6 — LLAMADLE MOISÉS

Normalmente los rumores no preocupaban mucho a Haviland Tuf. Para empezar, casi nunca se enteraba de ellos. Tuf no sentía demasiada repugnancia a moverse como turista por los mundos que visitaba, pero, incluso cuando se mezclaba con otras personas en los lugares públicos, siempre permanecía un tanto distante e inalcanzable. Su piel blanca como la tiza y su total carencia de vello corporal le hacían destacar entre los habitantes de los planetas que visitaba para ejercer su profesión e, incluso en las poco frecuentes ocasiones en que su complexión le habría permitido pasar desapercibido entre ellos, su talla le hacía destacar. Por ello, aunque la gente podía quedarse mirando a Tuf y hacer comentarios sobre él, donde quiera que fuese, eran muy pocos los que hablaban con él, a menos que fuera por razones de negocios.

Dada su naturaleza, pues, no hay nada de particular en el hecho de que Haviland Tuf jamás hubiera oído hablar del hombre llamado Moisés, hasta la tarde en que él y Dax se vieron repentinamente asaltados por Jaime Kreen en un restaurante de K’theddion.

El local, poco amplio y más bien miserable, se encontraba junto al espaciopuerto. Tuf había terminado con un plato de raíces ahumadas y neohierba y estaba empezando su tercer litro de vino de hongos, cuando, de pronto, Dax alzó la cabeza de la mesa. Tuf dejó caer un poco de vino sobre su manga y logró mover la cabeza a un lado, con la rapidez suficiente para que la botella blandida por Kreen se hiciera pedazos en el respaldo del asiento, en vez de estrellarse sobre la coronilla de su calvo cráneo. Hubo una explosión de cristal mezclado con el líquido contenido en su interior (un licor local, más bien fuerte de aroma) que salpicó tanto a la silla y la mesa como al gato ya los dos hombres. Jaime Kreen, un joven delgado y rubio con los ojos azules algo embotados por el licor, permaneció inmóvil, mirándole con expresión idiota y sosteniendo la botella rota en su puño ensangrentado.

Haviland Tuf se puso lentamente en pie con su largo y pálido rostro singularmente impasible. Contempló a su atacante, pestañeó y luego recogió a Dax, que estaba cubierto de líquido y no parecía nada feliz.

—¿Puedes entender este enigma, Dax? —dijo con su profunda voz de bajo—. Nos enfrentamos a un misterio de naturaleza más bien molesta. Me pregunto por qué nos habrá atacado este extraño desconocido. ¿Tienes alguna idea al respecto? —acarició lentamente a Dax y sólo cuando el gato empezó a ronronear miró nuevamente a Jaime Kreen—. Caballero —le dijo—, quizá fuera más inteligente por su parte soltar los fragmentos de esa botella. Tengo la impresión de que su mano está cubierta de sangre, cristales y de un brebaje particularmente nocivo y tengo grandes dudas de que la combinación resultante sea beneficiosa para su salud.

Al oír tales palabras el atónito Kreen pareció recobrar un poco de vida. Sus delgados labios se fruncieron en una mueca de ira y arrojó los restos de la botella al otro extremo del local.

—¿Se burla de mí, criminal? —dijo con voz algo espesa y cargada de amenaza.

—Caballero… —dijo Haviland Tuf. En el restaurante no había el menor movimiento. Los demás clientes permanecían sentados contemplando la escena y el propietario se había esfumado. La grave voz de Tuf podía oírse en cualquier punto del local, tal era el silencio reinante—. Podría avanzar la hipótesis de que la palabra «criminal» es más aplicable a usted que a mí, pero quizás ése no sea el punto a discutir por el momento. No, no me estoy burlando de usted. Aparentemente, se encuentra muy nervioso y trastornado y bajo tales condiciones sería una estupidez que me burlara. No soy hombre dado a cometer estupideces —colocó nuevamente a Dax sobre la mesa y le rascó detrás de la oreja.

—Se está burlando de mí —dijo Jaime Kreen—. ¡Pienso hacerle mucho daño!

Haviland Tuf no dio muestra alguna de emoción. —No lo hará, caballero, aunque tengo la impresión de que está pensando en atacarme por segunda vez. No apruebo la violencia, pero dado que su torpe conducta no me deja otra opción… —Y, con estas palabras, avanzó hacia él y levantó en vi lo a Jaime Kreen antes de que el joven pudiera reaccionar. Luego, con gestos lentos y precisos, le rompió los dos brazos.


Kreen emergió, con el rostro lívido y la mirada perdida, de la sepulcral oscuridad que reinaba en la Prisión de K’theddion, al resplandor de la calle. Llevaba los dos brazos en cabestrillo y parecía tan cansado como aturdido.

Haviland Tuf le estaba esperando, sosteniendo con una mano a Dax, mientras le acariciaba con la otra. Al ver salir a Kreen alzó la mirada.

—Tengo la impresión de que ahora ya está más tranquilo —comentó Tuf—. Además, le encuentro mucho más sobrio.

—¡Usted! —Kreen pareció más asombrado que nunca y su rostro se retorció de tal modo que por unos instantes pareció a punto de hacerse pedazos—. ¿Debo entender que usted pagó para que me pusieran en libertad?

—Un punto muy interesante —dijo Haviland Tuf—. Ciertamente, pagué cierta suma, doscientas unidades, si debo ser preciso, y mediante ese pago se le ha permitido salir. Pese a ello, resulta incorrecto decir que he pagado por su libertad pues el meollo del asunto radica en que no es usted libre. Teniendo en cuenta la ley de K’theddion me pertenece en calidad de sirviente y puedo hacerle trabajar en lo que me parezca, hasta que haya pagado la totalidad de su deuda.

—¿Deuda?

—Le expongo mi sistema de cálculo —dijo Haviland Tuf—. Doscientas unidades por la suma que le pagué a las autoridades locales, para obtener el deleite de su presencia. Cien unidades por mi traje, que era auténtico algodón de Lambereen y resultó totalmente destruido. Cuarenta unidades por los daños causados en el restaurante y que me vi obligado a pagar para cancelar la denuncia presentada por el propietario contra usted. Siete unidades por el delicioso vino de hongos que no me dio la oportunidad de paladear. El vino de hongos es uno de los motivos por los cuales se ha hecho famoso este planeta y aquella cosecha en particular era especialmente apreciada. Con todo ello obtenemos el total de trescientas cuarenta y siete unidades por los daños causados. Y, lo que es más, su asalto sin provocación alguna por mi parte convirtió a Dax ya mi persona en el centro de una escena francamente desagradable, causando los lógicos inconvenientes a nuestra tranquilidad. Por todo ello estimo que debe imponerse la suma adicional de otras cincuenta y tres unidades, cantidad que me parece generosamente baja. Con ello, el total estimado se eleva a la redonda cifra de cuatrocientas unidades.

Jaime Kreen se rió maliciosamente. —Pues, le va a costar lo Suyo obtener de mí ni siquiera la décima parte de esa cantidad, vendedor de animales —dijo—. No tengo dinero y no voy a servirle de mucho a la hora de trabajar. Ya sabrá que tengo los dos brazos rotos.

—Caballero —dijo Haviland Tuf—, si estuviera en posesión de alguna cantidad en efectivo, podría haber comprado usted mismo su libertad y, en tal caso, no le habría sido necesaria mi ayuda. y dado que fui yo mismo quien le rompió los brazos, estoy igualmente al corriente de dicho particular. Tenga la bondad de no recalcar lo ya obvio con frases en las cuales no hay ninguna información pertinente. Pese a sus actuales menoscabos físicos, tengo la intención de llevarle a mi nave y hacerle trabajar hasta que haya satisfecho la suma que me debe. Venga conmigo.

Haviland Tuf se dio la vuelta y empezó a andar por la calle. Cuando Kreen no hizo ningún ademán de seguirle, Tuf se detuvo y se volvió a mirarle. Kreen estaba sonriendo.

—Si quiere que vaya a algún Sitio, ya puede empezar a llevarme —le dijo.

Tuf acarició a Dax con expresión impasible. —No tengo ninguna intención de llevarle a ninguna parte —dijo con Voz átona—. Ya me obligó a tocarle una vez y esa experiencia fue lo suficientemente desagradable como para disuadirme de repetirla. Si se niega a seguirme, volveré a las autoridades y contrataré dos guardias para que le lleven a la fuerza hasta donde yo quiera. Sus salarios se añadirán a la deuda. La elección es suya —Tuf se dio nuevamente la vuelta y avanzó hacia el espaciopuerto.

Jaime Kreen le siguió con repentina docilidad, mascullando entre dientes.


La nave que les esperaba en el Espaciopuerto de K’theddion era impresionante incluso para Kreen. Era bastante antigua y tenía un aspecto más bien mortífero, aumentado por sus pequeñas alas triangulares de aire amenazador. Su altura era superior a la de las naves mercantes más modernas que la rodeaban con sus abultadas bodegas. Como solía ocurrirle a los no demasiado numerosos visitantes de Haviland Tuf (aunque no lo admitió), Kreen se quedó todavía más impresionado al descubrir que el Grifo no era sino una lanzadera y que el Arca les estaba aguardando en órbita.

La cubierta del Arca tenía dos veces el tamaño del campo de aterrizaje del Espaciopuerto de K’theddion y estaba repleta de naves. Entre ellas había otras cuatro lanzaderas iguales al Grifo, una vieja nave mercante con el casco en forma de lágrima, típica de Avalon, reposando sobre sus algo torcidos soportes de aterrizaje; un caza militar de aspecto más bien maligno; una especie de barcaza de un tamaño absurdamente grande, recubierta de barrocos ornamentos dorados y con un primitivo cañón de arpones montado encima; dos naves que parecían de diseño alienígena y no inspiraban demasiada confianza y otra que aparentaba no ser sino una gran placa cuadrada con un pilón en el centro.

—¿Colecciona naves espaciales? —le preguntó Jaime Kreen una vez que Tuf hubo posado el Grifo y los dos hubieron bajado a la cubierta.

—Una idea interesante —replicó Tuf—, pero no es así. Las cinco lanzaderas son parte del equipo original del Arca y conservo la vieja nave mercante por razones sentimentales, ya que fue mi primera propiedad. Las demás las he ido adquiriendo durante mis viajes. Quizá debería ir pensando en limpiar un poco la cubierta, pero siempre existe la posibilidad de que alguna de tales naves pueda revelarse dotada de valor comercial, por lo que, hasta el momento, me he abstenido de hacerlo. Es un asunto en el cual debo meditar. Ahora, haga el favor de acompañarme.

Avanzaron por una serie de salas de recepción y luego tomaron por varios corredores hasta llegar a un garaje en el que había varios pequeños vehículos de tres ruedas. Haviland Tuf le indicó a Kreen que subiera a uno, dejó a Dax en el espacio intermedio del asiento y luego lo puso en marcha, enfilando por un enorme túnel lleno de ecos que parecía tener muchos kilómetros de largo. El túnel estaba ocupado a los lados por tanques de cristal de muchas formas y tamaños distintos, todos llenos de fluidos y líquidos de variable consistencia. En algunas de las cubas se veían siluetas oscuras que se apilaban lentamente en el interior de bolsas traslúcidas, y algunas de ellas daban la impresión de seguirles con la mirada al pasar. Kreen encontró esos movimientos más bien terribles y espantosos, pero Tuf no pareció prestarles la más mínima atención. Guiaba el vehículo con los ojos clavados en la lejanía.

Tuf acabó deteniendo el vehículo en una habitación idéntica a la primera que habían visitado, recogió a Dax y condujo a su prisionero, por otro pasillo, hasta una estancia algo polvorienta, pero de aspecto cómodo, que se encontraba atiborrada de muebles. Le indicó con una seña a Kreen que tomara asiento y él hizo lo mismo, depositando a Dax en un tercer asiento ya que, una vez sentado, Tuf se había convertido en una masa esférica carente de regazo.

—Y ahora —dijo Haviland Tuf—, hablaremos. Las vastas dimensiones de la nave de Tuf habían logrado amansar un tanto a Jaime Kreen, pero al oír esas palabras pareció recobrar el ánimo.

—No tenemos nada de qué hablar —replicó. —¿Eso es lo que piensa? —dijo Haviland Tuf—. No estoy de acuerdo. No obré por un simple impulso generoso cuando le rescaté de su ignominiosa prisión. Me ha planteado un misterio, tal y como le hice notar a Dax, cuando nos atacó por primera vez. Los misterios me ponen nervioso. Deseo algunas aclaraciones al respecto.

El delgado rostro de Jaime Kreen adoptó una expresión levemente calculadora.

—¿Qué razón tengo para ayudarle? Sus falsas acusaciones me llevaron a la cárcel y ahora me ha comprado en calidad de esclavo. ¡Además, me rompió los brazos! No le debo nada.

—Caballero —dijo Haviland Tuf, cruzando sus manazas sobre la inmensidad de su estómago—, ya hemos dejado claramente sentado el hecho de que me debe cuatrocientas unidades. Estoy dispuesto a ser razonable. Le haré preguntas y usted me dará respuestas. Por cada respuesta, deducirá una unidad de la deuda que tiene para conmigo.

—¡Una! Absurdo. No importa lo que desee saber. Sea lo que sea, ya vale más que eso. ¡Diez unidades por cada respuesta! ¡Ni una pizca menos!

—Le aseguro —dijo Haviland Tuf—, que sea cual sea la información que posee lo más probable es que no valga nada. Sólo siento curiosidad. Soy un esclavo de tal emoción. Es un defecto que soy incapaz de corregir y del cual ahora se encuentra usted en posición de sacar provecho. Pero no creo que deba intentar aprovechar excesivamente tal ventaja. Me niego a ser estafado. Dos unidades.

—Nueve —dijo Kreen. —Tres y no pienso subir más el precio. Me estoy impacientando —el rostro de Tuf permanecía totalmente inexpresivo.

—Ocho —dijo Kreen—, y no intente jugar conmigo. Haviland Tuf no le respondió. No hizo el menor gesto, pero sus ojos se volvieron hacia Dax. El enorme gato negro bostezó y se estiró voluptuosamente.

Después de unos cinco minutos de silencio Kreen dijo: —Seis unidades y el precio es barato. Sé muchas cosas importantes, cosas que Moisés estaría muy contento de conocer. Seis.

Haviland Tuf siguió callado. Transcurrieron unos cuantos minutos más.

—Cinco —dijo Kreen frunciendo el ceño. Haviland Tuf guardó silencio.

—De acuerdo —acabó diciendo Kreen—, tres unidades. Es usted un estafador y un canalla, aparte de un criminal. Carece de ética.

—No pienso hacer caso alguno de sus desahogos verbales —dijo Haviland Tuf—. Entonces, la suma acordada es de tres unidades. Se me ha ocurrido la repentina idea de que quizá sienta la tentación de proporcionarme respuestas evasivas o que puedan inducirme a error, para con ello obligarme a formular muchas preguntas obteniendo una información insignificante. Le advierto que no consentiré tal tipo de estupideces y que tampoco pienso tolerar engaño alguno. Por cada mentira que intente hacerme tragar añadiré otras diez unidades a su deuda.

Kreen se rió. —No tengo intención alguna de mentir, Tuf. Pero incluso si lo hiciera, ¿cómo podría saberlo? No soy tan transparente.

Haviland Tuf se permitió entonces una pequeña sonrisa, pero era un fruncimiento tan imperceptible de labios que una vez desaparecido era imposible estar seguro de que había existido.

—Caballero —dijo—, puedo asegurarle que lo sabría de inmediato. Dax me lo diría, del mismo modo que me indicó cuanto pensaba rebajar su absurda petición de diez unidades y me advirtió de su cobarde ataque en K’theddion. Dax pertenece a la especie felina, caballero, como no dudo de que, incluso usted, habrá sido capaz de notar. Todos los felinos poseen cierta habilidad psiónica, como la humanidad ha sabido muy bien a lo largo de su historia, y Dax es el resultado final de generaciones de crianza dirigida y de manipulación gen ética que han fortalecido enormemente ese rasgo en él. Por lo tanto, todos nos ahorraremos buena cantidad de tiempo y esfuerzos, si me da respuestas completas y honestas. En tanto que los talentos de Dax no alcanzan el grado suficiente de sofisticación, como para discernir en su mente las siempre difíciles ideas abstractas, le aseguro que le resulta sumamente fácil saber si miente o si está reteniendo alguna información. Por lo tanto, y teniendo ello bien presente, ¿podemos empezar?

Jaime Kreen estaba mirando fijamente al enorme gato negro con expresión venenosa. Dax volvió a bostezar.

—Adelante —acabó diciendo Kreen con súbito desánimo.

—Primero —dijo Tuf, tenemos el misterio de su ataque contra nosotros. No le conozco, caballero. Su persona me resulta totalmente desconocida. No soy más que un sencillo mercader y mis servicios benefician a todos los que me emplean. No le ofendí en nada y pese a ello me atacó. Con ello surgen varios interrogantes. ¿Por qué? ¿Cuál era su motivo? ¿Me conoce de algo? ¿Le ofendí acaso por alguna acción de la cual me he olvidado?

—¿Es una sola pregunta o son cuatro a la vez? —dijo Kreen.

Haviland Tuf cruzó nuevamente las manos sobre su estómago.

Un buen tanto, señor. Empecemos con ésta: ¿me conoce?

—No —dijo Kreen—, pero conozco su reputación. Tanto usted como su Arca, Tuf, son únicos y su fama es grande. y cuando le encontré por casualidad en ese sucio restaurante, no me resultó difícil reconocerle. Los gigantes gordinflones, pálidos y sin un solo pelo, no resultan excepcionalmente comunes, ya podrá suponerlo.

—Tres unidades —dijo Tuf—. No pienso darme por enterado, ni de sus insultos ni de sus halagos. Así pues, no me conocía. ¿Por qué me atacó?

—Estaba borracho. —No es suficiente. Es cierto que lo estaba, pero había otros clientes en el local y cualquiera de ellos habría estado dispuesto a complacerle, caso de que sencillamente hubiera estado buscando pelea. No era así. Me eligió entre todos los demás. ¿Por qué?

—No me gusta usted. Según mi punto de vista, es un criminal.

—Los puntos de vista varían, claro está, según la persona —replicó Tuf—. En algunos planetas, mi simple estatura ya sería un crimen. En otros mundos, el hecho de que sus botas estén hechas con piel de vaca, podría proporcionarle una larga condena de prisión. Así pues y en dicho sentido, ambos somos criminales. Pero tengo la sensación de que es injusto juzgar a un hombre por otras leyes distintas a las de la cultura en la cual vive o se encuentra en un momento dado. En dicho sentido no soy un criminal y su respuesta sigue siendo insuficiente. Explique mejor las razones de que no le gusta mi persona. ¿De qué crímenes me acusa?

—Soy caritano —dijo Kreen y tosió—. Quizá debería decir que lo he sido. De hecho era administrador, aunque sólo del sexto grado. Moisés destruyó mi carrera. Mi acusación criminal es que usted le ayudó. Eso es algo que todos saben y no deseo que me aburra con sus negativas.

Haviland Tul miró a Dax. —Parece que me está diciendo la verdad y su respuesta contiene una buena cantidad de información, aunque al mismo tiempo hace surgir nuevos interrogantes y dista mucho de resultar clara. Sin embargo, seré bondadoso y la contaré como respuesta válida. Así pues, seis unidades. y mis siguientes preguntas serán muy sencillas. ¿Quién es Moisés y qué es un caritano?

Jaime Kreen le miró con incredulidad. —¿Pretende regalarme seis unidades? No finja, Tuf, porque no pienso tragarme eso. Sabe muy bien quién es Moisés.

—Ciertamente, lo sé, aunque no del todo —replicó Tuf—. Moisés es una figura mítica, asociada a las diversas religiones ortodoxas cristianas, una figura que se supone vivió en la Vieja Tierra en algún lejano momento del pasado. Creo que tiene cierta relación con Noé, de quien deriva el nombre de mi Arca, aunque no sé muy bien cómo. Puede que fueran hermanos, no conozco bien los detalles. De cualquier modo, ambos se contaron entre los primeros practicantes de la guerra ecológica, campo con el cual me encuentro muy familiarizado. Así pues y en cierto sentido sé quién era Moisés. Sin embargo, ese Moisés lleva muerto un periodo de tiempo lo bastante prolongado, como para hacer sumamente improbable que fuera el causante de la destrucción de su carrera y aún más improbable el que fuera a importarme un comino las informaciones que usted pudiera darme sobre él. Por lo tanto, debo juzgar que me está hablando de algún otro Moisés al cual no conozco. y ése, caballero, era el punto hacia el cual pretendía apuntar mi pregunta.

—Muy bien —dijo Kreen—. Si insiste en fingir ignorancia, seguiré su estúpido juego. Un caritano es un ciudadano de Caridad, como usted sabe perfectamente. Moisés, tal y como se llama a sí mismo, es un demagogo religioso que dirige la Sacra Restauración Altruista. Con su ayuda ha emprendido una devastadora campaña de guerra ecológica, contra la Ciudad de Esperanza, nuestra única gran arcología y el centro de la vida caritana.

—Doce unidades —dijo Tuf—. Amplíe su explicación. Kreen suspiró y se removió en su asiento.

—Los Sacros Altruistas fueron hace siglos los colonizadores originales de Caridad. Abandonaron su planeta de origen al ver ofendidas sus sensibilidades religiosas por el avance tecnológico. La Sacra Iglesia Altruista enseña que la salvación se consigue viviendo de modo sencillo en la proximidad de la naturaleza, sufriendo y sacrificándose. Por lo tanto, los Altruistas decidieron buscar un planeta inhóspito, sufrir, sacrificarse y morir felizmente, cosa que hicieron durante unos cien años o más. Los recién llegados construyeron la arcología que llamamos Ciudad de Esperanza, cultivaron la tierra con avanzada maquinaria robotizada, abrieron un espaciopuerto y pecaron en modos muy variados contra Dios. Lo que es aún peor, unos cuantos años después, los hijos de los Altruistas empezaron a huir en gran número del desierto, para ir a la Ciudad y disfrutar un poco de la vida. En unas cuantas generaciones, de los Altruistas sólo quedaba un puñado de viejos. Pero entonces apareció Moisés conduciendo el movimiento que llaman la Restauración. Fue a la Ciudad de Esperanza, se enfrentó al consejo de los administradores y pidió que dejáramos marchar a su gente. Los administradores le explicaron que su gente no quería marcharse, pero Moisés no se dejó impresionar por ello. Dijo que si no dejábamos marchar a su gente, si no cerrábamos el espaciopuerto y no desmantelábamos la Ciudad de Esperanza, para vivir cerca de Dios, haría caer plagas incontables sobre nosotros.

—Interesante —dijo Haviland Tuf—. Continúe. —El dinero es suyo —replicó Jaime Kreen—. Bueno, los administradores le dieron a Moisés una patada en su peludo trasero y todo el mundo se rió mucho de él. Pero también hicimos algunas comprobaciones, por si acaso. Todos habíamos oído viejas historias de horror sobre la guerra biológica, claro está, pero dábamos por sentado que sus secretos se habían perdido hacía mucho tiempo, cosa que nuestros ordenadores confirmaron. Las técnicas de clonación y manipulación genética empleadas por los Imperiales de la Tierra sobrevivieron sólo en un puñado de planetas muy alejados unos de otros y el más cercano de los cuales estaba a siete años de nosotros, utilizando impulsores MRL.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf—. Pero no me cabe duda alguna de que también debieron oír algo sobre las sembradoras del extinguido Cuerpo de Ingeniería Ecológica del Imperio Federal.

—Sí, algo oímos —dijo Kreen con una sonrisa amarga—. No quedaba ya ninguna. Todas habían sido destruidas o se habían perdido hacía siglos y no debíamos preocuparnos por ellas. Al menos así lo creímos hasta que el capitán de una nave mercante, que hizo escala en Puerto Fe, nos trajo otras informaciones. Los rumores viajan, Tuf, aunque sea entre las estrellas. Su fama le precede y le condena. Nos lo contó todo sobre usted y su Arca descubierta por casualidad, esa nave que estaba usando para llenarse los bolsillos de dinero y la tripa de grasa. Otras naves de otros mundos nos confirmaron su existencia y el hecho de que controlaba una sembradora del CIE todavía en funcionamiento. Pero no teníamos ni idea de que estuviera aliado a Moisés, hasta que empezaron las plagas.

En la gigantesca frente de Haviland Tuf, blanca como el hueso, apareció una diminuta arruga que se esfumó un instante después.

Se puso en pie con un lento y majestuoso movimiento que hacía pensar en las mareas y su inmensa estatura empequeñeció a Jaime Kreen.

—Empiezo a entender cuáles son sus quejas contra mi —dijo—. Pondré en su cuenta la suma de quince unidades.

Kreen emitió un ruido bastante grosero. —Sólo tres unidades por todo eso, Tuf, es usted un… —Entonces que sean veinte con tal de silenciarle y hacer que reine de nuevo cierta tranquilidad en el Arca. Como puede ver, soy de naturaleza generosa. Ahora su deuda asciende a la cantidad de trescientas ochenta unidades. Voy a hacerle una pregunta más y le daré la oportunidad de reducirla a trescientas setenta y siete.

—Hágala. —¿Cuáles son las coordenadas de su mundo, de Cari dad?

Teniendo en cuenta lo que suelen ser las distancias interestelares, Caridad no se encontraba demasiado lejos de K’theddion y el viaje entre los dos planetas sólo duró tres semanas. Para Jaime Kreen fueron semanas muy ocupadas. Mientras el Arca iba devorando silenciosamente los años luz, Kreen trabajaba. En algunos de los pasillos más lejanos, el polvo llevaba siglos acumulándose. Haviland Tuf le entregó una escoba y le dijo que lo limpiara.

Kreen empezó a quejarse y dijo que sus brazos rotos eran excusa más que suficiente para no hacer tal trabajo. Entonces Haviland Tuf le dio un sedante y le metió en el cronobucle del Arca, el lugar donde las mismas e inmensas energías que deformaban la textura del espacio podían utilizarse para producir extraños efectos sobre el tiempo. Tuf afirmaba que el cronobucle era el último y el mayor secreto de los Imperiales de la Tierra y que no se conservaba en ningún otro lugar. Lo utilizaba para que sus clones llegaran a la madurez en cuestión de días y lo utilizó para envejecer a Jaime Kreen y, de paso, hacer que sus brazos rotos curaran en cuestión de horas.

Y, con sus brazos ya arreglados, Jaime Kreen empezó a barrer la nave a razón de cinco unidades por hora de trabajo.

Barrió kilómetros de pasillos, más habitaciones de las que podía contar y toda clase de jaulas vacías, en las cuales se había acumulado algo más que polvo. Barrió hasta que le dolieron los brazos y cuando no tenía la escoba entre las manos, Haviland Tuf, se encargó de buscarle otras labores. A la hora de las comidas Kreen hacía de mayordomo y le traía a Tuf las jarras de cerveza negra y las bandejas en las que se amontonaban humeantes vegetales de todas clases. Tuf lo aceptaba todo con aire impasible, en el gran sillón acolchado, donde tenía la costumbre de entretenerse leyendo. Kreen se vio obligado a servir igualmente a Dax, en ocasiones hasta tres o cuatro veces durante cada comida, pues el enorme gato negro era bastante melindroso en sus costumbres alimenticias y Tuf había insistido en que todos sus caprichos debían verse satisfechos. Sólo cuando Dax estaba saciado, se le permitía a Jaime Kreen ocuparse de su propia comida.

En una ocasión, a Kreen se le encargó que hiciera una reparación de poca importancia que la maquinaria del Arca, no se sabía muy bien por qué, había pasado por alto, pero lo hizo tan mal que Haviland Tuf decidió rápidamente no asignarle en el futuro más labores de tal clase.

—La culpa es totalmente mía, caballero —dijo Tuf al ver lo ocurrido—. Me había olvidado de que es usted un burócrata y que, como tal, no sirve prácticamente para nada.

Pese a todos sus laboriosos esfuerzos, la deuda de Jaime Kreen se iba reduciendo con penosa lentitud y algunas veces no se reducía en lo más mínimo. Kreen no tardó mucho en descubrir que Haviland Tuf no regalaba absolutamente nada. Por arreglarle los brazos fracturados, Tuf añadió cien unidades en concepto de «servicios médicos» a la factura total y también le cobraba un décimo de unidad por cada litro de agua, medio por una jarra de cerveza y una unidad entera, al día, en concepto de aire. Las comidas eran bastante baratas. Si Kreen se limitaba a los platos más sencillos, sólo dos unidades por cada una. Pero los platos sencillos consistían Únicamente en una papilla más bien poco sabrosa por lo cual, bastante a menudo, Kreen acababa pagando precios más altos, por los sabrosos guisos de vegetales con los que el propio Tuf se regalaba. Habría estado dispuesto a pagar incluso más por comer carne, pero Tuf se negaba a ello. En la única ocasión en que le pidió la clonación de un buen bistec, el comerciante se le quedó mirando fijamente y dijo:

—Aquí no se come carne de animales —dijo, y luego prosiguió su camino tan impertérrito como siempre.

Durante su primer día en el Arca, Jaime Kreen le preguntó a Haviland Tuf dónde se encontraban los sanitarios. Tuf le cobró tres unidades a cambio de la respuesta y luego un décimo de unidad más por utilizarlos.

De vez en cuando Kreen pensaba en el asesinato, pero incluso en sus instantes más homicidas, cuando estaba borracho como una cuba, la idea no le parecía demasiado factible. Dax estaba siempre junto a Tuf, caminando por los pasillos al lado del gigante o cabalgando serenamente en sus brazos y Kreen estaba seguro de que su anfitrión contaba también con otros aliados. Los había distinguido fugazmente en sus desplazamientos por la nave. Oscuras siluetas aladas que giraban sobre su cabeza en las habitaciones más cavernosas y sombras furtivas, que se escurrían entre la colosal maquinaria cuando eran sorprendidas. Nunca logró verlas con claridad, pero estaba razonablemente seguro de que si intentaba agredir a Haviland Tuf, tendría la ocasión de echarles un buen vistazo.

En vez de ello, y esperando reducir su deuda un poco más aprisa, empezó a jugar.

Quizá no fuera una idea muy inteligente, pero Jaime Kreen sentía cierta debilidad por el juego y, cada noche, pasaban varias horas jugando a una estupidez que Tuf parecía amar muchísimo. Había que tirar los dados e ir moviendo fichas situadas en un imaginario grupo de estrellas, comprando, vendiendo y cambiando unos planetas por otros, construyendo ciudades y arcologías y cobrándole a los demás viajeros estelares todo tipo de impuestos y tarifas por el aterrizaje. Desgraciadamente para Kreen, Tuf era mucho mejor en el juego que él y el final más típico de las partidas consistía en que Tuf le ganaba una buena parte de los salarios que le había pagado a Kreen durante el día.

Cuando no se encontraban en la mesa de juego, Haviland Tuf apenas si le dirigía la palabra a Kreen, excepto para indicarle los trabajos a realizar y regatear interminablemente sobre el dinero a cobrar ya descontar. Fueran cuales fueran sus intenciones hacia Caridad, lo cierto es que no le había informado de ellas y Kreen no tenía ninguna intención de interrogarle, dado que cada pregunta añadía tres unidades más al total de su deuda. Tampoco Tuf le hacía ninguna pregunta que le pudiera orientar al respecto, limitándose a proseguir con sus hábitos de solitario, trabajando en las salas de clonación y en los laboratorios del Arca, leyendo polvorientos libros escritos en idiomas que Kreen no podía entender y sosteniendo largas conversaciones con Dax.

Así fue transcurriendo la vida hasta el día en que se colocaron en órbita alrededor de Caridad y Haviland Tuf llamó a Kreen para que acudiera a la sala de comunicaciones.


La sala de comunicaciones era larga y más bien angosta. Sus paredes estaban cubiertas de pantallas, ahora apagadas, y consolas de instrumentos que brillaban con luces suaves. Haviland Tuf estaba sentado ante una de las pantallas apagadas, con Dax sobre la rodilla. Al oír el ruido de la puerta deslizante hizo girar su asiento para encararse a ella.

—He intentado conseguir canales de comunicación con Ciudad de Esperanza —le dijo—. Observe —y oprimió un botón de su consola.

Jaime Kreen se instaló en un asiento vacío y en ese mismo instante la pantalla que había ante Tuf se iluminó con un estallido luminoso que fue concretándose hasta formar el rostro de Moisés, un hombre de edad algo avanzada, con rasgos regulares y casi apuestos, de ya algo escasa cabellera entre grisácea y marrón y ojos engañosamente amables, color avellana.

—Márchate, nave espacial —dijo la grabación del líder Altruista. Por ásperas que fueran sus palabras, su voz era suave y más bien melosa—. Puerto Fe está cerrado y Caridad se encuentra bajo un nuevo gobierno. La gente de este mundo no desea tener tráfico alguno con los pecadores y no necesita los lujos que le traes. Déjanos en paz —alzó la mano en un gesto que tanto podría querer indicar: «Bendición» como «Alto» y luego la pantalla se quedó en blanco.

—Así que ha ganado —dijo Jaime Kreen con voz cansada.

—Eso parece —dijo Haviland Tuf, rascando a Dax detrás de la oreja y empezando luego a pasarle la mano por el lomo—. Su deuda actual asciende a la cantidad de doscientas ochenta y cuatro unidades, caballero.

—Ya —dijo Kreen con expresión suspicaz—. ¿Y qué? —Deseo que realice una misión para mí. Bajará en secreto a la superficie de Caridad, localizará a los antiguos líderes de su consejo de administradores y los traerá hasta aquí para que hable con ellos. A cambio le deduciré cincuenta unidades de su deuda. Jaime Kreen se rió. —No sea ridículo, Tuf. La suma resulta absurdamente pequeña para una misión tan peligrosa y no lo haría ni en el caso de que hiciera una oferta más justa, lo cual estoy seguro que no piensa hacer. Debería ser algo así como cancelar la totalidad de mi deuda y pagarme, además, digamos que doscientas unidades.

Haviland Tuf acarició a Dax.

—Al parecer este hombre, Jaime Kreen, nos toma por imbéciles sin remedio —le dijo a su gato—. Tengo la sospecha de que su siguiente petición será la entrega del Arca y quizás uno o dos planetas de tamaño mediano. Carece de todo sentido de la proporción —Dax emitió un leve ronroneo que tanto podía significar algo como no. Tuf alzó nuevamente la cabeza hacia Jaime Kreen—. Hoy me siento de un humor desusadamente generoso y puede que por ello le permita que, por una vez, se aproveche de mí. Cien unidades, señor, exactamente el doble de lo que vale esa pequeña tarea.

—Bah —replicó Kreen—. Estoy seguro de que Dax le está diciendo lo que pienso de su oferta. Su plan es una estupidez. No tengo ni la menor idea de si los miembros del consejo están vivos o muertos y tampoco sé si los encontraré en Ciudad de Esperanza o si estarán en otro lugar, y menos si estarán libres o prisioneros. No creo que vayan a cooperar conmigo, y menos cuando sepan que vengo a ellos con un mensaje de usted, un conocido aliado de Moisés. y si Moisés me captura, me pasaré el resto de mi vida cultivando lechugas. Lo más probable es que me capturen. ¿Dónde piensa dejarme? Puede que Moisés tenga una grabación para contestar a las naves espaciales que se acerquen a Caridad, pero estoy seguro de que tendrá centinelas alrededor de Puerto Fe para mantenerlo cerrado. ¡Piense en los riesgos, Tuf! ¡Es imposible que intente esa misión por algo que no sea, como mínimo, la cancelación total de mi deuda! ¡Toda ella! ¡Ni una sola unidad menos! ¿Me ha oído? —cruzó los brazos encima del pecho con expresión tozuda—. Díselo, Dax. Ya sabes lo firmes que pueden llegar a ser mis decisiones.

Los rasgos de Tuf, blancos como el hueso, permanecieron impasibles pero, de sus labios se escapó un leve suspiro. Luego habló con tono calmo.

—Caballero, ciertamente es usted un hombre cruel. Me hace lamentar el día en que incautamente le conté que Dax era algo más que un felino corriente. Está privando a un anciano de una muy útil herramienta de negocios y le chantajea inflexiblemente con su tozudez. Sin embargo, no tengo más opción que ceder. Así pues, doscientas ochenta y cuatro unidades, quedemos de acuerdo en ello.

Jaime Kreen sonrió.

—Por fin está empezando a mostrarse razonable. Bien. Cogeré el Grifo.

—No, caballero —dijo Haviland Tuf, no lo hará. Cogerá la nave mercante que vio en la cubierta, la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios, la nave con la cual empecé mi carrera hace ya muchos años.

—¡Ésa! Decididamente no, Tuf. Esa nave está averiada, es fácil verlo. Tendré que hacer un aterrizaje muy difícil en alguna zona salvaje, e insisto en tener una nave que pueda sobrevivir a cierta dosis de malos tratos. El Grifo, o alguna otra lanzadera.

—Dax —le dijo Tuf al silencioso gato—, estoy empezando a temer por nosotros. Nos encontramos presos, en este pequeño recinto, con un idiota congénito, un hombre que carece tanto de ética y cortesía como de comprensión. Debo explicarle todas y cada una de las más obvias ramificaciones de la tarea que le asigno, tarea que era, para empezar, de una sencillez ridícula y casi infantil.

—¿Cómo? —Caballero —dijo Haviland Tuf—, el Grifo es una lanzadera. Su diseño es único y carece de motores de impulso estelar. Si le atraparan aterrizando en tal nave, incluso una persona menos equipada intelectualmente que usted, sería capaz de suponer que una nave más grande, tal como el Arca, permanecía en órbita sobre el planeta, dado que las lanzaderas suelen necesitar algo desde lo cual lanzarse y, normalmente, no suelen materializarse en el vacío espacial. La Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios, en cambio, es un modelo común de nave espacial fabricado en Avalon y posee impulsor espacial, aunque no se encuentre en condiciones de emplearlo. ¿Ha comprendido, caballero? ¿Ha logrado captar las diferencias esenciales existentes entre las dos naves?

—Sí, Tuf. Pero dado que no tengo ni la menor intención de ser capturado, la distinción sigue pareciéndome académica. Con todo, le complaceré en ello y por una cantidad adicional de cincuenta unidades más consentiré en usar su Cornucopia.

Haviland Tuf guardó silencio. Jaime Kreen se removió en su asiento. —Dax le está diciendo que si espera un tiempo cederé, ¿verdad? Bueno, pues no es así. No puede engañarme más con ese truco, ¿me ha entendido? —cruzó los brazos, apretándolos con más fuerza que nunca—, Soy una roca. Estoy hecho de acero, Mi decisión al respecto es tan inquebrantable como un diamante.

Haviland Tuf acarició a Dax y siguió callado. —Espere cuanto quiera, Tuf —dijo Kreen—. Aunque sólo sea por esta vez pienso engañarle, Yo también puedo esperar, Esperaremos juntos. y nunca me rendiré. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!


Cuando la Cornucopia de Mercancías Excelentes a Bajos Precios volvió de Caridad una semana y media después, Jaime Kreen llevaba consigo a tres pasajeros, todos ellos antiguos administradores de Ciudad de Esperanza. Rej Laithor era una mujer de rostro afilado y cabellera gris metálico que había ocupado la presidencia del consejo, Desde que Moisés había tomado el poder, había tenido que encargarse de manejar un telar. La acompañaban una mujer más joven y un hombretón que daba la impresión de haber sido gordo en alguna época pasada, aunque ahora la piel colgaba de su rostro en pliegues amarillentos.

Haviland Tuf les recibió en la sala de conferencias. Cuando Kreen hizo pasar a los caritanos, estaba sentado a la cabecera de la mesa con las manos cruzadas sobre ella y Dax enroscado en una postura indolente sobre el pulido metal.

—Me complace que hayan podido acudir —dijo, mientras los antiguos administradores tomaban asiento—. Sin embargo, me dan la impresión de sentir hostilidad hacia mí y lo lamento. Permítanme empezar asegurándoles que no tuve el menor papel en todas sus vicisitudes.

Rej Laithor lanzó un bufido.

—Hablé con Kreen cuando me vino a buscar, Tuf, y él me contó todas sus protestas de inocencia. No las creo ahora, más de lo que cree él en ellas. Nuestra ciudad y nuestra forma de vida fueron destruidas mediante la guerra ecológica y las plagas que Moisés desencadenó sobre nosotros, Nuestros ordenadores nos indicaron que sólo usted y esta nave son capaces de utilizar tal tipo de guerra.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—, pero quizá pueda sugerir que si cometen errores de tal calibre con mucha frecuencia, piensen en irlos reprogramando.

—Ya no tenemos ordenadores —dijo con voz lúgubre el enflaquecido hombretón—. Pero yo ocupaba el cargo de jefe de programación y me duele ese ataque a mis capacidades profesionales.

—No debían ser muy buenas, Rikken, o de lo contrario, jamás habrías dejado que esos piojos se cebaran en los sistemas —dijo Rej Laithor—. Sin embargo, eso no hace que Tuf sea menos culpable. Los piojos eran suyos.

—No tengo monopolio alguno sobre los piojos —se limitó a responder Haviland Tuf y levantó una mano—. Creo que deberíamos dejar de insultarnos de este modo ya que así no lograremos nada. En vez de ello, sugiero que discutamos la triste historia y el infortunio sufrido por Ciudad de Esperanza, y que hablemos de Moisés y sus plagas. Puede que se encuentren familiarizados con el Moisés original, el de la Vieja Tierra escogido como modelo por su antagonista actual. Ese viejo Moisés no tenía en su poder ninguna sembradora, ni las herramientas habituales de la guerra biológica. Sin embargo, tenía un dios y ese dios acabó demostrando que era igualmente efectivo. Su gente se encontraba sometida al cautiverio y para liberarles envió diez plagas contra sus enemigos. ¿Siguió su Moisés el mismo esquema en sus actos? ¿Soportaron las diez plagas?

—No le contesten, sin que les pague antes —dijo Jaime Kreen, apoyado en el quicio de la puerta.

Rej Laithor le miró como si estuviera loco. —Ya comprobamos cuál era la historia de ese Moisés original —dijo volviéndose de nuevo hacia Tuf—, y cuando las plagas empezaron a llegar sabíamos lo que podía esperarse. Moisés utilizó las mismas plagas que en la historia original pero varió un poco el orden y sólo llegamos a sufrir seis de ellas. En ese momento el consejo cedió ante las demandas de los Altruistas, cerró Puerto Fe y evacuó la Ciudad de Esperanza —extendió las manos hacia Tuf—. Mírelas, fíjese en las ampollas y en las callosidades. Nos ha dispersado por sus podridas aldeas Altruistas y nos hace vivir como primitivos. y además pasamos hambre. Está loco.

—Primero Moisés convirtió las aguas del río en sangre —dijo Haviland Tuf.

—Fue repugnante —dijo la mujer más joven—. Toda el agua que había en la arcología, las fuentes, las piscinas, la que salía de los grifos. Si abrías el grifo o te metías en la ducha te encontrabas de repente cubierto de sangre. Hasta los lavabos se llenaron de sangre.

—No era sangre auténtica —añadió Jaime Kreen—. La analizamos y encontramos que al agua de la ciudad se le había añadido cierto veneno orgánico. Pero, fuera lo que fuera, el agua se volvió más espesa, su color cambió al rojo y además resultaba imposible beberla. ¿Cómo lo hizo, Tuf?

Haviland Tuf no hizo caso de su pregunta. —La segunda plaga consistía en ranas.

—En nuestros tanques de levadura, así como en toda la sección hidropónica —dijo Kreen—. Yo estaba encargado de la supervisión y esa plaga me arruinó. Las ranas atacaron toda la maquinaria con sus cuerpos y luego empezaron a morirse, se pudrieron y estropearon toda la comida. Cuando fui incapaz de contenerlas Laithor me despidió. ¡Como si todo hubiera sido culpa mía! —Se volvió hacia su antigua jefa torciendo el gesto—. Bueno, al menos no acabé trabajando como esclavo de Moisés. Me marché a K’theddion cuando aún era posible marcharse del planeta.

—En tercer lugar —dijo Haviland Tuf—, la plaga de los piojos.

—Estaban en todas partes —murmuró el hombre—, en todas partes. No podían vivir dentro del sistema, claro, y una vez allí se morían, pero eso ya era un buen problema por sí solo. El sistema acabó derrumbándose y los piojos siguieron viniendo. Todo el mundo tenía piojos, era imposible librarse de ellos por mucho que te limpiaras.

—En cuarto lugar vino la plaga de las moscas. Todos los caritanos adoptaron una expresión peculiarmente lúgubre. Ninguno le contestó.

—En quinto lugar —prosiguió Haviland Tuf—, Moisés desencadenó una peste que acabó con todo el ganado de sus enemigos.

—Ésa la pasó por alto —dijo Rej Laithor—. Teníamos todo el ganado en las praderas, pero pusimos centinelas alrededor de él y también en los sótanos donde guardábamos las bestias de carne. Lo estábamos esperando, pero no sucedió nada. Por suerte, también pasó por alto el granizo y las llagas, aunque me habría gustado ver cómo conseguía un buen granizo dentro de la arcología. Pasó directamente a las langostas.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—, la octava plaga. ¿Sus campos fueron devorados por langostas?

—Las langostas no tocaron nuestros campos. Se metieron en la ciudad, dentro de los compartimientos sellados donde guardábamos el grano. Tres años de cosechas desaparecieron en una noche.

—La novena plaga —dijo Haviland Tuf era la oscuridad.

—Me alegro de haberme perdido ésa —dijo Jaime Kreen. —Todas las luces de la ciudad se apagaron —dijo Rej Laithor—. Nuestras cuadrillas de reparaciones tuvieron que abrirse paso, a través de montones de moscas muertas y langostas vivas, mientras se rascaban sin cesar las picaduras de los piojos. Pero ya era inútil, la gente se iba a millares. Ordené el abandono de la ciudad cuando descubrimos que incluso las estaciones energéticas de emergencia estaban llenas de bichos. Después de eso, todo ocurrió muy aprisa. Una semana después estaba viviendo en una cabaña sin calefacción, situada en las Colinas del Honesto Trabajo, y aprendía a hacer funcionar un telar —en su voz había una furia salvaje.

—Su destino me parece realmente digno de compasión —dijo Haviland Tuf con voz plácida—, pero no creo que deban desesperar todavía. Cuando me enteré de sus apuros, por boca de Jaime Kreen, decidí inmediatamente ayudarles. y aquí estoy.

Rej Laithor le miró con suspicacia. —¿Ayudarnos? —dijo.

—Les haré recuperar de nuevo la Ciudad de Esperanza —dijo Haviland Tuf—. Haré pedazos a Moisés y su Sacra Restauración Altruista. La liberaré de su telar y le devolveré su terminal de ordenador.

La joven y el hombretón enflaquecido sonreían con cierta incredulidad. Rej Laithor seguía con el ceño fruncido.

—¿Por qué? —Rej Laithor me pregunta el porqué —le dijo Haviland Tuf a Dax, acariciándole Con suavidad—. Mis motivos siempre son puestos en tela de juicio. En esta dura edad moderna que nos ha tocado vivir, Dax, la gente ha perdido la confianza —miró nuevamente a la administradora—. Les ayudaré porque la situación de Caridad me conmueve y porque es obvio que su gente está atravesando grandes dolores y sufrimientos. Moisés no es ningún altruista auténtico, como bien sabemos los dos, pero ello no quiere decir que et impulso de la benevolencia y el autosacrificio haya perecido en la humanidad. Aborrezco a Moisés ya sus tácticas, el uso que hace de animales e insectos inocentes, de un modo totalmente antinatural, para imponer su voluntad sobre su prójimo. ¿Le parecen suficientes dichos motivos, Rej Laithor? Si no se lo parecen, basta con que me lo diga y me llevaré a mi Arca rumbo a otros lugares.

—No —dijo ella—, no lo haga. Aceptamos. Acepto en nombre de Ciudad de Esperanza. Si triunfa le construiremos una estatua y la colocaremos en lo alto de la ciudad para que sea visible a kilómetros de distancia.

—Los pájaros que pasaran sobre ella muy probablemente la usarían como blanco de sus deyecciones —dijo Haviland Tuf—. El viento la iría erosionando y estaría en un lugar tan alto que nadie podría ver sus rasgos Con claridad. Quizás una estatua como ésa pudiera halagar mi vanidad pues, a pesar de mi talla, Soy un hombre insignificante al que le complacen ese tipo de cosas. Pero me gustaría más verla colocada en su mayor plaza pública, donde estuviera a salvo de todos esos posibles daños.

—Naturalmente —se apresuró a decir Laithor—, lo que quiera.

—Lo que quiera —dijo Haviland Tuf y no lo dijo como si fuera una pregunta—. Además de la estatua, pediré también la suma de cincuenta mil unidades.

El rostro de Rej Laithor se volvió primero lívido y luego de un subido color rojizo.

—Dijo… —su voz era un murmullo ahogado… usted… benevolencia… altruismo… nuestras necesidades… el telar…

—Debo hacer frente a mis gastos —dijo Haviland Tuf—. Estoy ciertamente dispuesto a sacrificar mi tiempo para este asunto, pero los recursos del Arca son demasiado valiosos para dilapidarlos sin compensación. Debo comer. Estoy seguro de que los cofres de Ciudad de Esperanza serán lo bastante amplios como para satisfacer esa pequeña suma.

Rej Laithor emitió un balbuceo ininteligible.

—Yo me encargaré de esto —dijo Jaime Kreen volviéndose hacia Tuf—. Diez mil unidades y ni una más. Nada que no sea diez mil unidades.

—Imposible —dijo Haviland Tuf—. Mis costes operacionales superarán con toda seguridad las cuarenta mil unidades. Es posible que pueda conformarme con esa suma y hacer un pequeño sacrificio ya que su pueblo está sufriendo.

—Quince mil —dijo Kreen. Haviland Tuf siguió callado.

—¡Oh, infiernos! —dijo Jaime Kreen—. Entonces, que sean cuarenta mil y ojalá reviente ese maldito gato.


El hombre llamado Moisés tenía la costumbre de dar cada tarde un paseo por las toscas sendas labradas en las Colinas del Honesto Trabajo. Admiraba la belleza del crepúsculo y meditaba en soledad sobre los problemas del día que llegaba a su final. Andaba con largas zancadas que pocos hombres eran capaces de igualar, aun siendo más jóvenes que él, sosteniendo en una mano su largo y nudoso cayado. Mostraba una expresión apacible en el rostro y mantenía los ojos clavados en la lejanía del horizonte. Muchas veces caminaba más de doce kilómetros antes de emprender nuevamente el camino de vuelta a su casa ya su lecho. Durante uno de esos paseos, apareció ante él la columna de fuego.

Acababa de subir a una pequeña elevación del terreno y allí se la encontró. Un ondulante embudo de llamas anaranjadas, a través del cual ardían fugaces chispas amarillas y azules, se movía por entre las rocas y el polvo, en línea recta hacia él. Tendría unos treinta metros de alto y estaba coronada por una nubecilla gris, que se movía al mismo ritmo que la columna de llamas.

Moisés se paró en lo alto de la colina, apoyado en su bastón, y la observó.

La columna de fuego se detuvo a unos cinco metros de él, dominándole con su altura.

—Moisés —dijo una voz de trueno que parecía venir directamente del cielo—. Soy el Señor, tu Dios, y has pecado contra mí. ¡Devuélveme a mi pueblo!

Moisés se rió levemente.

—¡Muy bueno! —dijo con su dulce voz—. Realmente muy bueno.

La columna de fuego tembló girando sobre sí misma. —Libera a la gente de la Ciudad de Esperanza de tu cruel tiranía —exigió—, o mi ira hará llover las plagas sobre ti.

Moisés frunció el ceño y apuntó con su cayado hacia la columna de fuego.

—Yo soy el único que se encarga de las plagas por aquí, te agradecería que lo recordaras bien —en su voz había una leve dureza, escondida por su habitual melosidad.

—Falsas plagas de un falso profeta, tal como tú y yo sabemos muy bien —retumbó la columna de fuego—. Todos tus torpes trucos y engaños me son conocidos, pues yo soy el Dios cuyo nombre has profanado. ¡Entrégame a mi pueblo, o te enfrentarás a la más auténtica y terrible de las pestes!

—Tonterías —dijo Moisés, empezando a bajar la cuesta en dirección a la columna de llamas—. ¿Quién eres?

—Yo soy el que soy —dijo la columna, retirándose apresuradamente ante el avance de Moisés—. Soy Dios, tu Señor.

—Eres una proyección holográfica —dijo Moisés—, que emana de esa ridícula nube que tenemos encima. Soy un hombre santo, no un imbécil. Largo.

La columna de fuego permaneció inmóvil y emitió un rugido amenazador. Moisés caminó a través de ella y luego siguió bajando por la cuesta. La columna de fuego permaneció girando y retorciéndose, un largo tiempo después de que Moisés hubiera desaparecido.

—Ciertamente —retumbó su cavernosa voz, dirigiéndose a la noche desierta. Luego tembló levemente y se esfumó.

La nubecilla gris cruzó a toda velocidad las colinas y encontró a Moisés un kilómetro más lejos. La columna de fuego se materializó nuevamente, chasqueando con un ominoso despliegue de energía. Moisés dio la vuelta a su alrededor y la columna de fuego empezó a seguirle.

—Esa gente de tu ciudad empieza a cansarme —dijo Moisés mientras caminaba—. Has seducido a mi pueblo con tus costumbres pecaminosas, llenas de pereza, y ahora interrumpes mis reflexiones vespertinas. He tenido un duro día de santo trabajo y te advierto que estás empezando a provocarme. He prohibido todo manejo de la ciencia. Llévate tu nave y tu holograma y esfúmate antes de que haga llover las llagas sobre tu gente.

—Palabras vacías, señor —dijo la columna de fuego, casi pisándole los talones—. Las llagas se encuentran mucho más allá de vuestras limitadas artes. ¿O acaso es tan fácil engañarme a mí como lo fue engañar a ese rebaño de burócratas miopes?

Moisés vaciló durante unos segundos y contempló pensativo la columna de fuego por encima del hombro.

—¿Pones en duda los poderes de mi Dios? Había creído que con mis demostraciones había dado prueba más que suficiente de ellos.

—Ciertamente —dijo la columna de fuego—, pero lo único demostrado fueron las propias limitaciones de Moisés y las de sus oponentes. Está claro que los planes fueron trazados con inteligencia y a largo plazo, pero ése era el único poder que había en ellos.

—Entonces, sin duda creerás que las plagas que azotaron la Ciudad de Esperanza se debían a la casualidad y a la mala suerte.

—En absoluto, caballero, no me malinterpretéis. Sé muy bien lo que eran, y en ninguna de ellas había nada de sobrenatural. Durante generaciones, los más jóvenes y los más incrédulos Altruistas han ido emigrando a la Ciudad y habrá resultado muy sencillo disimular entre ellos espías, agentes y saboteadores. Ha sido muy astuto aguardar un año, dos o cinco hasta que cada uno de ellos fuera plenamente aceptado por la gente de la Ciudad, dándoseles posiciones de alta responsabilidad. Las ranas y los insectos son susceptibles de crianza, caballero, cosa que no presenta además excesivas dificultades, ya sea en una cabaña situada en las Colinas del Honesto Trabajo o en un complejo de apartamentos situado en el interior de la Ciudad. Caso de que tales criaturas sean soltadas en la tierra baldía, se disiparán rápidamente para morir ya que los elementos se encargarán de acabar con ellas, sus enemigos naturales las perseguirán y acabarán pereciendo por falta de alimento. El complejo e implacable mecanismo de la ecología las reducirá a su espacio natural. Pero, qué diferente es todo en el interior de una arcología, esa verdadera arquitectura ecológica que en realidad no es una ecología real, pues carece de todo ámbito que no sea el de la humanidad y sólo el de ella. El clima en su interior es siempre bueno y agradable, no hay especies que puedan presentar competencia alguna, ni hay depredadores enemigos y resulta muy sencillo encontrar la fuente adecuada de alimentos. Bajo tales condiciones, el resultado inevitable es la plaga, pero dicha plaga es falsa y sólo puede adquirir proporciones amenazadoras dentro del recinto ciudadano. En el exterior esas pequeñas plagas de ranas, piojos y moscas no serían nada ante los embates del viento, la lluvia y la tierra salvaje.

—Convertí su agua en sangre —insistió Moisés.

—Ciertamente, ya que vuestros agentes colocaron sustancias químicas en el depósito de agua de la Ciudad.

—Desencadené la plaga de la oscuridad —dijo Moisés, ahora ya claramente a la defensiva.

—Caballero —dijo la columna de fuego—, que no se insulte a mi inteligencia con algo tan obvio. Lo que se hizo fue apagar la luz.

Moisés giró en redondo para encararse a la columna llameante y alzó la mirada hacia su cima con expresión desafiante, el rostro enrojecido por los reflejos del fuego.

—Lo niego, lo niego todo. Soy un auténtico profeta.

—El auténtico Moisés hizo llover sobre sus enemigos una terrible peste —retumbó la columna de fuego con voz tranquila al menos, tan tranquila como puede serlo una explosión. Aquí no hubo ninguna. El auténtico Moisés hizo que sus enemigos se cubrieran de llagas y ninguno pudo enfrentarse a él. No las hubo tampoco. Caballero, esas omisiones le traicionan. La auténtica peste queda más allá de sus poderes. El auténtico Moisés devastó las tierras de sus enemigos con un granizo que duró todo el día y toda la noche. También ese tipo de plaga queda más allá de sus limitadas capacidades, señor mío. Pero sus enemigos, engañados por tanto truco, le rindieron la Ciudad de Esperanza antes de la décima plaga, antes de la muerte de los primogénitos, y creo que ahí hubo un auténtico golpe de suerte. Porque, si hubiera sido necesario llegar hasta dicha plaga, me parece que se habría enfrentado a considerables problemas.

Moisés golpeó la columna de fuego con su cayado. No hubo ningún efecto, ni en la columna ni en el cayado.

—Largo, vete —gritó—. Seas quien seas, no eres mi Dios. Te desafío. ¡Haz lo que quieras! Tú mismo lo has dicho: en la naturaleza las plagas no resultan tan fáciles de manejar como dentro de una arcología. Nos encontramos sanos y salvos en la vida sencilla de las Colinas del Honesto Trabajo, cerca de nuestro Dios, Estamos llenos de gracia y no podrás hacernos daño alguno.

—Ciertamente —retumbó la columna de fuego—, ciertamente que te equivocas, Moisés. ¡Devuélveme a mi pueblo!

Pero Moisés ya no estaba escuchándola. Atravesó nuevamente las llamas y, ahora claramente furioso, echó a correr hacia la aldea.

—¿Cuándo piensa empezar? —le preguntó un nervioso Jaime Kreen a Haviland Tuf una vez hubo vuelto al Arca. Tras haber llevado a los demás caritanos a la superficie del planeta se había quedado a bordo pues, tal y como había recalcado, Ciudad de Esperanza era inhabitable y en las aldeas y campos de trabajo de los Altruistas no había lugar alguno para él—. ¿Por qué no hace nada? ¿Cuándo…?

—Caballero —dijo Haviland Tuf, sentado en su silla favorita y comiendo un cuenco de setas con crema y guisantes al limón. A su lado, sobre la mesa, había una jarra de cerveza—, tenga la amabilidad de no darme órdenes, a no ser que prefiera la hospitalidad de Moisés a la mía —tomó un sorbo de cerveza—. Todo lo que debía hacerse ha sido hecho. A diferencia de las suyas, mis manos no permanecieron totalmente ociosas durante nuestro viaje desde K’theddion.

—Pero eso fue antes de…

—Detalles —dijo Haviland Tuf—. Casi todo el proceso básico de clonación ya ha sido realizado y los clones han tenido el tiempo suficiente para entretenerse. Mis tanques de cría están llenos —miró a Kreen y pestañeó—. Permítame ocuparme de mi cena.

—Las plagas… —dijo Kreen ¿Cuándo empezarán?

—La primera —le contestó Haviland Tuf—, ha empezado hace ya unas cuantas horas.


Al cruzar las Colinas del Honesto Trabajo, al pasar junto a las seis aldeas y a los campos rocosos de los Sacros Altruistas, así como junto a las grandes extensiones de campos baldíos en los que se encontraban los refugiados, el lento y perezoso río, que los Altruistas llamaban la Gracia de Dios y el resto de caritanos el río del Sudor, seguía su pausado camino. Cuando el alba empezó a despuntar en el lejano horizonte quienes habían acudido a él para pescar, llenar sus recipientes o lavar la ropa, volvieron a las aldeas y a los campos de trabajo lanzando gritos de horror.

—Sangre —exclamaban—, el río se ha vuelto de sangre al igual que lo hicieron antes las aguas de la Ciudad.

Se llamó a Moisés y él acudió al río con cierta desgana, arrugando la nariz ante el hedor que emanaba de los peces muertos y de los que aún agonizaban, mezclado con el omnipresente olor de la sangre.

—Es un truco de los pecadores de la Ciudad de Esperanza —dijo al contemplar el lento curso de la corriente escarlata— Dios renueva el mundo natural. Rezaré y dentro de un día, el río volverá a estar limpio y fresco —permaneció inmóvil en el fango con un charco ensangrentado lleno de peces muertos a los pies, extendió su cayado sobre las aguas enfermas y se puso a rezar. Rezó durante un día y una noche, pero las aguas no se limpiaron.

Cuando llegó el nuevo día, Moisés se retiró a su cabaña, dio ciertas órdenes y Rej Laithor junto con otros cinco administradores fueron separados de sus familias e interrogados con gran intensidad. Los interrogadores no lograron averiguar nada. Patrullas armadas de Altruistas ascendieron por el curso del río, en busca de los conspiradores que estaban arrojando sustancias contaminantes en sus aguas. No encontraron nada. Viajaron durante tres días y tres noches hasta llegar a la gran cascada de las Tierras Altas e, incluso allí, descubrieron que el gran salto de agua se había convertido en sangre y nada más que sangre.


Moisés rezó sin descanso día y noche hasta que, finalmente, se derrumbó inconsciente y sus subordinados le llevaron de nuevo hasta su austera cabaña. El río siguió fluyendo escarlata.

—Está vencido —dijo Jaime Kreen una semana después, cuando Haviland Tuf volvió de explorar la situación en su barcaza aérea ¿Porqué sigue esperando?

—Espera a que el río se limpie por sí mismo —dijo Haviland Tuf—. Una cosa es contaminar el suministro de agua en un sistema cerrado como el de su arcología, donde basta con una limitada cantidad de sustancia contaminante para lograr los fines deseados. Pero un río es una empresa de magnitud mucho mayor. Inyecte en sus aguas toda la cantidad de sustancia química que desee y más pronto o más tarde habrá fluido por su curso y el agua volverá a quedar limpia. Sin duda, Moisés cree que pronto nos quedaremos sin sustancia contaminante.

—Entonces, ¿cómo lo ha conseguido?

—Los microorganismos, a diferencia de las sustancias químicas, se multiplican y son capaces de renovarse a sí mismos —dijo Haviland Tuf. Hasta las aguas de la Vieja Tierra estaban sujetas de vez en cuando a tales mareas rojas, como nos cuentan los viejos registros del CIE. Hay un mundo llamado Scarne donde la forma de vida que las produce es tan virulenta que incluso los océanos están teñidos por ella y todas las demás formas de vida deben adaptarse o morir. Los constructores del Arca visitaron Scarne y tomaron un poco de material para someterlo a clonación posteriormente.

Esa noche la columna de fuego apareció ante la cabaña de Moisés y asustó a los centinelas haciéndoles huir.

—¡Devuélveme a mi pueblo! —rugió.

Moisés fue tambaleándose hacia la puerta y la abrió de par en par.

—Eres una ilusión obra de Satán —gritó—, pero no me dejaré engañar. Márchate. No beberemos más de ese río, creador de engaños. Hay pozos muy hondos en los cuales podemos obtener agua y siempre podemos cavar otros.

La columna de fuego se retorció emitiendo un diluvio de chispas.

—No lo dudo —observó—, pero con ello no se hará sino retrasar lo inevitable. Sí la gente de Ciudad de Esperanza no es liberada, desencadenaré la plaga de las ranas.

—Me las comeré —chilló Moisés. Serán un manjar delicioso.

—Estas ranas vendrán del río —dijo la columna de fuego—, y serán mucho más terribles de lo que puedes imaginar.

—No hay nada capaz de vivir en esa cloaca envenenada —dijo Moisés—, ya te has cuidado de ello tú mismo —luego cerró la puerta de golpe e hizo oídos sordos a las palabras de la columna de fuego.


Los centinelas que Moisés envió al río, a la mañana siguiente volvieron cubiertos de sangre y enloquecidos por el miedo.

—Ahí dentro hay cosas —dijo uno de ellos—, cosas que se agitan en los charcos de sangre. Son una especie de serpientes escarlata, largas como un dedo, pero tienen patas el doble de largas. Parecían ranas rojas pero, cuando nos acercamos más, vimos que tenían dientes y estaban haciendo pedazos a los peces muertos. Ya no quedaba casi ninguno y los pocos que había estaban cubiertos de esas cosas que parecen ranas. Entonces Danel intentó coger una y la rana le mordió en la mano y él gritó y de repente el aire estaba lleno de esas malditas criaturas, saltando de un lado a otro, como si pudieran volar, mordiéndonos e intentando hacernos trizas. Fue horrible. ¿Cómo se puede luchar con una rana? ¿La apuñalas, le pegas un tiro? ¿Qué haces? —estaba temblando.

Moisés envió otro grupo al río, provisto con sacos, veneno y antorchas. Volvieron en total confusión, llevando a dos de los hombres heridos, incapaces de caminar. Uno de ellos murió esa misma mañana, con el cuello desgarrado por una rana. Otro sucumbió unas cuantas horas después, a causa de la fiebre que había atacado a casi todos los que habían sido mordidos.

Al llegar la noche los peces habían desaparecido y las ranas empezaron a salir del río y se dirigieron hacia las aldeas. Los Altruistas cavaron trincheras y las llenaron de agua, prendiendo fuego a la maleza. Las ranas saltaron sobre el agua y las llamas. Los Altruistas lucharon con porras y cuchillos, y llegaron a utilizar las armas modernas que les habían arrebatado a la gente de la ciudad. Al amanecer había seis muertos más. Moisés y sus seguidores se encerraron en sus cabañas.

—Nuestra gente no tiene refugio alguno —le dijo Jaime Kreen con cierto temor—. Las ranas entrarán en los campos de trabajo y les matarán.

—No —replicó Haviland Tuf—. Si Rej Laithor consigue mantenerles tranquilos e impide que se muevan no tienen nada que temer. Las ranas sangrientas de Scarnish comen básicamente carroña, y sólo atacan a criaturas de tamaño superior al suyo cuando se las ataca o cuando están asustadas.

Kreen pareció algo incrédulo y luego una lenta sonrisa fue abriéndose paso por su rostro.

—¡Y Moisés se oculta lleno de miedo! Estupendo, Tuf.

—Estupendo —dijo Haviland Tuf, pero, en su voz impasible, no había nada que permitiera saber si se burlaba o sí estaba de acuerdo con Kreen, aunque tenía a Dax en el regazo y de pronto Kreen se dio cuenta de que el gato permanecía muy tieso y que su pelaje se iba encrespando lentamente.


Esa noche, la columna de fuego no acudió al hombre llamado Moisés sino a los refugiados de la Ciudad de Esperanza, que permanecían acurrucados en su miserable campamento llenos de miedo, viendo cómo las ranas iban y venían más allá de las trincheras que les separaban de los Altruistas.

—Rej Laithor —dijo la columna llameante—, vuestros enemigos están ahora aprisionados, por su propia voluntad, tras las puertas de sus cabañas. Sois libres. Marchaos, volved a la arcología. Caminad lentamente, tened mucho cuidado de mirar por donde pisáis y no hagáis movimientos bruscos. Haced todo esto sin ningún temor y las ranas no os harán daño. Limpiad y arreglad vuestra Ciudad de Esperanza e id preparando mis cuarenta mil unidades.

Rej Laithor, rodeada por sus administradores, alzó la mirada hacia las llamas que se retorcían.

—Moisés nos atacará de nuevo apenas se haya ido, Tuf —gritó—. Acabe con él, suelte sus otras plagas.

La columna de fuego no respondió. Durante interminables minutos permaneció en silencio, dando vueltas sobre sí misma y emitiendo chispazos, y luego se esfumó por completo.

Con paso lento y cansino la gente de la Ciudad de Esperanza empezó a salir en fila india del campamento, teniendo gran cuidado de fijarse por donde pisaban.


—Los generadores funcionan de nuevo —le informó Jaime Kreen dos semanas después—, y la Ciudad no tardará en estar como antes. Pero eso es sólo la mitad de nuestro trato, Tuf. Moisés y sus seguidores permanecen en sus aldeas. Las ranas sangrientas han muerto casi todas al haberse quedado sin otra carroña que devorar que no fuera ellas mismas. Y el río da señales de que pronto se limpiará. ¿Cuándo les va a soltar encima los piojos? ¿Y las moscas? Se merecen todos esos picores, Tuf.

—Coja el Grifo —le ordenó Haviland Tuf—. Tráigame a Moisés, lo quiera él o no. Haga lo que le digo y cien unidades procedentes de los fondos de su Ciudad le pertenecerán.

Jaime Kreen pareció asombrado.

—¿Moisés? ¿Por qué? Moisés es nuestro enemigo. Si piensa que puede cambiar de chaqueta y hacer ahora un trato con él, vendiéndonos como esclavos por un precio mejor…

—Ponga freno a sus sospechas —replicó Tuf acariciando a Dax. La gente siempre piensa mal de nosotros, Dax, y quizá nuestro triste destino consista en ser eternos sospechosos. —Se volvió nuevamente hacia Kreen y le dijo—. Sólo deseo hablar con Moisés. Haga lo que le he dicho.

—Ya no estoy en deuda con usted, Tuf —le contestó secamente Kreen—. Le sigo prestando ayuda sólo en tanto que patriota caritano. Explíqueme cuáles son sus motivos y puede que haga lo que me pide. De lo contrario, tendrá que hacerlo usted mismo. Me niego —y se cruzó de brazos.

—Caballero —dijo Haviland Tuf—, ¿es usted consciente de cuántas veces ha comido y bebido cerveza en el Arca desde que nuestra deuda fue liquidada? ¿Se da cuenta de la cantidad de aire, propiedad mía, que ha respirado y de cuántas veces ha usado mis instalaciones sanitarias? Yo sí me doy cuenta de ello, créame. ¿Se da cuenta, además, de que el pasaje más barato de K’theddion a Caridad suele ascender a unas trescientas setenta y nueve unidades? Me resultaría muy sencillo añadir tal cifra a su factura. Lo he pasado por alto, para mi gran desgracia financiera, solamente porque me ha prestado ciertos servicios de escasa cuantía, pero ahora me doy cuenta de que he cometido un grave error siento tan tolerante. Creo que voy a rectificar todos los errores cometidos en mi contabilidad.

—No juegue conmigo, Tuf —le dijo Kreen con voz decidida. Estamos en paz y nos encontramos muy lejos de la Prisión de K’theddion. Cualquier tipo de pretensiones que pueda tener sobre mi persona, teniendo en cuenta sus absurdas leyes, carecen de valor en Caridad.

—Las leyes de K’theddion y las de Caridad tienen para mí idéntica importancia, excepto cuando sirven a mis propósitos —le replicó Haviland Tuf sin alzar la voz y con el rostro inmutable—. Yo soy mi propia ley, Jaime Kreen. Y si decido convertirle en mi esclavo hasta que muera, ni Rej Laithor, ni Moisés, ni sus fanfarronadas podrán ayudarle en lo más mínimo —Tuf habló como siempre y en su lenta voz de bajo resultaba imposible detectar la menor inflexión emocional.

Pero de pronto Jaime Kreen tuvo la sensación de que la temperatura ambiental había bajado muchos grados. Y se apresuró a obrar tal y como le habían dicho.

Moisés era alto y fuerte, pero Tuf le había hablado a Jaime Kreen de sus meditaciones nocturnas y fue bastante fácil esperarle una noche en las colinas que había detrás de la aldea, escondido en la espesura con tres hombres más, y apoderarse de él cuando pasaba. Uno de los ayudantes de Kreen sugirió que mataran allí mismo al líder de los Altruistas, pero Kreen lo prohibió. Transportaron a un inconsciente Moisés hasta el Grifo, que les estaba esperando, y una vez allí Kreen despidió a los demás.

Un tiempo después, Kreen se lo entregó a Haviland Tuf y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.

—Quédese —dijo Tuf. Se encontraban en una habitación que Kreen no había visto nunca, una gran estancia llena de ecos, cuyas paredes y techo eran de un blanco impoluto. Tuf estaba sentado en el centro de la estancia, ante un panel de instrumentos en forma de herradura. Dax reposaba sobre la consola, con el aire de quien espera algo.

Moisés aún estaba algo aturdido.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—Se encuentra a bordo de la sembradora llamada Arca, la última nave destinada a la guerra biológica que todavía funciona, creada por el Cuerpo de Ingeniería Ecológica. Soy Haviland Tuf.

—Su voz… —dijo Moisés.

—Soy el Señor, tu Dios —dijo Haviland Tuf.

—Sí —dijo Moisés, incorporándose de repente. Jaime Kreen, que estaba detrás suyo, le cogió por los hombros y le empujó con bastante rudeza hacia el respaldo de su asiento. Moisés protestó débilmente, pero no intentó incorporarse de nuevo—. ¡Tú trajiste las plagas!, tú eras la voz de la columna de fuego, el diablo que fingía ser Dios.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Sin embargo, he sido malinterpretado. Moisés, de todos los presentes el único que ha fingido algo es usted. Intentó presentarse como un profeta y pretendió poseer vastos poderes sobrenaturales de los que carecía. Usó muchos trucos y desencadenó una forma más bien primitiva de guerra ecológica. Yo, por contraste, no finjo. Soy Dios, tu Señor.

Moisés escupió.

—Eres un hombre con una nave espacial y un ejército de máquinas. Has sabido jugar muy bien con las plagas, pero dos plagas no convierten a un hombre en Dios.

—Dos —dijo Haviland Tuf—. ¿Dudas acaso de las otras ocho? —Sus grandes manos se movieron sobre los instrumentos que tenía delante y la estancia se oscureció en tanto que la cúpula se encendía, dando la impresión de estar en pleno espacio, con el planeta Caridad bajo ellos. Luego Haviland Tuf hizo algo más en sus instrumentos y los hologramas cambiaron. Ahora estaban entre las nubes, bajando con un rugido ensordecedor, hasta que las imágenes se aclararon de nuevo. Se encontraban flotando sobre las cabañas de los Sacros Altruistas, en las Colinas del Honesto Trabajo. Observe —le ordenó Haviland Tuf—. Esto es una simulación efectuada por el ordenador. Estas cosas no han ocurrido, pero habrían podido hacerse verdad. Tengo la confianza de que todo esto le resultará altamente educativo.

En la cúpula y en las paredes de la estancia, rodeándoles, vieron las aldeas y a gentes de rostro sombrío que iban por ellas. Echaban los cuerpos de las ranas muertas en las trincheras para incinerarlos. Vieron también el interior de las cabañas, donde los enfermos ardían en las garras de la fiebre.

—Después de la segunda plaga —anunció Haviland Tuf—, la situación actual. Las ranas sangrientas han desaparecido consumidas por su propia voracidad —sus manos bailaron sobre el panel. Los piojos —dijo.

Y entonces llegaron los piojos. El polvo pareció hervir a causa de ellos y en unos segundos estuvieron por todas partes. En las imágenes, los Altruistas empezaron a rascarse frenéticamente y Jaime Kreen (que se había estado rascando durante cierto tiempo antes de partir para K’theddion) se rió en voz baja. Unos instantes después dejó de reírse. Los piojos no tenían el aspecto de los piojos corrientes. Los cuerpos de los Altruistas se cubrieron de heridas ensangrentadas y muchos tuvieron que guardar cama, aullando a causa de¡horrible escozor que sentían. Algunos llegaron a abrirse hondas heridas en la piel y se arrancaron las uñas en su furioso delirio.

—Las moscas —dijo Haviland Tuf Y vieron enjambres de moscas de todos los tamaños, desde las moscas de la Vieja Tierra con sus casi olvidadas enfermedades, hasta las hinchadas moscas con aguijón de Dam Tullian, pasando por los moscardones grises de Gulliver y las lentas moscas de Pesadilla que depositan sus huevos en el tejido viviente. Las moscas cayeron como inmensos nubarrones sobre las aldeas y las Colinas del Honesto Trabajo y las cubrieron como si no fueran más que un estercolero algo más grande de lo normal, depositando sobre ellas una pestilente capa negra de cuerpos que se retorcían zumbando.

—La peste —dijo Haviland Tuf Y vieron cómo los rebaños morían a millares. Las gigantescas bestias de carne, que yacían inmóviles bajo la Ciudad de Esperanza, se convirtieron en montañas nauseabundas. Ni tan siquiera quemarlas sirvió de nada. Muy pronto no hubo carne y los escasos sobrevivientes vagaron de un lado para otro como flacos espectros de mirada enloquecida. Haviland Tuf pronunció algunos nombres: ántrax, la enfermedad de Ryerson, la peste rosada, la calierosia.

—Las llagas —dijo Haviland Tuf Y de nuevo la enfermedad se hizo incontenible, pero esta vez sus víctimas eran los seres humanos y no los animales. Las víctimas sudaban y gemían a medida que las llagas cubrían sus rostros, sus manos y su pecho, hinchándose hasta reventar entre borbotones de sangre y pus. Las nuevas llagas crecían apenas las viejas se habían esfumado. Los hombres y las mujeres andaban a tientas por las calles de las aldeas, ciegos y cubiertos de cicatrices, con los cuerpos repletos de llagas y costras, con el sudor corriendo sobre su piel como si fuera aceite. Cuando caían en el polvo, entre los piojos muertos y los restos del ganado cubierto de moscas, se pudrían allí sin que hubiera nadie para darles sepultura.

—El granizo —dijo Haviland Tuf Y el granizo llegó entre truenos y relámpagos, con gotas de hielo grandes como guijarros, lloviendo del cielo durante un día y una noche, a los que siguieron otro día y otra noche y luego otro y otro más, sin parar nunca. Y entre el granizo vino también el fuego. Los que salieron de sus cabañas murieron aplastados por el granizo y muchos de los que permanecieron dentro de ellas murieron, Cuando el granizo se detuvo por fin, apenas sí quedaba una cabaña en pie.

—Las langostas —dijo Haviland Tuf. Cubrieron la tierra y el cielo, en nubes aún más inmensas que las formadas por las moscas. Aterrizaron por todas partes, arrastrándose, tanto sobre los vivos como sobre los muertos, devorando los escasos alimentos que aún quedaban, hasta que no hubo nada que comer.

—La oscuridad —dijo Haviland Tuf Y la oscuridad avanzó, parecida a una espesa nube de gas negro que vagaba empujada por el viento. Era un líquido que fluía como un río de azabache reluciente. Era el silencio y era la noche y estaba vivo. Por donde iba no quedaba nada que alentara a su paso. Las malezas y la hierba se volvían amarillentas y morían. El suelo se cubría de grietas negruzcas. La nube era más grande que las aldeas, más inmensa que las Colinas del Trabajo Honesto y aún mayor que las anteriores nubes de langosta. Lo cubrió todo, y durante un día y una noche, nada se movió bajo su manto. Después, la oscuridad viviente se marchó y tras ella sólo quedaron el polvo y la tierra reseca.

Haviland Tuf tocó nuevamente sus instrumentos y las visiones se esfumaron. Las luces volvieron a encenderse iluminando la blancura de los muros.

—La décima plaga —dijo entonces Moisés lentamente, con una voz que ya no parecía tan dulce, ni tan segura como antes.— La muerte de los primogénitos.

—Sé admitir mis fracasos —dijo Haviland Tuf—, y soy incapaz de hacer tal tipo de distinciones. Sin embargo, me gustaría indicar que en esas escenas, que nunca llegaron a ser realidad, todos los primogénitos murieron, al igual que los nacidos en último lugar dentro de cada familia. Debo confesar que en cuanto a materias tan delicadas, soy un dios más bien torpe. Tengo que matarles a todos.

Moisés tenía el rostro lívido, pero en su interior ardía aún una chispa de su indomable tozudez.

—No eres más que un hombre —susurró.

—Un hombre —dijo Haviland Tuf con voz impasible. Su pálida manaza seguía acariciando a Dax. Nací hombre y viví durante largos años como tal, Moisés. Pero luego encontré el Arca y he dejado de ser hombre. Los poderes que tengo en mi mano superan a los de casi todos los dioses adorados por la humanidad. No hay hombre alguno a quien no pueda quitarle la vida. No hay mundo en el que me detenga, al cual no pueda destruir por completo o remodelar según mi voluntad. Soy el Señor, tu Dios, o al menos soy lo más parecido a Él que vas a encontrar en tu vida. Tienes mucha suerte de que sea por naturaleza bondadoso, benévolo e inclinado a la piedad y de que me aburra con demasiada frecuencia. Para mí no sois más que fichas, peones y piezas de juego que habría dejado de jugar hace unas cuantas semanas si de mí hubiera dependido. Las plagas me parecieron un juego interesante y lo fueron durante un tiempo, pero no tardaron en hacerse aburridas. Bastaron dos plagas para dejar muy claro que no tenía delante enemigo alguno y que Moisés era incapaz de hacer nada que me sorprendiera. Mis objetivos se habían cumplido. Había rescatado al pueblo de Ciudad de Esperanza y lo demás sería meramente un ritual carente de significado. Por ello, he preferido ponerle fin.

»Márchate, Moisés, deja de molestarme y de jugar con tu plagas. He terminado contigo.

»Y tú, Jaime Kreen, cuida de que tus caritanos no tomen venganza sobre él. Ya habéis tenido victorias suficientes. Dentro de una generación, su cultura, su religión y su modo de vida habrán muerto.

»Recordad quién soy y recordad que Dax es capaz de ver en vuestros pensamientos. Si el Arca volviera a estos lugares y me encontrara con que mis órdenes no han sido cumplidas, todo ocurrirá tal y como os he mostrado. Las plagas barrerán vuestro pequeño planeta hasta que nada aliente sobre él.


Jaime Kreen utilizó el Grifo para devolver a Moisés al planeta y luego, siguiendo las instrucciones de Tuf, recogió cuarenta mil unidades de Rej Laithor y se las llevó al Arca. Haviland Tuf le recibió en la cubierta de aterrizaje, con Dax en brazos.

Aceptó su paga con un leve pestañeo que no habría desentonado en el rostro de un rey.

Jaime Kreen parecía algo pensativo.

—Está fanfarroneando, Tuf —le dijo—. No es ningún dios. Lo que nos enseñó eran meramente simulaciones. jamás podría haber logrado todo eso, pero a un ordenador se le puede programar para que muestre cualquier cosa.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf.

—Ciertamente —dijo Jaime Kreen, cada vez más irritado—. Consiguió darle un susto de muerte a Moisés, pero a mí no me engañó ni por un instante, a pesar de todas sus imágenes. El granizo fue la clave. Bacterias, enfermedades, pestilencia. Todo eso queda dentro de los confines de la guerra ecológica. Puede que incluso esa cosa oscura entre en ella, aunque creo que no era sino un invento. Pero el granizo es un fenómeno meteorológico y no tiene nada que ver con la biología o la ecología. Ahí dio un patinazo, Tuf. Pero el resultado final fue muy encomiable y espero que ayude a mantener la humildad de Moisés en el futuro.

—Humildad, cierto —replicó Haviland Tuf. Tendría que haberme tomado un tiempo y trazar mis planes, con más cuidado, para engañar a un hombre dotado de su clarividente percepción, no me cabe duda de ello. Siempre consigue derrotar mis pequeños planes.

Jaime Kreen se rió.

—Me debe cien unidades —le dijo—, a cambio de haber traído y llevado a Moisés.

—Caballero —dijo Haviland Tuf—, jamás olvidaría tal deuda y no es necesario que me la recuerde con semejante brusquedad —abrió la caja que Kreen había traído de Caridad y le entregó cien unidades—. Encontrará una escotilla del tamaño adecuado a su persona en la sección nueve, más allá de las puertas en las que se ve el letrero Control Climático.

Jaime Kreen frunció el ceño.

—¿Escotilla? ¿A qué se refiere?

Haviland Tuf lo miró sin inmutarse.

—Caballero —dijo—, había pensado que le resultaría obvio. Me refiero a una escotilla, un ingenio mediante el cual podrá abandonar el Arca, sin que mi valiosa atmósfera la abandone al mismo tiempo que usted. Dado que no posee nave espacial alguna, resultaría estúpido utilizar una escotilla de mayor tamaño. Tal y como he dicho, en la sección nueve podrá encontrar una escotilla más pequeña y conveniente a su talla.

Kreen parecía atónito.

—¿Piensa expulsarme de la nave?

—No ha elegido usted del modo adecuado sus palabras —dijo Haviland Tuf—, y ésa debe ser la razón de que suenen tan mal al oído. Pero no puedo mantenerle a bordo del Arca y si se marchara en una de mis lanzaderas, no habría nadie capaz de entregármela de nuevo. No puedo permitirme sacrificar una valiosa parte de mi equipo para su conveniencia personal.

Kreen torció el gesto.

Intentó replicar sin denotar inquietud.

—La solución a su dilema es muy simple. Iremos los dos en el Grifo. Me llevará hasta Puerto Fe y luego volverá a su nave.

Haviland Tuf acarició a Dax.

—Interesante —dijo—, pero no creo que tal arreglo pudiera funcionar ya que, naturalmente, debe comprender que el viaje me supondría una grave molestia. Estoy totalmente seguro de que debería recibir cierta compensación a cambio de dicho desplazamiento.

Jaime Kreen contempló durante todo un minuto al pálido e impasible rostro de Haviland Tuf. Luego, con un suspiro, le devolvió las cien unidades.

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