PARTE III — Invasiones silenciosas

Capítulo 11

Durante los ochenta días transcurridos desde la desaparición de Sondeweere, Bartan Drumme había desarrollado una nueva forma de vida.

Cada mañana salía y realizaba algún esfuerzo para cultivar las zonas más cercanas de su granja, puesto que aquello era un deber que debía cumplir, pero su auténtica preocupación estaba relacionada con la provisión de garrafas de vidrio y cerámica, la fuente de su mantenimiento y consuelo. La producción y consumo de vino ocupaba la mayor parte de sus horas de vigilia. Había aprendido a emplear refinamientos tales como usar levadura fresca o esperar que el vino se clarificara, siendo esto último una operación de pura estética que no tenía ningún efecto sobre el contenido en alcohol de la bebida.

En cuanto una vasija de vino se acababa, sacaba los posos con un sifón y vertía en su interior una nueva cantidad de zumo de frutas o de bayas, comenzando de nuevo la fermentación con el sedimento de la levadura vieja. La levadura se contaminaba fácilmente de otras especies salvajes, produciendo vinos defectuosos por la acidez y la falta de sabor, pero el método tenía la ventaja de ser rápido.

La eficacia de la producción era lo único que le importaba a Bartan. Enfermaba con frecuencia o se veía aquejado con diarreas producidas por beber sus defectuosas pociones, pero eso le parecía un precio bajo por tener la posibilidad de escapar a su culpa y dormir durante toda la noche. El asunto funcionaba por el hecho de que tenía poca necesidad de alimento sólido, y los vasos burbujeantes le proporcionaban casi toda la nutrición que requería para dejar que los días pasaran.

Ahora que la familia Phoratere se había marchado del Cesto, no contaba con la compañía de ningún campesino. Sin embargo, había dejado de ir a Nueva Minnett para pasar un rato en la taberna. El viaje empezó a hacerse tedioso y falto de sentido cuando vio que podía beber todo lo que quisiera sin salir de su casa, y además había detectado que a veces le recibían con cierta frialdad. El alcalde Karrodall le aconsejó en una ocasión sobre su hábito de beber y su aspecto personal, y se había convertido en una persona mucho menos agradable con quien pasar las horas de ocio.

Volviendo de los campos un día, justo después de la puesta del sol, advirtió que algo se movía entre el polvo del camino delante de él. Una inspección más atenta le descubrió que era una de aquellas orugas, la primera que veía desde hacía mucho tiempo. La brillante criatura marrón avanzaba trabajosamente por el camino en dirección a la casa, mostrando algunos destellos ocasionales del gris claro de su vientre cuando trepaba por los guijarros.

Bartan la contempló durante un momento, torciendo la boca en un gesto de asco, y después buscó una piedra grande. Encontró una que tuvo que levantar con las dos manos, y la arrojó sobre la oruga. Desviando la mirada para no ver el nausebundo resultado de su obra, pasó por encima de la piedra y continuó su camino.

En el suelo de Overland existían muchas y diversas formas de vida —la mayoría repugnantes a la vista—, pero él solía dejarlas en paz. La única excepción eran esas orugas, a las que destruía sistemáticamente.

Al acercarse vio que la casa y las construcciones anexas estaban ya bañadas por una media luz dorada y rojiza. Y sintió el desánimo habitual ante la perspectiva de pasar la noche allí solo. Aquel era el peor momento del día, cuando era recibido por el silencio de la casa en lugar de las risas de Sondeweere, y la cúpula oscura del cielo parecía reflejar el vacío. Daba la impresión de que el mundo se quedaba desierto cuando el sol se ponía. Pasó junto a la pocilga —que también estaba en silencio, porque había soltado a los animales para que se alimentasen por sí solos—, y cruzó el patio delantero hasta la casa. Al abrir la puerta se detuvo, y su corazón empezó a latir con fuerza al darse cuenta de que el lugar se sentía diferente.

—¡Sondy! —gritó, dejándose llevar por un impulso irracional.

Atravesó rápidamente la cocina y abrió de golpe la puerta del dormitorio. La habitación estaba vacía, sin ningún cambio en la suciedad que había permitido que se acumulara. Deprimido y sintiéndose como un imbécil, volvió no obstante a la entrada principal y examinó los alrededores. Todo estaba como siempre bajo la triste luz cobriza, y el único signo de movimiento provenía del cuernazul que pastaba cerca del huerto.

Bartan suspiró, moviendo la cabeza ante su arrebato de idiotez. Sentía un dolor palpitante en las sienes, consecuencia del vino que había bebido por la tarde, y se sentía sediento. Eligió una garrafa llena de la hilera del rincón, cogió una copa y volvió a salir para sentarse en un banco junto a la puerta. El vino tenía peor sabor que otras veces, pero bebió las dos primeras copas ávidamente, vaciándolas como si fuese agua, para conseguir el bendito aturdimiento que ofuscaba el intelecto y las emociones. Tenía la sensación de que iba a necesitarlo más que nunca en las horas venideras.

Cuando la oscuridad aumentó y los cielos empezaron a presentar su espectáculo nocturno, vio a Farland —el único punto verdoso en el firmamento— y dejó que su mirada se detuviese allí. Seguía sintiéndose escéptico respecto a la religión, pero últimamente había empezado a entender el consuelo que podía otorgar. Aceptando que Sondeweere estuviera muerta, era bonito creer —aunque sólo fuese a medias— que había tomado el Camino de las Alturas hacia el planeta lejano y empezado una nueva existencia allí.

Una simple reencarnación sin permanencia de los recuerdos ni de la personalidad, según postulaba la religión alternista, era en cierto modo indistinguible de la muerte; pero ofrecía algo: la posibilidad de que no hubiera destruido totalmente una hermosa vida humana con su tozudez y su arrogancia. De que en la eternidad que les aguardaba, Sondeweere y él volvieran a encontrarse quizá muchas veces, y tener la ocasión de compensarla de alguna forma. El hecho de que no se reconocieran de forma consciente, y aún así pudieran actuar como espíritus afines, atrayéndose, convertía la idea en algo romántico, bello y conmovedor.

Las lágrimas brotaron de sus ojos, ampliando la imagen de Farland en anillos sucesivos llenos de centelleantes agujas radiales. Tomó un nuevo trago de vino para suavizar el dolor que oprimía su garganta.

Dame un signo de que estás ahí, Sondy, rogó, entregado a la fantasía. Si pudieras darme algún signo de que aún existes, yo también empezaría una nueva vida.

Continuó bebiendo, mientras Farland fue desplazándose en el cielo hacia abajo. De vez en cuando perdía la conciencia —a causa del agotamiento y la creciente embriaguez—, pero, al abrir los ojos, el planeta verde estaba siempre centrado en su campo de visión: a veces como una burbuja luminosa que giraba, otras con la apariencia de una gema calcedónica circular, proyectando una luz lánguida y verdosa desde sus múltiples facetas. Tuvo la impresión de que crecía hasta desarrollar un núcleo en movimiento que dispensaba una luminosidad cremosa, un núcleo que de forma imperceptible fue transformándose en un rostro de mujer.

Bartan, dijo Sondeweere, no con una voz normal, sino con una transmutación del sonido en la que un tipo de silencio se imponía sobre otro. Pobre Bartan, hace tiempo que conozco tu dolor y me alegro de haber conseguido llegar hasta ti. Debes dejar de culparte, dejar de castigarte, y de malgastar tu única vida. No tienes ninguna razón para reprocharte por mi destino.

—Pero yo te traje a este lugar —murmuró Bartan, sin sorprenderse, aceptando el juego de los sueños—. Yo soy responsable de tu muerte.

Si estuviese muerta no podría hablarte.

Bartan replicó en su confusa obstinación.

—El crimen existe. Te privé de la vida, de la única que podíamos compartir, y eras tan encantadora, tan dulce, tan buena…

Tienes que recordarme como era en realidad, Bartan. No alimentes tu culpa imaginándome como una mujer extraordinaria.

—Tan buena, tan pura…

¡Bartan! Puede que te ayude saber que nunca te fui fiel, nunca. Glave Trinchil fue sólo uno de los hombres con los que compartí los placeres. Hubo muchos más, incluido mi tío Jop… Así es, Bartan. La no voz, las modulaciones del silencio, en cierto modo transmitían sabiduría y afabilidad. Esto está ocurriendo realmente, pero no volverá a ocurrir; de modo que toma nota de lo que te digo. ¡No estoy muerta! Debes dejar de torturarte y desperdiciar tu vida. Deja el pasado atrás y busca otras cosas. Sobre todo, olvídame definitivamente. Adiós, Bartan…

El sonido de la copa al romperse contra el suelo hizo que Bartan se levantase. Permaneció allí, en la oscuridad salpicada de estrellas, tambaleándose y temblando, mirando hacia Farland, que ahora estaba sobre el horizonte occidental. Lo percibió como una luz verde, sin orlas ni adornos ópticos, pero por primera vez lo vio como otro planeta, un mundo, un lugar real que era tan grande como Land u Overland, un asiento para la vida.

—¡Sondy! —gritó, dando unos cuantos pasos—. ¡Sondy!

Farland continuó su lento descenso hacia el borde del planeta. Bartan volvió a entrar en la casa a buscar otra copa y salió de nuevo al banco. Llenó la copa y bebió a pequeños sorbos, regulares e ininterrumpidos mientras la enigmática mota brillante desaparecía, parpadeando en el horizonte.

Cuando ya no estuvo ante sus ojos, descubrió que su mente había adquirido una extraña y precaria claridad —una capacidad que pronto se desvanecería— para comprender conceptos sobrenaturales. Los juicios y decisiones trascendentales debían hacerse rápidamente, antes de que la corriente del vino lo barriese y lo arrastrara a la inconsciencia.

—Todavía repudio las creencias religiosas —le anunció a la oscuridad, recurriendo a hablar en voz alta para ayudar a que su pensamiento se grabara para los días y los años venideros—. Por ello soy totalmente lógico. ¿Cómo sé que soy totalmente lógico? Porque el alternismo predica que sólo el alma, la esencia espiritual, viaja por el Camino de las Alturas. Es un artículo de fe que no existe una continuidad de la memoria; de otra forma, cada hombre, cada mujer, cada niño cargaría con una serie de recuerdos de sus existencias anteriores. Es obvio que Sondeweere se acuerda de mí y de todas las circunstancias de nuestras vidas; entonces no puede ser una reencarnación alternista.

»Tampoco hay casos conocidos de que quienes han muerto se comuniquen con los de aquí. Y la misma Sondeweere habló de mi vida única, lo que… lo que realmente no prueba nada… Pero si todos tenemos sólo una vida, y ella me habló de verdad, quiere decir que su vida no ha terminado… ¡Sondeweere está físicamente viva en alguna parte!

Bartan se estremeció y tomó un trago más largo, confusamente exaltado y abrumado al mismo tiempo. Su descubrimiento condujo muchas preguntas hasta su conciencia, preguntas que no estaba acostumbrado a responder. ¿Por qué se había convencido de que Sondeweere estaba en Farland y no, como era más probable, en otro lugar de su propio planeta? ¿Sería porque la aparición había estado íntimamente asociada a la imagen del planeta verde, o porque su extraño mensaje sin voz contenía significados que no revelaban las palabras?

Y si estaba en Farland, ¿cómo había sido transportada hasta allí? ¿Por qué? ¿Tendría alguna relación con las luces inexplicables que había visto la noche en que desapareció? Y, aceptando que fueran ciertas las otras suposiciones, ¿qué le había concedido la capacidad milagrosa de hablarle a través de miles de kilómetros de espacio?

Pero, ahora que se le había otorgado ese nuevo conocimiento, ¿cómo lo usaría? ¿Qué acción debía emprender?

Bartan sonrió, contemplando con ojos vidriosos la oscuridad. La última pregunta era la única para la que podía encontrar fácilmente una respuesta.

Era obvio que tenía que ir a Farland y traer a Sondeweere de nuevo a casa.


—¿Que tu mujer fue secuestrada?

El grito de sorpresa del alcalde Majin Karrodall produjo un silencio atento en los otros clientes de la taberna.

Bartan asintió.

—Eso es lo que dije.

Karrodall se le acercó, llevando su mano a la empuñadura de su espada corta.

—¿Sabes quién lo hizo? ¿Sabes dónde está?

—No sé quién lo hizo, pero sé dónde está —dijo Bartan—. Mi esposa se encuentra en Farland.

Algunos de los que estaban más cerca soltaron una risita burlona y el grupo que lo rodeaba aumentó de tamaño. Karrodall les dirigió una mirada de impaciencia, y en su rostro sonrosado el color se intensificó cuando miró a Bartan con los ojos entornados.

—¿Dijiste en Farland? ¿Estás hablando de Farland… allá arriba?

—Desde luego que estoy hablando del planeta Farland —contestó Bartan solemnemente. Fue a coger la jarra de cerveza que le habían servido, perdió el equilibrio y tuvo que agarrarse a la mesa.

—Será mejor que te sientes, antes de que te caigas —Karrodall esperó hasta que Bartan se acomodó en un banco—. Bartan, ¿te refieres a las enseñanzas de Trinchil? ¿Pretendes decir que tu mujer ha muerto y viajado por el Camino de las Alturas?

—Estoy diciendo que está viva. En Farland —Bartan bebió un buen trago de su jarra—. ¿Es tan difícil de entender?

Karrodall se sentó a horcajadas sobre el banco.

—Lo que cuesta entender es que te hagas tanto daño a ti mismo. Tu aspecto es horrible, apestas, y no sólo a vino rancio; y estás tan borracho que hablas como un loco. Ya te lo advertí, Bartan: tienes que marcharte de La Guarida antes de que sea demasiado tarde.

—Ya lo he hecho —dijo Bartan, limpiándose la espuma de los labios con el dorso de la mano—. Nunca volveré a poner los pies allí.

—Al menos, ésa es una decisión sensata. ¿Dónde irás?

—¿No te lo he dicho? —Bartan examinó el círculo de caras incrédulas y burlonas—. Pues me voy a Farland para rescatar a mi esposa.

Hubo un estallido de risas que la autoridad del alcalde no pudo controlar. Algunos hombres rodearon a Bartan, mientras otros salían corriendo a propagar la noticia de la inesperada diversión que tenía lugar en la taberna. Alguien deslizó otra jarra llena delante de Bartan.

La figura rechoncha y coja de Otler se aproximó al grupo, abriéndose paso a empujones, y dijo:

—Pero, amigo mío, ¿cómo sabes que tu esposa ha establecido su residencia en Farland?

—Me lo dijo hace tres noches. Habló conmigo.

Otler dio un codazo al hombre que tenía al lado.

—Se notaba su capacidad torácica, pero por lo visto es mejor de lo que creíamos. ¿Qué dices, Alsorn?

El comentario alteró la alcohólica compostura de Bartan. Agarró la camisa de Otler e intentó hacerle caer sobre el banco, pero el alcalde los separó y colocó entre ellos un dedo amenazador.

—Lo que yo quería decir —se disculpó Otler, volviéndose a meter la camisa en los pantalones—, es que Farland está muy lejos de aquí… —su cara se iluminó al ocurrírsele un chiste—. Me refiero al significado de la palabra Farland: ¡tierra lejana!

—Estando contigo siempre se aprende algo —ironizó Bartan—. Sondeweere se me apareció en una visión. Me habló en una visión.

De nuevo se produjo una explosión de risas y Bartan, a pesar de su aturdimiento, comprendió que sólo había logrado convertirse en objeto de sus burlas.

—Caballeros —dijo, poniéndose inestablemente en pie—. Ya me he entretenido demasiado aquí, y tengo que salir en seguida hacia la noble ciudad de Prad. He pasado los dos últimos días reparando y restaurando la carreta, por lo que no tardaré demasiado en llegar, pero necesitaré algún dinero para comprar comida, y quizás un poco de vino o de coñac —asintió, aceptando los comentarios irónicos—. Mi aeronave está ahí fuera, en la carreta. Sólo necesita una nueva cámara de gas, y además traigo buenos muebles y herramientas. ¿Quién me da cien reales por el lote?

Algunos de los espectadores salieron a inspeccionar lo que indudablemente era una ganga, pero otros estaban más interesados en prolongar la diversión.

—No nos has explicado cómo te propones ir a Farland —dijo un comerciante de mejillas hundidas—. ¿Piensas lanzarte en un cañón?

—Todavía tengo poca idea sobre cómo realizaré el vuelo, y por eso debo empezar mi viaje yendo a Prad. Allí hay un hombre que sabe más que nadie sobre los viajes por el espacio, y voy a buscarlo.

—¿Cómo se llama?

—Maraquine —dijo Bartan—. Lord Toller Maraquine, mariscal del cielo.

—Seguro que se alegrará de conocerte —dijo Otler, asintiendo burlonamente—. Su excelencia y tú haréis una buena pareja.

—¡Basta! —Karrodall agarró a Bartan por el brazo y lo obligó a alejarse del grupo—. Bartan, me apena verte así, con toda esa verborrea de borracho sobre Farland y las visiones… y ahora la ocurrencia de intentar entrevistarte con el Regicida. No puedes hablar en serio sobre eso.

—¿Por qué no? —esforzándose por aparentar dignidad, Bartan se soltó de los dedos del alcalde—. Ahora que la guerra ha terminado, lord Toller ya no necesitará las fortalezas en el espacio. Cuando oiga mi propuesta de volar con una de ellas hasta Farland, llevando la bandera de Kolkorron, sin duda me otorgará su apoyo.

—Te compadezco —dijo Karrodall, tristemente—. Te compadezco, de verdad.


Mientras viajaba hacia el este, Bartan mantuvo la mirada en el horizonte, y al fin fue recompensado con la presencia de Land, al que no veía desde hacía mucho tiempo.

Al principio, el planeta hermano apareció como una franja curva de luz pálida sobre las lejanas montañas; después, a medida que avanzaba en su camino, fue creciendo hasta convertirse en una cúpula resplandeciente. Las noches se alargaban de forma notable mientras Land se interponía cada vez más en el recorrido del sol. El planeta continuaba deslizándose hacia arriba hasta convertirse en un semicírculo, y los perfiles de los continentes y de los océanos se hicieron claramente visibles, como evocaciones de historias perdidas.

Llegó el momento en que el borde inferior de Land se elevó en el horizonte, creando una franja estrecha a través de la cual el sol naciente podía filtrar sus rayos de fuego multicolor. Las pautas diarias de luz y oscuridad familiares para los kolkorroneses empezaban a restablecerse, aunque en la etapa presente el antedía era extremadamente breve. Para Bartan, que viajaba en soledad por paisajes polvorientos, el acontecimiento fue importante: algo que valía la pena celebrar con una dosis extra de coñac.

Sabía que cuando el antedía y el posdía alcanzaran su equilibrio estaría cerca de la ciudad de Prad, y a partir de ese momento su futuro estaría en manos de un extraño.

Capítulo 12

Se había empleado mucho esfuerzo e ingenio para dar la impresión de que el jardín existía desde hacía siglos. Algunas de las estatuas fueron deliberadamente descantilladas al objeto de que adquiriesen un viso de antigüedad, y los muros y bancos de piedra habían sido envejecidos artificialmente por medio fluídos corrosivos. Las flores y los setos provenían de semillas de Land, o eran variedades nativas con gran parecido a las del Viejo Mundo.

En cierto modo, Toller Maraquine simpatizaba con el proyecto, considerando que el jardín podía contrarrestar el doloroso vacío de la hora del crepúsculo, pero se sorprendía por los elementos psicológicos implicados. El rey Chakkell tenía garantizado un puesto en la historia gracias a sus logros personales desde la llegada a Overland, pero en cierto modo eso no le satisfacía por completo. Obviamente, anhelaba poseer las mismas cosas de que sus predecesores habían disfrutado; no sólo el poder, sino también los adornos y símbolos que lleva consigo el poder. Una motivación idéntica había conducido a la muerte al rey de los hombres nuevos, reforzando la creencia de Toller de que nunca sería capaz de comprender la mentalidad de quienes necesitaban mandar sobre otros.

—Estoy muy satisfecho con el resultado —dijo el rey Chakkell, pasando la mano sobre su panza al caminar, como si saliera de un banquete—. Los gastos han significado un gran drenaje para nuestros recursos, pero ahora, con Rassamarden muerto, me puedo deshacer de todas esas fortalezas flotantes. Las dejaremos caer sobre Land y, con suerte, matarán a unos cuantos más de esos advenedizos apestados.

—No creo que sea una buena idea —dijo Toller, impulsivamente.

—¿Qué tiene de malo? En algún lugar tienen que caer, y es mejor que sea sobre ellos que sobre nosotros.

—Me refiero a que las defensas deberían mantenerse.

Toller sabía que le correspondía presentar argumentos lógicos apropiados para un mariscal, pero le resultaba difícil concentrar sus pensamientos en problemas objetivos tales como las estrategias de guerra. Berise y él habían aterrizado en su nave espacial hacía pocas horas, y ahora necesitaba hablar con su esposa Gesalla.

Chakkell extendió los brazos deteniendo el paseo por el jardín.

—¿Qué opinas tú, Zavotle?

Ilven Zavotle, que tenía una mano apretada contra su estómago, pareció sorprenderse.

—Le ruego me perdone, majestad. ¿Cuál era la pregunta?

Chakkell le dirigió una mirada ceñuda.

—¿Qué te pasa estos días? Pareces más preocupado por tus tripas que por cualquier cosa que yo diga. ¿Estás enfermo?

—Es sólo una leve indigestión, majestad —respondió Zavotle—. Puede que la comida de la cocina real sea demasiado nutritiva para mí.

—En ese caso, tu estómago tiene razones para estarme agradecido. Propongo desmantelar la barrera de defensa aérea y dejar caer las fortalezas sobre Land. ¿Qué opinas de eso?

—Eso advertiría al enemigo de nuestra carencia de defensas.

—¿Y qué importa si no tienen medios ni propósitos de atacar?

—El sucesor de Rassamarden pudiera ser tan ambicioso como él —intervino Toller—. Los landeses podrían enviar otra flota.

—¿Después de la destrucción total de la última?

Toller se dio cuenta de que el rey empezaba a impacientarse, pero no quería ceder.

—En mi opinión deberíamos conservar todos los vehículos de combate, y suficientes estaciones para mantener a éstos y a sus pilotos.

Para su sorpresa, el rey emitió una sonora carcajada.

—¡Ya comprendo! —dijo Chakkell jovialmente, dando a Toller una palmada en el hombro—. Todavía no has crecido, Maraquine. Siempre necesitas tener un juguete nuevo. Los vehículos son tus juguetes y la zona de ingravidez tu patio de juegos, y quieres que yo siga pagando los gastos, ¿verdad?

—Por supuesto que no, majestad.

Toller no hizo ningún esfuerzo por disimular el hecho de que estaba ofendido. Gesalla le había hablado con frecuencia de forma similar y… «¡Gesalla! He sido infiel a nuestro amor, y ahora debo confesártelo. Si pudiera lograr que me perdonases, te juraría que nunca más…»

—Claro que comprendo en parte tu punto de vista —siguió Chakkell—, ahora que conozco a tu pequeña compañera.

—Majestad, si se refiere a la capitana del espacio Narrinder…

—¡Vamos, Maraquine! No intentes convencerme de que no te has acostado con esa preciosidad —Chakkell se divertía, reanudando su juego particular ahora que había descubierto un punto vulnerable en su oponente—. Es evidente, hombre. ¡Se ve en tu cara! ¿Qué dices, Zavotle?

Concentrado en masajear su estómago, Zavotle dijo:

—Creo que si quemamos las estaciones de mando y las fortalezas, las cenizas caerán en cualquier parte, sin hacernos daño ni revelar información al enemigo.

—Una idea excelente, Zavotle, y te la agradezco; pero no has contestado a mi pregunta.

—No me atrevo, majestad —dijo Zavotle con ironía—. Para ello tendría que contradecir a un rey, o insultar a un noble que tiene fama de reaccionar violentamente en tales casos.

Toller le dedicó un ademán afectuoso.

—Lo que estás diciendo es que la vida privada de un hombre le pertenece a él.

—¿Vida privada? —Chakkell sacudió divertido la cabeza—. Toller Maraquine, mi viejo adversario, mi viejo amigo, mi viejo bufón de la corte…, no puedes remar contra la corriente y a favor de ella al mismo tiempo. Los mensajeros, en sus bolsas de caída, precedieron tu llegada a Prad hace días, y las noticias de tu luna de miel con la deliciosa capitana del espacio Narrinder se han extendido a lo largo y a lo ancho del planeta. Ella se ha convertido en una heroína…, y tú en un héroe nacional. En las tabernas, vuestra unión ha sido bendecida con un millón de tragos de cerveza. Mis súbditos, muchos de los cuales parecen ser románticos bobalicones, os ven como una pareja unida por el destino; pero ninguno de ellos tiene la nada envidiable obligación de explicarle eso a lady Gesalla. Y en cuanto a mí, casi creo que preferiría enfrentarme a Karkarand.

Toller dirigió al rey una reverencia formal, disponiéndose a marcharse.

—Como antes dije, majestad, la vida privada de un hombre debe pertenecerle a él.


Cabalgando hacia el sur por el camino que conecta Prad con la ciudad de Heevern, Toller llegó a una cima y, por primera vez en casi un año, vio su casa.

Aún faltaban varios kilómetros hacia el suroeste, y la casa de piedra gris parecía blanca bajo el sol del posdía, resaltando claramente entre las franjas verdes del paisaje. Toller trató de invocar sentimientos de alegría y de cariño hacia aquel lugar y, al no lograr materializarlos, el sentimiento de culpa se hizo aún más intenso.

«Soy un hombre afortunado», se dijo, decidido a imponer la voluntad sobre el sentimiento. «Mi bella esposa se encuentra dentro de esa casa, y si me perdona el pecado que he cometido contra ella, tendré el privilegio de ser su amado compañero durante el resto de nuestros días. Incluso si no lo hace en seguida, lograré ganármelo siendo lo que ella desea que yo sea, el Toller Maraquine que comprendo que debo ser, y el que realmente anhelo ser; y disfrutaremos juntos los años del crepúsculo. ¡Eso es lo que quiero!».

Desde el elevado lugar en que se hallaba, podía ver tramos intermitentes del camino que conducía hacia la carretera norte-sur, y su atención fue atraída por una mancha blanca y borrosa: un jinete dirigiéndose hacia la carretera principal. El pequeño catalejo que llevaba desde niño le reveló un cuernazul con las patas delanteras color crema, y supo en seguida que el jinete era su hijo.

Esta vez no fue necesario provocar la alegría. Había echado mucho de menos a Cassyll, principalmente por los lazos de sangre, pero también por la satisfacción que había encontrado al trabajar antes con él. En las anormales circunstancias de la guerra aérea casi había olvidado los proyectos que habían concebido juntos, pero a ambos les quedaba mucho que hacer, lo bastante para ocupar todos los días de la vida de cualquier hombre. Era absolutamente prioritario detener la tala de árboles y lograr que jamás se reanudara; de lo contrario, los pterthas volverían a convertirse en enemigos invencibles. La clave del futuro se encontraba en el desarrollo de los metales. El rechazo del rey Chakkell a enfrentarse con el problema impelía aún más a Toller a reunirse con su hijo para reanudar el trabajo.

Se apresuró hacia el cruce de los caminos, anticipando el momento en que Cassyll tendría que verlo. Era el mismo cruce en que empezó el desgraciado incidente con Oaslit Spennel, pero apartó los recuerdos de su mente a medida que Cassyll y él se acercaban por sus senderos convergentes. Cuando estuvieron a menos de doscientos metros y nada sucedió, Toller empezó a sospechar que su hijo cabalgaba con los ojos cerrados, con la confianza de que el cuernazul encontraría el camino hacia la fundición.

—¡Despierta, dormilón! —gritó—. ¿Qué manera de recibirme es ésa?

Cassyll lo miró sin dar muestra de sorpresa, volvió la cabeza hacia otro lado y continuó cabalgando a la misma velocidad. Llegó el primero al cruce de carreteras y, para asombro de Toller, giró hacia el sur. Toller lo llamó por su nombre, gritando, y galopó tras él. Alcanzó al cuernazul de su hijo y lo detuvo cogiéndolo de las riendas.

—¿Qué te ocurre, hijo? —dijo—. ¿Estabas dormido?

Los ojos grises de Cassyll eran fríos.

—Estaba totalmente despierto, padre.

—¿Entonces qué…? —Toller estudió el rostro ovalado, recordando el próximo encuentro con Gesalla, y toda su alegría se desvaneció—. Así que ésas tenemos.

—¿Tenemos qué?

—No te escudes con palabras, Cassyll. Lo que sea que pienses de mí, al menos habla francamente, como yo hago contigo. Bueno, ¿cuál es el problema? ¿Está relacionado con una mujer?

—Yo… —Cassyll apretó los nudillos de uno de sus puños contra sus labios—. ¿Dónde está, por cierto? ¿Tal vez ha transferido sus atenciones al rey?

Toller reprimió un arranque de ira.

—No sé lo que habrás oído, pero Narrinder es una excelente persona.

—Como ramera, probablemente sí —dijo Cassyll con desprecio.

Toller alzó la mano para abofetearlo, pero al tomar consciencia de la situación, consternado controló el movimiento, bajó la vista y contempló su mano como si fuese un tercero que hubiese intentado inmiscuirse en una discusión privada. Su cuernazul se acercó al de Cassyll, olisqueándolo ruidosamente.

—Lo siento —dijo Toller—. Mi carácter es… ¿Ibas hacia las obras?

—Sí. Voy allí a menudo.

—Me reuniré contigo después; primero tengo que hablar con tu madre.

—Como quieras —el rostro de Cassyll permaneció inexpresivo—. ¿Puedo irme ahora?

—No te detendré más, muchacho —dijo Toller, tratando de controlar su desesperación.

Observó cómo su hijo se alejaba hacia el sur y después reanudó su marcha. No había tenido en cuenta los sentimientos de su hijo, y ahora tenía miedo de que su relación hubiese quedado dañada sin remedio. Quizás el muchacho se aplacaría con el tiempo, pero de momento la principal esperanza de Toller era Gesalla. Si lograba obtener su perdón con rapidez, su hijo quedaría influenciado favorablemente.

La luz solar se estaba extendiendo sobre el gran disco de Land, suspendido arriba, recordando a Toller que el posdía ya estaba muy avanzado. Aceleró el paso de su cuernazul; aquí y allá, en los campos circundantes, los campesinos que trabajaban se detenían para saludarlo cuando pasaba junto a ellos. Los agricultores arrendatarios lo apreciaban, sobre todo porque les cobraba rentas que eran poco más que simbólicas, y deseó que todas las relaciones humanas pudiesen ser reguladas con igual facilidad. El rey había bromeado respecto a su próximo encuentro con Gesalla, y Toller podía recordar ocasiones en que había estado menos inquieto al inicio de una batalla de lo que estaba en aquel momento en que se preparaba para recibir los reproches, el desprecio y la furia de su esposa. Los amantes tenían armamentos intangibles: palabras, silencios, expresiones y gestos que podían infligir heridas más profundas que las espadas o las lanzas.

Al llegar al recinto amurallado de la casa tenía la boca seca, y pocos recursos contra la posibilidad de ponerse a temblar. El cuernazul pertenecía a los establos reales, y por tanto Toller tuvo que desmontar y abrir la puerta con sus manos. Dejó al animal dentro y, mientras éste se acercaba lentamente al abrevadero de piedra para beber, él examinó el familiar recinto, con sus setos ornamentales y sus parterres de flores bien cuidados. A Gesalla le gustaba ocuparse de eso personalmente, y su toque experto era evidente en cualquier lugar donde mirase; ésto le recordó que estaría con ella en cuestión de segundos.

Oyó que la puerta principal se abría y se volvió, para ver que su esposa estaba de pie en el umbral. Llevaba un vestido de color azul oscuro, largo hasta los tobillos, y el pelo recogido sobre la cabeza de forma tal que su mechón plateado parecía una corona. Su belleza era tan completa e intimidante como siempre le había parecido a Toller, y cuando apreció que le sonreía, el peso de la culpa se hizo insoportable. Sólo pudo devolverle una mueca crispada que quería ser una sonrisa, sin moverse del lugar en que se encontraba. Ella se acercó y lo besó en los labios, breve pero cariñosamente; después retrocedió un paso y lo examinó de la cabeza a los pies.

—No estás herido —dijo—. He temido tanto por ti, Toller… parecía tan increíblemente peligroso… pero ahora veo que no estás herido, y puedo respirar otra vez.

—Gesalla… —le cogió ambas manos—. Tengo que hablar contigo.

—Por supuesto que tienes. Y probablemente estarás hambriento y sediento. Entra en casa y te prepararé algo de comer —dijo, tirando de sus manos.

Pero él rehusó moverse.

—Será mejor que me quede aquí afuera —dijo.

—¿Por qué?

—Después de que oigas lo que tengo que decirte, de seguro no seré bien recibido dentro de la casa.

Gesalla lo observó con ojos especulativos, después lo condujo a un banco de piedra. Cuando él se hubo sentado, ella también lo hizo y se acercó, de forma que quedó completamente pegada a él. La intimidad lo emocionó y turbó al mismo tiempo.

—Y ahora, milord —dijo ella suavemente—, ¿qué terribles confesiones tienes que hacerme?

—Yo… —Toller bajó la cabeza—. He estado con otra mujer.

—¿Y qué? —preguntó Gesalla con voz serena y sin cambiar de expresión.

Toller se sorprendió.

—Me parece que no… eh… cuando dije que he estado con otra mujer, quise decir en la cama.

Gesalla rió.

—Sé lo que querías decir, Toller. No soy tonta.

—Pero… —Toller, seguro de que nunca sería capaz de prevenir las reacciones de su esposa, preguntó con cautela—: ¿No estás enfadada?

—¿Piensas traer aquí a esa mujer, para que ocupe mi lugar?

—Sabes que nunca haría eso.

—Sí, lo sé, Toller. Eres un hombre de buen corazón; yo lo sé mejor que nadie, después de los años que hemos vivido juntos —sonrió, y apoyó suavemente una mano sobre él—. Por tanto, no tengo ninguna razón para estar enfadada contigo, ni para reprocharte nada.

—¡Pero no puede ser! —explotó Toller, cada vez más asombrado—. Nunca te has comportado así antes. ¿Cómo puedes quedarte tan tranquila sabiendo cómo te he ofendido?

—Te lo repito. No me has ofendido.

—¿Se ha invertido el mundo de repente? —preguntó Toller—. ¿Estás diciendo que es aceptable y correcto que un hombre traicione a su esposa única, a la mujer a quien ama?

Gesalla sonrió y su mirada se hizo más profunda y compasiva.

—¡Pobre Toller! Sigues sin entender nada, ¿verdad? Todavía no sabes por qué durante años has sido como un águila encerrada en una jaula. ¿Por qué aprovechas cualquier oportunidad para poner en peligro tu vida? Todo es un misterio impenetrable para ti, ¿verdad?

—Me exasperas, Gesalla. Por favor, no me hables como si fuese un niño.

—Pero ésa es la cuestión: eres un niño. Nunca has dejado de serlo.

—Estoy harto de que la gente me diga eso. Quizá debiera volver otro día. Tal vez, si la fortuna me sonríe, te encuentre menos enigmática.

Toller intentó incorporarse pero Gesalla lo retuvo.

—Hace un momento hablaste de traicionar a la mujer que amas —dijo ella, con el tono más suave y cariñoso que había empleado jamás—, y ahí está la fuente de toda tu angustia. Ya ves, Toller…

Gesalla se interrumpió y, por primera vez desde que se encontraron, su compostura pareció menos perfecta.

—Sigue.

—Ya ves, Toller. No me amas.

—¡Eso es mentira!

—Es verdad, Toller. Siempre he comprendido que las duraderas brasas del amor son más importantes que la breve llama ardiente que caracteriza al principio. Si tú también lo entendieses así y lo aceptaras, podrías seguir siendo feliz conmigo, pero… eso no concuerda con tu carácter. En absoluto. Mira todos tus otros amores: el ejército, las naves espaciales, los metales. Siempre tienes alguna meta imposible en mente, y cuando se demuestra que es ilusoria, tienes que encontrar otra para sustituirla.

Toller estaba escuchando cosas que no deseaba oír, y el odiado gusano del desencanto estaba empezando a agitarse en el centro de su ser.

—Gesalla —dijo, esforzándose por parecer razonable—, te estás dejando arrastrar por las palabras. ¿Cómo podría enamorarme de los metales?

—¡Para ti fue fácil! No podías limitarte a descubrir un nuevo material y experimentar con él. Tenías que conducir una cruzada. Ibas a terminar con la tala de brakkas para siempre, ibas a iniciar una nueva era gloriosa en la historia, ibas a ser el salvador de la humanidad. Y cuando empezabas a comprender que Chakkell y los que son como él nunca cambiarían sus costumbres…, llegó la nave de Land.

»Eso te salvó, Toller. Te proporcionó otra meta brillante, aunque sólo por poco tiempo. La guerra terminó demasiado pronto para ti. Y de nuevo te encuentras en el mundo monótono y normal… y estás envejeciendo. Y, lo peor de todo, no hay ningún nuevo reto a la vista. La única perspectiva es vivir tranquilamente, aquí o en algún otro lugar, hasta que llegue la muerte. Una muerte tan normal como la de los demás mortales. ¿Puedes hacer frente a esa perspectiva, Toller? —Gesalla clavó su mirada solemne en la de él—. Porque si no puedes, preferiría que viviésemos separados. Quiero pasar el resto de mis días en paz, y no me resulta nada placentero contemplar con qué intensidad buscas nuevos métodos para acabar con tu vida.

El gusano empezó ahora a comerle ávidamente, y en su interior crecía un gran vacío.

—Debe de ser muy agradable poseer tanto conocimiento y sabiduría, tener tal control de las emociones…

—¿El antiguo sarcasmo, Toller? —Gesalla apretó con su mano caliente la de él—. Es injusto que pienses que no he llorado amargamente por ti. Fue la noche que pasé contigo en el palacio cuando al fin vi el fondo de este asunto. Me enfurecí contigo por ser lo que no podías evitar ser, y durante un tiempo te odié, y derramé muchas lágrimas. Pero eso fue en el pasado. Ahora lo que me preocupa es el futuro.

—¿Tenemos un futuro?

Yo tengo un futuro. Lo he decidido. Y ha llegado el momento de que tú hagas tu propia elección. Sé que hoy te he hecho mucho daño, pero era inevitable. Ahora voy a volver a la casa. Quiero que te quedes aquí afuera hasta que tomes una decisión y, cuando lo hayas hecho, podrás venir conmigo… o marcharte. Sólo te exijo una cosa: que la decisión sea total e irrevocable. No entres en la casa a menos que sepas de verdad que puedo hacerte feliz hasta tus últimos días, y que tú puedes hacer lo mismo por mí. No debe haber ninguna reserva. Es imprescindible.

Gesalla se puso en pie con ligereza y lo miró.

—¿Me das tu palabra?

—Te la doy —dijo Toller aturdido, atormentado por el temor de que aquélla fuera la última vez que viera la cara de su esposa única.

Contempló como entraba en la casa. Cerró la puerta sin volverse a mirarlo y, cuando ella desapareció, él se quedó de pie y empezó a pasear sin objetivo por el recinto. La sombra del muro oeste se extendía, oscureciendo los colores de las flores al tocarlas, añadiendo un poco de frescor al aire.

Toller levantó la vista hacia Land, que cada vez brillaba más, y en un instante recorrió el curso de su vida, desde su nacimiento en el lejano planeta hasta el tranquilo recinto donde ahora se encontraba. Todo lo que le había ocurrido parecía conducirlo al momento presente. Mirando hacia atrás, su vida aparecía como un camino continuo y claro que había seguido sin esfuerzo consciente; pero ahora, de pronto, el sendero se dividía. Debía tomar una decisión trascendental, y acababa de darse cuenta de que no se encontraba preparado para tomar tales decisiones.

Esbozó una triste sonrisa al recordar que sólo minutos antes estaba preocupado por su devaneo con Berise Narrinder como si fuese algo importante. Gesalla supo lo que ocurría mucho antes que él, como siempre. Había llegado a una bifurcación del camino, y tenía que escoger uno de los dos que ahora se abrían ante él. ¡Uno u otro!

Mientras vagaba por el recinto, el sol continuó su descenso hacia el horizonte y las estrellas diurnas aumentaron en número. La burbuja transparente de un ptertha se deslizó sobre su cabeza, arrastrada por una brisa que no se notaba en el recinto rodeado de muros cubiertos de enredaderas. Cuando aparecieron varios remolinos plateados en el azul oriental, Toller se detuvo, tranquilizado tras haber conseguido un mayor conocimiento de sí mismo, por una mayor comprensión de la razón por la que había tardado tanto en elegir el futuro del curso de su vida.

¡No había ninguna decisión que tomar! ¡No había ningún dilema!

El asunto estaba decidido, incluso mientras Gesalla lo expresaba en palabras: nunca podría hacerla feliz, porque él era un hombre vacío que nunca podría hacerse feliz a sí mismo; y el subsiguiente retraso había sido causado por su cobarde incapacidad para enfrentarse a la verdad.

«La verdad es que estoy en medio del camino hacia la muerte», se dijo, «y todo lo que me queda es encontrar un método adecuado para terminar lo que he empezado».

Dejó escapar un trémulo suspiro, se dirigió hacia el cuernazul y lo condujo hacia la puerta del recinto. Sacó fuera al animal y, mientras cerraba la verja, miró por última vez hacia la casa adormecida. Gesalla no estaba tras ninguna de las ventanas oscuras. Subió al cuernazul y lo hizo marchar a paso lento y balanceante por el camino que conducía hacia el este. Los trabajadores ya habían abandonado los campos, y el mundo parecía desierto.

—¿Y ahora qué? —le preguntó al universo en voz alta, y sus palabras se desvanecieron rápidamente en la tristeza del crepúsculo que lo rodeaba—. Por favor, ¿qué hago ahora?

Había un diminuto punto en movimiento sobre el camino delante de él, casi en el límite de su visión. En su estado normal, Toller habría sacado su catalejo para procurarse información respecto al viajero que se acercaba, pero en esta ocasión el esfuerzo le pareció excesivo. Dejó que el desarrollo natural de los acontecimientos, con su paso mesurado, hiciese el trabajo por él.

Poco después pudo distinguir una carreta conducida por una figura solitaria, y minutos más tarde vio que carreta y ocupante se encontraban en un estado lamentable. El vehículo había perdido gran parte de las tablas, y las ruedas oscilaban notablemente sobre sus desvencijados ejes. El carretero era un joven barbudo, tan cubierto de polvo que parecía una estatua de arcilla.

Toller desvió a su cuernazul hacia un lado de la carretera para dejar paso al forastero, y se sorprendió cuando la carreta se detuvo a su lado. El joven le observó con ojos enrojecidos, e incluso antes de que hablase se hizo evidente que estaba muy borracho.

—Perdóneme, señor —farfulló—, ¿tengo el honor de dirigirme a lord Toller Maraquine?

—Sí —contestó Toller—. ¿Por qué lo preguntas?

El hombre barbudo se tambaleó durante un momento, y después esbozó inesperadamente una sonrisa que, a pesar de su estado desaliñado y sucio, tenía encanto juvenil.

—Mi nombre es Bartan Drumme, milord, y he venido a buscarle con un único objetivo, que estoy seguro de que le parecerá interesante.

—Lo dudo mucho —dijo Toller fríamente, preparándose para continuar su camino.

—¡Pero, milord! Creía que como jefe de la Defensa Aérea le interesaban todos los asuntos relacionados con el cielo.

Toller sacudió la cabeza.

—Todo eso ha terminado ya.

—Siento oírlo, milord —Drumme cogió una botella y la destapó, después se detuvo y dirigió una mirada sombría a Toller—. Eso significa que tendré que solicitar una audiencia con el rey.

A pesar de las preocupaciones que ocupaban su mente, Toller no pudo reprimir una carcajada.

—Sin duda quedará fascinado por lo que tengas que decirle.

—Sin duda alguna —dijo Drumme, sosegado por su embriaguez—. Cualquier soberano de la historia se entusiasmaría con la idea de plantar su bandera en el planeta que llamamos Farland.

Capítulo 13

La Posada del Pájaro Azul se llamaba así en recuerdo de una importante hospedería de la antigua Ro-Atabri, y la ambición de su propietario era llegar a obtener una reputación comparable. En consecuencia, se turbó visiblemente cuando Toller entró en su establecimiento seguido por la indecorosa figura de un mendigo. Era evidente que el honor de dar acomodo al heroico aristócrata apenas compensaba la presencia de su maloliente y andrajoso acompañante. No obstante, le convencieron para que les proporcionase dos habitaciones e instalase en una de ellas una gran bañera llena de agua caliente.

Bartan estaba ahora sumergido en el interior de la tina, y su cabeza era la única parte visible de su cuerpo, exceptuando la mano que agarraba una jarra de coñac por encima del agua jabonosa y gris.

Toller tomó un sorbo de la bebida que Bartan le ofreció, e hizo una mueca cuando el fuerte licor abrasó su garganta.

—¿Piensas seguir bebiendo esto durante todo el tiempo?

—Claro que no —contestó Bartan—. Debería estar bebiendo buen coñac todo el tiempo, pero esto es lo que pude conseguir. Me costó las últimas monedas que tenía, milord.

—Te he dicho que no te dirijas a mí de esa forma.

Toller se llevó la bebida a sus labios, pero la olió de nuevo y decidió vaciar la jarra de cerámica en la bañera.

—No era necesario tirarlo… —se quejó Bartan—. Además, ¿qué te parecería tener ese líquido flotando alrededor de tus partes íntimas?

—Tal vez les haga bien. Creo que está hecho para ser aplicado externamente —dijo Toller—. Haré que el posadero nos sirva dentro de un rato algo menos venenoso, pero mientras tanto quisiera volver a una parte de tu historia que no acabo de entender.

—¿A cuál?

—Afirmas que tu mujer está viva en Farland, no como un espíritu o una reencarnación, sino tal y como tú la conociste… ¿Cómo es posible que creas tal cosa?

—No puedo explicarlo. Sus palabras contenían algo más que palabras, y eso fue lo que deduje de ellas.

Toller se pellizcó el labio inferior con un gesto pensativo.

—No tengo la vanidad de creer que sé todo lo que hay que saber sobre nuestra extraña existencia. Admito que hay muchos misterios, la mayoría de los cuales nunca podremos aclarar…, pero me cuesta mucho creer eso que cuentas. Sigo sin comprenderlo.

Bartan se movió en el baño, derramando agua por un lado.

—Yo he sido un materialista convencido durante toda mi vida. Aún no comprendo a quienes se agarran a una creencia en lo sobrenatural, a pesar de todo lo que pasé en La Cesta; pero aunque no soy capaz de explicarlo, esto es algo que . Había unas luces extrañas esa noche. Sondeweere hizo algo que está más allá de mi comprensión, y ahora sé que vive en Farland.

—Dices que se te apareció en una visión, que te habló desde Farland. Me parece difícil imaginar algo más sobrenatural que eso.

—Quizás usted y yo vemos el mundo de diferente forma. Mi esposa me habló; por tanto fue un hecho natural. Sólo parece sobrenatural, porque hay elementos que están más allá de nuestra comprensión.

Toller advirtió que Bartan hablaba con una fluidez asombrosa a pesar de su embriaguez. Se levantó y caminó un rato alrededor de la habitación iluminada, después volvió a la silla. Bartan bebía tranquilamente su coñac, y no parecía un loco.

—IIven Zavotle vendrá pronto, si el mensajero lo ha encontrado —dijo Toller—. Y te aviso que va a reírse de tu historia.

—No hace falta que él me crea —dijo Bartan—. Lo referente a mi esposa es un asunto que sólo me concierne a mí, y lo he contado sólo para demostrar que tengo razones personales para viajar a Farland. No es lógico esperar que otros emprendan un viaje semejante en mi lugar, cualesquiera fuesen mis razones. Pero mi esperanza está en que el rey tenga el deseo de triunfar allí en donde Rassamarden fracasó: extender sus dominios a otro planeta. Y que, como inventor del plan, se me garantice un lugar en la expedición, si ésta llegara a realizarse. Todo lo que le pediré a tu amigo Zavotle es que encuentre un medio que haga posible el viaje.

—No pides mucho.

—Pido más de lo que puedes imaginarte —dijo Bartan, y su rostro de joven-viejo adquirió una expresión pensativa—. Soy responsable de lo que le ocurrió a mi mujer, ¿sabes? Perderla fue muy malo, pero llevar la carga de la culpa…

—Lo siento —dijo Toller—. ¿Por eso bebes?

Bartan inclinó la cabeza mientras analizaba la pregunta.

—Es probable que sea la razón por la que empecé a beber; pero después, pasado cierto tiempo, descubrí que prefería estar borracho a estar sobrio. Eso hace del mundo un lugar más agradable para vivir.

—¿Y la noche que tuviste la visión, estabas…?

—¿Borracho? ¡Desde luego que estaba borracho! —Bartan tomó un nuevo trago de coñac como para reforzar su declaración—. Pero eso no influyó en los sucesos de esa noche. Por favor, milord…

—Toller.

Bartan asintió.

—Por favor, Toller, eres libre para considerarme como un loco o un alucinado respecto a ese punto particular; después de todo, es irrelevante. Pero te ruego que me tomes en serio respecto a la expedición a Farland. Tengo que ir. Soy un piloto experto en aeronaves, y si es necesario dejaré de beber.

—Eso será inevitable; pero, aunque me interesa mucho la idea de volar a Farland, no puedo hablar seriamente de ella con el rey ni con cualquier otra persona hasta que no oiga la opinión de Zavotle. Me reuniré con él en el piso de abajo, en un locutorio privado donde podamos tomar un refrigerio y tratar el asunto cómodamente —Toller se levantó entonces, y dejó a un lado su jarra vacía—. Únete a nosotros cuando hayas terminado tu aseo.

Bartan demostró su acuerdo levantando su botella como saludo y tomando un generoso trago. Moviendo la cabeza de un lado a otro, Toller salió de la habitación y recorrió un sombrío pasillo hasta la escalera.

Bartan Drumme era un joven muy trastornado, por no decir un loco; pero la primera vez que habló con él sobre una misión a Farland, algo en su interior respondió inmediatamente con una emoción parecida a la del viajero que acaba de vislumbrar su destino después de un viaje de varios años de duración. Un vivo deseo nació dentro de él, acompañado de una fuerte excitación que tuvo que reprimir por temor a una decepción posterior.

Por muy loca, extravagante y absurda que fuese la idea de volar a Farland, Chakkell podía llegar a aprobarla por las razones que Bartan había sugerido, pero sólo si Ilven Zavotle consideraba la misión factible. Zavotle se había ganado la confianza del rey en todo lo relacionado con la técnica de los vuelos interplanetarios, de modo que si el hombre pequeño de extrañas orejas consideraba que Farland era inalcanzable, Toller Maraquine debería aceptar la perspectiva de convertirse en un mortal normal que espera una muerte normal. Y no podía permitir que eso ocurriese.

«Me estoy comportando exactamente como Gesalla dice que me comporto», pensó deteniéndose en la escalera. «Pero en este momento de nuestras vidas, ¿de qué serviría que intentara comportarme de otra forma?»

Terminó de bajar hasta el bullicioso vestíbulo de la posada y vio a Zavotle, vestido de civil, haciendo preguntas a un portero. Lo llamó, y pocos minutos después estaban instalados en una pequeña sala con una botella de buen vino entre ellos.

Las lámparas ardían en las hornacinas de la pared, añadiendo una bruma azulada al aire y, bajo su luz, Toller advirtió que Zavotle parecía cansado y ensimismado. El color blanco de su pelo le hacía parecer viejo, a pesar de ser varios años más joven que Toller.

—¿Qué te pasa, amigo? —le preguntó—. ¿Todavía no funciona bien tu estómago?

—Me duele incluso cuando no como —Zavotle le dirigió una sonrisa triste—. No parece estar muy bien.

—Tengo algo que distraerá tu cabeza —dijo Toller, vertiendo vino verde en dos vasos—. ¿Recuerdas la conversación que tuvimos con el rey esta mañana? ¿Nuestro desacuerdo sobre lo que debe hacerse con las estaciones de defensa?

—Sí.

—Bueno, este mismo posdía me encontré con un joven llamado Bartan Drumme que me expuso una idea interesante. Está siempre bebido y bastante loco, pero su idea puede ser atractiva para nosotros. Sugiere que llevemos una o más estaciones… a Farland —Toller había hablado en tono desenfadado, casi indiferente, pero observaba con atención las reacciones de Zavotle y sintió una punzada de alarma al ver en sus labios un gesto burlón.

—¿Dijiste que tu amigo está bastante loco? ¡Yo diría que está como una cabra! —dijo Zavotle, sonriendo afectadamente al interior de su vaso.

—Pero, ¿no crees que se podría…? —Toller dudó, dándose cuenta de que tenía que ponerse en manos de su amigo, pasara lo que pasase—. Ilven, necesito a Farland. Es la única cosa que me queda… —Zavotle lo observó, interrogativo, durante un momento—. Gesalla y yo nos hemos separado para siempre —contestó a la pregunta no formulada—. Todo ha terminado entre nosotros.

—Ya veo… —Zavotle cerró los ojos y masajeó delicadamente sus párpados con la yema del índice y el pulgar—. En gran parte, depende de la posición de Farland… —añadió lentamente.

—Gracias, gracias —dijo Toller, inundado de gratitud—. Si puedo hacer algo para corresponderte, no tienes más que decirlo.

—Hay algo que espero como recompensa, y no tengo que decirlo. No a ti, al menos…

Ahora Toller trataba de leer en el rostro de su amigo.

—El vuelo será peligroso, Ilven. ¿Por qué quieres arriesgar tu vida?

—Durante un tiempo pensé que mi digestión era demasiado débil; después descubrí que era demasiado fuerte —Zavotle palpó su estómago—. Me estoy digiriendo a mí mismo, y este banquete incestuoso no puede prolongarse indefinidamente. De modo que ya ves, Toller: necesito a Farland tanto como tú, o quizá más. Para mí sería suficiente planear un viaje de ida, pero sospecho que los demás miembros de la tripulación no aceptarían esas condiciones fácilmente; por tanto, tengo que exprimir mi cerebro y realizar una previsión para un regreso seguro. El problema me proporcionará una buena distracción durante una o dos horas, y te doy las gracias por eso.

—Yo… —Toller miró a su alrededor, parpadeando, mientras sus lágrimas rodeaban de halos erizados las luces de los muros—. Lo siento, Ilven. Estaba tan absorto en mis problemas que ni siquiera pensé que pudieses…

Zavotle sonrió e impulsivamente le cogió la mano.

—Toller, ¿recuerdas el vuelo de prueba de aquellos años? Volamos juntos hacia lo desconocido, y estábamos contentos por ello. Dejemos ahora de lado nuestras preocupaciones personales y alegrémonos, porque cuando más lo necesitamos se presenta ante nosotros un gran vuelo de prueba, el mayor de todos cuantos se han realizado, y un lugar completamente desconocido que explorar.

Toller asintió, mirando a Zavotle con afecto.

—¿Así que piensas que el vuelo es factible?

—Yo diría que puede hacerse. Farland está a muchos kilómetros de distancia, y se mueve; no debemos olvidar que se mueve, pero si contamos con suficientes reservas de verde y púrpura podríamos lograrlo.

—¿De cuántos millones de kilómetros estamos hablando?

Zavotle suspiró.

—Me gustaría que alguien hubiese traído los libros de ciencia de Land, Toller. Hemos perdido gran parte de nuestros conocimientos, y nadie tiene tiempo de empezar a reconstruirlos. Debo guiarme por la memoria, pero me parece que Farland está a doce millones de kilómetros de nosotros en el punto más próximo de su órbita, y a sesenta y tres millones cuando está en el lado opuesto del sol. Naturalmente deberíamos esperar a que se acercara.

—Doce millones —suspiró Toller—. ¿Cómo podemos pensar en volar una distancia como ésa?

—¡No podemos! Recuerda que Farland se mueve. La nave debería volar en ángulo para encontrarse con él, de modo que tendremos que pensar en un vuelo de veintisiete millones de kilómetros, quizá treinta, quizá más.

—Pero… ¿a qué velocidad? ¿Es eso posible?

—No es momento de mostrarse timorato —Zavotle cogió un lápiz y un pedazo de papel de su bolsillo y empezó a garabatear números—. Digamos que, a causa de la fragilidad humana, el viaje no debería durar más de… hum… cien días. Eso nos obliga a cubrir quizá doscientos setenta mil kilómetros por día, lo que nos da una velocidad de… sólo once mil doscientos cincuenta kilómetros por hora.

—Ya veo que te estás burlando de mí —dijo Toller—. Si pensabas que el viaje era imposible, tenías que haberlo dicho al principio.

Zavotle levantó ambas manos con las palmas hacia fuera, en gesto apaciguador.

—Calma, muchacho. No estoy bromeando. Debes recordar la retardatriz del aire, que se incrementa con relación al cuadrado de la velocidad, lo que hace que nuestras aeronaves marchen a paso de tortuga e incluso limita el funcionamiento de tus queridos vehículos de combate. Pero en un viaje a Farland, la nave se desplazaría en el vacío, y también estaría fuera de la gravedad de Overland, de modo que sería posible lograr una velocidad casi asombrosa.

»No obstante, interesa que le resistencia del aire pueda también ayudar al viajero interplanetario. Si no fuese por la necesidad de volver, podríamos soltar la nave dentro de la atmósfera de Farland, saltar de ella cuando la velocidad se redujese a niveles aceptables y descender a la superficie en paracaídas. Sí, es la necesidad de volver lo que plantea el problema principal. Ése es el verdadero nudo del problema.

—¿Qué se puede hacer?

Zavotle tomó un sorbo de vino.

—Me parece que necesitamos… necesitamos una nave que pueda dividirse en dos partes independientes.

—¿Hablas en serio?

—¡Absolutamente! Me imagino una estación de mando como la embarcación básica. Llamémosla nave de vacío… no: astronave, para diferenciarla de las naves espaciales corrientes. Es necesario algo del tamaño de una estación de mando, para almacenar grandes reservas de cristales de energía y todo tipo de provisiones para el viaje. Esa nave, la astronave, volaría desde la zona de ingravidez hacia Farland, pero nunca aterrizaría. Tendría que detenerse justo fuera del campo de gravedad de Farland, y quedarse allí suspendida, de forma estacionaria, hasta el momento del viaje de vuelta a Overland.

—Eso hay que meterlo con cuña en el cerebro —se quejó Toller, esforzándose por asimilar aquellas ideas del todo nuevas para él— ¿Lo que imaginas es a la astronave soltando algo como un bote salvavidas a la superficie planetaria?

—¿Bote salvavidas? Ésa es la idea, mas tendría que ser una nave espacial totalmente equipada, con un globo y un motor.

—Pero… ¿cómo podría transportarse?

—A eso me refería cuando hablé de un vehículo que pueda dividirse en dos partes. Digamos que la astronave está compuesta por cuatro o cinco secciones cilíndricas, similar a como es ahora una estación de mando; toda la parte frontal tendrá que ser desmontable y convertida después en una nave espacial para el descenso. Tiene que haber una división adicional, y una puerta hermética, y… —Zavotle se estremeció, excitado y se incorporó a medias en su asiento—. Necesito material para dibujar, Toller. Mi mente está al rojo vivo.

—Te lo traeré, Zavotle —dijo Toller, haciendo un gesto para que se sentase de nuevo—, pero primero explícame algo más sobre la división de la astronave. ¿Podría hacerse en el vacío? ¿No existe el riesgo de perder todo el aire de la nave?

—Sería más seguro hacerlo en la atmósfera de Farland, y también más fácil; eso es algo que tengo que pensar. Puede ser, si tenemos la suerte de que la atmósfera se extienda más allá del campo de gravedad de Farland, en cuyo caso la operación sería relativamente sencilla. La astronave quedaría simplemente suspendida en el aire superior. Podríamos separar la nave espacial de descenso, inflar el globo y atar los montantes de aceleración; todo de una manera bastante rutinaria. Es algo que muy bien podría practicarse en nuestra zona de ingravidez, antes del inicio de la expedición.

»En el otro caso, si la astronave tiene que esperar fuera de la atmósfera, lo más conveniente podría ser descender un poco hasta un nivel donde el aire sea respirable, y sólo entonces separar la parte de la nave espacial de descenso. Por supuesto, ésta caerá mientras su globo va siendo hinchado, pero como sabemos por experiencia, la caída será tan lenta que habrá tiempo suficiente para que se haga todo lo necesario. Hay que pensar bien en…

—Incluir aire —dijo Toller—. ¿Supongo que habría que usar sal de fuego?

—Sí. Sabemos que ésta devuelve la vida al aire muerto, pero no sabemos cuánta se necesitará para mantener vivo a un hombre durante un viaje tan largo. Se tendrá que experimentar, porque la cantidad de sal que tendremos que transportar debe de ser el factor principal para decidir el número de tripulantes… —se interrumpió y dirigió una mirada nostálgica a Toller—. Es una pena que Lain no esté con nosotros. Nos ayudaría mucho.

—Iré a buscar el material de dibujo.

Al salir de la sala, Toller evocó la imagen de su hermano, el brillante matemático a quien había matado un ptertha la víspera de la Migración. Lain poseía una impresionante habilidad para desvelar los secretos de la naturaleza y predecir sus consecuencias, y sin embargo había cometido algunos errores importantes relacionados con descubrimientos científicos conseguidos durante el primer vuelo desde Land a la zona de ingravidez. La imagen mental le recordó en ese momento lo presuntuosa y temeraria que era la idea de volar a través de millones de kilómetros en el espacio hacia un mundo desconocido.

«Un hombre puede morir con facilidad en un viaje como ése», se dijo Toller, y casi sonrió al conducir el pensamiento un paso más adelante: «Pero nadie podrá decir que fue una muerte normal…»


—Estoy intentando definir qué es lo que me irrita más sobre este asunto de Farland —dijo el rey Chakkell, dirigiendo una mirada infeliz a Toller y a Zavotle—. No sé si es el hecho de ser manipulado… o si es la falta absoluta de sutileza con que se está llevando a cabo la manipulación.

Toller adoptó una expresión preocupada.

—Majestad, me entristece oír que sospecha la existencia de otros motivos. Mi única ambición es plantar la bandera de…

—¡Basta, Maraquine! No soy un imbécil —Chakkell alisó un mechón de pelo sobre su reluciente calva bronceada—. Hablas de plantar banderas como si éstas pudiesen echar raíces sin ninguna ayuda y producir algún tipo de frutas valiosas. ¿Qué beneficio obtendré yo de Farland? Muy escaso, diría.

—La recompensa de la historia —aseguró Toller, preparándose para planear el proyecto de Farland en detalle. La demostración de perspicacia de Chakkell era un indicio seguro de que estaba a punto de dar su consentimiento para la construcción y aprovisionamiento de las astronaves. A pesar de que mostraba dudas e indiferencia, el rey había quedado seducido por la idea de extender su poder al lejano planeta.

Chakkell resopló.

—La recompensa de la historia no se logrará a menos que la nave consiga completar los dos recorridos. No estoy en absoluto convencido de que sea capaz de hacerlo.

—La nave será diseñada para adaptarse a cualquier exigencia, majestad —dijo Toller—. No tengo ningún interés en suicidarme.

—¿De veras? A veces me lo he preguntado, Maraquine.

Chakkell se levantó y empezó a pasear por la pequeña sala. Era la misma en la que había consultado a Toller respecto a la defensa aérea de Overland momentos después de su indulto. La mesa circular y las seis sillas ocupaban la mayor parte del suelo, dejando al rey un escaso margen para pasear su rechoncha figura. Al llegar a la silla en que había estado sentado se inclinó sobre el respaldo y miró ceñudamente a Toller.

—Y respecto al dinero, ¿qué? —dijo—. Oh, cierto que a ti nunca te preocupan asuntos tan insignificantes, ¿verdad?

—Una sola nave, majestad, y una tripulación de no más de seis personas.

—El tamaño de la tripulación no tiene importancia, y bien lo sabes. Lo que va a costarme una fortuna es construirla y mantener en funcionamiento las estaciones de apoyo en la zona de ingravidez.

—Pero si abre el camino hacia un nuevo mundo…

—No empieces con la misma canción otra vez, Maraquine —le interrumpió Chakkell—. Te voy a permitir que lleves a cabo tu disparatada empresa, ya que supongo que tienes derecho a una compensación por tus servicios de guerra, pero exijo que Zavotle no te acompañe. No puedo permitirme perderlo.

—Lamento decir esto, majestad… —intervino Zavotle—, pero pronto tendré que privarle de mis servicios de todas formas, con expedición o sin ella.

Chakkell entrecerró los ojos para mirar a Zavotle, como si sospechase algo.

—Zavotle —dijo al fin—, ¿es que vas a morir?

—Sí, majestad.

Chakkell pareció más violento que entristecido.

—Ahora debo atender otros asuntos —dijo bruscamente, dirigiéndose hacia la puerta—, pero… en tales circunstancias, no pondré ninguna objeción a que vayas a Farland.

—Se lo agradezco mucho, majestad.

Chakkell se detuvo en el umbral de la puerta y dirigió a Toller una mirada intensa.

—El juego casi ha terminado, ¿eh, Maraquine?

Desapareció por el corredor antes de que Toller pudiese preparar su respuesta, y el silencio invadió la sala.

—¿Te has dado cuenta, Ilven? —dijo Toller en voz baja— Hemos asustado al rey. ¿No viste cómo tergiversó todo para que pareciese que nos estaba haciendo un favor al permitirnos llevar adelante el proyecto? Pero la verdadera razón es que quiere que su estandarte vuele a Farland. Un lugar garantizado en la historia es un pobre sustituto de la inmortalidad, pero todos los reyes parecen anhelarlo. Nosotros le recordamos a Chakkell la futilidad de esas ambiciones.

—Hablas de una forma extraña, Toller —dijo Zavotle, estudiándolo con atención—. Yo no pretendo volver de Farland, pero seguramente tú lo harás.

—Tranquilízate, amigo —contestó Toller sonriendo—. Volveré de Farland…, o moriré en el intento.


Toller no estaba seguro de que su hijo accediera a reunirse con él, y sintió una profunda alegría cuando vio a un jinete solitario aparecer en el horizonte de la carretera que conducía al sur, hacia Heevern. Había elegido ese punto de encuentro en parte porque una roca puntiaguda veteada de oro y un estanque hacían fácil definir el lugar, pero también porque estaba en el lado norte del último cerro en el camino a su casa.

Cabalgando un kilómetro más hacia la cima, la hubiera visto a lo lejos. La conciencia de que Gesalla estaba allí, entre la paredes familiares, podía haber reproducido su dolor, pero ésa tampoco era la razón. Era simplemente que había jurado separar los cursos de sus vidas para siempre, y —aunque no había razón que lo justificara— sentía que ver la casa era como faltar a su palabra.

Desmontó del cuernazul y dejó que el animal comiera, mientras observaba al jinete que se iba aproximando. Como en ocasiones anteriores, pudo identificar a su hijo desde lejos por el característico color crema de las patas delanteras de su montura. Cassyll cabalgaba hacia él a no mucha velocidad, y tiró de las riendas de su cuernazul para detenerlo a una distancia de unos diez metros. Permaneció en la silla, estudiando a Toller con sus pensativos ojos grises.

—Sería mejor que bajaras —le dijo Toller con suavidad—. Nos resultaría más fácil hablar.

—¿Tenemos algo de qué hablar?

—Si no lo tuviéramos, tu presencia aquí carecería de sentido —Toller dirigió a su hijo una sonrisa forzada—. Vamos; ni tu honor ni tus principios se verán comprometidos porque hablemos cara a cara.

Cassyll se encogió de hombros y bajó de su cuernazul, movimiento que llevó a cabo con agilidad. Su rostro oval y un pronunciado pico de viuda en su brillante cabello negro hacían pensar en su madre, pero Toller apreció evidente fuerza en su figura esbelta.

—Tienes buen aspecto —dijo.

Cassyll se observó a sí mismo y a sus ropas, una camisa y unos pantalones de tejido basto que no hubieran desentonado en un vulgar campesino.

—Hago el trabajo que me corresponde en la fundición y las fábricas, y a veces es duro.

—Lo sé —Toller se animó ante la cortesía de la respuesta, y decidió ir directamente al grano—. Cassyll, la expedición a Farland sale dentro de pocos días. Tengo fe en los diseños y en los cálculos de Zavotle, pero sólo un loco se negaría a reconocer que nos esperan muchos peligros desconocidos. Puede que no vuelva de este viaje, y me tranquilizaría mucho dejar claros algunos asuntos relativos a tu futuro y al de tu madre.

Cassyll no demostró ninguna emoción.

—Volverás, como siempre.

—Eso pretendo. Sin embargo, quiero que me des tu palabra sobre ciertos asuntos antes de que nos separemos hoy. Uno de ellos es el hecho de que el rey ha confirmado mi título como hereditario, y quiero que lo aceptes si me declaran muerto.

—No quiero el título. No me interesan esas vanidades.

Toller asintió con la cabeza.

—Lo sé, y te respeto por ello; pero el título representa poder, así como privilegios. Poder utilizable para salvaguardar la posición de tu madre en el planeta, poder para lograr propósitos que valgan la pena. No necesito recordarte la importancia de que los metales reemplacen a la madera de brakka en nuestra sociedad. Por tanto, prométeme que no rechazarás el título.

Cassyll parecía impaciente.

—Eso es prematuro. Vivirás hasta los cien años o más.

—¡Promételo, Cassyll!

—Juro que aceptaré el título el lejano día en que al fin me sea traspasado.

—Gracias —dijo Toller, sinceramente—. Ahora, la administración de la hacienda. Si es posible, quisiera perpetuar el sistema de alquileres bajos para nuestros agricultores arrendatarios. Tengo entendido que el producto de las minas, fundiciones y trabajos con el metal se sigue incrementando, y eso será suficiente para las necesidades de la familia.

—¿Familia? —Cassyll esbozó una semisonrisa para mostrar que consideraba inadecuada la palabra—. Mi madre y yo estamos seguros financieramente.

Toller pasó por alto la tácita provocación, y habló un poco más sobre temas prácticos relacionados con la hacienda y sus industrias, pero era consciente de que estaba retrasando el momento en que debía exponer el motivo principal de la cita con su hijo. Al final, después de un silencio tenso que pareció que iba a prolongarse indefinidamente, decidió que había llegado el momento.

—Cassyll —dijo—, yo conocí a mi padre poco antes de que se suicidara. Tardamos mucho, pero al final nos encontramos. Yo… no quisiera separarme de ti sin dejar las cosas arregladas entre nosotros. ¿Puedes perdonarme los errores que he cometido contigo y con tu madre?

—¿Errores? —Cassyll habló en voz baja, evidenciando su confusión. Se agachó y cogió un guijarro con abundantes vetas de oro, lo examinó brevemente y luego lo lanzó enérgicamente al estanque cercano. La imagen de Land reflejada en el agua se rompió en fragmentos curvos—. ¿De qué errores hablas, padre?

Toller no pudo escabullirse.

—Os he abandonado a ti y a tu madre porque nunca he conseguido estar satisfecho con lo que tengo. Es así de simple. Mis motivos no son complicados ni oscuros.

—Nunca me he sentido abandonado, porque siempre creí que nos querías —dijo Cassyll lentamente—. Ahora mi madre está sola.

—Te tiene a ti…

—Está sola —repitió Cassyll con tristeza.

—No más que yo —dijo Toller—. Pero no hay remedio. Tu madre lo entiende incluso mejor que yo mismo. Si tú lograses entenderlo, también podrías perdonar.

Cassyll de repente pareció más joven de lo que era.

—¿Me estás pidiendo que comprenda que el amor se muere?

—Puede morirse, o luchar contra la muerte. Un hombre o una mujer pueden cambiar, o permanecer sin cambios; y cuando una persona permanece inalterada, el efecto con el tiempo… desde el punto de vista de la persona que ha cambiado, es como si se hubiera convertido en otra distinta… —Toller se interrumpió y contempló con impotencia a su hijo—. Rayos, ¿cómo voy a saber lo que te estoy pidiendo que entiendas, si yo mismo no entiendo?

—Padre… —Cassyll avanzó un paso hacia Toller—. Veo mucho dolor en tu interior. No me había dado cuenta…

Toller trató de contener las lágrimas que habían empezado a emborronar su vista.

—El dolor lo acepto con agrado. No hay suficiente para mis necesidades.

—Padre, no…

Toller abrió los brazos a su hijo, y ambos se abrazaron. Durante el momento en que estuvieron unidos, casi pudo imaginar la vida que hubiera tenido de ser un hombre íntegro.


—Pon la nave de lado —ordenó Toller, mientras su aliento revoloteaba formando nubes blanquecinas en el aire helado.

Bartan Drumme, que se encontraba en los mandos porque quería aprovechar toda oportunidad de practicar las técnicas de manejo de naves espaciales, asintió y empezó a lanzar pequeñas ráfagas por un propulsor lateral. Cuando el impulso superó la inercia de la barquilla, Overland se deslizó hacia arriba en el cielo y el gran disco de Land emergió por debajo de la curvatura marrón del globo. Bartan detuvo la inclinación de la nave usando el propulsor opuesto, estableciendo una nueva posición, con un planeta a la vista en cada lado de la barquilla. El sol estaba cerca del borde oriental de Land e iluminaba una fina franja del planeta, dejando el resto en una relativa oscuridad.

Sobre el opaco fondo de Land, la astronave esperaba ahora a poco más de un kilómetro, destacándose como una diminuta raya luminosa. Estaba atendida por varias manchas menores, que representaban los pocos hábitats y almacenes que el rey Chakkell había permitido conservar en la zona de ingravidez para servir a la nave recién terminada. El grupo apenas destacaba en el atestado cielo, pero su visión provocó una aceleración en el pulso de Toller.

Habían pasado sesenta días desde que recibió la autorización real para la expedición a Farland, y ahora le resultaba duro aceptar que el momento de la partida estaba próximo. Tratando de apartar de sí una cierta sensación de irrealidad, elevó sus gemelos y examinó la astronave.

Se había introducido una modificación importante en el diseño que Zavotle esbozó durante la reunión en la Posada del Pájaro Azul. La parte delantera de las cinco secciones de la nave fue pensada al principio como la desmontable, pero su construcción planteó demasiados problemas relacionados con la visibilidad frontal. Después de algunos experimentos infructuosos con espejos, se decidió utilizar como módulo de aterrizaje la sección posterior. Su motor impulsaría el vuelo hacia Farland, y cuando fuera separada de la nave madre, quedaría al descubierto un segundo motor, preparado para volver a Overland.

Toller bajó los gemelos y dirigió su mirada a los otros miembros de la tripulación, todos ellos con trajes acolchados, todos sumidos en sus pensamientos. Además de Zavotle y Bartan, estaban Berise Narrinder, Tipp Gotlon y otro ex piloto de los vehículos de lucha, un joven de habla suave llamado Dakan Wraker. Toller se había sorprendido por el gran número de voluntarios para la expedición, y resolvió seleccionar a Wraker por su carácter imperturbable y sus amplios conocimientos de mecánica.

La conversación había sido animada en la hora precedente, pero ahora, de repente, la magnitud de lo que les aguardaba parecía haberse cebado en ellos, inmovilizando sus lenguas.

—¡Fuera las caras largas! —dijo Toller, falsamente jovial—. ¡A lo mejor descubrimos que nos gusta tanto Farland que ya no queremos volver!

Capítulo 14

Como comandante de la astronave, a Toller le habría gustado estar en los controles cuando la astronave Kolkorron saliese de la zona de ingravidez al comienzo del viaje a Farland.

Durante las sesiones de entrenamiento, sin embargo, se hizo evidente que él era el menos dotado de la tripulación para el nuevo estilo de vuelo. La longitud de la nave era de cinco veces su diámetro, y mantener una posición estable en movimiento requería una utilización precisa y delicada de los propulsores laterales, y una gran capacidad para detectar y corregir las desviaciones casi antes de que se produjesen. Gotlon, Wraker y Berise parecían hacerlo sin esfuerzo, utilizando con poca frecuencia ráfagas instantáneas de los propulsores para mantener la retícula del telescopio de dirección centrada en una estrella indicadora. Zavotle y Bartan Drumme eran competentes, aunque un poco más torpes; pero Toller, a pesar suyo, tendía a realizar correcciones excesivas que debía rectificar con una serie de ajustes menores, lo cual provocaba las risas de los demás pilotos.

Por lo tanto, delegó en Tipp Gotlon, el más joven de la tripulación, la responsabilidad de sacar la nave de la atmósfera compartida por los planetas gemelos.

Gotlon estaba sujeto a su asiento, cerca del centro de la cubierta circular superior. Miraba a través del ocular prismático del telescopio de corto alcance, al que mantenía casi vertical a través de una tronera en la proa de la nave. Sus manos estaban en las palancas de control, de las cuales salían unas barras que bajaban atravesando las distintas cubiertas hasta llegar al motor principal y los servomotores laterales. La ferocidad de su mellada mueca revelaba que estaba nervioso, esperando con ansiedad la orden de iniciar el vuelo.

Toller paseó la mirada alrededor de la sección de proa, que además de alojar el puesto del piloto estaba destinada a vivienda y dormitorio. Zavotle, Berise y Bartan estaban flotando cerca del perímetro en distintas posiciones, manteniéndose en su lugar agarrados a las barandillas. Había poca luz en el compartimiento, debido a que su única entrada era la portilla situada en el lado del sol; pero Toller pudo ver sus rostros lo bastante bien como para enterarse de que compartían su misma emoción.

El vuelo debía durar doscientos días, aproximadamente; un largo período de aburrimiento, privaciones e incomodidades, y a pesar de lo segura que pudiera estar una persona, era natural que experimentase desasosiego en aquel momento. Las cosas serían más fáciles cuando el motor principal comenzara a funcionar, arrastrándolos a la aventura; pero hasta que no se diese ese primer paso psicológico, la tripulación y él estarían atormentados por las dudas y los temores.

Cada vez más impaciente, Toller se acercó al hueco de la escalera y miró hacia abajo, al interior de la nave. El espacio cilindrico estaba atravesado por los estrechos rayos del sol que entraban por las portillas, creando diseños confusos de luces y sombras en el apuntalamiento interior y entre los arcones que guardaban las provisiones de comida y agua, sal de fuego y cristales de energía. Hubo un movimiento lejano en el extraño mundo de abajo y Wraker, que había estado revisando los tanques de combustible y el sistema de alimentación neumático, apareció en la base de la escalera. Subió rápida y ágilmente a pesar de su voluminoso traje, e hizo un gesto a Toller con la cabeza al descubrir que le esperaba.

—Las unidades de alimentación están preparadas —informó con tranquilidad.

—Y nosotros también —contestó Toller, volviéndose para encontrarse con los ojos atentos de Gotlon—. Vamos, sácanos de aquí.

Gotlon levantó sin dudar la palanca de paso de combustible. El motor sonó en la parte trasera de la nave —su rugido amortiguado por la distancia y las separaciones intermedias—, y los miembros de la tripulación fueron descendiendo gradualmente para ocupar posiciones de pie en la plataforma. Toller miró desde la portilla más próxima justo a tiempo para ver un grupo de secciones de almacenamiento y hábitats deslizándose bajo la nave. Algunos de los trabajadores auxiliares, embutidos en sus gruesos trajes, los despedían agitando con fuerza las manos, deseándoles suerte.

—Es emocionante —comentó Toller—. Nos han hecho una despedida conmovedora.

Zavotle resopló por la nariz con escepticismo.

—Solamente están expresando su sincero alivio por nuestra marcha. Ahora, al fin, pueden abandonar la zona de ingravidez y volver con sus familias; que es lo que nosotros tendríamos que haber hecho si tuviésemos una pizca de sentido común.

—Te olvidas de una cosa —dijo Bartan Drumme, sonriendo.

—¿De qué?

—Yo vuelvo con mi familia —la sonrisa infantil de Bartan se hizo más amplia—. Se puede considerar que mi situación es la mejor, porque mi mujer me espera en Farland.

—Hijo, según mi opinión, tú deberías ser el capitán de esta nave —dijo Zavotle solemnemente—. Un hombre tiene que estar loco para emprender un viaje como éste, y tú eres el más loco de todos.


El Kolkorron llevaba poco más de una hora de camino cuando Toller empezó a sentirse intranquilo.

Visitó cada uno de los compartimientos de la nave para comprobar que todo estaba en orden pero, aunque no encontró nada incorrecto, su sensación de inquietud no desapareció. Incapaz de atribuirla a ninguna causa definida, decidió no hablar de ello con Zavotle ni con ningún otro. Como comandante debía representar un liderazgo firme, y no debilitar la moral de la tripulación con vagas aprensiones. En contraste con su humor, los demás parecían relajados y con la confianza en aumento, como se evidenciaba por la animada conversación que tenía lugar en la cubierta superior.

Toller no tenía deseos de hablar; volvió a bajar la escalera y, casi escondiéndose, fue a situarse junto a una portilla en mitad de la nave, en un estrecho espacio entre dos embalajes de suministros. Era algo que a veces había hecho de pequeño, cuando necesitaba evadirse del mundo exterior; y en la soledad reencontrada intentó identificar la razón de su inquietud.

¿Se debería a que el cielo se había vuelto inesperadamente negro? ¿O sería una preocupación ya arraigada en él, una protesta emocional instintiva ante la idea de alcanzar una velocidad de miles de kilómetros por hora? El motor principal estaba funcionando casi sin interrupción desde el comienzo del viaje, y por tanto, según Zavotle, la velocidad de la nave debía superar largamente cualquiera que el hombre hubiese experimentado con anterioridad. Al principio fue claramente audible la embestida del aire contra el casco; pero cuando el cielo se oscureció, ese sonido fue desapareciendo poco a poco. La luz del sol que se filtraba a través de la portilla dificultaba a Toller la visión del universo exterior, pero la calma eterna parecía reinar como siempre, sin mostrar ningún signo de que la nave atravesaba el espacio a muchos cientos de kilómetros por hora.

¿Podía este hecho estar relacionado con su inquietud? ¿Le preocuparía a una parte de su mente aquella discrepancia entre lo que observaba y lo que sabía que estaba ocurriendo?

Toller reflexionó brevemente sobre esa idea, y después la rechazó. Nunca había sido demasiado sensible, y un viaje por el espacio no iba a cambiar su naturaleza. Si se estaba poniendo nervioso debía ser por asuntos más inmediatos, tales como haberse situado tan cerca de una portilla. El entablado del casco del Kolkorron estaba reforzado con aros de acero en el exterior y capas de alquitrán y lona en el interior, lo que proporcionaba una gran resistencia al conjunto de la estructura de la nave; pero existían zonas vulnerables alrededor de las portillas y compuertas. En uno de los primeros experimentos de vuelo había saltado una portilla, ocasionándole a un mecánico la rotura de los tímpanos, aunque el accidente no sucedió en el vacío.

Un ligero sonido silbante procedente de la cubierta superior le indicó que alguien había mezclado una proporción de sal de fuego con agua para mantener el aire respirable. Un minuto más tarde llegó a la nariz de Toller su aroma característico —que recordaba al de las algas marinas—, mezclado con el olor del alquitrán que parecía haberse intensificado.

Aspiró, y se dio cuenta de que el olor a alquitrán era mucho más notable, y su sensación de alarma creció. De un sólo movimiento se quitó un guante y tocó la superficie del casco que tenía cerca. Estaba un poco caliente, aunque no lo bastante para que se hubiera reblandecido el alquitrán; pero le extrañó, porque esperaba encontrarla fría. Ese descubrimiento abrió una puerta en su mente, y en seguida supo con exactitud qué era lo que le había provocado sus vagas inquietudes…

¡Estaba incómodo a causa del exceso de calor de su cuerpo!

El traje espacial acolchado había sido diseñado para proteger del intensísimo frío de la zona de ingravidez, y casi no consiguió su propósito; pero ahora estaba demostrando ser tan eficiente que a Toller le pareció que iba a empezar a sudar.

«¡Debe de haber un error! ¡No podemos estar cayendo hacia el sol!». Toller se esforzaba por controlar sus pensamientos, cuando el sonido del motor se apagó y en ese mismo instante oyó la voz de Zavotle que lo llamaba desde la parte más alta de la nave. Consciente otra vez de su carencia de peso, Toller se lanzó al aire hacia la escalera y subió ayudándose con las manos. Llegó a la cubierta superior y miró a los tripulantes. A excepción de Gotlon, todos estaban echados en sus camas de red.

—Ocurre algo extraño —dijo Zavotle—. La nave se está calentando.

—Ya lo he notado —Toller miró a Gotlon, que le contemplaba desde el asiento de piloto—. ¿Estamos en la ruta adecuada?

Gotlon asintió enfáticamente.

—Señor, la seguimos con exactitud desde el principio. Le juro que Gola no se ha apartado del centro de la retícula ni un segundo.

Gola era una figura de la mitología kolkorronesa que se aparecía a los marineros perdidos y los guiaba a puertos seguros, y se le había dado ese nombre a la estrella elegida como referencia para la primera parte del viaje.

Toller se dirigió a Zavotle.

—¿No podríamos estar desplazándonos lateralmente, cayendo hacia el sol, aunque la proa de la nave continúe apuntando hacia Gola?

—¿Por qué íbamos a caernos? E incluso en ese caso, sería demasiado pronto para que el calor se manifestara en esta proporción.

—Si miráis hacia atrás, veréis que aún estamos en la misma posición relativa respecto a Overland y Land —añadió Berise—. Vamos bien.

—Esto es algo que debo apuntar en mi diario de vuelo —dijo Zavotle casi para sí—. Tendremos que asumir que el espacio es caliente. En realidad no hay que sorprenderse, porque aquí el sol siempre brilla. Pero también brilla en la zona de ingravidez, y allí hace un frío terrible. Esto es otro misterio, Toller.

—Misterio o no —replicó Toller, decidiendo actuar de forma positiva para compensar la incertidumbre originada por el primer contacto con lo inesperado—, eso significa que podemos librarnos de estos malditos trajes, y es algo de lo que hay que alegrarse. Al menos podremos estar más cómodos.


Al tercer día de vuelo se estableció una rutina de a bordo, lo cual satisfizo a Toller. Era consciente de los peligros de la monotonía y el aburrimiento, pero estos eran problemas humanos conocidos y se sentía capaz de afrontarlos. Pero cuando la naturaleza se volvía caprichosa, contradiciendo las creencias más arraigadas del hombre, empezaba a sentirse como una criatura perdida en un peligroso bosque.

Después del descubrimiento inicial, ahora bien aceptado, de que el espacio era agradablemente cálido, la revelación que siguió fue producto de la observación. El primero en darse cuenta de que no había meteoros en el vacío interplanetario fue Wraker. Para sorpresa de Toller, Zavotle dio gran importancia al asunto, convencido en apariencia de que tenía algún significado, y éste fue objeto de una nueva anotación en su diario.

La enfermedad del hombre menudo parecía progresar de acuerdo con sus previsiones. Aunque no se quejaba, estaba visiblemente más delgado, y pasaba gran parte del tiempo presionando su estómago con los puños. También, cosa extraña en el carácter de Zavotle, se había vuelto colérico y agrio con los miembros jóvenes de la tripulación, en especial con Bartan Drumme. Los otros —aunque convencidos de que Bartan tenía accesos de locura— eran tolerantes, mientras que Zavotle lo convertía en centro de sus burlas y sarcasmos con harta frecuencia. Bartan aguantaba el abuso con ecuanimidad, seguro de la consistencia de su ilusión; pero en varias ocasiones Berise se sintió obligada a intervenir, y su relación con Zavotle se había hecho tensa.

Toller se mantenía al margen, sabiendo que su viejo amigo estaba gobernado por demonios peores que los suyos, y confiaba en que Berise no dejaría que la situación se le escapase de las manos. Su propia relación con ella —incluso después de los cinco días pasados en el universo exlusivo de la nave espacial descendente— era afectuosa, cómoda y totalmente desapasionada. Se habían encontrado en un momento determinado, un momento durante el cual sus necesidades se complementaron a la perfección, un momento que nunca se repetiría, y ahora habían tomado caminos separados hacia el futuro, sin obligaciones ni reproches. Ni siquiera se le ocurrió poner objeciones cuando ella solicitó un puesto en la expedición. Sabía que ella comprendía los peligros, y que sus razones tenían que ser al menos tan válidas como las de él.

Dejando aparte las relaciones humanas, Toller preveía que la comida y la bebida, ya fuese ingerida o eliminada, iba a ser lo que más pusiera a prueba la capacidad de aguante de la tripulación. No podía hacerse fuego para cocinar, de modo que la dieta consistía exclusivamente en raciones frías de carne y pescado deshidratados y salados, frutos secos, nueces y galletas, acompañadas de agua y un poco de coñac al día.

El hecho de que el motor principal estuviese funcionando casi sin interrupción —confiriendo de esta forma cierto peso a las cosas—, hacía que las operaciones de aseo no resultasen tan molestas como en las condiciones de gravedad cero, pero la experiencia seguía requiriendo grandes dosis de estoicismo. En el lavabo situado en el centro de la nave había una complicada salida tubular con válvulas de un solo sentido: el único punto del casco que se abría al espacio. Inevitablemente se perdía una pequeña cantidad de aire cada vez que se hacía funcionar el aparato, pero el volumen de aire generado por la sal de fuego era suficiente para compensarlo.

Al principio se acordó que los seis miembros de la tripulación realizarían turnos iguales en el asiento del piloto, pero el plan se modificó en seguida por razones prácticas. Para Berise, Gotlon y Wraker era fácil mantener a Gola en la retícula, y Bartan no tardó en adquirir la misma habilidad, pero para Toller y Zavotle la tarea resultaba fastidiosa y pesada. Inclinándose ante la conveniencia, Toller cambió el plan de deberes para dejar que los cuatro jóvenes se encargasen de mantener el rumbo de la nave hacia Farland, mientras Zavotle y él tenían más tiempo para dedicarlo a lo que juzgasen oportuno. Zavotle lo empleaba en sus estudios astronómicos y en hacer largas anotaciones en el cuaderno forrado de cuero, pero para Toller las horas libres resultaban una carga.

A veces pensaba en su esposa y en su hijo —preguntándose qué estarían haciendo—, y otras miraba desde las portillas la invariable panoplia de estrellas, remolinos plateados y cometas, lleno de aburrimiento. En esos períodos la nave parecía estar inmóvil, y —aunque lo intentaba— era incapaz de aceptar que estaban alcanzando la velocidad necesaria para la travesía interplanetaria.


—¿Estás preparada? —le preguntó Bartan a Berise.

Cuando ésta asintió, apagó el motor, salió flotando del asiento del piloto y aguantó las correas, mientras Berise se acomodaba en su sitio.

—Gracias —dijo ésta, dirigiéndole una sonrisa cordial.

Él le contestó de forma amable e impersonal, fue hasta la escalera y descendió, dejando a Berise con Toller y Zavotle en la cubierta superior. Gotlon y Wraker estaban ocupados cargando los tanques de combustible en la sección de cola.

—Me parece que hay alguien que está desarrollando cierta debilidad por el joven Bartan —comentó Toller, sin dirigirse a nadie en particular.

Zavotle resopló sonoramente.

—En tal caso, ese alguien está perdiendo el tiempo. Nuestro señor Drumme reserva todo su afecto para los espíritus[1], ya sea de un tipo o de otro: embotellados o incorpóreos.

—No me importa lo que digáis —Berise hizo una pausa, sus manos apoyadas suavemente sobre los mandos—. Debe de haber querido mucho a su esposa. Si me muriese o desapareciera poco después de haberme casado, me gustaría que mi marido volase a otro planeta para buscarme. Lo encuentro muy romántico.

—Estás casi tan loca como él —dijo Zavotle—. Espero que no nos veamos afectados por algún contagio mental, una pterthacosis de la mente. ¿Tú que crees, Toller?

—Bartan hace su trabajo. Quizá sea suficiente.

—Sí —Zavotle miró por la portilla que tenía junto a él durante unos segundos, y adquirió una expresión enigmática—. Quizás hace su trabajo bastante mejor de lo que yo hago el mío.

Toller se sintió intrigado. No sólo por lo que había dicho, sino también por el tono de su voz.

—¿Ocurre algo malo?

Zavotle asintió.

—Seleccioné una estrella guía que, supuestamente, nos pondría en una trayectoria de intersección con Farland. Si hubiese hecho los cálculos correctos, y elegido bien la estrella, deberíamos ver a ésta y a Farland acercándose gradualmente ante nosotros.

—¿Y bien?

—Sólo llevamos cinco días de vuelo, pero ya es evidente que Farland y Gola se están separando. No te lo comenté antes porque esperaba, estúpidamente supongo, que la situación cambiaría, o que lograría encontrar una explicación. No ha sucedido ninguna de las dos cosas, de modo que debo considerar que he fallado al cumplir con mi deber.

—Pero ese no es un problema grave, ¿verdad? —dijo Toller—. Supongo que lo único que tenemos que hacer es cambiar un poco el rumbo. No hay ningún peligro.

Zavotle esbozó una sonrisa triste.

—Verás, Toller, nada funciona como esperaba. Farland parece demasiado brillante, y además su imagen en el telescopio es demasiado grande. Juraría que tiene el doble de tamaño que cuando empezamos. Quizá los instrumentos ópticos funcionan de forma diferente en el vacío. No lo sé, no puedo explicarlo.

—Podría significar que hemos realizado la mitad del viaje —dijo Berise.

—No he pedido tu opinión —replicó Zavotle con aspereza—. Hablas de temas cuya comprensión está más allá de tu alcance.

Berise juntó las cejas.

—Lo que comprendo es que cuando algo parece que dobla su tamaño, la distancia hasta allí se ha reducido a la mitad. Creo que es bastante simple.

—Para las mentes simples todo parece simple.

—Basta de discutir —intervino Toller—. Lo que necesitamos…

—Pero esta mujer estúpida sugiere que hemos viajado catorce o quince millones de kilómetros en sólo cinco días —protestó Zavotle, frotándose el estómago—. ¡Tres millones de kilómetros por día! Eso significa una velocidad de veintisiete mil kilómetros por hora, lo cual es imposible. La verdadera velocidad…

La verdadera velocidad de tu nave es superior a ciento cincuenta mil kilómetros por hora, dijo en silencio la mujer de cabellos rubios que apareció con un resplandor en un lado del compartimiento.

Capítulo 15

Toller contempló fijamente a la mujer, sabiendo sin necesidad de que nadie lo dijese que era la esposa de Bartan Drumme, y la idea que tenía sobre el universo y sus leyes fluyó y cambió para siempre. Sintió frío y debilidad, pero no miedo. Berise y Zavotle no se movieron; pero aunque miraban en diferentes direcciones, supo que estaban viendo exactamente lo mismo que él. La mujer era bella, iba vestida con un sencillo vestido blanco, y resplandecía como una vela en la penumbra del interior de la nave. Habló con enojo y una sombra de preocupación.

Al principio, no podía creerlo cuando sentí que Bartan se estaba acercando, y entonces busqué y descubrí que era cierto. Emprendisteis el viaje por el espacio sin conocer los efectos de la aceleración continua. ¿Cómo pudisteis no daros cuenta de que os dirigíais a una muerte segura?

—¡Sondy! —Bartan había vuelto a la cubierta superior y se agarraba a un asidero cerca del final de la escalera—. He venido para llevarte a casa.

Eres un idiota, Bartan. Todos sois idiotas y temerarios. Tú, Ilven Zavotle, tú que trazaste los planes para este viaje, ¿cómo esperabas aterrizar en el planeta?

Zavotle habló como un hombre en trance.

—Pensábamos reducir la velocidad de nuestra nave al irrumpir en la atmósfera de Farland.

¡Y eso hubiera sido el fin para vosotros! A la velocidad que habríais alcanzado al llegar a Farland, el rozamiento con la atmósfera hubiera producido tanto calor que la nave se habría convertido en un meteoro. E incluso si por algún milagro hubiéseis logrado aterrizar sin daño, ¿se te ha ocurrido siquiera preguntarte si el aire sería respirable?

—¿El aire? El aire es aire.

¡Qué poco sabes! Y tú, Toller Maraquine, tú que te has nombrado a ti mismo jefe de esta absurda expedición, ¿aceptas la responsabilidad completa por las vidas de los que están bajo tu mando?

—Sí —contestó Toller con firmeza.

Una parte de su mente le decía que él y los otros deberían estar aterrorizados o absolutamente atónitos, en vez de contestar tranquilamente a las preguntas de un fantasma; pero estaría en la naturaleza de la comunión mental que todas las reacciones humanas normales fueran suspendidas. Ahora entendía la afirmación de Bartan de que, por definición, cualquier cosa que realmente ocurriese, no debía ser sobrenatural.

En ese caso —continuó Sondeweere—, si conservas algún resto de razón, abandonarás de inmediato esta aventura descabellada. Os daré las instrucciones y la orientación necesaria para realizar un regreso seguro a Overland.

—No puedo acceder a tu proposición —dijo Toller—. Aunque es verdad que ostento el título de comandante de esta extraordinaria misión, sus miembros tienen razones personales y distintas para desear poner los pies en Farland. Además, mi autoridad está basada en el compartido deseo de continuar, y si yo propusiera volver, mi voz sería sólo una entre muchas.

Una respuesta evasiva, Toller Maraquine —la visión le contemplaba con sus ojos azul intenso—. ¿Quiere decir eso que estás dispuesto a conducir a tu tripulación hacia la muerte?

—No veo la necesidad de que eso ocurra. Si tienes poder para guiarnos seguros hasta Overland, podrás hacer lo mismo respecto a Farland.

¡Qué pequeña es tu inteligencia! ¡Qué poco sabes de los peligros que os esperan allí! —las palabras silenciosas estaban ahora cargadas de impaciencia—. Hace muchos años encontrasteis a Overland deshabitado, y ahora, a ciegas, suponéis que Farland también lo está. ¿No se te ha ocurrido que este planeta pudiera estar poblado, que quizá tuviera su propia civilización? ¿Acaso piensas que tengo todo un planeta para mí sola?

—No se me ha ocurrido pensar en eso —dijo Toller—. Hasta este minuto creía que Bartan estaba loco, y que tú no existías en ninguna parte.

Ahora veo que no debí aparecerme a ti, Bartan. Fue un error que no habría cometido si mi desarrollo ya hubiese estado completo, pero debo cargar con la responsabilidad por el riesgo que corréis tú y tus compañeros. Te ruego, Bartan, que no aumentes mis remordimientos. Tienes que convencer a tus amigos de que vuelvan a Overland.

—Te quiero, Sondy, y nada podrá separarme de ti.

¡Pero lo que pretendéis hacer es una locura! No podéis esperar rescatarme con un ejército de sólo seis personas.

—¡Rescatarte! —la voz de Bartan se hizo más aguda—. ¿Te tienen prisionera, acaso?

No se puede hacer nada. Estoy contenta aquí. ¡Vuelve atrás, Bartan!

A pesar de la curiosidad que sentía, de la inconsciente aceptación de lo milagroso, Toller se daba cuenta del clamor que crecía en su interior mientras oía la conversación entre Sondeweere y Bartan. Las revelaciones se amontonaban, y con cada una surgía una multitud de preguntas que clamaba respuesta. ¿Cómo era la gente de Farland? ¿Habían aterrizado furtivamente en Overland y raptado a la esposa de Bartan? Y si era así, ¿por qué motivo?

Y sobre todo, ¿cómo era posible que una mujer normal que vivía en una granja casi aislada hubiese adquirido la pasmosa capacidad de proyectar su imagen y sus pensamientos a través de millones de kilómetros de espacio?

Buscando esclarecimiento, Toller trató de estudiar el rostro de Sondeweere y descubrió que era imposible fijar la vista en algún punto concreto de él. La visión parecía existir más allá de sus ojos, y estar compuesta por muchas imágenes que continuamente cambiaban y se fundían, haciendo imposible escrutar cualquiera de ellas en particular. Estaba de pie a pocos pasos de él, y al mismo tiempo estaba tan cerca que podía distinguir el vello de su piel, y tan lejos que hacía pensar en una estrella brillante palpitando en armonía con los ritmos silenciosos de su discurso…

Al negaros a volver, me colocáis en una situación muy difícil. El único camino que tengo para salvaros de una muerte segura en el espacio, es llevaros a una muerte igualmente segura en Farland…

—Somos totalmente responsables de nuestras vidas —dijo Toller, sabiendo que en eso contaba con el apoyo total de la tripulación—. Y no se nos puede matar fácilmente.


Sondeweere volvió a la nave muchas veces en los días que siguieron a su primera visita, y la mayor parte de su interés se centraba en la reducción de la fabulosa velocidad de la nave y en el cambio de su curso.

Después de haberse recuperado de la impresión que le produjo el conocimiento de la verdadera velocidad de la astronave, Zavotle quedó absorbido por los mecanismos de la operación. No exigían sólo dar la vuelta para invertir la dirección de empuje, sino además que se llevasen a cabo numerosas correcciones en el curso, inclinando la nave, accionando el motor en ángulo con la línea de vuelo. No era posible limitarse a situar la popa adelante, puesto que en ese caso no verían a Farland y la tripulación tendría que confiar —sin apoyarse en dato alguno— en que estaban acercándose a su destino.

Zavotle encontró muchas cosas que anotar en su cuaderno, y se quedó particularmente intrigado cuando el espectral tutor le explicó cuáles eran los errores de sus planes para detener la nave fuera del alcance de la gravedad de Farland. El radio de gravedad de un planeta puede considerarse como infinito, le dijo Sondeweere, y por tanto la nave tendría que ser puesta en órbita, una situación que la obligaría a girar para siempre alrededor del planeta, como los planetas giran alrededor de sus soles.

Toller trató de interesarse por el difícil concepto, pero encontró que su proceso normal de razonamiento se inhibía ante lo insólito de la situación. Se habían producido demasiadas revelaciones y develado demasiados misterios, todos ellos girando en torno al enigma central que era la propia Sondeweere.

Pensó que Bartan Drumme estaría más afectado que ningún otro miembro de la tripulación por aquellas cuestiones, pero el joven parecía demasiado absorto en la perspectiva de reunirse con su mujer para pensar en que se había interferido drásticamente en el curso de la existencia de ella. Había que ser indulgente, decidió Toller; Bartan había pasado mucho tiempo con la mente sumida en brumas alcohólicas, y había vivido con la creencia de que su esposa había sido llevada a Farland y se había comunicado con él desde aquel mundo lejano.

Además, Bartan volvía a beber mucho. Al saber que la nave llevaba amplios excedentes de provisiones —incluido el coñac—, Toller había dado permiso a la tripulación para que bebiera libremente, lo que en apariencia era una pequeña concesión en aquellas circunstancias. Pronto fue evidente que Bartan abusaba del privilegio, pero Toller no se sintió con fuerzas para imponerle un correctivo. El asunto de la disciplina a bordo —con la cual normalmente habría sido muy estricto— parecía ahora irrelevante y trivial en un universo donde lo imposible se había convertido en probable, y lo extraño en normal.

Después de tres días en la fase de desaceleración, se encontró mirando a través de la portilla delantera —que ahora quedaba situada detrás— hacia los dos puntos gemelos de luz que eran Land y Overland, los planetas en que había pasado toda su vida y que ahora había dejado muy atrás. Parecían más lejanos que las estrellas, y sin embargo, por lo que había descubierto, había una conexión humana entre Overland y Farland. ¿Qué podía ser? ¿Qué podía ser?

La frustración de Toller se incrementaba por el hecho de que, a pesar de la insistencia con que muchas preguntas martilleaban su mente, cada vez que Sondeweere establecía comunicación le invadía el mismo ánimo pasivo y resignado, y desaparecía antes de que pudiera formulárselas. Era como si ella, por alguna razón que le era propia, usara sus extraños poderes para aplacar su espíritu inquisitivo. En tal caso, un nuevo misterio se añadía a la gran colección de misterios, y todo parecía tan… desleal…

Paseó la mirada por la cubierta superior, preguntándose si los demás tripulantes compartirían su frustración. Wraker estaba en el asiento del piloto, manteniendo la retícula en la nueva estrella guía, y los otros dormitaban en sus lechos de red, indiferentes en apariencia a su vulnerabilidad, y en total ignorancia de lo que les aguardaba.

—Las cosas no debieran ser así —susurró Toller para sí mismo—. Merecemos mayor consideración.

Estoy de acuerdo contigo —dijo Sondeweere, suspendida en el aire detrás de él, deformando el espacio que la rodeaba para crear extrañas figuras que desafiaban la perspectiva—. Confieso que he hecho todo lo posible por levantar un muro alrededor de vuestras mentes, pero lo que me preocupa es la seguridad de todos. La telepatía, la comunicación directa de mente a mente, es sobre todo un proceso interactivo. En Farland tenéis enemigos, enemigos poderosos, y he de estar segura de poder evitar que los simbonitas se enteren de que os aproximáis al planeta. Hasta el momento lo he logrado, pero sería mejor que accedieseis a volver.

—No podemos volver —dijo Bartan Drumme, adelantándose a la respuesta de Toller.

—Bartan habla en nombre de todos nosotros —añadió Toller—. Estamos preparados para hacer frente a cualquier enemigo, y para morir si es necesario; pero por la misma razón, merecemos que se nos informe de los términos del conflicto. ¿Qué son los simbonitas y por qué tienen esa hostilidad hacia nosotros?

Hubo una larga pausa, en la que la imagen multidimensional de Sondeweere sufrió diferentes cambios y variaciones de luminosidad; después empezó a relatar una historia.


Las simbonas habían estado derivando en el espacio durante incontables milenios antes de que una casualidad las introdujera en un sistema planetario irrelevante. Éste consistía en un pequeño sol con un séquito formado por sólo tres planetas, dos de los cuales formaban un binario estrechamente relacionado. Bajo la influencia de la gravedad del sol, la tenue nube de esporas —muchas de ellas ligadas por una especie de hilos como de telaraña— fueron cayendo hacia dentro durante una serie de siglos.

La mayor parte continuó el lento descenso hasta el centro del sistema, donde fue destruida en el horno nuclear del sol; pero varias de ellas tuvieron la suerte de ser capturadas por el planeta más alejado.

Allí se establecieron en el suelo, se nutrieron con la lluvia, y entraron en la fase receptiva de su existencia. Fueron doblemente afortunadas, porque todas lograron entrar en contacto físico con miembros de las especies dominantes del planeta: una raza de bípedos inteligentes que poco antes había descubierto el uso de los metales. Penetraron en sus cuerpos y se multiplicaron y extendieron a través de ellos, mostrando una especial predilección por el sistema nervioso, produciendo unos seres compuestos en los cuales se potenciaron características de ambas especies.

Los simbonitas eran más fuertes y más inteligentes que los bípedos normales. Tenían también poderes telepáticos, con los cuales se identificaban unos a otros, y formaron grupos de seres superiores que dominaron con facilidad a las especies indígenas. La relación fue amistosa y pacífica, y puso fin a las disputas tribales de los nativos. Podría incluso haberse considerado como beneficiosa para la especie anfitriona, excepto porque a causa de esta relación los bípedos fueron privados del derecho a seguir su propio proceso evolutivo.

En los dos siglos siguientes, los simbonitas prosperaron. El descendiente de una pareja entre un simbonita y un nativo corriente era siempre otro simbonita, y con esta aplastante ventaja genética los superseres incrementaron notablemente su población. Desarrollaron su propia cultura, basándose en el conocimiento de que al pasar el tiempo reemplazarían totalmente a la población nativa; pero a millones de kilómetros, en uno de los dos planetas gemelos, se estaba produciendo un nuevo desarrollo.

Mientras la nube original de esporas simbonas se desplazaba hacia el sol, dos de sus miembros fueron interceptados por uno de los planetas. Después que descendieron a los niveles más bajos de la atmósfera, la ligazón entre ambas se rompió por las fuerzas del viento, pero entraron en contacto con el suelo cerca la una de la otra, en una región fértil del planeta.

Una simbona no tiene capacidad de selección. Se mezcla con la primera criatura viviente que encuentra, y una de las esporas fue absorbida rápidamente por una de las formas de vida inferiores del planeta: un miriápodo que reunía ciertas características del escorpión y la mantis. La criatura reptante se reprodujo, dando lugar a una estirpe de supermiriápodos; pero al no tener un verdadero cerebro, sino una serie de ganglios, no pudieron hacerse telepáticos en el sentido completo de la palabra. Sin embargo, tenían la capacidad de transmitir protosentimientos e imágenes de su sistema nervioso.

Además se reprodujeron con una curva evolutiva descendente, perdiendo poco a poco sus características especiales, porque como organismos eran demasiado primitivos para formar una asociación simbiótica viable.

En el caso de esa espora simbona, la apuesta ciega de la naturaleza no ha sido recompensada. La estirpe de supermiriápodos está destinada a revertirse a su estado original dentro de pocos siglos, y su existencia habrá pasado desapercibida para casi todos, excepto por un suceso relativamente poco importante: las emisiones subtelepáticas de sus descendientes causaron disturbios mentales entre los humanos que casualmente se asentaron allí cerca.

En el caso de la segunda espora de simbona, sin embargo, el resultado fue totalmente diferente…


—¡Sondy! —fue Bartan quien rompió el hechizo provocado por la fría visión de las dimensiones del tiempo y el espacio, y su angustia fue evidente—. ¡Por favor, no lo digas! No puede ser eso lo que te ocurrió.

Eso es lo que me ocurrió, Bartan. Tuve contacto con la segunda espora, y ahora yo también soy una simbonita.

En la cubierta superior de la nave se hizo el silencio. Poco después, Bartan habló de nuevo con voz baja y tensa.

—¿Significa eso que te he perdido, Sondy? ¿Estás muerta para mí? ¿Eres ahora una de… ellos?

No. Mi aspecto no ha cambiado, y en mi corazón soy un ser humano igual que siempre, pero… ¿cómo podría explicártelo?… con más poder. Intenté persuadiros de que volviéseis, pero ya que he fracasado, puedo revelaros que ansío escapar de este planeta frío y lluvioso y vivir entre los míos otra vez.

—¿Aún eres mi esposa?

Sí, Bartan, pero es inútil soñar con tales cosas. Aquí estoy prisionera, y sería un suicidio para ti y tus compañeros intentar alterar este hecho.

Bartan dejó asomar una sonrisa trémula.

—Tus palabras me han dado la fuerza de mil, Sondy, y voy a ir a buscarte para llevarte conmigo a casa.

Las posibilidades que tienes en contra son demasiado grandes.

—Hay cosas que debemos saber —intervino Toller, animado a hablar a pesar de que sabía que se estaba entrometiendo—. Si no estás aliada con esos… simbonitas, ¿por qué te has reunido con ellos en Farland? ¿Y cómo lo has hecho?

Cuando la espora entró en mi cuerpo, mi destino fue convertirme en simbonita; pero cuanto más avanzado es el anfitrión en término evolutivos, más dura el proceso de conversión. Estuve más de un año en un estado semicomatoso mientras tenía lugar la metamorfosis interna, y durante ese tiempo mi capacidad telepática no estaba bajo control. En un determinado momento, los simbonitas de Farland llegaron a ser conscientes de mi existencia, y enseguida comprendieron lo que estaba ocurriendo.

No son una raza beligerante o ambiciosa. Las conquistas violentas no forman parte de sus costumbres, pero adivinaron lo suficiente de la naturaleza humana para temer que surgieran simbonitas humanos en Overland. Construyeron una astronave, que funciona según unos principios que nunca podría explicaros, y volaron hasta allí.

Me alejaron en secreto de mi gente, temerosos de que yo tuviese hijos. Esa acción fue necesaria desde su punto de vista, porque los hijos de mis hijos también serían simbonitas, y con el tiempo todo el planeta estaría poblado de ellos. Surgiendo de un nivel evolutivo más elevado, habrían sido muy superiores a los simbonitas de Farland. Aunque transformados, es casi seguro que hubieran conservado la afición humana por la exploración y la expansión, e inevitablemente habrían llegado a Farland. Por eso estoy aquí, y aquí han decidido que me quede.

—Hubiera sido mucho más fácil matarte —dijo Zavotle, expresando un pensamiento que se le había ocurrido a más de uno en la tripulación del Kolkorron.

Sí, y ése es precisamente el tipo de pensamiento que indujo a los simbonitas a secuestrarme. No son una raza asesina, por tanto se contentaron con aislarme de los míos y esperar a que muera por causas naturales. Sin embargo, cometieron el error de subestimar mi potencia telepática. No se les ocurrió que fuese capaz de ponerme en contacto con Bartan para calmar su pena. Y yo tampoco esperé esta terrible consecuencia; de lo contrario hubiera permanecido en silencio —el rostro indefinido de Sondeweere, a la vez lejano y próximo, expresaba dolor—. Soy responsable de cualquier cosa que os suceda.

—Pero… ¿por qué estamos en peligro? —preguntó Berise Narrinder, hablando con Sondeweere por primera vez—. Si tus secuestradores son tan timoratos como dices, serán incapaces de oponernos resistencia.

La disposición a matar no es un sinónimo de valor. Aunque los simbonitas abominan el asesinato, lo emplearán si lo juzgan necesario; pero no son los únicos a quienes tendréis que enfrentaros. Los nativos farlandeses son los instrumentos de los simbonitas… y son muchos, y no tienen escrúpulos respecto al derramamiento de sangre.

—Tampoco nosotros, cuando la causa es justa —dijo Toller—. ¿Pueden descubrirnos los simbonitas antes de que aterricemos?

Probablemente no. Ninguna mente, sea o no telepática, puede continuar funcionando sin protegerse a sí misma del bombardeo esférico de información. Yo os descubrí por mi relación particular con Bartan.

—¿Tienes libertad de movimientos?

Sí, puedo moverme por el planeta a voluntad.

—En ese caso —dijo Toller, todavía asombrado por su capacidad para comunicarse con una aparición mental—, seguramente tendrás poder para guiar nuestra nave espacial a un lugar remoto y solitario, de noche, si fuese necesario, donde podamos encontrarte y traerte con nosotros a bordo. Bastará con unos segundos… Ni siquiera será necesario que la nave tome tierra, y entonces podremos volver a Overland.

Me maravilla tu presunción, Toller Maraquine. ¿Te atreves a imaginar que tu análisis de las posibilidades, llevado a cabo en un momento, es superior al mío?

—Bueno, yo…

No te molestes en contestar. En vez de eso, deja que te haga otra pregunta. Por última vez, ¿es totalmente imposible que pueda persuadiros de volver?

—Seguiremos adelante.

En ese caso… —la imagen de Sondeweere empezó a retirarse mientras hablaba—, nos encontraremos según tus condiciones. Pero os aseguro que lamentaréis el día en que salisteis de Overland.

Capítulo 16

El Kolkorron completó dos órbitas al planeta a una altura de más de cuatro mil kilómetros, precipitándose a través de los tenues márgenes exteriores de la atmósfera. Y entonces, después de que Sondeweere estuvo satisfecha por haber considerado todas las variables, dio instrucciones para que realizasen una serie de descargas en el motor principal, cuyo efecto fue anular la velocidad de órbita de la nave.

El Kolkorron empezó a caer verticalmente hacia la superficie de Farland. Al principio la velocidad de caída era indetectable, pero a medida que las horas pasaban fue aumentando, y los que estaban a bordo empezaron a oír la burbujeante acometida del aire contra el entablado del casco.

Tipp Gotlon estaba en los mandos; por indicación de la omnisciente Sondeweere, puso la nave en posición vertical —con la popa hacia abajo—, y produjo una larga descarga en el motor, que no sólo frenó el descenso sino que también provocó un pequeño empuje ascendente. En esa fase, la nave estaba rodeada por aire que, aunque aún enrarecido, podía permitir la vida humana durante un tiempo razonable. El movimiento ascendente de la nave pronto sería detenido e invertido por la gravedad de Farland, pero de momento las condiciones exteriores se parecían a las de la zona de ingravidez de Overland, y la tarea de separar la nave espacial comenzó.

Antes de salir, Toller fue a la cubierta superior para intercambiar unas últimas palabras con Gotlon, subiendo la escalera con cierta dificultad debido al traje espacial y la carga añadida por el paracaídas y la unidad de propulsión personal. Desde una portilla entraba un haz de luz solar al compartimiento, produciendo un resplandor amarillo en el rostro del piloto, que tenía una expresión de descontento.

—Señor —dijo al ver a Toller—, ¿cómo se las arregla Zavotle con el trabajo en el exterior?

—Se las arregla muy bien —contestó Toller, sabiendo lo que estaba pensando Gotlon.

Había sufrido una decepción cuando le dijeron que tendría que quedarse en la nave, y argumentó que sólo los miembros fuertes y sanos de la tripulación deberían tomar parte en lo que prometía ser una misión de rescate ardua y peligrosa. Toller lo rebatió diciendo que el papel del Kolkorron era de suma importancia para todo el proyecto y, por tanto, la lógica exigía que en los mandos de la astronave se quedase el mejor piloto. El elogio a sus habilidades sólo aplacó levemente a Gotlon.

—El trabajo que se me ha encomendado podría hacerlo hasta un hombre enfermo —dijo, volviendo a su argumento original.

Toller negó con la cabeza.

—Hijo, Ilven Zavotle no es sólo un hombre enfermo. No le gustaría enterarse que te dije esto, pero le queda muy poco tiempo, y creo que en el fondo desea ser enterrado en Farland.

Gotlon pareció violentarse.

—No me había dado cuenta. De modo que por eso ha estado tan hosco últimamente…

—Sí. Y si lo dejásemos solo en la nave y muriera, ¿qué sería del resto de nosotros?

—No me he despedido de él… Yo estaba resentido.

—Eso no le importará, tranquilízate. Mira, lo mejor que puedes hacer por Zavotle es asegurarte de que su cuaderno llegue a salvo a Overland. Hay mucho ahí de incalculable valor para los futuros viajeros del espacio, incluido todo lo que ha aprendido de Sondeweere, y yo te confío la responsabilidad de encargarte de que llegue a manos del rey Chakkell.

—Haré todo lo posible para… —Gotlon se interrumpió, sopesando lo dicho, y echó a Toller una mirada extrañamente intensa—. Señor, la misión… ¿duda de su resultado?

—No dudo en absoluto —dijo Toller sonriendo.

Apretó el hombro de Gotlon durante un segundo, y después se alejó hacia la escalera y bajó, controlando su volumen con dificultad en el estrecho espacio a causa de las condiciones de ingravidez.

Cuando consiguió salir de la nave al vasto cielo, sus movimientos se facilitaron. Los demás estaban ya trabajando, separando la sección de la nave espacial del cuerpo principal del Kolkorron.

Farland era un fondo convexo, enorme e imponente para sus actividades.

En el planeta se veía un casquete polar blanco; tenía más nubes que Land u Overland y producía un potente reflejo que envolvía a las figuras flotantes en un torrente de brillo. El cielo en la parte inferior de la esfera de visibilidad había adquirido la coloración azul oscuro con que Toller estaba familiarizado, pero sobre él era casi negro, y las estrellas y las espirales refulgían con desacostumbrada claridad.

Respiró profundamente al saborear cada aspecto de la escena, sintiéndose un privilegiado por el hecho de haber nacido en unas circunstancias únicas que habían dirigido su vida hasta aquel momento incomparable. Ante él tenía una nueva experiencia, un nuevo planeta que cautivaba sus sentidos, un nuevo enemigo que vencer. Dentro suyo sentía la hirviente alegría que experimentó por primera vez cuando montó el Rojo Uno para hacer frente a la flota de Land, pero había algo más: un pozo de pánico y desesperación.

El gusano que le había acompañado toda la vida eligió aquel preciso instante para reanudar sus movimientos, recordándole que después de Farland no habría ningún otro lugar donde ir. «Quizás», el pensamiento le llegó de puntillas, «mi tumba está allí abajo, en ese mundo extraño. Y quizás allí es donde quiero…»

—Necesitamos tus músculos, Toller —gritó Zavotle.

Toller se propulsó hacia la parte posterior de la nave. Las múltiples cuerdas que unían la sección a la cubierta principal ya habían sido soltadas de sus ganchos de amarre, pero la almáciga ejercía una obstinada fuerza de cohesión que mantenía la unidad de la estructura. Toller ayudó a introducir cuñas, trabajo que resultó fastidioso y difícil, ya que era preciso colgarse de la nave con una mano y contener la reacción del martillo con el propio cuerpo. Las palancas hubieran resultado inútiles por la misma razón, y al final la separación se logró cuando los miembros del grupo de trabajo introdujeron los dedos y las punteras de sus zapatos en una ranura de uno de los lados y tiraron con fuerza.

La nave de aterrizaje se separó de golpe, revolcándose suavemente, descubriendo el cono de salida del motor que llevaría a la nave principal de vuelta a Overland. Dakan Wraker ya había desconectado las prolongaciones de los mandos, y ahora debía encargarse de volver a conectar las varillas a ambos motores y comprobar que funcionaran adecuadamente.

—Tendríamos que haber traído ropa más ligera —comentó Zavotle, con el rostro pálido y brillante de sudor—. ¿No te has dado cuenta de que aquí no hace frío? Estamos más lejos del sol, y sin embargo el aire es más caliente que en nuestra zona de ingravidez. La naturaleza se divierte confundiéndonos, Toller.

—Ahora no es momento de preocuparse por ello.

Toller se impulsó hacia la nave espacial y ayudó a empujarla lateralmente para separarla del Kolkorron, con la fuerza combinada de los cinco propulsores personales. Tras eso, la tripulación empezó a sacar de la barquilla el globo plegado, extendiéndolo y atando las cuerdas de carga. Los montantes de aceleración —que habían sido divididos para que cupiesen dentro de la nave— eran difíciles de ensamblar, pero la tarea se había ensayado antes de iniciar el viaje y se realizó en poco tiempo.

Wraker terminó su trabajo en la nave madre; y pocos minutos después de su llegada a la barquilla había arreglado el motor para poder dar comienzo al inflado del globo. La operación fue fácil debido a que toda la estructura caía lentamente, creando una corriente de aire que infló un poco el globo, preparándolo para la entrada del gas caliente.

Toller, por ser el piloto más experto de naves espaciales, asumió la responsabilidad de poner en marcha el motor en su posición de quemador e inflar el globo sin que el calor dañase los paneles inferiores. En cuanto el gigante etéreo, con todas sus tracerías geométricas, fue impulsado para que se situase sobre la barquilla, cedió el asiento del piloto a Berise y se colocó al lado.

Ahora el Kolkorron caía más deprisa que la nave espacial; su brillante cuaderna se deslizaba mientras los otros observaban desde la baranda de la barquilla. Gotlon apareció en la puerta abierta de la sección central y se despidió con la mano antes de cerrarla y sellar la nave.

Un minuto después, el motor principal del Kolkorron empezó a rugir. La astronave dejó de caer, quedando suspendida durante un momento fugaz antes de iniciar su ascenso. El motor parecía sonar cada vez con más fuerza a medida que subía hacia donde ellos estaban, y Toller sintió la mezcla de gas caliente que salía en descargas por el cono de escape, alterando el equilibrio del globo y la barquilla. Se quedó mirándola hasta que pasó ante ellos y desapareció detrás del horizonte curvado del globo. De repente, sintió admiración hacia Gotlon, un joven normal y corriente que, sin embargo, tenía el valor de volar solo en el vacío, confiando en una mujer que no conocía para que le guiase con sus órdenes espectrales.

No fue la primera vez que Toller pensó en lo temerario que había sido pretender atravesar el espacio interplanetario con apenas una vaga sospecha de los peligros que aguardaban. Tal actitud se hacía acreedora de un desastre. Para él y Zavotle, el castigo prescrito quizá fuera justo; pero debía hacer todo lo posible para asegurarse de que sus jóvenes compañeros no fueran arrastrados también por el torbellino de su destino.


El mismo pensamiento volvió a asaltarlo muchas veces durante los seis días que duró el descenso a la superficie de Farland.

La relación con los jóvenes pilotos —y en especial con Berise— le había enseñado lo ofendidos que se sentían ante cualquier exceso de protección de su parte. Debía respetar sus sentimientos, pero se encontraba ante un dilema. Sabía que sus puntos de vista estaban matizados por una excesiva confianza, por la arrogante creencia inconsciente de que triunfarían sobre cualquier adversario, que sobrevivirían a cualquier peligro. La euforia de montar los vehículos de combate por la zona de ingravidez los persuadió de que la imprudencia era un sistema de vida aceptable.

Su propia carrera apenas le permitía adoptar otra actitud, pero estaba acosado siempre por el conocimiento de que, desde el principio, no había resultado ser la persona adecuada para dirigir la expedición a Farland. Ni siquiera Zavotle comprendió que, en el espacio, una nave en movimiento podía continuar a la misma velocidad indefinidamente con el motor apagado, y que los efectos de cualquier impulso adicional eran acumulativos. Todos habrían muerto al entrar en la atmósfera de Farland de no haber sido por la intervención de Sondeweere; y ella tenía razón al reprocharle su insensata imprudencia.

Ni siquiera había considerado la idea de que Farland estuviera poblado por seres corrientes, y mucho menos por criaturas de talento superior y con poderes que superaban a su propia inteligencia. Sondeweere le había asegurado que el aterrizaje en el planeta significaría la muerte para los astronautas y, a medida que descendían, se le hacía más difícil levantar barreras de incredulidad contra sus predicciones.

Otra contribución a su inquietud era la propia Sondeweere. Sus visitas telepáticas no habían sorprendido a Bartan; Berise y Wraker parecían haberla aceptado sin demasiadas dificultades, pero Toller había sido siempre demasiado materialista y escéptico para no sentir ahora que todo su universo interior se tambaleaba cada vez que pensaba en ella.

La historia sobre las esporas simbonas había sido verdaderamente asombrosa; pero al menos la comprendía en su totalidad, y con la comprensión llegó la aceptación. Sin embargo, la idea de un contacto directo de una mente con otra entraba en una categoría diferente. A pesar de que había visto su imagen elusiva y oído su voz silenciosa, algo dentro de él se rebelaba cada vez que recordaba la experiencia. Estaba demasiado impregnada de misticismo.

Si realmente existían otros niveles de realidad, no accesibles mediante los cinco sentidos normales, ¿quién podía decir —por poner un ejemplo— que las creencias alternistas sobre la transmigración de las almas fuesen infundadas? ¿Dónde estaba la línea divisoria? El mensaje personal de Sondeweere para él era que su convicción de que comprendía la naturaleza de la realidad —aceptando ciertos factores de incertidumbre— era y había sido siempre una absurda vanidad, y eso le parecía difícil de aceptar.

Por muy perturbadoras que fuesen las manifestaciones de Sondeweere, él les dedicaba poco tiempo. Se les apareció muchas veces durante el descenso, sobre todo en la etapa final, dando instrucciones de reducir la velocidad de bajada, de quedar suspendidos y una vez incluso, de ascender durante una hora. Su objetivo era guiarlos a través de las capas de viento y de los accidentes climáticos —los cuales eran más evidentes que en Overland— hasta un lugar de aterrizaje escogido por ella.

En una fase, los previno con acierto de la existencia de una región de frío intenso de muchos kilómetros de profundidad, en donde la temperatura era incluso más baja que en la zona de ingravidez, aunque el aire por encima y por debajo era relativamente caliente. En respuesta a la pregunta de Zavotle, habló de que la atmósfera reflectaba cierta cantidad de calor del sol y de corrientes de convección que transportaban la mayor parte de éste hasta el nivel del mar, dando como resultado una capa fría.

El propio hecho de que Sondeweere, una campesina ignorante hasta hacía muy poco, supiese tales cosas, aumentaba las dudas generales de Toller. Esto apoyaba su declaración de que había sido transformada en una super mujer, un genio más allá de la comprensión de los genios, y le hacía sentirse incómodo ante la perspectiva de encontrarla cara a cara. ¿Qué pensaría una diosa de unos seres humanos normales? ¿Los consideraría de la misma forma que ellos habían considerado a los gibones que poblaban la provincia de Sorka, en el antiguo Kolkorron?

Esperaba que Bartan Drumme mostrase cierto grado de preocupación por el mismo tema, pero el joven no dio ningún signo de ello. Cuando no dormía o realizaba su turno en los mandos, pasaba el tiempo hablando con Berise y Wraker; con frecuencia bebiendo de uno de los odres de coñac que había incluido en su equipo. Berise también había llevado sus instrumentos de dibujo y se pasaba horas haciendo bocetos de los demás, o dibujando mapas del planeta al que se aproximaban; esto último principalmente en beneficio de Zavotle. Por su parte, el hombre menudo parecía estar deteriorándose a velocidad creciente. Echado sobre su colchoneta con los brazos apretados contra el estómago, raramente se animaba excepto cuando se comunicaba con Sondeweere. Si hubiera tenido ocasión, la habría interrogado durante horas; pero las visitas eran siempre breves y las instrucciones escuetas, como si otros muchos asuntos ocuparan su atención.

Inesperadamente, Toller llegó a trabar una gran amistad con el tripulante que menos conocía, Dakan Wraker. Aunque había nacido después de la Migración, el hombre —de hablar suave, de cabellos rizados e irónicos ojos grises— tenía un profundo interés por la historia del Viejo Mundo. Mientras ayudaba a Toller a engrasar y limpiar los rifles y las cinco espadas de acero que se habían llevado para la misión, le animaba a hablar durante largos ratos sobre la vida en Ro-Atabri, la antigua capital de Kolkorron, y el modo en que había extendido su influencia por todo el hemisferio. Se notaba que Wraker tenía intención de escribir un libro que ayudara a conservar la identidad de la nación.

—De modo que tenemos una pintora y un escritor en nuestra nave —dijo Toller—. Berise y tú podríais formar una sociedad.

—Me encantaría asociarme de cualquier forma con Berise —replicó él en voz baja—, pero me parece que tiene los ojos puestos en otro.

Toller frunció el ceño.

—¿Te refieres a Bartan? Pero si pronto se reunirá con su esposa…

—Una pareja bastante inadecuada, ¿verdad? Quizá Berise no vea ningún futuro en esa unión.

En los comentarios de Wraker, Toller reconoció un eco de sus propios pensamientos. De modo que, en apariencia, el único que no tenía dudas sobre las perspectivas del extraño matrimonio de Bartan era el propio Bartan. Medio borracho la mayor parte del tiempo, parecía vivir en un estado de euforia permanente, sustentada por la creencia de que cuando se encontrase de nuevo con Sondeweere todo sería como antes. Toller era incapaz de explicarse cómo el joven podía continuar alimentando esperanzas tan ingenuas, pero ¿podía alguno de ellos presumir de haber demostrado grandes dotes de predicción?

Toller advirtió que incluso cuando Sondeweere utilizaba una palabra que él nunca había oído antes, comprendía su significado. Era como si las palabras fuesen sólo un medio oportuno de transporte, cada una dotada de una multiplicidad de significados y conceptos complementarios. Cuando la mente le hablaba a la mente no se producían malentendidos, ni quedaban áreas de vaguedad.

Ningún hombre que escuchase la voz silenciosa de Sondeweere podía dejar de entender lo que decía…, y ella había predicho que la misión de rescate terminaría trágicamente.


Estaba oscuro cuando la nave planeó hacia la llanura; era el tipo de oscuridad que Toller había conocido sólo durante las horas de noche profunda. Mientras la nave conservaba aún cierta altura, en el misterioso paisaje negro se vieron retazos de luz aquí y allá, indicativos de ciudades o pueblos diseminados; pero ahora, con el aterrizaje ya próximo, la única luz provenía del cielo, e incluso la Gran Espiral sólo podía dotar de algún fugaz reflejo plateado a los parches de neblina que cubrían la tierra.

El aire estaba impregnado de humedad, y a Toller —habitante ecuatorial de un planeta bañado por el sol— le pareció desalentadoramente frío, con la malvada habilidad de extraer el calor de su cuerpo. Todos ellos se habían quitado el voluminoso traje espacial horas antes, y en aquellos momentos temblaban con la piel de gallina y se frotaban los brazos en un esfuerzo por calentarlos. El aire estaba también cargado con el olor de la vegetación, una esencia de verdor más fuerte y penetrante que cualquiera que Toller conociese, y esto le convenció, mucho más que sus otros sentidos, de que estaba cerca de la superficie de un planeta extraño.

De pie en la baranda de la barquilla, se sintió excitado, alborozado, fascinado, y también lamentó no tener la oportunidad de explorar Farland a pie y a la luz del día para apreciar sus maravillas. Si Sondeweere se encontraba con la nave de acuerdo a lo planeado, podrían recibirla a bordo dentro de unos segundos. Ni siquiera sería necesario que la barquilla tomase contacto con el suelo de Farland antes de que ascendiesen de nuevo hacia el cielo protegidos por la noche. A la mañana siguiente estarían lejos del alcance de la vista de cualquiera que se encontrase en tierra, en camino para su cita con el Kolkorron.

No era la primera vez que Toller frunciera el ceño con perplejidad ante aquello. Parecía haber una gran divergencia entre el curso real de los acontecimentos y las previsiones de un final desastroso de la aventura, que con tanta seguridad había hecho Sondeweere. Todo parecía ir bien. ¿Se debía a que ella había procurado mantener a sus supuestos rescatadores apartados de cualquier peligro, o habría otros factores en la situación que Toller no había considerado, y que ella decidió no revelar?

El elemento adicional de misterio, la sospecha de amenazas ocultas, funcionaba en él como una potente droga, acelerando su ritmo cardíaco y aumentando su ansiedad. Examinó la oscuridad de abajo, preguntándose si los enigmáticos simbonitas podrían haber interceptado y silenciado a Sondeweere, y si el lugar pensado para el aterrizaje podría estar invadido por soldados que los aguardaban.

Wraker lanzaba ahora ráfagas cortas y frecuentes al globo, reduciendo la velocidad de descenso al mínimo; y a medida que la tierra se acercaba, a Toller sus propios ojos empezaron a tenderle trampas maliciosas. La oscuridad ya no era homogénea, sino compuesta por miles de formas reptantes y serpenteantes, todas ellas con la posibilidad de ser lo que menos deseaba él que fuesen. Las formas se movían bajo la nave sin ruido y sin esfuerzo, manteniendo la velocidad de ésta, con los brazos alzados implorándoles que se acercasen para ser acuchillados y golpeados, cortados a hachazos y convertidos en pequeños trozos anónimos de carne y hueso.

Tuvieron la impresión de que pasaba mucho tiempo hasta que la oscuridad que los rodeaba se hizo penumbra y apareció algo que no era ambiguo: una mancha trémula de color gris claro que poco a poco fue palideciendo hasta convertirse en la figura de una mujer vestida de blanco.

Capítulo 17

—¡Sondy! —gritó Bartan Drumme, inclinándose por encima de la baranda junto a Toller—. ¡Sondy, estoy aquí!

—¡Bartan! —la mujer caminaba rápidamente para alcanzar la nave—. ¡Te veo, Bartan!

No fue ningún asombroso o aturdidor contacto telepático, sino la voz de una mujer cargada de comprensible excitación humana lo que abrumó a Toller con un montón de preguntas. De momento todo su interés por los seres superiores simbonitas había desaparecido, y no podía pensar en nada más que en el misterio de este encuentro.

Allí estaba una mujer que había nacido en su propio planeta y vivido una vida corriente antes de ser transportada a otro en extrañas circunstancias. Todos los dictados de la razón le decían que ella había escapado para siempre del alcance de los humanos; pero su esposo, trastornado por la pena y aturdido por la bebida, había inspirado un viaje a través de millones de kilómetros de espacio y —en contra de todas las previsiones— la había encontrado. Esa mujer, cuya voz temblaba con una emoción natural, estaba a sólo unos metros de él en la oscuridad, y Toller se quedó fascinado ante este hecho.

El sonido del cono de escape y el roce de la vegetación en la parte baja de la barquilla, le hicieron regresar al mundo real. Bartan había pasado sobre la baranda y se apoyaba en el reborde exterior, estirándose hacia su mujer. Ella agarró su mano y en un segundo estuvo de pie junto a él. Toller la ayudó a saltar por encima de la baranda, maravillándose al comprobar que se producía un contacto corporal normal. Bartan volvió a bordo con un ágil movimiento y abrazó a Sondeweere.

Toller, Berise y Zavotle se acercaron espontáneamente a ellos, y los brazos se superpusieron, expresando la alegría de un abrazo múltiple. Éste terminó cuando los apoyos de la barquilla rebotaron contra el suelo, transmitiendo una trepidación a la plataforma.

—¡Arriba! —dijo Toller a Wraker, que al momento inició una descarga larga para reanimar la gigantesca estructura del globo que esperaba pacientemente arriba.

—¡Sí, sí! —exclamó Sondeweere, separándose del grupo y acercándose a Wraker con la mano derecha levantada en un gesto de saludo.

Éste respondió alargando su mano libre, pero el apretón esperado no se produjo: Sondeweere ignoró su mano y, antes de que ninguno de los que observaban pudiera reaccionar, cogió la cuerda roja que conectaba con la banda de desgarre del globo y tiró de ella hacía abajo con una fuerza terrible.

En el confinado microcosmos de la barquilla no hubo ninguna respuesta inmediata, pero Toller supo que el globo había sido asesinado. Por encima de él, un gran trapecio de lienzo se había separado de la corona del globo, y la cubierta estaba ya empezando a arrugarse y a combarse mientras el aire caliente que contenía era expulsado a la atmósfera. La nave estaba ahora condenada a aterrizar sobre Farland, y quizás a quedarse allí para siempre.

—¡Sondy! ¿Qué has hecho?

El grito angustiado de Bartan se oyó con toda claridad sobre el clamor de protestas consternadas. Se lanzó hacia ella con ambos brazos extendidos, como intentando evitar tardíamente que hiciese cualquier movimiento indebido; pero Sondeweere lo esquivó y se deslizó hacia una parte de la barquilla donde no había nadie.

«Sondeweere ha desaparecido», pensó Toller. «Entre nosotros tenemos a la supermujer simbonita».

—Lo he hecho por una razón importante —dijo ella, con voz firme y clara—. Si me escucháis durante…

Sus palabras se perdieron cuando la barquilla chocó contra el suelo en ángulo agudo, despidiendo los cuerpos y el equipo suelto contra uno de sus lados, antes de volver a quedar en posición horizontal.

—Sacad los montantes —gritó Toller, emergiendo de repente de sus meditaciones—. El globo se está cayendo sobre nosotros.

Dio un tirón a la cuerda que aguantaba el montante más próximo y empujó el delgado soporte fuera de la baranda, esperando evitar que el peso de la envoltura que se hundía cayese sobre él. La barquilla se estaba inundando de gas caliente que la boca del globo despedía hacia abajo. Un ruido crujiente le indicó a Toller que al menos uno de los otros montantes había sido ya sobrecargado.

Trepó por un lado, advirtiendo de reojo que los demás hacían lo mismo, y saltó al suelo. Se apartó unos metros —corriendo sobre lo que le pareció hierba normal— y se volvió para ver como se desmoronaba el globo. La enorme forma era aún lo bastante alta para ocultar parte del cielo, pero había perdido toda su simetría. Deformada, retorciéndose como un monstruo agonizante, se hundía a una velocidad creciente. La ligera brisa la empujó, apartándola de la barquilla, y quedó aleteando sobre la hierba, alzándose en curvas ondulantes producidas por el aire atrapado en su interior.

Siguió un breve silencio; después, los miembros de la tripulación se volvieron y se acercaron a Sondeweere. Su actitud no era amenazadora, ni siquiera resentida, pero los cursos de sus vidas habían sido profundamente alterados por su actuación inesperada y buscaban una explicación. Toller los veía bastante bien a pesar de la oscuridad, y advirtió que él era el único que llevaba espada. Obedeciendo a sus antiguos instintos, llevó la mano a la empuñadura del arma y miró a su alrededor, intentando penetrar en los pliegues de aquella noche tan extraña.

—No hay farlandeses en muchos kilómetros —dijo Sondeweere, dirigiéndose directamente a él—. No os he traicionado.

—¿Puedo ser tan osado como para preguntar porqué lo has hecho? —preguntó él con sarcasmo—. Te darás cuenta de que tenemos cierto interés en el asunto.

—Necesitamos saber… —añadió Bartan, con una voz temblorosa que indicaba que él —quizá más que nadie— estaba desolado por el giro de los acontecimientos.

Sondeweere llevaba una ceñida túnica blanca y la ajustó alrededor de su cuello antes de hablar.

—Os invito a meditar sobre dos hechos de suma importancia. El primero es que los simbonitas de este planeta conocen exactamente mi paradero en cada momento. Saben con precisión dónde estoy ahora, pero no sospechan nada ni llevarán a cabo ninguna acción, porque, afortunadamente para todos vosotros, soy de naturaleza inquieta y acostumbro a viajar por todas partes a cualquier hora. El segundo hecho —siguió Sondeweere, hablando con serena fluidez— es que los simbonitas me trajeron aquí en una nave que realiza la travesía interplanetaria en sólo unos minutos.

—¡Minutos! —dijo Zavotle—. ¿Sólo unos minutos?

—El viaje podría realizarse en segundos, o incluso en fracciones de segundo, pero para cortas distancias es más conveniente utilizar una velocidad moderada. Mi opinión es que si me hubiera elevado en esta nave espacial, los simbonitas se habrían dado cuenta de inmediato y nos habrían interceptado con su nave. Como ya os he dicho, no son homicidas por instinto, pero nunca permitirán que vuelva a mi planeta. Se hubieran limitado a forzar el descenso de la nave y, a consecuencia de ello, todos habríamos muerto.

—¿Sus armas son muy superiores a las nuestras? —preguntó Toller, tratando de imaginarse un enfrentamiento aéreo.

—La nave de los simbonitas no lleva armas propiamente dichas, pero cuando vuela está rodeada por un campo, llamado aura, que es incompatible con la vida. El concepto implícito no puedo explicároslo, pero estad seguros de que un encuentro con la nave simbonita habría provocado vuestras muertes. Tanto si los simbonitas lo desearan como si no, habríamos muerto.

Un silencio descendió sobre el grupo mientras asimilaban el mensaje de Sondeweere. De repente la brisa se hizo más fría, salpicando a las figuras silenciosas con gotas heladas de lluvia que atravesaron con facilidad sus ligeras ropas, y las nubes se deslizaron bajo las estrellas como las puertas de una prisión que se cerrasen. «Farland se regocija», pensó Toller, tratando de reprimir un estremecimiento.

Berise fue la primera en hablar, y al hacerlo su voz mostró una nota de inconfundible ira.

—Me parece que te has excedido al estropear nuestra nave —le dijo a Sondeweere—. Si nos hubieras contado la historia completa al subir a bordo, te habríamos bajado y, después, vuelto a Overland sin problemas.

—¿Habríais hecho eso? —Sondeweere le dirigió una sonrisa triste—. ¿Habría optado alguno de vosotros por ser tan… lógico?

—No puedo hablar en nombre de los demás, pero puedes estar segura de que yo sí —dijo Berise, y Toller intuyó al momento que la actitud estaba menos relacionada con la nave y el resultado de la expedición que con su rivalidad por el afecto de Bartan.

Encontró tiempo —a pesar de la extrema urgencia de la situación— para admirar una vez más la mentalidad femenina y sentir cierto miedo de Berise. Era otra Gesalla. Ahora se daba cuenta de que todas las mujeres se parecían a Gesalla de una u otra forma, y un hombre no era un rival apropiado para ellas, si se metía en el terreno que les era propio.

—La nave espacial no ha sido dañada de forma irreversible —puntualizó Sondeweere—. Os traje expresamente a una zona donde es muy improbable que os descubran los farlandeses, de modo que hay mucho tiempo para el trabajo que debe llevarse a cabo.

«Entonces, ¿por qué has deshinchado el globo?», pensó Toller. «Esta mujer tiene algo más que decirnos…»

Bartan dio un paso hacia Sondeweere.

—Los otros pueden marcharse si lo desean. Yo me quedaré contigo.

—¡No, Bartan! ¿Has olvidado la razón por la que me trajeron aquí? Los simbonitas me asesinarían antes de permitir que me uniese con un hombre de mi raza.

Toller, con su interés de soldado por la táctica, seguía dándole vueltas al mismo problema. Sondeweere deshinchó el globo con la intención de que la nave no vuelva a volar. En cuyo caso…

—Hay una alternativa para todos vosotros —dijo Sondeweere—. Os la explicaré, pero debéis tomar la decisión vosotros mismos. Si optáis en contra de ella, os ayudaré a reparar la nave, os guiaré para que volváis a Overland, y yo me quedaré aquí. Si optáis a favor de ella, tendréis que considerar todos los peligros y…

—Optamos a favor —interrumpió Toller—. ¿A qué distancia de aquí está la astronave simbonita? ¿Y cómo está protegida?

Sondeweere se volvió para mirarlo.

—Me sorprendes, Toller Maraquine.

—No hay por qué sorprenderse —dijo Toller—. No soy un hombre inteligente, pero he aprendido que hay ciertos temas que, no importa lo sabios y eruditos que sean sus argumentadores, sólo pueden resolverse de un modo. De un modo que sí comprendo.

—El modo que consiste en matar.

—El modo de la fuerza justificada, de bloquear la espada del enemigo con mi espada.

—No digas más, Toller. No estoy en situación de realizar juicios morales. Se me ocurrió tomar la nave porque ofrece la única esperanza de escapar de esta existencia triste y vacía; pero hay muchos peligros.

—Estamos preparados para afrontar el peligro —dijo Toller. Miró a sus compañeros, incluyéndolos en su declaración.

—Pero… ¿por qué cualquiera de vosotros iba a estar dispuesto a arriesgarse a morir por causa mía?

—Todos tuvimos nuestras propias razones para tomar parte en esta expedición.

Sondeweere se acercó a Toller, manteniendo la mirada fija en su rostro y, por primera vez desde el encuentro, él sintió que la mujer estaba utilizando los poderes extraordinarios de su mente.

—La tuya no era una buena razón —dijo ella, tristemente.

—¿Cuánto tiempo vamos a continuar parados en este helado cenagal? —preguntó Toller, dando una patada a la tierra húmeda—. Nos vamos a morir de frío a menos que movamos un poco nuestros huesos. ¿A qué distancia está la nave?

—A unos ciento treinta kilómetros —Sondeweere habló con una nueva energía, al parecer aceptando que habían tomado una decisión irrevocable—. Pero tengo un vehículo que puede llevarnos hasta allí.

—¿Una carreta?

—Una especie de carreta.

—Bueno, éste no es un país para marchas forzadas.

Aliviado por haber acabado la discusión, Toller corrió con los otros a la barquilla para descargar las armas y las provisiones de comida. Tomó uno de los cinco rifles para su uso, pero sin demasiado entusiasmo. La red de esferas de presión que lo acompañaba iba a ser un estorbo en una lucha cuerpo a cuerpo, y el tiempo que se necesitaba para colocar una nueva esfera antes de cada disparo disminuía notablemente la eficacia del arma.

—Mirad lo que he encontrado.

Zavotle, que tiritaba con violencia, extendió una mano temblorosa que sostenía un palo de brakka, alrededor del cual estaba enrollada la bandera azul y gris de Kolkorron.

Toller la cogió y la clavó en el suelo, arrojándola como si fuese una lanza.

—Ése fue el encargo que Chakkell nos confió. De ahora en adelante podemos ocuparnos de nuestros propios asuntos.

Bajó de la barquilla y estaba colocando sus pertrechos junto a los otros, cuando se dio cuenta de que Sondeweere ya no estaba allí. Escudriñó a través de la oscuridad y en ese instante oyó un extraño sonido, compuesto por muchos sonidos: el siseo de una serpiente gigante, el resoplido de un cuernazul, el rugido y traqueteo de una carreta. Un momento después distinguió la silueta más o menos cuadrada de un vehículo que se aproximaba lentamente a la nave. Sintió curiosidad por conocer la clase de animal de tiro capaz de producir tal cacofonía; se adelantó para recibir a Sondeweere y se detuvo, confundido, al darse cuenta de que el vehículo tambaleante se movía por sí mismo.

La parte posterior era semejante a una carreta tradicional cubierta por una lona sostenida por soportes, pero en la parte frontal había un grueso cilindro del que descendía un tubo que despedía un vapor blanco hacia el aire oscuro. Sondeweere era una mancha pálida detrás de la pantalla de vidrio de una estructura que formaba la parte anterior del cuerpo principal del vehículo. Se detuvo sobre unas ruedas anchas, bordeadas de negro; el ruido decreció hasta convertirse en un resuello de rumiante y Sondeweere saltó de la cabina.

—La carreta se impulsa por sí sola aprovechando la potencia del vapor —dijo, adelantándose a un bombardeo de preguntas—. A veces la uso como caravana cuando viajo largas distancias, y nos servirá muy bien para nuestro propósito.


El viaje a través de aquella región de Farland fue uno de los más extraños que Toller había realizado en su vida.

Parte de su rareza provenía de que las circunstancias imperantes y el ambiente eran únicos. A pesar de la protección que ofrecía la cubierta de lona del transporte, los cinco astronautas estaban invadidos por una frialdad húmeda que no se parecía a ninguna de las que habían soportado con anterioridad. El alba llegó, no en forma de manantial de luz dorada y calor como sucedía en Overland, sino como un furtivo cambio en el color del paisaje, de negro a gris plomizo. Incluso el aire en el interior del vehículo se tiñó de gris, una mezcla de aliento exhalado y la pegajosa humedad que se filtraba desde el exterior y parecía inmovilizar a los pasajeros y helarles la sangre. Sólo Sondeweere, vestida con una túnica y unos pantalones, no parecía afectada por el frío penetrante.

Los viajeros separaban la lona de vez en cuando, ansiosos por ver el mundo extraño y a sus habitantes, pero poco descubrieron que les maravillase en sus fugaces visiones de las praderas verdiazules barridas por cortinas de lluvia y niebla. Toller observó que la carretera sobre la que viajaban estaba pavimentada y en buen estado, mucho mejor que cualquier carretera de Overland. A medida que se fue ensanchando, empezaron a divisar las primeras viviendas de los farlandeses.

Las casas llamaron su atención, no porque tuviesen un estilo exótico, sino por su aspecto absolutamente normal. De no ser por la inclinación de sus techos, las casitas de un solo piso, desprovistas de adornos, podrían haberse confundido con las edificadas en casi todos los lugares de los planetas gemelos. No había señal de los habitantes a esas horas tempranas de la mañana, y a Toller le pareció razonable que permaneciesen en la cama el mayor tiempo posible, en vez de aventurarse a salir con un clima tan inhóspito.

—No siempre es tan frío y lóbrego —explicó Sondeweere en un momento del viaje, hablando desde su posición aislada en el timón del vehículo—. Nos encontramos en las latitudes medias del hemisferio norte, y habéis llegado a mitad del invierno.

Toller conocía el concepto de las estaciones, gracias a que había nacido en una familia de filósofos del viejo Kolkorron; pero era nuevo para los miembros más jóvenes del grupo, mentalmente condicionados por vivir en un planeta cuyo ecuador estaba exactamente en el plano de su órbita alrededor del sol. Al principio, la idea de que Farland estuviese inclinado fue difícil de entender para ellos; y después, cuando empezaron a asimilarla, formularon multitud de preguntas a Sondeweere, intrigados por la idea de que los días y las noches variasen continuamente de duración y las consecuencias que se derivaban. Por su parte, Sondeweere parecía contenta de poder apartar el componente simbónico de su identidad durante un rato, y comportarse con naturalidad como un humano entre humanos.

Escuchando la conversación, a Toller le asaltaba de vez en cuando una sensación de irrealidad. Tenía que recordarse a sí mismo que Sondeweere había sufrido una metamorfosis increíble, y que el grupo se encontraba en camino hacia una batalla con seres desconocidos por la posesión de una nave que había surgido de los milagros y la magia. Y además, que todos podían morir en las próximas horas. Los jóvenes guerreros parecían haber prescindido de ese pensamiento, confiados, como en otras ocasiones, en que la muerte no podría alcanzarlos.

«Seguid así todo el tiempo que podáis», les aconsejó mentalmente, sabiendo que la euforia que siempre lo había sostenido al aproximarse la batalla estaba totalmente ausente. ¿Era ésta la reacción de un hombre acostumbrado al sol en un planeta desolado y envuelto en niebla, cuyo frío húmedo y pegajoso penetraba hasta los huesos? ¿O se trataba de una premonición? ¿Era que la capacidad para gozar de cualquier tipo de placer se le negaba, en preparación para el desengaño final?

Durante una de sus miradas al paisaje desierto, su atención fue atraída por un edificio alejado que, si bien se adecuaba al paisaje de aquel planeta, no se parecía a nada que hubiera visto antes. Enclavado en un estrecho valle, era poco más que una silueta casi negra entre los grises oscuros; pero parecía enorme en comparación con las casas farlandesas y tenía numerosas chimeneas que arrojaban humo al cielo tenebroso.

—Una fundición de hierro que abastece a las fábricas de toda la región —explicó Sondeweere a su pregunta—. En Overland las distintas tareas pueden ser realizadas al aire libre, pero aquí, a causa del clima, es necesario tener un recinto cerrado. Los nativos de Farland habrían edificado estructuras similares a su debido tiempo, pero los simbonitas han acelerado el proceso de industrialización. Es uno de los crímenes contra la naturaleza en general, y contra la gente de este planeta en particular.

«Pero tú eres una simbonita», pensó Toller. «¿Cómo puedes criticar las actividades de los de tu propia especie?».

La pregunta, que le llegó como de lejos, fue desplazada de inmediato por otras, menos especulativas, que habían empezado a abrumar su mente. Antes, sin adentrarse en su dimensión intelectual, se había representado una imagen simplista de los superseres que se apoderaban con facilidad del control de un mundo primitivo; pero ahora se le ocurría que los simbonitas habrían estado en una situación parecida a la de una pequeña compañía de soldados kolkorroneses bien armados enfrentándose a mil hombres de una tribu gethana. En un enfrentamiento simple y directo, no importaba cuál fuese la superioridad de sus armas, sin duda serían vencidos; por eso habían recurrido a otras estrategias.

—Tengo curiosidad por una cosa —le dijo a Sondeweere—: ¿han intentado alguna vez los farlandeses oponer resistencia a los invasores?

—Ellos ignoran la intrusión —contestó ella, con los ojos fijos en la carretera débilmente iluminada—, y ¿quién podría hacérselo notar? Tú te mostrabas remiso a aceptar cualquier cosa que Bartan dijera sobre mí…, de modo que imagina cómo habrías reaccionado si te hubiera dicho que el rey Chakkell y la reina Daseene y sus hijos, más todos los aristócratas del país y sus hijos, eran extraños conquistadores de apariencia humana. ¿Le habrías creído e intentado organizar una rebelión? ¿O lo habrías considerado como un lunático que deliraba?

—Pero hablas de las clases gobernantes. Nos dijiste que las esporas simbonas descendieron a este planeta al azar, y que no pudieron elegir a sus anfitriones.

—Sí, pero ¿no comprendes que los simbonitas en cualquier sociedad se infiltrarían rápidamente y dominarían la estructura del poder?

Sondeweere continuó exponiendo su visión sobre el desarrollo de Farland en los tres siglos anteriores. Al principio existía el abismo de incomprensión entre el pueblo y los gobernantes que se da en cualquier sociedad primitiva. Vistos por los farlandeses indígenas, sus amos y señores eran misteriosos y casi divinos, y progresivamente fueron haciéndose más innovadores, más inventivos. Introdujeron nuevas ideas, como la máquina de vapor para el trabajo duro; y a cada paso su posición se fortalecía, hasta ser inexpugnable.

Forzaron la marcha del desarrollo industrial, pero con mano segura y con paciencia. Habiendo comenzado con un mínimo quizá de seis individuos simbonitas, comprendieron la necesidad de proceder con precaución, pero a medida que las décadas se sucedían fueron extendiendo las bases para una cultura simbonita que estaba destinada a dominar todo el planeta. Se mezclaron libremente con la población nativa, pero también tenían refugios en los que no podía entrar ningún farlandés, lugares secretos donde llevaron a cabo trabajos de investigación y experimentaron con ideas científicas que podrían haber producido alarma de haberse hecho públicas. Fue en uno de esos enclaves protegidos donde diseñaron y construyeron la nave.

Mientras Sondeweere hablaba, Toller empezó a reunir los datos dispersos para formar una imagen de la existencia solitaria que llevaba ella en aquel inhóspito planeta. Los farlandeses nativos la verían como la caricatura grotesca de un ser normal, un monstruo que por razones inescrutables estaba bajo la protección y auspicio de sus amos. Tolerarían su presencia entre ellos, pero no harían ningún intento de comunicarse.

Para los simbonitas era una carga ligera, una amenaza que había sido neutralizada. Al principio intentaron establecer relaciones cordiales con ella, comentó Sondeweere, pero en respuesta ella desplegó todos los rasgos que los habían conducido a evitar la aparición de simbonitas con base humana: resentimiento, desprecio, odio e implacable hostilidad. Desde entonces se contentaron con mantenerla en una continua vigilancia telepática. La estudiaron con atención, robaron de su mente lo que pudieron, y esperaron a que muriese. El tiempo estaba de su parte: eran una nueva raza y, como tal, potencialmente inmortales; ella era un ser individual, vulnerable y perecedero…

—¡Hay uno! ¡Más de uno!

Las exclamaciones provinieron de Wraker, que había levantado la capota de lona para mirar hacia fuera, e impulsaron a los demás a hacer lo mismo.

—Recordad que no deben vernos —les advirtió Toller, que se había limitado a abrir una rendija entre la tela y la madera del vehículo.

Atisbó el exterior y vio que pasaban por un pueblo que a sus ojos resultó notable por su falta de notoriedad. Parecía que los artesanos de todas partes —albañiles, carpinteros, herreros— adoptaban las mismas soluciones prácticas para los problemas prácticos universales. El pueblo —como las casas aisladas vistas con anterioridad— podría haber estado en cualquier zona templada de Land, pero sus habitantes eran otro asunto.

Parecían humanos, pero eran mucho más bajos, y sus proporciones corporales muy diferentes. Sus ropas, provistas de capucha y varias capas —diseñadas obviamente para repeler la lluvia— no ocultaban el hecho de que sus columnas vertebrales estaban arqueadas hacia delante casi como semicircunferencias, predisponiéndolos a contonearse con el vientre hacia fuera y la cabeza hacia atrás. Las patas eran cortas y gruesas, pero no tan truncadas como los brazos, que formaban un ángulo hacia fuera desde los hombros y terminaban donde debería encontrarse el codo de los humanos. Unas manos enormes, que parecían tener sólo cinco dedos, se abrían y cerraban mientras caminaban. Era difícil ver sus rostros, pero se tenía la impresión de que eran pálidos y sin pelo, con las facciones casi ocultas por pliegues de grasa.

—Unos individuos muy elegantes —comentó Bartan—. ¿Son los enemigos?

—No los menosprecies —dijo Sondeweere, por encima del hombro—. Son fuertes y no parecen tener miedo al dolor o a las heridas. Además, su obediencia a la autoridad es fanática.

Toller vio que los farlandeses, que suponía de camino a sus trabajos, contemplaban el vehículo que pasaba con interés, emitiendo destellos de color ámbar y blanco por sus ojos hundidos.

—¿Te han reconocido?

—Es posible, pero la curiosidad de sus mentes obtusas debe de estar provocada por el vehículo; los transportes motorizados son todavía bastante escasos. En cierto modo soy una privilegiada.

—¿Está bien organizado y equipado su ejército?

—Los farlandeses no tienen un ejército tal como tú lo entiendes, Toller Maraquine. Hace cien años que existe un sólo estado en todo el planeta, y gracias a los simbonitas los conflictos mortíferos han dejado de producirse, pero existe un gran cuerpo de ciudadanos que podríamos denominar Fuerza Pública. Realizan cualquier tarea que se les asigne: control de inundaciones, limpieza de bosques, construcción de carreteras…

—¿Así que no hay luchadores entrenados?

—Lo que les falta de talento individual lo compensan con su número. Y repito que son muy fuertes a pesar de su escasa estatura.

Zavotle resurgió de la contemplación de sus problemas internos y comentó:

—No son como nosotros, y sin embargo… ¿Cómo decirlo…? Tienen más puntos de similitud que diferencias.

—Nuestro sol se encuentra cerca del centro de una galaxia, donde las estrellas están muy próximas entre sí. Es posible que todos los planetas habitables de esta parte del espacio fuesen sembrados con la vida hace eones. Un viajero interestelar podría encontrar humanos o parientes suyos en muchos planetas.

—¿Qué es una galaxia? —preguntó Zavotle, iniciando una larga sesión de preguntas y respuestas en la que Toller, Wraker y Berise participaron, admirados por los conocimientos que Sondeweere había adquirido de los simbonitas y de sus propios poderes de deducción, aumentados más de lo que podían comprender los hombres y mujeres normales.

A Toller la revelación de que cada uno de los cientos de remolinos brumosos visibles en el cielo nocturno era una conglomeración de quizá cien mil millones de soles, le produjo una mezcla de deleite intelectual e intensa pesadumbre. Se sentía estimulado por el panorama de la nueva visión y deprimido por otros dos factores: su incapacidad personal para enfrentarse a la magnitud del cosmos, y su pesar porque Lain, su hermano muerto hacía tiempo, no hubiera podido disfrutar de aquel banquete intelectual.

A medida que el vehículo transportador continuaba su marcha —acompañado de silbidos y resoplidos— a través de una serie de pueblos, Toller fue dándose cuenta de que Bartan Drumme era el único miembro del grupo que se había excluido a sí mismo de la interesante comunicación con Sondeweere. Parecía malhumorado y apático, indiferente al continuo goteo que caía sobre él desde un agujero de la capota; y aunque bebía muy poco, guardaba con cuidado un odre de coñac que había sacado de la aeronave. Toller se preguntó si estaría preocupado ante la perspectiva de acudir a una batalla, o si empezaba a comprender que la mujer con la que estaba casado y el ser ominisciente y sorprendentemente dotado que encontró en Farland eran dos personas diferentes, y que la futura relación entre ellos nunca podría ser como en el pasado.

—…no es como la combustión del fuel, o como en un horno —estaba diciendo Sondeweere—. Los átomos del gas más ligero presente dentro del sol se combinan para formar un gas más pesado. El proceso produce gran cantidad de energía y eso es lo que hace que el sol emita luz. Siento no poder daros una explicación más clara en este momento; haría falta mucho tiempo para exponer los principios y los conceptos.

—¿No podrías explicarlo con la voz silenciosa? —preguntó Toller—. Como hacías cuando estábamos aún en el vacío.

Sondeweere se volvió para mirarlo.

—Eso ayudaría, indudablemente, pero no me atrevo a entrar en comunicaciones telepáticas. Ya os dije que los simbonitas saben de mí en todo momento, y cuanto más cerca esté de la astronave más podré atraer su atención, porque éste es el único lugar de todo el planeta que tengo prohibido. En cuanto capten el menor rastro de actividad telepática, su interés por mis movimientos se traducirá de inmediato en acción directa; y eso es algo que sucederá pronto.

—Deberían haber destruido la nave luego de traerte —comentó Berise, aún con acritud en su voz.

Sondeweere dedicó a Berise una sonrisa con la que tal vez trataba de indicarle que su preocupaciones estaban muy lejos de las rivalidades personales.

—Quizá, pero no tienen ningún medio de saber cuántas esporas simbonas quedan en Overland, dispuestas a crear más simbonitas humanos. Además, la nave fue construida con un considerable sacrificio de su parte.

—Puede que los sacrificios no sean sólo de una parte.

—Lo sé —dijo simplemente Sondeweere—. Os lo dije al principio.

Capítulo 18

El vehículo de transporte realizó un brusco giro a la izquierda y, en pocos minutos, su movimiento relativamente suave se transformó en una marcha tambaleante que produjo una serie de crujidos en el chasis. Toller se incorporó y miró hacia delante, más allá de la figura blanca de Sondeweere, y vio que habían abandonado la carretera y avanzaban a través de un prado abierto. El horizonte visto a través del vidrio salpicado de gotas era casi plano, y el terreno carecía de rasgos distintivos, exceptuando unos cuantos árboles chatos y cónicos.

—¿A qué distancia estamos ahora? —preguntó.

—No lejos, a unos veinte kilómetros —dijo Sondeweere—. Será incómodo para vosotros, pero a partir de aquí debemos ir a la máxima velocidad posible. Hasta ahora los simbonitas no tenían una verdadera razón de alarma, porque la carretera conduce a muchos destinos; pero por aquí sólo…

Se calló, su respiración se hizo jadeante y sus manos se apartaron del timón durante un momento, haciendo que el vehículo se desplazara a un lado. Los que estaban detrás de Toller se alertaron y buscaron sus armas.

—¿Ocurre algo? —preguntó él, casi seguro ya de lo que ocurría.

—Nos han descubierto. La alarma ha funcionado antes de lo que esperaba —dijo Sondeweere.

Su voz no reveló ansiedad alguna, pero alzó una palanca y el sonido del motor creció. Las protestas del chasis aumentaron a medida que el vehículo ganaba velocidad. Toller sintió que su antigua, y hasta entonces debilitada excitación, aumentaba.

—¿Tienen fortificaciones? ¿Armas? ¿Puedes adelantarnos algo de lo que nos espera?

—Muy poco, me temo. La inteligencia de estos seres es difícil de prever.

Sondeweere siguió hablando para informarles de que, por lo que ella sabía, la nave simbonita estaba guardada en el antiguo cráter de un meteorito, que servía como refugio natural. Creía que existía otra protección alrededor del borde del cráter. Habría guardianes armados, cuyo número no conocía, y sus armas debían de ser espadas y quizá lanzas.

—¿No tienen arcos y flechas?

—La complexión física de los nativos no les permite usar diestramente el arco o cualquier otro tipo de arma arrojadiza.

—¿Y armas de fuego?

—En este planeta no hay árboles de brakka, y los conocimientos de química de los farlandeses no están lo bastante avanzados para que hayan podido inventar explosivos artificiales.

—Eso parece bastante esperanzador —dijo Wraker, dándole un codazo a Toller—. Las defensas no están proporcionadas a las circunstancias.

—En una situación normal no habría necesidad de defender la nave, excepto de algún incordiante animal salvaje —dijo Sondeweere—. No hubiera servido de nada que yo intentara llegar aquí sola, y ninguna persona podría haber previsto, mediante el empleo de la lógica, la llegada de una nave de Overland antes de que pasaran cuatro o cinco siglos —sonrió, y su voz adquirió un tono cálido—. Según el punto de vista racional que tienen los simbonitas del universo, las personas como vosotros no existen.

Wraker sonrió.

—Pronto se enterarán de que existimos, y pagarán el precio.

Toller frunció el entrecejo.

—No debemos ser demasiado confiados. ¿Cuánto tiempo necesitarán los simbonitas para conseguir refuerzos?

—No lo sé —dijo Sondeweere—. Al norte de este sector se está haciendo una gran carretera, pero no sé a qué distancia.

—Pero tú conocías nuestra posición exacta cuando estábamos a miles de kilómetros en el vacío.

—Eso era porque existe una empatia natural y muy poderosa entre nosotros, porque tenemos el mismo origen humano. Las mentes de los farlandeses son poco parecidas a la mía.

—Ya entiendo —dijo Toller—. Es obvio que no podemos decidir nuestra táctica de antemano, pero tengo una última pregunta sobre la nave.

—¿Si sabré hacerla volar? La respuesta es sí.

—¿A pesar de no haberla visto nunca?

—Es otra cosa más que no puedo explicaros, ni siquiera telepáticamente, y lo siento de veras. Pero la nave no está gobernada por mandos mecánicos. Si una persona comprende por completo los principios de su funcionamiento, la nave hará lo que le ordene; sin esa comprensión necesaria no se moverá ni un centímetro.

Toller se quedó en silencio, confundido al recordar que Sondeweere, a pesar de su apariencia y comportamiento absolutamente normales, era en realidad un ser superior y enigmático. El hecho de que pudieran comunicarse con ella en lo que les parecía condiciones de igualdad tenía que deberse a una hábil tolerancia por su parte; como si un venerable filósofo procurara entretener a un niño de dos años.

Dirigió una mirada a Bartan, consciente por primera vez de la insólita situación del joven, y vio que sus ojos estaban clavados en la parte posterior de la cabeza de Sondeweere, con una expresión ensimismada y sombría. Al captar la mirada de Toller, Bartan esbozó una sonrisa triste y le ofreció el odre de coñac. Toller hizo ademán de evitarlo y percibió un inicio de desafío en el rostro del joven; entonces giró hacia arriba la palma de la mano con un movimiento reflejo. «Me estoy haciendo blando», pensó al aceptar el odre de coñac y beber un buen trago, «pero quizá no por demasiado tiempo».

—¿Y tú, Sondy? —preguntó Bartan, en franca actitud provocativa—. ¿Te apetece un trago de coñac para entrar en calor?

—No. Su calor es ficticio, y el sabor me parece desagradable.

—Me lo imaginaba —dijo Bartan, y ahora en su voz tenía un tono apesadumbrado y hosco—. ¿Cómo has sobrevivido todo este tiempo? ¿Con néctar y rocío? Cuando volvamos a nuestra granja tendrás la posibilidad de hartarte de eso, pero confío en que no pondrás ninguna objeción si yo sigo prefiriendo bebidas más fuertes.

Sondeweere le dirigió una mirada de súplica.

—Bartan, tienes derecho a forzar una salida… aunque algunas cosas que debo decirte sería mejor tratarlas en privado, pero nosotros…

—No tengo nada que ocultar a mis amigos, Sondy. ¡Adelante! Explícanos que no sería adecuado para una princesa acostarse con un campesino.

—Bartan, por favor, no te causes más daño inútil —Sondeweere había elevado el tono de voz para superar el ruido del vehículo que seguía avanzando velozmente, pero en ella había ternura y preocupación—. Incluso a pesar de que he cambiado mucho, seguiría siendo tu esposa, pero nunca podrá ser… porque…

—¿Por qué?

—Porque tengo un deber más importante con la población humana de Overland. Me niego a privar a mi propia gente de su patrimonio evolutivo fundando una dinastía de simbonitas que dominarían a los seres humanos corrientes y, por último, los conducirían a la extinción.

Bartan pareció asombrado al oír una razón en la que no había pensado, pero aún estaba excitado en exceso para comprender con rapidez.

—Pero no es necesario que tengamos hijos. Hay métodos… la doncellamiga es sólo uno… Y además, nunca entró en mis cálculos cargar con un montón de criaturas ruidosas.

Sondeweere consiguió reírse.

—No me mientas, Bartan. Sé lo mucho que te gustan los niños, pero los descendientes verdaderos; los nuestros serían híbridos extraños. Si tienes la gran fortuna de volver vivo a Overland, tu única posibilidad de ser feliz es establecerte con una joven normal que te dé hijos normales. Ése, créeme, es un futuro por el que vale la pena esperar y luchar.

—Pero es un futuro que rechazo —dijo Bartan.

—La decisión no está en tus manos, Bartan —Sondeweere se interrumpió cuando el vehículo transportador chocó contra una elevación del terreno y el estruendo hizo imposible la conversación—. ¿Te has olvidado de los simbonitas de este planeta? Si logramos robarles la nave y volver a Overland en ella, construirán otra e irán a buscarme. No correrán el riesgo de que sobreviva con la posibilidad de tener hijos. Creo que la segunda nave llevará armas, armas terribles, y los simbonitas estarán dispuestos a usarlas.

—Pero… —Bartan se pasó los dedos por la frente—. Eso es terrible, Sondy. ¿Qué harás?

—Suponiendo que logre sobrevivir a las próxima horas, sólo hay un camino para mí —dijo—: me llevaré la nave y recorreré la galaxia, quizá muchas galaxias, más allá del alcance de los simbonitas de este planeta. Llevaré una existencia solitaria, pero tendrá sus compensaciones. Puedo ver muchas cosas antes de morir.

—Iré con… —Bartan empezó la frase impulsivamente, después se interrumpió, y una mirada atormentada apareció en sus ojos—. Nunca podría hacerlo, Sondy. Me moriría de miedo. Tú ya me has dejado atrás.

Toller supo que había oído la voz normal de Sondeweere, pero sus palabras lo atravesaron con múltiples resonancias de significados, casi como si le hubiera hablado telepáticamente. Fueron ecos de sueños que nunca se había atrevido a soñar, de una visión que sólo vislumbró una vez, cuando montaba los vehículos a propulsión bajo los rayos del sol, de poder seguir y seguir hasta la muerte saciando sus ojos, su mente y su alma con imágenes que nunca antes había visto, de nuevos mundos, nuevos soles, nuevas estrellas, siempre algo nuevo, nuevo, nuevo. Era una perspectiva que el arquitecto del universo podría haber diseñado especialmente para él. La idea inundó el oscuro vacío del centro de su ser con una luz intensa, una luz alegre; y se prometió que, no importaba lo escasas que fuesen las posibilidades de ganar…

—Yo iría contigo —murmuró—. Por favor, llévame.

Sondeweere se volvió hacia él, atravesándole con la fuerza de su mente como el haz luminoso de un faro, y él esperó aturdido la respuesta.

—Toller Maraquine, afirmé que tus razones para venir a Farland no eran buenas —dijo—, pero tu razón para querer abandonarlo tiene cierto mérito. No prometo nada, porque todos podemos morir dentro de unos minutos; pero si logramos apoderarnos de la nave simbonita, el universo es tuyo.

—Gracias… —la voz de Toller fue como un quejido de dolor, y tuvo que contener las lágrimas—. ¡Gracias!


El reborde del cráter era bajo, no muy diferenciado del terreno que lo rodeaba, y no se destacaba sobre el horizonte. Una tenue iluminación general, acompañada por el efecto difuminante de la lluvia, evidenció que el vehículo de transporte se encontraba a poco más de un kilómetro antes de que Toller pudiera distinguir alguna señal de que estaba defendido.

Tal como dijo Sondeweere, había una verja alta alrededor del borde, apenas visible como una elipse grisácea, y un bulto oscuro sugería la entrada. Su telescopio resultó prácticamente inútil debido al movimiento del vehículo, pero las imágenes desenfocadas le revelaron al menos que ante la puerta había otros dos vehículos mecánicos. Los farlandeses aparecían como manchas negras que se movían en sus proximidades.

—Tenemos que evitar la puerta e irrumpir a través de la verja —le dijo a Sondeweere—. ¿No puedes hacer que el vehículo vaya más aprisa?

—Sí, pero en este terreno existe el riesgo de que se rompa un eje.

—Usa tu mejor criterio, pero recuerda que si no pasamos de esa forma no conseguiremos nada.

Toller se volvió hacia los otros, y al momento supo que habían experimentado una pérdida de confianza, algo que muchas veces había visto en los minutos que precedían a una batalla. El rostro de Bartan parecía casi luminoso por su palidez; e incluso Berise y Wraker, expertos en el arte abstracto de matar a larga distancia, tenían un aspecto de lúgubre incertidumbre. Sólo Zavotle, ocupado en revisar su rifle, parecía imperturbable.

—No intentéis planear nada con anticipación —les dijo Toller—. Creedme: podéis confiar en que el brazo que sostiene vuestra espada pensará por vosotros todo lo que sea necesario. Ahora quitemos la cubierta.

En pocos segundos, la tela gruesa que protegía la carreta del mundo exterior fue desmontada y arrojada detrás del vehículo, que se tambaleaba peligrosamente. La fría lluvia caía sobre las figuras vestidas con ropas ligeras.

—Hay algo más que debéis tener en cuenta —Toller levantó la mirada hacia el cielo encapotado y esbozó una exagerada mueca de asco—: cualquier cosa es mejor que vivir en este lugar detestable y convertirse poco a poco en un pez.

Las risas que provocó su comentario fueron más fuertes de lo que merecía, pero Toller sabía desde hacía tiempo que las sutilezas estaban fuera de lugar en el humor del campo de batalla, y le satisfizo que aún se mantuviesen puentes psicológicos tan vitales entre él y la tripulación. Sacó la espada y se colocó detrás de Sondeweere, mirando adelante por encima de la cabina de conducción.

El vehículo de transporte empezaba ahora a subir hacia el borde del cráter, y podía distinguir que la verja estaba hecha de una especie de lanzas metálicas mezcladas con gruesos postes. Le pareció necesario que Sondeweere tratara de aumentar la velocidad y el impulso, pero después recordó que ella comprendía la mecánica de funcionamiento mucho mejor que él. Por delante la chimenea escupía bocanadas de color anaranjado, mientras el vehículo ascendía dando tumbos hacia la cima de la pendiente. Toller vio a su izquierda varios farlandeses que corrían, y más allá divisó una mancha grisácea en el paisaje que le reveló que las obras de la carretera estaban a poco más de un kilómetro.

—¡Sujetaos! —gritó, y se agarró al techo de la cabina.

El vehículo se empotró en la verja. Toda la sección se desprendió de su soporte y cayó hacia dentro. El sonido del impacto se mezcló con un terrible estruendo procedente del motor y una explosión silbante; los vapores calientes se expandieron alrededor de la caldera, tiñendo de blanco durante un momento todo el escenario. Por su propio impulso, el vehículo se deslizó hacia una depresión circular en el centro de la cual se encontraba la nave simbonita. Estaba situada en una zona de obra de albañilería, cercada por lo que parecía ser un foso o un amplio canal de desagüe.

Toller había estado intentando imaginarse cómo sería la nave, pero eso no lo había preparado para la visión de una esfera metálica casi lisa, sostenida por tres patas resplandecientes acabadas en almohadillas circulares. La esfera debía de tener unos diez metros de diámetro y un anillo de lo que parecían ser portillas en la mitad superior, pero no había ningún indicio de entrada.

Tras contemplar un instante la extraña nave que materializaba su futuro, Toller vio a los farlandeses vestidos de marrón que llegaban a la brecha abierta en la verja, y corrían hacia su vehículo desde la derecha. Aunque estaban ahora en una pendiente que bajaba, perdían velocidad con rapidez entre una serie de chasquidos metálicos, y los farlandeses podrían interceptar su camino sin demasiados problemas. Parecían figuras grotescas mientras iban acercandóse con sus piernas rechonchas y las capuchas caídas hacia atrás, descubriendo sus cráneos sin pelo.

El estómago de Toller se contrajo en un espasmo helado cuando descubrió que no llevaban armas.

—¡Atrás! —gritó contra su voluntad a los dos que llegaron al costado del vehículo.

Uno de ellos dio un salto y se agarró al lateral, mientras el otro se arrojaba sobre la plataforma móvil de la cabina, asiendo a Sondeweere con mano fuerte. Toller aporreó el cráneo descubierto con un golpe de espada que se hundió en su cabeza, y el extraño ser cayó fuera sin ningún ruido, lanzando un chorro de sangre.

El otro, mientras intentaba trepar por el lateral, se encontró con la espada de Wraker en la garganta. Su cuerpo se escurrió hacia abajo, pero sus dedos quedaron a la vista, obstinadamente sujetos al borde de madera. Wraker y Berise asestaron sendos golpes de espada sobre ellos para que cayese, y quedó tirado en el suelo.

Para sorpresa de Toller, el del cráneo abierto estaba en pie de nuevo, y aun dio varios pasos tras la estela grasienta del vehículo antes de caer de rodillas hacía delante.

«Son difíciles de matar», pensó Toller. «Estos tipos bajitos podrían acabar con gigantes».

Al fin el vehículo se detuvo con gran estruendo y numerosas sacudidas, envuelto en humo y niebla. Toller miró hacia la puerta de entrada del borde del cráter y vio que nuevos farlandeses se acercaban por la pendiente en grupos de dos o tres. Unos leves destellos ocasionales le revelaron que iban armados. Tomó el rifle, trepó sobre el lateral del vehículo, y saltó al suelo mientras los demás lo imitaban.

Sondeweere salió antes que los demás, sin ningún arma, y cruzó corriendo un sencillo puente de madera. Toller y los otros la siguieron, sintiendo que los tablones temblaban bajo sus pies.

Cuando Sondeweere se acercó a la nave, se abrió en un lado una sección rectangular, deslizándose hacia fuera sobre bisagras curvas. Toller se detuvo de repente, levantando el rifle.

—¡No dispares! —le gritó Sondeweere—. Ya he abierto la puerta. Ahora descenderá una escalera, o… o…

Un tono vacilante, extraño a ella, apareció en su voz. Toller siguió la dirección ascendente de su mirada y advirtió que los ganchos metálicos situados bajo el vano de la puerta estaban vacíos y, durante un momento, su mente de soldado alcanzó el mismo nivel que la de ella al comprender que normalmente sujetaban la escalera de acceso a la nave. Alguien había tomado la simple y práctica precaución de quitarla, y en consecuencia impedir la entrada tanto a los genios como a los tontos. El borde inferior del vano estaba a unos tres metros y medio sobre el suelo, sobre la mitad inferior de la esfera, y para un individuo de la estatura de los farlandeses esa altura suponía una barrera formidable. Pero para los humanos…

—Traed la carreta por el puente —gritó Zavotle—. Podemos escalar subidos a ella.

—¡Ya no puede moverse! —contestó Sondeweere—. Y además el puente es poco resistente…

—Podemos llegar hasta la puerta —gritó Toller, depositando sus armas en tierra—. Sondeweere, lo lógico es que tú seas la primera. Súbete a mis hombros. ¡Vamos!

Dirigió una breve mirada hacia los farlandeses que avanzaban, después hizo un gesto que implicó a Zavotle, Wraker y Berise.

—¡Adelantaos y defended el puente! Usad los rifles siempre que sea necesario. Coged el mío y persuadid a esos desgraciados de que será mejor que se mantengan lejos. E intentad desprender los tablones, si podéis.

Corrieron hacia el puente, abriendo las bolsas donde transportaban las esferas de presión, dentro de las cuales ya se habían combinado unas proporciones mínimas de pikon y halvell. Toller se situó bajo la puerta de la nave y extendió sus brazos hacia Sondeweere, que se acercó a él de inmediato. La cogió por la cintura y la levantó hacia sus hombros, una operación a la que ella contribuyó escalando con los pies en su pecho. Se puso de pie sobre ellos, y mantuvo el equilibrio sujetándose al vano de la puerta.

Simultáneamente los primeros grupos de farlandeses corrían pendiente abajo entrando en el campo de acción de los rifles, y los defensores abrieron fuego. La primera descarga pareció abatir a uno solo de los atacantes, pero los estampidos de los rifles, amplificados por el anfiteatro natural, provocaron un gran desorden. Resbalaban y chocaban unos con otros en un esfuerzo por frenar la avalancha que caía.

Toller apartó la vista del escenario para colocar sus manos bajo los pies de Sondeweere y, mientras estiraba los brazos para empujarla hacia la puerta, advirtió una pausa inquietante antes de que los rifles disparasen de nuevo. La demora, producida por la necesidad de sacar la esfera gastada y reemplazarla por otra, era la principal causa de su escaso interés por las armas de fuego.

En el momento en que Sondeweere estuvo a salvo dentro de la nave, los farlandeses empezaron a darse cuenta de que a pesar de lo aterrador que fuese el impacto psicológico de las armas desconocidas, los daños infligidos habían sido escasos en realidad. De nuevo embistieron hacia delante con las espadas cortas en la mano. Una nueva ráfaga de disparos, esta vez a un alcance más corto, derribó al menos a tres más, pero no logró detener el avance general.

—¡Busca una cuerda! —gritó Toller a Sondeweere.

—¿Cuerda? En esta nave no se usan cuerdas.

—¡Pues busca alguna cosa parecida!

Toller se volvió hacia el puente a tiempo para ver que un grupo de farlandeses lo cruzaba en tropel.

Ilven Zavotle, hasta entonces luchando su propia guerra contra su enemigo particular, corrió a hacerles frente con el rifle en la mano izquierda y la espada en la derecha. Disparó el rifle a quemarropa contra la prominente barriga de un farlandés y al momento se perdió entre la confusión de brazos y espadas. A Toller se le escapó un sollozo al contemplar que su viejo amigo, el paciente solucionador de problemas, estaba siendo acuchillado hasta la muerte.

En pocos segundos se produjo una nueva oleada de disparos de rifle; esta vez, en la estrechez del puente, el efecto sobre los farlandeses fue apreciable. Retrocedieron, dejando a los muertos y a los heridos que se agitaban espasmódicamente, pero sólo hasta el extremo opuesto del puente, donde uno que parecía el jefe comenzó a arengarlos en una extraña lengua entrecortada. Mirándolos desde el otro lado del puente ensangrentado, los tres overlandeses que quedaban recargaron con premura sus rifles.

Toller corrió hacia sus compañeros, mirando hacia la nave al mismo tiempo; Sondeweere era visible en el rectángulo oscuro de la entrada, contemplando con impotencia la lucha.

«Estaré contigo pronto», prometió Toller en su interior, repeliendo a un nuevo enemigo, un enemigo de la mente que podía provocar incluso mayores estragos que el adversario externo, implantando la idea de que la derrota era inevitable. Acercándose al puente desde un lado, confirmó su primera impresión de que no consistía en más que una serie de gruesos tablones apoyados sobre una repisa de albañilería en cada lado del foso.

—Berise —gritó—, coge los rifles y trata de usarlos todos. ¡Bartan y Dakan, ayudadme con esos tablones!

Se arrodilló junto al puente, agarró el tablón más cercano y, empleando toda la fuerza de su espalda y sus piernas, lo levantó. Bartan y Wraker le ayudaron, y juntos dieron la vuelta al enorme madero y lo arrojaron al foso. Hubo un grito entre los farlandeses y una nueva acometida a través de las cinco tablas restantes. Berise disparó los cuatro rifles en una rápida sucesión, durante la cual Toller y sus ayudantes, trabajando con una fuerza pasmosa, levantaron y eliminaron cuatro maderos más, lanzando los cuerpos de vivos y muertos a las aguas marrones.

Toller evitó mirar a aquella extraña cosa roja y blanca que había sido Zavotle. Recogió su espada, mientras los desesperados farlandeses corrían sobre el último madero.

Wraker, ya delante de ellos, asestó una estocada lateral en el cuello del primero, que lo arrojó rodando hacia el foso. Berise disparó al siguiente farlandés en la garganta, lanzándolo hacia atrás sobre el que le seguía. Ambos se tambalearon y cayeron por un lado, pero en el mismo momento en que caía del puente, el que estaba herido arrojó su espada. La pesada arma corta voló con aterradora exactitud y se enterró casi hasta la empuñadura en el estómago de Wraker. Éste emitió un terrible eructo burbujeante, pero se mantuvo firme.

Toller saltó por encima de él, cayendo de rodillas, y agarró el último tablón. Éste, que se encontraba cubierto de algas y con el peso adicional de los farlandeses que estaban encima, se resistió a sus músculos ya en su máxima tensión. Oyó vagamente otro disparo de rifle y tuvo la conciencia de que Bartan tomaba una posición para protegerlo. Empujó el tablón a un lado, esta vez ayudado por la resbaladiza superficie de mampostería, y casi consiguió sacarlo del soporte sobre el que se apoyaba. Dos farlandeses se acercaron en el momento en que hacía el último esfuerzo por separar el tablón, y oyó el impacto de dos golpes justo encima de él cuando Bartan se ocupó de ellos. En el momento en que Toller se retiraba hacia atrás gateando y empezaba a incorporarse, la punta de una espada rozó su oreja derecha.

Uno de los farlandeses había desaparecido con el tablón, pero el otro había saltado sobre tierra firme y movía los brazos en círculo intentando recobrar el equilibrio. Wraker, aún de pie a pesar de estar traspasado, dirigió la punta de su espada hasta el rostro del atacante, que se derrumbó hacia atrás sobre el borde.

Bartan, aún de pie, parecía pálido y abstraído, y tenía la mano sobre la herida que había recibido en el hombro izquierdo. La sangre manaba en abundancia a través de sus dedos. Berise estaba de rodillas, su pequeña figura inclinada sobre los rifles cambiando las esferas de presión a toda velocidad.

Toller miró más allá del grupo de farlandeses abatidos, al otro lado del foso, y vio que una gran cantidad de ellos atravesaba la entrada del borde del cráter. La acción en el puente les había proporcionado un poco de tiempo, pero una cantidad insignificante, un lapso que podía medirse en segundos, y serían más vulnerables que nunca al intentar entrar en la nave.

Toller trasladó su atención a Wraker, preguntándose si el joven piloto de suave voz comprendía que se estaba muriendo, que su libro de historia nunca sería escrito. Unas manchas de sangre se extendían rápidamente en sus ropas empapadas por la lluvia, alrededor de la empuñadura de la espada farlandesa que sobresalía. A pesar de que empezaba a tambalearse logró hablar con claridad.

—Toller, ¿por qué pierde un tiempo tan valioso? —dijo—. Corra. Siento no poder unirme a los demás, pero tengo un asunto que terminar con nuestros desagradables amigos.

Se dio la vuelta y cayó de rodillas junto al borde del foso, colocando su espada a un lado. Berise se incorporó, llevó tres rifles cargados hasta Wraker y los dejó junto a la espada. Él la miró como si fuese a decirle algo, buscando sus ojos, pero ella ya se había retirado con el cuarto rifle y corría hacia Bartan. Le empujó, sacándolo de su estado de asombro paralizante, y ambos corrieron hacia la nave que aguardaba.

Toller dudó. Vio a dos farlandeses que saltaban desde el otro lado del foso, pedaleando en el aire con sus cortas piernas en un esfuerzo por llegar al final. Aunque aquellos seres extraños fuesen incapaces de nadar, pronto podrían usar los tablones del puente para cruzar la barrera de agua. Era una razón más para abandonar a Wraker, que ya estaba sentenciado, y subir a bordo. Aún sin poder quitarse la sensación de estar traicionando a un camarada, Toller se volvió y corrió hacia Berise y Bartan, que esperaban debajo de la enorme y enigmática esfera.

—No hay cuerdas —gritó Sondeweere desde la oscuridad de la puerta—. ¿Qué puedes hacer?

—Lo mismo que antes —dijo Toller—. Puedo levantar a Bartan y a Berise.

—Pero ¿y tú? ¿Cómo subirás tú?

La fiebre de la batalla activó la mente de Toller al oír a Wraker disparar el rifle.

—Baja un cinturón de espada; podré cogerlo —extendió los brazos a Berise—. ¡Vamos!

Ésta negó con la cabeza.

—Bartan está herido y necesita ayuda para subir a tus hombros. Debe ir primero.

—Muy bien.

Acercóse a Bartan, que se tambaleaba como un borracho e hizo ademán de esquivarlo, pero entonces se oyó el sonido de otro disparo de rifle, y la paciencia de Toller se esfumó. Gruñendo de rabia y frustración rodeó los muslos de Bartan con sus brazos y lo aupó. Berise le ayudó sujetando a Bartan y poniendo un hombro bajo uno de sus pies. Desde arriba, Sondeweere usó toda su fuerza para tirar del hombre, hasta lograr que pasara a través del vano de la puerta.

Toda la operación se realizó en unos pocos segundos, pero en ese intervalo de tiempo Toller oyó otros dos disparos. Miró hacia el foso y vio que Wraker tenía su espada en la mano y la blandía contra los farlandeses que amenazaban con subir desde los tablones inclinados. Toller sintió que su corazón se desbocó cuando tuvo la conciencia de que su preciosa reserva de segundos, tan duramente ganada, se agotaba a una velocidad prodigiosa.

Berise se colocó el rifle a la espalda y se acercó a él. Toller la cogió por la cintura y la alzó hasta sus hombros en un sólo movimiento. Ni incluso así adquirió la estatura necesaria para llegar a la puerta, y se balanceó precariamente durante unos instantes antes de que Sondeweere y Bartan se estirasen hacia ella, cogieran sus manos y la atrajeran hasta la nave.

En ese momento Wraker despareció de su vista para reunirse con Zavotle en las sombras de la muerte, y las cabezas blancas y resplandecientes de los farlandeses aparecieron por encima del borde más cercano de foso. Lanzaron sus armas ante sí y empezaron a serpentear por el suelo. La pendiente que había tras ellos estaba ahora invadida por los refuerzos, que parecían un enjambre de insectos marrones.

Toller levantó la vista hacia el misterioso interior de la nave, que parecía ahora tan lejana como las estrellas a las que debía conducirlo, y durante un tiempo que le pareció toda una vida vio el cinturón de cuero de Bartan que se alargaba hasta él. Había sido pasado por la hebilla para formar un lazo, y los tres que estaban arriba lo sostenían con una mano cada uno.

Dos farlandeses corrían ya con las espadas preparadas. Toller calculó el tiempo que le quedaba y supo que sólo tendría una oportunidad para ponerse a salvo. La voz de Sondeweere sonó dentro de su cabeza: ¡Deprisa, Toller, deprisa!

Se estiró, consciente de los resoplidos de los farlandeses que se aproximaban, después saltó y pescó el cinturón con la mano derecha. La acción repentina de su peso sobre el cinturón fue excesiva para quienes lo sostenían, arrastrándolos hacia abajo y separándolos de sus puntos de apoyo en el interior del casco. Berise, la más ligera de los tres, asomó medio cuerpo por la abertura y se hubiera caído de no haber soltado el cinturón y sujetado el borde del vano de la puerta.

Cuando vio eso, Toller se soltó del cinturón en el mismo instante.

Tenía la espada ya medio afuera cuando chocó contra el suelo entre dos farlandeses, pero poco podía hacer para compensar la terrible desventaja de su situación. Acabó de desenvainar la espada, dando a la vez un sablazo transversal que desvió la embestida del primer atacante, y saltó a un lado para esquivar la amenaza por detrás; pero se demoró por la recuperación de la caída.

Fue una demora de sólo una fracción de segundo, pero que pareció un año en el frenesí del combate cuerpo a cuerpo. Toller emitió un gruñido cuando la espada del farlandés se clavó en la parte inferior de su espalda. Se giró, mientras su arma zumbaba en un barrido horizontal que alcanzó a su atacante en un lado del cuello y casi lo decapitó. Éste cayó, manando sangre de forma intermitente.

Toller continuó su giro para hacer frente al otro, pero el guerrero retrocedió, sabiendo que el tiempo estaba de su parte: al menos diez de sus compañeros avanzaban corriendo sobre el pavimento, y en pocos segundos estarían rodeando a Toller. Una sonrisa de triunfo apareció en el rostro de gruesos pliegues, pero en seguida se transformó en una expresión de perplejidad cuando Berise, que estaba justo encima de él, le disparó sobre la cabeza. Cayó sentado, lanzando un manantial vertical de sangre.

—¡Agárrate al rifle, Toller! —gritó Bartan desde la entrada de la nave—. ¡Todavía podemos subirte!

Pero Toller sabía que era demasiado tarde.

Los farlandeses estaban casi encima de él, e incluso si lograba sostenerse en el rifle que ahora le tendían, su cuerpo desprotegido sería atravesado por más de una docena de armas mientras intentara trepar hacia arriba. Experimentando una peculiar reserva, un deseo de evitar que sus amigos presenciasen lo que tenía que ocurrir a continuación, se ocultó de su vista desplazándose hacia el centro del casco esférico.

Aunque el dolor de la herida de la espalda no era muy intenso, sus piernas estaban débiles y tenía una extraña dificultad para controlarlas. Se detuvo con la parte inferior de la curvatura de metal casi rozando su cabeza, e intentó realizar una última jugada que le costase cara al enemigo, pero las piernas le fallaron y cayó bajo un furioso ataque concentrado.

—¡Sondeweere! —llamó cuando la luz gris fue interceptada por las chorreantes figuras marrones, y las espadas de los seres extraños empezaron a encontrar su objetivo—. ¡No permitas que los pigmeos tengan esa satisfacción! Por favor, haz volar la nave… por mí…

Te queremos, Toller, dijo ella dentro de su cabeza. Adiós.

Inesperadamente, en los segundos que le quedaban… antes de que su cuerpo fuese dividido en átomos por un conflicto de geometrías naturales y artificiales, Toller logró un triunfo final: descubrió que no quería morir. Y hubo alegría en ese descubrimiento. Recuperó la dimensión completa de su humanidad al adquirir la conciencia de que era mucho peor para un hombre vivir cuando deseaba morir, que morir cuando deseaba vivir.

«Y hay aún otro consuelo», pensó, cuando la última noche se extendió a su alrededor. «Nadie podrá nunca decir que mi muerte ha sido una muerte común».

Capítulo 19

Bartan y Berise siguieron mirando atrás sobre sus hombros mientras caminaban de nuevo sobre Overland, y estaban a casi doscientos metros de la nave cuando ésta desapareció de repente.

Un segundo antes estaba allí —una esfera grisácea situada sobre la cumbre de una colina baja—, y al siguiente era un conjunto de globos de radiación que se expandían y contraían al chocar unos con otros. No se produjo ningún sonido, pero incluso el sol del antedía era débil en comparación con la intensa luz que emitió. Se elevó verticalmente hacia el cielo, ganando velocidad, cambiando de forma. Durante un momento, Bartan vio una estrella de cuatro puntas con los lados curvados hacia dentro. El núcleo estaba sembrado de manchas de brillos multicolores, pero al intentar centrar su mirada en la hermosa estrella, se fue haciendo cada vez más pequeña, apartándose del gran disco de Land hasta desvanecerse en el azul.

La confusión emocional de Bartan se convirtió en un desconsuelo que aumentó el dolor de la herida de su hombro. Había pasado menos de una hora desde que estuvo en Farland, azotado por la lluvia, contemplando cómo sus amigos morían uno a uno: Zavotle, Wraker y finalmente Toller Maraquine. En cierto modo, incluso en aquellos terribles segundos, esperó que el gran hombre no muriera. Le parecía inmortal, un gigante imperturbable destinado a seguir luchando sus guerras para siempre. Hasta que no le pidió a Sondeweere que le llevara con ella a la desolación del infinito, no se dio cuenta de que Toller era algo más que un gladiador. Ahora era demasiado tarde para intentar conocerlo, demasiado tarde para agradecerle el obsequio de la vida.

Además de su pesar por Toller, Bartan se vio obligado a aceptar que su esposa ya no sería su esposa, que se había convertido en otro tipo de gigante, en un coloso intelectual con quien no podría mantener una relación de hombre a mujer. Sabía que Sondeweere aún no había abandonado la galaxia, que durante algunos días estaría guiando a Gotlon en su regreso al hogar, pero de alguna forma estaba ya más lejos de él que las estrellas más lejanas. Su Gola particular se había apartado de su existencia, dejándolo sin ninguna orientación para la vida.

—No creo que tengamos que andar mucho —dijo Berise—. Parece que estamos cerca de la ciudad.

Bartan hizo visera con una mano y miró hacia Prad, cuyos arrabales se encontraban a unos tres kilómetros. Estaba mirando a través de una pantalla cambiante de imágenes consecutivas, pero pudo distinguir las nubes de polvo que desprendían las carretas y los jinetes que circulaban por la sinuosa carretera. Algunos campesinos, sin duda atraídos por el espectáculo de la nave simbonita, se aproximaban corriendo desde los campos cercanos.

—Me alegro de que tengamos tantos testigos —continuó diciendo Berise—; de otro modo el rey no creería todo lo que tenemos que contarle.

—Testigos —dijo Bartan Drumme con tono abatido—. Sí, testigos.

Berise miró atentamente su rostro.

—Creo que no deberías seguir andando. Será mejor que te sientes y me dejes revisar ese vendaje.

—En seguida estaré bien. Todavía me queda un remedio excelente.

Bartan desató el odre de coñac de su cinturón y se disponía a quitar el tapón cuando sintió la mano de Berise apoyada en su hombro.

—En realidad no necesitas esa medicina, ¿verdad? —le dijo ella.

—¿Qué tiene eso que ver con…? —hizo una pausa, mirando con asombro el rostro de Berise, advirtiendo que en su expresión había más preocupación que enfado—. No, en realidad no necesito la bebida.

—Entonces tírala.

—¿Qué?

—Tírala, Bartan.

De repente se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por lo que hacía, pero aún así dejó caer al suelo de mala gana el recipiente de cuero.

—De todas formas, estaba casi vacío —murmuró—. ¿Por qué sonríes?

—Por nada —la sonrisa de Berise se ensanchó—. Por nada en absoluto.


FIN
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