7

A la puesta de sol, el ritmo despiadado había llevado a la expedición hasta una zona de artemisa y árbol de la grasa. Las colinas eran altas y marrones; los cascos levantaban polvo; los arbustos, de un verde plateado, eran escasos y endulzaban el aire cuando los rozaban, pero poco más.

Everard ayudó a colocar a Sandoval en el suelo. Los ojos del navajo estaban cerrados, su rostro hundido y caliente. En ocasiones se agitaba y murmuraba un poco. Everard le echó agua sobre los labios agrietados escurriendo un trapo empapado, pero no podía hacer nada más.

Los mongoles levantaron el campamento con mayor alegría que antes. Habían derrotado a dos poderosos hechiceros y no habían sufrido más ataques. Poco a poco, iban comprendiendo lo que eso implicaba. Se dedicaron a sus labores hablando unos con otros y, después de una comida frugal, sacaron los pellejos de kumiss.

Everard permaneció con Sandoval cerca del centro del campamento. Dos guardias lo vigilaban. Estaban sentados con los arcos listos a escasos metros, pero no hablaban. De vez en cuando uno de ellos se levantaba para mantener el pequeño fuego. Con el tiempo también se hizo el silencio entre sus compañeros. Incluso aquella correosa hueste se cansaba; los hombres se fueron a dormir, los miembros del puesto avanzado movían los ojos somnolientos, otros fuegos ardieron hasta consumirse mientras las estrellas titilaban en el cielo, un coyote aulló a kilómetros de distancia. Everard protegió a Sandoval contra el frío; las llamas del fuego revelaban escarcha sobre las hojas de artemisa. Se arrebujó en la capa y deseó que al menos sus captores le permitiesen tener la pipa.


Unos pies pisaron la tierra seca. Los guardias de Everard cogieron flechas para los arcos. Toktai entró en la luz, con las cabeza desnuda sobre un manto. Los guardias se inclinaron y retrocedieron hacia las sombras.

Toktai se detuvo. Everard levantó la vista y la volvió a bajar. El Noyon miró a Sandoval un buen rato. Al final, casi con amabilidad, dijo:

—No creo que tu amigo viva hasta la próxima puesta de sol.

Everard soltó un gruñido.

—¿Tienes alguna medicina que pueda ayudarle? —preguntó Toktai—. Hay algunas cosas raras en tus alforjas. —Tengo un remedio contra la infección y otro contra el dolor —dijo Everard mecánicamente—. Pero para un cráneo roto, hay que llevarlo a un médico hábil.

Toktai se sentó y tendió las manos hacia el fuego.

—Lamento no llevar ningún cirujano.

—Podrías dejarnos ir —dijo Everard sin esperanza—. Mi carruaje, el del anterior campamento, podría conseguirle ayuda.

—¡Sabes que no puedo hacer eso! —Rió Toktai. Su pena por el moribundo se apagó—. Después de todo, Eburar, tú empezaste este asunto.

Como era cierto, el patrullero no contestó.

—No te lo echo en cara —añadió Toktai—. De hecho, sigo deseando que seamos amigos. Si no lo quisiera, me detendría durante unos días y te lo sacaría todo por la fuerza.

Everard despertó.

—¡Podrías intentarlo!

—Y creo que tendría éxito, con un hombre que debe llevar medicinas contra el dolor. —La sonrisa de Toktai era lobuna—. Sin embargo, podrías ser útil como rehén. Y aprecio tu valor. Incluso te contaré una idea que se me ha ocurrido. Creo que quizá no pertenezcas a esa rica tierra del sur. Creo que eres un aventurero, miembro de una pequeña banda de brujos. Tienes al rey del sur en tu poder, o esperas tenerlo, y no quieres interferencias. —Toktai escupió al fuego—. Hay viejas historias sobre esas cosas. Al final, un héroe derrota al hechicero. ¿Por qué no yo?

Everard suspiró.

—Descubrirás por qué no, Noyon. —se preguntó si tenía demasiada razón.

—Oh, vamos. —Toktai le dio una palmada en la espalda—. ¿No puedes decirme ni un poquito? No hay odio de sangre entre nosotros. Seamos amigos.

Everard señaló con un pulgar a Sandoval.

—Es un pena —dijo Toktai—, pero seguía resistiéndose a un oficial del Ka Kan. Venga, bebamos juntos, Eburar. Haré que un hombre traiga el pellejo.

El patrullero hizo una mueca.

—¡Ésa no es forma de amansarme!

—Oh, ¿a tu gente no le gusta el kumiss. Me temo que es todo lo que tenemos. Nos bebimos todo el vino hace tiempo.

—Podrías dejarme mi whisky. —Everard volvió a mirar a Sandoval, la noche, y sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo—. ¡Dios, me vendría bien!

—¿Eh?

—Una bebida nuestra. Tengo un poco en las alforjas.

—Bien… —Toktai vaciló—. Muy bien. Ven y la tomaremos.

Los guardias siguieron al jefe y al prisionero, por entre los matorrales y los guerreros dormidos, hasta una pila de materiales diversos también protegida por guardias. Uno de estos últimos encendió una llama para dar luz a Everard. Los músculos de la espalda del patrullero se pusieron tensos —había flechas apuntándole, tensadas hasta la pluma— pero se agachó y repasó sus cosas, con cuidado de no moverse demasiado deprisa. Cuando tuvo las dos cantimploras de whisky, volvió a su sitio.

Toktai se sentó al otro lado del fuego. Observó cómo Everard se servía un trago en la tapa de la cantimplora y se lo bebía.

—Huele raro —dijo.

—Pruébalo. —El patrullero le pasó la cantimplora.

Fue un impulso de absoluta soledad. Toktai no era tan mal tipo. No según sus propios términos. Y cuando estás sentado al lado de tu compañero moribundo, beberías con el mismísimo diablo, sólo para evitar tener que pensar. El mongol olisqueó dubitativo, miró a Everard, hizo una pausa y luego se llevó la cantimplora a los labios con un gesto de arrojo.

—¡Uuuuuuuuuu!

Everard se movió para atrapar la cantimplora antes de que se perdiese mucho líquido. Toktai boqueaba y escupía. Un guardia tensó una flecha, el otro saltó para colocar una mano sobre el hombro de Everard. La espada en alto, brillaba.

—¡No es veneno! —exclamó el patrullero—. Sólo es demasiado fuerte para él. Mirad, yo beberé un poco más.

Toktai hizo retroceder a los guardias con un gesto y miró con ojos acuosos.

—¿Con qué fabricáis eso? —logró decir, tosiendo—. ¿Con sangre de dragón?

—Cebada. —Everard no se sentía con ganas de explicar el proceso de destilación. Se sirvió otro trago—. Adelante, bebe tu leche de yegua.

Toktai chasqueó los labios.

—Te calienta, ¿no? Como la pimienta. —Alargó una mano mugrienta—. Dame un poco más. Everard se quedó quieto unos segundos.

—¿Bien? —gruñó Toktai.

El patrullero negó con la cabeza.

—Ya te lo he dicho, es demasiado fuerte para los mongoles.

—¿Qué? Tú, hijo de un turco con cara de leche…

—Entonces es cosa tuya. Te lo advierto, pongo a tus hombres por testigos de que mañana estarás enfermo.

Toktai bebió un buen trago, eructó y le devolvió la cantimplora.

—Tonterías. Simplemente la primera vez no estaba preparado. ¡Bebe!

Everard se tomó su tiempo. Toktai se impacientó.

—Date prisa. No, dame la otra.

—Muy bien. Eres el jefe. Pero te lo ruego, no intentes igualarme trago a trago. No puedes.

—¿Qué quieres decir con que no puedo? Vaya, en Karakorum emborraché a veinte hombres hasta dejarlos inconscientes. Y no eran chinos sin entrañas: todos mongoles. —Toktai bebió un trago más.

Everard sorbió con cuidado. Pero de todas formas apenas notaba otro efecto que un ardor en el gaznate. Estaba demasiado tenso. De pronto entrevió lo que podía ser una salida.

—Venga, la noche es fría —dijo, y le ofreció la cantimplora al guardia más cercano—. Tomad un poco para manteneros calientes.

Toktai levantó la vista, algo atontado.

—Buena bebida —fue su objeción—. Demasiado buena para… —Se controló y cortó las palabras. El Imperio mongol podía ser cruel y absolutista, pero los oficiales compartían en igualdad con sus hombres.

El guerrero agarró el recipiente, dedicándole a su jefe una mirada de resentimiento, y lo inclinó sobre la boca.

—Calma —dijo Everard—. Es fuerte.

—Nada es fuerte para mí. —Toktai se metió una dosis más—. Sobrio como un bonzo. —Agitó el dedo—. Ése es el problema de ser un mongol. Eres tan duro que no puedes emborracharte.

—¿Te quejas o presumes? —preguntó Everard. El primer guerrero chasqueó la lengua, recuperó la postura de alerta y le pasó la botella a su compañero. Toktai volvió a beber de la otra cantimplora.

—¡Ahhh! —Miró como un búho—. Eso ha estado bien. Bueno, será mejor que ahora me vaya a dormir. Hombres, devolvedle su licor.

A Everard se le agarrotó la garganta. Pero se las arregló para decir: —Sí, gracias, me apetece un poco más. Me alegra que hayas comprendido que no puedes soportarlo.

—¿A qué te refieres? —Toktai lo miró con furia—. Nunca es demasiado. ¡No para un mongol! —Volvió a beber. El primer guardián recibió la otra cantimplora y dio un trago rápido antes de que fuese demasiado tarde.

Everard respiró profundamente. Podría salir bien después de todo. Podría.

Toktai estaba acostumbrado a correrse juergas. No hay duda de que él o sus hombres podían aguantar kumiss, vino, cerveza, hidromiel, kvass, esa cerveza suave mal llamada vino de arroz, cualquier bebida de su época. Sabrían cuándo habían tomado demasiado, dirían buenas noches y se irían en fila india al dormitorio. El problema era que ninguna sustancia simplemente fermentada superaba los veinticuatro grados —los productos de desecho detenían el proceso— y la mayor parte de lo que se fermentaba en el siglo XIII estaba muy por debajo del cinco por ciento de alcohol, y además iba acompañado de un buen montón de material nutriente.

El whisky escocés era algo muy diferente. Si intentabas beberlo como si fuera cerveza, o incluso vino, tenías problemas. Perdías el juicio antes de notar su ausencia, y la conciencia le seguía poco después.

Everard alargó la mano hacia la cantimplora, en posesión de uno de los guardias.

—¡Dámela! —exigió—. ¡Vas a bebértelo todo!

El guerrero sonrió y tomó otro trago largo antes de pasársela a su compañero. Everard se puso en pie y fingió intentar cogerla. Un guardia le golpeó en el estómago. Cayó de espaldas. Los mongoles rieron, apoyándose el uno en el otro. Un chiste tan bueno exigía otro trago.

Cuando Toktai cayó, sólo Everard se dio cuenta. El Noyon pasó de estar con las piernas cruzadas a posición tendida. El fuego alumbraba lo suficiente para que se viera la tonta sonrisa de su cara. Everard se quedó sentado completamente tenso.

El final de uno de los guardias vino pocos minutos después. Se tambaleó, se puso a cuatro patas y empezó a vomitar la cena. El otro se volvió, parpadeando, buscando la espada.

—¿Qué passa?—gruñó—. ¿Qué has hecho? ¿Veneno?

Everard entró en acción.

Había saltado por encima del fuego y caído sobre Toktai antes de que el último guardia comprendiese lo que pasaba. El mongol avanzó, gritando. Everard encontró la espada de Toktai. Salió reluciendo de la vaina mientras se ponía en pie. El guerrero blandía su propia hoja. A Everard no le gustaba la idea de matar a un hombre casi indefenso. Se acercó, apañó el arma de un movimiento y le golpeó con el puño. El mongol cayó de rodillas, tuvo náuseas y se quedó dormido.

Everard se alejó. Los hombres se movían en la oscuridad, gritando. Oyó el golpe de los cascos cuando uno de los guardias montados acudió a investigar. Alguien cogió una tea de un fuego casi extinguido y la agitó hasta que se encendió. Everard se echó al suelo.

Un guerrero pasó a su lado, sin verlo, entre los arbustos. Everard se deslizó hacia una zona aún más oscura.

Un grito detrás y una ristra de maldiciones le indicaron que alguien había encontrado al Noyon.

Everard se puso en pie y comenzó a correr.

A los caballos les habían puesto maniotas y los habían dejado sueltos, sin vigilancia, como era habitual. Formaban una masa oscura sobre la pradera de un gris blanquecino bajo el cielo lleno de estrellas relucientes. Everard vio que uno de los vigilantes mongoles galopaba hacia él. Una voz preguntó:

—¿Qué sucede?

Respondió con voz aguda:

—¡Ataque al campamento! —Sólo era para ganar tiempo, para evitar que el jinete le reconociese y disparase una flecha. Se agachó, dejándose ver sólo como una forma baja y cubierta. El mongol se detuvo entre una nube de polvo. Everard saltó.

Agarró las riendas del pony antes de ser reconocido. Luego el guardián gritó y desenvainó una espada. Atacó hacia abajo. Pero Everard estaba en el lado izquierdo. El golpe desde arriba fue torpe, fácil de evitar. Everard atacó a su vez y sintió la hoja penetrar en la carne. El caballo se encabritó alarmado. El jinete cayó de la silla. Se giró y atacó una vez más, aullando. Everard ya tenía un pie en el estribo. El mongol se digirió hacia él, con la sangre manando, más oscura que la noche, de una pierna herida. Everard montó y golpeó la grupa del caballo con la espada.

Se dirigió hacia la manada. Otro jinete intentó interceptarlo. Everard se agachó. Una flecha pasó por donde había estado. El pony robado cabeceó, luchando contra el peso desconocido. Everard necesitaba un minuto para controlarlo. El arquero podría haberle alcanzado entonces, acercándose y luchando cuerpo a cuerpo. Pero el hábito le en vio al galope, disparando. En la oscuridad falló. Antes de que pudiera volver, Everard se había internado en la noche.

El patrullero cogió un lazo de la silla y penetró en la asustadiza manada. Atrapó al animal más cercano, que lo aceptó con bendita sumisión. Inclinándose, cortó las maniotas con la espada y se alejó con la montura de refresco. Salió al otro lado de la manada y se dirigió al norte.

Una persecución en serio es una larga persecución —se dijo Everard sin necesidad—. Pero me acabarán atrapando si no los pierdo. Veamos, si recuerdo el terreno, el campo de lava está al noreste de aquí.

Dio un vistazo atrás. Nadie lo seguía todavía. Necesitaban un rato para organizarse. Sin embargo…

Rayos delgados saltaron desde arriba. El aire hendido resonó tras ellos. Sintió un escalofrío, más profundo que el frío de la noche. Pero redujo el ritmo. Ya no había razón para apresurarse. Ése debía de ser Manse Everard…

… que había llegado al vehículo de la Patrulla y había volado con él al sur en el espacio y hacia atrás en el tiempo, a ese mismo instante.

Eso es ir justo —pensó. La doctrina de la Patrulla veía con malos ojos ayudarse de esa forma a uno mismo. Había demasiado peligro de producir un bucle causal cerrado o de entremezclar el pasado y el futuro—. Pero en este caso, me saldré con la mía. Ni siquiera me reprenderán. Porque es para salvar a John Sandoval y no a mí mismo. Yo ya me he liberado. Podría evitar la persecución en las montañas, que yo conozco y los mongoles no. El salto en el tiempo es solo para salvar la vida de mi amigo.

Además —con creciente amargura—, ¿qué ha sido toda esta misión sino el futuro regresando para crear su propio pasado? Sin nosotros, los mongoles podrían haber conquistado América, y entonces ninguno de nosotros habría existido.

El cielo era enorme, de un negro cristalino; raramente se veían tantas estrellas. La Osa Mayor resplandecía sobre la tierra blanca; el sonido de los cascos rompía el silencio. Everard nunca se había sentido tan solo.

—¿Y qué hago aquí? —preguntó en voz alta.

La respuesta le llegó, y se tranquilizó un poco, se ajustó al ritmo de lo caballos y empezó a devorar kilómetros. Quería terminar aquello. Pero lo que debía hacer resultó menos terrible de lo que había temido.

Toktai y Li Tai-Tsung nunca regresaron a casa. Pero no fue porque perecieran en el mar o en los bosques. Fue porque un hechicero llegó del cielo y mató con truenos a sus caballos, y destrozó y quemó las naves en la boca del río. Ningún marinero chino se aventuraría en aquellas aguas traicioneras con el barco tosco que pudiesen construir allí; ningún mongol creería posible regresar a casa a pie. Es más, probablemente era imposible. La expedición permanecería allí, sus miembros se emparentarían con los indios, vivirían sus vidas. Chinook, tlingit, nootka, todas las tribus potlatch, con sus grandes canoas marineras, sus casitas, los trabajos en cobre, las pieles, la ropa y su altanería… bien, un Noyon mongol, incluso un estudioso confuciano, podía tener una vida menos feliz y útil que la de crear un modo de existencia para una raza así.

Everard asintió para sí. Eso ya estaba. Más difícil que aceptar el fin de las ambiciones sangrientas de Toktai era aceptar la verdad sobre la Patrulla, a la que consideraba su familia, su nación y su razón de vivir. Los distantes superhombres habían resultado no ser tan idealistas después de todo. No se limitaban a proteger una historia, quizá decretada divinamente, que conducía hasta ellos. Aquí y allá, también intervenían para crear su propio pasado… No preguntes si alguna vez hubo un «esquema» original de las cosas. Mantén cerrada la mente. Mira el sendero terrible que la humanidad tenía que recorrer y convéncete de que si en algunos momentos podía ser mejor, en otros podía ser peor.

—Es posible que la partida esté amañada —dijo Everard—, pero es la única de esta ciudad.

Su voz sonó tan fuerte en aquella extensa tierra blanca, que no volvió a decir nada más. Hizo avanzar más rápido el caballo y se acercó un poco más deprisa al norte.

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