UNO Fuego Azul 2077


LA LETANÍA ELECTROMAGNÉTICA
Franjas del espectro

Demos gracias por la luz, que se extiende más allá de nuestra visión.

Humillémonos ante el calor.

Bendigamos la energía que nos santifica.

Bendito sea Balmer, que nos dio las longitudes de onda.

Bendito sea Bohr, que nos dio la comprensión.

Bendito sea Lyman, que trascendió la visión.

Recitemos ahora las franjas del espectro.

Benditas sean las ondas largas de radio, que oscilan lentamente.

Benditas sean las ondas medias de radio, que a Hertz agradecemos.

Benditas sean las ondas cortas, eslabones de la humanidad, y benditas sean las microondas.

Benditos sean los infrarrojos, portadores del calor vivificador.

Bendita sea la luz visible, magnifícente en angstroms.

(Sólo en festividades señaladas: Bendito sea el rojo, sagrado para Doppler. Bendito sea el naranja. Bendito sea el amarillo, santificado por la mirada de Fraunhofer. Bendito sea el verde. Bendito sea el azul por su línea de hidrógeno. Bendito sea el añil. Bendito sea el violeta, henchido de energía.)

Benditos sean los ultravioletas, portadores de la riqueza solar.

Benditos sean los rayos X, sagrados para Roentgen, que los sondeó a fondo.

Benditos sean los gamma, en toda su energía; benditas sean las frecuencias más altas.

Demos gracias a Planck. Demos gracias a Einstein. Demos gracias en especial a Maxwell.

¡En nombre del espectro, del cuanto y del sagrado angstrom, paz!

1

El caos se extendía sobre la faz de la Tierra, pero a hombre que se hallaba en la Cámara de la Nada no le importaba en absoluto.

Diez mil millones de seres (¿o acaso serían ya doce en este momento?) luchaban por un lugar bajo el sol. Los rascacielos apuntaban hacia el firmamento como tallos de frijoles. Los marcianos se mofaban. Los venusinos escupían. Cultos extravagantes florecían por todas partes, y los vorsters se inclinaban ante sus diabólicas luces azules en un millar de capillas. Todo esto, por el momento, carecía de significado para Reynolds Kirby. Estaba al margen. Era el hombre encerrado en la Cámara de la Nada.

El lugar donde descansaba se encontraba a mil doscientos metros sobre las aguas azules del Caribe, en su apartamento del piso cien situado en Tortola, Islas Vírgenes. Un hombre tenía que descansar en alguna parte. Kirby, un importante funcionario de las Naciones Unidas, tenía derecho a gozar del calor y a dormitar, y destinaba una cantidad sustancial de su playa. Pudo ver la línea oscura del arrecife de coral; las aguas eran verdes en la zona de la orilla y de un azul intenso a medida que se alejaban de ella. El arrecife estaba muerto, por supuesto. Los sistemas vitales de las delicadas criaturas que lo habían construido ya no podían asimilar más combustible de motor, y el límite de tolerancia había sido sobrepasado bastante tiempo antes. Los aerodeslizadores que se desplazaban de isla en isla dejaban una estela mortífera a su paso.

El hombre de las Naciones Unidas cerró los ojos. Y los abrió enseguida, porque al bajar los párpados apareció en la pantalla de su cerebro la visión de la chica esper, retorciéndose, chillando, mordiéndose los nudillos, su piel amarilla cubierta de sudor. Y el vorster que estaba junto a ella movía de un lado a otro aquella condenada luz azul, mientras murmuraba: «Sosiégate, hija mía, sosiégate, pronto estarás en armonía con el Todo».

Eso había ocurrido el pasado jueves. Hoy era el miércoles siguiente. A estas alturas ya estará en armonía con el Todo, pensó Kirby, y habrán dispersado a los cuatro vientos un irreemplazable banco de genes. O a los siete vientos. A Kirby le costaba últimamente precisar los tópicos.

«Siete mares —pensó—. Cuatro vientos.»

La sombra de un helicóptero cruzó su campo de visión.

—Tu invitado está llegando —anunció el robot.

—Magnífico —replicó Kirby con ironía.

La noticia de que el marciano estaba al llegar puso nervioso a Kirby. Le habían elegido como guía, mentor y perro guardián del visitante procedente de la colonia marciana. Mucho dependía de mantener re laciones cordiales con los marcianos, porque representaban mercados vitales para la economía de la Tierra. También representaban vigor y energía, cuali dades que escaseaban en la Tierra.

Pero relacionarse con ellos —susceptibles, veleido sos, impredecibles— era también sumamente compli cado. Kirby sabía que le esperaba un trabajo difícil Tenía que alejar al marciano de todo posible peligro mimarle y cuidarle, sin parecer en ningún momento condescendiente u obsequioso. Y si Kirby lo estro peaba… Bien, podría ser lamentable para la Tierra y fatal para la carrera de Kirby.

Opacó la ventana y corrió hacia su dormitorio pa ra ataviarse como correspondía a su alcurnia: túnica gris ajustada, fular verde, botas de piel azul, guantes de malla dorada reluciente. Cuando el anunciador llegó con un estruendo metálico para informarle que Nathaniel Weiner de Marte había llegado, Kirby iba vestido de pies a cabeza como el importante funcionario terrícola que era.

—Hágale pasar —dijo.

La puerta se abrió como un diafragma y el marciano entró con movimientos ágiles. Era un hombre pequeño y corpulento, de unos treinta años, hombros anormalmente anchos, labios finos, pómulos salientes y ojos brillantes y oscuros. Parecía físicamente fuerte, como si no hubiera pasado la vida en la atmósfera liviana de Marte, sino luchando contra la gravedad asesina de Júpiter. Estaba muy bronceado, y una red de arrugas partía del rabillo de los ojos. Parecía agresivo, pensó Kirby. Parecía arrogante.

—Ciudadano Kirby, es un placer conocerle dijo el marciano con voz rasposa y pronfunda.

—El honor es mío, ciudadano Weiner.

—Permítame —dijo Weiner, desenfundando la pistola láser. El robot de Kirby se apresuró a adelantarse con la almohada de terciopelo. El marciano colocó el arma con todo cuidado sobre el lujoso complemento. El robot se deslizó por la estancia y entregó la pistola a Kirby.

—Llámame Nat —dijo el marciano.

Kirby esbozó una breve sonrisa. Tomó la pistola, resistió la loca tentación de reducirle a cenizas en el acto y la examinó. Después volvió a depositarla sobre la almohada, haciendo un gesto al robot para que la devolviera a su propietario.

—Mis amigos me llaman Ron —dijo Kirby—. Reynolds es un nombre bastante feo.

—Encantado de conocerte, Ron. ¿Qué hay de beber?

La ruptura del protocolo desagradó a Kirby, pero mantuvo una imperturbabilidad diplomática. El marciano había respetado meticulosamente el ritual de la pistola, pero cabía esperarlo de cualquier habitante de la frontera; no implicaba que siguiera comportándose con el mismo escrúpulo.

—Lo que quieras, Nat —dijo con suavidad Kirby—. Sintéticos, auténticos… Pide y lo tendrás. ¿Qué te parece un ron filtrado?

—He tomado tanto ron que ya me sale por las orejas, Ron. Esos gabogos de San Juan se lo beben como si fuera agua. ¿Tienes un whisky decente?

—Teclea —dijo Kirby, con un majestuoso gesto de la mano. El robot cogió el tablero del bar y lo acercó al marciano. Weiner echó un vistazo a los botones y tecleó un par, casi al azar.

—He pedido uno de centeno doble para ti —anunció Weiner—, y un bourbon doble para mí.

Kirby empezaba a divertirse. El rudo colono no sólo escogía su bebida, sino la de su anfitrión. ¡Un whisky de centeno doble! Kirby disimuló su sorpresa y aceptó la bebida. Weiner se arrellanó en un balancín de espuma trenzada. Kirby también se sentó.

—¿Cómo va tu visita a la Tierra? —preguntó Kirby.

—Bastante bien. Bastante bien. De todos modos, me pone enfermo ver tanta gente apretujada.

—Es la condición humana.

—En Marte no, ni tampoco en Venus.

—Es cuestión de tiempo.

—Lo dudo. Allá arriba sabemos cómo controlar el aumento de población, Ron.

—Y nosotros también. Nos costó un tiempo metérselo en la cabeza a todo el mundo, y para entonces ya éramos diez mil millones de personas. Confiamos en que la tasa de aumento descienda.

—¿Sabes una cosa? Deberíais coger a una persona de cada diez y echarla a los convertidores. Obtendríais un buen pico de energía a cambio de toda esa carne. Eliminaríais mil millones de personas de la noche a la mañana —rió por lo bajo—. Es broma. No sería ético.

—No eres el primero en sugerirlo, Nat —sonrió Kirby—. Y algunos lo dijeron muy en serio.

—Disciplina: ésa es la respuesta a todos los problemas humanos. Disciplina y más disciplina. Abnegación. Planificación. Este whisky es condenadamente bueno, Ron. ¿Otra ronda?

—Sírvete.

Weiner lo hizo con generosidad.

—Vaya con el brebaje —murmuró—. No tenemos bebidas como éstas en Marte. Tengo que admitirlo, Ron. Este planeta, a pesar de lo mal que huele y lo abarrotado que está, no carece de ventajas. No me gustaría vivir aquí, te lo aseguro, pero me alegra haber venido. Las mujeres… ¡Ummmm! ¡Las bebidas! ¡Los estímulos!

—¿Llevas aquí dos días?

—Exacto. Una noche en Nueva York… Ceremonias, un banquete, toda esa basura, patrocinada por la Asociación Colonial. Después fui a Washington para ver al presidente. Simpático el chico, aunque un poco panzudo. Le conviene algo de ejercicio. Luego, esa idiotez de San Juan, un día de hermandad con los camaradas de Puerto Rico, esa clase de basura. Y ahora aquí. ¿Qué se puede hacer aquí, Ron?

—Bien, podemos bajar a nadar un poco…

—Puedo nadar todo lo que me dé la gana en Marte. No quiero ver agua, sino civilización. Complejidad —los ojos de Weiner brillaban. Kirby comprendió de repente que el tipo ya había llegado borracho, y que los dos tragos largos de bourbon le habían colocado a modo—. ¿Sabes lo que quiero hacer, Kirby? Quiero salir y revolearme un poco en la basura. Quiero ir a fumaderos de opio. Quiero ver a espers en éxtasis. Quiero acudir a una sesión vorster. Quiero vivir la vida, Ron. Quiero experimentar a fondo la Tierra… ¡basura incluida!

2

El salón de los vorsters se hallaba en un viejo edificio desvencijado, casi en ruinas, situado en el centro de Manhattan, a un tiro de piedra de las Naciones Unidas. Kirby se sentía reacio a entrar; nunca había vencido su repugnancia por los barrios bajos, ni siquiera ahora, cuando el mundo se había convertido en una inmensa y apiñada barriada. Pero Nat Weiner lo había ordenado, y así debía ser. Kirby le había traído aquí porque era el único reducto de los vorsters que había visitado antes, por lo que no se encontraría tan fuera de lugar entre los fieles.

El letrero sobre la puerta decía en letras brillantes pero semiborradas:


HERMANDAD DE LA RADIACIÓN INMANENTE
SED TODOS BIENVENIDOS
SERVICIOS DIARIOS
SANAD VUESTROS CORAZONES
ARMONIZAOS CON EL TODO

—¡Fíjate en eso! ¡Sanad vuestros corazones! ¿Cómo está tu corazón, Kirby? —comentó riendo Weiner al ver el letrero.

—Está perforado en varios puntos. ¿Vamos a entrar?

—¿A ti qué te parece? respondió Weiner.

El marciano estaba borracho como una cuba, pero Kirby se vio forzado a admitir que lo llevaba con dignidad. Kirby, a lo largo de la prolongada velada, ni siquiera había intentado competir con el enviado de la colonia, pero aun así se sentía mareado y sobreexcitado. Le picaba la punta de la nariz. Ardía en deseos de desembarazarse de Weiner y volver a la Cámara de la Nada para purificar su cuerpo de tanto veneno.

Pero Weiner quería pasárselo en grande, y era difícil culparle por ello. Marte era un lugar duro, que apenas concedía tiempo para el placer. Terraformar un planeta exigía el máximo esfuerzo. La tarea estaba casi terminada, después de dos generaciones de trabajo, y el aire de Marte estaba limpio y apto, pero nadie se atrevía todavía a relajarse. Weiner había venido para negociar un acuerdo comercial, pero también era su primera oportunidad de escapar a los rigores de la vida en Marte. La llamaban la Esparta del espacio. Y esto era Atenas.

Entraron en el salón vorster.

Se trataba de una estancia oblonga, larga y angosta. Una docena de filas de bancos sin pintar corrían de pared a pared, con un pasillo estrecho a un lado. Al fondo se hallaba el altar, en el que brillaba la inevitable radiación azul. Detrás se erguía un hombre alto, esquelético, calvo y barbudo.

—¿Es ése el sacerdote? susurró estruendosamente Weiner.

—No creo que les llamen sacerdotes —dijo Kirby—, pero es el que lleva la voz cantante.

—¿Tomaremos la comunión?

—Limitémonos a mirar —sugirió Kirby.

—Fíjate en esos condenados maníacos —dijo Weiner el marciano.

—Es un movimiento religioso muy popular.

—No lo entiendo.

—Observa y escucha.

—Ahí de rodillas…, humillándose ante esa porquería de reactor…

Algunas cabezas se volvieron en su dirección. Kirby suspiró. No tenía el menor aprecio por los vorsters o su religión, pero tampoco le agradó la rotunda profanación de su fe. Agarró por el brazo al marciano, sin el menor miramiento, le guió hasta el banco más cercano y le obligó a arrodillarse, colocándose a su lado. Weiner le dirigió una mirada de reproche. A los colonos no les gustaba que los extranjeros les tocaran. Un venusino habría acuchillado a Kirby por algo parecido, aunque, por suspuesto, un venusino no visitaría la Tierra, ni mucho menos se metería en un salón vorster.

Weiner, ceñudo, se inclinó hacia adelante para contemplar la ceremonia. Kirby forzó la vista en la tenue oscuridad para observar al hombre situado detrás del altar.

El reactor, un cubo de cobalto 60, recubierto de agua que neutralizaba las peligrosas radiaciones antes de que chamuscaran la carne, estaba en funcionamiento y brillaba. Kirby distinguió en la oscuridad un débil resplandor azul, que aumentaba de intensidad poco a poco. Una luz blancoazulada ocultaba la rejilla del diminuto reactor, y un extraño fulgor azul verdoso, que parecía casi púrpura en su núcleo, remolineaba en torno suyo. Era el Fuego Azul, la espectral luz fría de la radiación Cerenkov, que se extendía hasta abrazar toda la estancia.

Kirby sabía que no se trataba de nada místico. Los electrones se agitaban en el depósito de agua, moviéndose a una velocidad superior a la de la luz en ese medio, y mientras se movían lanzaban un chorro de fotones. Precisas ecuaciones explicaban el origen del Fuego Azul. En honor a la verdad, los vorsters no le adjudicaban propiedades sobrenaturales, pero era un instrumento simbólico útil, un foco de los sentimientos religiosos, más atrayente que la crucifixión, más dramático que las Tablas de la Ley.

—Toda vida surge de una sola Unidad —dijo con voz serena el vorster que oficiaba—. Debemos la infinita variedad del universo al movimiento de los electrones. Los átomos se encuentran; sus partículas se entrelazan. Los electrones saltan de órbita en órbita, y tienen lugar cambios químicos.

—¿Oyes lo que dice ese piojoso bastardo? bufó Weiner—. ¡Una lectura química!

Kirby se mordió el labio, angustiado. Una chica sentada en el banco que había frente a ellos se volvió y dijo en voz baja y perentoria:

—Por favor. Limítense a escuchar…, por favor.

Su aspecto era tan pasmoso que Weiner se quedó mudo de sorpresa. El marciano dio un respingo, es tupefacto. Kirby, que ya había visto antes mujeres alteradas quirúrgicamente, apenas reaccionó. Copas iridiscentes cubrían los huecos donde habían estado sus orejas. Un ópalo estaba engastado en el hueso de la frente. Sus párpados eran de chapa de oro brillante. Los cirujanos habían hecho algo a su nariz y labios. Tal vez había sufrido un horrible accidente. Lo más probable era que se hubiera mutilado con propósitos estéticos. Locura. Locura.

Por la energía del sol —dijo el vorster—, por la savia de las plantas, por la maravilla incomparable del crecimiento damos gracias al electrón. Por los enzimas de nuestro cuerpo, por las sinapsis de nuestro cerebro, por el latido de nuestro corazón damos gracias al electrón. Combustible y comida, luz y calor, alimento y energía, todo surge de la Unidad, todo surge de la Radiación Inmanente…

Kirby comprendió que era una letanía. A su alrededor, la gente se mecía al compás de las palabras semicanturreadas, asentía con la cabeza e incluso lloraba. El Fuego Azul se expandió y llegó hasta el desvencijado techo. El hombre del altar realizó una especie de bendición con sus brazos largos como las patas de una araña.

—¡Venid! —gritó—. ¡Arrodillaos y cantad las alabanzas! ¡Enlazad los brazos, inclinad la cabeza, dad gracias a la unidad fundamental de todas las cosas!

Los vorsters empezaron a caminar arrastrando los pies hasta el altar. Recuerdos de su niñez episcopaliana despertaron en Kirby: avanzar por el pasillo para tomar la comunión, la hostia en la lengua, el veloz trago de vino, el olor a incienso, el crujido de las vestiduras sacerdotales. Hacía veinticinco años que no acudía a un servicio. Existía una diferencia abismal entre la magnificencia de la catedral y la ruinosa fealdad del improvisado templo, pero Kirby, por un momento, experimentó un fugaz sentimiento religioso, un levísimo impulso de avanzar con los demás y postrarse de hinojos ante el reactor centelleante.

La idea le sorprendió y aturdió.

¿Cómo se le había ocurrido? Esto no era religión. Era devoción a un culto, un movimiento efímero, la última moda, que desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. ¿Diez millones de conversos de la noche a la mañana? ¿Y qué? El nuevo profeta aparecería mañana o pasado mañana exhortando a los fieles a hundir las manos en la solución rutilante de un contador de centelleo, y los salones vorsters se quedarían vacíos. Esto no era Piedra, sino arenas movedizas.

Pero aquel impulso momentáneo…

Kirby apretó los labios. Pensó que se debía a la tensión de escoltar durante toda la noche a aquel marciano salvaje. Le importaba un bledo la Unidad Celestial. La unidad fundamental de todas las cosas no significaba nada para él. Este lugar sólo podía atraer a los cansados, a los neuróticos, a los hambrientos de novedades, a los que pagaban gustosamente una buena cantidad para que les cortasen las orejas y les hendiesen la nariz. El hecho de que hubiera estado casi a punto de sumarse a los demás comulgantes ante el altar daba la medida de su propia desesperación.

Se relajó.

Y en el mismo momento Nat Weiner se levantó de un brinco y avanzó tambaleándose por el pasillo.

—¡Salvadme! —gritó el marciano—. ¡Sanad mi jodida alma! ¡Mostradme la Unidad!

—Arrodíllate con nosotros, hermano —dijo el líder vorster con voz afable.

—¡Soy un pecador! —chilló Weiner—. ¡Estoy empapado de alcohol y corrupción! ¡He de salvarme! ¡Abrazo el electrón! ¡Me entrego!

Kirby avanzó presuroso tras él. ¿Hablaría Weiner en serio? Los marcianos eran famosos por su rechazo a todos los movimientos religiosos, incluidos los establecidos y legales. ¿Habría sucumbido a la diabólica luz azul?

—Toma las manos de tus hermanos —murmuró el líder—. Humilla tu cabeza y deja que el resplandor te envuelva.

Weiner miró a su izquierda. La chica de las alteraciones quirúrgicas estaba arrodillada a su lado. Le tendió la mano. Cuatro dedos de carne, uno de metal teñido de azul turquesa.

—¡Es un monstruo! —aulló Weiner—. ¡Lleváosla! ¡No dejaré que me corten en pedazos!

—Tranquilízate, hermano…

—¡Sois una pandilla de farsantes! ¡Farsantes, farsantes, farsantes! ¡Nada más que una banda de…!

Kirby llegó junto a él. Hundió sus dedos en los prominentes músculos de la espalda de Weiner, con una fuerza que el marciano, a pesar de su borrachera, no podía dejar de advertir.

—Vamonos, Nat —dijo Kirby en voz baja y urgente—. Salgamos de aquí.

—¡Sácame tus sucias manos de encima, terrícola!

—Nat, por favor… Estamos en un templo…

—¡Estamos en un manicomio! ¡Locos, locos, locos! ¡Míralos, arrodillados como deleznables maníacos! —Weiner luchó por ponerse en pie. Parecía que su voz retumbante fuera a derribar las paredes—. ¡Soy un hombre libre de Marte! ¡Excavo en el desierto con estas manos! ¡He visto cómo se llenaban los océanos! ¿Qué habéis hecho vosotros? ¡Cortaros los párpados y revolcaros en la porquería! ¡Y tú…, sacerdote de pacotilla, les robas el dinero y te encanta!

El marciano se aferró al pasamanos del altar y saltó por encima, acercándose peligrosamente al brillante reactor. Se abalanzó hacia el alto y barbudo vorster.

El sacerdote, sin perder la calma, extendió un largo brazo, abriéndose paso entre los movimientos espasmódicos de los miembros de Weiner. Las puntas de sus dedos tocaron durante una fracción de segundo la garganta del marciano.

Weiner se desplomó como un saco.

3

—¿Ya te encuentras bien? —preguntó Kirby con la garganta seca. Weiner se agitó.

—¿Dónde está la chica?

—¿La de las alteraciones?

—No —dijo con voz rasposa—. La esper. Quiero tenerla cerca de nuevo.

Kirby miró a la esbelta muchacha de cabello azul. Ella asintió con expresión tensa y cogió la mano de Weiner. El rostro del marciano estaba perlado de sudor, y todavía tenía los ojos desencajados. Se hallaba acostado, con la cabeza apoyada sobre varias almohadas, las mejillas hundidas.

Se encontraban en un esnifario, enfrente del salón vorster. Kirby había tenido que sacar al marciano del lugar, cargándolo sobre los hombros; los vorsters no permitían la entrada a los robots. El esnifario le pareció un lugar tan apropiado como cualquier otro para llevarle.

La chica esper salió a su encuentro cuando Kirby entró en el local tambaleándose. También era vorster, como atestiguaba el cabello azul, pero, por lo visto, había dado por concluidas sus tareas religiosas del día y estaba rematando la jornada con una rápida inhalación. Se había inclinado con instantánea compasión para examinar de cerca la cara enrojecida y sudorosa de Weiner, preguntándole a Kirby si su amigo había sufrido un ataque.

—No estoy muy seguro de lo que ocurrió —dijo Kirby—. Estaba bebido y provocó un altercado en el salón vorster. El responsable del servicio le tocó la garganta.

La chica sonrió. Era de aspecto frágil, parecía una niña extraviada y no sobrepasaría los dieciocho o diecinueve años. Afligida por el don. Cerró los ojos, cogió la mano de Weiner y apretó la ancha muñeca hasta que el marciano revivió. Kirby no supo lo que había hecho. Todo esto constituía un misterio para él.

Weiner, que recobraba las fuerzas visiblemente, trató de incorporarse. Aferró la mano de la joven, y ella no hizo nada para soltarse.

—¿Con qué me golpearon? —preguntó Weiner.

—Fue una momentánea alteración de tu carga —explicó la chica. El hombre paralizó tu corazón y tu cerebro durante una milésima de segundo. No quedarán secuelas.

—¿Cómo lo hizo? Apenas me tocó con los dedos.

—Existe una técnica. Te pondrás bien.

Weiner miró fijamente a la chica.

—¿Eres una esper? ¿Me estás leyendo el pensamiento?

—Soy una esper, pero no leo el pensamiento. Sólo soy una empat. Todos estáis poseídos por el odio. ¿Por qué no vuelves allí? Pídele que te perdone. Sé que lo hará. Deja que él te enseñe. ¿Has leído el libro de Vorst?

—¿Por qué no te vas al infierno? —dijo Weiner hastiado—. No, no lo harás. Eres demasiado lista. También tenemos espers listos en Marte. ¿Quieres pasarlo bien esta noche? Me llamo Nat Weiner, y éste es mi amigo Ron Kirby. Reynolds Kirby. Es un coñazo, pero le daremos el esquinazo —el marciano aumentó la presión de su mano—. ¿Qué me dices?

La chica no contestó. Se limitó a fruncir el ceño. Weiner hizo una extraña mueca y le soltó el brazo. Kirby, al observarlo, tuvo que disimular una sonrisa. Weiner se complicaba la vida en todas partes. Este era un mundo complicado.

—Cruza la calle y vuelve allí —susurró la chica—. Ellos te ayudarán.

Se volvió sin esperar su réplica y se desvaneció en la oscuridad. Weiner se pasó la mano por la frente como si estuviera limpiando de telarañas su cerebro. Se puso en pie con un esfuerzo, ignorando la mano extendida de Kirby.

—¿En qué clase de sitio estamos? —preguntó.

—Es un esnifario.

—¿Van a predicarme también aquí?

—Sólo te nublarán un poco el cerebro —dijo Kirby—. ¿Quieres probarlo?

—Claro, ya te dije que quería probarlo todo. No tengo la suerte de venir a la Tierra cada día.

Weiner sonrió, pero la sonrisa era sombría. Ya no parecía estar tan colocado como una hora antes. Ser puesto fuera de combate por el vorster le había serenado algo. Sin embargo, continuaba en forma, dispuesto a embeberse de todos los pecaminosos placeres que este perverso planeta podía ofrecerle.

Kirby se preguntó si las cosas le estaban saliendo tan mal como parecía. No había forma de saberlo… Todavía no. Más tarde, por supuesto, cabía la posibilidad de que Weiner protestara por el trato recibido, y Kirby se encontraría transferido bruscamente a tareas menos delicadas. Un pensamiento desagradable, por cuanto otorgaba una gran importancia a su carrera; quizá representaba lo más importante de su vida. No quería arruinarla en una sola noche.

Ambos se dirigieron hacia los reservados.

—Explícame una cosa —dijo Weiner—. ¿Esa gente cree de veras en todo ese rollo del electrón?

—La verdad es que no lo sé. No lo he estudiado en profundidad, Nat.

—Has sido testigo de la aparición del movimiento. ¿Cuántos miembros tendrá ahora?

—Un par de millones, supongo.

Eso es mucho. En Marte sólo tenemos siete millones de habitantes. Si hay tantos chiflados adeptos al culto…

—En la Tierra existen actualmente montones de nuevas sectas religiosas. Es una época apocalíptica. La gente desea ansiosamente que la tranquilicen. Experimenta la sensación de que los acontecimientos han dejado atrás a la Tierra, de modo que busca la unidad, alguna forma de escapar a la confusión y la fragmentación.

—Si quieren unidad, que vengan a Marte. Tenemos trabajo para todos, y no nos queda tiempo para comernos el tarro sobre la unidad— Weiner lanzó una carcajada—. Al infierno con ello. ¿Qué vamos a esnifar?

—El opio está pasado de moda. Inhalamos los productos más exóticos. Dicen que las alucinaciones son muy divertidas.

—¿Dicen? ¿No lo sabes? ¿Es que no tienes información de primera mano sobre nada, Kirby? Ni siquiera estás vivo. Eres un zombi. Un hombre necesita ciertos vicios, Kirby.

El hombre de las Naciones Unidas pensó en la Cámara de la Nada que le esperaba en la elevada torre de la balsámica Tórtola. Su rostro no se alteró en ningún momento.

—Algunas personas estamos demasiado ocupadas pera dedicarnos a los vicios —dijo. Sin embargo, creo que tu visita va a enseñarme muchas cosas, Nat. Vamos a esnifar.

Un robot rodó hasta ellos. Kirby aplicó su pulgar derecho a la placa amarilla encajada en el pecho del robot. Se encendió una luz cuando la huella dactilar de Kirby quedó grabada.

—Pasaremos la factura a su central —dijo el robot.

Su voz era absurdamente profunda: problemas de tono en la cinta madre, sospechó Kirby. El robot se alejó escorando un poco a estribor. Las tripas oxidadas, se imaginó Kirby. Cabía la posibilidad de que no le cobraran la factura. Tomó una máscara de esnifar y se la tendió a Weiner, que se tumbó confortablemente en el sofá apoyado contra la pared del reservado. Weiner se puso la máscara, Kirby tomó otra y se la ajustó sobre la nariz y la boca. Cerró los ojos y se arrellano en el balancín de espuma trenzada situado junto a la entrada del reservado. Tras un momento sintió el gas que se introducía por sus fosas nasales. Poseía un repugnante olor agridulce, un olor sulfúrico.

Kirby aguardó la alucinación.

Sabía que mucha gente pasaba horas cada día en reservados como éste. El gobierno no cesaba de aumentar los impuestos para desalentar a los esnifadores, pero aun así seguían acudiendo, pagando diez, veinte, treinta dólares por esnifada. El gas en sí no era adictivo, no influía en el metabolismo como la heroína. Se trataba más bien de una adicción psicológica, algo que podía vencerse en caso de intentarlo, pero nadie se tomaba la molestia de probarlo, como en la adicción al sexo o al alcoholismo moderado. Para algunos era una especie de religión. Cada uno se hacía su propio credo; un mundo tan poblado albergaba multitud de creencias.

Una joven hecha de diamantes y esmeraldas caminaba por el cerebro de Kirby.

Los cirujanos habían eliminado hasta el último trozo de carne de su cuerpo. Sus ojos poseían el brillo frío de las piedras preciosas; sus pechos eran globos de ónice blanco rematados por rubíes; sus labios, franjas de alabastro; su cabello, hebras de oro amarillo. Fuego azul oscilaba a su alrededor, fuego vorster que crepitaba de manera extraña.

—Estás cansado, Ron —dijo ella—. Necesitas evadirte de ti mismo.

—Lo sé. Ya utilizo la Cámara de la Nada cada dos días. Intento evitar el colapso nervioso.

—Tu problema es que eres demasiado rígido. ¿Por qué no visitas a mi cirujano? Cámbiate. Despréndete de toda esa estúpida carne. La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; de la corrupción no nace la incorrupción.

—No —murmuró Kirby. No se trata de eso. Todo lo que necesito es un poco de descanso. Un buen baño, sol, una cura de sueño. Pero debo cuidar de ese marciano chiflado.

La alucinación rió de modo estridente, hizo ondear los brazos y ejecutó una circunvolución sinuosa. Habían reemplazado los dedos por astillas de marfil. Las uñas eran de cobre pulido. La lengua lasciva que asomaba entre los labios de alabastro era una serpiente de llamativo fexiplast.

—Presta atención —canturreó voluptuosamente—. Te desvelaré un misterio. No dormiremos, sino que seremos transformados.

—Dentro de un momento —dijo Kirby. En un abrir y cerrar de ojos. La trompeta sonará.

—Y los muertos resucitarán incorruptos. Hazlo, Ron. Parecerás mucho más atractivo. Hasta es posible que tu próximo matrimonio salga un poco mejor. La echas de menos… Admítelo. Deberías verla ahora. Tu amada yace a profundidad cinco. Pero es feliz. Porque lo corruptible debe tender a la incorrupción, y lo mortal debe tender a la inmortalidad.

—Soy un ser humano protestó Kirby. No quiero convertirme en una pieza de museo ambulante como tú o como ella, pongamos por caso. Ni siquiera si se pusiera de moda entre los hombres.

La luz azul empezó a latir y enturbiar la visión de su cerebro.

—No obstante, Ron, necesitas algo. La Cámara de la Nada no es la respuesta. No es… nada. Afíliate. Hazte miembro. El trabajo tampoco es la respuesta. Únete. Únete. ¿No quieres esculpirte? Muy bien, conviértete en un vorster. Ríndete a la Unidad. Que la muerte sea engullida victoriosamente.

—¿No puedo continuar siendo yo mismo? —gritó Kirby.

—Lo que eres no basta. Ahora no. Ya no. Vivimos tiempos difíciles. Un mundo abrumado de problemas. Los marcianos se burlan de nosotros. Los venusinos nos desprecian. Necesitamos una nueva organización, nueva energía. El pecado es el aguijón de la muerte, y la fuerza del pecado es la ley. Tumba, ¿dónde está tu victoria?

Un desenfrenado torbellino de colores bailó en la mente de Kirby. La mujer alterada quirúrgicamente hizo una pirueta, saltó, se agitó y exhibió su vistosa magnificencia sembrada de joyas frente a él. Kirby se estremeció. Aferró frenéticamente la máscara. ¿Por esta pesadilla había pagado una elevada suma? ¿Cómo era posible que la gente se enganchara en esta experiencia, este viaje por los pantanos de la mente?

Kirby se arrancó la máscara de esnifar y la tiró al suelo del reservado. Llenó sus pulmones de aire fresco, parpadeó y volvió a la realidad.

Estaba solo en el reservado.

Weiner, el marciano, se había ido.

4

El robot responsable del esnifario no le sirvió de ayuda.

—¿Adónde se fue? preguntó Kirby.

—Se marchó —fue la herrumbrosa respuesta—. Dieciocho dólares y sesenta centavos. Pasaremos la factura a su central.

—¿Dijo adonde iba?

—No conversamos. Se marchó. ¡Auuuurk! No conversamos. Pasaremos la factura a su central. ¡Auuuurk!

Kirby lanzó una maldición y salió corriendo a la calle. Miró involuntariamente al cielo. Vio brillar las letras color limón de la información horaria luminosa que flotaba en el firmamento, moteada de rojo en algunos puntos:


LAS 22:05, HORA OFICIAL DEL ESTE
VIERNES 8 DE MAYO DE 2077
COMPRE FREEBLES: ¡SON CRUJIENTES!

Faltaban dos horas para la medianoche. Tiempo suficiente para que aquel colono lunático se metiera en líos. Lo último que Kirby deseaba era a un Weiner borracho, y tal vez alucinado, suelto por Nueva York. La misión no se reducía a depararle una mera hospitalidad. Parte del trabajo de Kirby consistía en vigilar a Weiner. Los marcianos ya habían venido a la Tierra antes. La sociedad liberada les sentaba como un vino cabezón.

¿Adonde habría ido?

Un sitio probable era el salón vorster. Quizá Weiner había vuelto para armar un poco más de jaleo. Kirby, sudando por todos los poros de su cuerpo, atravesó la calle a toda prisa, esquivando las lágrimas propulsadas que pasaban, y se precipitó en el interior de la destartalada capilla. El servicio proseguía. No parecía que Weiner estuviera presente. Todo el mundo estaba sentado dócilmente en sus bancos, y no se producían gritos, chillidos ni carcajadas de borrachos. Kirby avanzó en silencio por el pasillo, examinando cada banco. Ni rastro de Weiner. La chica de la cara alterada continuaba allí; sonrió y le tendió la mano. Durante un pavoroso momento, Kirby se sintió catapultado de nuevo hacia su alucinación, y se le puso la carne de gallina. Cuando logró recobrarse, forzó una leve sonrisa de cortesía y salió del recinto vorster lo más rápido que pudo.

Subió a la cinta deslizante y dejó que le transportara al azar, a varias manzanas de distancia. Ni rastro de Weiner. Kirby descendió y se encontró frente a una Cámara de la Nada pública, donde por veinte pavos a la hora era posible entregarse a un delicioso olvido. Tal vez Weiner había entrado, ansioso de probar todas las diversiones alienantes que la ciudad ofrecía. Kirby cruzó el umbral.

No había robots a cargo del negocio, sino un verdadero empresario de carne y hueso, rebosante de papadas, que pesaría unos doscientos kilos. Unos ojillos sepultados en grasa observaron a Kirby con aire incierto.

—¿Le apetece una hora de descanso, amigo?

—Estoy buscando a un marciano —dijo de sopetón Kirby—. Así de alto, hombros anchos, pómulos salientes.

—No le he visto.

—Tal vez esté en uno de sus depósitos. Esto es importante. Asunto de las Naciones Unidas.

—Me da igual que sea asunto de Dios Todopoderoso. No le he visto —el gordo dirigió un vistazo fugaz a la placa de identificación de Kirby—. ¿Qué quiere que haga, que le abra los depósitos? Aquí no ha entrado.

—Si viene, no le permita alquilar una cámara. Distráigale y llame a Seguridad de las Naciones Unidas en el acto.

—He de alquilarla si quiere. Esto es un local público, colega. ¿Quiere meterme en líos? Escuche, le veo muy fatigado. ¿Por qué no pasa un rato en un depósito? Le sentará de maravilla. Se sentirá como…

Kirby giró sobre sus talones y salió a toda prisa. Sentía náuseas, provocadas tal vez por el alucinógeno. También tenía miedo y un buen cabreo. Se imaginó a Weiner asaltado en un callejón oscuro y su cuerpo enorme viviseccionado expertamente para los bancos de órganos clandestinos. Un destino merecido, bien mirado, pero tiraría por los suelos la reputación de Kirby. Lo más probable sería que Weiner, desmandado como un toro chino —Kirby se preguntó si la comparación era correcta—, se metiera en tal lío que costara Dios y ayuda sacarle de él.

Kirby no tenía idea de dónde buscarle. Se topó con una publicabina en la esquina de la calle siguiente y se coló en su interior, oscureciendo los cristales. Introdujo su placa de identificación en la ranura y pulsó el número de Seguridad de las Naciones Unidas.

La brumosa pantalla se iluminó y apareció el rostro barbudo y regordete de Lloyd Ridblom.

—Patrulla nocturna —dijo Ridblom. Hola, Ron. ¿Dónde está tu marciano?

—Lo he perdido. Me dio el esquinazo en un esnifario.

Ridblom se animó al instante.

—¿Quieres que suelte un televector en su busca?

—Todavía no. Creo que no tiene idea de que su desaparición nos pueda preocupar. Lo mejor será que pongas el vector tras mis huellas y sigamos en contacto. Pon en marcha un dispositivo de rutina para localizarle. Si se deja ver, notifícamelo enseguida. Llamaré dentro de una hora para cambiar las instrucciones si no ha sucedido nada para entonces.

—Quizá le hayan raptado los vorsters —sugirió Ridblom—. Estarán extrayéndole la sangre para obtener vino de misa.

—Vete al cuerno —dijo Kirby. Salió de la cabina y apoyó un momento los pulgares sobre sus ojos. Se dirigió lenta y deliberadamente hacia la cinta deslizante y dejó que le condujera de vuelta al salón vorster. Unas cuantas personas estaban saliendo del templo, entre ellas la chica de las conchas iridiscentes. No se contentaba con entrometerse en sus alucinaciones; también se cruzaba en su camino en la vida real.

—Hola —dijo la joven. Al menos, su voz era afable—. Soy Vanna Marshak. ¿Adonde ha ido tu amigo?

—Es lo que me pregunto. Se volatilizó hace un rato.

—¿Se supone que debes cuidar de él?

—Se supone que debo vigilarle, en cualquier caso. Es un marciano, ¿sabes?

—No lo sabía. Se ha mostrado muy hostil hacia la Hermandad, ¿verdad? Fue muy triste la forma en que interrumpió el servicio. Debe de estar terriblemente enfermo.

—Terriblemente borracho —rectificó Kirby—. Les pasa a todos los marcianos que vienen aquí. Les abren la jaula y se imaginan que todo es posible. ¿Puedo invitarte a una copa? —añadió de forma mecánica.

—No bebo, pero te acompañaré si te apetece.

—No me apetece una. Necesito una.

—No me has dicho tu nombre.

—Ron Kirby. Trabajo para las Naciones Unidas. Soy un burócrata de segunda. Bueno, corrijo: un burócrata de primera pagado como uno de segunda. Entremos aquí.

Tocó con el codo el adorno de un bar de la esquina. El esfínter se abrió con un relincho y les dejó pasar. La joven exhibió una cálida sonrisa. Tendría unos treinta años, calculó Kirby. Era difícil acertar, con toda aquella quincalla que sustituía a su cara.

—Ron filtrado —pidió Kirby.

Vanna Marshak se apoyó en la barra, muy cerca de él. Llevaba un perfume sutil y desconocido.

—¿Por qué le trajiste a la casa de la Hermandad? —preguntó.

Kirby engulló su bebida como si fuera zumo de limón.

—Quería ver cómo eran los vorsters, de modo que le complací.

—Deduzco, por tanto, que no nos tienes antipatía.

—Carezco de opinión. He estado demasiado ocupado para prestaros atención.

—Eso no es cierto —dijo ella con desenvoltura—. Piensas que es una chifladura, ¿no?

Kirby pidió una segunda bebida.

—Muy bien —admitió—. Es cierto. Es una opinión superficial que no se basa en ninguna información veraz.

—¿No has leído el libro de Vorster?

—No.

—Si te regalo un ejemplar, ¿lo leerás?

—Supongo. Una prosélita con un corazón de oro —rió. Se sentía borracho otra vez.

—No me parece divertido. Eres contrario a las alteraciones quirúrgicas, ¿no?

—Mi esposa, cuando todavía era mi esposa, se cambió toda la cara. Me enfadé tanto que me dejó. Hace tres años. Ahora está muerta. Ella y su amante murieron al estrellarse su cohete en Nueva Zelanda.

—Lo siento muchísimo, pero yo no me lo hubiera hecho de haber conocido las enseñanzas de Vorst. Era insegura, indecisa. Hoy sé a dónde me dirijo…, pero es demasiado tarde para recuperar mi auténtica cara. De todas formas, creo que resulta bastante atractiva.

—Adorable. Hablame de Vorst.

—Es muy sencillo. Quiere que el mundo recupere los valores espirituales. Quiere que todos seamos conscientes de nuestra naturaleza común y nuestras metas más elevadas.

—Lo que podemos manifestar mirando la radiación Cerenkov en antros ruinosos.

—El Fuego Azul no es más que el accesorio. Lo que cuenta es el mensaje interior. Vorst quiere que la humanidad viaje a las estrellas. Quiere que salgamos de la confusión y el desconcierto y empecemos a sacar al exterior nuestros verdaderos talentos. Quiere salvar a los espers que van enloqueciendo día tras día, aprovechar sus recursos y ponerles a trabajar codo con codo en el próximo gran paso del progreso humano.

—Entiendo —dijo Kirby con gravedad—. ¿Cuál es?

—Ya te lo he dicho. Ir a las estrellas. ¿Crees que nos vamos a contentar con Marte y Venus? Hay millones de planetas ahí arriba esperando a que el hombre descubra una forma de llegar a ellos. Vorst cree que conoce esa forma, pero es necesaria la unión de las energías mentales, una fusión… Oh, sé que suena muy místico, pero ese hombre ha conseguido algo. Y también sana las almas atormentadas. Ése es el objetivo a corto plazo: la comunión, la cicatrización de las heridas. El objetivo a largo plazo es llegar a las estrellas. Hemos de superar las fricciones entre los planetas, por supuesto… Lograr que los marcianos sean más tolerantes, y restablecer el contacto con los habitantes de Venus, si todavía queda algo de humano en ellos… ¿No crees que existen posibilidades, que no se trata de supercherías y fraude?

Kirby no compartía esa opinión. Todo le parecía confuso e incoherente. Vanna Marshak poseía una voz suave y persuasiva, y la seriedad con que se manifestaba la dotaba de atractivo. Hasta podía perdonarla por permitir a los esgrimecuchillos mutilarle la cara. Pero en lo referente a Vorst…

El comunicador que llevaba en el bolsillo zumbó. Era una señal de Ridblom, y significaba que debía llamar a la oficina ahora mismo. Kirby se levantó.

—Perdóname un momento. He de atender a algo importante…

Atravesó el bar, se detuvo, respiró hondo y entró en la cabina. Introdujo la placa en la ranura y pulsó el número con dedos temblorosos.

Ridblom apareció otra vez en la pantalla.

—Hemos encontrado a tu chico —anunció el rechoncho agente de Seguridad.

—¿Muerto o vivo?

—Vivo, por desgracia. Está en Chicago. Pasó por el consulado de Marte, pidió prestados mil dólares a la mujer del cónsul y trató de violarla a cambio. La mujer se libró de él y llamó a la policía, y ellos me llamaron a mí. Tenemos a un equipo de cinco hombre pisándole los talones. Se dirige al templo vorster del bulevar Michigan, y va borracho como una cuba. ¿Le interceptamos?

Kirby se mordió el labio, angustiado.

—No, no. En cualquier caso, goza de inmunidad. Ya me encargo yo. ¿Hay algún cacharro libre en el helipuerto de las Naciones Unidas?

—Claro, pero tardarás cuarenta minutos como mínimo en llegar a Chi, y…

—Tengo tiempo de sobra. Quiero que hagas esto: consigue a la esper más atractiva que puedas encontrar en Chicago, tal vez una empat, del tipo sexy, oriental a ser posible, como aquella que se «quemó» en Kyoto la semana pasada. Métela entre Weiner y ese templo vorster y échasela encima. Que le aplaque con sus encantos. Que le retenga como pueda hasta que yo llegue, y si ha de perder la honra en el trance dile que le pagaremos bien. Si no puedes encontrar una esper, agénciate una mujer policía persuasiva, o lo que sea.

—No entiendo por qué es necesario todo esto —dijo Ridblom—. Los vosters saben cuidar de sí mismos. Creo que poseen un método misterioso de dejar sin sentido a un alborotador para que no…

—Lo sé, Lloyd, pero ya han dejado a Weiner sin sentido una vez en el curso de la noche. Por lo que sé, una segunda dosis podría matarle. Nos meteríamos en un buen lío. Limítate a desviarle.

Ridblom se encogió de hombros.

—De acuerdo.

Kirby salió de la cabina. Estaba sobrio de nuevo. Vanna Marshak seguía sentada en el mismo sitio donde la había dejado. Sus desfiguraciones artificiales casi resultaban atractivas, vistas desde lejos y bajo aquella luz.

—¿Y bien? —sonrió la joven.

—Le han encontrado. Consiguió llegar a Chicago y va a armar un buen lío en la capilla vorster de allí. He de ir y echarle mano.

—Sé amable con él, Ron. Es un hombre torturado. Necesita ayuda.

—¿No nos pasa a todos? —Kirby parpadeó de repente. El pensamiento de ir a Chicago solo le pareció insufrible—. ¿Vanna?

—¿Sí?

—¿Tienes algo que hacer durante las próximas dos horas?

5

El helicóptero sobrevoló la rutilante perspectiva de Chicago. Kirby vio la extensión brillante del lago Michigan y las espléndidas torres de dos kilómetros de alto que bordeaban el lago. Sobre su cabeza centelleaba la información horaria, a franjas color chartreuse sobre fondo azul intenso:


LAS 23:31, HORA OFICIAL CENTRAL
VIERNES 8 DE MAYO DE 2077
OGLEBAY REALTY: EL MEJOR

—Aterriza —ordenó Kirby.

El robopiloto inclinó el aparato. Era imposible, por supuesto, desafiar los fuertes vientos de aquellos profundos cañones; tendrían que descender en un helipuerto situado en la azotea de alguna torre. El aterrizaje fue suave. Kirby y Vanna saltaron al exterior. Le había recitado la doctrina vorster de cabo a rabo durante el trayecto desde Manhattan. Llegado a este punto, Kirby ya no estaba seguro de si el culto era una completa estupidez, una siniestra conspiración contra el orden establecido, un credo auténticamente profundo y moralmente edificante, o una combinación de los tres.

Creía haberse hecho una idea general. Vorst había pergeñado una religión ecléctica, tomando prestado el aspecto confesional del catolicismo, absorbiendo cierto ateísmo del urbudismo, añadiendo una dosis de reencarnación hindú y adornando el conjunto con oropeles ultramodernistas, reactores nucleares en cada altar y mucha palabrería sobre el sagrado electrón. Por otro lado, también se hablaba de controlar las mentes de los espers para impulsar el viaje a las estrellas, de una comunión de mentes, incluso no espers, y, lo más sorprendente, el atractivo principal, la inmortalidad del individuo; no la reencarnación o la esperanza en el nirvana, sino la vida eterna en carne y hueso. Teniendo en cuenta los problemas demográficos de la Tierra, la inmortalidad no constaba entre las principales prioridades de cualquier hombre cuerdo. Inmortalidad para los demás, en cualquier caso; a uno siempre le gustaba pensar en la prolongación de la propia existencia, ¿no? Vorst predicaba la vida eterna del cuerpo, y la gente picaba. En ocho años el culto había aumentado de un templo a mil, de cincuenta fieles a millones. Las viejas religiones estaban en bancarrota. Vorst regalaba brillantes piezas de oro, y, aunque fueran falsas, los creyentes tardarían bastante en descubrirlo.

—Vamos —dijo Kirby—. No tenemos mucho tiempo.

Descendió por la rampa de salida, se volvió para tomar de la mano a Vanna Marshak y la ayudó a bajar los últimos escalones. Corrieron por la zona de aterrizaje de la azotea hasta el gravidardo, entraron y descendieron a la planta baja en cinco vertiginosos segundos. La policía local aguardaba en la calle. Tenían tres lágrimas.

—Está a una manzana del templo vorster, ciudadano Kirby —dijo un policía—. La esper le ha retenido durante media hora, pero está empeñado en ir allí.

—¿Qué quiere hacer? —preguntó Kirby.

—Quiere el reactor. Dice que se lo va a llevar a Marte para darle un uso apropiado.

Vanna respingó al oír la blasfemia. Kirby se encogió de hombros, se reclinó en el asiento y miró las calles. La lágrima se detuvo. El marciano estaba en la acera opuesta.

La chica que iba con él era sensual, curvilínea y de aspecto voluptuoso. Caminaban tomados del brazo. Ella se pegó al costado de Weiner y le susurró al oído. Weiner lanzó una fuerte carcajada, se volvió hacia ella, la atrajo hacia sí y después la apartó. La chica se arrimó otra vez. Menuda escena, pensó Kirby. Habían despejado la calle. Policías de la ciudad y dos hombres de Ridblom les observaban hoscamente sin intervenir.

Kirby salió del coche y le hizo un gesto a la joven. Ella intuyó al instante quién era, soltó el brazo de Weiner y se apartó a un lado. El marciano se volvió en redondo.

—Me has encontrado, ¿eh?

—No me agradaría que hicieras algo de lo que puedas arrepentirte después.

—Muy leal de tu parte, Kirby. Bien, puesto que estás aquí, serás mi cómplice. Me dirijo al templo vorster. Están desperdiciando buenas materias fisionables en esos reactores. Mientras tú distraes al cura, yo me apoderaré del proyector azul, y todos viviremos felices para siempre jamás. No dejes que te pille desprevenido. No es muy divertido.

—Nat…

—¿Estás conmigo o no, tío? —Weiner señaló la capilla. Se hallaba al otro lado de la calle, a una manzana de distancia, en un edificio casi tan destartalado como el de Manhattan. Empezó a caminar hacia ella.

Kirby miró a Vanna, indeciso. Después cruzó la calle en pos de Weiner. Reparó en que la chica alterada también les seguía.

Cuando Weiner llegó a la entrada del templo vorster, Vanna corrió hacia adelante y se plantó frente a él, cortándole el paso.

—Espere —dijo—. No entre a armar jaleo.

—¡Apártate de mi camino, zorra de cara falsa!

—Por favor —suplicó ella—. Usted tiene problemas. No está en armonía consigo mismo, ni con el mundo que le rodea. Entre conmigo, y le enseñaré a rezar. Puede ganar mucho ahí dentro. Si abriera su mente y su corazón, en lugar de complacerse en su odio, en su resistencia de borracho a ver…

Weiner la golpeó.

La abofeteó en la cara con el dorso de la mano. Las alteraciones quirúrgicas son frágiles, y no conviene que reciban golpes. Vanna cayó de rodillas, gimiendo, y se cubrió el rostro con las manos. Seguía bloqueando el camino del marciano. Weiner echó la pierna hacia atrás como para propinarle un puntapié, y fue entonces cuando Reynolds Kirby olvidó que le pagaban para ser diplomático.

Kirby se precipitó hacia Weiner, le sujetó por el codo y le obligó a volverse. El marciano perdió el equilibrio. Se aferró a Kirby. Éste cerró el puño y lo descargó sobre el musculoso estómago de Weiner. Este emitió un quejido sordo y trastabilleó hacia atrás. Kirby no había golpeado con rabia a un ser humano desde hacía treinta años, y hasta aquel momento no comprendió el placer salvaje que entrañaba algo tan primitivo. La adrenalina inundó su cuerpo. Golpeó a Weiner de nuevo, justo debajo del corazón. El marciano, muy sorprendido, se desplomó de espaldas y quedó tendido en la calle.

—Levántate —dijo Kirby, casi ciego de ira.

Vanna le tiró de la manga.

—No le pegues —murmuró. Sus labios metálicos estaban arrugados. Brillaban lágrimas sobre sus mejillas—. No le pegues más, por favor.

Weiner siguió tendido, moviendo la cabeza levemente. Una nueva figura hizo aparición: un hombrecillo de piel correosa y entrado en años. El cónsul marciano. Kirby sintió que el estómago se le contraía de aprensión.

—Lo siento muchísimo, ciudadano Kirby —dijo el cónsul—. Ha estado haciendo el loco por ahí, ¿verdad? Bien, nosotros nos ocuparemos de él. Necesita que alguien de su propia raza le diga que se ha comportado como un imbécil.

—Fue culpa mía —tartamudeó Kirby—. Le perdí de vista. No le eche la culpa. Él…

—Lo comprendemos perfectamente, ciudadano Kirby —el cónsul sonrió con aire bondadoso, hizo un gesto y asintió con la cabeza cuando tres asistentes se adelantaron y levantaron en brazos a Weiner.

La calle se vació de repente. Kirby se encontraba de pie, agotado y estupefacto, frente a la capilla vorster, y Vanna estaba con él. Todos los demás se habían ido. Weiner se había desvanecido como el ogro de una pesadilla. No ha sido una noche muy afortunada, pensó Kirby. Pero ahora se había terminado.

Ahora, a casa.

Dentro de una hora y media estaría en Tortola. Un rápido y solitario chapuzón en el cálido océano, y mañana media hora en la Cámara de la Nada. No, una hora, decidió Kirby. Bastaría para reparar los estragos de la noche. Una hora de disociación, una hora de flotar en el líquido amniótico, protegido, abrigado, indiferente a los agobios del mundo, una hora de dichosa aunque cobarde evasión. Estupendo. Maravilloso.

—¿Entrarás ahora? preguntó Vanna.

—¿En la capilla?

—Sí. Por favor.

—Es tarde. Te llevaré de vuelta a Nueva York ahora mismo. Pagaremos todas las reparaciones que…, que requiera tu cara. El helicóptero nos espera.

—Que espere. Entremos.

—Quiero irme a casa.

—Tu casa también puede esperar. Concédeme dos horas contigo, Ron. Siéntate y escucha lo que tienen que decir ahí dentro. Acércate al altar conmigo. Lo único que debes hacer es escuchar. Te relajará, te lo garantizo.

Kirby miró aquel rostro artificial, deformado. Debajo de los grotescos párpados yacían ojos auténticos…, brillantes, implorantes. ¿Por qué se mostraba tan ansiosa? ¿Pagaban una comisión de salvación por cada alma perdida arrastrada hacia el Fuego Azul? ¿O acaso era una auténtica y fervorosa creyente, entregada en cuerpo y alma al movimiento, sincera en su convicción de que los seguidores de Vorst vivirían por los siglos de los siglos, vivirían para ver a los hombres llegar a las estrellas más distantes?

Estaba muy cansado.

Se preguntó qué opinarían los oficiales de Seguridad de la Secretaría si un alto funcionario como él empezaba a chapotear en el vorsterismo.

También se preguntó si quedaba algo por salvar de su carrera, después del desastre de esta noche con el marciano. ¿Qué podía perder? Descansaría un rato. Tenía un dolor de cabeza espantoso. Quizá una esper le aguardaba dentro para darle masajes en los lóbulos frontales durante un rato. Los espers eran propensos a dejarse arrastrar hacia las capillas vorsters, ¿no?

El lugar parecía atraerle. Había hecho del trabajo su religión, pero ¿tan útil le era en esos momentos? Tal vez había llegado el momento de relajarse, el momento de quitarse la máscara de indiferencia, el momento de averiguar qué buscaban las multitudes con tanto apremio en esas capillas. O quizá había llegado el momento de rendirse y dejarse arrastrar por la ola del nuevo credo.

El letrero sobre la puerta rezaba:


HERMANDAD DE LA RADIACIÓN INMANENTE
VENID TODOS
LOS QUE TAL VEZ NO MURÁIS JAMÁS
ARMONIZAOS CON EL TODO

—¿Quieres? —preguntó Vanna.

—Muy bien —murmuró Kirby—. Quiero. Vayamos a armonizarnos con el Todo.

Ella le tomó de la mano. Cruzaron el umbral de la puerta. Alrededor de una docena de personas estaban arrodilladas en los reclinatorios. Al fondo, el responsable de la capilla manipulaba los moderadores del pequeño reactor, y el primer resplandor azulino empezaba a bañar el templo. Vanna guió a Kirby hasta la última fila. El hombre miró hacia el altar. El brillo aumentaba de intensidad, arrojando un extraño fulgor sobre el hombre rechoncho y de aspecto obstinado que presidía el servicio. Ahora blancoverdoso, ahora purpúreo, ahora el Fuego Azul de los vorsters.

El opio del pueblo, pensó Kirby, y la trillada frase sonó estúpidamente cínica en su mente. ¿Qué era la Cámara de la Nada, después de todo, sino el opio de la élite? ¿Y qué eran los esnifarios? Aquí, al menos, no se acudía para satisfacer al cuerpo, sino a la mente y el espíritu. En cualquier caso, escuchar bien valía una hora de su tiempo.

—Hermanos —dijo el hombre del altar, con voz suave y velada—, hemos venido a celebrar la Unidad fundamental. Hombre y mujer, estrella y piedra, árbol y pájaro, todo consiste en átomos, y estos átomos contienen partículas que se desplazan a velocidades prodigiosas. Son los electrones, hermanos. Ellos nos enseñan el camino de la paz, tal como os voy a explicar. Ellos…

Reynols Kirby inclinó la cabeza. De pronto, se sentía incapaz de mirar al resplandeciente reactor. Algo le martilleaba el cráneo. Era vagamente consciente de que Vanna estaba sentada a su lado, sonriente, cálida, cercana.

«Estoy escuchando —pensó—. Sigue adelante. ¡Háblame! ¡Háblame! Quiero escuchar. Que Dios y el todopoderoso electrón me ayuden… ¡Quiero escuchar!»

Загрузка...