormir en suelo firme.
Los dieciocho hombres obraron como si estuvieran obligados a probar todos los cambios posibles; la cantidad de trabajo realizado fue impresionante, aunque sólo en un sentido estrictamente cuantitativo. Algunos de nosotros llevamos la cuenta e improvisamos un coro de aliento para los mejor dotados. Creo que éste es el término correcto.
La mañana siguiente, al igual que todas las mañanas que pasamos en Puerta Estelar I, salimos tambaleantes de la cama y nos pusimos nuestros trajes para salir a trabajar en «el ala nueva». A su debido tiempo Puerta Estelar se convertiría en el centro táctico y logístico de la guerra; habría de albergar a miles de personas en forma permanente y estaría custodiada por seis grandes cruceros similares a la Esperanza. Cuando nosotros comenzamos consistía apenas en dos cobertizos y veinte personas; al partir los cobertizos eran cuatro, pero el personal no había pasado de veinte. El trabajo era muy ligero comparado con los esfuerzos realizados en el lado oscuro de Charon, pues disponíamos de luz en abundancia y se nos concedían dieciséis horas en el interior por cada ocho de trabajo. Además no hubo flota teledirigida que nos atacara como examen final.
Cuando llegó el momento de partir en la Esperanza, nadie se mostró muy feliz por abandonar ese planeta (aunque algunas de las mujeres más codiciadas declararon que no les vendría mal un descanso). Puerta Estelar era nuestro último puerto seguro y cómodo antes de tomar las armas contra los taurinos. Y tal como Williamson nos lo había señalado el primer día, nadie podía adivinar cómo sería la guerra.
Por otra parte, a nadie le entusiasmaba mucho la idea del salto colapsar. Nos habían asegurado que ni siquiera nos daríamos cuenta, que permaneceríamos en caída libre durante el trayecto. Yo no estaba muy convencido. Como todo estudiante de física, había asistido a los cursos de relatividad general y teorías sobre la gravitación. Por entonces teníamos muy pocos datos directos, pues Puerta Estelar había sido descubierta cuando yo cursaba aún los estudios primarios, pero el modelo matemático parecía muy claro.
El colapsar llamado Puerta Estelar era una esfera perfecta de unos tres kilómetros de radio, suspendida por siempre en un estado de colapso gravitacional; esto significa que su superficie caía hacia el centro aproximadamente a la velocidad de la luz. La relatividad la mantenía en su sitio, o al menos daba la impresión de que estaba allí. Así se torna ilusoria toda realidad cuando uno estudia relatividad general, o budismo, o cuando es reclutado.
De cualquier modo, habría un punto teórico en el espacio-tiempo en el que un extremo de nuestra nave estaría sobre la superficie del colapsar y el otro a un kilómetro de distancia, según nuestro marco de referencia. En cualquier universo cuerdo eso provocaría una marea de fuerzas que destrozarían la nave, con lo cual nosotros nos convertiríamos en otro millón de kilos de materia degenerada diseminados por la superficie teórica, lanzados de cabeza, hacia la nada por el resto de la eternidad, o cayendo hacia el centro en la trillonésima parte del segundo siguiente. Que cada uno elija su marco de referencia.
Mas estaban en lo cierto. Nos alejamos de Puerta Estelar I, efectuamos unas pocas correcciones al curso y después caímos por espacio de una hora. A continuación sonó una campana y todos nos hundimos en nuestros colchones bajo dos gravedades de desaceleración. Era territorio enemigo.
Llevábamos casi nueve días desacelerando a dos gravedades cuando comenzó la batalla. Mientras yacíamos en nuestras literas, angustiados, percibimos sólo dos golpes secos muy suaves al dispararse los misiles. Unas ocho horas después el altavoz anunció:
—Atención, tripulantes. Les habla el capitán.
Quinsana, el piloto, era sólo teniente, pero estaba autorizado a darse el título de capitán dentro de la nave, donde su rango era superior al de todos, incluido el capitán Stott.
—Esos murmuradores que están en la bodega también pueden escuchar. Acabamos de alcanzar al enemigo con dos misiles de cincuenta bevatones y hemos destrozado, simultáneamente, la nave enemiga y otro objeto lanzado aproximadamente tres microsegundos antes. El enemigo trataba de alcanzarnos desde hacía 179 horas, tiempo a bordo. En el momento del contacto avanzaba a una velocidad algo superior a la mitad de la luz con respecto a Aleph y estaba a treinta UA de la Esperanza. Su avance relativo era de 47 c; por lo tanto habríamos coincidido en el espacio-tiempo.
¡Habríamos chocado!
—… en poco más de nueve horas. Lanzamos los misiles a 0719, hora de a bordo, y destruimos al enemigo a 1540, detonando ambas bombas de taquiones a mil klims de los blancos enemigos.
Los dos misiles pertenecían a un tipo cuyo sistema de propulsión era en sí una bomba de taquiones apenas controlada. Aceleraban a un promedio constante de 100 G y viajaban a velocidades relativas en el momento en que la masa cercana de la nave enemiga las hizo estallar.
—No creemos que se produzcan nuevas interferencias del enemigo. Nuestra velocidad con respecto a Aleph será de cero dentro de cinco horas; entonces comenzaremos el viaje de regreso. Éste requerirá veintisiete días.
Hubo lamentos generales y juramentos a discreción. Todos lo sabíamos ya, por supuesto, pero nadie tenía interés en que se lo recordaran.
Así, después de pasar otro mes entre calistenia logística e instrucción militar, a 2 G constantes, pudimos ver por primera vez el planeta que íbamos a atacar. Éramos invasores del espacio exterior, claro que sí.
Era una blanca luna creciente que nos esperaba a dos UA de Épsilon. El capitán había delimitado la ubicación de la base enemiga desde una distancia de 50 U A, tras lo cual bajamos en una curva amplia, manteniendo el cuerpo del planeta entre ellos y nosotros. Eso no significaba que cayéramos sigilosamente sobre ellos (por el contrario: lanzaron tres ataques demasiado prematuros), pero nos ponía en una posición defensiva más segura. Desde ese momento sólo la nave y su tripulación estarían razonablemente a salvo.
Puesto que el planeta rotaba con bastante lentitud (una vuelta cada diez días y medio) la órbita fija de la nave debía situarse a 150.000 klims de altura. Con 10.000 kilómetros de roca y 140.000 de espacio entre ellos y el enemigo, los de la nave podían sentirse bastante seguros, pero eso representaba un segundo de demora en las comunicaciones entre la computadora de batalla de a bordo y quienes estaríamos en la superficie.
Uno podía morir cien veces mientras la pulsación de neutrino subía y bajaba.
Nuestras vagas órdenes indicaban que debíamos atacar la base y apoderarnos de ella con el mínimo daño posible al equipo enemigo. Debíamos tomar al menos un prisionero vivo, pero no permitir, bajo ninguna circunstancia, que nos apresaran con vida. La decisión, de cualquier modo, no dependía de nosotros: una pulsación determinada a la computadora de batalla y ese fragmento de plutonio de la planta energética se fisionaría con una eficacia de 99,99 %; el soldado afectado no sería entonces más que un plasma muy caliente en rápida expansión.
Nos amarraron en el interior de seis naves exploradoras (un pelotón de doce en cada una) y nos alejarnos de la Esperanza a ocho gravedades. Cada nave debía seguir su propio sendero hacia el punto de cita, a 108 klims de la base. Al mismo tiempo se lanzaron catorce naves teledirigidas para confundir al sistema detector aéreo del enemigo.
El descenso fue casi perfecto, aunque una de las naves sufrió daños menores al desprenderse parte del material ablativo lateral en una maniobra casi fallida; de cualquier modo quedó en condiciones de cumplir con la misión y regresar, siempre que no aumentara mucho la velocidad mientras estuviera en la atmósfera.
Avanzamos en zigzag hasta reunimos con la primera nave en el lugar indicado. La única dificultad consistía en que ese lugar estaba bajo cuatro kilómetros de agua. Casi era posible oír los chirridos del motor que, a 140.000 kilómetros de distancia, agregaba a sus engranajes mentales la nueva información. Procedimos exactamente como si se tratara de un descenso en suelo firme: cohetes de frenado, caída, desplazamiento, golpe en el agua, desplazamiento, golpe y desplazamiento, nuevo golpe y finalmente inmersión.
Habría sido más práctico seguir de largo hasta aterrizar en el fondo (después de todo la nave tenía diseño aerodinámico y el agua no es sino otro fluido), pero el casco no era lo bastante fuerte como para sostener una columna líquida de cuatro kilómetros. En nuestro vehículo venía el sargento Cortez.
—¡Sargento, ordene a esa computadora que haga algo! ¡Nos vamos a…!
—¡Oh, cállese, Mandella! Confíe en el señor.
La palabra «Señor», en labios de Cortez, iba decididamente con minúscula.
Se produjo un fuerte suspiro burbujeante, seguido por otro: sentí aumentar un poco la presión sobre mi espalda, lo cual significaba que la nave estaba ascendiendo.
—¿Bolsas de flotabilidad?
Cortez no se dignó responder o no supo hacerlo. Se trataba de las bolsas, en efecto. Nos elevamos hasta unos diez o quince metros por debajo de la superficie y allí nos mantuvimos suspendidos. Por las ventanillas se veía relucir la superficie del agua como un espejo de plata pulida; me pregunté qué sentirían los peces al tener un techo tan definido sobre la cabeza.
Otra nave descendió con un gran chapoteo, levantando una gran nube de burbujas y turbulencias antes de caer, con la cola algo hacia abajo; cuando hubo alcanzado cierta profundidad, grandes bolsas se inflaron súbitamente bajo cada ala triangular. Entonces ascendió hasta nuestra misma altura y se detuvo allí.
—Aquí el capitán Stott. Escuchen con atención: a unos veintiocho klims de la posición en que están, en dirección al enemigo, hay una playa. Avanzarán hasta allí con las naves exploradoras; desde ese punto combinarán el asalto contra las posiciones taurinas.
Bien, ya era algo; al menos caminaríamos tan sólo ochenta klims.
Desinflamos las bolsas y salimos a la superficie para avanzar hacia la playa en formación abierta, a poca velocidad. El trayecto nos exigió varios minutos. Al detenerse la nave percibí el zumbar de las bombas que igualaban la presión de la cabina con la del exterior. Antes de que se detuviera por completo se abrió junto a mi litera la abertura de salida. Me filtré por ella e hice pie sobre el ala del vehículo; desde allí salté a tierra. Disponía de diez segundos para hallar refugio; avancé a brincos sobre la grava suelta hacia la «hilera de árboles», unas pocas matas retorcidas de arbustos altos y escasos, de color verde azulado. Los vehículos teledirigidos que aún quedaban se elevaron lentamente hasta una altura de unos cien metros, para abrirse en seguida en todas direcciones con un rugido capaz de quebrar huesos. Las naves auténticas retrocedieron lentamente hacia el fondo. Tal vez fuera una buena idea.
No era aquél un mundo muy atractivo, pero sin duda resultaría más sencillo andar por allí que por el planeta de pesadilla criogénica en el que nos habían adiestrado. El cielo era un resplandor plateado, descolorido y uniforme; se confundía tan perfectamente con las nieblas del océano que resultaba imposible determinar los límites entre agua y aire. Pequeñas ondulaciones lamían la costa de pedregullo negro, con una gracia demasiado lenta, debido a que la gravedad equivalía a las tres cuartas partes de la terrestre. Aun desde una distancia de cincuenta metros se percibía nítidamente el fuerte repiqueteo de los innumerables guijarros.
La temperatura del aire era de 79 grados centígrados, insuficiente para hacer hervir el mar, aunque la presión era baja comparada con la terrestre. Allí donde el agua tocaba la tierra se elevaban rápidas volutas de vapor. ¿Cuánto tiempo podría vivir allí un hombre sin la protección del traje? ¿Moriría primero a causa del calor o de la baja proporción de oxígeno, puesto que la presión parcial era equivalente a un octavo de la terrestre? Tal vez existiera algún mortífero microorganismo más rápido aún que esos dos factores.
—Aquí Cortez. Que todo el mundo se acerque.
Estaba de pie sobre la playa, a mi izquierda, y agitaba la mano en círculos sobre la cabeza. Me acerqué a él, caminando entre los arbustos quebradizos, frágiles, paradójicamente marchitos a pesar del vapor. Como protección no nos sería de gran utilidad.
—Avanzaremos con una inclinación al este de 05 radianes con respecto al norte. Quiero que el pelotón uno tome la delantera. El dos y el tres lo seguirán a unos veinte metros de distancia, a derecha e izquierda. El pelotón comando siete irá en el medio, a veinte metros del dos y el tres. Los pelotones cinco y seis cerrarán la retaguardia en semicírculo. ¿Todos enterados?
Por supuesto; habríamos sido capaces de hacer esa maniobra en «punta de flecha» hasta con los ojos cerrados.
—Bueno, vamos.
Yo estaba en el pelotón siete, el «grupo de comando». El capitán Stott no me había puesto allí para dar órdenes, sino debido a mis conocimientos de física. El grupo de comando solía ser el que menos riesgos corría, pues le protegían seis pelotones; lo constituían aquellas personas que, por razones tácticas, eran algo más necesarias que el resto. Allí estaba Cortez, para dar las órdenes; Chavez, encargado de arreglar cualquier avería en los trajes; Doc Wilson, el médico, el único realmente diplomado en medicina; y Theodopolis, el ingeniero en radio y enlace con el capitán, que había preferido permanecer en órbita.
El resto de los que habíamos sido asignados al grupo de comando poseíamos alguna aptitud o conocimiento especial que, normalmente, nadie habría considerado de interés táctico; pero en el primer enfrentamiento con un enemigo desconocido no había modo de saber qué podía resultar de importancia. Por lo tanto allí estaba yo, lo más parecido a un físico que había en la compañía. Y Rogers, biólogo; Tate, químico y capaz de un ciento por ciento de aciertos en el test Rhine de percepciones extra-sensoriales; Bohrs, políglota, que hablaba con fluidez veintiún idiomas. El talento de Petrov consistía en no tener siquiera una molécula de xenofobia en su psique. Keating era un acróbata habilísimo. Debby Hollister, alias «Suerte», poseía una notable capacidad para ganar dinero y también una percepción Rhine bastante superior a la normal.
Al iniciar la marcha lo hicimos con los trajes ajustados al camuflaje de jungla. Sin embargo, las selvas de aquellos anémicos trópicos eran tan raquíticas que parecíamos una banda de conspicuos arlequines de paseo por los bosques. Cortez nos hizo pasar a negro, pero resultó igualmente erróneo, pues la luz de Epsilón provenía de todos los puntos del cielo de un modo regular, con lo cual las únicas sombras eran las nuestras. Al fin nos decidimos por el camuflaje pálido del desierto.
A medida que avanzábamos hacia el norte, alejándonos del mar, la naturaleza de aquellos parajes fue cambiando lentamente. Los tallos espinosos (quizá se les pueda considerar como árboles) raleaban más aún, pero eran mayores; bajo cada uno de ellos, una masa de viñas enredadas, del mismo tono verde azulado, se estiraba en un cono aplanado de diez metros de diámetro. La copa de cada árbol lucía una delicada flor verde del tamaño de un melón.
A unos cinco klims del mar empezamos a ver hierba. Como si respetara los «derechos de propiedad» de los árboles, ésta dejaba una zona desnuda en torno a cada cono de enredaderas, en cuyos bordes brotaba imitando una tímida barba verde azulado; más allá iba aumentando en altura y grosor, hasta llegarnos a los hombros en algunos lugares, allí donde la separación entre un árbol y otro era mayor que la habitual. Su tono era más claro y verdoso que el de los árboles y las enredaderas, por lo que cambiamos el color de nuestros trajes al verde brillante que habíamos empleado en Charon para máxima visibilidad. Si nos manteníamos entre las hierbas más tupidas nuestra presencia quedaba bastante disimulada.
Cubríamos más de veinte klims por día; tras haber pasado meses completos bajo dos gravedades nos sentíamos ligeros como plumas. En las dos primeras jornadas la única forma de vida animal con la que tropezamos fue una especie de oruga negra, del tamaño de un dedo, con cientos de patas ciliares semejantes a las cerdas de un cepillo. Rogers dijo que debía haber alguna criatura de mayor tamaño, pues de otro modo los árboles no tendrían espinas. Todos prestábamos atención, no sólo contra el peligro de los taurinos, sino también contra el de esas criaturas sin identificar.
El segundo pelotón, el de Potter, llevaba la delantera; a ella le estaban reservadas todas las sorpresas, pues por lógica sería su grupo el que detectaría en primer término cualquier eventualidad.
—Sargento, aquí Potter—oímos todos—. Hay movimiento delante de nosotros.
—¡Cuerpo a tierra, entonces!
—Así estamos. No creo que nos hayan visto.
—Primer pelotón, avanzar hasta la derecha de la delantera. Cuerpo a tierra. El cuarto, avanzar hacia la izquierda. Avisar cuando lleguen a las posiciones indicadas. Sexto pelotón, mantenerse atrás y cuidar la retaguardia. Quinto y tercero, cerrarse con el grupo de comando.
Veinticuatro personas surgieron con un susurro de entre la hierba para unirse a nosotros. Cortez pareció recibir noticias del cuarto pelotón, pues dijo:
—Bien. ¿Y ustedes, los del primero?… Bien, de acuerdo. ¿Cuántos hay allí?
—Ocho a la vista —respondió la voz de Potter.
—Bueno. Cuando yo lo ordene, abran fuego. Disparen a matar.
—Sargento…, son sólo animales.
—Potter, si usted sabía cómo eran los taurinos debió decírnoslo. Disparen a matar.
—Pero tendríamos que…
—Tendríamos que capturar un prisionero, pero no hay por qué escoltarle a lo largo de cuarenta klims hasta su base y además vigilarle mientras combatimos. ¿Está claro?
—Sí, sargento.
—De acuerdo. Los del siete, todos los genios y los bichos raros, nos adelantaremos para observar. Quinto y tercero, acompáñennos y cúbrannos.
Nos arrastramos por entre la hierba, que allí alcanzaba un metro de altura, hasta donde estaba el segundo pelotón, extendido en una línea de fuego.
—No veo nada —dijo Cortez.
—Allá adelante, hacia la izquierda. Verde os curo.
Eran apenas más oscuros que la hierba, pero una vez que se distinguía el primero era fácil verlo a todos; se movían lentamente, a unos treinta me tros delante de nosotros.
—¡Fuego!
Cortez disparó el primero. En seguida, doce líneas de color carmesí saltaron hacia delante y la gente que cavó un agujero grande como un puño en medio de aquel cuerpo. Murió, como los otros, sin un solo gemido.
Eran más bajos que un ser humano, pero más corpulentos en la zona media. Estaban cubiertos por un pelaje de color verde oscuro, casi negro, que se enroscaba en rizos blancos allí donde habían recibido el impacto del láser. Parecían tener tres patas y un solo brazo. El único adorno de aquellas cabezas lanudas era una boca húmeda, un negro orificio lleno de dientes negros y planos. Resultaban enteramente repulsivos, pero lo peor no era la diferencia con respecto a los seres humanos, sino cierta semejanza: dondequiera que el láser había socavado el cuerpo brotaban glóbulos venosos y serpentinas orgánicas; los coágulos de sangre eran rojos y oscuros.
—Rogers, venga a echar un vistazo. ¿Son taurinos o no?
Rogers se arrodilló ante una de aquellas criaturas despedazadas y abrió una caja plástica aplanada, llena de relucientes instrumentos de disección. Entre ellos escogió un escalpelo.
—Hay una forma de averiguarlo.
Doc Wilson la miró cortar metódicamente la membrana que cubría diversos órganos.
—Aquí está.
Tenía entre los dedos una masa negra y fibrosa que, por comparación ante tanta armadura, parecía absurdamente delicada.
—¿Y?.
—Es hierba, sargento. Si los taurinos pueden comer esta hierba y respirar este aire, se diría que han hallado un planeta notablemente similar al suyo propio.
Y agregó, arrojando a un lado los residuos:
—Son animales, sargento; sólo jodidos animales.
—No estoy seguro —dijo Doc Wilson—. Que caminen a cuatro patas, o a tres, y que coman hierba, no significa que…
—Bien, veamos el cerebro.
Buscó un ejemplar que hubiera recibido el impacto en el cerebro y raspó la materia carbonizada de la herida.
—Vean esto.
Era casi todo hueso macizo. Eligió otro ejemplar y quitó el pelo que le cubría la cabeza. Después se levantó.
—¿Qué diablos usa como sentidos? No tiene ojos, ni orejas, ni… No hay nada en esa maldita cabeza, aparte de una boca y de diez centímetros de cráneo que no protegen una mierda.
—Si pudiera encogerme de hombros, lo haría —dijo el doctor—. Eso no prueba nada. No es obligatorio que el cerebro parezca una nuez blanda; tampoco tiene por qué estar siempre en la cabeza. Tal vez ese cráneo no sea hueso, sino el cerebro, en alguna red cristalizada…
—Sí, pero el jodido estómago está en el lugar correspondiente, y si ésos no son intestinos me como el…
—Oigan —dijo Cortez—, ya sé que son intestinos, pero lo que necesitamos saber es si este bicho es peligroso o no para seguir adelante. No disponemos de…
—No son peligrosos —empezó Rogers—. No tienen…
—¡Un médico! ¡Doc!
En la línea de fuego alguien estaba agitando los brazos. Doc se lanzó hacia allí, con todos nosotros tras él.
—¿Qué pasa? —preguntó al llegar, mientras abría el maletín.
—Es Ho. Está desmayada.
Doc abrió rápidamente la portezuela de los biomonitores médicos de Ho. No le hizo falta investigar mucho.
—Ha muerto —dijo.
—¿Que ha muerto? —preguntó sorprendido Cortez—. ¿Qué diablos…?
—Un momento.
Doc enchufó un cable en el monitor y operó algunos indicadores de su maletín.
—Todos los datos biomédicos quedan grabados durante doce horas. Los estoy revisando hacia atrás para… ¡Ahí está!
— ¿Qué?
—Hace cuatro minutos y medio… Debió ser cuando abrieron fuego… ¡Jesús!
—¿Qué pasa?
—Hemorragia cerebral generalizada. Y no hubo…
Mientras hablaba estaba observando los indicadores.
—… No hubo la menor indicación, ningún síntoma fuera de lo común; el pulso y la presión sanguínea eran algo elevados, pero normales dadas las circunstancias… Nada parecía indicar…
Se inclinó para abrir el traje. Las delicadas facciones orientales estaban contorsionadas en una mueca horrible, mostrando las encías. Un fluido viscoso le corría por entre los párpados cerrados; aún goteaba la sangre de las orejas. Doc Wilson volvió a cerrar el traje.
—Nunca vi nada parecido. Es como si le hubiera estallado una bomba en el cráneo.
—¡Oh, mierda! —dijo Rogers—. Tenía percepción Rhine, ¿verdad?
—Es cierto —murmuró Cortez, pensativo—. Bien, escuchen todos. Jefes de pelotón, cada uno verifique si hay alguien desaparecido o lastimado. ¿Hay alguna otra víctima en el siete?
—Yo… me duele horriblemente la cabeza, sargento —dijo Suerte.
Otros cuantos sufrían fuertes dolores de cabeza. Uno de ellos afirmó que tenía una ligera percepción Rhine; los otros no lo sabían.
—Cortez, creo que es obvio lo que ha pasado —dijo Doc Wilson—. Tendríamos que evitar el encuentro con estos… monstruos, sobre todo hay que tratar de no hacerles daño, considerando que tenemos cinco personas sensibles a lo mismo que al parecer mató a Ho.
—Por supuesto, maldición, no hace falta que nadie me lo diga. Será mejor que sigamos la marcha. Ya informé al capitán de lo ocurrido; está de acuerdo en que nos alejemos lo más posible de aquí antes de detenernos para pasar la noche. Retrocedamos en formación y sigamos con el rumbo que traíamos. Pelotón quinto, a tomar la delantera; segundo, a la retaguardia. Todos los demás irán en los puestos que ocupaban antes.
—¿Qué hacemos con Ho? —preguntó Suerte.
—Los de la nave se encargarán de ella.
Cuando ya nos habíamos alejado unos quinientos metros se produjeron un relámpago y un violento trueno. En el sitio donde habíamos dejado a Ho se elevó una vaporosa nube en forma de hongo, que centelleó contra el cielo antes de desaparecer.
Nos detuvimos a pasar «la noche» (aunque en realidad el sol no se pondría aún en otras setenta horas) en la cima de una pequeña elevación, a unos diez klims del lugar en que habíamos matado a los seres extraños…, aunque debía recordar que allí no eran ellos los extraños, sino nosotros.
Dos pelotones formaron un círculo en torno a los demás y nos dejamos caer al suelo, exhaustos. Cada uno debía dormir cuatro horas y hacer guardia otras dos. Potter se sentó a mi lado. Yo marqué su frecuencia con la barbilla.
—Hola, Marygay.
—Oh, William—dijo por la radio su voz, áspera y llena de estática—. ¡Dios mío, es horrible!
—Ya ha pasado.
—Yo maté a uno de ellos en el primer segundo. Le di justamente en el… en el…
Le apoyé una mano en la rodilla, pero el contacto provocó un chasquido de plástico que me obligó a retirarla, imaginando una cópula de máquinas abrazadas.
—No te sientas aislada, Marygay; si alguien es culpable lo somos todos por igual…, aunque el más culpable es Cor…
—A ver, reclutas, basta de cháchara; traten de dormir. Ustedes dos montarán guardia dentro de dos horas.
—De acuerdo, sargento.
Su voz sonaba tan triste que me resultó insoportable. Si al menos hubiera podido tocarla le habría hecho descargar toda su tristeza como un cable a tierra, pero ambos estábamos atrapados en individuales mundos de plástico.
—Buenas noches, William.
—Buenas.
Era casi imposible experimentar alguna excitación sexual en el interior de un traje, con ese tubo de salida y todos los sensores de cloruro de plata incrustados en el cuerpo; de cualquier modo, tal era mi reacción a la impotencia emotiva. Quizá recordaba noches más gratas pasadas junto a Marygay, o sentía que, en las nieblas de tanta muerte, la muerte propia podía estar a un paso; y todos esos amables pensamientos ponían en funcionamiento el pozo generador en una última tentativa… Cuando concilié el sueño soñé que yo era una máquina y que avanzaba torpemente por el mundo, crujiendo y chirriando, en imitación de la vida humana; la gente, demasiado cortés para hacer observaciones, se burlaba no obstante a mis espaldas; dentro de mi cráneo había un hombrecito sentado ante varios indicadores, que movía llaves y palancas y estaba loco sin remedio; él iba atesorando resentimiento para el día en que…
—¡Mandella, despierta, maldición! ¡Es tu turno!
Caminé arrastrando los pies hasta mi puesto en el perímetro de guardia, donde debía vigilar sabe Dios qué posibles apariciones, pero estaba tan cansado que ni siquiera podía mantener los ojos abiertos. Al fin tomé un estimulante, sabiendo que más tarde lo pagaría caro.
Pasé más de una hora sentado allí, observando los alrededores: a la izquierda, a la derecha, cerca, lejos… La escena jamás cambiaba; ni siquiera había un golpe de brisa que agitara las hierbas.
Súbitamente los pastos se abrieron y una de aquellas criaturas de tres patas apareció frente a mí. Levanté el dedo, pero sin disparar.
—¡Movimiento!
—¡Movimiento!
—¡Jesucr…! Hay uno justo en…
—¡No disparen! ¡No disparen, mierda!
—Movimiento.
—Movimiento.
A derecha e izquierda, hasta donde alcanzaba mi visión, cada uno de los vigías tenía una de aquellas criaturas ciegas y mudas frente a sí. Tal vez la droga que yo había tomado me hacía más sensible a su poder, o lo que fuera. Me corrió un escalofrío por la nuca y sentí que algo informe me ocupaba la mente, como cuando alguien ha dicho algo que no oímos bien y queremos responder, pero ya ha pasado la oportunidad de pedirle que lo repita.
La criatura se sentó sobre los cuartos traseros, inclinándose hacia delante sobre la única pata frontal. Era como un gran oso verde con un brazo disecado. Su poder se filtraba en mi cerebro, telarañas, eco de errores nocturnos, tratando de comunicarse, o tratando de destruirme; no había modo de saberlo.
—Bien, todos los que están en el perímetro, retrocedan. Lentamente. No hagan gestos bruscos. ¿Alguien tiene dolor de cabeza o algo así?
—Sargento, aquí Hollister.
Era Suerte.
—Están tratando de decir algo… Casi puedo… No, pero… Todo lo que capto es que les parecemos… les parecemos… Bueno, cómicos. No nos tienen miedo.
—Querrá decir que el ejemplar parado frente a usted no tiene miedo.
—No, la sensación proviene de todos por igual. Todos piensan lo mismo. No me pregunte cómo losé.
—Tal vez creyeron que también lo de Ho era cómico.
—Tal vez. No me parecen peligrosos. Sólo sienten curiosidad.
—Sargento, aquí Bohrs.
—¿Sí?
—Los taurinos llevan por lo menos un año aquí. Tal vez hayan aprendido a comunicarse con estos… ositos de felpa para gigantes. ¿Quién sabe si no nos están espiando? Tal vez ellos les envían…
—No creo que se dejaran ver si las cosas fuesen así —observó Suerte—. Es obvio que pueden esconderse muy bien cuando quieren.
—De cualquier modo —dijo Cortez—, si son espías el daño ya está hecho. No creo que sea prudente tomar medidas contra ellos. Ya sé que todos ustedes quisieran matarlos por lo que le hicieron a Ho; también yo querría, pero conviene andar con cuidado.
Por mi parte no tenía ningún interés en matarlos, pero tampoco me gustaba tenerlos por ahí. Retrocedí lentamente hacia el centro del campamento. La criatura no parecía dispuesta a seguirme. Tal vez sabía que estábamos rodeados. Arrancó hierba con el brazo y la masticó.
—Bien, todos los jefes de pelotón, despierten a todo el mundo y pasen lista. Quiero saber si alguien ha sufrido daño. Informen que avanzaremos dentro de unos minutos.
No sé cuáles eran las esperanzas de Cortez, pero las criaturas, naturalmente, nos siguieron sin vacilar. En vez de rodearnos, hacían que veinte o treinta de ellos nos siguieran constantemente: no eran siempre los mismos. Algunos ejemplares se alejaban y eran reemplazados por otros. Era bien obvio que, por su parte, no se cansarían.
Recibimos autorización para tomar una píldora estimulante cada uno; sin eso nadie habría podido marchar durante una hora siquiera. Cuando los efectos comenzaron a desvanecerse todos hubiésemos tomado otra con gusto, pero las matemáticas de la situación lo prohibían: estábamos aún a treinta klims del enemigo, lo que representaba cuando menos quince horas de marcha. Y aunque uno podía mantenerse despierto y activo durante cien horas bajo el efecto de los estimulantes, después de tomar la segunda dosis se presentaban aberraciones de juicio y de percepción; en casos extremos se darían por reales las más absurdas alucinaciones; uno podía pasar horas enteras tratando de decidir si tomaría o no el desayuno.
Siempre con estímulos artificiales, la compañía avanzó enérgicamente durante seis horas; a la séptima, las fuerzas empezaron a flaquear hasta que todos nos detuvimos exhaustos tras nueve horas y diecinueve kilómetros de marcha.
Los osos de felpa no nos habían perdido de vista un solo instante; según informó Suerte, tampoco habían dejado de «transmitir». Cortez decidió que nos detendríamos durante siete horas; cada pelotón debía montar guardia durante una hora. Nunca me sentí más contento por pertenecer al séptimo pelotón, pues eso nos permitía dormir seis horas sin interrupción, ya que nuestra guardia era la última.
En los pocos instantes que tardé en dormirme, ya acostado, se me ocurrió que cuando volviera a cerrar los ojos bien podía ser para siempre. En parte debido a la resaca de la droga, pero sobre todo por los horrores del día anterior, descubrí que en realidad me importaba un rábano.
Nuestro primer contacto con los taurinos se produjo durante mi guardia. Los osos de felpa estaban aún allí cuando desperté para reemplazar a Doc Jones. Habían adoptado la formación original: había uno frente a cada guardia. El que esperaba frente a mi puesto parecía algo más grande que lo normal, si bien en los demás aspectos era como los otros. Allí donde estaba sentado no había ya hierba que masticar, de modo que de tanto en tanto hacía excursiones hacia la derecha o hacia la izquierda. Pero siempre volvía a sentarse frente a mí; se habría dicho que me miraba fijamente, de haber tenido algún órgano con el cual mirar.
Llevábamos unos quince minutos frente a frente cuando la voz de Cortez rugió:
—¡A ver, todos! ¡Despierten y ocúltense!
Me dejé llevar por el instinto, que me indicó echarme a tierra y rodar hasta la hierba alta. Cortez informó, casi lacónicamente:
—Vehículo enemigo arriba.
En términos estrictos no estaba «arriba», sino hacia el este.
Avanzaba lentamente por el cielo, tal vez a unos cien kilómetros por hora; parecía un palo de escoba rodeado por una sucia burbuja de jabón. La criatura que viajaba en él parecía, algo más humana que los ositos de felpa, pero de cualquier modo no resultaba una belleza. Gradué mi conversor en logaritmo cuarenta y dos para verlo desde más cerca.
Tenía dos brazos y dos piernas, pero la cintura era tan fina que se la podría rodear con las manos. Por debajo presentaba una estructura pélvica en forma de herradura, de un metro de ancho, aproximadamente; de ella pendían dos piernas largas y escuálidas sin articulación visible. Sobre la cintura, el cuerpo volvía a ensancharse en un pecho no menos amplio que la pelvis. Los brazos resultaban asombrosamente humanos, si bien eran demasiado largos y carentes de músculos; además, tenía demasiados dedos en cada mano. Ni hombros, ni cuello. La cabeza era un apéndice de pesadilla, que se inflaba como una especie de bocio a partir del imponente pecho. Dos ojos similares a huevas de pez, un manojo de flecos por nariz y un agujero abierto y rígido que podía ser la boca, situado allí donde debería estar la nuez de Adán. Era evidente que la burbuja contenía un ambiente apto, pues el ser iba completamente desnudo, luciendo el pellejo arrugado, algo así como la piel de quien ha estado largo rato sumergido en agua caliente, pero teñida de un color anaranjado claro. No presentaba genitales exteriores, pero tampoco señales de glándulas mamarias; por lo tanto decidimos, por omisión, aplicarle el pronombre masculino.
No nos vio o nos creyó parte del rebaño de osos, pues continuó en la misma dirección que llevábamos nosotros (05 radianes al este del norte) sin volver la mirada hacia atrás.
—Convendría que volviéramos a dormir, si es que alguien puede dormir después de ver semejante bicho. Emprenderemos de nuevo la marcha a las 0435.
Faltaban cuarenta minutos.
Debido al opaco techo de nubes que rodeaba el planeta, no había modo de saber, desde el espacio, cómo era la base enemiga, ni en aspecto ni en tamaño. Sólo conocíamos su posición y, por tanto, también dónde debían descender las naves exploradoras. De todos modos la base podía estar bajo agua o bajo tierra. Pero algunas de las naves teledirigidas no cumplían sólo funciones de disfraz, sino también de reconocimiento; en sus parodias de ataques a la base una de ellas había logrado tornar una fotografía. El capitán Stott irradió a Cortez un diagrama del lugar en cuestión (el sargento era el único cuyo traje tenía visor) cuando estábamos a cinco klims de la base. Nos detuvimos y convocamos a todos los jefes de pelotón para que conferenciaran con nosotros. Dos ositos de felpa se acercaron también, pero tratamos de ignorar su presencia.
—Veamos; el capitán envió dos imágenes de nuestro objetivo. Voy a dibujar un mapa para que los jefes de pelotón lo copien.
Todos sacaron el bloc de papel y el bolígrafo que llevaban en el bolsillo de la pierna, mientras Cortez desenrollaba una gran esterilla de plástico.
Después de sacudirla para aleatorizar cualquier carga residual, tomó su propio bolígrafo.
—Nos aproximaremos en esta dirección —indicó, dibujando una flecha al pie de la plancha—. En primer lugar atacaremos esta hilera de cabañas; deben ser cuarteles de vivienda, pero ¡quién diablos puede afirmarlo! Nuestro objetivo inicial consiste en destruir estos edificios. Toda la base está sobre una planicie; no hay forma de caer sobre ellos por sorpresa.
—Aquí Potter. ¿No es posible hacerlo desde arriba?
—Claro que es posible. Y después nos rodearían por completo y nos harían pedazos. Tomaremos los edificios. Después… El resto habrá que pensarlo sobre la marcha. El reconocimiento aéreo nos permite adivinar la función de uno o dos edificios, nada más… y eso da mala espina. Podríamos perder mucho tiempo en destruir algo así como el bar de los soldados y dejar intacta alguna enorme computadora logística, sólo porque ésta parece un depósito de desperdicios, por ejemplo.
—Aquí Mandella —dije—. ¿No hay alguna especie de espaciopuerto? Me parece que deberíamos…
—¡A eso iba, caramba! El campamento está rodeado por un círculo de cabañas como éstas; tendremos que abrimos paso de algún modo. Por este lugar estaríamos más cerca y correríamos menos riesgos de revelar nuestra posición antes del ataque. Allí no hay nada que se parezca a un arma. Pero eso no significa nada; cualquiera de esas cabañas puede ocultar un láser bevawatt. Ahora bien, a quinientos metros de las cabañas, en el centro de la base, hay una gran estructura en forma de flor.
Cortez dibujó una gran forma simétrica que parecía el contorno de una flor de siete pétalos.
—No pregunten qué diablos es esa inmensa estructura, porque yo sé tanto como ustedes. De cualquier modo, como hay una sola es preciso dañarla lo menos posible. Eso no impide que la reduzcamos a astillas si me parece que es peligrosa. En cuanto a su espaciopuerto, Mandella, no lo hay. Nada. Probablemente ese crucero que derribó la Esperanza había sido dejado en órbita, tal como nosotros hicimos con el nuestro. Si tienen naves exploradoras, proyectiles teledirigidos o algo que se les parezca, no están aquí o los guardan bien escondidos.
—Aquí Bohrs. Si las cosas son así, ¿con qué nos atacaron cuando bajábamos de la órbita?
—Me gustaría saberlo, recluta. Como es obvio, no contamos con ningún medio para calcular el número del enemigo. En las fotos de reconocimiento no se ve un solo taurino en los terrenos de la base. De cualquier modo, ese dato no tiene valor, pues este medio es extraño para ellos. Sin embargo, indirectamente… Hemos contado el número de esos palos de escoba con que vuelan. Hay cincuenta y una cabañas, y en cada una hay, cuando más, un palo volador. Cuatro de ellas no tienen ninguno estacionado fuera, pero hemos localizado otros tres en distintos puntos de la base. Tal vez eso indica que hay cincuenta y un taurinos, uno de los cuales estaba fuera de la base cuando se tomó la fotografía.
—Aquí Keating. O cincuenta y un oficiales.
—Es posible. Puede haber cincuenta mil soldados en uno de estos edificios. No hay modo de averiguarlo. Y también pueden ser diez taurinos, cada uno de los cuales dispone de cinco palos voladores para escoger según su capricho. Pero tenemos algo a favor, y son las comunicaciones. Es evidente que usan una modulación de frecuencia de radiación electromagnética por megahertzion.
—¡Radio!
—Eso es, quienquiera que haya hablado. Identifíquense cuando hablen. No es imposible que reciban nuestras emisiones de neutrino fasado. Además, en el momento previo al ataque, la Esperanza dejará caer una hermosa bomba de fisión y la hará detonar en la atmósfera superior, precisamente encima de la base. Eso les restringirá a las comunicaciones visuales por algún tiempo, y hasta ésas se cubrirán de estática.
—¿Por qué no…? Aquí Tate… ¿Por qué no dejamos caer la bomba en medio de la base? Nos ahorraría mucho…
—Eso ni siquiera merece respuesta, recluta. Pero la respuesta es que podría hacerse así. Y roguemos porque no se haga. Si los de la nave destruyen la base ha de ser para salvar a la Esperanza. Lo harán una vez que hayamos atacado, y probablemente antes de que nos alejemos lo bastante como para estar a salvo. Lo mejor que podemos hacer para evitarlo es realizar un buen trabajo. Tenemos que dejar la base en un estado tal que no pueda seguir funcionando, pero al mismo tiempo dañarla solamente lo indispensable. Y tomar un prisionero.
—Aquí Potter. Usted querrá decir al menos un prisionero.
—Quiero decir lo que dije. Sólo uno. Potter, queda relevada del mando de su pelotón. Que Chavez se haga cargo.
—De acuerdo, sargento.
Su voz revelaba un alivio inconfundible.
Cortez prosiguió con su mapa y sus instrucciones. Había un edificio grande cuyas funciones eran bastante obvias: tenía una gran antena dirigible. Debíamos destruirla en cuanto los lanzadores de granadas la tuvieran a su alcance.
El plan de ataque era bastante flexible. La señal para avanzar sería el destello de la bomba de fisión. Al mismo tiempo varias naves teledirigidas convergerían sobre la base, a fin de permitirnos ver dónde estaban las defensas antiaéreas. Entonces trataríamos de reducir la eficacia de esas defensas sin destruirlas por completo.
Inmediatamente después de la bomba y de los proyectiles teledirigidos los granaderos se encargarían de convertir en vapor una hilera de siete cabañas.
Por ese hueco entraríamos todos a la base… y lo que pasara después quedaba librado a la imaginación de cada uno. Lo ideal era atravesar la base de un extremo a otro, destruyendo ciertos blancos y masacrando a todos los taurinos, salvo uno. Pero eso resultaba muy poco probable, pues dependía de que los enemigos ofrecieran muy poca resistencia.
En el caso contrario, si los taurinos demostraban superioridad de fuerzas desde el comienzo, Cortez daría la orden de desbandarse; cada miembro de la compañía tenía indicado un ángulo distinto para la retirada; nos abriríamos en todas direcciones, para reunimos (al menos los que sobrevivieran) en un valle situado a unos cuarenta klims al este de la base. Desde allí intentaríamos el regreso, una vez que la Esperanza ablandara un poco a los de la base.
—Una última advertencia —carraspeó Cortez—. Quizás algunos de ustedes piensen como Potter. Tal vez algunos opinen que… que deberíamos ser blandos y no convertir esto en un baño de sangre. La misericordia es un lujo y una debilidad que no podemos permitirnos en esta etapa de la guerra. Lo único que sabemos con respecto al enemigo es que ha matado a setecientos noventa y ocho humanos. No mostraron piedad alguna al atacar a nuestros cruceros y sería una ingenuidad de nuestra parte esperarla ahora, en esta primera acción en tierra.
»Ellos son responsables de la muerte de todos los compañeros que murieron durante el entrenamiento, de la de Ho y todos los que seguramente van a morir hoy. Me resulta incomprensible que alguien quiera ser blando con ellos. Pero eso no tiene importancia. Hay órdenes que cumplir; además, ¡qué diablos…! Es mejor que lo sepan: todos ustedes están bajo una sugestión poshipnótica que actuará al influjo de una frase; yo me encargaré de pronunciarla antes de la batalla. Eso les facilitará las cosas.
—Sargento…
—Silencio. Estamos escasos de tiempo; vuelvan a sus pelotones e informen de todo esto. Avanzaremos dentro de cinco minutos.
Los jefes de pelotón volvieron a sus respectivos grupos; atrás quedamos Cortez y diez de nosotros… y tres ositos de felpa que vagabundeaban por allí y estorbaban el paso.
Anduvimos con mucho cuidado para cubrir aquellos últimos cinco klims, manteniéndonos ocultos entre la hierba más alta y atravesando a toda prisa los claros ocasionales. Cuando estábamos a unos quinientos metros de la base, según nuestros datos, Cortez se adelantó con el tercer pelotón para explorar un poco, mientras los demás permanecíamos cuerpo a tierra. Al fin le oímos decir por la línea general:
—Es más o menos como suponíamos. Avancen en fila y arrastrándose sobre el vientre. Cuando alcancen al tercer pelotón sigan al jefe hacia la derecha o hacia la izquierda.
Así lo hicimos, distribuyéndonos en una línea de ochenta y tres personas que seguía una dirección más o menos perpendicular a la dirección del ataque.
Estábamos bastante bien escondidos, si exceptuábamos a los diez o doce ositos de felpa que recorrían la hilera mascando hierba.
En la base no había señales de vida. Todos los edificios carecían de ventanas y estaban pintados de un blanco uniforme y brillante. Las cabañas que constituían nuestro primer objetivo eran grandes huevos lisos, semienterrados, distantes unos sesenta metros entre sí. Cortez indicó una a cada lanzador de granadas.
Estábamos repartidos en tres equipos de fuego; el equipo A estaba compuesto por los pelotones dos, cuatro y seis; el B, por el uno, el tres y el cinco; el grupo de comando lo constituía el equipo C.
—Falta menos de un minuto. ¡Abajo los filtros! Cuando yo dé la orden los lanzadores de granadas dispararán contra los blancos. Que Dios les ayude si fallan.
Se oyó un ruido similar al eructo de un gigante; una ráfaga de cinco o seis burbujas iridiscentes surgió hacia el cielo desde el edificio en forma de flor y se elevó con velocidad creciente, hasta quedar fuera de la vista. Después se lanzaron hacia el sur por encima de nuestras cabezas. El suelo adquirió un súbito resplandor; por primera vez en mucho tiempo pude ver mi sombra, una sombra larga que apuntaba hacia el norte. La bomba había estallado prematuramente. Sólo tuve tiempo de pensar que eso no importaba mucho; de cualquier modo haría sopa de letras con todas las comunicaciones del enemigo cuando…
—¡Naves teledirigidas!
Una nave llegó bramando, apenas a la altura de los árboles, y se encontró con una burbuja. Cuando establecieron contacto la burbuja reventó y la nave estalló en un millón de pequeños fragmentos. Otro vehículo que venía en dirección contraria sufrió idéntico destino.
—¡Fuego!
Siete centellas brillantes, las granadas de 500 microtones, y una conmoción sostenida que habría matado a quienes no estuvieran protegidos.
—Arriba los filtros.
Niebla gris de polvo y humo. Terrones que caían con el ruido de pesadas gotas de lluvia.
—Escuchen: «Escoceses, que con Wallace han sangrado, escoceses, a quienes Bruce dirigía, bienvenidos al lecho ensangrentado ¡o a la victoria!» Apenas si le escuché, pues estaba tratando de comprender lo que ocurría dentro de mi cerebro. Sabía que se trataba sólo de sugestión poshipnótica y hasta recordaba la sesión en que la habían implantado, pero eso no la hacía menos avasalladora. Sentí que la mente me daba vueltas bajo fuertes recuerdos falsos: moles velludas que representaban a los taurinos (en nada parecidos a los que ahora conocíamos) abordaban la nave de unos colonos y devoraban a los bebés ante los mismos ojos de las madres, que gritaban aterrorizadas (los colonos nunca llevaban bebés, pues éstos no resistían la aceleración); después violaban a las mujeres hasta matarlas con enormes miembros purpúreos y surcados de venas (era ridículo pensar que podrían sentir deseo por las humanas), y sujetaban a los hombres para arrancarles la carne viviente y devorarla (como si pudieran asimilar proteínas extrañas). Cien detalles espeluznantes, tan nítidamente recordados como los sucesos del minuto anterior, ridículamente exagerados y lógicamente absurdos. Pero mientras mi parte consciente rechazaba tanta estupidez, algo en mí, a mucha mayor profundidad, en el interior de aquel animal dormido que atesora nuestros verdaderos motivos, codiciaba la sangre extraña, firme en la convicción de que el acto más noble, para un ser humano, sería morir matando a uno de esos monstruos horribles.
Yo sabía que todo eso era pura y exclusivamente mierda de soja y odié a quienes se habían tomado tan obscenas libertades con mi mente, pero al mismo tiempo oía rechinar mis dientes y sentía que las mejillas se me petrificaban en una mueca espástica, sedienta de sangre. Un osito de felpa cruzó frente a mí con aspecto aturdido. Comencé a levantar el dedo láser, pero alguien se me adelantó y la cabeza de la criatura estalló en una nube de sangre y astillas grises.
Suerte gruñó, casi gimiendo:
—Sucios… asquerosos… y jodidos hijos de puta…
En ese momento los rayos láser salieron disparados hacia cualquier parte, entrecruzándose; todos los osos de felpa cayeron muertos.
—¡Atención, carajo! —gritó Cortez—. ¡Apunten bien con esos jodidos rayos! ¡No son juguetes! Equipo A, avanzar hasta los cráteres para cubrir al B.
Alguien reía y lloraba.
—¿Qué mierda le pasa, Petrov?
Era extraño oír palabrotas en boca de Cortez. Al volverme vi que Petrov, a mi izquierda, yacía en un hoyo poco profundo y cavaba frenéticamente con ambas manos, llorando y balbuciendo.
—¡A joderse! —exclamó Cortez—. ¡Equipo B! Diez metros más allá de los cráteres échense cuerpo a tierra en hilera. Equipo C, ¡a los cráteres, con el A!
Me levanté a duras penas y cubrí aquellos cien metros en doce brincos amplificados. Los cráteres eran lo bastante grandes como para ocultar una nave exploradora; algunos medían unos diez metros de diámetro. Salté al lado opuesto del hoyo, aterrizando junto a un compañero llamado Chin. Ni siquiera levantó la vista al caer yo junto a él; en ningún momento apartó los ojos de la base, buscando señales de vida.
—Equipo A, avanzar hasta diez metros más allá del B y al suelo en hilera.
Precisamente cuando acababa de pronunciar la frase el edificio que teníamos enfrente emitió un eructo; una salva de burbujas se abrió en abanico hacia nuestras filas. Casi todos la vieron venir y se arrojaron al suelo, pero Chin, que se preparaba para la carrera, se encontró frente a frente con una de ellas. La burbuja rozó la parte superior del casco y desapareció con un sordo chasquido. Chin dio un paso hacia atrás y cayó por el borde del cráter, dejando tras de sí un arco de sangre y masa encefálica. Despatarrado y sin vida, se deslizó hasta el fondo, cabeza abajo, recogiendo tierra en el agujero perfectamente simétrico que la burbuja había cavado indiscriminadamente a través del plástico, el pelo, la piel, el hueso y el cerebro.
—Quietos todos. Jefes de pelotón, informen pérdidas. Sí…, sí, sí…, sí, sí, sí… sí. Tenemos tres fiambres. No habría ninguno si todos se hubiesen mantenido cuerpo a tierra. Ya lo saben: cuando se oiga ese ruido, todo el mundo a tragar polvo. Equipo A, completar la carrera.
Nuestros compañeros completaron la maniobra sin nuevos incidentes.
—Bien. Equipo C, correr hasta donde… ¡Quietos! ¡Abajo!
Todos nos pegamos al suelo. Las burbujas se deslizaron en un suave arco a dos metros de altura y pasaron por encima de nosotros serenamente; con excepción de una que redujo un árbol a mondadientes, todas se perdieron en la distancia.
—B, correr hasta diez metros por delante de A. C, tomar el lugar de B. Los lanzadores de granadas de B traten de alcanzar la Flor.
Dos granadas hicieron saltar la tierra a treinta o cuarenta metros de la estructura. Ésta, como en una imitación del pánico, empezó a soltar una constante ráfaga de burbujas, ninguna de las cuales bajó a menos de dos metros. Todos proseguimos el avance sin levantarnos del suelo.
De pronto apareció una ranura en el edificio; esa ranura se ensanchó hasta alcanzar el tamaño de una puerta grande. Por allí salieron los taurinos en tropel.
—Los lanzadores de granadas, detengan el fuego. Equipo B, fuego de láser a derecha e izquierda; manténganlos agrupados. A y C, atacar el centro.
Un taurino murió al tratar de atravesar corriendo un rayo láser. Los demás permanecieron donde estaban.
En un traje de guerra es bastante difícil correr agachado. Es necesario ir de un lado a otro, como los patinadores al tomar velocidad, para no acabar suspendido en el aire. Por lo menos una persona del equipo A brincó demasiado alto y corrió el mismo destino que Chin. Por mi parte me sentía atrapado entre un muro de láser a un lado y un techo cuyo contacto representaba la muerte. Sin embargo, y a pesar de mí mismo, experimentaba cierta euforia ante la oportunidad de matar a alguno de aquellos canallescos devoradores de niños. Y sabía que todo eso era mierda de soja.
Y ellos no respondían al fuego, con excepción de aquellas burbujas, muy poco eficaces, que obviamente no habían sido diseñadas para el combate cuerpo a cuerpo. Tampoco trataron de retroceder nuevamente hasta el interior del edificio. Un centenar de ellos se apretujó allí, mirando cómo nos acercábamos. Con un par de granadas les habríamos cocinado, pero creo que Cortez pensaba en el prisionero.
—Bien, cuando les diga «ya» avanzaremos hacía ellos para rodearlos. El equipo B suspenderá el fuego. Pelotones dos y cuatro, a la derecha; seis y siete, a la izquierda. El equipo B avanzará en línea recta a fin de arrinconarlos. ¡Ya!
Nos lanzamos hacia la izquierda. En cuanto cesaron los disparos de láser los taurinos huyeron precipitadamente en grupo; su dirección los llevaba hacia un punto en el que chocarían contra nuestro flanco.
—¡Equipo A, cuerpo a tierra y fuego! No disparen hasta haber apuntado bien. Si fallan pueden matar a un compañero. ¡Y en el nombre de Dios, guárdenme uno!
Era un espectáculo horripilante: aquel monstruoso rebaño se lanzaba contra nosotros corriendo a grandes brincos. Las burbujas los esquivaban. Todos tenían el mismo aspecto del que habíamos visto anteriormente en el palo volador y estaban desnudos, con excepción de una esfera transparente que les rodeaba el cuerpo entero y avanzaba con ellos. El flanco derecho empezó a disparar eligiendo a los individuos de la retaguardia.
De pronto un rayo láser pasó por entre los taurinos, errado el blanco. Se oyó un grito espantoso que me hizo volver la cabeza. Alguien (creo que era Perry) se retorcía en el suelo con la mano derecha sobre el muñón marchito del brazo izquierdo, cercenado justo bajo el codo. La sangre manaba por entre sus dedos mientras el traje, confundidos los circuitos de camuflaje, pasaba del negro al blanco, al jungla, al desierto, al verde y al gris. No sé cuánto tiempo perdí mirándolo (lo bastante como para que el médico se lanzara en ayuda del herido), pero cuando volví la vista hacia el frente los taurinos estaban casi sobre mí.
Lancé precipitadamente un disparo que resultó demasiado alto, pero rozó la parte superior de una burbuja protectora. Ésta desapareció y el monstruo cayó a tierra, agitándose espasmódicamente. El agujero bucal se le llenó de espuma, blanca al principio, finalmente veteada de rojo. Con una última sacudida quedó rígido y arqueado hacia atrás, casi en forma de herradura. Su largo grito, agudo y sibilante, quedó sofocado bajo los pies de sus camaradas, que avanzaban sobre él. Me odié a mí mismo por sonreír.
Aquello fue una carnicería, aunque el enemigo superaba en número a nuestro flanco por cinco a uno. Seguían avanzando sin vacilar, aunque debían pasar por encima de los cadáveres y miembros cercenados, en línea paralela a la nuestra. El suelo intermedio estaba rojo y viscoso por la sangre de los taurinos (todas las criaturas de Dios tienen hemoglobina); al igual que con los ositos de felpa, a mis ojos sin experiencia sus entrañas se parecían mucho a las de cualquier humano. Mi casco retumbaba con una risa histérica mientras los reducíamos a trozos ensangrentados. Apenas oí la orden de Cortez:
—¡Alto el fuego! ¡He dicho alto el fuego, caramba! Atrapen a un par de esos bastardos. No les harán daño.
Dejé de disparar. Al fin todos me imitaron. Cuando el siguiente taurino saltó por encima de la humeante pila de carne que había frente a mí, me zambullí para cogerlo por aquellas piernas larguiruchas. Fue como atrapar un globo grande y escurridizo. Cuando traté de arrojarlo al suelo escapó de entre mis brazos y siguió corriendo.
Logramos detener a uno de ellos mediante el simple recurso de apilar cinco o seis soldados encima de él. Por entonces los otros habían cruzado nuestra línea y se dirigían a la hilera de grandes tanques cilíndricos que Cortez había indicado como posible depósito. En la base de cada uno se había abierto una pequeña puerta.
—¡Ya tenemos al prisionero! —gritó Cortez—. ¡Tiren a matar! —ordenó.
Estaban a cincuenta metros, pero resultaban blancos difíciles, dada la velocidad con que corrían. Los láseres latiguearon en torno a ellos, arriba y abajo. Uno de los taurinos cayó cortado en dos, pero los otros (diez de ellos, más o menos) prosiguieron el avance; estaban casi junto a las puertas cuando los lanzadores de granadas empezaron a disparar.
Todavía estaban cargados con bombas de quinientos microtones, pero no bastaba con realizar un tiro aproximado: el impacto no haría más que hacerlos volar indemnes en sus burbujas.
—¡Los edificios! ¡Tiren contra esos malditos edificios!
Los lanzadores de granadas apuntaron más alto y lanzaron los proyectiles, pero las bombas no hicieron sino chamuscar el blanco exterior de las estructuras, hasta que, por casualidad, una de ellas cayó en una puerta. El edificio se abrió en dos como si tuviera una grieta; las dos mitades se separaron y una nube de maquinaria voló por los aires, acompañada por una enorme llamarada pálida que brotó y murió en un segundo. Entonces todos los demás tiradores se concentraron en las puertas, con excepción de algunos tiros dirigidos contra los taurinos, no tanto para matarlos como para alejarlos antes de que pudieran entrar; parecían terriblemente ansiosos por hacerlo.
Mientras tanto nosotros tratábamos de cazar con rayos láser a los que saltaban en torno a los edificios buscando refugio. Nos acercamos lo más posible sin ponernos al alcance de las granadas, pero ni siquiera desde allí era posible apuntar bien. De cualquier modo les alcanzamos uno a uno y logramos destruir cuatro de los siete edificios. Entonces, cuando sólo quedaban dos enemigos, una granada arrojó a uno de ellos hasta muy cerca de una puerta. Se lanzó hacia el interior, en medio de una salva de granadas que detonaron sin hacerle daño. Los estallidos se sucedieron en horrible estruendo, pero de pronto el ruido quedó ahogado por un fuerte silbido. Fue como si un gigante aspirara con violencia. Donde estaba el edificio quedó sólo una espesa nube cilíndrica de humo casi sólido, que se perdía hacia la estratosfera, tan recta como si la hubiesen trazado con una regla. Vi volar los pedazos del taurino que había quedado a los pies del cilindro. Un segundo más tarde nos alcanzó la onda y rodé, indefenso, hasta estrellarme contra el montón de cadáveres taurinos.
Al levantarme tuve un instante de pánico: mi traje estaba cubierto de sangre. En seguida comprendí con alivio que se trataba sólo de sangre enemiga, pero de cualquier modo me sentía sucio.
—¡Agarrad a ese bastardo! ¡Agarradlo!
En la confusión, el taurino había logrado liberarse y corría hacia la hierba. Uno de los pelotones se lanzó tras él, con bastante desventaja; en ese momento el equipo B, completo, le cerró el paso. También yo corrí para unirme a la diversión. Había ya cuatro personas encima de él; otras cincuenta les rodeaban contemplando la lucha.
—¡Sepárense, diablos! Puede haber otros mil taurinos listos para atraparnos.
Nos dispersamos, gruñendo. Por acuerdo tácito estábamos seguros de que no quedaba un taurino con vida en todo el planeta. Al retroceder vi que Cortez se acercaba al prisionero, pero en ese instante los cuatro hombres cayeron amontonados sobre la criatura. A pesar de la distancia pude notar que tenía la boca llena de espuma. Su burbuja había reventado: suicidio.
—¡Maldición! —exclamó Cortez, que ya llegaba—. Apártense de ese bastardo.
Los cuatro se levantaron y el sargento empleó el láser para destrozar al monstruo en diez o doce fragmentos estremecidos. Fue un espectáculo reconfortante.
—No importa, muchachos, ya encontraremos otro. ¡A ver, todos! Vuelvan a la formación en punta de flecha. Asaltaremos la Flor.
Bien, asaltamos la Flor, que obviamente se había quedado sin municiones (aún eructaba, pero no había ya burbujas) y estaba desierta. Anduvimos por rampas y corredores, con los dedos-láser listos para disparar, como niños que jugaran a los soldados. Allí no había nadie.
En la instalación de la antena obtuvimos la misma falta de respuesta, y otro tanto en la Salchicha, en otros veinte edificios importantes y en las cuarenta y cuatro cabañas que seguían intactas. Habíamos «capturado» una buena cantidad de edificios, cuya finalidad nos resultaba en su mayoría incomprensible, pero fracasábamos en nuestra principal misión: la de apresar a un taurino para que los xenólogos pudieran experimentar con él. ¡Oh, bueno, allí tenían todos los fragmentos que necesitaran! ¡Algo es algo!
Cuando hubimos revisado hasta el último rincón de la base llegó una nave exploradora con el verdadero equipo investigador: los científicos.
—Bueno —dijo Cortez—, basta de sugestión.
Y los efectos de la sugestión poshipnótica dejaron de hacerse sentir.
Al principio la cosa fue lamentable. Muchos reclutas, como Suerte y Marygay, estuvieron a punto de enloquecer ante el recuerdo de aquellos mil asesinatos sangrientos. Cortez ordenó que todo el mundo tomara una píldora sedante; quienes estaban demasiado alterados debían tomar doble dosis. Por mi parte tomé dos sin que nadie me lo indicara.
Porque en verdad todo aquello había sido asesinato puro, carnicería sin atenuantes. Una vez que hubimos burlado el arma antiaérea no corríamos ningún peligro. Los taurinos parecían ignorar el concepto de la lucha personal. En aquel primer encuentro entre la humanidad y los miembros de la otra especie inteligente, nuestra actitud había sido la de reunirlos como a un rebaño para una masacre total. En realidad se trataba del segundo contacto, si teníamos en cuenta los ositos de felpa. ¿Qué habría pasado si hubiésemos tratado de comunicarnos con ellos? Pero con ellos el tratamiento había sido el mismo.
Después de aquello pasé mucho tiempo repitiéndome que no había sido yo quien despedazara tan ferozmente a aquellas aterrorizadas criaturas. Ya en el siglo xx se había establecido, a satisfacción de todos, que lo de «yo tenía órdenes que cumplir» no era excusa adecuada para la falta de humanidad…, pero ¿qué puede uno hacer cuando las órdenes provienen de lo más profundo, desde allí donde una marioneta gobierna el inconsciente?
Lo peor era la sensación de que tal vez mi conducta no era tan inhumana. Sólo unas pocas generaciones antes, mis antepasados habrían hecho lo mismo (aun a sus propios congéneres) sin necesidad de condicionamiento hipnótico. Me sentía disgustado con la raza humana, asqueado por el ejército y horrorizado ante la perspectiva de soportarme a mí mismo durante todo un siglo… Afortunadamente siempre se podía recurrir al lavado de cerebro.
Un vehículo, tripulado por un solo sobreviviente taurino, había logrado escapar indemne, puesto que el bulto del planeta lo ocultó a la Esperanza de la Tierra mientras se lanzaba en el campo colapsar de Aleph. Yo suponía que habría huido hasta su patria, dondequiera que estuviese, para informar que veinte hombres, provistos de armas manuales, podían imponerse a cien de ellos que huyeran a pie y desarmados. Era de sospechar que cuando los humanos volvieran a enfrentarse a los taurinos en combate personal las fuerzas estarían más equilibradas.
Y así fue.