El Hospital de Moribundos, de Park Lane, era una torre de sesenta plantas, recubierto de azulejos color de prímula. Cuando el Salvaje se apeó del taxicóptero, un convoy de vehículos fúnebres aéreos, pintados de alegres colores, despegó de la azotea y voló en dirección a poniente, rumbo al Crematorio de Slough, cruzando el parque. Ante la puerta del ascensor, el portero principal le dio la información requerida, y John bajó a la sala 81 (la Sala de la senilidad galopante, como le explicó el portero), situada en el piso séptimo.
Era una vasta sala pintada de amarillo y brillantemente iluminada por el sol, que contenía una veintena de camas, todas ellas ocupadas. Linda agonizaba en buena compañía; en buena compañía y con todos los adelantos modernos. El aire se hallaba constantemente agitado por alegres melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara a su moribundo ocupante, había un aparato de televisión. La televisión funcionaba, como un grifo abierto, desde la mañana a la noche. Cada cuarto de hora, por un procedimiento automático se variaba el perfume de la sala.
– Procuramos -explicó la enfermera que había recibido al Salvaje en la puerta-, procuramos crear una atmósfera tan agradable como sea posible, algo así como un intercambio entre un hotel de primera clase y una sala de sensorama, ¿comprende lo que quiero decir?
– ¿Dónde está Linda? -preguntó el Salvaje, haciendo caso omiso de tan corteses explicaciones.
La enfermera se mostró ofendida.
– Lleva usted mucha prisa -dijo.
– ¿Cabe alguna esperanza? -preguntó John.
– ¿De que no muera, quiere decir?
– John afirmó. No, claro que no. Cuando envían a alguien aquí, no hay…
– Sorprendida ante la expresión de dolor y la palidez del rostro del muchacho, la enfermera se interrumpió-.
Bueno, ¿qué le pasa? -preguntó. No estaba acostumbrada a aquellas reacciones en sus visitantes, que, por cierto, eran muy escasos, como es lógico-. No se encontrará mal, ¿verdad?
John denegó con la cabeza.
– Es mi madre -dijo, con voz apenas audible.
La enfermera le miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e inmediatamente desvió la mirada, sonrojada como una ascua.
– Acompáñeme a donde está Linda -dijo el Salvaje, haciendo un esfuerzo por hablar en tono normal.
Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la sala. Rostros todavía lozanos y sonrosados (porque la sensibilidad era un proceso tan rápido que no tenía tiempo de marchitar las mejillas, y sólo afectaba al corazón y el cerebro) se volvían a su paso. Su avance era seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos seres sumidos en la segunda infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se estremeció.
Linda yacía en la última cama de la larga hilera, contigua a la pared. Recostada sobre unas almohadas, contemplaba las semifinales del Campeonato de tenis Riemann Sudamericano, que se jugaba en silenciosa y reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro del pequeño rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un acuario: habitantes mudos, pero agitados, de otro mundo.
Lindá contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin comprender. Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión de estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados se cerraban, y parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero sobresalto, se despertaba de nuevo, y volvía al acuario de Ios Campeonatos de Tenis, a la versión que ofrecía la Super-Voz -Wurlitzeriana de Abrázame hasta drogarme, amor mío, al cálido aliento de verbena que brotaba el ventilador colocado por encima de su cabeza. Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual formaba parte todo esto, transformado y embellecido por el soma que circulaba por su sangre, y sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.
– Bueno, tengo que irme -dijo la e nfermera.Está a punto de llegar el grupo de niños. Además, debo atender al número 3. -Y señaló hacia un punto de la sala-. Morirá de un momento a otro. Bueno, está usted en su casa.
Y se alejó rápidamente.
El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.
– Linda -murmuró, cogiéndole una mano.
Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos brilló el conocimiento. Apretó la mano de su hijo, sonrió y movió los labios; después, súbitamente, la cabeza le cayó hacia delante. Se había dormido. John permaneció a su lado, mirándola, buscando a través de aquella piel envejecida -y encontrándola-, aquella cara joven, radiante, que se asomaba sobre su niñez, en Malpaís, recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus movimientos, todos los acontecimientos de su vida en común. Arre, estreptococos, a Banbury-T… ¡Qué bien cantaba su madre! Y aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y misteriosos se le antojaban!
Vitamina A, vitamina B, vitamina C,
la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.
Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las lágrimas acudían a los ojos de John. Después, las lecciones de lectura: El crío está en el frasco; el gato duerme. Y las Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el Almacén de Embriones. Y las largas veladas cabe al fuego, o, en verano, en la azotea de la casita, cuando ella le contaba aquellas historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso de bondad y de belleza, John conservaba todavía intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel Londres real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de carne y hueso.
El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y, después de secarse rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad. Iban acercándose, mellizo tras mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido -porque entre todos sólo tenían uno- miraba con expresión de perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con la boca abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un momento la sala quedó llena de ellos. Hormigueaban entre las camas, trepaban por ellas, pasaban por debajo de las mismas, a gatas, miraban la televisión o hacían muecas a los pacientes.
Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a los pies de su cama, mirando con la curiosidad estúpida y atemorizada de animales súbitamente enfrentados con lo desconocido.
– ¡Oh, mirad, mirad! -Hablaban en voz muy alta, asustados-. ¿Qué le pasa? ¿Por qué está tan gorda?