La luna se encontraba en todo su esplendor. Bajo ella, la tierra se extendía inmensa y solitaria, con una oscuridad de bosques ocultando el horizonte. En algún lugar aulló un lobo. El túmulo ya estaba allí; habían llegado tarde.
Elevándose en la unidad de antigravedad, miraron más allá de un denso y oscuro bosque. Como a un kilómetro y medio del túmulo había un caserío, una casa comunal de madera y una grupo de edificios menores alrededor de una plaza. Bajo la luz de la luna estaba en silencio.
—Campos cultivados —observó Whitcomb. Mantenía la voz baja en la quietud—. Los jutos y los sajones eran en su mayoría pequeños terratenientes, ya lo sabemos, que vinieron aquí en busca de tierra. Me imagino que echaron a los britanos de esta zona hace varios años.
—Tenemos que descubrir lo que podamos sobre el enterramiento —dijo Everard—. ¿Deberíamos volver atrás y localizar el momento en que se construyó la tumba? No, sería más seguro preguntar ahora, en una fecha posterior, cuando el asunto se haya calmado. Digamos mañana por la mañana.
Whitcomb asintió, y Everard hizo descender el saltador hasta esconderlo entre la espesura y lo hizo saltar cinco horas. El sol brillaba cegador en el noreste, el rocío relucía en la hierba crecida y los pájaros producían un estruendo terrible. Después de desmontar, los agentes enviaron el saltador a una fantástica velocidad, para que flotase a quince kilómetros del suelo y volviese por ellos cuando lo llamasen con una radio en miniatura que llevaban en los cascos.
Se acercaron abiertamente al caserío, alejando a los perros de aspecto salvaje que se les acercaron usando la espada y el hacha. Al entrar en el patio, se encontraron con que no estaba pavimentado, sino profusamente cubierto de barro y estiércol. Una par de niños desnudos se asustaron al verlos desde una choza de tierra y zarzo. Una muchacha que estaba sentada en el exterior ordeñando una vaca raquítica dejó escapar un gritito; un peón ancho de hombros y de frente estrecha apartó los cerdos para coger una lanza. Arrugando la nariz, Everard deseó que algunos de los entusiastas «Nobles Nórdicos» de su siglo pudiesen visitar aquel otro.
En la entrada de la casa común apareció un hombre de barba gris con un hacha en la mano. Como todos en aquel periodo, era varios centímetros más bajo que la media del siglo XX. Los examinó con cautela antes de desearles buenos días.
Everard sonrió con amabilidad.
—Me llamo Uffa Hundingsson, y éste es mi hermano Knubbi —dijo—. Somos mercaderes de Jutlandia, llegados aquí para comerciar en Canterbury. —Dio el nombre contemporáneo Cantwarabyrig—. Al alejarnos del lugar donde ha atracado nuestra nave, nos hemos perdido, y después de andar a tientas toda la noche hemos encontrado su hogar.
—Soy Wulfnoth, hijo de Aelfred —dijo el terrateniente—. Entrad y romped vuestro ayuno con nosotros.
El salón, grande, oscuro y lleno de humo, estaba ocupado por una multitud charlatana: los hijos de Wulfnoth, sus esposas e hijos, subordinados con sus esposas, hijos y nietos. El desayuno consistía en grandes trozos de cerdo medio cocido, acompañados por cuernos de una ligera cerveza amarga. No fue difícil entablar conversación; aquella gente disfrutaba tanto de los cotilleos como cualquier paleto aislado de cualquier otra época. El problema era inventar relatos plausibles de lo que pasaba en Jutlandia. Una o dos veces Wulfnoth, que no era tonto, los pilló en falta, pero Everard dijo con aplomo:
—Has oído una falsedad. Las noticias adoptan extrañas formas cuando atraviesan el mar.
Le sorprendió descubrir cuánto contacto mantenían con la vieja patria. Pero la charla sobre el tiempo y la cosecha no era muy diferente de la que conocía en el medio oeste del siglo XX.
Más tarde pudo por fin deslizar una pregunta sobre el túmulo. Wulfnoth frunció el ceño y su gruesa y desdentada mujer realizó un rápido gesto de protección en dirección a un burdo ídolo de madera.
—No es bueno hablar de esas cosas —murmuró el juto—. Hubiese preferido que no enterraran al hechicero en mis tierras. Pero era íntimo de mi padre, que murió el año pasado y se negaba a oír algo en su contra.
—¿Hechicero? —Whitcomb se abrió de orejas—. ¿Qué historia es ésa?
—Bueno, bien podéis enteraros—gruñó Wulfnoth—. Era un extraño conocido como Stane, que apareció en Canterbury hace unos seis años. Debía de venir de muy lejos, porque no hablaba ni la lengua inglesa ni la británica, pero el rey Hengist le ofreció hospitalidad y no tardó en aprender. Entregó al rey extraños y buenos regalos, y era un hábil consejero en quien el rey se apoyaba más y más. Nadie se atrevía a oponérsele, porque poseía una barra que lanzaba rayos y se le había visto dividir rocas y, en una ocasión, en la batalla contra los britanos, quemar a los hombres. Había quienes creían que era Woden, pero no puede ser, ya que murió.
—Ah, sí. —Everard sintió la comezón del anhelo—. ¿Y qué hizo mientras vivía?
—Oh… le dio al rey sabios consejos, como he dicho. Fue idea suya que los de Kent dejásemos de atacar a los britanos y de llamar a más compatriotas de nuestro antiguo país; en lugar de eso, debíamos hacer las paces con los nativos. El pensaba que, con nuestra fuerza y sus conocimientos romanos, podríamos dar forma a un poderoso reino. Tal vez tuviera razón, aunque yo no veo demasiado uso para esos libros y baños, por no hablar de ese extraño dios crucificado…
»Bien, en todo caso, fue asesinado por desconocidos hace tres años y enterrado aquí con sacrificios y con aquellas posesiones que sus enemigos no se llevaron. Le hacemos ofrendas dos veces al año, y debo decir que su fantasma no nos ha importunado. Pero todavía me siento incómodo.
—Tres años, ¿eh? —dijo Whitcomb—. Entiendo…
Les llevó toda una hora poder irse, y Wulfnoth insistió en enviar al muchacho para que los guiase hasta el río. Everard, que no se sentía con ganas de caminar tanto, sonrió y llamó al saltador. Mientras él y Whitcomb montaban, le dijo con seriedad al chico con ojos saltones:
—Sabed que habéis ofrecido hospitalidad a Woden y Thunor, que desde ahora protegerán a vuestra familia de todo mal. —Y saltó tres años al pasado.
—Ahora viene lo difícil —dijo, mirando desde la espesura hacia el caserío. El montículo no estaba allí, el hechicero Stane seguía vivo—. Es muy fácil montar un espectáculo de magia para un niño, pero tenemos que sacar a ese personaje de en medio de una gran ciudad dura donde es la mano derecha del rey. Y tiene un rayo.
—Por lo que parece tuvimos éxito… o lo tendremos —dijo Whitcomb.
—No. No es irrevocable, ya lo sabes. Si fallamos, Wulfnoth nos contará otra historia dentro de tres años, probablemente que Stane está allí… ¡podría matarnos dos veces! E Inglaterra, lanzada desde la Edad Media a una cultura neoclásica, se convertirá en algo que no reconocerás en 1894… Me pregunto qué pretende Stane.
Elevó el saltador y lo envió por el cielo hacia Canterbury. El viento nocturno le azotaba la cara. Por fin se acercaron a la ciudad y aterrizaron en una arboleda. La luna era blanca sobre las semiderruidas murallas romanas de la antigua Durovernum, moteadas de negro por las reparaciones con tierra y madera de los jutos. Nadie saldría después de la puesta de sol.
Una vez más el saltador los llevó al día —cerca del mediodía— y lo enviaron al cielo. El desayuno de hacía dos horas antes y tres años en el futuro le pesaba a Everard en el estómago mientras recorría la vía romana en ruinas hacia la ciudad. Había mucho tráfico, principalmente de granjeros que llevaban chirriantes carros tirados por bueyes hacia el mercado. Un par de guardas de aspecto amenazador los pararon en la puerta y exigieron saber sus razones para entrar. En esta ocasión eran agentes de un comerciante de Thanet que los había enviado a entrevistar a varios artesanos. Los matones no parecían muy satisfechos hasta que Whitcomb les entregó un par de monedas romanas; entonces bajaron las lanzas y se les permitió pasar.
A su alrededor la ciudad bullía de ajetreo, aunque nuevamente lo que más impresionó a Everard fue el olor. En medio del gentío de jutos vio algún que otro romano britano abriéndose paso desdeñoso por entre la porquería y evitando que la túnica gastada entrase en contacto con los salvajes. Hubiese resultado gracioso de no ser patético.
Una posada extraordinariamente sucia ocupaba las ruinas cubiertas de moho de lo que había sido la casa de un rico. Everard y Whitcomb descubrieron que su dinero era muy apreciado allí donde el comercio se efectuaba principalmente mediante el trueque. Pagando un par de rondas, consiguieron toda la información que querían. La residencia del rey Hengist estaba cerca del centro de la ciudad… no era realmente un palacio, sino más bien un viejo edificio deplorablemente embellecido bajo la dirección de ese extranjero Stane… no es que nuestro buen y voluntarioso rey sea un debilucho, no me malinterpretéis, extraño… es más, sólo el mes pasado… ¡oh, sí, Stane! Vive en la casa de al lado. Un tipo extraño, algunos dicen que es un dios… ciertamente tiene ojo para la chicas… Sí, dicen que estaba detrás de todas esas conversaciones de paz con los britanos. Cada día vienen más y más de esos tiparracos, de tal forma que un hombre honrado no puede derramar un poco de sangre sin que… Oh, claro, Stane es muy sabio, no diría nada en su contra, comprended, después de todo, puede lanzar rayos…
—¿Qué hacemos? —preguntó Whitcomb cuando hubieron vuelto a su habitación—. ¿Vamos y le arrestamos?
—No, dudo que sea posible —dijo Everard con cautela—. Tengo una especie de plan, pero depende de que intuyamos qué pretende realmente. Veamos si podemos conseguir una audiencia. —Al levantarse del montón de paja que servía de cama, empezó a rascarse—. ¡Maldición! ¡Lo que esta época necesita no es alfabetización sino algo para matar las pulgas!
La casa había sido reformada cuidadosamente. Tenía la fachada blanca y un pórtico casi dolorosamente limpio en comparación con la suciedad que lo rodeaba. Dos guardias que descansaban en la escalinata se pusieron en alerta al acercarse los agentes. Everard les dio dinero y les contó la historia de que eran visitantes que traían noticias que sin duda interesarían al gran hechicero.
—Llamadlo «Hombre del mañana». Es una contraseña, ¿entendido?
—No tiene sentido —se quejó el guarda.
—Las contraseñas no tienen por qué tener sentido —dijo Everard, altivo.
El juto se alejó, agitando la cabeza con pena. ¡Todas esas nuevas ideas!
—¿Estás seguro de que esto es lo mejor? —preguntó Whitcomb—. Ya sabes que ahora estará a la defensiva.
También sé que un tío importante no va a malgastar su tiempo con cualquier extraño. ¡Este asunto es urgente! Hasta ahora no ha conseguido nada permanente, ni siquiera lo suficiente para convertirlo en una leyenda duradera. Pero si Hengist logra una verdadera unión con los britanos…
El guarda regresó, gruñó algo y los llevó escaleras arriba y por el peristilo. Más allá se encontraba el atrio, una sala de buen tamaño en la que alfombras de oso contemporáneas desentonaban con el mármol veteado y los mosaicos difundidos. Un hombre esperaba de pie frente a un tosco banco de madera. Cuando entraron, levantó la mano y Everard vio el delgado cañón de un rayo del siglo XXX.
—Pongan las manos a la vista y apartadas de los costados —dijo el hombre con suavidad—. En caso contrario, tendré que fulminarlos con un rayo.
Whitcomb tragó aire, consternado, pero Everard había esperado aquello. Aun así, notaba un nudo en el estómago.
El hechicero Stane era un hombre pequeño, vestido con una túnica delicadamente bordada que debía de venir de alguna población británica. Su cuerpo era ágil, la cabeza grande, con una cara de una fealdad agradable bajo un mechón de pelo negro. Una sonrisa tensa le curvaba los labios.
—Regístralos, Eadgar —ordenó—. Saca lo que puedan ocultar entre sus ropas.
El cacheo del juto fue torpe, pero aun así encontró los aturdidores y los lanzó al suelo.
—Puedes irte —dijo Stane.
—¿No representan ningún peligro, señor? —preguntó el soldado.
La sonrisa de Stane se ensanchó.
—¿Teniendo esto en las manos? No, vete.
Eadgar salió. Al menos todavía tenemos la espada y el hacha —pensó Everard—. Pero no son muy útiles con esa cosa apuntándonos.
—Así que vienen del mañana —murmuró Stane. De pronto una delgada capa de sudor le cubrió la frente—. Estoy intrigado. ¿Hablan la posterior lengua inglesa?
Whitcomb abrió la boca, pero Everard, improvisando ahora que su vida estaba en juego, le hizo callar.
—¿Qué lengua es ésa?
—Así. —Stane cambió a un inglés que tenía un acento peculiar pero que todavía era reconocible para oídos del siglo XX—: Quiero saber de dónde y de cuándo vienen, cuáles son sus intenciones señores, y todo lo demás. Denme los hechos o los achicharraré.
Everard negó con la cabeza.
—No —contestó en juto—. No os entiendo. —Whitcomb lo miró, pero le dejó hacer, dispuesto a seguir al americano. La mente de Everard corría desbocada; bajo la desesperación sabía que la muerte le aguardaba al primer error—. En nuestro día hablamos así… —Y le ofreció un párrafo en mexicano, alterándolo todo lo que se atrevió.
—Por tanto… ¡es una lengua latina! —A Stane le brillaban los ojos. Agitó el rayo en la mano—. ¿De cuándo vienen?
—Del siglo XX después de Cristo, y nuestra tierra se llama Lyonesse. Se encuentra a lo largo del océano occidental…
—¡América! —Era un jadeo—. ¿Se llamó alguna vez América?
—No. No sé de qué hablas.
Stane se estremeció sin control. Dominándose dijo: —¿ Conoces la lengua romana ? Everard asintió. Stane rió nervioso.
—Entonces usémosla. No saben lo cansado que estoy de esta lengua de cerdos… —Su latín era algo entrecortado, evidentemente lo había aprendido en aquel siglo, pero era fluido. Agitó el rayo—. Perdonen mi descortesía. Pero tengo que ser cuidadoso.
—Naturalmente —dijo Everard—. Ah… mi nombre es Mencius, y mi amigo es Iuvenalis. Venimos del futuro, como ha adivinado; somos historiadores y el viaje en el tiempo acaba de inventarse.
—Hablando estrictamente, soy Rozher Schtein, del año 2987. ¿Han… oído hablar de mí?
—¿Quién no? —dijo Everard—. Vinimos buscando al misterioso Stane que parecía ser una de las figuras cruciales de la historia. Sospechábamos que podría ser un viajero temporal, un peregrinator temporis. Ahora lo sabemos.
—Tres años. —Schtein empezó a moverse febril, agitando el rayo en la mano; pero estaba demasiado lejos para saltar de pronto sobre él—. He estado aquí tres años. Si supiesen las veces que he permanecido despierto preguntándome si habría tenido éxito… Díganme, ¿está su mundo unido?
—El mundo y los planetas —dijo Everard—. Desde hace mucho tiempo. —Temblaba interiormente. Su vida dependía de su habilidad para adivinar cuáles eran los planes de Schtein.
—¿Son gente libre?
—Lo somos. Es decir, el emperador preside, pero el Senado dicta las leyes y es elegido por el pueblo.
Había una expresión casi gloriosa en el rostro de gnomo de Schtein, que lo transfiguraba.
—Como soñaba—susurró—. Gracias.
—¿Vino de su época para… crear la historia? —No —dijo Schtein—. Para cambiarla.
Las palabras le salieron en torrente, como si hubiese deseado hablar durante muchos años pero no se hubiese atrevido:
—Yo también era un historiador. Por casualidad conocí a un hombre que decía ser un mercader de las lunas de Saturno, pero como yo había vivido allí vi que era un fraude. Investigando, descubrí la verdad. Era un viajero temporal del futuro lejano.
»Deben comprenderme, la época en la que vivía era terrible, y como historiador psicográfico comprendía que la guerra, la pobreza y la tiranía que nos asolaban no eran debidas a la maldad innata del hombre, sino simplemente a la causa y el efecto. La tecnología de las máquinas había aparecido en un mundo dividido contra sí mismo, y la guerra creció hasta convertirse en una empresa mayor y más destructiva. Ha habido periodos de paz, incluso algunos bastante largos; pero la enfermedad era demasiado profunda, el conflicto formaba parte de nuestra civilización.
»Mi familia había sido masacrada en un ataque venusiano, no tenía nada que perder. Cogí la máquina del tiempo después de… deshacerme… de su dueño.
»El gran error, creía, se había producido en la Edad Oscura. Roma había fundado un gran imperio en paz, y de la paz siempre puede surgir la justicia. Pero Roma se había agotado por el esfuerzo y estaba desmoronándose. Los bárbaros que venían eran vigorosos, podían hacer mucho, sin embargo se los corrompía con facilidad.
»Pero aquí está Inglaterra. Había quedado aislada de la estructura en descomposición de la sociedad romana. Los germanos venían, patanes sucios pero fuertes y dispuestos a aprender. En mi historia, se limitaron a eliminar la sociedad britana y luego, por estar indefensos intelectualmente, fueron tragados por la nueva, y malvada, civilización llamada Occidental. Quería que pasase algo mejor.
»No ha sido fácil. Se sorprenderían de los difícil que es sobrevivir en una época diferente hasta que sabes cómo desenvolverte, incluso si dispones de armas modernas y de regalos interesantes para el rey. Pero ahora me he ganado el respeto de Hengist, y los britanos confían en mí cada vez más. Puedo unir a los pueblos en una guerra contra los pictos. Inglaterra será un solo reino, con la fuerza sajona y los conocimientos romanos, lo suficientemente poderoso como para rechazar a los invasores. El cristianismo es inevitable, claro, pero me aseguraré de que sea el tipo de cristianismo adecuado, uno que educará y civilizará a los hombres sin atar sus mentes.
»Con el tiempo, Inglaterra estará en condiciones de dominar el continente. Al final, un solo mundo. Permaneceré aquí el tiempo suficiente para asegurarme de que la alianza contra los pictos se produce, y luego desapareceré con la promesa de volver. Si reaparezco, digamos, a intervalos de cincuenta años durante los próximos siglos, seré una leyenda, un dios, que podrá asegurarse de que se mantienen en el camino correcto.
—He leído mucho sobre san Stanius —dijo Everard, despacio.
—¡He ganado! —gritó Schtein—. He dado paz al mundo. —Las lágrimas le corrían por las mejillas.
Everard se acercó. Schtein le apuntó al estómago con el rayo, sin confiar del todo en él. Everard se dio la vuelta como si nada y Schtein también se giró para mantenerlo a tiro. Pero el hombre estaba demasiado emocionado por la aparente prueba de su éxito para acordarse de Whitcomb. Everard miró al inglés por encima del hombro.
Whitcomb lanzó el hacha. Everard se echó al suelo. Schtein gritó y el rayo se disparó. El hacha se le había clavado en el hombro. Whitcomb dio un salto y le agarró la mano con la que sostenía el arma. Schtein rugió, luchando por apuntar el rayo. Everard se puso en pie para ayudar. Hubo un momento de confusión.
Luego el rayo volvió a dispararse y Schtein se convirtió de pronto en un peso muerto en sus brazos. La sangre que manaba de una terrible abertura en el pecho manchaba su abrigo.
Los dos guardas entraron corriendo. Everard cogió el aturdidor del suelo y lo situó a intensidad máxima. Una lanza le rozó el brazo. Disparó dos veces y las grandes formas cayeron al suelo. Estarían inconscientes durante horas.
Agachándose un momento, Everard prestó atención. Un grito femenino se oía en las cámaras interiores, pero nadie entraba por la puerta.
—Supongo que lo hemos hecho —dijo jadeando.
—Sí. —Whitcomb miraba con tristeza el cuerpo tirado frente a él. Parecía patéticamente pequeño.
—No pretendía que muriese —aseguró Everard—. Pero el tiempo es… cruel. Supongo que estaba escrito.
—Mejor así que frente a un tribunal de la Patrulla y el planeta de exilio —comentó Whitcomb.
—Al menos, técnicamente, era un ladrón y un asesino —dijo Everard—. Pero tenía un gran sueño. —Y nosotros lo estropeamos.
—La historia podía haberlo estropeado. Probablemente lo habría hecho. Un hombre simplemente no es lo suficientemente poderoso o lo suficientemente sabio. Creo que la mayor parte de la miseria humana se debe a fanáticos de buenas intenciones como éste.
—Así que nos cruzamos de brazos y aceptamos lo que venga.
—Piensa en todos tus amigos en 1947. Nunca hubiesen existido.
Whitcomb se quitó el abrigo e intentó limpiarse la sangre de la ropa.
—Vámonos —dijo Everard. Salió por la puerta de atrás. Una concubina asustada le miró con los ojos muy abiertos.
Tuvo que forzar con el rayo la cerradura de una puerta interior. La habitación a la que daba acceso contenía un transbordador temporal modelo Ing, unas cajas con armas y suministros, algunos libros. Everard lo cargó todo en la máquina, a excepción de la caja de combustible. Eso tenía que quedarse, para que en el futuro pudiesen descubrirlo y volver a detener al hombre que sería Dios.
—Lleva esto al almacén de 1894 —dijo—. Yo volveré con nuestro saltador y nos encontraremos en la oficina.
Whitcomb le dedicó una larga mirada. Su rostro era el de un hombre preocupado. Mientras Everard lo miraba a su vez, se endureció con una decisión.
—Vale, viejo amigo —dijo el inglés. Sonrió, casi melancólico, y le estrechó la mano a Everard—. Hasta otra. Buena suerte.
Everard lo miró mientras entraba en el gran cilindro de acero. Era un comentario algo raro, dado que al cabo de un par de horas estarían tomando el té en 1894.
La preocupación le acosaba mientras salía del edificio y se mezclaba con la gente. Charlie era un tipo peculiar. Bien…
Nadie se metió con él mientras salía de la ciudad y se internaba en la arboleda. Volvió a llamar el saltador temporal y, a pesar de la necesidad de darse prisa antes de que alguien se acercase a ver qué tipo de pájaro había aterrizado, abrió una jarra de cerveza. La necesitaba. Luego echó un último vistazo a la vieja Inglaterra y saltó a 1894.
Mainwethering y sus guardias estaban allí, tal como habían prometido. El oficial pareció alarmado al ver llegar a un hombre con la ropa manchada de sangre, pero Everard le dio un informe tranquilizador. Tardó un rato en lavarse, cambiarse de ropa y ofrecer un relato completo al secretario. Para entonces, Whitcomb tendría que haber llegado en cabriolé, pero no había ni rastro de él. Mainwethering llamó al almacén por radio y se volvió con el ceño fruncido.
—No ha llegado todavía—dijo—. ¿Puede haber ido mal algo?
—Nada. Esas máquinas son a prueba de fallos. —Everard torció el labio—. No sé qué pasa. Quizá no me entendió y se ha ido a 1947.
Un intercambio de notas reveló que Whitcomb tampoco se había presentado allí.
Everard y Mainwethering salieron a tomar el té. Cuando volvieron seguía sin haber rastro de Whitcomb.
—Será mejor que informe a la agencia de campo —dijo Mainwethering—. Eh, vaya, deberían ser capaces de encontrarle.
—No. Espere. —Everard se detuvo un momento a pensar. Se había estado formando esa idea desde hacía tiempo. Era terrible.
—¿Tiene alguna idea?
—Sí. Más o menos. —Everard empezó a quitarse el traje victoriano. Le temblaban las manos—. Consígame ropa del siglo XX, ¿quiere? Tal vez pueda encontrarle solo.
—La Patrulla querrá un informe preliminar de sus ideas e intenciones —le recordó Mainwethering.
—Al infierno la Patrulla —repuso Everard.