Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.
Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Porque si quieres tener algo en todo,
no tienes puro en Dios tu tesoro.
En el país de las piedras resbaladizas, donde los años son más largos, vivía una muchacha llamada Ondulante Rama de Cedro, y a ella le ocurrió lo que ocurre a las mujeres. El cuerpo se le volvió grueso y torpe, y los pechos se le endurecieron y rezumaron unos hilos de leche. Cuando se le empaparon los muslos la madre la llevó al lugar donde nacen los hombres, en la confluencia de dos grandes afloramientos de roca. Allí hay un angosto espacio de arena, y en la juntura una roca recién puesta entre unas matas; y allí, donde todo lo invisible es benigno a las madres, ella dio a luz dos varones.
El primero llegó justo al alba, y porque mientras escapaba del vientre se alzó un viento, un viento frío del ojo de la primera luz venida de entre las montañas, la madre lo llamó Juan (que sólo significa «un hombre», siendo Juan el nombre de todos los niños) Viento del Este.
El segundo llegó, no como nacen de costumbre —esto es, la cabeza primero como trepa un hombre de un lugar más bajo a otro más alto—, sino los pies por delante, como un hombre que se deja caer a un lugar más bajo. La abuela estaba sosteniendo al hermano, sin saber que iban a nacer dos, y por tal razón el otro estuvo un tiempo batiendo el suelo con los pies sin que nadie tirara de él. A causa de esto su madre lo llamó Juan Paso en la Arena.
Ella se habría puesto en pie en cuanto nacieron los hijos, pero su madre no se lo permitió.
—Te matarás —le dijo—. Ten, que mamen en seguida o te quedarás seca.
Ondulante Rama de Cedro tomó a uno en cada brazo, se llevó uno a cada pecho y volvió a tenderse en la arena fría. Fino como hebras de seda, el pelo negro se le abría por detrás de la cabeza en un halo oscuro. El dolor le había dejado vetas de lágrimas. La madre se puso a cavar en la arena con las manos, y cuando llegó a la que aún conservaba la fuerza del sol del día muerto, la acumuló sobre las piernas de la muchacha.
—Gracias, madre —dijo Ondulante Rama de Cedro. Miraba las dos caritas, untadas todavía con su sangre, que bebían de ella.
—Lo mismo hizo mi madre por mí cuando naciste tú. Lo mismo harás tú por tus hijas.
—Ambos son niños.
—También tendrás mujeres. O mueres en el primer parto… o vives.
—Tenemos que lavarlos en el río —dijo Ondulante Rama de Cedro, y se sentó, y un momento después se puso en pie.
Era una linda muchacha, pero ahora que estaba vacía el cuerpo le colgaba sin forma. Se tambaleaba, pero su madre la sostuvo y ella no quiso volver a echarse.
Cuando llegaron al río el sol ya estaba alto, y la madre de Ondulante Rama de Cedro se ahogó en los bajos y las aguas se llevaron a Viento del Este.
Al llegar a los trece años, Paso en la Arena era casi tan alto como un hombre. Los años de su mundo —donde las naves emprendían el viaje de vuelta— eran largos; y a él se le estiraron los huesos y las manos, delgadas y fuertes. No tenía nada de grasa, pero nadie tenía grasa en el país de las piedras resbaladizas; y siempre traía comida, aunque soñaba sueños extraños. A punto casi de acabar su decimotercer año, la madre y los viejos Dedo de Sangre y Pies Voladores decidieron enviarlo al sacerdote, y así salió solo al ancho país alto, donde se alzan riscos como bancos de nubes oscuras y todas las cosas vivas tienen poca importancia al lado del viento, el sol, el polvo, la arena y las piedras. Viajaba de día, solo, siempre rumbo al sur, y por la noche cazaba ratones de roca para dejarlos con el cuello torcido delante del sitio en que dormía. Por la mañana a veces ya no estaban.
Hacia el mediodía de la quinta jornada llegó al cañón de Siempretrueno, donde vivía el sacerdote. Por gran fortuna había podido matar un falso faisán para traerlo de regalo, y lo sostenía por las piernas peludas, arrastrando detrás la larga cabeza desnuda y el cuello. Y sabiendo que ese día él era ya un hombre, y que llegaría al cañón antes del ocaso —Pies Voladores le había hablado de mojones, y ya los había dejado atrás—, caminaba orgulloso pero con cierto temor.
Oyó a Siempretrueno antes de verlo. El suelo era casi llano, salpicado de rocas y arbustos, y no había indicios de que nunca fuera a haber bajo sus pies algo menos que piedra. Se oyó un leve gruñido, un murmullo del aire. Más adelante vio que se alzaba una tenue neblina. Pero no debía señalar el cañón de Siempretrueno porque a través de la niebla, no lejos, veía claramente más tierras, y el ruido no era fuerte.
Dio tres pasos más. El ruido ahora era un bramido. La tierra se sacudía. A sus pies se abría una grieta angosta, más y más profunda, hasta una lejana agua blanca. El rocío lo mojó, y le quitó el polvo del cuerpo. Había tenido calor, y estaba helado. Las piedras, suaves y húmedas, temblaban. Con cuidado se sentó, las piernas colgando sobre la oscuridad y la lejana agua blanca, y con los pies por delante —como se deja caer un hombre a un lugar más bajo— se metió en Siempretrueno. Sólo buscando el sitio donde el agua era espuma, donde el cielo era un ojal purpúreo no más ancho que un dedo y rociado de estrellas diurnas, encontró al fin la cueva del sacerdote.
En la boca había un estruendo de aguas rápidas que salpicaban alrededor, pero la cueva se elevaba más y más sobre piedras rotas caídas del techo. A oscuras, Paso en la Arena trepó, trepó con manos y pies como una bestia, sosteniendo el falso faisán entre los dientes hasta que tocó con los dedos los pies del sacerdote, y las piernas marchitas con las manos. Entonces dejó allí el falso faisán, tanteando como si fuese una telaraña el pelo y las plumas y los huesos pequeños y secos de ofrendas anteriores, y se retiró a la boca de la cueva.
Había caído la noche, y se echó en el lugar señalado, y largo rato después se durmió pese al rugido del agua; pero el fantasma del sacerdote no lo visitó en sueños. La cama era una balsa de juncos que flotaba en unas pulgadas de agua. Alrededor, en círculo, se alzaban unos árboles inmensos, cada uno de ellos surgido de un anillo de sus propias raíces serpentinas. Su corteza era blanca como la de los plátanos, y los troncos alcanzaban gran altura antes de desaparecer en la masa oscura de su propia fronda. Pero en el sueño él no los miraba. En el círculo en el que flotaba, los árboles se alzaban como un lejano horizonte, cortando la inconmensurable cavidad del cielo justo en la línea donde habría tocado la tierra.
De un modo que no podía definir, estaba cambiado. Tenía las extremidades más largas, y sin embargo más blandas; pero no las movía. Miraba el cielo y se sentía caer en él. La balsa se mecía, con un movimiento apenas detectable, acompañando los latidos de su corazón.
Era su decimocuarto cumpleaños y las constelaciones, por lo tanto, ocupaban exactamente las mismas posiciones que habían ocupado la noche de su nacimiento. Al llegar la mañana el sol saldría en Fiebre; pero la esfera hermana, cuyo gran disco azul asomaba ahora por encima de los árboles circundantes, oscurecía las dos brillantes estrellas —los ojos— que eran lo único visible del Niño de Sombra. Ninguno de los planetas estaba como antes. Apartó de la mente el conocimiento de que la Mujer de Nieve se encontraba ahora en Cinco Flores y se la imaginó en el lugar de Semilla Vidente, donde sabía que había estado la noche de su nacimiento. Y Rápido en el Valle Lácteo, Hombre Muerto en el lugar de los Deseos Perdidos… La Cascada cruzaba el cielo con un bramido silencioso.
Cerca, unos pies chapotearon en el agua. Viento del Este se sentó, impartiendo a la balsa sólo un levísimo movimiento gracias a una larga práctica.
—¿Qué has aprendido?
Era Última Voz, el mayor andariego de estrellas, su maestro.
—No tanto como deseaba —dijo Viento del Este, compungido—. Temo que me dormí. Merezco que me peguen.
—Al menos eres honrado —dijo Última Voz.
—A menudo me has dicho que para progresar hay que admitir todas las faltas.
—También te he dicho que la sentencia no la dicta el infractor.
—¿Cuál será? —preguntó Viento del Este, tratando de ocultar la aprensión que lo dominaba.
—En suspenso, por ser mi mejor acólito. Te dormiste.
—Sólo un momento, estoy seguro. Tuve un sueño raro, pero ya los he tenido antes.
—Sí.
Sereno y dominante, Última Voz se inclinó sobre su alumno. Era muy alto, y la luz azul del ascendente mundo hermano mostraba una cara exangüe de la que, como requería el ritual, diariamente se arrancaban las pocas briznas de barba. Los flancos de su cabeza habían sido abrasados con teas encendidas en los torrentes de las Montañas de la Hombría, de modo que el pelo, más tupido que el de cualquier mujer, sólo crecía en una cresta rígida.
—Volví a soñar que era un hombre-colina, y que había ido a la fuente del río, donde en una cueva sagrada me hablaría un oráculo. Para oírlo, me tendí cerca de un torrente de agua.
Última Voz no decía nada, y Viento del Este continuó:
—Tú esperabas que hubiera estado andando por las estrellas, pero como ves no fue el sueño de un espíritu.
—Quizá. Pero ¿qué te dicen las estrellas de la empresa de mañana? ¿Devanarás la caracola?
—Como diga mi Maestro.
Cuando Paso en la Arena se despertó estaba duro y frío. Ya había tenido antes sueños así, pero se desvanecían muy pronto, y si en éste había algún mensaje no lo entendía, y por cierto sabía que Última Voz no era el sacerdote cuyo fantasma él había invitado. Durante unos minutos pensó en quedarse en el cañón hasta que estuviera listo para dormir de nuevo, pero abandonó la idea recordando el claro cielo matinal de arriba y el cálido sol de la meseta. Era casi mediodía cuando, con un hambre voraz, trepó el último trecho y se arrojó a descansar en el tibio suelo polvoriento.
Una hora después estaba dispuesto a levantarse y cazar. Era buen cazador, joven y fuerte, y mucho más paciente que la gran gata de dientes largos que, tendida en una saliente, espera todo un día, dos días, recordando a los cachorros que languidecen maullando por ella, suspiran, duermen y vuelven a llorar hasta que ella mata.
Había habido otros cuando Paso en la Arena era apenas uno o dos años más joven. No, quizá, tan fuertes como él; otros que, después de correr y rastrear y cazar de nuevo hasta casi el crepúsculo regresaban al lugar de dormir con las manos vacías y la barriga floja, a mendigar restos y suplicar a las madres unos pechos que ahora pertenecían a un niño más pequeño. Esos otros estaban muertos. Habían aprendido la verdad de que el proveedor de alimento encuentra fácilmente el lugar de dormir; que a la barriga llena no le cuesta encontrarlo; pero que ante la boca hambrienta el lugar de dormir se desplaza y gira hasta perderse en las piedras, y al tercer día desaparece para siempre.
Y así Paso en la Arena estuvo dos días cazando como sólo cazan los hombres-colina, buscando de todo, recogiendo de todo, olisqueando el nido del ratón búho para tragarse a sus hijos como langostinos y mascando las semillas hasta convertirlas en pulpa dulce. Arrastrándose, la piel del frío color del polvo pétreo, el pelo hirsuto rompiendo la delatora silueta de la cabeza; silencioso como la bruma que llega a las tierras altas y no se advierte hasta que toca la mejilla, y entonces enceguece.
Una hora antes de que el segundo día oscureciese del todo, cruzó el rastro de un venado chinche; este ungulado sin cuernos vive de lamer a los bebedores de sangre marrón que salen de los escondites junto a los pozos de agua cuando oyen el repique de los cascos. Lo siguió mientras la esfera hermana se alzaba y dominaba el cielo, y lo seguía aún cuando el mundo ya había ocultado la mitad de su azul riqueza continental tras las más lejanas de las humeantes montañas del oeste. Entonces oyó elevarse ante él la canción festiva que los hijos de la Sombra cantan cuando han matado lo suficiente para todas las bocas, y comprendió que lo había perdido.
Antaño, en los grandes días del largo sueño, cuando Dios era rey de los hombres, los hombres habían andado de noche sin temor entre los hijos de la Sombra, y los hijos de la Sombra, sin temor, habían buscado de día la vecindad de los hombres. Pero los años del largo sueño eran ya parte del río desde hacía mucho, y ahora corría hacia los prados de agua y de la muerte. Aunque era un gran cazador, pensó Paso en la Arena —y entonces, porque conservaba desde la infancia ese don que permite a un hombre mirar con ojos ajenos y reír, añadió para sí: Un gran cazador que tiene mucha hambre—, podría probar de nuevo las viejas usanzas. Dios, sin duda, ordenaba todas las cosas. Tal vez los hijos de la Sombra mataran a diestra y siniestra mientras el sol estaba dormido, pero qué necios parecerían si intentasen matarlo a él cuando Dios no lo deseaba, de noche o de día.
En silencio —pero orgulloso y recto— siguió la marcha, hasta que la luz azul de la esfera hermana alumbró el lugar donde los hijos de la Sombra rodeaban al venado chinche, como murciélagos alrededor de un charco de sangre. Mucho antes de que llegara volvieron la cabeza, sobre tallos sin traba, como los cuellos de las lechuzas.
—Cumplida mañana en la que hay mucha comida —dijo Paso en la Arena cortésmente.
Dio cinco pasos sin que hubiera ruido alguno, hasta que una boca no humana respondió:
—Mucha comida, por cierto.
Las mujeres del lugar de dormir, para asustar a los niños que seguían jugando cuando las sombras eran más largas que ellos, decían que los dientes de los hijos de la Sombra chorreaban una saliva venenosa. Paso en la Arena no lo creía, pero cuando oyó la voz, lo recordó. Sabía que «mucha comida» no se refería sólo al venado chinche, pero dijo:
—Eso está bien. Oí vuestra canción: cantabais con muchas bocas y todas llenas. Fui yo quien condujo la carne hasta vosotros, y pido una parte, o mataré al más grande de los vuestros y me lo comeré, y cuando haya acabado los demás podrán almorzar los huesos. A mí me da lo mismo.
—Los hombres no son como tú. Los hombres no comen la carne de los suyos.
—¿Habláis de vosotros? Sólo la coméis cuando tenéis hambre, pero tenéis hambre todo el tiempo.
Varias voces dijeron «Nooo», arrastrando la palabra.
—Un hombre que conozco, Pies Voladores, que es alto y no teme al sol, mató a uno de los vuestros y dejó la cabeza como ofrenda nocturna. Cuando despertó, el cráneo estaba desnudo.
—Fueron los zorros —dijo una voz que hasta entonces no había hablado—, o un niño nativo, lo que es más probable. Tú al venir aquí nos dejaste ratones, y ahora se te recompensará con carne de venado. Buenos ratones, por cierto. Tendríamos que haberte estrangulado mientras dormías.
—Habríais perdido a muchos en el intento.
Una de las figuras sombrías se puso de pie.
—Podría matarte ahora. Yo solo. Así carneamos a los mocosos que vienen a gimotear: primero les cerramos el pico, luego nos los merendamos.
—Yo no soy ningún cachorro; tengo catorce veranos. Y no vengo muerto de hambre. He comido hoy y comeré de nuevo.
El hijo de la Sombra que se había levantado dio un paso adelante. Varios de los demás alargaron el brazo como para detenerlo.
—¡Anda! —dijo Paso en la Arena—. ¿Te parece bien llamarme desde el lugar de dormir para matarme entre las rocas? ¡Asesino de niños!
Flexionó rodillas y manos y palpó la fuerza que le vivía en los brazos. Antes de decidir acercarse, había resuelto que si los hijos de la Sombra intentaban matarlo huiría al instante sin luchar. Estaba seguro de que no lo alcanzarían: tenían piernas demasiado cortas. Pero también estaba seguro de que ahora, fuera cierto o no lo de la mordida envenenada, podía lidiar con la figura diminuta que tenía enfrente.
Con urgencia, pero tan baja que era casi un susurro, la voz que había hablado primero dijo:
—No debes hacerle daño. Es sagrado.
—No vine a pelear con vosotros —dijo Paso en la Arena—. Sólo quiero una buena porción del venado chinche que os traje a las manos. Habéis cantado que tenéis mucho.
El hijo de la Sombra que se había alzado a enfrentarlo dijo:
—Con mi dedo más pequeño, animalito nativo, te quebraré los huesos hasta que las puntas te revienten la piel.
Paso en la Arena esquivó las garras que el otro le acercaba y desdeñosamente anunció:
—Si eres de su sangre, haz que se agache de nuevo… o es mío.
—Sagrado —replicaron las voces. El sonido de la palabra era como el viento nocturno que busca el lugar de dormir y no lo encuentra nunca.
La mano izquierda de Paso en la Arena apartaría a golpes las encogidas garras; la derecha aferraría la pequeña garganta, demasiado delgada, con fuerza letal. Plantó los pies en el suelo y esperó, agazapado, el más ligero movimiento que le pusiera la bamboleante figura a alcance seguro. Y entonces, quizá porque en el lejano horizonte en las Montañas de la Hombría, un penacho de humo de una milla de ancho se había apartado para revelarla, la esfera hermana cayó, en el instante anterior a su ocaso y rápida como el relámpago, sobre el rostro del hijo de la Sombra. Era oscuro y débil, con ojos enormes sobre la carne colgante; las mejillas hundidas y la nariz y la boca, que chorreaban un líquido espeso, no parecían más grandes que las de un niño.
Pero aunque Paso en la Arena recordaría estas cosas más tarde, al breve destello de la luz azul no las notó. En cambio vio las caras de todos los hombres, y la fuerza que creen suya cuando están llenos de carne, y vio que eran necios que un solo soplo puede destruir; y porque Paso en la Arena era joven esto no lo había visto nunca. Cuando las garras le tocaron la garganta se apartó con rapidez, y jadeando y ahogándose por una razón que no comprendía, volvió a evadirse hacia el nudo de oscuros cuerpos que rodeaban al venado-chinche.
—Mira —dijo la voz que había hablado primero—. Está llorando. Muchacho, aquí, pronto, siéntate con nosotros. Come.
Tironeado por las pequeñas manos oscuras, Paso en la Arena se acuclilló con los demás junto al venado-chinche.
—No debes hacerle daño. Es nuestro invitado —le dijo alguien al Hijo de la Sombra que un momento antes había estirado los dedos hacia la garganta de Paso en la Arena.
—Ah.
—Está muy bien jugar con ellos, claro; así se mantienen en su sitio. Pero ahora déjalo que coma.
Otro puso un trozo de la carne del venado chinche en las manos de Paso en la Arena, y como hacía siempre, él se lo tragó antes de que pudieran arrebatárselo. El Hijo de la Sombra que lo había amenazado le puso una mano en el hombro.
—Siento haberte asustado.
—No es nada.
La esfera hermana se había puesto y ya no ocultaba el resplandor de las constelaciones, que fulguraban en el cielo otoñal: la Mujer de Cabello Ardiente, la barbada Cinco Patas, Rosa de Amatista —que las gentes de los prados de agua, las de los pantanos, llamaban Cien Tentáculos— y el Pez. El venado chinche era dulce en la boca de Paso en la Arena y más dulce en su vientre, y sintió una repentina satisfacción. Las reducidas figuras que lo rodeaban eran amigos. Le habían dado de comer. Era bueno estar sentado así, con amigos y comida, mientras la Mujer de Cabello Ardiente brillaba cabeza abajo en el cielo nocturno.
La voz que le había hablado primero (por un rato no pudo distinguir de qué boca salía), dijo de pronto:
—Ahora eres amigo nuestro. Hacía mucho tiempo que no tomábamos un amigo de sombra de entre la población nativa.
Paso en la Arena no sabía qué significaba aquello, pero parecía cortés y seguro asentir; y lo hizo.
—Dices que cantamos. Cuando llegaste dijiste que cantábamos «la canción de las muchas bocas y todas llenas». Hay un canto en ti ahora; una canción alegre, aunque sin contrapunto.
—¿Quién eres? —preguntó Paso en la Arena—. No distingo cuál de vosotros está hablando.
—Aquí.
Dos hijos de la Sombra se deslizaron —aparentemente— a un lado, y un área oscura que Paso en la Arena había creído sólo la sombra-estrella de una piedra se enderezó, y mostró un rostro consumido y unos ojos brillantes.
—Bien cumplido —dijo Paso en la Arena, y dio su nombre.
—Me llaman el Viejo Sabio —dijo el más viejo de los hijos de la Sombra—. De veras que bien cumplido.
Paso en la Arena advirtió que a través de la espalda del Viejo Sabio se veían débilmente las estrellas, o sea que era un fantasma; pero esto no lo molestó grandemente: los fantasmas —aunque casi siempre se quedaban en el mundo de los sueños, cosa que cualquiera habría imitado de haber podido— eran un hecho de la vida, y un fantasma servicial podía ser un aliado fuerte.
—Me crees una sombra de los muertos —dijo el Viejo Sabio—, pero no es así.
—Todos lo somos —pronunció Paso en la Arena, diplomático—, pero ellos echan sombras que se adelantan.
—No —dijo el Viejo Sabio—, yo no soy eso. Como eres un amigo de la sombra, te diré ahora qué soy yo. ¿Ves a todos los demás, amigos tuyos tan ciertos como yo, reunidos alrededor de estos huesos?
—Sí —Paso en la Arena los había estado contando por miedo a que apareciera otro. Eran siete.
—Dirías que éstos cantan. La canción de las muchas bocas y todas llenas, por ejemplo, o La canción de los curvos caminos del Cielo que quizá nadie ande, La canción de caza, La canción de las penas antiguas que cantamos cuando la Lagartija Guerrera sube a lo alto del cielo de estío y nuestro viejo hogar parece una pequeña gema amarilla en la cola estrellada. Y otras. Tu gente dice que a veces estas canciones les perturban los sueños.
Paso en la Arena asintió, la boca llena.
—Ahora bien, cuando tú me hablas, o tu gente canta en vuestros lugares de dormir, ese canto es una agitación del aire. Cuando tú hablas, o uno de esos otros te habla a ti, eso también es una agitación del aire.
—Una agitación del aire de verdad —dijo Paso en la Arena— es cuando habla el trueno. Y ahora yo siento una pequeña agitación en la garganta cuando te hablo a ti.
—Sí, tu garganta se agita y así hace el aire, como un hombre sacude una rama sacudiendo primero el brazo que la agarra. Pero cuando cantamos nosotros no es el aire lo que se agita. Nosotros agitamos la extensión; y yo soy la canción que cantan todos los hijos de la Sombra, los pensamientos que tienen cuando piensan juntos. Estira las manos hacia adelante así, sin tocarme. Ahora piensa que ya no tienes manos. Eso es lo que agitamos nosotros.
Paso en la Arena dijo:
—Eso es nada.
—Eso que tú llamas nada es lo que mantiene las cosas separadas. Cuando desaparezca, todos los mundos se unirán en una muerte feroz de la cual nacerán nuevos mundos. Pero ahora escúchame.
»Porque te hemos nombrado amigo de la Sombra, antes de que termine esta noche debes aprender a pedirnos ayuda cuando la necesites. Es fácil, y se hace de este modo: cuando oigas nuestro canto (y ahora descubrirás que si escuchas bien, echado o sentado sin moverte y torciendo el pensamiento hacia nosotros, puedes oírnos desde muy lejos), tú has de cantar mentalmente la misma canción. Canta con nosotros, y nosotros oiremos el eco de nuestra canción en tu pensamiento y sabremos que nos necesitas. Prueba ahora.
Todo alrededor de Paso en la Arena los hijos de la Sombra se pusieron a cantar La canción de dormir de día, que habla de la salida del sol; y de la primera luz; de las sombras largas, largas, y de las danzas que los demonios de polvo bailan en las cumbres de las colinas.
—Canta con nosotros —urgió el Viejo Sabio.
Paso en la Arena cantó. Al principio intentó añadir a la canción algo propio, como hacen los hombres en el lugar de dormir; pero los hijos de la Sombra lo pellizcaron y fruncieron el ceño. A partir de entonces cantó La canción de dormir de día como la cantaban los demás, y pronto todos estuvieron danzando en torno a los huesos del venado chinche, como si fuesen demonios de polvo.
Ahora veía que no todos los hijos de la Sombra eran viejos como él había imaginado. Dos por cierto eran rígidos y arrugados. Uno parecía una mujer, aunque como todos los demás sólo tenía algunos mechones de pelo; dos no eran ni jóvenes ni viejos, y dos eran poco más que niños. Mientras danzaban Paso en la Arena les observó las caras, maravillado de que parecieran a la vez jóvenes y viejos; y observó las caras de los otros, que parecían viejos pero jóvenes. Los veía mucho mejor que cuando estaban agachados junto al venado chinche, y se le ocurrió —todo a la vez, de modo que la sorpresa se sumó a la sorpresa— que en el este el negro del cielo estaba dejando paso a una luz púrpura, y que no había sino siete hijos de la Sombra. El Viejo Sabio se había ido. Volvió la cara hacia el sol naciente a medias por instinto, a medias porque pensó que acaso el Viejo Sabio se hubiera ido por ese lado. Cuando se volvió de nuevo, los hijos de la Sombra se habían dispersado detrás de él, lanzándose entre las rocas. Sólo dos eran visibles; luego ninguno. La primera idea que tuvo fue perseguirlos, pero estaba seguro de que ellos no lo desearían. Gritó con fuerza:
—¡Id con Dios! —y agitó los brazos.
Los primeros rayos del nuevo sol le enviaron unas formas de negro y oro que saltaban hacia él. Miró el venado chinche: quedaban algunas hebras de carne, y el tuétano de los huesos si conseguía quebrarlos. Medio en broma les dijo a los restos:
—Cumplida mañana donde hay mucha comida.
Luego comió de nuevo antes de que llegaran las hormigas.
Una hora después, escarbándose los dientes con una uña, pensó en el sueño de la noche anterior. Le pareció que el Viejo Sabio habría podido interpretarlo; deseó habérselo preguntado. Si se dormía ahora, de día, eran pocas las posibilidades de que le llegase un buen sueño, pero estaba cansado y tenía frío. Se estiró a la tibia luz del sol, y notó que la espalda de la mujer que caminaba delante le parecía conocida. Él iba más rápido que ella y pronto pudo ver que era su madre, pero cuando intentó saludarla descubrió que no podía hacerlo. Entonces, él que siempre había sido de pie tan seguro, tropezó con una piedra. Alargó las manos para no hacerse daño; un calambre le recorrió todo el cuerpo y se encontró sentado solo y sudando al calor del sol.
Se levantó temblando aún, sacudiéndose el pedregullo que se le prendía a los miembros mojados y a la espalda. Era pura tontería. Dormir con sol no valía de nada: el espíritu dejaba el cuerpo en seguida y echaba a vagar, y entonces si de veras el sacerdote acudía a él durante el sueño no encontraría nadie que lo recibiera. El sacerdote hasta podía enfadarse con él y no regresar. No; o volvía a la cueva y probaba de nuevo allí, o reconocía el fracaso y se marchaba, lo cual era intolerable. Volvería pues al cañón.
Pero no con las manos vacías. El falso faisán que había llevado antes había sido al fin un regalo inapropiado. Tal vez se debiera a que en cierto modo el sacerdote estaba disgustado con él; pero —reflexionó con cierta satisfacción— también era posible que el sacerdote hubiera pensado en una gran revelación, para la cual un falso faisán era insuficiente. Quizá un venado chinche fuese más satisfactorio, si podía encontrarlo. Él había venido del norte y había visto rastros de caza; ir hacia el este significaría cruzar el cañón del río antes de llegar muy lejos, y hacia el oeste, donde asomaban las montañas ardientes, se extendía un páramo rocoso y sin agua. Fue hacia el sur.
A medida que avanzaba, la tierra se iba elevando lentamente. Al principio la vegetación era escasa, y fue desapareciendo poco a poco. La piedra gris se transformó en piedra roja. Alrededor del mediodía, cuando al fin alcanzó la cumbre de un risco, vio algo que antes sólo había visto dos veces: un diminuto valle húmedo, un oasis en el alto desierto que había conseguido conservar una capa de tierra para que creciera hierba de verdad, unas flores silvestres y un árbol.
El lugar parecía tener un gran significado, pero era posible beber allí y hasta quedarse unas horas si uno se atrevía. Y para el árbol era menos ofensivo —como sabía Paso en la Arena— que uno llegara solo; ventaja que él tenía ahora. Acercándose, según dictaba la costumbre, ni rápido ni despacio, sino con una expresión de cortesía estudiada, se disponía a saludarlo cuando entre las raíces vio una muchacha sentada con un niño en brazos.
Durante un momento, descortésmente, apartó los ojos del árbol. La cara de la muchacha, de forma de corazón y expresión temerosa, no era aún una cara de mujer. Los largos cabellos —y a esto Paso en la Arena no estaba acostumbrado— los tenía limpios; se los había lavado en la poza que había a los pies del árbol, los había desenredado con los dedos, ahora se le desplegaban en una sombra oscura sobre los hombros castaños.
Paso en la Arena saludó ceremoniosamente al árbol, le pidió permiso para beber y prometió no quedarse mucho. Le respondió un murmullo de hojas y, aunque no entendió las palabras, no le parecieron de enfado. Sonrió para mostrar su aprecio; luego fue a la poza y bebió.
Bebía a tragos largos y profundos, como los animales; y cuando se hubo hartado y alzó la cabeza del agua rizada por el viento, vio la imagen de la muchacha bailando junto a la suya. Lo miraba con grandes ojos temerosos; pero estaba muy cerca.
—Cumplida mañana —dijo él.
—Cumplida mañana.
—Soy Paso en la Arena… —pensó en el viaje hasta la cueva, en el venado chinche, el falso faisán y el Viejo Sabio—. Paso en la Arena el que ha viajado lejos, el gran cazador, el amigo de la sombra.
—Yo soy Siete Niñas que Esperan —dijo la muchacha—. Y ésta —sonrió tiernamente al bebé que llevaba en brazos— es María Mariposas Rosadas. La llamé así por las manitas, ¿sabes? Cuando está despierta las agita para mí.
Paso en la Arena, que en su corta vida había visto cuántos niños vienen y cuan pocos viven, asintió sonriendo.
La muchacha se volvía a mirar la poza que había al pie del árbol, el árbol, las flores y la hierba; a todo, menos a Paso en la Arena. Él vio que los dientes menudos y blancos como ratones de nieve asomaban para tocar los labios y después se escondían. El viento hacía dibujos en la arena y el árbol dijo algo que Paso en la Arena no entendió; aunque quizá lo entendiese Siete Niñas que Esperan.
—¿Quieres… tener aquí tu lugar de dormir por esta noche? —preguntó ella, vacilante.
Él comprendió lo que ella quería decirle, y muy amablemente respondió:
—No tengo comida que compartir. Lo siento. Yo cazo, pero lo que encuentro he de reservarlo como regalo para el sacerdote de Siempretrueno. ¿No duerme nadie donde tú duermes?
—En ninguna parte había nada. Mariposas Rosadas era nueva, y yo no podía andar mucho… Dormimos allá, después de la roca torcida —se encogió de hombros como si no hubiera nada que esperar.
—Yo nunca he conocido eso —dijo Paso en la Arena—. Pero entiendo lo que puede sentirse entonces, estar solo y esperar a que vengan cuando no viene nadie. Tiene que ser terrible.
—Tú eres hombre. Eso no te pasará hasta que seas viejo.
—No quería enfadarte.
—No estoy enfadada. Tampoco estoy sola; Mariposas Rosadas está conmigo todo el tiempo, y yo tengo leche para darle. Ahora dormimos aquí.
—¿Todas las noches?
La muchacha asintió, a medias desafiante.
—No es bueno dormir más de una noche donde hay un árbol.
—Mariposas Rosadas es hija suya. Lo sé porque mucho antes de que naciera él me lo dijo en un sueño. Le gusta tenerla aquí.
Cuidadosamente Paso en la Arena dijo:
—Todos nacimos de mujeres preñadas por árboles. Pero pocas veces quieren que nos quedemos con ellos más de una sola noche.
—¡Con nosotras él es bueno! Cuando viniste pensé… —la voz de la muchacha bajó, hasta apenas oírse bajo el susurro del viento en la hierba— que a lo mejor te había enviado él a traernos algo de comer.
Paso en la Arena miró la pequeña poza.
—¿Hay peces aquí?
Humildemente, como si confesara una falta, la muchacha dijo:
—No he logrado encontrar ninguno desde… desde…
—¿Cuándo?
—Desde hace tres días. Así estuvimos viviendo. Yo comía los peces de la poza y tenía leche para Mariposas Rosadas —bajó la mirada al bebé y la alzó de nuevo a Paso en la Arena, rogándole con los ojos que le creyera—. Acaba de beber. Había leche suficiente.
Paso en la Arena miraba el cielo.
—Va a hacer frío —dijo—. Mira qué claro está.
—¿Harás aquí tu lugar de dormir esta noche?
—Toda la comida que encuentre he de regalársela al sacerdote —le contó lo que había soñado.
—Pero ¿volverás?
Paso en la Arena asintió, y ella le describió los mejores lugares para cazar; los lugares donde su gente había encontrado caza.
Subir la larga cuesta rocosa que se alzaba sobre el árbol, la poza y la hierba viva le llevó la mayor parte de una hora. En la roca torcida —un encorvado dedo de piedra que por cierta erosión calamitosa apuntaba al cielo— encontró el lugar de dormir que había usado la gente de ella: las rocas que habían cobijado del viento a los duermientes, raspadas huellas que el tiempo aún no había borrado, relucientes huesos de animalitos. Mas el lugar de dormir no tenía para él utilidad ni interés.
Estuvo cazando hasta que asomó la esfera hermana, y nada encontró, y habría dormido donde estaba; pero le había prometido a la muchacha que volvería, y en el aire había ya un espíritu glacial. Como esperaba, la encontró tendida entre las enmarañadas raíces del árbol, con los brazos rodeando al bebé.
Exhausto, se arrojó junto a ella. La muchacha despertó, sobresaltada, y en seguida lo miró con una sonrisa; de repente él se alegró de haber vuelto.
—¿Cazaste algo? —dijo ella.
Él sacudió la cabeza.
—Yo sí. Mira. Pensé que quizá lo quisieras para tu regalo.
Mostró un pececillo, ya duro de frío. Paso en la Arena lo tomó; luego meneó la cabeza. Si el falso faisán había sido inadecuado, esto sin duda lo sería aún más.
—Un pez se echaría a perder antes de que yo llegara allí —dijo.
Con los dientes abrió un agujero en la panza, lo amplió metiendo los dedos hasta que pudo arrancar los intestinos y quitó la mayoría de las espinas, dejando dos pequeñas lonjas de carne. Le dio una a la muchacha.
—Muy bueno —dijo ella tragando—. ¿Adónde vas?
Paso en la Arena se había levantado, masticando todavía, y estiraba los músculos fríos y cansados a la luz azul de la esfera hermana.
—A cazar —respondió—. Antes me entretuve buscando algo grande, algo que pudiera llevar de regalo. Ahora buscaré algo pequeño, sólo para que comamos esta noche. Ratones de roca, tal vez.
Entonces se fue, y la muchacha se quedó estrechando a la niña, mirando entre las hojas la brillante franja de La Cascada y los anchos mares y dispersas tormentas de la esfera hermana. Luego se le cerraron los ojos y pudo arrancar la esfera del árbol. Se llevó la cascara azul a los labios y saboreó la dulzura. Luego volvió a despertarse, con el dulce zumo todavía en la boca. Alguien se inclinaba hacia ella, y por un momento se asustó.
—Ven —era él, Paso en la Arena—. Despiértate. He encontrado algo.
La muchacha sintió otra vez los dedos de él en los labios: estaban pegajosos, y olían a fruta, flores y tierra. Ella se levantó, apretando contra sí a Mariposas Rosadas, los prominentes pechos calentando el estómago y las piernas de la niña (para eso eran, aparte de la leche), los brazos envolviendo el cuerpecito, temblando. Paso en la Arena tiró de ella.
—Ven.
—¿Es lejos?
—No, no muy lejos.
Era lejos, y él quiso llevar a Mariposas Rosadas, pero sabía que Siete Niñas que Esperan temería que le hiciese daño. Iban hacia el noroeste, donde nacía el río. Cuando al fin llegaron, Siete Niñas que Esperan se tambaleaba. Había un pequeño agujero oscuro donde Paso en la Arena había pisado la tierra con el talón.
—Aquí —dijo—. Paré a descansar aquí, y acercando la oreja los oí hablar.
Con dedos fuertes desgarró el suelo, que parecía sólido, apartando los terrones; luego, oscuro como los otros a la luz azul de la esfera hermana, surgió un terrón goteante. Hubo un leve murmullo. Partió el panal en dos, y se metió la mitad en la boca, y puso la otra mitad en la boca de ella. De pronto ella comprendió que estaba muerta de hambre y masticó y tragó frenéticamente, escupiendo la cera.
—Ayúdame —dijo él—. No te picarán; hace demasiado frío. Bastará que te las sacudas.
Estaba cavando de nuevo y ella se le unió, dejando a Mariposas Rosadas a resguardo después de untarle con miel la boquita y luego las manos para que se lamiera los dedos. Comieron no sólo la miel sino las gordas larvas blancas, hurgando y masticando hasta tener los brazos y la cara, el cuerpo entero, pegajoso y empolvado de tierra carcomida de abejas; Paso en la Arena metiendo los hallazgos más escogidos en la boca de la muchacha y ella los mejores descubrimientos en la de él; apartando las abejas estupefactas y hurgando y volviendo a comer hasta que felices y ahítos cayeron uno en brazos de otro. Ella se abrazó a Paso en la Arena, apretando el estómago duro y redondo como un melón contra las costillas y la piel de él. Le apoyó los labios en la cara, y estaba sucia y dulce.
Él le movió suavemente los hombros.
—No —dijo ella—. Tú encima no. Escupiría. Me haría mal. Así… —el árbol de él había crecido, y ella lo envolvió con las manos.
Después pusieron a Mariposas Rosadas entre sus cuerpos sudorosos para darle calor, y el resto de la noche durmieron, los tres, apretados en un nudo de piernas y suspiros.
A los oídos de Paso en la Arena llegó el bramido de Siempretrueno. Se levantó y fue a la cueva del sacerdote, pero esta vez, aunque estaba tan oscuro como antes, lo veía todo. Había encontrado el poder, no sabía dónde, de ver sin ojos y sin luz; la cueva se extendía a ambos lados y delante de él en un revoltijo de lajas caídas.
Caminó hacia adelante y subiendo. Estaba más seco. El suelo se volvió arcilla pedregosa. Carámbanos de piedra colgaban de las sudorosas piedras de arriba y surgían del suelo hasta que anduvo como en la boca de una bestia. El suelo era ahora todavía más seco, y no había más dientes de piedra; sólo la tosca lengua de arcilla y la abovedada garganta encogiéndose cada vez. Entonces vio la cama del sacerdote con los huesos de los regalos en torno, y el sacerdote se alzó en su cama a mirarlo.
—Lo siento —dijo Paso en la Arena—, tienes hambre y no te traigo nada.
Entonces tendió las manos y vio que tenía un panal chorreante en una y una masa de gordas larvas cementadas con miel en la otra. El sacerdote los tomó, con una sonrisa, y agachándose eligió de entre las pilas de huesos un cráneo de animal, que le tendió a Paso en la Arena.
Paso en la Arena lo tomó; estaba seco y frío, pero la mano del sacerdote lo había manchado de sangre fresca, y al mirarlo vio que la sangre le daba vida: el hueso se volvía nuevo y húmedo, se marmolaba de venas oscuras, se cubría de piel y pelo. Era una cabeza de nutria. Los ojos, líquidos y vivos, miraban a Paso en la Arena a la cara.
Vio en ellos el río donde la nutria había nacido; el río cuyos hilos corrían junto al panal expoliado; vio el agua que se hundía entre altas colinas buscando la verdadera superficie del mundo; la vio precipitarse en torrentes por Siempretrueno y pasar de trepidantes rápidos a rumorosos arroyos y al fin a un amplio cauce de media milla, serpenteando entre los pantanos casi sin corriente. Vio un rígido vuelo de garzas peludas y garcetas, sapos amarillos peleando por la posesión del viento; y a través de la lenta agua verde, como si estuviese nadando a veinte pies de profundidad entre las piedras y la grava de la arena del fondo nacido de montañas, la figura de la nutria. Con una piel marrón que era casi negra, surcó las aguas igual que una serpiente hasta que, cerca de él, viró dando el costado y él vio las patas cortas y fuertes braceando, separadas a un dedo del fondo arenoso pero aparentando caminar por él.
—¿Qué? —dijo—. ¿Qué?
Mariposas Rosadas se retorcía contra él. Silenciosamente la ayudó a alcanzar uno de los pechos de su madre; luego ahuecó la mano sobre el otro. Tenía frío y pensaba en su sueño, pero el sueño parecía lejos de haber terminado.
Estaba junto a un río ancho, los pies en el barro. No había amanecido del todo, pero las estrellas empezaban a apagarse. Unos torrentes se rizaban en el viento del alba, y las olas corrían hacia la linde del mundo. Metidos hasta las pantorrillas en el agua, con lentos remolinos circundándoles las piernas, estaban Pies Voladores, Dedo de Sangre, Hojas que se Comen, la niña Dulceboca y Ondulante Rama de Cedro.
Detrás de él había dos hombres. Las gentes de los prados de agua, sabía, alejaban a los jóvenes de las mujeres hasta que el fuego de las montañas les probaba la hombría y les dejaba muslos y espalda marcados con cicatrices. Estos hombres tenían cicatrices así, y se habían anudado el pelo en mechones, y llevaban hierba en las muñecas y capullos de cera en el cuello. Un hombre con la cabeza marcada entonaba un cántico; luego se interrumpía. Él veía que Pies Voladores miraba al hombre que ponía los ojos en él, y luego retrocedía hasta un lugar donde de repente el río era más hondo. Pies Voladores se hundía, debatiéndose. Los hombres marcados lo atrapaban. Con el forcejeo el agua se encrespaba; pero los hombres marcados, hundidos ahora hasta la cintura, se inclinaban sobre él y lo mantenían hundido. El forcejeo decrecía, y Paso en la Arena, sabiendo que soñaba —Paso en la Arena dormido junto a Siete Niñas que Esperan— pensaba soñando que si él fuese Pies Voladores se fingiría muerto hasta que lo sacaran de nuevo al aire. Mientras, Pies Voladores ya no encrespaba el río. El limo alzado por su pataleo se alejaba, dejando el agua clara. Los brazos y piernas de Pies Voladores yacían inertes, y su largo pelo era como una estela de algas. El Paso en la Arena del sueño se le acercaba a los trancos, levantando mucho los pies, apenas salpicando cuando tocaba la superficie. Miraba el vacío rostro blanco que estaba bajo el agua, y mientras miraba, los ojos se le abrían, y también la boca, y había allí un dolor que se desvanecía y aflojaba, pues los ojos ya no veían.
Paso en la Arena no podía respirar. Se sentó temblando, tragando aire, con el pecho oprimido. Se incorporó con la sensación de que debía empujar la cabeza por encima de un agua que no veía. Siete Niñas que Esperan se movió, y Mariposas Rosadas se despertó gimoteando.
Las dejó y fue hasta lo alto de una pequeña loma. Como en el sueño iba a salir el sol, y el reflejo de su cara volvía el este rosa y púrpura.
Cuando Siete Niñas que Esperan bebió en el río y se puso a alimentar a Mariposas Rosadas, él le explicó el sueño…
—Pies Voladores pensó como yo: quiso fingirse muerto. Pero los hombres de los pantanos conocían la treta y… —Pies en la Arena se encogió de hombros.
—Dijiste que no podía levantarse —dijo ella, práctica—, así que habría muerto igual.
—Sí.
—¿Cazarás hoy? Sigues necesitando un regalo, y ya que ayer no nos quedamos en el árbol, hoy podrías dormir allí.
—No creo que el sacerdote requiera de mí otro regalo —dijo despacio Pies en la Arena—. Yo creía que no me estaba ayudando, pero ahora sé que el sueño de flotar y mirar las estrellas lo soñé porque él me ayudó, y en el sueño que soñé de día de andar con mi madre y en otros muchos también me ayudó, y lo mismo en el sueño que soñé anoche. De veras, los hombres del pantano tienen a mi gente.
Siete Niñas que Esperan se sentó, con Mariposas Rosadas en el regazo y sin mirarlo a la cara.
—Esos hombres están muy lejos.
—Sí, pero mi sueño me ha mostrado cómo viajar deprisa.
Paso en la Arena fue hasta el borde del arroyuelo que se haría el gran río y bajó los ojos. El agua era muy clara, y le llegaría a la cintura. El fondo era de arena y piedras. Se zambulló.
La corriente, rápida incluso allí, lo arrastró alejándolo de la orilla. Por un momento sacó la cabeza del agua. Siete Niñas que Esperan estaba ya muy lejos, y era una figura brillante a la luz nueva del sol; agitaba la mano y alzaba a Mariposas Rosadas para que él la viera, y él supo que estaba diciendo: «¡Ve con Dios!».
El agua lo arrastró de nuevo y él se volvió sobre el vientre y pensó en la nutria, imaginando que él tambien tenía los agujeros de la nariz cerca de la coronilla y, en vez de piernas y brazos, patas de nadar cortas y poderosas. Braceó y se dejó llevar, una y otra vez, y en ocasiones parando a ver si oía un rugido de cataratas.
Pasó por muchas, dejando el río para bordearlas a pie. Por las menos rápidas nadaba, y en cada una se volvía más diestro. A lo largo de medio cañón de Siempretrueno llevó consigo un gran pez para dejarlo como ofrenda en la cueva del sacerdote. En las pozas profundas las corrientes lo enviaban girando hacia el fondo, hasta que esa fuerza se agotaba y él quedaba suspendido en la luz verde, el pelo rodeándole la cara como una nube, y fluyendo luego detrás cuando él subía a la superficie entre cristalinas esferas de aire.
Más tarde ese día, pasó por el país que le era más familiar, las colinas rocosas donde erraban los suyos; pues desde la mañana había llegado más al norte de lo que en cinco días viajara hacia el sur en camino a Siempretrueno. Llegó el anochecer, y en un tramo del río más tranquilo gateó a una ribera arenosa, descubriéndose casi demasiado exhausto para sacar el cuerpo fuera del agua. Durmió en la arena al cobijo de unas hierbas altas, y no miró para nada las estrellas.
A la mañana siguiente anduvo por la playa media hora antes de sentir hambre y meterse de nuevo en el agua. Ahora todo era más fácil. Abundaban los peces y atrapó uno excelente, y después un pato, nadando bajo el agua —abiertos los ojos y los miembros casi quietos— hasta que pudo aferrar a la desdichada criatura por los pies.
También el río se había amansado; y si Paso en la Arena no se precipitaba muy deprisa, el avance era menos agotador. Las aguas fluían blandamente entre colinas boscosas; luego, mucho más anchas, se deslizaban por tierras bajas donde unos grandes árboles hundían las raíces en el agua y desde ambos lados arqueaban unas ramas hasta cincuenta pies por encima del cauce. Al fin pareció estancarse en una planicie donde se extendían sin límite juncos salpicados de árboles y matas; y la fría agua inanimada cobró, por medios que Paso en la Arena no comprendía, un gusto a sudor.
Entonces llegó de nuevo la noche, pero no hubo ribera amiga. Con cautela, por sobre el fango rezumante hizo media milla de camino hasta alcanzar un árbol. Arriba unas aves de agua trazaban círculos, llamándose unas a otras y a veces gimiendo, como si también para ellas la muerte del sol significara espanto y muerte, una noche de miedo.
Al llegar al árbol le habló, pero no hubo respuesta y sintió que, cualquiera fuese el poder que moraba en los solitarios árboles de oasis de su propia tierra, aquí estaba ausente; que ese árbol no hablaba ni con los invisibles ni con él, y que no engendraba bebés en las mujeres. Después de pedir permiso —al fin y al cabo, quizá se equivocaba—, trepó a una alta horqueta para dormir. Unos pocos insectos lo encontraron, pero el frío los aturdía. El cielo se había veteado de nubes, por entre las cuales la luz exangüe de la esfera hermana brillaba sólo irregularmente. Durmió; luego se despertó. Y primero olió, luego oyó y por fin en los escasos rayos vio acercarse al trote un oso demonio, enorme, patigrueso y pestilente.
Casi volvió a dormirse. Pena, pena, pena.
Pena no, pensó; aunque al acordarse de Siete Niñas que Esperan y de Mariposas Rosadas y del árbol vivo, pensante, que gobernaba benignamente la laguna y el prado en flor en el país de las piedras resbaladizas, algo le dolió.
Pena, pena, pena, cantaba el viento de la noche, jadeante.
Pena no, se dijo por dentro: odio. Los hombres del pantano han matado a Pies Voladores, que algunas veces, cuando él era pequeño, le había dado de comer de lo mucho que tenía. Matarían a Dedo de Sangre y a Hojas que se Comen, a Dulce Boca y a su madre.
Pena, canta pena.
Pena no, pensó: el viento, el árbol. Se sentó, escuchando para convencerse de que sólo oía los suspiros del viento, o acaso los murmullos del árbol, que estaba recordando sitios mejores. Fuera lo que fuese —quizá, por cierto, se había equivocado respecto a ese solitario árbol con su ruedo de juncos— no era un sonido de enojo. Era… nada.
El viento perdido suspiraba, pero no con palabras. Alrededor las hojas se estremecían apenas. Muy arriba y muy lejos resonó el trueno. Pena, cantaron muchas voces. Pena, pena, pena. Soledad, y la noche que viene para no irse nunca.
El viento no; no el árbol. Los hijos de la Sombra. En alguna parte. Paso en la Arena dijo, en voz baja:
—Cumplida mañana. No me siento solo ni triste, pero cantaré con vosotros.
Pena, pena, pena. Recordó que el Viejo Sabio había dicho: «Porque te hemos nombrado amigo de la Sombra, antes de que termine esta noche has de aprender a pedirnos ayuda cuando la necesites». Con optimismo de niño, había esperado liberar a su gente sin recurrir a extraños, pero si los hijos de la Sombra querían ayudarlo él no se negaría.
—Soledad —cantó con ellos, y entonces, cerrando los labios y abriendo la mente a las nubes y las vacías millas de agua y juncos—, y la noche que viene para no irse nunca.
Pena, pena, pena, cantaron de nuevo los hijos de la Sombra en alguna parte; pero ahora esa canción de la mente parecía menos una expresión de sentimientos y más un rito, una canción tradicional para estas circunstancias. Lo habían oído. Ven a nosotros, amigo de la Sombra. Auxílianos en nuestra pena.
Intentó hacer alguna pregunta, y descubrió que no podía. Porque su pensamiento ya no era el pensamiento de la canción, porque ya no oscilaba ni pedía junto con los demás; el contacto se había roto y él estaba solo.
Auxílianos, auxílianos, cantaron los hijos de la Sombra. Ayúdanos.
Paso en la Arena bajó del árbol, temblando al pensar en el oso demonio. Lejos en la noche un pájaro rió malignamente. No sólo le era difícil decir de dónde venía el canto; al andar la sensación se le confundía con los movimientos de la mente. Se detuvo, primero tieso y de pie, luego apoyado contra el tronco de un árbol, por fin con los ojos cerrados y echando la cabeza atrás.
Pena, pena, pena. Una dirección —tal vez— noroeste; alejándose en diagonal del cauce principal del río. Miró el cielo, esperando orientarse con el Ojo del Frío, pero las nubes, apretadas fila tras fila, no dejaban ver estrella alguna más de un instante.
Anduvo y chapoteó; luego hizo alto, incómodo por su propio ruido. Alrededor el pantano parecía escuchar. Probó de nuevo, y en unos cientos de pasos ideó un modo de caminar razonablemente silencioso. Con las rodillas en alto, movía rápidamente las piernas en el agua y las depositaba arqueando los pies como un buceador. Como un pájaro de vado, pensó. Recordó las veces que había visto al patilargo y emplumado ensartasapos dando zancadas por la margen del río. En verdad que soy Paso en la Arena.
Pero bajo los pies ahora había fango. Varias veces tuvo miedo de hundirse, y varios animales en cierto modo parecidos a las ratas de roca se escabullían ante él o se zambullían en los charcos. Algo que no alcanzaba a ver le silbaba desde matorrales de juncos y negras bocas de madriguera.
Pena, pena, pena, cantaron los hijos de la Sombra, ahora más cerca. El suelo, si bien blando aún, ya no estaba cubierto de agua estancada. Paso en la Arena se movía de una sombra a otra, quieto cuando las nubes filtraban la luz de la esfera hermana. Una voz —una fina voz de hijo de la Sombra, pero voz real que llegaba a los oídos— dijo, a cierta distancia pero claramente:
—Están esperando para atraparlo.
—No lo atraparán —respondió una segunda, mucho menos clara—. Es nuestro amigo. Los matará… los mataremos a todos.
Paso en la Arena se agazapó entre unas cañas. Cinco minutos, diez minutos estuvo sin moverse. Arriba las nubes huían hacia el este y eran reemplazadas por otras. El viento balanceaba los juncos, susurrando. Al cabo de largo rato una voz, no de hijo de la Sombra, dijo:
—Se han marchado. Si es que estuvieron alguna vez. Los oyeron.
Una segunda voz gruñó. A cien o más pasos delante de él le pareció que algo se movía; más que verlo lo oyó. Otros cinco minutos después dio media vuelta y echó a caminar.
Una hora más tarde supo que había cuatro hombres esperando en los ángulos de un tosco cuadrado, y sospechó que en el centro estaban los hijos de la Sombra. Que lo cazaran no era una experiencia nueva —dos veces, de niño, lo habían cazado hombres famélicos— y ahora sería más sencillo escabullirse y encontrar un nuevo lugar de dormir o volver al antiguo. En cambio se arrastró hacia adelante, con miedo y excitación a la vez.
—Pronto habrá luz —dijo uno de los hombres, y otro le respondió:
—Todavía pueden venir más; calla.
Paso en la Arena había llegado casi al centro del cuadrado.
Avanzó despacio, a gatas. Tocó el aire con la mano. Delante de él la tierra ya no era lisa. Tanteó. La tierra caía en una cuesta empinada, muy blanda.
Atisbo la oscuridad, y una aflautada voz de Sombra dijo en un susurro:
—Te vemos. Avanza un poco más, si puedes, y alarga las manos.
Unos diminutos dedos esqueléticos le tomaron las manos. Paso en la Arena sintió que tiraban de él y que muy cerca había una forma pequeña y oscura; un tirón más y hubo otra. Tres, pero la primera ya se había apagado entre las cañas. Cuatro, pero junto a él sólo el recién llegado. Cinco, y él y el quinto estuvieron solos. Casi tendido en el suelo, dio media vuelta y empezó a gatear retrocediendo. Alrededor hubo ruidos sigilosos, y uno de los cazadores, casi al oído —le pareció—, dijo:
—Ve a mirar.
Luego un estruendo, como si se hubieran quebrado cien cañas, y el confuso ruido de una pelea. A la derecha un hombre se incorporó y echó a correr. Cuando pasaba, el hijo de la Sombra más próximo se le lanzó a los tobillos y el hombre del pantano cayó hacia adelante.
Casi antes de que golpeara el suelo, Paso en la Arena estaba sobre él, hundiendo en el cuello los pulgares despiadados como piedras. Destelló el relámpago, y vio la cara contorsionada, y dos manitas que se alargaban a arrancarle los ojos al hombre del pantano.
Luego estuvo de pie; no se veía nada, y los del pantano aullaban y una voz fina estaba gritando. Frente a él asomó un hombre, y Paso en la Arena le dio un experto puntapié, y luego, con las manos, tiró la cabeza hacia abajo y la golpeó con las rodillas; dio un paso atrás y sobre los hombros del hombre había un hijo de la Sombra, las descarnadas piernas trabando la garganta y los dedos hundidos en el pelo.
—Ven —lo urgió Paso en la Arena—. Tenemos que huir.
—¿Por qué? —el hijo de la Sombra parecía sereno y feliz—. Estamos ganando.
El hombre en el que estaba montado, que se había doblado de dolor, se enderezó tratando de liberarse; el hijo de la Sombra afirmó las piernas y el hombre del pantano cayó de rodillas delante de Paso en la Arena. De pronto se hizo el silencio; un silencio mucho mayor, en verdad, que el que había habido antes de que los descubriesen, porque ahora enmudecían los insectos y las aves nocturnas. El viento ya no agitaba los juncos. Una voz de hijo de Sombra dijo:
—Se ha acabado. Son una buena partida, ¿no?
Paso en la Arena, que no estaba tan seguro de que no habría más pelea, respondió:
—No dudo de que los tuyos son valientes, pero a dos de esta gente de las marismas los vencí yo.
El hombre que un momento antes había caído de rodillas se levantó con una sacudida, y guiado por el hijo de la Sombra que tenía en los hombros, se alejó tambaleándose.
—No me refería a nosotros —dijo la voz que le hablaba a Paso en la Arena—. Me refería a ellos. Aquí hay de sobra para varios festines. Ahora se encontrarán todos junto al agujero donde nos habían encerrado. Acércate por allí y verás.
—¿Tú no vienes? —Paso en la Arena había estado buscando al que hablaba, pero no podía localizarlo.
No hubo respuesta. Se volvió, y no tardó en encontrar el camino del foso. Allí estaban los cuatro hombres, tres de ellos con jinetes en los hombros, el cuarto gimiendo y tambaleándose, restregándose las cuencas de los ojos con manos ensangrentadas. Otros dos hijos de la Sombra se habían acuclillado en la pisoteada hierba del pantano.
A espaldas de Paso en la Arena una voz dijo:
—Esta noche deberíamos comernos al ciego. A los demás podemos arrearlos a las colinas para compartirlos con amigos.
El ciego gimió.
—Ojalá te pudiera ver —dijo Paso en la Arena—. ¿Eres el mismo Viejo Sabio con el que hablé hace tres noches?
—No.
De alguna parte surgió un sexto hijo de la Sombra. A la débil luz —hasta los ojos de Paso en la Arena no alcanzaban a ver más que formas borrosas y contornos; los montados eran bultos más presentidos que vistos— parecía totalmente sólido, pero más viejo que todos los demás. La luz de las estrellas, cuando las nubes le daban permiso, le cabrilleaba en la cabeza como sobre una escarcha.
—Sólo por tu canto supimos que eras amigo de la Sombra. Eres muy joven. ¿Sólo han pasado tres noches desde que te hiciste de los nuestros?
—Soy vuestro amigo —dijo Paso en la Arena con cuidado—, pero no creo que sea uno de vosotros.
—Mentalmente. Sólo la mente es significativa.
—Las estrellas… —era el ciego, y la voz habría podido ser la de un herido que por entre labios lívidos hablaba con una lengua sangrante—. Si estuviera aquí Última Voz, nuestro andariego de estrellas, os lo explicaría. Dejar el cuerpo atrás para errar por las estrellas y montarse a la espalda de la Lagartija Guerrera. Ver lo que ve Dios para saber qué se sabe y qué se debe hacer.
—En mi país los hay que hablan así —dijo Paso en la Arena—, y nosotros los llevamos al borde de los riscos… y más allá.
—Las estrellas le hablan a Dios —murmuró tercamente el prisionero ciego—, y el río habla a las estrellas. Los que miran las aguas nocturnas pueden ver en las ondas cómo se acercan las estrellas movedizas. Nosotros les damos vuestras vidas, montañeses ignorantes, y si una estrella cambia de lugar oscurecemos el agua con la sangre del andariego.
El Viejo Sabio parecía haberse ido. Paso en la Arena ya no lo veía entre los callados, expectantes hijos de la Sombra, pero reconoció la voz:
—Basta de hablar. Aquí hay hambre.
—Un momento más. Quiero preguntar por mi madre y mis amigos. Están todos prisioneros de esta gente.
El ciego replicó:
—Antes haz que se vayan los no-hombres.
—Marchaos —dijo Paso en la Arena, y los dos hijos de la Sombra movieron los pies sobre la hierba con un ruido de cascos, pero se quedaron donde estaban—. Se han ido —dijo Paso en la Arena—. ¿Qué es entonces de los prisioneros?
—¿Fuiste tú quien me cegó?
—No, un hijo de la Sombra; mías son las manos que tuviste en la garganta.
—Te trajo aquí su canto.
—Sí.
—Así conseguimos mantenerlos donde no hay otros hombres, cerca de las colinas. Y a menudo el canto trae a otros de su especie, hasta que a veces tenemos una veintena, pues si ellos pueden escaparse no les importa que se coman a sus amigos. Pero en cambio, a veces, como ahora, perdemos nosotros lo que tenemos; aunque nunca pensé que a mí fuera a pasarme algo semejante. Pero yo nunca he conocido el canto que atrae a un muchacho.
—Soy un hombre. He conocido mujer y he soñado grandes sueños. Vosotros ahogasteis a Pies Voladores, mancillando con esa muerte la pureza de Dios. ¿Qué es de los otros?
—¿Intentarás salvarlos, Dedos en mi Garganta?
—Me llamo Paso en la Arena. Sí, si puedo.
—Están muy al norte de aquí —dijo la terrible voz del ciego—. Cerca del gran observatorio de El Ojo. En el foso llamado El Otro Ojo. Pero yo ya no tengo mi ojo, y tampoco el otro. Dime, ¿cómo están ahora las estrellas? Debo saber cuándo llega el momento de morir.
Paso en la Arena levantó la mirada, aunque las raudas nubes lo cubrían todo; y mientras lo hacía, el ciego embistió. Al instante los hijos de la Sombra se abalanzaron sobre él como hormigas sobre una carroña, y Paso en la Arena le pateó la cara. Los otros prisioneros echaron a correr.
—¿Comerás esta carne con nosotros? —preguntó el Viejo Sabio cuando el ciego fue al fin sometido—. Como amigo de la Sombra eres de los nuestros, y puedes comer esta carne sin desgracia.
Había reaparecido, aunque no había participado en la lucha con el ciego; al menos, una de las tenues figuras parecía ser él.
—No —dijo Paso en la Arena—. Ayer comí bien. Pero ¿no perseguiréis a los que huyeron?
—Más tarde. Cargados con éste no los alcanzaríamos nunca, y si lo dejáramos solo él también escaparía, ciego o no. Podríamos romperle las piernas, pero anda rondando un oso demonio; antes de que llegaras lo venteamos.
Paso en la Arena asintió.
—Yo también.
—¿Quieres ver la muerte de éste?
—Podría seguir el rastro de los otros —dijo Paso en la Arena, y se le ocurrió que sin duda escaparían rumbo al norte, corriente abajo. Hacia el foso llamado El Otro Ojo.
—Es un buen pensamiento.
Paso en la Arena dio media vuelta. No había andado diez pasos cuando llegó la lluvia; a través de su repique oyó los estertores de la muerte del ciego.
Vino el día, claro y frío. Cuando el sol estuvo un palmo por sobre el horizonte desaparecieron las últimas nubes, dejando el cielo de un azul tocado de negro y moteado de tenues estrellas. En los prados de agua las cañas se inclinaban y crujían al viento, y de vez en cuando un pájaro, montando el aire turbulento —como Paso en la Arena montara la atronadora corriente del río—, cruzaba el firmamento de extremo a extremo.
Seguir el rastro de los tres fugitivos no había sido difícil. Los hombres de los pantanos eran pescadores, luchadores, gente que buscaba presas pequeñas; pero no cazadores, según se entendía la caza en las montañas. Si bien no los había visto aún, un centenar de pistas le decían que no iban muy por delante: una hierba rota que pugnaba por levantarse, unas pisadas en barro todavía acuoso. Y también había señales de otros hombres. Los senderos que ahora tomaban los perseguidos eran más que huellas de caza, y había en la tierra una presencia como no había habido en las vacías millas que se extendían al pie de las mesetas: una presencia cruel y distante, que pensaba pensamientos hondos, desdeñosa de todo lo que hubiera por debajo de las nubes.
Al mismo tiempo, era consciente de que los hijos de la Sombra estaban siguiéndolo. En las últimas horas de la noche les había oído La canción de muchas bocas y todas llenas, y luego La canción del sueño diurno; ahora callaban, pero el silencio era una presencia.
Los tres fugitivos estaban cansados: en el barro se veía que arrastraban los pies, que tropezaban. Pero nada ganaría si se les adelantaba sin los hijos de la Sombra, y ciertamente a él le servían de poco, salvo como aliciente para adentrar a los hijos de la Sombra en las tierras húmedas, donde quizá lo ayudasen. Él también estaba exhausto, y habiendo encontrado un lugar lo bastante seco como para albergar unas matas, se durmió.
«¿Dónde está?», preguntó Última Voz, y Viento del Este, que lo había visto todo, se lo dijo. «¡Ahí!», exclamó Última Voz.
Atraparon a Paso en la Arena al crepúsculo; un gran anillo de gente. Habían venido por detrás y lo cercaron por todos lados, grandes hombres con cicatrices y ojos feos. Corrió de una parte del círculo a la otra, de un extremo a otro, sin encontrar salida, los hombres cada vez más cerca hasta juntar hombro con hombro, él esperando la oscuridad pero atrapado —finalmente— en la oscuridad. Luchó con fuerza y lo hirieron.
Cinco días lo tuvieron allí; después toda una noche lo obligaron a caminar delante de ellos y a la primera luz lo arrojaron en el foso que se llama El Otro Ojo. Ya había allí cuatro. Eran su madre, Ondulante Rama de Cedro, Hojas que se Comen, el viejo Dedo de Sangre y la muchacha Dulce Boca.
—¡Hijo mío! —dijo Ondulante Rama de Cedro, y lloró. Estaba muy flaca.
Durante medio día Paso en la Arena intentó escalar los muros de El Otro Ojo. Se hizo empujar por Hojas que se Comen y la muchacha Dulce Boca, y le pidió al viejo Dedo de Sangre que se apoyara en la arenosa cuesta mientras Hojas que se Comen se le subía encima para que él, Paso en la Arena, pudiera trepar sobre ambos y escapar; pero los muros del foso llamado El Otro Ojo son de arena tan blanda que desaparecen bajos los pies y las manos, y cuanto más los tira uno hacia abajo más difícil es trepar. Dedo de Sangre perdió pie y Paso en la Arena cayó, y volvieron a estar como antes.
A eso de una hora después del mediodía, al borde del foso apareció otro Paso en la Arena y estuvo largo rato mirando hacia abajo. Paso en la Arena, en el foso, alzaba los ojos y se veía a sí mismo. Entonces unos hombres con cicatrices trajeron una larga liana, y aferrando una punta lanzaron la otra abajo.
—Ése —dijo el Paso en la Arena que estaba en el lugar alto, y señaló al verdadero Paso en la Arena.
Paso en la Arena sacudió la cabeza. No.
—No serás sacrificado; no todavía. Sube.
—¿Seré liberado?
El otro se rió.
—Entonces… si quieres hablarme, hermano, debes bajar.
Viento del Este miró a los hombres que sujetaban la liana, encogió los hombros como medio en broma, y con las manos en la enredadera se deslizó hasta abajo.
—Deseo verte mejor —le dijo a Paso en la Arena—. Tienes mi cara.
—Tú eres mi hermano —dijo Paso en la Arena—. He soñado contigo, y mi madre me habló de ti. Dos fuimos paridos, y para lavarnos ella me sostuvo a mí y a ti la madre de ella. Vinieron los hombres del pantano y de la boca de su madre le sacaron a la fuerza tu nombre, para tener poder sobre ti, y luego la mataron.
—Todo eso lo sé —dijo Viento del Este—. Me lo ha dicho Última Voz, mi maestro.
Paso en la Arena esperaba obtener cierta ventaja metiendo a la madre en la conversación; por eso dijo:
—¿Cómo se llamaba, madre? ¿Cómo se llamaba tu madre, la que ellos ahogaron? Yo lo he olvidado.
Pero Ondulante Rama de Cedro estaba llorando y no quería responder.
—Vas a morir —dijo Viento del Este— para poder llevar tus mensajes al río, que habla a las estrellas, que hablan a Dios. Última Voz me ha advertido que quizá haya para mí algún peligro en tu muerte. Puede que seamos una sola persona… —Paso en la Arena negó con la cabeza y escupió—. Para ti es un gran honor. Eres un hijo de la colina que vale como diez; pero en las estrellas serás más grande que yo, que aprendo a leer las instrucciones que el río le escribe a Dios.
—Realmente no eres tan parecido a mí —dijo Paso en la Arena—, y no tienes barba.
Se tocó el labio, allí donde empezaban a brotar unas cerdas. Inesperadamente la muchacha Dulce Boca, que los había estado observando en silencio —con Hojas que se Comen y Dedo de Sangre—, soltó una risita. Paso en la Arena la miró enfadado y ella señaló a Viento del Este, incapaz de contenerse.
—Atamos bien fuerte estas cosas con un cabello de mujer, y se pudren —dijo Viento del Este—. No es doloroso, y de los que serán andariegos de estrellas sólo unos pocos mueren. Yo deseaba decirte que Última Voz me ha advertido que tú y yo somos uno. Tú morirás antes, e irás al río y las estrellas. No me da miedo. En mis sueños flotaré contigo en lugares de poder; vengo a decirte que en tus sueños quizá sigas andando como un hombre que vive.
Desde el borde del foso una voz llamó a Viento del Este.
—Estudioso del Cielo, hay más. ¿Deseas subir?
Paso en la Arena alzó la mirada y vio las pequeñas formas de los hijos de la Sombra, rodeadas de hombres de los pantanos por tres lados.
—No —dijo Viento del Este—. A éstos no les temo. Al menos son hombres… ¿He de temer a ésos?
—Tal vez —dijo Paso en la Arena.
Los hijos de la Sombra bajaron la blanda cuesta trastabillando. A la brillante luz del sol parecían mucho más pequeños que por la noche, exangües y patituertos. Paso en la Arena pensó que un niño de verdad con ese aspecto no tardaría en morirse.
—Moriremos pronto —dijo uno de los hijos de la Sombra; Paso en la Arena no supo bien cuál— y éstos nos comerán. A ti también.
Viento del Este dijo:
—La comida ritual de presentes otorgados al río es muy diferente de un festín, hombrecitos burlones. El festín lo tendremos con vosotros.
Desde la orilla, el hombre del pantano que había llamado a Viento del Este, al parecer personaje de cierta importancia entre ellos, anunció:
—Cinco, Estudioso del Cielo —se frotó las manos—. Y no hay carne más dulce que la de un hijo de la Sombra.
—Seis —lo corrigió Viento del Este.
—Este foso no fue cavado por manos —dijo un hijo de la Sombra. Varios de ellos andaban husmeando alrededor, cribando la fina arena con los dedos.
—Son seguidores tuyos —le dijo Viento del Este a Paso en la Arena—. ¿Te cuidarás de explicarles lo que será el nuevo hogar?
—Lo haría si pudiera, pero nadie sabe por qué el mundo es como es, salvo porque se conforma a la voluntad de Dios.
—Entérate, pues, de dónde estás. Aquí, apenas cien pasos al este, el caudal del río se ensancha para siempre. Es como el tallo que se transforma en flor, salvo que la flor del río, que se llama Océano, crece sin límite.
—No lo creo —dijo Paso en la Arena.
—¿Todavía no entiendes? ¿No sabes por qué el río excede en santidad tanto a Dios como a las estrellas? ¿Por qué se debe lavar en él al niño que empieza la vida, y por qué de caer una estrella hay que embarrar sus aguas con la sangre de los andariegos de estrellas? El río es el Tiempo, y en este lugar sagrado acaba en Océano, que es el pasado y nunca deja de extenderse. En la orilla este, donde el suelo es bajo y el agua unas veces dulce y otras salada, está el Ojo, el gran círculo del cual parten los andariegos de estrellas. En esta orilla, la oeste, Océano se ha complacido en hacer este otro Ojo para que contenga los dones que llegado el momento serán suyos. Última Voz, que ha pensado mucho en todas las cosas, dice que las manos de Océano, que golpean las playas una y otra vez, retiran la arena en el momento mismo en que más arena viene a reemplazarla; arena que le fue devuelta por las playas. Así es que El Otro Ojo nunca está vacío, y nunca puede ser llenado.
—Nosotros lavamos a nuestros hijos en el río —dijo Paso en la Arena—, porque significa la pureza de Dios. Aún llevan en ellos la raíz terrosa de los árboles, sus padres, y hay que lavarla. En cuanto al resto de tu disparate, no me parece mejor que ese de que somos la misma persona.
—Última Voz ha abierto cuerpos de mujeres… —empezó a decir Viento del Este, pero viendo disgusto en la cara de Paso en la Arena dio media vuelta, agarró la liana e hizo una seña a los hombres que esperaban para subirlo. Desde el borde agitó brevemente la mano y dijo:
—Adiós, madre. Adiós, hermano —y desapareció.
Con su voz gruñona, el viejo Dedo de Sangre dijo:
—¿Nos dejan subir a beber? Tengo sed, y en este lugar no hay pozas de agua.
Tampoco había reparo del sol, pero los hijos de la Sombra se habían echado en el lado del foso que se oscurecería primero, apretados en pequeños ovillos oscuros. Dedo de Sangre dijo:
—Hacia el ocaso nos arrojarán tallos que no tienen gran sabor pero sí mucho jugo. Es todo lo que dan de beber. Y de comer también… —apuntó con un pulgar hacia los hijos de la Sombra—. Pero carneando a esos gusanos obtendríamos comida y bebida. Tres nosotros, cinco ellos: no está mal, y no resistirán mucho tiempo mientras el sol esté alto.
—Dos vosotros, seis nosotros. Y Hojas que se Comen no luchará si yo lucho contra él.
Por un momento Dedo de Sangre pareció enfadado, y recordando aquellos grandes puños Paso en la Arena se preparó a esquivar y patear. Entonces Dedo de Sangre mostró una sonrisa desdentada.
—¿Conque sólo tú y yo, muchacho? Herirnos uno al otro mientras los demás miran y gritan. Si ganas tú, comen tus amigos, y si gano yo… pues vienen por mí cuando oscurezca. No. Si aún queda vivo alguno de nosotros, dentro de unos días tendrás hambre. Entonces volveremos a hablar.
Paso en la Arena sacudió la cabeza, pero sonrió. Había andado toda la noche con sus captores y se había debatido la mañana entera con los muros resbaladizos; por eso cuando Dedo de Sangre le dio la espalda cavó un lugar en la arena, cerca de los hijos de la Sombra, y se echó. Al cabo de un tiempo la muchacha Dulce Boca fue a tenderse a su lado.
Al ocaso, como había dicho Dedo de Sangre, les arrojaron unos tallos de plantas. Los hijos de la Sombra empezaban a desperezarse, y les llevaron dos a Dulce Boca y Paso en la Arena. Dulce Boca tomó el suyo, pero los ojos resplandecientes de los hijos de la Sombra la asustaban. Fue al otro lado del foso a sentarse con Ondulante Rama de Cedro.
El Viejo Sabio se sentó junto a Paso en la Arena, quien notó que no tenía tallo de agua.
—Bien, ¿y ahora qué hacemos? —dijo Paso en la Arena.
—Hablar —dijo el Viejo Sabio.
—¿Por qué?
—Porque no hay oportunidad de actuar. Cuando no se puede hacer nada, siempre es sensato hablar mucho, discutir qué se ha hecho y qué puede hacerse. Todos los grandes movimientos políticos de la historia nacieron en la cárcel.
—¿Qué son los movimientos políticos, y la historia?
—Eres de frente alta y de ojos muy separados —dijo el Viejo Sabio—. Lamentablemente, como toda tu especie tienes el seso en el tórax —dio un golpecito en el vientre duro y chato de Paso en la Arena, o al menos amagó hacerlo, aunque su dedo no tenía sustancia—. De modo que ni esos indicios de capacidad mental son válidos.
Discretamente, Paso en la Arena dijo:
—Cuando estamos hambrientos, todos tenemos el seso en el estómago.
—Te refieres a la mente —le dijo el Viejo Sabio—. A la mente le es posible flotar catorce mil pies o más por encima de la cabeza.
—Los andariegos de estrellas de estos hombres del pantano dicen que sus mentes, quizá quieran decir sus almas, dejan el suelo, retozan por el espacio, hacen pie en la esfera, y arrastrados por el universo tractivo, planean, se remontan, vuelan en arcos y remolinos entre las constelaciones hasta el amanecer, leyéndolo todo y cuidando el conjunto. Eso me contaron en mi cautividad.
El Viejo Sabio hizo ruido de escupir y le preguntó a Paso en la Arena:
—¿Alguna vez has visto un leño flotando en el agua? Digo allá arriba en las colinas, donde el agua se precipita entre piedras y el leño con ella.
—Yo monté el río así. Por eso llegué tan rápido a los prados de agua.
—Mejor todavía —el Viejo Sabio alzó la cabeza para mirar el cielo nocturno—. Allí —dijo, señalando—. Allí. ¿A eso cómo lo llamas?
Paso en la Arena intentaba seguir la dirección del dedo sombrío.
—¿Dónde? —dijo.
A través de la mano del Viejo Sabio, miraban los ojos serenos y ciegos de la Mujer de Pelo Ardiente.
—Allí, extendida de punta a punta por todo el firmamento.
—Ah, sí, eso —dijo Paso en la Arena—. Eso es la Cascada.
—Exacto. Ahora piensa en un tronco hueco lo bastante grande para que quepan hombres. Eso sería un crucero de las estrellas.
—Comprendo.
—Pues antes de los largos días de sueño, los humanos, mi raza, viajaban realmente así, navegando entre las estrellas.
—Yo creía que habíais estado aquí siempre —dijo Paso en la Arena.
El Viejo Sabio sacudió la cabeza.
—Quizá llegamos hace poco, o quizá hace mucho, mucho tiempo. No estoy seguro de cuál de las dos cosas.
—¿Vuestras canciones no lo cuentan?
—Cuando llegamos aquí no teníamos canciones; fue uno de los motivos que nos llevaron a quedarnos y por el que perdimos el crucero.
—De todos modos no habríais podido volver en él —dijo Paso en la Arena. Pensaba en remontar la corriente de un río.
—Lo sabemos bien. Hemos cambiado demasiado. ¿Crees que nos parecemos a ti, Paso en la Arena?
—No mucho. Sois demasiado pequeños y no se os ve sanos; tenéis las orejas demasiado redondas y poco pelo.
—Cierto —dijo el Viejo Sabio, y se quedó callado.
En el silencio que siguió entonces, Paso en la Arena oyó un leve ruido que no había oído nunca, un ruido que se elevaba y caía: era Océano, a un cuarto de milla, alisando la playa con manos mojadas, pero Paso en la Arena no lo sabía.
—No pretendía ofenderte —dijo al fin Paso en la Arena—. Simplemente señalaba esas cosas.
—Lo que las hace así —dijo el Viejo Sabio— es el pensamiento. Nosotros no nos concebimos como nos has descrito tú, y por lo tanto en realidad no tenemos esa forma. No obstante, es aleccionador oír lo que pensáis de nosotros.
—Lo siento.
—En cualquier caso, en un tiempo éramos como vosotros ahora.
—Ya —dijo Paso en la Arena.
A menudo, cuando era más joven, Ondulante Rama de Cedro le había contado historias con títulos que decían «Cómo el gato mula consiguió su cola» (robándosela a la lagartija-en-falta, que la tenía por lengua) o «Por qué el águila no vuela nunca» (no quiere que los demás animales le vean los feos pies y los esconde en la hierba salvo cuando los usa para matar). Pensó que la historia del Viejo Sabio iba a ser algo así, y como no la había oído nunca tuvo muchas ganas de escucharla.
—Llegamos quizá hace poco, como dije, o quizá hace mucho, mucho tiempo. A veces, al amanecer, sentados y mirándonos cara a cara, antes de elevar la Canción del sueño diurno, tratamos de recordar el nombre de nuestro hogar. Pero también oímos el canto de la mente de nuestros hermanos, que no cantan, cuando van de un lado a otro entre las estrellas; entonces les torcemos el pensamiento, haciéndolos volver, pero estos pensamientos entran en nuestras canciones. Es posible que nuestro hogar se llamara Adántida o Mu… O Gondwana, África, Poictesme, o El País de los Amigos. Yo, como cinco, recuerdo todos esos nombres.
—Sí —dijo Paso en la Arena.
Había disfrutado con los nombres, pero que el Viejo Sabio se refiriese a sí mismo como cinco le había recordado a los otros hijos de la Sombra. Parecían todos despiertos y atentos a la historia, pero estaban lejos, sentados en diversos lugares del foso. Dos, al parecer, habían intentado trepar por los muros movedizos, y ahora esperaban allí donde habían abandonado el esfuerzo, uno a un cuarto de camino arriba, otro casi en la mitad. Todos los humanos dormían salvo él. El borde del foso tamizaba el resplandor azul de la esfera hermana.
—Cuando llegamos éramos como vosotros ahora… —comenzó el Viejo Sabio.
—Pero os quitasteis vuestra apariencia para bañaros —continuó por él Paso en la Arena, pensando en las plumas y flores que a veces los suyos llevaban en el pelo—, y nosotros os la robamos y la venimos usando desde entonces… —una vez Ondulante Rama de Cedro le había contado una historia similar.
—No. Para que tuvierais nuestra apariencia no hizo falta que nosotros la perdiéramos. Vosotros venís de una raza de cambiadores de forma; como esos que en nuestro viejo hogar llamábamos hombres lobo. Cuando llegamos, algunos de vosotros eran como algunas bestias, y otros de formas fantásticas inspiradas por las nubes, o los torrentes de lava, o el agua. Pero nosotros llegamos con energía y majestad y poder, zambulléndonos en vuestro mar con un silbido de mil serpientes, desembarcando como conquistadores con luces ardientes en el puño, y con llamas.
—¡Vaya! —exclamó Paso en la Arena, que disfrutaba con la historia.
—Llamas y luz —repitió el Viejo Sabio, meciéndose atrás y adelante. Tenía los ojos entornados y las mandíbulas se le movían vigorosamente, como si estuviera comiendo.
—¿Y luego qué pasó? —preguntó Paso en la Arena.
—Ahí se acaba. Impresionamos tanto a los de tu especie que os volvisteis como nosotros, y así quedasteis desde entonces. O sea, como nosotros éramos entonces.
—No puede acabar así —dijo Paso en la Arena—. Me has contado cómo nos volvimos iguales, pero no cómo nos volvimos diferentes. Yo ya soy más alto que cualquiera de vosotros, y tengo las piernas derechas.
—Somos más altos que tú, y más fuertes —dijo el Viejo Sabio—. Y nos envuelve una terrible gloria. Cierto que ya no tenemos las cosas de fuego y luz, pero sí una mirada que marchita, y cantamos muerte a los enemigos. Sí, y los arbustos dejan caer frutos en nuestras manos, y con sólo mover una piedra la tierra nos cede a los hijos de madres voladoras.
—Vaya —volvió a decir Paso en la Arena.
Quería decir: «Tenéis huesos doblados y débiles y caras enfermas; huís de los hombres y de la luz», pero calló. Se había titulado amigo de la Sombra; y además, discutir ahora no tenía sentido. Así que dijo:
—Pero de todos modos no somos iguales, porque mi gente no tiene esos poderes; ni nuestras canciones llegan con el viento nocturno a perturbar los sueños.
El Viejo Sabio asintió y dijo:
—Te mostraré.
Y bajando la cabeza se tosió en las manos y las tendió hacia Paso en la Arena.
Paso en la Arena intentó ver qué le estaba mostrando, pero la esfera hermana ya relucía con fuerza y las manos del Viejo Sabio eran telarañas. Había algo —una masa oscura— pero, por más que se inclinó, Paso en la Arena no vio nada más, y cuando intentó tocar lo que el Viejo Sabio le mostraba, sus dedos atravesaron las manos y lo que contenían; de pronto se sintió necio y solo, un niño balbuceándole al aire vacío cuando habría podido dormirse.
—Aquí —dijo el Viejo Sabio, e hizo una seña.
Un segundo hijo de la Sombra fue a agacharse junto a él, sólido y real.
—¿Realmente es contigo con quien hablo? —preguntó Paso en la Arena, pero el otro no respondió ni lo miró.
Al cabo de un rato Paso en la Arena alzó las manos y tosió sobre ellas, como había hecho el Viejo Sabio, y las tendió hacia adelante.
—Hablas con todos nosotros cuando hablas conmigo —dijo el Viejo Sabio—. Sobre todo con nosotros cinco; pero también con todos los hijos de la Sombra. Aunque débiles, sus canciones vienen de lejos para ayudarme a dar forma a lo que soy. Pero mira lo que te estamos mostrando.
Por un momento Paso en la Arena miró al hijo de la Sombra. Habría podido ser joven, pero el oscuro rostro estaba en silencio y parecía impenetrable. Tenía los ojos casi cerrados, aunque a través de los párpados Paso en la Arena sintió la mirada, amistosa, incómoda y asustada.
—Toma un poco —invitó el Viejo Sabio.
Paso en la Arena pinchó la masticada materia con un dedo y la olió: repulsiva.
—Por esto hemos abandonado todo, porque esto es más que cualquier cosa, aunque sólo sea una hierba de este mundo. Las hojas son anchas, desparejas y grises; las flores, amarillas; las semillas, espinosos huevos rosados.
—Lo he visto —dijo Paso en la Arena—. Cuando era joven, Hojas que se Comen me previno. Es una planta venenosa.
—Eso creen los tuyos, y así es si te la tragas… Aunque morir de ese modo quizá sea mejor que la vida. Pero una vez, entre una fase nueva de la esfera hermana y la fase siguiente, un hombre puede tomar las hojas frescas y doblándolas bien ponérselas en la mejilla. Entonces no hay para él mujer, ni carne de comer ninguna; entonces es sagrado, pues Dios anda en él.
—Yo conocí uno de ésos —dijo Paso en la Arena—. Lo habría matado, pero me compadecí.
No había pretendido alzar la voz, y supuso que el Viejo Sabio se enfadaría, pero lo único que hizo fue asentir con la cabeza.
—También nosotros lo compadecimos —dijo—, y lo envidiamos. Él es Dios. Comprende que él también se compadeció de ti.
—Me habría matado.
—Porque te vio como lo que eres, y al verte sintió tu vergüenza. Pero sólo en una ocasión, cuando la esfera hermana vuelve a aparecer, puede un hombre buscar la planta y arrancar hojas nuevas, escupiendo lo que ha llevado y masticado hasta el momento en que dejó de consolarlo. Si toma hojas frescas más a menudo, morirá.
—Pero ¿la planta no hace daño así como la usáis?
—A nosotros nos ha dado calor desde que éramos muy jóvenes, y tal como ves estamos todos sanos. ¿No luchamos bien? Vivimos hasta gran edad.
—¿Cuánto? —Paso en la Arena era curioso.
—¿Importa acaso? Es grande en términos de experiencia; sentimos muchas cosas. Cuando al fin morimos hemos sido más grandes que Dios y menos que las bestias. Pero cuando no somos grandes, todo lo que llevamos a la boca es en verdad un consuelo. Es carne cuando tenemos hambre y no hay peces, y también leche cuando tenemos sed y no hay agua. El hombre joven busca mujer y la encuentra y es grande y muere para el mundo. Después nunca vuelve a ser tan grande, pero la mujer le da consuelo, pues le recuerda el tiempo que fue, y vuelve a ser tan pequeño con ella como una vez fue entero. Lo mismo con nosotros, hasta que las hojas que escupimos en las palmas se han puesto blancas y ya no dan ningún consuelo. Entonces miramos el rostro de la esfera hermana para ver cuánto tiempo ha pasado, y cuando vuelve la fase encontramos esposas nuevas, y somo jóvenes, y Dios.
Paso en la Arena dijo:
—Pero ya no sois como nosotros ahora.
—Éramos eso, y lo hemos cambiado por esto. Tiempo atrás en nuestro hogar, antes de que un necio encendiera una hoguera, éramos así… Errantes sin nada que se pueda nombrar salvo el sol, la noche, y cada uno de nosotros. Ahora somos así de nuevo, pues somos dioses, y las cosas hechas con manos no nos conciernen. Y así como somos sois vosotros, porque sólo andáis según nos veis andar, y hacéis como nosotros.
A Paso en la Arena lo divirtió la idea de que su gente imitaba a los hijos de la Sombra, a quienes de día despreciaban; pero sólo dijo:
—Se ha hecho tarde y debo descansar. Gracias por tu amabilidad.
—¿No probarás?
—Ahora no.
El hijo de la Sombra silencioso, que parecía menos real que la figura de telaraña junto a la cual se había agachado, volvió a ponerse la mascada fibra en la boca y se alejó sin rumbo. Paso en la Arena se estiró, deseando que Dulce Boca fuera de nuevo a tenderse con él. Aunque no se había ido, el Viejo Sabio ya no estaba, y hubo sueños malos: no tenía cuerpo, de modo que ahora veía sin ojos y sentía sin piel, como una desnuda lombriz de conciencia entre glorias ardientes. Alguien gritó.
Volvieron a gritar, y él se incorporó luchando con nada, agitando los brazos; pero tenía las piernas atadas y la boca llena de arena. Ondulante Rama de Cedro gritaba, y Hojas que se Comen y el viejo Dedo de Sangre lo agarraron de los brazos y tiraron tanto que él creyó que lo romperían. Alrededor, en círculo, los hijos de la Sombra observaban, y Dulce Boca estaba llorando.
—Esta suciedad baja del fondo —dijo Dedo de Sangre cuando lo hubieron soltado—, y a veces baja rápido.
Ondulante Rama de Cedro dijo:
—Cuando aún eras chico pero te creías mayor, y ya no querías dormir conmigo, por la noche yo me levantaba e iba a mirar si estabas bien. Esta noche me desperté y pensé en eso.
—Gracias.
Paso en la Arena seguía boqueando y escupiendo arena. Desde las sombras, una voz le dijo:
—Nosotros no sabíamos. En el futuro te vigilarán ojos insomnes.
Se habló más hasta que, uno a uno, los humanos regresaron a sus lugares de descanso y una vez más se echaron a dormir. Paso en la Arena se movió un rato por el suelo del foso, examinando las pisadas y los movimientos de la arena. Sólo oía a Océano, y al fin intentó volver a dormir.
«No puede ser cierto», decía Última Voz. «¡Mira otra vez!» «No puedo… una nube…». Al frente la oleosa superficie del río se estiraba bajo el cielo nocturno; negro, reluciente, ensanchándose. No mostraba estrellas, nada salvo su propia agua y trozos de algas flotantes. «¡Mira otra vez!». Largas manos, suaves pero huesudas, lo aferraron por los hombros.
Alguien lo sacudía, y aún no había luz. Por un momento sintió que se hundía una vez más en la arena, pero no. Junto a él estaban Dedo de Sangre y Dulce Boca, y detrás de ellos otras figuras, desconocidas. Se sentó y vio que eran hombres del pantano con marcas en los hombros y el pelo recogido en nudos. Dulce Boca dijo:
—Tenemos que ir… —los grandes ojos locos miraban a todas partes y a nadie.
Había una liana para que pudieran subir, y con los hombres del pantano detrás treparon a duras penas. Paso en la Arena y Dedo de Sangre primeros, luego Hojas que se Comen, luego las dos mujeres y los hijos de la Sombra.
—¿Quién? —preguntaron Paso en la Arena y Dedo de Sangre, pero el mayor de los hombres se limitó a encogerse de hombros.
En el río Última Voz estaba con los pies en los bajos y la luz del alba detrás. Llevaba en la cabeza una corona de flores —ocultando las heridas allí donde el pelo estaba quemado— y otra guirnalda, de capullos rojos que a la pálida luz parecían negros, sobre los hombros. Cerca de él, Viento del Este observaba, y en la orilla esperaban varios cientos: figuras silenciosas que la luz matinal manchaba de amarillo y rojo, los rasgos cada vez más nítidos: un hombre aquí, allá un niño, de pronto en contraste con la masa de caras inmóviles como máscaras. Paso en la Arena no les hizo caso y miró a Última Voz. Era la primera vez que veía al andariego de estrellas fuera del mundo de los sueños.
Los guardias los internaron en el agua hasta que les llegó a las rodillas. Entonces Última Voz levantó los brazos, y de frente a las estrellas agonizantes se puso a cantar. El canto era blasfemia, y al cabo de unos momentos Paso en la Arena se cerró los oídos, rogando a Dios poder zambullirse, nadar muy hondo y así huir; pero entonces los otros quedarían atrás, y en la orilla había muchísimos hombres del pantano, y él siempre había oído que eran buenos nadadores. Le pidió ayuda al sacerdote, pero el sacerdote no estaba allí.
De pronto Última Voz dejó de cantar, mucho antes de lo que él esperaba.
Hubo un silencio, y Última Voz apuñaló el aire con las manos. De los observadores brotó un sonido, un gimoteo que quizá fuera de placer. Unos hombres se abalanzaron a agarrar a Dedo de Sangre y Hojas que se Comen, arrastrándolos a aguas más profundas. Paso en la Arena saltó a ayudarlos, pero lo golpearon por detrás; perdió pie, luchando, pensando que intentarían mantenerlo bajo el agua, pero nadie lo molestó. Pudo incorporarse y salió del agua tosiendo, quitándose el largo pelo de los ojos. Aún había hombres apiñados sobre Hojas que se Comen y el viejo Dedo de Sangre, pero el agua ya se aquietaba, las ondas coronadas de oro por el sol ascendente.
—Hoy dos —dijo alguien, a espaldas de Paso en la Arena—. La gente está encantada.
Paso en la Arena se volvió y vio a Viento del Este, que se abría paso junto a él y alzando las rodillas se alejaba con zancadas de garza peluda.
—De vuelta al foso —anunció un guardia, y junto con Ondulante Rama de Cedro y Dulce Boca, Paso en la Arena dio media vuelta y chapoteó hasta la orilla, seguido por los hijos de la Sombra.
Acababa de salir del agua cuando oyó un crujido de huesos rotos, y al mirar atrás vio que dos hijos de la Sombra habían muerto, y que unos hombres los cargaban, las cabezas colgando. Se detuvo, furioso como no lo habían puesto las otras muertes. Un guardia lo empujó.
—¿Por qué los matasteis? —dijo Paso en la Arena—. No eran ni parte de la ceremonia.
Dos lo agarraron y le torcieron los brazos a la espalda. Uno dijo:
—No son gente. Nos los podemos comer cuando sea.
El otro añadió:
—Esta noche gran festín.
—Soltadlo —era Viento del Este, que lo tomó por el codo—. De nada vale pelear, hermano. Sólo conseguirás que te rompan los brazos.
—Está bien.
Los hombros de Paso en la Arena habían estado ya a punto de romperse. Balanceó los brazos. Viento del Este decía:
—Habitualmente sacrificamos uno sólo por vez; por eso hoy la gente está entusiasmada. Con los dos hombres y los otros dos alcanzará para que todo el mundo tenga un buen trozo, así que están contentos.
—Las estrellas fueron benignas, pues —dijo Paso en la Arena.
—Cuando las estrellas son benignas —respondió como un eco Viento del Este, con una voz también inexpresiva—, no enviamos al río ningún mensajero.
Antes de que Paso en la Arena advirtiese que estaban cerca, habían llegado al foso. Dio unas zancadas hasta el borde decidido a bajar en vez de caer empujado. Ya había allí alguien, una figurita que parecía sostener otra más pequeña; se detuvo sorprendido, le agarraron los brazos por detrás y rodó ignominiosamente.
La recién llegada era Siete Niñas que Esperan.
Esa noche el Viejo Sabio y los otros hijos de la Sombra cantaron la Canción de la lágrima por los amigos muertos. Echado de espaldas, Paso en la Arena intentó leer las estrellas para ver si el mensaje llevado por el viejo Dedo de Sangre y Hojas que se Comen había tenido algún efecto, pero no era mucho lo que sabía y sólo le parecieron las constelaciones conocidas. Siete Niñas que Esperan se había pasado el día contándoles a todos cómo lo había seguido río abajo y la habían capturado, y la pena que él sintiera en un principio se había ido trocando, al escucharla, en una suerte de tenue rabia por la estupidez de ella. Por su parte ella parecía más contenta que asustada, pues en el foso encontraba reemplazantes para la compañía que la había abandonado. Paso en la Arena recordó que Siete Niñas que Esperan no había visto las muertes en el río.
¿Quién sabía leer las estrellas? Era una noche clara, y la esfera hermana, muy menguada ahora, aún no había asomado; las estrellas brillaban gloriosamente. Tal vez el viejo Dedo de Sangre lo supiera, pero él nunca le había pedido hacerlo. Recordó que ése era el foso llamado El Otro Ojo. En algún lugar al otro lado del río, Viento del Este y Última Voz también estarían estudiando las estrellas. Se movió, intranquilo; la próxima vez se hundiría en el río e intentaría escapar. Libre, acaso pudiera ayudar a los otros. Si acaso quedaban otros después de la próxima vez…
Pensó en Ondulante Rama de Cedro empujada bajo la superficie (el sufrimiento del rostro visto a través de las ondas). Deseó que Siete Niñas que Esperan o Dulce Boca fueran a echarse con él y lo distrajeran, pero ellas estaban durmiendo juntas, las manos estiradas y tocándose. La Canción de la lágrima se alzaba y caía; luego se fue apagando hasta morir. Paso en la Arena se sentó.
—¡Viejo Sabio! ¿Puedes leer las estrellas?
El Viejo Sabio cruzó la arena hasta él. Parecía más tenue que nunca pero más alto, como si la ilusión se le hubiera estirado.
—Sí —dijo—. Aunque no siempre leo lo que leen los tuyos.
—¿Puedes andar entre ellas?
—Puedo hacer lo que elija.
—¿Qué dicen, pues? ¿Morirán más?
—¿Mañana? La respuesta es sí y no.
—¿Yeso qué quiere decir? ¿Quiénes?
—Cada día muere alguien —respondió el Viejo Sabio. Y luego—. Soy lo que tú llamas hijo de la Sombra, recuerda. Si las estrellas me hablan, hablan de nuestros asuntos. Pero todo eso es adivinación necia: la verdad es lo que uno cree.
—¿Será Ondulante Rama de Cedro?
El Viejo Sabio sacudió la cabeza.
—Ella no. No mañana.
Con un suspiro de alivio Paso en la Arena volvió a acostarse.
—Por los otros no te preguntaré. No quiero saberlo.
—Eso es sabio.
—Entonces ¿por qué andar entre estrellas?
—En verdad, ¿por qué? Acabamos de cantar la Canción de la lágrima para nuestros muertos. Tanto pensamos en los que murieron, que no nos enfada que tú no te hayas unido… Pero la Canción de la lágrima es mejor que esa clase de pensamientos.
—No los traerá de vuelta.
—¿Lo desearíamos nosotros?
—¿Desear qué? —con cierta punzada de sorpresa, Paso en la Arena descubrió que sentía rabia, rabia consigo mismo por sentirla. Como el Viejo Sabio no contestaba, añadió—. ¿De qué estás hablando?
Las constelaciones relampagueaban con desdén glacial, haciendo caso omiso de los dos.
—Sólo quise decir —respondió despacio el Viejo Sabio— que si nuestra canción pudiera devolver a Cazador y Hachero, ¿cantaríamos acaso? Si retornaran de la muerte, ¿no los mataríamos?
Paso en la Arena notó que el Viejo Sabio parecía más joven que antes. Los fantasmas eran raros. Y se ofendían con facilidad, recordó.
—Lo siento, si parecí descortés —dijo con toda la cortesía posible—. ¿Cazador y Hachero eran los nombres de tus amigos? Si soy amigo de la Sombra eran amigos míos, y lo mismo Dedo de Sangre y Hojas que se Comen. También por ellos deberíamos hacer algo: sentarnos por ahí y contar historias de ellos hasta tarde… Pero no creo que éste sea el lugar adecuado. No me encuentro bien.
—Comprendo. Te pareces muchísimo al hombre llamado Dedo de Sangre.
—La madre de su madre era hermana de la de mi madre, probablemente, o algo así.
—Observas a mis camaradas, los otros hijos de la Sombra. ¿Por qué?
—Porque nunca pensé que los hijos de la Sombra tuvieran nombres. Sólo pensaba en ellos como hijos de la Sombra.
—Lo sé.
El Viejo Sabio escrutaba de nuevo el cielo, recordándole a Paso en la Arena que antes le había dicho que podía andar por ahí. Paso en la Arena se había acostado de nuevo sobre su estómago y con la cabeza sobre los brazos, donde olía el tenue olor salado de su propia carne. Tras un rato que pareció largo, el Viejo dijo:
—Sus nombres son Llama Astuta, Cisne y Silbador.
—Igual que la gente.
—Antes de que los hombres vinieran del cielo no teníamos nombres —dijo el Viejo Sabio, soñador—. Eramos sobre todo largos, y vivíamos en agujeros entre las raíces de los árboles.
—Creía que ésos éramos nosotros —dijo Paso en la Arena.
—Estoy confundido —admitió el Viejo Sabio—. Sois tantos ahora, y nosotros tan pocos…
—¿Oís nuestras canciones?
—Yo estoy hecho de canciones vuestras. Hubo una vez unas gentes que utilizaban las manos, cuando tenían manos, sólo para tomar comida; y un día llegaron a visitarlos otras gentes, que navegaban de estrella a estrella. Entonces se descubrió que las primeras oían las canciones de las segundas y se las enviaban otra vez: más grandes, más y más grandes que antes. Luego las segundas sintieron las canciones con más fuerza, en todos los huesos; pero tocadas, quizá, por las primeras. En un tiempo yo estaba seguro de cuáles eran las primeras gentes, y las segundas; ahora ya no lo sé.
—Y yo ya no sé de qué hablas —le dijo Paso en la Arena.
—Como una chispa que brota de la bóveda sin ecos del vacío —continuó el Viejo Sabio—, la brillante forma se deslizó vaporosa por el mar…
Pero Paso en la Arena ya no escuchaba. Había ido a tenderse entre Dulce Boca y Siete Niñas que Esperan, dándole una mano a cada una.
El día siguiente, antes del amanecer, volvieron a arrojar la liana por la pared del foso. Esta vez no hizo falta que los hombres del pantano bajaran a hacer subir a los montañeses. Alguien gritó desde el borde y ellos treparon, aunque despacio y de mala gana. Arriba esperaba Viento del Este, y Paso en la Arena, que había subido con los otros tres hijos de la Sombra, le preguntó:
—¿Cómo estaban anoche las estrellas?
—Mal. Muy mal. Última Voz está alterado.
Paso en la Arena dijo:
—Ya pensé yo que tenían mal aspecto… Vencejo brillaba justo sobre el cabello de la Mujer de Pelo Ardiente. No creo que Hojas que se Comen y Dedo de Sangre hayan entregado el mensaje que les diste. Hojas que se Comen siempre hace cosas que nadie le ha pedido, pero probablemente el viejo Dedo de Sangre le ha dicho a todo el mundo que te mereces una suerte peor. Lo mismo haré yo si me mandas.
Viento del Este exclamó «¡Idiota!» e intentó derribarlo de un golpe. Como no pudo, dos de los hombres del pantano se encargaron de la tarea.
Había niebla, y a causa de la niebla estaba oscuro. Cuando se hubo levantado, Paso en la Arena pensó que la oscuridad y la fría bruma, que preveía más espesa a pocos pies por sobre el agua del río, sería excelente para escapar; pero al parecer los hombres del pantano pensaban lo mismo. A cada lado de él caminaba uno, agarrándole los brazos. Hoy el camino hasta el río parecía más largo que de costumbre. Tropezó, y los guardias lo apremiaron a alcanzar a los otros. Delante aparecieron las pequeñas espaldas oscuras de los hijos de la Sombra y las anchas, pálidas de los hombres del pantano, y enseguida se desvanecieron otra vez.
—Buena comida anoche —dijo uno de los hombres—. Tú no estuviste invitado, pero esta noche sí.
Amargamente, Paso en la Arena dijo:
—Pero tenéis mal las estrellas.
Miedo y cólera se atrepellaron en los ojos del hombre, y dio a Paso en la Arena un violento tirón del brazo. Delante, en la niebla, hubo gritos no del todo humanos; después silencio.
—Quizá tengamos mal las estrellas —dijo el otro hombre—, pero esta noche comeremos hasta reventar.
Dos más volvieron por donde habían ido, cada uno cargando el cuerpo lacio de un hijo de la Sombra. Paso en la Arena podía oler el río y oír, en el siniestro silencio de la bruma, el ruido que hacían las ondas al dar contra la orilla.
Última Voz se alzaba como antes, con zarcillos de vapor blanco enredados a su alta figura. Hoy los hombres del pantano llevaban collares y pulseras y brazaletes y guirnaldas de hierba verde y brillante, y bailaban en la orilla una lenta danza; mujeres, niños y hombres, todos ondulando como una gran serpiente, murmuraban al danzar. Viento del Este relevó a uno de los guardianes y susurró al oído de Paso en la Arena:
—Tal vez ésta sea la última asamblea del pantano. Las estrellas están muy mal.
Despectivo, Paso en la Arena respondió:
—¿Tanto miedo les tienes?
Luego Viento del Este no estuvo más, y los guardias empujaron a Paso en la Arena hasta un grupo tembloroso junto con su madre, el último hijo de la Sombra, y las dos muchachas. Mariposas Rosadas lloraba, y Siete Niñas que Esperan la mecía, consolándola con disparates y pidiendo cosas a Dios. Paso en la Arena la abrazó y ella hundió la cara en el hombro de él.
Junto a Paso en la Arena estaba el último hijo de la Sombra, y al bajar él los ojos, vio que temblaba. Al lado asomaba el Viejo Sabio, tan fino en la niebla que parecía imposible que alguien lo viese salvo Paso en la Arena. De improviso, el último hijo de la Sombra le tocó el brazo y dijo:
—Moriremos juntos. Te amamos.
—Mastica más fuerte —le dijo Paso en la Arena— y no lo creerás.
Y luego, lamentando haber herido a un amigo en un momento así, más amablemente añadió:
—¿Tú cuál eres? ¿No eres el que me mostró lo que mascáis?
—Lobo.
Última Voz había empezado a cantar. Paso en la Arena dijo:
—Anoche vuestro Viejo Sabio me dijo que os llamabais Fuego Astuto, Silbador y no me acuerdo qué más… Pero con ese nombre no había ninguno.
—Tenemos nombres por siete —dijo el hijo de la Sombra— y nombres por cinco. Tú has oído los nombres por tres. Ahora mi nombre es un nombre por uno. El único que nunca cambia es el nombre de él, el del Viejo Sabio.
—Excepto —susurró el Viejo Sabio— cuando me llamo, como de vez en cuando me llamaba en un tiempo, la Norma del Grupo —ahora el Viejo Sabio era apenas una especie de vacío en la niebla, un agujero con forma de hombre.
Paso en la Arena había estado mirando a los guardianes, y tal como había esperado vio una abertura: un momento en que la vigilancia, mientras escuchaban a Última Voz, se distendió. Por todas partes colgaba la niebla y el río era ancho y estaba oculto. Si Dios lo quería, tal vez alcanzara el agua profunda…
Dios, Dios querido, buen Señor…
Se precipitó, los pies chapoteando, luego resbalando en un intento de escurrirse entre dos de los hombres. Lo agarraron del pelo y le golpearon la cara con puños y rodillas antes de empujarlo de nuevo con los demás. Siete Niñas que Esperan, Dulce Boca y su madre trataron de ayudarlo, pero las maldijo y las apartó, lavándose la cara en el agua amarga del río.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó el último hijo de la Sombra.
—Porque quiero vivir. ¿No sabes que en unos minutos nos ahogarán a todos?
—Oigo tu canción —dijo el hijo de la Sombra—, y yo también deseo vivir. Puede que no sea de tu sangre, pero deseo vivir.
—Pero debemos morir —susurró la voz del Viejo Sabio.
—Nosotros debemos morir —dijo rudamente Paso en la Arena—, no tú. No recogerán tus huesos.
—Cuando éste muera, moriré yo —dijo el Viejo Sabio indicando al último hijo de la Sombra—. Mitad estoy hecho como vosotros y mitad como él; pero sin él como eco, vuestra mente no me dará forma.
El último hijo de la Sombra volvió a decir en voz baja:
—También yo deseo vivir. Puede que haya una manera.
—¿Cuál? —Paso en la Arena lo miró.
—Los hombres cruzan entre las estrellas torciendo el cielo para acortar el camino. Desde que llegamos aquí…
—Desde que ellos llegaron —lo corrigió amablemente el Viejo Sabio—. Pues yo soy medio hombre, y sé que nosotros estuvimos aquí siempre, escuchando un pensamiento que no llegaba; escuchando sin pensamiento propio para ser hombres. O tal vez todos sean una sola estirpe, a medias recuerdo y mengua, a medias olvido y florecimiento.
—Tengo en la mente la canción de la muchacha del niño —dijo el último hijo de la Sombra—, y el que llaman Última Voz está cantando. Y no me importa si somos uno o dos. Hemos cantado para detener a los navegantes de las estrellas. Deseábamos vivir como quisiéramos, olvidados de lo que fue y es; y aunque ellos han torcido el cielo, nosotros les hemos torcido el pensamiento. Imagina que ahora nuestro canto los llama y vienen. Los atraparán los hombres del pantano y habrá muchos para elegir. Tal vez no seremos elegidos nosotros.
—¿Tanto puede hacer uno?
—Somos tan pocos que entre nosotros ni siquiera uno es un número mezquino. Y los otros cantan para que los navegantes de las estrellas no vean lo que quieren ver. Por un latido mi canción les limpiará la vista, y aquí el cielo torcido está cerca en muchos puntos. Serán rápidos.
—Es malo —dijo el Viejo Sabio—. Largo tiempo hemos andado despreocupados en el único paraíso. Mejor sería que todos aquí murieran.
Con firmeza, el último hijo de la Sombra dijo entonces:
—No hay nada peor que mi muerte —y algo que había envuelto al mundo desapareció.
Se fue en un instante y dejó el río y la niebla, a los estremecidos hombres danzantes, al cantor Última Voz y a ellos mismos inmutados, pero había sido más grande que cualquier cosa y Paso en la Arena no lo había visto porque había estado siempre allí, pero ahora recordaba qué había sido. El cielo estaba abierto, sin nada en absoluto entre los pájaros y el sol; la niebla que se arremolinaba en torno a Última Voz podía llegar hasta la Mujer de Pelo Ardiente. Paso en la Arena miró al último hijo de la Sombra y vio que estaba llorando y que sus ojos no contenían nada. Así se sentía él mismo y, volviéndose hacia Ondulante Rama de Cedro, le preguntó:
—Madre, ¿de qué color tengo ahora los ojos?
—Verdes —le respondió Ondulante Rama de Cedro—. Con esta luz parecen grises, pero los tienes verdes. Los ojos son de ese color.
Detrás de ella Siete Niñas que Esperan y Dulce Boca murmuraron:
—Verde.
Y Siete Niñas que Esperan añadió:
—También los tiene verdes Mariposas Rosadas.
Entonces, roja y destellando como vieja sangre por entre la bruma, apareció una chispa; muy alto al norte, donde Océano se movía como una anguila bajo el color gris. Paso en la Arena la vio antes que nadie. Se fue haciendo más grande, más furiosa, y por encima del agua llegó un silbido y un zumbido; en la orilla una mujer gritó, señalando la gota de fuego rojo que siseaba cada vez más cerca. Hacía el ruido que se oye cuando el rayo mata un árbol. Cayendo con ella había ya dos estrellas más, y las seguían los alaridos de toda la gente, y cuando golpearon el suelo los hombres del pantano escaparon. Dulce Boca y Siete Niñas que Esperan se echaron en los brazos de Paso en la Arena y hundieron la cara en su pecho. Los hombres que los habían vigilado corrían, arrojando los brazaletes y coronas de hierba.
Sólo Última Voz no se movía. Había dejado de cantar, pero no escapaba. Paso en la Arena le vio en los ojos una desesperación como la de la bestia exhausta que al fin se vuelve y desnuda la garganta a las fauces del tigre tedio.
—Vamos —dijo Paso en la Arena, apartando a las muchachas y tomando a su madre del brazo; pero al oído el Viejo Sabio le dijo:
—No.
Detrás de ellos hubo un chapoteo de pies en el agua del río. Era Viento del Este, y al verlo Última Voz comentó:
—Escapaste.
Viento del Este respondió:
—Sólo por un momento. Luego recordé.
Parecía avergonzado. Última Voz dijo:
—No hablaré más —y dando la espalda a todos, volvió la mirada a Océano.
Paso en la Arena dijo:
—Nos vamos. No intentes deternos.
—Espera… —Viento del Este se volvió hacia Ondulante Rama de Cedro—. Dile que espere.
Ella le dijo a Paso en la Arena:
—Él también es hijo mío. Espera.
Paso en la Arena se encogió de hombros y amargamente preguntó:
—Hermano, ¿qué quieres de nosotros?
—Es un asunto de hombres, no de mujeres; y no de los que son como él —miró al último hijo de la Sombra—. Diles que se vayan a la orilla y río arriba. Juro que ningún hombre del pantano se les interpondrá.
Las mujeres se fueron, pero el último hijo de la Sombra sólo dijo:
—Esperaré en la orilla.
Y Viento del Este, vencido, asintió.
—Bien, Hermano —dijo Paso en la Arena—, ¿qué anda por aquí?
—Mientras las estrellas están en su sitio —respondió despacio Viento del Este—, el andariego de estrellas juzga a la gente; pero cuando cae una estrella hay que nublar el río con la sangre del andariego, para que el río pueda olvidar. Esto lo hace el discípulo, ayudado por todos los más próximos.
En la cara de Paso en la Arena había una pregunta.
—Yo sé golpear —dijo Viento del Este— y golpearé. Pero lo amo, y no golpearé lo bastante fuerte. Debes ayudarme. Ven conmigo.
Nadaron juntos en el río, y en la otra orilla encontraron un árbol de corteza blanca, como los que Paso en la Arena había visto en un sueño, ordenados en un gran círculo alrededor de Viento del Este. Las raíces flotaban en el agua cortante, y eligiendo una varilla menos gruesa que un dedo, Viento del Este la separó de un mordisco, la levantó chorreante y se la dio a Paso en la Arena. Era larga como su brazo, con la parte de abajo cargada de pequeños moluscos, con olor a lodo. Mientras Paso en la Arena la examinaba, Viento del Este tomó otra varilla y ambos azotaron a Última Voz hasta que del cuerpo flotante no corrió más sangre, aunque los afilados caparazones le habían abierto la carne en la espalda.
—Era montañés —dijo Viento del Este—. Todos los andariegos de estrellas deben nacer en el país alto.
Paso en la Arena dejó caer al agua el ensangrentado flagelo.
—¿Y ahora qué?
—Se ha acabado —Viento del Este tenía lágrimas en los ojos—. En vez de comer el cuerpo, se lo deja derivar hasta Océano; un sacrificio total.
—¿Yahora tú gobiernas el pantano?
—Deben quemarme la cabeza como fue quemada la suya. Después… sí.
—¿Ypor qué voy a dejarte vivir? Habrías ahogado a nuestra madre. No eres hombre, y puedo matarte…
Antes de que Viento del Este contestara, Paso en la Arena lo tenía aferrado, tirándolo hacia atrás por el pelo.
—Si muere —le susurró el Viejo Sabio a Paso en la Arena— algo de ti muere con él.
—Que muera pues. Es una parte de mí que quisiera matar.
—¿Te mataría él de esta manera?
—Nos habría ahogado a todos.
—Por lo que tenía en la mente. Tú ahora lo matas por odio. ¿Te habría matado él así?
—Es como yo —dijo Paso en la Arena, y dobló a Viento del Este hacia atrás hasta que el agua le cubrió la frente y le lamió los ojos.
—Hay una forma de saberlo —dijo el Viejo Sabio, y Paso en la Arena vio que el último hijo de la Sombra había vuelto a entrar en el río. Cuando advirtió que Paso en la Arena lo miraba, repitió:
—Hay una forma.
—Muy bien, ¿cuál?
—Deja que se enderece —le dijo el hijo de la Sombra, y a Viento del Este—. Vosotros nos coméis, pero sabéis que somos gente mágica.
Boqueando, Viento del Este respondió:
—Lo sabemos.
—Por nuestro poder hice que cayeran las estrellas; pero ahora hago una magia todavía más grande. Te hago a ti Paso en la Arena y a Paso en la Arena lo hago tú —dijo el hijo de la Sombra, y rápido como una culebra se lanzó hacia adelante y clavó los dientes en el brazo de Viento del Este. Paso en la Arena vio cómo la cara de su gemelo se aflojaba y los ojos miraban cosas nunca vistas—. Lo que nadaba en mi boca ahora nada en sus venas —dijo el hijo de la Sombra, limpiándose de los labios la sangre de Viento del Este—. Y porque hablé con él y me creyó, en su pensamiento ahora él es tú.
A Paso en la Arena le dolía el brazo de azotar a Última Voz, y se lo frotó.
—Pero ¿cómo sabremos qué hace?
—Pronto hablará.
—Esto es un juego de niños. Debería morir.
Paso en la Arena pateó los pies de Viento del Este, para que cayera al agua, y allí lo mantuvo hasta que el cuerpo se aflojó. Después de enderezarse le dijo al último hijo de la Sombra:
—Hablé.
—Sí.
—Pero ahora no sé si soy Paso en la Arena o un sueño de Viento del Este.
—Y yo tampoco —dijo el hijo de la Sombra—. Pero allá en la playa está pasando algo. ¿Vamos a ver?
La niebla se consumía. Paso en la Arena miró adonde señalaba el hijo de la Sombra y vio que allí donde el río se unía gimiendo a Océano algo verde cabeceaba en el agua. Cerca, en la arena, tres hombres con los miembros cubiertos de hojas señalaban el cuerpo varado de Última Voz y hablaban con palabras que Paso en la Arena no comprendía. Cuando se acercó a ellos extendieron las manos, abiertas, y sonrieron; pero él no entendió que las manos abiertas querían decir —o habían querido decir en un tiempo— que no llevaban armas. La gente de él no conocía las armas. Esa noche Paso en la Arena soñó que estaba muerto, pero los largos días de sueño habían terminado.