PARTE II — EL VUELO DE PRUEBA

Capítulo 6

La Estación de Investigación de Armamentos estaba situada en las afueras de Ro- Atabri, al suroeste, en el antiguo distrito industrial de los muelles Mardavan. La zona, debido a su bajo nivel, era ocasionalmente anegada por una corriente de agua contaminada que desembocaba en el Borann, por debajo de la ciudad. Siglos de utilización fabril convirtieron en estériles algunos sectores del suelo de los muelles Mardavan, mientras que en otros proliferaba una vegetación de extraños colores alimentada por filtraciones y secreciones, productos de antiguos pozos negros y montones de basura en descomposición. Las fábricas y los almacenes abundaban en el paisaje, conectados por inveterados senderos; y, medio escondidos entre ellos, se veían grupos de viviendas miserables por cuyas ventanas raramente entraba la luz.

La Estación de Investigación apenas se distinguía de las edificaciones situadas a su alrededor. Estaba compuesta por una serie de talleres indescriptibles, cobertizos y oficinas destartaladas de un solo piso. Incluso el despacho del director era tan mugriento que el típico diseño romboidal kolkorroniano de su enladrillado estaba casi totalmente oculto.

Toller Maraquine pensó que la Estación era un lugar demasiado deprimente para trabajar en él. Recordando el momento de su nombramiento, veía ahora lo infantil e ingenuo que había sido formándose una imagen sobre el desarrollo de la investigación de armamentos. Había imaginado, quizá, un prototipo de espada ligera cuyos filos eran probados por expertos espadachines, o arqueros asesorando meticulosamente la realización de arcos laminados o nuevos diseños de puntas de flecha.

Al llegar a los muelles, tardó sólo unas pocas horas en comprender que allí, bajo las órdenes de Borreat Hargeth, se realizaba poca investigación directa sobre armas. El nombre de la institución enmascaraba el hecho de que la mayor parte de los fondos se invertían en el intento de lograr materiales que pudieran sustituir al brakka en la fabricación de piezas y componentes de las máquinas. El trabajo de Toller consistía principalmente en mezclar distintas fibras y polvos de varios tipos de resinas y con ese producto moldear elementos de prueba. Le molestaba el fuerte olor de las resinas y la monotonía de su trabajo, sobre todo porque su intuición le decía que aquel proyecto era una pérdida de tiempo. Ninguno de los materiales compuestos en la Estación llegó a ser comparable al brakka, la sustancia más dura y resistente del planeta; y si la naturaleza había ofrecido un material ideal, ¿por qué buscar otro?

Sin embargo, dejando aparte algún gruñido ocasional a Hargeth, Toller trabajaba firme y concienzudamente, decidido a demostrar a su hermano que él era un miembro responsable de la familia. Su matrimonio con Fera tenía algo que ver con su nueva estabilidad, beneficio inesperado de una maniobra que únicamente había llevado a cabo para confundir a la mujer de su hermano. Ofreció a Fera matrimonio en el cuarto grado: temporal, no exclusivo, rescindible por el hombre en cualquier momento. Pero ella tuvo el valor de exigir el tercer grado, que lo ligaba a él durante seis años.

Desde entonces habían pasado más de cincuenta días, y Toller esperaba que Gesalla ya hubiese suavizado su actitud hacia él y Fera; pero si algo había ocurrido era que la relación triangular se había deteriorado más aún. Dos factores en contra eran el apetito desmesurado de Fera y su tendencia a la pereza, características ambas que ofendían a la austera y diligente Gesalla, pero Toller era incapaz de censurar a su mujer por negarse a enmendar sus costumbres. Reclamaba el derecho a ser la persona que siempre había sido, sin tener en cuenta que le disgustase a alguien, al igual que reclamaba su derecho a vivir en la casa de los Maraquine. Gesalla buscaba siempre un pretexto para que él tuviese que marcharse de la Casa Cuadrada, y él, por su parte, se negaba tercamente a establecerse en otro sitio.

Un antedía en que Toller meditaba sobre su situación doméstica, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerse el difícil equilibrio, vio a Hargeth entrar en el cobertizo donde él estaba pesando fragmentos de fibras de vidrio. Hargeth era un hombre inquieto y enjuto de unos cincuenta años, y todo en él (nariz, mentón, orejas, codos y hombros) parecía estar afilado. Ahora se encontraba más inquieto que nunca.

— Ven conmigo, Toller — dijo —. Nos hacen falta tus músculos.

Toller dejó a un lado la espátula.

— ¿Para qué me necesitan?

— Siempre te estás quejando de no poder trabajar en las máquinas de guerra. Ésta es tu oportunidad.

Hargeth lo condujo hasta una pequeña grúa portátil que habían montado en el campo, entre dos talleres. Era una estructura convencional de madera excepto porque las ruedas de los engranajes, que en una grúa corriente deberían ser de brakka, aquí eran de un material grisáceo producido en la Estación de Investigación.

— El gran Glo llegará pronto — dijo Hargeth —. Quiere hacer una demostración de estos engranajes ante uno de los inspectores financieros del príncipe Ponche, y hoy vamos a hacer una prueba preliminar. Quiero que compruebes los cables, engrases los engranajes cuidadosamente y llenes el depósito de contrapeso con — piedras.

— Hablaste de una máquina de guerra — dijo Toller —. Esto no es más que una grúa.

— Los ingenieros del ejército tienen que construir fortificaciones y levantar equipos pesados; así que es una máquina de guerra. Los contables del príncipe deben quedar satisfechos, si no perderemos las subvenciones. Ahora a trabajar; Glo estará aquí dentro de una hora.

Toller asintió y empezó a preparar la grúa. El sol estaba a medio camino de su ocultación diaria tras Overland, pero no soplaba viento alguno que aliviase el calor proveniente del lecho del río, y la temperatura crecía continuamente. Una cercana fábrica de curtidos sobrecargaba con sus vapores apestosos el aire ya enrarecido de la Estación. Toller soñaba con beber una buena jarra de cerveza fría, pero el barrio de los muelles sólo contaba con una taberna y su aspecto era tan repugnante que ni se le pasó por la cabeza enviar a un aprendiz por una muestra de su género.

Qué triste recompensa para una vida honesta, pensó, desconsolado. Al menos en Haffanger el aire era respirable.

Apenas había terminado de llenar la cesta de carga de la grúa cuando oyó el sonido de los arneses y los cascos. El elegante faetón rojo y anaranjado del gran Glo atravesó la entrada de la Estación y se detuvo ante la oficina de Hargeth, produciendo un efecto incongruente en aquel ambiente mugriento. Glo descendió de su vehículo y, durante un largo rato, comentó algo con el cochero, antes de volverse para saludar a Hargeth, que se había precipitado fuera para recibirlo. Los dos hombres conversaron en voz baja unos minutos; después, se acercaron a la grúa.

Glo sostenía un pañuelo junto a la nariz, y era evidente por sus intensos colores y una cierta solemnidad en su forma de andar que ya había tomado una dosis generosa de vino. Toller movió la cabeza manifestando una especie de respeto divertido por la obstinación con que Glo seguía conduciéndose hacia la incapacidad para desempeñar su cargo. Dejó de sonreír al darse cuenta de que unos trabajadores estaban murmurando algo con disimulo. ¿Por qué Glo no valoraba más su propia dignidad?

— ¡Tú por aquí, muchacho! — gritó Glo al ver a Toller —. ¿Sabes que me recuerdas más que nunca a mí mismo cuando era… hummm… joven? — Dio un codazo a Hargeth —. ¿Qué te parece ese espléndido cuerpo de hombre, Borreat? Así era yo.

— Muy bien, señor — replicó Hargeth, con apreciable indiferencia —. Estos engranajes son del conocido compuesto 18, así que los hemos probado a baja temperatura y los resultados son bastante esperanzadores, a pesar de que esta grúa es un modelo construido a escala. Estoy seguro de que vamos en buena dirección.

— Yo estoy seguro de que es cierto, pero déjame ver cómo funciona esta… hummm… cosa.

— Por supuesto.

Hargeth hizo una señala Toller y éste empezó a probar la grúa. Estaba diseñada para ser manejada por dos hombres, pero él era capaz de elevar la carga solo sin un esfuerzo excesivo. Dirigido por Hargeth, tardó unos minutos en hacer girar el brazo y demostrar la exactitud con que la máquina depositaba la carga. Puso cuidado en que la operación se desarrollara lo más suavemente posible, para evitar los golpes de avance de los dientes del engranaje, y la exhibición terminó con las partes móviles de la grúa en un estado aparentemente impecable. El grupo de asistentes de cálculo y trabajadores, que se habían reunido para observar, empezaron a dispersarse.

Toller estaba bajando la carga a su lugar original cuando, sin previo aviso, el trinquete que controlaba la bajada cortó varios dientes del retén principal produciendo un estruendo entrecortado. El cesto cargado se cayó ante el tambor del cable trabado y la grúa, con Toller todavía en los mandos, se tambaleó peligrosamente sobre su base. Estaba a punto de volcarse cuando uno de los trabajadores que observaba hizo contrapeso sobre una de las patas que comenzaba a alzarse, colocándola de nuevo contra el suelo.

— Felicidades — dijo Hargeth sarcásticamente cuando Toller salió de la estructura chirriante —. ¿Cómo lo has conseguido?

— Si no pueden inventar un material más resistente que esa bazofia rancia, no hay…

Toller se interrumpió al mirar detrás de Hargeth y ver que el gran Glo se había caído al suelo. Yacía con la cara apoyada contra un montículo de arcilla seca, aparentemente incapaz de moverse. Temiendo que Glo hubiese sido golpeado por algún diente volador del engranaje, Toller corrió y se arrodilló junto a él. Los ojos azul claro de Glo se volvieron hacia Toller pero su cuerpo pesado continuaba inerte.

— No estoy borracho — musitó Glo, hablando con un lado de la boca —. Sácame de aquí, muchacho; me parece que estoy a punto de morirme.


Fera Rivoo se adaptó bien a su nuevo estilo de vida en la Torre de Monteverde, pero de nada sirvieron las insistencias de Toller para persuadirla a montar un cuernoazul, ni siquiera uno de los pequeños cuernoblancos que generalmente eran preferidos por las mujeres. En consecuencia, cuando Toller salía de la casa a dar un paseo o simplemente a cambiar de aires, se veía obligado a ir andando. Caminar era una forma de ejercicio y de desplazarse por la que él sentía poco interés, porque era demasiado aburrida y forzaba a que los acontecimientos sucediesen con demasiada lentitud, pero para Fera era la única manera de moverse por los barrios de la ciudad, cuando no disponía de un carruaje.

— Tengo hambre — anunció al llegar a la plaza de los Navegantes, cerca del centro de Ro-Atabri.

— Claro — dijo Toller —, si ya ha pasado casi media hora desde tu segundo desayuno.

Dándole un fuerte codazo en las costillas, Fera le dedicó una expresiva sonrisa.

— ¿No quieres que conserve mi vitalidad?

— ¿Se te ha ocurrido pensar que en la vida existe algo más que sexo y comida?

— Sí, vino. — Entornó los ojos para protegerse del sol del antedía y examinó los puestos más cercanos — de vendedores de pasteles que rodeaban toda la plaza —. Creo que tomaré un pastel de miel y quizás un poco de vino blanco de Kail para regarlo.

Sin dejar de protestar, Toller realizó la operación necesaria y ambos se sentaron en un banco frente a las estatuas de marinos ilustres del pasado del imperio. La plaza estaba delimitada por una mezcla de edificios públicos y comerciales, la mayoría de los cuales presentaban, en diversas muestras de albañilería y enladrillado, el tradicional diseño kolkorroniano de rombos ensamblados. Los árboles, en contrastadas etapas de su ciclo de maduración, y el colorido de los vestidos de los transeúntes, potenciaban el claroscuro de la luz solar. Una brisa que soplaba del oeste hacía el aire agradable y tonificante.

— Debo admitirlo — dijo Toller, bebiendo un poco del fresco vino —, esto es mucho mejor que trabajar para Hargeth. Nunca he entendido por qué los trabajos de investigación científica han de estar siempre asociados a esos malditos olores.

— ¡Pobre criatura delicada! — exclamó Fera, limpiándose una miga de su barbilla —. Si quieres saber lo que es una auténtica pestilencia, tendrías que trabajar en el mercado de pescado.

— No, gracias, prefiero quedarme donde estoy — respondió Toller.

Habían pasado veinte días desde el repentino ataque de la enfermedad del gran Glo, pero Toller continuaba agradecido por el cambio resultante de su situación y empleo. Glo padecía una parálisis que afectaba a la parte izquierda de su cuerpo y se había visto obligado a tomar un ayudante personal, preferiblemente de fuerte físico. Cuando ofrecieron a Toller el puesto, lo aceptó de inmediato y se trasladó con Fera a la espaciosa residencia de Glo en la ladera oeste de Monteverde. Este cambio, además de proporcionarle un grato alejamiento de los muelles de Mardavan, había resuelto la difícil situación en el de los Maraquine, y Toller intentaba esforzarse conscientemente por estar satisfecho. De vez en cuando se cernía sobre él una sombría inquietud, al comparar su existencia servil con el tipo de vida que hubiese preferido, pero era algo que siempre se guardaba para sí. Como aspecto positivo, Glo había resultado ser un jefe considerado, y en cuanto recobró un poco sus fuerzas y movilidad, sus demandas apenas ocuparon tiempo a Toller.

— Parece que el gran Glo está atareado esta mañana — dijo Fera —. Podría oír los castañeteos de ese luminógrafo desde donde quiera que vaya.

Toller asintió.

— Últimamente habla mucho con Tunsfo. Creo que está preocupado por los informes de las provincias.

— No va a haber una plaga, ¿verdad, Toller? — Fera se encogió de hombros con una expresión de asco, aumentando la hendidura de sus pechos —. No soporto tener personas enfermas a mi alrededor.

— No te preocupes. Por lo que he oído, no estarán mucho tiempo a tu alrededor. Unas dos horas parece ser el término medio.

— ¡Toller! — Fera le dirigió una mirada de reproche con la boca abierta, mostrando su lengua cubierta de una fina capa de pastel de miel.

— No tienes nada que temer — dijo Toller en tono tranquilizador, a pesar de que, según Glo, algo parecido a una plaga había aparecido simultáneamente en ocho lugares distantes entre sí. Los primeros informes fueron de brotes en las provincias palatinas de Kail y Middac; más tarde, en las regiones menos importantes y más remotas de Sorka, Merrill, Padale, Ballin, Yalrofac y Loongl. Después se había producido una tregua de seis días, y Toller sabía que las autoridades se aferraban a la esperanza de que el desastre fuese de naturaleza transitoria, que la enfermedad se hubiese extinguido por sí sola, que el núcleo de KoIkorron y la capital no llegasen a ser afectados. Toller podía entender sus sentimientos, pero no veía motivos para el optimismo. Si los pterthas habían incrementado su alcance y potencia letal hasta los pavorosos límites que sugerían las noticias, en su opinión debían emplear al máximo sus nuevas fuerzas. El respiro del que gozaba la humanidad podía significar que los pterthas se comportaban como un enemigo inteligente y despiadado, que después de haber tenido éxito al probar una nueva arma, se retira para reorganizarse y preparar una ofensiva mayor.

— Tendríamos que volver pronto a la Torre. — Toller acabó con el vino de su taza de porcelana y la colocó bajo el banco para que el vendedor la recogiese —. A Glo le gusta bañarse antes de la noche breve.

— Me alegro de no tener que ayudarle.

— A su manera es valiente. Yo no creo que pudiera soportar la vida de un inválido, pero a él todavía no le he oído quejarse una sola vez.

— ¿Por qué sigues hablando de enfermedades cuando sabes que no me gusta? — Fera se levantó y sacudió las migajas de su vestido —. Pasearemos por las Fuentes Blancas, ¿verdad?

— Sólo unos minutos.

Toller cogió del brazo a su esposa y ambos cruzaron la plaza de los Navegantes y recorrieron la bulliciosa avenida que conducía a los jardines municipales. Las fuentes esculpidas en el níveo mármol de Padale llenaban el aire de una frescura agradable. Grupos de personas, algunas acompañadas de niños, se paseaban entre las islas de brillante follaje y sus risas ocasionales acentuaban la idílica tranquilidad del escenario.

— Supongo que esto puede considerarse como el compendio de la vida civilizada — dijo Toller —. El único error, según mi modo de ver, es que es demasiado…

Dejó de hablar al oír el timbre ronco de una trompa procedente de un tejado cercano, que rápidamente fue secundado por otros en zonas más alejadas.

— ¡Pterthas! — Toller alzó la vista al cielo.

Fera se acercó a él.

— No es cierto, ¿verdad, Toller? No van a venir a la ciudad.

— Será mejor que nos pongamos a cubierto en cualquier caso — dijo Toller, arrastrándola hacia los edificios del lado norte de los jardines.

Todo el mundo escudriñaba el cielo; pero, tal era el poder de la convicción y el hábito, sólo unos pocos corrieron a guarecerse. El ptertha era un enemigo natural implacable, pero hacía tiempo que se había alcanzado el equilibrio y la propia existencia de la civilización estaba dictada por los patrones de comportamiento de los pterthas que se habían mantenido constantes y previsibles. Era bastante impensable que las burbujas, ciegamente malignas, realizasen un cambio súbito en sus hábitos. En ese aspecto Toller coincidía con la gente que le rodeaba; pero las noticias de las provincias habían implantado en las conciencias la semilla de una profunda inquietud. Si los pterthas podían cambiar en un sentido, ¿por qué no en otros?

Una mujer gritó a la izquierda de Toller a cierta distancia y ese sonido inarticulado le sumergió en pensamientos abstractos en lugar de alarmarlo. Miró en la dirección del grito y vio a un ptertha descender por el haz luminoso del sol. El globo púrpura y azulado se hundió en una zona llena de gente, en el centro de los jardines, y los hombres empezaron a gritar también, superponiéndose al continuo bramido de las trompas de alarma. El cuerpo de Fera se estremeció como si se tratara del último segundo de su vida.

— ¡Vamos! — gritó Toller, agarrando su mano y corriendo a toda velocidad hacia las peristiladas casas consistoriales de la parte norte. En su apurada carrera por terreno descubierto ni siquiera tuvo tiempo de volverse para localizar a otros pterthas, pero ya no era necesario buscar las burbujas. Se podían ver fácilmente, flotando entre los tejados, cúpulas y chimeneas a plena luz del sol.

A pocos ciudadanos del imperio kolkorroniano les sería factible asegurar que nunca habían tenido una pesadilla en la que eran alcanzados por un enjambre de pterthas y, en la hora siguiente, Toller no sólo vivió la pesadilla con toda su viveza sino que conoció límites insospechados del espanto. Exhibiendo su nueva intrepidez aterradora, los pterthas descendían a la altura de las calles por toda la ciudad, silenciosos y trepidantes, invadiendo jardines y recintos, rodeando lentamente las plazas públicas, acechando tras las arcadas y columnatas. Iban siendo aniquilados por el tumulto aterrado de la muchedumbre, y en este aspecto las pesadillas de siempre no coincidían ya con la realidad. Toller comprendió, con una certeza muda y desoladora, que los invasores representaban a una nueva especie de pterthas.

Eran los transmisores de plagas.

En la larga polémica mantenida sobre la naturaleza de los pterthas, los que hablaban apoyando la idea de que las burbujas poseían ciertas facultades inteligentes siempre habían señalado el hecho de que se abstenían juiciosamente de entrar en las ciudades y pueblos grandes. Incluso los enjambres numerosos habrían sido rápidamente destruidos si se aventuraban a invadir un centro urbano; en especial si había buenas condiciones de visibilidad. El argumento era que les preocupaba menos su autoconservación que evitar pérdidas numerosas en inútiles ataques; una evidencia clara de su raciocinio. La teoría tuvo cierta palidez mientras el alcance mortífero de los pterthas se limitó a unos cuantos pasos.

Pero, como Toller intuyó al momento, las burbujas lívidas que descendían sobre Ro- Atabri eran transmisoras de plagas.

Por cada una que se destruyese, perecerían muchos ciudadanos a causa del polvo venenoso que mataba con mayor alcance; y el horror no se acababa aquí, porque las nuevas reglas siniestras de la contienda dictaban que cada víctima directa del encuentro con un ptertha contaminara y llevara a la tumba quizás a docenas de personas.

Transcurrió una hora hasta que las condiciones del viento. cambiaron y el primer ataque a Ro-Atabri finalizó, pero en una ciudad donde cada hombre, mujer y niño se había convertido en un posible enemigo mortal y como tal debía tratarse, la pesadilla de Toller podía llegar mucho, mucho más lejos…

Una extraña tromba de agua cayó sobre la región durante la noche; y ahora, pocos minutos después de la salida del sol, Toller Maraquine contemplaba desde Monteverde un paisaje poco familiar. Manchas y franjas de una neblina baja cubrían como guirnaldas el panorama, oscureciendo Ro-Atabri más eficazmente que el manto de pantallas anti — ptertha s que tuvo que arrojarse sobre la ciudad desde el primer ataque, casi hacía dos años. En el este, sobresalía el contorno triangular del monte Opelmer entre una bruma áurea, con sus laderas superiores teñidas por un sol rojizo que asomaba en su cima.

Toller se había despertado pronto e, impulsado por la inquietud que últimamente le angustiaba cada vez más, decidió salir solo a dar un paseo por los campos de la Torre.

Empezó caminando junto a la pantalla interior de defensa, comprobando si las redes estaban firmes. Antes de producirse la embestida de la plaga, sólo las poblaciones rurales habían necesitado barreras anti — ptertha, que en aquellos días consistían en simples redes y enrejados. Pero de repente, tanto en las ciudades como en el campo, hubo que construir pantallas más complejas al objeto de crear una zona de separación de unos treinta metros alrededor de las áreas protegidas. Para los tejados de la mayoría de los cercados siguió bastando una capa simple de red, porque las toxinas de los pterthas eran arrastradas horizontalmente por el viento, pero era de vital importancia que los perímetros estuviesen provistos de pantallas dobles, ampliamente separadas y aguantadas por fuertes andamiajes.

El gran Glo demostró su gratitud a Toller otorgándole, además de sus deberes habituales, la tarea responsable y a veces peligrosa de supervisar la construcción de las pantallas para la Torre y para otros edificios de la orden. La sensación de que al fin estaba realizando algo importante y útil lo había hecho menos indisciplinado, y el riesgo de trabajar al descubierto le proporcionaba satisfacciones de diverso tipo. La única contribución significativa de Borreat Hargeth a la fabricación de armas anti — ptertha había sido el desarrollo de unos singulares garrotes arrojadizos con forma de L que volaban más deprisa y más lejos que los ordinarios garrotes kolkorronianos en forma de cruz, y que en manos de un hombre diestro podían destruir burbujas desde más de cuarenta metros. Mientras controlaba la construcción de las pantallas, Toller había perfeccionado su habilidad con la nueva arma y se enorgullecía de no haber perdido ningún trabajador por ataque de los pterthas.

Sin embargo, esa fase de su vida estaba llegando a su fin natural; y ahora, a pesar de todos sus esfuerzos, le oprimía la sensación de haber sido atrapado como un pez en las mismas redes que había ayudado a construir. Teniendo en cuenta que más de dos tercios de los habitantes del imperio habían sido eliminados por la nueva forma virulenta de pterthacosis, podía considerarse afortunado por estar vivo y sano, con comida, casa y una hermosa mujer que compartía su cama; pero ninguna de estas consideraciones podía compensar su desgarradora convicción de que estaba malgastando su vida. Instintivamente rechazaba las enseñanzas de la Iglesia sobre la sucesión interminable de reencarnaciones alternando entre Land y Overland; a él sólo se le había concedido una vida, un período valioso de existencia, y la perspectiva de derrochar lo que quedase de ella era intolerable.

A pesar de la frescura del aire matutino, Toller sintió que su pecho empezaba a cargarse y sus pulmones trabajaban como si estuviese sofocado. Al borde de un ataque repentino de pánico irracional, desesperado por dar una salida física a sus emociones, reaccionó como no lo había hecho desde su exilio en la península de Loongl. Abrió la puerta de la pantalla interior de la Torre, cruzó la zona de separación y atravesó la pantalla exterior para colocarse en la ladera desprotegida de Monteverde. Una franja de pastos, cedida a la orden de los filósofos desde hacía mucho tiempo, se extendía ante él hasta perderse de vista entre los árboles y la niebla. El aire estaba tranquilo, de modo que había pocas posibilidades de encontrar una burbuja perdida, pero el acto simbólico de desafío produjo un efecto tranquilizador en la presión psicológica que había ido aumentando dentro de él.

Desenganchó un garrote anti — ptertha de su cinturón y se dispuso a seguir bajando la colina; pero, de repente, algo que se movía al final de los pastos llamó su atención. Un jinete solitario surgió de los límites del bosque que separaba las tierras de los filósofos del barrio de Silarbri, adyacente a la ciudad. Toller sacó su telescopio, aquel objeto apreciado, y con su ayuda descubrió que el jinete era del, servicio del rey y que llevaba en su pecho el símbolo blanquiazul de la pluma y la espada típico de los correos.

Su interés se acrecentó, y se sentó en un banco de roca para observar el avance del visitante. Recordó la ocasión en que la llegada de un mensajero real había anunciado su escapada de la estación de investigación de Loongl. Glo había sido prácticamente ignorado por el Palacio Principal desde el desastre de la Sala del Arco Iris. En otros tiempos, la entrega de un mensaje en mano habría implicado privacidad, imposibilidad de encomendarse a un luminógrafo, pero ahora era difícil imaginar al rey Prad queriendo comunicar algo privado al gran Filósofo.

El jinete se aproximaba lenta y directamente. Siguiendo un camino algo más sinuoso, podría haber realizado todo el recorrido hasta la residencia del gran Glo bajo las redes aislantes de las pantallas anti — ptertha de la ciudad, pero daba la impresión de que disfrutaba de aquel corto paseo al aire libre, a pesar del leve riesgo de que un ptertha descendiese sobre él. Toller se preguntó si el mensajero tendría un espíritu parecido al suyo, si era alguien que también se sentía abrumado por las estrictas precauciones contra los pterthas que permitían a lo que quedaba de la población continuar con sus bloqueadas existencias.

El censo del año 2622, tomado sólo cuatro años antes, indicaba que la población del imperio estaba constituida por casi dos millones de ciudadanos kolkorronianos, y unos cuatro millones, contando los estados tributarios. Al final de los dos años de plagas, el total restante se estimaba en menos de dos millones. Una proporción minúscula de los que sobrevivieron lo lograron gracias a que, inexplicablemente, parecían tener cierto grado de inmunidad a la infección secundaria. Pero la mayoría temía continuamente por sus vidas, comportándose como sabandijas escondidas en sus madrigueras. Las viviendas no protegidas con pantallas estaban provistas de precintos herméticos en las aberturas de las puertas, ventanas y chimeneas durante los períodos de alerta. Fuera de las ciudades y los pueblos, la gente abandonó sus granjas y se trasladó a vivir a bosques y regiones arboladas, las fortalezas naturales donde las burbujas eran incapaces de penetrar.

Como consecuencia, la producción agrícola decreció a un nivel que era insuficiente incluso para las enormemente reducidas necesidades de una población mermada. Pero Toller, con el egocentrismo característico de la juventud tenía poco interés por las estadísticas que reflejaban las desgracias a escala nacional. Para él no representaban más que un juego de sombras, un telón de fondo que se transformaba vagamente tras el drama central de sus propios asuntos. Con la esperanza de que fueran a comunicar alguna noticia que le favoreciese personalmente, se levantó para recibir al mensajero del rey.

— Buen antedía — dijo sonriendo —. ¿Qué te trae hasta la Torre de Monteverde?

El correo era un hombre enjuto de mirada cansada, pero le respondió amablemente mientras tiraba de las riendas de su cuernoazul.

— El mensaje que traigo sólo puede ser visto por el gran Glo.

— El gran Glo todavía duerme. Yo soy Toller Maraquine su ayudante personal y miembro heredero de la orden de los filósofos. No siento el menor deseo de curiosear, pero mi señor no tiene muy buen carácter y puede disgustarse mucho si lo despierto a estas horas, excepto si es por un asunto de urgencia considerable. Dime sobre qué trata tu mensaje y yo decidiré qué debe hacerse.

— El tubo de mensaje está sellado. — El correo esbozó una sonrisa burlona —. Y se supone que yo no tengo por qué conocer su contenido.

Toller se encogió de hombros, simulando familiaridad.

— Es una pena; tenía la esperanza de que tú y yo podríamos evitarnos problemas.

— Buena tierra de pastos — dijo el correo, volviéndose en su silla de montar para observar la pradera que acababa de atravesar —. Me imagino que la casa de su señoría no debe de haber sido demasiado afectada por las restricciones de comida…

— Tienes que estar hambriento después de cabalgar hasta aquí — dijo Toller —. Me encantaría poder ofrecerte el desayuno de un héroe, pero quizá no haya tiempo. Quizá sea mejor que vaya a despertar inmediatamente al gran Glo.

— Quizá sea más razonable dejar a su señoría disfrutar de su descanso. — El correo descendió de un salto y se colocó junto a Toller —. El rey lo convoca a una reunión especial en el Palacio Principal, pero la cita es para dentro de cuatro días. No parece que sea un asunto de gran urgencia.

— Quizá — dijo Toller, frunciendo el ceño mientras intentaba evaluar la sorprendente noticia —. Quizá no.

Capítulo 7

— No estoy seguro de estar actuando bien — dijo el gran Glo mientras Toller Maraquine terminaba de atar las correas de su montura —. Creo que sería mucho más prudente, aparte de ser mejor para ti, que me acompañase uno de los criados y tú… hummm… te quedases aquí. Hay mucho trabajo que hacer, trabajo que no te traerá ninguna complicación.

— Han pasado dos años — replicó Toller, decidido a no ser orillado —. Y Leddravohr ha tenido tantas cosas en que pensar que probablemente ya no se acordará de mí.

— No cuentes con ello, muchacho. El príncipe tiene fama de ser tenaz en estos asuntos. Además, sabes que es bastante probable que tú le refresques la memoria.

— ¿Por qué iba yo a hacer algo tan poco sensato?

— Te he estado observando últimamente. Pareces un árbol de brakka que está retardando su explosión.

— Ya no hago ese tipo de cosas.

Toller protestó automáticamente, como solía hacer en el pasado, pero tuvo la impresión de que realmente había cambiado desde su primer encuentro con el príncipe militar. Sus períodos ocasionales de desasosiego e insatisfacción eran una prueba del cambio, por la forma en que ahora los soportaba. En vez de esforzarse por encontrar la menor excusa que desencadenase la tormenta, había aprendido, como otros hombres, a desviar o sublimar sus energías emocionales. Se había adiestrado para aceptar placeres menores y satisfacciones en lugar de la plenitud total ansiada por tantos y destinada a tan pocos.

— Muy bien, joven — dijo Glo, ajustando una hebilla —. Voy a confiar en ti, pero recuerda que ésta es una ocasión de especial importancia y compórtate de acuerdo a ello. Confío en tu promesa. ¿Comprendes, claro está, por qué el rey ha considerado conveniente… hummm… convocarme?

— ¿Es una vuelta a los días en que se nos consultaba sobre los grandes elementos imponderables de la vida? ¿Quiere saber el rey por qué los hombres tienen pezones pero no pueden amamantar?

Glo sorbió por la nariz.

— Tu hermano tiene la misma tendencia desafortunada al sarcasmo grosero.

— Lo siento.

— No te creo, pero de todas formas contestaré a tu pregunta. La idea que yo sembré en la mente del rey hace dos años, al fin ha dado frutos. ¿Recuerdas lo que dijiste sobre que volaba más alto y veía…? No, ése fue Lain. Pero hay algo en lo que… hummm… debes pensar, joven Toller. Yo ya tengo bastantes años y no voy a vivir muchos más, pero te apuesto mil nobles a que pondré un pie en Overland antes de morirme.

— Nunca dudaría de su palabra en ningún tema — dijo Toller con diplomacia, maravillado ante la capacidad del anciano para autoengañarse.

Cualquier otro, con la excepción de Vorndal Sisstt, habría recordado con vergüenza la reunión del consejo. Tan grande fue la deshonra de los filósofos, que hubieran sido expulsados de Monteverde, en el caso de que la monarquía no hubiera tenido que ocuparse de la plaga y sus consecuencias. Sin embargo, Glo todavía alimentaba la creencia de que el rey lo estimaba y de que su fantasía sobre la colonización de Overland podría considerarse seriamente. Después del ataque de su enfermedad, Glo había renunciado al alcohol y por tanto era capaz de comportarse mejor, pero su senilidad seguía distorsionando su sentido de la realidad. La hipótesis de Toller era que Glo había sido convocado a palacio para rendir cuentas sobre su fracaso continuado en la producción de eficaces armas anti — ptertha de largo alcance, que eran vitales para que la agricultura pudiera recuperarse.

— Tenemos que darnos prisa — dijo Glo —. No podemos llegar tarde en nuestro día triunfal.

Con la ayuda de Toller, se puso su túnica gris, tapando con ella el soporte ortopédico de cañas que le permitía permanecer de pie sin ayuda. Su cuerpo, grueso anteriormente, había degenerado en una delgadez fláccida, pero no había modificado sus ropas para que pudieran esconder el soporte, pretendiendo disimular su incapacidad parcial. Era uno de los puntos débiles que le había hecho ganar la simpatía de Toller.

— Llegaremos a tiempo — le aseguró Toller, preguntándose si debería intentar prevenir a Glo de la posible ordalía que se avecinaba.


El camino hasta el Palacio Principal transcurrió en silencio, con un Glo meditabundo asintiendo con la cabeza, como si estuviera ensayando su discurso preparado.

Hacía una mañana gris y húmeda, y la penumbra era intensificada por las pantallas anti — ptertha s que cubrían el cielo. La iluminación no había disminuido demasiado en aquellas calles en las que fue suficiente poner un techado de red o de enrejado apoyado sobre unas cañas que se extendían horizontalmente entre los aleros de cada lado. Pero donde había techos o parapetos próximos de distintas alturas, fue necesario levantar estructuras pesadas y complicadas, muchas de las cuales estaban revestidas de tejidos barnizados que prevenían que las corrientes de aire y vientos descendentes atrajesen el polvo de los pterthas a través de las innumerables rendijas de los edificios, pensados para un clima ecuatorial. Muchas de las avenidas del centro de Ro-Atabri, deslumbrantes en otra época, se presentaban ahora oscuras como cavernas, la arquitectura de la ciudad, habiendo sido obstruida y ensombrecida por el velo defensivo, se volvió claustrofóbica.

El puente sobre el Bytran, el río principal que cruzaba el camino en dirección sur, estaba totalmente cubierto por una estructura de madera, dando la impresión de ser un gigantesco almacén, y por una especie de túnel atravesaba el foso y conducía hasta el Palacio Principal, que ahora estaba entoldado. El primer indicio que percibió Toller de que la reunión iba a ser diferente de la que había tenido lugar dos años antes, fue la ausencia de carruajes en el patio delantero. Aparte de unos cuantos coches oficiales, solamente la ligera berlina de su hermano, adquirida antes de la proscripción de vehículos tirados por yuntas, esperaba cerca de la entrada. Lain estaba solo junto a la berlina con un delgado rollo de papel bajo el brazo. Su cara alargada parecía pálida y cansada bajo los negros mechones de su cabello. Toller dio un salto y ayudó a Glo a bajar del carruaje, aguantándolo discretamente hasta que consiguió mantenerse en equilibrio.

— No me comentó que iba ser una audiencia privada — dijo Toller.

Glo lo miró con irónico desdén, recobrando momentáneamente su antiguo temperamento.

— Yo no tengo por qué comentarte nada, jovencito. Es importante que el gran Filósofo se mantenga reservado y… hummm… enigmático en ciertas ocasiones.

Agarrándose con fuerza al brazo de Toller, pasó cojeando bajo el arco labrado de la entrada, donde se encontraron con Lain.

Mientras se intercambiaban los saludos, Toller, que no había visto a su hermano desde hacía más de cuarenta días, percibió su aspecto obviamente debilitado.

— Espero que no estés trabajando en demasía — le dijo.

Lain sonrió sarcásticamente.

— Trabajando en demasía, y durmiendo demasiado poco. Gesalla está nuevamente embarazada y esta vez le ha afectado más que la anterior.

— Lo siento.

A Toller le sorprendió saber que después del aborto de hacía casi dos años, Gesalla seguía decidida a ejercer la maternidad. Reflejaba un instinto maternal que le costaba asociar con su carácter. Aparte de aquella curiosa visión casual y breve que tuvo de Gesalla el día en que volvía de la desastrosa reunión del consejo, siempre la había considerado demasiado adusta, demasiado acostumbrada al orden y a su propia autonomía, como para ocuparse de criar niños.

— Por cierto, te manda recuerdos — añadió Lain.

Toller sonrió abiertamente demostrando su incredulidad, mientras los tres hombres avanzaban hacia el palacio. Glo los condujo a través de la silenciosa actividad de los corredores hasta una puerta de madera vidriada bastante alejada de las zonas administrativas. Los ostiarios de armaduras negras en sus puestos eran un signo de que el rey estaba dentro. Toller sintió cómo Glo hacía esfuerzos para erguir su cuerpo, intentando adquirir una buena apariencia, y él, a su vez, intentó fingir que apenas le prestaba ayuda mientras entraban en la cámara de audiencias donde los esperaban.

La sala era hexagonal y bastante pequeña, iluminada por una sola ventana, y el único mobiliario era una mesa hexagonal con seis sillas. El rey Prad estaba ya sentado frente a la ventana y a su lado se encontraban el príncipe Leddravohr y Chakkell, todos ellos ataviados informalmente con atuendos holgados de seda. El único signo distintivo de Prad era una gran joya azul que llevaba colgada del cuello por una cadena de vidrio. Toller, que deseaba pasar lo más inadvertido posible por el bien de su hermano y de Glo, evitó mirar en dirección a Leddravohr. Mantuvo sus ojos bajos hasta que el rey hizo una señal a Glo y a Lain para que se sentaran y después puso toda su atención en ayudar a Glo a sentarse, intentando que su soporte de caña crujiese lo menos posible.

— Pido disculpas por el retraso, majestad — dijo el gran Filósofo, cuando al fin se acomodó, hablando en kofikorroniano formal —. ¿Desea que se retire mi ayudante?

Prad negó con la cabeza.

— Puede quedarse, por si lo necesita, gran Glo. No alcanzo a apreciar su grado de invalidez.

— Una cierta terquedad en las… hummm… extremidades, eso es todo — respondió Glo estoicamente.

— No obstante, le agradezco el esfuerzo de haber venido hasta aquí. Como puede ver, he suprimido todas las formalidades, que podrían impedirnos un intercambio de ideas. Las circunstancias de nuestra última reunión favorecían poco una comunicación relajada, ¿no es verdad?

Toller, que se había colocado detrás de la silla de Glo, se sorprendió ante el tono amistoso y razonable del rey. Parecía como si su pesimismo careciera de fundamento, y a Glo fuera a evitársele cualquier nueva humillación. Por primera vez, miró directamente hacia la mesa y comprobó que la expresión de Prad era realmente tan tranquilizadora como se lo permitían sus rasgos dominados por aquel ojo inhumano de mármol blanco. Toller desplazó su mirada, sin una intención consciente, hasta Leddravohr y experimentó una especie de conmoción psíquica al darse cuenta de que los ojos del príncipe habían estado clavados en él durante todo el tiempo, proyectando una malicia y un desprecio indisimulados.

Soy otra persona, se dijo Toller, advirtiendo que un reflejo desafiante se transmitía a sus hombros. Glo y Lain no van a tener problemas por mi culpa.

Bajó la cabeza, pero no antes de ver cómo se esbozaba la sonrisa de Leddravohr, la fácil mueca fugaz de su labio superior. Toller no lograba decidir qué actitud tomar. Parecía que las cosas que se comentaban sobre Leddravohr, sobre su excelente memoria para las caras y aún más excelente para los insultos, eran ciertas. La inmediata dificultad para Toller estaba en eso. Aunque decidido a no cruzar su mirada con la de Leddravohr, pensó que no tenía ningún sentido seguir con la cabeza baja durante todo el antedía. ¿Podría encontrar un pretexto para salir de la sala, quizás algo relacionado con…?

— Deseo hablar sobre el viaje a Overland — dijo el rey, dejando caer sus palabras como una bomba, que borró cualquier otra idea de la mente de Toller —. ¿Puede usted, en su condición de gran Filósofo, afirmar que es posible?

— Sí, majestad. — Glo observó a Leddravohr y al atezado príncipe Chakkell, como retándolos a presentar sus objeciones —. Podemos volar a Overland.

— ¿Cómo?

— Con grandes globos de aire caliente, majestad.

— Siga.

— Su poder de elevación puede aumentarse mediante chorros de gas, pero sería fundamental que en la región donde los globos dejaran prácticamente de funcionar, los chorros funcionasen al máximo. — Glo hablaba en voz alta y sin titubeos, como hacía cuando estaba inspirado —. Los chorros también servirían para que el globo pudiese virar a mitad del recorrido y así descender normalmente. Se lo repito, majestad: podemos volar a Overland.

Las palabras de Glo fueron seguidas por un silencio en el que se oían las respiraciones. Toller, pensativo, miró a su hermano para ver si, como antes, la conversación sobre el viaje a Overland le había causado un fuerte impacto. Lain parecía nervioso y preocupado, pero en absoluto sorprendido. Glo y él debían de haber estado comentando el asunto, y si Lain creía que el viaje podía hacerse, ¡podía hacerse! Toller sintió una corriente de frío recorriendo su columna al imaginar algo que para él significaba una experiencia intelectual y emocional totalmente nueva. Tengo un futuro, pensó. He descubierto por qué estoy aquí…

— Díganos, gran Glo — inquirió el rey —. Este globo de aire caliente del que habla, ¿ha sido diseñado?

— No sólo diseñado, majestad; los archivos hacen referencia a uno que fue fabricado en el año 2187. Voló en varias ocasiones con éxito, manejado por un filósofo llamado Usader, y se cree, aunque los documentos son… hummm… vagos respecto a este punto, que en el 2188 intentó el vuelo a Overland.

— ¿Qué le sucedió?

— Nunca más se supo de él.

— Eso no inspira demasiada confianza — apuntó Chakkell, hablando por primera vez —. Difícilmente puede considerarse una prueba de éxito.

— Eso depende del punto de vista — añadió Glo, negándose a ser desalentado —. Si Usader hubiese vuelto al cabo de unos días, podríamos considerar su vuelo como un fracaso. El hecho de que no volviera puede indicar que lo logró.

Chakkell estalló de risa.

— ¡O, con más probabilidades, que murió!

— No estoy afirmando que tal ascenso sea fácil o que no implique… hummm… riesgos. Mi opinión es que nuestro incremento en el conocimiento científico puede reducir los riesgos a un nivel aceptable. Si nos lo proponemos, y con el apoyo financiero y los recursos adecuados, podemos fabricar naves capaces de volar hasta Overland.

El príncipe Leddravohr suspiró de manera ostensible y se removió en su silla, conteniéndose para no hablar. Toller supuso que el rey lo había aleccionado con detenimiento antes del comienzo de la reunión.

— Tal como lo explica, parece que se trate de una excursión postdiurna — dijo el rey Prad —. ¿Pero no es cierto que hay una distancia de unos ocho mil kilómetros entre Land y Overland?

— Las triangulaciones más exactas dan una cifra de 7.440 kilómetros, majestad. De superficie a superficie, se entiende.

— ¿Cuánto tiempo se tardaría en volar esa distancia?

— Siento no poder dar una respuesta exacta a esa pregunta en este momento.

— Es una cuestión importante, ¿no?

— ¡Sin duda! La velocidad de ascenso del globo es de una importancia fundamental, majestad, pero hay muchas variables que deben… hummm… considerarse. — Glo hizo un gesto a Lain para que desplegase su rollo —. Mi científico jefe, que es mejor matemático que yo, ha estado trabajando en los cálculos preliminares. Con su consentimiento, él explicará el problema.

Lain extendió el mapa con manos temblorosas y Toller sintió alivio al ver que había tenido la precaución de dibujarlo en un papel de tela flexible que rápidamente se aplanó. Parte de él incluía, en un diagrama a escala, los planetas hermanos y sus relaciones espaciales; el resto representaba esquemas de globos en forma de pera y complicadas barquillas. Lain tragó saliva un par de veces y Toller empezó a inquietarse, temiendo que su hermano no fuese capaz de hablar.

— Este círculo representa nuestro planeta… con su diámetro de 6.560 kilómetros — articuló finalmente Lain —. El otro círculo menor representa Overland, cuyo diámetro generalmente se acepta como de 5.150 kilómetros, en el lugar fijado sobre nuestro ecuador en el meridiano cero, que atraviesa Ro-Atabri.

— Creo que todos aprendimos astronomía básica en nuestra infancia — dijo Prad —. ¿Por qué no nos dices cuánto tiempo requeriría un viaje hasta allí?

Lain tragó saliva de nuevo.

— Majestad, el tamaño del globo y el peso de la carga que fijemos a él influirán en la velocidad del ascenso libre. La diferencia de temperatura entre los gases del interior del globo y la atmósfera que lo rodee es otro factor, pero el factor más decisivo es la cantidad de cristales disponibles para hacer funcionar los chorros propulsores. Se conseguiría un ahorro mayor dejando que el globo se elevase hasta la altura máxima, disminuyendo la velocidad mientras tanto, y no usando los chorros hasta que la fuerza gravitacional de Land se haya debilitado. Eso, desde luego, supondría alargar el tiempo a invertir y por tanto se incrementaría el peso de los alimentos y agua que debieran transportarse, que a su vez…

— ¡Basta, basta! ¡La cabeza me da vueltas! — El rey hizo un gesto con las manos como si agitase un globo invisible —. Céntrate en una nave que transportaría, digamos, veinte personas. Supón que hay una abundancia razonable de cristales. Ahora, ¿cuánto tardaría la nave en llegar a Overland? No espero que seas demasiado exacto, simplemente deseo que me des una idea que quepa dentro de mi cráneo.

Lain, más pálido que nunca, pero con una confianza creciente, recorrió con la punta del dedo varias columnas de números situados a un lado del plano.

— Doce días, majestad.

— ¡Al fin! — dijo Prad sonriendo a Leddravohr y Chakkell —. Ahora, para la misma nave, ¿cuánto verde y púrpura se necesitará?

Lain alzó la cabeza y miró al rey con ojos inquietos. El rey le sostuvo la mirada, tranquila y resueltamente, esperando la respuesta. Toller sintió que se producía una comunicación sin palabras, que estaba ocurriendo algo que él no entendía. Su hermano, al menos en apariencia, había superado todo su nerviosismo e inseguridad, adquirido una extraña autoridad que, al menos por el momento, lo colocaba a la altura del soberano. Toller notó crecer en él su orgullo de familia al ver que el rey reconocía la talla de Lain y se disponía a darle todo el tiempo que necesitase para preparar su respuesta.

— ¿Puedo interpretar, majestad — dijo por fin —, que estamos hablando de un viaje sólo de ida?

El rey estrechó su ojo blanco.

— Puedes.

— En ese caso, majestad, la nave requeriría aproximadamente trece kilos y medio de pikon y otro tanto de halvell.

— Gracias. ¿No estarás despreciando la posibilidad de que una proporción mayor de halvell diera mejores resultados en la combustión?

Lain negó con la cabeza.

— En estas circunstancias, no.

— Eres un hombre valioso, Lain Maraquine.

— Majestad, no entiendo esto — protestó Glo, formulando en voz alta la perplejidad de Toller —. No hay ninguna razón para suministrar a la nave sólo el combustible del viaje de ida.

— Una sola nave, no — dijo el rey —. Una flota pequeña, no. Pero cuando se habla de… — Se volvió hacia Lain —. ¿Cuántas naves dirías?

Lain sonrió atónito.

— Unas mil me parece el número adecuado, majestad.

— ¡Mil! — Todo el soporte de caña de Glo crujió ante su abortado ¡Atento de levantarse, y cuando habló de nuevo, su voz había adquirido un tono apesadumbrado —. ¿Soy la única persona aquí que ignoraba el tema que se está tratando?

El rey hizo un gesto tranquilizador.

— No se trata de ninguna conspiración, gran Glo; es únicamente que su científico jefe parece tener la posibilidad de leer en las mentes. Me gustaría saber cómo adivinó lo que estaba pensando.

Lain fijó la vista en sus propias manos y empezó a hablar casi abstraído, casi como si estuviese meditando en voz alta.

— Durante más de doscientos días me ha sido imposible obtener datos sobre la producción agraria o sobre los encuentros con pterthas. La explicación oficial era que los administradores provinciales estaban demasiado ocupados para preparar sus informes, y he estado intentando convencerme a mí mismo de que ésa era la causa, pero los índices ya estaban allí, majestad. En cierto modo es un alivio ver confirmados mis peores temores. La única forma de tratar una crisis es enfrentándose a ella.

— Estoy de acuerdo contigo — dijo Prad —, pero me preocupa que cunda el pánico, y por tanto es preciso mantener el secreto. Tengo que estar seguro.

— ¿Seguro? — Glo volvió su cabeza a un lado y a otro —. ¿Seguro? ¿Seguro?

— Sí, gran Glo — dijo el rey seriamente —. Tengo que estar seguro de que nuestro planeta está llegando a su fin.

Al oír tal afirmación, Toller sintió un fuerte escalofrío. Cualquier asomo de terror dio paso al momento a una curiosidad y a una sensación irresistible, egoísta y excitante de ser un privilegiado. Los acontecimientos más relevantes de la historia se desarrollaban a su favor. Por primera vez en su vida, anhelaba el futuro.


— …como si los pterthas estuviesen estimulados por los sucesos de los dos pasados años, de la misma forma que un guerrero que ve a su adversario debilitándose — decía el rey —. Están aumentando; ¿y quién puede decir que sus infectas emanaciones no se volverán aún más letales? Ha ocurrido una vez, y podría suceder de nuevo.

»Aquí, en Ro-Atabri, hemos sido relativamente afortunados hasta el momento, pero por todo el imperio la gente se está muriendo de esa insidiosa nueva forma de pterthacosis, a pesar de todos nuestros esfuerzos por acabar con las burbujas. Y los recién nacidos, de quienes depende nuestro futuro, son los más vulnerables. Podríamos encontrarnos con la perspectiva de vernos reducidos a un montón de infelices ancianos y ancianas estériles, condenados a desaparecer; aparte del creciente fantasma del hambre. Las regiones donde se desarrollaba la agricultura ya no pueden producir alimentos en las cantidades que son necesarias para mantener a nuestras ciudades, a pesar de que las poblaciones urbanas han sido enormemente reducidas.

El rey hizo una pausa sonriendo con tristeza a su audiencia.

— Hay algunos entre nosotros que afirman que todavía hay espacio para la esperanza, que el destino puede aún perdonar y volverse contra los pterthas; pero Kolkorron no se engrandecerá confiando sumisamente en la suerte. Esa actitud es ajena a nuestro carácter. Cuando se nos obliga a rendirnos en una batalla, nos retiramos a un reducto seguro donde podamos acopiar fuerzas y obtener la resolución para salir y vencer a nuestros enemigos.

»En el caso que nos ocupa, como es propio de un conflicto difícil, hay una difícil solución; y su nombre es Overland.

»Mi decreto real es que preparemos nuestra retirada a Overland; no para huir del enemigo, sino para crecer y volvernos más poderosos, para ganar tiempo en desarrollar métodos que destruyan a los pterthas en su repugnante totalidad; y finalmente, sin dar importancia al tiempo que se precise, volver a nuestro planeta Land como un ejército glorioso e invencible que reclamará triunfalmente lo que por derecho y naturaleza nos pertenece.»

La oratoria del rey, acentuada por el formalismo de la lengua oficial, había arrastrado a Toller, abriendo nuevas perspectivas en su cabeza y, con sorpresa, se dio cuenta de que no se producía ninguna respuesta ni por parte de su hermano ni de Glo. Este último estaba tan inmóvil que parecía muerto, y Lain continuaba mirando fijamente a sus manos, dando vueltas al anillo de brakka que llevaba en su sexto dedo. Toller se preguntó, con una sombra de censura, si Lain estaría pensando en Gesalla y el bebé que nacería en tiempos tan turbulentos.

Prad interrumpió el silencio para dirigirse, curiosamente según el punto de vista de Toller, a Lain.

— ¿Y bien, disputador? ¿Tienes alguna otra demostración que hacernos sobre lectura de mentes?

Lain alzó con seguridad la cabeza y su mirada hacia el rey.

— Majestad, incluso cuando nuestros ejércitos estaban en su mejor momento, nos abstuvimos de atacar Chamteth.

— ¡Me ofenden las implicaciones de ese comentario! — exclamó el príncipe Leddravohr, con voz destemplada —. Exijo que…

— ¡Tu promesa, Leddravohr! — replicó severo el rey a su hijo —. Te recuerdo la promesa que me hiciste. ¡Ten paciencia! Pronto llegará tu turno.

Leddravohr alzó ambas manos con un gesto de resignación, retrepándose de nuevo en su silla, y fijando ahora una mirada de preocupación en Lain. El espasmo de alarma que Toller había sentido por la seguridad de su hermano casi desapareció en el silencioso clamor de su reacción a la mención de Chamteth. ¿Cómo había tardado tanto en comprender que una flota de migración interplanetaria, si alguna vez llegaba a construirse, requeriría cristales de energía en una escala tan enorme que sólo podría obtenerse de una fuente? Si los pasmosos planes del rey también incluían ir a la guerra contra los enigmáticos y aislados chamtethanos, el futuro que se avecinaba iba a ser más turbulento incluso de lo que Toller había imaginado.

Chamteth era un país tan enorme que podía accederse a él viajando tanto hacia el este como hacia el oeste por la Tierra de los Largos Días, ese hemisferio del planeta que no cubría la sombra de Overland y donde no existía la noche breve para marcar el avance del sol a través del cielo. En el pasado, varios gobernantes ambiciosos habían intentado internarse en Chamteth; y el resultado había sido tan convincente, tan desastroso, que Chamteth quedó prácticamente borrado de la conciencia de la nación. Existía pero, al igual que Overland, su existencia no tenía ninguna relevancia para los asuntos cotidianos del imperio.

Hasta ahora, pensó Toller, intentando reconstruir su imagen del universo, Chamteth y Overland estaban ligados… unidos… para tomar uno había que tomar el otro…

— La guerra contra Chamteth se ha hecho inevitable — dijo el rey —. Algunos son de la opinión de que siempre ha sido inevitable. ¿Usted qué opina, gran Glo?

— Majestad, yo… — Glo se aclaró la garganta y se irguió en su silla —. Majestad, yo siempre me he considerado un pensador imaginativo, pero la grandiosidad y el alcance de su visión me han dejado… hummm… sin aliento. Cuando propuse en un principio volar a Overland, calculaba enviar unos cuantos exploradores, que serían seguidos poco a poco por una colonia que se establecería. Ni siquiera había soñado en una migración a la escala que usted propone, pero puedo asegurarle que estoy igualmente dispuesto a las responsabilidades que entraña. El diseño de una nave apropiada y la planificación de todo lo necesario…

Glo cesó de hablar al ver a Prad negando con la cabeza.

— Querido gran Glo, usted no está bien — dijo el rey —, y no sería justo por mi parte permitir que invirtiese las fuerzas que le quedan en una tarea de tal magnitud.

— Pero, majestad…

El rostro del rey se endureció.

— ¡No me interrumpa! Nuestra apurada situación requiere medidas extremas. Todos los recursos de Kolkorron deben reorganizarse y movilizarse y, por tanto, disuelvo todas las antiguas estructuras de familias dinásticas. En su lugar, desde este momento, habrá una única pirámide de autoridad. Su cabeza ejecutiva será mi hijo, el príncipe Leddravohr, que controlará y coordinará cada aspecto, tanto militar como civil, de nuestros asuntos nacionales. Estará secundado por el príncipe Chakkell, que será responsable ante él de la construcción de la flota de migración. — El rey se interrumpió y, al volver a hablar, su voz ya no poseía ningún atributo humano —. Debe entenderse que la autoridad del príncipe Leddravohr es absoluta, que su poder es ilimitado y que atentar contra sus deseos en cualquier aspecto es un delito equivalente a la alta traición.

Toller cerró los ojos, sabiendo que cuando los abriese el mundo de su infancia y su juventud habría pasado a la historia, y que su puesto estaría en un nuevo y peligroso cosmos, en donde su actuación podría ser demasiado breve.

Capítulo 8

Leddravohr se estaba mentalmente cansando y esperaba poder relajarse durante la cena, pero su padre, con la abundante energía cerebral que caracteriza a ciertas personas de edad avanzada, habló sin parar durante la comida. Pasaba con rapidez y sin esfuerzo de la estrategia militar a los planes de racionamiento de los alimentos o a tecnicismos sobre los vuelos interplanetarios, demostrando su apasionamiento, intentando examinar posibilidades incompatibles entre sí. Leddravohr, a quien no divertían los temas abstractos, se sintió aliviado cuando terminó la cena y su padre salió al balcón para tomar una última copa de vino antes de retirarse a sus aposentos privados.

— ¡Maldito vidrio! — exclamó Prad, golpeando la cúpula transparente que encerraba el balcón —. Me gustaba tomar él fresco aquí de noche. Ahora apenas puedo respirar.

— Si no estuviese el vidrio, no podría respirar en absoluto. — Leddravohr señaló a un grupo de pterthas que atravesaron la imagen resplandeciente de Overland. El sol se había puesto y ahora el planeta hermano entraba en la fase de su máxima iluminación, proyectando su luz sobre las regiones septentrionales de la ciudad, la bahía de Arle y las profundas extensiones añiles del golfo de Tronom. La luz era suficiente para leer y se iría incrementando a medida que Overland, avanzando con la misma rotación que Land, llegase a la posición opuesta al sol. Aunque el cielo sólo había adquirido un tono azulado ligeramente oscuro, las estrellas, algunas de las cuales brillaban incluso a plena luz del día, formaban dibujos deslumbrantes desde el borde de Overland hasta el horizonte.

— Malditos sean también los pterthas — añadió Prad —. ¿Sabes?, hijo, una de las mayores tragedias de nuestro pasado es que nunca supimos de dónde vinieron las burbujas. Si su origen está en algún lugar de la atmósfera superior, en otro tiempo habría sido posible localizarlas y exterminarlas allí mismo. Pero ahora ya es demasiado tarde.

— ¿Y tu vuelta triunfal de Overland, atacando a los pterthas desde arriba?

— Quiero decir que es demasiado tarde para mí. La historia sólo me recordará por el viaje.

— Ah, sí; la historia — dijo Leddravohr, sin entender la preocupación de su padre por la falsa y descolorida inmortalidad que ofrecían los libros y los monumentos funerarios. La vida era algo transitorio, imposible de alargar más allá de su fin natural, y el tiempo que se perdía con ello era un despilfarro de los mismos bienes que se pretendía preservar. Leddravohr pensaba que la única forma de engañar a la muerte, o al menos de reconciliarse con ella, era lograr cualquier ambición y estado, cualquier apetencia, para que cuando llegase el momento, se le despojase de algo más que de una calabaza vacía.

Su ambición dominante era extender su futuro reinado hasta cualquier rincón de Land, incluido Chamteth, pero ahora esto le era negado por una conspiración del destino. En su lugar, se encontraba con la perspectiva de un vuelo peligroso y antinatural por el cielo, seguido por lo que no excedería a una vida tribal en un planeta desconocido. Estaba furioso por ello, lleno de una rabia devoradora como nunca había experimentado, y alguien debería pagar…

Prad bebió pensativamente su vino.

— ¿Has preparado todos tus despachos?

— Sí; los mensajeros saldrán con las primeras luces. — Leddravohr había pasado todo el tiempo libre que tuvo después de la reunión, redactando órdenes para los cinco generales que quería en su estado mayor —. Llevan instrucciones para que se pongan a trabajar de inmediato, de modo que muy pronto tendremos una compañía escogida.

— Creo que has elegido a Dalacott.

— Sigue siendo el mejor táctico que tenemos.

— ¿No crees que la edad puede haberlo ablandado? — dijo Prad —. Ya debe andar por los setenta, y estar en Kail cuando estalló la plaga no debió de hacerle mucho bien. ¿No perdió una hija y un nieto el primer día?

— Algo así — replicó Leddravohr con indiferencia —. Sin embargo todavía es un hombre saludable. Todavía vale.

— Debe de haber conseguido la inmunidad. — El rostro de Prad se iluminó al pasar rápidamente a otro de sus temas de conversación —. Glo me envió a principio de año unos datos estadísticos muy interesantes. Fueron elaborados por Maraquine. Mostraban que la incidencia de muertes a causa de la plaga en el personal militar, que uno esperaría que fuese alta a causa de su frecuente exposición, era en realidad algo menor que en la población civil. Y, significativamente, los soldados y tripulantes aéreos que llevan mucho tiempo de servicio son los menos predispuestos a sucumbir. Maraquine sugirió que después de tantos años de presenciar matanzas de pterthas, absorbiendo partículas minúsculas del polvo, podían haber preparado su cuerpo para resistir a la pterthacosis. Es una idea atrayente.

— Padre, es una idea completamente inútil.

— Yo no diría eso. Si la descendencia de hombres y mujeres inmunes fuese también inmune, desde el nacimiento, podría crearse una nueva raza para la que las burbujas no fuesen un peligro.

— ¿Y qué ventajas tendría eso para ti y para mí? — dijo Leddravohr, llevando la conversación a su propio terreno —. Ningunas por lo que a mí respecta, Glo y Maraquine y toda su casta son un mero adorno del que podemos prescindir perfectamente. Ansío que llegue el día en que…

— ¡Basta! — De repente su padre volvió a ser el rey Prad Neldeever, soberano de imperio de Kolkorron, alto y erguido, con su terrible ojo ciego y su igualmente aterrador ojo vidente, que sabía todo lo que Leddravohr hubiese deseado mantener en secreto —. Nuestra casa no será recordada por haber vuelto la espalda al saber. Me darás tu palabra de que no harás ningún daño a Glo ni a Maraquine.

Leddravohr se encogió de hombros.

— Tienes mi palabra.

— Fácilmente accedes. — El padre miró al hijo con fijeza durante un rato, insatisfecho; luego dijo —: Ni tocarás al hermano de Maraquine, el que asiste al gran Glo.

— ¡Qué estupidez! Tengo cosas más importantes en que ocupar mi cabeza.

— Lo sé. Te he concedido poderes sin precedentes porque tienes las cualidades necesarias para poder llegar con éxito hasta el final, y no puede abusarse de ese poder.

— No te preocupes, padre — protestó Leddravohr, riendo para disimular su resentimiento al ser amonestado como un niño testarudo —. Mi intención es tratar a los filósofos con todas las consideraciones que merecen. Mañana iré a Monteverde a pasar dos o tres días, para aprender todo lo que necesito saber sobre naves espaciales; y si te preocupas de hacer averiguaciones, te enterarás que no voy a excederme en nada que no sea cortesía y amor.

— No exageres. — Prad acabó su copa, la apoyó sobre la ancha balustrada de piedra y se dispuso a salir —. Buenas noches, hijo. Y recuerda, el futuro aguarda.

En cuanto el rey desapareció, Leddravohr cambió su vino por un vaso de fuerte coñac padaliano y volvió al balcón. Se sentó en un sofá de cuero y observó en silencio el cielo de la parte sur, donde los grandes cometas rasgaban los campos de estrellas. ¡El futuro aguarda! Su padre continuaba acariciando la idea de pasar a la historia como otro rey Bytran, negándose a ver la posibilidad de que ya no hubiese historiadores que recogieran sus hazañas. La historia de Kolkorron se dirigía hacia un extraño e ignominioso fin, justo cuando debería haber entrado en su era más gloriosa.

Y yo soy quien más pierde, pensó Leddravohr. Ya nunca seré un verdadero rey.

Mientras continuaba bebiendo coñac y la noche se volvía más brillante, le asaltó la idea de que había una anomalía en el contraste entre su actitud y la de su padre. El optimismo era la prerrogativa de la juventud, y sin embargo el rey miraba el futuro con confianza; el pesimismo era un rasgo de la vejez, y sin embargo era Leddravohr quien estaba melancólico y preso de sombríos presagios. ¿Por qué?

¿Estaba su padre demasiado atrapado por el entusiasmo hacia todo lo científico, como para darse cuenta de que la migración era imposible? Leddravohr repasó sus recuerdos y se vio obligado a descartar esa teoría. En algún momento de la reunión lo habían convencido los dibujos, gráficos y listas de números, y ahora creía realmente que una nave espacial podría llegar al planeta gemelo. ¿Cuál era entonces la causa oculta del malestar que invadía su espíritu? El futuro no parecía del todo negro, al fin y al cabo. Para empezar, estaba la guerra final contra Chamteth.

Al echar la cabeza hacia atrás para acabar su copa de coñac, la mirada de Leddravohr se desplazó hasta el cenit, e inmediatamente obtuvo la respuesta. El gran disco de Overland estaba ahora totalmente iluminado y su cara empezaba a mostrar los cambios centelleantes que anunciaban su inmersión nocturna en la sombra de Land. La noche profunda, ese período en el que el planeta experimentaba una auténtica oscuridad, estaba empezando, y tenía su réplica en la mente de Leddravohr.

Él era un soldado, profesionalmente inmune al miedo, y por eso había tardado tanto en reconocer o identificar la emoción que había acechado su conciencia durante la mayor parte del día.

¡Le asustaba el vuelo a Overland!

Lo que sentía no era una determinada aprensión por los riesgos inevitables que entrañaba, era un puro, primitivo e inhumano terror, hacia la idea de ascender miles de kilómetros en la implacable inmensidad azul del cielo. La magnitud de su espanto era tal que, cuando llegase el momento terrible del embarque, podría ser incapaz de controlarse. Él, el príncipe Leddravohr lseldeever, podría desmoronarse, salir corriendo como un niño aterrado, teniendo que ser arrastrado hasta la nave a la vista de miles…

Leddravohr se puso en pie de un salto y arrojó el vaso, que se hizo añicos contra el suelo de piedra del balcón. Resultaba irónico que su primer contacto con el miedo no hubiese tenido lugar en el campo de batalla, sino en la tranquilidad de una pequeña habitación, y que fuese causado por ficciones inconsistentes, por conjeturas y visiones casuales de lo inconcebible.

Respirando profunda y regularmente, como intentando hacerse de nuevo dueño de sus emociones, Leddravohr observó la oscuridad de la noche profunda que envolvía el mundo, y cuando finalmente se retiró a la cama, su rostro había recuperado su compostura escultural.

Capítulo 9

— Se está haciendo tarde — dijo Toller —. Quizá Leddravohr ha decidido no venir.

— Ya veremos.

Lain sonrió brevemente y volvió su atención a los papeles y al instrumental matemático de su escritorio.

— Sí — dijo Toller contemplando el techo durante un momento —. Ésta no es una conversación muy animada, ¿verdad?

— Ato es ninguna clase de conversación — contestó Lain —. Lo que ocurre es que estoy intentando trabajar y tú no dejas de interrumpirme.

— Lo siento.

Toller se daba cuenta de que debía salir de la habitación, pero se resistía a hacerlo. Había pasado mucho tiempo desde su marcha del hogar de la familia, y algunos de los recuerdos más importantes de su juventud volvían a él en aquella habitación tan íntima, con sus artesonados de madera de perette y las brillantes cerámicas, y al ver a Lain en el mismo escritorio, dedicado a las incomprensibles tareas de matemático. El instinto de Toller le decía que su hermano y él estaban llegando a la corriente divisoria de sus vidas, y deseaba compartir el tiempo con él mientras aún era posible. Se sentía vagamente avergonzado de sus sentimientos, y no había intentado expresarlos con palabras, con el resultado negativo de que Lain se hallaba nervioso e intrigado por su continua presencia.

Decidiendo permanecer en silencio, Toller fue hasta una de las pilas de manuscritos que habían sido sacadas de los archivos de Monteverde. Cogió un pliego empastado en cuero y echó un vistazo a su título. Como era usual, las palabras le parecieron una sucesión lineal de letras sin contenido determinado, hasta que usó el truco que en una ocasión le había enseñado Lain. Cubrió el título con la palma de la mano y lentamente deslizó ésta hacia la derecha de forma que las letras se aparecieron una tras otra. Esta vez, los símbolos impresos adquirieron sentido: VUELOS AEROSTÁTICOS AL LEJANO NORTE, por Muel Webrey, 2136.

Normalmente hasta aquí llegaba el interés que Toller sentía por los libros, pero los ascensos de globos ya no eran una cosa ajena a su mente desde la relevante reunión del día anterior, y su curiosidad se acrecentó ante el conocimiento de que el libro tenía una antigüedad de cinco siglos. ¿Cómo era posible que se hubiese volado por el mundo cuando aún Kolkorron no había surgido para unificar una docena de naciones beligerantes? Se sentó y abrió el libro por la mitad, esperando que Lain reparase en ello, y empezó a leer. Ciertos signos y construcciones gramaticales poco familiares hicieron el texto más complicado de lo que hubiera querido, pero perseveró, deslizando su mano sobre un párrafo tras otro que, para su desencanto, tenían que ver más con la política antigua que con la aviación. Empezaba a perder interés cuando nuevamente su atención fue atrapada por una referencia: «… y a nuestra izquierda las burbujas rosadas de los pterthas iban subiendo.»

Toller frunció el ceño y pasó su dedo repetidas veces sobre el adjetivo hasta que fue consciente de ello.

— Lain, aquí dice que los pterthas son rosados.

Lain no levantó la cabeza.

— Debes haberlo leído mal. La palabra es «púrpura».

Toller examinó el adjetivo nuevamente.

— No, dice rosado.

— Tienes que aceptar una cierta desviación en las descripciones subjetivas. Además, el significado de una palabra puede haber variado después de tanto tiempo.

— Sí, pero… — Toller se quedó insatisfecho —. Así que no crees que los pterthas pudieran ser dif…

— ¡Toller! — Lain soltó su pluma —. Toller, no creas que no me alegro de verte, pero ¿por qué te has instalado en mi despacho?

— Nunca hablamos — dijo Toller con timidez.

— Muy bien, ¿de qué quieres hablar?

— De nada. No hay mucho… tiempo. — Toller trataba de inspirarse —. Podrías decirme en qué estás trabajando.

— No tendría mucho sentido. No lo entenderías.

— Es una pena — dijo Toller, levantándose y volviendo a colocar el libro sobre la pila.

Cuando ya iba hacia la puerta su hermano habló.

— Lo siento, Toller, tienes razón. — Lain sonrió, disculpándose —. Verás, empecé este ensayo hace más de un año, y quiero terminarlo antes de que otros asuntos me aparten de él. Pero quizá no sea tan importante.

— Debe de serlo si has estado trabajando durante tanto tiempo. Te dejaré tranquilo.

— Por favor, no te vayas — dijo Lain rápidamente —. ¿Te gustaría ver algo de veras maravilloso? ¡Mira esto!

Sacó un pequeño disco de madera, lo colocó sobre una hoja de papel y trazó un círculo alrededor. Desplazó hacia un lado el disco, dibujó otro círculo y después repitió la operación, para terminar trazando una línea que atravesó los tres círculos por la mitad. Puso un dedo a cada lado de ésta y dijo:

— Desde aquí hasta aquí hay exactamente tres diámetros, ¿de acuerdo?

— De acuerdo — dijo Toller perplejo, preguntándose si se le habría escapado algún detalle.

— Ahora pasemos a la parte más asombrosa.

Lain hizo una marca de tinta en el borde del disco y lo colocó verticalmente sobre el papel, procurando que la marca coincidiese con el borde más alejado del primer círculo. Después de levantar la vista hacia Toller para comprobar si le estaba prestando suficiente atención, Lain, lentamente, hizo rodar el disco derecho sobre la línea dibujada. La marca del borde, tras dar una vuelta completa, coincidió justo con el borde más alejado del último círculo.

— Demostración terminada — anunció Lain —. Y en parte, sobre eso trata lo que estoy escribiendo.

Toller lo miró con sorpresa.

— ¿La circunferencia de una rueda es igual a tres diámetros?

— Exactamente igual a tres diámetros. Esa demostración fue muy burda, pero incluso con las mediciones precisas, la proporción es exactamente tres. ¿No te deja totalmente atónito?

— ¿Por qué habría de dejarme? — dijo Toller, con perplejidad creciente —. Si es así, es así.

— Sí, pero ¿por qué exactamente tres? Esto y el hecho de que tenemos doce dedos hace que las operaciones de cálculo sean absurdamente sencillas. Parece un obsequio involuntario de la naturaleza.

— Pero… pero así es. ¿De qué otra forma podría ser?

— Ahora te estás aproximando al tema del ensayo. Puede haber algún otro… lugar… donde la proporción sea de tres y un cuarto, o quizá sólo de dos y medio. De hecho, no hay ninguna razón por la que no deba haber algún número totalmente irracional que diese dolores de cabeza a los matemáticos.

— ¿Algún otro lugar? — dijo Toller —. ¿Quieres decir otro planeta? ¿Como Farland?

— No. — Lain le dirigió una mirada que era franca y enigmática a la vez —. Me refiero a otra totalidad; donde las leyes físicas y las constantes difieran de las que nosotros conocemos.

Toller observó fijamente a su hermano, intentando atravesar la barrera que se había interpuesto entre ellos.

— Todo eso es muy interesante — dijo —. Ahora entiendo por qué has necesitado tanto tiempo para el ensayo.

Lain se rió ruidosamente y dio la vuelta al escritorio para abrazar a su hermano.

— Te quiero, hermanito.

— Yo también.

— ¡Bueno! Deseo que tengas esto presente cuando llegue Leddravohr. Yo soy un pacifista comprometido, Toller, y me abstengo de todo tipo de violencia. El hecho de que no pueda competir con Leddravohr es irrelevante; me comportaría de la misma manera si nuestras fuerzas y nuestra posición social estuviesen invertidas. Leddravohr y su clase son parte del pasado, mientras que nosotros representamos el futuro. Así que quiero que me jures que ante cualquier insulto que me dirija, te mantendrás alejado y dejarás que yo maneje mis propios asuntos.

— Ahora soy otra persona — afirmó Toller, retrocediendo —. Además, puede que Leddravohr esté de buen humor.

— Quiero tu palabra, Toller.

— La tienes. Además, por mi propio interés me conviene estar del lado de Leddravohr si quiero ser piloto de una nave espacial. — Toller se sobresaltó tardíamente por el contenido de sus propias palabras —. Lain, ¿cómo hablamos de todo esto con tanta tranquilidad? Nos acaban de decir que el mundo que nosotros conocemos está llegando a su fin… y que algunos de nosotros tenemos que intentar llegar a otro planeta… sin embargo, nos comportamos como si fuese un asunto corriente, como si todo fuera normal. No tiene sentido.

— Es una reacción más natural de lo que tú te crees. Y no olvides que el vuelo de migración es sólo una posibilidad en esta fase; puede que nunca se produzca.

— La guerra con Chamteth sí se producirá.

— Eso es asunto del rey — dijo Lain, adquiriendo repentinamente un tono brusco —. A mí no me deben involucrar. Ahora tengo que seguir con mi trabajo.

— Debo ir a ver como le va a mi señor.

Mientras Toller recorría el pasillo hacia la escalera principal, volvió a preguntarse por qué Leddravohr habría elegido ir a la Casa Cuadrada en lugar de visitar a Glo en la Torre de Monteverde, que era mucho más espaciosa. El mensaje del luminógrafo había anunciado erróneamente que los príncipes Leddravohr y Chakkell llegarían antes de la noche breve para dar las instrucciones técnicas iniciales, y el débil Glo se había visto obligado a viajar para encontrarse con ellos. Ya era bien entrado el postdía y Glo debería estar empezando a cansarse, con sus fuerzas aún más debilitadas por el intento de ocultar su invalidez.

Toller descendió al vestíbulo de entrada y penetró en la sala donde había dejado a Glo provisionalmente al cuidado de Fera. Los dos mantenían una relación cordial favorecida, según Toller sospechaba por el humilde origen y el comportamiento desenvuelto de ella, aunque esto pudiera sugerir lo contrario. Era otra de las pequeñas frivolidades de Glo, una manera de recordar a los que estaban a su alrededor que era algo más que un filósofo ermitaño.

Estaba sentado ante una mesa leyendo un librito y Fera permanecía de pie junto a una ventana mirando hacia el intrincado mosaico del cielo. Llevaba un sencillo vestido de batista de color verde claro que resaltaba su figura escultural.

Se volvió al oír entrar a Toller y dijo:

— Me aburro aquí. Quiero ir a casa.

— Creí que querías ver de cerca a un príncipe auténtico.

— He cambiado de idea.

— Están a punto de llegar — dijo Toller —.,¿Por qué no haces como mi señor y te entretienes leyendo?

Fera contestó silenciosamente, formando con los labios palabras maldicientes para que no cupiese la menor duda de lo que pensaba del consejo.

— No estaría tan mal si hubiese algo que comer — dijo en voz alta.

— ¡Pero si hace menos de una hora que has comido! — Toller lanzó una mirada crítica a su mujer —. No me extraña que estés engordando.

— ¡No estoy engordando!

Fera contrajo rápidamente el vientre y el estómago. Toller la observó con cariñosa estima. Con frecuencia, se preguntaba cómo era posible que Fera, a pesar de su apetito y su costumbre de pasarse días enteros tendida en la cama, tuviese exactamente el mismo aspecto que dos años antes. El único cambio apreciable era que su diente partido había empezado a volverse gris. Ella dedicaba mucho tiempo a frotarlo con esmero con un polvo blando comprado en el mercado de Samlue, que se suponía contenía perlas trituradas.

El gran Glo levantó la vista de su libro, reavivando momentáneamente su cara marchita.

— Llévate a esta mujer arriba — le dijo a Toller —. Eso es lo que yo haría si fuese cinco años más joven.

Fera entendió perfectamente su insinuación y respondió siguiéndole la corriente.

— Ojalá fuese usted cinco años más joven, señor. El solo hecho de subir las escaleras ya acabaría con mi marido.

Glo profirió una exclamación de complacencia.

— En ese caso lo haremos aquí mismo — dijo Toller.

Dio un salto, abrazó a Fera y la atrajo hacia sí simulando pasión. Había un elemento sexual indiscutible en la actitud de ambos, pero la relación establecida entre los tres era tal, que más podía interpretarse como una de las frecuentes payasadas comunes entre amigos y compañeros. Sin embargo, tras unos segundos de estrecho abrazo, Toller sintió que Fera se apretaba contra él sugiriendo claramente su auténtico propósito.

— ¿Todavía puedes usar tu antiguo dormitorio? — le susurró rozándole la oreja con los labios —.Empieza a apetecerme…

De repente dejó de hablar aunque continuó abrazada, al darse cuenta de que alguien había entrado en la habitación. El se volvió y vio a Gesalla Maraquine observando con frío desdén; la expresión normal que parecía tener reservada para él. Su fino vestido negro resaltaba su delgadez. Era la primera vez que se encontraban desde hacía casi dos años y le llamó la atención el hecho de que, al igual que Fera, no hubiese cambiado en ningún aspecto significativo. Los trastornos asociados a su segundo embarazo, los cuales le habían hecho prescindir de la comida de la noche breve, habían añadido a sus rasgos pálidos una dignidad casi sobrenatural, que de alguna forma hizo que Toller se sintiera marginado de todo lo importante de la vida.

— Buen postdía, Gesalla — dijo —. Veo que no has perdido tu habilidad para aparecer justo en el peor momento.

Fera se libró de sus brazos, Toller sonrió y miró a Glo, esperando su apoyo moral, pero éste, divirtiéndose en su interior, fijó la vista en su libro y fingió estar absorto y ajeno a lo que Toller y Fera estuviesen haciendo.

Gesalla escrutó con sus ojos grises a Toller mientras pensaba si valía la pena responder. Después los fijó en el gran Glo.

— Señor, el emisario del príncipe Chakkell está en el recinto. Informa que los dos príncipes suben por la colina.

— Gracias, querida. — Glo cerró el libro y aguardó a que Gesalla abandonase la habitación antes de enseñar a Toller los restos de su dentadura inferior.

— Parece que te da… hummm… miedo.

Toller reaccionó indignado.

— ¿Miedo? ¿Por qué debería tener miedo?

— ¡Puf! — Fera volvió a su lugar junto a la ventana —. ¿Por qué peor?

— ¿De qué hablas?

— Dijiste que había llegado en el peor momento. ¿Por qué peor?

Toller la miró con fijeza, exasperado y mudo, en el momento en que Glo le tiró de la manga para hacerle saber que quería levantarse. En el vestíbulo de entrada sonaban las pisadas y la voz de un hombre. Toller ayudó a Glo a levantarse y fijó las cañas verticales de su soporte. Juntos se dirigieron al vestíbulo, sosteniendo el joven con disimulo casi todo el peso de Glo. Lain y Gesalla escuchaban al emisario, un chico de unos catorce años, de piel sebácea y labios carnosos y rojos. Su túnica verde oscuro y sus calzones estaban exageradamente adornados con hileras de diminutas cuentas de cristal, y llevaba la espada estrecha de los duelistas.

— Soy Canrell Zotiern, representante del príncipe Chakkell — anunció con una altivez que más hubiera correspondido a su señor —. El gran Glo y los miembros de la familia Maraquine, y ninguna otra persona, deben permanecer aquí alineados frente a la puerta para esperar la llegada del príncipe.

Toller, consternado ante la arrogancia de Zotiern, ayudó a Glo a colocarse en el lugar indicado junto a Lain y Gesalla. Miró a Glo esperando que pronunciase la debida reprimenda, pero el anciano parecía demasiado preocupado por el complicado mecanismo de andar como para advertir la inadecuación de cualquier cosa. Varios criados de la casa observaban en silencio desde la puerta que conducía a las cocinas. Al otro lado de la arcada de la entrada principal, los soldados montados de la guardia personal de Chakkell se interpusieron a la luz que entraba en el vestíbulo. Toller. se dio cuenta de que el emisario estaba mirándolo.

— ¡Tú! ¡El criado personal! — gritó Zotiern —. ¿Estás sordo? A tu habitación.

— Mi ayudante personal es un Maraquine y se queda conmigo — dijo Glo con voz firme.

Toller oyó el intercambio de frases como desde una tumultuosa distancia. Hacía tiempo que no experimentaba el fragor encendido y le sorprendió comprobar que su cultivada inmunidad parecía ser una ilusión. Soy otra persona, se dijo, mientras un hormigueo frío atravesaba su frente. Soy otra persona.

— Y debo avisarte. — Glo se volvió, hablando en kolkormniano formal, rescatando algo de su antigua autoridad al dirigirse a Zotiern —. Los poderes que el rey ha decidido otorgar a Leddravohr y Chakkell no se extienden, como pareces creer, a sus lacayos. No toleraré que vuelvas a violar el protocolo.

— Mil disculpas, señor — dijo Zotiern, con tono hipócrita e imperturbable, consultando una lista que había sacado del bolsillo —. Ah, sí. Toller Maraquine… y una esposa llamada Fera. — Con aire jactancioso se acercó a Toller —. Hablando del protocolo. Toller Maraquine, ¿dónde está esta esposa tuya? ¿No sabe que deben presentarse todos los miembros femeninos de la casa?

— Mi esposa está aquí al lado — dijo Toller con frialdad —. Le…

Se interrumpió al ver a Fera, que debía de haber estado escuchando, aparecer por la puerta de la sala. Moviéndose con una modestia y timidez poco habituales en ella, se acercó a Toller.

— Sí, ya veo por qué querías esconderla — dijo Zotiern —. Tengo que realizar una inspección minuciosa en nombre del príncipe.

Cuando Fera pasó junto a él la detuvo por el poco ceremonioso método de agarrar un mechón de su cabello. El fragor en el cerebro de Toller estalló. Adelantó su mano izquierda y empujó a Zotiern en el hombro, haciéndole perder el equilibrio. Éste cayó de lado sobre las manos y las rodillas e inmediatamente se incorporó de un salto. Su mano derecha fue hacia la espada y Toller comprendió que en cuanto volviese a su posición, la espada estaría desenvainada. Impulsado por el instinto, la rabia y la agitación, Toller se abalanzó sobre su oponente y le golpeó a un lado del cuello con toda la fuerza de su brazo derecho. Zotiern giró sobre sí mismo cortando el aire con los brazos como las hojas de un garrote anti — ptertha, cayó al suelo y se deslizó varios metros sobre la superficie pulida. Terminó tendido hacia arriba, inmóvil, con la cabeza caída sobre un hombro. Gesalla dio un fuerte grito.

— ¿Qué está ocurriendo aquí? — La voz enfurecida pertenecía al príncipe Chakkell, que acababa de entrar seguido de cerca por su guardia. Avanzó a grandes pasos hasta Zotiern, se inclinó ligeramente sobre él, mostrando su ralo cuero cabelludo reluciente, y levantó la vista hacia Toller, que se había quedado congelado en su posición de lucha —. ¡Tú! ¡Otra vez tú! — la tez morena de Chakkell se oscureció aún más —. ¿Qué significa esto?

— Insultó al gran Glo — dijo Toller, mirando al príncipe directamente a los ojos —. También insultó y se propasó con mi esposa.

— Es cierto — intervino Glo —. El comportamiento de su hombre fue imperdo…

— ¡Silencio! ¡Ya estoy harto de este imbécil insolente! — Chakkell movió el brazo indicando a sus guardias que se acercasen a Toller —. ¡Mátenlo!

Los soldados avanzaron sacando sus espadas negras. Toller retrocedió, pensando en su propia espada que había dejado en casa, hasta que su talón chocó con la pared. Los soldados formaron un semicírculo y lo encerraron, mirándolo intensamente con los ojos entornados bajo los cascos de brakka. Tras de ellos, Toller vio a Gesalla oculta en los brazos de Lain. Glo, con su túnica gris, se quedó inmóvil en su sitio, con una mano alzada en una protesta inútil; Fera observaba a través del enrejado de sus dedos. Hasta ese momento, todos los guardias habían permanecido a una misma distancia de él; pero ahora, uno de la derecha tomó la iniciativa, describiendo con la punta de su espada círculos pequeños y rápidos como preparándose para la primera estocada.

Toller se pegó a la pared y se preparó para arrojarse bajo la espada cuando ésta llegara, decidido a atacar de alguna manera a sus ejecutores, en vez de dejarse cortar en. dos por ellos. La punta oscilante de la espada se detuvo, decidida, y el mensaje para Toller fue que había llegado el momento. Una percepción acentuada de todo lo que le rodeaba le permitió descubrir que otro hombre entraba en el vestíbulo; aun en su situación desesperada, lamentó que el recién llegado fuese el príncipe Leddravohr, apareciendo justo a tiempo para saborear su muerte…

— ¡Apártense de ese hombre! — ordenó Leddravohr. Su voz no fue excesivamente alta, pero los cuatro guardias respondieron enseguida retrocediendo.

— ¿Pero qué…? — Chakkell se volvió hacia Leddravohr —. Esos hombres son de mi guardia personal y sólo reciben órdenes mías.

— Ah ¿sí? — dijo Leddravohr tranquilamente. Apuntó con el dedo a los soldados indicándoles con un movimiento lento de la mano que fuesen hasta el otro lado de la sala. Los soldados siguieron la trayectoria indicada, como controlados por varillas invisibles, y ocuparon sus nuevas posiciones.

— Pero ¿no lo entiendes? — protestó Chakkell —. Este bárbaro de Maraquine ha matado a Zotiern.

— Eso no debería haber sido posible; Zotiern estaba armado y el bárbaro de Maraquine no. Lo ocurrido es parte del precio que tienes que pagar, querido Chakkell, por rodearte de fanfarrones incompetentes. — Leddravohr se acercó a Zotiern, lo miró y soltó una carcajada —. Además, no está muerto. Está tan grave que difícilmente podrá curarse, pero aún no está del todo muerto. ¿Verdad, Zotiern? — le preguntó dándole un leve empujón con la punta del pie. La boca de Zotiern emitió un débil balbuceo y Toller vio que sus ojos estaban aún abiertos, aunque su cuerpo permanecía inerte. Leddravohr esbozó su sonrisa hacia Chakkell —. Ya que tienes un concepto tan alto de Zotiern, le haremos el honor de despacharlo por la Vía Brillante. Quizás él mismo la hubiese escogido si todavía pudiese hablar. — Leddravohr se dirigió a los cuatro soldados que observaban —. Llévenlo fuera y encárguense de eso. — Los soldados, obviamente aliviados de escapar de la presencia de Leddravohr, lo saludaron rápidamente y tomaron a Zotiern arrastrándolo hacia el exterior. Chakkell hizo ademán de seguirlos pero después se volvió. Leddravohr le dio una palmada afectuosa y burlona en el hombro, llevó su mano a la espada y atravesó la sala para colocarse ante Toller —. Parece que te obsesiona poner tu vida en peligro — dijo —. ¿Por qué lo has hecho?

— Príncipe, insultó al gran Glo. Me insultó a mí. Y se propasó con mi esposa.

— ¿Tu esposa? — Leddravohr se giró y miró a Fera —. Ah, sí. ¿Y cómo pudiste vencer a Zotiern?

Toller estaba desconcertado ante el tono de Leddravohr.

— Le di un puñetazo.

— ¿Uno sólo?

— No hubo necesidad de más.

— Entiendo. — El rostro inhumanamente sereno de Leddravohr era enigmático —. ¿Es cierto que hiciste varios intentos de entrar en el servicio militar?

— Es cierto, príncipe.

— En ese caso, tengo buenas noticias para ti, Maraquine — dijo Leddravohr —. Ahora estás dentro del ejército. Te prometo que tendrás muchas ocasiones de satisfacer tus inquietudes bélicas en Chamteth. Preséntate en los Cuarteles de Mithold al amanecer.

Leddravohr se dio la vuelta sin esperar respuesta y empezó a murmurarle algo a Chakkell. Toller se quedó como estaba, con la espalda pegada a la pared, intentando controlar el torbellino de sus pensamientos. A pesar de su carácter indomable, sólo había matado una vez antes, al ser atacado por unos ladrones en pina calle oscura del barrio de Flylien en Ro-Atabri, acabando con dos de ellos. Ni siquiera había visto sus caras y el incidente no le afectó en absoluto; pero en el caso de Zotiem, todavía podía oír el espeluznante crujido de las vértebras y ver sus ojos aterrorizados. El hecho de que no lo hubiese matado del todo aún resultaba más terrible. Zotiern habría sufrido una eternidad subjetiva, impotente como un insecto machacado, esperando la estocada final de una espada. Mientras Toller se debatía, intentando reconciliarse con sus emociones, Leddravohr arrojó su bomba verbal, y el universo se convirtió en un caos de confusos fragmentos.

— El príncipe Chakkell y yo nos retiraremos a una habitación apartada con Lain Maraquine — anunció Leddravphr —. No debemos ser molestados.

Glo hizo una señal a Toller para que se acercase a él.

— Tenemos todo dispuesto, príncipe. ¿Puedo sugerir que…?

— Nada de sugerencias, gran Lisiado; su presencia no es necesaria por el momento. — El rostro de Leddravohr estaba totalmente inexpresivo mientras observaba a Glo, como si ni siquiera se molestase en despreciarlo —. Se quedará aquí por si más tarde hay alguna razón para que se reúna con nosotros; aunque que me resulta difícil imaginar que pueda ser de alguna utilidad para alguien. — Leddravohr dirigió su fría mirada a Lain —. ¿Dónde?

— Por aquí, príncipe.

Lain habló con voz baja y temblaba visiblemente al dirigirse hacia la escalera. Iba seguido por Leddravohr y Chakkell. En cuanto desaparecieron de la vista en el piso de arriba, Gesalla salió disparada de la sala dejando a Toller solo con Glo y Fera. Habían pasado unos minutos desde que estuvieran reunidos en la sala contigua, y sin embargo ahora respiraban un aire distinto, habitaban un mundo diferente. Toller tuvo la sensación de que no apreciaría el impacto completo del cambio hasta más tarde.

— Ayúdame a sentarme… hummm… otra vez, muchacho — dijo Glo.

Permaneció en silencio hasta que estuvo instalado en la misma silla de la sala contigua, después miró a Toller con una sonrisa avergonzada.

— La vida nunca deja de ser interesante, ¿verdad?

— Lo siento, señor — Toller trató de buscar las palabras adecuadas —. No pude hacer nada.

— No te atormentes. Has salido bien parado; aunque temo que no estaba en la cabeza de Leddravohr hacerte un favor incorporándote a su servicio.

— No lo entiendo. Cuando venía hacia mí, pensé que iba a matarme personalmente.

— Hubiera sentido perderte.

— ¿Y yo qué? — preguntó Fera —. ¿Alguien ha pensado lo que va a ocurrirme a mí?

Toller recordó cómo se había exasperado antes con ella.

— Quizá no lo hayas notado, pero nos hemos visto obligados a pensar en otras cosas ahora.

— No tienes por qué preocuparte — le dijo Glo —. Puedes quedarte en la Torre tanto tiempo como… hummm… desees.

— Gracias, señor. Quisiera poder ir ahora mismo.

— Yo también, querida, pero me temo que es imposible. Ninguno de nosotros estará libre hasta que lo disponga el príncipe. Ésa es la costumbre.

— ¡Costumbre! — La mirada insatisfecha de Fera recorrió la habitación hasta posarse en Toller —. ¡En el peor momento!

Él le volvió la espalda, evitando afrontar el enigma de la mente femenina, y se acercó a la ventana. El hombre que maté necesitaba que lo matasen, se dijo, así que no voy a darle más vueltas. Trasladó sus pensamientos al misterioso comportamiento de Leddravohr. Glo tenía razón; el príncipe no había actuado con benevolencia al convertirlo en soldado en un instante. Lo más probable es que esperase que Toller muriera en la batalla, pero ¿por qué no había aprovechado la oportunidad de tomarse la revancha personalmente? Podría haberse puesto del lado de Chakkell por la muerte del emisario y así hubiera acabado con el asunto. Leddravohr era capaz de prolongar la destrucción de alguien que se le hubiese opuesto para obtener la mayor satisfacción, pero seguramente eso significaría dar demasiada importancia a un humilde miembro de una familia de filósofos.

El pensamiento sobre su propia procedencia recordó a Toller el hecho sorprendente de que ahora pertenecía al ejército, y el ser consciente de ello le conmocionó tanto o más que el original nombramiento de Leddravohr. Resultaba irónico que la ambición que había tenido toda su vida la hubiese logrado de una forma tan extraña y justo en el momento en que empezaba a olvidar tales ideas. ¿Qué iba a ocurrirle después de presentarse en los Cuarteles de Mithold por la mañana? Era desconcertante descubrir que no tenía ninguna visión del futuro, que después de la noche que se avecinaba el esquema se rompía en fragmentos… visiones incoherentes… Leddravohr… el ejército… Chamteth… el vuelo de migración… Overland… lo desconocido girando dentro de lo desconocido…

Un suave ronquido a su espalda le indicó que Glo se había quedado dormido. Dejó que Fera se ocupase de que estuviese cómodo y continuó mirando por la ventana. Las pantallas anti — ptertha envolventes interferían la visión de Overland, pero podía ver el avance del límite de iluminación atravesando el gran disco. Cuando llegase al punto medio, dividiendo al planeta hermano en dos hemisferios de igual tamaño pero distinta luminosidad, el sol estaría en el horizonte.

Poco antes de ese momento, el príncipe Chakkell abandonó la prolongada reunión y se dirigió a su residencia en el Palacio Tannoffern, que quedaba al este del Palacio Principal. Ahora que las calles importantes de Ro-Atabri eran prácticamente túneles, le hubiera sido posible permanecer más tiempo en la Casa Cuadrada, pero Chakkell era conocido por su devoción hacia su mujer y sus hijos. Después que él y su comitiva se retiraron, hubo un silencio completo en el recinto, un indicio de que Leddravohr había acudido a la reunión sin compañía. El príncipe militar solía viajar a todas partes solo; en parte, se decía, por su impaciencia con los ayudantes, pero principalmente porque despreciaba el uso de la guardia. Confiaba en que su fama y su propia espada de guerra eran toda la protección que necesitaba en cualquier ciudad del imperio.

Toller esperó que Leddravohr saliese poco después de Chakkell, pero las horas pasaban sin ninguna señal de que la reunión estuviese llegando a su fin. Parecía que Leddravohr estaba decidido a absorber tantos conocimientos aeronáuticos como le fuese posible en poco tiempo.

En la pared, el reloj de madera de vidrio, que funcionaba con pesas, marcaba las diez cuando apareció un criado llevando unas fuentes con una sencilla comida, principalmente pasteles de pescado y pan. También había una nota de disculpa de Gesalla, indicando que se encontraba demasiado mal para ejercer sus deberes normales de anfitriona. Fera, que esperaba un banquete sustancioso, se consternó gravemente cuando Glo le explicó que no podía servirse ninguna comida formal a menos que Leddravohr decidiera sentarse a la mesa. Se comió casi todo ella sola, después se dejó caer en una silla de un rincón y fingió dormir. Glo alternaba entre leer con la luz insuficiente de los candelabros de pared y mirar sombríamente a lo lejos. Toller pensó que su autoestima debía de haber sido irreparablemente dañada por la injusta crueldad de Leddravohr.

Eran casi las once cuando Lain entró en la habitación y dijo:

— Por favor, vuelva al vestíbulo, señor.

Glo alzó la cabeza sobresaltado.

— Así que el príncipe ha decidido irse al fin.

— No. — Lain parecía algo confundido —. Creo que el príncipe va a hacerme el honor de quedarse esta noche en mi casa. Debemos presentarnos ahora. Tú y tu esposa también, Toller.

Toller no encontraba manera de explicarse la decisión inesperada de Leddravohr mientras ayudaba a Glo a levantarse y salir de la habitación. En tiempos y circunstancias normales habría sido un honor que un miembro de la familia real durmiese en la Casa Cuadrada, especialmente cuando se podía llegar con facilidad a los palacios, pero ahora era poco probable que Leddravohr tratara de ser cordial. Gesalla ya esperaba junto al pie de la escalera, manteniéndose firme y erguida a pesar de su evidente debilidad. Los otros se alinearon con ella, Glo en el centro, flanqueado por Lain y Toller, y esperaron a que apareciese Leddravohr.

Pasaron unos cuantos minutos hasta que el príncipe militar se presentó en lo alto de la escalera. Comía un muslo de gallina asada y, para exagerar su falta de respeto, siguió mordisqueando el hueso hasta que quedó limpio de carne. Toller empezó a albergar sombríos presentimientos. Leddravohr arrojó el hueso, limpió sus labios con el dorso de la mano y bajó la escalera lentamente. Seguía llevando su espada, otro signo de descortesía, y su rostro imperturbable no mostraba ninguna muestra de cansancio.

— Bueno, gran Glo, parece que le he hecho permanecer aquí todo el día inútilmente. — El tono de Leddravohr evidenciaba que no estaba disculpándose —. He aprendido más de lo que necesito saber y podré acabar mi estancia aquí mañana por la mañana. Muchos otros asuntos exigen mi atención, así que para evitar perder tiempo yendo y viniendo al palacio, dormiré aquí esta noche. Deberá presentarse a las seis. Supongo que podrá moverse por sí mismo a esa hora…

— Estaré a las seis en punto, príncipe — dijo Glo.

— Es bueno saberlo — replicó Leddravohr jovialmente sarcástico.

Con lentitud recorrió la fila, deteniéndose al llegar — junto a Toller y Fera y esbozó una sonrisa instantánea que nada tenía que ver con el humor. Toller le miró a los ojos tan impertérrito como le fue posible, convirtiendo su presentimiento en la certeza de que un día que había empezado mal terminaría también mal. Leddravohr borró su sonrisa, volvió a la escalera e inició la subida. Toller empezaba a dudar de sus presagios, cuando Leddravohr se detuvo en el tercer escalón.

— ¿Qué me ocurre? — musitó, manteniéndose de espaldas al atento grupo —. Mi cerebro está cansado, y sin embargo mi cuerpo pide actividad. Debo tomar la decisión aquí; ¿tomaré una mujer o no la tomaré?

Toller, sabiendo ya la respuesta de la retórica pregunta de Leddravohr, acercó su boca al oído de Fera.

— Es culpa mía — murmuró —. Leddravohr sabe odiar mejor de lo que yo creía. Quiere usarte como un arma contra mí, y no podemos hacer nada. Tendrás que ir con él.

— Veremos — dijo Fera, sin alterar su compostura.

Leddravohr repiqueteó con sus dedos la barandilla, alargando el momento, después se volvió hacia el vestíbulo.

— Tú — dijo señalando a Gesalla —. Ven conmigo.

— ¡Pero…! — Toller se adelantó rompiendo la fila, sintiendo su cuerpo como una palpitante columna de sangre.

Observó con indignación impotente a Gesalla que acarició la mano de Lain y avanzó hacia la escalera con un extraño movimiento fluctuante, como si estuviese en trance y no se diera cuenta de lo que realmente ocurría. Su bello rostro era casi luminiscente en su palidez. Leddravohr la precedió y los dos desaparecieron entre las sombras oscilantes del pasillo superior.

Toller se volvió hacia su hermano.

— ¡Es tu esposa y está embarazada!

— Gracias por la información — dijo Lain con voz débil, mirando a Toller con ojos mortecinos.

— ¡Pero todo esto es un error!

— Es la costumbre kolkorroniana. — Increíblemente, Lain pudo transformar sus labios en una sonrisa —. Es parte de la razón por la que somos despreciados por las otras naciones del planeta.

— ¿A quién le importa las otras…? — Toller se dio cuenta de que Fera, con las manos en las caderas, le miraba con evidente furia —. ¿Y a ti qué te pasa?

— Quizá si me hubieras arrancado la ropa y entregado al príncipe, las cosas hubieran sucedido más a tu gusto — dijo Fera, con voz áspera y fuerte.

— ¿Qué quieres decir?

— Quiero decir que no podías esperar que fuese con él.

— No lo entiendes — protestó Toller —. Creía que Leddravohr trataba de herirme.

— Eso es exactamente lo que él… — Fera se interrumpió para mirar a Lain, después volvió su atención a Toller —. Eres un tonto, Toller Maraquine. Desearía no haberte conocido.

Dio media vuelta, adoptando un gesto altivo que Toller no le había visto antes, y con pasos rápidos se dirigió a la sala contigua, cerrando la puerta de golpe tras sí.

Toller se quedó boquiabierto por unos instantes, desconcertado, después recorrió a todo prisa el vestíbulo acercándose finalmente a Lain y Glo. Este último, que parecía más exhausto y débil que nunca, estrechó la mano de Lain.

— ¿Qué deseas que haga, muchacho? — le preguntó suavemente —. Puedo volver ala Torre si quieres estar a solas.

Lain negó con la cabeza.

— No, señor. Es muy tarde. Si me hace el honor de quedarse aquí, haré que preparen una suite para usted.

— Muy bien. — Cuando Lain salió para dar instrucciones a los criados, Glo volvió su gran cabeza hacia Toller —. No vas a ayudar a tu hermano paseando de un lado a otro como un animal enjaulado.

— No lo entiendo — murmuró Toller —. Alguien debería hacer algo.

— ¿Qué… hummm… sugieres?

— No lo sé. Algo.

— ¿Mejoraría la suerte de Gesalla si Lain se hiciese matar?

— Quizá — dijo Toller, negándose a usar la lógica —. Al menos podría estar orgullosa de él.

Glo suspiró.

— Acércame a una silla, y después tráeme un vaso de algo que me caliente. Tinto kailiano.

— ¿Vino? — Toller se sorprendió a pesar de su confusión mental —. ¿Quiere vino?

— Dijiste que alguien debería hacer algo, y eso es lo que yo voy a hacer — contestó Glo tranquilamente —. Tendrás que bailar con tu propia música.

Toller ayudó a Glo a sentarse en una silla de respaldo alto en un lado del vestíbulo y fue a buscar una jarra de vino, con su mente atormentada por el problema de cómo reconciliarse con lo intolerable. La especulación no era para él una cosa cotidiana y por eso tardó en llegarle la inspiración. Leddravokr sólo está jugando con nosotros, decidió, agarrándose a un hilo de esperanza. Gesalla no puede gustarle a alguien que está acostumbrado a tratar con cortesanas. Leddravohr sólo la está reteniendo en su habitación, riéndose de nosotros. De hecho, puede expresar mucho mejor su desprecio hacia nosotros si no se digna tocar a ninguna de nuestras mujeres…

En la hora que siguió, Glo bebió cuatro grandes tazones de vino. Su rostro adquirió un color rojizo y él quedó casi totalmente inútil. Lain se retiró a la soledad de su estudio, sin mostrar ningún síntoma de emoción, y Toller se sintió abatido cuando Glo anunció su deseo de irse a la cama. Sabía que no podría dormir y no deseaba estar solo con sus pensamientos. Llevó casi a cuestas a Glo hasta la suite asignada y le ayudó en toda la tediosa operación de asearse y meterse en la cama. Después salió al pasillo que comunicaba los dormitorios principales. A su izquierda escuchó un susurro.

Se dio la vuelta y vio a Gesalla caminando hacia él, dirigiéndose a sus habitaciones. Su vestido negro, largo y vaporoso, y su cara descolorida le daban una apariencia espectral, pero su porte era erguido y digno. Era la misma Gesalla Maraquine que siempre había conocido, fría, reservada e indomable; y al verla experimentó una mezcla de alivio y preocupación.

— Gesalla — dijo, yendo hacia ella —. Estás…

— No me toques — dijo bruscamente con la mirada envenenada de sus ojos rasgados y pasó de largo sin alterar su paso. Consternado ante la clara aversión de su voz, la observó hasta que desapareció de su vista. Después, su mirada fue atraída por las claras baldosas del suelo. La marca de las pisadas teñidas de sangre le reveló una historia mucho más terrible que la que había intentado desterrar de su mente.

Leddravohr, oh Leddravohr, oh Leddravohr, repitió internamente. Ahora estamos casados, tú y yo. Tú te has entregado a mí… y sólo la muerte podrá separarnos.

Capítulo 10

La decisión de atacar Chamteth desde el oeste se tomó por razones geográficas.

En la frontera oeste del imperio kolkorroniano, un poco al norte del ecuador, había una cadena de islotes volcánicos que terminaban en un bajo triángulo de tierra de unos trece kilómetros de lado. Conocido como Oldock, la isla deshabitada tenía varias características de importancia estratégica para Kolkorron. Una de ellas era que estaba lo bastante cerca de Chamteth como para constituir un excelente punto de partida de una invasión desde el mar, otra, que estaba densamente cubierta de árboles de las especies rafter y tallon, que crecían bastante altos y ofrecían una buena protección contra los pterthas.

El hecho de que Oldock y todo el conjunto de las Fairondes estuviesen en un lugar de corrientes de aire procedentes del oeste era también una ventaja para los cinco ejércitos de Kolkorron. Aunque los barcos avanzaban más despacio y las aeronaves se veían obligadas a usar con exceso sus propulsores, el viento constante que soplaba en el mar abierto tenía un efecto mayor sobre los pterthas, imposibilitándolos para acercarse lo suficiente a sus presas. Los telescopios mostraban enjambres de burbujas lívidas en las contracorrientes de las alturas, pero la mayoría de ellas eran arrastradas hacia el este cuando intentaban penetrar en los niveles bajos de la atmósfera. Al planear la invasión, los altos mandos kolkorronianos habían calculado que perderían una sexta parte de su personal a causa de los pterthas; y ahora, vistas las circunstancias, las bajas serían insignificantes.

Como los ejércitos avanzaban hacia el oeste, se producía un cambio gradual pero perceptible en la distribución del día y la noche. El antedía se acortaba y el postdía se alargaba, mientras Overland iba alejándose del cenit y se aproximaba al horizonte del este. Más tarde, el antedía se redujo a un breve resplandor cuando el sol atravesaba la estrecha franja situada entre el horizonte y el disco de Overland, y poco después de que el planeta hermano estuviera encajado sobre el borde oriental de Land. La noche breve se convirtió en una corta prolongación de la noche, y entre los invasores aumentó la expectación ante la evidencia de que estaban entrando en la Tierra de los Largos Días.

El establecimiento de una cabeza de playa en el mismo Chamteth era otra fase de la operación en la que se esperaba tener considerables pérdidas, y los comandantes kolkorronianos apenas podían creer su buena suerte cuando encontraron las hileras de árboles indefensas y sin vigilancia.

Los tres frentes invasores, bastante separados entre sí, no encontraron ningún tipo de resistencia, adentrándose y consolidándose sin una sola víctima, exceptuando los heridos y muertos accidentales que siempre se producían cuando grandes masas de hombres y material entraban en un territorio extranjero. Casi enseguida encontraron arboledas de brakkas entre otros tipos de forestación, y al cabo de un día ya había grupos de peones desnudos trabajando tras el avance militar. Los sacos de cristales verdes y púrpuras extraídos de los brakkas se almacenaban en distintos buques de carga, ya que no podían transportarse grandes cantidades de pikon y halvell; y en un tiempo increíblemente breve se establecieron los primeros puestos para iniciar una cadena de suministro que llegase hasta Ro-Atabri.

El reconocimiento aéreo fue descartado por el momento, debido a que las aeronaves resultaban demasiado llamativas, pero usando los antiguos mapas como guía, los invasores fueron capaces de extenderse hacia el oeste a una marcha constante. El terreno estaba empantanado en algunos lugares, infestado de serpientes venenosas, pero no presentaba obstáculos serios para los bien entrenados soldados cuyas condiciones morales y psíquicas eran óptimas.

Al duodécimo día, la patrulla de exploración advirtió una aeronave de extraño diseño deslizándose silenciosamente sobre el cielo por encima de ellos.

En ese momento, la vanguardia del Tercer Ejército estaba saliendo del litoral anegado y alcanzaba tierras más altas caracterizadas por una cadena de colinas ovales que se extendía de norte a sur. Allí los árboles y la vegetación eran más escasos. Era el tipo de tierra en la que un ejército podía hacer excelentes avances si nada se le oponía; pero la primera defensa chamtethana estaba a la espera.

Eran hombres de piel morena, musculosos, de barbas oscuras, que llevaban armaduras flexibles hechas de pequeñas hojuelas de brakka entretejidas con escamas de pescado, y cayeron sobre los invasores con una ferocidad que ni siquiera los más experimentados kolkorronianos habían conocido antes. Algunos parecían grupos suicidas, enviados para causar el máximo daño y confusión, creando debilidades para permitir que otros atacaran con diversas clases de armas de largo alcance: cañones, morteros y catapultas mecánicas que arrojaban bombas de pikon y halvell.

Las tropas de choque kolkorronianas, veteranas de muchas acciones fronterizas, vencieron a los chamtethanos en el curso de una batalla difusa, con centros dispersos que duró casi todo el día. Se descubrió que habían muerto menos de cien hombres, frente a más del doble por parte de los enemigos, y cuando el día siguiente transcurrió sin mayores incidentes, el ánimo de los invasores volvió a elevarse.

De allí en adelante, sin que el secreto fuera ya posible, el frente de soldados fue precedido por una cobertura aérea de bombarderos y naves de reconocimiento, y los hombres de tierra se sintieron más seguros al ver en el cielo la disposición elíptica de las aeronaves.

No obstante, sus jefes estaban menos confiados, sabiendo que sólo habían tropezado hasta el momento con una fuerza defensora local y, habiendo sido enviadas al centro de Chamteth señales referentes a la invasión, el poderlo de un vasto continente debía de estar organizándose para atacarlos.

Capítulo 11

El general Risdel Dalacott descorchó el pequeño frasco de veneno y olió su contenido.

El líquido transparente tenía un extraño aroma, como de miel y pimienta mezcladas. Era una destilación de extractos de doncellamiga, la hierba que masticada regularmente por las mujeres prevenía la concepción. En su forma concentrada, era incluso más adversa para la vida, proporcionando una huida dulce e indolora y del todo segura de los problemas de la existencia. Era enormemente apreciada entre la aristocracia de Kolkorron que no gustaba de los métodos tradicionales, más honorables pero muy sangrientos, de suicidarse.

Dalacott vació la botella en su taza de vino y, tras sólo unos instantes de duda, tomó un sorbo de prueba. El veneno apenas era apreciable y podía decirse incluso que mejoraba el sabor del vino, añadiéndole una pizca de dulzura picante. Tomó otro sorbo y dejó a un lado la taza, deseando no desvanecerse demasiado pronto. Todavía debía realizar una última tarea que se había impuesto.

Recorrió su tienda con la vista. Ésta sólo estaba amueblada con una estrecha cama, un baúl, un escritorio portátil y varias sillas plegables sobre una estera de paja. A otros oficiales del estado mayor les gustaba rodearse de lujo para suavizar los rigores de la campaña, pero ése nunca fue el estilo de Dalacott. Siempre había sido un soldado y vivido como tal. Había decidido morir mediante el veneno en lugar de la espada porque ya no se consideraba merecedor de la muerte de un soldado.

Dentro de la tienda había oscuridad, la única luz procedía de una lámpara de campaña que se autoabastecía atrayendo cierta clase de bacterias. Encendió una segunda lámpara y la colocó sobre su escritorio, sintiéndose aún un poco extrañado de que tal operación fuera necesaria para leer durante la noche. En aquella parte al oeste de Chamteth, al otro lado del río Naranja, Overland no era visible desde el horizonte y el ciclo diurno consistía en doce horas de luz ininterrumpida seguidas de doce horas de oscuridad total. Probablemente, en Kolkorron hubiera ocurrido lo mismo si sus científicos hubiesen planeado un sistema eficaz de iluminación mucho tiempo atrás.

Dalacott levantó la tapa de su escritorio y sacó el último volumen de su diario, el del año 2629. Estaba encuadernado en cuero verde y tenía una hoja para cada día del año. Abrió el libro y pasó lentamente las páginas, resumiendo toda la campaña de Chamteth en cuestión de minutos, escogiendo los acontecimientos clave que, insensiblemente al principio, lo habían conducido a su desintegración personal como soldado y como hombre…


DÍA 84. El príncipe Leddravohr tenía un extraño humor en la reunión de hoy del estado mayor. Me pareció que estaba exaltado y alegre, a pesar de las noticias de graves pérdidas en el frente sur. Una y otra vez hizo referencia al hecho de que los pterthas parecían escasear en esta parte de Land. No es dado a confiar sus más profundos pensamientos; pero reconstruyendo comentarios confusos y fragmentarios, tengo la impresión de que alberga la idea de persuadir al rey a abandonar todo el asunto de la migración a Overland.

Su razonamiento parece basarse en que tales medidas serían innecesarias si se demostrara que, por alguna razón, las condiciones en la Tierra de los Largos Días son desfavorables para los pterthas. En ese caso, Kolkorron sólo necesitaría someter a Chamteth y transferir la sede del poder y el resto de la población a este continente; una operación mucho más lógica y natural que intentar desplazarse a otro planeta…


DÍA 93. La guerra no va bien. Estos hombres son guerreros decididos, valientes y dotados. No puedo aceptar la posibilidad de nuestra derrota, pero la verdad es que habríamos sido severamente probados incluso en los días en que contábamos con cerca de un millón de hombres sometidos a un gran adiestramiento. Hoy en día tenemos sólo un tercio de ese número, con una proporción inquietantemente alta de recién alistados, y vamos a necesitar suerte además de todo nuestro talento y coraje si la guerra ha de proseguir con éxito.

Un factor importante a nuestro favor es que este país tiene grandes recursos, en especial brakkas y cultivos comestibles. El sonido de las descargas polinizadoras de los brakkas es constantemente confundido por mis hombres con los cañonazos del enemigo, y disponemos de una gran cantidad de cristales de energía para nuestra artillería pesada. No hay ninguna dificultad en mantener bien alimentados a nuestros ejércitos, a pesar de los esfuerzos que hacen los chamtethanos para quemar las cosechas que se ven obligados a abandonar.

Las mujeres chamtethanas, e incluso niños de muy corta edad, se complacen en esa forma de destrucción si se les permite tomar sus propias decisiones. Con nuestros efectivos militares forzados hasta el límite, no es posible distraer tropas de combate en labores de vigilancia y, por esa razón, Leddravohr ha decretado no hacer prisioneros, sin diferencias por sexo o edad.

Parece lógico, militarmente hablando, pero me he puesto enfermo por las grandes carnicerías que he presenciado últimamente. Incluso los soldados más duros realizan su tarea con una expresión lúgubre en sus rostros, y por la noche en los campamentos, el poco júbilo que se percibe tiene un carácter artificial y forzado.

Éste es un pensamiento sedicioso, un pensamiento que yo no expresaría en ningún otro lugar excepto en la intimidad de estas páginas, pero una cosa es extender los beneficios del imperio a las tribus bárbaras e ignorantes, y otra muy distinta llevar a cabo la aniquilación de un gran pueblo cuyo único delito fue preservar sus recursos de brakkas.

Nunca he tenido tiempo para la religión, pero ahora, por primera vez estoy empezando a entender lo que significa la palabra «pecado»…


Dalacott interrumpió su lectura y cogió la taza de vino esmaltada. Durante un momento miró fijamente su adornado fondo y, resistiendo la tentación de beber todo su contenido, tomó un pequeño sorbo. Mucha gente parecía estar llamándolo desde el otro lado de esa barrera que separaba la vida de la muerte: su esposa Toriane, Aytha Maraquine, su hijo Oderan, Conna Dalacott y el pequeño Hallie…

¿Por qué había sido escogido para quedarse, durante más de setenta años, con la falsa bendición de la inmunidad, cuando otros podrían haber hecho mejor uso que él del don de la vida?

Sin ningún pensamiento consciente, la mano derecha de Dalacott se deslizó dentro de uno de sus bolsillos y cogió el curioso objeto que había encontrado a la orilla del Bes- Undar hacía muchos años. Frotó su dedo pulgar con un movimiento circular sobre su superficie espejada, mientras empezaba de nuevo a pasar las páginas de su diario.


DÍA 102. ¿Cómo se explican las maquinaciones del destino?

Esta mañana, después de haber estado postergándolo durante muchos días, empecé a firmar una serie de menciones honoríficas que había sobre mi escritorio y descubrí que mi propio hijo, Toller Maraquine, sirve como soldado raso en uno de los regimientos que están a mis órdenes.

Parece ser que ha sido recomendado para la medalla al valor no menos de tres veces a pesar de la brevedad de su servicio y su falta de entrenamiento reglamentario. En teoría, un recién alistado, como debe serlo él, no debe pasar mucho tiempo en la línea de combate, pero quizá la familia Maraquine ha usado sus íntimas relaciones con la corte para que Toller avance en su tardía carrera militar. Esto es algo que debo averiguar si alguna vez me lo permiten las obligaciones de mi mando.

Verdaderamente éstos son tiempos cambiantes, en los que la casta militar no sólo llama a los ajenos a ella para que engrasen sus filas, sino que también los catapulta hacia los máximos peligros, dándoles paso hacia la gloria.

Haré todo lo posible por ver a mi hijo, si puedo arreglarlo sin levantar sospechas en él ni comentarios en los otros. Un encuentro con Toller sería un resplandor de luz en esta noche profunda de guerra criminal.


DÍA 103. Una compañía del 8º Batallón fue totalmente aplastada hoy por un ataque por sorpresa en el sector C11. Sólo unos cuantos hombres escaparon de la matanza y muchos de ellos estaban tan gravemente heridos que no les quedó otra opción que la Vía Brillante. Desastres como ése se han convertido casi en una rutina, hasta tal punto que me siento más preocupado por los informes que llegaron esta mañana sugiriendo que nuestro respiro de los pterthas pronto llegará a su fin.

Las observaciones telescópicas de las aeronaves al este de aquí en la península de Loongl revelaron hace unos días que grandes cantidades de pterthas se desplazan hacia el sur por el ecuador. Los informes no han sido muy precisos, porque en este momento tenemos muy pocas naves en el océano Fyallon, pero la opinión de los científicos parece ser que los pterthas se están moviendo hacia el sur aprovechando una corriente de aire que los arrastrará una larga distancia hacia el oeste y después nuevamente hacia el norte, introduciéndolos en Chamteth.

Nunca he suscrito la teoría de que las burbujas posean una inteligencia rudimentaria, pero si son capaces de comportarse así, usando las condiciones climáticas, la conclusión de que tienen un propósito maligno es casi inevitable. Quizá, como las hormigas y otras criaturas similares, su especie, considerada en su conjunto, tiene alguna forma de mente colectiva, aunque los individuos sean incapaces de pensar.


DÍA 106. El sueño de Leddravohr de un Kolkorron libre del azote de los pterthas ha llegado a un final brusco. Las burbujas han sido divisadas por los auxiliares de vuelo del Primer Ejército. Se están aproximando a la costa del sur, a la región de Adrian.

Ha habido también un informe curioso, aún no confirmado, de mi propio enclave.

Dos soldados del frente en una zona de avance afirmaban haber visto a un ptertha de color rosa claro. Según su relato, la burbuja se acercó a unos cuarenta pasos de donde estaban ellos, pero no mostró ninguna tendencia a acercarse más y al final se alzó y se alejó hacia el oeste. ¿Qué se debe pensar de tan extraños acontecimientos? ¿Podría ser que dos soldados cansados de la batalla se hubiesen puesto de acuerdo para obtener unos cuantos días de interrogatorio en la seguridad del campo base?


DIA 107. Hoy, aunque las hazañas me producen poco orgullo o placer, he justificado la confianza del príncipe Leddravohr en mis habilidades como táctico.

El espléndido logro, quizá la culminación de mi carrera militar, empezó con un error que habría sido evitado por un teniente novato recién salido de la academia.

Todo comenzó alas ocho con mi impaciencia por la tardanza del capitán Kadal en tomar un tramo de tierra en el sector D14. Su razón para rezagarse en la seguridad del bosque fue que el mapa aéreo, trazado apresuradamente, mostraba un territorio atravesado por varias corrientes, y él creyó que sus cárcavas eran lo bastante profundas como para albergar sin mostrarlo a un número apreciable de enemigos. Kadal es un oficial competente, y yo debía haberle dejado explorar el terreno a su manera, pero temí que los reveses sufridos lo estuvieran volviendo timorato, y no pude vencer el temerario deseo de darle un ejemplo a él y a sus hombres.

Para ello, tomé a un sargento y a una docena de soldados montados y cabalgué precediéndolos. El terreno no presentaba obstáculos para los cuernoazules y cubrimos la zona rápidamente. ¡Demasiado rápidamente!

A una distancia de, más o menos, un kilómetro y medio, el sargento empezó a dar muestras visibles de inquietud pero yo estaba demasiado preocupado por el éxito para prestarle la menor atención. Habíamos cruzado dos arroyos que eran, como indicaba el mapa, demasiado poco profundos para ofrecer ninguna clase de escondite, y me exalté con la visión de mí mismo presentando, sin darle importancia, a Kadal toda la zona como un trofeo que había ganado para él gracias a mi valentía.

Sin que me diese cuenta habíamos avanzado casi tres kilómetros y, á pesar de mi arrebato de megalomanía, estaba empezando a oír la voz de censura del sentido común avisándome que ya era suficiente; en especial cuando ya habíamos cruzado una cadena de montañas y no se divisaba ninguna de nuestras líneas de avance.

Fue entonces cuando los chamtethanos aparecieron.

Surgieron de la tierra a ambos lados como por arte de magia, aunque desde luego no había nada de hechicería; habían estado escondidos en las cárcavas de los arroyos cuya existencia yo había negado alegremente. Había al menos doscientos, con el aspecto de reptiles negros dentro de sus armaduras de brakka Si su fuerza sólo hubiese estado compuesta por la infantería, habríamos podido escapar, pero una cuarta parte de ellos estaban montados y ya corrían para bloquear nuestra retirada.

Me di cuenta de que mis hombres me miraban expectantes, y el hecho de que no hubiera ni un indicio de reproche en sus ojos empeoró aún más mi situación personal Había derrochado sus vidas por mi estupidez y orgullo presuntuoso ¡y todo lo que, me pedían en ese terrible momento era una decisión sobre dónde y cómo debían morir!

Miré a mi alrededor y vi un montículo cubierto de árboles a unos quinientos metros de donde estábamos. Podrían proporcionar cierta protección y existía la posibilidad de que, desde la copa de uno de ellos, pudiésemos enviar un mensaje a Kadal con el luminógrafo y pedir ayuda.

Di la orden pertinente y cabalgamos a toda velocidad hacia el montículo, afortunadamente sorprendiendo a los chamtethanos, que esperaban nuestra huida en la otra dirección. Llegamos a los árboles mucho antes que nuestros perseguidores, que de todas formas no corrían demasiado. El tiempo estaba de su parte, y para mí era casi evidente que, incluso si lográbamos comunicarnos con Kadal, sería en vano.

Mientras uno de los hombres empezaba a subir a un árbol con el luminógrafo amarrado en su cinturón, usé mis gemelos de campaña en un intento de localizar al jefe chamtethano, para ver si lograba adivinar sus intenciones. Si era consciente de mi rango, debería intentar cogerme vivo; y eso era algo que no podía permitir. Estaba recorriendo la fila de soldados chamtethanos con los poderosos gemelos, cuando vi algo que, incluso en ese momento de gran peligro, me produjo un espasmo de terror.

¡Pterthas!

Cuatro burbujas púrpuras se aproximaban desde el sur, conducidas por una brisa ligera, casi rozando la hierba. Estaban a la vista del enemigo, observé a varios hombres señalándolas; pero para mi sorpresa, no trataron de defenderse. Vi que las burbujas se acercaban mas y más a los chamtethanos y, tal es el poder de los reflejos, tuve que reprimir el impulso de gritar un aviso. La primera de las burbujas llegó ala línea de soldados y de repente dejó de existir, explotando en medio de ellos.

Seguían sin iniciar ninguna acción defensiva o evasiva. Incluso vi a un soldado que, con indiferencia, atravesó a un ptertha con su espada. En cuestión de pocos segundos las cuatro burbujas se habían desintegrado, difundiendo su carga de polvo letal entre el enemigo, que parecía totalmente ajeno a las consecuencias.

Si lo que había ocurrido hasta el momento fue sorprendente, lo siguiente lo fue aún más.

Los chamtethanos empezaban a extenderse para formar un círculo alrededor de nuestra inadecuada y pequeña fortaleza, cuando descubrí el principio de una conmoción entre sus filas. Mis gemelos me mostraron que algunos soldados de armaduras negras habían caído. ¡Ya! Sus compañeros se arrodillaban junto a ellos para prestarles ayuda y, en pocos instantes, también estaban tendidos y retorciéndose sobre el suelo.

El sargento se acercó y me dijo:

— Señor, el cabo dice que puede ver nuestras líneas. ¿Qué mensaje quiere que enviemos?

— ¡Espere! — Levanté un poco los gemelos para observar la distancia media, y al poco tiempo localicé otro ptertha girando oscilante sobre los prados —. Dé instrucciones de que informen al capitán que hemos encontrado un gran destacamento de enemigos, pero que debe quedarse donde está No debe avanzar hasta que no le envíe una nueva orden.

El sargento era lo bastante disciplinado como para atreverse a protestar, pero su perplejidad era evidente mientras se alejaba a toda prisa para transmitir mis órdenes. Reanudé mi vigilancia de los chamtethanos. En ese momento ya existía la conciencia general de que habían cometido un terrible error, lo que se evidenciaba por la manera en que los soldados corrían de un lado a otro entre el pánico y la confusión. Los hombres que habían empezado a avanzar hacia nosotros se volvieron y, sin comprender que su única esperanza de sobrevivir estaba en abandonar aquel lugar, se volvieron a unir al cuerpo principal de sus fuerzas. Observé, con una sensación de frialdad en mi estómago, cómo también éstos empezaban a tambalearse y caer.

Tras de mí, entre mis hombres, se oían exclamaciones de asombro; incluso los que no podían ver lo que sucedía, comprendieron que los chamtethanos estaban siendo repentinamente aniquilados por algún agente pavoroso e invisible. En un lapso aterradoramente breve, todos los hombres enemigos habían caído y nada se movía en la llanura excepto grupos de cuernoazules que empezaban a pastar con despreocupación entre los cuerpos de sus amos. (¿Por qué razón todos los miembros del reino animal aparte de los simios, son inmunes al veneno de los pterthas?)

Cuando terminé de contemplar la espantosa escena, me volví y casi estuve tentado de echarme a reír al ver a mis hombres mirándome con una mezcla de alivio, respeto y adoración. Habían creído que iban a morir y ahora, así es como funciona la mentalidad de un típico soldado, su gratitud por haberles sido pospuesto ese momento se centraba en mí, como si su salvación hubiese sido ganada por alguna estrategia maestra puesta en práctica por mí Parecían no pensar en ninguna de las graves implicaciones de lo que había ocurrido.

Tres años antes, Kolkorron había sido puesta de rodillas por un repentino cambio fatal en la naturaleza de nuestros viejos adversarios, los pterthas; y ahora, parecía haberse producido otro y mayor aumento de los poderes malignos de las burbujas. La nueva forma de pterthacosis, puesto que ninguna otra cosa podía haber acabado con los chamtethanos, que mataba a un hombre en segundos en vez de horas, era un augurio siniestro de los oscuros días que nos esperaban.

Transmití un mensaje a Kadal avisándole que se quedase en el bosque y que estuviera alerta a los pterthas, después volví a mi puesto de vigía. Con los gemelos, descubrí varios pterthas en grupos de dos o tres arrastrados por la brisa hacia el sur. Estábamos relativamente a salvo de ellos, gracias a la protección de los árboles, pero esperé un tiempo y me aseguré de que el cielo estuviera absolutamente limpio antes de dar la orden de recoger a los cuernoazules y volver a nuestras líneas a toda velocidad.


DÍA 109. Resulta que estaba bastante equivocado en lo referente a la nueva y más intensa amenaza de los pterthas.

Leddravohr ha llegado ala verdad por uno de los métodos directos característicos en él Ató a unas estacas a un grupo de hombres y mujeres chamtethanos en un espacio abierto, y junto a ellos colocó a unos cuantos de nuestros heridos, hombres que tenían pocas esperanzas de recuperarse. Finalmente fueron descubiertos por los pterthas y, desde lejos, contemplamos con los telescopios lo que ocurría. Los kolkorronianos, a pesar de sus malas condiciones físicas, tardaron dos horas en sucumbir a la pterthacosis, pero los desgraciados chamtethanos murieron casi de inmediato.

¿Por qué se produce esta extraña anomalía?

He oído la teoría de que los chamtethanos son una raza con una cierta debilidad hereditaria que les confiere una alta vulnerabilidad ala pterthacosis, pero la auténtica explicación es una mucho más complicada que la propuesta por nuestros consejeros médicos. Depende de la existencia de dos variedades distintas de pterthas: los púrpuras oscuros, conocidos desde hace tiempo en Kolkorron, que son altamente venenosos; y los rosas, autóctonos de Chamteth que son inofensivos o menos letales. (Las visiones de burbujas rosas en esta zona multiplican varias veces las de otros lugares.)

La teoría además afirma que durante siglos de guerra contra los pterthas, en la que se han destruido millones de burbujas, toda la población dé Kolkorron ha estado expuesta a cantidades microscópicas del polvo tóxico. Esto nos ha dado cierto grado de tolerancia contra el veneno, incrementando nuestra resistencia a él por un mecanismo similar al que asegura que ciertas enfermedades puedan contraerse una sola vez Los chamtethanos, por otra parte, no tienen ningún tipo de resistencia, y el encuentro con un ptertha venenoso es más catastrófico para ellos que para nosotros.

Un experimento que lograría demostrar la segunda teoría sería exponer un grupo de kolkorronianos y chamtethanos a los pterthas de color rosa. No hay duda que Leddravohr llevará a cabo el experimento en su momento, cuando entremos en una región en la que abunden las burbujas rosas.


Dalacott dejó de leer y miró el reloj atado a su muñeca. Era de los de tubo de vidrio endurecido, preferido por los militares ante la falta de un cronómetro fiable y sólido. El escarabajo del interior se acercaba a la octava división del tallo de caña graduado. El momento de su última cita casi había llegado.

Tomó otro pequeño sorbo de vino y volvió a la última anotación de su diario. Hacía muchos días que había sido escrita, y después de completarla abandonó el hábito de toda su vida y no volvió a poner por escrito los pensamientos y actividades de cada día.

En cierto modo fue un suicidio simbólico, una preparación para lo que sucedería aquella noche…


DÍA 114. La guerra ha terminado.

La plaga de pterthas ha hecho el trabajo por nosotros.

En sólo seis días desde que los pterthas púrpuras hicieron su aparición en Chamteth, la plaga ha rugido a lo largo y ancho del continente, acabando con millones de habitantes. ¡Un genocidio repentino y casual.

Ya no hemos tenido que seguir avanzando a pie, luchando por avanzar metro a metro contra un enemigo preparado. Por el contrario, lo hicimos en las aeronaves, con los propulsores en continuo funcionamiento. Viajar de esta manera requiere grandes cantidades de cristales de energía, tanto para los tubos de propulsión como para los cañones anti — ptertha; pero tales consideraciones ya no tienen importancia.

Somos los poseedores orgullosos de todo un continente de brakkas maduros y verdaderas montañas de verde y púrpura No compartimos nuestras riquezas con nadie. Leddravohr no ha rescindido su orden de no tomar prisioneros, y los pocos chamtethanos que encontramos de vez en cuando perplejos y desmoralizados son pasados por la espada.

He volado sobre ciudades, pueblos, villas y granjas, donde nada veía excepto algunos animales domésticos errantes. La arquitectura es impresionante, limpia, proporcionada, majestuosa, pero uno debe contemplarla desde lejos. El hedor de los cadáveres en descomposición llega hasta el cielo.

Ya no somos soldados.

Somos los transmisores de la peste.

Somos la peste.

No tengo nada más que decir.

Capítulo 12

El cielo nocturno, aunque en conjunto brillaba menos que en Kolkorron, estaba surcado por una enorme espiral de luz brumosa, cuyos anillos centelleaban llenos de estrellas brillantes blancas, azules y amarillas. Aquélla aparecía flanqueada por dos grandes espirales elípticas y la restante bóveda celestial estaba generosamente salpicada de pequeños remolinos, jirones y manchas refulgentes, además de las brillantes colas de numerosos cometas. Aunque el Árbol no era visible, el cielo estaba cubierto por una multitud de estrellas importantes, cuya intensidad hacía que parecieran más cercanas que cualquier otro objeto celeste, confiriendo un aspecto de profundidad al panorama.

Toller estaba acostumbrado a ver tales configuraciones sólo cuando Land se situaba en el lado opuesto de su recorrido alrededor del sol, en cuyo punto estaban dominados y ensombrecidos por el gran disco de Overland. Permaneció inmóvil en la oscuridad, observando los reflejos de las estrellas temblar en las tranquilas aguas del río Naranja. A su alrededor, las innumerables luces amortiguadas de la sede central del Tercer Ejército iluminaban los tres senderos del bosque. Los días de los campamentos al aire libre habían pasado con la llegada de la plaga de pterthas.

Una pregunta estuvo en su cabeza todo el día: ¿Porqué quiere el general Dalacott tener una entrevista en privado conmigo?

Había pasado varios días de ociosidad en un campamento de paso a treinta kilómetros hacia el oeste, ya que formaba parte de un ejército el cual, de repente, no tenía nada que hacer, e intentaba adaptarse al nuevo ritmo de vida, cuando el comandante del batallón le ordenó presentarse en el cuartel general. A su llegada fue examinado brevemente por algunos oficiales, uno de los cuales supuso que debía de ser Vorict, el general adjunto. Le habían dicho que el general Dalacott deseaba otorgarle personalmente la medalla al valor. Varios oficiales se extrañaron ante una disposición tan poco corriente, y discretamente sondearon a Toller para obtener alguna información antes de que aceptara que sabía tan poco como ellos del asunto.

Un joven capitán surgió de un recinto de administración contiguo, se aproximó a él, y dijo:

— Teniente Maraquine, el general le verá ahora.

Toller saludó y acompañó al oficial a una tienda que, inesperadamente, era bastante pequeña y sobria. El capitán lo anunció y desapareció con rapidez. Toller se quedó de pie ante un hombre delgado, de aspecto austero, que estaba sentado ante un escritorio portátil. Bajo la luz mortecina de las lámparas de campaña, el cortísimo pelo del general podía haber sido blanco o rubio, y su aspecto era sorprendentemente joven para un hombre con cincuenta años de prestigioso servicio. Sólo sus ojos parecían viejos, ojos que habían visto más de lo que era posible soñar.

— Siéntate, hijo — dijo —. Esto es una reunión absolutamente informal.

— Gracias, señor.

Toller se sentó en la silla indicada mientras crecía su curiosidad.

— Veo por tus informes que entraste en el ejército hace menos de un año como un simple soldado combatiente. Sé que éstos son tiempos cambiantes, pero ¿no es un poco extraño en un hombre de tu condición social?

— Fue dispuesto especialmente por el príncipe Leddravohr.

— ¿Es amigo tuyo Leddravohr?

Animado por el comportamiento directo pero cortés del general, Toller se atrevió a sonreír con ironía.

— No puedo asegurar que tenga ese honor, señor.

— ¡Bueno! — Dalacott le devolvió la sonrisa —. Así que lograste el rango de teniente en menos de un año por tus propios medios.

— Fue una comisión de campaña. Ésta podía no haber sido aprobada por completo.

— Lo fue. — Dalacott se detuvo para tomar un sorbo de su taza esmaltada —. Perdona que no te ofrezca ninguna bebida; esto es un brebaje exótico y dudo que te gustase.

— No tengo sed, señor.

— Quizá prefieras esto.

Dalacott abrió un compartimento de su escritorio y sacó tres medallas al valor. Eran escamas circulares de brakka con incrustaciones de vidrio rojo y blanco. Se las entregó a Toller y se reclinó para observar su reacción.

— Gracias. — Toller palpó las medallas y se las metió en un bolsillo —. Es un honor para mí.

— Lo disimulas bastante bien.

Toller estaba embarazado y desconcertado.

— Señor, no pretendía…

— Está bien, hijo — dijo Dalacott —. Dime, ¿la vida del ejército es como tú esperabas?

— Desde que era niño soñaba con ser un guerrero, pero ahora…

— Venías dispuesto a limpiar de tu espada la sangre de un enemigo, pero no te diste cuenta de que también encontrarías los restos de su cena.

Toller miró al general a los ojos.

— Señor, no entiendo por qué me ha traído aquí.

— Pensé que debía darte esto.

Dalacott abrió su mano derecha descubriendo un pequeño objeto que dejó caer sobre la palma de Toller.

Toller se sorprendió por el peso, por el impacto contundente en su mano. Acercó el objeto a la luz, intrigado por el color y el brillo de la superficie pulida. El color no se parecía a ninguno que hubiera visto antes; blanco, pero en cierto modo más que blanco, parecido al mar cuando los rayos del sol se reflejaban en él oblicuamente al amanecer. El objeto estaba redondeado como un canto rodado, pero podría haber sido la miniatura labrada de un cráneo, cuyos detalles hubieran sido borrados por el tiempo.

— ¿Qué es esto? — preguntó Toller.

Dalacott negó con la cabeza.

— No lo sé. Nadie lo sabe. Lo encontré en la provincia de Redant hace muchos años, a orillas del Bes-Undar, y nadie ha sido capaz de decirme lo que es.

Toller encerró con sus dedos el objeto caliente y descubrió que su pulgar empezaba a moverse en círculos sobre la superficie lisa.

— Una pregunta conduce a otra, señor. ¿Por qué quiere que yo tenga esto?

— Porque — Dalacott le sonrió de una forma extraña podría decirse que fue lo que nos unió a tu madre y a mí.

— Comprendo — dijo Toller, hablando de forma mecánica pero no falsa, mientras las palabras del general aclaraban su mente, como una fuerte ola alterando el aspecto de una playa, reordenando los fragmentos de la memoria en nuevas configuraciones. Éstas eran desconocidas, pero sin embargo no totalmente extrañas, porque habían estado ocultas en el antiguo orden, aguardando sólo una leve agitación para aparecer.

Hubo un largo silencio interrumpido sólo por el débil chasquido de un insecto del aceite moviéndose torpemente por el tubo de la lámpara y deslizándose hasta el depósito. Toller observó solemnemente a su padre, intentando invocar alguna emoción adecuada, pero en su interior sólo había aturdimiento.

— No sé qué decir — admitió al fin —. Esto llega demasiado… tarde.

— Más tarde de lo que tú crees. — La expresión de Dalacott era legible mientras llevaba la taza de vino a sus labios —. Tenía muchas razones, algunas no del todo egoístas, para no conocerte, Toller. ¿Me guardas algún rencor?

— Ninguno, señor.

— Me alegro. — Dalacott se puso de pie —. No nos volveremos a ver, Toller. ¿Me abrazarás… una vez… como un hombre abraza a su padre?

— Padre.

Toller se puso de pie y rodeó con sus brazos la figura erguida y veterana. Durante los breves instantes que duró el contacto, percibió un curioso olor a especias en el aliento de su padre. Echó un vistazo a la copa apoyada sobre el escritorio, realizando un salto mental medio intuitivo, y cuando se separaron para ocupar de nuevo sus asientos, había excitación en sus ojos.

Dalacott parecía tranquilo, con un dominio total.

— Ahora, hijo, ¿qué te espera? Kolkorron y sus nuevos aliados, los pterthas, han logrado una victoria gloriosa. Ya no que -!a trabajo para los soldados, ¿qué has planeado pata tu futuro?

— Creo que no tengo ningún plan para el futuro — dijo Toller —. Hubo un tiempo en que Leddravohr me hubiera asesinado personalmente, pero ocurrió algo, algo que no entiendo. Me metió en el ejército y creo que su intención era que los chamtethanos hiciesen el trabajo por él.

— Tiene demasiadas cosas para ocupar sus pensamientos y absorber sus energías — dijo el general —. Todo un continente debe ser saqueado, meramente como un paso preliminar para la construcción de la flota de migración de Prad. Quizá Leddravohr se ha olvidado de ti.

— Yo no lo he olvidado.

— ¿Le deseas la muerte?

— Antes sí. — Toller pensó en las huellas de sangre sobre el mosaico claro, pero la visión se había oscurecido, entremezclada con cientos de imágenes sangrientas —. Ahora dudo de que la espada solucione algo.

— Me alivia oírte decir eso. Incluso aunque en el corazón de Leddravohr no esté realmente el plan de migración es probable que sea el mejor hombre para llevarlo a cabo con éxito. Es posible que el futuro de nuestra raza descanse sobre sus hombros.

— Soy consciente de esa posibilidad, padre.

— Y también piensas que puedes resolver perfectamente tus problemas sin mi consejo. — Había un gesto irónico en los labios del general —. Creo que me hubiera gustado tenerte a mi lado. Bueno, ¿qué respondes a mi primera pregunta? ¿Has pensado algo sobre tu futuro?

— Me gustaría pilotar una nave hasta Overland — dijo Toller —. Pero creo que es una ambición vana.

— ¿Por qué? Tu familia debe de tener influencia.

— Mi hermano es consejero jefe del diseño de naves espaciales, pero es tan poco apreciado por el príncipe Leddravohr como yo.

— ¿Realmente deseas pilotar una nave? ¿De verdad quieres ascender miles de kilómetros hacia el cielo, con sólo un globo, unas cuerdas y trozos de madera para sostenerte?

Toller se sorprendió por las preguntas.

— ¿Por qué no?

— Ciertamente, la nueva era trae consigo nuevos hombres — comentó Dalacott en voz baja, hablando aparentemente para sí; después sus facciones se animaron —. Debes irte ahora; tengo que escribir unas cartas. Tengo alguna influencia sobre Leddravohr y bastante influencia sobre Carranald, el jefe de los Servicios Aéreos del Ejército. Si tienes las aptitudes precisas, pilotarás una nave espacial.

— Otra vez, padre, no sé qué decir.

Toller se levantó, pero se resistía a marcharse. Había sucedido mucho en pocos minutos y su incapacidad para responder lo estaba llenando de una sensación de culpabilidad por no saber cómo debía comportarse. ¿Cómo podía encontrar a su padre y decirle adiós casi en el mismo instante?

— No es necesario que digas nada, hijo. Acepta sólo que amé a tu madre y…

Dalacott se interrumpió, mirando sorprendido, y escrutando el interior de la tienda como si sospechase la presencia de un intruso.

— ¿Estás enfermo? — preguntó Taller, alarmado.

— No es nada. La noche es demasiado larga y oscura en esta parte del planeta.

— Quizá si te acostases… — dijo Toller, aproximándose.

El general Risdel Dalacott le detuvo con la mirada.

— Déjame ahora, teniente.

Toller le saludó con corrección y abandonó la tienda. Cuando se acercaba a la cortina de la entrada, vio que su padre había cogido su pluma y ya había empezado a escribir. Toller dejó caer la tela y el triángulo de tenue iluminación, una imagen que se filtraba a través de los confusos pliegues de la probabilidad, de vidas no vividas y de historias que nunca serían contadas, se desvaneció en un instante. Mientras caminaba bajo la oscuridad plagada de estrellas, empezó a llorar. Al fin los profundos pozos de la emoción habían sido horadados, y sus lágrimas eran tan copiosas por haber llegado demasiado tarde.

Capítulo 13

La noche, como siempre, era el tiempo de los pterthas. Marnn Ibbler llevaba en el ejército desde los quince años y, como muchos soldados veteranos, había desarrollado un excepcional sistema personal de alarma que le avisaba cuando había alguna burbuja cerca. Apenas se daba cuenta de que mantenía la vigilancia, pero siempre estaba del todo consciente de lo que había a su alrededor, e incluso cuando estaba cansado o borracho sabía por instinto si un ptertha flotaba en las proximidades.

Por eso fue el primer hombre que sospechó que se había producido un nuevo cambio en la naturaleza y costumbres del viejo enemigo de su gente.

Fue una noche de guardia, en el gran campamento de base permanente del Tercer Ejército en Trompha, al sur de Middac. El trabajo era escaso. Sólo habían quedado unas cuantas unidades auxiliares después que Kolkorron invadiera Chamteth. La base estaba cerca del centro del imperio y nadie, excepto un loco, se aventuraría a salir a campo abierto durante la noche.

Ibbler estaba de pie con dos centinelas que se quejaban amarga y extensamente de la comida y la paga. En secreto, estaba de acuerdo con ellos, puesto que nunca en su vida militar las raciones habían sido tan escasas y difíciles de digerir; pero como hacen los viejos soldados, persistentemente quitaba importancia a cada lamentación relatando historias sobre las penurias de anteriores campañas. Se hallaban cerca de una pantalla interior, al otro lado de la cual estaba la zona de separación y la pantalla exterior. Las llanuras fértiles de Middac se divisaban, a través de las redes abiertas, extendiéndose a lo lejos hasta el horizonte del oeste, iluminadas por un Overland convexo.

Se suponía que nada debía moverse en el anochecer exterior, excepto los casi continuos destellos de las estrellas fugaces, de modo que cuando los finos sentidos de Ibbler detectaron el sutil desplazamiento de una sombra, enseguida supo que era un ptertha. No se lo dijo a sus compañeros, seguros tras la doble barrera, y continuó la conversación, pero una parte de su conciencia estaba ahora ocupada en otro lugar.

Un momento más tarde, notó la presencia del segundo ptertha, después del tercero. En un minuto, localizó a las ocho burbujas, todas formando un solo grupo. Eran arrastradas por una suave brisa del noroeste, y desaparecieron de su vista hacia la derecha, donde el paralaje fundía los hilos verticales de la red en un tejido aparentemente tupido.

Ibbler, expectante pero aún despreocupado, esperaba que los pterthas reaparecieran en su nuevo campo de visión. Al chocar contra la pantalla exterior, las burbujas, obedeciendo los dictados de las corrientes de aire, bordearían el campamento en la dirección sur pegadas a las redes y finalmente, no encontrando ninguna presa, se desprenderían y se alejarían flotando hacia la costa del suroeste y el mar de Otollan.

En esta ocasión, sin embargo, se comportaban de una manera insospechada.

Cuando pasaron unos minutos sin que las burbujas se hiciesen visibles, los jóvenes compañeros de Ibbler se dieron cuenta de que éste estaba ausente de la conversación. Bromearon cuando les explicó lo que estaba pensando, decidiendo que los pterthas, suponiendo que existiesen fuera de la imaginación de Ibbler, debían de haber encontrado una corriente de aire ascendente y alejado por encima de la red protectora extendida sobre el tejado del campamento. Queriendo evitar que lo considerasen una vieja histérica, Ibbler no insistió en el asunto, aunque siguió pensando que era extraño que los pterthas volasen hacia arriba estando cerca de humanos.

A la mañana siguiente, encontraron cinco zapadores muertos por pterthacosis dentro de su cabaña. El soldado que los encontró murió también, así como otros dos hacia los que éste había corrido aterrado. Más tarde, se llenaron los pozos de aislamiento y todos aquellos que se creían contaminados fueron despachados por los arqueros por la Vía Brillante.

Ibbler observó que la cabaña de los zapadores estaba cerca del punto donde el grupo de pterthas debía de haber chocado contra la pantalla la noche anterior y en la dirección de la corriente que soplaba desde allí. Concertó una entrevista con su oficial jefe y expuso la teoría de que los pterthas se habían autodestruido en grupo al chocar contra el perímetro, produciendo una nube de polvo tóxico tan concentrada que fue eficaz incluso más allá del margen de seguridad habitual de treinta metros. Sus palabras fueron recibidas con bastante escepticismo, pero en pocos días el fenómeno descrito fue presenciado en distintos puntos.

Ninguno de los subsiguientes brotes de la plaga de pterthas fue tan bien controlado como el de Trompha y cientos de personas murieron antes de que las autoridades se diesen cuenta de que la guerra entre los habitantes de Kolkorron y los pterthas había entrado en una nueva fase.

En general, la población del imperio sufrió el efecto de dos formas. Las zonas de separación se incrementaron al doble, pero ya no había ninguna garantía de su eficacia. La brisa ligera y constante era la condición climática más temida, porque podía transportar a lo largo de muchos kilómetros vestigios invisibles de la toxina ptertha hasta una comunidad, antes que la concentración disminuyese a niveles subletales. Pero incluso con viento racheado y variable, una cantidad suficientemente grande de toxina podía posar su furtiva mano de muerte sobre un niño dormido y, a la mañana siguiente, una familia entera estaría afectada.

Otro factor que aceleró la mengua de la población fue la nueva disminución en las producciones agrarias. Las regiones que habían sufrido restricciones de alimentos, empezaron a soportar una extremada escasez. El sistema tradicional de siembras continuas funcionaba ahora en perjuicio de los kolkorrónianos, porque no tenían experiencia en el almacenamiento de cereales y otros cultivos comestibles durante períodos largos. Las limitadas reservas de alimentos se pudrían o se convertían en transmisoras de la peste en los graneros improvisados con urgencia, y enfermedades no relacionadas con los pterthas cobraron su precio de vidas humanas.

El transporte de grandes cantidades de cristales de energía desde Chamteth hasta Ro- Atabri continuó a pesar del empeoramiento de la crisis, pero las organizaciones militares no se libraron de perjuicios. A los cinco ejércitos se les obligó a permanecer en Chamteth. Les fue negado el regreso a Kolkorron y a las provincias cercanas, y se les ordenó que instalasen su residencia permanente en la Tierra de los Largos Días, donde los pterthas, como si advirtieran su vulnerabilidad, formaban enjambres cada vez más numerosos. Sólo aquellas unidades relacionadas con la explotación de los bosques de brakkas y el envío de los cargamentos de cristales verdes y púrpuras, siguieron bajo el manto protector del alto mando de Leddravohr.

Y el propio príncipe cambió.

Al principio había aceptado la responsabilidad sobre la migración a Overland casi únicamente por lealtad hacia su padre, compensando sus particulares reservas con la oportunidad de dirigir una guerra contra Chamteth. Durante toda su preparación para construir la flota de aeronaves, alimentó dentro de sí la creencia de que la poco atractiva aventura nunca llegaría a realizarse, que se encontraría una solución menos radical para los problemas de Kolkorron, algo que estaría más de acuerdo con los patrones de la historia humana establecidos.

Pero por encima de todo era un hombre realista, que entendía la vital importancia de equilibrar la ambición y la capacidad, y cuando previó el inevitable resultado de la guerra contra los pterthas, cambió de opinión.

La emigración a Overland ahora era parte de su futuro personal y el de los suyos. Reconociendo su nueva actitud, comprendió que no debería permitirse que nada se interpusiese en su camino.

Capítulo 14

— ¡Pero hoy es el gran día! — dijo el coronel Kartkang enfurecido —. Supongo que sabes que tu despegue está fijado para las diez.

Era poco robusto para ser un miembro de la casta militar, con una cara redonda y una boca tan ancha que, entre cada uno de sus diminutos dientes, quedaba un espacio apreciable. Su talento para la administración y su vista certera para los detalles le habían procurado el nombramiento de jefe del Escuadrón Experimental del Espacio, y claramente le desagradaba la idea de permitir a un piloto abandonar la base poco antes del vuelo de prueba más importante del programa.

— Habré vuelto mucho antes de esa hora, señor — dijo Toller —. Usted sabe que no me arriesgaría lo más mínimo.

— Sí, pero… ¿Sabes que el príncipe Leddravohr piensa presenciar en persona el ascenso?

— Razón — de más para que vuelva a tiempo, señor. No quiero arriesgarme a ser acusado de alta traición.

Kartkang, todavía nervioso, empezó a ordenar unos papeles de su escritorio.

— ¿Era el gran Glo importante para ti?

— Hubiera arriesgado mi vida por él.

— En ese caso, supongo que será mejor que le presentes tus últimos respetos — dijo Kartkang —. Pero no te olvides del príncipe.

— Gracias, señor.

Toller le saludó y salió de la oficina, con la cabeza convertida en un campo donde batallaban emociones incompatibles. Parecía irónicamente cruel, casi la prueba de la existencia de una deidad maligna, que Glo fuera a ser enterrado el mismo día en que una nave espacial iba a partir para probar la posibilidad del vuelo a Overland. El proyecto había sido concebido por el cerebro de Glo y, al principio, sólo le había deparado el ridículo y la vergüenza, seguidos de un ignominioso retiro; y justo en el momento en que estaba a punto de lograr su venganza personal, su cuerpo impedido le había fallado. No habría ninguna estatua de vientre dilatado en los jardines del Palacio Principal, y era dudoso que el nombre de Glo fuese ni siquiera recordado por la nación que él habría ayudado a establecerse en otro mundo.

Las visiones de la flota de migración aterrizando en Overland reavivaron nuevamente en Toller la helada excitación con la que había vivido durante días. Absorbido por su monomanía durante tanto tiempo, trabajando con total dedicación para ser elegido en la primera misión interplanetaria, en cierto modo dejó de ver la asombrosa realidad. Su impaciencia había retardado tanto el paso del tiempo que empezó a creer que su meta nunca llegaría, quedándose por siempre lejana como un espejismo, y ahora, de pronto, el presente chocaba con el futuro.

El momento del gran viaje estaba a un paso, y durante éste se aprenderían muchas cosas, no todas relacionadas con la técnica de los vuelos interplanetarios.

Toller salió del complejo administrativo del E.E.E. y trepó por una escalera de madera hasta la superficie de una llanura que llegaba hasta el norte de Ro-Atabri, hasta las estribaciones de las montañas de Slaskitan. Tomó un cuernoazul del establo y emprendió el viaje de tres kilómetros hacia Monteverde. El lienzo barnizado del túnel que cubría el camino resplandecía bajo la luz del sol del antedía, envolviendo a Toller; el aire del interior era sofocante, cargado y olía a excrementos de animales. La mayor parte del tráfico venía de la ciudad, carretas cargadas con piezas de barquillas y cilindros propulsores de brakka.

Toller se precipitó hacia la confluencia este, entró en el tubo que conducía a Monteverde y pronto llegó a la zona protegida por las viejas pantallas de redes abiertas a las afueras de Ro-Atabri. Cabalgó atravesando una morrena y casas abandonadas que flanqueaban la colina, llegando finalmente al pequeño cementerio privado adyacente al ala encolumnada, al oeste de la Torre de Monteverde.

Varios grupos de asistentes aguardaban ya, y entre ellos vio a su hermano y a la esbelta figura de Gesalla Maraquine vestida de gris. Era la primera vez que la veía desde la noche en que Leddravohr abusó de ella, hacía algo más de un año, y su corazón se sobresaltó desagradablemente al darse cuenta de que no sabía cómo comportarse ante ella.

Desmontó, se arregló el jubón bordado de su uniforme de capitán del espacio y se encaminó hacia su hermano y esposa, sintiéndose aún extrañamente nervioso y tímido. Al aproximarse, Lain le dirigió la semisonrisa serena, reveladora de su orgullo familiar teñido de incredulidad, que solía dedicarle en los últimos tiempos cuando coincidían en las reuniones técnicas. Toller estaba satisfecho de haber sorprendido e impresionado a su hermano mayor con su enfrentamiento tenaz a cada uno de los obstáculos, incluido el de su dificultad para la lectura, y de la manera en que se había convertido en piloto de aeronave.

— Hoy es un día triste — dijo Lain.

Gesalla, que no había advertido su presencia, se volvió bruscamente llevándose una mano a la garganta. Él se inclinó con cortesía y omitió el saludo verbal, dejándole a ella la posibilidad de aceptar o declinar la iniciativa de conversación. Ella inclinó también la cabeza en silencio, pero sin ningún indicio visible de su antigua antipatía, y Toller se sintió algo más tranquilo. En su memoria, el rostro de Gesalla seguía marcado por los trastornos de la preñez, pero ahora sus mejillas estaban más redondeadas y sonrosadas. Parecía más joven que antes y la visión de ella acaparó sus ojos.

Advirtiendo la presión de la mirada de Lain, dijo:

— ¿Por qué ha tenido que morir tan pronto?

Lain se encogió de hombros; un gesto inesperado en una persona tan próxima al gran Filósofo.

— ¿Se ha confirmado lo del ascenso?

— Sí. Es a las diez.

— Lo sé. Quiero decir, ¿estás totalmente decidido?

— ¡Desde luego! — Toller levantó la vista hacia el cielo cubierto de redes y el semicírculo nacarado de Overland —. Estoy totalmente decidido a llegar hasta las montañas invisibles de Glo.

Gesalla le miró divertida e interesada.

— ¿Qué significa eso?

— Sabemos que la atmósfera pierde densidad entre los dos planetas — dijo Toller —. La proporción en que disminuye ha sido medida de manera burda enviando globos de gas y observando su expansión mediante telescopios graduados. Es algo que debe verificarse en el vuelo de prueba, pero creemos que el aire es lo bastante abundante como para permitir la vida, incluso en el punto medio.

— Escucha al nuevo experto — dijo Lain.

— He tenido los mejores profesores — respondió Toller, sin ofenderse, volviendo de nuevo su atención a Gesalla —. El gran Glo dijo que el vuelo era como escalar hacia la cima de una montaña invisible y descender por otra.

— Nunca le reconocí su mérito de poeta — dijo Gesalla.

— Tenía muchos méritos que no se le reconocieron.

— Sí, como adoptar esa esposa tuya cuando te marchaste a jugar a los soldados — intervino Lain —. Por cierto, ¿qué ha sido de ella?

Toller miró a su hermano un momento, desconcertado y ofendido por la insinuación maliciosa de su tono. Lain le había hecho la misma pregunta hacía tiempo, y ahora parecía que volvía a sacar el tema de Fera sin ninguna razón excepto que siempre había sido un fastidio para Gesalla. ¿Era posible que Lain estuviese celoso de que su «hermanito» hubiera logrado un puesto en el vuelo de prueba, el mayor experimento científico de la época?

— Fera se aburrió pronto de la vida en la Torre y volvió a vivir en la ciudad — dijo Toller —. Me imagino que se encontrará bien, espero que así sea; pero no he intentado encontrarla. ¿Por qué lo preguntas?

— Hummm… simple curiosidad.

— Bueno, si tu curiosidad incluye mi estancia en el ejército, puedo asegurarte que la palabra «jugar» es absolutamente inadecuada. Yo…

— Callad los dos — dijo Gesalla, apoyando una mano en un brazo de cada uno —. La ceremonia empieza.

Toller se calló, experimentando una nueva confusión de emociones, mientras el cortejo fúnebre llegaba desde la casa. En su testamento, Glo había establecido su preferencia por la ceremonia más simple y corta apropiada para un aristócrata kolkorroniano. El cortejo lo componían sólo el gran Prelado Balountar y cuatro obispos con túnicas oscuras, que llevaban el bloque cilíndrico de yeso blanco en donde ya se había encerrado el cuerpo de Glo. Balountar, con la cabeza estirada hacia delante y sus vestimentas negras cubriendo su huesuda figura, parecía un cuervo caminando lentamente hacia el foso circular excavado en el lecho de roca del cementerio.

Recitó una corta oración, entregando el viejo caparazón de Glo al cuerpo matriz del planeta para que fuese reabsorbido y pidiendo que su espíritu gozase de una travesía segura hasta Overland, seguido de un afortunado renacimiento y una larga y próspera vida en el mundo hermano.

Toller se sentía culpable mientras observaba el descenso del cilindro y la clausura del orificio con cemento vertido desde una urna decorada. Deseaba verter lágrimas de tristeza y aflicción por ver partir a Glo para siempre, pero sus pensamientos indisciplinados estaban dominados por el hecho de que Gesalla, que nunca antes le había tocado, estaba apoyando la mano sobre su brazo. ¿Indicaba esto un cambio de actitud hacia él, o era consecuencia de algún giro en su relación con Lain, quien a su vez actuaba de forma extraña? Y sobre todo, en la mente de Toller, estaba la conciencia latente de que pronto iba a ascender hacia la cúpula azul del cielo, incluso más lejos del alcance de los telescopios más potentes.

Se alivió cuando concluyó la breve ceremonia y los corros de asistentes, familiares en su mayoría, empezaron a dispersarse.

— Ahora debo volver ala base — dijo —. Todavía quedan muchas cosas que…

Dejó inconclusa la última frase al advertir que el gran Prelado se había apartado de su séquito y se aproximaba al trío. Presuponiendo que el interés de Balountar tendría que ver con Lain, Toller dio un discreto paso hacia atrás. Se sorprendió cuando Balountar fue directamente hacia él, con mirada decidida y furiosa, golpeándole el pecho con sus dedos lacios.

— Me acuerdo de ti — dijo —. ¡Maraquine! Tú eres el que se atrevió a tocarme en la Sala del Arco Iris, ante el rey.

Nuevamente golpeó a Toller con un gesto claramente insultante.

— Bueno, ahora que estamos en paz — dijo Toller tranquilamente —, ¿puedo servirle en algo, señor?

— Sí, puedes quitarte ese uniforme; es una ofensa para la Iglesia en general y para mí en particular.

— ¿Qué es lo que le ofende de él?

— ¡Todo! El mismo color simboliza los cielos, ¿no es cierto? Proclama tu intención de profanar el Camino de las Alturas ¿verdad? Incluso aunque tu maligna ambición será truncada, Maraquine, esos harapos azules son una ofensa para cualquier ciudadano decente del país.

— Llevo este uniforme para servir a Kolkorron, señor. Cualquier objeción que tenga deberá presentarla directamente al rey. O al príncipe Leddravohr.

— ¡Bah! — Balountar fijó su mirada ponzoñosa durante un momento, reflejando en su rostro la rabia frustrada —. No te saldrás con la tuya; lo sé. Aunque tus preferencias y las de tu hermano vuelvan la espalda a la Iglesia, con toda vuestra sofisticación y arrogancia, aprenderéis con dolor que el pueblo clamará justicia en su momento. ¡Ya lo veréis! La gran blasfemia, el gran pecado, no quedará sin castigo.

Se volvió y, a grandes pasos, se alejó hacia la verja del cementerio, donde los cuatro obispos auxiliares estaban esperando.

Taller contempló su marcha y se volvió hacia los otros alzando las cejas.

— El gran Prelado no parece contento.

— En otra época le hubieras aplastado la mano por hacer eso. — Lain imitó el gesto de Balountar, golpeando con sus dedos laxos el pecho de Taller —. ¿Ya no te hierve la sangre con tanta facilidad?

— Tal vez he visto demasiada sangre.

— Ah, sí. ¿Cómo he podido olvidarlo? — La sorna en el tono de Lain era ahora manifiesta —. Éste es tu nuevo papel, ¿no? El hombre que ha bebido demasiado de la copa de la experiencia.

— Lain, no entiendo tu actitud hacia mí, y siento mucho no tener tiempo ahora para averiguarlo.

Toller saludó con la cabeza a su hermano e hizo una reverencia a Gesalla, cuya mirada preocupada iba de uno a otro. Estaba a punto de alejarse cuando los ojos de Lain se llenaron de lágrimas, abriendo de repente sus brazos y rodeando a su hermano y a su esposa.

— No te arriesgues estúpidamente allí arriba, hermanito — susurró Lain —. Tu deber para con tu familia es volver sano y salvo, para que cuando llegue el momento de la migración todos podamos volar juntos a Overland. Sólo confiaré a Gesalla al mejor piloto. ¿Entiendes?

Toller asintió sin atreverse a hablar. La sensación de tener el delicado cuerpo de Gesalla junto al suyo carecía de sexualidad, como debía ser, pero había en ello cierta tensión, y con su hermano completando el circuito psíquico tuvo la impresión agradable y beneficiosa de que las energías vitales aumentaban en vez de disiparse.

Cuando Toller se liberó del abrazo, se sintió ligero y fuerte, capaz de elevarse hasta el nuevo mundo.

Capítulo 15

— Tenemos informes del luminógrafo desde una distancia de veinticuatro kilómetros hacia arriba — dijo Vato Armduran, ingeniero jefe del E.E.E. —. Los informadores dicen que hay muy poca actividad ptertha, de modo que no tendrás problemas en cuanto a eso. Pero la velocidad del viento es un poco mayor de lo que desearía.

— Si esperamos a tener las condiciones óptimas, nunca iremos.

Toller puso la mano haciendo pantalla sobre sus ojos para protegerlos del sol y examinó la cúpula blanquiazul del cielo. Jirones de nubes altas velaban las estrellas más brillantes sin ocultarlas a la vista, y el amplio semicírculo iluminado de Overland señalaba la mitad del antedía.

— Supongo que es cierto, pero vas a tener problemas con falsas fuerzas ascensionales cuando atravieses la barrera. Deberás tener cuidado.

Toller sonrió irónicamente.

— ¿No es un poco tarde para lecciones de aerodinámica?

— Para ti es muy fácil. Soy yo quien tendrá que dar explicaciones si mueres — dijo Armduran secamente.

Era un hombre de pelo erizado, con la nariz aplastada y una barbilla atravesada por la cicatriz de un sablazo, que le daban un aire de soldado retirado, pero su talento para la ingeniería práctica le había deparado el nombramiento personal del príncipe Chakkell. A Toller le gustaba por su humor cáustico y su falta de arrogancia ante los subordinados menos dotados.

— En consideración a ti, intentaré no matarme.

Toller tuvo que levantar la voz para superar el ruido del recinto. Los miembros del equipo encargado de hinchar estaban ocupados accionando la manivela de un gran ventilador cuyos engranajes y aspas de madera emitían un continuo sonido de repiqueteo, mientras intentaban introducir el aire aún frío dentro del globo de la aeronave, que había sido extendido junto a la barquilla. Estaban creando una cavidad dentro de la envoltura para que posteriormente pudiese llenarse con el aire calentado por los quemadores de cristales de energía, sin tener que aplicar calor directamente sobre el frágil material. La técnica se había desarrollado para evitar quemaduras, especialmente en los segmentos de la base alrededor de la boca del globo. Los supervisores daban órdenes a los hombres que aguantaban las paredes del globo, que poco a poco se iba inflando, y arriaban las cuerdas de amarre.

La barquilla cuadrada, del tamaño de una habitación, se encontraba al lado, preparada ya para el vuelo. Además de comida, bebida y combustible, contenía sacos de arena equivalentes al peso de dieciséis personas que, junto con el peso de la tripulación, constituirían la máxima carga posible para el funcionamiento adecuado. Los tres hombres que iban a volar con Toller estaban de pie junto a la barquilla, dispuestos a saltar a bordo cuando se les ordenara. Toller sabía que el ascenso comenzaría en cuestión de minutos, y el torbellino emocional producido por Lain y Gesalla y la muerte de Glo, poco a poco se iba reduciendo a un murmullo en los niveles más bajos de su conciencia. Su mente ya estaba viajando por el desconocido azul helado, como un alma migratoria, y sus preocupaciones ya no eran las de un ordinario mortal ligado a Land.

Oyó cerca un ruido de cascos y, al volverse, vio a Leddravohr entrando en el recinto sobre su cabalgadura, seguido por un carruaje descubierto en el que iba sentado el príncipe Chakkell, su esposa y sus tres hijos. Leddravohr vestía como para una ceremonia militar, con la coraza blanca, la inevitable espada de batalla a un lado y un largo cuchillo arrojadizo envainado sobre su antebrazo izquierdo. Desmontó del alto cuernoazul, girando la cabeza como si tratara de percibir cada detalle de la actividad del entorno, y se encaminó hacia Toller y Armduran.

Toller, que no lo había visto en todo el tiempo en que permaneció en el ejército, y sólo desde lejos desde su vuelta a Ro-Atabri, advirtió que el liso cabello negro del príncipe estaba ahora teñido de gris en las sienes.

También parecía más voluminoso, pero daba la impresión de que el peso se había repartido uniformemente en una capa subcutánea por todo su cuerpo, desdibujando un poco sus músculos y confiriendo a su rostro de esfinge una impasibilidad aún mayor. Toller y Armduran le saludaron cuando se acercó.

Leddravohr asintió en respuesta.

— Bueno, Maraquine, te has convertido en un hombre importante desde la última vez que nos vimos. Confío en que eso te haya hecho la vida más agradable.

— Yo no me considero importante, príncipe — dijo Toller con una cuidada voz neutra, intentando calibrar la actitud de Leddravohr.

— ¡Pero lo eres! ¡El primer hombre en llevar una nave hasta Overland! Es un gran honor, Maraquine, y tú has trabajado mucho por conseguirlo. ¿Sabes?, algunos piensan que eres demasiado joven e inexperto para esta misión, que debía haber sido encomendada a un oficial con una larga carrera en el Servicio del Aire, pero yo estoy en contra de ello. Lograste los resultados mejores en el período de entrenamiento, no estás afectado por las costumbres obsoletas de los capitanes de vuelo, y eres un hombre de indudable valor; por eso decreté que la capitanía del vuelo de prueba sería tuya. ¿Qué piensas de eso?

— Le estoy muy agradecido, príncipe — dijo Toller.

— No debes estarlo. — La conocida sonrisa de Leddravohr, la sonrisa que nada tenía que ver con la afabilidad, iluminó su rostro un instante, y desapareció —. Sólo recibes los frutos de tu trabajo.

Toller comprendió enseguida que nada había cambiado, que Leddravohr continuaba siendo el enemigo mortal que nunca olvidaba ni perdonaba.

Un misterio rodeaba la aparente indulgencia del príncipe en el último año, pero no cabía ninguna duda que aún anhelaba la vida de Toller. ¡Cree que el vuelo fracasará! ¡Cree que me envía ala muerte!

Esta intuición le dio a Toller una nueva y repentina perspectiva de la mente de Leddravohr. Analizando sus propios sentimientos hacia el príncipe, descubrió que no quedaba en él más que una fría indiferencia, mezclada tal vez con algo de compasión por una criatura tan aprisionada por una emoción negativa, inundada y ahogada por su propio veneno.

— A pesar de todo, estoy agradecido — dijo Toller, saboreando en secreto el doble sentido de sus palabras.

Le inquietaba encontrarse con Leddravohr cara a cara, pero ahora comprobaba que había superado su antiguo orgullo, de verdad y para siempre. De ahora en adelante su espíritu se elevaría por encima de Leddravohr y los de su clase, porque la aeronave pronto se encumbraría sobre los continentes y océanos de Land, y ésa era la verdadera razón de su alegría.

Leddravohr examinó su cara durante un momento, inquisitivamente, después trasladó su interés a la nave. El equipo encargado de inflar había progresado hasta la fase de alzar el globo sobre los cuatro montantes de aceleración que constituían la principal diferencia entre ésta y una nave diseñada para un vuelo atmosférico normal. Ahora, el globo lleno en tres cuartas partes de su volumen se combaba entre los montantes como un gigante grotesco privado del soporte de su medio natural. — La capa de lienzo barnizado aleteaba débilmente entre las corrientes de aire provenientes de los orificios de la pared del recinto.

— Si no me equivoco — dijo Leddravohr —, ha llegado el momento de que entres en la nave, Maraquine.

Toller le saludó, apretó afectuosamente el hombro de Armduran y corrió hacia la barquilla. Hizo una señal y Zavotle, el copiloto y cronista del vuelo, se precipitó a bordo. Fue de inmediato seguido por Rillomyner, el mecánico, y por la diminuta figura de Flenn, el montador. Toller entró tras ellos, ocupando su puesto junto al quemador. La barquilla todavía estaba de lado, de modo que tuvo que tenderse de espaldas sobre una mampara de caña trenzada para poder manejar los controles del quemador.

El tronco de un árbol muy joven de brakka había sido usado en su totalidad para formar el elemento principal del quemador. A la derecha de la base abultada había un pequeño tanque lleno de pikon, más una válvula que daba entrada a los cristales en la cámara de combustión bajo presión neumática. En el otro lado, un artefacto similar controlaba el flujo de halvell y ambas válvulas se manejaban mediante una única palanca. Los conductos de la válvula de la derecha eran ligeramente mayores, suministrando automáticamente mas cantidad de halvell, que se había revelado como poseedor de gran fuerza propulsora.

Toller accionó manualmente el reservorio neumático, después hizo una señal al que supervisaba la operación de inflar para que supiese que estaba listo para empezar a quemar. El ruido del recinto se redujo cuando el equipo del ventilador cesó de dar vueltas a la manivela y apartó la pesada máquina y su tobera.

Toller adelantó la palanca de control durante un segundo. Se produjo un rugido silbante cuando los cristales de energía se combinaron, lanzando un chorro de la mezcla de gases calientes al orificio del globo. Satisfecho con el funcionamiento del quemador, provocó una serie de ráfagas, todas ellas breves para reducir el riesgo de dañar con el calor el tejido del globo, y la gran envoltura empezó a dilatarse y a levantarse del suelo. Mientras iba adquiriendo gradualmente la posición vertical, un equipo de hombres aguantaba los cabos del globo que iban cayendo y los fijaba al bastidor de carga de la barquilla, mientras otros levantaban ésta para colocarla en su posición normal. Enseguida la nave espacial estuvo lista para volar, aguantada solamente por el ancla central.

Recordando el aviso de Armduran sobre los falsos ascensos, Toller continuó quemando durante otro minuto más y, como el aire caliente desplazaba continuamente al aire frío fuera del globo, la estructura completa empezó a empujar hacia arriba. Finalmente, demasiado ocupado en el trabajo como para sentir alguna emoción por lo que sucedía, tiró del ancla y la nave despegó sin problemas del suelo.

Subió rápidamente al principio, después la bóveda curvada del globo entró en una corriente de aire por encima de las paredes del recinto, produciendo una fuerza ascensional extra tan violenta que Rillomyner resolló en voz alta mientras la nave aceleraba hacia el cielo. Toller, desilusionado por el fenómeno, lanzó una larga ráfaga desde el quemador. En pocos segundos el globo había entrado totalmente en la corriente y viajaba en ella y, al reducirse a cero el flujo de aire de la parte superior, la fuerza ascensional extra también desapareció.

Al mismo tiempo, una deformación producida por la agitación del impacto inicial del viento, expulsó un poco de gas por la obertura del globo, y ahora, de hecho, la nave perdía altura y era llevada hacia el este a unos quince kilómetros por hora. La velocidad no era alta comparada con la que podían lograr otras formas de transporte, pero la nave estaba diseñada para trayectorias verticales solamente y cualquier contacto con el suelo en esa fase probablemente sería catastrófico.

Toller combatió el descenso involuntario con combustiones prolongadas. Durante un angustioso minuto, la barquilla se dirigió directamente hacia una hilera de árboles de elvart situada al lado este del campo de aterrizaje, como si estuviese adherida a unos raíles invisibles. Después la flotación del globo empezó a reafirmarse por sí sola. Lentamente, la tierra fue quedando abajo y Toller pudo dejar descansar al quemador. Mirando atrás hacia los recintos, algunos de los cuales todavía estaban en construcción, pudo distinguir el resplandor blanco de la coraza de Leddravohr entre cientos de espectadores, pero ahora ya parecía parte de su pasado, disminuyendo su importancia psicológica con la perspectiva.

— ¿Quieres anotar algo? — dijo Toller a Ilven Zavotle —. Parece que la velocidad máxima del viento para el despegue con una carga completa es, en esta región, de quince kilómetros por hora. Incluye también esos árboles.

Zavotle levantó la mirada brevemente de la mesa de mimbre de su puesto.

— Ya lo estoy haciendo, capitán.

Era un joven de cabeza estrecha con unas diminutas orejas pegadas y el ceño fruncido permanentemente, tan maniático y quisquilloso en su comportamiento como un anciano, pero ya veterano de varios vuelos de experimentación.

Toller echó un vistazo a su alrededor para comprobar que en la barquilla cuadrada todo andaba bien. El mecánico Rillomyner se había desplomado sobre los sacos de arena en uno de los compartimentos de pasajeros, su rostro estaba pálido y apreciablemente asustado. Ree Flenn, el encargado de los aparejos, permanecía colgado, como algunos animales arborícolas, de la baranda de la barquilla, ocupado en acortar una correa sobre uno de los montantes de aceleración que colgaba libremente. Toller sintió un espasmo helador en el estómago al ver que Flenn no había asegurado su cuerda a la baranda.

— ¿Qué crees que estás haciendo, Flenn? — le dijo —. Amarra tu cuerda.

— Trabajo mejor sin ella, capitán. — Una sonrisa irónica se marcó en aquel rostro de ojos minúsculos y nariz chata —. No me asustan las alturas.

— ¿Te gustaría enfrentarte con algo que realmente te asustara?

Toller habló apacible y casi cortésmente, pero la sonrisa de Flenn desapareció enseguida y asió su cuerda de seguridad a la baranda de brakka. Toller se volvió para esconder su risa. Aprovechando su pequeña estatura y su aspecto cómico Flenn solía desafiar la disciplina de una forma que, usada por otros hombres, hubiera provocado un castigo inmediato, pero era un gran experto en su trabajo y Toller se alegró de contar con él en el vuelo. Su propia experiencia le inclinaba a sentir simpatía hacia los rebeldes e inconformistas.

En aquel momento la nave se remontaba a una velocidad estable sobre los barrios de las afueras al oeste de Ro-Atabri. Las estructuras familiares de la ciudad estaban veladas y oscurecidas por el manto de pantallas anti — ptertha que se extendía por encima como un molde filamentoso, pero las vistas del golfo y la bahía de Arle eran como Toller recordaba de sus excursiones aéreas infantiles. Sus azules nostálgicos se desvanecían en una neblina púrpura hacia el horizonte sobre el cual, mitigadas por la luz del día, brillaban las nueve estrellas del Árbol.

Al mirar hacia abajo, Toller pudo ver el Palacio Principal, sobre la orilla sur del Borann, y se preguntó si el rey Prad estaría en una ventana en ese preciso momento, mirando hacia la frágil estructura de tela y madera que representaba su apuesta a la posteridad. Desde la asignación de su hijo a un cargo de poder absoluto, el rey se había convertido casi en un recluso. Algunos decían que su salud se había deteriorado, otros que le desagradaba andar precavidamente como un animal furtivo por las amortajadas calles de su propia capital.

Contemplando el complejo y variado escenario situado debajo de él, Toller se sorprendió al descubrir que sentía cierta emoción. Le parecía haber puesto a prueba sus conexiones con su vida anterior dando el primer paso de un largo recorrido de ocho mil kilómetros de altura hasta Overland. Si conseguía llegar realmente al planeta hermano en un vuelo posterior y empezar allí una nueva vida más satisfactoria para él, era una cuestión del futuro; y su presente estaba ligado al diminuto mundo de la nave espacial. El microcosmos de la barquilla, de sólo cuatro largos pasos de lado, estaba destinado a ser todo un universo durante más de veinte días y no tendría más obligaciones que…

Las meditaciones de Toller se vieron interrumpidas de golpe cuando advirtió una mancha purpúrea en el cielo veteado de blanco a cierta distancia hacia el noroeste.

— De pie, Rillomyner — gritó —. Ha llegado el momento de que empieces a ganarte el sueldo de este viaje.

El mecánico se levantó y salió del compartimento de pasajeros.

— Lo siento, capitán. El despegue le ha afectado a mi estómago.

— Coge el cañón si no quieres ponerte enfermo de verdad — dijo Toller —. Puede que pronto tengamos una visita.

Rillomyner soltó una maldición y, tambaleándose, fue hasta el cañón más cercano. Zavotle y Flenn ocuparon sus puestos sin que fuera necesario darles la orden. Había dos rifles anti — ptertha montados a cada lado de la barquilla, con los cañones hechos de delgadas tiras de brakka atadas con cordeles de vidrio y resina. Bajo cada arma había una cámara que contenía cápsulas de cristales de energía y provisiones del último tipo de proyectil: un haz de varas de madera engarzadas que se abría radialmente en el aire. Requerían mayor puntería que las antiguas armas de dispersión, pero lo compensaban con su más largo alcance.

Toller permaneció en su puesto de piloto y lanzó ráfagas intermitentes de calor al globo para que mantuviese la velocidad de ascenso. Ido estaba excesivamente preocupado por el ptertha y había gritado el aviso más que nada para despertar a Rillomyner. Por lo que se sabía, las burbujas necesitaban las corrientes de aire para trasladarse en ellas distancias largas, y sólo se movían horizontalmente por propia voluntad cuando estaban cerca de una presa. Cómo conseguían impulsarse esos últimos metros seguía siendo un misterio, pero una teoría era que el ptertha había empezado ya el proceso de autodestrucción en esa fase, creando un pequeño orificio en su superficie en el punto más distante a su víctima. La expulsión de gases internos lo propulsaría dentro de su radio mortífero antes de que toda la estructura se desintegrara y liberase su carga de polvo tóxico. El proceso seguía siendo tema de especulaciones debido a la imposibilidad de estudiar a los pterthas de cerca.

En el presente caso, la burbuja estaba a unos cuatrocientos metros de la nave y era probable que permaneciera a esa distancia porque la situación de ambas estaba controlada por la misma corriente de aire. Toller sabía, sin embargo, que una de las características de su movimiento era su buen control en la dimensión vertical. Las observaciones mediante telescopios graduados mostraban que un ptertha podía gobernar su altitud aumentando o disminuyendo su tamaño, alterando así su densidad, y Toller estaba interesado en llevar a cabo un doble experimento que podría ser valioso para la flota de migración.

— Fíjate en la burbuja — le dijo a Zavotle —. Parece que se mantiene en el mismo nivel que nosotros y, si es así, demuestra que puede advertir nuestra presencia desde esa distancia. Quiero averiguar también cuánto subirá antes de retirarse.

— Muy bien, capitán.

Zavotle levantó sus gemelos y se dispuso a observar al ptertha.

Toller miró alrededor de su restringido dominio, intentando imaginar lo incómodo que se encontraría con una tripulación completa de veinte personas a bordo. El lugar destinado a los pasajeros consistía en dos compartimentos estrechos en lados opuestos de la barquilla para mantener el equilibrio, limitados por separaciones que llegaban a la altura del pecho. En cada uno irían embutidas unas nueve personas, sin poder tumbarse con cierta comodidad ni moverse, y era probable que al final del viaje su estado físico se hubiera debilitado.

En un rincón de la barquilla estaba la cocina, y en la diagonal opuesta un aseo rudimentario, que consistía básicamente en un agujero en el suelo y algunos útiles sanitarios. El centro estaba ocupado por los cuatro puestos para la tripulación rodeando el quemador y el chorro propulsor, dirigido hacia abajo. La mayor parte del espacio restante estaba ocupado por los almacenes de pikon y halvell, también dispuestos a ambos lados de la barquilla, junto con las provisiones de comida y bebida y equipo diverso.

Toller podía imaginar la travesía interplanetaria, como tantas otras aventuras históricas y gloriosas, desarrollándose entre la sordidez y la degradación, siendo una prueba de resistencia mental y física que no todos superarían.

En contraste con la exigüidad de la barquilla, el elemento superior de la nave era asombrosamente espacioso, altísimo, una forma gigantesca casi carente de materia. Los paneles de lienzo de la envoltura habían sido teñidos de marrón oscuro para que absorbieran el calor del sol y de esa forma ganar fuerza ascensional; pero cuando Toller alzó la vista hacia su interior a través de la boca abierta, pudo ver la luz resplandeciendo a través del tejido. Las costuras y cintas de carga verticales y horizontales parecían una malla geométrica de hilos negros que remarcaba la inmensidad del globo. La parte de arriba parecía una cúpula de tela de araña de una catedral sostenida por las nubes, imposible de asociar con el trabajo hecho a mano por unos simples tejedores y costureros.

Satisfecho porque la nave se mantenía estable y ascendía regularmente, Toller dio la orden de que acortasen los montantes de aceleración y los fijasen por sus extremos inferiores a las esquinas de la barquilla. Flenn realizó la operación en pocos minutos, confiriendo al conjunto formado por la barquilla y el globo una cierta rigidez estructural necesaria para funcionar con las modestas fuerzas que actuarían sobre ella cuando usaran los chorros propulsores o los de posición.

Atado a un garfio en el lugar del piloto estaba el cabo de desgarre, que ascendía por el globo hasta una banda de la corona, que podía separarse violentamente para dejar escapar el gas con rapidez. Además de ser un artilugio de seguridad, era un indicador rudimentario de la velocidad de ascenso, que se volvía laxo cuando la corona era deprimida por una fuerte corriente de aire vertical. Toller palpó la cuerda y estimó que estaban ascendiendo a unos 20 kilómetros por hora, ayudados por el hecho de que la mezcla de gases era menos pesada que el aire aun sin estar caliente. Más tarde incluso doblaría la velocidad usando el chorro propulsor, cuando la nave entrase en regiones de baja gravedad y poco aire.

Después de treinta minutos de vuelo, la nave estaba sobre la cima del monte Opelmer y había cesado la deriva hacia el este. La fértil provincia de Kail se extendía hacia el sur en el horizonte, con las franjas de cultivos ordenadas en un mosaico irisado, con sus teselas estriadas en seis sombras diferentes que variaban desde el amarillo al verde. Al oeste se veía el mar de Otollan y al este el océano Mirlgiver, sus estelas curvas de color azul, salpicadas aquí y allá por embarcaciones a vela. Las montañas ocres del Alto Kolkorron limitaban la vista por el norte, con praderas y pliegues reducidos por la perspectiva. Unas cuantas aeronaves destellaban como diminutas joyas elípticas surcando las rutas comerciales mucho más abajo.

Desde una altura de unos diez kilómetros, el rostro de Land parecía plácido y tristemente bello. Sólo la relativa escasez de aeronaves y veleros aéreos señalaba que todo el panorama, que aparentemente dormitaba bajo la apacible luz del sol, era en realidad un campo de batalla, una arena donde la humanidad había luchado y perdido en un duelo a muerte.

Taller, como se había acostumbrado a hacer cuando se sumía en sus pensamientos, localizó el pequeño objeto macizo que le había regalado su padre y frotó su pulgar sobre su brillante superficie. En el curso normal de la historia, se preguntó, ¿cuántos siglos habrían esperado los hombres antes de intentar un viaje a Overland? De hecho, ¿lo habrían intentado alguna vez si no hubieran tenido que escapar de los pterthas?

El recuerdo del antiguo e implacable enemigo le impulsó a mirar a su alrededor para comprobar la posición de la burbuja solitaria que había detectado antes. Su distancia lateral a la nave no había cambiado y, lo que era aún más importante, seguía la misma velocidad de ascenso. ¿Era aquello una prueba de su sensibilidad y voluntad? En caso afirmativo, ¿por qué los pterthas habían elegido al hombre como objeto de sus hostilidades? ¿Por qué las otras criaturas de Land, a excepción de los gibones de Sorka, eran inmunes a la pterthacosis?

Como si hubiera advertido el interés recuperado de Taller por la burbuja, Zavode bajó sus gemelos y preguntó:

— ¿No le parece más grande ahora, capitán?

Taller cogió sus propios prismáticos y examinó la mancha púrpura oscuro, descubriendo que su transparencia se resistía a la determinación de su contorno.

— Es difícil apreciarlo.

— La noche breve llegará pronto — comentó Zavotle —. No me gusta la idea de tener esa cosa colgando junto a nosotros en la oscuridad.

— No creo que pueda acercarse. La nave tiene casi la misma forma que el ptertha y nuestra respuesta a una corriente lateral será prácticamente la misma.

— Espero que tenga razón — dijo Zavotle con poco entusiasmo.

Rillomyner se volvió desde su puesto junto al cañón y dijo:

No hemos comido desde el amanecer, capitán.

Era un joven pálido y regordete con un enorme apetito incluso por la más repugnante comida, y se decía que en realidad había engordado desde el comienzo de las restricciones recogiendo todos los alimentos que por no estar en condiciones eran rechazados por sus compañeros. A pesar del apocamiento que había exhibido al principio del viaje, era un buen mecánico y estaba francamente orgulloso de su talento.

— Me alegra oír que tu estómago vuelve a estar en su lugar — dijo Taller —. Detestaría saber que había sufrido algún agravio incurable por culpa de mi manejo de la nave.

— No era mi intención criticar el despegue, capitán. Es sólo que este estómago débil no deja de darme disgustos. Toller chasqueó la lengua con un gesto burlón y se dirigió a Flenn.

— Será mejor que alimentes a este hombre antes de que se desmaye.

— Al momento, capitán.

Cuando Flenn se puso de pie, su camisa se abrió por delante y apareció la cabeza rayada de verde de un carbel.

Rápidamente Flenn tapó con la mano a la criatura peluda, empujando para ocultarla.

— ¿Qué tienes ahí? — preguntó Toller con brusquedad.

— Se llama Tinny, capitán — Flenn sacó al carbel y lo protegió entre sus brazos —. No había nadie con quien pudiera dejarlo.

Toller suspiró exasperado.

— Esto es una misión científica, no un… ¿No te das cuenta de que la mayoría de los comandantes arrojarían a ese animal por la borda?

— Le juro que no causará problemas, capitán.

— Más le vale. Ahora encárgate de la comida.

Flenn sonrió con un gesto forzado y, ágil como un mono, desapareció en la cocina para preparar la primera comida del viaje. Era lo bastante bajo como para ser cubierto por la separación que llegaba a la altura del pecho al resto de la tripulación. Toller volvió a dirigir el ascenso de la nave.

Decidiendo incrementar la velocidad, prolongó las combustiones de tres a cuatro segundos y observó la respuesta retardada del globo. Pasaron varios minutos antes de que la fuerza generada superara la inercia de las muchas toneladas de gas albergado en el interior de la envoltura y el cabo de desgarre se aflojara apreciablemente. Satisfecho con la nueva velocidad de ascenso de unos veintiocho kilómetros por hora, se concentró en grabar en su conciencia el ritmo del quemador, cuatro segundos funcionando y veinte de descanso, algo que debía controlar mediante los relojes internos del corazón y los pulmones. Necesitaba ser capaz de detectar la menor variación, incluso estando dormido y siendo reemplazado en los mandos por Zavode.

La comida preparada por Flenn a partir de las limitadas reservas frescas fue mejor de lo que Toller había esperado: tiras de una carne de buey bastante aceptable con salsa, legumbres, tortas de cereales fritas y té verde caliente. Toller dejó de manejar el quemador mientras comía, permitiendo que la nave se deslizara hacia arriba en silencio mediante la fuerza ascensional acumulada. El calor procedente de la cámara negra de combustión mezclado con los vapores aromáticos que emanaban de la cocina, convirtieron la barquilla en un oasis familiar dentro de un universo de vacío azul.

Durante la comida, llegó la noche breve recorriendo el cielo desde el oeste, un rápido resplandor de los colores del arco iris precediendo a la repentina oscuridad; y mientras los ojos de la tripulación se adaptaban a la nueva luz, el cielo llameó vivamente alrededor de ellos. Ante estas condiciones insólitas, reaccionaron desarrollando una intensa camaradería. Existía la muda convicción de que se estaban formando amistades para toda la vida y, en esa atmósfera, cada anécdota resultaba interesante, cada fanfarronada creíble, cada chiste enormemente divertido. E incluso cuando la charla moría, acallada por el asombro, la comunicación continuaba en otro plano.

Toller, en cierto sentido, se quedaba al margen, a causa de las responsabilidades de su mando, pero no obstante se mostraba afectuoso. Sentado en su puesto, el borde de la barquilla le quedaba a la altura de los ojos, lo que significaba que no veía más que los enigmáticos remolinos de luz, el abanico neblinoso de los cometas y estrellas, estrellas y más estrellas. El único ruido era el crujido ocasional de una cuerda y el único movimiento apreciable el de los meteoros escribiendo sus mensajes rápidamente extinguidos en la pizarra negra de la noche.

A Toller le costaba trabajo imaginarse a sí mismo vagando en la inmensidad del universo, y de inmediato, imprevisiblemente, le llegó el deseo de tener una mujer a su lado, una presencia femenina que de algún modo pudiera dar un sentido al viaje. Habría estado bien contar con Fera en aquel momento, pero era difícil que la esencial carnalidad de ésta conviniera a su estado de ánimo de aquel momento. La mujer ideal habría sido aquella capaz de intensificar las características místicas de la experiencia. Alguien como…

Toller dejó volar su imaginación ciegamente, nostálgicamente. Durante un momento, la sensación del cuerpo delgado de Gesalla Maraquine junto al suyo llegó a ser real. Se puso de pie de un salto, culpable y confuso, alterando el equilibrio de la barquilla.


— ¿Algún problema, capitán? — dijo Zavotle, apenas visible en la oscuridad.

— Nada. Un calambre. Encárgate del quemador durante un rato. Cuatro — veinte es lo que necesitamos.

Toller se acercó a un lateral de la barquilla y se inclinó sobre la baranda. ¿Qué me ocurre ahora? pensó, Lain dijo que estaba interpretando un papel, — pero, ¿cómo lo sabía? El nuevo Toller Maraquine frió e imperturbable… el hombre que ha bebido demasiado de la copa de la experiencia… el que desdeña a los príncipes… el que se muestra intrépido ante el abismo de los dos mundos y el que, solamente porque la mujer de su hermano le había tocado el brazo, alimentaba fantasías adolescentes sobre ella — ¿Pudo Lain, con su aterradora sensibilidad ver en mí al traidor que soy? ¿Es por eso que parecía volverse contra mí?

La oscuridad bajo la nave espacial era absoluta, como si Land hubiera sido ya abandonada por toda la humanidad, pero cuando Toller miró hacia abajo, vio una fina línea de fuego rojo, verde y violeta que aparecía en el horizonte occidental. Se ensanchaba, incrementando su resplandor y, de repente, una ola de luz clara barrió todo el planeta a una velocidad sobrecogedora, recreando los océanos y las masas de tierra, con todos sus colores y complicados detalles. Toller casi retrocedió esperando una ola de viento cuando el veloz límite de iluminación alcanzó la nave, envolviéndola con su intensa luz solar y precipitándose hacia el horizonte del este. La sombra columnar de Overland había completado su tránsito diario sobre Kolkorron, y a Toller le pareció surgir de otro tipo de oscuridad, de una noche breve de la mente.

No te preocupes, querido hermano, pensó, No te traicionaré ni siquiera con el pensamiento, ¡Nunca!

Ilven Zavotle se puso en pie junto al quemador y examinó el noroeste.

— ¿Qué piensa ahora de la burbuja, capitán? ¿Es mayor o está más cerca? ¿O ambas cosas?

— Podría estar un poco más cerca — dijo Toller, contento por encontrar un centro de atención externo para sus pensamientos, enfocando con sus gemelos hacia el ptertha —. ¿Notas que la nave se balancea un poco? Podría ser una cierta agitación debida al aire caliente y frío durante el paso de la noche breve, y eso puede haber jugado a favor de la burbuja.

— Todavía está a nuestra altura, a pesar de que hemos alterado nuestra velocidad.

— Si. Creo que nos quiere.

— Yo sé lo que yo quiero — declaró Flenn al pasar junto a Toller de camino hacia el aseo —. Voy a ser el primero en probar la gran caída, y espero que aterrice directamente sobre el viejo Puehilter.

El nombre era el de un supervisor cuyas mezquinas tiranías le habían hecho ganar la antipatía de los técnicos de vuelo del E.E.E.

Rillomyner soltó una carcajada.

— Por una vez se quejará con razón.

— Peor será cuando tú vayas; tendrán que evacuar todo Ro-Atabri cuando empieces a bombardearlos.

— Tú preocúpate de no caerte por el agujero — gruñó Rillomyner, a quien no agradó la referencia a sus debilidades dietéticas —. No han sido pensados para enanos.

Toller no intervino en la conversación. Sabía que estaban probando qué tipo de mando iba a privar durante el viaje. Una interpretación estricta de las reglas de vuelo habría excluido cualquier tipo de bromas entre los tripulantes, y más aún las groserías, pero a él sólo le preocupaban las aptitudes de sus hombres y su eficacia, su lealtad y su valor. En un par de horas la nave estaría más alta de lo que nunca había estado antes otra, excluyendo la del casi mítico Usader, cinco siglos antes, entrando en una región desconocida, y preveía que al pequeño grupo de aventureros le sería necesario cualquier apoyo humano disponible.

Además, el mismo tema había dado lugar a miles de chistes del mismo estilo en las dependencias de los oficiales, desde que el diseño utilitario de la barquilla de la nave espacial se había hecho de dominio público. Él mismo se divirtió por la frecuencia con que el personal de tierra le recordó que el aseo no debía usarse` hasta que el viento del oeste hubiese alejado lo bastante la nave de la base…

La explosión del ptertha tomó a Toller por sorpresa.

Estaba observando la imagen de la burbuja, aumentada por los gemelos, cuando simplemente dejó de existir y, sin un fondo en contraste, no quedó ni siquiera la mancha de polvo disipándose para marcar su localización. A pesar de su seguridad en que tendrían que afrontar la amenaza, asintió satisfecho. Iba a ser difícil dormir la primera noche de vuelo sin preocuparse por las caprichosas corrientes de aire que podían conducir al enemigo silencioso cerca de ellos, situándolos dentro de su radio mortífero.

— Toma nota de que el ptertha ha explotado por sí solo — le dijo a Zavotle y, manifestando su alivio, añadió un comentario personal —. Escribe que ocurrió a las cuatro horas de vuelo… justo cuando Flenn usaba el aseo… pero que probablemente no hay ninguna relación entre los dos sucesos.


Toller se despertó poco después del amanecer con el ruido de una animada discusión situada en el centro de la barquilla. Se alzó de rodillas sobre los sacos de arena y se frotó los brazos, dudando si el frío que sentía era externo o una secuela del sueño. El rugido intermitente del quemador había sido tan penetrante que sólo dormitó levemente y ahora se sentía poco más descansado que si hubiera estado de guardia toda la noche. Caminó de rodillas hasta la abertura de la separación del compartimento de pasajeros y observó al resto de la tripulación.

— Debería echar un vistazo a esto, capitán — dijo Zavotle, levantando su estrecha cabeza —. ¡El indicador de altura funciona!

Toller introdujo sus piernas poco a poco en el estrecho espacio que quedaba en el suelo en la parte central y fue hasta el puesto del piloto, donde Flenn y Ryllomyner estaban de pie junto a Zavotle. Allí había una pequeña mesa, sobre la que se hallaba fijado el indicador de altura. Éste sólo estaba constituido por una escala vertical, en cuya parte superior colgaba un pequeño peso de un frágil muelle hecho de una viruta de brakka tan fina como un cabello. La mañana anterior, al comienzo del viaje, el peso se hallaba frente a la marca inferior de la escala; pero ahora estaba varias divisiones más arriba.

Toller examinó atentamente el indicador.

— ¿Alguien lo ha manipulado?

— Nadie lo ha tocado — le aseguró Zavode —. Lo que significa que es cierto lo que nos dijeron. ¡Todo se vuelve más ligero a medida que subimos! ¡Nos estamos volviendo ligeros!

— Era. de esperar — dijo Toller, sin ningún deseo de admitir que, en el fondo de su corazón, nunca aceptó la idea, ni siquiera cuando Lain se empeñó en hacerle entender la teoría dándole clases especiales.

— Sí, pero eso significa que dentro de tres o cuatro días no pesaremos nada. ¡Podremos flotar por el aire como… como… los pterthas! ¡Todo es cierto, capitán!

— ¿A qué altura dices que estamos?

— A unos quinientos sesenta kilómetros; y eso está de acuerdo con nuestros cálculos.

— Yo no noto ninguna diferencia — intervino Rillomyner —. Opino que el muelle se ha encogido.

Flenn asintió, aunque en su rostro se mostraba la duda. — Yo también — dijo.

Toller deseaba tiempo para ordenar sus pensamientos. Se acercó al borde de la barquilla y experimentó un momento aturdidor de vértigo al mirar a Land como nunca antes lo había visto: una convexidad circular inmensa, con una mitad casi totalmente oscura y la otra de un brillo centelleante de océanos azules y continentes e islas sutilmente ensombrecidos.

Las cosas serían muy distintas si despegases del centro de Chamteth y te dirigieras hacia el espacio abierto, repetía la voz de Lain en su recuerdo. Pero al viajar entre los dos mundos pronto llegarás a la zona media, de hecho algo más cerca de Overland que de Land donde el empuje gravitacional de cada planeta anula el del otro. En condiciones normales, como la barquilla es más pesada que el globo, la nave tiene la estabilidad de un péndulo; pero donde nada pesa, la nave será inestable y tendrás que usar los chorros laterales para controlar la posición.

Lain había realizado ya el viaje entero en su mente, comprendió Toller, y todo lo que había predicho que ocurriría estaba ocurriendo. Verdaderamente, habían entrado en la región de lo insólito, pero el intelecto de Lain Maraquine y de otros hombres como él ya había marcado el camino, y ellos debían confiar…

— No te preocupes tanto si pierdes el ritmo de combustión — dijo Toller tranquilamente, volviéndose a Zavotle —. Y no te olvides de comprobar las lecturas del indicador de altura midiendo el diámetro aparente de Land cuatro veces al día.

Dirigió su mirada a Rillomyner y a Flenn.

— Y respecto a vosotros dos, ¿por qué se molestó el escuadrón en enviaros a clases especiales? El muelle no se ha alterado. Nos volvemos más ligeros a medida que subimos y consideraré cualquier discusión sobre este tema como insubordinación. ¿Está claro?

— Sí, capitán.

Ambos hombres hablaron al unísono, pero Toller advirtió una expresión inquieta en los ojos de Rillomyner, y se preguntó si el mecánico tendría problemas para adaptarse a la creciente ingravidez. Para eso es el vuelo de pruebas se recordó. Estamos probándonos tanto a nosotros mismos como a la nave.


Al caer la noche, el peso del indicador de altura había llegado hasta casi la mitad de la escala y los efectos de la reducción de gravedad eran apreciables. Ya no había lugar a dudas.

Cuando se soltaba un objeto pequeño, caía al suelo de la barquilla con evidente lentitud, y todos los miembros de la tripulación comentaron que tenían una curiosa sensación de vacío en el estómago. En dos ocasiones, Rillomyner se despertó de su sueño con un grito de pánico, explicando después que había sentido que se caía.

Toller observó su propia facilidad para moverse al ir de un lado a otro, y le pareció estar soñando. Recordó que pronto sería aconsejable que la tripulación permaneciera atada siempre. La idea de un movimiento violento imprevisible que alejase a un hombre de la nave era algo que no quería presenciar.

Observó también que, a pesar del peso decreciente, la nave tendía a subir con más lentitud. El efecto había sido predicho exactamente; una consecuencia de la desaparición de la diferencia entre el peso del aire caliente en el interior de la envoltura y el de la atmósfera circundante. Para mantener la velocidad, alteró el ritmo del quemador a cuatro- ocho, y después a cuatro-seis. Los tanques alimentadores de pikon y halvell cada vez tenían que rellenarse con más frecuencia y, aunque había amplias reservas, Toller empezó a desear ansiosamente llegar a la altura de cuatrocientos ochenta kilómetros. En ese punto, el peso de la nave sería sólo un cuarto del normal, y resultaría más económico usar la potencia de los chorros propulsores hasta que hubiese pasado la zona de gravedad cero.

La necesidad de interpretar cada acción y cada suceso con el arduo lenguaje de las matemáticas, la ingeniería y la ciencia, dificultaba las respuestas naturales de Toller en su nuevo ambiente. Descubrió que pasaba largos ratos asomado al borde de la barquilla, sin mover un músculo, hipnotizado, con todas sus fuerzas físicas anuladas por la simple fascinación. Overland estaba justo encima de él, pero oculto de la vista por la perseverante e infatigable enormidad del globo; y mucho más abajo su planeta, que poco a poco se convertía en un lugar misterioso cuando sus caracteres familiares se borraban por los cientos de kilómetros de aire que se interponían.

El tercer día de ascenso, el cielo, aunque conservaba su coloración normal arriba y abajo, iba ensombreciéndose a los costados de la nave en un azul más oscuro que resplandecía con el aumento constante del número de estrellas.

Cuando Toller se perdía en sus vigilias extasiadas, la conversación de los miembros de la tripulación e incluso el rugido del quemador desaparecían de su conciencia, y se quedaba solo en el universo, como único poseedor de su tesoro centelleante. En una ocasión, durante las horas de oscuridad, mientras se hallaba de pie junto al puesto del piloto, vio pasar un meteoro atravesando el cielo bajo la nave. Trazó una línea de fuego que parecía ir de una punta a otra del infinito; y minutos después de su paso, se produjo el pulso de un sonido de baja frecuencia, confuso, débil y gimiente, causando en la nave un balanceo que provocó un gruñido en uno de los hombres que dormían. Cierto instinto, una especie de avidez espiritual, impulsó a Toller a comunicar el acontecimiento a los otros.

Mientras el ascenso continuaba, Zavotle seguía ocupado con sus abundantes anotaciones sobre el vuelo, muchas de ellas relativas a los efectos psicológicos. Incluso en la cima de la montaña más alta de Land no había una disminución apreciable de la presión del aire, pero en anteriores salidas en globo hasta mayores alturas, algunos tripulantes habían comentado tener la impresión de que el aire era menos denso y la necesidad de respirar más notable. El efecto había sido suave y, según las estimaciones de los más prestigiosos científicos, la atmósfera seguiría permitiendo la vida a medio camino entre los dos planetas, pero era del todo necesario que la predicción se confirmara con exactitud.

Toller casi se sintió confortado al notar que sus pulmones funcionaban más intensamente al tercer día, una evidencia más de que los problemas del vuelo interplanetario habían sido previstos correctamente, y en consecuencia se decepcionaba cuando un fenómeno inesperado llamaba su atención. Desde hacía largo rato era consciente de tener frío, pero no había querido dar importancia al hecho. Ahora, sin embargo, los otros se quejaban casi continuamente y la conclusión era ineludible: a medida que la nave ganaba altitud, el aire se enfriaba.

Los científicos del E.E.E., incluido Lain Maraquine, opinaban que habría un incremento de temperatura cuando la nave entrase en zonas de aire más sutil, con menor capacidad de protección de los rayos del sol. Como nativo del Kolkorron ecuatorial, Toller no había experimentado nunca un frío demasiado riguroso, y emprendió el viaje vestido solamente con una camisa, unos pantalones y un chaleco sin mangas. Ahora, aunque no llegaba a temblar, era consciente de que su incomodidad aumentaba y un pensamiento desalentador comenzó a acechar su mente: que el vuelo tuviera que ser abandonado por la carencia de ropas de lana.

Dio permiso a la tripulación para que llevase toda su ropa de repuesto bajo los uniformes, y a Flenn para que preparase té cuando alguien lo solicitara. Esto último, en vez de mejorar la situación, condujo a una serie de discusiones. Una y otra vez Rillomyner insistía en que Flenn, guiado por la malicia o la incompetencia, echaba el té en el agua antes de que hirviese o bien lo dejaba enfriar antes de servirlo. Sólo cuando Zavotle, que también se había quejado, observó con ojo crítico el proceso de preparación de la infusión, se descubrió la verdad: el agua empezaba a hervir antes de alcanzar la temperatura adecuada. Estaba caliente, pero no «hirviente».

— Me preocupa este hecho, capitán — dijo Zavotle al completar la importante anotación en el diario de vuelo —. La única explicación que se me ocurre es que cuando el agua se hace menos pesada hierve a una temperatura más baja. Y si realmente es así, ¿qué nos pasará cuando ya no pesemos nada? ¿Hervirá la saliva en nuestra boca? ¿Mearemos vapor?

— Nos veremos obligados a volver antes de que tengas que soportar tal humillación — dijo Toller, demostrando su desagrado ante la actitud negativa del otro hombre —, pero no creo que vaya a ocurrir eso. Debe de haber otra razón, tal vez relacionada con el aire.

Zavotle parecía dubitativo.

— No veo cómo puede afectar el aire al agua.

— Ni yo tampoco; así que no voy a perder el tiempo con especulaciones inútiles — dijo Toller secamente —. Si quieres ocupar en algo tu cabeza, mira bien el indicador de altura. Dice que estamos a mil setecientos kilómetros; y si eso es correcto, hemos subestimado bastante nuestra velocidad durante todo el día.

Zavotle examinó el indicador, tocó con los dedos el cabo de desgarre y levantó la vista hacia el globo, el interior del cual se volvía más oscuro y misterioso con la llegada de las sombras nocturnas.

— Ahora veo que aquello podría tener que ver con el aire — dijo —. Creo que lo que usted ha descubierto es que el aire poco denso ejerce menos presión sobre la corona del globo, de manera que éste incrementa su velocidad sin que lo notemos.

Toller consideró la hipótesis y sonrió.

— Se te ha ocurrido a ti, no a mí, así que anótalo como una idea tuya. Creo que vas a ser un piloto experto en el próximo viaje.

— Gracias, capitán — dijo Zavode complacido.

— No es más de lo que mereces. — Toller dio a Zavotle una palmada en el hombro, para compensar tácitamente su irritación anterior —. A esta velocidad, pasaremos al amanecer la marca de los cuatro mil ochocientos; entonces podemos dejar descansar al quemador y ver cómo se las arregla la nave con el chorro de propulsión.

Más tarde, mientras disponía los sacos de arena para dormir, volvió a pensar en su cambio de humor y reconoció la auténtica razón por la que había descargado su enfado sobre Zavotle. El desencadenante fue la acumulación de fenómenos imprevistos: el frío en aumento, el extraño comportamiento del agua, la falsa apreciación de la velocidad del globo. Se iba dando cuenta de que tenía demasiada fe en las predicciones de los científicos. Lain, en concreto, resultó estar equivocado en tres ocasiones, y su inquieta inteligencia había sido derrotada demasiado pronto, justo al comienzo de la región de lo insólito. Nadie podía saber lo que aguardaba a aquellos que viajasen por el peligroso puente de frágil vidrio hacia el otro mundo.

Hasta el momento, descubrió Toller, había sido ingenuamente optimista acerca del futuro, convencido de que al vuelo de prueba seguiría el éxito de la migración y la fundación de una colonia en donde aquellos que él estimaba llevarían vidas totalmente placenteras. Empezaba a comprender que esa visión se basaba, sobre todo, en su propio egoísmo; que el destino no tenía obligación de promover los conductos seguros para gente como Lain o Gesalla, que los acontecimientos podían producirse a pesar de que él los considerara increíbles.

El futuro quedo oscurecido por la incertidumbre.

Y en un nuevo orden de cosas, pensó Toller mientras se dejaba arrastrar por el sueño, debía aprenderse a interpretar un nuevo tipo de fenómenos. Las trivialidades cotidianas… el grado de laxitud de una cuerda… el borboteo del agua… Éstos eran presagios ocultos… avisos susurrados, casi demasiado débiles para ser oídos…


Por la mañana, el indicador de altura mostraba una altitud de dos mil doscientos kilómetros, y su escala suplementaria indicaba que la gravedad era menor que un cuarto de la normal.

Toller, intrigado por la ligereza de su cuerpo, comprobó las condiciones saltando, pero fue un experimento que sólo realizó una vez. Se elevó mucho más de lo que era su intención y durante un momento, mientras estaba suspendido en el aire, le pareció que se había separado de la nave para siempre. La barquilla abierta, con sus tabiques a la altura del pecho, resultó ser una estructura endeble, cuyos montantes y paneles de mimbre eran poco adecuados a su propósito. Tuvo tiempo de visualizar lo que habría sucedido si una parte del suelo hubiese cedido cuando aterrizó sobre ella dejándolo abandonado en el ligero aire azul a dos mil kilómetros de la superficie de su planeta.

Se tardaría mucho en caer desde esa altura, plenamente consciente, sin poder hacer nada excepto contemplar el planeta crecer y crecer bajo él. Incluso el hombre más valiente acabaría gritando…

— Parece que hemos perdido velocidad durante la noche, capitán — informó Zavotle desde el puesto de piloto —. El cabo de desgarre se está tensando; aunque desde luego no podemos fiarnos demasiado de él.

— De todas formas, ha llegado el momento de usar el chorro propulsor — dijo Toller —. A partir de ahora, hasta que volvamos, sólo usaremos el quemador para mantener el globo hinchado. ¿Dónde está Rillomyner?

— Aquí, capitán.

El mecánico salió del otro compartimento de pasajeros. Su rechoncha figura estaba medio doblada, se agarraba a los tabiques y su mirada permanecía fija en el suelo.

— ¿Qué te pasa, Rillomyner? ¿Estás enfermo?

— No estoy enfermo, capitán. Sólo que… prefiero no mirar afuera.

— ¿Por qué no?

— No puedo, capitán. Me parece que voy a caerme por la borda. Creo que voy a salir flotando.

— Sabes que eso es absurdo, ¿verdad? — Toller pensó en su momento de miedo y reaccionó con amabilidad —. ¿Te impide eso trabajar?

— No, capitán. El trabajo me ayudará.

— ¡Muy bien! Realiza una inspección completa del chorro principal y de los laterales, y asegúrate bien de que hay una inyección continua de cristales; no podemos permitir que se produzcan oscilaciones en esta fase.

Rillomyner dirigió un saludo hacia el suelo y, arrastrando los pies, fue a recoger sus herramientas. Después siguió una hora de descanso del ritmo del quemador, mientras Rillomyner comprobaba los mandos, algunos de los cuales eran comunes al chorro dirigido hacia abajo. Flenn preparó y sirvió el desayuno consistente en cereales mezclados con cuadraditos de cerdo salado, mientras se quejaba del frío y de la dificultad que había tenido para que funcionase el fuego de la cocina. Su ánimo mejoró un poco cuando supo que Rillomyner no iba a comer, y para devolverle sus bromas relativas al retrete, sometió al mecánico a una sarta de chistes sobre los peligros de convertirse en una sombra.

Fiel a sus primeros alardes, Flenn parecía poco afectado por el vacío sin alma que se divisaba a través de las grietas del suelo. Al final de la comida, se sentó sobre la pared de la barquilla, rodeando con el brazo despreocupadamente el montante de aceleración, como desafiando al desdichado Rillornyner. Aunque Flenn estaba atado, verlo colgado de espaldas al cielo, produjo tal helada sensación en el estómago de Toller, que sólo pudo contenerse unos minutos antes de ordenar al montador que bajara.

Rillomyner terminó su trabajo y se retiró a tumbarse sobre los sacos de arena y Toller ocupó el puesto del piloto. Inauguró la nueva clase de propulsión accionando el chorro en ráfagas de dos segundos entre amplios intervalos y estudiando los efectos sobre el globo. Cada propulsión producía crujidos en los montantes y cordajes, pero la envoltura resultaba mucho menos afectada que en las pruebas a bajas altitudes. Toller, animado, fue variando los tiempos, y finalmente estableció un ritmo de dos-cuatro, que funcionaba de la misma manera que un impulso continuo, pero sin desarrollar una velocidad excesiva. Una ráfaga corta del quemador cada dos o tres minutos mantenía el globo inflado y evitaba que la corona se hundiese demasiado al abrirse camino a través del aire.

— Funciona bien — le dijo a Zavotle, que estaba atareadísimo escribiendo en el diario —. Creo que vamos a tener un buen viaje durante un día o dos; hasta que empiece la inestabilidad.

Zavotle inclinó su estrecha cabeza.

— También es bueno para los oídos.

Toller asintió con la cabeza. Aunque, en proporción, el chorro funcionaba durante más tiempo que el quemador, su descarga no iba dirigida directamente a la gran cámara de resonancia del globo. Su sonido era más sordo y menos molesto, absorbido rápidamente por el océano de quietud que los rodeaba.

Con la nave comportándose tan dócilmente y de acuerdo al plan, Toller empezó a sentir que sus presentimientos de la noche no habían sido más que síntomas del cansancio creciente. Fue capaz de concebir la idea increíble de que en apenas siete u ocho días, si todo iba bien, podría ver de cerca otro planeta. La nave no llegaría a tocar Overland, porque hacer eso implicaba quitar la banda de desgarre, y sin el equipo para inflar no podrían partir de nuevo. Pero iban a acercarse a pocos metros de su superficie, desvelando las últimas sombras de misterio sobre las condiciones del planeta hermano.

Los miles de kilómetros de aire que separaban los dos planetas siempre habían impedido que los astrónomos, aparte de afirmar la existencia de un continente ecuatorial que se extendía en el hemisferio visible, pudieran decir mucho más. Siempre se había supuesto, en parte por los principios religiosos, que Overland se parecía mucho a Land, pero seguía existiendo la posibilidad de que fuese un lugar inhóspito, tal vez debido a características de su superficie que quedaban fuera del alcance de los telescopios. Y había aún otra posibilidad, que era un artículo de fe para la Iglesia y un tema de discusión para los filósofos: que Overland ya estuviese habitado.

¿Qué aspecto tendrían los overlandeses? ¿Tendría ciudades? ¿Y cómo reaccionarían al ver una flota de extrañas naves flotando en el cielo?

Las meditaciones de Toller fueron interrumpidas por la conciencia de que el frío se había intensificado en la barquilla en cuestión de minutos. Simultáneamente, se le acercó Flenn que tenía su animalito agarrado al pecho y tiritaba de forma notable. La cara del hombrecillo estaba amoratada.

— Esto me va a matar, capitán — dijo, intentando forzar una sonrisa —. El frío ha empeorado de repente.

— Tienes razón. — Toller sintió un estremecimiento de alarma ante la idea de haber cruzado una línea invisible de peligro en la atmósfera; después le llegó la inspiración —. Empezó cuando paramos el quemador. La salida de la mezcla de gases nos ayudaba a calentarnos.

— Había algo más — añadió Zavotle —. El aire que se deslizaba sobre la envoltura caliente también debía contribuir.

— ¡Maldita sea! — Toller miró con el ceño fruncido hacia las tracerías geométricas del globo —. Eso significa que tenemos que aumentar el calor ahí. Disponemos de grandes cantidades de verde y púrpura, así que de momento no hay problema. Pero vamos a tener otro más tarde.

Zavotle asintió, con aire desalentado.

— El descenso — dijo.

Toller se mordió el labio inferior como si otra vez las dificultades no previstas por los científicos del E.E.E. lo desafiasen. La única forma de que una nave de aire caliente perdiese altitud era difundiendo calor, lo que en un primer momento supondría comodidad para la tripulación; pero después empeorarían las cosas: el flujo de aire se invertiría durante el descenso, llevándose el escaso calor hacia arriba y lejos de la barquilla. La perspectiva era soportar durante días condiciones mucho peores que las presentes; y existía la gran posibilidad de que la muerte interviniera.

Un dilema que debía ser resuelto.

¿Era tan importante el resultado del vuelo de prueba como para seguir a toda costa, incluso con el riesgo de traspasar un punto imperceptible de no retorno? ¿O tenía prioridad la obligación de ser prudente y volver con los conocimientos adquiridos a costa de tantas dificultades?

— Éste es tu día de suerte — dijo Toller a Rillomyner, que lo miraba desde su posición habitual recostado en un compartimento de pasajeros —. Querías trabajo para ocupar tu cabeza, pues ya lo tienes. Encuentra una forma de desviar parte del calor del escape del quemador de nuevo hacia la barquilla.

El mecánico se incorporó con una expresión de desconcierto.

— ¿Cómo podemos hacerlo, capitán?

— No lo sé. Tu trabajo es solucionar cosas como ésas. Tendrás que inventar algo. Y empieza inmediatamente; estoy cansado de verte tirado como una cerda embarazada.

Los ojos de Flenn destellearon.

— ¿Es ésa forma de hablar a nuestro pasajero, capitán?

— Tú también pasas demasiado rato sentado — le dijo Toller —. ¿Tienes aguja e hilo en tu equipo?

— Sí, capitán. Agujas grandes, agujas pequeñas, hilos y cordeles suficientes para aparejar un velero.

— Entonces empieza vaciando las bolsas de arena y haciendo ropa de abrigo con la tela de los sacos. También necesitaremos guantes.

— Déjelo de mi cuenta, capitán — dijo Flenn —. Los equiparé a todos como reyes.

Obviamente agradecido por tener algo útil que hacer, Flenn envolvió el carbel entre sus ropas, fue hasta su baúl y empezó a revolver entre los distintos compartimentos. Mientras tanto silbaba un trémulo vibrato.

Toller lo observó durante un momento, después se volvió a Zavotle, que se soplaba las manos para hacerlas entrar en calor.

— ¿Sigues preocupado por la forma de orinar en condiciones de ingravidez?

Los ojos de Zavotle se volvieron cautelosos.

— ¿Por qué lo pregunta, capitán?

— Deberías estarlo. Se podría apostar a si producirás vapor o nieve.


Poco después de la noche breve del quinto día de vuelo, el indicador marcaba una altura de 4.200 kilómetros y una gravedad cero.

Los cuatro miembros de la tripulación iban atados en sus sillas de mimbre junto al equipo propulsor, con los pies extendidos hacia la base caliente del tubo de propulsión. Iban envueltos en bastos y harapientos vestidos hechos con los sacos marrones, que enmascaraban sus formas humanas y ocultaban el abultamiento de sus pechos al intentar respirar el aire ligero y gélido. Dentro de la barquilla, los únicos signos de movimiento eran las nubes de vapor del aliento de los hombres; y en el exterior, los meteoros titilando en la profunda inmensidad azul, enlazando al azar y fugazmente una estrella con otra.

— Bueno, ya estamos — dijo Toller, rompiendo un largo período de silencio —. La parte más dura del vuelo ha llegado; hemos superado todas las sorpresas desagradables que los cielos nos han deparado, y todavía estamos vivos. Yo diría que nos merecemos bebernos el coñac en la próxima comida.

Hubo otro silencio dilatado, como si el mismo pensamiento helado se hubiese vuelto perezoso, y Zavotle dijo:

— Sigo preocupado por el descenso, capitán. Por el asunto del calentador.

— Si sobrevivimos a esto, superaremos mucho más.

Toller miró el aparato calentador que Rillomyner había diseñado e instalado con ayuda de Zavotle. No consistía en nada más que unos tubos de brakka en forma de S unidos con cuerda de vidrio y arcilla refractaria. Su extremo superior curvado sobre la boca del quemador y su extremo inferior fijado a la cubierta en el lugar del piloto. Una pequeña proporción de cada ráfaga del quemador era conducida hacia atrás a través del tubo, enviando la mezcla de gases calientes para que se extendiese en una oleada por la barquilla, produciendo diferencias apreciables de los niveles de temperatura. Aunque inevitablemente el quemador se usaría menos en el descenso, Toller creía que con el calor que se extraía de esa forma bastaría para las necesidades de los dos días más críticos.

— Ha llegado el momento del informe médico — dijo, indicando a Zavotle que tomase nota —. ¿Cómo se siente todo el mundo?

— Yo sigo sintiéndome como si estuviésemos cayéndonos, capitán. — Rillomyner iba agarrado a los lados de su silla —. Me provoca náuseas.

— ¿Cómo vamos a caernos si no pesamos? — dijo Toller con lógica, ignorando la ligereza oscilante de su propio estómago —. Tendrás que acostumbrarte. ¿Y tú qué tal, Flenn?

— Estoy muy bien, capitán. Las alturas no me molestan. — Flenn acarició al carbel de rayas verdes acurrucado en su pecho, con solo la cabeza asomando a través de una abertura de sus ropas —. Tinny está muy bien también. Nos calentamos uno a otro.

— Supongo que yo estoy relativamente bien. — Zavotle hizo una anotación en el cuaderno, escribiendo torpemente con la mano enguantada, y alzó una mirada interrogadora hacia Toller —. ¿Puedo poner que está en forma, capitán? ¿Salud óptima?

— Sí, y todo el sarcasmo del mundo no conseguirá que cambie mi decisión. Voy a dar vuelta a la nave en cuanto pase la noche breve.

Toller sabía que el copiloto continuaba aferrado a su opinión, manifestada anteriormente, de que debían retrasar el inicio de vuelco un día, o incluso más, después de pasar el punto de gravedad cero. Su razonamiento era que haciéndolo así, atravesarían con más rapidez la región del frío intenso y con el calor que perdiese el globo se protegerían de la congelación. Toller reconocía cierta base a la idea, pero habría excedido su autoridad poniéndola en práctica.

En cuanto paséis el punto medio, Overland empezará a atraeros hacia sí, había recalcado Lain. La atracción será leve al principio, pero rápidamente crecerá. Si aumentas la atracción con el empuje del chorro propulsor, enseguida superarás la velocidad calculada para la nave; y nunca debe permitirse que eso ocurra.

Zavotle argüía que los científicos del E.E.E. no habían tenido en cuenta el frío que amenazaba sus vidas, ni habían reparado en el hecho de que el aire ligero del punto medio ejercía menos fuerza sobre la envoltura, incrementándose así al máximo la velocidad segura. Toller permaneció inflexible. Como capitán de la nave tenía un considerable poder de arbitrio, pero no hasta el punto de desafiar las órdenes fundamentales del E.E.E.

No admitió que su decisión estaba reforzada por un desagrado instintivo de volar con la nave al revés. Aunque durante el entrenamiento se había sentido bastante escéptico respecto a la cuestión de la ingravidez, entendía perfectamente que en cuanto la nave hubiese pasado el punto medio habría entrado en el dominio gravitacional de Overland. En cierto sentido, el viaje se habría completado; porque, exceptuando un acto de la voluntad humana convertido en acción mecánica, los destinos de la nave y su tripulación ya no estarían afectados por su planeta de origen. Habrían sido expulsados, redefinidos ahora como alienígenas por los términos de la física gravitacional.

Toller decidió que posponiendo la inversión hasta después de la noche breve, consumía todo el margen de que podía disponer respecto a este asunto. Durante el ascenso, Overland, aunque oculto a la vista por el globo, había ido incrementando continuamente su tamaño aparente y la noche breve había ido creciendo de acuerdo con ello. La que se avecinaba duraría más de tres horas y, en cuanto hubiese terminado, la nave empezaría a caer hacia el planeta hermano. Toller descubrió que los progresivos cambios en los patrones de la noche y el día le revelaban la magnitud del viaje emprendido. No había ninguna sorpresa en lo que concernía a su inteligencia de hombre adulto, pero el niño que había en él estaba pasmado y admirado ante lo que ocurría. La noche se acortaba a medida que crecía la noche breve, y pronto el orden natural de las cosas estaría invertido. La noche de Land habría menguado hasta convertirse en la noche breve de Overland…

Mientras esperaban a que llegase la oscuridad, Toller y sus compañeros investigaron el milagro de la ingravidez. Había una extraña fascinación en suspender objetos pequeños en el aire y observar cómo se quedaban en el lugar, desafiando las enseñanzas de toda su vida, hasta que una nueva ráfaga del chorro propulsor los hacía bajar lentamente.

Es como si el chorro de alguna forma les devolviese una parte de su peso natural, escribía Zavotle en el diario, pero desde luego esto sería considerar el fenómeno como algo fantástico. La explicación real es que están invisiblemente fijados en el lugar, y que el empuje del chorro permite a la nave alcanzarlos.

La noche breve llegó más repentinamente que nunca, envolviendo la barquilla en una oscuridad engalanada y jaspeada de luces; y durante el tiempo que duró, los cuatro conversaron en voz baja, recreando el ambiente de su primera reunión en el vuelo bajo las estrellas. La conversación abarcaba desde chismorreos de la vida en la base del E.E.E. hasta especulaciones sobre las cosas extrañas que podrían encontrar en Overland, e incluso hubo un intento de prever los problemas de volar hasta Farland, que podía observarse colgado en el oeste como un farol verde. Nadie parecía dispuesto, advirtió Toller, a mencionar el hecho de que estaban suspendidos entre dos mundos en una frágil caja destapada, con miles de kilómetros de vacío envolviéndolos.

También advirtió que ahora la tripulación había dejado de dirigirse a él como a un superior, cosa que no le disgustaba. Sabía que no había ninguna disminución de su necesaria autoridad; era un reconocimiento inconsciente de que cuatro hombres normales se acercaban a lo extraordinario, a la región de lo insólito, y que sus necesidades de recibir ayuda de los demás eran iguales en todos.

Un destello luminoso trajo el día de nuevo al universo.

— ¿Mencionó el coñac, capitán? — dijo Rillomyner —. Justamente se me había ocurrido que un poco de calor interno me fortificaría este maldito estómago tan delicado. Las propiedades medicinales del coñac son conocidas.

— Tomaremos el coñac con la próxima comida. — Toller parpadeó y miró a su alrededor, estableciendo nuevamente contacto con la realidad —. Después de que la nave haya sido volteada.

Antes se había sentido aliviado al descubrir que la inestabilidad predicha en la zona de ingravidez y cerca de ella era fácil de superar con los chorros laterales. Descargas ocasionales de medio segundo habían bastado para mantener el borde de la barquilla en la relación deseada con las estrellas principales. Ahora, sin embargo, la nave, o el universo, tenía que estar al revés. Bombeó el reservorio neumático para conseguir la máxima presión antes de alimentar con cristales el chorro dirigido hacia el este durante unos tres segundos completos. El sonido del minúsculo orificio fue devorado por el infinito.

Durante un momento, pareció que su insignificante potencia no tenía ningún efecto sobre la masa de la nave; después, por primera vez desde el comienzo del ascenso, el gran disco de Overland se deslizó completamente ante la vista por detrás de la curvatura del globo. Estaba iluminado por un fuego creciente en uno de sus bordes, casi tocando el sol.

Al mismo tiempo, Land se alzaba sobre la pared de la barquilla en el lado opuesto, y como la resistencia del aire superaba el impulso del chorro, la nave se mantenía en una posición que permitía a los tripulantes la vista de los dos mundos.

Volviendo la cabeza hacia un lado, Toller podía contemplar Overland, en gran parte sumergido en las tinieblas por su proximidad al sol; y en la otra dirección, la convexidad del mundo conocido, serena, eterna, bañada por la luz solar excepto en su borde oriental, donde una parte menguante se hallaba aún en la noche breve. Observó extasiado cómo la sombra de Overland avanzaba despejando Land, sintiéndose él mismo en el punto de apoyo de una palanca de luz, un motor intangible que tenía el poder de mover los planetas.

— Por lo que más quiera, capitán — gritó Rillomyner con voz ronca —, ponga la nave derecha.

— No corres ningún peligro.

Toller accionó de nuevo el chorro lateral y Land se desplazó majestuosamente hacia arriba ocultándose tras el globo, mientras que Overland se hundía bajo el borde de la barquilla. Los cordajes crujieron varias veces al usar el lateral opuesto para equilibrar la nave en su nueva posición. Toller se permitió esbozar una sonrisa satisfecha por haber sido el primer hombre de la historia que invertía una aeronave. La maniobra había sido llevada a cabo con rapidez y sin percances; y después de aquello, las fuerzas naturales que actuaban sobre la nave harían casi todo el trabajo por él.

— Anota — dijo a Zavotle —. Punto medio superado con éxito. No preveo obstáculos en el descenso a Overland.

Zavotle sacó el lápiz del gancho de sujeción.

— Todavía podemos helarnos, capitán.

— Eso no es un obstáculo importante. Si es necesario quemaremos un poco de verde y púrpura aquí mismo en la cubierta.

Toller, animoso y optimista de repente, se volvió hacia Flenn.

— ¿Cómo te sientes? ¿Puede persistir tu afición por las alturas en nuestras actuales circunstancias?

Flenn sonrió.

— Si lo que desea es comer, capitán, yo soy su hombre. Le aseguro que mi estómago ya tiene telarañas.

— En ese caso, ve a ver qué puedes preparar para comer.

Toller sabía que esa orden sería especialmente bien recibida, porque durante todo un día la tripulación había optado por no comer ni beber para evitarse la vergüenza, incomodidad y desagrado de usar los servicios del aseo en condiciones de ingravidez.

Miró con benevolencia a Flenn cuando éste empujó al carbel a su refugio caliente entre sus ropas y se desató de la silla. Era obvio que el hombrecillo respiraba con dificultad mientras se dirigía tambaleándose hacia la cocina, pero las piedras negras de sus ojos reflejaban buen humor. Reapareció poco después para entregarle a Toller un pequeño frasco de coñac que estaba incluido entre las provisiones del globo; después transcurrió un largo rato en el que se le oía trabajar con el equipo de la cocina, resollando y maldiciendo continuamente. Toller tomó un sorbo de coñac, y le había pasado ya el frasco a Zavotle, cuando se dio cuenta de que Flenn estaría intentando preparar una comida caliente.

— No necesitas calentar nada — gritó —. Un poco de carne fría con pan es suficiente.

— Todo va bien, capitán — fue la respuesta sofocada de Flenn —. El carbón ya está encendido… y sólo es cuestión de… avivarlo con bastante fuerza. Voy a servirle… un auténtico banquete. Un hombre necesita un buen… ¡Demonios!

Coincidiendo con la última palabra hubo un gran ruido de cacharros. Toller se volvió hacia la cocina y vio un trozo de leña ascendiendo de forma vertical hacia el cielo desde detrás del tabique. Girando lánguidamente, envuelto en una pálida llama amarilla, se dirigió hacia arriba rebotando en una banda de la parte inferior del globo. Justo cuando parecía que iba a desviarse inofensivamente en el cielo, fue atrapado por una corriente de aire que lo mandó hacia un estrecho hueco que quedaba entre un montante de aceleración y la envoltura. Se encajó en la unión de ambos, todavía ardiendo.

— ¡Es mío! — gritó Flenn —. ¡Lo cogeré!

Éste apareció sobre la pared de la barquilla en la esquina, desenganchó su correa y subió por el montante a toda velocidad, usando sólo sus manos, gateando curiosamente ingrávido. El corazón y la mente de Toller se helaron al ver el humo marrón que salía de la tela barnizada del globo. Flenn alcanzó el palo ardiendo y lo asió con la mano enguantada. Lo lanzó con un barrido lateral de su brazo y, de repente, también él se alejó de la nave, dando vueltas por el aire fluido. Extendiendo las manos vanamente hacia el montante, flotando y alejándose con lentitud.

La conciencia de Toller estaba dividida en dos focos de terror. El temor por su destrucción personal mantuvo su mirada fija en el parche de tela humeante hasta que vio que la llama se había extinguido; pero, mientras tanto, una voz en su interior le gritaba que la distancia entre Flenn y el globo cada vez se hacía mayor.

El impulso inicial de Flenn no había sido grande, pero se había alejado a la deriva unos treinta metros antes de detenerse por la resistencia del aire. Colgaba en el vacío azul, brillando iluminado por el sol que el globo ocultaba a la barquilla, apenas identificable como un ser humano envuelto en sus harapos de arpillera.

Toller se acercó al borde y ahuecó las manos junto a la boca para dirigir su grito.

— ¡Flenn! ¿Estás bien?

— No se preocupe por mí, capitán. — Flenn agitó un brazo e, increíblemente, su voz sonaba casi divertida —. Puedo ver la envoltura desde aquí. Hay una zona quemada alrededor de la fijación del montante, pero la tela no ha llegado a agujerearse.

— Vamos a traerte. — Toller se volvió a Zavotle y a Rillomyner —. No está perdido, tenemos que lanzarle una cuerda.

Rillomyner estaba encogido en su silla.

— No puedo, capitán — murmuró —. No puedo asomarme ahí fuera.

— Vas a asomarte y vas a trabajar — le aseguró Toller con severidad.

— Yo puedo ayudar — dijo Zavode, dejando su silla.

Abrió el baúl de los aparejos y sacó varios rollos de cuerdas. Toller, impaciente por realizar el rescate, le arrebató una de las cuerdas, ató uno de los extremos y arrojó el cabo hacia Flenn; pero al hacerlo, sus pies se levantaron de la cubierta, y lo que había pretendido que fuera un potente lanzamiento resultó gesto débil y mal dirigido. La cuerda se desenrolló sólo en parte de su longitud y se quedó inmóvil, conservando aún las ondulaciones.

Toller atrajo la cuerda y mientras la enrollaba de nuevo, Zavode lanzó la suya con suerte parecida. Rillomyner, que gemía casi sin ruido a cada inhalación, tiró un cable más delgado de cuerda de vidrio. Se dirigió en la dirección correcta, pero se detuvo demasiado cerca.

— ¡Maravilloso! — se burló Flenn, que no parecía perturbado por los miles de kilómetros de abismo que se abrían debajo de él —. Tu abuela lo haría mejor, Rillo.

Toller se quitó los guantes y realizó un nuevo intento de establecer un puente, pero aunque se había agarrado a uno de los tabiques, la cuerda rígida por el frío se desenrolló otra vez de forma inadecuada. Mientras la estaba recogiendo se dio cuenta de un hecho desalentador. Al comienzo de los intentos de rescate, Flenn estaba a bastante altura con relación a la nave, al mismo nivel que el extremo superior del montante de aceleración; pero ahora estaba un poco más abajo que el borde de la barquilla.

Un momento de reflexión dijo a Toller que Flenn estaba cayendo. La nave también caía, pero como había calor en el interior del globo mantenía una cierta capacidad de flotar y descendería más lentamente que un objeto sólido. Cerca del punto medio, las diferencias eran insignificantes, pero Flenn sin embargo estaba bajo el poder de la gravedad de Overland y había empezado la gran zambullida hacia la superficie.

— ¿Has notado lo que ocurre? — dijo Toller a Zavotle en voz baja —. Se nos acaba el tiempo.

Zavotle estudió la situación.

— ¿Serviría de algo usarlos laterales?

— Sólo empezaríamos a dar vueltas.

— Esto es serio — dijo Zavotle —. Primero Flenn nos estropea el globo, después se va adonde no puede repararlo.

— Dudo que lo hiciera a propósito. — Toller se volvió bruscamente hacia Rillomyner —. ¡El cañón! Buscad un peso que entre en el cañón. A lo mejor podemos disparar una cuerda.

En ese momento, Flenn, que había estado tranquilo, pareció advertir su cambio gradual de posición respecto a la nave y sacar la conclusión lógica. Empezó a moverse torpemente y a retorcerse, después realizó exagerados movimientos de natación que en otras circunstancias habrían resultado cómicos. Descubriendo que no obtenía resultados de nada de lo que hacía, se quedó quieto otra vez, excepto por un involuntario movimiento de sus manos cuando el segundo lanzamiento de la cuerda de Zavotle no llegó a alcanzarlo.

— Me estoy asustando, capitán. — Aunque Flenn gritaba, su voz parecía débil, sus energías disipadas en las inmensidades circundantes —. Habéis conseguido enviarme a casa.

— Te traeremos aquí. Hay…

Toller dejó que la frase se desvaneciese hasta convertirse en silencio. Iba a asegurar a Flenn que había mucho tiempo, pero su voz habría delatado su falta de convicción. Cada vez era más evidente no sólo que Flenn caía bajo la barquilla, sino también que, siguiendo las inmutables leyes de la física, estaba ganando velocidad. La aceleración era casi imperceptible, pero su efecto era acumulativo. Acumulativo y letal…

Rillomyner tocó el brazo de Toller.

— No hay nada adecuado para el cañón, capitán, pero he unido dos trozos de cuerda de vidrio y les he atado esto. — Le mostró un martillo con una gran maza de brakka —. Creo que lo alcanzará.

— Muy bien — dijo Toller, reconociendo el esfuerzo del mecánico por superar su acrofobia ante la necesidad. Se apartó para permitirle realizar el lanzamiento. El mecánico ató el extremo libre de la cuerda de vidrio a la baranda, calculó las distancias y arrojó el martillo al espacio.

Toller vio enseguida que había cometido el error de apuntar alto, como para compensar una caída por la gravedad que no iba a producirse. El martillo arrastró la cuerda tras él y se detuvo en el aire a unos cuantos metros de Flenn, que estaba absorto moviendo los brazos como aspas de molino en un intento inútil de alcanzarlo. Rillomyner movió la cuerda intentando hacer bajar el martillo, pero sólo consiguió atraerlo una corta distancia hacia la nave.

— Así no puede ser — comentó Toller irritado —. Recógelo deprisa y lánzalo directamente hacia él.

Intentaba aplacar un sentimiento creciente de pánico y desesperación. Ahora Flenn se hundía visiblemente bajo la barquilla y era menos probable que el martillo lo alcanzase a medida que la velocidad aumentaba y los ángulos se hacían menos propicios para un lanzamiento certero. Lo que Flenn necesitaba con desesperación era un medio de reducir la distancia que lo separaba de la barquilla, y eso era imposible, a menos que… a menos que…

Una voz familiar habló dentro de la cabeza de Toller. Acción y reacción, decía Lain. Ése es el principio universal…

— Flenn puedes acercarte tú mismo — gritó Toller —. ¡Usa al carbel! Lánzalo directamente en dirección opuesta a la nave, tan fuerte como puedas. Eso hará que te desplaces hacia aquí.

Hubo una pausa antes de que Flenn respondiese.

— No puedo hacer eso, capitán.

— Es una orden — gritó Toller —. ¡Lanza el carbel y hazlo ahora mismo! Se nos acaba el tiempo.

Hubo una nueva espera inquietante, después Flenn empezó a rebuscar entre sus ropas. La luz del sol resaltó la superficie de su cuerpo cuando lentamente extrajo el animal verde rallado.

Toller maldijo con impotencia.

— ¡Deprisa, deprisa! Vamos a perderte.

— Ya me han perdido, capitán. — La voz de Flenn era resignada —. Pero quiero que lleven a Tinny a casa.

Realizó un movimiento repentino de barrido con el brazo y salió dando volteretas hacia atrás mientras el carbel volaba hacia la nave. Éste se desplazó demasiado bajo. Toller lo observó pasmado mientras el animal aterrorizado, maullando y arañando el aire, pasó de largo por debajo de la barquilla. Sus ojos amarillos parecieron clavársele. Flenn retrocedió una corta distancia antes de estabilizarse abriendo los brazos y las piernas. Se quedó descansando en la postura de un hombre ahogado, flotando con la cara hacia abajo sobre un océano invisible, su mirada dirigida a Overland, situado a miles de kilómetros, que lo había apresado en sus brazos gravitacionales.

— Estúpido enano — dijo Rillomyner sollozando mientras enviaba de nuevo el martillo, que serpenteó en el aire hacia Flenn. Se detuvo a poca distancia y a un lado de su objetivo. Flenn, con el cuerpo y los miembros rígidos, continuaba hundiéndose con velocidad creciente.

— Estará cayendo un día entero — susurró Zavotle —. Imaginadlo… un día entero… cayendo… Me pregunto si aún estará vivo cuando se golpee contra el suelo.

— Tenemos otras cosas en que pensar — dijo Toller con aspereza, apartándose de la pared de la barquilla, incapaz de observar cómo Flenn se reducía cada vez más.

Tenía instrucciones de abortar el vuelo en caso de perder a un miembro de la tripulación o de sufrir serios daños en la estructura de la nave. Nadie podía haber previsto que ambas circunstancias se producirían como resultado de un accidente aparentemente trivial con la estufa de la cocina, pero no podía dejar de sentirse responsable; y quedaba por ver si los administradores del E.E.E. lo considerarían también responsable.

— Conecta de nuevo los chorros — dijo a Rillomyner —. Volvemos a casa.

Загрузка...