Adrenalina

– Bien, ¿dónde está el embrague?

Señalé una palanca en el manillar izquierdo. Era un misterio cómo iba a poder pulsarlo sin soltar el manillar. La pesada motocicleta temblaba debajo de mí, amenazando con tumbarme a un lado. Agarré otra vez el manillar, intentando mantenerla derecha.

– Jacob, esto no se queda de pie -me quejé.

– Verás cómo va bien cuando esté en movimiento -me prometió él-. Ahora, ¿dónde tienes los frenos?

– Detrás de mi pie derecho.

– Error.

Me tomó la mano derecha y me dobló los dedos alrededor de la palanca de aceleración.

– Pero tú me dijiste…

– Éste es el freno que estás buscando. No uses ahora el freno de atrás, eso lo dejaremos para más tarde, cuando sepas lo que estás haciendo.

– Eso no suena nada bien -repliqué con cierta suspicacia-. ¿No son los dos frenos igual de importantes?

– Olvídate del freno de atrás, ¿vale? Aquí… -envolvió mi mano con la suya y me hizo apretar la palanca hacia abajo-. Así es como se frena. No lo olvides -me apretó la mano otra vez.

– De acuerdo -asentí.

– ¿El acelerador?

Giré el manillar derecho.

– ¿La palanca de cambios?

La empujé ligeramente con mi pantorrilla izquierda.

– Muy bien. Creo que ya has pillado el manejo de todas las partes. Ahora sólo te queda arrancar la moto.

– Oh, oh -murmuré, asustada, por decirlo con suavidad. Notaba unos extraños retortijones en el estómago y sentí que me iba a fallar la voz.

Estaba aterrorizada. Intenté decirme a mí misma que el miedo no tenía sentido. Ya había pasado por lo peor que podía ocurrirme. En comparación, ¿cómo me iba a asustar por esto? Supuse que debería poner cara de no importarme nada y reírme.

Pero mi estómago no estaba por colaborar.

Miré fijamente el largo tramo de camino polvoriento, flanqueado por una densa maleza envuelta en niebla. La senda era arenosa y húmeda, desde luego, mejor que el fango.

– Quiero que mantengas el embrague hacia abajo -me instruyó Jacob.

Se me agarrotaron los dedos en torno a la palanca.

– Ahora, esto es crucial, Bella -insistió-. No dejes que la moto se te vaya, ¿vale? Quiero que pienses que te he dado una granada explosiva. Le has quitado el seguro y estás sujetando el detonador.

Lo apreté con más fuerza.

– ¿Crees que podrás arrancar el pedal?

– Si muevo el pie, me caigo -le expliqué con los dientes apretados y los dedos tensos sobre mi supuesta granada explosiva.

– Vale, yo te tengo. No sueltes el embrague.

Dio un paso atrás y súbitamente golpeó con fuerza el pedal. La moto hizo un sonido brusco como de tableteo y la fuerza del tirón la hizo balancearse. Empecé a caerme de lado, pero Jacob agarró la moto antes de que me estampara contra el suelo.

– Mantén el equilibrio -me animó-. ¿Tienes bien sujeto el embrague?

– Sí -respiré entrecortadamente.

– Planta bien el pie, voy a intentarlo otra vez.

No obstante, en esta ocasión puso una mano en la parte trasera del asiento, con el fin de asegurarse.

Necesitó al menos cuatro intentos antes de que arrancara y la moto rugiera entre mis piernas como un animal agresivo. Aferré con fuerza el embrague hasta que me dolieron los dedos.

– Aprieta el acelerador -me sugirió-, muy suavemente. Y sobre todo, no sueltes el embrague.

Giré de forma vacilante el manillar derecho. Aunque se movió muy poco, la moto gruñó. Sonaba enfadada y casi hambrienta. Jacob sonrió con gran satisfacción.

– ¿Recuerdas cómo se pone en primera? -me preguntó.

– Sí.

– Bien, venga, vamos.

– Vale.

Esperó unos segundos.

– Suelta el pie -me urgió.

– Ya lo sé -dije, aspirando aire profundamente.

– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? -me preguntó Jacob-. Pareces asustada.

– Estoy bien -repliqué con brusquedad. Cambié la marcha rápidamente.

– Muy bien -me alabó-. Ahora, con mucha suavidad, suelta el embrague.

Se apartó un paso de la moto.

– ¿Quieres que deje caer la granada? -pregunté sin podérmelo creer. Con razón había empezado a retirarse.

– A ver qué tal la llevas, Bella. Procura ir poco a poco.

En el momento en que abrí ligeramente la mano para soltar el embrague, me paralizó una voz que no pertenecía al chico que tenía al lado.

Esto es temerario, infantil y estúpido, Bella, bufó aquella voz aterciopelada.

– ¡Oh! -comencé a jadear y solté el embrague de forma repentina.

La moto cabeceó debajo de mí, lanzándome hacia delante, y después se me cayó encima, medio aplastándome. El motor rugiente se caló y luego se paró definitivamente.

– ¿Bella? -Jacob me sacó la moto de encima con premura-. ¿Estás herida?

Pero yo no le escuchaba.

Ya te lo había dicho, murmuró la voz perfecta, nítida como el cristal.

– ¿Bella? -Jacob me sacudió el hombro.

– Estoy bien -murmuré aturdida.

Mejor que bien, en realidad. Había regresado la voz a mi cabeza. Todavía sonaba en mis oídos, con ecos suaves, aterciopelados.

Mi mente analizó con rapidez todas las posibilidades. Aquí no había nada que pudiera resultarme familiar: era una carretera en la que nunca había estado, haciendo algo que jamás había hecho, así que no podía tratarse de ningún déjà vu. Esto me hizo suponer que las alucinaciones eran provocadas por algo más… Sentí la adrenalina fluir por mis venas y pensé que aquí estaba la respuesta. Debía de ser alguna combinación de adrenalina y peligro, o quizás de simple estupidez…

Jacob me estaba poniendo en pie.

– ¿Te has dado un golpe en la cabeza? -me preguntó.

– No lo creo -la moví arriba y abajo para comprobarlo-. ¿No habré estropeado la moto, verdad?

Este pensamiento me preocupaba. Estaba ansiosa por probarlo de nuevo, enseguida. El comportamiento temerario me estaba yendo mejor de lo que había pensado. Tenía que dejar de pensar en engaños. Quizás había encontrado la forma de provocar las alucinaciones, y esto sin duda era mucho más importante.

– No, sólo has calado el motor -dijo Jacob, interrumpiendo mis diligentes especulaciones-. Soltaste el embrague demasiado deprisa.

Asentí.

– Probaré de nuevo.

– ¿Estás segura? -inquirió Jacob.

– Afirmativo.

Esta vez intenté arrancarla yo. Era complicado; tenía que saltar un poco para dar el golpe seco sobre el pedal con fuerza suficiente, y cada vez que lo hacía, la moto intentaba tirarme. La fuerte mano de Jacob flotaba sobre los manillares, preparada para agarrarme si lo necesitaba.

Fueron necesarios unos cuantos buenos intentos y bastantes más de los malos antes de que el motor arrancara y comenzara a rugir entre mis muslos. Me acordé de sujetarlo como si fuera una granada y aceleré con la palanca de forma vacilante. Respondió con un gruñido al toque más ligero. Mi sonrisa se correspondía ahora con la de Jacob.

– Suelta despacio el embrague -me recordó.

¿Entonces, eso es lo que quieres, matarte? ¿Es eso de lo que va todo esto?, intervino de nuevo la otra voz, con severidad.

Sonreí con los labios apretados -todavía funcionaba- e ignoré las preguntas. Jacob no iba a dejar que me pasara nada malo.

Vete a casa con Charlie, ordenó la voz. Su pura belleza me asombró. No podía permitir que este recuerdo se perdiera, no importaba al precio que fuera.

– Suéltalo lentamente -me animó Jacob.

– Lo haré -contesté. Me molestó un poco la idea de que pareciera que les contestaba a los dos a la vez.

La voz de mi mente gruñó por encima del rugido de la moto.

Intenté concentrarme esta vez, para que la voz no volviera a sorprenderme y relajé la mano muy poco a poco. De pronto, la marcha entró y me arrastró hacia delante.

Y de repente, volaba.

Apareció un viento que no había soplado hasta ese momento, azotó mi piel y la aplastó contra el hueso del cráneo con tal fuerza que parecía que alguien tiraba de ella. Me había dejado el estómago en el punto de partida; la adrenalina fluía por mi cuerpo, haciéndome cosquillas en las venas. Los árboles parecían correr a mi lado, difuminándose en una pared verde.

Y eso que iba sólo en primera. Mi pie volvió a empujar la palanca de cambios, mientras giraba el manillar para dar más gas.

¡No, Bella!, la voz dulce como la miel tronó enfadada en mi oído. ¡Mira por dónde vas!

Esto me distrajo lo suficiente de la velocidad como para darme cuenta de que la carretera cambiaba lentamente en una curva hacia la izquierda y yo aún no había empezado la maniobra de giro. Jacob no me había explicado cómo hacerlo.

– Frenos, frenos -murmuré para mis adentros, y de forma instintiva hundí el pie derecho, de la misma manera que lo hacía en el coche.

La moto volvió a dar sacudidas a un lado y a otro respectivamente. Me conducía hacia aquel muro verde a toda pastilla. Intenté voltear el manillar en otra dirección y el cambio repentino de mi peso empujó la moto contra el suelo, todavía girando hacia los árboles.

La moto me cayó encima otra vez -el motor siguió rugiendo con fuerza- y me arrastró por la arena mojada hasta impactar contra algo fijo. No podía ver nada. Tenía la cara enterrada en el musgo. Intenté levantar la cabeza, pero algo me lo impedía.

Me sentía mareada y confusa. Parecía como si hubiera tres cosas rugiendo a la vez: la moto que tenía encima, la voz que sonaba dentro de mi cabeza y algo más…

– ¡Bella! -gritaba Jacob. Escuché cómo se extinguía el rugido de la otra moto.

Mi motocicleta dejó de aplastarme y me revolví en el suelo, intentando recuperar la respiración. Todos los rugidos cesaron.

– Guau -murmuré. Estaba eufórica. Al fin había encontrado la suma idónea para provocar las alucinaciones: adrenalina más peligro más estupidez. O algo parecido.

– ¡Bella! -Jacob se había inclinado sobre mí con ansiedad-. Bella, ¿estás viva?

– ¡Estoy genial! -grité con entusiasmo. Flexioné los brazos y las piernas y todo parecía funcionar correctamente-. ¡Vamos a hacerlo otra vez!

– No creo que sea una buena idea -la voz de Jacob todavía sonaba preocupada-. Será mejor que te lleve primero al hospital.

– Estoy bien.

– ¿Ah, sí, Bella? Tienes un corte bien grande en la frente y estás poniendo todo perdido de sangre -me informó.

Me llevé la mano a la cabeza, mojada y pegajosa, de eso no cabía duda. No podía oler nada, salvo el musgo húmedo adherido a mi rostro, y eso me había evitado las náuseas.

– Oh, lo siento tanto, Jacob -me apreté fuerte la herida, como si de esa manera pudiera empujar de nuevo la sangre a mi cabeza.

– ¿Por qué te disculpas por sangrar? -preguntó él, mientras me sujetaba la cintura con su largo brazo y me alzaba hasta ponerme de pie-. Vámonos. Conduzco yo -alzó la mano para tomar las llaves.

– ¿Y qué hacemos con las motos? -le pregunté mientras se las daba.

Pensó durante un segundo.

– Espera aquí. Y toma esto -se quitó la camiseta, que ya se había manchado de sangre, y me la arrojó. Hice un lío con ella y me la apreté con fuerza contra la frente. Ya empezaba a sentir el olor de la sangre; inspiré profundamente a través de la boca e intenté pensar en otra cosa.

Jacob saltó sobre la moto negra, la arrancó al primer intento y corrió de nuevo hacia la carretera, dejando a sus espaldas una estela de arena y piedras. Tenía un aspecto atlético y profesional cuando se inclinó sobre el manillar, con la cabeza baja, el rostro hacia delante y el cabello brillante golpeando sobre la piel cobriza de su espalda. Se me entrecerraron los ojos de la envidia. Estaba segura de que yo no mostraba el mismo aspecto subida en la moto.

Me sorprendió lo lejos que había ido. Apenas podía distinguir a Jacob en la distancia cuando finalmente llegó al coche. Dejó la moto en la parte de atrás y saltó al asiento del conductor.

No me sentí mal en absoluto mientras él hacía que el motor de mi coche rugiera de forma ensordecedora en su prisa por volver a donde yo me encontraba. Me dolía un poco la cabeza y tenía el estómago algo revuelto, pero el corte no parecía serio. Las heridas de la cabeza son las que más sangran. Tanta urgencia me pareció innecesaria.

Jacob dejó el coche en marcha mientras corría hacia mi lado, volviendo a poner su brazo en torno a mi cintura.

– Venga, vamos a subirte al coche.

– Estoy bien, de verdad -le aseguré mientras me ayudaba a incorporarme-. No te pongas como loco, que sólo es un poco de sangre.

– Más bien es un montón de sangre -le escuché murmurar mientras volvía a buscar mi moto.

– Bueno, ahora vamos a pensar esto un poco -comencé cuando volvió-. Si me llevas tal como estoy a urgencias, seguro que Charlie se va a enterar -miré hacia mis pantalones, manchados de arena y polvo.

– Bella, creo que necesitas puntos y no voy a dejar que te desangres viva.

– Eso no va a ocurrir -le prometí-. Sólo querría que lleváramos primero las motos y después paráramos un momento en mi casa, para arreglarme un poco antes de ir al hospital.

– ¿Y qué pasa con Charlie?

– Me dijo que hoy tenía trabajo.

– ¿Estás del todo segura?

– Confía en mí. No es tan grave como parece.

Jacob no se quedó nada contento, como mostraba su boca torcida de un modo poco habitual en él, pero tampoco quería yo meterme en problemas. Miré por la ventana sin dejar de sujetar su camiseta contra la herida mientras él me llevaba a Forks.

Lo de la moto había funcionado mucho mejor de lo que había soñado. Había servido a su propósito original. Había conseguido incumplir lo prometido. Me había comportado de un modo innecesariamente temerario. Me sentía un poco menos patética ahora que las dos partes habíamos roto las promesas.

¡Y además había descubierto la clave de las alucinaciones! Al menos, así lo esperaba. Estaba dispuesta a comprobar mi teoría tan pronto como fuera posible. Quizás terminaran pronto conmigo en urgencias y pudiera intentarlo otra vez esa misma noche.

Correr de ese modo por la carretera había sido sorprendente. La sensación del viento en la cara, la velocidad, la libertad… me recordaron mi vida pasada, volando a través del bosque espeso, sin caminos, a cuestas mientras él corría. Frené el pensamiento justo aquí, dejando que el recuerdo se disolviera en una repentina agonía. Me estremecí.

Jacob se dio cuenta.

– ¿Sigues encontrándote bien?

– Sí -intenté sonar tan convincente como antes.

– A propósito -añadió-. Voy a desconectarte el freno del pie esta noche.

Una vez en casa, lo primero que hice fue ir a mirarme al espejo; tenía una pinta horripilante. Al secarse, la sangre había formado gruesas costras en la mejilla y en el cuello, apelmazándose en mi pelo lleno de barro. Me examiné clínicamente, fingiendo que la sangre era pintura, de modo que no se me alterara el estómago. Respiré a través de la boca y todo fue bien.

Me lavé lo mejor que pude. Después, escondí mis ropas sucias y ensangrentadas en el fondo de la cesta de la ropa sucia, me puse unos vaqueros limpios y una camisa abotonada por delante -para no tener que sacármela por la cabeza- con el mayor cuidado. Me las arreglé para hacer todo esto con una sola mano para mantener la ropa lo mas limpia de sangre que fuera posible.

– Date prisa -me apremió Jacob.

– Vale, vale -le grité de vuelta.

Después de asegurarme de que no había dejado a mi espalda ninguna evidencia que me delatara, bajé las escaleras.

– ¿Qué aspecto tengo? -le pregunté.

– Mejor -reconoció él.

– Pero ¿tengo el aspecto de haber tropezado en tu garaje y haberme dado un golpe en la cabeza con un martillo?

– Sí, yo diría que sí.

– Entonces, vamos.

Jacob se apresuró a sacarme de la casa e insistió en conducir de nuevo. Íbamos casi a mitad de camino del hospital cuando me di cuenta de que iba sin camiseta.

Fruncí el ceño, sintiéndome culpable.

– Debería haber tomado una chaqueta para ti.

– Eso nos habría descubierto -bromeó él-. Además, no hace frío.

– ¿Estás de broma? -temblé y me incliné para encender la calefacción.

Le miré para comprobar si sólo se estaba haciendo el duro de modo que yo no me preocupara, pero parecía bastante cómodo. Había pasado un brazo por el respaldo de mi asiento, aunque yo iba acurrucada, para mantener el calor.

La verdad era que Jacob parecía mayor de los dieciséis años que tenía. No aparentaba cuarenta, pero sí parecía mayor que yo. Quil no era mucho más musculoso que él, por mucho que Jacob se quejara de ser un esqueleto. Sus músculos, de tipo enjuto y nervudo, destacaban con toda nitidez bajo su piel suave. Tenía un color tan bonito que me dio envidia.

Jacob notó mi escrutinio.

– ¿Qué? -preguntó, pensando de pronto en su aspecto.

– Nada. Que no me había dado cuenta antes. ¿Sabes que estás bastante bien?

Una vez que las palabras salieron de mis labios, me arrepentí por si él se tomaba mi observación impulsiva de manera errónea.

Pero Jacob lo único que hizo fue poner los ojos en blanco.

– Te has dado un buen golpe en la cabeza, ¿a que sí?

– Lo digo en serio.

– Vale, pues entonces gracias. O lo que sea.

Sonreí de oreja a oreja.

– Pues de nada. O lo que sea.


Me tuvieron que dar siete puntos para cerrarme la herida de la frente. Después del pinchazo de la anestesia local, no volví a sentir dolor alguno a lo largo del proceso. Jacob me sostuvo la mano mientras el doctor Snow me cosía, e intenté no pensar en la ironía del asunto.

Estuvimos en el hospital todo el rato. Para cuando terminaron conmigo, tuve que dejar a Jacob en su casa y apresurarme de vuelta a la mía para hacerle la comida a Charlie. Este pareció tragarse la historia de mi caída en el garaje de Jacob. Después de todo, ya en otras ocasiones había sido capaz de trasladarme yo sola a urgencias, sin más ayuda que la de mis propios pies.

Esa noche no fue tan mala como la primera, después de haber oído aquella voz perfecta en Port Angeles. El agujero en el pecho regresó como solía ocurrir cuando estaba lejos de Jacob, pero sin ese dolor punzante en los bordes. Ya estaba planeando cosas, a la búsqueda de nuevos engaños, de modo que eso me distraía. También influía el hecho de saber que al día siguiente, cuando volviera a estar con Jacob, me sentiría mejor. Esto hacía que el agujero vacío y el dolor familiar se me hicieran más fáciles de soportar, ya que el alivio estaba a la vista. La pesadilla, a su vez, había perdido algo de su poder. Seguía horrorizada por la nada, como siempre, pero también me sentía extrañamente impaciente mientras esperaba el momento que me enviaría gritando a la vigilia. Sabía que la pesadilla tenía que terminar.


El miércoles siguiente, antes de que llegara a casa desde urgencias, el doctor Gerandy llamó a mi padre para advertirle de que probablemente tuviera un poco de conmoción y que se acordara de despertarme cada dos horas durante la noche para asegurarse de que no era nada grave. Charlie entrecerró los ojos de forma suspicaz ante mi endeble explicación sobre otro tropiezo.

– Quizás deberías mantenerte alejada del garaje también, Bella -sugirió esa noche durante la cena.

Tuve un ataque de pánico, preocupada porque a Charlie le diera por emitir algún tipo de edicto contra mis visitas a La Push, y por tanto contra mi moto. No iba a dejarlo, ya que aquel día había tenido la más asombrosa de las alucinaciones. Mi ensoñación de la voz de terciopelo había estado gritándome casi cinco minutos antes de que presionara el freno demasiado bruscamente y me estampara contra un árbol. Sufriría cualquier dolor que me causara esa noche sin queja ninguna.

– Esto no me ha pasado en el garaje -protesté con rapidez-. Íbamos de excursión y me tropecé con una piedra.

– ¿Desde cuándo te gusta ir de excursión? -me preguntó Charlie, escéptico.

– Desde que trabajo en la tienda Newton creo que se me ha pegado algo -le señalé-. Si te pasas todo el día vendiendo las virtudes de salir al aire libre, te pica un poco la curiosidad.

Charlie me miró, nada convencido.

– Tendré más cuidado -le prometí al tiempo que a escondidas cruzaba los dedos debajo de la mesa.

– No me importa que vayas de excursión por aquí, en los alrededores de La Push, pero no te alejes de la ciudad, ¿vale?

– ¿Por qué?

– Bueno, últimamente estamos recibiendo un montón de quejas sobre animales salvajes. El departamento forestal va a hacer unas comprobaciones, pero de momento…

– Ah claro, el gran oso -dije, cayendo de pronto en la cuenta-. Sí, alguno de los mochileros que vienen a Newton lo ha visto. ¿Tú crees que realmente hay algún gran oso mutante por ahí?

Se le arrugó la frente.

– Algo hay. Tú mantente cerca de la ciudad, ¿vale?

– Vale, vale -repuse de inmediato. No obstante, él no parecía del todo convencido.


– Charlie se está mosqueando -me quejé a Jacob cuando le recogí en la escuela el viernes.

– Quizás deberíamos tomarnos con más calma lo de las motos -observó mi expresión de claro desacuerdo y añadió-: Al menos durante una semana, aproximadamente. Así podrías estar siete días fuera del hospital, ¿no?

– ¿Y qué vamos a hacer entonces? -refunfuñé.

Sonrió con alegría.

– Pues lo que quieras.

Pensé durante cerca de un minuto qué era lo que realmente quería.

Odiaba la idea de perder mis escasos segundos de cercanía a aquellos recuerdos que no eran dolorosos, aquellos que venían por sí mismos, sin que yo los evocara conscientemente. Tendría que buscarme algún otro atajo hacia el peligro y la adrenalina si me veía privada de las motos, y ello me iba a suponer un considerable esfuerzo de creatividad. Quedarme sin hacer nada entre medias no me hacía ninguna gracia. ¿Y qué pasaba si me deprimía otra vez, incluso con Jake cerca? Tenía que mantenerme ocupada…

Quizás podría encontrar algún otro camino, alguna otra receta… algún otro lugar.

Lo de la casa había sido un error, sin lugar a dudas. Pero su presencia tenía que estar impresa en alguna parte, en alguna otra parte además de en mi interior. Debía de haber algún lugar donde él pareciera más real que todos los demás sitios familiares, llenos de otros recuerdos humanos.

Únicamente se me ocurría un lugar que pudiera servir para esto. Un lugar que sólo le pertenecía a él y a nadie más. Un lugar mágico, lleno de luz. Aquel hermoso prado que solamente había visto una vez en mi vida, iluminado por la luz solar y el centelleo de su piel.

La idea tenía muchas posibilidades de convertirse en un fracaso, e incluso podía resultar peligrosamente dolorosa. ¡Me dolía el vacío en el pecho sólo de pensarlo! Estaba siendo muy duro mantenerme en pie, sin dejarme llevar, pero seguramente, de todos los lugares existentes, aquél sería el único donde podría escuchar su voz. Y como ya le había dicho a Charlie que salía de excursión…

– ¿Qué es lo que estás pensando con tanta concentración? -me preguntó Jacob.

– Bueno… -comencé lentamente-. En una ocasión encontré un lugar en el bosque… Me topé con él cuando iba… de excursión. Es un pequeño prado, el sitio más bonito que he visto. No sé si podría rastrearlo yo sola. Seguramente me llevaría varias intentonas…

– Podemos usar una brújula y un mapa de coordenadas -dijo Jacob, con una amabilidad llena de confianza-. ¿Recuerdas cuál era el punto de partida?

– Sí, en la cabecera misma del sendero donde termina la 101. Creo que iba principalmente en dirección sur.

– Guay. Lo encontraremos.

Como siempre, Jacob estaba dispuesto a lo que yo quisiera sin importar lo extraño que fuera, por lo que el sábado por la tarde me embutí mis nuevas botas de montaña, que me había comprado esa misma mañana aprovechando por primera vez el descuento del veinte por ciento, y luego agarré mi mapa topográfico de la península de Olympic y conduje hasta La Push.

No salimos inmediatamente; primero porque Jacob estaba tirado en el suelo del salón, ocupando todo el espacio y, durante al menos veinte minutos, se dedicó a trazar una complicada red sobre la sección que nos interesaba del mapa mientras yo me sentaba en la silla de la cocina a hablar con Billy, que no mostró interés alguno en nuestra supuesta excursión. Me sorprendió que Jacob le hubiera contado adónde íbamos, teniendo en cuenta el jaleo que estaba montando la gente con los avistamientos de osos. Me hubiera gustado decirle a Billy que no se lo comentase a Charlie, pero me temía que pedirlo hubiera tenido el efecto contrario.

– Ojalá veamos al súper oso -bromeó Jacob, con los ojos fijos en su dibujo.

Lancé una mirada rápida a Billy, esperando que reaccionara al estilo de Charlie.

Pero Billy se limitó a sonreír a su hijo.

– Quizás deberías llevarte un tarro de miel, sólo por si las moscas.

Jake se rió entre dientes.

– Espero que tus botas nuevas sean rápidas, Bella. Un tarro pequeño no va a mantener ocupado a un oso hambriento durante mucho tiempo.

– Sólo tengo que ser más rápida que tú.

– ¡Pues vas a necesitar suerte! -dijo Jacob, levantando los ojos al cielo mientras doblaba el mapa-. Vamos.

– Pasáoslo bien -masculló Billy al tiempo que se impulsaba en dirección al frigorífico.

Charlie no era una persona complicada para convivir, pero me dio la impresión de que Jacob incluso lo tenía aún más fácil.

Condujimos hasta el final de la carretera polvorienta y nos paramos justo donde estaba el cartel que indicaba el comienzo del sendero. Había pasado mucho tiempo desde que estuve allí y se me hizo un nudo en el estómago a causa de los nervios. Esto podría convertirse en algo realmente malo, pero quizás mereciera la pena, si conseguía volver a oírle.

Salimos y miré hacia la densa masa de verdor.

– Yo iré por este camino -murmuré, señalando justo hacia delante.

– Mmm -murmuró Jake.

– ¿Qué?

Él miró en la dirección que yo había señalado, después volvió la vista hacia la pista claramente marcada y otra vez al camino.

– Debería haber supuesto que eres de la clase de chicas a las que les gustan los caminos.

– Pues no -sonreí débilmente-. Soy una rebelde.

Se rió y después desplegó el mapa.

– Concédeme un momento -sostuvo la brújula con pericia a la vez que giraba el mapa hasta tomar el ángulo deseado.

– De acuerdo, es la primera línea de las coordenadas. Vamos a seguirla.

No cabía duda de que demoraba el paso de Jacob, pero éste no protestó. Intenté no pensar demasiado en mi última excursión a través de esa parte del bosque, con una compañía tan distinta. Los recuerdos normales todavía eran peligrosos para mí. Si me permitía sumergirme en ellos, terminaría con los brazos cruzados sobre el pecho, luchando por respirar y a ver cómo le iba a explicar eso a Jacob.

No me costó tanto como pensaba el mantenerme concentrada en el presente. El bosque se parecía mucho a cualquier otra parte de la península y Jacob le daba a todo un sello personal muy diferente.

Iba silbando alegremente una melodía que yo no conocía mientras movía los brazos de un lado para otro y se deslizaba con facilidad a través de la áspera maleza. Las sombras no me parecieron tan oscuras como siempre. No, acompañada por mi sol personal.

Jacob miraba la brújula cada pocos minutos para comprobar que seguíamos la primera línea de sus coordenadas. Realmente parecía que sabía lo que se traía entre manos. Estuve a punto de felicitarle por ello, pero me contuve. Sin duda, hubiera sido una excusa perfecta para añadirse otros cuantos años a su edad, más que inflada.

Mi mente vagaba mientras caminaba y comencé a sentir curiosidad. No había olvidado la conversación que mantuvimos al lado de los acantilados y esperaba que él volviera a sacarla, aunque no parecía que eso fuera a suceder.

– Esto…, ¿Jake? -pregunté, vacilante.

– ¿Sí?

– ¿Qué tal van las cosas con Embry? ¿Ha vuelto ya a la normalidad?

Jacob permaneció en silencio durante un minuto, todavía andando a largas zancadas. Cuando ya iba casi tres metros por delante, se paró a esperarme.

– No, no ha vuelto a la normalidad -contestó mientras le alcanzaba, con las comisuras de la boca inclinadas hacia abajo. No echó a andar de nuevo, así que lamenté inmediatamente haber sacado el tema.

– Todavía sigue con Sam.

– Vaya.

Me pasó el brazo por los hombros y parecía tan preocupado que no intenté sacármelo de encima como quien no quiere la cosa, como hubiera hecho de ser otro el caso.

– ¿Aún te siguen mirando con cara de burla? -medio susurré.

Jacob miró fijamente a través de los árboles.

– Algunas veces.

– ¿Y Billy?

– Tan útil como siempre -repuso con un tono de voz amargo y enfadado que me hizo sentirme mal.

– Nuestra casa está siempre abierta -le ofrecí.

Se rió, rompiendo así su extraño estado de ánimo.

– Pero piensa en la mala situación en la que pondríamos a Charlie… cuando Billy llamara a la policía para denunciar mi secuestro.

Me reí también, contenta de que Jacob volviera a ser el de siempre.

Nos detuvimos cuando él dijo que habíamos andado nueve kilómetros y cortamos hacia el oeste durante un rato, para luego volver a tomar otra de las líneas de sus coordenadas. Todo parecía exactamente igual que lo que habíamos dejado atrás, y tuve la sensación de que mi tonta búsqueda no nos iba a llevar a ninguna parte. Me fui convenciendo cada vez más conforme comenzó a oscurecer y el día sin sol se fue transformando en una noche sin estrellas, aunque Jacob parecía mantener la confianza.

– Siempre que estés segura de que salimos del lugar correcto… -me miró.

– Sí, estoy segura.

– Entonces lo encontraremos -me prometió, agarrándome la mano e impulsándome a través de una masa de helechos. Al otro lado apareció mi coche. Gesticuló hacia él con orgullo-. Confía en mí.

– Eres bueno -admití-, aunque la próxima vez traeremos linternas.

– Reservaremos los domingos para hacer excursiones, de aquí en adelante. No sabía que fueras tan lenta.

Tiré de mi bolso bruscamente y lo estampé contra el asiento del conductor mientras él se reía por mi reacción.

– ¿Así que estás dispuesta a intentarlo de nuevo mañana? -me preguntó, mientras se deslizaba hacia el lado del copiloto.

– Seguro. A no ser que prefieras ir solo para que no te ralentice mi cojera.

– Sobreviviré -me aseguró-. Aunque si quieres seguir haciendo excursiones, mejor te traes unas cuantas tiritas. Te apuesto algo a que te acabas de dar cuenta de que llevas puestas esas botas nuevas.

– Un poco -confesé. Me parecía tener en los pies más ampollas que espacio para que salieran.

– Ojalá que veamos al oso mañana. Estoy un poco decepcionado por no haberlo divisado.

– Sí, yo también -le di la razón, aunque de forma sarcástica-. ¡Quizá tengamos suerte mañana y algo nos coma vivos!

– Los osos no se comen a la gente. No les sabemos tan bien -me sonrió en la cabina oscura del coche-. Claro, aunque tal vez tú seas la excepción. Me apuesto lo que quieras a que sabes estupendamente.

– Muchas gracias -contesté mientras miraba hacia otro lado. No era la primera persona que me había dicho eso.


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