El astro nocturno

Y ¿cómo sabrás qué es el astro nocturno?

Es la estrella de penetrante luz.

No hay nadie que no tenga un guardián.

At táriq, 2-4


1

Se decía que los fieles de al-Andalus intentaron recrear el Paraíso en sus ciudades, para alegrar los ojos y satisfacer los espíritus antes del paso a la otra vida.

Sin duda que así debió ser, pensó Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin.

Tras una larga ausencia de su país, se sentía dichoso de volver a pisar aquellas callejuelas confinadas por paredes encaladas. Paseaba por el zoco de las especias, entre dos filas de diminutas tiendas que exhibían sus productos apilados en cestas y lebrillos; especias de colores abigarrados y olores densos, jengibre, comino, cardamomo, cúrcuma, traídas desde el Lejano Oriente, que los comerciantes competían en anunciar con gritos nasales. Toldos, sacos tensados por cuerdas y tablas de madera, preservaban a los transeúntes de los rayos solares. Unos pocos se filtraban, sin embargo, por las rendijas e iluminaban a la bulliciosa multitud que allí se amontonaba. Los hombres llevaban blancos almaizares y turbantes de muselina, las mujeres lucían qassis de seda tornasolada y se adornaban con ricos collares, brazaletes, tocas bordadas de plata; y, en los tobillos, ajorcas de oro y plata.

Lisán saludaba a los numerosos amigos con los que se iba encontrando, a los que no había visto en dos años. Ellos insistían en narrarle las últimas noticias sobre la guerra con los infieles, de modo que la reciente caída de al-Hamma estaba en boca de todos. Pero él no quería oír hablar de guerras o desgracias en un día tan hermoso como ése, en el que el cielo era una cúpula azul brillante sobre la Alhambra, el verano llamaba ya a sus puertas, y el aire era tan perfumado como la esencia más cara de Damasco.

A mediados del año 890 tras la hégira, el reino de Granada se encontraba asediado por los castellanos. No podían esperar el auxilio de los hermanos musulmanes del otro lado del estrecho, como tantas veces en el pasado, pues los maniníes estaban en guerra con sus tutores wattasíes y a los hafshíes les era indiferente el destino de al-Andalus. Por lo tanto, todos presentían que el fin estaba cercano. Y lo asombroso era que Granada lucía llena de vida; como una joya preciosa o como una luz que, antes de extinguirse, arroja un último destello intenso y puro.

Lisán siguió paseando por los demás tenderetes, entre las pasas de moscatel de Málaga y las jarras de miel de Shaqunda, entre los puestos de avellanas y nueces, hasta acabar en la plaza de los vendedores de vino. Allí le llegó el olor amargo de la cerveza y el dulzón de los jarabes de lima, de achicoria o de rosas. Pero todos ellos eran dominados por el ácido aroma del vino.

Algunos dhimmis subían a la medina sólo para conseguir vino libre de gabelas y andaban allí mezclados con los fieles. Lisán tuvo que abrirse paso entre ellos para comprar en uno de los puestos. Lo hizo con total confianza, pues adquirir bebidas alcohólicas no tenía nada de extraño en aquella ciudad tan hedonista y tan entregada al disfrute de lo prohibido.

Sin embargo, para su sorpresa, alguien le salió al paso y le censuró su acción:

– ¿Tanto han cambiado tus costumbres, hermano, en el tiempo que has pasado entre los infieles?

Su interlocutor era un hombre de corta estatura, de cara redonda y barba frondosa, con buenos colores en las mejillas. Llevaba un silham de lana blanca sobre los hombros, como un manto, y se cubría con un caro turbante de muselina. Su voz parecía afectada de seriedad, pero sin duda bromeaba, porque era su viejo amigo Ahmed al-Sagir ibn Yusuf ibn Nadîm.

Felices ambos de estar juntos después de tanto tiempo, se abrazaron y besaron con iguales muestras de emoción y cariño.

– ¡Alabado sea Dios! -dijo Ahmed con lágrimas en los ojos-. ¿Dónde has estado, hermano? ¿Cómo has podido vivir lejos de Granada y de la gente que te ama?

– Tengo mucho que contarte, Ahmed, acompáñame a mi casa y te hablaré de lo sucedido en estos años.

Ahmed al-Sagir señaló la bolsa de cuero, en cuyo interior Lisán había guardado las botellas de arcilla llenas de vino, y dijo:

– Hermano, tantas veces te invité a mi casa y te pedí que probaras el caldo de mis viñedos, a lo que tú siempre te negaste, y ahora compras un vino de dudosa calidad a un oscuro comerciante del zoco.

Su tono era de reproche, pero su mirada seguía siendo divertida. Lisán bajó la vista hacia su mano izquierda, la que sujetaba la bolsa de cuero.

– ¿Esto? -dijo sonriendo por la confusión de Ahmed. La alzó, haciendo sonar los recipientes de su interior-. Pero no son para mí, hermano. Acompáñame a mi casa y allí te lo cuento todo.

Ahmed al-Sagir, intrigado, lo siguió.

– Eres un hombre singular, Lisán -dijo-, y siempre me reservas las más extraordinarias sorpresas. ¿De qué se trata esta vez?

Salieron del zoco y se internaron en las callejas orientales hasta abandonar la medina por una de sus puertas. Rodearon la muralla blanca de la Alhambra y cruzaron el puente camino hacia las almunias. Lisán era una cabeza y media más alto que su amigo, más proporcionado de formas, con los ojos azules y algunas hilachas blancas en su barba recortada con cuidado. Vestía un sobrio khirqa [3] como reflejo de su dignidad.

Su casa no quedaba muy lejos. Estaba muy bien situada sobre una colina cercana a las murallas, uno de cuyos lados miraba a las huertas y el otro hacia el Albaizín. Era muy antigua. Había pertenecido a los Banu al-Jatib desde hacía incontables generaciones y el producto de sus huertas había gozado de merecida fama en otros tiempos. Aunque en ese momento los campos parecían abandonados y los utensilios de labranza estaban cubiertos de orín.

Atravesaron el zaguán, donde un criado les ofreció como bienvenida una jarra de agua fresca. Luego accedieron a un patio sin techar que se situaba en el centro de la casa. Tanto arriba como abajo, el acceso a las habitaciones se hacía desde un corredor interior cubierto que daba al patio. Las columnas que lo sostenían eran de piedra y estaban coronadas de bellos capiteles corintios, que ya estaban allí cuando se construyó la casa sobre una villa romana.

Un anciano aguardaba mientras comía higos sentado a la sombra de una de las columnas. Era un infiel de aspecto andrajoso, con una barba desflecada y una dentadura llena de mellas. Se puso en pie y se acercó a ellos. Tenía una mirada ansiosa en su único ojo. El otro era una grosera réplica de cerámica, tan falso como el ojo de una muñeca.

Ahmed lo miró atónito, sin entender nada. El viejo, ignorándolo, se dirigió a Lisán.

– ¿Lo has traído? -preguntó.

Lisán le tendió el saquito de cuero. El infiel se lo arrebató y rebuscó en su interior con manos nerviosas. Rió entre dientes cuando tuvo una de las botellas ante su ojo. Le quitó el tapón de lacre y tomó un trago tan largo que debió de vaciar la mitad de su contenido. Eructó mientras se limpiaba la boca con el dorso de la manga.

Luego alzó la botella en un descarado brindis hacia los dos moros.

– A vuestra salud -dijo.

Lisán se inclinó levemente hacia él y le respondió:

– Allah, alabado sea, protege a quien habita en Granada, porque ella alegra al triste y acoge al fugitivo.

El infiel se encogió de hombros, dio media vuelta y regresó a su sombra sin soltar ni un instante el saco con las botellas. Ahmed, que estaba desconcertado, empezó a decir:

– Lisán… ¿quién…?

– Te lo voy a explicar todo, hermano, pero sígueme.

Caminaron a través del patio, hasta una sala cerrada por una gruesa puerta de madera y guardada por siete cerraduras, que Lisán abrió, una tras otra, con el manojo de llaves que llevaba colgado del cinto. Era su laboratorio, que ocupaba toda un ala de la casa. Un lugar aireado y limpio, dispuesto en la orientación precisa para atraer las emanaciones espirituales y la radiación cósmica proyectada sobre la Tierra desde las siete esferas de los planetas. Así lo aconsejaba la sociedad sufí de filósofos y científicos conocidos como los Ijuán al-Safa, los Hermanos de la Pureza.

A diferencia de otras escuelas filosóficas, cuyos tratados estaban llenos de frases herméticas y significados ocultos, los Ijuán al-Safa buscaban por encima de todo la claridad y el que sus conocimientos fueran asequibles para los no iniciados. Desde los tiempos de ibn Masarra, se miraba con recelo el esoterismo en al-Andalus, pero allí no había nada perverso. Ni pentáculos ni huesos, telas de araña o polvo, ni ignorados animales disecados. Al contrario, era un lugar agradable, relajado, donde Lisán podía pasar las horas de trabajo y estudio con comodidad, cuyas paredes estaban cubiertas por una completa biblioteca con estantes diferenciados para libros, pergaminos y papiros. Destacaban los ejemplares del Rasâ'il, los libros cardinales de los Ijuán al-Safa, de los cuales catorce eran tratados de matemáticas y de lógica, diecisiete de ciencias naturales, diez de metafísica, once de alquimia, mística, astrología y música.

Ahmed al-Sagir se sentía fascinado por aquel lugar que emanaba sabiduría y ciencia. Aunque la mayor parte de las veces apenas lograba vislumbrar el propósito de los experimentos que Lisán realizaba allí, su amigo siempre tenía algo asombroso para mostrarle. En un extremo del laboratorio, en el suelo junto a una alacena, había un gran bulto cubierto por un paño verde. Lisán retiró el trapo y descubrió ante los ojos de Ahmed un viejo cofre de un par de codos de ancho.

– Hace varios años -explicó el faquih mientras recorría con la mano los extraños signos grabados en la superficie del cofre-, los albañiles lo encontraron mientras trabajaban en la construcción de este laboratorio y removieron unos cimientos excavados en tiempos de los romanos…

– En ese caso puedes afirmar que es un objeto antiguo de verdad.

– Así es.

– Pero… ¿qué contiene?

El faquih abrió el cofre. Estaba repleto de planchas de plomo, bastante delgadas y labradas con símbolos extraños, similares a los de la tapa. Esperó a que Ahmed las estudiara con calma y tocara con sus dedos la superficie de aquellas láminas. Los símbolos, grabados presionando el metal con algún objeto punzante, estaban cubiertos por una fina capa de polvo de plomo.

– Mientras cavaban -siguió Lisán- dieron con un murete enterrado de argamasa durísima y piedras de río. Dejaron entonces los azadones y, con martillos y escoplos, empezaron a picar aquel escollo imprevisto. Al cabo de un rato lograron cortar un gran fragmento del muro y, tras arrastrarlo fuera con ayuda de las mulas, se encontraron con la entrada a una pequeña bóveda enterrada. Cuando me avisaron, yo estudié su descubrimiento. Dos fragmentos de columna fijaban la entrada de aquella cripta, que no mediría más de seis codos de profundidad por dos y medio de altura.

»Y, en el interior de aquella bóveda en miniatura, estaba el cofre.

2

– Empecé a investigar en la historia de mi familia. Mi antepasado Cornelio Valeriano ejercía la magistratura en los municipios flavios y fue destinado a esta comarca. Dejó su casa en la ciudad de Sexi para instalarse aquí. Creo que trajo consigo ese cofre desde la costa y lo enterró en los cimientos de la casa que mandó construir como sortilegio de la buena suerte. Los romanos eran muy supersticiosos y acostumbraban hacer este tipo de cosas.

»Al menos, ésa fue mi teoría, aunque el contenido del cofre no me dio más pistas. En su interior, descubrí esas planchas de plomo cubiertas de inscripciones y algunos dibujos. Representaban el trazado de costas extrañas, cruzadas por líneas que indicaban la dirección de los vientos. Desde un primer momento, supuse que las inscripciones eran alguna forma de escritura. E incluso llegué a identificar treinta caracteres distintos que formarían un alfabeto. Pero fui incapaz de componer una sola palabra entre todo aquel enredo de símbolos extraños.

»Me costó mucho darme por vencido y aceptar que era imposible descifrar una lengua desconocida a partir de un alfabeto no menos desconocido. Palabras incomprensibles, escritas en un idioma remoto; un cofre cerrado con una llave que se había perdido en el tiempo.

»Acabé por olvidar aquel enigma que tanto me había obsesionado. Me dediqué a otros asuntos que me parecieron menos estériles y que ocuparon mi atención durante muchos años.

»Hasta aquel día en el que el cherif Alí al-Hacam montó una de sus famosas subastas de libros. Se dice que un antepasado de Alí acompañaba al califa Omar cuando éste ordenó quemar la biblioteca de Alejandría y que logró salvar de las llamas un buen número de valiosos ejemplares. No sé si la historia es cierta o no, pero cada vez que Alí anda escaso de dinares anuncia una gran subasta para regocijo de todos los eruditos de Granada.

»Asistí, como tengo por costumbre, y estuve ojeando los ejemplares antes de la puja. Allí vi uno de los famosos tratados de Aristarco de Samos, donde se afirma que la Tierra es un planeta más que orbita el Sol y que las estrellas son otros soles pero situados a una enorme distancia. Y el manual de Herón de Alejandría para la construcción de juguetes mecánicos y engranajes movidos a vapor, titulado Autómata. Y también una historia del mundo del sacerdote babilónico llamado Beroso, en tres volúmenes, el primero de los cuales estaba dedicado al intervalo que iba desde la Creación hasta el Diluvio, al que atribuía una duración de cuatrocientos treinta y dos mil años. Eran obras de gran interés, de las que ya tenía copias en mi propia biblioteca, de modo que continué ojeando los libros expuestos. Fue así como encontré la más inesperada joya que pudiera haber imaginado. Un pergamino antiguo, precioso, cortado y encuadernado como un libro para facilitar la lectura.

»Estaba atribuido al gran Herodoto y en su primera página decía: Melampo debió de aprender el ritual dionisiaco de Cadmo de Tiro y de los que con él llegaron a la región que en la actualidad se llama Beocia. Y, al instalarse en la región, esos tirios que llegaron con Cadmo introdujeron en Grecia muy diversos conocimientos, entre los que hay que destacar el alfabeto, ya que, en mi opinión, los griegos hasta entonces no disponían de él.

»El texto describía con detalle este ritual en ambas lenguas, con una escritura clara y limpia. Una página estaba escrita en griego y la siguiente página repetía el mismo texto en la lengua de los tirios, con unos caracteres iguales a los labrados en mis planchas plúmbeas. Me sentía tan dichoso por haber encontrado aquel libro que apenas podía disimular mi impaciencia. Aguanté así, lo mejor que pude, dando vueltas nervioso alrededor de él, como uno de los planetas de Aristarco alrededor del Sol. Hasta que se inició la puja.

»Empecé con ofertas muy altas por ese libro, pero el subastador siempre volvía con una que la superaba. Yo elevaba la puja y el subastador respondía a una señal de alguno de los asistentes que la elevaba aún más. Hasta el punto que, para mi desdicha, alcancé mi límite. Entonces, desesperado, le dije al subastador:

»-Dime quién está pujando por este libro hasta el punto que ha elevado su precio más allá de su razonable valor real.

»Me señaló con discreción a un hombre bastante grueso, ricamente ataviado como un sáhib. Me acerqué a él. Sus dedos estaban tan repletos de anillos de oro, con piedras preciosas incrustadas, que apenas asomaban los nudillos.

»-Dios bendiga a nuestro señor y erudito -lo saludé-; tenéis tanto interés por este libro que habéis llevado la puja hasta extremos que escapan a mis posibilidades.

»-No soy un erudito y ni siquiera sé de qué trata este ejemplar -contestó él, con una amplia sonrisa que reveló que había tanto oro en su boca como en sus dedos-, pero he comenzado una biblioteca a la cual he ido añadiendo piezas que no tienen las de los otros jefes de la ciudad…Y justamente queda en ella el espacio para este libro. De modo que, cuando lo vi tan claramente escrito y tan hermosamente encuadernado, me gustó tanto que no me importa cuánto ofrezco por él.

»Ciertamente, me sentí miserable y le dije con amargura:

»-Allah sea loado por la riqueza que concede, que siempre tienen nueces aquellos que carecen de dientes. Y yo, que sé lo que contiene el libro y sé cómo emplearlo, debo renunciar a él por mi escasa fortuna.

»El sáhib escuchó mis palabras, pero, lejos de ofenderse, se apiadó de mi situación y me rogó que me quedara como invitado en su casa durante todo el tiempo que necesitara para realizar una copia del libro. Y así lo hice.

»Ningún placer es comparable al que producen el estudio y la lectura. Y, como decían mis maestros Ijuán al-Safa, quien no ha soportado el esfuerzo del estudio no podrá saborear la alegría del conocimiento. Porque yo tenía al fin la respuesta al misterio de aquella lengua extraña. Aquel libro era la clave para descifrarla, pues en su abundante texto bilingüe, podía buscar el equivalente tirio a cada palabra en griego. Pero, a pesar de este recurso extraordinario, no fue fácil, y tardé casi cinco años en completar el trabajo. Los tirios no se tomaban la molestia de marcar las separaciones entre las palabras, no había matres lectionis. Además, su vocabulario era muy limitado y cada palabra, dependiendo del contexto, podía significar cosas muy distintas.

»Gracias a Allah, alabado sea, logré identificar varios nombres propios dispersos por el texto. En especial uno que transcribí como «Talos». Y éste fue el hilo que me permitió desentrañar aquel complejo ovillo. Muchas noches en vela me esperaban aún, en las que fui anotando con cuidado cada palabra que lograba traducir. Hasta que al fin pude leer una parte del documento.

»Empezaba así: Yo soy Azitawadda, el servidor de Talos el Rojo, el bendecido por los dioses. Mi señor Talos era un extranjero llegado de Tiro, pero fue para los de Keftiú como un padre y una madre. Y se estableció en sus días toda gracia para los de Keftiú, la abundancia y el bienestar. Y se llenaron los silos, acumulando caballo sobre caballo, escudo sobre escudo, ejército sobre ejército, para que los de Keftiú vivieran con la tranquilidad en sus corazones.

»Hizo estas y otras muchas cosas porque era él quien alimentaba a los dioses. Y ellos le otorgaban un gran poder. Pero el pueblo de Keftiú fue ingrato con todos estos dones y tramaron una traición a espaldas de mi señor Talos.

»Y fueron castigados…

3

Se diría que en el Puerto Exterior se celebraba una monumental fiesta. La dársena estaba iluminada por una constelación de pequeñas hogueras de carbón y los músicos hacían sonar sus instrumentos. Un ejército de niños danzaba sobre fuelles de piel de oveja que arrancaban pavesas de las hogueras donde se calentaban los crisoles repletos de virutas de cobre y estaño. Como dotadas de una vida extraña, aquellas brasas incandescentes se elevaban hacia el cielo. Talos el Rojo las siguió con la mirada. No había luna, pero el cometa, el anuncio de la ira de los dioses, trazaba su luminoso arco de muerte sobre el firmamento.

– El trabajo sigue su curso, mi señor -dijo el capataz. Un hombre grueso, con la cabeza rapada y una barba negra que le llegaba hasta la mitad del pecho. Su ropa se reducía a un sucio faldón de piel de oveja. Estaba de rodillas frente al sacerdote extranjero y apenas se atrevía a desviar sus ojos del suelo.

Talos le indicó con un gesto de la mano que podía retirarse. Volvió a centrar su atención en la alocada danza de los niños sobre los fuelles y cambió de idea.

– Espera -dijo-. Necesito a diez de esos pequeños para que me acompañen hasta la nave. Ocúpate de escoger a los mejores.

El capataz hizo una profunda reverencia y corrió para cumplir sus órdenes.

Talos paseó mientras tanto por la dársena, sorteando las hogueras y a los artesanos, comprobando que todo se estaba realizando correctamente. El tiempo se acababa para Keftiú y su Imperio del Mar. El trabajo no podía detenerse ni un instante. Día y noche se fabricaban miles de piezas de metal en unos moldes de arcilla dispuestos en hileras interminables. Cuando el metal se enfriaba, un aprendiz retiraba las cuñas y extraía una pieza de bronce para la nave. Tenían la forma de una escama de pescado de dos palmos de ancho por tres de longitud.

Cuando Talos el Rojo llegó al final del muelle, la barcaza con los niños ya lo estaba esperando. La abordó y navegaron a través del canal, hasta el puerto del anillo exterior. La nave en construcción era demasiado grande para los muelles subterráneos de la isla, por lo que las embarcaciones a remo iban y venían sin fin, cargadas con pilas de las relucientes escamas de bronce necesarias para recubrir el casco de madera.

Observar la lenta corriente de agua por el canal lo llevó a pensar en el tiempo transcurrido desde que había derrotado a Wanosi la Blanca. Años en los que alimentó a los dioses. Años en los que aquel lugar empezó a ser conocido por todos como «La Isla del Miedo». Pero los antiguos sacerdotes de la diosa blanca contemplaban con horror estas muertes e incitaban al Minoarca a traicionarla. Año tras año, sus intrigas aumentaron, hasta que la paciencia de los dioses quedó colmada y Sapas, la diosa que cabalga el cometa, fue encargada de anunciar el terrible destino del Imperio.

– ¡No habrá piedad para Keftiú! -dijo la diosa a Talos-. ¡Se arrancarán las puertas de sus moradas! ¡Se romperá el cetro de su soberanía! ¡Se derribará el trono de su realeza!

Talos convocó de inmediato al Minoarca y éste se presentó ante el sacerdote rodeado por una escolta armada.

Pretendía mostrar a todos que Talos el Rojo ya no gozaba de su confianza, pero se estremeció como un niño asustado cuando supo el porvenir que los dioses reservaban para Keftiú. No podía aceptarlo. El Minoarca pensaba que su imperio había llegado a tener el control de su destino. Nadie sobre la Tierra era capaz de desafiarlos. Construían sus orgullosas ciudades sin murallas, sin sentir temor ante ningún enemigo, seguros del poder que les otorgaba su gran flota y el dominio total de los mares. Llorando de terror, se volvió hacia la ensangrentada esfinge de Baal y gimió:

– Oh, dios poderoso, en cuya mano está la muerte y la vida… Han pasado tantos Minoarcas por el Trono Dorado que hasta sus nombres se han olvidado en el tiempo… ¿Por qué entonces debo ser yo quien contemple la destrucción del Imperio? La muerte de mis mujeres e hijos… Verme desposeído de mis reinos y de mis vasallos… y de todo lo que los guerreros de Keftiú han conquistado y ganado con su valeroso brazo, y con la fuerza y ánimo de su pecho… ¿Qué haré? ¿Dónde me esconderé? ¿Adónde huiré? ¡Oh, si pudiera volverme de bronce como tú! ¡Que mi carne se transforme en cualquier otra materia antes que contemplar tanto horror!

Asqueado por la cobardía del Minoarca, Talos alzó una mano para interrumpirlo.

– No verás el fin de Keftiú, Señor del Mar -le dijo-. Yo puedo asegurarte que no contemplarás la destrucción de tu reino. Pero debes obedecer mis órdenes. Debes acatarlas hasta en el menor de sus detalles.

– Así lo haré -juró él ante la efigie de Baal-. Exactamente como tú me ordenes.

El sacerdote dio instrucciones precisas para que se empezara a construir un gran navío recubierto de bronce en uno de los puertos circulares de la isla. Transcurrieron así años de intenso trabajo en las dársenas, donde se fueron congregando carpinteros y artesanos llegados desde cualquier rincón del Imperio.

Poco antes del regreso del cometa, el Minoarca murió tras una larga enfermedad, por lo que la promesa que le había hecho a Talos se vio finalmente cumplida. Para entonces, la nave de bronce estaba casi terminada.

Talos la podía ver ante sí en aquel momento. El casco de madera cubierto de brillantes planchas metálicas, que habían sido remachadas unas sobre otras como las escamas de un pez, reflejaba de tal modo los lejanos fuegos de la dársena que daba la impresión de que la nave había sido construida con oro macizo. Tres mástiles sostenían las grandes velas de lino, que se elevaban desafiantes hacia el cielo. El mascarón de proa representaba en madera policromada la retorcida figura de Bes, el dios enano, panzudo y rechoncho, que los defendería de las tormentas y la furia del mar.

Subieron a bordo y, al amanecer, Talos degolló a los diez niños y dejó que su sangre empapara bien las tablas de la cubierta. Era preciso proteger la nave de las calamidades que se avecinaban, de modo que los sacrificios continuarían hasta el último momento.

Finalmente llegó el día de partir. La nave de bronce se dirigió hacia mar abierto a través de uno de los canales que daban acceso al puerto circular. En el cielo unas nubes densas y negras, viscosas como las entrañas de un animal enfermo, cubrían por completo el cielo. Ocultaban el resplandor del cometa, pero Talos sabía que seguía allí.

Al salir del canal, navegaron rodeados por pequeñas embarcaciones que les dieron escolta. Tras ellos, la estructura blanca y cobalto del puerto fue empequeñeciendo. El sol despuntaba en el horizonte, como un volcán que emergiera entre el mar y el oscuro techo del cielo. Lanzando débiles rayos rojos, empezó a elevarse por encima del lecho líquido, pero sólo para hundirse de inmediato entre las nubes. El cielo se oscureció de nuevo, volviéndose negro intenso sobre la Isla del Miedo. El mar se encrespó e hizo balancearse a las naves que los acompañaban. Unas tinieblas cada vez más profundas lo iban ocultando todo.

– Señor… -dijo Azitawadda, el secretario de Talos, estremecido de terror.

– ¡Silencio! -le hizo callar éste, llevándose un dedo a los labios-. Está sucediendo… ¡Justo ahora!

Las nubes se retorcieron sobre sus cabezas con un largo espasmo agónico y se formó un enorme remolino alrededor del espacio negro situado sobre la Isla. Y el cielo se abrió en una llamarada. Todo se iluminó de repente. Una bola de fuego, surgida del centro oscuro del cielo, atravesó el aire y se estrelló contra la Isla del Miedo.

Poco después, Azitawadda sintió vibrar sus huesos a la vez que la atmósfera que lo rodeaba. Gritó, pero no pudo oír su grito. El centro de la Isla estalló en millones de fragmentos. Los Puertos Circulares y todas sus gentes desaparecieron en un instante. La vibración de los huesos se había convertido en algo tan doloroso e intenso que parecía que la carne se estuviera desprendiendo de ellos. Azitawadda comprendió que aquella vibración era «ruido», el estruendo más brutal que pudiera concebirse. Parpadeó. Donde antes había una isla, ahora se abría un gran hueco en el que el agua se precipitaba formando una inmensa catarata. El mar, al derramarse sobre aquellos fuegos del infierno, arrojó un géiser de cenizas incandescentes hacia lo alto. Un surtidor de vapor con el diámetro de la desaparecida Isla del Miedo.

El secretario de Talos no podía creer lo que estaba viendo y, cuando se llevó las manos a los oídos, descubrió que le sangraban. Se volvió hacia su señor, que contemplaba impasible aquella catástrofe inconcebible.

«Vamos abajo», le ordenó éste con una señal.

La nube creció y creció, como una columna que se elevara hasta los cielos, recta y colosal, bordeada de ríos de vapor ardiente que aparecían y desaparecían. Desde la base de aquella columna, un anillo de fuego avanzó sobre el mar desprendiendo un calor abrasador. Aquella lengua de muerte iba alcanzando a los navegantes e incendiando los pequeños barcos que encontraba en su camino. Llegó hasta el navío de bronce y lo rebasó. Comenzó a llover fuego sobre la cubierta revestida de metal de la nave. Los hombres corrían envueltos en llamas, gritaban enloquecidos y se arrojaban por la borda. Pero Talos y Azitawadda, y otros muchos que se habían guarecido en las bodegas, sobrevivieron.

Tras el anillo de fuego, una ola gigantesca se abalanzó sobre ellos. Redujo a astillas en llamas a los barcos de la escolta y lanzó a la nave de bronce por los aires. Luego continuó su camino, sembrando a su paso la muerte y la destrucción. La nave cayó desde una gran altura, girando sobre ella misma como una peonza, y se estrelló contra la superficie del mar con un impacto estremecedor. Pero el casco blindado aguantó.

Maltrechos pero vivos, Talos y sus hombres abandonaron la bodega de la nave de bronce y navegaron por un mar ennegrecido, en el que flotaban las astillas de madera de las naves destruidas y los cadáveres calcinados de sus tripulaciones.

Y las tinieblas cubrieron el cielo durante incontables días.

4

– Hermano, imagina mi fascinación mientras leía aquel texto por primera vez. ¡Allí estaban reflejados los mitos que me apasionaron durante mi infancia! La historia guardaba cierto parecido con la del célebre Minotauro cretense; el híbrido de toro y hombre que habitaba en el laberinto de Creta y al que el rey Minos sacrificaba doncellas y efebos. Pero, sobre todo, recordaba la leyenda de Talos, el gigante de bronce que custodiaba la Isla del Miedo. Ahora podía leer los verdaderos acontecimientos que dieron origen a esas leyendas: un sacerdote proveniente de Tiro había matado a la antigua sacerdotisa de la Isla y había establecido un reino de terror y sangre, hasta el día en que Dios envió una gran catástrofe para borrar por siempre aquel país de la faz de la Tierra…

»Pero la narración continuaba. Talos procedía de una nación de grandes navegantes y logró escapar del desastre a bordo de una nave recubierta de escamas de bronce. Así llegó a la costa de lo que un día sería nuestra tierra de al-Andalus…

»Pero su viaje no iba a terminar aquí…

»Seguí traduciendo aquel texto lleno de maravillas y mi asombro fue en aumento con cada nuevo párrafo. Hasta que tuve una conciencia clara de la gran importancia que aquello iba a tener para nuestro reino. No podía seguir manteniendo el silencio sobre lo que había descubierto, de modo que escribí una copia de mi traducción para la biblioteca del sultán y solicité audiencia en palacio.

»Recuerdo que estuve esperando frente a la Sala de Embajadores, mirando la inscripción grabada sobre la puerta, que dice: Entra con compostura, habla con ciencia, sé parco en palabras y sal en paz. Yo no deseaba hacer otra cosa, si me daban la oportunidad, pero no me quedó más remedio que aguardar allí durante casi toda la mañana, hasta que uno de los secretarios vino a anunciarme que el sultán iba a recibirme por fin.

»La atmósfera en la gran Sala de Embajadores estaba empañada por el humo del ámbar de sihr, pero esto no me impidió reconocer al sultán Abu al-Hasan, el muley Hacen, repantigado sobre una montaña de almohadones. Me pareció que su cuerpo estaba mucho más hinchado y su piel más amarillenta que lo que recordaba de la última vez que lo había visto. También tenía los ojos inflamados y cubiertos de pequeñas venas rojas. Era evidente que la enfermedad que lo aflige, esa clase de epilepsia que se dice que envenena su sangre, seguía degradando su cuerpo.

»El gran visir Abu al-Qasim Bannigas permanecía en pie tras el sultán. A pesar de ser un hombre enjuto y de aspecto débil, era sorprendente la fuerza de su mirada, penetrante como la de un halcón, que parece capaz de leer los más ocultos pensamientos. Saludé en los términos que correspondía a la dignidad de los presentes. Al sultán muley Hacen en primer lugar y a continuación a su gran visir.

»-Lisán al-Aysar -me dijo al-Qasim con su potente voz, en contradicción también con la fragilidad de su cuerpo-, hace tiempo que no te veíamos por aquí. Me alegra comprobar que sigues bien, pues siempre he sentido aprecio por tu familia.

»-Gracias, eminencia. Que la bondad de Allah me dé fuerzas para serviros.

»-Bueno, dinos qué se te ofrece. Solicitaste esta audiencia y te ha sido graciosamente concedida por el sultán. Te ruego que presentes tu caso.

»Me apresuré a hacerlo. Hablé de las planchas plúmbeas, de cómo las había encontrado y descifrado, y le entregué a al-Qasim la copia de la traducción, asegurándole que ese documento había sido escrito expresamente por mi mano para que mi príncipe dispusiera de un ejemplar en su biblioteca. Durante un buen rato, y con una expresión de desdén en los labios, el visir hojeó aquellos papeles. Luego se dirigió al sultán:

»-Señor, se trata tan sólo de un texto traducido de alguna lengua antigua… Tirio, afirma el faquih en la introducción. En él está narrado que una tal… Talos, sacerdote de un dios pagano, huyendo de una gran catástrofe, navegó en una nave de bronce hacia el mar que se extiende fuera de… ¿Qué lugar es éste?

»-Eminencia, las «Columnas de Melqart» de las que habla el texto son Djabal Tarik -me apresuré a explicarle-. La Montaña que, por desdicha, está ahora en manos de los infieles. Gibraltar, así la llaman ellos.

»Advertí que varios secretarios y escribas sentados en tarimas dispersas por la sala tomaban nota de mis palabras.

»-Asombroso -dijo al-Qasim-. Pero sigo sin entender muy bien la utilidad de todo esto, faquih. Son sólo mitos paganos… Un cuento como tantos otros narrados por los Antiguos.

»Miré de reojo al sultán. En apariencia permanecía ajeno a la conversación, con los ojos perdidos en algún punto situado entre los mocárabes del techo.

»-Los mitos, eminencia -dije sin desanimarme-, en ocasiones pueden tener una base real. Y ésta es una de esas ocasiones… Pero deberíais leer toda la traducción…

»-No es necesario -dijo al-Qasim dejando a un lado el pliego-, háblanos tú de su contenido. ¿Qué se dice en el resto?

»-En él se cuenta con detalle cómo Talos el Rojo cruzó el Djabal Tarik, para dirigirse hacia un país situado más allá del mar Occidental…

»-Si hacemos caso a los antiguos sabios griegos -señaló al-Qasim pensativo-, la Tierra es redonda, una esfera perfecta…

»-Así es, eminencia -le respondí, inclinando mi cabeza para saludar su erudición.

»-Por lo que al otro lado del mar Occidental deberíamos encontrarnos con Oriente -conjeturó-, Catai y Cipango, que ciertamente son tierras llenas de riqueza, pero situadas a una distancia tan inmensa que ningún barco podría alcanzarlas…

»Era el punto al que yo quería llegar, de modo que dije:

»-Pero el texto afirma que no es así, eminencia. Hay Otro Mundo situado en medio del mar Occidental, del que nada sabemos. Fue conocido por los antiguos tirios, pero era algo que deseaban mantener oculto. Difundieron historias de monstruos y toda suerte de horrores que aguardaban a aquellos navegantes que decidieran aventurarse en al-Bahr al-Mudlim al-Muhît, [4] así llamado porque la influencia de estas historias ha llegado hasta nuestros días. Pero no hay monstruos ni peligros insuperables para alcanzar ese Otro Mundo. En el resto del manuscrito se explica cómo hacerlo. Se habla de las corrientes marinas, de los vientos alisios, de las jornadas de navegación, de cómo seguir el camino que marcan las estrellas…

»-¿Es eso lo que se indica en el resto del manuscrito? -preguntó el visir.

»-Así es, eminencia. Los hombres que huyeron hacia esa Otra Tierra dejaron descrito el viaje que iban a realizar para que otros supervivientes pudieran seguirlos. Éste es el documento que yo poseo y que permitiría a una nave de nuestro reino cruzar sin peligro el mar Occidental.

»Me detuve, emocionado y sin aliento. El sultán me miraba al fin, tal vez admirado por mi vehemencia. Le hizo una seña a su Visir, que se inclinó hacia él para escuchar lo que Abu al-Hasan tenía que decirle al oído. Después volvió a incorporarse y me preguntó:

»-¿Propones a tu sultán que financie ese fantástico viaje a través del mar, sin otra evidencia que ese texto encontrado en tu jardín?

»-He investigado mucho, eminencia -le respondí sin amilanarme-, y he encontrado antecedentes a esta aventura. Documentos que atestiguan que este viaje ya se realizó con éxito, hace trescientos setenta años, por navegantes de al-Andalus.

»-¿Es eso cierto? -preguntó incrédulo-. Jamás oí tal cosa.

»-No es muy conocido -dije-, pero ocho hermanos de una familia llamada al-Mugarribún zarparon hacia Poniente y, tras más de dos meses de navegación, llegaron a una isla habitada por «hombres rojos». Quizá una colonia de antiguos tirios…

»Y fue entonces cuando el muley Hacen se dignó hablarme por primera vez. Con una voz que era casi un susurro, preguntó:

»-¿Crees que son ciertas todas esas viejas historias?

»-Firmemente, sultán y señor mío, a quien Allah conceda la victoria sobre los infieles. Sois el más poderoso de los príncipes, pero al mismo tiempo sois el custodio de esta sagrada tierra de al-Andalus, en cuya defensa tantos han muerto. Ahora está en vuestras sabias manos esta carga, pero ved que si yo estoy en lo cierto, esta aventura podría suponer una gran oportunidad para nosotros. Granada se asfixia entre el odio de los infieles y la indiferencia de nuestros hermanos musulmanes. Necesitamos respirar a través de nuevas rutas, de nuevas salidas para nuestros comerciantes, de nuevos aliados…

»Al-Qasim se acercó al sultán e intercambió una breve conversación entre susurros con él. El muley Hacen asentía. Luego, volviéndose hacia mí, el gran visir dijo:

»-Así es, faquih, vivimos aprisionados entre un océano impetuoso y un enemigo terrible. Y ahora tú propones que nuestra salvación está en ese mismo océano que nos confina… Interesante, pero… -Se detuvo un instante y meditó con cuidado sus siguientes palabras-: Pero llegas demasiado tarde, erudito. Demasiado tarde… Ya no somos dueños de nuestro destino ni de nuestras riquezas y no es aquí donde debes buscar el respaldo para tu asombroso plan… No es aquí, ni es ahora…

»-Pero, señor…, a quien Allah ayude y haga victorioso mediante la fuerza de su brazo, que es el que tiene el cuidado y el poderío para ello; es importante que…

»-Es suficiente, faquih -me interrumpió el visir-. Lisán al-Aysar, la audiencia ha terminado. Puedes ir en paz, porque todo está en manos de Allah.

»Y eso fue todo. Me despidió con un gesto y yo ejecuté una confusa reverencia.

»Abandoné la sala mientras pensaba que, de una forma muy intensa, había entrevisto el final. El auténtico fin de nuestro mundo, que ahora parecía inevitable ante mis ojos.

»Se dice que el hombre que no es capaz de maravillarse es que está muerto o cercano a la muerte, y yo consideraba que a las sociedades se les puede aplicar el mismo dicho. Durante cientos de años, nuestros príncipes habían estimulado con entusiasmo la investigación y la aventura. Pero cuando las derrotas militares se sucedieron, ellos mismos le dieron la espalda a la sabiduría. Despreciaron a los filósofos y a los científicos, y se cobijaron en los indolentes y poco imaginativos brazos de los ulemas.

»Mientras me dirigía a la salida del palacio, perdido en estos pensamientos, fui interceptado por un hombre en el patio de Mexuar. Alcé la vista hacia él, pues se había colocado justo en mi camino. Viejo y delgado, con los dedos manchados de tinta y un libro envuelto en un marchito pañuelo de seda. Uno de los escribanos que había visto en compañía del sultán.

»-¿Acaso no sabes que ya hace dos siglos que los genoveses poseen el monopolio absoluto para ejercer el comercio marítimo de todos nuestros productos? -me espetó sin mediar saludo-. No tienes otra opción que recurrir a ellos.

»Le pregunté si alguien lo enviaba o si hablaba por iniciativa propia. A lo que él se limitó a repetir lo dicho y que debía buscar ayuda entre los genoveses. Me entregó una dirección y un nombre escritos en un papel, y siguió su camino.

5

– La dirección era la de una de las alhóndigas de la medina, que pertenecía a la importante familia genovesa de los Salvago. El lugar vibraba con una vitalidad perturbadora. Los mayoristas y sus clientes entraban y salían del edificio enfrascados en sus negocios. Los guardias, elegantes y marciales a la vez, con los uniformes de colores brillantes que tanto gustan a los genoveses, paseaban por la recepción e interceptaban a cualquier visitante de aspecto dudoso. Algunos criados cargaban con las cajas de muestrarios de un lado a otro, mientras su señor tomaba alguna esencia fresca y regateaba el precio con un comprador.

»Comprendí entonces a qué se había referido el visir con sus amargas palabras. Allí seguía funcionando un corazón que hacía mucho que había dejado de palpitar en Granada. Esa vitalidad, que se desplegaba ante mis ojos, evidenciaba cruelmente la apática decadencia a la que había llegado la corte del muley Hacen. Los comerciantes genoveses se las habían arreglado para crear sus propias dinastías en el propio corazón envejecido de nuestra ciudad. Por primera vez consideré que allí estaba la verdadera amenaza y no en los furiosos ataques de los infieles contra nuestras murallas.

»Uno de los guardias me acompañó hasta una de las dependencias de la alhóndiga, donde me entrevisté con la persona señalada en la nota del escribano. Era un joven genovés llamado Pietro, que se entusiasmó de inmediato con mis palabras.

»-Lo que propones es asombroso -me dijo-, de ser cierto significaría la gloria y la riqueza para los valientes que se atrevieran a enfrentar una aventura así.

»En un rincón vi unos cuantos libros apilados. Uno de ellos era el famoso Libro de las Maravillas, del veneciano Marco Polo. Pietro advirtió mi interés y me mostró el ejemplar. Sus páginas estaban llenas de anotaciones en el margen en la que imaginé que era su letra.

»Sin que viniera al caso me contó que, a pesar de su juventud, él mismo había realizado numerosos y fascinantes viajes. Afirmó pertenecer a un linaje rico y antiguo, aunque arruinado por las guerras de Lombardía. Se había visto obligado a cambiar su nombre y su blasón para poder ingresar en aquel poderoso albergo.

»-¿Crees que la familia Salvago estaría interesada en financiar este viaje?… -pregunté, ansioso por regresar a la cuestión que me había llevado hasta allí.

»-Me temo que algo así escapa a mis competencias… Es un asunto demasiado grande para tratarlo desde aquí. No te va a quedar más remedio que viajar hasta Génova y pedir audiencia ante los sabios del albergo… -Y se ofreció a acompañarme.

»No era lo que tenía previsto y tardé muchos meses en decidirme. Tiempo en el que aquel joven genovés no dejó de enviarme notas, insistiendo casi a diario en la conveniencia de llevar mi propuesta ante los sabios de su albergo. Al final comprendí -y temí- que, si estaba tan interesado, muy bien podría acabar decidiendo hacer el viaje por su cuenta, apropiándose así de toda la gloria. No me quedaba más remedio que continuar por el camino que ya había iniciado y que parecía no tener vuelta atrás.

»Partimos del puerto de Salawbiniya, a bordo de un mercante en ruta hacia tierras de infieles. Durante el viaje, Pietro se esforzó en demostrarme que tenía un gran conocimiento de cartografía y rutas marinas. Fue entonces cuando empecé a desconfiar verdaderamente de él. Me pareció uno de esos eruditos de relumbrón que, cuando han leído de verdad una obra, gustan de citarla venga o no venga a cuento para airear así su ciencia. También me habló de su hermano, un funcionario en la corte de Lisboa, que estaba bien enterado de los planes de los portugueses para hallar una nueva ruta hacia Oriente. Aunque el Tratado de Alcaçobas con Castilla les impediría aceptar el rumbo que yo proponía.

»-Claro que en Génova no van a ser tan escrupulosos -me aseguró.

»Mientras navegamos consideré la forma en la que hemos dominado nuestro mar interior. Las corrientes y los vientos no han cambiado desde los tiempos de Ulises. Orientarse no es difícil, dado el particular relieve de sus costas. Basta aplicar la técnica de observación del horizonte en el momento del ocaso, recomendada por el gran viajero Muhammad ibn Babisad, para percibir el Montgó desde el puerto de Ibiza y el Etna desde más de treinta y dos parasangas de distancia. Nosotros sólo perdimos de vista la costa en los cuatro días de viaje que hay entre la isla de Menorca y Cerdeña. En verdad, este mar es apenas un lago en el centro de nuestro mundo. Todo marino conoce el arte de la navegación per costeriam, pero me pregunté lo que sentirían al encaminarse hacia lo desconocido, rodeados de agua infinita y sin otra guía que las estrellas, para cruzar el mar Tenebroso.

»A los diez días de navegación llegamos a Génova. Apoyado en la borda, contemplé la ciudad frente a mí, desparramada sobre oscuras cordilleras, sin imaginar que mi destino sería pasar mucho tiempo en ella. La torre de la catedral y las cúpulas de las iglesias sobresalían del mar de tejas que descendía con suavidad hacia el puerto.

»-Quiero… debo pedirte algo -me dijo mi compañero de viaje mientras atracábamos-, y espero no molestarte con ello.

»Extrañado, quise saber de qué se trataba. A lo que él respondió:

»-Debes permitir que sea yo quien exponga los detalles del caso.

»-¿Y eso por qué? -le pregunté.

»-Por favor, no te ofendas, pero el hecho de que seas un sarraceno puede predisponer a los eruditos en tu contra o hacerles dudar de la veracidad de tus palabras. Si hablo yo tendremos más posibilidades de que acepten nuestro proyecto como fiable.

»-¿Nuestro…? -pregunté. Pero accedí de mala gana.

»Durante los días en los que esperamos a ser recibidos por la comisión de eruditos del albergo, intenté instruirle sobre la manera en que debía presentar el caso. Él me decía que sí a todo, que así lo haría; pero, como digo, yo dudaba cada vez más de él. Hasta que llegó el momento en que se nos convocó a una audiencia a puerta cerrada.

»Tal y como habíamos acordado, yo permanecí en silencio mientras mi compañero de viaje se ocupaba de la argumentación. Pero al instante comprendí mi error. Olvidando los datos que yo le había dado, mi compañero centró su discurso en una estimación muy baja de la distancia que era necesario recorrer. Basó su argumentación en el erróneo texto del Imago Mundi, de Pierre d'Ailly, que mantiene que estamos separados de la India sólo por un estrecho mar. Citó también al florentino Paolo Toscanelli, quien afirmaba que la provincia de Mangi está a menos de tres mil millas al oeste de Lisboa y que Cipango se halla incluso más próximo. Para terminar, nombró de pasada algunos de mis documentos, en especial los testimonios de navegación hacia Poniente, como el de los hermanos al-Mugarribún. Y, muy por encima, habló de mi traducción de las planchas tirias.

»Los eruditos del albergo escucharon con paciencia, en silencio, hasta que terminó de hablar. Le preguntaron que si tenía algo más que añadir y luego dieron por concluido el consejo. Nos despidieron, asegurándonos que en breve seríamos informados de su decisión.

»Al salir, Pietro parecía entusiasmado. Pasó un brazo sobre mi hombro, como si yo fuera un viejo camarada suyo, y me dijo:

»-Vamos, amigo, debemos ir a celebrarlo y conozco una taberna cercana que es bastante apropiada para ello. Dime, ¿tienes costumbre de beber vino?

»-No tenemos nada que celebrar -le dije con frialdad.

»Él me miró desconcertado.

»-¿Qué quieres decir? -preguntó.

»-¿No te das cuenta de lo que ha pasado ahí dentro? -le dije-. Has malogrado cualquier posibilidad de que seamos tomados en serio por esos eruditos.

»-Estás loco -dijo.

»-En eso tienes razón -respondí-. He sido un loco por confiar en ti y por emprender este viaje con un aficionado del que nada sé. Todo lo que has dicho ahí dentro, todos esos datos que has expuesto con tan ingenua seguridad, se basan en los errores del sistema ptolemaico sobre el tamaño de la circunferencia de la Tierra. Lee a Alfragrano y comprobarás que su radio es mayor de tres mil quinientas millas. Si te tomas la molestia de calcular su perímetro descubrirás que para llegar hasta Catai viajando hacia Poniente hay que recorrer una distancia inmensa. Ningún barco lograría hacer ese trayecto, lejos de cualquier costa, sin realizar alguna escala intermedia para abastecerse. Por eso es tan importante la existencia de esa Otra Tierra en mitad del mar Tenebroso.

»El genovés me miró muy serio y dijo:

»-Incluso con sus errores, si los tienen, los antiguos griegos son venerados por todos. He comprobado una y otra vez esto y sé lo que hago. Si Ptolomeo afirmaba que la distancia hasta el otro lado del mundo es tan corta, ¿quiénes somos nosotros para contradecirlo…? Piensa en esto: ¿no es posible que esa tierra a la que llegaron tus navegantes tirios y los hermanos al-Mugarribún no fuera otra que Cipango?

»-No -suspiré-. Es lo que intento explicarte. Nuestros matemáticos han calculado con exactitud el radio de la Tierra. Necesitamos cálculos precisos para orientar las mezquitas hacia La Meca y te aseguro que la distancia es mucho mayor de lo que supones.

»-Es posible -dijo en un tono que indicaba que pensaba lo contrario-, pero ahí están los cálculos de Ptolomeo… Entiéndeme, yo creo en tu historia, quizá nadie más lo hará, pero yo creo en ella. No pierdas la calma y aguarda, estoy seguro de que la decisión de los eruditos nos será favorable y podremos obtener nuestro barco y nuestra tripulación.

»Pasaron los meses, pero la respuesta no llegó. Tan sólo evasivas que nos mantenían atascados en Génova sin poder hacer nada. Hasta que un día Pietro se presentó en mi alojamiento del albergo y me dijo que iba a viajar a Lisboa, para reunirse con su hermano y obtener a través de él una audiencia con el rey Juan de Portugal.

»-Allí encontraremos la ayuda que mi propia gente me niega -me aseguró-. Mandaré buscarte, no desesperes.

»Se marchó de noche, con mucho sigilo, y nunca más volví a verlo.

»A partir de ese momento las cosas no hicieron más que empeorar. Un funcionario del albergo, acompañado de varios hombres armados, vino a interrogarme sobre la desaparición de mi compañero. Les dije lo poco que sabía. Aquel hombre se comportó con amabilidad y aceptó mi palabra de que yo no conocía sus planes. Pero me hizo saber que, a partir de ese momento, debía ir siempre acompañado por dos escoltas armados.

»-Es por tu seguridad -me dijo.

»Pero lo cierto es que muy pronto comprobé que yo era su prisionero…

Los dos amigos estaban sentados sobre grandes almohadones de pluma, bajo un pabellón abierto en el patio, rodeados de las diferentes flores que embellecían el jardín. Pero, conforme avanzaba la noche, el aire que bajaba de Sierra Nevada era cada vez más frío. Lisán tuvo que pedir a sus criados que les trajeran dos tocas de lana para abrigarse.

– Hermano -decía Ahmed sacudiendo la cabeza-, sabes que no es posible confiar en los infieles, que el mejor de ellos es mentiroso y traicionero, que nunca cumplen sus pactos, que jamás mantienen su palabra.

Lisán encendió una pipa de cerámica y exhaló una bocanada de humo de hachís.

– ¿Qué otra cosa podía hacer?

– Debiste contar conmigo. Tenemos un contrato de hermandad, ¿recuerdas? Y dos hermanos son como un par de manos, una de las cuales lava a la otra. Podrías haber pedido mi ayuda y gustoso te la habría dado.

– ¿Podrías haber fletado un barco y reunido una tripulación capaz de cruzar el mar Occidental? -Apretó la cazoleta entre sus manos y disfrutó de su calor reconfortante.

– Sabes que mis recursos jamás han llegado a tanto, pero podría haberte acompañado. Soy mejor negociador que tú, de eso no cabe ninguna duda, y creo que sé juzgar mejor el talante de la gente.

– ¿Y dejar tus intereses para acompañarme durante esos dos años?

– Así es. Mi hijo Arún es ya un hombre capaz de ocuparse de todo.

– ¿Lo era hace dos años?

– No -admitió-. Tienes razón en eso. Pero mi voluntad ahora es la de ayudarte, si es eso lo que deseas… Pero, por favor, sigue relatando tu historia… ¿Cómo lograste escapar de los genoveses?

– Es muy tarde y las puertas de la medina ya estarán cerradas -dijo Lisán mirando hacia el cielo-; quédate esta noche en mi casa y mañana te contaré el final de mi aventura.

Ahmed asintió con un gesto.

– No tengo ningún negocio que requiera mi atención en estos momentos, que no puedan atender mis hijos, y hace mucho que no sabía de ti. Por supuesto que acepto tu invitación.

– En ese caso, te seguiré contando mi aventura durante el desayuno. Tendrá que ser temprano, pues mañana debo partir de nuevo.

– ¿Otro viaje? ¿Adónde esta vez?

– No iré muy lejos, de momento. Sólo a un lugar cerca de Salawbiniya. En la costa.

– ¿Y qué hay allí?

Lisán hizo un gesto enigmático y dijo:

– Descansemos ahora, hermano. Mañana prometo seguir con mi relato.

6

Un muecín entonaba su llamada desde un alminar cercano.

– ¡La oración es mejor que el sueño! -repetía una y otra vez con una voz que era como un lamento.

Lisán y Ahmed desayunaban tranquilamente en el patio, frente a una mesa repleta de dulces de aspecto delicioso. Todo el mundo se había levantado temprano en la casa. Los criados andaban arriba y abajo, apurados con los preparativos del viaje.

Se presentó el viejo infiel al que Lisán había entregado las botellas de vino el día anterior. Llevaba algo en la boca que chupaba y pasaba de un lado a otro con la lengua.

Ahmed observó la cuenca vacía de su ojo, rodeada por un halo de legañas, y se estremeció de asco al adivinar lo que el viejo chupaba. Y en efecto, con un movimiento diestro, el infiel sacó el ojo de cerámica de su boca y se lo incrustó en la cuenca vacía. Parpadeó varias veces para que se ajustara en su espacio. Lisán ya se lo había visto hacer antes, en diferentes ocasiones. Al parecer formaba parte de su idea del aseo matutino.

– Veo que ya habéis empezado a desayunar… -dijo.

– Sírvete lo que gustes -le invitó el faquih con un gesto amable.

El viejo paseó su ojo escéptico por los pastelitos de turrón con miel y sésamo, los canutos de masa de harina rellenos de azúcar, piñones y canela, la pasta de naranja roja, las almojábanas de queso rebozadas con miel y la leche cuajada con semillas de cártamo.

– ¿No podéis darme sólo unas gachas de harina frita…? -preguntó-. Con algo de tocino, si esto es posible.

– Creo que lo de las gachas de harina lo podemos arreglar -dijo el faquih, intentando no perder su talante de perfecto anfitrión-. Con el tocino vamos a tener más dificultades… Pero, por favor, prueba esta compota de membrillo mientras tanto.

El viejo rehusó con un gesto y dijo:

– Por la mañana, tan temprano, el dulce me da cagalera. Mejor… olvidaos de las gachas y traedme pan, aceite y una cabeza de ajos.

Ahmed lo miró incrédulo, pero uno de los sirvientes de su amigo trajo al infiel lo que había pedido. Éste sacó un cuchillo que colgaba de su cintura y cortó con él varias rebanadas. Restregó los ajos contra la miga y la empapó bien de aceite.

– Mmmm… -murmuró mientras masticaba-. De buenas olivas, sí señor. Bien que vivís en estas tierras. Se nota que sabéis dónde está lo bueno.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Ahmed, retirándose espantado por el fuerte olor.

– Que os habéis quedado con lo mejor, no lo niegues ahora. -El infiel miró a un lado y a otro-. Esto es un vergel, no me digas que no. Que vais dejando las tierras áridas para nosotros y os quedáis con las buenas. No, si listos sí sois, sí.

– Lo que tú llamas «tierras áridas» eran huertas productivas cuando estaban bajo mejores cuidados -señaló Ahmed.

– Es posible, no niego que los moros sabéis trabajarla, pero ésta no es vuestra tierra -dijo el infiel clavando en él su único ojo-. Sea feraz o yerma, es tierra de Cristo.

– Hace mil años mis antepasados ya araban estos campos -comentó Lisán con una sonrisa burlona-. ¿Por dónde andaban los tuyos en aquellos tiempos? ¿De cuántos de ellos puedes darme alguna referencia?

El viejo tardó un buen rato en comprender que lo que había dicho Lisán podía interpretarse como un insulto. Entonces amenazó al faquih con el mismo cuchillo mugriento que había utilizado para cortar el pan.

– ¿Tienes tú algo que decir de mis antepasados, moro?

Aterrorizado, Ahmed se puso en pie y rogó al infiel que se calmara, asegurándole que su amigo no había pretendido ofenderlo. Lisán, mientras tanto, seguía con su desayuno, tranquilo en apariencia, sin alterarse por la amenaza de aquel infiel que seguía rumiando insultos en su lengua. Al final, el viejo se dio media vuelta y regresó al interior de la casa, sin dejar de murmurar y de hacer gestos groseros.

Lisán dijo con bastante flema:

– No le des importancia a esto, hermano. Es un hombre de modales lamentables, pero sé cómo manejarlo.

– Sí -dijo Ahmed dejándose caer en su almohadón-, ya he visto lo bien que te las arreglas con él. Pero dime, en nombre de Allah, ¿quién es ese infiel?

– Se llama Ignacio «nosequé». Es un piloto vizcaíno, pero tiene experiencia en navegar con los portugueses más allá de las costas de Guinea.

Ahmed se sirvió una taza de infusión de poleo con jarabe de jalapa.

– Parece un desecho humano.

– Sí -admitió Lisán-. Sin duda ha conocido épocas mejores en su vida… Pero dicen que hace años fue un piloto bastante bueno.

– ¿Y qué interés puede tener eso para ti?

Lisán se llevó a la boca un pastelito de canela y lo saboreó con calma antes de decir:

– Te contaré ahora el resto de mi historia…

7

– Pasé muchos meses cautivo en Génova. Era un encierro cómodo, en uno de los locales del albergo, y se me permitía ir a cualquier parte dentro de la ciudad, pero siempre acompañado por dos guardias.

»En una ocasión, durante una visita al mercado, se produjo un gran tumulto. Varios comerciantes turcos iniciaron una pelea en la que mis guardianes se vieron implicados. Aproveché aquel afortunado suceso para esquivarlos y dirigirme a toda prisa hacia el puerto. Buscaba una nave que me sacara de la ciudad, cualquiera me servía en aquel momento desesperado, con tal que zarpara de inmediato y me llevara de regreso a al-Andalus. Nervioso, desorientado, me abrí paso entre la multitud: cargadores que trabajaban en los muelles con sus espaldas desnudas y sudorosas bajo el sol; vendedores de agua; enjambres de pilluelos andrajosos que correteaban entre las piernas de los viajeros pidiendo limosna.

»En las dársenas había una actividad impresionante. Las galeras de la flota genovesa, con sus filas de remos pintados de color rojo intenso, vigilaban los accesos. Las naves mercantes atracaban tras regresar desde alguna lejana costa o se preparaban para zarpar. Yo preguntaba a gritos a los patronos de estos barcos sobre cuál era su destino.

»De repente, alguien se interpuso en mi camino. Apareció de forma tan inesperada que a punto estuve de estrellarme contra él.

»-La discreción no es uno de tus talentos, faquih -me dijo.

»Era un hombre muy alto. Tanto que me encontré mirándolo desde abajo, como haría un niño asustado. Pero lo primero que me viene a la memoria de ese primer encuentro no es su rostro, ni su aspecto, sino el frío intenso que sentí en el fondo de mi pecho, como si hubiera aspirado una bocanada de un aire tan helado que me entumeciera por dentro. Se presentó como Baba ibn Abdullah y afirmó ser un comerciarte mameluco. Ciertamente, no carecía de elegancia en su forma de vestir, pero algo en su aspecto era desconcertante y hablaba el árabe con un acento que no fui capaz de identificar.

»Pensé que ibn Abdullah es un nombre común entre los mamelucos, pues suelen adoptarlo aquellos que son conversos y desconocen la identidad de sus padres. Era, como he dicho, bastante alto, de complexión delgada, con el pelo negro azulado cayendo en apretados rizos sobre la espalda. Un rostro flaco, con un mentón prominente, una nariz larga y ganchuda curvándose sobre un bigote que le cubría media cara. Los ojos eran de un verde muy claro, enmarcados por unas cejas negras que conferían a su mirada una intensidad terrible y, al conjunto de su rostro, el aspecto de un ave de presa.

»-¿Qué quieres de mí? -le pregunté.

»-Creo que soy yo quien puede ayudarte, faquih -me dijo-. He observado cómo recorrías el puerto buscando un barco… Te aseguro que el mío es el mejor jabeque que puedas encontrar atracado por aquí.

»Tal era la confusión de mi mente que ni siquiera consideré la posibilidad de que aquel hombre perteneciera al albergo que me tenía retenido y me estuviera tendiendo una trampa.

»-¿Haces la ruta a al-Andalus? -le pregunté-, pues es allí adonde me dirijo. Si Allah, alabado sea, quiere.

»-No es extraño que quieras regresar a tu tierra -respondió él-, pero los genoveses no lo permitirán… Si intentas abordar un navío, morirás.

»-No sé de qué me hablas -le mentí-. Soy el invitado de uno de los albergos más importantes de la ciudad y…

»-Eres su prisionero -me cortó-. Y ahora estás aquí porque mis hombres se las arreglaron para facilitarte la huida.

»-¿Quién eres tú y qué negocio tienes en todo esto? -le pregunté-. ¿Acaso me conoces?

»El mameluco clavó en mí su mirada intensa y dijo:

»-La única razón por la que sigues con vida es que ellos piensan que quizá seas un espía de los venecianos…

»-¿Qué? -exclamé-. ¡Eso que dices es ridículo!

»Aprovechando mi desconcierto, me condujo hasta uno de los atracaderos. Allí estaba amarrado un precioso jabeque con la característica inclinación hacia delante del palo de trinquete. De poco calado, ligero y maniobrable, apropiado para incursiones decididas y huidas rápidas. Pensé que era la nave perfecta para un pirata.

»-Soy el único amigo que tienes en esta ciudad de infieles -me dijo, acercando su boca a mi oreja. Sentí su aliento golpearme a la vez que sus palabras-. Y el único que puede sacarte de ella.

»-¿Quién puede pensar que trabajo para los venecianos?

»-Éste es un mundo extraño, Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin, y se establecen extrañas alianzas. Los genoveses han mantenido en secreto tu reino frente a los ataques de los castellanos. Tienen hombres de gran importancia en la corte de la Alhambra que les han advertido sobre ti. Pero eres afortunado, pues hasta el momento no han decidido si eres un loco o un hombre que trabaja con sus enemigos.

»-¿Y tú cómo sabes tantas cosas?

»-También tengo mis informadores.

»-¿Y qué es lo que buscas?

»-Lo mismo que tú.

»-¿A qué te refieres?

»-Ese Otro Mundo situado más allá del mar… Sé que es real.

»A nuestro alrededor se había formado un muro de silencio. Las personas que caminaban por el puerto eran como espectros situados a una enorme distancia de nosotros.

»Yo no sabía qué decir.

»-¿Tú…?

»-Tengo pruebas de lo que digo. Y una nave que puede sacarte de esta ciudad…

»-¿Pruebas? -musité. Me sentía como en un sueño, pero ya había decidido abandonar toda precaución y seguir a aquel hombre. Cualquier cosa con tal de salir de aquella ciudad.

»-Así es. Si me lo permites te llevaré hasta una isla cercana a Kirit. [5]

»-¿Qué encontraré allí?

»-La demostración de que tu historia es cierta -me dijo.

»-Dices que los genoveses no me dejarán abandonar la ciudad con vida.

»-De momento no corres peligro, pero no deben volver a vernos juntos… hasta la próxima primavera.

»Faltaban dos meses para que empezara la primavera. Yo no deseaba permanecer en Génova más tiempo, pero el mameluco me explicó que el viento propicio para la ruta que debíamos hacer sólo sopla durante las estaciones de primavera y otoño.

»Regresé solo al albergo y les aseguré a mis guardias que me había perdido en medio del tumulto. Pero no me creyeron. Esta vez fui encerrado en el sótano, en un lugar bastante húmedo donde no había ventanas y la única puerta, de madera gruesa, sólo se abría para traerme la comida diaria y llevarse los desechos. Allí pasé los meses siguientes. Durante todo este tiempo no volví a saber nada del mameluco. Hasta que llegó el día marcado.

»Eran altas horas de la noche y oí ruidos de lucha frente a la puerta del local. Me puse en pie y me vestí de inmediato con mis mejores galas. Si había llegado mi final, lo mejor era que me encontrara ataviado para la ocasión. La puerta se abrió y entraron tres turcos sujetando en sus manos unos alfanjes manchados de sangre. Uno de ellos dijo ser servidor de Baba ibn Abdullah y me ordenó que lo siguiera. Caminé en silencio tras sus huellas. Advertí la desaparición de los hombres que montaban guardia frente a la puerta de mi celda, pero no quise preguntar qué había sido de ellos.

»Nos escabullimos por las callejas de Génova, atentos a cualquier grupo armado que pudiera provenir del albergo, y llegamos a la dársena donde nos esperaba el jabeque. Partimos de inmediato. Usamos los remos para salir del puerto, pero una vez en alta mar éstos fueron retirados, y las velas, desplegadas. Disponía de tres mástiles y llevaba un aparejo de velas latinas.

»El viento fue tan bueno que recorrimos la distancia entre Génova y las Cícladas en sólo cinco días. Nuestro destino estaba a veinte leguas al norte de Creta. Los venecianos las llamaban «Islas de Santa Irene», o Santorini. En realidad eran los restos de una única isla a la que le faltaba toda su parte central, que parecía haberse evaporado. Recordé la extraordinaria narración que había traducido. Aquella catástrofe que significó el fin del Imperio de Keftiú. Su flota fue destruida en un instante, dejándolos a merced de sus enemigos, tal y como la diosa Sapas había predicho… Pero ¿qué fue lo que sucedió? ¿Qué suerte de poder mágico pudo hacer desaparecer toda esa inmensa cantidad de roca?

»-Es un lugar desolado… -comenté mientras contemplaba desde la proa aquella tierra calcinada como un hueso arrojado al fuego.

»Baba estaba a mi lado y dijo:

»-¿Sabes qué nombre le dan los griegos a esta isla?

»-No.

»-La llaman «Thera».

»-¿Thera? -dije, impresionado.

»-¿Conoces el significado de esa palabra? -preguntó él a su vez.

»-«Miedo» -respondí.

»-Así es -dijo él.

»- La Isla del Miedo -musité mientras volvía la vista hacia aquellas rocas-. ¡Alabado sea Allah, el altísimo!

»Desembarcamos en la isla mayor. Baba tenía allí un fondeadero que era su base y refugio. Una escarpada línea de arrecifes mantenía el lugar perfectamente escondido. Caminamos hacia el interior. El suelo estaba cubierto por una gruesa costra de cenizas petrificadas. Al cabo de un rato, nos encontramos en una cantera donde trabajaban cuadrillas de lugareños extrayendo aquellas cenizas en bloques. El mameluco me explicó que las tenían en gran estima como material para la construcción.

»-Lo que quiero mostrarte ya está cerca -me dijo.

»Trepamos por un lado de la cantera, hasta una zona que había sido horadada. Algo brillaba en el fondo de uno de los surcos tallados por los trabajadores. El mameluco saltó al interior de la zanja, recogió el objeto y me lo entregó. Lo sostuve entre mis manos temblorosas y lo observé con detenimiento. El fiero sol de aquella tierra le arrancaba reflejos azules. Era un precioso fragmento de cerámica vidriada adornado con dibujos de delfines, pulpos y un navío semejante a una galera. Era parte del revestimiento de una pared y había sido trabajado con una hábil labor de alicatado, digna del mejor de nuestros albañiles.

»Me pregunté, emocionado, si perteneció a algún edificio del puerto desde el que partió Talos para cruzar el océano Tenebroso.

8

– Alabado sea Dios que te ha traído de vuelta a Granada después de tantos peligros -exclamó Ahmed.

– Alabada sea Su Misericordia -dijo Lisán-, pero los riesgos no han hecho más que empezar, pues pienso ir yo mismo en busca de esa Otra Tierra de más allá del mar Tenebroso.

Ahmed abrió la boca para responder a su amigo, pero sus palabras se agolparon y no supo qué decir durante un momento.

– Pero… ¡eso es una locura! Tú no eres un navegante, ni un aventurero. Además, ¿de dónde vas a sacar el dinero? ¿Y la nave?

– Baba ibn Abdullah se ha ofrecido a financiar la expedición -respondió Lisán.

– ¿El mameluco? -Su amigo se sentía cada vez más escandalizado.

– Hemos llegado a un acuerdo, él pondrá la nave y la tripulación. Yo los conocimientos necesarios para realizar el viaje.

– Has enloquecido, hermano -dijo Ahmed con voz seca-. ¿De verdad piensas embarcarte con un desconocido, de quien, además, sospechas que pueda ser un pirata?

– Sí -admitió Lisán-, he pensado mucho en todo eso. ¿Sabes? Baba es un hombre muy extraño y, de alguna forma que no logro clasificar, aterrador. Cuando está frente a ti, se diría que mira a través tuyo, como si tu cuerpo no fuera más sólido que una nube de vapor tenue que él pudiera atravesar con su mano. He visto antes miradas así; en soldados curtidos por tantas batallas que han olvidado el valor de una vida humana; o en fanáticos religiosos…

– ¿Y tú quieres convertir a ese hombre en tu compañero de aventura?

– Ya sé que es un riesgo, hermano. No soy un necio. Pero se trata de un riesgo calculado. Sólo yo puedo entender la lengua de los tirios. Nadie más podría interpretar los caracteres grabados en las planchas plúmbeas. Los calcos que llevaré de ellas van a ser la única carta de navegación. Si Baba ibn Abdullah intenta traicionarme, se encontrará solo y perdido en medio del océano, alejado de cualquier costa conocida y sin posibilidad de orientarse.

– ¡Maravillosa perspectiva! Me alegra saber que lo tienes todo tan bien atado -exclamó Ahmed.

Lisán reconoció la ironía en sus palabras, pero no quiso seguir ese juego.

– Así es. Por eso ha sido providencial que nos encontráramos ayer en el zoco…

– ¿Por qué? -Ahmed alzó las cejas.

– Porque tengo previsto zarpar en una semana…

– ¿Una semana? -Ahmed no daba crédito a lo que acababa de oír-. No es posible, hermano, dime que eso no es cierto.

El faquih se acercó a su amigo y apoyó sus manos sobre los hombros de éste.

– Si Allah, alabado sea, quiere, en siete días partiré con la marea. Todo ha sido previsto en secreto. El barco que me llevará hasta el Otro Mundo está atracado en una cala oculta de la costa, cerca de Salawbiniya, y Baba ibn Abdullah lo está pertrechando para el viaje. Pensaba enviarte las planchas y su traducción, para que las guardaras e hicieras de ellas el uso que consideraras más conveniente… en caso de que yo no regresara…

– Haré lo que me pides, hermano, ya que no puedo disuadirte de que emprendas este viaje de locura.

Lisán inclinó la cabeza, en señal de gratitud, y dijo:

– Mis criados llevarán ahora mismo el cofre a tu casa.

– Dámelo a mi regreso, hermano, porque pienso acompañarte hasta la costa.

– ¿Con qué objeto?

– Sólo quiero conocer a ese tal Baba ibn Abdullah y comprobar qué clase de hombre es. Concédeme al menos eso.

– Si eso va a hacerte sentir más tranquilo -sonrió-, que así sea. Mandaré entonces a los criados para que traigan uno de tus caballos y para que adviertan a tu familia.

Un muchacho negro, de unos doce años, llegó por el camino de la Alhambra con la yegua favorita de Ahmed. El joven llevaba el pelo trenzado y atado con cintas de tela roja. Estaba encogido de frío, con los ojos amodorrados aún por acabar de despertarse.

Ahmed le preguntó:

– ¿Saben los de la casa que voy a estar fuera un par de días?

– Lo saben, mi señor -respondió el chico mientras se frotaba los ojos.

Sus mejillas estaban señaladas con unas abultadas marcas paralelas, las cicatrices tribales que había llevado desde su ceremonia de iniciación, poco antes de que fuera capturado por los traficantes. Pero Jamîl, ése era su nombre, ya no era un esclavo. Ahmed lo había adoptado como mawla, el lazo especial de parentesco que se establece con un esclavo liberado.

Ahmed vivía en una gran casa de la medina, situada no muy lejos del palacio de los Banu Sarray. [6] Tenía cuatro mujeres, una docena de hijos y un pequeño ejército de esclavos. A muchos de estos últimos había acabado liberándolos, como había hecho con Jamîl.

– Vas a acompañarme hasta la costa, Jamîl. Espero que pronto estaremos de vuelta.

Ignacio apareció un rato después, maldiciendo por lo bajo.

– ¿A qué distancia está la playa ésa? -rezongó mientras montaba en su caballo.

– Unas diez parasangas -le respondió el faquih.

El vizcaíno escupió y dijo:

– ¿Y eso qué cojones significa?

– Una parasanga es más o menos la distancia que tú puedes cubrir en una hora.

– Es decir, que tenemos para dos jornadas de camino.

– Temo que vayamos a hacerlo de un tirón. Quiero llegar a la costa hoy mismo.

– ¡Jodidos moros! -gruñó Ignacio. Espoleó con rabia su caballo.

Rodearon las impresionantes torres de la Alcazaba y descendieron por el camino que llevaba a la ciudad de Granada. Sin llegar a entrar en ella, se desviaron hacia el sur, por un estrecho sendero que corría paralelo al río Shenil.

Un poco somnolientos aún, siguieron el cauce del río, mecidos por el ritmo de los pasos de sus monturas y la monotonía del camino. En las márgenes la hierba era alta y apretada, salpicada de abrojos que las cabras arrancaban con los dientes. Era una de esas mañanas luminosas tan comunes en Granada, cuando el viento ha barrido toda impureza en el cielo y el aire baja fresco desde la Sierra Nevada. Avanzaron bajo las cumbres blancas del Yabal al-Taly, cruzándose de vez en cuando con mozos que descendían de las montañas con recuas de mulas cargadas de nieve prensada entre esteras de paja.

Ahmed, que cabalgaba junto a Lisán, no dejaba de hablarle a su amigo intentando que reconsiderara su idea de hacer un viaje tan arriesgado.

– Pero… ¿por qué? -le decía-. ¿Qué es lo que buscas, hermano? Poseías una de las mejores propiedades de Granada. Tus huertas eran la envidia de todos… En otro tiempo, claro. Porque ahora tus campos están en barbecho, y ni tus criados te tienen ya aprecio… ¿Por qué estás dilapidando lo que tu familia tardó tantas generaciones en levantar?

Pensativo, Lisán le dijo:

– Recuerda las palabras del sabio ibn Jaldún: en este mundo todo está sujeto al mismo proceso de elevación y degradación. Se dice que son necesarias cuatro generaciones para crear y dilapidar una fortuna familiar. Mi bisabuelo tuvo que experimentar los sufrimientos que llevaron a nuestra familia a una posición elevada. Mi abuelo aprendió de esas cualidades, pero ya no era lo mismo; tenía otros intereses, como bien sabes. La decadencia de estas tierras de labor empezó ya con él. Mi padre fue un gran viajero y su interés por el patrimonio de la familia fue tan escaso que no dudó en renunciar a todo y trasladarse a El Cairo, cuando el sultán mameluco le ofreció el puesto de qádi malikí en su corte.

– Y a ti te ha correspondido la tarea de dilapidar los últimos restos del esfuerzo de tu bisabuelo…

– Así es.

– Eso suena muy cínico. Y tú nunca has sido un cínico, hermano.

– No es cinismo, Ahmed, sino una justa valoración de lo que realmente es significativo. La tierra, las huertas, la riqueza… Todo eso parece ahora muy importante, pero ¿quién se acordará de nuestros linajes dentro de unos años? ¿Y en unos siglos? No ha de quedar ni un recuerdo de que una vez vivimos, amamos y luchamos sobre este suelo.

– ¿Por qué piensas de una forma tan desalentadora? La guerra contra los infieles…

– La guerra contra los infieles va mal. La mayoría de ellos son tan sucios, incultos y groseros como Ignacio, pero conservan algo que nosotros hemos perdido casi por completo.

– ¿Y qué es eso?

– Vitalidad. Curiosidad. Ansias de conquista. Una vez nos vimos impulsados por esa misma fiebre y levantamos un imperio para la gloria de Allah. Pero esos tiempos pasaron…

– ¿Eso es lo que buscas: la gloria? No eres un guerrero, hermano.

– No lo soy -admitió Lisán-. Y no busco la gloria. Busco emociones, busco reinos remotos con tradiciones extravagantes, dragones con las escamas doradas y fuego en su aliento, pájaros roc con el buche repleto de piedras preciosas, princesas cautivas de perversos ÿinns, cultos olvidados, hormigas del tamaño de perros que perforan sus túneles en minas de oro… Busco la riqueza, busco lo sorprendente… Y, quizá, sólo un poco más de sabiduría…

– Quizá la muerte.

– Es posible, pero ¿no crees que vale la pena intentarlo? El profeta Muhammad, que Allah lo bendiga y le conceda paz, dijo: «Buscad el conocimiento allí donde esté».

– Sin embargo, en sus imploraciones, también pedía a Allah: «En Ti busco refugio contra toda ciencia que no sea útil». Hermano, Allah no exige a sus fieles que entiendan los movimientos de los astros en el cielo, como tú haces, o que crucen el mar en busca de Otros Mundos… Él sólo nos pide que aprendamos a salvar nuestra alma.

– ¿Y si sólo puedes hallar la salvación de tu alma más allá del mar?

– Oh, hermano… Nunca darás tu brazo a torcer, ¿no es así?

– Ya me conoces -dijo Lisán con una sonrisa-. Y desde hace mucho tiempo.

Mucho tiempo, sin duda, admitió Ahmed para sí. Toda una vida. Sentía una gran ternura por su amigo; tan sabio y erudito para las cosas que podían encontrarse en los libros, tan poco dispuesto para el mundo real. Era difícil entender cómo mantenían esa amistad siendo ambos tan diferentes. El erudito y el mercader que habían crecido juntos, continuando el afecto que ya se profesaban sus padres. Ahmed había secundado todas las locuras juveniles de Lisán. Siempre había estado a su lado, como un fiel escudero.

– ¿Recuerdas aquella ocasión en la que construiste una gran vela de seda recubierta de plumas y tensada en un bastidor de madera? -preguntó Ahmed al cabo de un rato-. ¿Cuánto hace de eso? ¿Qué edad teníamos entonces?

– Catorce o quince años… Creo.

– Con ese artilugio te lanzaste desde lo alto de la Colina Roja, e intentaste volar… ¿Te acuerdas? -Ahmed soltó una risita-. Lo intentaste, pero tan sólo conseguiste planear a cierta distancia y romperte una pierna en el aterrizaje.

Ambos rieron mientras recordaban los detalles de aquel suceso. Mucha gente de la medina subió a la Colina Roja para presenciarlo y estuvo mofándose de ellos durante meses. Incluso alguien hizo una cancioncilla para festejar el acontecimiento: Lisán quiso aventajar al águila en su vuelo… pero no tenía más plumas que las de un buitre viejo, decía.

Para Lisán había sido un momento de gloria, a pesar de todo. Durante meses se había sentido el centro de todas las miradas, de todos los comentarios. ¿Qué preparará ahora?, susurraba la gente cuando lo veía pasar. Y a él le había gustado esa sensación.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces, hermano? -preguntó Lisán con la voz llena de melancolía-. ¿Años o sólo un momento? Entonces el tiempo avanzaba lentamente, como si navegáramos en medio de una calma chicha. En cambio ahora parece que cabalguemos sobre un camello desbocado que se dirige hacia un abismo.

– Un abismo. Tú lo has dicho, hermano. Porque temo que te estás metiendo en otra locura… en la que corres un peligro mayor que el de fracturarte algún hueso.

Lisán hizo un gesto con la mano. Quería espantar todos aquellos temores.

– El tiempo es lo más valioso que nos ha regalado Allah. ¿Y qué hemos hecho con él hasta ahora? ¿Has cumplido todos tus sueños, Ahmed?

– Algunos. Y te aseguro que me considero un hombre feliz. Tengo mi casa en orden, tengo a mis esposas, a mis hijos…

Lisán asintió.

– Tú eres un hombre feliz, eso es evidente. Pero yo aún no he conseguido nada de eso. Tan sólo el recuerdo de muchos sueños que jamás se realizaron del todo…

– Deberías tomar esposa. Te lo he dicho mil veces: necesitas a una mujer a tu lado.

– Sin duda… -Lisán no quería volver sobre ese tema, que era recurrente para su amigo. Pero el recuerdo de unos ojos bellísimos y un encuentro fugaz en un sendero, apartado de la muchedumbre que llenaba el Multazam, [7] cruzó por su mente y la llenó de paz.

Ahmed insistió:

– Recuerda lo que dijo el poeta: Helada está la vida que transcurre sin ese dulce espíritu; podrida está la almendra que no se pierde en este almendrado misterioso…

– Cierto. Pero ahora no es el momento… Tengo la sensación de que Allah me ha reservado algo grande. Nada sucede por azar, tampoco el que yo encontrara esas planchas de plomo enterradas en los cimientos de mi casa… Él ha dispuesto las fichas sobre mi tablero y no puedo dar la espalda a los sueños de mi infancia… No ahora que al fin pueden realizarse.

– Ya no eres un niño, Lisán.

– Es cierto que he cumplido los cuarenta años, pero la misma fiebre que me decidió a saltar desde la Colina Roja sigue robándome el sueño. Quizá algunos no maduramos nunca.

Ahmed sacudió la cabeza y dio a su amigo por imposible.

– Quizá -dijo sonriendo.

Siguieron hacia la costa por un camino áspero y tortuoso.

Al atardecer, cerca del alfoz de Salawbiniya, se encontraron con una tropa de hombres armados. Les comunicaron que andaban haciendo la ronda porque una carabela de los infieles había sido avistada por el vigía desde la atalaya.

– Es mejor que pernoctéis en la ciudad -les aconsejó el que estaba al mando-. Mañana temprano podéis continuar vuestro camino.

– ¿Pensáis que pueden ser piratas? -preguntó Ahmed.

– Es una clara posibilidad.

Lisán llamó a su amigo a un aparte y le dijo:

– Tú y Jamîl id con ellos. Mañana mandaré buscaros.

– ¿Y tú vas a seguir el viaje, a pesar del peligro?

– No creo que se trate de piratas. Más bien el vigía ha debido de confundir nuestra nave con una carabela, pero no quiero que corras riesgo alguno.

– Si tú estás decidido a seguir, yo iré contigo.

Lisán asintió. Se volvió hacia el jefe de la tropa y agradeció su interés, pero le dijo que era preciso que continuaran su camino.

– Id con cuidado -aconsejó éste-. No son buenos tiempos para viajar de noche.

Continuaron. Al cabo de algo menos de una hora de marcha alcanzaron los acantilados que caían en picado sobre el mar. Se trataba de un escarpado promontorio que se extendía desde la misma orilla. Roca viva azotada por las olas hasta tal punto que había quedado porosa y con un filo como el de las aristas de hierro oxidado.

– Debemos subir por ahí para cruzar al otro lado -dijo Lisán, señalando la pendiente-. No hay otro modo de hacerlo desde tierra, así que sujetad bien los caballos para que no se asusten por el ruido del rompiente.

Treparon con cuidado por las rocas. Las olas se estrellaban bajo ellos y salpicaban espuma, formaban grandes remolinos en los intersticios. Ahmed caminaba, pensativo, al borde del acantilado. Las gaviotas revoloteaban y gritaban a su alrededor. Desde lo alto de esa barrera de piedra descubrió una larga cala arenosa. Las olas azotaban la parte exterior, pero en la interior tenía la apariencia de un estanque de agua cristalina. A lo lejos, vio una gran nave de velas cuadradas y otra menor con aparejo latino. Una carraca atracada junto a un jabeque. Allí estaban a salvo de miradas indiscretas, le explicó su amigo, pues la caleta se hallaba rodeada de pinos tan corpulentos que la ocultaban por completo a la vista desde el interior del país.

– Asombroso -dijo Ahmed, apoyándose en uno de los árboles para recuperar el resuello tras la subida-. ¿Cómo habéis encontrado este lugar?

– Baba ibn Abdullah sabía de él -respondió Lisán.

Comenzaron a descender por la ladera opuesta de la colina, hacia la franja de arena que se interponía entre el acantilado y el mar.

9

Habían levantado un curioso campamento en la playa. Tiendas improvisadas con el velamen de las naves ancladas, en cuyas grandes superficies de lona se reflejaba de forma asombrosa la luz anaranjada de algunas antorchas clavadas en la arena.

Apenas pisaron la playa, dos hombres armados con alabardas se acercaron a ellos.

– ¿Qué buscáis aquí? -dijo el más flaco con la cara cubierta de cicatrices de viruela.

Lisán no lo conocía, ni al tipo de aspecto simiesco que lo acompañaba. Quizás acababan de llegar con la dotación de la carraca.

As-salamu alaykum. -La mano al pecho, a la boca y a la frente-. Mi nombre es Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin. Creo que Baba ibn Abdullah me está esperando.

El de la viruela sonrió, mostrando una sucia dentadura llena de mellas.

– Claro, nos advirtió que llegaríais -dijo-, pero andan las cosas un poco revueltas y no está de más tomar precauciones, ¿verdad?

– Lo encuentro muy apropiado -asintió Lisán.

Se encaminaron juntos hacia el campamento de tiendas.

Ahmed le dirigió a su amigo una mirada interrogativa y éste se limitó a encogerse de hombros. Atravesaron el campamento, esquivando las sogas que tensaban las tiendas y los cuerpos desparramados por la arena. Todos los hombres allí reunidos tenían el mismo aspecto ruin de los dos guardias. Un puñado de turcos extraídos de remotas y atrasadas tribus fronterizas, que ahora miraban con descaro a aquellos dos andalusíes acompañados por un viejo infiel y un muchacho negro.

Entre las tiendas había una pequeña mesa de madera llena de papeles, iluminada por una lámpara de aceite de oliva que colgaba de un poste clavado en la arena. Un hombre estaba inclinado sobre la mesa. A Ahmed le pareció tan alto y flaco como el poste del candil. Alzó la vista hacia ellos y, sonriendo bajo su amplio mostacho, saludó:

As-salamu alaykum, Lisán al-Aysar, y los que te acompañan. -Su rostro parecía dividido en dos por aquel impresionante bigote-. Me alegra volver a verte, faquih.

Alaykum salam, Baba ibn Abdullah. Quiero presentarte a mi hermano, Ahmed al-Sagir ibn Yusuf ibn Nadîm.

Si la presencia de éste disgustó de alguna forma al mameluco, no lo demostró en modo alguno. Repitió su bienvenida para Ahmed, con igual cortesía y sin dejar de sonreír. Vestía como un hombre rico; usaba una loriga oscura que le llegaba a las rodillas y sobre ella un peto de cuero hervido, adornado con el relieve de un dragón. Una cadena de oro colgaba de su cuello, pero lo que fuera que sujetaba quedaba oculto bajo sus ropas. Iba tocado con un ostentoso turbante mameluco, que lucía una pluma de faisán sujeta por un broche. Su mimsa y su alfanje colgaban de su cinto y, al advertir la mirada que Ahmed dirigía a las armas, explicó:

– Hay una razia de piratas infieles por la comarca.

– Estamos enterados… -dijo Lisán-. Pero pensé que la llegada de la carraca podría haber confundido a los lugareños.

– No. Una nave de infieles anda rondando la costa -dijo Baba-. Dragut fue advertido cuando acudió a comprar provisiones a una aldea cercana y luego la hemos divisado nosotros mismos.

Dragut era el hombre con el rostro picado de viruelas.

– No es fácil entenderse con la gente de aquí -masculló-, parlotean en el dialecto más ridículo que he oído nunca.

Su vocabulario no era menos extraño, consideró Lisán, pues las palabras en árabe las mezclaba con expresiones en osmanlí y persa.

– Ahora es tarde -dijo Baba-, os propongo que vayáis a descansar. Mañana os mostraré la carraca.

– Me parece bien -dijo Lisán, pues se sentía agotado por el viaje y los ojos de su amigo le indicaban que él también lo estaba.

Lisán y Ahmed tuvieron que esperar un momento frente a su tienda, hasta que Jamîl terminó de improvisar sus lechos con varias mantas que les dejaron los turcos. En el interior los esperaba un jarro de agua no muy fresca y dátiles. Pero estaban tan cansados y hambrientos que comieron y bebieron como si se tratara del más exquisito adiafa.

Más tarde, Ahmed se tumbó sobre las mantas con un puñado de dátiles en la mano y dijo a su amigo:

– Esto no me gusta nada, hermano.

– Me lo estaba imaginando. Pero ¿a qué te refieres exactamente…?

– Son muchas cosas… ¿No hubiera sido mejor atracar esas dos naves en el puerto de Salawbiniya y evitarnos todas estas incomodidades? ¿Por qué nos hemos arriesgado a continuar el viaje, rechazando la ayuda de la ronda?

– Si hubiéramos atracado en Salawbiniya, tendríamos que haber informado al alcaide sobre nuestro destino.

– ¿Y qué? -se extrañó Ahmed.

– Él podría dar cuenta de nuestra presencia en el puerto, y esto llegar a oídos de Abu al-Qasim Bannigas.

– ¿De verdad piensas que el Gran Visir intentaría retenerte?

– Quizá. Si tuviéramos éxito esto supondría una amenaza para los genoveses, ¿no crees? Y si de verdad al-Qasim está aliado con ellos…

– Hermano, las cosas están cambiando… Si los portugueses persisten en su empeño de ir más allá de Guinea, acabarán por romper el monopolio de Venecia. Los genoveses serán entonces los más interesados en encontrar una ruta alternativa que puedan explotar. Piénsalo, no tienen motivo alguno para impedirlo. Más bien al contrario.

– Pero me hicieron prisionero cuando acudí a pedirles ayuda. Lo más probable es que de no ser por la intervención de Baba ahora estaría muerto.

Ahmed al-Sagir se rascó la barbilla.

– Tú mismo lo dijiste -señaló al cabo de un rato-, estaban investigando la posibilidad de que tu propuesta no fuera una locura. No podían dejarte ir, sin más, y que buscaras auxilio en los venecianos.

– Pero Baba afirmó que…

– ¿Te das cuenta de que todas tus sospechas se basan en lo que te ha dicho ese hombre? De acuerdo, los eruditos del albergo no se lanzaron a tus pies alabando tu ingenio al descifrar esos textos. De acuerdo, te retuvieron contra tu voluntad. Pero te trataron con corrección, dentro de lo que cabe, hasta que descubrieron que el hombre que te acompañaba era un traidor que iba a vender esa información a terceros. Por eso limitaron tu libertad.

– Me encerraron.

– Sólo después de que te reunieras con ese Baba ibn Abdullah, un pirata que te propuso escapar de Génova.

– Nadie nos vio. No podían saber que me había encontrado con Baba.

Ahmed separó las manos y miró hacia arriba, como implorando la ayuda del cielo ante la ingenuidad de su amigo.

– ¿Es que no sabes que Génova es un nido de espías e informadores? ¿Cómo crees si no que Baba dio contigo? -Suspiró-. ¿Viajaste hasta aquí en la carraca?

– No. -Lisán meditó un instante antes de continuar-. El mameluco no disponía en ese momento de una nave adecuada, pero me aseguró que la conseguiría. Llegamos en el jabeque que viste atracado junto a ella.

– ¿Cómo consiguió la nave? De lejos me pareció de construcción genovesa o veneciana.

– La alquiló, según me dijo.

– Arrendar una carraca completamente pertrechada cuesta de doce mil a quince mil dinares por mes. Es mucho dinero.

Lisán hizo un gesto vago.

– Al parecer es un hombre muy rico.

– ¿Sabes lo que pienso, hermano?

– Creo que puedo imaginarlo.

– Esa nave ha sido robada a los genoveses.

– No tienes pruebas de eso.

– No, pero eso explicaría su insistencia en mantener en secreto vuestras actividades.

El faquih asintió.

– Cabe dentro de lo posible, sí.

– Hermano, hermano… -se lamentó Ahmed-. ¿No ves que te estás mezclando en un asunto de piratería? ¿Qué fue de los guardias del albergo? Dijiste que había sangre en las espadas de los turcos que te rescataron…

– Sí. Lo más probable es que los mataran -dijo Lisán con fatalidad.

– ¡Debemos salir de aquí de inmediato! -exclamó Ahmed llevándose las manos a la cabeza-. Mataron a dos guardias del albergo, robaron la carraca y… quién sabe qué otros crímenes han cometido esos hombres malvados.

Lisán alzó las manos pidiendo paciencia a su amigo.

– Si es así, hermano, entonces mi camino ya está trazado.

Ahmed sacudió la cabeza.

– Como tú me dijiste: hay algo en ese hombre… algo muy extraño…

– Hermano, no deseo implicarte en todo esto. Lo mejor es que regreses a Granada y te hagas cargo de las planchas de plomo.

– ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú?

– He elegido un camino. Ahora es ese camino el que me conduce.

– Pero yo no voy a abandonarte en este momento. Juntos hasta el final, ¿recuerdas?

– Sí, hermano -suspiró Lisán-. Entonces te propongo que esperemos hasta mañana, veamos en qué condiciones está la carraca, antes de seguir elaborando más teorías.

Su amigo asintió.

– Que así sea entonces, si Allah quiere. Pero mañana me escucharás.

En la lona de la tienda se proyectaban, retorcidas, las sombras de los hombres de Baba que montaban guardia. El sonido de las olas del mar, al alcanzar la playa y remover la arena y las piedras de la orilla, llegaba tan claro y acompasado como una melodía.

Ahmed se había dado la vuelta y había empezado a roncar casi al instante. Lisán envidió su facilidad para entrar en el mundo de los sueños. Salió afuera para contemplar las estrellas, algo que siempre relajaba su mente. Pero ni siquiera en ellas iba a encontrar la paz.

El manâzil, el cielo de las estrellas fijas que está contenido en la esfera de las doce Torres del Zodiaco, es inmutable y eterno. Lisán conocía la disposición de los astros con la misma certeza con la que un hombre sabría situar los lunares sobre el cuerpo de su amada. Sin embargo, algo había cambiado allá en lo alto. Una nueva luminaria, bastante brillante, había aparecido en el Trono de Géminis. Se estremeció. ¿Cuál sería el significado de ese acontecimiento? El vértigo se apoderó de él cuando intentó imaginar qué senderos tomaría su futuro. Atravesar un mar inmenso y peligroso… Lleno de leyendas y monstruos… Para llegar a… ¿Adónde? ¿Qué era lo que lo empujaba hacia lo desconocido?

Recordó aquel momento en que desistió de traducir el texto de las planchas de plomo y se concentró en otra cosa. No era la primera vez que hacía algo así. De hecho, era habitual en él eso de ir revoloteando de un empeño a otro, sin terminar nunca nada, sin centrarse en nada. Así había transcurrido su vida, como un largo y aburrido juego sin sentido.

Ya había alcanzado la edad de la madurez. Según las enseñanzas sufíes, antes de los cuarenta años no podía aflorar el estado espiritual necesario para el encuentro con la propia senda. Pero no había sido una decisión suya, inspirada por la acumulación de conocimientos a lo largo de los años, lo que lo había puesto en el camino, sino un golpe de suerte. La fortuna de que aquellos obreros encontraran las planchas de plomo enterradas en su jardín… La sorprendente coincidencia de que el cherif Alí al-Hacam pusiera a la venta aquel libro…

Los hombres van descubriendo su destino a cada paso, pero sólo Dios sabe adónde conducen todos los senderos… Lo único que él ya no podía hacer era echarse atrás.

10

Baba ibn Abdullah no era un hombre de mar. La tarea de patronear la nave se la había adjudicado al capitán del jabeque, un turco llamado Piri Muhyi. Y fue éste quien, a la mañana siguiente, les mostró la carraca.

– Gorda y vieja como mi mujer -dijo Ignacio, con una mueca de desagrado, y apenas pisó la cubierta.

– Suficiente para nuestros propósitos -le aseguró Piri.

Era un hombre muy joven, con el cuerpo bien proporcionado, musculoso. Llevaba un elegante jubón de paño rojo, abierto sobre el torso desnudo; la cabeza rapada y las orejas llenas de tintineantes anillos de oro. Lisán se preguntaba cómo era posible que Baba hubiera confiado el mando de la carraca a un muchacho que aparentaba tener menos de veinte años. Más tarde averiguaría que la familia de Piri tenía una larga tradición marinera. Desde que era un niño había navegado con su tío, el famoso corsario Kemal Reis.

– Para llevar cebollas por el Mediterráneo, quizá sea buena -insistió Ignacio-. No voy a negarte eso. Pero no es buena para navegar por el mar Océano. La primera ola un poco fuerte nos ha de partir en dos. Eso te lo aseguro ahora.

La verdad, era una nave bastante antigua. Tenía el casco ligeramente redondeado de las viejas cocas, pero presentaba el aparejo típico de una carraca, como un híbrido entre ambas. El alcázar y el castillo estaban integrados en el casco, aunque sin la complejidad de otras naves más modernas. Los palos trinquete y mayor iban aparejados con velas cuadradas; el mesana, con vela latina. Los tres palos eran de pino de Balsaín. La quilla, roda, codaste, baos, fogonaduras y guindastes, eran de buena madera de Guinea. Disponía de una única cubierta corrida, aunque desde el palo mayor hasta el extremo de la popa se levantaba el alcázar. Y, sobre él, en la toldilla, se encontraba el único camarote cerrado de la nave. El mameluco se lo había ofrecido a Lisán, para que instalara allí sus mapas y los instrumentos de medición.

En las bordas alguien había montado ocho cañones pedreros con duelas de bronce, de los llamados «gerifaltes». Cuatro a cada lado, sujetos sobre unos fustes en forma de horquillas, lo que sin duda les daría una gran precisión de tiro.

– ¿Cuál es el nombre del barco? -preguntó Ahmed, mientras observaba con suspicacia la presencia de armas tan modernas en una nave tan antigua.

Piri se encogió de hombros.

– No tiene nombre, que yo sepa.

– ¿Una nave tan vieja y carece de nombre? -dijo Ahmed con recelo-. Muy extraño, ¿no crees?

La pregunta iba dirigida a Lisán, que no quiso responder a las transparentes alusiones de su amigo. En cambio, dijo:

– Debo confesar que no lo había pensado. Quizá «al-Garbí» sea un nombre apropiado, pues en esa dirección nos dirigimos.

– Sería un buen nombre, sin duda -dijo Ahmed-. Pero quiero proponerte uno mejor, si me lo permites.

– ¿Y qué nombre sería ése, hermano?

Taqwa, «el Temor de Dios», el que inspira a una persona a estar en guardia contra las acciones equivocadas y deseoso de volver al camino que mejor complazca al Más Alto.

– La Taqwa entonces. Si nadie tiene nada que objetar y ello te va a complacer.

Los turcos iban y venían de la playa, cargando cestos llenos de tierra. Subían a la cubierta por una rampa y descendían a través de una portilla abierta, en dirección al sollado.

Ignacio, que había permanecido silencioso durante un buen rato, dijo:

– ¿Acarrean todo eso para lastre?

– En efecto -le respondió el joven capitán-. Iremos bastante cargados, pero no nos vendrá mal un poco de estabilidad extra.

Mientras Piri y el vizcaíno hablaban, Ahmed llevó a su amigo aparte y le dijo:

– No voy a permitir que te embarques solo en esta aventura.

– Ya hablamos de eso, hermano. Mi destino ya ha sido fijado por Allah, y yo no puedo y no quiero variarlo.

– Escucha… -Ahmed meditó sus palabras-. Creo que puedo conseguirte una tripulación mejor, algunos hombres de confianza, al menos.

– ¿Qué quieres decir?

– Conoces mi buena relación con los Banu Sarray. Estoy seguro de que puedo convencer a algunos de sus guerreros para que nos acompañen.

Lisán miró atónito a su amigo.

– ¿Nos acompañen? ¿Has dicho «nos acompañen»?

– Me necesitas a tu lado, hermano -le explicó-, necesitas de mi buen criterio y de mi talento comercial. Y yo tampoco puedo dejar pasar esta oportunidad de enriquecerme. Me arrepentiría el resto de mi vida si lo hiciera.

– ¿Enriquecerte? -El faquih estaba con la boca abierta.

– ¿Sabes lo que implica la hermandad? Que no tienes más derecho que yo sobre tus propios asuntos.

– ¿Ya no piensas que este viaje es una locura?

– Por supuesto que lo es. Pero desde que te conozco, hermano, jamás he dudado de tu talento y sabiduría. Si tú crees en ese Otro Mundo situado más allá del mar, yo estoy seguro de que existe, y de que se podrá comerciar con las gentes que vivan en él, o construir bases para alcanzar las lejanas costas de Catai y Cipango. Todo eso significa negocio y yo no puedo darle la espalda a un buen negocio. Te pido que me aceptes como socio.

– Pero estabas seguro de que no se podía confiar en Baba.

– Y no pienso hacerlo. Precisamente, mi aportación sería la de pagar el salario de los guerreros Sarray que te servirán como guardia personal, como protección para tus intereses y los míos.

Lisán sacudió la cabeza.

– Hermano -dijo-, esto es tan inesperado…

– Recuerda, antes que ninguna otra cosa está nuestro contrato de hermandad. Dos hermanos siempre se asisten mutuamente hacia un mismo objetivo y el contrato sólo se completa cuando ambos son camaradas en una empresa común. En cierto sentido, formamos una sola persona que participa tanto de la buena como de la mala fortuna, abandonando todo sentimiento de privacidad o egoísmo. No puedes ni debes dejarme fuera de esto, hermano.

El faquih celebró la ocurrencia de su amigo con una gran carcajada.

– Por supuesto que no, Ahmed -dijo abrazándolo-, ¿qué mejor compañía que la tuya podría desear en mi viaje?

Cuando Ahmed partió hacia Granada, Lisán explicó al mameluco que su amigo se iba a unir a la expedición en calidad de asociado. Estaban en la carraca, en el interior del alcázar. Baba se atusó el bigote y dijo:

– Perfecto. Un poco de dinero extra nos ha de venir bien en estos momentos.

El faquih le habló también de los Banu Sarray. Esperó la reacción del mameluco.

– ¿Cuántos serán?

– Ahmed me aseguró que podría conseguir unos quince guerreros.

Baba retorció uno de los extremos de su mostacho.

– Eso significa que algunos de mis hombres se tendrán que quedar en tierra.

– Sí -dijo Lisán.

El mameluco lo contempló durante un rato antes de decir:

– Lo entiendo. No confías plenamente en mí. Esos hombres van a ser tu guardia personal, para protegerte de mis turcos… ¿Estoy en lo cierto?

Lisán mantuvo su mirada y dijo:

– Lo que dices es exacto.

– Bien, en tu situación yo haría lo mismo. Por ese lado no va a haber discusión entre nosotros.

Baba sirvió dos vasos de vino. Le ofreció uno al faquih, que lo rehusó con un gesto.

– Pensé que todos los andalusíes tomabais vino.

– No todos. Pero aceptaré un vaso de agua fresca.

– Trae mala suerte brindar con agua.

Alzó su vaso de vino hacia Lisán y dijo: «A tu salud». Lo apuró de un trago. De una jarra sirvió agua en otro vaso y se lo entregó al faquih.

– ¿Tienes idea de qué vamos a encontrar? -le preguntó.

– Gente como nosotros, sin duda. Quizás un poco distintos en su apariencia, pero hijos de Allah, alabado sea, al fin y al cabo. No puede ser de otra forma.

– ¿No crees que podamos encontrar monstruos, como afirman las leyendas antiguas?

– Monstruos… -Lisán se extrañó ante aquella palabra tan desagradable. El mameluco lo miraba muy fijamente, con sus ojos de halcón-. No. No lo creo. Todas esas leyendas fueron creadas por los tirios para proteger sus inversiones en la Otra Tierra.

Los labios de Baba se fruncieron en una mueca de escepticismo. Quizá pretendía ser una sonrisa, pero Lisán sintió de nuevo el helor que aquel hombre provocaba en sus entrañas.

– Los tirios fueron un pueblo del pasado -dijo el mameluco, pronunciando las palabras con parsimonia-, pero hubo muchos otros. Tan poderosos o más que ellos. Los egipcios, por ejemplo. Para ellos el Sol recorría el firmamento sobre un carro de fuego e iba a morir en el remoto occidente, donde el cielo se tiñe con la sangre del sol cada atardecer. Las tierras que están situadas allí son la morada de los muertos. Un mundo temible, poblado por toda clase de monstruos que se alimentan con la carne de los viles.

El andalusí apuró el agua. En realidad, sólo pretendía disimular el temor que las palabras de Baba le habían provocado. No hablaba como un hombre que relata una vieja historia, escuchada en algún lugar remoto. Su voz tenía la certeza de aquel que está en posesión de conocimientos extraordinarios.

– ¿Cómo sabes de todas esas cosas? -preguntó.

– Del mismo modo en que tú obtuviste tu entendimiento sobre los antiguos tirios. Los símbolos egipcios son palabras claras para mí.

El mameluco se irguió con orgullo al decir estas palabras. Aquel hombre era un erudito como él. Por muy inquietante que fuera su aspecto, sus intereses eran parecidos y podían entenderse.

– Es una sorpresa -dijo-. Hace que este viaje sea aún más interesante. Sin duda tenemos mucho de que hablar y muchos conocimientos que compartir.

– Sin duda -coincidió Baba ibn Abdullah.

– ¿Quién eres realmente?

– No soy un pirata, como teméis tú y tu amigo. Poseo una patente de corso expedida por el propio sultán.

– Tampoco eres un mameluco.

Baba se volvió hacia él. Una sonrisa enigmática en los labios.

– ¿Por qué piensas eso? -preguntó.

– Es evidente que hablas el osmanlí y el árabe con la soltura de aquel que ha aprendido ambas lenguas desde niño. Si eres mameluco se explica tu aspecto físico y tus ojos claros…

– En ese caso, ¿cuáles son tus dudas, faquih?

– Para el takbir, tu corazón no debe estar en contradicción con las palabras que pronuncia tu lengua. Si en tu corazón sientes que hay algo mayor que Allah, aunque tus palabras parezcan verdaderas, Él es testigo de que eres un mentiroso.

– ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso puedes leer mis pensamientos?

– Es evidente que no puedo hacer tal cosa. Pero el alma tiene espejos que son muy claros para el que sepa leerlos. Los más importantes son los ojos, que no pueden mentir, pero también los movimientos de las manos y la posición de tu cuerpo al rezar…

– Hay muchas culturas diferentes en nuestra casa común, faquih, y muchas actitudes distintas…

– El exterior de los hombres es un cebo y su interior una advertencia. El alma se contenta con el engañoso exterior, pero el corazón penetra en la intimidad… Y puedo ver que ocultas algo en lo más profundo de tu alma.

Los ojos verdes de Baba chispearon durante un instante con un fuerte sentimiento que Lisán creyó interpretar como ira. Pero fue como una nube cruzando sobre la luna. De inmediato regresó el hombre afable.

– Eres un hombre muy sabio, faquih -dijo. La oscura emoción que delataran sus ojos había desaparecido por completo, pero Lisán estaba muy lejos de sentirse cómodo.

– Y tú… ¿Quién eres tú? -le preguntó una vez más.

– ¿Importa eso? -Sus ojos. Atravesándolo-. ¿Es que mi linaje o mi historia personal te harían reconsiderar tu intención de navegar a mi lado?

Esa mirada… De nuevo había experimentado la misma sensación de espanto ante aquel hombre que lo embargó la primera vez que se encontraron en el puerto de Génova. De nuevo los ojos de Baba parecían capaces de ver a través de él, como si el cuerpo de Lisán al-Aysar se hubiera transformado en un humo tenue.

– No -admitió al cabo de un instante-. No renunciaría a este viaje por nada.

– En ese caso, ya hemos hablado suficiente, faquih. Hay mucho trabajo por hacer y tenemos muy poco tiempo antes de zarpar. Cuando nos encontremos en alta mar, no han de faltarnos las ocasiones para conversar. Por el momento, basta saber que soy tu socio en esta aventura. Que acepto a tu amigo como nuevo socio. Y que esos guerreros Sarray serán bienvenidos en un viaje hacia un destino tan lejano e incierto.

11

Ahmed al-Sagir regresó cinco días más tarde, acompañado por Jamîl, quince infantes Banu Sarray y varias carretas cargadas de víveres. Piezas enteras de carne curada de vaca y sacos de legumbres secas fueron descargados al otro lado del acantilado y transportados sobre los hombros de los turcos hasta la playa. Luego, los fardos fueron cargados en el batel e izados a bordo de la carraca con la ayuda del cabestrante. Aunque aún era temprano, hacía calor y los músculos de los que tiraban de las cuerdas relucían sudorosos.

Los Sarray contemplaban desde la playa el pesado trabajo de los turcos. Se sentaban en la arena, comían manzanas y discutían si esta u otra forma de entibar la nave era la mejor. Pero en ningún momento hicieron el mínimo ofrecimiento de ayuda. Vestían ropas lujosas, de seda negra y azul, con elegantes bordados de plata y turbantes de muselina. Tenían un aspecto impresionante con sus espadas jinetas colgando de cintos de cuero hervido ricamente repujados. Demasiado elegantes para mancharse las manos trabajando.

Sin embargo, esa misma tarde, cuando ya empezaba a refrescar, un grupo de Sarray se ocupó, personalmente, de descargar varias tinajas vacías. Las llevaron con cuidado en el batel hasta la carraca y las aseguraron con cuerdas alrededor de uno de los palos. Ignacio, que andaba ocupado en el aparejo, se acercó y quiso saber qué negocio tenían con aquello. Eran grandes recipientes, fabricados con algún tipo de arcilla de color rojo vivo, que los guerreros andalusíes empezaron a llenar con cántaros de agua dulce.

Uno de ellos le respondió al vizcaíno:

– Son unas vasijas muy finas, fabricadas por los mejores artesanos de al-Andalus con una tierra que llamamos inyibar mineral.

Ignacio se rascó la barba y dijo:

– Ya. ¿Y para qué sirven?

El Sarray lo miró como a un viejo chocho.

– No hay nada que refresque mejor -dijo-, porque la vasija «suda» y elimina el calor del interior. Con este material se fabrican las botellas en las cuales se bebe el agua por todo el país. También mantiene alejados a los ÿinn que emponzoñan el agua.

Ignacio los miró. Luego a las tinajas y de nuevo a los Sarray.

– ¿Sólo para tener agua fresca? ¿Eso es todo? -Por algún motivo, le costaba creerlo.

– Así es.

– ¡Ja! Podéis deshaceros de ellas ahora mismo.

Como los Sarray no le contestaron y siguieron con su trabajo, añadió:

– Son demasiado finas. No aguantarán el embate de la primera ola. ¡Ja! Vais a ver como se rompen. Apenas salgamos a mar abierto, se romperán. Para el agua llevamos esas pipas de madera. -El viejo señaló un gran recipiente atado a otro de los palos-. Está calentuzca y no huele bien, pero no hay otra manera.

Los Sarray lo ignoraron y continuaron con su tarea de llenar las tinajas. Cuando Ignacio se marchó, uno de ellos le dijo a otro:

– Sólo un perro o un infiel beberían esa agua medio corrompida.

El capitán de los Banu Sarray era un joven noble, de aspecto distinguido, con los perfectos modales de un caballero. Sobre la coraza traía ceñida una amplia marlota carmesí, de terciopelo brocado, abierta de arriba abajo y punteada con finos galones de plata.

Se presentó ante el faquih, al que saludó con sobriedad:

As-salamu alaykum, Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin. Parece ser que el deseo de Allah, exaltado sea, es que hagamos juntos el viaje. Puedes contar con mis armas y con las de mis primos para tu protección.

Alaykum salam. Creo que ya nos conocemos, Yusuf ibn Sarray.

– Así debe de ser, aunque yo no te recuerdo, faquih.

Lisán hizo una breve reverencia y agradeció al Sarray que le ofreciera sus servicios. Luego fue en busca de Ahmed al-Sagir. Lo encontró en el acantilado, sentado sobre una roca. Rezaba y miraba hacia el cielo del atardecer. Las cuentas de madera del takbir pasaban veloces entre sus dedos.

– ¿Has visto esa nueva estrella, hermano? -dijo Ahmed a su amigo.

El astro ya asomaba claramente en el cielo rojizo. Lisán dijo:

– Sí, hace días. Y desde entonces no ha dejado de aumentar su brillo.

– En la Alhambra todo el mundo anda asustado con esa luz. Incluso le han puesto nombre: El Guardián, así la llaman… ¿Qué crees tú que indica? ¿Tiene algún significado que pueda interpretarse?

– Los cielos no son tan inmutables como creen algunos, hermano, pero cada cambio que se produce en el firmamento tiene el poder de aterrorizarnos.

– Eso ya lo sé. Pero ¿qué es lo que dice tu ciencia sobre esa estrella nueva?

– Quizá se trate de un cometa y, en ese caso, será un mal augurio.

Ahmed se volvió hacia su amigo. Había algo de esperanza en su voz:

– ¿Deberíamos entonces suspender nuestro viaje?

Lisán se llevó las manos a las sienes y dijo:

– No, hermano, no voy a hacer tal cosa. Aunque se están produciendo hechos que me llenan de inquietud.

– ¿A qué te refieres?

– Tal y como me prometiste, los Sarray están aquí. Parecen buenos guerreros, pero su capitán…

Ahmed al-Sagir asintió con un gesto.

– Yusuf ibn Sarray. Es el ahijado de mi buen amigo ibn Kumasa.

La corte de la Alhambra era el escenario de un juego de intrigas y odios entre las mujeres del sultán, Fátima y Zoraya, por un lado, y las familias de los Banu Sarray y los Banu Bannigas por otro. El instigador de los Banu Sarray era un alto dignatario de la corte llamado Yusuf ibn Kumasa, quien odiaba a Abu al-Qasim Bannigas, el gran visir.

– Me parece muy poco prudente por tu parte, hermano -le espetó Lisán-. ¿Qué precio vamos a pagar por meter a un príncipe de las dos familias rivales en esta aventura?

– Ibn Kumasa es como un hermano para mí, no debes preocuparte de nada. ¿Acaso al-Qasim no rechazó tu plan y te arrojó a las garras de los genoveses? Si hubieras acudido a ibn Kumasa en primer lugar, tu suerte habría sido otra y no hubieras tenido necesidad de asociarte con ese extraño personaje.

– Las cosas son como son -dijo Lisán golpeando la arena con un pie-; y no podemos volver atrás en nuestras decisiones. Pero debiste consultarme antes de traer al ahijado de ibn Kumasa a esta playa.

– Hermano, hermano… -Ahmed compuso un gesto de dolor-, no me reprendas por haber deseado lo mejor para ti. Éste es un mundo de lobos, y nosotros, ¿qué somos?

– ¿Qué somos, hermano?

– Simples corderos, por supuesto. Yo, un comerciante, y tú, un erudito. Si triunfamos en esta aventura, ¿cómo crees que podremos retener nuestra presa? Nuestros dientes son débiles y no estamos entrenados en estas lides, seremos empujados a un lado y los poderosos se repartirán el botín de nuestro esfuerzo. Los hombres como tú o yo sólo podemos medrar si nos arrimamos a la sombra de un buen árbol.

– ¿Y ese árbol es el de los Banu Sarray?

– Sin duda, hermano. Pueden ser odiados por unos, pueden ser los enemigos del sultán, pero sus ramas son fuertes y la sombra es nítida. Si tu triunfo es también su triunfo, entonces nadie se atreverá a lanzarse sobre él.

– Pero ¿qué esperan obtener a cambio?

– Beneficios políticos, por supuesto -admitió-, y cierto control sobre las nuevas rutas que surgirán tras este viaje. No podían negarse a acompañarnos, es una posibilidad de grandes beneficios y sólo arriesgan unos pocos hombres. Pero no necesitamos más, pues son los mejores guerreros de Granada.

– No sé, hermano, sigo pensando que no ha sido una buena idea…

– La mejor de las ideas, hermano. Además, es la forma correcta de hacer las cosas, en lugar de ocultarnos como criminales en una playa olvidada de la mano de Allah, alabado sea.

Es posible, reflexionó Lisán. Quizá su amigo tenía razón y él estaba equivocado. Sí y no. Y, como dijo el filósofo, entre el sí y el no salen volando de sus materias los espíritus y de sus cuerpos las cervices. A esas alturas ya no tenía la mente muy clara. Se sentía agotado de tanto preparativo y tan sólo deseaba emprender el camino de una vez por todas.

Alzó la vista hacia el cielo, contempló la nueva estrella. Deseó con todas sus fuerzas que se tratara de un buen augurio.

12

– ¡Largad trinquete! -gritó Piri Muhyi, haciendo bocina con las manos.

Ignacio sujetaba con fuerza la caña del timón. Escupió hacia su lado izquierdo, para alejar al demonio. Luego pronunció las frases de rigor para espantar a los malos espíritus que pudieran haberse enganchado al barco:

– ¡En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, que sea con nosotros y nos dé buen viaje a puerto de salvamento y nos lleve y nos vuelva con bien a nuestras casas!

Se santiguó varias veces con nerviosismo. Dio un largo trago de la jarra de vino que tenía a un lado y, en un tono más bajo, añadió:

– ¡Dios me asista en esta nave cargada de sarracenos!

Era el 25 Muharram del año 890. Tras la primera oración y antes de que despuntara el sol, la Taqwa se hizo a la vela. Había sido cargada con víveres suficientes para cincuenta personas durante tres meses. Lisán aseguraba que el viaje no iba a durar más. Sonreía al observar la delirante tripulación que había reunido: los piratas turcos, el insólito mameluco, los exquisitos Sarray, un viejo infiel borracho… Y él, un faquih con la cabeza llena de quimeras.

Pero es sabido que Dios es amigo de los locos.

Mientras la carraca se deslizaba segura por las aguas, una actividad frenética se desarrollaba en cubierta y en los palos. Bajo las órdenes de Piri, los marineros turcos corrían arriba y abajo, trincando o soltando cabos y escotas, subiendo por los obenques hacia las vergas, izando velas o tensando aparejos. Para cruzar con rapidez desde el castillo de proa al alcázar, habían tendido unas pasarelas hechas con cuerdas bien tensadas y enjaretadas entre sí. Los andalusíes contemplaban admirados todo este trabajo desde la cubierta principal, que quedaba ahora como un pozo bajo esta red. Los turcos, con los pies desnudos, corrían por ella como las arañas por su tela.

– ¿Qué tienes, hermano? -le preguntó Lisán a Ahmed al-Sagir.

Miraba hacia la playa rodeada de acantilados. Había tristeza en sus ojos.

– Pienso en mis mujeres, en mis hijos, y me pregunto cuándo los volveré a ver…

– Eso está en manos de Allah, alabado sea. Pero rezo para que sea muy pronto.

– Dime, hermano, ¿cómo es posible que nunca hayas sentido deseos de fundar una familia? Eso es algo que no puedo entender.

Y vuelta a lo mismo, pensó Lisán. Pero dijo:

– En ocasiones tengo ese deseo… Es posible que algún día lo haga.

– Las mujeres son importantes, hermano. Al menos una. Y, aun en el caso de que sea una arpía y te haga la vida imposible, una mujer es esencial para que un hombre vea cómo su vida se desarrolla de un modo adecuado.

Ahmed tenía cuatro mujeres, pero sólo una de ellas era su mujer. Y, ciertamente, su aspecto era el de una arpía. Tenía aterrorizadas a las otras tres esposas y al propio Ahmed. Lisán había llegado a pensar que su amigo se había enrolado en esa incierta aventura sólo para alejarse de ella por un tiempo.

– Deberías tomar una esposa, hermano -insistió Ahmed.

, se dijo Lisán, sin duda eso contribuiría a equilibrar mi vida.

Como otras muchas veces, vino a su mente el recuerdo de esa noche en su Hach…. [8] La imagen de unos ojos hermosos que lo miraban desde detrás de un velo… El breve contacto de una mano de mujer sobre su hombro…

¿Qué tienes tú que ver con el mundo y qué tiene que ver el mundo contigo?

Ésa era la pregunta que solía hacerle su murshid. [9]

Eres como un viajero en un día de verano -le decía-. Llegas al pie de un árbol, descansas bajo su sombra y luego te vas, dejando atrás aquel árbol para siempre. No hay que detenerse en el camino, ni en un estado, ni en una estación… Como el asno que hace girar la rueda de molino para que su punto de llegada sea siempre el de partida…

– ¿Crees que es posible enamorarse de un sueño? -le preguntó Lisán a su amigo.

– ¡Por supuesto que no! -respondió Ahmed casi escandalizado-. Lo sabroso de las mujeres es que están hechas de carne sólida. Cuando regresemos de esta aventura me voy a ocupar personalmente de tu situación. Tengo una cuñada que es una verdadera joya de Allah. Un hombre se atragantaría si intentara beber de su ombligo. Sus pechos podrían amamantar a todas las criaturas de Granada y serían como una almohada de Damasco para tus noches…

– Parece muy sugestivo -bromeó Lisán.

– ¿Lo dices en serio? Ya veo que no. Pero no me importa, hermano. Cuando regresemos, tendrás que aceptar mi ayuda.

– Cuando regresemos -dijo Lisán para complacer a su amigo.

Se colocó a su lado para compartir con él aquel momento y le pasó una mano por el hombro. Contemplaron juntos el paisaje. El viento les azotaba el rostro.

Unos delfines saltaron frente a la quilla de la nave.

La Taqwa navegaba adormilada, mecida por un viento bonachón sobre un mar llano que lamía los acantilados visibles a estribor.

– ¡Una nave! -gritó el vigía desde lo alto del palo mayor-. ¡Por sotavento!

Todos se volvieron en esa dirección. Una carabela navegaba paralela a la Taqwa.

– Genoveses -afirmó Baba sonriendo entre dientes.

Miró a Lisán, que estaba junto a él, y añadió:

– Finalmente nos han encontrado.

El andalusí asintió, comprendiendo que sus perseguidores eran los piratas que andaban rondando la costa durante las últimas semanas.

Uno de los turcos empezó a gritar en osmanlí:

– ¡Venecianos, pagaréis cara la afrenta de Gallipoli! ¡Hermanos, a las armas contra los infieles!

Era un hombre gigantesco, de piel oscura. Su cráneo afeitado mostraba una terrible cicatriz en el parietal izquierdo, que estaba hendido por un tajo que lo cruzaba de lado a lado.

– Es Abdul Jabbar -le había explicado Dragut al faquih en una ocasión-. Lo conozco bien, es un buen hombre. Recibió un hachazo en la cabeza en Negroponto. Fue una gran batalla, y Jabbar la revive una y otra vez. Se diría que aquel hachazo también le cortó la memoria a partir de ese día.

La mayor parte del tiempo tenía el aspecto de un grandullón tranquilo y melancólico. Miraba a un lado y a otro, silencioso, como si no entendiera con exactitud lo que estaba pasando e intentara encajarlo en su memoria. Y así era. Su mente sólo podía retener durante un día lo que estaba sucediendo a su alrededor. A la mañana siguiente, regresaba a la casilla de salida, en el inicio de ese fatídico día en Negroponto. En ese preciso momento, corría de un lado a otro, agitando un puño en el aire en dirección a la carabela.

– ¡Venecianos, vais a morir! ¡Sentid el temor de Allah!

Yusuf ibn Sarray había alineado a sus guerreros junto a la borda de estribor, listos para defender la carraca. Algunos esgrimían alfanjes turcos para cortar los garfios de abordaje y los agitaban desafiantes sobre sus cabezas. El tufo a zafarrancho había acabado de alejar los últimos vapores de sueño entre la tripulación.

Mientras tanto, Piri fue dando cuerpo a la maniobra con nuevas órdenes. La Taqwa desplegó sus alas al completo. Se inflaron las velas y el viento tamborileó sobre las lonas como un tambor guerrero. Rechinó la arboladura, la nave dio un violento quiebro y varió su ruta. La carraca, con su velamen forzado al máximo, revoloteó sobre el mar como un gordo pato sobre el que planeara un gavilán. Intentaba escabullirse, pero era pesada, torpe como una vieja agarrotada y fondona. Lisán casi creía poder oírla jadear por la falta de resuello. La ágil carabela genovesa se aproximaba, implacable, sobre su flanco.

Baba gritó haciendo bocina con sus manos:

– ¡Ah de la carabela! ¿Cuál es vuestro destino?

– ¡Parad! -gritaron los genoveses, y esto era una orden sin lugar a dudas. Una orden que contenía todas las amenazas posibles para aquel que se atreviese a desobedecerla.

Y así fue. En ese momento, Lisán vio aparecer un fogonazo cerca de la proa de la carabela, acompañado de una nubecita de humo. El estampido le llegó casi a la vez que el estruendo de madera astillada en la cubierta de la Taqwa y los gritos de dolor de un hombre herido. Una sección de la borda había volado. Sus fragmentos, reducidos casi a serrín, seguían lloviendo por todas partes. Vio a uno de los Sarray en el suelo, sujetándose con fuerza una mano de la que goteaba abundante sangre sobre la cubierta.

– ¡A los gerifaltes! -ordenó Baba con voz seca.

Lisán corrió hacia el herido. El Sarray tenía el rostro lívido de dolor. Junto a él estaba tirada su cimitarra, retorcida porque era la que había recibido el impacto de lleno.

– Déjame ver -le dijo mientras separaba sus manos para estudiar la herida.

Dos dedos, el meñique y el anular, habían desaparecido. El pulgar estaba muy magullado, pero Lisán pensó que quizá pudieran salvárselo.

– Has tenido mucha suerte. -Le vendó la mano con un pañuelo para contener la hemorragia-. Allah te ha protegido.

Mientras tanto, el duelo entre los dos barcos continuaba. La carabela no estaba en un ángulo adecuado de tiro y disparar sólo serviría para desperdiciar munición. Sin embargo, Baba, dirigiéndose al turco que empuñaba uno de los gerifaltes, le ordenó:

– Abú… ¡Fuego!

El estampido y la nube de humo debieron de dejar bien claro a los genoveses que no estaban indefensos, pero eso no los iba a detener si su determinación era abordarlos. Lisán pudo distinguir en la cubierta de la carabela a un grupo de hombres en perfecta formación y con los ganchos de abordaje listos para ser lanzados. No tenían el aspecto de simples piratas.

Siguiendo las precisas órdenes de Piri, la Taqwa giró para aprovechar hasta la última brizna de viento en sus velas y sesgó con una hábil maniobra que obligó a los genoveses a replegarse hacia la costa que, en aquellos momentos, estaba demasiado cerca de ellos.

– Baba -dijo Lisán-, ¿no crees que…? ¿Baba?

El mameluco estaba paralizado, los ojos fijos en aquella carabela que maniobraba en una compleja danza con la Taqwa. Aquella nave era más ágil, pero la carraca tenía una masa mayor. Si ambos barcos llegaban a chocar, los genoveses llevarían las de perder. Y Baba observaba aquello con una expresión perdida en su rostro. Está aterrorizado, pensó Lisán. Pero no tenía sentido. Un corsario debería estar acostumbrado a esas situaciones.

La carabela, huyendo de la embestida de la carraca, se fue encerrando ella misma en un estrecho fondeadero de la costa de lecho arenoso. Lo asombroso fue que los tripulantes de la nave genovesa no variaron el rumbo en ningún momento. De modo que la carabela acabó por estrellarse contra el banco de arena. Su quilla se hundió ciegamente en el lecho con un horrible crujido. Las velas se plegaron hacia delante con el aburrido movimiento de un abanico que se cierra. Uno de los palos se quebró, derrumbándose como un árbol talado sobre la cubierta.

El grito de victoria de la Taqwa se superpuso a los distantes gritos de terror de los genoveses. Baba respiró profundamente, parpadeó y recuperó la compostura. Por un instante, el mameluco se unió al júbilo de sus hombres. Luego regresó junto a Lisán.

– Esto demuestra que todas nuestras precauciones eran justificadas -le dijo- y que el albergo genovés sigue detrás de ti. Nos hemos librado de nuestro primer escollo, faquih, pero aún tenemos un largo camino por delante. Te sugiero que empieces a trazar la derrota.

13

Lisán se encerró en la toldilla y fue desplegando sus cartas navales, que eran calcos sobre buen papel de las planchas plúmbeas. Estudió aquel tesoro que sólo él podía comprender. Leyó:

Nuestro Mar ocupa el Centro del Mundo. Tiene una hechura ovalada y posee una única salida, abierta por el dios Melqart en tiempos remotos, llamada «Boquete del mar inmenso» por los de Keftiú, y «Las Columnas de Melqart» por los de Tiro.

Allí atracamos la nave, y los hombres gritaron de terror al contemplar la infinita extensión de agua que se abría ante nosotros, envuelta en desgarrones de nieblas tenebrosas.

«¡Redondo el mar, circulares sus aguas!», exclamaban admirados. Porque así lo veían, rodeando la Tierra como un río infinito que siempre retorna sobre sí mismo.

«Océano de la Muerte», lo llamaron también.

Uno de los varones de Cattarim aseguraba que, a partir de las Columnas de Melqart, se abría el Océano interminable y sus aguas se extendían hasta el infinito. Decía que nadie había visitado esos parajes, que nadie llevó jamás sus naves por aquella inmensidad.

«Las tinieblas cubren con su manto el cielo», decía, «la niebla envuelve el mar y el día permanece siempre oscurecido. Un gran número de monstruos nadan por ese Océano y el terror de fieras sin nombre acecha más allá de los mares».

«He aquí el límite sagrado impuesto por el cielo, y no podemos atravesarlo.»

Sus palabras causaron un gran temor entre los hombres, pero mi señor Talos dijo para que todos pudieran oírlo:

«Una tierra nos espera al otro lado del mar. Os conduciré seguros hacia ella igual que os he guiado a través del fuego de los dioses».

Nos establecimos cerca de una de las Columnas de Melqart y allí nos aprovisionamos de alimentos y esclavos para el sacrificio. Y, antes de abandonar la factoría para internarnos en el océano, mi señor me ordenó dejar indicación de nuestra ruta para que otros supervivientes vinieran detrás de nosotros…

A continuación estaban los datos precisos para guiarse por las estrellas. Y la situación de las tres grandes corrientes que, como ríos que discurriesen por dentro del mar, llevarían cualquier nave hacia la Otra Tierra. Pero ¿para quién dejó Talos esas indicaciones?, se preguntaba Lisán. ¿Para los supervivientes de Thera? Le costaba creerlo. Talos era un extranjero en el imperio Keftiú y no tenía motivos para preocuparse por la vida de aquellos que, al volverle la espalda, provocaran la ira de los dioses, tal y como en el texto se afirmaba que había sucedido. Quizá dejó las planchas plúmbeas para sus compatriotas de Tiro, y por ese motivo estaban escritas en la lengua de esa ciudad y no en la del Imperio del Mar.

Si fue así, no fueron encontradas hasta muchos siglos después, cuando la providencia decidió que su antepasado romano diera con ellas para enterrarlas en los cimientos de su nueva casa. El destino sujeto por Allah había permitido que él las obtuviera al final de esta larga cadena y que dispusiera de los medios para traducirlas.

Pero había algo maléfico en todo esto. Algo que no podía provenir del Altísimo.

Algunos párrafos lo llenaban de terror:

A la primera luna llena que os ilumine en alta mar le sacrificarás un niño varón, encomendándote al dios Baal, y luego beberás su sangre…

El texto contenía numerosos rituales sangrientos semejantes a éste. Se diría que la embarcación debía navegar dejando detrás de sí un reguero de niños degollados. Creencias de los tiempos de la ignorancia, antes de la llegada del Islam. La era Jahiliyya, en la que la humanidad era bárbara y supersticiosa, y en la que los sacrificios humanos y el canibalismo habían sido prácticas comunes por parte de los sacerdotes idólatras, los druidas y los chamanes. Cosas del pasado, dirían muchos. Pero recordó que Baba le había hablado de monstruos que se alimentaban con la carne de los hombres.

Durante horas el faquih permaneció en la toldilla, haciendo cálculos, ajeno a todo, hasta que la nave empezó a dar violentos bandazos. La tinta con la que escribía se derramó y sus papeles cayeron al suelo. Las paredes de madera oscura de la toldilla daban vueltas a su alrededor. La tablazón del suelo subía, bajaba y oscilaba de un lado a otro. Todo lo que había en el camarote intentaba golpearle en la cabeza. Oyó gritos fuera. Se caló un sombrero embreado que pendía de un clavo y, dando un traspié, se dirigió hacia la puerta.

Lo que vio al abrirla lo dejó paralizado.

Frente a la Taqwa se levantaban unas escarpadas moles purpúreas. Se veía romper las olas contra sus orillas y las cintas de espuma que marcaban el contorno de unas afiladas rocas.

La nave estaba frente a la Montaña de Tarik, aquellas Columnas de Melqart de los tirios, donde empezaba el Océano Tenebroso. Las olas eran enormes y se estrellaban contra las bordas lanzando chorros de agua. El viento rugía y la carraca se elevaba y descendía bajo el impulso de las olas. Piri impartía órdenes a gritos entre los turcos. Varios Sarray intentaban retener la última ánfora de inyibar y así evitar que el agua fresca que contenía se derramara. Pero el recipiente de barro era sacudido de un lado a otro. Ignacio, ayudado por dos marinos turcos, sujetaba con fuerza la caña del timón, mientras reía como un loco de sus inútiles esfuerzos. Lisán apartó la vista de ellos y contempló a su amigo, Ahmed al-Sagir, que vomitaba, echado sobre la borda. Jamîl estaba junto a él, intentando socorrerlo, pero aparentaba estar tan aterrorizado y mareado como su amo.

Se lanzó hacia el furioso torbellino que barría la cubierta y corrió hacia su amigo atravesando aquella bamboleante superficie. Una gran ola se estrelló contra su costado, convirtiéndose en una cortina de espuma que cubrió por completo a Ahmed y al mawla.

– ¡Hermano! -gritó Lisán-, ¡no puedes quedarte aquí!

– Déjame -gimió Ahmed-. No deseo otra cosa que la muerte.

Vomitó de nuevo. El faquih lo tomó por el brazo y le dijo a Jamîl:

– Ayúdame a llevarlo hasta el alcázar.

Apoyado en Lisán y en su mawla, Ahmed caminó torpemente hasta un lugar más resguardado. Al pasar frente a Ignacio, éste les gritó:

– ¡Maldito seas, sarraceno! ¡Me has embarcado con un puñado de dueñas de fogón!

Ya a resguardo bajo la tablazón del alcázar, Lisán volvió sus ojos hacia el mar. La Montaña de Tarik se levantaba como una nube tempestuosa, suspendida amenazante a menos de un tiro de piedra de la carraca.

– Temamos a Allah con el temor que le corresponde -musitó-. Glorificado y altísimo sea…

Parecía que iban a estrellarse de un momento a otro contra aquel acantilado. Pero, de repente, se abrió ante ellos un horizonte despejado. Como por milagro, la mole rocosa se había alejado y ahora sólo una leve brisa rizaba la superficie del mar. A babor, la costa de África apareció y desapareció varias veces entre las brumas, como un espejismo, y luego se vieron navegando por mar abierto.

Una vez cruzado el estrecho, los turcos pudieron al fin subir a las jarcias y desplegar todo el velamen de la Taqwa. Lo único que Piri esperaba ya era un poco de viento de levante, o del norte, que les permitiera navegar más holgados en la derrota trazada por el faquih.

– ¡No tenéis ni idea de dónde os estáis metiendo! -gritó Ignacio.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Lisán.

– No hay nada en el rumbo que has indicado. Nada.

– Estás equivocado. Lo que vamos a hallar no es algo que sobresalga de las aguas. Se trata de un río dentro del mar.

– ¿Una corriente marina? -bufó Ignacio.

– Así es. Situada a setecientas millas frente a nosotros.

– Entonces ya puedo jurar que vamos a morir todos.

– ¿Por qué? -preguntó Piri.

– Las corrientes son tan útiles como peligrosas cuando no se conocen bien. Yo navegué con los portugueses hasta Guinea. En varias ocasiones. La distancia que separa Guinea del Guadalquivir son mil setecientas leguas. En la ida los barcos se deslizan suaves, como un escupitajo al viento, y bastan veinte días para recorrerlas. Pero en el regreso se emplean cuatro meses o más. Y se necesita una buena fuerza de vela y vientos muy favorables, que no son frecuentes. ¿Sabéis por qué?

– Al regreso teníais que remontar esa misma corriente -dijo Lisán.

– Justo. ¿Y sabéis qué significa eso en nuestro caso?

El faquih empezaba a sentirse harto de los acertijos de aquel piloto borracho y maleducado. Sin paciencia para esperar la respuesta, empezó a dar media vuelta para regresar junto a Ahmed. Pero Ignacio lo retuvo por el brazo.

– La tierra de «Irás y no volverás», hacia allí nos llevas.

– Mantén la derrota. -Lisán se zafó-. Preocúpate sólo de eso.

– ¡Moriremos todos! -gritó, y dio un largo trago de vino.

Piri caminó junto al faquih y dijo:

– Ese hombre nos traerá problemas.

– No creo, pero… ¿de dónde saca tanto vino? Las botellas que compré en el zoco no pueden durarle tanto.

– Sin duda sobornó a alguno de mis hombres para que le trajera una buena provisión.

– Si sigue bebiendo de esa forma, pronto perderá la poca capacidad que aún conserva.

– Eso me preocupa. Yo me las arreglé perfectamente para pilotar la carraca hasta Granada, pero nunca he navegado más de tres días sin tener la costa a la vista.

– Los datos que tengo son muy precisos. No debes preocuparte por nada.

Piri lo miró con intensidad.

– Pero tú eres el único que conoce nuestro destino, el modo de trazar la derrota para ir hasta él y luego regresar. Baba debe de haberse vuelto loco, pero yo no estoy acostumbrado a depender tanto de alguien. Si te pasara algo, sería el final de todos nosotros.

– Recemos a Allah, alabado sea, para que eso no suceda -replicó Lisán-. ¿Puedo confiar en tus hombres?

El joven capitán turco asintió.

– Todos sabían exactamente a lo que venían -dijo-, y son fieles a Baba hasta la muerte.

– Con la voluntad de Allah llegaremos a nuestro destino -dijo Lisán.

Regresó al alcázar, junto a Ahmed y su mawla.

– ¿Cómo sigues, hermano?

Su amigo lo miró con ojos vidriosos. Estaba mortalmente pálido.

– No muy bien -le dijo con una voz casi inaudible-. No imaginé que esto iba a ser tan duro.

Jamîl cambió el paño empapado en vinagre con el que intentaba refrescar la frente de su señor.

– ¿Es que nunca te habías embarcado?

– Sólo durante el Hach. Nunca más tuve necesidad de salir de al-Andalus. Me decía que no podía haber nada en el resto del mundo que mereciera la pena el esfuerzo de abandonar mi tierra. -Sonrió con amargura-. Tendría que haberme mantenido fiel a ese principio.

– Este malestar pasará -le aseguró-. Es sólo cuestión de tiempo.

Jamîl volvió a cambiar el trapo con vinagre.

– ¿Cómo te encuentras tú? -preguntó Lisán al chico.

Éste lo miró y dijo:

– Bien, mi señor. Estuve malo hace un rato, pero ya pasó.

En aquellos ojos había el miedo y la incertidumbre que todos sentían, pero que la expresión del muchacho mostraba de forma clara.

– ¿Estás asustado?

– Sí, señor. Los turcos dicen que navegamos hacia el borde del mundo y que caeremos por una inmensa catarata sin fin.

– Eso no es verdad -dijo el faquih-. ¿Confías en mí?

– Sí, señor -afirmó el muchacho-. Sois el hombre más sabio del mundo. Así lo asegura mi amo…

– Ya no tienes «amos», hijo -dijo Ahmed con un hilillo de voz-. ¿Cuándo te acostumbrarás a eso?

Lisán miró de reojo a su amigo, que forzó una sonrisa en su rostro demacrado. Luego se volvió hacia Jamîl y le dijo:

– Ah, ¿sí? Pues en ese caso debes hacerle caso a tu señor y creer lo que te voy a decir. No hay bordes del mundo, ni cataratas. Vivimos sobre una inmensa esfera, navegamos sobre ella y podríamos rodearla y regresar al lugar del que partimos. Esto es algo que los hombres sabios conocen desde hace muchos años. Pero, en ocasiones, la gente lo olvida porque nuestros sentidos nos engañan al contemplar lo cercano. Pero somos como hormigas recorriendo la piel de una gigantesca naranja. ¿Lo entiendes?

– Sí, mi señor -dijo Jamîl. Su expresión indicó al faquih que el chico no lo entendía en absoluto, pero que sus palabras habían bastado para tranquilizar todos sus temores-. El mundo es una naranja.

– Eso es -sonrió Lisán.

Más tarde, al pasar junto al timón comprobó que Ignacio estaba charlando con uno de los Sarray más jóvenes.

– Si seguimos hacia el sur… -decía éste con bastante temor-, se dice que el aire se vuelve irrespirable.

Ignacio hizo una mueca despectiva y dijo:

– Todo eso son patrañas… Yo estuve en el castillo de San Jorge de la Mina del Rey de Portugal. Está debajo de la equinoccial y soy un buen testigo de que no es inhabitable. Justamente en esas aguas pude ver nadar a algunas sirenas…

– ¡Sirenas! -exclamó Hubal, que así se llamaba el andalusí.

– Así es, hijo. No son tan parecidas a las mujeres como las pintan en los grabados, pero no están del todo mal.

La nave siguió su curso. Al tercer día llegaron los vientos deseados y pudieron, al fin, navegar a todo trapo hacia el suroeste.

14

Fue en la noche en la que completó su Hach.

Tras las vueltas rituales en torno a la Casa Santa, Lisán había conseguido acceder a la Piedra Negra y la había besado con fervor. En ese momento, experimentó una emoción desconocida para él. Una sensación dulce, que calentó su espíritu como lo haría el humo del hachís. Un profundo bienestar pulsaba en su pecho, lo hacía plenamente consciente de la presencia de un Dios Único, Allah Ahad. La Esencia Divina que llenaba el Universo, transformándolo en un lugar amigable, acogedor, que endulzaba el aire que respiraba y penetraba en sus pulmones.

La multitud lo rodeaba como un único organismo palpitante que ocupara todo el Multazam, colmándolo, expandiéndose por unos lugares y encogiéndose por otros. Una anguila sin fin, que se mordía la cola y giraba sobre sí misma. Y él tuvo el fuerte deseo de estar solo para meditar sobre el significado de aquella intensa emoción que había experimentado.

Salió del patio pavimentado y caminó por la rambla. Sus pies hacían crujir la arena, y este susurro apagaba el ruido del gentío. Una casida antigua le daba vueltas por la cabeza, como una cancioncilla que se hubiera quedado pegada a su memoria. Cerró los ojos y empezó a recitarla en voz alta… Entonces notó el contacto, suave como la seda, de una mano sobre su espalda. Se volvió y se encontró frente a una mujer. La mitad de su rostro estaba oculta por un velo, pero tenía los ojos más negros y bellos que él hubiera admirado nunca.

– Señor, ¿qué era eso que susurrabas? -le preguntó ella.

Fascinado por su presencia, Lisán dijo:

– No soy un poeta, mi señora. Estos versos fueron escritos por uno de gran talento hace muchos años. Decían: Mi corazón quedó atado a la madeja de tu cabello desde antes de la Eternidad. Nunca se rebelará, ni aun después de la Eternidad; nunca romperá su pacto…

– ¡Qué extraño es oír algo tan hermoso! ¿Cómo pueden unos versos expresar tan bien lo que los ojos no alcanzan a ver? Di, mi señor, ¿qué dijiste después de eso?

Tu amor se ha plantado en mi corazón y en mi alma de tal manera que, aun perdiendo la vida, mi amor permanecería…

Aun perdiendo la vida, mi amor permanecería… -repitió ella-. Ésa es la verdad: el amor es un mensaje de lo Eterno, escrito en el propio tejido del alma humana. El amor es inmutable y trascendente, como la bóveda celeste, y nos recuerda que la inmortalidad no es algo que queda fuera de nuestro alcance…

Lisán asintió, paralizado por la emoción de tener enfrente a una criatura tan hermosa y tan sabia. Ella le hizo una reverencia y dijo:

– Que Dios te guarde, mi señor.

Sin que Lisán pudiera hacer nada para retenerla -en su recuerdo siempre sentía sus miembros entumecidos, aunque deseaba correr tras ella-, la mujer siguió su camino. Pasó junto a él y se alejó hasta perderse entre la muchedumbre.

Cuando él reaccionó, rodeó el templo una y otra vez, buscándola entre todos aquellos rostros indiferentes, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Pero nunca más volvieron a encontrarse. No llegaron a cruzar ni una palabra más, y sólo le quedó el recuerdo de su voz, de aquel contacto breve de su mano, y de aquella mirada… Seguía soñando con sus ojos, dedicándoles torpes casidas que jamás mostraba a nadie. Y, después de tantos años, seguía fascinado por aquel instante de absoluta perfección: la certeza de la presencia de Dios, un sendero tranquilo en medio del tumulto, unos versos y la mirada de unos ojos que le daban sentido a todo. ¿Podría encontrar otra vez un sentimiento comparable?

Dicen que el grano que germina antes de ser sembrado nunca llega a madurar. Quizá por eso se había envuelto en una vida oscura, sin apenas relacionarse con sus semejantes. Sin ningún interés más allá de sus libros y de sus sueños irrealizables. Sueños como el que le había llevado a bordo de aquel barco.

Ahora recorrían unas buenas cien millas diarias y el tiempo pasaba lento entre guardias, trabajos de manutención y reparación. Unas jornadas tranquilas, apacibles, mientras la carraca navegaba segura a barlovento. El propio cuerpo de Lisán iba cambiando a medida que pasaban los días, sus articulaciones se acostumbraban a la humedad y dejaban de doler. Aprendía a disfrutar de los placeres más sencillos, como un chubasco pasajero que le lavara el salitre de las ropas o le proporcionara un trago de agua dulce y fresca. Y tenía todo el tiempo del mundo para sus recuerdos.

Los turcos vivían entregados a su trabajo, sin apenas mezclarse con los andalusíes, pues la mayor parte de ellos no hablaban otra cosa que el osmanlí. Hacían tres guardias diarias para realizar las distintas labores de a bordo. En cada una de ellas debían estar listos para maniobrar con el aparejo en caso de cambios bruscos en dirección e intensidad del viento y debían realizar el lavado de toda la cubierta, para mantenerla con una humedad constante y evitar que se secara y resquebrajara por el sol.

Los Sarray disponían de todo el tiempo libre. Jugaban a los dados, discutían o fumaban pipas de hachís, del que parecían haber traído una buena provisión. También dedicaban muchas horas del día al cuidado del acero de sus armas, limpiándolas y engrasándolas para evitar que el salitre del mar las enmoheciera.

Nadie es más elegante que un Banu Sarray, pensaba Lisán, admirando el porte de aquellos hombres. Siempre andaban perfectamente ataviados con sus exquisitos brocados y sus turbantes de muselina, lo que era un poco incongruente en aquella cubierta atestada. Ante la imposibilidad de lavarse a diario, usaban perfumes que habían traído en diminutos y preciosos frascos. Los turcos se burlaban pinzándose las narices al acercarse a los Sarray, como si fueran incapaces de soportar aquel olor.

Ahmed se había ido recuperando poco a poco del malestar que le ocasionaba la inquieta superficie de la nave, pero sabía que nunca se acostumbraría por completo, pues hay hombres cuya naturaleza parece ser contraria al mar. Al menos había aprendido a mantener la comida en su interior, y eso, de momento, era más que suficiente. Lisán intentaba animarlo conversando largas horas con él, tumbados en la cubierta de popa, suspirando por que se levantase algo de brisa.

– Se diría que estamos solos en el mundo, ¿no crees? -Ahmed señaló a lo lejos con el brazo extendido-, que el resto de las cosas han desaparecido y que sólo quedamos nosotros a bordo de esta vieja nave…

Ciertamente, era extraño descubrir los límites de lo humano que establecía la propia carraca. Cuerda, madera, nudos y seres humanos… y más allá un inmenso azul donde éstos no podrían sobrevivir ni un instante sin la ayuda de aquel artefacto.

– Cada vez estamos más lejos de la tierra conocida… -añadió-, y la desolación parece extenderse sin fin frente a nosotros… Se diría que estamos entrando en un universo vacío.

– No, hermano -dijo Lisán. En medio de la inmensidad del mar todo cobraba un nuevo sentido-. Tal cosa no es posible. Fíjate en esta nave -dijo mientras miraba hacia la selva de jarcias que sostenían los mástiles y a los turcos que trabajaban en lo alto-, es sin duda una de las máquinas más complejas inventadas jamás por el hombre, un laberinto de cabos, de centenares de juegos de poleas usados para levantar las vergas y enfocar las velas hacia los vientos. Cada pieza tiene su importancia en función de las demás; ninguna está aislada; ninguna trabaja sola; todas son la Taqwa, la máquina que nos mantiene vivos. La inmensidad nos rodea, es cierto, pero también es tranquilizador pensar que todos y cada uno de nosotros…, incluso el vizcaíno -sonrió-, participamos de Allah, como las olas forman parte del océano. Somos pequeños, es cierto, pero existimos. Y, en nuestra pequeñez, somos capaces de enfrentarnos a los mayores desafíos. Gracias a Allah, alabado sea.

Ahmed le devolvió la sonrisa y apretó con cariño la mano de su amigo.

Siguieron hablando. Algo más tarde, Jamîl se puso en pie, interrumpiéndolos.

– ¡Mirad, señores! -gritó.

Lisán y Ahmed se volvieron hacia la dirección que señalaba el muchacho y ambos dejaron escapar una exclamación de sorpresa. Un grupo de ballenas se agitaban hacia el sur, delatando su ruta las vistosas bandadas de aves marinas que las seguían para aprovechar cualquier resto de sus cacerías. Una de gran tamaño nadó directa hacia la nave, con su cuerpo dibujado por manchas blancas y negras y unos ojos malévolos que todos pudieron distinguir con claridad. Parecía que su intención era chocar contra la Taqwa, pero empezó a sumergirse cuando llegó a un tiro de piedra de la proa. Turcos y andalusíes corrieron hasta el alcázar y la vieron hundirse tranquilamente a través del agua, hasta que desapareció en el abismo verde.

Algunos turcos habían gritado nerviosos desde lo alto de las jarcias, cuando pareció que el monstruo marino iba a cargar contra la nave. Yusuf ibn Sarray rió con los brazos en jarras, rodeado por sus hombres.

Están tan asustados como los turcos, comprendió Lisán, pero son demasiado orgullosos para demostrarlo.

De repente fue sobresaltado por el violento remolino que había aparecido junto a la nave. Se volvió en aquella dirección, a tiempo para ver cómo la ballena surgía de las profundidades. Dio un salto impresionante, sacando casi todo su cuerpo fuera del agua, y al caer chocó con violencia contra la superficie del mar, produciendo un tremendo ruido. Se sumergió y empezó a nadar alrededor de la carraca. Todos corrieron de una borda a otra para observarla y uno de los turcos le lanzó un palo que la bestia atrapó con los dientes y partió en dos.

– ¿Con qué os perfumáis, andalusíes? -gritó Dragut entre carcajadas-. Debe de ser una esencia muy cara, pues hasta los peces salen del agua para oleros.

– Me pregunto qué se ponen sus mujeres -dijo otro de los turcos.

– Sí -rió Dragut-. No me imagino que puedan oler mejor que ellos.

Yusuf ibn Sarray había saltado en busca de su arco. Colocó una flecha en él y lo tensó. Apuntó a la bestia. Disparó. El dardo se clavó en el lomo de la ballena. Ésta no pareció darse cuenta de la herida, pero los Sarray vitorearon entusiasmados a su capitán. Yusuf volvió a tensar el arco y disparó una nueva flecha que también se clavó en la criatura, que se alejó entonces del barco con los dos dardos sobresaliendo de la superficie del agua.

– ¡Menudo monstruo! -exclamó Lisán admirado.

El mameluco, que estaba junto a él, lo miró y dijo:

– Pensé que no creías en los monstruos, faquih.

Bajo su mostacho asomaba una sonrisa cínica. Lisán recordó su conversación en el alcázar, antes de que Ahmed regresara con los Sarray. No habían vuelto a tocar el tema desde entonces, pero la alusión de Baba era una clara invitación a hablar.

– Bueno -dijo Lisán-, de esas cosas quizá tengas mayor conocimiento que yo.

– Es posible, faquih.

– Muy bien. -Lisán se cruzó de brazos y lo miró desafiante-. En ese caso, dime si sabes algo de la tierra a la que nos dirigimos que yo ignore.

– Creo que sí.

– ¿Me hablarás de ello ahora?

Baba se atusó el mostacho y preguntó a su vez:

– ¿Me permitirás ver tus cartas de navegación?

Lisán estuvo a punto de negarse, pero reconsideró su postura. Había tenido buen cuidado de no traducir las anotaciones que contenían las cartas, así que eran incomprensibles para todos excepto para él, que era el único hombre a bordo capaz de leer los caracteres tirios.

Pero Baba le había asegurado que podía leer los símbolos egipcios…

Claro que, en ese caso, ¿por qué se preocupaba? Cuando estuvo en la playa, solo con el mameluco y los turcos, bien podrían haberse apoderado de sus documentos sin ninguna dificultad. No tenía sentido que Baba hubiera esperado a estar en alta mar para hacerlo. ¿O sí?

Necesitaba tiempo para pensar en todo aquello.

– Mañana temprano -le dijo al mameluco-. Ahora hace demasiado calor dentro de la toldilla.

– Cuando gustes -dijo antes de dar media vuelta y regresar con sus hombres.

15

Como cada mañana, Lisán se levantó una hora antes de la primera oración y atravesó la cubierta sorteando a los durmientes. Parecía atestada, a pesar de que un tercio de la tripulación debía permanecer en pie, de guardia nocturna. Pero, al tenderse, el cuerpo humano ocupa más espacio, y la superficie disponible sobre la Taqwa era escasa.

En la caña del timón, iluminado por la luz de un candil de aceite de oliva, montaba guardia uno de los turcos. La ampolleta situada junto a él era un reloj de arena destinado a controlar la duración de la guardia y, más importante aún, a calcular el tiempo para la estima de la navegación, pero el faquih le había añadido un ingenioso mecanismo que le permitía contar las vueltas que la ampolleta había dado. Las anotó con cuidado y devolvió el contador a su posición inicial.

La noche era fresca y el aire muy agradable, pero pronto amanecería. Hacía varios días que soportaban tanto calor que el alquitrán hervía en las junturas de la cubierta. El sol calentaba implacable, el mar estaba tranquilo y ni el viento más frío hubiera podido disipar por completo la calina que reflejaban las aguas. Era una delicia cuando al fin llegaba la noche y la nave se deslizaba en silencio por aquellas aguas negras.

Pero algo en el cielo nocturno preocupaba a Lisán. Se trataba de la estrella que había visto por primera vez en la playa; en el transcurso de los días su brillo había ido creciendo en intensidad y había desarrollado una larga cola plumosa. Un cometa, lo que para todo el mundo a bordo tenía un significado siniestro y establecía un mal augurio para la travesía. Los sabios Aristóteles y Ptolomeo creyeron que aquellas luces eran simples irregularidades de la atmósfera terrestre. Su paisano Séneca, en cambio, pensaba que eran cuerpos celestes independientes, como las estrellas o los planetas y que viajaban como éstos por la bóveda celeste. Y no hacía mucho que había leído el opúsculo de un tal Regiomontano, que confirmaba esta opinión e incluso aseguraba haber logrado medir su diámetro angular.

Pero en el texto de las planchas plúmbeas se hacía referencia a un cometa que había anunciado la venganza de los dioses, y eso significó la desaparición del más poderoso imperio de su tiempo. Se preguntaba qué relación podía tener aquella presencia en el cielo con todos los acontecimientos que se habían producido en su vida durante los últimos años. No lo sabía, y toda su ciencia no era suficiente para dar respuesta a esa pregunta.

Alejando esos temores de su mente, decidió seguir con su trabajo de cada mañana. Usó un kamal, también de fabricación propia, para medir la altura de la estrella Polar. El instrumento era un sencillo rectángulo de madera, de un par de pulgadas de longitud y una pulgada de ancho, con un cordel fijado en el centro del mismo, con nueve nudos situados a determinadas distancias unos de otros. Para medir la altura de la Polar, Lisán sujetó la cuerda con los dientes y colocó la tabla perpendicular a sus ojos, haciendo que su borde inferior coincidiera con el horizonte. La fue alejando, extendiendo el brazo, hasta que el borde superior coincidió con la estrella. El nudo que quedó entonces entre sus dientes le daba la latitud que buscaba medida en isbas, dato que el faquih anotó de inmediato en el papel que siempre guardaba entre los pliegues de su ropa.

– Se diría que nos sigue en nuestro viaje…

Era Baba. Había surgido de la oscuridad, envuelto en su manta de dormir.

– ¿A qué te refieres?

– El cometa. -El mameluco señaló el arco de luz en el cielo-. ¿Tú también piensas que es el anuncio de nuestra desgracia?

Lisán se preguntó si llevaría mucho tiempo observándolo trabajar.

– No tiene por qué ser un signo infausto -le respondió.

– Pero sin duda señala algo. Los cometas siempre son el anuncio de algún acontecimiento importante. Se dice que hubo un gran cometa sobre el cielo de Constantinopla la noche en que la ciudad cayó.

– Pero ¿qué significa eso? Lo que fue una gran desgracia para las gentes de Constantinopla, resultó, en cambio, un acontecimiento feliz para las del ejército otomano.

– Así es -dijo Baba-. En cualquier caso fue una jornada en la que se derramó mucha sangre. Muchas mujeres de ambos bandos lloraron la pérdida de sus hijos o esposos.

Lisán hubiera querido poder leer sus pensamientos.

– Eso es cierto -dijo.

Baba miró hacia lo lejos. Justo antes del amanecer el mar era una inmensa extensión negra con algunas fantasmales fosforescencias escabulléndose alrededor de la carraca.

– ¿Cómo puedes orientarte en medio de esta inmensidad?

– Se trata de aplicar las ciencias de la astronomía, la trigonometría y la geometría.

– Parece cosa de magia.

– Es sólo ciencia. Y muchas de estas técnicas ya eran conocidas por los antiguos griegos, aunque los navegantes del Mediterráneo las hayan olvidado. Lo único que hay que hacer es calcular la altura de la estrella Polar, aplicar las tablas y realizar un cálculo que nos diga nuestra posición. No es demasiado complicado.

– Asombroso -admitió Baba con tranquilidad-. Pero de esa forma sólo tienes el punto de altura, ¿cómo obtienes el punto leste-oeste? [10]

El faquih alzó la vista hacia el mameluco y lo miró durante un rato sin decir nada. Aquel hombre le había demostrado de nuevo que sabía mucho más de lo que dejaba entrever. Esto ya se había convertido en algo habitual, pero cada vez le preocupaba más.

– ¿Cómo sabes que conozco el punto leste-oeste?

– Tengo esa sensación, por la seguridad que demuestras en la estima de la navegación. Y no creo que sea sólo por la precisión de esa ampolla de vidrio que has colocado en el cuarto del timón. ¿Me equivoco?

– No te equivocas.

– Pero calcular con exactitud el punto leste-oeste es imposible, ¿no?

– Al parecer no lo es. Y ésa fue la clave que me demostró el verdadero valor de los textos tirios que traduje. Sabes de lo que estamos hablando, ¿no? A diferencia de la altura, vinculada al círculo máximo de la Tierra, el punto leste-oeste se mide con relación a un punto fijado arbitrariamente. Se suele usar Bagdad o Jerusalén. Se requieren dos mediciones: una del tiempo local y otra del tiempo en el lugar de referencia. La diferencia entre ambos puntos nos daría de inmediato la diferencia del «punto fijo», a razón de trescientos sesenta grados cada veinticuatro horas, pero en la práctica es imposible saber la hora local y la hora de referencia simultáneamente, porque no tenemos relojes tan buenos.

– ¿Y los antiguos tirios sí los tenían?

– Así es. Se trata de un reloj de gran precisión que está en los cielos, una estrella que varía cada dos días y veinte horas. Su brillo disminuye para luego volver a brillar con su intensidad habitual. Y, además, hay otros astros a su alrededor para poder comparar estos cambios. Es bien conocida por los astrónomos de Bagdad, aunque no imaginaron que era posible usarla como referencia para calcular el punto leste-oeste.

– ¿Qué estrella es ésa?

Ra's al Ghul. [11] -La señaló en el cielo. Era un astro insignificante, un punto de luz rojiza que jamás hubiera llamado la atención de Baba.

– Fascinante -dijo, con una expresión extraña en su rostro-. Se podría pensar que es otro signo nefasto.

Lisán se encogió de hombros y volvió a su trabajo.

– La verdad -dijo- es que siempre es posible hallar signos nefastos allá donde mires. Sorprende ver cómo esa estrella va apagándose poco a poco para luego volver a brillar, como si resucitara de entre los muertos. Los eruditos tirios dejaron registradas sus variaciones… durante centenares de años.

Baba asintió, admirado.

– Me descubro ante tu sabiduría, Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan.

– Hazlo ante la sabiduría de esos hombres del pasado.

Lo cierto es que le costaba trabajo admitir que aquellos paganos, capaces de adorar a demonios y hacer sacrificios humanos, poseyeran más conocimientos que los sabios más adelantados de su tiempo. Pero así era. Para medir la variación de la luminosidad de aquella estrella, Lisán utilizó un instrumento muy sencillo, que había encontrado descrito en las planchas plúmbeas, junto a las tablas de variaciones. Se trataba de un disco de cobre con varios agujeros de diferente calibre taladrados en su superficie. No era difícil de usar. Bastaba hacer coincidir la estrella con varias de aquellas perforaciones para precisar los cambios en su luz.

Hizo varias mediciones y luego se volvió hacia el mameluco.

– De acuerdo -le dijo-. Te mostraré ahora lo que guardo en la toldilla.

Lisán abrió la puerta, que siempre mantenía bajo llave, y entraron juntos en el camarote en penumbra.

Tras encender una lámpara de aceite, sacó varios rollos de papel de una alacena y los extendió sobre la mesa situada en el centro.

El mameluco contempló la carta admirado y siguió con sus dedos los contornos dibujados con precisión sobre el fino papel.

– ¿Has calcado esto directamente de las planchas de plomo?

– Así es.

Baba se detuvo a observar los caracteres tirios reproducidos.

– Es maravilloso -dijo.

– ¿Los… entiendes? -preguntó Lisán con cautela.

Baba alzó la vista y lo miró a los ojos.

– No. Si así fuera no hubiera tenido la necesidad de traerte en este viaje. ¿No crees?

– Ya había pensado en eso. Pero afirmaste que podías leer los caracteres del Antiguo Egipto.

– Ciertamente.

– ¿Cómo aprendiste?

– De una forma diferente de como lo hiciste tú. Alguien me enseñó.

– ¿Quién?

Baba hizo un gesto vago con la mano.

– Carece de importancia ahora. Está muerto…

– Para mí sí la tiene. ¿Quién era?

– Es difícil de decir. Un hombre que guardaba memoria de tiempos muy remotos.

– ¿Cómo es eso posible?

– Me habló de una serie de plagas que asolaron la nación de Egipto, y de cómo un destacamento de soldados del faraón pereció ahogado mientras perseguía a unos esclavos fugados, cuando una gran ola barrió la costa…

– ¿Se trata de los mismos acontecimientos que citan el Corán y la Biblia?

– Es posible. Él me habló de la destrucción de Thera y afirmó que las plagas allí mencionadas tienen su explicación en esa catástrofe que sacudió el mundo antiguo: las tinieblas que cubrieron el cielo, las aguas rojas, la lluvia de piedras…

– Pero eso sucedió hace miles de años. ¿Cómo podría un hombre ser testigo de ello y seguir viviendo?

Baba no le respondió. Sólo lo miró enigmáticamente.

– También me entregó esta joya… -dijo, mientras tiraba de la cadena de oro que siempre colgaba de su cuello. Descubrió un gran medallón dorado con forma de disco y con el borde dentado-. Fíjate en esos grabados… ¿Dirías que tienen relación con los caracteres que tú descifraste?

Lisán estudió el medallón haciéndolo girar entre sus dedos. Era de oro y por lo tanto parecía que el tiempo no lo hubiera rozado, que hubiera sido tallado sólo unos días antes. Pero algo le decía que era el objeto más antiguo que jamás habían tocado sus manos. Contó doscientas sesenta muescas en su borde, cada una de ellas marcada con una combinación de símbolos sencillos. Un sistema de numerar, supuso de inmediato, un punto, dos puntos… y la raya horizontal significaba cinco. En la superficie había otros cuatro símbolos que estaban formados por círculos con círculos menores intersecados. El primero por su lado superior. El siguiente por el derecho. Otro por su lado inferior y el último por el izquierdo. Cuatro dibujos diferentes, que se repetían una y otra vez, hasta formar un anillo. En su centro estaba engarzada una piedra de lapislázuli.

– No es escritura egipcia…

– Eso ya lo sé.

Lisán alzó el disco de oro y miró a través de la gema azul.

– Parece un instrumento para situar estrellas en el cielo, semejante al que yo he construido.

– ¿Es posible? -preguntó el mameluco.

– Pero no logro entender su propósito -dijo Lisán mientras le devolvía el disco de oro a Baba.

– No, quédatelo. Quizá si lo estudias con más calma puedas descubrir algo sobre él.

El faquih asintió y se colgó el disco del cuello.

– Ahora, dime: ¿quién era ese hombre del que aprendiste tantas cosas?

– Es cierto que aprendí mucho de él -dijo Baba sin responder a la pregunta-, pero no el modo de viajar hasta la tierra situada al otro lado del mar. Por eso fui muy afortunado al encontrarte.

– ¿Te habló de la tierra hacia la que nos dirigimos?

– Así es -dijo el mameluco-, un mundo desconocido que está frente a nosotros, esperándonos. Y tú sabes cómo llegar a él.

– Dime quién era ese hombre. Dime quién eres tú.

Baba negó moviendo su cabeza.

– No lo haré, faquih. Si supieras quién soy, te negarías a continuar este viaje en mi compañía. Antes te arrojarías al mar que seguir respirando el mismo aire que yo respiro.

– Eso es absurdo.

– Piensa lo que quieras -respondió Baba atusándose el bigote-. De momento, basta con saber lo que ya te he contado. Tú tienes tus secretos guardados en esos caracteres que sólo tú entiendes, y yo tengo los míos. Debemos continuar nuestro viaje y quizás algún día podamos confiar plenamente el uno en el otro.

Así lo haré, asintió Lisán para sí. Para bien o para mal, ya he elegido mi camino.

Cualquier posibilidad de reconsiderarlo había quedado muy atrás.

Y se alejaba más a cada instante que pasaba.

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