Era una mañana calurosa, condenadamente calurosa.
Demasiado para finales de primavera en Ansalon. Casi tan calurosa como a mitad de verano. Los dos caballeros que iban sentados en la popa del bote estaban sudorosos y agobiados con sus pesadas armaduras de acero, y miraban con envidia a los hombres semidesnudos que manejaban los remos de la embarcación.
Las armaduras negras, adornadas con una calavera y un lirio de la muerte, habían sido bendecidas por un clérigo mayor, con lo que se suponía que debían resistir los caprichos del viento y la lluvia, del calor y el frío. Pero, al parecer, las bendiciones de su Reina Oscura no surtían efecto en esta ola de calor intempestiva. Cuando el bote se aproximó a la orilla, los caballeros fueron los primeros en bajar de un salto al agua poco profunda, y se lavaron los rostros enrojecidos y los cuellos quemados por el sol. Pero no podía decirse que el agua estuviera muy fresca.
—Es como vadear en sopa caliente —rezongó uno de los caballeros mientras salía del agua, chapoteando. Al tiempo que hablaba, su mirada escrutadora recorría la línea costera, buscando alguna señal de vida en maleza, árboles y dunas.
—Más bien como sangre —dijo su compañero—. Imagínate que es la sangre de nuestros enemigos, los enemigos de nuestra reina. ¿Ves algo?
—No —contestó el otro. Agitó una mano sin mirar atrás y oyó el sonido de hombres saltando al agua, sus broncas risotadas y la conversación en su idioma gutural, tosco. Uno de los caballeros se volvió hacia ellos.
—Traed el bote a tierra —ordenó, innecesariamente, porque los hombres ya corrían empujando la pesada embarcación por las someras aguas. Con muecas retorcidas, arrastraron el bote hasta la arenosa playa y miraron al caballero, a la espera de más órdenes.
Éste se enjugó la frente, maravillado por la fuerza de los hombres y, no por primera vez, agradeció a Takhisis que estos bárbaros estuvieran de su parte. Se los conocía por los cafres, aunque no era el verdadero nombre de su raza. Dicho nombre, el que se daban a sí mismos, era impronunciable, así que los caballeros que dirigían a los bárbaros habían empezado a llamarlos con una versión abreviada: cafres.
Era un nombre que les iba bien. Procedían del este, de un continente que muy poca gente de Ansalon sabía que existía. Todos los hombres sobrepasaban el metro ochenta de estatura; había algunos que incluso llegaban a los dos metros diez. Eran de Constitución corpulenta y musculosa, como los humanos, pero sus movimientos era tan ágiles y gráciles como los de los elfos. Tenían las orejas puntiagudas, también como los elfos, pero en sus rostros crecían espesas barbas, semejantes a las de los humanos o los enanos. Eran tan fuertes como estos últimos, y también, al igual que a ellos, les encantaba la batalla. Luchaban ferozmente, eran leales a quienes los dirigían, y, aparte de algunas costumbres grotescas, como cortar varias partes del cuerpo de un enemigo muerto para guardarlas como trofeos, los cafres resultaban ideales como soldados de infantería.
—Informemos al capitán que hemos llegado con bien y que no hemos hallado resistencia —le dijo el caballero a su compañero—. Dejaremos un par de hombres con el bote, y nos internaremos en la isla.
El otro caballero asintió con un cabeceo. Cogió un gallardete de seda roja de su cinturón, lo desenrolló, lo alzó por encima de su cabeza y lo agitó tres veces suavemente. Pudo verse un movimiento rojo ondeante como respuesta en el enorme barco negro, con la proa tallada a semejanza de un dragón, que estaba anclado a cierta distancia. Ésta era una misión de exploración, no una invasión. Las órdenes habían sido muy claras a tal respecto.
Los caballeros enviaron las patrullas, unas a recorrer la playa arriba y abajo, otras hacia el interior, donde unas altas colinas de roca blanca como tiza y totalmente áridas se alzaban tras los árboles como unas garras arañando el cielo. Unas quebradas en la roca conducían hacia el interior de la isla, a cuyo alrededor había navegado el barco; ahora sabían que no era grande. Las patrullas regresarían pronto.
Hecho esto, los dos caballeros se dirigieron, agradecidos, hacia la escasa sombra que proporcionaba un árbol achaparrado y deforme. Dos de los cafres montaban guardia, pero los caballeros permanecieron alerta, sin confiarse, mientras descansaban. Tras sentarse tomaron un poco del agua dulce que llevaban consigo. Uno de ellos hizo una mueca.
—Qué asco, está caliente.
—Dejaste el odre al sol, así que no te extrañe que lo este.
—¿Y dónde demonios se supone que lo iba a dejar? No había sombra en el maldito bote. Parece como si no hubiera sombra en ningún sitio del maldito mundo. No me gusta este sitio ni un pelo. Esta isla me da mala espina, como si estuviera embrujada o algo por el estilo.
—Sé lo que quieres decir —se mostró de acuerdo su compañero con actitud sombría. No dejaba de echar ojeadas aquí y allí, hacia los árboles, a uno y otro lado de la playa. Sólo veía a los cafres, quienes, evidentemente, no estaban desasosegados por ninguna sensación extraña. Claro que no eran más que unos bárbaros—. Se nos advirtió que no viniéramos aquí, ¿sabes?
—¿Qué? —El otro caballero estaba perplejo—. Lo ignoraba. ¿Quién te lo dijo?
—Brightblade. Lo supo por el propio lord Ariakan en persona.
—Pues si lo dice Brightblade, es cierto. Es del estado mayor de Ariakan, aunque he oído comentar que ha pedido ser trasladado a una fuerza de combate. Además, Ariakan fue su padrino cuando ingresó en la orden. —El caballero parecía nervioso y preguntó en voz queda:— Esa información no es secreta, ¿verdad?
Al otro caballero pareció divertirle la pregunta.
—No conoces muy bien a Steel Brightblade si crees que rompería cualquier juramento revelando información que le hubieran dicho que guardara para sí. Antes le arrancarían la lengua con tenazas al rojo vivo. No, lord Ariakan discute abiertamente los asuntos con todos los comandantes de regimiento antes de tomar una decisión y actuar en consecuencia. —El caballero cogió un puñado de guijarros y empezó a arrojarlos al agua ociosamente.
»Los Caballeros Grises fueron quienes empezaron todo. Alguna clase de augurio reveló la localización de esta isla y que estaba habitada por un gran número de personas.
—Entonces ¿quién nos advirtió que no viniéramos?
—Los Caballeros Grises. El mismo augurio que les reveló la existencia de la isla los previno de no aproximarse a ella. Intentaron persuadir a Ariakan para que la dejara en paz. Dijeron que este sitio podía significar el desastre.
El otro caballero frunció el ceño y echó una ojeada alrededor con creciente inquietud.
—Entonces ¿por qué nos enviaron aquí? —preguntó.
—Por la inminente invasión de Ansalon. Lord Ariakan creyó que esta maniobra era necesaria para proteger sus flancos. Los Caballeros Grises fueron incapaces de precisar qué tipo de desastre ocurriría con nuestra venida a la isla. Como dijo lord Ariakan, el desastre podría sobrevenir incluso si no hacíamos nada. Así que decidió seguir el viejo dicho enano: es mejor ir a buscar al dragón que el dragón vaya a buscarte.
—Buen razonamiento —se mostró conforme su compañero—. Si hay un ejército de Caballeros de Solamnia en esta isla, más vale que nos las entendamos con ellos ahora. Aunque no parece muy probable. —Señaló con un ademán la amplia extensión de la arenosa playa, las dunas cubiertas con hierba verde grisácea, y, más hacia el interior, un bosque de feos árboles deformes que se recortaban contra la silueta de las colinas semejantes a garras.
»No consigo imaginar por qué querrían venir aquí los solámnicos. Ni ninguna otra persona. Los elfos no vivirían en un sitio tan feo.
—No hay cuevas, así que tampoco les gustaría a los enanos. Si hubiera minotauros ya nos habrían atacado a estas alturas. Y en el caso de los kenders, ya se habrían largado con el bote y nuestras armaduras. Los gnomos nos habrían salido al encuentro con algún tipo de máquina atrapapeces manejada por demonios. Los humanos somos la única raza lo bastante necia para vivir en una isla tan horrible —concluyó el caballero con guasa. Recogió otro puñado de piedrecillas.
—Quizás una banda de delincuentes draconianos o goblins. O incluso de ogros. De los que escaparon hace veintitantos años, después de la Guerra de la Lanza, y huyeron hacia el norte, a través del mar, para evitar que los capturaran los Caballeros de Solamnia.
—Sí, pero ellos estarían de nuestra parte —respondió su compañero—. Y nuestros caballeros hechiceros con sus túnicas grises no estarían tan interesados en ello. Ah, ahí llegan nuestros exploradores para informar. Ahora lo sabremos.
Los caballeros se pusieron de pie. Los cafres que habían ido al interior de la isla se acercaron presurosos a sus jefes. Los bárbaros sonreían de oreja a oreja. Sus cuerpos casi desnudos brillaban por el sudor, y la pintura azul con que se cubrían y que se suponía poseía alguna clase de propiedades mágicas —como por ejemplo hacer que las flechas salieran rebotadas— se escurría en reguerillos por sus musculosos cuerpos. Largos mechones de pelo, decorados con plumas de llamativos colores, brincaban sobre sus espaldas mientras corrían ágilmente por las dunas de arena.
Los dos caballeros intercambiaron una mirada de tranquilidad.
—¿Qué encontrasteis? —preguntó el caballero al líder del grupo, un tipo gigantesco, pelirrojo, que sobrepasaba con creces la estatura de los caballeros y que probablemente habría podido cogerlos a ambos y levantarlos sobre su cabeza, pero que miraba a los dos caballeros con veneración y respeto ilimitados.
—Hombres —contestó el cafre. Aprendían con rapidez, y no les había costado trabajo adaptarse al Común, que era el lenguaje utilizado por la mayoría de las razas de Krynn. Desafortunadamente, los cafres denominaban «hombres» a toda la gente que no perteneciera a su raza.
El cafre bajó la mano hacia el suelo para indicar hombres pequeños, lo que podía significar enanos, pero que más probablemente se refería a niños. Luego la subió hasta su cintura, con lo que seguramente indicaba mujeres. Esto último lo confirmó el cafre poniendo las manos ahuecadas sobre el pecho y meneando las caderas, con lo que sus compañeros se echaron a reír mientras se daban codazos unos a otros.
—Hombres, mujeres y niños —dijo el caballero—. ¿Muchos hombres? ¿Montones de hombres? ¿Edificios grandes? ¿Ciudades?
Al parecer, esto les resultó muy divertido a los cafres, pues prorrumpieron en escandalosas carcajadas.
—¿Qué encontrasteis? —repitió el caballero con tono cortante, y el ceño fruncido—. Basta de tonterías.
Los cafres recobraron la seriedad rápidamente.
—Muchos hombres —dijo el líder—, pero no murallas. Casas. —Hizo un gesto raro, se encogió de hombros, sacudió la cabeza y añadió algo en su propia lengua.
—¿Qué significa eso? —preguntó el caballero a su compañero.
—Tiene algo que ver con los perros —contestó el otro, que ya había estado al mando de cafres con anterioridad y había aprendido algunas palabras de su idioma—. Creo que quiere decir que esos hombres viven en casas en las que sólo vivirían los perros.
Varios de los cafres empezaron a caminar de aquí para allí con los hombros hundidos, balanceando los brazos alrededor de las rodillas y gruñendo. Luego todos se irguieron, se miraron unos a otros y de nuevo se echaron a reír.
—Por su Oscura Majestad, ¿qué demonios hacen ahora? —inquirió el caballero.
—Que me aspen si lo entiendo —dijo su compañero—. Creo que deberíamos ir a echar un vistazo nosotros. —Desenvainó su espada parcialmente de la vaina de cuero negro—. ¿Peligro? —preguntó al cafre—. ¿Necesitamos armas?
El cafre se rió otra vez, cogió su propia espada corta (los cafres combatían con dos, larga y corta, así como con arcos y flechas) la hincó en el tronco de un árbol y le dio la espalda.
Alentado por el gesto, el caballero enfundó de nuevo su arma, y su compañero y él siguieron a sus guías. Dejaron la playa y se internaron en el bosque de árboles deformes. Caminaron casi un kilómetro a lo largo de lo que parecía una senda de animales y al fin llegaron al poblado.
A pesar de la grotesca pantomima representada por los cafres, los caballeros no estaban preparados para lo que encontraron. Parecía que habían topado con una gente que se hubiera quedado varada en los bajíos mientras el gran río del Tiempo seguía fluyendo y los dejaba atrás, sin tocarlos.
—Por Hiddukel —le dijo uno al otro en voz baja—. «Hombres» es un término excesivo para referirse a ellos. ¿Son seres humanos o bestias?
—Seres humanos —contestó el otro mientras miraba a su alrededor, pasmado—, pero son como los hombres que según la historia habitaron Krynn en la Era del Albor. ¡Mira! Sus herramientas son de madera. Y también lo son sus lanzas, y muy burdas, por cierto.
—Con la punta afilada, no hecha de piedra —dijo el otro—. Las viviendas son chozas de barro. Los cacharros de cocina, de arcilla. No se ve ni un fragmento de hierro o acero. ¡Qué grupo tan lastimoso! No veo cómo pueden representar un gran peligro, a no ser a causa de la suciedad. A juzgar por el olor, no se deben de haber bañado desde la Era del Albor.
—Qué seres tan feos. Más parecen monos que hombres. No te rías. Muéstrate serio y amenazador.
Aunque no era fácil distinguir su sexo bajo las pieles de animales que llevaban puestas, algunos de los hombres, si es que lo eran, echaron a andar hacia los caballeros. Los «hombres-bestia» caminaban encorvados, con los brazos balanceándose a los costados y los nudillos casi arrastrando por el suelo. Sus cabezas estaban cubiertas de pelo largo y greñudo, y unas barbas descuidadas casi les tapaban las caras. Se movieron frente a los caballeros balanceándose, arrastrando los pies y contemplándolos boquiabiertos por el pasmo. Uno de los hombres-bestia se acercó lo bastante a ellos como para extender una mano mugrienta y tocar la negra y reluciente armadura.
Uno de los cafres se adelantó para interponerse con su corpachón entre él y el caballero.
Éste hizo un ademán al cafre para que se apartara y desenvainó la espada. El acero centelleó a la luz del sol. El caballero se volvió hacia uno de los árboles achaparrados que, al igual que los demás, con sus ramas y troncos nudosos y retorcidos, guardaban bastante semejanza con la gente que vivía bajo ellos. El caballero alzó la espada y cercenó una rama del árbol de un solo tajo.
El hombre-bestia cayó de hinojos al suelo y se arrastró por el polvo al tiempo que emitía lamentos y lloriqueos.
—Creo que voy a vomitar —le dijo el caballero a su compañero—. Ni siquiera los enanos gullys querrían tener nada que ver con esta pandilla.
—En eso tienes razón. —El otro caballero continuó con la inspección—. Entre tú y yo podríamos aniquilar a toda la tribu.
—Podríamos, pero nos sería imposible quitar la peste de nuestras espadas por mucho que las limpiáramos.
—¿Qué hacemos? ¿Los matamos?
—No habría mucho honor en hacer algo así. Es obvio que estos desdichados no representan ninguna amenaza para nosotros. Nuestras órdenes eran descubrir quién o qué habitaba en la isla, y luego regresar y presentar el informe. Cabe la posibilidad de que estas gentes sean el pueblo favorecido por algún dios, que podría encolerizarse si les hacemos daño. Quizás eso es a lo que se referían los Caballeros Grises al hablar de desastre.
—Dudo que sea ése el caso —dijo el otro caballero—. No concibo que ningún dios trate así a su pueblo elegido.
—Tal vez Morgion —dijo el otro con una mueca irónica.
Su compañero asintió con un gruñido.
—Bueno, desde luego no les hemos hecho daño alguno por mirarlos. Los Caballeros Grises no pueden reprocharnos eso. Envía a los cafres a explorar el resto de a isla y volvamos a la playa. Necesito un poco de aire fresco.
Los dos caballeros regresaron hacia la playa y se sentaron a la sombra del árbol. Esperando que volvieran las restantes patrullas, pasaron el tiempo charlando sobre la próxima invasión de Ansalon y acerca de la vasta armada de negros navios con la proa tallada a semejanza de los dragones, tripulados por minotauros, que navegaba veloz a través del océano Courrain transportando miles y miles de guerreros bárbaros. Todo estaba casi a punto para la invasión del continente por dos frentes, que tendría lugar en la víspera del verano.
Los Caballeros de Takhisis no sabían con exactitud dónde atacarían; tal información había sido mantenida en secreto. Pero no dudaban de la victoria. Esta vez, la Reina Oscura tendría éxito. Esta vez, sus ejércitos saldrían victoriosos. Esta vez, la diosa conocía el secreto para alcanzar la victoria.
Los cafres regresaron al cabo de unas pocas horas y dieron sus informes. La isla no era grande, tal vez unos ocho kilómetros de longitud y otros tanto de ancho. Los cafres no encontraron más gente. La tribu de los hombres-bestia se había escabullido, probablemente escondiéndose en sus chozas de barro hasta que los extraños seres se hubieran marchado.
Los caballeros volvieron hacia el bote varado en la playa. Los cafres lo empujaron sobre la arena, y, al entrar la embarcación en el agua, se subieron de un salto y cogieron los remos. El bote se deslizó sobre la superficie del mar, encaminándose hacia el barco negro en el que ondeaba el estandarte de los Caballeros de Takhisis: el lirio de la muerte, la calavera y la espina.
Los caballeros dejaron tras de sí una playa vacía, desierta.
Pero su marcha no pasó inadvertida, como tampoco lo había sido su llegada.
El barco negro desapareció en el horizonte. Cuando no quedó el menor atisbo de él, los observadores descendieron de los árboles.
—¿Regresarán? ¿Existe ese riesgo? —preguntó uno de los hombres-bestia a otro, una hembra.
—Ya los oíste. Han vuelto para informar que somos «inofensivos», que no representamos una amenaza para ellos. Y eso significa que regresarán —añadió la mujer tras un instante de reflexión—. No ahora, ni dentro de poco. Pero regresarán.
—¿Qué podemos hacer?
—No lo sé. Nos reunimos para venir a vivir todos juntos en esta isla a fin de guardar a salvo nuestro secreto. Quizá fue un error hacerlo. Quizás habría sido mejor permanecer desperdigados por todo el mundo. Aquí nos exponemos a ser descubiertos y atacados. Del otro modo al menos podíamos ocultarnos entre las otras razas. No sé —repitió con desánimo—. No puedo estar segura. La decisión está en manos del Dictaminador.
—Sí. —El hombre parecía aliviado—. Eso es verdad. Estará esperando nuestro regreso con impaciencia. Deberíamos volver enseguida.
—Pero no así —advirtió su compañera.
—No, por supuesto que no. —Dirigió una mirada descontenta al mar, los ojos entrecerrados bajo el desaseado pelo enmarañado—. Todo es tan espantoso, tan aterrador... Ni siquiera ahora me siento a salvo. Sigo viendo ese barco apareciendo en el horizonte. Veo a los oscuros caballeros. Oigo sus voces, lo dicho y lo que no se ha dicho. Conversaciones sobre conquistas, batallas, muertes. Deberíamos... —Vaciló un instante—. Deberíamos advertir a alguien en Ansalon, quizás a los Caballeros de Solamnia.
—No es responsabilidad nuestra —replicó la mujer, cortante—. Debemos ocuparnos de nosotros mismos, como hemos hecho siempre. No te quepa duda —añadió, y su tono se volvió amargo— que, en circunstancias similares, a ellos no les importaría lo que nos pasara. Vamos, recobremos nuestra forma verdadera y vayámonos.
Los dos musitaron unas palabras mágicas, unas palabras que ningún hechicero del continente de Ansalon habría podido entender y menos aún pronunciar, unas palabras por las que todos los magos de Ansalon habrían dado su alma a cambio de poseerlas. Ninguno lo conseguiría jamás. Una magia tan poderosa era un don innato, no algo que se adquiriera mediante aprendizaje.
La desastrosa y mugrienta apariencia del hombre-bestia se desprendió como cae el feo caparazón de una crisálida para descubrir la hermosa mariposa aprisionada en su interior. De los disfraces emergieron dos seres de belleza extraordinaria.
Es difícil describir tanta hermosura. Eran altos, esbeltos, de delicada estructura ósea, con ojos grandes y luminosos. Pero hay muchos en este mundo a los que podría describírselos así, muchos a los que se considera hermosos. Y lo que para unos puede ser bello, no lo es para otros. Un enano considera las patillas de una enana muy atractivas, y cree que los tersos rostros de las mujeres humanas resultan insulsos y sin carácter. Aun así, hasta un enano se daría cuenta de que estas personas eran hermosas. Tan hermosas como una puesta de sol en las montañas, como un claro de luna en el mar, como la bruma matinal levantándose en los valles.
Una palabra transformó las burdas pieles de animales que llevaban puestas en fino tejido de seda brillante. Otra palabra cambió el propio árbol en el que los dos habían estado escondidos, estirando las ramas contraídas, suavizando los nudosos troncos. El árbol se alzó recto y orgulloso, y sus hojas, de un verde profundo, susurraron con la brisa del océano. Unas flores exudaron un dulce perfume. Como resultado de otra palabra, todos los otros árboles sufrieron esta misma transformación.
Los dos abandonaron la playa y se dirigieron tierra adentro, siguiendo la misma dirección que los caballeros habían tomado para llegar al poblado de chozas de barro. Ninguno de los dos habló; se sentían cómodos con su silencio. Las palabras que acababan de intercambiar eran, probablemente, más de las que cualquiera de ellos había dirigido a otro de su raza en varios años. Los irdas disfrutaban con el aislamiento, con la soledad. Ni siquiera les gustaba estar cerca entre ellos mismos durante largos períodos. Había hecho falta que surgiera esta crisis para que se iniciara la conversación entre los dos observadores.
En consecuencia, la escena con la que se encontraron a su regreso fue casi tan perturbadora como lo había sido para los caballeros ver las chozas de barro y los utensilios de arcilla. Los dos irdas vieron a todos los suyos, varios centenares de personas, reunidos debajo de un inmenso sauce, una circunstancia casi sin precedentes en la historia de los irdas.
Los feos y deformes árboles habían desaparecido, reemplazados por un denso y lujuriante bosque de robles y pinos. Construidas alrededor y entre los árboles había viviendas pequeñas, concebidas y diseñadas con sumo cuidado. Cada casa era distinta en aspecto y apariencia, pero muy pocas tenían más de cuatro habitaciones, incluyendo el área de cocinar, la de meditación, la de trabajo y la de dormir. Las viviendas que contaban con cinco cuartos también albergaban a los jóvenes de la raza. Un niño vivía con uno de los padres (la madre, por lo general, a menos que las circunstancias aconsejaran lo contrario) hasta que el niño alcanzara el Año de la Unicidad. En ese momento, el niño abandonaba la casa y se establecía en una vivienda propia.
Cada morada irda era autosuficiente. Todo irda cultivaba y criaba su propio alimento, obtenía su agua, se dedicaba a sus estudios. El intercambio social no estaba prohibido ni mal visto. Simplemente, no existía. Semejante idea jamás se le habría ocurrido a un irda; de haberlo hecho, se habría considerado un rasgo peculiar de otras razas inferiores, tales como la humana, la elfa, la enana, la kender y la gnoma; o de las razas oscuras, como la de los minotauros, los goblins y los draconianos; o de una raza que jamás se mencionaba entre los irdas: la de los ogros.
Un irda se unía con otro sólo una vez en la vida, con el propósito de tener intercambio sexual. Ésta era una experiencia traumática tanto para los hombres como para las mujeres, ya que no se unían por amor, sino por un fuerte impulso producto de la práctica mágica conocida como el Valin. Creado por los ancianos para perpetuar la raza, el Valin provocaba que el alma de un irda tomara posesión del alma de otro. No había escapatoria, ni defensa, ni elección, ni selección. Cuando surgía el Valin entre dos irdas, debían copular o el Valin los torturaría y los atormentaría de tal modo que podría conducirlos a la muerte. Una vez que la mujer había concebido, el Valin dejaba de actuar y los dos se marchaban por caminos separados tras decidir entre ellos cuál se responsabilizaba del bienestar de la criatura. Tan devastadora era esta experiencia en la vida de dos irdas que rara vez se repetía en el transcurso de su vida. Así pues, los irdas tenían pocos hijos, por lo que el número de su colectivo se mantenía bajo.
Los irdas habían vivido en el continente de Ansalon a lo largo de siglos, desde su creación. Sin embargo, pocos miembros de las restantes y más prolíficas razas conocían su existencia. Semejantes criaturas portentosas habían sido materia de leyenda y cuentos populares. Todos los niños aprendían sobre el regazo de sus madres la historia de los ogros, que en un tiempo fueron las criaturas más hermosas creadas jamás, pero que —a causa del pecado del orgullo— habían sido maldecidos por los dioses y transformados en monstruos feos y aterradores. Tales cuentos tenían un fondo de moraleja.
—Rolando, si vuelves a tirar del pelo a tu hermana, te convertirás en un ogro.
—Marigold, si sigues admirando tu cara bonita, un día te mirarás en el espejo y te encontrarás con que te has vuelto más fea que un ogro.
Los irdas, así lo dice la leyenda, eran ogros que habían logrado escapar de la ira de los dioses y por ello seguían siendo hermosos, con todas sus virtudes y poderes mágicos intactos. A causa de ser tan poderosos y tan bellos y gozar de tantas bendiciones, los irdas no se codeaban con el resto del mundo, de manera que desaparecieron. Los niños, cuando paseaban por un bosque oscuro y silencioso, siempre buscaban un irda porque —según la leyenda— si se capturaba uno se lo podía obligar a que concediera un deseo.
En esto había el mismo grado de verdad que suele hallarse en la mayoría de las leyendas, pero expresaba el principal temor de los irdas: si alguien de cualquier otra raza descubría un irda, intentaría aprovecharse de su poderosa magia para alcanzar sus propios fines. Este temor de ser utilizados empujaba a los irdas a vivir solos, escondidos, disfrazados, evitando todo contacto con cualquiera.
Habían pasado muchos años desde que un irda había caminado por Ansalon, ya fuera por bosques oscuros y silenciosos o por cualquier otro sitio. Tras la Guerra de la Lanza, los irdas habían esperado con anhelo un largo período en el que reinara la paz, pero habían sufrido una desilusión. Las distintas facciones y razas de Ansalon eran incapaces de acordar un tratado de paz. Peor aún: las razas estaban luchando entre ellas. Y entonces llegaron rumores de la formación de una vasta oscuridad en el norte.
Temeroso de que su gente quedara atrapada en otra guerra devastadora, el Dictaminador tomó una decisión. Envió aviso a todos los irdas para que abandonaran el continente de Ansalon y viajaran a esta isla remota, a mayor distancia de los límites conocidos por todo el mundo. Y así habían llegado aquí y habían vivido en paz y aislamiento durante muchos años. Paz y aislamiento que ahora acababan de romperse.
Los irdas se habían congregado debajo del sauce para intentar poner fin a esta amenaza. Se habían reunido para discutir sobre los caballeros y los bárbaros, pero, aun así, seguían estando aparte, cada uno de ellos separado de sus semejantes, mirando el árbol y después volviendo la vista hacia los otros, desasosegados, incómodos e insatisfechos. La rama cortada por el frío acero del caballero yacía en el suelo. La savia rezumaba del corte en el árbol vivo, y el espíritu del sauce gritaba de angustia sin que los irdas pudieran confortarlo. Una existencia pacífica, que había sido perfecta a lo largo de los años, había llegado a su fin.
—Nuestro escudo mágico ha sido penetrado —dijo el Dictaminador dirigiéndose al grupo en general—. Los caballeros negros saben que estamos aquí. Volverán.
—Disiento en eso, Dictaminador —argumentó otro irda con actitud respetuosa—. Los caballeros no volverán, pues nuestros disfraces los engañaron. Creen que somos salvajes, poco más que unos animales. ¿Por qué iban a regresar? ¿Qué podrían querer de nosotros?
—Ya conoces el modo de actuar de la raza humana —replicó el Dictaminador, su tono cargado de la tristeza de siglos—. Puede que los caballeros negros no quieran nada de nosotros ahora. Pero llegará el momento en que sus líderes necesitarán hombres para aumentar las filas de sus ejércitos, o decidirán que esta isla sería un buen sitio para construir barcos, o precisarían situar una guarnición aquí. Un humano nunca es capaz de dejar nada en paz. Tiene que hacer algo con cualquier objeto que encuentra, darle algún uso, romperlo para ver cómo funciona, atribuirle algún tipo de significado o sentido. Y así será con nosotros. Volverán.
Viviendo siempre a solas, en aislamiento, los irdas no habían necesitado un organismo gubernamental, pero comprendían que era preciso que uno de ellos tomara decisiones en nombre de todos. En consecuencia, desde tiempos inmemoriales, siempre habían elegido a uno entre ellos que era conocido como el Dictaminador. A veces un hombre y a veces una mujer, el Dictaminador no era ni el más viejo ni el más joven, ni el más sabio ni el más astuto, ni el mago más poderoso ni el más débil. Era de un término medio, por lo que se esperaba que no tomara decisiones drásticas, sino que siguiera un curso comedido.
El actual Dictaminador había demostrado ser mucho más fuerte, mucho más agresivo que cualquiera de los Dictaminadores que lo habían precedido. Decía que era debido a los malos tiempos que corrían. Sus decisiones habían sido sabias o, al menos, así lo pensaba la mayoría de los irdas. Los que no estaban de acuerdo eran reacios a alterar la placidez de la vida irda, y por ello no habían dicho nada.
—En cualquier caso, no volverán en un futuro inmediato, Dictaminador —dijo la mujer que había sido uno de los observadores de la playa—. Vimos que su barco desaparecía en el horizonte y advertimos que la bandera que ondeaba en él era la de Ariakan, hijo del antiguo Señor del Dragón, Ariakas. Al igual que hizo su padre antes que él, es seguidor de la diosa oscura, la reina Takhisis.
—Si no fuera seguidor de Takhisis, entonces lo sería de Paladine. Y si no lo fuera de Paladine, lo sería de cualquiera de los otros dioses o diosas. Eso no cambia las cosas. —El Dictaminador se cruzó de brazos y sacudió la cabeza—. Repito que volverán. Aunque sólo sea por la gloria de su reina.
—Hablaron de guerra, Dictaminador, de invadir Ansalon. —Esto lo dijo el observador varón—. Sin duda eso los tendrá ocupados muchos años.
—¡Ah! ¿Ves? —El Dictaminador dirigió una mirada triunfal a la asamblea que lo rodeaba—. Guerra. Otra vez guerra. La razón por la que abandonamos Ansalon. Había esperado que aquí, al menos, estaríamos a salvo, sin que nos afectaran sus conflictos. —Suspiró hondo—. Al parecer, no ha sido así.
—¿Qué vamos a hacer?
Los irdas, separados, apartados los unos de los otros, intercambiaron miradas interrogantes.
—Podríamos abandonar la isla y marcharnos a otra, donde estuviéramos a salvo —sugirió uno.
—Abandonamos Ansalon y vinimos a esta isla —dijo el Dictaminador—, y no estamos a salvo en ella. No lo estaremos en ninguna parte.
—Si regresan, lucharemos contra ellos, los expulsaremos —dijo otro de los irdas, una muchacha muy joven, que acababa de alcanzar el Año de la Unicidad—. Sé que jamás, en toda nuestra historia, hemos derramado la sangre de otra raza, que nos hemos ocultado a fin de evitar matar a nadie, pero tenemos derecho a defendernos. Todos los seres de este mundo tienen ese derecho.
Los otros irdas, más maduros, miraban a la joven con la actitud de exagerada paciencia que los adultos de todas las especies adoptan cuando los más jóvenes hacen comentarios que ponen en evidencia a sus mayores.
En consecuencia, se llevaron una buena sorpresa cuando el Dictaminador dijo:
—Sí, Avril, lo que dices es cierto. Tenemos derecho a defendernos. Tenemos derecho a vivir la vida que hemos elegido: una vida de paz. Y yo digo que deberíamos defender ese derecho.
En su conmoción, varios de los irdas empezaron a hablar al mismo tiempo.
—¿No estarás sugiriendo que luchemos contra los humanos, verdad, Dictaminador?
—Por supuesto que no —respondió—. Pero tampoco sugiero que empaquetemos nuestras pertenencias y abandonemos nuestros hogares. ¿Es eso lo que queréis?
Uno de los presentes habló, un hombre conocido como el Protector y que de vez en cuando se había mostrado en desacuerdo con el Dictaminador. Consecuentemente, no gozaba de la simpatía de éste, que frunció el entrecejo cuando el Protector empezó a hablar:
—De todos los lugares en los que hemos vivido, éste es el más agradable, el más bonito, el más adecuado para nosotros. Aquí estamos juntos, aunque separados. Aquí podemos ayudarnos cuando es necesario, si bien conservamos el aislamiento. Será muy duro abandonar esta isla. Aun así... ya no parece igual ahora. Yo digo que deberíamos trasladarnos.
El Protector señaló con un ademán las pulcras, cómodas casas rodeadas de setos vivos y jardines floridos primorosamente cuidados. Los otros irdas sabían lo que quería decir con su gesto. Las casas eran las mismas, invariables por la magia que había sustituido la ilusión de las chozas de barro. La diferencia no era visible, pero podía sentirse, oírse, saborearse y olerse. Los pájaros, que por lo general estaban gorjeando y piando, guardaban silencio, asustados. Los animales salvajes, que deambulaban libremente entre los irdas, habían desaparecido en sus madrigueras o en las copas de los árboles. El aire estaba cargado del olor penetrante a acero y sangre.
La inocencia y la paz se habían corrompido. Las heridas pueden curarse, y las cicatrices desaparecen, pero el recuerdo perdura. ¡Y ahora el Dictaminador estaba sugiriendo que defendieran esta tierra! La sola idea resultaba espantosa. La propuesta de mudarse iba ganando adeptos, afianzándose.
El Dictaminador vio que tenía que dar un giro a su postura, cambiar de rumbo.
—No sugiero que nos pongamos en pie de guerra —dijo con un tono afable, tranquilizador—. La violencia no es nuestro estilo. He dedicado mucho tiempo a estudiar el problema, ya que presagié que nos sobrevendría un desastre. Acabo de regresar de un viaje al continente de Ansalon. Permitid que os cuente lo que he descubierto.
Los otros irdas contemplaron a su Dictaminador con expresiones de estupefacción. Vivían tan aislados los unos de los otros que nadie había caído en la cuenta de que su cabecilla había estado ausente, y mucho menos que hubiera corrido el riesgo de mezclarse con los del exterior. El semblante del Dictaminador se tornó grave y entristecido.
—Nuestra nave bendecida por la magia me llevó a la ciudad humana de Palanthas. Caminé por sus calles, escuché las conversaciones de la gente. Viajé desde allí hasta la plaza fuerte de los Caballeros de Solamnia, y desde allí a las naciones marítimas de Ergoth. Entré en Qualinesti, el país de los elfos. Invisible como el viento, me deslicé por las fronteras de la nación maldita de Silvanesti, recorrí las Praderas de Arena, pasé un tiempo en Solace, Kendermore y Flotsam. Por último, observé el Mar Sangriento de Istar y, desde allí, pasé cerca del alcázar de las Tormentas, que es de donde vinieron estos mismos caballeros negros.
»En cómputos humanos han pasado más de veinticinco años desde la Guerra de la Lanza. Las gentes de Ansalon esperaron que hubiera paz, una esperanza que era vana, como nosotros podríamos habérselo dicho. Mientras los dioses combatan entre sí, sus batallas se desbordarán al plano mortal. Con estos caballeros negros para combatir por ella, Takhisis es más poderosa que nunca.
»Su comandante, Ariakan, hijo del Señor del Dragón, Ariakas, posee el temple y la temeridad como para señalar a la Reina Oscura dónde está su punto débil. "El Mal se vuelve contra sí mismo." La Guerra de la Lanza se perdió debido a la ambición y egoísmo de los comandantes de la Reina Oscura. Ariakan, prisionero de los Caballeros de Solamnia durante la guerra y después de ella, se dio cuenta de que los solámnicos habían alcanzado la victoria mediante su buena disposición a hacer sacrificios por la causa; sacrificios que tuvieron su máximo exponente en la muerte del caballero Sturm Brightblade.
»Ariakan llevó sus ideas a la práctica y ahora ha formado un ejército de hombres y mujeres entregados en cuerpo y alma a la Reina Oscura y, lo más importante, a conquistar el mundo en su nombre. Renunciarán a cualquier cosa... riqueza, poder, sus propias vidas... con tal de alzarse con la victoria. Están vinculados por el honor y la sangre los unos con los otros. Son un enemigo indomable, sobre todo considerando que Ansalon está, una vez más, dividido y enfrentado.
»Los elfos están en guerra entre sí. Qualinesti tiene un nuevo líder, un muchacho, el hijo de Tanis el Semielfo y de la hija del último Orador de los Soles, Laurana. El muchacho fue inducido, con engaños primero y después obligado, a asumir el papel de rey. En realidad, es poco más que una marioneta cuyas cuerdas mueven algunos elfos partidarios del antiguo orden, que buscan el aislamiento de su raza y que odian a todo aquel que sea distinto de ellos. Eso incluye a sus propios primos de Silvanesti.
»Y, como esos elfos han reforzado su poder, los enanos de Thorbardin temen un ataque y están considerando la posibilidad de cerrar de nuevo su montaña. Los Caballeros de Solamnia están levantando y organizando sus defensas, no por temor a los caballeros negros, sino por miedo a los elfos. Los caballeros de Paladine han sido advertidos contra los oscuros paladines del Mal, pero rehúsan creer que el tigre pueda haber cambiado sus rayas, como reza el dicho. Los solámnicos todavía creen que el Mal se volverá contra sí mismo, como ocurrió en la Guerra de la Lanza, cuando la Señora del Dragón, Kitiara, acabó luchando contra su propio comandante, Ariakas, en tanto que el hechicero Túnica Negra, Raistlin Majere, los traicionaba a ambos. Eso no ocurrirá esta vez.
»La balanza se está inclinando de nuevo a favor de la Reina Oscura. —El Dictaminador echó una mirada a su alrededor, a su pueblo, y sus ojos fueron pasando de uno a otro hasta abarcarlos a todos—. Pero esta vez, amigos míos, creo que Takhisis va a ganar.
—¿Y qué pasa con Paladine? ¿Y Mishakal? Les rezamos ahora como hemos hecho en el pasado. Ellos nos protegerán. —Fue de nuevo el Protector quien habló, pero muchos otros asentían con la cabeza en señal de conformidad.
—¿Acaso nos protegió Paladine de los caballeros perversos? —preguntó el Dictaminador con tono áspero—. No. Permitió que desembarcaran en nuestra costa.
—Pero no nos hicieron daño alguno —hizo notar el Protector.
—Aun así —continuó el Dictaminador ominosamente—, los dioses del Bien, en cuya protección hemos confiado tanto tiempo, poco pueden hacer por nosotros. Este terrible incidente lo ha puesto de manifiesto. Nuestra magia, su magia, ha fallado. Es hora de que contemos con algo más poderoso.
—Es evidente que tienes una idea. Cuéntanos —instó el Protector con voz severa.
—Mi idea es ésta: que usemos el artilugio mágico más poderoso del mundo para protegernos, de una vez por todas, de los extranjeros. Sabéis el nombre del artilugio al que me refiero: la Gema Gris de Gargath.
—La Gema Gris no es nuestra —argumentó el Protector con actitud severa—. No nos pertenece. Pertenece a los pueblos del mundo.
—Ya no —comentó el Dictaminador—. Fuimos nosotros los que hallamos este artefacto. Lo cogimos y lo trajimos aquí para tenerlo guardado a salvo.
—Lo robamos —dijo el Protector—. Se lo quitamos al candido pescador que lo encontró en la orilla, arrastrado por la marea, y que se lo llevó a su casa y lo guardó por sus brillantes facetas y el placer de presumir de él ante sus vecinos. No hacía uso de él, no sabía nada de magia ni le interesaba la magia. Y así la Gema Gris no pudo utilizarlo. Quizás el propósito era que él fuera su guardián. Quizás, al quitársela, hemos frustrado involuntariamente los planes de los dioses. Quizás ése sea el motivo por el que han dejado de protegernos.
—Puede que algunos consideren un robo lo que hicimos. —El Dictaminador miró con dureza al Protector—. Pero mi opinión es que al recuperar la Gema Gris hicimos un favor al mundo. Este artilugio ha sido un problema durante mucho tiempo, sembrando el caos por dondequiera que pasara. Habría escapado de ese simplón como lo hizo de otros muchos con anterioridad. Pero ahora está inmovilizado por nuestra magia. Al conservarlo aquí, bajo nuestro control, estamos haciendo un gran beneficio a la humanidad.
—Recuerdo que nos dijiste, Dictaminador, que la magia de la Gema Gris nos protegería de incursiones del mundo exterior. Pero, al parecer, no ha sido así —intervino el Protector—. ¿Cómo puedes decirnos ahora que su magia nos escudará?
—He empleado largos años estudiando la Gema Gris y recientemente he hecho un importante descubrimiento —contestó el Dictaminador—. La fuerza que impulsa a la Gema Gris, que la hace deambular por el mundo, no es propia de la piedra en sí, sino que creo que está oculta en su interior. La piedra sólo es su recipiente, que contiene y constriñe el poder de dentro. Esta fuerza mágica, una vez liberada, sin duda resultará ser inmensamente poderosa. Propongo a la asamblea que rompamos la Gema Gris, liberemos la fuerza que guarda en su interior, y la utilicemos para proteger nuestro hogar.
Era patente el desasosiego de los irdas. No les gustaba emprender acciones de ningún tipo, prefiriendo dedicar sus vidas a la meditación y al estudio. Tomar una decisión tan drástica era casi inconcebible. Aun así, sólo tenían que mirar a su alrededor para ver los daños causados en su amada tierra, su último refugio del mundo.
—Si hay una fuerza atrapada dentro de la Gema Gris —se aventuró el Protector a hacer una última protesta—, debe de ser, como bien has dicho, muy poderosa. ¿Estás seguro de que podremos controlarla?
—Actualmente somos capaces de controlar la propia Gema Gris con suma facilidad. No veo qué dificultad puede haber en controlar su poder y utilizarlo para defendernos.
—Pero ¿cómo estás seguro de que la Gema Gris está bajo tu control? ¡Puede que ella te esté controlando a ti, Dictaminador!
La voz que había intervenido —más bronca que la musical de los irdas— llegó de alguna parte, detrás del Protector. Todos los irdas volvieron la cabeza hacia la dirección de la voz y se apartaron para que la persona que había hablado pudiera ser vista. Era una mujer joven, una humana de edad indeterminada, entre los dieciocho y los veinticinco años humanos. La joven era, a los ojos de los irdas, una criatura extraordinariamente fea. A pesar de su aspecto poco atractivo —o quizás a causa de él— los irdas la querían, la adoraban, la mimaban. Lo habían hecho durante años, desde que llegó siendo aún un bebé, huérfana, para vivir entre ellos.
Pocos irdas se habrían atrevido a hacer una pregunta tan impertinente al Dictaminador. La joven debería saberlo. Las miradas desaprobadoras de todos se volvieron hacia el irda al que se había encargado el cuidado de la humana, aquel a quien, por esa misma razón, se conocía como el Protector.
Este parecía muy turbado mientras hablaba con la muchacha intentando, al parecer, convencerla para que regresara a su casa.
El Dictaminador asumió una expresión de extremada paciencia.
—No sé muy bien a qué te refieres, Usha, pequeña. Quizá podrías explicarte.
La muchacha pareció satisfecha de ser el centro de tanta atención. Se libró con una sacudida de la mano del Protector que la retenía con suavidad, y se adelantó hasta situarse en el centro del círculo de los irdas.
—¿Cómo sabes que la Gema Gris no te está controlando? En tal caso, no es probable que dejara que lo supieras, ¿verdad? —Usha miró a su alrededor, sintiéndose orgullosa de su planteamiento.
El Dictaminador reconoció este argumento, alabó la sagacidad de la humana, y tuvo mucho cuidado en contener una sonrisa. La idea era, por supuesto, ridicula, pero la muchacha era humana, al fin y al cabo.
—La Gema Gris ha permanecido muy sumisa desde que se la trajo a nuestra tierra —dijo—. Descansa sobre el altar que se construyó para ella, y apenas si brilla. Dudo que nos esté controlando, pequeña. No tienes que preocuparte por ese lado.
Ninguna otra raza de Krynn era tan poderosa en la magia como los irdas. Ni siquiera los dioses —así rumoreaban algunos irdas, entre ellos el Dictaminador— eran tan poderosos. El dios Reorx había perdido la joya. Los irdas la habían descubierto, la habían cogido, y ahora la guardaban. Los irdas conocían las historias del pasado de la Gema Gris, cómo había extendido el caos por dondequiera que pasaba por todo el mundo. Según la leyenda, la Gema Gris era la responsable de la creación de las razas de kenders, gnomos y enanos. Pero eso fue antes de que los irdas la tuvieran a su cuidado. Antes había estado al cuidado de humanos. ¿Qué podía esperarse?
Los irdas prosiguieron su reunión, intentando por todos los medios salir de esta situación sin tener que recurrir a ningún tipo de acción drástica.
Usha no tardó en aburrirse —como tan fácilmente hacían los humanos— y le dijo al Protector que regresaba a casa para preparar la cena. El hombre pareció aliviado.
Al alejarse de la reunión, Usha se sintió inclinada, al principio, a ponerse furiosa. Su idea era buena, y la habían desestimado con demasiada rapidez. Pero estar enfadada requería un montón de energía y concentración, y tenía otras cosas dándole vueltas en la cabeza. Se internó en terreno agreste, pero no para recolectar hierbas para la cena.
Por el contrario, se dirigió a la playa, y cuando llegó a la orilla se quedó parada, mirando con fascinación las huellas de los pies dejadas en la arena por los dos jóvenes caballeros. Se arrodilló y posó la mano sobre una de las huellas. Era mucho más grande que su mano. Los caballeros eran más altos y más corpulentos que ella. Al evocarlos, un agradable y desconcertante cosquilleo le recorrió el cuerpo. Era la primera vez que había visto a otros humanos, humanos varones.
A decir verdad, eran feos al compararlos con los irdas, pero tampoco lo eran tanto...
Usha, sumida en sus ensoñaciones, permaneció en la playa, mucho, mucho tiempo.
Los irdas llegaron a una decisión: dejar el asunto de la Gema Gris en manos del Dictaminador. Él sabría mejor cómo manejar esta situación. Fuera cual fuese su decisión, se acataría. Así resuelto, regresaron a sus viviendas, deseosos de estar solos, de dejar atrás todo este desagradable tema.
El Dictaminador no volvió de inmediato a su casa. Convocó a tres de los irdas más ancianos y los llevó aparte para mantener una conversación privada.
—No quise sacar a colación este asunto públicamente porque sabía la pena que ocasionaría a nuestro pueblo —comenzó, hablando suavemente—, pero hay que tomar otra medida a fin de afianzar nuestra seguridad. Somos inmunes a las tentaciones generadas por la Gema Gris, pero hay alguien viviendo entre nosotros que no lo es. Sabéis a quién me estoy refiriendo.
Los otros lo sabían, a juzgar por sus expresiones consternadas y tristes.
—Me duele tener que tomar esta decisión —continuó el Dictaminador—, pero debemos hacer que esa persona se marche. Todos vosotros visteis y oísteis a Usha hoy. Debido a su ascendencia humana es vulnerable a la influencia de la Gema Gris.
—Eso no lo sabemos con certeza —se aventuró uno a objetar débilmente.
—Conocemos la historia —replicó, cortante, el Dictaminador—. He investigado y he descubierto que todo lo que se cuenta es verdad. La Gema Gris pervierte a todos los humanos que se acercan a ella, llenándolos de anhelos y deseos que no pueden controlar. Los hijos del héroe de guerra, Caramon Majere, casi cayeron víctimas de ella, según uno de los informes. El dios Reorx en persona tuvo que intervenir para salvarlos. La Gema Gris puede haberse apoderado ya de Usha y estar intentando utilizarla para provocar disensiones entre nosotros. En consecuencia, en bien de su propia seguridad y de la nuestra, Usha debe abandonar la isla.
—Pero la hemos criado desde que era un bebé —protestó otro de los ancianos—. ¡Éste es el único hogar que conoce!
—Usha es lo bastante mayor ya para vivir sola, entre los de su clase. —El Dictaminador suavizó su tono severo—. Hemos comentado anteriormente el hecho de que cada vez se muestra más inquieta y parece aburrirse con nosotros. Nuestra vida estudiosa, contemplativa, no es para ella. Como les ocurre a todos los humanos, necesita de los cambios para madurar. La estamos sofocando. Esta separación será ventajosa tanto para ella como para nosotros.
—Será doloroso renunciar a ella. —Uno de los ancianos se enjugó una lágrima, y llorar no era habitual entre los irdas—. Sobre todo para el Protector. Adora a la pequeña.
—Lo sé —dijo el Dictaminador suavemente—. Parece cruel, pero cuanto antes actuemos será mejor para todos, incluido el Protector. ¿Estamos todos de acuerdo?
En reconocimiento a su buen juicio, prevaleció la decisión del Dictaminador, que fue en busca del Protector para decírselo. Los otros irdas regresaron a toda prisa a sus casas separadas.
—¿Marcharme? —Usha miraba atónita al hombre al que siempre había conocido como Protector—. ¿Marcharme de la isla? ¿Cuándo?
—Mañana, pequeña —dijo el Protector, que iba de un lado a otro de la casa que compartían recogiendo las cosas de Usha y poniéndolas sobre la cama para después empaquetarlas—. Se está preparando un bote para ti. Eres una experta marinera y la embarcación ha sido mejorada con magia. No volcará por muy encrespadas que estén las aguas. Si deja de soplar el viento, el bote no se detendrá y seguirá navegando, impulsado por la corriente de nuestros pensamientos. Te llevará a través del océano a salvo hasta la ciudad humana de Palanthas, que está casi rumbo sur de nosotros. Será una travesía de doce horas, no más.
—Palanthas... —repitió Usha, sin acabar de comprender, sin darse siquiera cuenta de lo que decía.
El Protector asintió con la cabeza.
—De todas las ciudades de Ansalon, creo que Palanthas será la más adecuada para ti. La población es grande y variada, ya que los palanthinos tienen una gran tolerancia hacia otras culturas distintas de la suya. Lo extraño es que esto se deba, quizás, a la presencia de la Torre de la Alta Hechicería y a su señor, lord Dalamar. Aunque es un mago perteneciente a la Orden de los Túnicas Negras, es respetuoso con...
Usha ya no escuchaba. Sabía que el Protector hablaba sin parar llevado por la desesperación. Siendo un hombre silencioso, retraído, afable, dulce, todas esas palabras eran más de las que le había dirigido durante meses, y probablemente lo estaba haciendo sólo para procurar algún consuelo a ella y a sí mismo. Usha lo supo porque, cuando el hombre cogió una muñeca con la que había jugado de niña, de repente dejó de hablar, la apretó contra su pecho y la sostuvo como lo había hecho con ella antaño.
A Usha se le llenaron los ojos de lágrimas. Se volvió con rapidez para que no la viera llorar.
—Así que se me envía a Palanthas, ¿no? Bien. Sabes que hace tiempo que quería marcharme. Tenía planeado todo el viaje. Pensaba dirigirme a Kalaman, pero... —se encogió de hombros—, Palanthas servirá. Da igual un sitio que otro.
No había pensado en ir a Kalaman en ningún momento. Era el primer nombre de ciudad que le había venido a la cabeza, pero lo dijo de forma que parecía que llevara años planeando el viaje. La verdad era que estaba asustada. Terriblemente asustada.
«¡Los irdas saben dónde estuve anoche!», pensó, sintiéndose culpable. «Saben que estuve en la playa. ¡Saben lo que estuve pensando, soñando!»
Sus sueños habían evocado las imágenes de los caballeros: sus jóvenes rostros, su cabello húmedo de sudor, sus fuertes y flexibles manos. En sus sueños se habían encontrado con ella, le habían hablado, se la habían llevado en su barco con cabeza de dragón. Le habían jurado que la amaban; habían renunciado a la guerra y a las armas por ella. Una estupidez, lo sabía. ¿Cómo podía un hombre amar a alguien tan feo como ella? Pero podía soñar que era hermosa, ¿no? Al recordar ahora sus sueños, Usha se ruborizó. Se avergonzaba de ellos, de los sentimientos que despertaban dentro de ella.
—Sí, los dos sabemos que ha llegado el momento de que te marches —dijo el Protector con cierta torpeza—. Ya habíamos hablado de ello antes.
Cierto, Usha había hablado de marcharse durante los últimos tres años. Planeaba el viaje, decidiendo qué llevarse consigo; incluso llegó a marcar una fecha de partida, una fecha imprecisa, como la Víspera del Solsticio de Verano, o el Día de las Tres Lunas. Esas fechas llegaron y pasaron, pero Usha siempre se quedaba. El mar estaba demasiado agitado, o el tiempo era demasiado frío o el bote resultaba inadecuado o los augurios desfavorables. El Protector siempre se mostraba de acuerdo con ella, afablemente, del mismo modo que estaba de acuerdo con todo lo que ella decía o hacía, y el tema quedaba zanjado. Hasta la próxima vez que Usha empezaba a planear su viaje.
—Tienes razón. De todas formas pensaba marcharme —repuso, confiando en que el temblor de su voz fuera tomado por excitación—. Tengo mi equipaje hecho a medias.
Se pasó una mano por los ojos y se volvió para mirar al hombre que la había criado desde la infancia.
—¿Pero qué haces, Prot? —inquirió dirigiéndose a él por el nombre con que lo llamaba de pequeña—. No pensarás que voy a ir a Palanthas llevando mi muñeca, ¿verdad? Déjala aquí. Te servirá de compañía mientras yo estoy ausente. Los dos podréis hablar hasta que vuelva.
—No volverás, pequeña —dijo el Protector con voz queda.
No la miró, pero acarició la usada muñeca. Luego, en silencio, se la tendió a la joven.
Usha lo miraba fijamente. El temblor de la voz dio paso a un nudo en la garganta, y éste provocó que las lágrimas volvieran a sus ojos. Cogió la muñeca con brusquedad y la arrojó al otro lado del cuarto.
—¡Se me está castigando! ¡Se me castiga por decir lo que pienso! ¡Porque no me da miedo ese hombre! ¡El Dictaminador me odia! ¡Todos vosotros me odiáis! ¡Me odiáis porque soy fea y estúpida y... y humana! ¡Vale! —Usha se limpió las lágrimas con el dorso de las manos, se atusó el cabello e inhaló honda, temblorosamente—. De todos modos no tenía planeado regresar. ¿Quién querría volver aquí? ¿A quién le importa un sitio aburrido en el que nadie le dirige la palabra a otro durante meses? ¡A mí, no! ¡Me marcho esta misma noche! ¡Al infierno con el equipaje! ¡No quiero nada de vosotros! ¡Nada! ¡Nunca más!
Ahora lloraba sin disimulo... Lloraba y observaba al mismo tiempo para ver el efecto que causaban sus lágrimas. El Protector la miraba con impotencia, como había hecho siempre cuando ella lloraba. Cedería. Siempre cedía. Haría cualquier cosa para apaciguarla, para consolarla; le daría lo que quisiera. Siempre lo había hecho.
Los irdas no están acostumbrados a mostrar sus emociones a menos que sean extraordinariamente fuertes. En consecuencia, los desconcertaban las extravagancias tempestuosas del temperamento humano. No podían soportar ver a nadie en un estado de profunda angustia emocional. Resultaba embarazoso, mal visto, falto de dignidad. Usha había aprendido muy pronto que las lágrimas y las rabietas le proporcionaban lo que quisiera, fuera lo que fuera. Sus sollozos se hicieron mas fuertes; se atragantó y se ahogó mientras se regocijaba para sus adentros. No tendría que marcharse. Ahora no.
«¡Me marcharé!», pensó con resentimiento. «Pero sólo cuando yo lo diga y esté dispuesta.»
Había llegado al estado de dolorosos hipidos y pensaba que era el momento de parar y dar al Protector una oportunidad de disculparse humildemente por disgustarla, cuando oyó algo asombroso:
El ruido de la puerta al cerrarse.
Usha tragó saliva, cogió torpemente un pañuelo para limpiarse los ojos y cuando pudo ver miró a su alrededor, estupefacta.
El protector se había marchado. La había dejado plantada.
Usha se sentó en la pequeña casa, silenciosa y vacía, que había sido suya durante todos los años que habían pasado desde que la trajeron aquí siendo un bebé. En una ocasión había intentado llevar las cuentas, marcar los años desde el día en que el Protector le dijo que había nacido. Pero dejó de contarlos alrededor de los trece. Hasta entonces fue como un juego, pero a esa edad —por alguna razón— el juego se volvió doloroso. Nadie le contaba gran cosa acerca de sus padres o por qué no estaban allí. No les gustaba hablar de esas cosas. Los ponía tristes cada vez que ella sacaba a colación el tema.
Nadie quiso decirle quién era... sólo lo que no era. No era una irda. Y así, en un acceso de rabia, había dejado de marcar los años, y cuando volvieron a ser importantes para ella, había perdido la cuenta. ¿Habían pasado cuatro o cinco años? ¿Seis? ¿Diez?
Tampoco es que importara mucho. No importaba nada.
Usha sabía que esta vez sus lágrimas no le servirían.
Al día siguiente, cuando el sol estaba en su cénit, más o menos, los irdas volvieron a reunirse —dos veces en dos días era algo prácticamente sin precedente en su historia— para decir adiós a la «pequeña» humana.
Ahora Usha estaba protegida por la cólera; la cólera y el resentimiento. Sus palabras de despedida fueron distantes y formales, como si estuviera diciendo adiós a algunos primos lejanos que habían venido de visita.
—No me importa —fue lo que el Protector le oyó decir, y no en voz demasiado baja, para sí misma—. ¡Me alegro de marcharme! No me queréis. Nadie me quiso nunca. No me importáis ninguno, puesto que yo no os he importado.
Pero a los irdas sí les importaba. El Protector deseó poder decírselo, pero le costaba pronunciar esas palabras, si es que era capaz de decirlas. Los irdas se habían encariñado con la chiquilla alegre, que reía y cantaba, que los había sacado de sus estudios contemplativos con sobresalto, obligándolos a abrir sus corazones cerrados a cal y canto. Si la habían mimado y malcriado —y lo habían hecho, de eso no le cabía duda al Protector— había sido sin intención. Se sentían felices al verla feliz y, por lo tanto, habían hecho todo lo posible para que siguiera así.
El Protector empezó a pensar, vagamente, que quizás esto era un error. Al mundo al que la empujaban de un modo tan brusco no le importaba Usha ni poco ni mucho. Estuviera triste o alegre, muerta o viva, no era asunto del mundo. Se le ocurrió ahora —un poco tarde— que quizás Usha debería haber recibido cierta disciplina, haber aprendido a afrontar tal indiferencia.
Claro que jamás pensó en realidad que tendría que dejar libre al silvestre pájaro cantor. Ahora que había llegado ese momento, aunque no se demostraron emociones abiertamente, los irdas mostraron sus sentimientos del único modo que sabían hacerlo: dándole regalos.
Usha los aceptó dando las gracias con descortesía, cogiéndolos y metiéndolos a empujones en una bolsa de cuero sin siquiera echarles un vistazo. Cuando el que le entregaba el objeto intentaba explicarle su utilidad, Usha cortaba las explicaciones con un ademán. Estaba dolida, profundamente dolida, y tenía intención de causarles el mismo daño a todos ellos. A decir verdad, el Protector no podía culparla.
El Dictaminador pronunció un conmovedor discurso que Usha escuchó en un silencio gélido, y después llegó el momento de la partida. La marea era la correcta; el viento, también. Los irdas musitaron sus plegarias y buenos deseos. Usha les dio la espalda y echó a andar hacia el bosque, encaminándose a la playa, aferrando los regalos contra su pecho con fuerza.
—¡No me importa! ¡No me importa! —repetía una y otra vez en lo que el Protector confiaba que fuera un mantra fortalecedor.
Fue el único que la acompañó hasta el bote. La muchacha se negó a hablar con él, y el irda empezó a preguntarse si quizá la habría juzgado mal. Quizás era una más de esos humanos a los que nada les importaba y carecían de sentimientos. A mitad de camino de la playa, cuando los dos estuvieron solos en el bosque, Usha se frenó de sopetón.
—¡Prot, por favor! —Le echó los brazos al cuello y lo estrechó contra sí, una muestra de afecto que no hacía desde que había dejado atrás la infancia—. ¡No me alejes de ti! ¡No me obligues a marcharme! ¡Seré buena! ¡No volveré a causar ningún problema! ¡Te quiero! ¡Os quiero a todos!
—Lo sé, niña, lo sé. —El Protector, cuyos ojos también estaban empañados, le palmeó la espalda con gesto torpe. Acudió a él con fuerza el recuerdo de hacer esto mismo con ella cuando era un bebé, acurrucada en sus brazos, y él hacía cuanto estaba en su mano para darle el amor que su madre nunca pudo darle.
Cuando los sollozos de Usha se apagaron, el Protector la apartó para mirarla a los ojos.
—Pequeña, se supone que no tendría que decirte esto, pero no puedo dejarte marchar pensando que ya no te queremos, que nos has decepcionado de algún modo. Eso no podría pasar nunca, Usha. Te amamos mucho. Tienes que creerme. La verdad es... que vamos a realizar magia, una magia muy poderosa en un intento de evitar que los caballeros malvados regresen. No puedo explicártelo, pero esta magia podría dañarte, Usha, porque no eres irda. Podría ponerte en peligro. Te hacemos marchar porque nos preocupa tu seguridad.
Una mentira, quizá, pero era una mentira inofensiva. En realidad, a Usha se la hacía partir porque podía poner en peligro la magia. La humana, Usha, era una mácula en la perfecta estructura cristalina del encantamiento que los irdas planeaban utilizar para contener el poder de la Gema Gris. El Protector sabía que ésta era la verdadera razón de que el Dictaminador decretara la marcha de Usha.
La muchacha sollozó bajito. El Protector le limpió la nariz y la cara, como había hecho cuando era una niñita.
—¿Esa..., esa magia os pondrá a salvo? —Usha tragó saliva—. ¿A salvo del mal?
—Sí, pequeña. Es lo que dice el Dictaminador, y no tenemos motivo para dudar de su buen juicio.
Otra mentira. El Protector había dicho más mentiras en este día que en toda una vida de incontables siglos. Estaba profundamente asombrado de que se le diera tan bien mentir.
Usha hizo un débil intento de sonreír.
—Gracias por ser sincero conmigo, Prot. Siento..., siento haber sido tan brutal con los demás. Díselo, por favor. Diles lo mucho que los voy a echar de menos y que pensaré en vosotros todos los días... —Las lágrimas amenazaron con desbordarse otra vez. Tragó saliva y las contuvo.
—Se lo diré, Usha. Y ahora, vamos. El sol y la marea no esperan a nadie, o eso es lo que dicen los minotauros.
Caminaron hacia la playa. Usha iba muy callada. Parecía aturdida, incrédula, conmocionada.
Llegaron al bote, una embarcación grande, de dos mástiles, de fabricación y diseño de los minotauros. Los irdas la habían conseguido varios años antes, para utilizarla en la adquisición de la Gema Gris. Una vez completada la tarea, los irdas no tenían otra utilidad para la embarcación y habían dado permiso al Protector para enseñar a Usha cómo navegar en ella. Aunque la idea lo horrorizaba, siempre había temido que este día acabaría llegando.
Entre los dos colocaron cuidadosamente los dos bultos de equipaje: uno pequeño, en el que guardaba objetos personales y que podría llevar a la espalda, y una bolsa más grande, que contenía los regalos de los irdas. Usha llevaba puestas lo que los irdas juzgaban ropas adecuadas para viajar con calor: pantalones hechos con ligera seda verde, sueltos y ondeantes, fruncidos en los tobillos, y sujetos a la cintura con una banda bordada; una túnica a juego, abierta por el cuello y atada a la cintura con un fajín dorado; y un chaleco de terciopelo negro, con bordados de vivos colores. La cabeza se la cubría con un pañuelo de seda.
—Con tantos paquetes pareces una kender —intentó bromear el Protector.
—¡Una kender! —Usha se obligó a soltar una risa—. Me contaste historias sobre ellos, Prot. ¿Crees que llegaré a conocer a uno?
—Será más fácil conocerlos que librarte de ellos. Oh, sí, pequeña. —El Protector sonrió al evocar ciertos recuerdos—. Conocerás a los alegres y despreocupados kenders de ágiles dedos. Y a los severos y secos enanos; a los astutos e ingeniosos gnomos; a los audaces y apuestos caballeros; a los elfos de voces argentinas. Los conocerás a todos...
Mientras hablaba, el Protector observó que Usha apartaba los ojos de él y dirigía la mirada hacia el mar. La expresión de su rostro cambió, dejando de ser aturdida, conmocionada. Ahora advirtió ansia, el anhelo de ver y oír y probar y tocar la vida. En el horizonte unas nubes blancas iban formando un cúmulo más y más alto, pero Usha no veía nubes, sino ciudades, blancas y brillantes al sol. El Protector tuvo la impresión de que si el océano hubiese sido de pizarra la joven habría echado a correr por él en ese mismo instante.
El irda suspiró. La parte humana había tomado control de la huérfana finalmente. La excitación brillaba en sus ojos; sus labios se entreabrieron. Se inclinó hacia adelante, en un gesto inconsciente de ansiedad, dispuesta —como lo estaban todos los humanos— a zambullirse de cabeza en el futuro.
Sabía mucho mejor que ella —pues había sido uno de los pocos irdas que había recorrido el mundo— a los peligros que Usha, en su inocencia, se enfrentaba. Estuvo a punto de prevenirla; las palabras acudieron a sus labios. Le había hablado de los caballeros y los kenders. Ahora debería hablarle de los crueles draconianos; de los malvados goblins; de humanos con el alma y el corazón corruptos; de clérigos oscuros que realizaban actos indecibles en nombre de Morgion o Chemosh; de hechiceros Túnicas Negras con anillos que absorbían la vida; de delincuentes, ladrones, perjuros, seductores.
Pero no le dijo nada. No llego a advertirle del peligro. No tuvo corazón para apagar su entusiasmo, para ensombrecer el brillo de su mirada. Pronto lo descubriría por sí misma. Ojalá los dioses velaran por ella, como se decía que velaban por los niños dormidos, los animales extraviados y los kenders.
La ayudó a subir al bote.
—La magia guiará la embarcación hacia Palanthas. Lo único que tienes que hacer, pequeña, es mantener el rumbo de manera que el sol poniente toque tu mejilla izquierda. No temas por las tormentas, pues el bote no puede volcar. Si el viento deja de soplar, nuestra magia será tu brisa marina, empujando al bote en su camino. Deja que las olas te mezan hasta dormirte, y cuando despiertes por la mañana verás las cúpulas de Palanthas brillando tajo el sol.
Levantaron la vela entre los dos. Durante todo el proceso, el protector estuvo abstraído, argumentando consigo mismo, intentando tomar una decisión. Finalmente, lo hizo.
Cuando la embarcación estaba lista para zarpar, el Protector instaló a Usha en la popa, colocando de nuevo sus posesiones a su alrededor, ordenadamente. Hecho esto, sacó un rollo de pergamino atado con una cinta negra y se lo tendió a Usha.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, mirándolo con curiosidad—. ¿Un mapa?
—No, pequeña. No es un mapa. Es una carta.
—¿Para mi? ¿Me habla...? —Su rostro se iluminó con la esperanza—. ¿Me habla de mi padre? ¿De por qué me abandonó? Me prometiste que un día me lo contarías, Prot.
El Protector se sonrojó hasta las orejas, sorprendido.
—Eh... Mmmm... No, no es eso, pequeña. Ya conoces la historia. ¿Qué más podría añadir?
—Me dijiste que me dejó después de la muerte de mi madre, pero nunca me dijiste el porqué. Es porque no me quería, ¿verdad? Porque fui la causa de la muerte de mi madre. Me odiaba...
—¿De dónde has sacado esa idea, pequeña? —El Protector estaba conmocionado—. Tu padre te amaba profundamente. Sabes lo que pasó. Te lo contamos.
—Sí, Prot —dijo Usha con un suspiro. Todas sus conversaciones acerca de sus progenitores acababan de este modo. Se negaba a decirle la verdad. Vale, no importaba. Ella encontraría su propia verdad.
—La carta no es para ti —dijo el Protector mientras le daba golpecitos al pergamino con el dedo, deseoso de cambiar de tema—; pero, cuando hayas perdido de vista nuestra isla, puedes abrirla y leerla. La persona a la que has de entregársela tal vez quiera hacer preguntas que sólo tú puedes contestar.
Usha contempló la carta fijamente, con expresión desconcertada.
—Entonces ¿para quién es, Prot?
El Protector guardó silencio un momento, luchando consigo mismo. Sacudió la cabeza para librarse de las dudas que lo acosaban.
—Hay un poderoso hechicero que vive en Palanthas —respondió—. Se llama Dalamar. Después de que hayas leído esta carta, llévasela a él. Es justo que sepa lo que nos proponemos hacer, en caso de que... —calló sin terminar la frase, pero Usha tenía una viva inteligencia.
—¡En caso de que algo vaya mal! —la concluyó por él—. ¡Oh, Prot! —Se aferró al irda con fuerza, ahora que el momento de partir había llegado—. ¡Tengo miedo!
«Siempre lo tendrás, pequeña. Toda tu vida. Es la maldición del ser humano», pensó el Protector, que se inclinó y la besó en la frente.
—Que la bendición de tu madre, y la de tu padre, vayan contigo.
Bajó del bote y lo empujó fuera de la playa, haciendo que se deslizara sobre las olas.
—¡Protector! —gritó Usha, alargando la mano para agarrarse a él.
Pero el agua, o la magia, o ambas, alejaron el bote rápidamente. El chapoteo de las olas al romper en la orilla ahogaron sus palabras.
El Protector permaneció en la arenosa playa hasta que el bote se perdió de vista. Incluso después de que el pequeño punto hubiera desaparecido en el horizonte, continuó parado allí.
Sólo cuando la marea subió, borrando con las olas el rastro de las pisadas de Usha en la arena, el Protector dio media vuelta y se marchó.
Usha, sola en el bote, contempló cómo la esbelta figura del Protector se hacía más y más pequeña, vio cómo la costa de su hogar se difuminaba en la distancia hasta no ser más que una línea negra en el horizonte. Cuando el Protector y la costa se perdieron de vista, Usha dio un tirón al timón para hacer que el bote girara y navegar de regreso.
El timón no respondió. El viento sopló con más fuerza y de manera constante. La magia irda mantenía la embarcación rumbo a Palanthas.
Usha se tumbó en el fondo del bote y se entregó a su pena, llorando y gritando hasta casi ponerse enferma. Las lágrimas no aliviaron en absoluto el dolor de su corazón. Por el contrario, le dieron hipo, le pusieron rojos los ojos, que le picaban y le ardían, e hicieron que la nariz le goteara. Manoseando torpemente para coger un pañuelo se topó con la carta que el Protector le había dado. La abrió sin mucho entusiasmo, imaginando que había sido otra excusa para librarse de ella, y empezó a leer...
»Mi Usha: mientras escribo esto, tú duermes. Te miro —descansando plácidamente, el brazo echado sobre tu cabeza, el cabello despeinado, las huellas de las lágrimas en tus mejillas— y recuerdo a la criatura que trajo alegría y calor a mi vida. Ya te echo de menos ¡y todavía no te has ido!
»Sé que te sientes herida y estás enfadada porque te enviamos lejos de aquí, sola. Por favor, créeme mi querida niña: jamás habría hecho esto si no estuviera convencido de que tu marcha es por tu propio bien.
»La pregunta que planteaste en la reunión, referente a la Gema Gris y su control sobre nosotros, es algo que nos hemos preguntado muchos de nosotros. No estamos seguros de que romper la joya sea el mejor curso de acción. Accedimos a la proposición del Dictaminador porque, sinceramente, creemos que no tenemos otra opción.
»El Dictaminador ha decretado que ni el menor indicio de lo que planeamos debe trascender al mundo exterior. En eso, creo que se equivoca. Durante demasiado tiempo nos hemos mantenido apartados del mundo. Ello ha acabado —más de una vez— en tragedia. Mi propia hermana...»
En este punto, lo que quiera que hubiera escrito había sido tachado. El Protector nunca le había mencionado que tuviera una hermana. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había ocurrido? Usha trató de descifrar las palabras debajo del tachón, pero fracasó. Suspiró y siguió leyendo. Lo que venía a continuación iba dirigido a lord Dalamar, señor de la Torre de la Alta Hechicería, en Palanthas.
Usha pasó con una ojeada las educadas presentaciones preliminares y una descripción de cómo se las habían ingeniado los irdas para robar la Gema Gris, una historia que había oído contar infinidad de veces y que ya le resultaba aburrida. Se saltó hasta la parte interesante.
»La Gema Gris descansa sobre el altar que le hemos construido especialmente para retenerla. A simple vista, el aspecto de la piedra es modesto. Al examinarla más detenidamente se vuelve más interesante. Su tamaño parece variar según quién la contempla. El Dictaminador insiste en que es tan grande como un gato adulto, mientras que yo la veo con un tamaño como el del huevo de una gallina.
»Es imposible determinar su número de facetas. Todos nosotros las hemos contado y ninguno ha llegado a la misma cifra. Esas cifras no varían en uno o dos números, sino que son radicalmente distintas, como si cada uno de nosotros hubiese contado las facetas de gemas diferentes.
»Sabernos que la joya es caótica por naturaleza. Sabemos también que el dios Reorx ha hecho muchos intentos para recapturarla, pero que siempre ha fracasado. La Gema Gris está más allá de su poder para retenerla. Entonces ¿por qué se nos ha permitido que nosotros la conservemos?
»La respuesta del Dictaminador a esta pregunta es que Reorx es un dios débil, fácil de distraer, e indisciplinado. Tal vez sea verdad, pero me pregunto por qué los otros dioses no han hecho nunca el menor intento de controlar la gema. ¿Será porque ellos, también, son débiles contra ella? Y sin embargo, si los dioses son todopoderosos, ¿cómo es eso posible? A menos que la propia Gema Gris posea un poder mágico mucho más fuerte que el de los propios dioses.
»Si es así, la piedra es inmensamente más poderosa que nosotros. Y ello significa que la Gema Gris no está bajo nuestro control. Nos está engañando, utilizándonos... no sé con qué propósito. Pero me da miedo.
»Por ello he incluido una copia de la historia de la creación del mundo y de la Gema Gris, según la tradición irda. Encontraréis, milord Dalamar, que difiere considerablemente de las otras historias recopiladas, y ésa es una razón por lo que considero esencial que esta información llegue al Cónclave de Hechiceros. Quizá se puedan recoger algunas claves respecto a la Gema Gris a través de este relato.»
—¡La historia de los irdas! —exclamó Usha, que a punto estuvo de enrollar el pergamino—. ¡La tengo oída de sobra! ¡Me la sé de memoria!
Había aprendido a leer y escribir el lenguaje irda y también el conocido como Común, que los irdas jamás hablaban entre sí pero que se consideró aconsejable que ella supiera. Aunque había sido buena estudiante, Usha no disfrutaba demasiado con el aprendizaje. A diferencia de los estudiosos irdas, ella prefería hacer cosas antes que leer sobre las cosas que se hacían.
Pero no tenía otra cosa que hacer ahora salvo lloriquear y gemir y compadecerse de sí misma. Se inclinó sobre el macarrón, metió el pañuelo en el agua de mar, se refrescó la cara y la frente calientes, y se sintió mejor. Y así, para evitar pensar en su pena, siguió leyendo —aburrida al principio— pero sintiéndose cautivada de manera gradual. Podía oír la voz del Protector en las palabras escritas y se encontró de nuevo sentada a la pequeña mesa, escuchando su relato de la creación del mundo.
»Según nuestros antepasados , los tres dioses tal como los conocemos ahora, Paladine, Takhisis y Gilean, moraban juntos en el plano inmortal. Los tres eran hermanos, ya que habían nacido de Caos, Padre de Todo y de Nada. Paladine, el hijo mayor, era concienzudo, responsable. Gilean, el mediano, era estudioso y contemplativo. Takhisis, la pequeña y la única hija, era, en cierto modo, la favorita. Era impaciente, ambiciosa y estaba aburrida.
»Quería poder, quería imponerse a los demás. Lo intentó pero no consiguió dominar a sus hermanos. Paladine era demasiado enérgico, y Gilean estaba demasiado abstraído. Por esto nosotros, los irdas, creemos que fue a instigación de Takhisis que el mundo de Krynn y toda la vida en este plano se crearon.
»Takhisis sabe ser encantadora y muy lista cuando se lo propone, y fue a sus hermanos mayores con la idea de crear un mundo y espíritus que lo habitaran. Con Paladine hizo hincapié en cómo estos espíritus traerían el orden a un universo que, de otra manera, seguiría siendo caótico. Hacía tiempo que a Paladine lo venía incomodando el hecho de que sus existencias no tuvieran propósito alguno, ningún significado. A él y a su consorte, Mishakal, les complació la idea de este cambio y dieron su consentimiento.
»—Supongo que le habrás hablado a Padre sobre esto —dijo Paladine—, y que habrás obtenido su permiso.
»—Por supuesto, mi querido hermano —contestó Takhisis.
»Paladine debería haber sabido que su hermana mentía, pero estaba tan ansioso de poner orden en el universo que cerró los ojos a la verdad.
»Takhisis fue a ver a Gilean y le habló de las oportunidades para el estudio, una ocasión de ver cómo otros seres que no fueran ellos reaccionaban ante diferentes situaciones.
»A Gilean le resultó interesante esta idea. Al no tener consorte (no tenemos noticia de lo que ocurrió con ella), Gilean consultó con Zivilyn, un dios que venía de otro de los planos inmortales al que se lo llamaba simplemente Más Allá. Se dice que Zivilyn existe en todos los planos y en todos los tiempos.
»Zivilyn miró delante y miró detrás. Miró a su izquierda y a su derecha. Miró arriba y miró abajo, y finalmente declaró la idea como buena.
»En consecuencia, Gilean aceptó.
»—Por supuesto, habrás mencionado este asunto a Padre —dijo Gilean como si se le hubiera ocurrido de pronto, sin siquiera alzar la vista de su libro.
»—Desde luego, mi querido hermano —contestó Takhisis.
»Gilean sabía que Takhisis mentía, ya que Zivilyn le había advertido que lo haría. Pero la oportunidad de obtener conocimientos era una tentación demasiado grande, así que Gilean cerró los ojos a la verdad.
»Habiendo obtenido el consentimiento de sus hermanos, Takhisis puso en marcha su plan.
»En Más Allá vivía un dios llamado Reorx. No se sabe mucho sobre su pasado, aunque hay rumores de que alguna horrible tragedia lo había llevado a rehuir la compañía de otros inmortales. Vivía solo en su plano, en su forja, pasando el tiempo en crear cosas bellas y horrendas, maravillosas y terribles. La creación era su único placer. Ninguno de los objetos que creaba tenía utilidad y, una vez que estaban terminados, simplemente los arrojaba a un lado. Todavía los vemos, pues alguno cae de vez en cuando al suelo. Se conocen como estrellas fugaces.
»Takhisis fue a ver a Reorx y alabó sus creaciones.
»—Pero ¡qué pena —dijo— que tengas que tirarlas! Tengo un plan en mente. Crearás algo que no te aburrirá, sino que te ofrecerá nuevos retos cada día de tu vida inmortal. Crearás un mundo y lo poblarás con espíritus a los que enseñarás todas las artes que conoces.
»La idea cautivó a Reorx. Por fin su interminable creación tendría una utilidad, un beneficio. Aceptó de buena gana.
»—Habrás aclarado este asunto con Padre, ¿no? —preguntó a Takhisis.
»—No habría venido de no ser así —contestó ella.
»Reorx —sencillo y sin doblez— no tenía ni idea de que Takhisis estaba mintiendo.
»Los dioses se reunieron: Paladine, Mishakal y sus hijos; Gilean y su única hija natural, junto con sus hijos adoptivos; y Takhisis, su consorte, Sargonnas, y sus hijos. Reorx llegó, instaló su forja y, en medio de la oscura e interminable noche de Caos, colocó un trozo de metal fundido al rojo vivo y dio el primer golpe con su martillo.
»En ese momento, los dos hermanos fueron obligados a abrir los ojos.
»Takhisis no había consultado a Caos, Padre de Todo y de Nada. Consciente de que se opondría a su plan para poner orden en el universo, había mantenido su plan deliberadamente en secreto para él. Y no cabe duda de que sus hermanos lo sabían.
»Caos podría haber destruido a sus hijos y a su juguete allí mismo, en ese instante, pero, como haría cualquier padre, decidió que sería mejor darles una lección.
»—Crearéis el orden, en efecto —tronó—, pero me ocuparé de que el orden engendre discordia, tanto entre vosotros como entre aquellos que habiten vuestro mundo.
»No se podía hacer nada para cambiar lo que había pasado. Las chispas que hizo saltar el martillo de Reorx ya se habían convertido en estrellas. La luz de las estrellas había dado vida a los espíritus vivientes. El propio Reorx forjó un mundo en el que estos espíritus pudieran morar.
»Y fue entonces cuando la maldición de Caos se puso de manifiesto.
»Takhisis quería que los recién creados espíritus estuvieran bajo su control a fin de dominarlos y obligarlos a hacer su voluntad. Paladine quería tener a los espíritus bajo su control con intención de criarlos y conducirlos por los caminos de la rectitud. Gilean no veía ventaja en ninguna de las dos opciones, en un sentido académico. Quería que los espíritus permanecieran libres para que pudieran elegir el camino que quisieran tomar. De ese modo, el mundo sería mucho más interesante.
»Los hermanos pelearon. Sus hijos y dioses de otros planos fueron arrastrados a la batalla. Empezó la Guerra de Todos los Santos.
»El Padre de Todo y de Nada se rió, y escuchar su risa fue horrible.
»Finalmente, Paladine y Gilean se dieron cuenta de que la batalla podía destruir todo lo creado. Aliaron sus fuerzas contra las de su hermana y, aunque no alcanzaron una victoria completa, por fin la forzaron a llegar a un acuerdo. Ella accedió de mala gana a que los tres gobernaran el nuevo mundo juntos, manteniendo un equilibrio entre ellos. De este modo esperaban terminar con la maldición que su Padre, Caos, les había echado.
»Los tres dioses decidieron que cada uno de ellos regalaría a los espíritus unos dones que les permitirían vivir y prosperar en el mundo recién forjado.
»Paladine dio a los espíritus la necesidad de control. Así trabajarían para obtener control sobre su entorno y traer el orden al mundo.
»Takhisis dio a los espíritus ambición y deseo. Los espíritus no sólo controlarían el mundo, sino que constantemente buscarían mejorarlo... y mejorarse a sí mismos.
»Gilean les otorgó el don de la elección. Cada uno tendría libertad para tomar sus propias decisiones. Ningún dios poseería un poder absoluto.
»Todos estos dones eran buenos, ninguno malo... a menos que se llevaran a extremos. La necesidad de control, llevada al extremo, conduce al miedo por el cambio, la supresión de ideas nuevas, la intolerancia de cualquier cosa diferente.
»La ambición, llevada al extremo, conduce a la determinación de alcanzar el poder a toda costa, a la esclavitud. Los deseos pueden convertirse en obsesiones y llevar a la gula, la lujuria, la avaricia y la envidia.
»La libertad llevada hasta su extremo es anarquía.
»Los espíritus adquirieron forma física, brotando de la imaginación de los dioses. De la mente de Paladine surgieron los elfos, su raza ideal. Disfrutan controlando el mundo físico, dándole forma a su antojo. Viven largo tiempo y cambian poco.
»Takhisis imaginó una raza de criaturas de una belleza absoluta, todas tan ambiciosas y egoístas como ella misma. Éstos fueron los ogros y, al acrecentarse sus apetitos, su belleza se consumió. Pero son extraordinariamente fuertes y muy poderosos.
»Puede decirse que nosotros, los irdas, somos creación de Takhisis ya que fuimos los ogros originales. Vimos lo que le estaba ocurriendo a nuestro pueblo, y algunos de nosotros nos volvimos hacia Paladine, suplicándole ayuda. Nos dio capacidad para separarnos de la Reina Oscura, pero fue a un alto coste. No podíamos vivir en contacto con otras razas o sucumbiríamos a la tentación y caeríamos de nuevo. Seríamos unos seres aislados, solitarios, que al disfrutar del aislamiento perpetuaríamos nuestra propia soledad. Incluso unirnos para tener progenie nos resultaría difícil, de manera que nuestro pueblo nunca sería numeroso. Aceptamos todas estas condiciones a fin de escapar del destino de nuestros hermanos. Y, así, el mundo no sabe nada de nosotros... o lo que cree saber es falso.
»Gilean imaginó la raza de los humanos. Tienen la vida más corta de todas, son los que cambian con más rapidez y los que con más facilidad se pasan de uno a otro bando.
»El Padre, para su propia diversión y para incrementar la probabilidad de desorden, creó a los animales. Irritó mucho a sus hijos al otorgar ventajas a muchos de los animales; de todos ellos, los principales son los dragones, que poseen inteligencia, sabiduría, larga vida, magia, fuerza y armas formidables.
»Desde la llegada de los dragones a Krynn, las otras especies mortales han combatido contra ellos o se han esforzado para aliarse con ellos.
»Así tuvo lugar la creación del equilibrio en el mundo. Los elfos se consideraron a sí mismos como la encarnación del Bien, mientras que los ogros eran la representación del Mal. (Resulta interesante señalar que, desde el punto de vista de los ogros sobre el mundo, el planteamiento es completamente contrario. Son los ogros los que se ven a sí mismos como representantes del Bien, y los elfos y los que como ellos abogan por la exterminación de la raza de los ogros, son el Mal.) Los humanos, en el medio, podían moverse para unirse a uno u otro lado y así lo hicieron... constantemente.
»Por llevar los humanos en su sangre todos los dones de los dioses —necesidad de ejercer control, ambición, deseos y libertad de elección para utilizar estos dones de modo beneficioso o perjudicial—, son los que avanzan velozmente a través del tiempo, creando, cambiando, alterando, destruyendo. A esto se lo llama progreso.
»Fue también durante esta época cuando la magia apareció en el mundo. Tres de los hijos de los dioses habían crecido juntos y habían estado inusualmente unidos: Solinari, hijo de Paladine y Mishakal; Nuitari, hijo de Takhisis y Sargonnas; y Lunitari, hija de Gilean. Todos los dioses poseen el poder de la magia, pero en estos tres ese poder estaba realzado por su amor a la magia y su dedicación a este arte. Esto creó un vínculo entre ellos, que tan distintos eran en otros aspectos.
»Cuando tuvo lugar la Guerra de Todos los Santos, estos tres estuvieron bajo una gran presión por parte de sus respectivos padres para que se unieran a uno u otro bando. Los tres primos temían que la guerra destruiría lo que más amaban: la magia. Hicieron el juramento de permanecer fieles a ella, leales entre sí, y abandonaron el panteón de los dioses. Asumieron forma mortal y caminaron por la faz de Krynn.
»Cada primo encontró un seguidor entre los mortales, y a ese seguidor cada uno de ellos le otorgó el don de la magia. Este don podía pasarse a otros mortales, y estos mortales podrían, en momentos de necesidad, invocar la ayuda de los tres dioses. Después los tres primos abandonaron Krynn, aunque permanecieron cerca, girando a su alrededor en el firmamento, observando con ojos siempre abiertos a los mortales que utilizaban sus dones. Los mortales conocen a esos «ojos» como las tres lunas de Krynn: la plateada Solinari, la roja Lunitari y la invisible (salvo para sus seguidores) Nuitari.
»Nosotros, los irdas, poseemos unos poderes mágicos inmensos, pero no sabemos con exactitud de dónde emana ese poder. No estamos alineados con los hechiceros de Krynn y, de hecho, se nos considera "renegados". Nos veis como una amenaza, un peligro para vuestras órdenes. Nuestra magia es una de las muchas razones por las que evitamos el contacto con otras especies. La magia es crucial para nuestra supervivencia. Todos los irdas nacen con ella. Llevamos la magia en la sangre, por decirlo de alguna forma, y funciona de un modo tan innato como lo hacen los otros sentidos: la vista, el olfato, el oído, el tacto y el gusto. ¿Alguien nos pregunta que expliquemos cómo vemos? No encuentro razón alguna para que el mundo exija que expliquemos cómo realizamos lo que son, a sus ojos, milagros.
»Bien, continuemos con la historia de la creación.
»El nuevo mundo era joven y salvaje, como lo eran los espíritus de los mortales que lo habitaban. Los elfos trabajaban duro, sumisos, en su parte del mundo. Los ogros aprendían a adaptarse a la suya. Los humanos buscaban manipular y mejorar la suya. Reorx, el dios solitario, se ofreció a ayudarlos. Se dice que Reorx únicamente se siente feliz de verdad cuando se mezcla e interfiere en la vida de los mortales.
»Reorx enseñó a un grupo de humanos innumerables habilidades, en las que estaba incluida la técnica de forjar acero. Los elfos y los ogros codiciaban el metal, que ninguno de ellos sabía cómo fabricar. Fueron en busca de los humanos para comprar espadas, cuchillos, herramientas. Los humanos se sintieron inmensamente enorgullecidos de sus habilidades y empezaron a hacer alarde de ellas. Olvidaron, en su orgullo, honrar a Reorx, su maestro. Incluso lo rechazaron cuando el dios apareció entre ellos, y se rieron de él porque era mucho más bajo que ellos, ridiculizando su interés en el mismo arte con el que estaban obteniendo tanta riqueza.
»Enfurecido, Reorx maldijo a estos humanos. Les arrebató las habilidades que les había enseñado, dejándoles sólo el deseo de inventar, construir, fabricar. Decretó que estos humanos fueran bajos, ajados, y ridiculizados por las otras razas. Los transformó en gnomos.
»Durante este tiempo, conocido como la Era de la Luz o del Albor, el equilibrio del mundo —que había sido relativamente estable— empezó a perturbarse. Los humanos, que ya no se contentaban con lo que tenían, empezaron a codiciar las posesiones de sus vecinos. Los ogros, incitados por Takhisis, ansiaban el poder. Los elfos querían que los dejaran en paz y solos, y estaban dispuestos a luchar para preservar su aislamiento.
»Hiddukel fue uno de los dioses de Más Allá que Takhisis trajo a este plano para incrementar su dominio sobre los humanos. Hiddukel es un comerciante. Le encanta hacer tratos y trueques y es extremadamente bueno en ello. Vio en el desequilibrio de la balanza un medio de acrecentar su propio poder. La guerra sería beneficiosa para los negocios, promovería el aumento de producción de armas, armaduras, alimentos para los ejércitos, y así sucesivamente. Puesto que también era un traficante de las almas de los muertos, Hiddukel también veía un fabuloso beneficio en este campo.
»Con la esperanza de aumentar el tumulto, Hiddukel fue a ver a Chislev, diosa de las frondas y la naturaleza, y, valiéndose de toda su persuasión, la convenció de que el conflicto estaba próximo.
»—Sólo es cuestión de tiempo antes de que estalle —dijo tristemente—. ¿Y cómo afectará al entorno? Bosques talados para hacer torres de asedio. Arbolillos convertidos en arcos y flechas. Campos arrasados o quemados. Tenemos que poner fin a este enfrentamiento entre las razas, de una vez por todas. Por bien de la naturaleza, desde luego.
»—¿Y cuál es tu interés en todo esto? —demandó Chislev—. No puedo creer que te importe el bienestar de los conejitos.
»—Nadie da crédito a que yo tenga corazón —protestó Hiddukel.
»—Eso es porque resulta difícil verlo bajo la densa capa de tu untuosa palabrería —replicó Chislev.
»—Por si te interesa saberlo, la guerra sería extremadamente perturbadora para los mercados financieros. El precio del oro se hundiría; perdería prácticamente todo su valor. Los granjeros no pueden llevar sus productos a los mercados si los mercados están siendo invadidos. Y, además, me gustan mucho los conejitos.
»—En estofado, tal vez. —Chislev suspiró—. Aun así, tienes razón. He visto la agitación creciente entre las razas, y también a mí me ha preocupado. He hablado con Gilean, ¡pero ya lo conoces! Nunca levanta la vista de ese libro. Siempre está escribiendo, escribiendo, escribiendo.
»—Pues intenta hablar con Takhisis y verás —dijo Hiddukel con gesto desdeñoso—. O está por ahí con Sargonnas, observando cómo los minotauros se machacan la cabeza unos a otros, o está ocupada provocando plagas, hambruna, inundaciones o cualquier cosa que se te ocurra pensar. Ya no tiene tiempo para los de nuestra condición.
»—¿Qué sugieres que hagamos? Presumo que tienes un plan.
»—¿Acaso no lo tengo siempre, mi querida amiga amante de los árboles? Si la Neutralidad fuera la fuerza dominante en el mundo, entonces el equilibrio sería constante, jamás se perturbaría. ¿Estás de acuerdo?
»—Supongo que sí —contestó Chislev con cautela, sin confiar en Hiddukel pero incapaz de argumentar en contra de su planteamiento—. Pero no veo qué...
»—¡Ah! Ve a hablar con Reorx y pídele que cree una gema que guarde en su interior la esencia pura de la Neutralidad. Esta gema servirá de pilar a la posición neutral, que así se convertirá en la fuerza mayor de Krynn, superando a los dos extremos opuestos. Estarán dominados por el centro, incapaces de desviarse mucho de él.
»—¿Y qué hacemos con esa joya una vez que haya sido creada? ¿Dártela para que la guardes a buen recaudo? —Chislev era una diosa afable, pero tenía tendencia a mostrarse sarcástica, sobre todo con Hiddukel.
»—¡Cielos, no! —El dios parecía espantado—. ¡No querría tener semejante responsabilidad! Lo más razonable sería entregársela a uno de los vuestros para que la guarde, ¿no?
»Chislev miró a Hiddukel fijamente, pero el dios soportó su escrutinio con una expresión de total inocencia, mostrando una sincera preocupación por el destino del mundo. Se rumorea que la propia Takhisis ha salido perdiendo en muchos tratos con Hiddukel.
»El resultado de esta conversación fue que Chislev salió de su bosque y recorrió el mundo en forma de mortal. Lo que vio le causó gran desasosiego. Forjas de acero ardían al rojo vivo en medio de la noche; los elfos pulían sus recién adquiridas espadas; los humanos contaban sus ganancias; los ogros hacían prácticas como si cortaran cabezas. Afligida, Chislev decidió que había que hacer algo.
»Se planteó hablar del asunto con su consorte, Zivilyn, el dios que podía ver todos los planos, en todo momento, futuro y pasado. Pero Chislev sabía por experiencia que era difícil obtener un "sí" o un "no" sin rodeos como respuesta de Zivilyn, que siempre estaba decidiendo hacer una cosa, para después mirarla desde otro ángulo y cambiar de parecer una y otra vez hasta que por fin acababa sin hacer nada.
»Este asunto necesitaba acción, y Chislev estaba decidida a emprender alguna. Fue a ver a Reorx.
»Ninguno de los dioses visitaba nunca a Reorx, una de las razones por las que pasaba tanto tiempo de compadreo con los humanos. Se quedó sorprendido y se sintió complacido por la visita, máxime tratándose de alguien de belleza tan delicada y temperamento tan dulce como Chislev.
»Ella, por su parte, se quedó impresionada por la amabilidad y atención de Reorx, que iba de acá para allá por su desordenada morada preparando pasteles, tropezando con los muebles, tirando la tetera, ofreciéndole cualquier cosa del universo que deseara tomar.
»Chislev sintió una punzada de remordimiento pues comprendió la soledad del dios, y se reprochó el haber descuidado su trato. Prometiéndose que lo visitaría más a menudo en el futuro, Chislev se tomó el té y planteó su petición.
»Reorx accedió de muy buena gana. ¿Que quería una gema? Pues la tendría. ¡Un centenar de ellas! ¡Las mejores del universo!
»Chislev, sonrojada, contestó que sólo quería una gema, una gema corriente, una gema que guardara en su interior la esencia de la Neutralidad.
»Reorx se atusó la barba y frunció el entrecejo, pensativo.
»—¿Y qué sería eso exactamente?
»—Vaya, pues... —Chislev parecía algo perpleja—. La esencia de la Neutralidad sería... eh...
»—¿El Caos? —sugirió Reorx.
»Chislev consideró el asunto, echando miradas a su alrededor con cierto temor, no fuera a ser que el Padre de Todo y de Nada —la encarnación del Caos— estuviera escuchando por casualidad.
»—¿Crees que podríamos apoderarnos de una pequeña parte? No demasiado, sólo lo suficiente para afianzar la Neutralidad en este mundo.
»—Considéralo hecho, señora —dijo Reorx con magnífico aplomo—. ¿Dónde he de entregar esta gema?
»Chislev había cavilado largo y tendido acerca de esto.
»—Entrégasela a Lunitari. Se encuentra más cerca del mundo, y está continuamente involucrada con los mortales y sus acciones. Será la más indicada para guardarla.
»Reorx aceptó, le besó la mano, tropezó con un escabel, derramó su taza de té y, con el rostro rojo como la grana, se marchó al punto hacia su forja.
»Chislev, disipadas sus preocupaciones, regresó a su bosque de buena gana.
»No se sabe cómo consiguió Reorx apoderarse de un fragmento de Caos e introducirlo en la gema, pero, por lo que ocurrió después, evidentemente fue capaz de hacerlo. Creó lo que llamó la "Gema Gris" y, cuando estuvo terminada, se la llevó a Lunitari para que la guardara a buen recaudo. La diosa se sintió atraída por la gema de inmediato, y la puso en el centro de la luna roja. Rara vez la perdía de vista, pues la piedra tenía el extraño efecto de hacer que cualquiera que la mirara la codiciara.
»Esto incluía, desafortunadamente, al creador de la joya, Reorx. Después de habérsela entregado a Lunitari, el dios se quedó desconcertado al descubrir que había soñado con la piedra todas las noches. Lamentando haberse desprendido de ella, fue a ver a Lunitari y le pidió humildemente que se la devolviera.
»Lunitari rehusó. También ella soñaba todas las noches con la joya y le gustaba despertar y verla brillando en la luna roja.
»Reorx se enfadó y soltó pestes, y finalmente dio con el modo de recuperar la Gema Gris para sí mismo. Adoptó forma de mortal y apareció entre la raza que había creado, los gnomos. Eligió a uno de ellos, cuyas invenciones habían sido de las menos destructivas para la vida, partes del cuerpo y bienes de valor, y le mostró —en un sueño— la Gema Gris.
»Ni que decir tiene que el gnomo deseó la joya más que cualquier otra cosa en Krynn, con la posible excepción de un destornillador de múltiples cabezas movido por vapor. Como esto último era inalcanzable (estaba atascado en comités), el gnomo decidió apoderarse de la Gema Gris. Qué fue lo que tuvo que hacer está reseñado en otras historias, pero en el intento de recuperación había involucrada una escala extensible, varios tornos y poleas, una red mágica, y un pequeño empujoncito por parte de Reorx.
»Baste decir que el gnomo capturó la Gema Gris, apresándola en la red mágica mientras Lunitari estaba al otro lado del mundo.
»—Es justo lo que necesito —dijo el gnomo, mirando la piedra con admiración—, para dar potencia a mi cuchilla rotatoria, combinación de cortador de encurtidos y recortador de barbas. —El gnomo estaba a punto de poner la gema en su invento cuando apareció Reorx bajo el disfraz de un colega gnomo y la exigió para sí mismo.
»Los dos pelearon y, durante la trifulca, la Gema Gris se escabulló de la red y escapó.
»Ésta fue la primera indicación de que la Gema Gris era algo más de lo que Reorx, Lunitari, el gnomo o cualquier otro habían imaginado.
»Reorx contempló, pasmado, cómo la joya se alejaba por el aire. Fue en su persecución (al igual que el gnomo y una multitud de parientes suyos), pero ninguno fue capaz de capturarla. La Gema Gris campó por sus respetos por todo Krynn, causando estragos a su paso. Alteró animales y plantas, afectó la ejecución de conjuros de los hechiceros, y se convirtió en un considerable fastidio.
»Para entonces, todos los dioses conocían la existencia de la Gema Gris. Paladine y Takhisis estaban furiosos con Reorx por haberla forjado sin consultarlos primero. Chislev, avergonzada, admitió su participación en el asunto, e implicó a Hiddukel, que se encogió de hombros y se echó a reír escandalosamente.
»Su complot había funcionado. En lugar de reforzar el equilibrio, la Gema Gris lo había desestabilizado aún más. Los elfos estaban planeando declarar la guerra a los humanos; los humanos se preparaban para combatir contra los elfos; y los ogros estaban ansiosos por pelear con todos los contendientes.
»Para no extenderme demasiado con esta historia, me referiré al humano llamado Gargath, que se las ingenió para capturar a la Gema Gris. La retuvo en su castillo con diversos artilugios mágicos. (O eso pensó él. Mi opinión es que la piedra le permitió que la capturara, ya que ningún tipo de magia humana que yo conozca podría retenerla por mucho tiempo.)
»Los gnomos, que habían ido tras la Gema Gris durante décadas, pusieron cerco al castillo de Gargath. Tuvieron éxito (accidentalmente) en abrir brecha en las murallas. Los gnomos irrumpieron como una tromba en el patio de armas y alzaron sus anhelantes manos hacia la joya. Un grupo de gnomos exigía que se partiera la piedra allí y en ese mismo momento, pues sentían una gran curiosidad por saber qué había dentro. El otro grupo de gnomos quería cogerla y llevarla de vuelta a su morada y guardarla por su valor.
»Una brillante luz gris iluminó el patio, cegando a todo el mundo. Cuando recobraron la vista, los dos grupos de gnomos se enzarzaron en una pelea. Pero lo más asombroso es que los gnomos ya no eran gnomos. El poder de la Gema Gris los había cambiado, convirtiendo en enanos a aquellos que codiciaban la piedra por su riqueza, y en kenders a los que la querían por simple curiosidad.
»Los gnomos que se habían quedado fuera de las murallas del castillo trabajando en su último invento —la ballesta giratoria de multitud de disparos, conocida como Ballesta Gatlinga en honor de su inventor, Tornillo Flojo Gatling— resultaron inmunes a los efectos de la luz mágica de la Gema Gris. Dedujeron que se debía a los candelabros quemadores de aceite, que estaban pensados para iluminar el campo de batalla de noche y que habían sido instalados en un globo hinchado con gas a tal propósito; el gas se producía por una nueva técnica demasiado compleja para describirla aquí, pero para la que se requería zumo de limón, tenazas metálicas y agua. Aquellos que sobrevivieron a la subsiguiente explosión, continuaron siendo gnomos.
»La Gema Gris desapareció por el horizonte. Desde entonces, Reorx y otros han hecho varios intentos de capturarla. La Gema Gris dejaba que las personas la cogieran, las utilizaba para sus propósitos, o quizá para divertirse, y después, cuando se cansaba del jueguecito, los liberaba y la Gema Gris "escapaba".
»Pero ahora los irdas la tenemos en nuestro poder. Somos los primeros que la hemos sometido a nuestra voluntad... o es lo que afirma el Dictaminador. Esta noche abriremos la gema y ordenaremos a la magia que lleva dentro que nos proteja a nosotros y a nuestra tierra de las incursiones de la raza humana para siempre jamás.»
Así terminaba la carta a Dalamar, que estaba redactada en la pulcra y precisa letra del Protector. Una nota al pie de página, escrita por la misma mano pero no con tanta precisión, como si los dedos que sostenían la pluma hubieran temblado, era para Usha.
»Mi amor y mis plegarias te acompañan, hija de mi corazón, ya que no de mi cuerpo.
»Ruega por nosotros.»
Usha reflexionó largamente sobre la postdata. Se había reído con algunas partes del relato. El Protector a menudo la había entretenido con «cuentos de gnomos», como él los llamaba. Algunas de las pocas veces que lo había visto sonreír era cuando describía la fabulosa maquinaria que inventaban los gnomos. Ahora sonrió ella, recordándolo, pero la sonrisa se borró lentamente.
¿Es que sólo su mente humana era capaz de ver el peligro?
No, comprendió que Prot lo veía también, lo sabía. Por eso le había entregado este pergamino. Los irdas estaban desesperados. La intrusión de los extranjeros —groseros, bárbaros, oliendo a sangre y acero— los había asustado mucho. Estaban actuando en defensa del modo de vida que habían conocido durante incontables generaciones.
Usha soltó la carta sobre su regazo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero ya no eran de autocompasión. Eran lágrimas de añoranza y amor por el hombre que la había criado. Tales lágrimas manan de distinta fuente... o así lo creen los elfos. Tales lágrimas brotan del corazón, y, aunque causadas por el pesar, tienen el extraño efecto de aliviar el dolor.
Exhausta, adormecida por el balanceo del bote y el zumbido del viento entre los cabos, Usha lloró hasta quedarse dormida.
Los irdas no volvieron a reunirse. Cuando llegó el momento de partir la Gema Gris —un momento en el que ninguna de las lunas era visible en el firmamento, en particular Lunitari, que, conforme a la leyenda todavía codiciaba la gema—, el Dictaminador caminó solo hacia el altar en el que descansaba la piedra.
Los otros irdas permanecieron en sus viviendas separadas, cada uno de ellos trabajando en su propia magia, prestando ayuda al Dictaminador. Había fuerza en la unicidad, o así lo creían los irdas. La concentración se convertía en desorden, las energías se fragmentaban cuando el uno se volvía muchos.
El altar en que los irdas habían colocado la piedra estaba situado en el centro geográfico de la isla. Se encontraba a cierta distancia de lo que los irdas llamaban pueblo, aunque para cualquier otra raza sólo habría sido una colección de viviendas diseminadas. Los irdas no pavimentaban calles, no abrían mercados, no asistían a reuniones de gremios. No construían templos ni palacios, posadas ni tabernas; sólo casas, desperdigadas por la isla al azar, cada vivienda donde su propietario se sentía mas a gusto.
El altar estaba hecho de madera pulida, tallada con símbolos intrincados y arcanos. Se alzaba en un claro rodeado por siete pinos gigantes que habían sido transportados mágicamente desde una localización secreta de Ansalon hasta la isla.
Tan añejos eran estos árboles que probablemente habían visto pasar a la Gema Gris la primera vez que escapó al control de Reorx. Los pinos parecían estar alerta, resueltos a impedir que la Gema Gris volviera a escaparse. Sus ramas estaban entrelazadas, entretejidas, presentando un frente sólido de corteza, agujas y ramas a través del cual hasta un dios tendría dificultad para pasar.
El Dictaminador se detuvo frente a la pineda, pidiendo la bendición de los siete espíritus que moraban en los siete árboles.
Los pinos permitieron al Dictaminador pasar al claro y cerraron filas en el momento en que el irda estuvo dentro. Las enormes ramas se alzaban sobre su cabeza; al mirar hacia arriba no alcanzó a ver ni una sola estrella, y menos aún una constelación. No se veía a Takhisis ni a Paladine. Y, si no podía verlos a ellos, tenía la esperanza de que ellos no pudieran verlo a él. El dosel de agujas de los pinos sagrados ocultarían al Dictaminador y a la Gema Gris de cualquiera que pudiera intentar interferir.
La pineda habría estado sumida en una oscuridad impenetrable a no ser por la luz de la propia Gema Gris, si bien ésta era débil, mortecina, apenas un tenue fulgor.
«Casi como si estuviera de mal humor», pensó el Dictaminador.
Pero daba luz suficiente para ver y, en realidad, el irda no necesitaba demasiada. De haberlo querido, podría haber recurrido a su magia para alumbrar el claro como si fuera de día, pero prefería no llamar la atención sobre lo que estaba haciendo. Algún ojo inmortal podía ver el fulgor mágico y preguntarse qué estaba pasando. En consecuencia, se sintió agradecido por la ayuda de la Gema Gris.
Concentrado, tranquilo, el Dictaminador avanzó hasta encontrarse de pie junto al altar. Disfrutaba de estar a solas, en el aislamiento que tanto valoraban los irdas. Sin embargo, sentía en su interior las mentes y los espíritus de los suyos. Inclinó la cabeza y se sustentó en esa energía. Luego, alargó las manos y, cogiendo la Gema Gris, la examinó con intensa atención.
Resultaba desagradable sostener la piedra. Era cortante y suave, cálida y fría, y daba la impresión de que se retorcía entre sus manos. Mientras la sostenía, la luz gris empezó a destellar rítmicamente, creciendo en intensidad hasta que llegó a hacerle daño en los ojos. El irda incrementó su control mental sobre la Gema Gris, y la luz disminuyó, tornándose tenue. El Dictaminador pasó los dedos por la joya, deslizándolos por las suaves facetas, siguiendo el trazo de cada aguda arista, buscando, tanteando. Por fin, encontró lo que buscaba, lo que había descubierto la primera vez que sostuvo la gema en sus manos, lo que le había dado la idea.
Un defecto. Más exactamente, una cavidad obstruida. Lo había notado antes de haberlo visto. Del mismo modo que en el ámbar pueden encontrarse insectos, al parecer algún tipo de materia ajena a la piedra había quedado atrapada en la Gema Gris durante su formación. Lo más probable es que hubiera ocurrido mientras los minerales precipitados de la gema se enfriaban, quedando atrapada en la compleja cristalización. La substancia ajena en sí misma no era importante. Lo que importaba es que era un punto débil. Aquí, en esta zona, podían formarse grietas.
El Dictaminador volvió a poner la joya en el altar. Los símbolos arcanos que estaban tallados en la madera tejieron un hechizo que retuvo cautiva a la Gema Gris.
El irda, al reforzar el conjuro, tuvo la extraña sensación de que la magia no era necesaria, de que la Gema Gris estaba descansando sobre el altar porque así lo quería, no porque estuviera retenida.
Esta sensación no era muy tranquilizadora. El Dictaminador necesitaba tener la joya bajo su control, no al contrario. Fortaleció su magia.
La gema estaba ahora rodeada por una red chispeante de sinergia irda. El Dictaminador cogió dos herramientas: un martillo y un punzón. Los dos estaban hechos de plata, fabricados a la luz de la luna blanca, Solinari. Las herramientas estaban tratadas con encantamientos, tanto por dentro como por fuera. El Dictaminador colocó la punta del punzón sobre el punto defectuoso de la joya, colocó cuidadosamente el punzón, lo agarró con firmeza, y levantó el pequeño martillo.
Los pensamientos de todos los irdas se aunaron, fluyeron hacia el Dictaminador, le proporcionaron fuerza y poder.
El martillo se descargó sobre el punzón con un seco golpe.
En la playa, a varias leguas del pueblo irda y del altar, un bote había llegado a tierra. Este bote no había navegado a través de los mares a la manera usual de las embarcaciones. Había aterrizado tras navegar por el cielo, siendo su procedencia una estrella roja, la única de ese color que había en el firmamento. Una enano, de espesa y rizosa barba negra, al igual que el cabello, estaba en el bote; ofrecía una imagen chocante si alguien hubiera estado observando, ya que ningún enano vivo de Ansalon o de ninguna otra parte en Krynn jamás había venido de las estrellas navegando en un bote. Sin embargo, los irdas no estaban mirando, ya que tenían los ojos cerrados, y sus mentes centradas en la Gema Gris.
El enano, rezongando y hablando consigo mismo, salió del bote y enseguida se hundió hasta el tobillo en la arena profunda. Maldiciendo, el enano avanzó trabajosamente, dirigiéndose al bosque.
—Así que éstos son los ladrones —masculló en voz baja—. Debí imaginarlo. Nadie más podría haber mantenido oculto mi tesoro durante tanto tiempo sin que yo lo descubriera. Pero haré que me lo devuelvan. Con Paladine o sin él, me lo devolverán ¡o, por mi barba, que no me llamo Reorx!
Un sonido tintineante, como de metal chocando contra metal, se escuchó en medio de la noche.
Reorx se detuvo y ladeó la cabeza.
—Qué raro. No sabía que los irdas practicaran el bello arte de la forja de metales. —Se acarició la barba—. Puede que los haya subestimado.
De nuevo se oyó el sonido tintineante. Sí, indudablemente era el ruido que hacía un martillo al golpear. Pero le faltaba la resonancia profunda de un martillo de hierro, y ni siquiera el enano podía convencerse a sí mismo de que los irdas habían desarrollado un repentino interés en hacer herraduras y clavos. Trabajos de platería, quizá. Sí, el sonido era parecido al que hacía la plata.
Entonces, serían teteras, o elegantes copas. Tal vez joyería. Los ojos del enano brillaron. Trabajar con gemas relucientes, engarzarlas en el metal...
Gemas.
Una gema. Un golpe de martillo...
El miedo estremeció a Reorx, un miedo tal como jamás había experimentado en este plano de existencia. Intentó traspasar las sombras. La vista del dios era muy penetrante, y podía ver, en una clara noche, una moneda de acero que se hubiera dejado caer descuidadamente en las calles de una ciudad en un país de un continente de una estrella lejana, pero fue incapaz de traspasar la oscuridad de la pineda. Algo obstaculizaba su vista.
Tembloroso, el enano avanzó a trompicones, el terror estrujándolo entre sus frías y sudorosas manos. Sólo tenía una vaga idea de lo que lo atemorizaba, un miedo realzado por cierta sospecha que se había estado insinuando en su mente desde hacía siglos. Jamás lo había admitido, jamás había ahondado en ella abiertamente, porque la posibilidad era demasiado terrible para planteársela. Ni que decir tiene que jamás se lo había dicho a sus colegas inmortales.
Reorx se planteó llamar a Paladine, a Takhisis y a Gilean pidiendo ayuda, pero eso significaría tener que explicarles qué era lo que temía haber hecho, y siempre existía la posibilidad de que pudiera parar a los irdas en su locura. Nadie se enteraría nunca.
Y siempre cabía la posibilidad de que estuviera equivocado, de estar preocupándose sin motivo.
El enano aceleró el paso. Ahora podía ver un parpadeo de luz gris.
—¡No puedes esconderte de mí mucho tiempo! —gritó, y salió disparado hacia adelante.
Al tener la mirada fija en la luz, Reorx no prestó demasiada atención al cercano entorno, y chocó contra arbustos, tropezó en raíces de árboles que asomaban por el suelo, resbaló en la hierba húmeda. Pisoteó y se topó y metió más ruido que un regimiento entero. El ruido sacó a los irdas de su concentración, creyendo que era un ejército —el regreso de los caballeros de armaduras negras— y ello incrementó su miedo y su desesperación. Instaron al Dictaminador para que se apresurara.
El enano llegó a la pineda. La luz gris fluía del centro; podía verla brillar mortecinamente a través de las ramas entrelazadas. Reorx buscó un sitio por el que entrar, pero los pinos se mantenían tan impenetrables como soldados situados en formación de combate, con los escudos levantados a fin de presentar una sólida barrera al enemigo. Ni siquiera permitirían entrar a un dios. Resollando y maldiciendo de frustración, Reorx corrió alrededor de la pineda, buscando un hueco por el que meterse.
El tintineo de plata aumentó de intensidad. La luz gris disminuía un poco con cada golpe, y después brillaba más fuerte.
Reorx estaba seguro de que sabía lo que estaba ocurriendo, y su terror aumentó con esta certeza. Intentó gritar al irda que se detuviera, pero los resonantes golpes del martillo ahogaron su voz. Por fin, renunció a seguir chillando, y dejó de correr.
Jadeante, el sudor goteando por el cabello y la barba, señaló a dos de los pinos más grandes y gritó con una voz que semejó el estallido del trueno:
—¡Juro por la luz roja de mi forja que secaré vuestras raíces, marchitaré vuestras ramas y haré que los gusanos se coman vuestras pinas si no me dejáis pasar!
Los pinos se estremecieron, sus ramas crujieron, las agujas se agitaron y cayeron alrededor del enfurecido enano. Apareció una abertura, apenas lo bastante grande para que se metiera por ella.
El robusto dios contuvo la respiración, estrujó su cuerpo entre los troncos, se esforzó y empujó y, finalmente, con un respingo, irrumpió en el otro lado. Y justo en ese momento, justo cuando salía trastabillando al claro, parpadeando ante la brillante luz, el Dictaminador dio al punzón un séptimo golpe fuerte.
Un crujido, que sonó como si el mundo se partiera, hendió la noche. La luz gris de la gema llameó brillantemente. Reorx, acostumbrado a mirar el fuego de su forja, la luz que relucía en el cielo como una estrella roja, no pudo soportarlo y tuvo que cerrar los ojos. El Dictaminador gritó y se agarró la cabeza. Gimiendo de dolor, cayó al suelo. El altar, en el que la gema había descansado, se partió en dos.
Y entonces la luz se apagó.
El enano se arriesgó a abrir los ojos.
El altar donde la Gema Gris descansaba estaba oscuro ahora. No con una oscuridad normal, sino con una negrura terrible que no presagiaba nada bueno.
Reorx la reconoció: había nacido de ella.
Intentó moverse hacia adelante, con alguna absurda idea, hija del pánico, de reparar el daño causado, pero sus botas le pesaban más que el mundo que una vez forjó. Trató de gritar una advertencia a los otros dioses, pero su lengua parecía hecha de hierro y no se movió en su boca. No había nada que él pudiera hacer, nada salvo mesarse la barba por la frustración y esperar lo que venía a continuación.
La oscuridad empezó a cobrar consistencia y forma. Asumió forma de un hombre mortal, no como homenaje —como hacen los dioses cuando toman formas humanas— sino con salvaje mofa. Era un hombre exageradamente desarrollado y cebado. De la oscuridad salió un gigante que creció y creció hasta superar la altura de los pinos.
Iba vestido con armadura hecha de metal fundido. Su cabello y barba eran fuego chisporroteante. Sus ojos, pozos de negrura, en cuyas profundidades ardía la ira.
Reorx cayó, tembloroso, de rodillas.
—¡Él! —musitó el enano con sobrecogimiento.
El gigante bramó triunfalmente. Extendió y alzó los brazos, rompiendo las ramas de los pinos como si fueran de paja. Las puntas de los dedos rozaron las nubes, desgarrándolas en jirones. Las estrellas, las constelaciones, titilaron de terror.
—¡Libre! ¡Libre por fin de esa infame prisión! ¡Ah, mis queridos hijos! —El gigante abrió los brazos mientras miraba las estrellas, que temblaban ante su presencia—. ¡He venido a visitaros! ¿Dónde está esa bienvenida a vuestro padre? —Soltó una risotada.
Reorx estaba atenazado por un terror como jamás había conocido, pero no hasta el punto de perder la cabeza. Con intrepidez, corriendo un gran riesgo, el enano gateó hacia el altar roto mientras el gigante estaba distraído mirando las estrellas.
Entre los escombros estaba la Gema Gris, rota, partida en dos. Cerca, se encontraba el irda que la había quebrado. Reorx puso su mano en el irda buscando el pulso. El mortal aún vivía, pero estaba inconsciente.
Reorx no podía hacer nada para salvar al irda; el enano tendría suerte si conseguía salvarse a sí mismo. Había que hacer algo para evitar la catástrofe, aunque Reorx no tenía la menor idea de qué y cómo. Precipitadamente, recogió las dos mitades de la Gema Gris, empujó los fragmentos debajo de los escombros del altar, y los cubrió con trozos de madera. Luego se escabulló hacia atrás, retirándose del altar todo lo posible.
Al sentir movimiento, el gigante bajó la vista y descubrió al enano intentando esconderse bajo las raíces de los pinos.
—¿Tratando de escapar de mí, Reorx? ¡Tú, patético, despreciable diablejo, remedo de dios ingrato!
El gigante se inclinó cerca del acobardado enano. De su barba se soltaban carbonillas que flotaban entre los árboles. Hilillos de humo empezaron a alzarse de las agujas de pino secas que había en el suelo.
—Te creíste muy listo al encarcelarme, ¿verdad, gusano?
Reorx echó una nerviosa ojeada hacia arriba.
—Lo que..., lo que ocurrió en realidad, reverendo Padre de Todo...
—Padre de Todo y de Nada --lo corrigió el gigante, poniendo énfasis en lo último.
Reorx no dejaba de temblar, pero siguió farfullando:
—Fue..., fue un pequeño accidente. Estaba forjando la piedra, intentando capturar sólo una porción pequeñita del caos cuando, y todavía no estoy seguro de cómo pudo ocurrir, pero al parecer te capturé a ti.
—¿Y por que no me liberaste entonces?
El calor de la cólera del Padre azotó al enano, que tosió en medio de un humo cada vez más denso.
—¡Lo habría hecho! —jadeó Reorx con desesperada sinceridad—. Créeme, Padre de Todo, te habría liberado en ese mismo instante si hubiera sabido lo que había hecho. Pero no lo sabía. ¡Lo juro! Yo...
—¡Necio! —La cólera del Padre prendió fuego a toda la hierba en derredor—. Tú y mis desagradecidos hijos conspirasteis para encarcelarme. ¿Acaso iba a capturarme un débil dios él solo? Se precisaba el poder de todos vosotros en combinación para retenerme cautivo. Pero, aunque me encerraste, no pudiste controlarme. Causé daño más que suficiente a vuestros preciosos juguetes. Y desde el principio busqué a una de vuestras marionetas a la que pudiera engañar para que me liberara. Por fin la encontré.
El gigante echó una ojeada al Dictaminador. Con gesto indiferente, puso su enorme pie sobre el cuerpo del hombre y lo pisó, aplastándolo y machacándolo contra el suelo. Los huesos chascaron, y un charco de sangre se extendió debajo de la bota del gigante.
Reorx volvió la cabeza, con el estómago revuelto. Tenía la clara e inquietante impresión de que era el siguiente.
El Padre sabía lo que el enano estaba pensando; bajó la vista hacia él y le dirigió una larga y severa mirada, disfrutando al verlo encogerse.
—Sí, también podría aplastarte, pero no ahora. Todavía no. —El Padre alzó de nuevo los ojos al cielo y sacudió el puño con gesto amenazador hacia las estrellas—. Os negasteis a rendirme homenaje. Os negasteis a que yo os guiara. Actuasteis a vuestro antojo para «crear» un mundo y lo llenasteis de muñecos y marionetas. Bien, hijos míos, puesto que os di la vida, también puedo quitárosla. Ahora estoy débil, ya que me he visto forzado a asumir una forma mortal, pero mi poder crece a cada instante. Cuando esté preparado, destruiré vuestro juguete, y después os arrojaré a vosotros y a vuestra creación al olvido del que fuisteis creados. Guardaos, hijos. El Padre de Todo y de Nada ha regresado.
El gigante puso de nuevo su atención en el enano.
—Tú serás mi mensajero. En caso de que no me hayan oído, ve en busca de mis hijos y adviérteles la suerte que les espera. ¡Disfrutaré viéndolos intentar escapar de mí, para variar! ¡Y muéstrales esto!
El Padre arrancó una hebra de fuego de su barba y la arrojó entre los pinos. Uno tras otro, se prendieron fuego, estallando en llamas. Los árboles vivos se retorcieron de dolor mientras sus ramas se consumían en el rugiente infierno.
Reorx se arrodilló en medio del humo y las cenizas, incapaz de parar el incendio, que se extendió rápidamente de los pinos a otros árboles del bosque, secos como una tea. Las llamas saltaron de árbol en árbol, chisporrotearon, siseantes, sobre el suelo, quemaron incluso el aire, dejándolo abrasado y vacío. Crearon su propio viento, que rugió y empujó el fuego hacia adelante.
En cuestión de segundos, el incendio alcanzó el pueblo irda.
Por encima del aullido del viento y del crepitar de las llamas, Reorx oyó los gritos de los que morían. El dios se cubrió el rostro con las manos y sollozó... por los irdas, por el mundo.
El Protector estaba sentado en su casa, inmóvil, estupefacto. Sabía, como lo sabían todos los otros irdas, que el Dictaminador estaba muerto. Oyeron el retumbar de un trueno que parecían palabras, pero las palabras eran demasiado enormes, demasiado monstruosas, para ser comprendidas. Y entonces el Protector se asomó a la ventana y vio el rojo fulgor de las llamas, oyó los gritos de los árboles moribundos.
El resplandor se hizo más brillante. Podía sentir el calor. Las cenizas empezaron a llover sobre la casa y, a no tardar, el techo ardía. Se asomó a la ventana, sin saber muy bien qué hacer, si es que había algo que pudiera hacerse.
Aparecieron varios irdas ancianos que intentaban detener el fuego con su magia. Invocaron lluvia, pero se evaporó con el calor. Invocaron hielo, pero se derritió y se disipó con un siseo. Invocaron viento, pero sopló en la dirección equivocada, de manera que lo que hizo fue avivar las llamas. El Protector contempló la escena mientras que un irda tras otro eran consumidos por el fuego.
Una vecina lejana salió corriendo de su casa incendiada. Gritaba algo acerca del océano. Si conseguían llegar al mar, estarían a salvo.
Las llamas, propagándose veloces por la hierba, tocaron el repulgo de la falda de la mujer, agarrándolo como un chiquillo juguetón y mortífero.
Las ropas de la mujer se prendieron en una llamarada, convirtiéndola en una antorcha viviente.
El techo de la casa del Protector ardía ya por los cuatro costados. En algún sitio de la parte trasera sonó el golpe de una viga al caer. El Protector tosió, medio asfixiado. Mientras pudo seguir viendo a través del humo, rebuscó por la casa hasta hallar el preciado objeto.
Sostuvo a la muñeca apretada contra su pecho y esperó —no mucho— el fin.
Mar adentro, muy lejos, el bote empezó a cabecear y a sacudirse con un viento ardiente que soplaba del norte. El movimiento irregular —un cambio del suave balanceo que la había adormecido— despertó a Usha de un profundo sueño. Al principio se sintió desorientada, sin recordar dónde estaba. La imagen de las velas y los mástiles, señalando hacia el cielo y las arracimadas estrellas, la tranquilizó.
Se sentó al oír un trueno y recorrió con la mirada el oscuro firmamento, buscando la tormenta. No tenía miédo de que el bote volcara; la magia irda lo mantendría a flote incluso en la más fuerte galerna.
El parpadeo del rayo llegó del norte, en la dirección en que estaba su hogar. Observó atenta y entonces vio un llamativo fulgor rojo que iluminó el cielo. El Dictaminador debía de estar realizando su magia.
Usha no logró conciliar el sueño de nuevo, y se sentó en la popa, acurrucada, observando el fulgor rojo que se hacía más y más intenso. Después vio que empezaba a amortiguarse hasta que se apagó.
Usha sonrió. La magia debía de haber sido muy poderosa, y debía de haber funcionado.
—Ahora estaréis a salvo, Protector —dijo suavemente.
Mientras hablaba, el toque dulce y claro de unas trompetas se propagó sobre el agua. Usha se dio media vuelta.
El sol empezaba a salir sobre el océano y parecía un ojo feroz y rojo que mirara con odio al mundo. Bañadas en la extraña luz, las cúpulas y torres de Palanthas brillaban rojas como la sangre.