Valentine se tambaleó, se agarró a la mesa con su mano libre, hizo esfuerzos para no derramar el vino.
Esto es muy extraño, pensó, este mareo, esta confusión… Demasiado vino… este ambiente enrarecido… tal vez la gravedad es más fuerte a tantos metros por debajo de la superficie…
—Proponed el brindis, excelencia —murmuró Deliamber—. Primero por el Pontífice, luego por sus asistentes y después…
—Sí, sí, lo sé.
Valentine miró a uno y otro lado con aire incierto, como un estitmoy acosado, rodeado por las lanzas de los cazadores.
—Amigos… —empezó a decir.
—¡Dirigíos al Pontífice Tyeveras! —musitó bruscamente Deliamber.
Amigos. Sí. Las personas más queridas por él, sentadas muy cerca. Casi todos excepto Carabella y Elidath: la primera se hallaba de viaje para reunirse con él en el oeste, ¿o no?, y Elidath estaba desempeñando las tareas de gobierno en el Monte del Castillo en ausencia de Valentine. Pero los demás se encontraban allí, Sleet, Deliamber, Tunigorn, Shanamir, Lisamon y Ermanar, el skandar Zalzan Kavol, Asenhart el yort… sí, todos sus seres queridos, los pilares de su vida y de su reino…
—Amigos —dijo—, alzad vuestras copas de vino, participad conmigo en un nuevo brindis. Sabéis que el Divino no me ha concedido el disfrute de una época placentera mientras he ocupado el trono. Todos conocéis las dificultades que me han impuesto, los retos que había que afrontar, las tareas que se me han exigido, los problemas de peso todavía por resolver.
—Esta forma de hablar no es la apropiada, opino —oyó decir a alguien que estaba detrás de él.
—¡Por su majestad el Pontífice! —murmuró de nuevo Deliamber—. ¡Debéis brindar por su majestad el Pontífice!
Valentine hizo caso omiso de los comentarios. Las palabras que brotaban de él en ese momento parecían surgir espontáneamente.
—Si he soportado estas dificultades sin par con cierto donaire —prosiguió— es únicamente porque he tenido el apoyo, el consejo, el cariño de un grupo de camaradas y amigos muy preciados que pocos gobernantes pueden haber conocido. Gracias a vuestra ayuda indispensable, caros amigos, llegaremos por fin a la resolución de los problemas que afligen a Majipur y entraremos en una era de cordialidad sincera tal como todos deseamos. Y así, mientras nos disponemos a partir mañana hacia ese reino, ansiosamente, gozosamente, para iniciar el gran desfile, en este último brindis de la noche, amigos míos, brindo por vosotros, las personas que me habéis ayudado y cuidado durante todos estos años, las personas que…
—Qué aspecto tan extraño tiene —murmuró Ermanar—. ¿Está enfermo?
Un espasmo de dolor sorprendente recorrió el cuerpo de Valentine. Percibió un zumbido terrible en sus oídos y notó que su respiración quemaba como una llama. Se vio cayendo hacia la noche, una noche tan horrible que apagaba cualquier luz y cruzaba su alma igual que una marea de sangre. La copa de vino cayó de su mano y se hizo añicos. Y fue como si el mundo entero se hubiera hecho añicos, explotado en miles de fragmentos minúsculos que volaban alocadamente hacia todos los rincones del universo. La sensación de mareo resultaba ya abrumadora. Y la oscuridad… esa noche extremada, absoluta, ese eclipse total…
—¡Excelencia! —chilló alguien. ¿Era Hissune?
—¡Está teniendo un envío! —resonó otra voz.
—¿Un envío? ¿Cómo, si está despierto?
—¡Mi señor! ¡Mi señor! ¡Mi señor!
Valentine bajó la cabeza. Todo era negro, un charco de noche que brotaba del suelo. Esa negrura parecía estar llamándole. Ven, estaba diciendo alguien en voz sosegada, aquí está tu camino, aquí está tu destino: la noche, la oscuridad, el fin. Ríndete. Ríndete, lord Valentine, Corona que fue, Pontífice que jamás será. Ríndete. Y Valentine se rindió, puesto que en ese instante de asombro y parálisis del espíritu no podía hacer otra cosa. Miró fijamente el charco negro que se alzaba alrededor de él y se dejó caer. De forma incondicional, sin comprenderlo. Valentine se lanzó hacia aquella oscuridad absoluta.
Estoy muerto, pensó. Ahora floto en el lecho del río negro que me devolverá a la Fuente y pronto tendré que levantarme, ir a la orilla y buscar el camino que conduce al Puente del Adiós. Y después toparé con ese lugar donde todas las vidas tienen su principio y su final.
Una paz extraña invadió su espíritu acto seguido, una sensación de asombrosa calma y satisfacción, una impresión de que el universo entero estaba unido en feliz armonía. Creyó haber llegado a una cuna en la que yacía cómodamente envuelto en pañales, por fin liberado de los tormentos de su dignidad real. ¡Ah, qué bien se estaba así! ¡Reposando tranquilamente, con toda la turbulencia apartada de él! ¿Era eso la muerte? ¡En tal caso muerte era gozo!
—Os engañáis, mi señor. La muerte es el fin del gozo.
—¿Quién me habla aquí?
—Me conocéis, mi señor.
—¿Deliamber? ¿También has muerto? ¡Ah, qué lugar tan seguro y apacible es la muerte, viejo amigo!
—Estáis seguro, sí. Pero no muerto.
—Esto se parece mucho a la muerte.
—¿Y tanta experiencia tenéis de la muerte, mi señor, que podéis hablar de ella tan expertamente?
—¿Qué es esto, si no la muerte?
—Simplemente un conjuro —dijo Deliamber.
—¿Un conjuro tuyo, mago?
—No, no es mío. Pero puedo libraros de él, si me lo permitís. Vamos, despertad. Despertad.
—¡No, Deliamber! Déjame en paz.
—Debéis despertar, mi señor.
—Obligación —dijo con amargura Valentine—. ¡Obligación! ¡Siempre obligación! ¿Nunca podré descansar? Déjame donde estoy. En un lugar de paz… No tengo estómago para la guerra, Deliamber.
—Vamos, mi señor.
—Ahora me dirás que es mi obligación despertar.
—No necesito decir algo que vos sabéis perfectamente. Vamos.
Valentine abrió los ojos y se encontró en el aire, echado fláccidamente en los brazos de Lisamon Hultin. La amazona le conducía como si fuera un muñeco, acurrucado en la inmensidad de sus pechos. ¡No era extraño que hubiera imaginado estar en una cuna, pensó, o flotando en el río negro! Junto a él se hallaba Autifon Deliamber, acomodado en el hombro izquierdo de Lisamon. Valentine percibió la magia que le había hecho recuperarse de su desmayo: las puntas de tres tentáculos del vroon tocaban su cuerpo, la primera la frente, la segunda una mejilla, la tercera su pecho.
—Ya puedes dejarme —dijo, sintiéndose inmensamente ridículo
—Estáis muy débil, majestad —gruñó Lisamon.
—No tan débil, creo. Déjame.
Con cuidado, como si Valentine tuviera novecientos años, Lisamon le dejó en el suelo. De inmediato, enormes oleadas de mareo le hicieron estremecerse y Valentine extendió una mano para apoyarse en la giganta, que continuaba cerca de él con aire protector. Los dientes le rechinaban. Su pesada vestimenta se aferraba a su piel, húmeda y fría, igual que una mortaja. Temió que, si cerraba los ojos aunque sólo fuera un instante, aquella charca de oscuridad volvería a surgir y le engulliría. Pero hizo un esfuerzo para encontrar estabilidad, por más que fuera simple fingimiento. Sus viejas normas se impusieron: no podía tolerar que le vieran confundido y débil, fuera cuales fuesen los terrores irracionales que bramaban en su cabeza.
Al cabo de unos segundos notó que su calma crecía y miró alrededor. Le habían sacado del gran salón. Se hallaba en un pasillo brillantemente iluminado, con un millar de incrustaciones, emblemas pontificios entrelazados y solapados entre los que surgía constantemente el asombroso símbolo del Laberinto. Un numeroso grupo de personas se apiñaba junto a él, con expresiones de ansiedad y consternación: Tunigorn, Sleet, Hissune, Hornkast, el viejo Dilifon y detrás de éstos más cabezas inclinadas con máscaras amarillas.
—¿Dónde estoy? —preguntó Valentine.
—Unos segundos más y estaremos en vuestros aposentos, majestad —dijo Sleet.
—¿He estado sin conocimiento mucho rato?
—Dos o tres minutos, sólo eso. Os caísteis mientras pronunciabais el discurso. Pero Hissune os agarró, y también Lisamon.
—Ha sido el vino —dijo Valentine—. Supongo que he abusado, una copa de esto, otra copa de aquello…
—Ahora estáis totalmente sobrio —observó Deliamber—, y sólo han pasado unos minutos…
—Déjame creer que ha sido el vino —repuso Valentine—, al menos durante un rato.
El pasillo describió una curva a la izquierda y apareció ante Valentine la gran puerta tallada de sus aposentos, engastada con taraceas doradas que representaban el emblema del estallido estelar y sobre ellas el grabado del monograma de la Corona, LVC.
—¿Dónde está Tisana? —preguntó.
—Aquí, mi señor —contestó la oráculo un poco alejada.
—Perfecto. Quiero que me acompañes. También Deliamber y Sleet. Nadie más. ¿Queda claro?
—¿Puedo entrar yo también? —sonó una voz entre el grupo de funcionarios pontificios.
Pertenecía a un hombre macilento y de finos labios con una piel curiosamente cenicienta al que Valentine reconoció por fin como Sepulthrove, médico del Pontífice Tyeveras. La Corona sacudió la cabeza.
—Agradezco tu preocupación. Pero creo que no te necesito.
—Un desvanecimiento tan repentino, mi señor… exige diagnosis…
—Esas palabras son sensatas —comentó en voz baja Tunigorn.
Valentine se encogió de hombros.
—Después, en todo caso. Antes déjame hablar con mis consejeros, buen Sepulthrove. Luego podrás palparme un poco la rótula, si opinas que es preciso. Vamos… Tisana, Deliamber…
Entró resueltamente en sus aposentos tras hacer el último esfuerzo por aparentar donaire real y experimentó gran alivio cuando la pesada puerta cerró el paso a la bulliciosa muchedumbre del pasillo. Dejó que el aire saliera lentamente de sus pulmones y se dejó caer, temblando a causa de la tensión liberada, sobre los brocados del sofá.
—¿Majestad? —dijo suavemente Sleet.
—Aguarda. Aguarda. No me molestes.
Se frotó su ardorosa frente y sus doloridos ojos. La tensión de tener que fingir, estando afuera, que se había recobrado rápida y totalmente del mal que le había sobrecogido en el salón de banquetes había resultado onerosa para su espíritu. Pero poco a poco fue recuperando parte de su fuerza real. Dirigió la mirada hacia la oráculo. La robusta anciana, gruesa y fuerte, le parecía en ese momento el manantial de la tranquilidad total.
—Ven, Tisana, siéntate a mi lado —dijo Valentine.
La mujer se acomodó junto a él y le rodeó los hombros con un brazo. Sí, pensó Valentine. ¡Ah, sí, maravilloso! El calor volvió a su alma congelada y la oscuridad se alejó. De su interior fluyó un gran torrente de amor por Tisana, vigorosa, digna de confianza, sabia, la mujer que en su época de exilio fue la primera en aclamarle sinceramente como lord Valentine, cuando él aún se conformaba considerándose como Valentine el malabarista. Cuántas veces, después de que recuperara la corona, había compartido con ella el vino onírico que abría la mente y se había puesto en sus manos para que le extrajera los secretos de las turbulentas imágenes que brotaban mientras dormía.¡Cuántas veces le había aliviado de la carga del trono!
—Me he asustado muchísimo al veros caer, lord Valentine —dijo Tisana—, y ya sabéis que yo no me asusto con facilidad. ¿Afirmáis que la culpa es del vino?
—Eso he dicho, ahí afuera.
—Pero no ha sido el vino, creo.
—No. Deliamber opina que se trata de un conjuro.
—¿Obra de quién? —preguntó Tisana. Valentine miró al vroon.
—¿Y bien?
Deliamber reflejaba una tensión que Valentine había visto en contadas ocasiones en el semblante del pequeño ser: un brillo extraño en sus ojazos amarillos, movimientos trituradores de su pico de pájaro…
—No encuentro respuesta alguna —dijo por fin Deliamber—. Del mismo modo que no todos los sueños son envíos, no todos los hechizos tienen autor.
—Ciertos hechizos surgen por ellos mismos, ¿estás diciendo eso? —inquirió Valentine.
—No exactamente. Pero hay hechizos que surgen espontáneamente… de dentro, mi señor, del interior de la persona, engendrados en los lugares vacíos del alma.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que yo mismo me he encantado, Deliamber?
—Sueños… conjuros… —dijo en voz baja Tisana—. Todo es lo mismo, lord Valentine. Ciertos augurios están dándose a conocer a través de vos. Presagios que surgen a la luz por la fuerza. Tormentas que se forman, y se trata únicamente de heraldos.
—¿Ves tanto tan pronto? Tuve el sueño muy agitado, ¿sabes?, antes del banquete, y ciertamente estuvo lleno de presagios de tormenta, augurios y heraldos. Pero si no he hablado en sueños, todavía no te he explicado un solo detalle, ¿no es cierto?
—Creo que soñasteis en caos, mi señor. Valentine la miró fijamente.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque ha de llegar el caos —repuso Tisana, no sin esfuerzo—. Todos sabemos que eso es cierto. Hay tareas inacabadas en el mundo, y exigen ser acabadas.
—Los cambiaspectos, te refieres a eso —murmuró Valentine.
—No puedo atreverme —dijo la anciana— a daros consejos sobre asuntos de estado…
—No actúes con tanto tacto. De mis consejeros espero consejos, no tacto.
—Mi reino es solamente el reino de los sueños —contestó Tisana.
—Soñé con nieve en el Monte del Castillo, y con un gran terremoto que partiría el mundo.
—¿Debo interpretar ese sueño, mi señor?
—¿Cómo puedes interpretarlo, si aún no hemos bebido el vino onírico?
—Una interpretación no es buena idea en estos momentos —aseguró Deliamber—. La Corona ya ha tenido visiones suficientes la noche pasada. No se le serviría bien haciéndole beber vino onírico ahora. Creo que eso puede aguardar hasta…
—Ese sueño no precisa vino —dijo Tisana—. Un niño podría interpretarlo. ¿Terremotos? ¿La destrucción del mundo? Bien, debéis prepararos para tiempos difíciles, mi señor.
—¿Qué estás diciendo?
—Se trata de augurios de guerra, majestad —replicó Sleet. Valentine se volvió de repente y miró furiosamente al hombrecillo.
—¿Guerra? —exclamó—. ¿Guerra? ¿Debo batallar otra vez? Fui la primera Corona en ocho mil años que condujo un ejército al campo de batalla. ¿Debo hacer eso dos veces?
—Seguramente sabéis, mi señor —dijo Sleet—, que la guerra de restauración fue simplemente la primera escaramuza de la guerra propiamente dicha que hay que afrontar, una guerra que ha estado gestándose durante muchos siglos, una guerra que no puede evitarse, y creo que lo sabéis.
—No hay guerras inevitables —contestó Valentine.
—¿Eso pensáis, mi señor?
La Corona lanzó una mirada ceñuda y triste a Sleet, pero no replicó. Sus consejeros estaban diciéndole lo que él había deducido ya sin su ayuda, lo que él no deseaba escuchar. Y habiéndolo escuchado a pesar de todo, Valentine percibió una inquietud terrible que invadía su alma. Al cabo de unos instantes se levantó y recorrió en silencio la habitación. En el otro extremo de la cámara había una escultura enorme y pavorosa, un ornamento hecho con huesos curvados de dragones marinos, entrelazados para adoptar la forma de los dedos de dos manos aferradas y vueltas hacia arriba, o quizá los dientes entrecruzados de una boca colosal, demoníaca… Valentine permaneció ante el objeto largo rato, acariciando el reluciente hueso pulido. Tareas inacabadas, había dicho Tisana. Sí. Sí. Los cambiaspectos. Cambiaspectos, metamorfos, piurivares, o cualquier otro nombre que quisiera dárseles: los verdaderos nativos de Majipur, despojados de ese mundo prodigioso por los colonizadores estelares, hacía catorce milenios. Durante ocho años, pensó Valentine, me he esforzado en comprender las necesidades de estos seres. Y todavía no sé nada. Dio media vuelta antes de hablar.
—Cuando me he levantado para hablar, mis pensamientos estaban puestos en lo que acababa de decir Hornkast, el portavoz principal: la Corona es el mundo y el mundo es la Corona. Y de pronto me convertí en Majipur. Todo lo que estaba aconteciendo en el mundo entero pasó por mi alma.
—Habéis experimentado eso mismo anteriormente —dijo Tisana—. En sueños que yo he interpretado: cuando explicasteis haber visto veinte mil millones de filamentos que brotaban del suelo y vos los sosteníais todos en vuestra mano derecha. Y en otro sueño extendíais los brazos y abrazabais al mundo. Y…
—Eso fue otra cosa —repuso Valentine—. En esta ocasión el mundo estaba destrozándose.
—¿Cómo?
—Literalmente. Haciéndose añicos. No quedaba nada aparte de un mar de oscuridad… en el que yo caía…
—Hornkast dijo la verdad —respondió tranquilamente Tisana—. Sois el mundo, majestad. Conocimientos misteriosos tratan de llegar a vos, y llegan por el aire procedentes de todo el mundo que os rodea. Es un envío, mi señor: no de la Dama, ni del Rey de los Sueños, sino del mundo entero.
Valentine miró al vroon.
—¿Qué opinas de eso, Deliamber?
—Hace cincuenta años que conozco a Tisana, creo, y jamás he oído estupideces de sus labios.
—En tal caso, ¿habrá guerra?
—Creo que la guerra ya ha empezado —dijo Deliamber.
Hissune tardaría bastante en perdonarse su tardía llegada al banquete. Su primer acto oficial después de ser ascendido a miembro del séquito de lord Valentine y no había conseguido llegar puntualmente. Eso era inexcusable.
En parte la culpa había sido de su hermana Ailimoor. Mientras él trataba de ponerse su vestimenta de gala, una ropa magnífica recién adquirida, Ailimoor no dejó de moverse, le entorpeció, le ajustó la cadena al hombro, se preocupó por el largo y el estilo de la túnica, encontró manchas en las botas brillantemente pulidas, unas manchas que habrían sido invisibles a cualquier mirada excepto a la de ella. Ailimoor tenía quince años, una edad problemática para las mujeres… Todas las edades parecían ser problemáticas para las mujeres, pensaba a veces Hissune. Y esos días su hermana tendía a mostrarse mandona, testaruda en sus opiniones, se abstraía en los pormenores domésticos más triviales.
De ese modo, ansiosa por darle un aspecto perfecto para el banquete de la Corona, Ailimoor había contribuido a que Hissune llegara tarde. Pasó veinte minutos largos (así lo creía Hissune) simplemente manoseando el emblema de su cargo, la pequeña hombrera dorada con el estallido estelar que él debía lucir en el hombro izquierdo bajo el lazo que formaba la cadena. Ailimoor lo movió una y otra vez una fracción de milímetro para centrarlo con más exactitud hasta que por fin se dio por satisfecha.
—Perfecto —dijo—. Así está bien. Ven, comprueba si te gusta.
Ailimoor cogió su viejo espejo, lleno de manchas y motas puesto que el pulimento iba desprendiéndose, y lo colocó ante Hissune. Éste tuvo un vago vislumbre distorsionado de su apariencia, se vio muy raro, todo pompa y esplendor, como engalanado para un espectáculo. Su vestimenta le pareció teatral, afectada, irreal. Y sin embargo notó que una nueva sensación de donaire y autoridad brotaba de sus ropas y se filtraba en su espíritu. Qué extraño, pensó, que un arreglo apresurado de un vulgar sastre del Paraje de las Máscaras pueda provocar una transformación tan rápida de la personalidad. Había dejado de ser el pilluelo harapiento, el joven administrativo inseguro de sí mismo para convertirse en Hissune el petimetre, Hissune el pavo real, Hissune el orgulloso compañero de la Corona.
E Hissune el enemigo de la puntualidad. Aunque si se apresuraba todavía podía llegar a tiempo al Gran Salón del Pontífice.
Pero en aquel momento llegó del trabajo su madre Elsinome y se produjo otro ligero retraso. Entró en la habitación de Hissune, una mujer delgada, morena, pálida de cara y con aspecto fatigado, y miró a su hijo llena de asombro, maravillada, como si alguien hubiera recogido un cometa y lo hubiera dejado dando vueltas en aquella vivienda miserable. Los ojos de Elsinome chispearon, sus facciones despidieron un brillo que Hissune no había visto nunca.
—¡Qué aspecto tan magnífico tienes, Hissune! ¡Espléndido! El joven sonrió y dio media vuelta, para exhibir mejor sus galas imperiales.
—Casi ridículo, ¿no? ¡Parezco un caballero recién llegado del Monte del Castillo!
—¡Pareces un príncipe! ¡Pareces la Corona!
—Ah, sí, lord Hissune. Pero me haría falta una túnica de armiño para eso, creo, y una casaca verde muy elegante, y tal vez un gran medallón en el pecho, con el grabado del estallido estelar y muy llamativo. Pero esto ya basta de momento, ¿eh, madre?
Se echaron a reír y la mujer, pese a su cansancio, le abrazó y le hizo dar vueltas, bailando una alocada danza. Luego le soltó.
—Pero se hace tarde —dijo—. ¡Ya deberías haber salido hacia el festín!
—Debería, sí. —Hissune se acercó a la puerta—. Qué extraño es todo esto, ¿eh, madre? Ir a comer a la mesa de la Corona… sentarme junto a él… viajar con él en el gran desfile… vivir en el Monte del Castillo…
—Muy extraño, cierto —dijo en voz baja Elsinome. Todas se pusieron en fila (Elsinome, Ailimoor, su hermana menor Maraune) e Hissune las besó solemnemente, y estrechó sus manos, y se escabulló cuando intentaron abrazarle, temiendo que le arrugaran la ropa. Y las vio contemplándole como si él fuera una deidad, o incluso la misma Corona. Tuvo la impresión de que había dejado de ser miembro de aquella familia, o de que jamás lo había sido, que había descendido del cielo esa misma tarde para pavonearse unas horas por las depresivas habitaciones. De vez en cuando tenía idéntica sensación: él no había pasado dieciocho años de su vida en una vivienda llena de suciedad del primer anillo del Laberinto, él era y siempre había sido Hissune del Castillo, caballero e iniciado, frecuentador de la corte real, conocedor de todos sus placeres.
Tonterías. Locuras. Debes recordar siempre quién eres, pensó, y de dónde partiste.
Pero era difícil no seguir pensando en la transformación que había afectado a sus vidas, meditó Hissune mientras bajaba la interminable escalera de caracol que conducía a la calle. Tantos cambios… En tiempos él y su madre habían trabajado en las calles del Laberinto, ella implorando coronas para sus hijos hambrientos a los caballeros que pasaban, él corriendo detrás de los turistas y ofreciéndose insistentemente para guiarlos, a cambio de medio real, por las maravillas pintorescas de la ciudad subterránea. Y ahora era el joven protegido de la Corona y su madre, gracias a las nuevas relaciones de Hissune, servía vinos en la cafetería de la Mansión de los Globos. Todo ello logrado por suerte, por una suerte extraordinaria e increíble.
¿O algo más que suerte?, pensó Hissune. Aquella vez hacía tantos años, cuando él tenía diez y se había ofrecido como guía a un desconocido alto y rubio, había sido francamente conveniente para él que el extraño fuera nada menos que la Corona, lord Valentine, derrocado y exiliado, llegado al Laberinto para obtener el apoyo del Pontífice a fin de recobrar el trono. Pero aquel hecho, por sí mismo, tal vez no le hubiera conducido a ninguna parte. Hissune se preguntaba con frecuencia qué rasgos suyos habían gustado a lord Valentine hasta el punto de que la Corona se acordó de él, mandó a buscarlo después de recuperar el trono y lo alejó de las calles para que trabajara en la Casa de los Registros, y ahora lo llamaba a la esfera más personal de su administración. Quizá la irreverencia de Hissune. Sus agudezas, su talante frío y despreocupado, su falta de respeto a coronas y pontífices, su capacidad, incluso a los diez años, para cuidar de sí mismo. Esas cosas debieron impresionar a lord Valentine. Los caballeros del Monte del Castillo, pensó Hissune, son todos tan educados, tan finos… Yo debí parecerle más raro que un gayrog. Y sin embargo el Laberinto está repleto de chiquillos callejeros. Cualquiera de ellos pudo atraer la atención de la Corona. Pero fui yo. Suerte.
Suerte.
Salió a la plazuela polvorienta situada frente a su casa. Ante él se extendían las callejuelas tortuosas del barrio de la Corte de Guadeloom en el que había pasado toda su vida. Por encima de él se alzaban edificios decrépitos de miles de años de antigüedad, inclinados por el paso del tiempo, que formaban la empalizada fronteriza de su mundo. A causa de la luz blanca y chillona, excesivamente brillante y cuya intensidad eléctrica casi la hacía crujir (todo aquel anillo del Laberinto estaba inundado por la misma luz feroz, muy distinta al apacible sol verde y oro cuyos rayos jamás llegaban a la ciudad), de la mampostería grisácea y desconchada de los viejos edificios emanaba un cansancio terrible, una fatiga mineral. Hissune se preguntó si en alguna otra ocasión había reparado en la desolación, en el estado ruinoso de aquel lugar.
La plaza se encontraba atestada. Pocas personas de Corte de Guadeloom deseaban pasar la tarde enjauladas en viviendas oscuras y poco espaciosas y por ello la población acudía allí en tropel y se arremolinaba como en un paseo construido al azar. Cuando Hissune con su rutilante atavío se abrió paso entre la muchedumbre, tuvo la impresión de que las personas conocidas por él estaban allí lanzándole miradas de furia, contemplándole con ceño, burlándose de él, reprendiéndole. Vio a Vanimoon , que tenía exactamente la misma edad que él y al que en tiempos había considerado casi como un hermano, y a la esbelta hermanita del anterior con sus ojos almendrados, que ya había dejado de ser «hermanita», y a Heulan, y a los tres voluminosos hermanos de éste, y a Nikkilone, y al menudo Ghisnet con el semblante torcido, y al vroon con ojos que parecían cuentas que vendía raíces confitadas de ghumba, y a Confalume el ratero, y a las viejas hermanas de raza gayrog que en realidad todo el mundo consideraba metamorfos, cosa que Hissune jamás había creído, y a fulano, y a mengano… Todos mirándole fijamente, todos preguntándole en silencio, ¿A qué vienen estos aires, Hissune, por qué tanta pompa, por qué tanto esplendor?
Cruzó la plaza muy nervioso, tristemente sabedor de que el banquete debía estar a punto de comenzar y de que le quedaba un largo trecho descendente que recorrer. Y todas las personas que conocía le impedían el paso, le miraban con fijeza.
—¿Adónde vas, Hissune? —Vanimoon fue el primero que le gritó—. ¿A un baile de disfraces?
—¡Va a la Isla, a jugar a bolos con la Dama.
—¡No, va a cazar dragones con el Pontífice!
—Dejadme pasar —dijo tranquilamente Hissune, puesto que la gente estaba ya muy cerca de él.
—¡Dejadle pasar! ¡Dejadle pasar! —respondieron alegremente, todos a coro, pero nadie se apartó.
—¿De dónde has sacado esa ropa tan fina, Hissune? —preguntó Ghisnet.
—La ha alquilado —dijo Heulan.
—La ha robado, querrás decir —replicó un hermano del anterior.
—¡Encontró un caballero borracho en un callejón y lo dejó en cueros!
—Apartaos de mi camino —dijo Hissune, conteniendo su genio con un esfuerzo ciertamente no pequeño—. Tengo algo importante que hacer.
—¡Algo importante! ¡Algo importante!
—¡El Pontífice le ha concedido audiencia!
—¡El Pontífice va a nombrar duque a Hissune!
—¡Duque Hissune! ¡Príncipe Hissune!
—¿Por qué no lord Hissune?
—¡Lord Hissune! ¡Lord Hissune!
Aquellas voces tenían un matiz desagradable. Diez o doce personas le rodearon y empujaron. El resentimiento y la envidia las dominaba en esos momentos. El flamante atavío de Hissune, la cadena que pendía de su hombro, la hombrera, las botas, la capa… un exceso para ellos, una forma arrogante de acentuar la brecha que se había abierto entre el joven y los demás. Un instante más y le despojarían de la túnica, le arrancarían la cadena de un tirón. Hissune experimentó la llegada del pánico. Era absurdo tratar de razonar con una chusma, y más absurdo todavía intentar abrirse paso por la fuerza. Y naturalmente era inútil esperar que algún agente imperial estuviera haciendo su patrulla por un barrio como aquel. Hissune dependía de sí mismo.
Vanimoon, el más cercano, extendió una mano hacia el hombro de Hissune como si quisiera empujarle. Hissune se echó hacia atrás, aunque no antes de que el otro joven hubiera dejado una señal de suciedad en el tejido verde claro de su capa. De pronto una furia asombrosa brotó del interior de Hissune.
—¡No vuelvas a tocarme! —chilló mientras hacía con gestos coléricos el signo del dragón marino ante Vanimoon—. ¡No me toquéis ninguno!
Con risa burlona Vanimoon extendió su zarpa hacia él por segunda vez. Hissune le cogió rápidamente por la muñeca y se la apretó con fuerza aplastante.
—¡Hey! ¡Suelta! —gruñó Vanimoon.
Pero Hissune movió el brazo del otro hacia arriba y hacia atrás y se lo dobló violentamente. Hissune nunca había destacado como luchador, era demasiado menudo y frágil para ello, y prefería confiar en la rapidez y en el ingenio… pero podía ser bastante fuerte cuando el enojo le enardecía. En esos momentos notó violenta energía vibrando en su cuerpo.
—Si es preciso, Vanimoon —dijo en voz baja y tensa—, te lo partiré. No quiero que tú ni nadie me toque.
—¡Estás haciéndome daño!
—¿Mantendrás las manos quietas?
—El chico ni siquiera aguanta una broma… Hissune retorció el brazo de Vanimoon tanto como podía sin rompérselo.
—Te lo arrancaré si es preciso.
—Suel… ta…
—Lo haré si no te acercas.
—De acuerdo. ¡De acuerdo!
Hissune lo soltó y recobró el aliento. El corazón le latía con fuerza y su cuerpo estaba empapado de sudor: no se atrevía a imaginar su aspecto. Y además después de tantos manoseos por parte de Ailimoor.
Vanimoon, tras retroceder, se frotó la muñeca con aire taciturno.
—Teme que yo le manche su bonita ropa. No quiere verla manchada con la suciedad de la gente normal.
—Tienes razón. Ahora apártate de mi camino. Se me estás haciendo tarde.
—Vas al banquete de la Corona, supongo.
—Exacto. Llego tarde al banquete de la Corona.
Vanimoon y los demás quedaron boquiabiertos, con expresiones que oscilaban entre la burla y la admiración. Hissune se abrió paso a empujones y salió de la plaza a grandes zancadas.
La noche, pensó, había tenido un principio muy malo.
Un día, bien entrado el verano, cuando el sol pendía casi inmóvil sobre el Monte del Castillo, la Corona lord Valentine partió a caballo gozosamente del castillo.
Salió solo, sin tan siquiera llevar con él a su consorte, lady Carabella. Los miembros del consejo se oponían enérgicamente a que la Corona fuera a cualquier sitio sin protección, incluso en el interior del castillo, y toleraban aún menos que se aventurara a salir por los amplios alrededores del dominio real. Siempre que se planteaba el problema, Elidath descargaba el puño sobre su otra mano, Tunigorn se erguía al máximo como preparado a impedir con su cuerpo la marcha de Valentine y el menudo Sleet enrojecía de furia y recordaba a la Corona que sus enemigos habían logrado destronarle una vez y podían lograrlo de nuevo.
—¡Ah, no hay duda de que estoy seguro en cualquier parte del Monte del Castillo! —insistía Valentine.
Pero sus amigos siempre se habían salido con la suya, hasta ese día. La seguridad de la Corona de Majipur, aseguraban, tenía importancia capital. Y siempre que lord Valentine salía a caballo, Elidath o Tunigorn o incluso Stasilaine cabalgaban detrás de él, como habían hecho desde niños, y media docena de miembros de la guardia de la Corona acechaba a respetuosa distancia.
Esa vez, empero, Valentine logró eludirlos a todos. No estaba seguro de cómo lo había conseguido. Cuando la necesidad abrumadora de cabalgar surgió a media mañana, Valentine se dirigió a los establos del ala meridional, ensilló su montura sin ayuda del mozo, cruzó los adoquines de porcelana verde de una Plaza Dizimaule extrañamente desierta, pasó rápidamente bajo el gran arco y se adentró en los bellos campos que flanqueaban la Gran Carretera de Calintane. Nadie le cerró el paso. Nadie le gritó. Como si alguna hechicería le hubiera hecho invisible.
¡Libre, aunque sólo fuera durante un par de horas! La Corona echó atrás la cabeza y rió como no lo había hecho desde hacía tiempo. Palmeó el lomo de su montura y cruzó velozmente los prados, avanzando con tanta rapidez que los cascos del magnífico animal purpúreo apenas tocaban la miríada de flores que cubría el suelo entero.
¡Ah, eso sí era vida!
Valentine miró hacia atrás. La mole fantástica y asombrosa del castillo menguaba rápidamente aunque seguía pareciendo inmensa a pesar de la distancia. Ocupaba medio horizonte, era un edificio de inmensidad inconcebible, con casi cuatro mil salas, aferrado como un monstruo descomunal a la cima del Monte. Desde que recobrara el trono Valentine no recordaba ocasión alguna en la que hubiera estado lejos del castillo sin su guardia personal. Ni siquiera una vez.
Bien, ya había salido. Valentine miró a la izquierda, donde el risco de cincuenta kilómetros de altura que era el Monte del Castillo descendía formando un ángulo vertiginoso, y vio la ciudad de recreo, Alto Morpin, reluciente, una red de etéreas hebras doradas. ¿Bajar allí, pasar un día en los juegos? ¿Por qué no? ¡Estaba libre! Seguir cabalgando, si así lo decidía, pasear por los jardines de la Barrera de Tolingar, entre halatingas, tanigales y sizeriles y regresar con una alabandina amarilla en su gorro a modo de roseta. ¿Por qué no? El día le pertenecía. Cabalgar hasta Furible y llegar a la hora en la que se nutrían los pájaros pétreos, ir a Stee y beber vino dorado en lo alto de la Torre Thimin, ir a Bombifale, a Peritole, a Banglecode…
Su montura parecía capaz de afrontar cualquiera de esas tareas. Le condujo hora tras hora sin mostrar fatiga. Cuando llegó a Alto Morpin, Valentine la ató a la Fuente de Confalume, donde flechas de agua coloreada finas como lanzas se elevaban decenas de metros en el aire sin perder, gracias a alguna magia antigua, sus rígidas formas, y recorrió a pie las calles de cables de oro apretadamente tramado hasta encontrar los espejos deslizantes en los que él y Voriax habían puesto a prueba su habilidad tan a menudo cuando eran niños. Mas al entrar en los relucientes toboganes nadie le prestó atención, como si los presentes consideraran grotesco contemplar a la Corona divirtiéndose, o como si Valentine estuviera aún oculto en extraña invisibilidad. Un detalle raro, pero él no se preocupó excesivamente por ello. Cuando salió de los toboganes pensó continuar en los túneles de energía, o en las carrozas, pero al cabo de unos instantes le pareció igualmente placentero proseguir viaje y poco después volvía a estar a lomos de su montura cabalgando hacia Bombifale. En aquella ciudad antigua y sumamente encantadora, con muros curvos de arenisca color anaranjado muy oscuro que se ahusaban hasta acabar en elegantes remates en punta, cinco amigos de Valentine que iban en su busca un día, hacía mucho tiempo, lo encontraron en una taberna de ónice arqueado y alabastro pulido en la que había entrado sólo para ocupar su ocio. Cuando los saludó sorprendido y risueño sus amigos le respondieron arrodillándose ante él, haciendo el signo del estallido estelar y gritando: «¡Valentine! ¡Lord Valentine! ¡Viva lord Valentine!» En un principio Valentine pensó que se estaban burlando a su costa, ya que él no era el rey, sino el hermano menor del rey, y sabía que jamás lo sería y no deseaba serlo. Y a pesar de que era un hombre que raramente se enojaba, se enfadó aquel día al creer que sus amigos le molestaban con un disparate cruel. Pero de inmediato observó la extrema palidez de los semblantes que le rodeaban, las extrañas miradas dirigidas a él, y el enojo pasó y su alma se lleno de dolor y miedo: de esta forma supo que Voriax, su hermano, había muerto y él había sido asignado nueva Corona. Ya en Bombifale, diez años más tarde, Valentine pensó que muchísimos hombres se parecían a Voriax: barba muy negra, ojos penetrantes, caras rubicundas… Y eso le inquietó, por lo que se apresuró a salir de Bombifale.
No volvió a detenerse puesto que había muchas cosas que ver, cientos de kilómetros que recorrer. Siguió cabalgando, atravesó distintas ciudades de un modo sereno, tranquilo, como si flotara, igual que si volara. De vez en cuando, desde el borde de un precipicio, contempló el asombroso panorama del Monte extendido por debajo, las Cincuenta Ciudades extrañamente visibles en alguna ocasión, las innumerables poblaciones al pie de la montaña, los Seis Ríos, la extensa llanura de Alhanroel que se dilataba hacia el lejano mar Interior… ¡Cuánto esplendor, qué inmensidad! ¡Majipur! Sin duda alguna era el planeta más bello conocido por la humanidad en los milenios de su expansión, de la gran actividad para abandonar Vieja Tierra. Y todo ello puesto en manos de Valentine, a su cargo, una responsabilidad que jamás le acobardaría.
Pero mientras seguía cabalgando un misterio inesperado empezó a impresionar su espíritu. El ambiente era cada vez más oscuro y frío, detalle raro ya que en el Monte del Castillo el clima estaba controlado de forma que siempre era sosegadamente primaveral. Poco después algo parecido a un esputo frígido le golpeó la mejilla y Valentine recorrió con la vista los alrededores en busca de un posible retador. No vio a nadie, y notó otro impacto, y otro más: nieve, comprendió por fin, nieve que topaba fuertemente con su cuerpo a lomos del viento helado. ¿Nieve, en el Monte del Castillo? ¿Vientos desapacibles? Y lo que era peor: la tierra gruñía como un monstruo en parto. La montura, que jamás había desobedecido a Valentine, se encabritó de miedo, emitió un gemido extrañísimo, sacudió lenta y pesadamente su gruesa cabeza. Valentine escuchó el estruendo del trueno distante y, mucho más cerca, un crujido raro, y vio surcos gigantes que aparecían en el suelo. Todo se agitaba y bullía alocadamente. ¿Un terremoto? El Monte entero restallaba igual que el mástil de un barco dragonero sometido a los vientos secos y cálidos del sur. El mismo cielo, negro y plomizo, se cargó más de improviso.
¿Qué es esto? Oh, buena Dama, madre mía, ¿qué está ocurriendo en el Monte del Castillo?
Valentine se aferró desesperadamente al animal, que no cesaba de brincar a causa del pánico. El mundo parecía estar despedazándose, desmoronándose, deslizándose, flotando… La tarea de Valentine consistía en mantenerlo íntegro, aferrar contra su pecho los continentes gigantescos, conservar los mares en sus lechos, contener los ríos que se alzaban con furia voraz contra las ciudades indefensas…
Y Valentine era incapaz de ocuparse de todo. La tarea sobrepasaba sus posibilidades. Fuerzas potentes arrancaron provincias del suelo y las lanzaron contra regiones cercanas. Valentine extendió los brazos para mantenerlas en sus lugares mientras lamentaba no tener argollas de hierro para atarlas. La tierra se estremeció, se levantó y quedó hendida y nubes de polvo negro cubrieron la faz del sol, y Valentine no pudo refrenar la terrible convulsión. Un hombre solo no podía atar el inmenso planeta y poner fin al quebranto. Valentine pidió ayuda a sus camaradas.
—¡Lisamon! ¡Elidath!
No hubo respuesta. Gritó otra vez, siguió gritando, mas su voz se perdió entre el estruendo y los crujidos.
La estabilidad había abandonado al planeta. Era igual que bajar por los toboganes de espejos de Morpin Alta, donde era preciso brincar y moverse ágilmente a fin de mantenerse en pie pese a la inclinación y los desniveles de las tortuosas pistas. Pero aquello era un juego y esto un caos auténtico, las raíces del mundo estaban descuajadas. Los temblores hicieron caer a Valentine, que rodó por el suelo y hundió ferozmente los dedos en la blanda tierra para no seguir deslizándose hacia las grietas que se abrían alrededor. De aquellas hendiduras brotaban terribles sonidos de risa y un resplandor purpúreo que parecía provenir de un sol devorado por la tierra. Caras enojadas flotaban en el aire por encima de Valentine, caras que creía conocer pero que se desplazaban de forma desconcertante en cuanto intentaba examinarlas, ojos que se convertían en narices que se transformaban en orejas… Y detrás de aquellos rostros de pesadilla vio otro que le era conocido, un cabello oscuro y brillante, unos ojos cordiales y apacibles… La Dama de la Isla, la dulce madre.
—Ya basta —dijo ella—. ¡Despierta de una vez, Valentine!
—De modo que estoy soñando…
—Naturalmente. Naturalmente.
—¡En tal caso debo continuar y averiguar todo cuanto pueda de este sueño!
—Ya has averiguado suficiente, eso pienso. Despierta.
Sí. Era suficiente: más conocimientos de ese tipo podían acabar con él. Tal como le habían enseñado hacía mucho tiempo, Valentine se forzó a salir del sueño inesperado y se incorporó, parpadeó, hizo un esfuerzo para desprenderse de su atontamiento y su confusión. Imágenes del cataclismo titánico siguieron reverberando en su alma, pero poco a poco fue percibiendo que todo estaba tranquilo allí. Yacía en una cama de ricos brocados, en una sala de alto techo abovedado de color verde y oro. ¿Qué había puesto fin al terremoto? ¿Dónde estaba su montura? ¿Quién le había llevado allí? ¡Ah, ellos! Junto a él estaba acuclillado un hombre canoso, pálido y delgado con una cicatriz irregular que cruzaba su mejilla. Sleet. Y Tunigorn se hallaba detrás, ceñudo, tanto que sus espesas cejas formaban un solo reborde piloso.
—Calma, calma, calma —estaba diciendo Sleet—. Todo va bien. Estás despierto.
¿Despierto? ¿Un sueño, pues, sólo un sueño?
Eso parecía. No se encontraba en el Monte del Castillo. No había existido nevada, ningún terremoto, ninguna nube de polvo había ocultado el sol. ¡Un sueño, sí! Pero un sueño tan terrible, tan sobrecogedoramente vívido y espantoso que era muy difícil volver a la realidad.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Valentine.
—El Laberinto, majestad.
¿Cómo? ¿El Laberinto? En tal caso, ¿le habían hecho salir en secreto del Monte del Castillo mientras dormía? Valentine notó el sudor que brotaba profusamente de su frente. ¿El Laberinto? Ah, sí, sí. La verdad aferró su mente igual que una mano su cuello. El Laberinto, sí. Fue recordando. La visita oficial, de la que esta noche, gracias al Divino, era la última. El atroz banquete que aún tenía que soportar. Ya no podía disimular la verdad. El Laberinto, el Laberinto, el detestable Laberinto: él estaba dentro, en el nivel más inferior. Las paredes de la sala relucían gracias a los hermosos murales del Castillo, el Monte, las Cincuenta Ciudades: paisajes tan encantadores que en ese momento le parecieron una burla. Tan lejos del Monte del Castillo, tan lejos de la dulce calidez del sol…
¡Y qué hecho tan irritante!, pensó. ¡Despertar tras un sueño de calamidad y destrucción y encontrarse en el lugar más deprimente del mundo!
Mil kilómetros al este de la ciudad cristalina de Dulorn, en el valle cenagoso denominado Prestimion donde varios centenares de familias de raza gayrog cultivaban arroz y lusavándula en plantaciones muy diseminadas, la época de la cosecha de mediados de año estaba aproximándose. Las vainas de lusavándula, lustrosas, abultadas y negras, casi maduras, pendían en gruesos racimos en los extremos de tallos curvados que sobresalían de los campos semisumergidos.
Para Aximaan Threysz, la campesina más vieja y astuta del valle de Prestimion, esa cosecha representaba una excitación que hacía décadas no experimentaba. El experimento de desarrollo protoplástico que ella iniciara tres estaciones antes bajo la guía del delegado agrícola del gobierno estaba llegando a su culminación. En esa cosecha Aximaan había dedicado toda la plantación a la nueva especie de lusavándula: y allí estaban las vainas, ¡de tamaño doble que el normal, listas para ser arrancadas! Ningún otro campesino del valle se había aventurado a correr el riesgo, no hasta que Aximaan Threysz hubiera puesto en práctica el método. Y ya lo había hecho, pronto quedaría confirmado el éxito y todos llorarían, ¡oh, sí!, cuando ella se presentara en el mercado una semana antes que cualquiera con la cantidad acostumbrada de semillas.
Hundida en el barro junto al borde de la plantación, mientras apretaba los rebordes de sus dedos a las vainas más próximas e intentaba determinar el momento oportuno para la recolecta, vio que uno de los hijos de su primogénito se acercaba corriendo para darle una noticia.
—¡Padre quiere que te diga lo que acaba de oír en la ciudad! ¡El delegado agrícola salió de Mazadone y viene hacia aquí! Ya está en Helkaplod. Mañana llegará a Sijanil.
—Entonces estará en el valle el Día Segundo —repuso Aximaan—. Estupendo. ¡Perfecto! —Su lengua bífida se agitó—. Vete, hijo, vuelve con tu padre. Dile que el Día Marino celebraremos la fiesta en honor del delegado y que empezaremos la cosecha el Día Cuarto. Y quiero que toda la familia esté reunida en la casa dentro de media hora. ¡Venga, vete! ¡Corre!
La plantación pertenecía a la familia de Aximaan Threysz desde la época de lord Confalume. Ocupaba una zona en forma aproximadamente triangular que se extendía cerca de ocho kilómetros a lo largo de las orillas de la Corriente de Havilbove, se desviaba hacia el sudeste casi hasta los lindes de la Reserva del Bosque de Mazadone y describía curvas tortuosas que la llevaban de nuevo al río en el norte. En esa zona Aximaan Threysz era ama y señora y regía los destinos de sus cinco hijos, sus nueve hijas, sus incontables nietos y las más de veinte liis y vroones que trabajaban de peones para ella. Cuando Aximaan decía que era el momento de sembrar, todos salían y sembraban. Cuando Aximaan decía que era el momento de la cosecha, todos salían y cosechaban. En la casona situada junto a la arboleda de androdragmas, la comida se servía cuando Aximaan se sentaba a la mesa, fuera cual fuese la hora. Incluso el horario de reposo de la familia estaba sujeto a los mandatos de Aximaan; los gayrogs invernan, pero ella no podía consentir que la familia entera estuviera dormida a la misma hora. El hijo mayor sabía que él siempre debía estar en vela durante las seis primeras semanas del reposo invernal anual de su madre. La hija mayor tomaba el mando durante las otras seis semanas. Aximaan Threysz concedía horas de reposo al resto de miembros de la familia de acuerdo con su criterio sobre lo que convenía a las necesidades de la plantación. Nadie ponía reparos, nunca. Incluso en la época de su juventud (en años increíblemente lejanos, cuando Ossier era Pontífice y lord Tyeveras ocupaba el Castillo) Aximaan había sido la única a la que todos recurrían, hasta su padre, hasta su compañero, en momentos de crisis. Ella había vivido más que esos familiares, incluso más que algunos de sus descendientes, muchas Coronas habían pasado por el Monte del Castillo y a pesar de ello Aximaan Threysz seguía viviendo. Su piel escamosa y recia había perdido el lustre hasta adoptar un tono purpurino con el paso de los años, las serpientes carnosas inquietas que eran su cabello habían pasado del azabache al gris claro, sus ojos fríos y verdes se habían vuelto turbios y lechosos, pero pese a todo Aximaan no dejaba de ocuparse de las tareas rutinarias de la hacienda. Nada de valor podía cultivarse en aquel terreno aparte del arroz y la lusavándula, e incluso estos cultivos presentaban dificultades. Los temporales del norte remoto llegaban con facilidad a la provincia de Dulorn a través del gran túnel de la Fractura y, aunque la ciudad de Dulorn en sí se hallaba en zona seca, el territorio occidental, ampliamente regado y muy aprovechado, era fértil y rico. Pero la región del Valle de Prestimion, en el lado oriental de la Fractura, era un lugar por completo distinto, húmedo y pantanoso, con un suelo de espeso mantillo azulado. Sin embargo, si se elegía bien el momento, era posible plantar arroz al final del invierno, poco antes de los chaparrones de primavera, y sembrar lusavándula cuando acababa esta estación y también en las últimas semanas de otoño. Nadie en la región conocía el ritmo de las estaciones mejor que Aximaan Threysz y tan sólo los campesinos más imprudentes llevaban al campo las semillas antes de saber que ella había iniciado la siembra.
Pese a su carácter dominante, pese a prestigio y autoridad arrolladores, Aximaan poseía un rasgo que resultaba incomprensible a los pobladores del valle: respetaba al delegado agrícola provincial como si él fuera la fuente de toda sabiduría y ella la aprendiza menos capacitada. En dos o tres ocasiones por el año el delegado abandonaba la capital de la provincia, Mazadone, para hacer un recorrido de las marismas, y su primer alto en el valle era siempre la plantación de Aximaan Threysz. La gayrog le ofrecía alojamiento en la mansión, abría un barril de vino flamígero y otro de aguardiente de nika, ordenaba a sus nietos que fueran a la Corriente de Havilbove para cazar hiktiganos, los sabrosos animalillos que correteaban por las rocas de los rápidos, y hacía descongelar y asar con aromática leña de zuale una buena ración de filetes de bidlak. Y cuando acababa el festín, Aximaan se retiraba con el delegado y conversaba con él hasta bien entrada la noche temas tales como fertilizantes, injertos y maquinaria agrícola, mientras dos de sus hijas, Heynok, y Jarnok, tomaban nota hasta de la última palabra sentadas junto a su madre.
A todo el mundo le extrañaba que Aximaan Threysz, indudablemente más experta en el cultivo de lusavándula que cualquier persona, se preocupara tanto por lo que un insignificante funcionario pudiera explicarle. Pero su familia conocía el porqué.
—Tenemos nuestras costumbres y nos mantenemos fijos en ellas —solía decir Aximaan—. Hacemos lo que hemos hecho antes, porque nos ha dado resultado antes. Plantamos las semillas, atendemos las plantas, vigilamos la maduración, recogemos los frutos y después volvemos a empezar de la misma forma. Y si una cosecha no es peor que la anterior, opinamos que estamos haciéndolo bien. Pero fallamos en realidad si tan sólo igualamos lo hecho hasta entonces. Imposible quedarse parado, en este mundo: quedarse parado es hundirse en el barro.
Tal era el motivo de que Aximaan Threysz estuviera suscrita a las publicaciones sobre agricultura, enviara algún nieto a la universidad de vez en cuando y prestara mucha atención a lo que el delegado provincial tenía que decir. Y año tras año el método de cultivo de sus tierras sufría pequeños cambios, los sacos de semillas de lusavándula que Aximaan enviaba al mercado de Mazadone eran más numerosos que el año anterior y los relucientes granos de arroz formaban montones cada vez más altos en sus graneros. Siempre había una forma mejor de hacer las cosas y Aximaan Threysz se aseguraba de aprenderla.
—Nosotros somos Majipur —decía muchas veces—. Las grandes ciudades se asientan en cimientos de grano. Sin nosotros, Ni-moya, Pidruid, Khyntor y Piliplok serían yermos. Y las ciudades crecen año tras año, por lo que debemos trabajar cada vez más para alimentarlas, ¿no es cierto? No tenemos alternativa, se trata de la voluntad del Divino. ¿No es cierto?
Aximaan había sobrevivido ya a quince o veinte delegados. Éstos se presentaban un día siendo jóvenes, rebosantes de nuevas ideas aunque con frecuencia mostrándose apocados a la hora de ofrecerlas a la metamorfa.
—No sé qué podría enseñarle yo —insistían en decirle—. ¡Soy yo el que debería aprender de usted, Aximaan Threysz!
Y en consecuencia Aximaan tenía que pasar siempre por la misma rutina: hacer que el nuevo delegado se sintiera cómodo, convencerlo de que ella sentía un interés sincero en conocer las técnicas más recientes.
Cuando el último delegado se jubilaba y otro más joven ocupaba su lugar, la situación siempre era fastidiosa. Conforme Aximaan iba sumiéndose en una vejez cada vez más inmensa, iban aumentando las dificultades para establecer relaciones prácticas con los nuevos delegados antes de que transcurrieran varias estaciones. Sin embargo no existió problema cuando llegó Caliman Hayn, hacía dos años. Era un humano joven, de treinta o cuarenta años (por entonces cualquier persona que no pasara de los sesenta era joven para Aximaan) dotado de un carácter atrevido y natural que gustó mucho a la metamorfa. No dio muestras de estar impresionado por ella y tampoco se preocupó en adularla.
—Me aseguran que usted es la campesina más deseosa de ensayar nuevos métodos —había dicho él bruscamente, apenas diez minutos después de conocerla—. ¿Qué opinaría de un proceso capaz de duplicar el tamaño de las semillas de lusavándula sin alterar su calidad?
—Opinaría que están timándome —había respondido Aximaan—. Me parece demasiado bueno para ser verdad.
—Y sin embargo el proceso existe.
—¿Existe, ya?
—Estamos a punto de usarlo experimentalmente, con limitaciones. De los informes de mis predecesores deduzco que usted es famosa por su buena disposición para experimentar.
—Ésa soy yo —repuso Aximaan Threysz—. ¿De qué se trata?
Era, explicó el delegado, un método denominado acrecentamiento protoplástico, basado en el uso de enzimas que digerían las paredes celulares de las plantas a fin de hacer accesible el material genético interno. Dicho material podía ser manipulado a continuación y finalmente la materia celular, el protoplasto, era introducido en un medio de cultivo y podía regenerar la pared de células. A partir de una sola célula era posible obtener una planta totalmente nueva, con características muy mejoradas.
—Pensaba que esos conocimientos habían desaparecido de Majipur hace miles de años —dijo Aximaan.
—Lord Valentine ha estimulado el renacimiento del interés por las ciencias antiguas.
—¿Lord Valentine?
—La Corona, sí —repuso Caliman Hayn.
—¡Ah, la Corona!
Aximaan desvió la mirada. ¿Valentine? ¿Valentine? Ella habría jurado que el nombre de la Corona era Voriax… Pero un instante después recordó que Voriax había muerto. Sí, y un tal lord Valentine lo había sustituido, eso había oído ella, y mientras seguía pensando recordó también que algo extraño le había ocurrido a ese Valentine… ¿Era el hombre cuyo cuerpo había sido cambiado por el de otro humano? Seguramente, debía ser él. Pero personas como la Corona importaban muy poco a Aximaan Threysz, que desde hacía veinte o treinta años no había salido del valle de Prestimion y para la que el Monte del Castillo y la Corona eran cosas tan remotas que bien podían ser mitos. Lo que importaba a la metamorfa era el cultivo de arroz y lusavándula.
Los laboratorios botánicos del imperio, le explicó Caliman Hayn, habían producido una clon mejorada de lusavándula que precisaba estudio práctico en condiciones normales de cultivo. Invitó a la metamorfa a colaborar en la investigación… y como compensación él se comprometía a no ofrecer la planta a ningún otro campesino del Valle de Prestimion hasta que Aximaan hubiera tenido oportunidad de probarla en todos sus campos.
La oferta fue irresistible. Aximaan recibió del delegado un paquete de semillas de lusavándula asombrosamente grandes, simientes lustrosas tan enormes como los ojos de un skandar, y las plantó en un rincón apartado de sus tierras en el que era imposible la polinización cruzada con las lusavándulas normales. Las semillas produjeron brotes rápidamente y de ellos surgieron plantas que diferían de la especie normal tan sólo por sus tallos, de grosor dos o tres veces superior al habitual. Pero cuando florecieron, las encrespadas floraciones purpurinas eran enormes, tan anchas como platos, y de las flores brotaron vainas de longitud pasmosa que, en el momento de la cosecha, contenían grandes cantidades de semillas gigantes. Aximaan Threysz sintió la tentación de usarlas para la siembra de otoño y cubrir todas sus tierras con la nueva especie de lusavándula con el propósito de obtener una cosecha superabundante el próximo invierno. Pero no podía hacer tal cosa, ya que se había comprometido a entregar gran parte de las semillas gigantes a Caliman Hayn para que las sometiera a estudio en los laboratorios de Mazadone. El delegado le dejó cantidad suficiente para plantar la quinta parte de sus tierras. Esa estación, sin embargo, Aximaan recibió instrucciones para mezclar las plantas gigantes con la normales a fin de provocar el cruce. Los técnicos pensaban que las características de las primeras serían las dominantes, aunque el punto jamás había sido comprobado a tan gran escala.
A pesar de que Aximaan prohibió a su familia comentar el experimento en el valle de Prestimion, fue imposible impedir que los demás campesinos tuvieran noticia del mismo. Difícilmente podían ocultarse las plantas de segunda generación con gruesos tallos que brotaban por todos los rincones de la plantación y, de un modo u otro, la noticia de lo que estaba haciendo Azimaan Threysz se propagó por el valle. Vecinos curiosos lograron ser invitados y contemplaron asombrados la nueva lusavándula.
Pero mostraron sus recelos.
—Plantas como ésas chuparán todo el alimento del suelo antes de dos o tres años —dijeron algunos—. Si ella sigue así, convertirá sus tierras en un desierto.
Otros pensaron que las semillas gigantes producirían comidas sin gusto o amargas. Algunos argumentaron que Aximaan Threysz casi siempre sabía lo que se hacía. Pero incluso éstos se alegraron de que fuera ella la pionera.
Al acabar el invierno Aximaan hizo la cosecha: semillas normales, que fueron enviadas al mercado como de costumbre, y semillas gigantes que fueron empaquetadas y guardadas para la siembra. La tercera cosecha sería la decisiva, puesto que parte de las semillas gigantes procedía de la clon pura y otra parte, la mayor seguramente, era un híbrido de lusavándula normal y acrecentada, y quedaba por ver qué clase de plantas producirían las simientes híbridas.
A finales del invierno llegó la época de sembrar el arroz, antes de que se presentaran las tormentas. Una vez hecho eso, los terrenos más altos y secos de la plantación acogieron las semillas de lusavándula. Y durante la primavera y el verano Aximaan observó el crecimiento de los gruesos tallos, vio abrirse las enormes flores y alargarse y oscurecerse las pesadas vainas. De vez en cuando abrió una de éstas y atisbo las semillas, verdes y blandas. Eran grandes, no había duda. Pero… ¿y la calidad? ¿Y si eran de mala calidad, o simplemente no tenían calidad? Aximaan había apostado la producción de todo un año por eso.
Bien, la respuesta llegaría muy pronto.
El Día Estelar llegaron noticias de que el delegado agrícola se hallaba cerca y llegaría a la plantación, según lo previsto, el Día Segundo. Pero con las mismas noticias llegaron nuevas extrañas e inquietantes: el delegado que acudía al valle no era Caliman Hayn sino alguien llamado Yerewain Noor. Aximaan no lograba entenderlo. Hayn era demasiado joven para haberse jubilado. Y le preocupaba verlo desaparecer justo cuando el experimento protoplástico se aproximaba a su fin.
Yerewain Noor resultó ser más joven incluso que Hayn, y fastidiosamente novato. Le faltó tiempo para explicar qué gran honor era conocer a Aximaan Threysz, con los floreos retóricos acostumbrados, pero la metamorfa le interrumpió. —¿Dónde está el otro hombre? —preguntó ella. Nadie parecía saberlo, dijo Noor. Comentó insatisfactoriamente que Hayn había partido sin previo aviso hacía tres meses, sin decir palabra y creando un caos administrativo inmenso en el resto del servicio.
—Todavía estamos haciendo conjeturas. Es evidente que Hayn estaba comprometido en numerosos estudios experimentales, pero no sabemos de qué tipo, con quién…
—Uno de esos experimentos tuvo lugar aquí —dijo con frialdad Aximaan—. Prueba de lusavándula acrecentada protoplásticamente.
Noor gruñó.
—¡Que el Divino se apiade de mí! ¿Con cuántos proyectillos personales de Hayn tengo que toparme todavía? Lusavándula acrecentada protoplásticamente… ¿es eso?
—Parece como si usted no hubiera oído jamás esos términos.
—Los conozco, sí. Pero no puedo decir que sepa mucho al respecto.
—Acompáñeme —repuso Aximaan.
Se alejaron por el borde de los arrozales, en los que el arroz se alzaba ya hasta la altura de la cadera, y entraron en los campos de lusavándula. El enfado aceleró los pasos de la metamorfa. El joven delegado agrícola tuvo que hacer grandes esfuerzos para no quedarse atrás. Mientras andaban Aximaan le habló del paquete de semillas gigantes que Hayn le había entregado, de la siembra de la nueva clon en sus tierras, del cruce con lusavándula normal, de la generación de híbridos que en ese momento empezaba a madurar. Al cabo de unos instantes llegaron a las primeras hileras de lusavándula. De pronto la metamorfa se detuvo, consternada, horrorizada.
—¡Que la Dama nos proteja! —exclamó.
—¿Qué ocurre?
—¡Mire! ¡Mire!
El sentido de la oportunidad que poseía Aximaan Threysz había fallado por primera vez. Inesperadamente la lusavándula híbrida había empezado a dar semilla, dos semanas o quizá más antes del día previsto. Sometidos al cruel sol estival, las grandes vainas habían empezado a partirse, a abrirse bruscamente emitiendo un sonido tan desagradable como el de un hueso al quebrarse. Todas las vainas, igual que si las hubieran hecho estallar, lanzaban sus enormes simientes en distintas direcciones casi con la fuerza de una bala. Las pepitas volaban diez o quince metros y desaparecían en el denso estiércol que cubría los campos anegados. No había forma de frenar el proceso: al cabo de una hora todas las vainas estarían abiertas y la cosecha se habría perdido.
Pero eso no era ni mucho menos lo peor.
De las vainas no sólo brotaban simientes sino también un polvillo oscuro que Aximaan conocía perfectamente. Se adentró alocadamente en los campos sin prestar atención a las simientes que chocaban con fuerza punzante contra su piel escamosa. Tras coger una vaina que aún seguía cerrada, Aximaan la abrió y una nube de polvo se alzó hacia su cara. Sí. Sí. ¡Roya de lusavándula! Una sola vaina contenía como mínimo un vaso de esporas y conforme vaina tras vaina iba cediendo al calor del día, las oscuras esporas que flotaban sobre los campos iban transformándose en una mancha bien visible en el aire, hasta que eran barridas por una brisa ligerísima.
Yerewain Noor también comprendía la situación.
—¡Llame a sus peones! —exclamó—. ¡Tiene que quemar todo esto!
—Demasiado tarde —dijo Aximaan en tono sepulcral—. Ya no hay esperanza. Demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde. ¿Qué puede frenar a las esporas ahora? —Sus terrenos estaban afectados sin remedio. Y dentro de una hora las esporas se esparcirían por todo el valle—. Es el fin para nosotros, ¿no se da cuenta?
—¡Pero la roya de lusavándula fue eliminada hace tiempo! —Dijo neciamente Noor.
Aximaan Threysz asintió. Lo recordaba muy bien: las hogueras, las rociadas, el cultivo de clones resistentes a la roya, la exclusión de cualquier planta que tuviera disposición genética a cobijar el hongo letal… Hacía setenta, ochenta, noventa años. ¡Cuánto se habían esforzado para librar al mundo de aquella plaga! Y allí estaba de nuevo, en aquellas plantas híbridas. Tan sólo esas plantas en Majipur entero, pensó la metamorfa, eran capaces de ofrecer un hogar a la roya de lusavándula. Sus plantas, cultivadas con tanto cariño, atendidas con tanta pericia. Con sus propias manos había hecho que la roya volviera al mundo, la había dejado libre para arruinar las cosechas de sus vecinos.
—¡Hayn! —bramó—. ¡Hayn! ¿Dónde estás? ¿Qué me has hecho?
Deseó la muerte, en ese mismo momento, allí mismo, antes de que ocurriera lo que tenía que ocurrir. Pero sabía que no iba a tener tanta suerte, puesto que una vida prolongada había sido su bendición y ahora era su maldición. El ruido de las vainas al reventar resonaba en sus oídos como las armas de un ejército lanzado al ataque violentamente por todo el valle. He vivido un año de más, pensó: el tiempo suficiente para ver el fin del mundo.
Hissune inició su trayecto descendente, sintiéndose ajado, sudoroso y aprensivo, cruzó pasadizos y pozos de ascensor que conocía desde que nació y pronto dejó atrás el mundo andrajoso del anillo más exterior. Descendió nivel tras nivel entre prodigios y maravillas que desde hacía años no había vuelto a mirar: la Mansión de las columnas, el Corredor de los Vientos, el Paraje de las Máscaras, la Mansión de las Pirámides, la Mansión de los Globos, la Arena, la Casa de los Archivos. Allí llegaban personas procedentes del Monte del Castillo, de Alaisor, de Stoien, incluso de la fabulosa Ni-moya, en el otro continente, la increíblemente lejana Ni-moya, y erraban aturdidas y estupefactas, desorientadas y admiradas por el ingenio que había ideado y construido esplendores arquitectónicos tan extraños y a tantos metros bajo la superficie. Pero para Hissune se trataba únicamente del Laberinto, triste y temible. Él no veía allí encanto o misterio: era simplemente su hogar.
La gran plaza pentagonal situada frente a la Casa de los Archivos señalaba el límite inferior de la zona pública del Laberinto. Más abajo, todo estaba reservado para los funcionarios de la administración civil. Hissune pasó bajo la gran pantalla verde brillante situada en el muro de la Casa de los Archivos y que relacionaba todos los pontífices, todas las coronas. Las dos filas de inscripciones se extendían prácticamente más allá del alcance de la vista más aguda. En alguna parte muy alta aparecían los nombres de Dvorn, Melihand, Barhold y Stiamot, personajes de hacía milenios, y abajo estaban los rótulos de Kinniken, Ossier, Tyeveras, Malibor, Voriax y Valentine. Y ya al otro lado del registro imperial, Hissune presentó sus credenciales a los yorts enmascarados y de cara hinchada que vigilaban la entrada, tras de lo cual se adentró en los parajes más hondos del Laberinto. Las conejeras y madrigueras de la burocracia de clase media, las plazoletas de los altos cargos, los túneles que conducían a los dispositivos de ventilación de los que el Laberinto entero dependía… Fue obligado a detenerse en los numerosos puntos de control y se le pidió identificación. En el sector imperial consideraban muy serios los problemas de seguridad. En algún punto de aquellas profundidades tenía su cubil el Pontífice: una inmensa esfera de vidrio, eso se decía, en la que permanecía entronizado el viejo y loco monarca entre la red de mecanismos de sustento vital que le habían permitido vivir cuando normalmente habría muerto ya hacía años. ¿Temen la llegada de asesinos?, se preguntó Hissune. Si lo que había oído era cierto, sería simplemente un acto misericordioso por parte del Divino desacoplar al anciano Pontífice y dejar que el pobre Tyeveras volviera por fin a la Fuente. Hissune era incapaz de imaginar un motivo para que Tyeveras siguiera viviendo de esa forma, década tras década, en tal estado de locura, en tal situación de senilidad.
Finalmente, jadeante e irritado, Hissune llegó al umbral del Gran Salón en las profundidades extremas del Laberinto. Había llegado horriblemente tarde, quizá con una hora de retraso.
Tres skandars colosales e hirsutos con el uniforme de la guardia de la Corona le cerraron el paso. Hissune, encogido por las miradas feroces y desdeñosas de las gigantescas criaturas de cuatro brazos, tuvo que contener el impulso de caer de rodillas y suplicar indulgencia. Sin saber cómo recobró mínimamente su dignidad y, esforzándose en corresponder con una mirada igualmente altanera (tarea ni mucho menos fácil, teniendo que soportar el examen de criaturas de casi tres metros de altura), se anunció como miembro de la comitiva de lord Valentine e invitado al banquete.
Casi esperaba que los otros prorrumpieran en carcajadas y le echaran a golpes como si fuera un insecto ruidoso e insignificante. Pero no fue así: los skandars examinaron la hombrera del joven con semblantes graves, consultaron ciertos documentos, le honraron con exageradas reverencias y le permitieron pasar por la enorme entrada provista de bordes de bronce.
¡Por fin! ¡El banquete ofrecido por la Corona!
Al otro lado de la puerta se hallaba un yort de resplandeciente vestimenta poseedor de unos ojos dorados y saltones y unos bigotes anaranjados, como pintarrajeados, que sobresalían de su rostro grisáceo y escabroso. Este personaje de apariencia asombrosa era Vinorkis, el mayordomo de la Corona, y saludó al joven con un gesto desmesuradamente ceremonioso.
—¡Ah! —exclamó—. ¡El Iniciado Hissune!
—Todavía no soy Iniciado —intentó explicarle Hissune, pero el yort ya se había vuelto con aire majestuoso para dirigirse a la mesa central, y no miró hacia atrás. Hissune lo siguió con torpes zancadas.
Se sintió desorbitadamente llamativo. Cerca de cinco mil personas ocupaban el salón, sentadas ante mesas redondas suficientes para diez comensales, y el joven supuso que todos los ojos estaban fijos en él. Para su horror, apenas había dado veinte pasos cuando oyó risas, flojas al principio, más animadas después y finalmente oleadas de júbilo que brotaban por todas partes del salón y chocaban contra él con fuerza demoledora. Jamás había escuchado un sonido tan impresionante y atronador: así imaginaba él que sonaban las olas al estrellarse en algún acantilado del norte.
El yort siguió, recorrió lo que aparentemente podían ser dos kilómetros, e Hissune fue detrás de él, cruzó el océano de diversión deseando tener un centímetro de estatura. Pero al cabo de unos instantes comprendió que los comensales no se reían de él sino de un grupo de acróbatas enanos que trataba de formar una pirámide humana con el propósito deliberado de hacer reír, y su nerviosismo disminuyó. Finalmente pudo ver el estrado, y allí estaba el mismo lord Valentine llamándole por señas, sonriente, indicándole que había una silla libre junto a la suya. Hissune pensó que iba a echarse a llorar de alivio. A pesar de todo, todo iba a ir bien.
—¡Majestad! —resonó la voz de Vonorkis—. ¡El Iniciado Hissune!
El joven se dejó caer en la silla con aire de cansancio y agradecimiento, en el mismo momento que un aplauso estruendoso resonaba en el salón para premiar la actuación de los acróbatas una vez finalizado su número. Un camarero le entregó un vaso hasta el borde de reluciente vino dorado y, mientras se lo llevaba a los labios, otros comensales situados cerca alzaron sus copas a modo de saludo. La mañana del día anterior, durante la conversación tan breve como asombrosa que sostuvo con lord Valentine y en la que la Corona le había ofrecido entrar a formar parte de su grupo de allegados en el Monte del Castillo, Hissune vio de lejos a algunos de los invitados, pero no hubo tiempo para presentaciones. Sin embargo en ese momento estaban saludándole, ¡a él!, y presentándose. Pero no precisaban presentación, ya que se trataba de héroes de la gloriosa guerra de restauración de lord Valentine y todo el mundo los conocía.
La corpulenta guerrera sentada junto a él debía ser Lisamon Hultin, guardaespaldas personal de la Corona que, así se aseguraba, liberó a lord Valentine de la panza de un dragón marino después de que éste hubiera engullido a la Corona. Y el hombrecillo de piel asombrosamente blanca, el de las canas y el rostro lleno de cicatrices, era, sin lugar a dudas, el famoso Sleet, maestro malabarista de lord Valentine en los días del exilio. Y el hombre de mirada penetrante y gruesas cejas era Tunigorn, el maestro arquero del Monte del Castillo. Y también estaba el menudo vroon de numerosos tentáculos, el mago Deliamber; un hombre casi tan joven como el mismo Hissune, el de las pecas, que seguramente era Shanamir, pastor en otros tiempos; el yort delgado y majestuoso que era gran almirante, Asenhart… Sí, los más famosos… E Hissune, que hasta entonces se había considerado inmune a cualquier clase de admiración, sintió enorme admiración por el hecho de hallarse en tal compañía.
¿Inmune a la admiración? Caramba, en cierta ocasión había abordado a lord Valentine para arrancarle descaradamente medio real a cambio de una visita al Laberinto, y otras tres coronas por encontrarle alojamiento en el anillo exterior. Entonces no sentía admiración. Coronas y pontífices eran simples hombres con más poder y dinero que la gente normal y obtenían sus cargos por la buena suerte de haber nacido entre la aristocracia del Monte del Castillo para ascender con los accidentes afortunados precisos que los llevaban a la cumbre. Para ser Corona no había que poseer una inteligencia especial, o así lo había comprendido Hissune hacía años. Al fin y al cabo, lord Malibor salió un día a cazar dragones marinos y se dejó devorar estúpidamente por uno de ellos. Lord Voriax murió de forma igualmente necia por culpa de una flecha perdida que le alcanzó mientras cazaba en el bosque. Y su hermano lord Valentine, con fama de ser muy inteligente, tuvo el poco sentido común de beber y divertirse con el Rey de los Sueños, acabando drogado, despojado de su memoria y alejado del trono. ¿Sentir admiración por esas cosas? Bien, en el Laberinto cualquier niño de siete años que mostrara tanto desprecio por su bienestar sería considerado tonto de remate.
Pero Hissune había observado que parte de su irreverencia anterior iba suavizándose con el paso del tiempo. Cuando se tienen diez años y se ha vivido del ingenio en la calle desde los cinco o seis, es muy fácil burlarse del poder. Pero Hissune ya no tenía diez años y tampoco vagaba por las calles. Sus perspectivas eran más profundas, sabía que ser Corona de Majipur no era una tontería, no era una tarea fácil. Por ello, cuando miró al hombre rubio de anchos hombros y aspecto regio y apacible al mismo tiempo, el hombre que lucía la casaca verde y la túnica armiñada propia del segundo cargo más importante del mundo, y cuando consideró que aquel hombre, situado a menos de tres metros de él, era la Corona, lord Valentine, el que le había elegido entre todos los habitantes de Majipur para entrar a formar parte de su grupo de allegados esa noche, Hissune notó que algo similar a un escalofrío recorría su espalda y por fin tuvo que admitir que ese temblor era admiración: por la dignidad real y por la persona de lord Valentine, por la cadena misteriosa de circunstancias fortuitas que había llevado a un niño del Laberinto a tan augusta compañía.
Sorbió un poco de vino y notó que un calorcillo muy agradable inundaba su alma. ¿Qué importancia tenían los problemas de horas antes? Ya estaba allí y había sido bien recibido. ¡Que Vanimoon, Heulan y Ghisnet se murieran de envidia! Allí estaba él, entre los grandes, iniciando el ascenso hacia la cumbre del mundo, y pronto alcanzaría cotas en las que los Vanimoon de su infancia serían totalmente invisibles.
Al cabo de unos instantes, sin embargo, la sensación de bienestar le abandonó por completo y notó que había vuelto a caer en la confusión y el desmayo.
El primer contratiempo fue tan sólo un disparate, absurdo pero excusable, del que difícilmente podía culpársele. Sleet había subrayado la ansiedad evidente que reflejaban los delegados pontificios siempre que miraban hacia la mesa de la Corona: evidentemente temían que lord Valentine no se divirtiera lo bastante. E Hissune, radiante por los efectos del vino y muy feliz por estar al fin en el banquete, tuvo la osadía de hacer una observación espontánea.
—¡Con razón están preocupados! ¡Saben que han de causar buena impresión o les dejarán en la estacada en cuanto lord Valentine ascienda a Pontífice!
Hubo bocas abiertas por toda la mesa. Todos le miraron fijamente como si el joven hubiera pronunciado una blasfemia monstruosa… todos excepto la Corona, que apretó los labios igual que alguien que de improviso encuentra un sapo en la sopa y desvió la mirada.
—¿He dicho alguna tontería? —preguntó Hissune.
—¡Silencio! —musitó furiosamente Lisamon Hultin, y la gigantesca amazona le dio un brusco codazo en las costillas.
—¿No es cierto que lord Valentine acabará siendo Pontífice algún día? Y cuando eso suceda, ¿acaso no querrá tener colaboradores elegidos por él?
Lisamon le dio otro codazo, tan fuerte que estuvo a punto de hacerle caer de la silla. Sleet lanzó una mirada beligerante al joven.
—¡Ya basta! —musitó mordazmente Shanamir—. Vas de mal en peor.
Hissune meneó la cabeza.
—No entiendo nada —contestó, y su tono reflejó cierto enojo además de confusión.
—Te lo explicaré más tarde —dijo Shanamir.
—¿Pero qué he dicho? —inquirió el obstinado Hissune—. ¿Que lord Valentine será Pontífice algún día y que…?
—Lord Valentine no desea considerar la necesidad de ser Pontífice en estos momentos —repuso Shanamir con hielo en la voz—. En especial no desea hacerlo durante la cena. Es un tema prohibido en su presencia. ¿Lo entiendes ahora?
—Ah. Comprendo —dijo Hissune, apesadumbrado.
Tal era la vergüenza que sentía que pensó en esconderse debajo de la mesa. ¿Cómo iba él a saber que a la Corona le irritaba tener que ser Pontífice algún día? Era un hecho lógico, ¿no? Cuando moría el Pontífice, la Corona ocupaba su lugar automáticamente y nombraba Corona a otro hombre que también acabaría morando en el Laberinto. Ese método, el mismo método empleado durante milenios. Si tan poco le gustaba la idea de ser Pontífice, lord Valentine habría hecho mejor rechazando la Corona, pero era absurdo que cerrara los ojos a la ley de sucesión con la esperanza de verla abolida.
Aunque la Corona se había mantenido en frío silencio, era evidente que él, Hissune, le había causado gran descontento. Presentarse tarde, hacer el comentario más estúpido posible la primera vez que abría la boca… ¡Qué principio tan espantoso! ¿Podría enmendarlo alguna vez? Hissune siguió meditando en ello durante la actuación de unos malabaristas espantosos y durante los aburridos discursos que siguieron y se habría atormentado la noche entera de no haber acontecido algo mucho peor.
El turno de hablar correspondía a lord Valentine. Pero la Corona tenía un aire extrañamente distante y preocupado cuando se puso en pie. Era casi un sonámbulo, su mirada era esquiva y vaga, sus gestos, inciertos. Los comensales de la mesa principal empezaron a murmurar. Tras un terrible momento de silencio lord Valentine inició su discurso, aunque al parecer su forma de hablar era incorrecta y, además, muy confusa. ¿Estaba enfermo? ¿Ebrio? ¿Bajo el efecto repentino de un encantamiento maligno? A Hissune le preocupó verlo tan aturdido. El viejo Hornkast acababa de decir que la Corona no sólo gobernaba Majipur sino que además, hasta cierto punto, era Majipur: y allí estaba la Corona momentos después, tambaleante, incoherente, como al borde del desmayo…
Alguien debería cogerlo del brazo, pensó Hissune, y ayudarlo a sentarse antes de que caiga. Pero nadie se movió. Nadie osó hacerlo. Por favor, rogó en silencio Hissune mientras miraba a Sleet, a Tunigorn, a Ermanar. Impedidle que siga, alguno de vosotros. Impedidle que siga. Y todos siguieron inmóviles.
—¡Majestad! —chilló roncamente alguien.
Hissune se dio cuenta de que aquella voz le pertenecía. Y se lanzó hacia un lado para agarrar a la Corona antes de que cayera de bruces en el reluciente suelo de madera.
Éste es el sueño del Pontífice Tyeveras:
Aquí, en los dominios que habito ahora, nada tiene color, sonido o movimiento. Las alabandinas son negras, las frondas brillantes de los semotanes son blancas y del pájaro que no vuela brota un canto que nadie puede oír. Yazgo en un lecho de musgo elástico, blando y suave con la mirada fija en las gotas de lluvia que no caen. Cuando el viento sopla en el claro, ni una sola hoja se agita. El nombre de este lugar es muerte, las alabandinas y los semotanes están muertos, el pájaro está muerto y el viento y la lluvia están muertos. Y yo también estoy muerto.
Entran y me rodean.
—¿Eres Tyeveras, el que fue Corona de Majipur y Pontífice de Majipur? —me dicen.
—He muerto —respondo yo.
—¿Eres Tyeveras? —repiten.
—Soy Tyeveras muerto —digo—, el que fue vuestro rey y emperador. ¿Lo veis? No tengo color. ¿Lo veis? No hago ruido. Estoy muerto.
—No estás muerto.
—Aquí, en mi mano derecha, está lord Malibor, mi primera Corona. Está muerto, ¿verdad? Aquí, en mi mano izquierda, está lord Voriax, que fue mi segunda Corona. ¿Acaso no está muerto? Yazgo entre dos muertos. Yo también he muerto.
—Levántate y anda, Tyeveras que fue Corona. Tyeveras que es Pontífice.
—No estoy obligado a ello tengo una excusa, porque estoy muerto.
—Escucha nuestras voces.
—Vuestras voces no suenan.
—¡Escucha, Tyeveras, escucha, escucha, escucha!
—Las alabandinas están negras. El cielo es blanco. Estoy en el reino de la muerte.
—Levántate y anda, Emperador de Majipur.
—¿Quién eres?
—Valentine, tu tercera Corona.
—¡Te saludo, Valentine, Pontífice de Majipur!
—Ese título no es mío todavía. Levántate y anda.
Y yo digo:
—No me corresponde esa obligación, porque estoy muerto.
Pero ellos contestan:
—No te oímos, rey que fue, emperador que es.
Y después vuelve a sonar la voz de Valentine, «Levántate y anda».
Y su mano está en la mía en este reino donde nada se mueve, y me levanta, y floto, ligero cual aire que flota en el aire, y sigo moviéndome sin movimiento, respiro sin inhalar aire. Juntos cruzamos un puente que se curva igual que el arco iris sobre un abismo tan hondo como ancho es el mundo y su rielante armazón metálico emite un sonido a cada paso que doy, un sonido como cuando cantan mujeres jóvenes. El otro lado está inundado de color: ámbar, turquesa, coral, lila, esmeralda, castaño rojizo, índigo, carmesí… La bóveda del cielo es verde jade y las afiladas hebras de sol que taladran el aire son de color bronce. Todo flota, todo se ondula: no hay firmeza, no hay estabilidad. Las voces dicen, «¡Esto es la vida, Tyeveras! ¡Éste es el reino que te conviene!» A lo que yo no respondo, ya que al fin y al cabo estoy muerto, simplemente sueño que vivo. Pero me echo a llorar y mis lágrimas tienen todos los colores de las estrellas.
Y también éste es el sueño del Pontífice Tyeveras:
Ocupo el trono en una máquina dentro de una máquina y alrededor de mí hay un muro de vidrio azul. Oigo burbujeos y la suave vibración de complejos mecánicos. Mi corazón late lentamente, percibo hasta la última corriente del denso fluido que recorre sus cámaras, pero ese fluido, así lo creo, no debe ser sangre. En cualquier caso, sea lo que sea, se mueve en mi interior y lo percibo. Por lo tanto debo estar vivo. ¿Cómo es posible? Soy muy viejo, ¿acaso he sobrevivido a la misma muerte? Soy Tyeveras, el que fue Corona a las órdenes de Ossier y una vez toqué la mano de lord Kinniken cuando el Castillo le pertenecía y Ossier era tan sólo un príncipe y el segundo Pontífice Thimin ocupaba el Laberinto. Y si ello es cierto, creo que debo ser el único hombre de la época de Thimin que aún sigue vivo, si es que vivo, y creo que sí. Pero estoy dormido. Y sueño. Me envuelve una quietud impresionante. El colorido se escabulle del mundo. Todo es negro, todo es blanco, nada se mueve, no hay un solo ruido. Así imagino yo que es el reino de la muerte. ¡Fijaos, allí está el Pontífice Confalume, y Prestimion, y Dekkeret! Todos esos grandes emperadores yacen con la mirada fija hacia arriba, hacia la lluvia que no cae, y con palabras que no suenan dicen, Bienvenido, Tyeveras que fue, bienvenido, rey viejo y fatigado, ven a tenderte junto a nosotros puesto que ya has muerto como nosotros. Sí. Sí. ¡Ah, qué hermoso es este lugar! Mirad, allí está lord Malibor, aquel hombre de Bombifale en el que tanto y tan erróneamente confié, y está muerto, y aquel es lord Voriax, el de la barba negra y las mejillas sonrosadas, aunque sus mejillas ya no tienen ese color. Y al menos me está permitido acompañarles. Todo está silencioso. Todo está inmóvil. ¡Al menos, al menos, al menos! Al menos me dejan morir, aunque sólo sea cuando sueño.
Y de este modo el Pontífice Tyeveras flota a medio camino entre dos mundos, ni muerto ni vivo, sueña en el mundo de los vivos cuando cree que está muerto, sueña en el reino de los muertos cuando recuerda que vive.
—Un poco de vino, si eres tan amable —dijo Valentine. Sleet le puso el vaso en una mano y la Corona casi lo apuró—. Sólo era una cabezada —murmuró—. Una siestecilla antes del banquete… ¡y vaya sueño, Sleet! ¡Vaya sueño! Tráeme a Tisana, por favor. Necesito una interpretación de ese sueño.
—Respetuosamente, majestad, no hay tiempo para eso ahora —repuso Sleet.
—Hemos venido en vuestra busca —comentó Tunigorn—.
El banquete está a punto de empezar. El protocolo exige que vos estéis en la mesa de honor cuando los delegados pontificios…
—¡Protocolo! ¡Protocolo! ¡Ese sueño ha sido casi como un envío! ¿No lo entendéis? Tal visión de desastre…
—La Corona no recibe envíos, majestad —dijo en voz baja Sleet—. Y el banquete empezará dentro de pocos minutos, y tenemos que vestiros y acompañaros. Más tarde dispondréis de Tisana y sus pociones, si así lo deseáis, mi señor. Pero de momento…
—¡Debo investigar ese sueño!
—Lo comprendo. Pero no hay tiempo. Vamos, mi señor.
Valentine sabía que Sleet y Tunigorn tenían razón: le gustara o no, debía presentarse inmediatamente en el salón. Era más que un simple acontecimiento social, era un rito de cortesía, la muestra de honor por parte del monarca principal al rey más joven que era su hijo adoptivo y sucesor consagrado, y aunque el Pontífice fuera un hombre senil o estuviera completamente loco, la Corona no podía juzgar a la ligera el acto. Debía acudir, y el sueño tenía que aguardar. Ningún sueño tan potente, tan cargado de augurios, podía dejarse de lado. Valentine precisaría un oráculo, y seguramente tendría que conversar con el mago Deliamber… pero tiempo habría más tarde para ocuparse de todo ello.
—Vamos, majestad —repitió Sleet mientras sostenía ante la Corona la túnica de armiño característica del cargo.
El fuerte hechizo de la visión seguía aferrado al espíritu de Valentine cuando éste hizo su entrada en el Gran Salón del Pontífice diez minutos más tarde. Pero era impropio de la Corona de Majipur mostrarse hosco o preocupado en un acto de aquella índole, y por ello Valentine adoptó la expresión más afable de que era capaz mientras se dirigía a la mesa de honor.
Y ésa era realmente la forma en que se había comportado durante la interminable semana de la visita oficial: la sonrisa forzada, la amabilidad fingida. Entre todas las ciudades del gigantesco planeta Majipur, el Laberinto era la menos querida por lord Valentine. Para él se trataba de un lugar tétrico y deprimente al que acudía únicamente cuando lo exigían las ineludibles responsabilidades de su cargo. Se sentía mucho más vivo bajo el cordial sol del estío y la gran bóveda del cielo, cabalgando por algún bosque de abundantes hojas, con un viento agradable y fresco moviendo su cabello rubio, y por lo mismo se sentía enterrado antes de que llegara su hora en cuanto entraba en aquella ciudad triste y subterránea. Odiaba las depresivas espirales de descenso, la infinidad de niveles sombríos, el ambiente claustrofóbico…
Y sobre todo odiaba conocer el destino inevitable que le aguardaba allí, cuando tuviera que acceder al cargo de Pontífice y renunciar a los dulces placeres de la vida en el Monte del Castillo y establecer su residencia el resto de sus días en aquella tumba viviente espantosa.
Esa noche en especial, aquel banquete en el Gran Salón, en el nivel más hondo de la triste ciudad subterránea… ¡Cuánto había temido ese momento! El mismo salón, horrible, repleto de ángulos pronunciados, luces destellantes y reflejos que rebotaban extrañamente, los pomposos miembros del personal del Pontífice con sus máscaras tan tradicionales como ridículas, los ampulosos discursos, el aburrimiento y, más que ninguna otra cosa, la onerosa sensación de que el Laberinto entero caía sobre él como una masa colosal de piedra… Pensar en todo ello había bastado para llenar de horror a Valentine. Tal vez ese sueño horripilante, pensó, era un simple presagio del nerviosismo que sentía por lo que tendría que soportar esa noche.
No obstante, para su sorpresa, Valentine notó que se tranquilizaba, que se relajaba… y no porque fuera a divertirse en el banquete, no, ni mucho menos, sino porque como mínimo le parecía que el acto no superaba los límites de su tolerancia.
Habían adornado especialmente el salón. Eso era un alivio. Brillantes banderas verdes y doradas, los colores emblemáticos de la Corona, colgaban por todas partes y confundían y camuflaban los rasgos curiosamente perturbados de la enorme sala. También la iluminación había variado desde la última visita de Valentine: suaves luces flotantes se desplazaron placenteramente por el aire en ese momento.
Y sin lugar a duda los responsables pontificios no habían escatimado costos ni esfuerzos para dar un carácter festivo a la ocasión. De las legendarias bodegas pontificias llegó un asombroso desfile de las mejores cosechas del planeta: el vino dorado de palmera flamígera típico de Pidruid, el blanco seco de Amblemorn y después el delicado rosado de Ni-moya, seguido por un vino purpurino, rico y con mucho cuerpo procedente de Muldemar y curado hacía años, en el reinado de lord Malibor. Con todos los vinos, naturalmente, el plato exquisito apropiado: bayas de zokka heladas, dragón marino ahumado, calimbotes estilo Narabal, pierna de bilantún asada… Y una oleada interminable de diversiones: cantantes, mimos, arpistas, malabaristas… De vez en cuando uno de los hombres fuertes del Pontífice miraba recelosamente hacia la mesa de honor, ocupada por lord Valentine y sus compañeros, como preguntando, ¿Está todo bien? ¿Está satisfecha vuestra majestad?
Y Valentine acogía todas esas miradas de preocupación con una sonrisa cordial y un amistoso gesto de cabeza, y alzaba su copa de vino a modo de respuesta a sus nerviosos anfitriones: Sí, sí, estoy muy complacido por todo lo que habéis hecho por nosotros.
—¡Vaya chacales de poca monta están hechos todos! —exclamó Sleet—. Se puede oler el sudor y la preocupación a seis mesas de distancia.
Hecho que provocó una observación estúpida y deplorable por parte del joven Hissune, que se refirió a la posibilidad de que los funcionarios pontificios intentaran ganarse el favor de lord Valentine previendo el día en el que éste ocupara el cargo de Pontífice. La inesperada falta de tacto produjo en Valentine el efecto de un latigazo hiriente y la Corona desvió la mirada, con el corazón desbocado, la garganta seca de pronto. Se obligó a guardar la calma: dirigió una sonrisa mesas más allá, al sumo portavoz Hornkast, hizo una inclinación de cabeza en dirección al mayordomo pontificio, dedicó sonrientes miradas a diversas personas mientras oía a Shanamir, a espaldas de él, explicando en tono airado a Hissune la naturaleza del craso error que había cometido.
Al cabo de unos instantes la cólera de Valentine menguó. ¿Cómo iba a saber el joven, al fin y al cabo, que aquel tema de discusión estaba prohibido? Pero era imposible hacer algo para acabar con la obvia humillación de Hissune sin reconocer cuán honda era su sensibilidad a ese respecto, por lo que Valentine retornó tranquilamente a la conversación como si nada desagradable hubiera ocurrido.
Después hicieron su aparición cinco malabaristas, tres humanos, un skandar y un yort, y ofrecieron bendita distracción. Iniciaron un lanzamiento brusco y frenético de antorchas, hoces y cuchillos que arrancaron vítores y aplausos de la Corona.
Naturalmente se trataba de simples aficionados, artistas vulgares cuyos defectos, insuficiencias y limitaciones fueron muy evidentes a la mirada experta de Valentine. No importaba: los malabaristas siempre le proporcionaban gozo. De modo inevitable le traían a la mente la época extraña y dichosa, pasada hacía años, en la que él mismo había sido malabarista y errado de ciudad en ciudad junto con una abigarrada compañía ambulante. Valentine había sido entonces una persona sencilla, libre de la carga del poder, un hombre francamente feliz.
El entusiasmo por los malabaristas que mostraba la Corona provocó un gesto ceñudo en Sleet.
—Ah, majestad —dijo agriamente—, ¿pensáis realmente que lo hacen tan bien?
—Demuestran mucho celo, Sleet.
—Igual que el ganado cuando se provee de forraje en tiempo seco. Pero se trata de ganado a pesar de todo. Y estos celosos malabaristas vuestros son poco menos que aficionados, mi señor.
—¡Oh, Sleet, Sleet, ten un poco de compasión!
—Hay ciertas normas en este oficio, mi señor. Cosa que vos deberíais recordar aún. Valentine contuvo la risa.
—La alegría que esta gente me proporciona está poco relacionada con su habilidad, Sleet. El hecho de verlos, aviva en mi interior recuerdos de otros días, de una vida más sencilla, de compañeros desaparecidos.
—Ah, comprendo —dijo Sleet—. ¡Eso es otra cosa, mi señor! Sensibilidad. Yo hablo del oficio.
—Hablamos de cosas distintas, en ese caso.
Los malabaristas se despidieron entre un torbellino de lanzamientos furiosos y recogidas torpes y Valentine se recostó, risueño, gozoso. Pero la diversión ha concluido, pensó. Llega la lora de los discursos.
No obstante, incluso los discursos resultaron bastante tolerables, Shinaam pronunció el primero. Se trataba del ministro pontificio de asuntos internos, miembro de la raza gayrog dotado de relucientes escamas de reptil y una lengua bifurcada, roja e inquieta. Con elegancia y brevedad dio la bienvenida formal a lord Valentine y su séquito.
El asistente Ermanar replicó en nombre de la Corona. Cuando terminó, llegó el turno del anciano y arrugado Dilifon, secretario personal del Pontífice, que transmitió los saludos personales del monarca supremo. Un simple fraude, y Valentine lo sabía, puesto que todo el mundo se hallaba al corriente de que el viejo Tyeveras no había pronunciado una palabra racional a nadie desde hacía más de una década. Pero la Corona aceptó cortésmente las temblorosas invenciones de Dilifon y eligió a Tunigorn para ofrecer respuesta.
Después hablo Hornkast: el portavoz principal del pontificado, un hombre rollizo, solemne, el auténtico gobernante del Laberinto durante los años de senilidad del Pontífice Tyeveras. Su tema, declaró, iba a ser el gran desfile. Valentine prestó una suma atención desde el primer momento: durante el último año en pocas cosas más había pensado aparte del desfile, el viaje ceremonial de enorme trascendencia que obligaba a la Corona a recorrer Majipur y dejar que el pueblo lo viera, recibiendo de los habitantes homenaje, fidelidad, cariño.
—A algunos puede parecerles —dijo Hornkast—, un simple viaje de placer, un reposo trivial y sin importancia de las exigencias del cargo. ¡Falso! ¡Falso! Es la persona de la Corona, la persona real, física, no un estandarte, no una bandera, no un retrato, la que une en lealtad común todas las provincias diseminadas por el mundo. Y sólo mediante un contacto periódico con la presencia cierta de ese personaje real se renueva dicha lealtad.
Valentine frunció el ceño y desvió la mirada. En su mente brotó de pronto una imagen inquietante: el paisaje de Majipur se quebraba y se agitaba y un hombre solitario luchaba desesperadamente con el terreno quebrado, se esforzaba en devolver todo a su lugar.
—Porque la Corona —prosiguió Hornkast— es la personificación de Majipur. La Corona es Majipur personificado. Él es el mundo, el mundo es la Corona. Por lo tanto, cuando la Corona inicia el gran desfile, tal como vos, lord Valentine, haréis por primera vez desde vuestra gloriosa recuperación del trono, no sólo visita el mundo, sino que visita también su interior: es un viaje al alma misma de la Corona, un encuentro con las raíces más profundas de su identidad…
¿Realmente era así? Desde luego. Desde luego. Valentine no tenía duda alguna de que Hornkast estaba vertiendo frases retóricas rutinarias, ruidos oratorios del tipo que él debía soportar con tanta frecuencia. Y sin embargo, en esa ocasión, las palabras parecieron dar vida a algo en su interior, abrir un túnel enorme y oscuro repleto de misterios. Aquel sueño, el viento frío que soplaba en el Monte del Castillo, los gemidos de la tierra, el paisaje quebrado… La Corona es la personificación de Majipur… Él es el mundo…
Durante su reinado, la unidad se había roto ya una vez, cuando Valentine, apartado del poder por medios traicioneros, despojado de sus recuerdos e incluso de su cuerpo, se vio abocado al exilio. ¿Iba a repetirse el mismo hecho? ¿Un segundo destronamiento, otro desastre? ¿O se trataba de algo más terrible, más inminente, algo mucho más grave que el destino de un solo hombre?
Notó el sabor desconocido del miedo. Con banquete o sin él, Valentine pensó que debía haber exigido de inmediato una interpretación de sus sueños. Conocimientos oscuros pugnaban por penetrar en su conciencia, no había duda. Algo iba mal en el interior de la Corona… lo que equivalía a decir que algo iba mal en el mundo…
—¿Mi señor? —Era Autifon Deliamber. El menudo mago vroon dijo—: Es el momento, mi señor, de que propongáis el brindis final.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Ahora, mi señor.
—Ah. Cierto —repuso vagamente Valentine—. El último brindis, sí.
Se puso en pie y dejó que su mirada transitara por la enorme sala, en dirección a las profundidades más sombrías. Y una súbita sensación de extrañeza se apoderó de él, al comprender que estaba totalmente falto de preparación. Apenas sabía qué iba a decir, o a quién debía dirigir sus palabras o… En realidad, ¿qué hacía él en aquel lugar? ¿En el Laberinto? ¿Se trataba realmente del Laberinto, el lugar detestable repleto de sombras y moho? ¿Por qué se hallaba allí? ¿Qué esperaban de él aquellas personas? Quizá todo era otro sueño y él jamás había salido del Monte del Castillo. No lo sabía. No comprendía nada.
Algo ocurrirá, pensó. Sólo es preciso aguardar. Pero aguardó y nada ocurrió, aparte de aumentar su sensación de extrañeza. Notó latidos en la frente, un zumbido en sus oídos. Después experimentó la fuerte impresión de hallarse en el Laberinto, como si ocupara un lugar en el centro exacto del mundo, en el núcleo del gigantesco orbe. Pero una fuerza irresistible estaba alejándole de aquel lugar. De improviso su alma le abandonó velozmente igual que si fuera una enorme capa de luz; y su alma ascendió por los numerosos estratos del Laberinto hasta salir a la superficie y continuó volando hasta abarcar la inmensidad de Majipur, incluso las distantes costas de Zimroel y el continente ennegrecido por el sol, Suvrael, y las ignotas extensiones del Gran Océano en la otra cara del planeta. Envolvió el mundo como un velo reluciente. En ese instante de aturdimiento Valentine pensó que él y el planeta eran un todo, que él encarnaba a los veinte mil millones de habitantes de Majipur; humanos, yorts, metamorfos y demás se movían en su interior cual corpúsculos sanguíneos. Él estaba en todas partes al mismo tiempo: era todo el pesar del mundo, y toda la alegría, y todos los anhelos, y todas las necesidades. Él era todo. Era un universo hirviente de contradicciones y conflictos. Captaba el calor del desierto y la lluvia cálida de los trópicos y el frío de las altas cumbres. Reía, lloraba, moría, hacía el amor, comía, bebía, bailaba, luchaba, cabalgaba frenéticamente por montañas desconocidas, trabajaba duramente en los campos y abría una senda en la densa jungla repleta de lianas enmarañadas. En los océanos de su alma inmensos dragones marinos brincaban sobre el agua, emitían rugidos monstruosos y se zambullían de nuevo, en busca de profundidades inconcebibles. Caras sin ojos flotaban ante él, ceñudas, maliciosas. Manos reducidas a huesos se agitaban en el aire. Diversos coros entonaban himnos discordes. Totalmente de improviso, de improviso, de improviso, una terrible simultaneidad lunática.
Valentine se hallaba de pie, silencioso, aturdido, perdido mientras el salón remolineaba alocadamente.
—Proponed el brindis, excelencia. —Al parecer Deliamber estaba pronunciando esa frase una y otra vez—. Primero por el Pontífice, luego por sus asistentes y después…
Contrólate, pensó Valentine. Eres la Corona de Majipur.
Con un esfuerzo desesperado se liberó de su grotesca alucinación.
—El brindis por el Pontífice, excelencia…
—Sí, sí, lo sé.
Las imágenes fantasmales continuaban acosándole. Dedos espectrales y descarnados tocaban su cuerpo. Pugnó por librarse de ellos. Contrólate, contrólate.
Se sentía totalmente perdido.
—¡El brindis, excelencia!
¿El brindis? ¿El brindis? ¿Qué era eso? Una ceremonia. Una obligación para él. Eres Corona de Majipur. Sí. Debía hablar. Debía pronunciar unas palabras ante aquellas personas.
—Amigos… —empezó a decir. Y entonces se produjo la zambullida vertiginosa en el caos.
—La Corona quiere verte —dijo Shanamir.
Hissune alzó la mirada, sorprendido. Durante la última hora y media había aguardado nerviosamente en una antecámara deprimente dotada de numerosas columnas y un techo grotesco y bulboso, preguntándose qué estaría ocurriendo al otro lado de las puertas de la habitación de lord Valentine y si tendría que esperar allí por tiempo indefinido. Eran más de las doce de la noche y dentro de diez horas la Corona y su séquito debían salir del Laberinto para desarrollar la siguiente etapa del gran desfile, a no ser que los extraños sucesos de la noche hubieran alterado los planes. Hissune aún tenía que ascender al anillo más externo, recoger sus pertenencias y despedirse de su madre y de sus hermanas, y regresar con el tiempo suficiente para unirse a la comitiva de viajeros… y además tenía que buscar tiempo para dormir. Todo era confuso.
Tras el desmayo de la Corona, después de que lord Valentine fuera llevado a sus aposentos, tras la limpieza del salón del banquete, Hissune y otros miembros del grupo de la Corona se habían reunido en aquella habitación vulgar. Había llegado la noticia, al cabo de un rato, de que lord Valentine estaba recobrándose satisfactoriamente y que todos debían aguardar nuevas instrucciones. Más tarde, uno por uno, la Corona fue llamándolos: primero Tunigorn, luego Ermanar, Asenhart, Shanamir y los demás, hasta que Hissune quedó a solas con miembros de la guardia real y algunos funcionarios de menor importancia. No le pareció correcto preguntar a algún subalterno cómo debía comportarse él. Pero tampoco se atrevía a salir y en consecuencia se limitó a esperar, y siguió esperando y esperando…
Cerró los ojos en cuanto notó picor y dolor en ellos, pero no durmió. Una imagen revoloteaba constantemente en su cerebro: la Corona a punto de caer, él y Lisamon Hultin levantándose de un brinco de las sillas, en el mismo instante, a fin de sostener a lord Valentine. Hissune no podía expulsar de sus pensamientos el horror de aquella culminación brusca y asombrosa del banquete: la Corona perpleja, patética, esforzándose en encontrar palabras sin poder descubrir las correctas, tambaleándose, temblando, cayendo…
Naturalmente un monarca podía emborracharse y mostrar una conducta tan necia como cualquier otra persona. Durante sus años de trabajo en la Casa de los Archivos, una de las muchas cosas que Hissune aprendió, gracias a sus investigaciones ilegales de las cápsulas de recuerdos guardadas en el Registro de Almas, fue que no había rasgos de superhombre en las personas que lucían la corona del estallido estelar. Por lo tanto era perfectamente posible que esa noche lord Valentine, al parecer muy disgustado por encontrarse en el Laberinto, no hubiera contenido el flujo de vino a fin de aliviar su nerviosismo hasta acabar sumido en la confusión del beodo cuando llegó su turno para intervenir.
Pero sin saber por qué Hissune dudaba que hubiera sido el vino el causante del aturdimiento de la Corona, aunque el mismo lord Valentine hubiera ofrecido dicha explicación. El joven había observado atentamente a la Corona durante las alocuciones y en aquellos momentos no le había parecido beodo, tan sólo sociable, jovial, tranquilo. Y más tarde, cuando el menudo mago vroon tocó a lord Valentine con los tentáculos y le devolvió el conocimiento, la Corona se había mostrado algo trémula, como cualquier persona desmayada, pero en cualquier caso bastante despejado. Nadie podía desembriagarse con tanta rapidez. No, pensó Hissune, es más probable que la causa sea otra y no la borrachera, algún encantamiento, algún envío intenso que se había adueñado del espíritu de lord Valentine en aquel preciso instante. Y ello era espantoso.
Se levantó y recorrió el tortuoso pasillo que conducía a los aposentos de la Corona. Mientras se acercaba a la puerta, adornada con intrincadas tallas y rebosante de estallidos estelares dorados y emblemas reales, aquélla se abrió y salieron Tunigorn y Ermanar, ambos con semblante contraído y sombrío. Le saludaron con una inclinación de cabeza y Tunigorn, tras hacer un rápido gesto con el dedo, ordenó a los guardias que dejaran pasar al joven.
Lord Valentine se hallaba sentado ante un amplio escritorio de madera muy rara, color sangre y muy pulida. Las manos gruesas y nudosas de la Corona estaban extendidas ante el monarca sobre la superficie de la mesa, como si estuviera apoyándose en ellas. Su rostro estaba pálido, sus ojos parecían tener dificultades para concentrarse, sus hombros estaban caídos.
—Mi señor… —empezó a decir Hissune, vacilante, y finalmente guardó silencio.
Se quedó al lado mismo de la puerta, sintiéndose avergonzado, fuera de lugar, muy incómodo. Lord Valentine no parecía haber advertido su presencia. Se encontraba en la habitación Tisana, la anciana intérprete de sueños, y también estaban Sleet y el vroon, pero ninguno de ellos hizo comentarios. Hissune estaba aturdido. No tenía la menor idea sobre las normas protocolarias para dirigirse a una Corona cansada y obviamente enferma. ¿Debía hacer patentes sus mejores deseos, o fingir que el monarca gozaba de excelente salud? Hissune hizo el gesto del estallido estelar y, al no obtener respuesta, lo repitió. Notó ardor en sus mejillas.
Trató de encontrar algún vestigio de su anterior seguridad juvenil y no lo logró. Curiosamente, cuanto más veía a la Corona más incómodo se sentía, y no al revés. Un detalle de difícil comprensión.
Sleet acudió por fin en socorro del joven.
—Mi señor, es el Iniciado Hissune —dijo con voz recia.
La Corona alzó su cabeza y miró a Hissune. La intensidad de la fatiga que indicaban sus ojos inmóviles y sin brillo era terrible. Y sin embargo lord Valentine, mientras Hissune lo contemplaba con asombro, se apartó del borde del agotamiento del mismo modo que un hombre se aferra a una rama tras haber caído a un precipicio y trepa en busca de la seguridad: con un alarde desesperado de fuerza incontenible. Era asombroso ver algo de color en aquellas mejillas, un poco de animación en aquel semblante. La Corona incluso lograba transmitir una clara sensación de realeza, de autoridad. Hissune, admirado, se preguntó si ello no sería producto de algún truco aprendido por los príncipes en el Monte del Castillo, mientras se instruyen para ascender al trono…
—Acércate —dijo lord Valentine. Hissune dio otros dos pasos.
—¿Tienes miedo de mí?
—Mi señor…
—No puedo consentir que pierdas el tiempo temiéndome, Hissune. Tengo muchas cosas que hacer. Igual que tú. En tiempos llegué a pensar que yo no te inspiraba ningún temor. ¿Estaba equivocado?
—Mi señor, el único problema es que parecéis muy cansado… y creo que yo también estoy cansado… esta noche ha sido muy rara para mí, para vos, para todos…
La Corona asintió.
—Una noche llena de grandes rarezas, sí. ¿Aún no ha amanecido? Nunca sé qué hora es, cuando me encuentro en este lugar.
—Es poco más de medianoche, mi señor.
—¿Sólo poco más de medianoche? Creía que estaba a punto de amanecer. ¡Qué larga ha sido esta noche! —Lord Valentine se echó a reír suavemente—. Pero en el Laberinto siempre es poco más de medianoche, ¿no es cierto, Hissune? ¡Por el Divino, si supieras cuánto ansío volver a ver el sol!
—Mi señor… —dijo en un susurro Deliamber, con sumo tacto—. Se está haciendo francamente tarde y aún queda mucho por hacer…
—Cierto. —Durante unos instantes los ojos de la Corona perdieron de nuevo el brillo. Después, tras recobrarse una vez más, lord Valentine añadió—: Manos a la obra. Lo primero es darte las gracias. Habría sufrido una lesión importante si no llegas a estar allí para cogerme. Debías haberte lanzado ya cuando empecé a caer, ¿verdad? ¿Tan obvio era que yo estaba a punto de caer?
—Lo era, majestad —dijo Hissune, tras ruborizarse ligeramente—. Para mí, al menos.
—Ah.
—Es posible que yo estuviera observándoos con más atención que los otros.
—Sí. Me atrevo a decir que es posible.
—Espero que su majestad no padezca en exceso los efectos de… de…
Una tenue sonrisa apareció en los labios de la Corona.
—No estaba borracho, Hissune.
—No pretendía dar a entender que… es decir… o sea…
—Nada de borrachera, no. Un encantamiento, un envío… ¿quién sabe? El vino es una cosa y la magia otra muy distinta, y creo que todavía distingo la diferencia. Fue una visión siniestra, muchacho, no la primera que he tenido últimamente. Los augurios son fastidiosos. Hay aires de guerra.
—¿Guerra? —tartamudeó Hissune. La palabra era poco familiar, extraña, horrible: quedó suspendida en el ambiente como un sucio insecto desagradable en busca de presa.
¿Guerra? ¿Guerra? En la mente de Hissune apareció de pronto una imagen de hacía ocho mil años, surgida del escondrijo de los recuerdos hurtados en el Registro de Almas: las montañas resecas del noroeste, en llamas, el cielo, negro a causa de las espesas espirales del humo que se elevaba, durante los espasmos agónicos, espantosos, de la larga guerra sostenida por lord Stiamot contra los metamorfos. Pero eso era historia antigua. No había estallado otra guerra en los siglos siguientes, aparte de la guerra de restauración. Y pocas vidas se habían perdido en aquel conflicto, gracias a lord Valentine, para el que la violencia era abominable.
—¿Cómo puede haber guerra? —preguntó Hissune—. ¡En Majipur no hay guerras!
—¡La guerra está próxima! —intervino ásperamente Sleet—. ¡Y cuando llegue, por la Dama, será imposible esconderse de ella!
—Pero ¿guerra con quién? Este planeta es el más pacífico del universo. ¿Qué enemigo podemos tener?
—Existe uno —dijo Sleet—. Vosotros, los pobladores del Laberinto… ¿tan apartados estáis del mundo real que os resulta imposible entender eso?
Hissune frunció el ceño.
—¿Los metamorfos, se refiere a eso?
—¡Claro, los metamorfos! —exclamó Sleet—. ¡Los inmundos cambiaspectos, chico! ¿Pensabas que podíamos tenerlos encerrados para siempre? ¡Por la Dama, dentro de poco habrá tumultos!
Hissune, perplejo y asombrado, contempló al hombrecillo del rostro de cicatrices. Los ojos de Sleet brillaban. Casi parecía contento por la perspectiva.
—Con todos mis respectos, Sleet, Consejero Supremo —dijo Hissune, tras sacudir lentamente la cabeza—, esto me parece absurdo. Unos cuantos millones de metamorfos… ¿contra veinte mil millones que somos nosotros? Declararon esa guerra una vez, y la perdieron, y por mucho que nos odien no creo que lo intenten otra vez.
Sleet señaló a la Corona, que al parecer no prestaba excesiva atención.
—¿Y la vez que colocaron a su títere en el trono de lord Valentine? ¿Qué fue eso sino una declaración de guerra? ¡Ah, muchacho, muchacho, no sabes nada! Los cambiaspectos llevan siglos tramando contra nosotros y su hora está próxima. ¡Los sueños de la Corona lo auguran! ¡Por la Dama, la misma Corona sueña con guerra!
—Por la Dama, ciertamente, Sleet —dijo la Corona con voz de infinita fatiga—, no habrá guerra si yo puedo evitarla, y tú lo sabes.
—¿Y si no podéis evitarla, mi señor? —replicó Sleet.
El rostro del hombrecillo, blanco como la creta, rebosaba excitación en ese momento. Sus ojos brillaban, sus manos no cesaban de hacer gestos rápidos y obsesivos, como si estuvieran haciendo malabarismos con mazas invisibles. Hissune jamás había pensado que alguien, aunque fuera un Primer Consejero, pudiera hablar tan rudamente a la Corona. Y quizás ello no sucedía a menudo, puesto que el joven estaba observando algo muy similar a enojo en el semblante de lord Valentine. Lord Valentine, famoso por no haber conocido nunca la ira, el hombre que con tanta afabilidad y benevolencia había intentado ganarse la comprensión de nada menos que su enemigo, el usurpador Dominin Barjazid, en los últimos momentos de la guerra de restauración. Después ese enojo cedió su lugar de nuevo a la terrible fatiga, lo que hizo que la Corona aparentara tener setenta u ochenta años en lugar de los cuarenta del hombre joven y vigoroso que Hissune conocía.
Se produjo un momento interminable de silencio tenso. Por fin intervino lord Valentine, en tono despacioso, ponderativo y dirigiendo sus palabras a Hissune como si no hubiera otra persona en la habitación.
—No quiero volver a oír hablar de guerra mientras subsistan esperanzas de paz. Pero los augurios han sido siniestros, de eso no hay duda: si no hay guerra, habrá ciertamente una u otra calamidad. No haré caso omiso de estas advertencias. Hemos cambiado en parte nuestros planes esta noche, Hissune.
—¿Vais a anular el gran desfile, mi señor?
—Eso no, debo hacerlo. Lo he pospuesto una y otra vez, argumentando que tenía mucho que hacer en el Monte del Castillo, que no tenía tiempo para ir de excursión por el mundo. Tal vez lo haya pospuesto demasiado tiempo. El desfile debe celebrarse cada siete u ocho años.
—¿Y ha pasado más tiempo, majestad?
—Casi diez años. Y tampoco completé el viaje la otra vez, porque en Til-omon, ¿sabes?, se produjo una pequeña interrupción, alguien me liberó de mis tareas durante un tiempo, sin mi conocimiento.
La Corona dirigió su mirada más allá de Hissune, hacia un punto situado a una distancia infinitamente remota. Durante unos instantes fue como si estuviera atisbando los nebulosos abismos del tiempo: tal vez pensaba en la extraña usurpación tramada contra él por el Barjazid, y en los meses o años que había estado vagando por Majipur privado de su mente y de su poder. Lord Valentine sacudió la cabeza.
—No —prosiguió—, hay que celebrar el gran desfile. Habrá que ampliarlo, de hecho. Pensaba viajar únicamente por Alhanroel, pero creo que deberemos visitar ambos continentes. También los habitantes de Zimroel deben ver que existe la Corona. Y si Sleet no se equivoca en cuanto a que debemos temer a los metamorfos… bien, en ese caso Zimroel es el lugar al que debemos ir, ya que allí habitan los metamorfos.
Hissune no esperaba ese cambio. En su interior brotó una oleada de excitación. ¡También Zimroel! El lugar increíblemente distante, lleno de selvas, ríos enormes, grandes ciudades, un paraje más que legendario para el joven… ciudades mágicas con nombres mágicos…
—¡Ah, si ése es el nuevo plan, qué espléndido me parece, mi señor! —dijo, esbozando una amplia sonrisa—. ¡Nunca había pensado ver esa tierra, excepto en sueños! ¿Iremos a Ni-moya? ¿A Pidruid, a Til-omon, a Narabal…?
—Es muy probable que yo vaya —contestó la Corona con una voz extrañamente categórica que fue como un garrotazo en la orejas para el joven Hissune.
—¿Yo, mi señor? —dijo Hissune repentinamente alarmado.
—Otro cambio en los planes —replicó lord Valentine en voz baja—. Tú no me acompañarás en el gran desfile.
Un escalofrío terrible recorrió el cuerpo de Hissune en ese momento, como si el viento que sopla entre las estrellas hubiera descendido y estuviera recorriendo los lugares más hondos del Laberinto. Empezó a temblar, su ánimo se encogió con la frialdad de la ráfaga e Hissune creyó que había encogido hasta quedar reducido a un pellejo.
—¿He dejado de estar a vuestro servicio, majestad?
—¿Cómo? ¡En absoluto! ¡Seguramente sabrás que tengo proyectos importantes para ti!
—Así lo habéis dicho, varias veces, mi señor. Pero el desfile…
—No es la preparación conveniente para las tareas que un día deberás hacer. No, Hissune, no puedo consentir que pases el próximo año o los dos próximos años yendo de provincia en provincia junto a mí. Debes partir hacia el Monte del Castillo tan pronto como sea posible.
—¿El Monte del Castillo, mi señor?
—Para empezar la instrucción que conviene a un aprendiz de caballero.
—¿Mi señor? —contestó Hissune, atónito.
—Tienes… ¿cuántos años, dieciocho? Los demás te llevan años de ventaja. Pero eres rápido: recuperarás el tiempo perdido, ascenderás muy pronto a tu verdadero nivel. Debes hacerlo, Hissune. No tenemos la menor idea acerca de qué mal está a punto de caer sobre nuestro mundo, pero ahora sé que debo esperar lo peor y prepararme para ello aprestando a otros que estarán junto a mí cuando llegue lo peor. No habrá gran desfile para ti, Hissune.
—Lo comprendo, mi señor.
—¿Sí? Sí, creo que lo comprendes. Más tarde habrá tiempo para que veas Piliplok, Ni-moya y Pidruid, ¿no te parece? Pero ahora… ahora…
Hissune asintió, aunque en realidad apenas se atrevía a pensar que comprendía lo que lord Valentine estaba diciéndole. Durante un largo momento la Corona le miró fijamente. E Hissune sostuvo la mirada de aquellos ojos azules y fatigosos, a pesar de que empezaba a sentir un agotamiento que jamás había experimentado. La audiencia, comprendió el joven, había llegado a su fin, aunque nadie había pronunciado palabras de despedida. Hizo el gesto del estallido estelar en silencio y salió de la habitación.
En esos momentos no deseaba otra cosa aparte de dormir, una semana durmiendo, un mes. Aquella noche increíble le había despojado de toda su fuerza. Tan sólo hacía dos días el mismo lord Valentine le había citado en aquella habitación para explicarle que se dispusiera a partir inmediatamente del Laberinto, ya que iba a formar parte de la comitiva que recorrería Alhanroel con motivo del gran desfile. Y el día anterior había sido nombrado asistente de la Corona y había ocupado una silla en la mesa de honor del banquete. Y el banquete había pasado y concluido con un caos misterioso. Había visto a la Corona con semblante demacrado y totalmente humano dada su confusión, le habían arrebatado el don de participar en el gran desfile y le esperaba… ¿El Monte del Castillo? ¿Iniciarse como caballero? ¿Recuperar el tiempo perdido? ¿Recuperar qué? La vida se había convertido en un sueño, pensó Hissune. Y nadie puede interpretármelo.
En el pasillo, junto a los aposentos de la Corona, Sleet le cogió de pronto por la muñeca y le obligó a acercarse. Hissune notó la extraña fuerza de aquel hombre, percibió las tensas energías retorcidas en su interior.
—Sólo para que lo sepas, muchacho… No pretendía enemistarme contigo cuando te he hablado con tanta brusquedad ahí dentro.
—Ni por un momento lo he considerado así.
—Magnífico. Magnífico. No deseo enemistarme contigo.
—Ni yo con usted, Sleet.
—Creo que deberemos hacer muchas cosas juntos, tú y yo, cuando llegue la guerra.
—Suponiendo que llegue. Sleet sonrió tristemente.
—No hay duda de ello. Pero de momento no voy a librar contigo esa batalla. Dentro de poco acabarás pensando igual que yo. Valentine no ve los problemas hasta que los problemas le mordisquean las botas… Es su forma de ser, es un hombre demasiado dulce, tiene demasiada fe en la buena voluntad del prójimo, eso opino… Pero tú eres distinto, ¿eh, chico? Caminas con los ojos abiertos. Creo que eso es lo que más valora de ti la Corona. ¿Comprendes lo que te digo?
—La noche ha sido larga, Sleet.
—Es cierto. Ve a dormir un poco, muchacho. Si es que puedes.
Los primeros rayos del sol matutino alcanzaron el lodo grisáceo de la irregular costa del sureste de Zimroel e iluminaron el sombrío litoral con un fulgor verde claro. La llegada del alba despertó de inmediato a los cinco liis acampados en el flanco de una duna, a varios centenares de metros del mar, en una tienda de campaña desgarrada y con numerosos remiendos. Sin pronunciar palabra se levantaron, cogieron puñados de húmeda arena y frotaron con ésta la piel áspera y llena de hoyuelos de sus brazos y pecho hasta completar la ablución matinal. Tras salir de la tienda se volvieron hacia el oeste, donde algunas estrellas débiles relucían todavía en el oscuro cielo, y los cinco liis ofrecieron su saludo.
Quizás una de aquellas estrellas era la de procedencia de sus antepasados. Ellos desconocían cuál podía ser. Nadie lo sabía. Siete mil años habían transcurrido desde la llegada a Majipur de los primeros emigrantes liis, y durante ese tiempo se habían perdido muchos datos. Durante sus viajes por el gigantesco planeta, en busca de cualquier lugar en el que hubiera tareas sencillas que realizar, los liis olvidaron el planeta que fue su punto de partida. Pero algún día volverían a saberlo.
El varón de más edad encendió la hoguera. El más joven sacó las brochetas y preparó en ellas la carne. Las dos hembras tomaron en silencio las brochetas y las sostuvieron sobre las llamas hasta oír el ruido de la grasa al gotear. Después, quedamente, repartieron los trozos de carne y los liis acabaron, silenciosos, la que era su única comida del día.
Todavía en silencio, fueron saliendo de la tienda el varón de más edad, después las mujeres, luego los otros dos varones: cinco criaturas delgadas, de espalda amplia, cabezas grandes y achatadas y ojos de brillo intenso, tres pares de ojos en sus rostros inexpresivos. Caminaron hasta el borde del mar y tomaron posición en la estrecha punta de un promontorio, fuera del alcance de la marea, tal como habían hecho todas las mañanas desde hacía semanas.
Allí aguardaron, en silencio, todos con la esperanza de que ese día fuera el de la llegada de los dragones.
La costa sureste de Zimroel, la inmensa provincia denominada Gihorna, es una de las regiones más oscuras de Majipur: una tierra sin ciudades, un lugar olvidado de suelo arenoso y grisáceo y brisas húmedas y violentas, sometido en períodos imprevisibles a tempestades de arena colosales, terriblemente destructivas. No existe un solo puerto natural en centenares de kilómetros de esa costa desafortunada, tan sólo un interminable borde de colinas peladas que acaban en una playa enlodada en la que rompen las olas del Mar Interior produciendo un sonido apagado, triste. En los primeros años de la colonización de Majipur, los exploradores que se aventuraron en esa región olvidada del continente occidental informaron que allí nada valía el esfuerzo de una segunda exploración, y eso, en un planeta tan lleno de prodigios y maravillas, era el peor rechazo imaginable.
De este modo Gihorna quedó abandonada cuando se inició el desarrollo del nuevo continente. Se crearon numerosas colonizaciones: primero Piliplok, en el centro de la costa oriental y junto a la desembocadura del río Zimr, luego Pidruid en el lejano noroeste, Ni-moya en el gran recodo del Zimr, tierra adentro, Til-omon, Narabal, Velathys, la reluciente ciudad gayrog de Dulorn y muchas más. Los puestos avanzados se convirtieron en pueblos, éstos en ciudades y éstas en grandes urbes cuyos zarcillos de expansión reptaban hacía las asombrosas inmensidades de Zimroel. Pero siguió sin existir motivo para adentrarse en Gihorna y nadie lo hizo. Ni siquiera los cambiaspectos, cuando lord Stiamot logró por fin someterlos y arrinconarlos en una reserva selvática separada por el río Steiche de las zonas occidentales de Gihorna, habían osado cruzar el río en dirección a los territorios deprimentes que se extendían al otro lado.
Mucho tiempo después, miles de años más tarde, cuando gran parte de Zimroel empezó a tener el aspecto sumiso de Alhanroel, algunos colonos se adentraron finalmente en Gihorna. Casi todos eran de raza lii, gente sencilla y sin ambiciones que jamás se habían enredado en exceso en el tejido de la vida de Majipur. Por voluntad propia, al parecer, se mantenían aparte de todo, y ganaban algunos pesos acá y allá como vendedores de salchichas a la brasa, pescadores, trabajadores itinerantes… Para este pueblo sin rumbo ni meta, cuya vida era considerada apática e insulsa por las otras razas de Majipur, fue fácil adentrarse en la apática e insulsa Gihorna. Allí construyeron pequeñas aldeas, tendieron redes a poca distancia de la costa para capturar los enormes cangrejos negros de caparazón lustroso y octogonal que recorrían las playas en grupos de varios centenares de animales y para celebrar algún festín salían a cazar dhumkars, criaturas lentas de carne muy tierna que vivían casi enterradas en las dunas.
Durante casi todo el año los liis tenían Gihorna para ellos solos. Pero no en verano, ya que el verano era la estación del dragón.
A principios del estío las tiendas de campaña de los buscadores de rarezas empezaban a brotar como calimbotes amarillos tras una lluvia cálida, por toda la costa de Zimroel desde un punto situado al sur de Piliplok hasta el borde de la impenetrable Marisma del Zimr. Se trataba de la temporada en la que las manadas de dragones marinos efectuaban su recorrido anual por el lado oriental del continente, dirigiéndose hacia las aguas que separaban Piliplok de la Isla del Sueño a fin de que las hembras pudieran parir. La costa del sur de Piliplok era el único paraje de Majipur donde era posible ver bien a los dragones sin hacerse a la mar, puesto que allí las hembras grávidas solían acercarse a la ribera y se alimentaban con las pequeñas criaturas que moraban en las densas marañas de algas doradas tan abundantes en aquellas aguas. De este modo, todos los años en la época de paso de los dragones, los curiosos llegaban a miles procedentes del mundo entero y montaban sus tiendas. Algunas de estas moradas pasajeras eran magníficas estructuras, prácticamente palacios de postes finos y altos y tejidos brillantes, ocupadas por miembros de la nobleza que hacían viajes de turismo. Otras eran las tiendas recias y eficaces de prósperos comerciantes y sus familias. Y otras eran los sencillos cobertizos de gente normal que había ahorrado durante años para hacer esa excursión.
Los aristócratas acudían a Gihorna en la estación de los dragones debido a que les parecía entretenido observar a las enormes bestias mientras se deslizaban por el agua y porque era un placer poco usual pasar las vacaciones en un lugar tan horriblemente deslucido. Los comerciantes ricos hacían lo propio porque la realización de un viaje tan costoso por fuerza debía mejorar su posición en la comunidad y por cuanto sus hijos podían adquirir conocimientos útiles sobre la historia natural de Majipur, conocimientos que quizá les fueran de provecho en la escuela. La gente normal iba allí por su creencia en que observar el paso de los dragones les daría una vida entera de suerte, si bien nadie estaba completamente seguro del motivo.
Y estaban los liis, para los que la época de los dragones no era motivo de diversión ni de prestigio ni de confiar en la amabilidad de la fortuna, sino que se trataba de una cuestión de profundo significado: un medio de redención, un medio de salvación.
Nadie podía predecir con exactitud cuándo iban a presentarse los dragones en la costa de Gihorna. Aunque siempre acudían en verano, algunas veces lo hacían antes y otras después. Y ese año estaba retrasándose. Los cinco liis, una vez situados en el pequeño promontorio todas las mañanas, habían pasado días y más días sin ver nada aparte del mar plomizo, la espuma y las masas oscuras de algas. Pero no era gente impaciente. Tarde o temprano, los dragones llegarían.
El día en que por fin los animales se dejaron ver era cálido y bochornoso y soplaba viento del oeste muy húmedo. Durante toda la mañana pelotones, falanges y regimientos de cangrejos marcharon sin descanso playa arriba y playa abajo, como si se adiestraran para expulsar a invasores desconocidos. Ese detalle siempre era una señal.
Hacia el mediodía hubo otra señal: sobre el inquieto oleaje pareció alzarse un pastel enorme, un sapo de las olas, todo él panza, boca y dientes de filo mellado. Se adentró algunos metros en la playa, tambaleante, y quedó acurrucado en la arena, jadeante, tembloroso, sin dejar de abrir y cerrar sus ojazos de color lechoso. Un segundo sapo salió del agua momentos después, no muy lejos del primero, y miró con malicia al anterior. Después hubo un pequeño desfile de langostas de grandes patas, una decenas de llamativas criaturas azules y purpúreas con abultadas ancas de color anaranjado; salieron del agua con gran determinación y rápidamente se enterraron en el barro. Acto seguido llegaron moluscos de ojos rojos que brincaban sobre sus delgadísimas patas amarillas, anguilas cuchillo angulosas y blanquecinas e incluso algunos peces que se agitaron indefensos en la playa mientras los cangrejos iban engulléndolos.
Los liis se hicieron gestos de asentimiento cada vez más excitados. Sólo un motivo podía hacer que criaturas de aguas poco profundas se desviaran hacia tierra firme de aquel modo. El olor almizcleño de los dragones marinos, que precedía corto trecho a las mismas bestias, debía haber empezado a impregnar el agua.
—Mirad —dijo el varón de más edad.
Procedente del sur llegaba la vanguardia de los dragones, dos o tres decenas de bestias inmensas con las correosas alas negras bien extendidas hacia lo alto y los alargados cuellos curvados hacia arriba y hacia afuera como arcos enormes. Se adentraron serenamente en la masa de algas e iniciaron la cosecha: azotaron con las alas la superficie de mar, causaron una barahúnda entre las criaturas de las algas, atacaron con brusca ferocidad, engulleron algas, bogavantes, sapos marinos v todo lo que encontraron, sin discriminación. Aquellos gigantes eran machos. Detrás de ellos nadaba un grupito de hembras que se bamboleaban a la manera de vacas grávidas exhibiendo sus abultados costados. Y tras éstas, solo, el rey de la manada, un dragón tan colosal que semejaba el casco vuelto hacia arriba de un navío zozobrado; y era únicamente la mitad de su cuerpo, puesto que el monstruo mantenía ancas y colas suspendidos debajo del agua.
—Arrodillaos y dad gracias —dijo el varón de más edad, y se arrodilló.
Con los siete dedos largos y huesudos de su mano izquierda hizo varias veces el signo del dragón marino: el batido de las alas, el cuello en plena acometida. El lii se agachó y frotó su frente en la arena húmeda y fría. Alzó la cabeza y miró al rey de los dragones, que se hallaba en ese momento a poco más de doscientos metros mar adentro, y por mera fuerza de voluntad intentó atraer hacia tierra a la descomunal bestia.
—Ven hacia nosotros… ven… ven…
—Ahora es el momento. Hemos esperado mucho tiempo. Ven… sálvanos… guíanos… sálvanos…
—¡Ven!
Con un gesto ceremonioso rutinario, Elidath añadió su firma al documento que parecía el número diez mil de la jornada: Elidath de Morvole, Primer Consejero y Regente. Garabateó la fecha junto a su nombre y un secretario de Valentine eligió otro manojo de papeles y lo puso ante Elidath.
Era el día de firmar papeles. Al parecer se trataba de una dura prueba semanal obligatoria. Siempre que llegaba la tarde de un Día Segundo, desde la partida de lord Valentine, Elidath abandonaba sus aposentos en el Atrio de Pinitor, iba a las dependencias oficiales de la Corona en la zona interna del Castillo y tomaba asiento ante el magnífico escritorio de lord Valentine, una gran plancha pulida de madera de palisandro, de color rojo oscuro y con un grano vívido que semejaba el emblema del estallido estelar, y durante horas los secretarios hacían turnos para entregarle documentos recién llegados de los diversos ministerios para obtener la aprobación definitiva. Incluso con la Corona lejos de allí en el gran desfile, las ruedas seguían girando, continuaba llegando el interminable vómito de decretos, revisión de decretos y abrogación de decretos. Y todos tenía que firmarlo la Corona o el regente designado, por razones que sólo el Divino conocía. Otro más: Elidath de Morvole, Primer Consejero y Regente. Y la Fecha. Listo.
—Dame el siguiente —dijo Elidath.
Al principio había hecho esfuerzos conscientes para leer, o al menos examinar superficialmente, todos los documentos antes de añadir su firma. Después se había conformado con leer el sumario, de ocho o diez líneas de longitud, que todos los documentos llevaban anexo en su primera hoja. Pero incluso había renunciado a eso, hacía mucho tiempo. ¿Los leía todos Valentine?, se había preguntado. Imposible. Aunque tan sólo leyera los sumarios, tendría que dedicar días y noches enteras a la tarea, sin tiempo para comer, para dormir y menos aún para atender las responsabilidades reales de su cargo. Elidath firmaba casi todos los documentos sin ni siquiera echarles un vistazo. Por lo que él sabía, o por lo que él se preocupaba, podía estar firmando una proclama que prohibía comer salchichas el Día del Invierno, o que ilegalizara la lluvia en la provincia de Stoiner, o incluso un decreto para confiscar sus propias tierras y las entregaba al fondo de jubilación de los secretarios administrativos. Firmaba todo. Un rey, o un rey suplente, debía tener fe en la competencia de su personal o la tarea no sería simplemente abrumadora sino también totalmente inimaginable.
Suspiró. Elidath de Morvole, Primer Consejero y…
—¡El siguiente!
Aún experimentaba cierta sensación de culpabilidad por haber dejado de leer los documentos. ¿Pero acaso la Corona necesitaba saber en realidad que las ciudades de Muldemar y Tidias habían firmado un acuerdo, relacionado con la administración conjunta de ciertos viñedos cuyo título de propiedad había estado en disputa desde el séptimo año de reinado del Pontífice Thimin y la Corona lord Kinniken? No. No. Firma y ve avanzando, pensó Elidath, y deja que Muldemar y Tidias se regocijen con su amistad sin preocupar al rey por ello.
Elidath de Morvole…
Mientras cogía el siguiente documento y buscaba el lugar de la firma, un secretario le interrumpió.
—Excelencia, los caballeros Mirigant y Divvis están aquí.
—Que entren —replicó Elidath sin levantar la cabeza.
Elidath de Morvole, Primer Consejero y Regente…
Los caballeros Mirigant y Divvis, consejeros del círculo interno, primo y sobrino respectivamente de lord Valentine, se reunían con Elidath todas las tardes a la misma hora, a fin de correr juntos por las calles del Castillo y de ese modo expulsar del tenso organismo del Regente parte de la tensión que su cargo engendraba. Apenas tenía otra oportunidad para hacer ejercicio: la salida diaria con ellos era una válvula de escape valiosísima para Elidath.
Consiguió firmar otros dos documentos mientras los recién llegados entraban en la enorme sala, espléndidamente adornada con paneles de bannikop, semotán y otras maderas raras, y se aproximaban al Regente entre el estruendo de sus botas al tocar el elegante entarimado. Elidath cogió otro documento mientras pensaba que iba a ser el último de la jornada. Sólo tenía una hoja y, sin saber por qué, el consejero la examinó sin excesiva atención mientras la firmaba: un título nobiliario, nada menos, que elevaba al rango de Caballero de Iniciado del Monte del Castillo a un afortunado plebeyo, en reconocimiento a sus grandes méritos, a sus valiosísimos servicios…
—¿Qué estás firmando? —preguntó Divvis, inclinado sobre el escritorio y señalando la hoja que Elidath tenía delante. Era un hombretón de espalda ancha y barba negra que, próximo ya a la edad madura, cada vez se parecía más a su padre, la anterior Corona—. ¿Acaso Valentine piensa reducir los impuestos otra vez? ¿O ha decidido declarar día festivo el cumpleaños de Carabella?
Pese a estar acostumbrado al humor particular de Divvis, Elidath no lo soportaba tras una jornada de trabajo espantoso y absurdo. Cólera repentina estalló en él.
—¿Hablas de lady Carabella? —espetó. Divvis pareció sorprenderse.
—Oh, ¿tan formales estamos hoy, Primer Consejero Elidath?
—Si yo me refiriera a tu difunto padre simplemente como Voriax, imagino cuál sería tu reacción…
—Mi padre fue Corona —dijo Divvis en voz fría y tensa—, y merece el respeto con que se considera a un rey desaparecido. Mientras que lady Carabella es simplemente…
—Lady Carabella, primo, es la consorte de tu rey actual —dijo bruscamente Mirigant, mirando a Divvis con una ira que Elidath jamás había visto en aquel hombre tan cordial—. Y además, te lo recuerdo, ella es la esposa del hermano de tu padre. Por dos razones, así pues…
—Está bien —repuso Elidath con aire de cansancio—. Basta ya de tonterías. ¿Vamos a correr esta tarde? Divvis se echó a reír.
—Siempre que no estés muy cansado después de tanto hacer de Corona.
—Nada me gustaría más —dijo Elidath— que bajar corriendo el Monte desde aquí hasta Morlove, cinco meses de buenas zancadas para llegar allí y después pasar tres años podando mis huertos y… ¡Ah, sí! Iré a correr con vosotros. Dejadme acabar con este documento…
—La fiesta por el cumpleaños de lady Carabella —comentó Divvis, sonriente.
—Un título nobiliario —dijo Elidath—. Con lo que tendremos, si guardáis el secreto el tiempo preciso, un nuevo caballero iniciado, un tal Hissune hijo de Elsinome, eso dice aquí, residente del Laberinto pontificio, en reconocimiento a sus grandes méritos y…
—¿Hissune hijo de Elsinome? —exclamó Divvis—. ¿Sabes quién es, Elidath?
—¿Cómo esperas que lo sepa?
—Piensa en la ceremonia de la restauración de Valentine, cuando insistió en que todos aquellos tipos raros estuvieran con nosotros en el salón del trono de Confalume… sus malabaristas, aquel capitán de barco skandar con un brazo mutilado, el yort de los bigotes anaranjados y todos los demás. ¿No recuerdas que estuvo también un niño?
—¿Te refieres a Shanamir?
—¡No, uno más joven todavía! Un muchachito delgado, de diez o doce años, que no respetaba a nadie, un chico con ojos de ladrón, que siempre hacía preguntas embarazosas y convencía a la gente para que le regalaran medallas y condecoraciones. Después se las abrochaba en la túnica y se pasaba las horas mirándose al espejo. ¡Aquel niño se llamaba Hissune!
—El niño del Laberinto —intervino Mirigant—, que a todos hacía prometer que le contratarían como guía si iban alguna vez al Laberinto. Lo recuerdo, sí. Un pillo muy listo, diría yo.
—Ese pillo es ahora caballero iniciado —dijo Divvis—. O lo será, si Elidath no rompe esa hoja que está contemplando como un tonto. No piensas aprobar esto, ¿verdad, Elidath?
—Por supuesto que lo haré.
—¿Un caballero iniciado que llega del Laberinto?
Elidath se encogió de hombros.
—Como si fuera un cambiaspectos de Ilirivoyne. No estoy aquí para anular las decisiones de la Corona. Si Valentine dice caballero iniciado, caballero iniciado será, tanto si es un pillo, un pescador, un vendedor de salchichas, un metamorfo o un tipo que recoge estiércol… —Se apresuró a poner la fecha al lado de su firma—. Ya está. ¡Listo! Ahora ese chico es tan noble como tu, Divvis.
El aludido se irguió pomposamente.
—Mi padre fue la Corona lord Voriax. Mi abuelo fue el Primer Consejero Damiandane. Mi bisabuelo fue…
—Sí. Sabemos todo eso. Y yo afirmo, ese chico es ahora tan noble como tú, Divvis. Este documento lo afirma. Tal como afirmaba un documento similar extendido para algún antepasado tuyo, desconozco hace cuánto tiempo y, ciertamente, el motivo. ¿O piensas que la nobleza es algo innato, como los cuatro brazos y la piel oscura de los skandars?
—Tu aguante es escaso hoy, Elidath.
—Es cierto. En consecuencia sé indulgente conmigo y trata de no ser tan fastidioso.
—Perdóname, en ese caso —dijo Divvis, sin excesivo arrepentimiento.
Elidath se puso en pie, estiró los brazos y dirigió la mirada hacia la gran ventana arqueada situada ante el escritorio de la Corona. Ofrecía una magnífica vista del abismo total que se abría bajo la cima del Monte del Castillo a ese lado de las dependencias reales. Dos fuertes rapaces negras, totalmente a gusto en aquellas alturas impresionantes, volaban describiendo arcos arrogantes una alrededor de la otra. El sol se reflejaba deslumbrantemente en las crestas de plumas cristalinas que coronaban sus doradas cabezas y Elidath, al observar los movimientos graciosos y naturales de las enormes aves, envidió la libertad de flotar en aquellos espacios infinitos. Sacudió lentamente la cabeza. La dura tarea de la jornada le había dejado atontado. Elidath de Morvole, Primer Consejero y Regente…
Esa semana se cumplían seis meses, pensó, desde la partida de Valentine con motivo del desfile. Parecían años. ¿Eso era ser Corona? ¿Tantas labores monótonas, tanta cautividad? Durante la última década Elidath había tenido la posibilidad de convertirse en Corona por derecho propio, puesto que era el sucesor claro y obvio. El hecho fue evidente casi desde el día en que lord Voriax fue asesinado en el bosque y el título pasó inesperadamente al hermano menor del fallecido. Elidath sabía que si Valentine sufría algún percance, la corona del estallido estelar pasaría a él. O si el Pontífice Tyeveras moría realmente y Valentine ocupaba el Laberinto, Elidath sería Corona. A menos que fuera demasiado viejo cuando ello ocurriera, ya que la Corona debía ser un hombre vigoroso y Elidath ya tenía más de cuarenta años, y todo parecía indicar que Tyeveras viviría eternamente.
Si se presentaba la ocasión, él no plantearía su negativa, no podía hacerlo. Negarse era inimaginable. Pero con el paso de los años Elidath rogaba cada vez con más fervor que el Pontífice Tyeveras tuviera una larga vida y la Corona lord Valentine un reinado largo y dichoso. Sus meses como regente simplemente habían reforzado tales sentimientos. Cuando era niño y el Castillo pertenecía a lord Malibor, ser Corona le parecía la cosa más maravillosa del mundo, y sintió enorme envidia cuando Voriax, ocho años mayor que él, fue elegido a la muerte de lord Malibor. Con el paso del tiempo ya no estaba tan convencido de que ocupar el trono fuera tan maravilloso. Pero no se negaría, si la corona le correspondía. Recordó que el anterior Primer Consejero, Damiandane, padre de Voriax y Valentine, había dicho en cierta ocasión que el mejor candidato a Corona era el hombre calificado para ello pero que en realidad no deseaba serlo. Bien, si ello es cierto, pensó alegremente Elidath, tal vez yo sea un buen candidato. Pero quizá no surja la oportunidad.
—¿Vamos a correr? —dijo con fingido entusiasmo—. Diez kilómetros, y luego tomamos un buen vino dorado, ¿eh?
—Desde luego —repuso Mirigant.
Antes de salir de la sala, Divvis se detuvo junto al enorme orbe de bronce y plata, impresionantemente colgado en la pared, que indicaba el paradero de la Corona.
—Mirad —dijo, y apoyó un dedo en la esfera color de rubí, que iluminaba la superficie del orbe como los ojos inyectados de sangre de un mono de las rocas—. Se encuentra ya muy al oeste del Laberinto. ¿Por qué río está navegando? Es el Glayge, ¿no?
—El Trey, creo —contestó Mirigant—. Debe ir hacia Treymone.
Elidath asintió. Se acercó al orbe y pasó suavemente la mano por la corteza metálica, lisa como la seda.
—Sí. Y después irá a Stoien, luego supongo que se embarcará para cruzar el golfo hasta Perimor y seguirá costa arriba, hasta Alaisor.
No pudo apartar la mano del globo. Acarició los curvados continentes como si Majipur fuera una mujer y sus pechos Alhanroel y Zimroel. Qué hermoso era el mundo, qué hermosa era esa descripción. En realidad era únicamente una semiesfera, ya que no era preciso representar la otra cara de Majipur, toda ella océano y apenas explorada. Pero en aquel vasto hemisferio aparecían los tres continentes: Alhanroel con la inmensa cúspide irregular del Monte del Castillo sobresaliendo hacia fuera, Zimroel con sus numerosas selvas, las tierras desérticas de Suvrael en la parte baja y la bendita Isla del Sueño de la Dama, en el Mar Interior, entre los dos últimos. Muchas ciudades estaban representadas con gran detalle, igual que las cordilleras y los ríos y lagos de mayor extensión. Cierto mecanismo que Elidath no comprendía seguía constantemente el rastro de la Corona, y la esfera de color rojo brillante se movía cuando lord Valentine se desplazaba, de forma que jamás podía haber duda sobre su paradero. Como si hubiera entrado en trance, Elidath siguió con sus dedos el recorrido del gran desfile: Stoien, Perimor, Alaisor, Sintalmond, Daniup, la brecha de Kinslain que conducía a Santhiskion y, a través de una ruta tortuosa, llegaba a las estribaciones del Monte del Castillo…
—Te gustaría estar con él, ¿no? —preguntó Divvis.—O haciendo ese viaje en lugar de Valentine, ¿eh? —dijo Mirigant.
Elidath se volvió para encararse con el hombre de más edad.
—¿Qué se supone pretendes decir?
—Es obvio —repuso Mirigant, turbado.
—Me acusas, creo, de tener ambiciones ilegítimas.
—¿Ilegítimas? Tyeveras ha sobrevivido veinte años a la muerte. Sólo se mantiene vivo gracias a una magia desconocida…
—Gracias a los mejores cuidados médicos, querrás decir —objetó Elidath.
—Es igual —dijo Mirigant, encogiéndose de hombros—. De acuerdo con el orden natural de las cosas, Tyeveras debería haber muerto hace tiempo y Valentine sería nuestro Pontífice. Y el gran desfile lo estaría haciendo una nueva Corona.
—Esas decisiones no están en nuestras manos —gruñó Elidath.
—Están en manos de Valentine, sí —dijo Divvis—. Y él no las tomará.
—Lo hará, cuando llegue el momento.
—¿Cuándo? ¿Dentro de cinco años? ¿Diez? ¿Cuarenta?
—¿Serías capaz de obligar a la Corona, Divvis?
—Aconsejaría a la Corona. Es nuestra obligación… la tuya, la mía, la de Mitigant, la de Tunigorn, la de todos cuantos estábamos en el gobierno antes del derrocamiento. Debemos decírselo: ya es hora de que se traslade al Laberinto.
—Creo que ya es hora de que hagamos nuestra carrera —contestó secamente Elidath.
—¡Escúchame, Elidath! ¿Acaso soy un ingenuo? Mi padre fue Corona, mi abuelo ocupó el puesto que tú ocupas ahora y yo he pasado toda mi vida cerca del núcleo del poder. Sé tantas cosas como el que más. No tenemos Pontífice. Durante los últimos ocho o diez años tan sólo hemos tenido un ser más muerto que vivo que flota en esa jaula de vidrio del Laberinto. Hornkast habla con él, o finge que lo hace, y recibe decretos de él, o finge que los recibe, pero en realidad no existe Pontífice. ¿Cuánto tiempo podrá funcionar el gobierno de esa forma? Creo que Valentine intenta ser Pontífice y Corona al mismo tiempo, cosa imposible para cualquier persona, y en resumen, la estructura entera está sufriendo, todo está paralizado…
—Basta ya —dijo Mirigant.
—…y él no se trasladará al lugar que le corresponde, porque es joven y odia el Laberinto. Y porque volvió de su exilio con esa comitiva de malabaristas y pastores, tan cautivados por los esplendores del Monte que jamás le permitirán comprender cuál es su verdadera responsabilidad…
—¡Basta ya!
—Sólo un momento —replicó Divvis, muy excitado—. ¿Estás ciego, Elidath? Tan sólo hace ocho años tuvimos una experiencia única en la historia, la Corona legítima derrocada sin que nos enteráramos y un rey no designado suplantándola. ¿Qué clase de hombre era ese rey? ¡Una marioneta metamorfa, Elidath! ¡Y el mismo Rey de los Sueños es metamorfo! Usurpados dos de los cuatro poderes del Reino y este Castillo repleto de impostores metamorfos…
—Todos ellos descubiertos y eliminados. Y el trono fue valientemente recobrado por el monarca legítimo, Divvis.
—Cierto. Cierto. ¿Y piensas que los metamorfos, tan corteses ellos, se han retirado a sus junglas? Te lo aseguro, en estos mismos instantes están planeando destruir Majipur y recobrar todo cuanto quede, cosa que sabemos desde que Valentine recobró el trono. ¿Y qué ha hecho él al respecto? ¿Qué ha hecho, Elidath? Extender hacia ellos sus brazos amorosos. Prometerles que reparará errores del pasado y remediará viejas injusticias. ¡Sí, y ellos siguen tramando contra nosotros!
—Correré sin ti —dijo Elidath—. Quédate aquí, siéntate ante el escritorio de la Corona, firma esos montones de decretos. Eso es lo que deseas, ¿no es cierto, Divvis? ¿Sentarte ahí dentro? —Dio media vuelta, colérico, y salió de la sala.
—Aguarda —dijo Divvis—. Vamos contigo. —Salió corriendo detrás de Elidath, lo alcanzó, lo cogió por el codo. Y en tono vivo, muy distinto al burlón tan habitual en él, afirmó—: No he hablado de sucesión, sólo he dicho que es necesario que Valentine se encargue del Pontificado. ¿Crees que intentaría arrebatarte la corona?
—No soy candidato a la corona —repuso Elidath.
—Nunca hay candidatos a la corona —replicó Divvis—.Pero hasta un niño sabe que tú eres el más probable. ¡Elidath, Elidath…!
—Déjale en paz —intervino Mirigant—. Pensaba que habíamos venido para correr.
—Sí. Corramos, y finalicemos esta conversación por el momento —dijo Divvis.
—Gracias sean dadas al Divino —murmuró Elidath.
Inició el descenso de los tramos de amplios escalones de piedra, alisados por siglos de uso, y los tres hombres pasaron junto a las garitas de los guardianes del Refugio de Vildivar, la avenida de rosados bloques de granito que conectaba el Castillo interno, las primitivas dependencias de trabajo de la Corona, con el laberinto prácticamente incomprensible formado por los edificios exteriores que rodeaban todo lo anterior en la cima del Monte. Elidath se sentía igual que si le hubieran puesto una cinta de acero fundido en la frente. Después de firmar una miríada de documentos estúpidos, tener que escuchar la traicionera perorata de Divvis…
No obstante, el Regente sabía que Divvis estaba en lo cierto. El mundo no podía continuar mucho tiempo de aquella forma. Cuando era preciso realizar acciones importantes, Pontífice y Corona debían consultarse a fin de que su sabiduría compartida impidiera cualquier insensatez. Pero no existía Pontífice, en ningún sentido práctico. Y Valentine, que se esforzaba en actuar a solas, estaba fracasando. Ni siquiera las coronas más famosas, Confalume, Prestimion, Dekkeret, ninguno de esos monarcas había osado gobernar Majipur a solas. Y los desafíos que habían afrontado eran nada comparados con los que Valentine debía afrontar. ¿Quién podía imaginar, en tiempos de lord Confalume, que los humildes y subyugados metamorfos volverían a alzarse en busca de desagravios por la pérdida de su planeta? Sin embargo, la rebelión estaba muy avanzada en lugares secretos. Era improbable que Elidath pudiera olvidar las últimas horas de la guerra de restauración. Tuvo que abrirse paso hasta los subterráneos donde se hallaban las máquinas que controlaban el clima del Monte del Castillo, y para ello fue preciso matar a soldados ataviados con el uniforme de la guardia personal de la Corona… que al morir cambiaban de forma y se convertían en seres con estrechísimas bocas, desprovistos de nariz, con los ojos rasgados: cambiaspectos. Eso ocurrió hacía ocho años, y Valentine aún esperaba que su amor impresionara a esa nación de descontentos, hallar algún medio pacífico y honroso de curar la ira de los metamorfos. Pero después de ocho años no había logros concretos que exponer. ¿Y quién sabía qué nueva infiltración habrían efectuado ya los metamorfos?
Elidath llenó de aire sus pulmones y emprendió un galope furioso que dejó por detrás a Mirigant y Divvis al cabo de pocos segundos.
—¡Hey! —gritó Divvis—. ¿Eso piensas tú de una carrera suave?
Elidath no prestó atención. Sólo podía acabar con el dolor de su alma sufriendo otra clase de dolor. Y por eso siguió corriendo, frenéticamente, forzando al máximo su resistencia. Sin detenerse pasó junto a la delicada torre de cinco puntas de lord Arioc, la capilla de lord Kinniken, la casa pontificia de huéspedes, la cascada de Guadeloom, la achatada masa negra del tesoro de lord Prankipin, los noventa y nueve escalones… Con el corazón casi tronando en su pecho, el Regente se dirigió hacia el vestíbulo de la Mansión de Pinitor… Siguió corriendo, cruzó locales que atravesaba todos los días desde hacía treinta años, desde que era niño y llegó al pie del Castillo procedente de Morvole a fin de aprender el arte del gobierno. Cuántas veces habían corrido así él y Valentine, o Stasilaine, o Tunigorn… Los cuatro eran como hermanos, cuatro jóvenes alocados que recorrían estruendosamente el Castillo de lord Malibor, tal como se lo llamaba en aquella época… ¡Ah, qué alegre había sido la vida para ellos en aquellos tiempos! Suponían que acabarían siendo consejeros a las órdenes de Voriax cuando éste ocupara el trono, todo el mundo sabía que debía ser así, pero al cabo de muchos años. Y un día lord Malibor falleció mucho antes de lo previsto, igual que su sucesor, Voriax, y Valentine fue coronado y nada había vuelto a ser igual desde entonces.
¿Y el presente? Ya es hora de que Valentine se traslade al Laberinto, acababa de decir Divvis. Sí. Sí. Un poco joven para ser Pontífice, cierto, pero eso era consecuencia de la mala suerte: llegar al trono durante la senectud de Tyeveras. El viejo emperador merecía el sueño de la tumba y Valentine debía ir al Laberinto, y la corona del estallido estelar debía pasar a…¿A mí? ¿Lord Elidath? ¿Será este lugar el Castillo de lord Elidath?
La idea le dejó asombrado y admirado… y también asustado. En los últimos seis meses había comprobado qué significaba ser Corona.
—¡Elidath! ¡Vas a matarme! ¡Corres como un loco!
Era la voz de Mirigant, y procedía de muy abajo, como algo que el viento se lleva de una ciudad lejana. Elidath se hallaba casi al final de los Noventa y Nueve Escalones. Notaba un ruido sordo en el pecho y su vista empezaba a nublarse, pero hizo un esfuerzo para continuar, llegó al último escalón y entró en el estrecho vestíbulo de piedra real color verde oscuro que conducía a las oficinas administrativas de la Mansión de Pinitor. Se dejó caer a ciegas en un rincón y notó un choque entumecedor y oyó un fuerte gruñido. Quedó tendido en el suelo de cualquier forma y respirando con dificultad, casi totalmente aturdido.
Se incorporó, abrió los ojos y vio a un desconocido… un jovencito delgado, de tez oscura, con llamativo cabello negro arreglado caprichosamente según los dictámenes de alguna nueva moda… Y el desconocido se puso en pie con gestos vacilantes y se acercó a Elidath.
—Caballero… caballero, ¿se encuentra bien?
—He chocado contigo, ¿no? Debería haber mirado… por donde iba…
—Le he visto, pero no quedaba tiempo. Usted corría tan deprisa… Bueno, deje que le ayude a levantarse…
—No me pasa nada, muchacho. Sólo me hace falta… recobrar el aliento…
Tras rechazar la ayuda del joven, Elidath se puso en pie, compuso sus ropas (tenía un desgarrón a la altura de la rodilla, y por él se veía piel ensangrentada) y alisó su capa. El corazón seguía latiéndole con fuerza, de forma alarmante, y Elidath se sentía totalmente ridículo. Divvis y Mirigant se aproximaban ya al pie de la escalera. Elidath se volvió hacia el joven con la intención de presentar alguna excusa, pero la extraña expresión del desconocido le contuvo.
—¿Ocurre algo? —inquirió el Regente.
—¿Por casualidad es usted Elidath de Morvole, caballero?
—Lo soy, sí.
El joven se echó a reír.
—Eso me ha parecido, en cuanto he podido verle bien. ¡Vaya, precisamente le estaba buscando! Me dijeron que podía encontrarle en la Mansión de Pinitor. Traigo un mensaje para usted.
Mirigant y Divvis ya habían entrado en el vestíbulo. Se colocaron junto a Elidath y éste dedujo de sus miradas que debía tener un aspecto horrible, sofocado, sudoroso y medio loco como estaba después de su lunática carrera. Se esforzó en no pensar en ello cuando señaló al joven y se explicó.
—Al parecer he chocado con este mensajero por culpa de mi precipitación, y el muchacho trae algo para mí. ¿Quién lo envía, joven?
—Lord Valentine, caballero. Elidath le miró fijamente.
—¿Se trata de una broma? La Corona está realizando el gran desfile, en algún lugar al oeste del Laberinto.
—Es cierto. Yo estuve con él en el Laberinto y después de enviarme al Monte me rogó localizar de inmediato a Elidath de Morvole y decirle que…
Miró con aire inquieto a Divvis y Mirigant.
—Creo que el mensaje sólo debe escucharlo usted, mi señor.
—Éstos son los caballeros Mirigant y Divvis, del mismo linaje que la Corona. Puedes hablar delante de ellos.
—Muy bien, caballero. Lord Valentine me ordenó decir a Elidath de Morvole… Tengo que aclarar, caballero, que soy el Caballero Iniciado Hissune, hijo de Elsinome… Lord Valentine me ordenó decir a Elidath de Morvole que ha cambiado los planes previstos, que llevará el gran desfile al continente de Zimroel y que además visitará a su madre, la Dama de la Isla, antes de regresar, y que por tanto se le ruega a usted actúe como Regente durante la ausencia de la Corona. Ausencia que él estima durará…
—¡Que el Divino se apiade de mí! —musitó roncamente Elidath.
—…un año o tal vez año y medio más del tiempo previsto —dijo Hissune.
La segunda señal del trastorno que Etowan Elacca advirtió fue la caída de las hojas de los nikos, cinco días después de la lluvia púrpura.
La lluvia púrpura no fue el primer aviso de dificultades. No había nada raro en que ese hecho se produjera en la pendiente oriental de la Fractura de Dulorn, zona donde existían importantes afloramientos de arena de eskuva suave y esponjosa, de color azul claro con tintes rojizos. En determinadas épocas el viento del norte, denominado Excoriador, arrancaba la arena y la lanzaba al aire, de forma que las nubes quedaban teñidas durante varios días y la lluvia tenía el tono claro de la lusavándula. Pero las tierras de Etowan Elacca se hallaban a casi dos mil kilómetros al oeste de esa zona, al otro lado de la pendiente de la Fractura y a poca distancia de Falkynkip. Y no era normal que en un punto tan occidental soplaran vientos cargados de arena de eskuva. No obstante, Etowan Elacca sabía que los vientos solían alterar su rumbo, y quizás el Excoriador había decidido visitar el otro lado de la Fractura ese año. En cualquier caso, una lluvia púrpura no era preocupante de por sí: tan sólo dejaba una capa muy fina de arena en los lugares donde caía, únicamente eso, y la siguiente lluvia normal limpiaba el terreno. No, la primera señal preocupante no fue la lluvia púrpura sino el agostamiento de los sensitivos del jardín de Etowan Elacca. Y eso ocurrió dos tres días antes que la lluvia.
Un detalle asombroso, aunque no extraordinario. No era difícil que los sensitivos se marchitaran. Se trataba de plantas psicosensibles, menudas y doradas con flores verdes poco notables, nativas de las selvas de Mazadone occidental, y cualquier clase de trastorno psíquico ocurrido dentro del radio de acción de sus receptores (gritos de cólera, gruñidos de animales que combatían e incluso, así se aseguraba, la simple cercanía de alguien que hubiera cometido un delito grave) bastaba para que las hojitas se plegaran como manos en postura de rezo y se volvieran negras. Esa respuesta no parecía ejercer efectos biológicos especiales, pensaba a menudo Etowan Elacca. Pero indudablemente el misterio podía resolverse mediante estudio profundo, y Etowan planeaba hacerlo algún día. Mientras tanto cultivaba los sensitivos en su jardín porque le gustaba el alegre tinte amarillo de las hojas. Y dado que sus dominios eran un paraje de orden y concordia, ni una sola vez desde que los cultivaba se habían marchitado los sensitivos… hasta ese día. Ése era el enigma. ¿Quién podía haber intercambiado palabras desagradables cerca de su jardín? ¿Qué animales pendencieros, en una región de apacibles criaturas domesticadas, podía haber alterado el equilibrio en sus tierras?
Equilibrio era lo que Etowan Elacca apreciaba por encima de todo. Él era un campesino aristócrata, contaba sesenta años de edad, era alto, tenía la espalda recta y una cabeza llena de deslumbrantes canas. Su padre fue el tercer hijo del duque de Massissa y dos de sus hermanos habían desempeñado el cargo de alcalde de Falkynkip, pero a él jamás le había interesado el mando: en cuanto obtuvo su parte de la herencia, adquirió una espléndida extensión de terreno en la plácida campiña verde y ondulada del borde occidental de la Fractura de Dulorn y allí edificó un Majipur en miniatura, un mundo notable por su gran belleza y su espíritu tranquilo, sereno, armonioso.
Etowan Elacca cultivaba los productos habituales de la región: nikos y gleynos, hingamortes, estacha… La estacha era su soporte principal, ya que jamás se producían oscilaciones en la demanda del pan dulce y fuerte que se hacía con los tubérculos de esa planta, y los agricultores de la Fractura se veían agobiados para producir lo suficiente a fin de satisfacer las necesidades de Dulorn, Falkynkip y Pidruid, cerca de treinta millones de habitantes en conjunto y muchos más en las poblaciones distantes. Un poco más alta que los campos de estacha se hallaba la plantación de glenos, hilera de arbustos espesos y abovedados de tres metros de altura entre cuyas hojas afiladas y plateadas se cobijaban grandes manojos de glenas, una fruta gruesa, de color azul, pequeña y deliciosa. Estacha y gleno crecían juntos en todas partes: hacía mucho tiempo se había descubierto que las raíces de los glenos rezumaban un fluido nitrogenado en la tierra, un líquido que, desplazado pendiente abajo por las lluvias, aceleraba el crecimiento de los tubérculos de estacha.
Más allá del gleno se encontraba el campo de hingamortes: puntas amarillas, suculentas, con apariencia fungoide y cargadas de un jugo azucarado, brotaban extrañamente de la tierra. Se trataba de órganos buscadores de luz que conducían energía a las plantas, enterradas a gran profundidad. Y por todo el contorno del terreno se extendía el espléndido huerto de nikos de Etowan Elacca, en grupos de cinco que formaban, siguiendo la costumbre, complicadas figuras geométricas. Le encantaba pasear entre los árboles y deslizar amorosamente sus manos por los troncos negros y delgados, no más gruesos que el brazo de un hombre y más lisos que el mejor satén. Un niko vivía únicamente diez años. Durante los tres primeros crecía con sorprendente rapidez hasta la altura habitual de doce metros. En el cuarto año de vida brotaban del tronco por primera vez las asombrosas flores doradas de forma acopada, rojas como la sangre en el centro, y a partir de entonces el niko producía abundantes frutas translúcidas en forma de media luna y de sabor agrio, hasta que le llegaba de pronto el momento de la muerte y en cuestión de horas la magnífica planta quedaba convertida en un pellejo reseco que hasta un niño podía partir. Las nikas, aunque eran venenosas antes de madurar, eran indispensables en las gachas y guisos pungentes y acerbos preferidos por la cocina gayrog. Tan sólo en la Fractura crecían bien los nikos y Etowan Elacca contaba con un mercado firme para su cosecha.
La agricultura hacía que Towan Elacca se sintiera útil, aunque no satisfacía por completo su amor a la belleza. Por dicho motivo había creado en su propiedad un jardín botánico privado en el que había reunido un conjunto ornamental prodigioso, tras adquirir en todos los lugares del mundo cualquier planta fascinante capaz de medrar en el clima cálido y húmedo de la Fractura.
Había allí alabandinas de Zimroel y Alhanroel, con todos los colores naturales y gran parte de los híbridos. Había allí tanigales, zuales, árboles de flores nocturnas procedentes de las selvas metamorfas que a medianoche, tan sólo el Día del Invierno, hacían su breve e impresionante exhibición de brillo. Había allí pinninas y androdragmas, arbustos espumosos y musgo de caucho, halatingas crecidas de esquejes obtenidos en el Monte del Castillo, caramangos, muornas, enredaderas sihornish, setitongales, eldirones… Etowan experimentaba también con plantas tan problemáticas como las palmeras flamígeras de Pidruid, que a veces vivían durante seis o siete temporadas en su jardín, pero que jamás florecían en un lugar tan alejado del mar, árboles aguja de las tierras altas, que languidecían con rapidez faltos del frío que precisaban, y los extraños y espectrales cactus lunares del Desierto de Velalisier, que él se esforzaba en vano en proteger de las frecuentes lluvias. Etowan Elacca tampoco olvidaba las plantas nativas de su región zimroeliana simplemente porque fueran menos exóticas: criaba los raros árboles globa de forma abultada que se bamboleaban, ligeros como su nombre, sobre sus hinchados tallos, las siniestras plantas boca de las selvas de Mazadone, carnívoras, helechos cantarines, árboles col, un par de duikos enormes, media docena de árboles helecho de apariencia prehistórica… Como adorno del suelo, Etowan utilizaba grupitos de sensitivos en cualquier lugar que le pareciera adecuado, ya que su naturaleza tímida y delicada era un contraste satisfactorio con las plantas más raras y agresivas que constituían la parte central de su colección.
El día en el que descubrió el marchitamiento de los sensitivos había empezado con un esplendor más que normal. La noche anterior llovió un poco, pero Etowan creyó que las nubes se habían alejado mientras emprendía su acostumbrado paseo matutino por el jardín. Y el cielo estaba despejado y anormalmente claro, de tal modo que el sol naciente arrancó sorprendentes llamas verdes de las montañas graníticas del oeste. Las flores de los alabandinos fulguraban. Las plantas boca, recién despertadas y hambrientas, hacían chocar las hojas y dientes medio escondidos en los profundos cálices que ocupaban el centro de los descomunales rosetones. Menudos picolargos de alas carmesíes revoloteaban como chispas de luz cegadora entre las ramas de los androdragmas. Pero a pesar de todo ello Etowan tuvo un presentimiento extraño… La pasada noche había tenido sueños horribles, escorpiones, diíms y otras sabandijas que se amadrigaban en sus tierras, y prácticamente no se sorprendió al topar con los pobres sensitivos, aplastados y arrugados a causa de alguna tormenta durante las horas nocturnas.
Durante la hora anterior al desayuno estuvo trabajando, arrancando las plantas dañadas con aire sombrío. Algunas seguían vivas debajo de las ramas afectadas, aunque no había salvación para ellas puesto que el follaje marchito no podía regenerarse y, en caso de podarlo, las partes más bajas morirían. Así pues Etowan arrancó montones de plantas, sin dejar de estremecerse al notar como se arrugaban al tocarlas, e hizo una hoguera con ellas. Más tarde reunió al jefe de jardineros y a los peones en el cuadro de sensitivos y preguntó si alguien sabía qué hecho había afectado tanto a las plantas. Pero nadie tenía la menor idea.
El incidente le dejó melancólico durante la mañana entera, pero era incapaz por naturaleza de permanecer abatido mucho tiempo y por la tarde ya había adquirido cien bolsas de semillas de sensitivo en el vivero local. Naturalmente no podía comprar las plantas ya crecidas, puesto que jamás sobrevivían a un trasplante. Pasó el día siguiente plantando las semillas. Al cabo de seis u ocho semanas no quedaría rastro de lo sucedido. Etowan consideró el contratiempo como un simple misterio de poca importancia que tal vez podría resolver algún día, o seguramente nunca. Y apartó el problema de su mente.
Un par de días después se produjo otro hecho raro: la lluvia de color púrpura. Un hecho extraño, si bien inofensivo. Todos opinaban igual: «¡Los vientos deben estar cambiando, para arrastrar tan lejos la eskuva!» Las manchas duraron menos de un día; otra lluvia, más normal, dejó todo limpio. Etowan Elacca también olvidó rápidamente ese hecho.
Pero los nikos…
Estaba supervisando la recogida de gleinos, varios días después de la lluvia púrpura, cuando el capataz, un gayrog de aspecto correoso y poco excitable, Simoost, se acercó a Etowan con una agitación que, tratándose de él, era increíble. Su cabello serpentino se enmarañaba frenéticamente y su lengua bifurcada fluctuaba como si quisiera huir de la boca.
—¡Los nikos! ¡Los nikos! —exclamó.
Las hojas blancuzcas de los nikos tienen forma afilada y se yerguen formando grupos poco densos en los extremos de tallos negros de cinco centímetros, como si una descarga eléctrica repentina las hubiera empujado hacia arriba. Dado que el árbol es muy delgado y sus ramas escasas y angulosas, las hojas erguidas le confieren un aspecto espinoso muy llamativo, de tal modo que un niko es inconfundible incluso visto a gran distancia. Cuando Etowan y Simoost echaron a correr hacia los árboles, el primero, pese a encontrarse a varios centenares de metros, vio que algo raro ocurría, algo que él jamás habría creído posible: las hojas de todos los nikos estaban orientadas hacia abajo, como si no se tratara de esos árboles sino de tanigales o halatingas…
—Ayer estaban perfectamente —dijo Simoost—. ¡Esta misma mañana estaban bien! Pero ahora… ahora…
Etowan Elacca llegó al primer grupo de cinco nikos y aproximó la mano al tronco más cercano. Tenía un tacto extrañamente ligero. Etowan empujó y el árbol cedió y las secas raíces salieron del suelo con facilidad. Hizo lo mismo con el segundo árbol, y con el tercero.
—Muertos —dijo.
—Las hojas… —dijo Simoost—. Hasta un niko muerto conserva las hojas levantadas. Pero éstas… En mi vida he visto algo parecido…
—No es una muerte natural —murmuró Etowan Elacca—. Es algo nuevo, Simoost.
Corrió de grupo en grupo, sin dejar de abatir árboles. Y cuando llegó al tercer grupo dejó de correr, y al acercarse al quinto lo hizo caminando con gran lentitud y la cabeza gacha.
—Muertos… todos muertos… mis hermosos nikos…
Todos los árboles habían muerto. Y lo habían hecho tal como mueren los nikos, con enorme rapidez, como si la humedad hubiera huido de sus esponjosos tallos. No obstante, toda una arboleda de nikos, plantados escalonadamente a lo largo de un ciclo de diez años, no podía desaparecer de repente, y la conducta extraña de las hojas era inexplicable.
—Tendremos que informar al delegado agrícola —dijo Etowan Elacca—. Y además habrá que enviar mensajeros, Simoost, a la plantación de Hagidawn, a la de Nismayne y a la de todos, por el lago… Y también averiguar si han tenido problemas con sus nikos. ¿Es una plaga, me pregunto? Pero si los nikos no tienen enfermedades… ¿Una plaga nueva, Simoost, que nos llega como un envío del Rey de los Sueños?
—La lluvia púrpura, señor…
—¿Arena con un poco de color? ¿Cómo puede causar daño a una planta? Al otro lado de la Fractura tienen lluvias púrpuras diez veces por año, y no afectan a las cosechas. ¡Oh, Simoost, mis nikos, mis nikos!
—Fue la lluvia púrpura —afirmó Simoost—. No fue como la lluvia de las tierras del este. Fue algo distinto, señor: lluvia venenosa, ¡y mató a los nikos!
—¿Y además mató a los sensitivos, tres días antes de caer?
—Los sensitivos son muy delicados, señor. Tal vez percibieron el veneno en el aire cuando la lluvia se acercaba.
Etowan Elacca se encogió de hombros. Quizá. Quizá. Y quizá los cambiaspectos han salido de Piurifayne por la noche, volando en escobas o en máquinas mágicas, y han hecho algún encantamiento maléfico a la tierra. Quizá. En el mundo de la suposición, cualquier cosa era posible.
—¿De qué sirve especular? —inquirió con amargura—. No sabemos nada. Aparte de que los sensitivos han muerto, igual que los nikos. ¿Qué pasará ahora, Simoost? ¿Qué pasará ahora?
Carabella, que había pasado el día entero mirando por la ventana del vehículo flotante como si esperara acelerar el recorrido del desolado paraje mediante la fuerza de sus ojos, tuvo una repentina alegría.
—¡Mira, Valentine! —exclamó—. ¡Creo que estamos saliendo del desierto!
—Creo que aún no —dijo él—. Creo que no hasta dentro de otros tres o cuatro días. O cinco, o seis, o siete…
—¿Quieres hacer el favor de mirar?
Dejó el manojo de despachos que estaba hojeando, se irguió y miró más allá de Carabella. ¡Sí! ¡Por el Divino, había verdor allí! Y no el verdor apagado de las plantas del desierto, siempre retorcidas, zarrapastrosas, pertinaces y patéticas, no, sino el verdor magnífico y vibrante de la auténtica vegetación de Majipur, palpitante gracias a la energía del crecimiento y la fertilidad. De modo que por fin se hallaban fuera del hechizo maligno del Laberinto. La caravana real estaba saliendo de la altiplanicie reseca donde se hallaba la capital subterránea. El territorio del duque de Nascimonte no debía estar muy lejos… El lago Marfil, el monte Ebersinul, los campos de zuyol y milaile, la gran mansión de la que Valentine había oído hablar tanto…
Posó suavemente la mano en los esbeltos hombros de Carabella y deslizó los dedos por la espalda, y los hundió blandamente en las firmes franjas musculares en parte como masaje, en parte como caricia. ¡Qué estupendo era tenerla al lado otra vez! Carabella se había reunido con él hacía una semana para participar en el desfile, en las ruinas de Velalisier, lugar donde ambos inspeccionaron los progresos hechos por los arqueólogos en las excavaciones de la enorme ciudad pétrea abandonada por los metamorfos hacía quince o veinte mil años. La llegada de su esposa había contribuido mucho a levantar el ánimo débil y triste de la Corona.
—Ah, mujer, estuve muy solitario sin ti en el Laberinto —dijo en voz baja.
—Ojalá hubiera podido ir allí. Sé cuánto odias ese lugar. Y cuando me dijeron que estabas enfermo… oh, me sentí tan culpable y tan avergonzada, sabiendo que estaba lejos de ti cuando tú… cuando tú… —Carabella sacudió la cabeza—. Te hubiera acompañado de haber sido posible. Tú ya lo sabes, Valentine. Pero prometí a la ciudad de Stee que asistiría a la inauguración del nuevo museo y…
—Sí. Muy lógico. La consorte de la Corona tiene responsabilidades.
—A mí me sigue pareciendo muy raro. «La consorte de la Corona»… La insignificante malabarista de Til-omon va por el Monte del Castillo pronunciando discursos e inaugurando museos…
—¿La insignificante malabarista de Til-omon, todavía eso después de tantos años, Carabella?
Ella se encogió de hombros y pasó las manos por su cabello moreno, espléndido, muy corto.
—Mi vida ha sido simplemente una cadena de incidentes extraños y ¿cómo voy a olvidarlo? De no haber estado en aquella posada con la compañía de Zalzan Kavol cuando te presentaste como un vagabundo… y si no te hubieran privado de tus recuerdos, si no te hubieran abandonado en Pidruid sin más guía que un pecoso vendedor de blaves…
—O si tú hubieras nacido en los tiempos de lord Havilbone o en otro planeta…
—No me tomes el pelo, Valentine.
—Perdona, cariño. —Cogió una mano de Carabella, menuda y fría, entre las suyas—. ¿Pero cuánto tiempo seguirás recordando lo que fuiste en tiempos? ¿Cuándo aceptarás realmente la vida que disfrutas ahora?
—Creo que jamás aceptaré eso —dijo ella con aire distante.
—Dama de mi vida, ¿cómo puedes decir…?
—Tú sabes el motivo, Valentine.
La Corona cerró los ojos un momento.
—Te lo repito, Carabella, en el Monte te adora hasta el último caballero, todos los príncipes, todos los señores… Gozas de su devoción, su admiración, su respeto, su…
—Tengo el de Elidath, cierto. Y el respeto de Tunigorn, de Stasilaine y otros como ellos. Los que te quieren de verdad me quieren también. Pero muchos de los otros siguen considerándome una advenediza, una plebeya, una intrusa, un accidente… una concubina…
—¿Qué otros?
—Tú los conoces, Valentine.
—¿Qué otros?
—Divvis —repuso ella no sin vacilación—. Y los señores y caballeros menores de la facción de Divvis. Y otros. El duque de Halanx se burló de mí ante una de mis damas… ¡Halanx, Valentine, tu ciudad natal! El Príncipe Manganot de Banglecode. Y hay más. —Volvió la cabeza hacia el monarca, y éste captó angustia en los ojos oscuros—. ¿Son imaginaciones mías? ¿Oigo murmullos cuando simplemente son los susurros de las hojas? Oh, Valentine, a veces pienso que ellos tienen razón, que la Corona no debería haberse casado con una plebeya. No soy como ellos. Jamás lo seré. Mi señor, debo ser una gran desgracia para ti…
—Eres alegría para mí, y nada más que alegría. Pregunta a Sleet de qué humor estaba yo cuando llegué al Laberinto, y cómo he estado desde que te reuniste conmigo en este viaje. Pregunta a Shanamir… a Tunigorn… A cualquiera, a cualquier persona…
—Lo sé, amor mío. Estabas muy triste, muy apagado el día que llegué. Apenas te reconocí, con aquel gesto ceñudo, aquellos ojos coléricos…
—Unos cuantos días contigo me curan de cualquier cosa.
—Y de todas formas sigues sin ser el mismo. ¿Acaso continúas llevando el Laberinto metido en la cabeza? ¿O es el desierto lo que te deprime? ¿O las ruinas?
—No, creo que no.
—¿Qué, pues?
Valentine contempló el paisaje por la ventana del vehículo flotante, percibió el verdor creciente, la intromisión gradual de árboles y hierba conforme el terreno se hacía más empinado. Eso debería haberle alegrado más. Pero en su alma había un peso del que no podía librarse.
—Ese sueño, Carabella —dijo al cabo de unos instantes—, esa visión, ese augurio… Imposible apartar mis pensamientos de eso. ¡Ah, vaya página que ocuparé en la historia! La Corona que perdió su trono y se convirtió en malabarista, recuperó el trono, después gobernó neciamente y permitió que el mundo cayera en el caos y en la locura… Ah, Carabella, Carabella, ¿es eso lo que estoy haciendo? Después de catorce mil años, ¿voy a ser la última Corona? ¿Habrá alguien que se preocupe siquiera en escribir mi vida, lo crees?
—Nunca has gobernado neciamente, Valentine.
—¿No soy demasiado blando, demasiado plácido, demasiado ansioso por ver las dos caras de la moneda?
—Eso no es un defecto.
—Sleet opina lo contrario. Sleet cree que mi temor a la guerra, a cualquier clase de violencia, me lleva por el mal camino. Así me lo ha dicho, casi con las mismas palabras.
—Pero no habrá guerra, mi señor.
—Ese sueño…
—Creo que juzgas demasiado literalmente ese sueño.
—No —dijo Valentine—. Esas palabras tan sólo me proporcionan un alivio inútil. Tisana y Deliamber están de acuerdo conmigo en que nos hallamos próximos a una gran calamidad, tal vez una guerra. Y Sleet… Sleet está convencido de ello. Tiene muy claro que son los metamorfos los que están a punto de rebelarse contra nosotros, con la guerra santa que han estado planeando, opina él, desde hace siete mil años.
—Sleet tiene demasiada sed de sangre. Y un miedo irracional a los cambiaspectos desde su adolescencia. Tú lo sabes.
—Cuando recobramos el Castillo hace ocho años y lo encontramos lleno de metamorfos disfrazados, ¿fue simplemente una ilusión?
—Lo que intentaron hacer por entonces acabó fracasando, ¿no es verdad?
—¿Y jamás volverán a intentarlo?
—Si tus directrices triunfan, Valentine…
—¡Mis directrices! ¿Qué directrices? ¡Extiendo las manos hacia los metamorfos y ellos se escabullen fuera de mi alcance! Sabes que confiaba en tener junto a mí algunos caciques metamorfos para el recorrido de Velalisier la semana pasada. Para que vieran cómo restaurábamos su ciudad sagrada, y examinaran los tesoros hallados y tal vez se llevaran los objetos más venerados a Piurifayne. Pero no obtuve respuesta de ellos, ni siquiera una negativa, Carabella.
—Sabías que las excavaciones de Velalisier podían crear complicaciones. Es posible que ellos lamenten el mismo hecho de que hayamos entrado en el lugar, y mucho más el que intentemos restaurarlo. ¿No asegura cierta leyenda, que ellos mismos planean reconstruir la ciudad algún día?
—Sí —dijo sombríamente Valentine—. En cuanto recuperen el control de Majipur y nos expulsen de su mundo. Eso me dijo Ermanar una vez. De acuerdo, es posible que invitarlos a Velalisier haya sido un error. Pero también han ignorado el resto de mis ofertas. Escribo a Ilirivoyne, a su reina, la Danipiur y, si me responde, lo hace con cartas de tres frases, frías, formales, vacías… —Respiró profundamente—. ¡Basta ya de penas, Carabella! No habrá guerra. Encontraré un medio de abrir brecha en el odio que los cambiaspectos nos tienen y me ganaré su apoyo. Y en cuanto a los señores del Monte que te desairan, si realmente hacen eso… te lo ruego, no les prestes atención. ¡Desáiralos tú misma! ¿Qué es un Divvis comparado contigo, o un duque de Halanx? Necios, simplemente eso. —Valentine sonrió—. ¡Pronto les daré temas de preocupación, cariño, más importantes que la ascendencia de mi consorte!
—¿A qué te refieres?
—Si desaprueban que una plebeya sea consorte de la Corona —repuso Valentine—, ¿qué pensarán cuando tengan un plebeyo como Corona?
Carabella le miró, perpleja.
—No entiendo nada, Valentine.
—Lo entenderás. A su debido tiempo, lo entenderás. Es mi intención hacer grandes cambios en el mundo… Oh, cariño, cuando escriban la historia de mi reinado, si Majipur sobrevive el tiempo suficiente para que se escriba esa historia, hará falta más de un volumen, ¡te lo prometo! Haré cosas tan… cosas tan importantísimas… —Se echó a reír—. ¿Qué te parece, Carabella? ¡Fíjate cómo desvarío! El buen lord Valentine, el del alma gentil, ¡pone el mundo patas arriba! ¿Puede hacerlo? ¿Realmente puede redimirlo?
—Mi señor, me desconciertas. Hablas enigmáticamente.
—Tal vez sí.
—No me das pistas para averiguar la respuesta.
—La respuesta del enigma, Carabella —dijo Valentine tras hacer una pausa—, es Hissune.
—¿Hissune? ¿Tu golfillo del Laberinto?
—Ya no es un golfillo. Ahora es un arma, un arma que he arrojado hacia el Castillo. Carabella suspiró.
—¡Enigmas y más enigmas!
—Hablar enigmáticamente es un privilegio real. —Valentine hizo un guiño, atrajo hacia sí a Carabella y le rozó suavemente los labios con los suyos—. Concédeme este pequeño capricho. Y…
El vehículo flotante se detuvo de pronto.
—¡Hey, mira! ¡Hemos llegado! —exclamó Valentine—. ¡Ahí está Nascimonte! Y… ¡por la Dama, creo que ha congregado media provincia para darnos la bienvenida!
La caravana se había detenido en un amplio prado de hierba baja y espesa, de un verde tan deslumbrante que no parecía ser ese color, un tono extrañísimo del punto más remoto del espectro. Bajo el brillante sol del mediodía se estaba celebrando una gran fiesta en una extensión de quizá varios kilómetros: miles y miles de personas en pleno festejo hasta más allá del alcance de la vista. Entre retumbos de cañones y el son agudo y discordante de sistirones y galistones de cuerdas dobles, los fuegos artificiales diurnos ascendían andanada tras andanada y bosquejaban figuras negras y violetas de bordes afilados, asombrosas, en el luminoso cielo. Por entre la multitud jugueteaban personajes subidos en zancos ataviados con enormes máscaras de frentes rojizas e hinchadas y narices gigantescas. Había elevados postes en los que ondeaban alegremente banderas del estallido estelar agitadas por la suave brisa estival. Varias orquestas, colocadas en distintos estrados, interpretaban frenéticamente himnos, marchas y composiciones corales. Y se hallaba allí un verdadero ejército de malabaristas, probablemente todas las personas con las mínimas dotes para el oficio que vivían en seiscientas leguas a la redonda, de tal modo que el ambiente se encontraba repleto de mazas, cuchillos, hachuelas, antorchas llameantes, bolas de llamativos colores y otros muchos objetos que volaban por doquier como tributo al pasatiempo preferido de lord Valentine. Después de la tristeza y la oscuridad del Laberinto, ése era el reinicio más espléndido imaginable del gran desfile: frenético, abrumador, una pizca ridículo, totalmente delicioso.
En medio de toda la algarabía, cerca del lugar donde se había detenido la caravana de vehículos flotantes, aguardaba tranquilamente un hombre alto y delgado, próximo a la vejez, cuyos ojos poseían un brillo de extraña intensidad y cuyas marcadas facciones habían formado una sonrisa de inigualable benevolencia. Era Nascimonte, el hacendado convertido en bandido que volvía a ser hacendado, el hombre que en tiempos se había investido de los títulos de duque del Desfiladero de Vornek y señor de los Lindes Occidentales, y ennoblecido posteriormente de un modo más correcto, mediante proclama de lord Valentine, como duque de Ebersinul.
—¡Oh, fíjate, por favor! —exclamó Carabella, esforzándose en hablar a pesar de la risa—. ¡Se ha puesto ropa de bandido en nuestro honor!
Valentine asintió, sonriente.
La primera vez que había visto a Nascimonte, en las desconocidas ruinas de cierta ciudad metamorfa situada en el desierto al suroeste del Laberinto, el duque bandolero iba ataviado con una llamativa casaca y unos calzones confeccionados con la piel recia y rojiza de alguna criatura del desierto, más bien ratonil, y una gorra de piel amarilla bastante ridícula. En aquella época, arruinado y expulsado de sus posesiones por la destructividad cruel de los partidarios del falso lord Valentine que habían recorrido la zona mientras el usurpador realizaba el gran desfile, Nascimonte se había iniciado en la práctica de asaltar a los viajeros del desierto. En este momento volvía a ser amo de sus tierras y podía vestirse, si así lo deseaba, con sedas y terciopelos y acicalarse con amuletos de plumas y monóculos; pero allí estaba el duque, ataviado con las mismas prendas absurdas y zarrapastrosas que fueron sus favoritas durante los años de exilio. Nascimonte siempre había sido hombre de magnífico estilo y, pensó Valentine, elegir una indumentaria tan nostálgica en un día como aquel era simplemente una muestra de estilo.
Muchos años habían pasado desde la última vez que se habían visto. A diferencia de casi todas las personas que habían combatido junto a Valentine en los últimos días de la guerra de restauración, Nascimonte se había negado a aceptar su nombramiento como consejero de la Corona en el Monte del Castillo; su único deseo había sido regresar a su tierra ancestral en las estribaciones del monte Ebersinul, muy cerca del lago Marfil. Cosa difícil de lograr, ya que el título de propiedad había pasado legítimamente a otras personas después de que Nascimonte lo perdiera ilegítimamente. Sin embargo el gobierno de lord Valentine, en los años siguientes a la restauración de la Corona, había tenido que dedicar mucho tiempo a tales jeroglíficos y finalmente Nascimonte recuperó todo cuanto había sido suyo.
Valentine no deseaba otra cosa más que salir corriendo del vehículo flotante y abrazar a su viejo compañero de armas. Pero lógicamente el protocolo lo impedía. No podía meterse en medio de aquel gentío alocado como si fuera un simple ciudadano normal.
Tenía que aguardar mientras se desarrollaba la pesada ceremonia de disponer la guardia de la Corona. El skandar peludo, corpulento e impresionante que era el jefe de la guardia, Zalzan Kavol, empezó a dar gritos y a mover frenéticamente sus cuatro brazos y hombres y mujeres de llamativos uniformes verdidorados salieron de los vehículos y formaron en doble hilera para contener al asombrado populacho. Los músicos reales interpretaron el himno de la Corona y otros temas similares, hasta que finalmente Sleet y Tunigorn se acercaron al vehículo real y abrieron las puertas para que la Corona y su consorte pudieran salir a la dorada calidez del día.
Y por fin Valentine pudo echar a andar entre la doble hilera de guardias con Carabella de su brazo hasta situarse a medio camino de Nascimonte, y allí hubo que aguardar el avance del duque, que hizo una reverencia y el gesto del estallido estelar y, con aire muy solemne, se inclinó ante Carabella… Y Valentine rió, avanzó y abrazó al delgado bandido, lo abrazó con fuerza, y todos marcharon entre el apartado gentío hacia el estrado que dominaba el festejo.
Se inició un gran desfile, el desfile acostumbrado en las visitas de la Corona: músicos, malabaristas, acróbatas, caballos, payasos y animales salvajes de aspecto terrorífico que en realidad no eran salvajes, sino tan sólo animales entrenados cuidadosamente hasta lograr su mansedumbre. Y junto a todas las atracciones desfiló el grueso de la ciudadanía, de un modo tan casual como espléndido, lanzando vítores al pasar frente al estrado: «¡Valentine! ¡Valentine! ¡Lord Valentine!»
Y la Corona sonrió, saludó, aplaudió y, en resumen, hizo lo que debía hacer la Corona en un gran desfile, es decir, irradiar alegría, gozo y la sensación de personificar el mundo entero. Esa tarea le resultó inesperadamente ardua, pese a su naturaleza risueña: la nube negra que había pasado por su alma en el Laberinto continuaba ensombreciéndole, llenándole de un desánimo inexplicable. Pero su experiencia prevaleció y Valentine siguió sonriendo, saludando y aplaudiendo durante varias horas.
La tarde pasó y la alegría menguó. Incluso en presencia de la Corona, ¿cómo es posible que el pueblo vitoree y salude con la misma intensidad hora tras hora? Tras la oleada de excitación llegó el momento más temido por Valentine, cuando vio en los ojos de las personas que le rodeaban aquella curiosidad penetrante, muy viva, y recordó que un rey es una rareza, un monstruo sagrado, incomprensible e incluso terrible para cuantos lo conocen únicamente como un título, una corona, una túnica de armiño, un lugar en la historia… También esa parte había que soportarla, hasta que el desfile concluyó y el estrépito de la fiesta cedió paso al sonido más calmado de una muchedumbre cada vez más cansada. Las sombras bronceadas se alargaron y el ambiente se hizo más frío.
—¿Vamos a mi casa, majestad? —inquirió Nascimonte.
—Creo que ya es hora —dijo Valentine. La casa solariega de Nascimonte era una estructura llamativa y maravillosa apoyada en un saliente de granito como un ave enorme y sin plumas que se detiene brevemente para descansar. En realidad no era más que una tienda, aunque una tienda que Valentine jamás había imaginado dado su tamaño y rareza. Treinta o cuarenta postes muy altos sostenían enormes telas tensas y oscuras que ascendían empinadamente hasta alturas asombrosas, caían después casi al nivel del suelo y subían de nuevo formando ángulos pronunciados y delimitando el aposento contiguo. La impresión era de que la vivienda podía desmontarse en una hora y trasladarla a otra ladera. Y sin embargo sus rasgos eran de fortaleza y majestuosidad, una permanencia y una solidez paradójicas pese a su ligereza y carácter etéreo.
En el interior, la impresión de permanencia y solidez era manifiesta. Gruesas alfombras de estilo milimorn, de color verde oscuro atravesado por rayas escarlatas, aparecían tejidas en la parte interior de la lona del techo confiriéndole una textura rica y vivida, los postes de la tienda estaban recubiertos de reluciente metal y el suelo era de pizarra color violeta claro, placas muy finas de llamativo pulimento. El mobiliario era sencillo: divanes, mesas grandes y alargadas, armarios y baúles de estilo antiguo y poca cosa más, aunque todo ello recio y majestuoso a su manera.
—Esta casa… ¿se parece en algo a la que fue quemada por los hombres del usurpador? —preguntó Valentine, a solas ya con Nascimonte poco después de entrar.
—Por su construcción, idéntica en todos los aspectos, mi señor. Debéis saber que la original fue obra del primer y muy noble Nascimonte, hace seis siglos. Cuando la reconstruimos usamos los planos antiguos y no alteramos nada. Reclamé algunos muebles a los acreedores y reproduje los demás. Lo mismo con la plantación: todo está tal como estaba antes de que aquellos hombres llegaran como borrachos y ejecutaran su labor destructora. La presa está reconstruida, los campos, drenados, los árboles frutales, replantados: cinco años de trabajo constante y ahora, por fin, el caos de aquella semana espantosa ha desaparecido. Y todo ello os lo debo a vos, mi señor. Me habéis devuelto la integridad… igual que al mundo entero…
—Y que así continúen las cosas, eso deseo.
—Y así continuarán, mi señor.
—¡Ah!, ¿eso piensas, Nascimonte? ¿Piensas que hemos superado ya nuestros problemas?
—Mi señor, ¿qué problemas?
Nascimonte rozó el brazo de la Corona y lo condujo a un porche muy amplio desde el que se disfrutaba de una vista espléndida de sus posesiones. Gracias al fulgor del crepúsculo y al suave brillo amarillo de las luces flotantes trabadas a los árboles, Valentine vio una alargada extensión de césped que descendía hacia campos y huertos esmeradamente cuidados, y más allá la serena media luna que forma el lago Marfil, en cuya brillante superficie se reflejan con claridad los numerosos picos y riscos del monte Ebersinul, que dominaba el panorama. Se oía música muy tenue, el sonido vibrante de los gardolanes, tal vez, y algunas voces se elevaban, los últimos cantos de la larga tarde festiva. Todo era paz y prosperidad.
—Mirando esto, mi señor, ¿cómo podéis creer que existen problemas en el mundo?
—Te comprendo, viejo amigo. Pero en el mundo hay más cosas que las que podemos ver desde tu porche.
—Es el mundo más pacífico posible, mi señor.
—Así lo ha sido, durante milenios. ¿Pero cuánto seguirá durando esa paz prolongada?
Nascimonte le miró fijamente, como si acabara de verle.
—¿Mi señor?
—¿Te parezco deprimente, Nascimonte?
—Nunca os había visto tan sombrío, mi señor. Casi puedo pensar que han vuelto hacer aquel truco, que un Valentine falso ha substituido al que yo conozco.
—Soy el Valentine auténtico —respondió Valentine, sonriendo forzadamente—. Pero un Valentine muy cansado, creo.
—Venid. Os llevaré a vuestro aposento. Cenaremos cuando estéis listo, con tranquilidad, sólo mi familia y algunos huéspedes de la ciudad, no más de veinte como máximo, y otras treinta personas de vuestro séquito…
—Eso parece muy íntimo, después de haber estado en el Laberinto —dijo despreocupadamente Valentine.
Siguió a Nascimonte por los recovecos oscuros y misteriosos de la mansión hasta llegar a un ala separada, en el elevado saliente oriental del peñasco. Allí, detrás de una impresionante barricada de guardianes skandars, entre ellos Zalzan Kavol, se hallaban los aposentos reales. Valentine, tras el adiós de su anfitrión, entró y encontró allí a Carabella, sola y tendida lánguidamente en una bañera de finas baldosas azules y doradas de estilo nimoyano, con su esbelto cuerpo apenas visible bajo la neblina extraña y crujiente que cubría la superficie del agua.
—¡Esto es asombroso! —exclamó ella—. Deberías acompañarme, Valentine.
—¡Lo haré con mucho gusto, señora!
Se quitó las botas, dejó a un lado el jubón, se deshizo de la túnica y, tras un suspiro de alivio, se metió en la bañera junto a Carabella. El agua era efervescente, casi eléctrica y, ya sumergido en ella, Valentine vio un fulgor tenue que revoloteaba en la superficie. Cerró los ojos, se recostó, apoyó la cabeza en el liso borde de las baldosas y rodeó con un brazo a Carabella para atraerla hacia sí. Le besó suavemente la frente y, con ella vuelta hacia él, el pezón de un pecho pequeño y redondeado que por un instante quedó al descubierto.
—¿Qué han puesto en el agua? —preguntó.
—Procede de una fuente natural. El chambelán la denominó «radiactividad».
—Lo dudo —dijo Valentine—. La radiactividad es otra cosa, algo muy potente y peligroso. Lo he estudiado, si no recuerdo mal.
—¿Qué es, entonces?
—No lo sé. Bendito sea el Divino, no tenemos radiactividad en Majipur, sea lo que sea. Pero si tuviéramos, creo que no nos bañaríamos en ella. Debe ser algún tipo de agua mineral muy vivificante.
—Muy vivificante —repuso Carabella.
Siguieron bañándose juntos un rato. Valentine percibió la vitalidad que regresaba a su espíritu. ¿El cosquilleo del agua? ¿La presencia confortadora de Carabella, muy cerca de él, y el hecho de haberse librado por fin de cortesanos, simpatizantes, admiradores, suplicantes y enardecidos ciudadanos? Sí, y sí, estos detalles por fuerza debían sacarle de sus cavilaciones, y además, su fortaleza innata debía estar manifestándose finalmente, arrancándole de aquella oscuridad extraña, tan impropia en él, que le había oprimido desde el momento en el que entró al Laberinto. Sonrió. Carabella alzó sus labios hacia los de Valentine y las manos de éste se deslizaron hacia la suavidad del menudo cuerpo femenino, hacia el abdomen musculoso y fino, hacia los músculos fuertes y elásticos de los muslos…
—¿En la bañera? —preguntó ella con aire ensoñador.
—¿Por qué no? Este agua es mágica.
—Sí. Sí.
Carabella quedó flotando encima de él. Sus piernas se abrieron sobre la cadera de Valentine y sus ojos, entrecerrados, le miraron un momento antes de cerrarse. Valentine la cogió por las nalgas, menudas y apretadas, y la ayudó a apretarse contra él. ¿Habían pasado diez años, se preguntó, desde aquella primera noche en Pidruid, en aquel claro del bosque, a la luz de la luna, bajo aquellos matorrales altos de color verde grisáceo, después de los festejos en honor del otro lord Valentine? Difícil imaginarlo: diez años. Y la excitación que ella le producía jamás había menguado. Valentine la estrechó y ambos se movieron con los ritmos que habían llegado a ser familiares pero jamás rutinarios. Dejó de pensar en aquella primera vez, y en todas las veces siguientes; dejó de pensar en todo, en realidad, todo lo que no fuera bienestar, amor y felicidad.
Posteriormente, mientras se vestían para acudir a la cena íntima de Nascimonte para cincuenta invitados, Carabella le hizo una pregunta.
—¿Hablas en serio respecto a que Hissune sea la próxima Corona?
—¿Cómo?
—Creo que ése debía ser el significado de lo que dijiste antes… aquellos enigmas tuyos, cuando llegamos a la fiesta, ¿lo recuerdas?
—Lo recuerdo —dijo Valentine.
—Si prefieres no discutirlo…
—No. No. No veo motivo para seguir ocultándote este problema.
—¡Entonces estás hablando en serio! Valentine frunció el ceño.
—Creo que él podría ser Corona, sí. Es una idea que tuve cuando él era un niño sucio preocupado por conseguir coronas y reales en el Laberinto.
—¿Pero cómo puede ser Corona una persona ordinaria?
—Tú, Carabella, que ibas por las calles haciendo malabarismos y ahora eres consorte de la Corona, ¿tú preguntas eso?
—Te enamoraste de mí e hiciste una elección tosca y anormal. Cosa que no ha sido aceptada, ya lo sabes, por todo el mundo.
—¡Sólo por unos cuantos señoritos estúpidos! El resto del mundo te aclama como mi esposa.
—Tal vez. Pero en cualquier caso la consorte no es la Corona. Y el pueblo jamás aceptará una persona de su clase como Corona. Para ellos la Corona es real, sagrada, casi divina. Eso opinaba yo, cuando vivía con ellos, en mi vida anterior.
—Te aceptan. También le aceptarán a él.
—Parece tan arbitrario… Elegir a un chico salido de la nada, elevarlo a tales alturas… ¿Por qué no Sleet? ¿Zalzan Kavol? ¿Cualquiera al azar?
—Hissune tiene capacidad. De eso estoy seguro.
—No puedo juzgar eso. Pero la idea de que ese chico harapiento luzca la corona me parece enormemente extraña, tan extraña como si fuera un sueño.
—¿Acaso la Corona ha de salir siempre de la reducida camarilla del Monte del Castillo? Así ha sido hasta ahora. Sí, durante siglos… tal vez milenios. Siempre se elige la Corona entre las grandes familias del Monte. Incluso cuando no pertenece a ellas, y ahora no sé decirte cuándo fue la última vez que salimos del Monte para la elección de la Corona, siempre ha sido una persona de alta cuna, invariablemente, hijo de príncipes y duques. Creo que nuestro método no era ése originalmente, o de lo contrario no nos estaría prohibido tener monarcas hereditarios. Y ahora están saliendo a la superficie problemas tan inmensos, Carabella, que debemos alejarnos del Monte para encontrar respuestas. Allí arriba estamos demasiado aislados. Nuestra comprensión es inferior a nada, eso pienso a menudo. El mundo está en peligro: ha llegado el momento de que renazcamos, de entregar la corona a alguien del mundo exterior, alguien que no forme parte de nuestra insignificante aristocracia, de esa aristocracia que se perpetúa indefinidamente… alguien con otras perspectivas, que haya visto el panorama desde abajo…
—¡Pero Hissune es muy joven!
—El tiempo corregirá ese detalle —dijo Valentine—. Sé que muchos opinan que yo debería ser ya Pontífice, pero seguiré desilusionándolos tanto como pueda. Antes el muchacho precisa educación completa. Y tampoco voy a simular, como ya sabes, tener mucha prisa por llegar al Laberinto.
—No —repuso Carabella—. Y estamos hablando como si el Pontífice actual ya hubiera muerto, o estuviera a las puertas de la muerte. Pero Tyeveras vive.
—Vive, sí —dijo Valentine—. Como mínimo hasta cierto punto. Ruego que él siga viviendo un poco más.
—¿Y cuando Hissune esté preparado?
—En ese momento dejaré que Tyeveras descanse por fin.
—Me es difícil imaginarte como Pontífice, Valentine.
—Más difícil me es a mí, amor mío. Pero lo haré, porque debo hacerlo. Simplemente no tan pronto: no tan pronto, ¡eso es lo que pido!
Carabella hizo una pausa antes de responder.
—Indudablemente provocarás agitación en el Monte del Castillo, si haces esto. ¿No se supone que Elidath ha de ser la próxima Corona?
—Es una persona muy querida para mí.
—Tú mismo lo has llamado heredero presunto, muchas veces.
—Es cierto —dijo Valentine—. Pero Elidath ha cambiado desde que ambos iniciamos nuestra educación. ¿Sabes una cosa, amor mío? Cualquier persona que desea desesperadamente ser Corona está totalmente incapacitada para ocupar el trono. Pero como mínimo hay que desearlo. Has de tener la sensación de que eres el llamado, algo así como un fuego interno. Creo que ese fuego se ha apagado en Elidath.
—También tú lo pensaste, cuando eras malabarista y te explicaron que tu destino era más elevado.
—¡Pero lo recobré, Carabella, en cuanto mi antigua personalidad volvió a ocupar mi mente! Y sigo teniendo ese fuego. A menudo me cansa la corona… pero creo que jamás me he arrepentido de llevarla.
—¿Y Elidath se arrepentiría?
—Eso sospecho. Ahora está jugando a ser Corona, mientras yo estoy ausente. Supongo que no le gusta demasiado. Además, tiene más de cuarenta años. La Corona ha de ser un hombre joven.
—A los cuarenta aún se es joven, Valentine —dijo Carabella, sonriente.
Valentine se encogió de hombros.
—Espero que tengas razón, cariño. Pero te recuerdo que, si me es posible, no habrá razón para nombrar otra Corona durante largo tiempo. Y por entonces, creo, Hissune estará preparado y Elidath se hará a un lado elegantemente.
—¿Pero serán tan elegantes los demás señores del Monte?
—Habrán de serlo —repuso Valentine. Ofreció el brazo a Carabella—. Vamos, Nascimonte nos aguarda.
Puesto que era el quinto día de la quinta semana del quinto mes, el día sagrado que conmemoraba el éxodo de la antigua capital al otro lado del mar, Faraataa debía cumplir un rito importante antes de iniciar la tarea de establecer contacto con sus agentes de las provincias distantes.
En Piurifayne era la época del año en la que las lluvias se producían dos veces diarias, la primera poco antes del alba, la segunda con el crepúsculo. Era obligatorio hacer el rito de Velalisier en la oscuridad y, además, con tiempo seco, y en consecuencia Faraataa se había impuesto la obligación de despertar a la hora nocturna conocida como Hora del Chacal, cuando el sol todavía posa sobre Alhanroel, hacia el este.
Sin molestar a los que dormían cerca de él, Faraataa salió de la frágil casita de juncos construida el día anterior (él y los suyos estaban desplazándose continuamente; así era más seguro) y se escabulló hacia el bosque. El ambiente era húmedo y brumoso, como siempre, pero todavía no se olían las lluvias matutinas.
A la tenue luz de las estrellas que se filtraba por las fisuras de las nubes, Faraataa vio otras siluetas que se adentraban en las profundidades de la jungla. Pero él no saludó a los demás, ni los demás a él. El rito de Velalisier se efectuaba a solas: una ceremonia personal por una pena pública. Jamás se hablaba de ello, simplemente se hacía, el quinto día de la quinta semana del quinto mes, y cuando los hijos eran mayores de edad se les enseñaba la forma de hacerlo, aunque siempre con vergüenza, siempre con pena. Tal era el Método.
Faraataa caminó por el bosque las trescientas zancadas prescritas. Con ello llegó a una arboleda de gibarunes delgados e impresionantes. Pero allí no podía rezar del modo correcto, debido a que brotes aéreos de campanas fulgurantes pendían incluso de la última horcadura o rugosidad de los troncos, despidiendo un vivo brillo anaranjado. No muy lejos de allí Faraataa divisó un duiko viejo y majestuoso, solitario, estriado por el rayo hacía siglos: una cicatriz enorme y cavernosa, recubierta en los bordes por corteza roja crecida posteriormente, se ofrecía al metamorfo igual que un templo. La luz de las campanas fulgurantes no podía penetrar por ella.
De pie, desnudo al abrigo de la gran cicatriz del duiko, Faraataa ejecutó primero los Cinco Cambios.
Sus huesos y músculos ondularon, las células de su piel se modificaron y Faraataa se transformó en la Hembra Roja, en el Gigante Ciego, en el Desollado. En el cuarto de los Cambios adoptó la forma del Último Rey y acto seguido, tras inspirar profundamente y recurrir a todo su poder, se convirtió en el Príncipe Venidero. Para Faraataa, el Quinto Cambio representó la lucha más feroz: le era preciso alterar no sólo los contornos externos de su cuerpo sino también los del alma misma, de la que debía eliminar todo el odio, todo el hambre de venganza, todo apetito destructivo. El Príncipe Venidero había trascendido todo ello. Faraataa no tenía esperanza alguna de lograrlo. Sabía que en su espíritu no moraba otra cosa más que odio, hambre de venganza, apetitos destructivos. Para convertirse en el Príncipe Venidero debía quedar vacío como una cáscara, y era incapaz de hacerlo. Pero existían formas de aproximarse al estado deseado. Soñó en una época en la que se había logrado todo por cuanto él había luchado: el enemigo, aniquilado; las tierras abandonadas, recuperadas; los ritos, restablecidos; el mundo, renacido. Viajó y viajó en esa era y dejó que el gozo se adueñara de él. Expulsó de su alma cualquier recuerdo de derrota, de exilio, de pérdida. Vio revivir los tabernáculos de la ciudad muerta. Bajo el dominio de una visión como aquélla, ¿qué necesidad había de venganza? ¿A qué enemigo había que odiar y aniquilar? Una paz extraña y prodigiosa se propagó por su espíritu. El día del renacimiento había llegado. Todo estaba bien en el mundo. Su pena había desaparecido para siempre, y Faraataa podía reposar.
En ese momento adoptó la forma del Príncipe Venidero.
Manteniendo esa forma con una disciplina cada vez menos difícil de lograr, el metamorfo se arrodilló y dispuso piedras y plumas para hacer el altar. Capturó dos lagartos y un bruul de hábitos nocturnos y los utilizó en la ofrenda. Cruzó las Tres Aguas, saliva, orina y lágrimas. Recogió piedras y las dispuso formando el muro de Velalisier. Pronunció las Cuatro Penas y los Cinco Lamentos. Se postró y comió tierra. Una visión de la ciudad perdida apareció en su mente: la muralla de roca azul, la morada del rey, el Lugar de la Inmutabilidad, las Mesas de los Dioses, los seis templos elevados, el séptimo templo profanado, el Santuario de la Caída, la Ruta de la Partida. Todavía manteniendo con gran esfuerzo la forma del Príncipe Venidero, Faraataa se explicó la historia de la caída de Velalisier, experimentó la triste tragedia mientras sentía en él la donosura y el aura del Príncipe, de tal modo que comprendió la pérdida de la gran capital no con dolor sino con amor real, la vio como un paso necesario en el recorrido de su pueblo, ineludible, inevitable. Cuando comprendió que había aceptado esa verdad, dejó que su forma cambiara, recobró sucesivamente el aspecto del Ultimo Rey, el Desollado, el Gigante Ciego, la Hembra Roja y, finalmente, el de Faraataa de Avendroyne.
Había terminado.
Se hallaba tendido de bruces en la tierra blanda y musgosa cuando los primeros rayos matutinos aparecieron.
Al cabo de unos instantes se levantó, recogió las piedras y plumas del altarcito y volvió a la Cabaña. La paz del Príncipe Venidero seguía dominando su espíritu, pero Faraataa hizo un esfuerzo para expulsar de él ese aura benigna: había llegado el momento de iniciar las tareas del día. Cosas como el odio, la destrucción y la venganza podían ser ajenas al espíritu del Príncipe Venidero, pero eran herramientas necesarias en la tarea de dar vida al reino del Príncipe.
Aguardó junto a la cabaña hasta que volvieron muchos de los que habían ido también a cumplir sus obligaciones, a fin de participar en la evocación de los reyes acuáticos. Uno tras otro, todos ocuparon sus posiciones alrededor de Faraataa: Aarisiim con la mano apoyada en su hombro derecho, Bennuiab en el izquierdo, Siimii tocándole la frente, Miisiim las caderas, y los demás dispuestos en círculos concéntricos en torno de los cuatro, cogidos del brazo.
—Ahora —dijo Faraataa.
Y las mentes de todos se unieron y se proyectaron.
—¡Hermano del mar!
El esfuerzo fue tan enorme que Faraataa notó cómo su aspecto fluctuaba y variaba involuntariamente, igual que el de un niño que aprende a poner en práctica ese poder. De su cuerpo brotaron plumas, garras, seis picos terribles. Se transformó en bilantún, en sigimoine, en un bidlak rabioso y resoplante. Los que le rodeaban le agarraron con más fuerza, aunque la intensidad de la señal era tan fuerte que algunos empezaron también a cambiar de forma.
—¡Hermano! ¡Escúchame! ¡Ayúdame!
Y de la inmensidad de las profundidades surgió la imagen de unas alas inmensas y oscuras que se abrían y cerraban lentamente sobre cuerpos titánicos. Y después sonó una voz como las cien campanas repicando al mismo tiempo:
—Te oigo, pequeño hermano terrestre.
Había hablado Maazmoorn, uno de los reyes acuáticos. Faraataa los conocía a todos por la música de sus mentes: las campanas de Maazmoorn, el trueno cantarín de Girouz, los tambores lentos y tristes de Sheitoon. Existían decenas de esos grandes reyes, y todas sus voces eran inconfundibles.
—¡Recógeme, oh Rey Maazmoorn!
—Ven a mí, oh hermano terrestre.
Faraataa notó el tirón, se rindió a él, y fue alzado y arrastrado dejando el cuerpo tras de sí. En un instante se encontró en el mar, al cabo de otro instante entró en el agua y finalmente él y Maazmoorn fueron un solo ser. El éxtasis se apoderó de él: aquella unión, aquella comunión era tan potente que bien podía ser un fin por sí misma, una delicia que satisfacía todos los anhelos, siempre que él lo consintiera. Pero Faraataa jamás lo consentiría.
El centro de la impresionante inteligencia del rey acuático era igual que un océano: sin límites, inmenso, infinitamente profundo. Faraataa, cada vez más sumergido, se perdió en él. Pero ni por un solo momento olvidó la naturaleza de su tarea. Mediante la fuerza del rey acuático podía lograr lo que nunca habría conseguido sin ayuda. Tras serenarse, concentró al máximo su potente cerebro y, acomodado en el núcleo de aquella inmensidad cálida y arrulladora, transmitió los mensajes que le habían hecho ir hasta allí.
—¿Saarekkin?
—Aquí estoy.
—¿Qué informes hay?
—La lusavándula está totalmente destruida en la zona de la Fractura oriental. Hemos propagado el hongo sin que haya esperanzas de erradicación, y está extendiéndose libremente.
—¿Qué medidas ha tomado el gobierno?
—Quemarán las cosechas plagadas. Será inútil.
—¡La victoria es nuestra, Saarekkin!
—¡La victoria es nuestra, Faraataa!
—¿Tii-haanimak?
—Te oigo, Faraataa.
—¿Hay novedades?
—El veneno viajó con la lluvia y los nikos han quedado destruidos en Dulorn entera. En estos momentos está filtrándose en la tierra y aniquilará gleinos y estachas. Estamos preparando el próximo ataque. ¡La victoria es nuestra, Faraataa!
—¡La victoria es nuestra! ¿Iniriis?
—Soy Iniriis. Los gusanos de las raíces medran y se extienden por los campos de Zimroel. Devorarán el roza y la milaila.
—¿Cuándo serán visibles los efectos?
—Son visibles ahora mismo. ¡La victoria es nuestra, Faraataa!
—Hemos conquistado Zimroel. Ahora hay que trasladar la batalla a Alhanroel, Iniriis. Empieza a embarcar tus gusanos para cruzar el Mar Interior.
—Así se hará.
—¡La victoria es nuestra, Iniriis! ¿Y-Uulisaan?
—Aquí Y-Uulisaan, Faraataa.
—¿Continúas siguiendo a la Corona?
—Sí. Ha partido de Ebersinul y se dirige a Treymone.
—¿Sabe lo que está pasando en Zimroel?
—No sabe nada. El gran desfile absorbe por completo sus energías.
—En ese caso, infórmale. Háblale de los gusanos del valle del Zimr, la lusavándula agostada en la Fractura, la muerte de nikos, gleinos y estachas al oeste de Dulorn.
—¿Yo, Faraataa?
—Debemos estar todavía más cerca de él. Las noticias le llegarán tarde o temprano por los canales legales. Que lleguen antes gracias a nosotros, ésa será nuestra forma de acercamos a él. Tú serás su consejero en problemas de enfermedades de las plantas, Y-Uulisaan. Dale la noticia, y ayúdale en la lucha contra esas plagas. Conoceremos los contraataques que planee. La victoria es nuestra, Y-Uulisaan.
—¡La victoria es nuestra, Faraataa!
El mensaje había sido escrito hacía ya una hora cuando por fin llegó al primer consejero Hornkast, que se hallaba en su refugio particular en un nivel muy superior, junto a la Esfera de las Sombras Triples:
Reúnase conmigo en el salón del trono ahora mismo.
—Sepulthrove.
El primer consejero miró furiosamente a los mensajeros. Éstos sabían que jamás podían molestarlo en aquel recinto si no era por asuntos de extrema urgencia.
—¿De qué se trata? ¿Está muriéndose? ¿Ha muerto ya?
—No nos informaron, señor.
—¿Y Sepulthrove parecía estar anormalmente inquieto?
—Parecía nervioso, señor, pero no tengo la menor idea…
—Muy bien. No importa. Os acompañaré dentro de un momento.
Hornkast se aseó y se vistió apresuradamente. Si realmente ha sucedido, pensó con enojo, ha sucedido en el momento más inoportuno. Tyeveras lleva diez décadas como mínimo aguardando la muerte. ¿No podía haber resistido un par de horas más? Si realmente ha sucedido.
La mujer rubia que había ido a visitarle intervino en ese momento.
—¿Debo quedarme aquí hasta que vuelva? Hornkast movió negativamente la cabeza.
—Imposible saber cuánto tiempo durará esto. Si el Pontífice ha fallecido…
La mujer hizo el signo del Laberinto.
—¡Que el Divino no lo quiera!
—Desde luego —repuso secamente Hornkast.
Salió. La Esfera de las Sombras Triples, que se alzaba muy encima de los relucientes muros de obsidiana de la plaza, se hallaba en su fase más brillante y despedía una luz espectral de color blancoazulado que anulaba cualquier sensación de dimensionalidad o profundidad: los transeúntes parecían meros muñecos de papel arrastrados por una brisa suave. Con los mensajeros detrás de él y con dificultades para mantener su paso, Hornkast se apresuró a cruzar la plaza en dirección al ascensor particular, moviéndose, como siempre, con un vigor impropio de sus ochenta años.
El descenso hacia la zona imperial fue interminable.
¿Muerto? ¿Agonizante? Inconcebible. Hornkast se dio cuenta de que jamás había considerado la contingencia de una muerte natural e inesperada para Tyeveras. Sepulthrove le había asegurado que la maquinaria no fallaría, que era posible mantener vivo al Pontífice, en caso de necesidad, otros veinte o treinta años, incluso quizá cincuenta. Y el primer consejero había supuesto que el fallecimiento del anciano, cuando se produjera, sería el resultado de una decisión política tomada con muchísimo tacto, no un hecho acontecido embarazosamente, sin previo aviso y en una mañana por lo demás ordinaria.
¿Y si era cierto? Habría que avisar inmediatamente a lord Valentine y hacerle regresar de las comarcas occidentales. ¡Ah, cuánto iba a disgustarle la noticia, verse arrastrado al Laberinto casi antes de haber empezado el gran desfile! Y yo tendré que dimitir, por supuesto, pensó Hornkast. Valentine querrá tener otro primer consejero: aquel hombrecillo con la cara llena de cicatrices, Sleet, sin duda, o incluso el vroon. Hornkast consideró la situación de tener que instruir a uno de ellos en las obligaciones del cargo que él había desempeñado tanto tiempo. Sleet, lleno de desprecio y condescendencia, o el diminuto brujo vroon, con sus ojazos brillantes, su pico, sus tentáculos…
Ésa sería su última responsabilidad, instruir al nuevo primer consejero. Y luego me iré, pensó Hornkast, y sospecho que no sobreviviré mucho tiempo a la pérdida de mi cargo. Elidath, supongo, será la nueva Corona. Dicen que es buena persona, muy querido por lord Valentine, casi igual que un hermano. ¡Qué extraño será, después de tantos años, volver a tener Pontífice auténtico, un hombre que colabore activamente con su Corona! Pero yo no lo veré, meditó Hornkast. No estaré aquí.
Con ese talante agorero y resignado llegó a la puerta elegantemente embellecida del salón imperial del trono. Deslizó la mano dentro del guante de reconocimiento y apretó la fría esfera flexible que contenía. Y respondiendo al contacto la puerta se abrió y dejó al descubierto el enorme globo de la cámara imperial, el trono elevado en lo alto de los tres anchos escalones, los complejos mecanismos que mantenían vivo al Pontífice y, en el interior de la burbuja de cristal azul claro que albergaba al anciano desde hacía muchísimos años, la silueta de largas piernas del mismo Tyeveras, descarnado y arrugado como si fuera su propia momia, erguido en su asiento, con las mandíbulas apretadas, los ojos brillantes, muy brillantes, todavía llenos de brillo de una vida inextinguible.
Un grupo familiar de personajes grotescos se hallaba de pie junto al trono: el anciano Dilifon, el ajado y tembloroso secretario personal; la intérprete pontificia de sueños, la bruja Narrameer, y Sepulthrove, el médico, de nariz aguileña, con una tez del color del barro seco. De todos éstos, incluso de Narrameer, que se conservaba joven e increíblemente hermosa gracias a sus sortilegios, irradiaba un aura de vejez, declive, muerte… Hornkast, que había visto a todos los presentes a diario durante cuarenta años, jamás había percibido con tanta viveza cuán pavorosos eran. Y también él, de eso no le cabía duda alguna, debía ser igualmente pavoroso. Quizás ha llegado el momento, pensó, de que todos desaparezcamos.
—He venido el cuanto me avisaron los mensajeros —dijo. Miró al Pontífice—. ¿Y bien? Está muriéndose, ¿es eso? A mí me parece el mismo de siempre.
—Está muy lejos de la muerte —repuso Sepulthrove.
—En ese caso, ¿qué ocurre?
—Escuche —dijo el médico—. Está empezando otra vez.
La criatura introducida en la esfera se agitó y movió de un lado a otro con minúsculas fluctuaciones. Un tenue gimoteo brotó del Pontífice, seguido por algo así como un ronquido sibilante y un grave ruido de burbujeo que se prolongó interminablemente.
Hornkast había oído todos estos sonidos anteriormente, muchas veces. Constituían el lenguaje particular inventado por el Pontífice a causa de su terrible senilidad, un lenguaje que tan sólo el primer consejero había llegado a dominar. Algunos sonidos eran casi palabras, fantasmas de palabras, y el significado original aparecía pese a todo más allá del aspecto superficial. Otros sonidos, con el paso de los años, habían evolucionado, pasando de palabras a simples ruidos, pero Hornkast, al haber observado tales evoluciones en sus distintas etapas, sabía cuál era el significado. Había también simples gemidos, suspiros y lloriqueos sin contenido verbal. Y otros sonidos parecían no tener ninguna relación con el lenguaje humano, aunque sin embargo su forma compleja podía representar conceptos percibidos por Tyeveras en sus muchos años de aislamiento, insomnio y locura y, en consecuencia, tan sólo el Pontífice los conocía.
—Oigo lo normal —dijo Hornkast.
—Espere.
El primer consejero prestó atención. Oyó la concatenación de sílabas que significaban «lord Malibor» (el Pontífice había olvidado a los dos sucesores de éste y pensaba que Malibor seguía siendo la Corona) y a continuación una maraña de nombres reales: Prestimion, Confalume, Dekkeret… Y de nuevo Malibor. El término que significa sueño. El nombre de Ossier, Pontífice antes de Tyeveras. El nombre de Kinniken, predecesor de Ossier.
—Está divagando en el pasado remoto, como hace a menudo. ¿Para esto me ha hecho bajar con tanta…?
—Aguarde.
Cada vez más irritado, Hornkast volvió a concentrarse en el rudimentario monólogo del Pontífice y quedó asombrado al escuchar, por primera vez en muchos años, una palabra perfectamente pronunciada y totalmente reconocible:
—Vida.
—¿Ha oído? —inquirió Sepulthrove. Hornkast asintió.
—¿Cuándo empezó todo esto?
—Hace dos horas, dos horas y media.
—Majestad.
—Hemos registrado todas sus palabras —dijo Dilifon.
—¿Qué otra cosa inteligible ha dicho?
—Siete u ocho palabras —replicó Sepulthrove—. Y tal vez otras que usted podría reconocer. Hornkast miró a Narrameer.
—¿Está soñando o está despierto?
—Creo que es erróneo usar esos términos hablando del Pontífice —dijo la oráculo—. Él vive en ambos estados al mismo tiempo.
—Vamos. Levántate. Anda.
—Ha dicho lo mismo anteriormente, varias veces —murmuró Dilifon.
Hubo silencio. El Pontífice parecía haber sido dominado por el sueño, aunque sus ojos seguían abiertos. Hornkast lo miró fijamente, con el semblante sombrío. Cuando Tyeveras había caído enfermo, en los primeros años del reinado de lord Valentine, a todos les pareció muy lógico alargar de aquel modo la vida del Pontífice, y el mismo Hornkast fue uno de los que apoyó con más entusiasmo la idea propuesta por Sepulthrove. Hasta entonces ningún Pontífice había sobrevivido a dos coronas, de modo que la tercera del reinado accedió al poder cuando el Pontífice era ya un hombre sumamente anciano. Ese detalle había trastornado la dinámica del sistema imperial. El mismo Hornkast observó por entonces que lord Valentine, joven e inexperto, sin apenas conocer las obligaciones de la Corona, no podía ir tan pronto al Laberinto. Todos estuvieron de acuerdo en que era esencial que el Pontífice permaneciera en su trono algunos años más, siempre que fuera posible mantenerlo vivo. Sepulthrove halló el método para hacerlo, aunque pronto quedó claro que Tyeveras se había hundido en la senilidad y era un muerto viviente, un lunático sin esperanza alguna de cambio.
Pero después se produjo el episodio de la usurpación y más tarde llegaron los años difíciles de la restauración, cuando todas las energías de la Corona eran precisas para reparar el caos del cataclismo. Tyeveras tuvo que permanecer en su jaula año tras año. Pese a que la vida del Pontífice significaba la continuación en el poder para Hornkast, y el poder que éste había amasado por la incapacidad del Pontífice era ya extraordinario, era muy desagradable tener que contemplar la cruel suspensión de una vida que desde hacía tiempo merecía llegar a su término. No obstante, lord Valentine siguió implorando más tiempo, y más tiempo, y más tiempo a fin de concluir su tarea como Corona. Ocho años ya: ¿no era tiempo más que suficiente? Sorprendido, Hornkast se dio cuenta de que casi estaba dispuesto a rezar para que Tyeveras quedara libre de su cautividad. ¡Si fuera posible dejarlo dormir!…
—Va… Va…
—¿Qué dice? —preguntó Sepulthrove.
—¡Algo nuevo! —musitó Dilifon.
Hornkast les indicó por gestos que guardaran silencio.
—Va… Valentine…
—¡Una novedad, ciertamente! —dijo Narrameer.
—Valentine, Pontífice… Valentine, Pontífice de Majipur…
A esto siguió silencio. Las palabras, claramente pronunciadas, libres de cualquier ambigüedad, quedaron suspendidas en el aire como soles que explotan.
—Creía que él había olvidado el nombre de Valentine —dijo Hornkast—. Piensa que lord Malibor es la Corona.
—Es evidente que no piensa eso —repuso Dilifon.
—Algunas veces, cerca del final —dijo en voz baja Sepulthrove—, la mente se recompone. Creo que está recobrando la cordura.
—¡Está tan loco como siempre! —exclamó Dilifon—. ¡Que el Divino impida que Tyeveras recobre el juicio y averigüe lo que le hemos hecho!
—Opino —dijo Hornkast— que él siempre ha sabido lo que le hemos hecho, y opino que Tyeveras no está recobrando el juicio, sino la capacidad de comunicarse verbalmente con nosotros. Ustedes lo han oído: Valentine, Pontífice. Está saludando a su sucesor y sabe quién debe ser su sucesor. Sepulthrove,¿está agonizando?
—Los instrumentos no indican cambio físico en él. Creo que puede continuar así durante largo tiempo.
—No debemos permitirlo —dijo Dilifon.
—¿Qué está sugiriendo? —inquirió Hornkast.
—Que esto ha ido demasiado lejos. Sé cómo es la vejez, Hornkast… y es posible que usted también lo sepa, aunque no muestre signos externos de ella. Este hombre es doblemente viejo que cualquiera de nosotros. Padece cosas que difícilmente podemos imaginar. Yo digo: hay que ponerle fin. Ahora. Hoy mismo.
—No tenemos derecho a hacerlo —dijo Hornkast—. Se lo aseguro, considero los sufrimientos de Tyeveras igual que usted. Pero la decisión no es nuestra.
—Hay que poner fin a esto, pese a todo.
—Lord Valentine debe aceptar la responsabilidad del caso.
—Lord Valentine jamás lo hará —murmuró Dilifon—. ¡Prolongará esta farsa cincuenta años!
—Le corresponde a él decidir —repuso con firmeza Hornkast.
—¿Somos siervos de la Corona o del Pontífice? —preguntó Dilifon.
—Sólo hay un gobierno, con dos monarcas, y sólo uno de ellos es competente en estos momentos. Servimos al Pontífice sirviendo a la Corona. Y…
De la urna que mantenía vivo al enfermo brotó un aullido de rabia y luego un silbido inspirado, espectral, y tres gruñidos muy roncos. Y las mismas palabras que antes, mucho más claras:
—Valentine… Pontífice de Majipur… ¡Yo te saludo!
—Oye lo que decimos, y eso le enoja. Está suplicando la muerte —dijo Dilifon.
—O tal vez piensa que ya la ha conseguido —sugirió Narrameer.
—No, no. Dilifon está en lo cierto —respondió Hornkast—. Tyeveras nos ha oído. Sabe que no vamos a satisfacer su deseo.
—Vamos. Levántate. Anda. —Lamentos. Barboteos—. ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!
Con un desespero que no había sentido desde hacía décadas, el primer consejero se precipitó hacia la esfera del enfermo, casi dispuesto a separar cables y tubos de sus alojamientos y poner fin al drama. Pero naturalmente ello habría sido una locura. Hornkast se detuvo, miró el interior de la esfera, sus ojos se toparon con los de Tyeveras y el primer consejero tuvo que hacer un esfuerzo para no acobardarse al percibir la enorme tristeza que invadía su alma. El Pontífice había recobrado la cordura. El hecho era irrebatible. Tyeveras entendía que le privaban de la muerte por motivos de estado.
—¿Excelencia? —preguntó Hornkast, con el tono más modulado e intenso posible—. Excelencia, ¿podéis oírme? Cerrad un ojo si me oís.
No hubo respuesta.
—Creo que, a pesar de todo, me oís, majestad. Y os lo aseguro: conocemos vuestro sufrimiento. No permitiremos que lo sigáis padeciendo mucho tiempo más. Os lo prometemos, majestad.
Silencio. Quietud. Y de pronto…
—¡Vida! ¡Dolor! ¡Muerte!
Y acto seguido un gemido, un barboteo, un silbido y un aullido igual que un cántico que brota de la tumba.
—… y aquél es el templo de la Dama —dijo el alcalde, lord Sambigel, mientras señalaba la fachada del peñasco asombrosamente vertical que se alzaba al este de la ciudad—. El más sagrado de los santuarios de la Dama, si exceptuamos la misma Isla, por supuesto.
Valentine lo contempló. El templo relucía como un solitario ojo blanco fijo en la frente oscura del peñasco.
Era el cuarto mes del gran desfile, o el quinto, o quizás el sexto: días y semanas, ciudades y provincias, todo empezaba a oscurecerse y confundirse. Ese día Valentine había llegado al gran puerto de Alaisor, muy al norte de la costa noroccidental de Alhanroel. Detrás de él quedaban Treymone, Stoienzar, Vilimong, Estotilaup, Kimoise: ciudades y más ciudades, todas fluyendo en su cerebro hasta formar una vasta metrópolis extendida como un monstruo despacioso y de muchas patas sobre la faz de Majipur.
Sambigel, un hombre bajito y moreno con un borde de espeso vello negro en torno al contorno de su rostro, siguió hablando monótonamente, recibiendo a la Corona con las trivialidades más sonoras. Los ojos de Valentine estaban vidriosos, su mente erraba. Había oído lo mismo anteriormente, en Kikil, en Steenorp, en Klai: un momento que jamás sería olvidado, amor y gratitud del pueblo entero, orgullo por tal cosa, honra por tal otra… Sí. Sí. Valentine se preguntó en qué ciudad le habían enseñado el famoso lago que se esfumaba. ¿Simbilfant? Y el ballet aéreo había sido en Montepulsiane, ¿o en Ghrav? Las abejas doradas debía haberlas visto en Bailemoona, pero… ¿y la cadena celeste? ¿En Arkilon? ¿En Sennamole?
Una vez más miró hacia el templo del peñasco. El lugar le atraía poderosamente. Anhelaba encontrarse allí en aquel mismo momento: quedar atrapado por la garra de un ventarrón y volar como una hoja seca hasta la alta cima.
—¡Madre, déjame descansar contigo un rato! Hubo una pausa en el discurso del alcalde, o quizá había concluido. Valentine se volvió hacia Tunigorn.
—Encárgate de que yo pueda dormir en ese templo esta noche —le dijo.
Sambigel quedó desconcertado.
—Tenía entendido, mi señor, que deseabais ver la tumba de lord Stiamot esta tarde, y luego ir a la recepción en el Salón del Topacio, antes de la cena en…
—Lord Stiamot lleva ocho milenios esperando que yo le rinda homenaje. Puede aguardar un día más.
—Naturalmente, mi señor. Así será, mi señor. —Sambigel hizo un apresurado frenesí de estallidos estelares—. Notificaré a la jerarca Ambargade que vos seréis su huésped esta noche. Y ahora, si me lo permitís, mi señor, deseamos ofrecerle una distracción…
Una orquesta acometió los primeros compases de un alborozado himno. De centenares y centenares de gargantas brotó algo que indudablemente debían ser versos conmovedores, aunque Valentine no logró entender una sola sílaba. Permaneció impasible, contemplando el inmenso gentío, haciendo algún saludo ocasional, risueño, encontrándose de vez en cuando con los ojos de ciudadanos maravillados que jamás olvidarían ese día. La sensación de irrealidad le abrumaba. No necesitaba estar vivo, pensó, para desempeñar aquel papel. Una estatua lo haría igualmente bien, o una graciosa marioneta, incluso una de las figuras de cera que había visto hacía tiempo en Pidruid, durante una noche de fiesta. Qué útil sería mandar una imitación de la Corona a estos acontecimientos sociales, un objeto capaz de escuchar seriamente, sonreír apreciativamente, saludar animadamente e incluso quizá pronunciar cuatro sentidas palabras de gratitud…
Por el rabillo del ojo vio que Carabella estaba mirándole con aire de preocupación. Hizo un gesto casi imperceptible con dos dedos de su mano derecha, una señal particular que sólo ellos dos conocían, para indicar a su esposa que se encontraba perfectamente. Pero la mirada de preocupación de Carabella no desapareció. Y a Valentine le pareció que Tunigorn y Lisamon Hultin se habían acercado poco a poco hasta ponerse muy cerca de él. ¿Para agarrarle si caía? Por los bigotes de Confalume, ¿pensaban que iba a desmayarse igual que en el Laberinto?
Se puso más erguido: saludo, sonrisa, inclinación de cabeza, saludo, sonrisa… Nada saldría mal. Nada. Nada. ¿Pero y aquella ceremonia, acaso no iba a terminar nunca?
Duró media hora más. Pero finalmente terminó, y el séquito real, a través de un pasadizo subterráneo, avanzó rápidamente hacia el alojamiento preparado para la Corona en el palacio del alcalde, al otro lado de la plaza.
—Me ha parecido que estabas poniéndote enfermo ahí arriba, Valentine —dijo Carabella en cuanto estuvieron a solas.
—Si el aburrimiento es una enfermedad, sí, estaba poniéndome enfermo —respondió Valentine con la máxima despreocupación posible.
Carabella guardó silencio unos instantes.
—¿Es absolutamente necesario prolongar este gran desfile? —dijo después.
—Sabes que no tengo elección.
—Me preocupas.
—¿Por qué, Carabella?
—A veces creo que he dejado de conocerte. ¿Quién es esta persona pensativa e irritable que comparte mi cama? ¿Qué se ha hecho del hombre llamado Valentine al que hace tiempo conocí en Pidruid?
—Continúa aquí.
—Eso debo creer. Pero oculto, del mismo modo que el sol se oculta cuando lo tapa la sombra de una luna. ¿Qué sombra te oculta a ti, Valentine? ¿Qué sombra hay en el mundo? Algo raro te ocurrió en el Laberinto. ¿Qué es? ¿Por qué?
—El Laberinto no es un lugar alegre para mí, Carabella. Tal vez me sentía encerrado allí, enterrado, asfixiado… —Sacudió la cabeza—. Fue raro, sí. Pero el Laberinto ha quedado muy detrás. En cuanto empezamos a viajar por tierras más felices noté que recobraba mi antigua personalidad, volví a conocer la alegría, el amor, yo…
—Tu te engañas, es posible, pero no puedes engañarme a mí. Aquí no hay alegría para ti, no ahora. Al principio te embebías en todo como si te fuera imposible quedar saciado… deseabas ir a todas partes, verlo todo, probar todo lo que había por probar… pero eso terminó. Lo veo en tus ojos, lo veo en tu cara. Vas por ahí como un sonámbulo. ¿Vas a negarlo?
—Cada vez estoy más aburrido, sí. Admito eso.
—¡En ese caso abandona el gran desfile! ¡Regresa al Monte, un lugar que tú adoras, donde siempre has sido feliz!
—Soy la Corona. La Corona tiene la sagrada obligación de presentarse ante el pueblo que gobierna. Debo eso al pueblo.
—En ese caso, ¿qué obligaciones tienes para contigo mismo?
Valentine se alzó de hombros.
—¡Te lo ruego, cariño! Aunque me aburra mucho, y me aburro, no lo niego, oigo discursos en sueños, veo interminables desfiles de malabaristas y acróbatas… Pero a pesar de todo, nadie muere de aburrimiento. El gran desfile es mi obligación. Debo continuar.
—Al menos anula la etapa de Zimroel, si continúas. Un continente es más que suficiente. Necesitarás meses simplemente para regresar al Monte del Castillo desde aquí, si es que te detienes en todas las ciudades importantes del camino. ¿Y luego Zimroel? Piliplok, Ni-moya, Til-omon, Narabal, Pidruid… ¡Serán años, Valentine!
La Corona movió lentamente la cabeza.
—Tengo obligaciones con todos los habitantes, no solo con los que viven en Alhanroel, Carabella.
—Hasta ahí lo comprendo —repuso ella mientras le cogía de la mano—. Pero tal vez estás exigiéndote demasiado. Te lo pido por segunda vez: considera la posibilidad de eliminar Zimroel del recorrido. ¿Lo harás? ¿Lo meditarás un poco al menos?
—Volvería al Monte del Castillo esta misma noche, si pudiera. Pero debo continuar. Debo hacerlo.
—Esta noche, en el templo, esperas hablar en sueños con tu madre la Dama, ¿no es cierto?
—Sí —dijo él—. Pero…
—En ese caso prométeme una cosa. Si llegas a su mente con la tuya, pregúntale si debes ir a Zimroel. Que su consejo te guíe en este aspecto, como lo ha hecho en otros muchos. ¿Lo harás?
—Carabella…
—¿Se lo preguntarás, por favor? ¡Sólo es preguntar!
—Perfectamente —respondió Valentine—. Se lo preguntaré. No prometo más.
Carabella le miró maliciosamente.
—¿Tengo aspecto de esposa regañona, Valentine? ¿Porque te incordio y te presiono de esta forma? Lo hago por el amor, y tú lo sabes.
—Lo sé —dijo él, y agarró a Carabella y la abrazó.
No hicieron más comentarios, puesto que era la hora de prepararse para el viaje a los montes Alaisor donde se hallaba el templo de la Dama. El crepúsculo había empezado cuando partieron por la estrecha y tortuosa ruta, y las luces de Alaisor chispeaban detrás como millones de brillantes gemas esparcidas sin cuidado por la llanura.
La jerarca Ambargarde, una mujer alta, de aspecto regio, con los ojos muy vivos y el cabello cano y lustroso, aguardaba en la entrada del templo para recibir a la Corona. Mientras las maravilladas acólitas contemplaban boquiabiertas la escena, Ambargarde ofreció una bienvenida breve y cordial (Valentine era, dijo, la primera Corona que visitaba el templo desde los tiempos de lord Tyeveras y su segundo gran desfile) y le condujo por hermosos huertos hasta que el templo en sí se hizo visible. Era un edificio alargado de un solo piso de altura, construido con piedra blanca, sin ornamentos, incluso severo, situado en un jardín espacioso y de gran simplicidad y belleza. La fachada occidental se curvaba formando un arco de media luna en torno al borde de la montaña, permitiendo ver el mar. Y en la parte interna, diversas alas separadas formando ángulos muy agudos irradiaban hacia el este.
Valentine atravesó una logia y llegó a un pequeño pórtico aparentemente suspendido en el espacio, en el borde más exterior del peñasco. Allí permaneció largo rato en silencio, con Carabella y la jerarca detrás de él, y Sleet y Tunigorn muy cerca. El lugar era prodigiosamente silencioso: Valentine no oyó nada aparte de los embates del viento frío que soplaba sin pausa desde el noroeste, y la suave agitación de la capa escarlata de Carabella. Bajó la mirada hacia Alaisor. El enorme puerto de mar era un gigantesco abanico extendido en la base del risco, tan prolongado hacia el norte y hacia el sur que era imposible de ver sus límites. Los oscuros radios de colosales avenidas cruzaban el lugar de parte a parte y convergían en un círculo distante y apenas visible de grandes bulevares donde seis obeliscos gigantes se alzaban hacia el cielo: la tumba de lord Stiamot, conquistador de los metamorfos. Más allá sólo había mar, de color verde oscuro, envuelto por neblina muy baja.
—Vamos, mi señor —dijo Ambargarde—. La última luz del día está apagándose. ¿Me permitís llevaros a vuestros aposentos?
Esa noche iba a dormir solo, en una habitación pequeña y austera cerca del tabernáculo. No comería ni bebería nada aparte del vino de los oráculos, el vino que abriría su mente y la haría accesible a la Dama. En cuanto se fue Ambargarde, Valentine se volvió hacia Carabella.
—No he olvidado mi promesa, amor —le dijo.
—Lo sé. Oh, Valentine, ¡ojalá te diga que regreses al Monte!
—¿Seguirás su consejo si ella no dice eso?
—¿Cómo puedo impedir tu decisión, sea cual sea? Eres la Corona. Pero ojalá te diga que regreses. Sueña bien, Valentine.
—Sueña bien, Carabella.
La mujer se fue. Valentine estuvo unos momentos junto a la ventana, observando como la noche engullía la costa y el mar. En algún lugar al oeste de allí, como Valentine sabía perfectamente, se hallaba la Isla del Sueño, dominio de su madre, muy por debajo del horizonte, el hogar de la Dama dulce y bendita que aportaba sabiduría al mundo mientras éste soñaba. Valentine miró fijamente hacia el mar, buscó entre la niebla y la oscuridad creciente como si por el simple hecho de mirar con la intensidad suficiente le fuera posible ver los cimientos de brillante caliza blanca sobre los que se alzaba la Isla. Después se desnudó y se tendió en el sencillo camastro que constituía el único mueble de la habitación y levantó el vaso que contenía el vino onírico de color rojo oscuro. Tomó un buen trago de aquel líquido espeso y dulce, después otro, y se tendió y se sumió en el estado de trance que abriría su mente a impulsos llegados de lejos, y aguardó la llegada del sueño.
—Ven a mí, madre. Soy Valentine.
La somnolencia se apoderó de él, y Valentine cayó dormido.
—Madre…
—Dama…
—Madre…
Los fantasmas empezaron a danzar en su cerebro. Figuras alargadas y tenues salieron violentamente como si fueran burbujas de los respiraderos del suelo y ascendieron formando espirales hacia el techo del cielo. Manos sin cuerpo brotaron de los troncos de los árboles, en las piedras grandes se abrieron ojos amarillos y a los ríos les creció el pelo. Valentine observó y aguardó, dejó que su ser se deslizara hacia abajo y cada vez más abajo en el reino de los sueños, y de modo incesante proyectó su alma hacia la Dama.
Más tarde tuvo un vislumbre de la anciana sentada junto al estanque octogonal, en sus aposentos de exquisita piedra blanca, en el Templo Interior de la Isla. Estaba inclinada hacia adelante, como si examinara su reflejo. Valentine flotó hacia ella, quedó suspendido detrás de la mujer, bajó la vista y vio la cara familiar que relucía en el estanque, el cabello oscuro y brillante, los labios carnosos y la mirada cordial y cariñosa, la flor que como de costumbre llevaba en una oreja, la cinta plateada en la frente.
—¿Madre? —dijo en voz baja—. Soy Valentine. Ella volvió la cara para mirarle. Pero el rostro que vio Valentine fue el de una desconocida: un rostro pálido, macilento, serio, confundido.
—¿Quién es usted? —musitó Valentine.
—¡Vaya, pero si tú lo sabes! ¡Soy la Dama de la Isla!
—No… no…
—Puedes estar seguro.
—No.
—¿Por qué has venido a verme? No deberías haber hecho eso, porque eres Pontífice y es más correcto que viaje yo para verte que tú para verme.
—¿Pontífice? Corona, querrá decir.
—Ah, ¿he dicho eso? En tal caso, me he equivocado.
—¿Y mi madre? ¿Dónde está?
—Yo soy tu madre, Valentine.
Y de hecho el rostro pálido y macilento era tan sólo una máscara, que fue menguando y se desprendió igual que una envoltura de piel vieja y dejó al descubierto la maravillosa sonrisa de su madre, los ojos sosegadores de su madre. Y también esta cara se desprendió para mostrar de nuevo la anterior, y luego apareció la verdadera Dama bajo ésa, aunque en esta ocasión la anciana lloraba. Valentine extendió los brazos hacia ella y sus manos atravesaron el cuerpo de su madre y se encontró solo. La Dama no volvió con él esa noche, aunque Valentine la buscó visión tras visión, en dominios tan extraños que él se habría retirado gustosamente de haber podido hacerlo. Y por fin abandonó la búsqueda y se rindió al sueño más profundo y desprovisto de sueños de todos los sueños.
Cuando despertó ya era media mañana. Se bañó, salió de su habitación y encontró allí a Carabella, con el semblante contraído y tenso y los ojos enrojecidos como si no hubiera dormido en toda la noche.
—¿Cómo se encuentra mi señor? —preguntó de inmediato.
—No he averiguado nada esta noche. Mis sueños han sido huecos y la Dama no ha querido hablarme.
—¡Oh, amor, cuánto lo siento!
—Lo intentaré otra vez la próxima noche. Tal vez bebí poco vino onírico, o demasiado. La jerarca me aconsejará. ¿Has comido algo, Carabella?
—Hace rato. Pero desayunaré otra vez contigo, si lo deseas. Y Sleet quiere verte. Por la noche llegó cierto mensaje urgente y él quiso avisarte inmediatamente, pero yo se lo prohibí.
—¿Qué mensaje es ése?
—Sleet no me ha dicho nada. ¿Mando a buscarlo? Valentine asintió.
—Esperaré allí —dijo, y señaló con un gesto de su brazo el pequeño pórtico con vistas al lado exterior del peñasco.
Sleet iba acompañado de un desconocido cuando se presentó: un hombre delgado de piel muy lisa con el rostro triangular, amplias cejas y ojos grandes y sombríos que hizo rápidamente el gesto del estallido estelar y permaneció mirando con fijeza a Valentine como si la Corona fuera una criatura de otro mundo.
—Excelencia, os presento a Y-Uulisaan, que llegó de Zimroel ayer por la noche.
—Un nombre inusual —dijo Valentine.
—Ha sido el de nuestra familia durante muchas generaciones, mi señor. Soy colaborador del despacho de asuntos agrícolas de Ni-moya y mi misión es traeros nuevas desafortunadas de Zimroel.
Valentine notó que se le encogía el pecho. Y-Uulisaan mostró un manojo de carpetas.
—Todo está explicado aquí… todos los detalles de las plagas, las zonas afectadas, el alcance de los daños…
—¿Plagas? ¿Qué plagas?
—En las zonas agrícolas, mi señor. En Dulorn ha reaparecido la roya de la lusavándula, y además han muerto muchos nikos al oeste de la Fractura, y también están afectados la estacha y el gleino, y los gusanos de las raíces han atacado la roza y el milaile en…
—¡Divino mío! —exclamó de pronto Carabella—. ¡Miren, miren, allí!
Valentine se giró en redondo para mirar a su esposa. La mujer estaba señalando hacia el cielo. Ayudado por la animada brisa, un extraño ejército de criaturas de gran tamaño, lustrosas y transparentes, distintas a todo cuanto había visto Valentine, se desplazaba por el cielo tras haber aparecido de súbito por el oeste. Poseían cuerpos de un diámetro aproximadamente igual al del tronco humano, tenían forma de copas relucientes curvadas hacia arriba para flotar mejor y largas patas peludas que mantenían estiradas por todos lados. Sus ojos, dispuestos en hileras dobles en la cabeza, eran cuentas negras y brillantes del tamaño de puños y relumbraban cegadoramente al sol. Cientos, miles de arañas estaban pasando por encima, un desfile migratorio, un río de rarísimos espectros en el cielo.
—¡Qué bichos tan monstruosos! —exclamó Carabella, estremecida—. Como si hubieran salido del peor envío del Rey de los Sueños.
Valentine contempló asombrado y horrorizado el paso de los insectos, que bajaban y subían rápidamente llevados por el viento. Gritos de alarma sonaron en el patio del templo. Valentine, tras hacer una seña a Sleet para que le siguiera, corrió hacia el interior del recinto y vio a la anciana jerarca de pie en el centro del césped, apuntando a todas partes un lanzaenergía. El aire estaba lleno de seres flotantes, algunos de los cuales caían hacia el suelo, y la jerarca y cinco o seis acólitas intentaban aniquilarlos antes de que tocaran tierra, aunque varias decenas ya lo habían hecho. En cuanto caían quedaban inmóviles. Pero el césped de color verde vivo se quemaba instantáneamente y quedaba amarillento en una zona de extensión doble que el tamaño de los insectos.
Al cabo de unos minutos terminó la acometida. Las criaturas flotantes acabaron de pasar la zona del templo y desaparecieron por el este, pero los huertos y el jardín del templo tenían el mismo aspecto que si hubieran sido atacados con sopletes. Ambargarde, al ver a Valentine, bajó el lanzaenergía y se acercó lentamente a la Corona.
—¿Qué eran esos animales? —inquirió.
—Arañas eólicas, mi señor.
—No había oído hablar de ellas. ¿Son nativas de esta región?
—¡No, gracias al Divino, mi señor, no! Proceden de Zimroel, de las montañas de Khyntor. Todos los años, cuando llega la época de apareamiento, se lanzan al viento a gran altura y se aparean en el cielo, y ponen sus huevos fértiles, que son empujados hacia el este por los vientos contrarios más bajos de las montañas hasta que caen en los sitios de incubamiento. Pero las adultas quedan atrapadas por las corrientes de aire y acaban en el mar, y a veces llegan incluso hasta la costa de Alhanroel.
Sleet, con una mueca de disgusto, se acercó a una de las últimas arañas eólicas que habían caído en las proximidades. El animal estaba muy quieto y sólo hacía movimientos casi imperceptibles, retorcía débilmente sus patas gruesas y peludas.
—¡No se acerque! —gritó Ambargarde—. ¡Todo él es venenoso!
La jerarca llamó a una acólita, que acabó con la araña mediante una ráfaga de su lanzaenergía.
—Antes de aparearse —dijo Ambargarde a Valentine— son seres totalmente inofensivos, comen hojas, tallos blandos y cosas similares. Pero en cuanto ponen huevos sufren un cambio y son peligrosos. Ya veis lo que han hecho con las hierbas. Tendremos que excavar toda la tierra afectada, o nada volverá a crecer aquí.
—¿Y esto sucede todos los años? —preguntó Valentine.
—¡Oh, no, no, gracias al Divino! Casi todas las arañas perecen en el mar. Sólo una vez en muchos años llegan tan lejos. Pero cuando lo hacen… ¡ah, mi señor, siempre es un año de malos augurios!
—¿Cuándo vinieron por última vez? —inquirió la Corona. Ambargarde pareció dubitativa.
—En el año de la muerte de vuestro hermano, lord Voriax, mi señor —contestó por fin.
—¿Y anteriormente?
Los labios de la jerarca temblaban cuando contestó.
—No lo recuerdo. Tal vez hace diez años, tal vez quince.
—¿No fue en el año de la muerte de lord Malibor, por casualidad?
—Mi señor… perdonadme…
—No hay nada que precise mi perdón —dijo tranquilamente Valentine.
Se alejó del grupo y contempló los lugares quemados en el devastado césped. En el Laberinto, pensó, la Corona queda impresionada por oscuras visiones en la mesa del festín. En Zimroel hay plagas en los cultivos. En Alhanroel llegan las arañas eólicas, portadoras de malos augurios. Y cuando llamo a mi madre en sueños, veo la cara de una desconocida. El mensaje es muy claro, ¿no es cierto? Sí. El mensaje es muy claro.
—¡Sleet! —gritó.
—¿Excelencia?
—Busca a Asenhart, y que apreste la flota. Navegaremos en cuanto sea posible.
—¿A Zimroel, mi señor?
—Antes a la Isla, a fin de que pueda conferenciar con la Dama. Y luego a Zimroel, sí.
—¿Valentine? —sonó una voz muy fina.
Era Carabella. Sus ojos estaban fijos, muy raros, y su semblante, pálido. En ese momento casi tenía el aspecto de una niña: una niña pequeña y asustada cuyo espíritu ha sido rozado durante la noche por el Rey de los Sueños.
—¿Qué mal anda suelto en nuestra tierra, mi señor? —preguntó con una voz que Valentine apenas oyó—. ¿Qué será de nosotros, mi señor? Contéstame: ¿qué será de nosotros?