TYRION

Cuando llegó el amanecer se dio cuenta de que no soportaba pensar en la comida. «Puede que me hayan condenado antes de la puesta del sol.» Tenía el estómago lleno de bilis y le picaba la nariz. Tyrion se la rascó con la punta de la daga. «Sólo tengo que soportar a un testigo más y luego me tocará el turno.» Pero ¿qué podía hacer? ¿Negarlo todo? ¿Acusar a Sansa y a Ser Dontos? ¿Confesar, con la esperanza de pasar el resto de sus días en el Muro? ¿Tirar los dados y rezar por que la Víbora roja pudiera derrotar a Ser Gregor Clegane?

Tyrion pinchó la grasienta salchicha con indiferencia. Habría preferido que fuera su hermana.

«En el Muro hace un frío de cojones, pero al menos estaría lejos de Cersei.» Como explorador no sería gran cosa, pero en la Guardia de la Noche no sólo hacían falta hombres fuertes, también eran necesarios los inteligentes. Eso le había dicho el Lord Comandante Mormont cuando Tyrion visitó el Castillo Negro. «Está el problema de esos votos tan inconvenientes, claro.» Aquello implicaba el fin de su matrimonio y de cualquier derecho que pudiera tener sobre Roca Casterly, pero no parecía que su destino fuera disfrutar de ninguna de las dos cosas. Y si mal no recordaba, en una aldea cercana había un prostíbulo.

No era la vida que había soñado, pero era una vida. Para ganársela lo único que tenía que hacer era confiar en su padre, levantarse sobre aquellas piernas atrofiadas y decir: «Sí, lo confieso, fui yo». Eso era lo que le provocaba un nudo en las tripas. Casi deseaba haberlo hecho, ya que de todas maneras iba a pagar por ello.

—¿Mi señor? —dijo Podrick Payne—. Están aquí, mi señor. Ser Addam. Y los capas doradas. Esperan afuera.

—Dime la verdad, Pod, ¿crees que fui yo?

El chico titubeó. Cuando intentó hablar lo único que le salió fue una especie de gemido.

«Estoy perdido.» Tyrion suspiró.

—No hace falta que respondas. Has sido un buen escudero para mí. Mejor de lo que merecía. Pase lo que pase hoy, te doy las gracias por tus leales servicios.

Ser Addam y seis capas doradas aguardaban al otro lado de la puerta. Por lo visto aquella mañana no tenía nada que decirle. «Otro hombre honrado que cree que he asesinado a uno de mi sangre.» Tyrion reunió toda la dignidad que pudo y anadeó escaleras abajo. Sintió las miradas de todos clavadas en él mientras cruzaba el patio: los guardias de la muralla, los mozos de cuadras de los establos, los pinches de cocina, las lavanderas, las criadas… Dentro del salón del trono los caballeros y los señores menores les abrieron paso y susurraron comentarios a los oídos de sus damas.

En cuanto Tyrion ocupó su lugar ante los jueces otro grupo de capas doradas entró en el salón escoltando a Shae.

«Varys la ha traicionado —pensó. Sintió una mano helada que le oprimía el corazón. Luego lo recordó—. No. Yo fui quien la traicionó. Tendría que haberla dejado con Lollys. Interrogaron a las doncellas de Sansa, claro, yo habría hecho lo mismo.» Tyrion se frotó el muñón de la nariz y se preguntó por qué Cersei querría interrogarla. «Shae no sabe nada que pueda hacerme daño.»

—Lo planearon entre los dos —dijo ella, la muchacha a la que amaba—. El Gnomo y Lady Sansa lo planearon tras la muerte del Joven Lobo. Sansa quería vengar a su hermano y Tyrion pretendía ocupar el trono. A continuación iba a matar a su hermana y después a su señor padre para convertirse en la Mano del príncipe Tommen. Pero cuando pasara un año o así, antes de que Tommen se hiciera demasiado mayor, también lo haría matar y se coronaría él mismo.

—¿Cómo sabes todo esto? —exigió saber el príncipe Oberyn—. ¿Por qué haría partícipe el Gnomo de sus planes a la doncella de su esposa?

—Algunas cosas las oí de pasada, mi señor —dijo Shae—, y otras se le escapaban a mi señora. Pero la mayor parte las supe de sus labios. No era sólo la doncella de Sansa, también he sido la puta del enano todo el tiempo que lleva en Desembarco del Rey. La mañana de la boda me llevó a rastras abajo, adonde guardan los cráneos de los dragones, y me folló allí mismo, en medio de los monstruos. Cuando me vio llorar me dijo que era una ingrata, que no cualquier chica tenía el honor de ser la puta de un rey. Fue entonces cuando me contó cómo pensaba llegar a rey. Me dijo que ese pobre chico, Joffrey, nunca conocería a su esposa tal como él me estaba conociendo a mí. —Entonces empezó a sollozar—. No quería ser una puta, mis señores. Me iba a casar. Mi prometido era un escudero, un muchacho bueno, valiente y gentil. Pero el Gnomo me vio en el Forca Verde y puso al chico con el que me iba a casar en la primera fila de la vanguardia, y cuando murió mandó a sus salvajes a que me llevaran a su tienda. A Shagga, el grandullón, y a Timett, el del ojo quemado. Me dijo que si no lo complacía me entregaría a ellos, así que obedecí. Luego me trajo a la ciudad para tenerme cerca siempre que me quisiera. Me obligaba a hacer unas cosas horribles…

—¿Qué clase de cosas? —El príncipe Oberyn la miró con curiosidad.

—Cosas que no se pueden contar. —Cuando las lágrimas empezaron a correr por aquel bello rostro no hubo hombre en la sala que no deseara tomar a Shae en sus brazos para consolarla—. Con la boca y… con otras partes, mi señor. Todas mis partes. Me utilizó de todos los modos posibles y… Y me obligaba a decirle lo grande que era. Me obligaba a llamarlo «mi gigante». «Mi gigante de Lannister».

Osmund Kettleblack fue el primero en echarse a reír. Luego se le unieron Boros y Meryn, Cersei, Ser Loras, y más damas y señores de los que habría podido contar. La repentina oleada de risas retumbó en el Trono de Hierro y sacudió las vigas del techo.

—Es verdad —protestó Shae—. Mi gigante de Lannister.

Las carcajadas se redoblaron. Las bocas se abrieron en muecas de diversión infinita, las barrigas temblaron. Algunos se rieron tanto que se les salieron los mocos.

«Yo os salvé a todos —pensó Tyrion—. Salvé esta ciudad de mierda y vuestras vidas insignificantes.» Había cientos de personas en el salón del trono y todos se reían a excepción de su padre. O eso le parecía. Hasta la Víbora Roja reía a carcajadas, y Mace Tyrell parecía al borde de un ataque, pero Lord Tywin Lannister, sentado entre ellos, parecía una estatua de piedra con los dedos entrecruzados bajo la barbilla.

—¡Mis señores! —rugió Tyrion dando un paso adelante.

Tuvo que gritar mucho para hacerse oír. Su padre alzó una mano. Poco a poco se fue haciendo el silencio en el salón.

—Quitad a esa puta mentirosa de mi vista y confesaré —dijo Tyrion.

Lord Tywin asintió e hizo una señal. Shae puso cara de terror cuando los capas doradas formaron en torno a ella. Su mirada se llegó a cruzar con la de Tyrion mientras la escoltaban fuera de la estancia. ¿Fue vergüenza lo que vio en sus ojos o tal vez miedo? Se preguntó qué le habría prometido Cersei.

«Te dará el oro, las joyas, lo que sea que le pidieras —pensó mientras veía alejarse su espalda—, pero antes de que cambie la luna te tendrá divirtiendo a los capas doradas en sus barracones.»

Tyrion alzó la vista hacia los duros ojos verdes de su padre, con sus motas de frío oro.

—Culpable —dijo—, muy culpable. ¿Es eso lo que queríais que dijera?

Lord Tywin no respondió. Mace Tyrell asintió. El príncipe Oberyn parecía algo decepcionado.

—¿Admitís que envenenasteis al rey?

—Ni por asomo —respondió Tyrion—. De la muerte de Joffrey soy inocente. Soy culpable de un crimen mucho más horrendo. —Dio un paso hacia su padre—. Nací. Sobreviví. Soy culpable de ser un enano, lo confieso. Y por muchas veces que me haya perdonado mi bondadoso padre, siempre persistí en mi infamia.

—Esto es absurdo, Tyrion —declaró Lord Tywin—. Habla del tema que nos ocupa. No se te está juzgando por ser enano.

—Ahí es donde te equivocas, mi señor. Se me ha estado juzgando por ser enano toda mi vida.

—¿No tienes nada que decir en tu defensa?

—Sólo una cosa: Yo no lo hice. Pero ahora me gustaría haberlo hecho. —Se volvió para enfrentarse a la sala, a aquel mar de caras pálidas—. Me gustaría tener veneno suficiente para todos vosotros. Hacéis que lamente no ser el monstruo que creéis que soy, pero así es. Soy inocente, y sé que aquí no voy a conseguir justicia. No me dejáis más salida que recurrir a los dioses. Exijo un juicio por combate.

—¿Es que has perdido los sesos? —dijo su padre.

—No, los he encontrado. ¡Exijo un juicio por combate!

Su querida hermana estaba de lo más satisfecha.

—Lo asiste ese derecho, mis señores —recordó a los jueces—. Que lo juzguen los dioses. Ser Gregor Clegane luchará por Joffrey. Regresó a la ciudad hace dos noches para poner su espada a mi servicio.

El rostro de Lord Tywin estaba tan granate que por un instante Tyrion pensó que también él había bebido vino envenenado. Dio un puñetazo en la mesa, tan furioso que no podía hablar. Fue Mace Tyrell quien se volvió hacia Tyrion.

—¿Tenéis un campeón que defienda vuestra inocencia? —le preguntó.

—Lo tiene, mi señor. —El príncipe Oberyn de Dorne se puso en pie—. El enano me ha convencido.

El rugido fue ensordecedor. Una de las cosas que más satisfacción provocaron a Tyrion fue la sombra de duda que asomó a los ojos de Cersei. Hicieron falta un centenar de capas doradas dando golpes contra el suelo con el asta de la lanza para que se volviera a hacer el silencio en el salón del trono. Para entonces Lord Tywin Lannister ya había recuperado la compostura.

—Este asunto quedará zanjado mañana —declaró con voz retumbante—. Yo me lavo las manos.

Lanzó una mirada fría y airada a su hijo enano y salió de la estancia por la puerta del rey, detrás del Trono de Hierro, acompañado por su hermano Kevan.

Más tarde, de vuelta en su celda de la torre, Tyrion se sirvió una copa de vino y envió a Podrick Payne a buscar queso, pan y aceitunas. Dudaba mucho de que pudiera retener en el estómago nada más contundente.

«¿Creías que me dejaría matar como un borrego, padre? —preguntó a la sombra que las velas proyectaban contra la pared—. Me parezco demasiado a ti para eso.» Sentía una extraña tranquilidad al haber arrancado de las manos de su padre el poder sobre la vida y la muerte para ponerlo en manos de los dioses. «Suponiendo que existan los dioses y que yo les importe una mierda. Si no, estoy en manos del dorniense.» Pasara lo que pasara Tyrion tenía la satisfacción de saber que había hecho añicos los planes de Lord Tywin. Si el príncipe Oberyn ganaba, se acrecentaría el odio de Altojardín contra el dorniense; Mace Tyrell vería al hombre que había dejado tullido a su hijo hacer que el enano que estuvo a punto de envenenar a su hija escapara de su justo castigo. Y si la Montaña triunfaba, era más que probable que Doran Martell exigiera saber por qué a su hermano se le había dado la muerte en vez de la justicia prometida por Tyrion. Tal vez Dorne coronara a Myrcella al fin y al cabo.

Casi valía la pena morir con tal de causar tantos problemas. «¿Irás a ver cómo acaba todo, Shae? ¿Estarás con los demás para presenciar cómo Ser Ilyn me corta esta cabeza tan fea? ¿Echarás de menos a tu gigante de Lannister cuando esté muerto?» Apuró el vino, tiró la copa a un lado y empezó a cantar a voz en grito.

Recorrió las calles de la urbe

desde lo alto de su colina.

Por callejones y escalones,

a la llamada de una mujer acude.

Porque ella era su secreto tesoro,

era su alegría y su deshonra.

Nada son una torre ni una cadena

si a un beso de mujer se las compara.

Ser Kevan no fue a visitarlo aquella noche. Seguramente estaba con Lord Tywin, tratando de aplacar a los Tyrell. «Me temo que no volveré a ver a mi tío.» Se sirvió otra copa de vino. Una lástima que hubiera hecho matar a Symon Pico de Oro antes de saberse toda la letra de la canción. Lo cierto es que no era tan mala, sobre todo comparada con las que se escribirían acerca de él en adelante.

—«Las manos de oro siempre están frías, pero las de mujer siempre están tibias» —cantó.

Podría intentar escribir el resto por su cuenta. Si es que vivía lo suficiente.

Aquella noche, de manera sorprendente, Tyrion disfrutó de un sueño largo y reparador. Se levantó con las primeras luces del alba, bien descansado y con un saludable apetito, y desayunó pan frito, morcilla, pasteles de manzana y una ración doble de huevos fritos con cebollas y chiles picantes dornienses. Luego pidió permiso a los guardias para ir a ver a su campeón. Ser Addam se lo concedió.

Tyrion se encontró al príncipe Oberyn bebiendo una copa de vino tinto mientras le ponían la armadura. Sus ayudantes eran cuatro jóvenes señores dornienses.

—Buenos días, mi señor —dijo el príncipe—. ¿Queréis un poco de vino?

—¿Os parece que debéis beber antes del combate?

—Siempre bebo antes de un combate.

—Eso puede hacer que os maten. Peor aún, puede hacer que me maten a mí.

El príncipe Oberyn se echó a reír.

—Los dioses defienden a los inocentes. Y vos sois inocente, o eso espero.

—Sólo de matar a Joffrey —reconoció Tyrion—. Espero que sepáis a qué estáis a punto de enfrentaros. Gregor Clegane es…

—¿Grande? Eso tengo entendido.

—Mide casi dos metros y medio y debe de pesar como doscientos kilos de puro músculo. Lucha con un espadón de dos manos, pero lo esgrime sólo con una. En cierta ocasión cortó a un hombre en dos de un golpe. Su armadura es tan pesada que un hombre de menor envergadura no soportaría su peso, no hablemos ya de moverse con ella.

—No es la primera vez que mato a un hombre corpulento. —El príncipe Oberyn no parecía nada impresionado—. El truco está en que pierdan el equilibrio. Una vez caen se pueden dar por muertos. —El dorniense parecía tan despreocupado y tranquilo que Tyrion casi sintió seguridad hasta que se volvió hacia uno de sus ayudantes—. ¡Daemon, mi lanza! —pidió. Ser Daemon se la arrojó y la Víbora Roja la atrapó en el aire.

—¿Vais a enfrentaros a la Montaña con una lanza?

Tyrion volvía a estar nervioso. En una batalla las filas de lanceros eran una fuerza formidable, pero un combate singular contra un hábil espadachín era otra cosa muy diferente.

—En Dorne nos gustan las lanzas. Además, es la única manera de contrarrestar su alcance. Examinadla, Lord Gnomo, pero no la toquéis.

La lanza era de fresno torneado, medía casi dos metros, el asta era lisa, gruesa y pesada. El último medio metro era todo acero con una punta fina en forma de hoja que se estrechaba para formar un agudísimo aguijón. Los bordes parecían tan afilados como para afeitarse con ellos. Cuando Oberyn hizo girar el asta entre las palmas de las manos emitieron un brillo negro.

«¿Aceite? ¿O tal vez veneno?» Tyrion prefería no saberlo.

—Espero que la sepáis manejar —dijo con tono dubitativo.

—No tendréis motivos de queja. Aunque puede que Ser Gregor sí. Por gruesa que sea su armadura habrá aberturas en las articulaciones. En la cara interior del codo y la rodilla, bajo los brazos… Os aseguro que ya encontraré dónde hacerle cosquillas. —Dejó la lanza a un lado—. Se dice que un Lannister siempre paga sus deudas. Tal vez os gustaría volver conmigo a Lanza del Sol cuando termine de correr la sangre. A mi hermano Doran le encantará conocer al legítimo heredero de Roca Casterly… Sobre todo si lo acompaña su encantadora esposa, la señora de Invernalia.

«¿Acaso la serpiente cree que tengo a Sansa escondida quién sabe dónde, como si fuera una nuez que guardara para el invierno?» Si era así, Tyrion no tenía la menor intención de sacarlo de su error.

—Ahora que lo decís, un viaje a Dorne sería de lo más agradable.

—Id con tiempo, será una visita larga. —El príncipe Oberyn bebió un sorbo de vino—. Doran y vos tenéis muchos intereses en común, muchas cosas de las que os gustará hablar. Música, comercio, historia, vino, el penique del enano… Las leyes de la herencia y la sucesión… Sin duda la reina Myrcella agradecerá el consejo de su tío en los duros tiempos que nos aguardan.

Si los pajaritos de Varys estaban escuchando, Oberyn les acababa de dar mucho que oír.

—Os voy a aceptar esa copa de vino —dijo Tyrion.

«¿La reina Myrcella?» Todo habría sido mucho más tentador si hubiera tenido a Sansa escondida en una manga. «Si ella apoyara a Myrcella contra Tommen, ¿la seguiría el norte?» Lo que la Víbora Roja insinuaba era traición. ¿Sería capaz Tyrion de empuñar las armas contra Tommen y contra su padre? «Cersei escupiría sangre.» Tal vez valdría la pena sólo por eso.

—¿Recordáis aquello que os conté cuando nos conocimos, Gnomo? —preguntó el príncipe Oberyn mientras el Bastardo de Bondadivina se arrodillaba ante él para ajustarle las grebas—. El motivo de que mi hermana y yo fuéramos a Roca Casterly no fue sólo ver si teníais cola. Habíamos emprendido una especie de búsqueda. Una búsqueda que nos llevó a Campoestrella, al Rejo, a Antigua, a las islas Escudo, a Crakehall y por último a Roca Casterly… pero nuestro auténtico destino era el matrimonio. Doran estaba prometido a Lady Mellario de Norvos, de modo que se había quedado como castellano de Lanza del Sol, pero aún no había matrimonios concertados para mi hermana ni para mí.

»A Elia todo le parecía de lo más emocionante. Estaba en esa edad, ya sabéis, y su salud delicada le había impedido viajar mucho hasta entonces. Yo en cambio me entretenía burlándome de todos los pretendientes de mi hermana. Estaba el Señorito Ojobizco, el Escudero Labiosdebabosa, uno al que llamé la Ballena Andante… cosas así. El único medio pasable fue el joven Baelor Hightower. Un muchacho atractivo, sí; mi hermana se había enamoriscado de él hasta el día en que tuvo la desgracia de tirarse un pedo delante de nosotros. Enseguida pasé a llamarlo Baelor de los Vientos y después de aquello Elia no podía ni mirarlo sin echarse a reír. He de reconocer que era yo un jovencito monstruoso, me tendrían que haber cortado aquella lengua cruel.

«Sí», asintió Tyrion para sus adentros. Baelor Hightower ya no era joven, pero seguía siendo el heredero de Lord Leyton, rico y atractivo, un caballero de impecable reputación. Ahora lo llamaban Baelor el Sonriente. Si Elia se hubiera casado con él, en vez de con Rhaegar Targaryen, estaría viviendo en Antigua mientras sus hijos crecían junto a ella. Se preguntó cuántas vidas habría apagado aquel pedo.

—Lannisport era la última parada en nuestro viaje —prosiguió el príncipe Oberyn mientras Ser Arron Qorgyle lo ayudaba a ponerse la túnica de cuero acolchada y empezaba a atársela a la espalda—. ¿Sabíais que nuestras madres se conocían desde hacía mucho?

—Creo recordar que habían estado juntas en la corte. Como compañeras de la princesa Rhaella, ¿no?

—Exacto. Me parece que las madres lo tenían todo planeado. El Escudero Labiosdebabosa y los demás, y las diferentes doncellas granujientas que habían desfilado ante mí, no eran más que las almendras antes del banquete, su único objetivo era abrirnos el apetito. El plato fuerte se iba a servir en Roca Casterly.

—Cersei y Jaime.

—Qué enano tan listo. Elia y yo éramos mayores, claro. Vuestros hermanos no tendrían más allá de ocho o nueve años. Pero una diferencia de cinco o seis años no es gran cosa. Y en nuestro barco había un camarote vacío, un camarote muy bonito, como el que se reservaría para una persona de noble cuna. Como si nuestra intención fuera volver con alguien a Lanza del Sol. Tal vez con un joven paje, o con una compañera para Elia. Vuestra señora madre pretendía comprometer a Jaime con mi hermana, o a Cersei conmigo. Puede que ambas cosas.

—Es posible —dijo Tyrion—, pero mi padre…

—Gobernaba los Siete Reinos, pero en casa lo gobernaba su señora esposa. Eso decía siempre mi madre. —El príncipe Oberyn levantó los brazos para que Lord Dagos Manwoody y el Bastardo de Bondadivina pudieran meterle por la cabeza la cota de mallas—. En Antigua nos enteramos de la muerte de vuestra madre y del niño monstruoso que había dado a luz. Podríamos haber dado media vuelta, pero mi madre decidió seguir adelante con el viaje. Ya os conté el recibimiento que nos esperaba en Roca Casterly.

»Lo que no os dije es que mi madre esperó el tiempo que consideró oportuno y habló con vuestro padre sobre nuestras intenciones. Años más tarde, en su lecho de muerte, me contó que Lord Tywin nos había rechazado de malos modos. Le dijo que su hija se casaría con el príncipe Rhaegar, y cuando le pidió que comprometiera a Jaime con Elia os ofreció a vos en su lugar.

—Oferta que ella consideró un insulto, claro.

—Es que lo era. Hasta vos tendréis que reconocerlo.

—Claro, claro. —«Todo tiene raíces en el pasado, en nuestras madres, en nuestros padres y en los padres de nuestros padres. No somos más que marionetas, nos mueven los hilos de los que nos precedieron, y algún día nuestros hijos tendrán que bailar como les dicten nuestros hilos»—. Bueno, el príncipe Rhaegar se casó con Elia de Dorne, no con Cersei Lannister de Roca Casterly. Así que al final ese combate lo ganó vuestra madre.

—Eso creía ella —asintió el príncipe Oberyn—, pero vuestro padre no es hombre que perdone ese tipo de menosprecios. Les enseñó esa lección a Lord y Lady Tarbeck, y también a los Reyne de Castamere. En Desembarco del Rey se la enseñó a mi hermana. Mi yelmo, Dagos. —Manwoody se lo entregó; era un yelmo alto, dorado, con un disco de cobre sobre la frente, el sol de Dorne. Tyrion vio que le habían quitado el visor—. Elia y sus hijos llevan demasiado tiempo esperando justicia. —El príncipe Oberyn se puso unos guantes de cuero rojo y suave, y volvió a coger la lanza—. Hoy por fin la van a tener.

El lugar elegido para el combate era el patio exterior. Tyrion se vio obligado a correr para mantenerse a la altura del príncipe Oberyn, que caminaba a largas zancadas.

«La serpiente está deseando empezar —pensó—. Esperemos que tenga el veneno a punto.» El día era gris y hacía viento. El sol luchaba por asomarse entre las nubes; Tyrion era tan incapaz de predecir quién vencería en aquella batalla como de aventurar el resultado de la otra, de la que dependía su vida.

Al parecer más de un millar de personas se habían congregado para ver si su destino era la vida o la muerte. Estaban de pie en los adarves del castillo y se apelotonaban en las escaleras de torres y torreones. Observaban desde las puertas de los establos, desde ventanas y puentes, desde tejados y balcones… Y el patio estaba abarrotado, había tanta gente que los capas doradas y los caballeros de la Guardia Real tuvieron que empujarlos hacia atrás a fin de hacer sitio para el combate. Algunos habían sacado sillas para ver más cómodos el espectáculo, otros estaban subidos sobre barriles.

«Tendríamos que haberlo organizado en Pozo Dragón —pensó Tyrion con amargura—. Podríamos haber cobrado un penique por persona y tendríamos para pagar la boda de Joffrey y también su funeral.» Algunos de los mirones hasta habían llevado a sus hijos pequeños, los subían a los hombros para que no se perdieran detalle. En cuanto divisaron a Tyrion empezaron a gritar y a señalar.

La propia Cersei parecía una niña al lado de Ser Gregor. La Montaña, con armadura, era el hombre más gigantesco que se había visto jamás. Bajo la larga sobrevesta amarilla con los tres perros negros de la Casa Clegane llevaba una gruesa coraza sobre la cota de mallas, de acero gris mate, mellada y arañada en mil combates. Debajo debía de vestir prendas de cuero endurecido y acolchamientos. Llevaba un yelmo de cúspide plana atornillado al gorjal, con respiraderos en torno a la boca y la nariz, y una estrecha hendidura que le permitía ver. La cresta del yelmo era un puño de piedra.

Si las heridas que había recibido afectaban a Ser Gregor, Tyrion no veía ningún indicio de ello desde el otro lado del patio.

«Parece como si lo hubieran tallado en roca.» Su espadón estaba clavado en el suelo delante de él, eran casi dos metros de metal mellado. Las gigantescas manos de Ser Gregor, enfundadas en guanteletes de lamas de acero, agarraban el puño a ambos lados de la cruz. Hasta la concubina del príncipe Oberyn palideció al verlo.

—¿Vas a luchar contra eso? —preguntó Ellaria Arena con voz insegura.

—Voy a matarlo —replicó su amante con tono despreocupado.

Ahora que se acercaba el momento definitivo, Tyrion también empezaba a tener sus dudas. Cada vez que miraba al príncipe Oberyn deseaba más y más que su defensor fuera Bronn… O mejor todavía, Jaime. La Víbora Roja llevaba una armadura ligera: grebas, avambrazos, gorjal, hombreras y bragadura de acero. Por lo demás el atuendo de Oberyn era de cuero flexible y finas sedas. Sobre la cota de mallas llevaba las lamas de cobre brillante, pero entre ambas cosas no le proporcionaban ni la cuarta parte de protección que a Gregor su pesada armadura. Sin el visor, el yelmo del príncipe era poco más que un casco, ni siquiera tenía defensa para la nariz. El escudo redondo de acero era muy brillante y mostraba el emblema del sol y la lanza en oro rojo, oro amarillo, oro blanco y cobre.

«Bailará a su alrededor hasta que esté tan cansado que no pueda ni levantar el brazo; luego lo derribará.» Por lo visto la Víbora Roja tenía el mismo plan que Bronn, pero el mercenario le había expuesto muy claramente los riesgos que conllevaba semejante táctica. «Espero por los siete infiernos que sepas lo que haces, serpiente.»

Al lado de la Torre de la Mano, a medio camino entre los dos campeones, se había erigido una plataforma. Allí estaban sentados Lord Tywin y su hermano Ser Kevan. El rey Tommen no estaba presente, cosa por la que Tyrion dio las gracias.

Lord Tywin lanzó una mirada breve a su hijo enano antes de levantar la mano. Una docena de heraldos tocaron una fanfarria con sus trompetas para silenciar a la multitud. El Septon Supremo se adelantó con su alta corona de cristal y rezó al Padre en las alturas para que los ayudara en aquel juicio y al Guerrero para que diera su fuerza al brazo del hombre cuya causa fuera justa. «Ése soy yo», estuvo a punto de gritar Tyrion; pero sólo conseguiría que se rieran y estaba harto de oír risas.

Ser Osmund Kettleblack entregó a Clegane un escudo gigantesco de pesado roble ribeteado en hierro negro. Mientras la Montaña metía el brazo izquierdo por las cintas, Tyrion se fijó en que habían pintado otro emblema encima de los perros de la Casa Clegane. Esa mañana, Ser Gregor lucía la estrella de siete puntas que los ándalos habían llevado a Poniente cuando cruzaron el mar Angosto para doblegar a los primeros hombres y a sus dioses.

«Qué detalle tan pío, Cersei, pero no creo que con eso compres a los dioses.»

Cincuenta metros los separaban. El príncipe Oberyn avanzó con paso rápido, Ser Gregor a ritmo más ominoso. «El suelo no tiembla bajo sus pisadas —se dijo Tyrion—, es el corazón, que se me ha desbocado.» Cuando estuvieron a tan sólo diez metros de distancia, la Víbora Roja se detuvo.

—¿Te han dicho quién soy? —preguntó.

—Un muerto cualquiera —gruñó Ser Gregor en respuesta—, qué más da.

Siguió avanzando, inexorable. El dorniense se echó a un lado.

—Soy Oberyn Martell, uno de los príncipes de Dorne —dijo mientras la Montaña se giraba para no perderlo de vista—. La princesa Elia era mi hermana.

—¿Quién? —preguntó Gregor Clegane.

La lanza larga de Oberyn se disparó en un aguijonazo, pero Ser Gregor recibió la punta con el escudo, la desvió hacia un lado y contraatacó con un tajo relampagueante del espadón. El dorniense lo esquivó con un giro. La lanza volvió a atacar. Clegane la desvió con la espada, Martell la recogió velozmente y la volvió a lanzar. Se oyó el chirrido del metal contra el metal cuando la punta se deslizó por la coraza de la Montaña, desgarró el jubón y dejó un brillante arañazo en el acero de debajo.

—Elia Martell, princesa de Dorne —siseó la Víbora Roja—. La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.

Ser Gregor gruñó. Lanzó un tajo bestial hacia la cabeza del dorniense. El príncipe Oberyn lo esquivó sin dificultad.

—La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.

—¿Has venido a charlar o a pelear?

—He venido a hacer que confieses.

Con un golpe rápido, la Víbora Roja acertó a la Montaña en el vientre, pero sin resultado. Gregor le lanzó una estocada y falló. La lanza larga se abrió camino por encima de la espada. Entró y salió como la lengua de una serpiente, haciendo una finta abajo y entrando por arriba, intentando pinchar el bajo vientre, el escudo, los ojos…

«Al menos, la Montaña es un blanco grande», pensó Tyrion. Era muy difícil que el príncipe Oberyn errara, aunque ninguno de sus golpes había logrado penetrar la pesada armadura de Ser Gregor. El dorniense seguía dando vueltas a su alrededor, pinchándolo y retrocediendo después, obligando al hombre más corpulento a darse la vuelta una y otra vez. «Clegane lo está perdiendo de vista.» El yelmo de la Montaña tenía una estrecha ranura para los ojos, lo que limitaba mucho su visión. Oberyn se aprovechaba de aquello, así como de su rapidez y de la longitud de su arma.

Todo siguió igual durante lo que pareció un tiempo infinito. Cruzaban el patio avanzando y retrocediendo, dando vueltas en espiral… Ser Gregor lanzaba tajos al aire, mientras la lanza de Oberyn, golpeaba un brazo, una pierna, la sien en dos ocasiones… El enorme escudo de madera de Gregor también recibía lo suyo, hasta que una cabeza de perro asomó bajo la estrella y en otro sitio apareció el roble desnudo. Clegane gruñía de cuando en cuando, y en una ocasión Tyrion lo oyó mascullar una maldición, aunque el resto del tiempo combatía en un silencio hosco.

Al contrario que Oberyn Martell.

—La violaste —decía, haciendo una finta—. La asesinaste —decía, eludiendo una complicada estocada del espadón de Gregor—. Mataste a sus hijos —gritó, lanzando la punta de la lanza a la garganta del gigante, sólo para ver cómo arañaba el grueso gorjal de acero con un chirrido.

—Oberyn está jugando con él —dijo Ellaria Arena.

«Un juego de idiotas», pensó Tyrion.

—La Montaña es demasiado grande para ser el juguete de nadie.

Por todo el patio, la multitud de espectadores iba cerrándose en torno a los dos combatientes, avanzando palmo a palmo para ver mejor. La Guardia Real intentó hacerlos retroceder, empujando violentamente a los mirones con sus grandes escudos blancos, pero había cientos de mirones y sólo seis hombres de blanca armadura.

—La violaste. —El príncipe Oberyn paró un tajo bestial con la lanza—. La asesinaste. —Atacó a Clegane en los ojos con tanta celeridad que el hombrón dio un salto atrás—. Mataste a sus hijos. —La lanza descendió hacia un lado, arañando el peto de la Montaña—. La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.

La lanza era medio metro más larga que la espada de Ser Gregor, más que suficiente para mantenerlo a una distancia incómoda. Éste lanzaba tajos a la lanza cada vez que Oberyn atacaba, intentaba cortar la punta, pero con el mismo éxito que si intentara cortarle las alas a una mosca.

—La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos. —Gregor trató de embestir, pero Oberyn lo eludió y lo rodeó por la espalda—. La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.

—Cállate. —Ser Gregor parecía moverse un poco más lentamente y su espadón no se alzaba tan alto como al principio del combate—. Cierra la boca, joder.

—La violaste —dijo el príncipe, desplazándose a la derecha.

—¡Basta!

Ser Gregor dio dos zancadas y dejó caer la espada sobre la cabeza de Oberyn, pero el dorniense retrocedió una vez más.

—La asesinaste —dijo.

—¡Cállate!

Gregor cargó de frente, hacia la punta de la lanza que chocó con la parte derecha de su peto y se deslizó a un lado con un espantoso chirrido metálico. De pronto, la Montaña estaba tan cerca que podía golpear, su espada se movía en el aire como una mancha acerada. La multitud gritaba también. Oberyn esquivó el primer tajo y soltó la lanza, inútil ahora que Ser Gregor estaba a tan poca distancia. El dorniense paró el segundo golpe con el escudo. El metal chocó contra el metal con un estruendo que estremeció los oídos, haciendo que la Víbora Roja retrocediera. Ser Gregor lo siguió, dando grandes voces.

«No utiliza palabras, se limita a rugir como un animal», pensó Tyrion. La retirada de Oberyn se convirtió en saltos precipitados hacia atrás, a escasos centímetros del espadón que le lanzaba estocadas contra el pecho, los brazos, la cabeza…

Las caballerizas estaban a su espalda. Los espectadores gritaban y se empujaban para quitarse del camino. Uno de ellos tropezó con la espalda de Oberyn. Ser Gregor lanzó un golpe descendente con toda su fuerza salvaje. La Víbora Roja se lanzó a un lado, dando una voltereta. El desafortunado caballerizo detrás de él no fue tan rápido. En el momento en que levantaba el brazo para protegerse el rostro, la espada de Gregor lo sajó entre el codo y el hombro.

—¡Cállate! —rugió la Montaña al oír el grito del caballerizo y esta vez el tajo fue lateral: la mitad superior de la cabeza del chico atravesó volando el patio, salpicando sangre y sesos.

De pronto cientos de espectadores parecieron perder todo interés en la culpa o inocencia de Tyrion Lannister, a juzgar por cómo se empujaban y cargaban unos contra otros con tal de escapar del patio. Pero la Víbora Roja de Dorne estaba nuevamente de pie, con su lanza en la mano.

—Elia —dijo, mirando a Ser Gregor—. La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos. Venga, pronuncia su nombre.

La Montaña se giró. El yelmo, el escudo, la espada y el jubón eran un amasijo rojo, salpicado de sangre de pies a cabeza.

—Hablas demasiado —gruñó—. Me das dolor de cabeza.

—Quiero que lo digas. Era Elia de Dorne.

La Montaña bufó con desprecio y avanzó… y en ese momento el sol irrumpió entre las nubes bajas que habían ocultado el cielo desde el amanecer.

«El sol de Dorne», dijo Tyrion para sus adentros, pero fue Gregor Clegane el primero que se movió para dejar el sol a su espalda. «Es estúpido y brutal, pero tiene los instintos de un guerrero.»

La Víbora Roja se agachó con los ojos entrecerrados y volvió a atacar con la lanza. Ser Gregor intentó cortarla, pero aquello no había sido más que una finta. Perdido el equilibrio, trastabilló y dio un paso.

El príncipe Oberyn inclinó su abollado escudo de metal. Un dardo de luz solar lanzó su destello cegador, se reflejó sobre el oro y el cobre pulidos y entró por la estrecha ranura del yelmo de su enemigo. Clegane levantó el escudo para cubrirse del resplandor. La lanza del príncipe Oberyn se movió como un relámpago y encontró el espacio desprotegido de la pesada armadura, la articulación bajo el brazo. La punta atravesó la malla y el cuero endurecido. Gregor soltó un rugido gutural cuando el dorniense hizo girar la lanza antes de tirar de ella para liberarla.

—¡Elia, dilo, Elia de Dorne! —Daba vueltas en torno a él, con la lanza preparada para asestar otro golpe—. ¡Dilo!

Tyrion rezaba una oración propia. «Cae y muere», eso decía. «¡Maldita sea, cae y muere!» La sangre que manaba del sobaco de la Montaña era suya y todavía debía de caerle más por dentro de la armadura. Cuando Ser Gregor intentó dar un paso, se le dobló una rodilla. Tyrion pensó que iba a caer.

El príncipe Oberyn estaba ahora a sus espaldas.

—¡Elia de Dorne! —gritó.

Ser Gregor comenzó a volverse, pero con demasiada lentitud y demasiado tarde. Aquella vez la lanza le golpeó la corva, atravesando las capas de malla metálica y cuero entre la greba y la pieza del muslo. La Montaña retrocedió, se tambaleó y cayó al suelo de cara. Se le escapó el espadón de las manos. Se dio vuelta sobre la espalda lenta y pesadamente.

El dorniense tiró a un lado su escudo destrozado, agarró la lanza con las dos manos y se apartó lentamente. Detrás de él, la Montaña soltó un gemido e intentó levantarse sobre un codo. Oberyn giró con la rapidez de un gato y corrió hacia su enemigo caído. Emitió un grito salvaje al bajar la lanza con todo el peso de su cuerpo detrás. El crujido del asta de fresno al partirse fue un sonido casi tan dulce como el llanto de furia de Cersei, y por un instante al príncipe Oberyn le salieron alas.

«La serpiente ha saltado sobre la Montaña.» Metro y cuarto de lanza rota asomaba del vientre de Clegane mientras el príncipe Oberyn daba una voltereta, se levantaba y se sacudía el polvo. Tiró a un lado el pedazo de lanza y recogió el mandoble de su adversario.

—Si mueres antes de pronunciar su nombre te perseguiré por los siete infiernos —prometió.

Ser Gregor intentó incorporarse. La lanza rota lo había atravesado y lo clavaba al suelo. Entre gruñidos, agarró el mástil con las dos manos pero no pudo arrancárselo. Bajo su cuerpo crecía un gran charco de sangre.

—Cada minuto que pasa me siento más inocente —le dijo Tyrion a Ellaria Arena, que estaba a su lado.

El príncipe Oberyn se aproximó a Gregor Clegane.

—¡Di su nombre!

Puso un pie sobre el pecho de la Montaña y levantó el mandoble con ambas manos. Tyrion no llegaría nunca a saber si tenía la intención de cortarle la cabeza a Gregor o de clavarle la punta por la ranura del yelmo.

La mano de Clegane se alzó de súbito y agarró al dorniense por la corva. La Víbora Roja dejó caer el mandoble en un tajo feroz, pero había perdido el equilibrio y el filo se limitó a hacer una nueva abolladura en el avambrazo de la Montaña. La espada quedó olvidada mientras la mano de Gregor se tensaba y giraba, haciendo que el dorniense cayera encima de él. Lucharon cuerpo a cuerpo en el polvo y la sangre mientras la lanza rota oscilaba de un lado a otro. Tyrion vio horrorizado que la Montaña había abrazado al príncipe con un brazo enorme, pegándolo a su pecho como un amante.

—Elia de Dorne —oyeron decir a Ser Gregor cuando estuvieron a la distancia necesaria para un beso. Su voz grave resonaba dentro del yelmo—. Yo maté a la mocosa llorona. —Lanzó su mano libre hacia el rostro desprotegido de Oberyn, clavándole los dedos acerados en los ojos—. Fue después cuando la violé. —Clegane hundió el puño en la boca del dorniense, destrozándole los dientes—. Y al final le reventé la cabeza de mierda. Así.

Cuando echó hacia atrás el enorme puño, la sangre en su guantelete era como humo en el aire frío del amanecer. Se oyó un crujido escalofriante. Ellaria Arena aulló de terror y el desayuno de Tyrion le subió ardiente hacia la boca. Cayó de rodillas mientras devolvía la panceta, las salchichas, los pasteles de manzana y la ración doble de huevos fritos con cebolla y chiles picantes dornienses.

No oyó a su padre pronunciar las palabras que lo condenaron. Quizá no hizo falta palabra alguna.

«Puse mi vida en las manos de la Víbora Roja y la ha perdido.» Cuando cayó en la cuenta demasiado tarde de que las serpientes no tienen manos, Tyrion empezó a reírse histérico.

Estaba a medio camino en la escalera de caracol cuando se dio cuenta de que los capas doradas no lo llevaban de vuelta a sus aposentos en la torre.

—Me van a encerrar en las celdas negras —dijo.

Nadie se molestó en responderle. ¿Para qué hablar con un muerto?

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