El ejército de Fistandantilus prosiguió su avance hacia el sur, llegando a Caergoth cuando las últimas hojas se desprendían de los árboles y la gélida mano del invierno se cernía sobre la tierra.
La orilla del Mar Nuevo detuvo a la tropa, pero Caramon, sabedor de que tendría que atravesarlo, había forjado ciertos planes de antemano. Tras dejar al mando del grueso de sus seguidores a su hermano y sus subordinados de confianza, el general condujo a un destacamento de sus hombres mejor adiestrados hasta el mar. La acompañaban asimismo todos los herreros, leñadores y carpinteros que se habían unido a él durante la larga marcha.
Estableció el guerrero su cuartel general en la ciudad de Caergoth. Eran innumerables las ocasiones en que había oído mencionar este puerto en su vida anterior, o quizá debería decirse futura. Tres siglos después del Cataclismo, el lugar se convertiría en un burgo costero bullente de animación, próspero y alegre. Ahora, sin embargo, cuando acababan de cumplirse cien años de la caída de la montaña ígnea sobre Krynn, Caergoth era sinónimo de desconcierto. De ser una comunidad de granjeros en medio de los llanos de Solamnia, había pasado a recibir la inesperada visita del mar y, claro, sus habitantes luchaban contra lo que se les antojaba una terrible amenaza.
Al contemplar desde un punto elevado el lugar donde se terminaban las calles, un abrupto acantilado que caía aplomado hasta las lejanas y recientes playas, Caramon pensó en Tarsis. La hecatombe había privado a esta última ciudad del mar, dejando las embarcaciones embarrancadas en la arena cual peces moribundos, mientras que aquí el oleaje cubría los que en un tiempo fueran campos de cultivo.
El hombretón recordó con añoranza las naves varadas de la antigua urbe, al advertir que en Caergoth apenas había unas pocas, del todo insuficientes para sus necesidades. Ordenó a algunos de sus soldados que recorrieran la franja litoral en ambos sentidos y adquirieran o requisaran, de hallar oposición, cuantos barcos pudieran hacerse a la mar, contratando también a sus respectivas tripulaciones. Obedientes a su mandato, los enviados regresaron a Caergoth a bordo de desvencijados cascarones, que los artesanos remozaron y armaron de tal manera que fueran capaces de transportar pesadas cargas en la travesía del Estrecho de Schallsea, rumbo a Abanasinia.
Caramon recibía cotidianamente noticias sobre los progresos de los ejércitos enaniles, de cómo habían fortificado Pax Tharkas, cómo habían importado mano de obra —enanos gully, por supuesto— para trabajar sin descanso en las minas y fraguas donde, día y noche, se confeccionaban pertrechos que luego eran llevados a Thorbardin en sólidos carros, a fin de engrosar los arsenales ocultos en la montaña.
Los emisarios de los Enanos de las Colinas y los bárbaros no sólo le informaron acerca de sus rivales. El general averiguó que se había producido una gran concentración tribal en Abanasinia, cuyos moradores optaron por arrinconar sus feudos para luchar juntos en pro de la supervivencia. Sus pequeños aliados le comunicaron también que, al igual que sus primos, estaban manufacturando nuevas armas con el concurso de legiones gully, dedicados en exclusiva a esta tarea.
Caramon decidió incluso solicitar la ayuda de los elfos, mediante una discreta misiva a su cabecilla. Tal empeño le causó una sensación extraña, ya que el dignatario a quien dirigió sus súplicas no era otro que Solostaran, el Orador de los Soles, quien había muerto unas semanas antes en su propio tiempo. Raistlin se mofó de su intento de inducir a los qualinesti a guerrear, conocedor de la respuesta. Mas, pese a su aparente desdén, el archimago abrigaba secretas esperanzas, alimentadas en las largas horas nocturnas, de que esta vez su actitud fuera distinta.
No fue así, los mensajeros del general no tuvieron ni siquiera la oportunidad de entregar el pergamino. Antes de que desmontaran de sus caballos, surcó el aire una lluvia de zigzagueantes flechas, que, al clavarse en el suelo, formaron un mortífero círculo en su derredor. Los atacados otearon los bosques de álamos que configuraban la zona y vieron a centenares de arqueros, todos ellos con la cuerda tensa y un dardo presto a traspasarles. No intercambiaron el menor diálogo. Tuvieron que regresar sin más contestación que uno de aquellos proyectiles de inequívoco significado.
No sólo el hecho de invocar el auxilio de un elfo muerto provocaba en el luchador sentimientos desestabilizadores; la guerra misma lo abrumaba como algo que escapaba a su voluntad. Al recapacitar sobre lo que había oído discutir a Raistlin y Crysania, el hombretón sospechó que todas sus acciones ya habían sido realizadas con anterioridad. Tal pensamiento se le antojó una pesadilla, se transformó en una obsesión no menos pavorosa que la de su gemelo, aunque sus motivos eran distintos.
«Es como si la argolla de hierro que ceñía mi cuello en Istar volviera ahora a apretarlo —reflexionó una noche en la posada de Caergoth, donde había ocupado posiciones—. Soy un esclavo, lo mismo que entonces, si bien la situación ha empeorado. En el circo tenía, al menos, albedrío para elegir mi propio destino. De haberlo querido, en mi época de gladiador me habría bastado con hundir en mi carne la espada de adiestramiento y poner fin a mi vida. Ahora, por el contrario, no se me ofrece esta alternativa».
Tan singular concepto, que le privó del reparador sueño durante numerosas veladas, poseía una cualidad terrorífica en su misma imprecisión. No era capaz de concretarlo, pese a su punzante realidad, y a nadie podía consultar. Le habría gustado comentarlo con su hermano, pero éste se hallaba en el campamento interior al mando del ejército y, por otra parte, aunque hubieran estado juntos habría rehusado departir sobre una cuestión tan espinosa.
Raistlin, en este lapso de espera, había recuperado a ojos vistas sus energías. Tras formular los hechizos que consumieran la aldea del valle hasta volatilizarla en una inmensa pira funeraria, el archimago permaneció dos días en estado comatoso. Al despertar de su letargo febril, anunció que tenía hambre y, en las horas siguientes, ingirió más alimento del que en otra circunstancia habría tolerado en varios meses. Se esfumó la tos, nuevas capas de carne revistieron sus huesos y, en definitiva, se restablecieron sus fuerzas.
Sin embargo, tales progresos no mitigaron sus pesadillas. Hasta tal punto le atormentaban que sus poderosas pociones se revelaron inútiles.
Dormido o despierto, un único problema azuzaba la mente del hechicero. Si lograba descubrir el error fatal de Fistandantilus, quizá lo enmendaría.
Un sinfín de proyectos se dibujaron en su imaginación. Incluso acarició la idea de viajar a su verdadero presente para investigar, pero, tras meditarlo mejor, desistió. Si incendiar un pueblo le había sumido en una fatiga inenarrable, un desplazamiento mágico supondría el descalabro absoluto de su salud. Además, mientras en su tiempo sólo transcurrían dos días —los necesarios para recobrarse del periplo—, en esta era pasarían varios eones. Y, por último, aunque regresara, no estaría en condiciones de enfrentarse a una adversaria como la Reina de la Oscuridad.
Cuando, desesperado, abandonaba sus intentos, obtuvo la anhelada respuesta.
Raistlin alzó la cortinilla de la tienda y salió al exterior. El centinela que estaba de servicio se sobresaltó e, incómodo, hizo un torpe movimiento. La presencia del archimago siempre crispaba los nervios, incluso los de su guardia personal, ya que no se le oía venir, parecía materializarse de la nada. La primera muestra de su proximidad era el contacto de unos dedos ardorosos en el brazo del soldado al que pillaba desprevenido, un siseo apenas articulado o, también, el crujir de sus negras vestiduras.
La tienda del hechicero era espiada con sobrecogimiento, con la temerosa fascinación que provocan los fenómenos de ultratumba, aunque nadie había visto dimanar prodigios de su urdimbre. Eran muchos, inevitablemente, los que la vigilaban con la remota esperanza de asistir a la rebelión de un monstruo de los abismos frente a su arcano dueño. ¡Cuánto placer habría causado a los imaginativos niños contemplar cómo semejante criatura deambulaba entre rugidos por el campamento, devorando a quien se interpusiera en su camino hasta que ellos lo domesticasen sin más armas que un pan de jengibre!
Nunca sucedió un hecho de esta índole. El archimago, al sobreponerse de su quebranto físico, incrementó el predominio que su misterio le confería ante la plebe sin necesidad de exhortar a los entes de las tinieblas. Alimentó sus fuerzas, las conservó con sumo celo.
«Esta noche será diferente —pensó, entre suspiros y gruñidos—. Pero no puedo alterar los acontecimientos».
—Centinela —murmuró.
—¿M… me has llamado, señor? —balbuceó el interpelado.
Estaba, además de asustado, perplejo. El gran maestro rara vez se dignaba hablar con alguien, menos aún con un simple soldado.
—¿Dónde está Crysania?
El guardián no acertó a reprimir la mueca que retorció su labio al contestar que la «bruja» se encontraba en la tienda del general Caramon, pues se había retirado temprano.
—¿Mando a alguien en su busca, señor? —ofreció a Raistlin con tan tangible resquemor, que éste no pudo evitar esbozar una sonrisa, aunque cuidó de disimularla entre las sombras de su capucha.
—No —susurró el nigromante, meneando la cabeza como si le complaciera esta información—. Y mi hermano, ¿tienes noticias de él? ¿Cuándo está previsto que regrese?
—El general Caramon nos ha comunicado a través de un mensajero que llegará mañana —explicó el aludido sin saber a qué atenerse, pues estaba convencido de que el mago no ignoraba la inminente vuelta de su gemelo y le extrañaba tal pregunta—. Debemos aguardar aquí su venida y, al mismo tiempo, recoger los abastos. Los primeros carromatos arribaron esta tarde, señor, y el resto de la caravana se presentará poco después del alba. —Se interrumpió en su discurso, asaltado por una súbita idea—. Si quieres dar alguna contraorden, llamaré de inmediato al capitán de la guardia, maestro.
—No, nada de eso —se apresuró a atajarlo Raistlin en actitud tranquilizadora—. Lo único que deseo es asegurarme de que no seré importunado esta noche, por nada ni por nadie. ¿Está claro…? Lo siento, no recuerdo tu nombre.
—Michael, señor —repuso el centinela—. No te preocupes, gran mago; si tal es tu mandato, yo me ocuparé de que se cumpla al pie de la letra.
—Estupendo —se congratuló el hechicero.
Se encerró unos instantes en su mutismo, en el que levantó los ojos hacia la bóveda celeste, que iluminaban, indiferentes al frío, Lunitari y las diversas constelaciones de estrellas. Solinari languidecía cual una cicatriz de plata en el manto nocturno y, no muy lejos, se recortaba la luna más importante, la que sólo él distinguía. Nuitari, el satélite negro, era un disco redondo, perfectamente cincelado, un agujero de negrura en los planos astrales.
Dio un paso hacia el soldado, retirando el embozo de su faz, para permitir que sus pupilas capturasen los haces rojizos del disco dominante. Michael, espantado, retrocedió de manera involuntaria, aunque su estricta formación como caballero de Solamnia le obligó a refrenarse y guardar la compostura.
El cuerpo del joven se puso rígido y su tensión no pasó inadvertida al nigromante, quien, de nuevo, sonrió. Acto seguido, como si pretendiera imprimir mayor firmeza a sus palabras, el arcano personaje posó la mano en el protegido pecho del centinela mientras impartía sus instrucciones.
—Nadie debe entrar en mi tienda, bajo ningún pretexto —repitió en aquel sibilino murmullo al que tanto partido solía sacar—. No importa lo que ocurra, ¡respeta mi decisión a rajatabla! Y, cuando digo «nadie», me refiero tanto a Crysania como a Caramon o a ti mismo. ¡Nadie en absoluto! —exclamó vehemente.
—C… comprendido, señor —tartamudeó Michael.
—Es posible que veas u oigas cosas extrañas —previno Raistlin a su subordinado, atrapándole en su hipnótica mirada—. No les prestes atención. Tan sólo graba esta sentencia en tu memoria: Aquel que traspase el acceso de mi tienda esta noche lo hará a riesgo de su vida… y de la mía.
—Sí, gran maestro, descuida. Nadie se acercará a este paraje —insistió el muchacho, a la vez que tragaba saliva y un hilillo de sudor, que contrastaba con el ambiente invernal, se deslizaba por su pómulo.
—Eres, o has sido, un caballero de Solamnia. ¿Me equivoco? —inquirió el hechicero de forma abrupta.
Se produjo un corto silencio, durante el cual el guardián desvió el rostro en una evidente evasiva y el nigromante, al comprobar su zozobra, le dio una palmada casi de afecto.
—No deseo incomodarte, no es necesario que contestes —apaciguó al muchacho—. De todos modos, aunque te hayas rasurado el mostacho no es difícil adivinar tu procedencia y menos aún yo, que tuve ocasión de conocer a un miembro de tu Orden. Así pues, júrame por el Código y la ancestral Medida de los Caballeros que harás lo que te he indicado.
—Lo juro por el Código y la Medida —proclamó, sumiso, Michael.
Aparentemente satisfecho, el archimago dio media vuelta para refugiarse en su tienda mientras el centinela, libre de aquellas pupilas en las que no vislumbraba sino su propio reflejo, regresaba a su puesto con un escalofrío perceptible incluso bajo su gruesa capa de lana. En el último momento, sin embargo, Raistlin se detuvo en medio del enigmático crujir de su túnica.
—Caballero —dijo.
—¿Sí, señor? —La voz del guardián era apenas un titubeo.
—Si alguien penetra esta urdimbre e interrumpe el encantamiento que me dispongo a formular, y si yo sobrevivo al desastre, espero descubrir tu cadáver yaciendo en el suelo. Es ésta la única excusa que aceptaré por tu fracaso.
—No pases cuidado, así será —respondió, ya más firme, el joven, aunque mantuvo quedo su tono—. Est Sularas oth Mithas, en mi honor empeño la vida.
—Sí —apostilló el hechicero encogiéndose de hombros—, en general sucede de este modo. Ambos conceptos son indisociables.
Desapareció al fin y Michael, solo en la oscuridad, se preguntó expectante qué fenómenos iban a obrarse en el interior de la residencia arcana plantada a su espalda. Añoró la compañía de Garic, su primo, que de estar en el campamento compartiría los avatares de su peculiar misión. Pero Garic había partido junto a Caramon, de manera que se arrebujó en la capa y escudriñó, ansioso, la explanada donde ardían las acogedoras fogatas, corría el vino especiado y las estentóreas risas daban fe de la camaradería reinante. Tal escena le hizo sentir todavía más la negrura que lo rodeaba, teñida de encarnado y envuelta en un silencio que únicamente rompía el repiqueteo de su armadura, intensificado por sus temblores.
Tras recorrer la estancia que configuraba su hogar de campaña, Raistlin se inclinó sobre un enorme baúl de madera que se alzaba junto al lecho. Tallado con runas mágicas, aquel objeto era la única de sus pertenencias, además del bastón, que no permitía tocar a nadie. Tampoco lo intentaban, sobre todo después de oír el informe de uno de los guardianes que, por error, había tratado de levantarlo. El nigromante no había proferido una palabra, se limitó a contemplar al temerario soldado mientras éste lo soltaba entre ahogados jadeos.
Tan frío al tacto era aquel cofre, explicó el infortunado con acento entrecortado a sus contertulios, que helaba la sangre en las venas. Y, aún peor, al rozarlo le había atenazado un intenso pánico. Era un milagro que no hubiese perdido el juicio.
Desde el incidente, sólo Raistlin lo había manejado, aunque nadie imaginaba cómo. No era su peso el problema, sino un hecho más singular: se hallaba siempre presente en su tienda, pero nadie recordaba haberlo visto entre la carga que transportaban los caballos en los desplazamientos.
Levantando la tapa, el hechicero estudió su contenido con detenimiento. Estaba atestado de volúmenes encuadernados en tela azul, tarros y bolsas de ingredientes arcanos, otros libros de cubierta negra donde el mago anotaba sus propios experimentos, una vasta colección de pergaminos y en el fondo, cuidadosamente dobladas, algunas de sus túnicas. No había en aquella amalgama anillos ni colgantes de esotéricas virtudes, posesiones frecuentes de los nigromantes de inferior categoría. Raistlin desdeñaba estos talismanes por considerarlos propios de los débiles e ineptos.
Pasó revista a todos los objetos, incluido un opúsculo de páginas amarillentas que habría sombrado a un observador casual, incitándole a preguntarse qué hacía un artículo tan ordinario entre aquellos valiosos tesoros. El título, escrito en llamativos caracteres góticos a fin de atraer al comprador, era: Técnicas de la prestidigitación para pasmar y deleitar, y debajo, a guisa de reclamo, figuraban las exclamaciones «¡Deje perplejos a sus amigos! ¡Engañe a los crédulos!» y otras de similar calibre, que apenas podían leerse por haberlas manoseado tiempo atrás manos jóvenes, vehementes.
Tras dejar a un lado aquella guía de ilusionismo que, incluso ahora, arrancó una leve sonrisa de sus labios, Raistlin rebuscó entre las mudas de su atuendo, puso al descubierto una pequeña caja y la levantó. Guardaban su superficie, al igual que la del cofre, unas runas de portento mágico, por lo que hubo de recitar un versículo para neutralizar sus efectos. La abrió con suma delicadeza y apareció ante su vista un adornado pedestal de plata, que, también amorosamente, desprendió de su ajuste y llevó hasta la mesa que había colocado en el centro del recinto.
Acomodóse el hechicero en una silla, hundió la mano en uno de los bolsillos secretos de su atavío y sacó una bola de cristal. Animado su núcleo por un remolino multicolor, no se asemejaba en un primer examen sino a una canica. No obstante, un escrutinio más concienzudo revelaba que las volutas allí atrapadas estaban dotadas de vida, ya que se agitaban y estiraban sin tregua, como si buscasen una vía de escape.
Raistlin depositó el globo sobre el pedestal que, debido a su superior tamaño, le confería un aspecto ridículo. De pronto, como siempre ocurría, se armonizaron las proporciones. La bola creció, el pie pareció encogerse y, acaso por efecto de estas mutaciones, el propio nigromante tuvo la impresión de haberse reducido. Era él quien se sentía insignificante.
Se trataba de una sensación corriente, a la que estaba avezado, sabedor de que el Orbe de los Dragones —tal era la vibrante, abigarrada esfera— intentaba poner en desventaja a quien lo utilizaba. El nigromante había aprendido a dominarlo mucho tiempo atrás, o cabría decir en un remoto futuro, y conocía el método para controlar la quintaesencia de las razas reptilianas que lo habitaban.
Relajándose, cerró los ojos y se abandonó a su magia. Transcurridos unos segundos, posó los dedos en la fría superficie del Orbe y pronunció unas antiguas fórmulas:
—Ast bilak moiparalan. Suh akvlar tantangusar.
El arco iris cesó en sus lánguidas dimanaciones y comenzó a girar desenfrenadamente. El archimago clavó su mirada en el epicentro de aquellas órbitas, a fin de luchar contra el mareo que le producían, firmes las manos sobre el cristal. Despacio, repitió las frases arcanas.
Se apaciguaron las revoluciones y una luz surgió del núcleo. Raistlin pestañeó, antes de fruncir el entrecejo. El destello no debía ser blanco ni negro, había de encerrar todos los colores y ninguno como símbolo de la mescolanza del Bien, el Mal y la Neutralidad que gobernaba la esencia de los dragones. Así fue siempre, desde la primera vez que se asomó al interior y se debatió para alcanzar la absoluta supremacía.
El fulgor que ahora observaba, aunque similar a los que percibiera en anteriores circunstancias, estaba circundado por oscuras sombras. Lo estudió de cerca, fríamente, deseoso de descartar los posibles delirios de su imaginación. No era una falacia. Con la faz contraída, reconoció los imprecisos contornos que revoloteaban en torno a la luz: ¡perfiles de alas!
De la luminosidad brotaron dos manos. El hechicero las agarró y quedó sin resuello.
Aquellas manos tiraban de él con tanta fuerza que, desprevenido por completo, Raistlin casi perdió el control. Sólo cuando sintió que el Orbe iba a absorberlo a través de los miembros que se dibujaban en el engañoso resplandor atinó a invocar la energía de su propia voluntad para, sin vacilar, ejercer idéntica presión y atraer las manos hacia su persona.
—¿Qué significa esto? —se encolerizó—. ¿Por qué me desafías? Me convertí en tu dueño hace ya muchos años.
—Ella me llama y yo debo obedecer —respondió una voz en los recovecos de su cerebro.
—¿Quién es tan importante que osa invocarte por encima de mí mismo? —indagó el nigromante con una sonrisa desdeñosa, aunque su piel se tornó más fría que la textura del globo.
—¡Nuestra Reina! Su mera voz distorsiona nuestro sueño, perturba nuestro descanso. Ven, maestro, te llevaremos. ¡Síguenos!
¡La Reina! El archimago se estremeció, incapaz de refrenar sus emociones. Las manos, intuyendo su flaqueza, reanudaron la pugna para arrastrarle, mas él apretó la garra e hizo una breve pausa. Necesitaba ordenar sus ideas, que se agitaban en su mente tan enloquecidas como el abigarrado torbellino de la esfera.
Se reprendió por no haber previsto la interferencia de la soberana, que había penetrado parcialmente en el mundo y, ahora, se movía entre los dragones perversos. Desterrados de Krynn por el sacrificio de Huma, el Gran Caballero, los reptiles del Bien y del Mal dormían en simas profundas, ocultas.
Takhisis, la Reina de la Oscuridad, había decidido respetar el conveniente letargo de los animales bondadosos y, en su encarnación de Dragón de Cinco Cabezas, despertaba a sus aliados, los unía a su causa mientras se esforzaba en apoderarse del mundo.
El Orbe, aunque compuesto de las esencias de todos los reptiles —benignos, malévolos y neutrales—, reaccionaba presto al mandato de su Reina especialmente en la época actual, cuando predominaba la malignidad. Y, debía admitirlo, su naturaleza de nigromante no hacía sino fortalecer la faceta negativa del ingenio.
«¿Son estas sombras alas de dragones, o acaso reflejos de mi alma?», dudó Raistlin al contemplar la arcana bola.
No era momento para reflexiones. Todos estos pensamientos surcaron su mente con tanta rapidez que, entre una inhalación de aire y otra, el hechicero tomó conciencia del grave peligro que corría. Si cometía el menor descuido, Takhisis lo reclamaría como su siervo.
—No, mi Reina —murmuró, sin soltar las manos que lo seducían desde el corazón del Orbe—. No ha de resultarte tan fácil.
Habló entonces a la mágica esfera, en tono más perentorio.
—Sigo siendo tu señor. Fui yo quien te rescató de Silvanesti y de Lorac, el demente soberano elfo. Fui yo quien te salvó de la hecatombe en el Mar Sangriento de Istar, pues yo soy Rais… —Titubeó, tragó su repentinamente amarga saliva y continuó con los dientes apretados—: Fistandantilus, el Amo del Pasado y del Presente. Como tal, exijo vuestra obediencia.
La luz parpadeó hasta oscurecerse, los dedos que se entrelazaban con los suyos comenzaron a deslizarse. Un espasmo de ira y temor atenazó sus vísceras, mas dominó al instante sus emociones y retuvo aquellos resbaladizos dedos, que, conscientes de su superioridad, se relajaron.
—Acataremos tu voluntad —prometió la voz de las tinieblas.
—Eso está mejor.
Aunque se había tranquilizado, el nigromante no osó emitir un suspiro de alivio. Sin permitirse ningún quiebro en su inflexión, como el padre que tras reprender a su hijo sabe que no debe permitirse vacilaciones para no perder la autoridad, manifestó su deseo.
—He de ponerme en contacto con mi aprendiz en la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas. Atended a mi mandato, transportad mis ecos a través de las órbitas del tiempo. Dalamar escuchará así mis palabras.
—Di esas palabras, amo. Él las oirá como el palpito de su propio corazón, y en tus tímpanos vibrará su respuesta.
Raistlin asintió.
Dalamar cerró el libro de hechicería y, frustrado, descargó el puño sobre la mesa. Estaba seguro de haber cumplido con todos los requisitos, de haber recitado los versículos sin el más mínimo error en su énfasis ni, tampoco, en el número de veces que debía repetir el cántico. Los ingredientes eran los adecuados, había visto cómo Raistlin los manipulaba en infinidad de ocasiones. Sin embargo, no logró el efecto deseado.
Enterrando la cabeza entre las palmas, entornó los ojos y evocó el recuerdo de su Shalafi hasta que pudo oír su voz susurrante. Intentó recordar el tono, el ritmo exacto, revisó todas las fases al objeto de detectar su fallo.
De nada le sirvió; cada detalle se le antojó idéntico. «Bien —se dio por vencido—, tendré que aguardar su regreso».
Tras levantarse, el elfo oscuro pronunció una palabra mágica y el hechizo de luz perpetua en que había sumido una bola de cristal, colocada en el escritorio de la biblioteca del archimago, se desvaneció. No ardía ninguna fogata en la chimenea, la noche primaveral en Palanthas era tan benigna y agradable, que el aprendiz incluso se había atrevido a entreabrir el ventanal.
La salud de Raistlin era frágil hasta en los mejores momentos. No toleraba la más mínima brizna de aire fresco, prefería sentarse en su estudio arropado por el calor del fuego y los aromas de rosas, especies y podredumbre. En general, a su acólito no le importaba, pero cuando llegaba la primavera su alma elfa solía añorar el hogar boscoso que había abandonado para siempre.
Erguido junto al batiente, aspiró el perfume de vida renovada que ni siquiera los horrores del Robledal de Shoikan lograban alejar de la Torre y se concedió a sí mismo la licencia de pensar en Silvanesti.
Un elfo oscuro, un ser a quien le ha sido negada la luz. Eso representaba él para su pueblo. Al sorprenderlo investido de la Túnica Negra, un hábito que ningún miembro de su raza podía mirar sin estremecerse, al descubrir que practicaba las artes prohibidas a los de su condición inferior, los mandatarios le ataron los pies y las manos, amordazaron su boca y vendaron sus ojos. En tan triste estado, lo arrojaron a una carreta y lo condujeron a las fronteras de su territorio.
Privado como se hallaba de la visión, sólo guardaba en su memoria la fragancia de los álamos, de los brotes florales y de la rica tierra. Lo desterraron en la misma estación que ahora renacía.
¿Regresaría, si pudiera hacerlo? ¿Renunciaría a lo que ahora tenía a cambio de volver? ¿Sentía remordimientos, pesadumbre acaso? Sin proponérselo, Dalamar se llevó la mano al pecho y, debajo de sus ropajes, tanteó sus heridas. Aunque hacía ya una semana desde que el archimago le imprimiera su huella en la carne en forma de cinco abrasadoras llagas, no se había iniciado el proceso de cicatrización. Nunca lo haría, reflexionó resignado.
El dolor le hostigaría durante el resto de su vida. Siempre que se desnudara, vería aquellos estigmas, surcos que la piel no había de cubrir. Era el castigo que debía sufrir por traicionar al Shalafi.
Merecía su suerte, como le dijera a Par-Salian, máximo dignatario de la Orden, señor de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y, en cierto modo, también de su persona, puesto que había aceptado convertirse en el espía de aquel grupo de magos que temían a Raistlin y desconfiaban de él más que de cualquier mortal.
¿Dejaría este peligroso lugar? ¿Deseaba reencontrarse con su hogar de Silvanesti?
Se asomó al exterior con una sonrisa sombría, reminiscente de la mueca de su maestro arcano, y, sin darse cuenta, desvió la mirada del pacífico, estrellado cielo hacia la estancia, hacia las interminables hileras de volúmenes encuadernados de azul que atestaban los anaqueles de la biblioteca. Visualizó, en una secuencia retrospectiva, las maravillosas, espeluznantes escenas a las que tuviera el privilegio de asistir en su calidad de aprendiz del archimago. Sintió el influjo devastador del poder en sus entrañas, un placer que se sobreponía al dolor.
No, nunca regresaría.
Interrumpió su ensoñación el repicar de una campana de plata. Sólo tañió una vez, con un sonido quedo y armonioso; sin embargo para quienes habitaban la Torre —tanto los que vivían en este plano como los que pululaban en el de ultratumba—, produjo el efecto de un gong que rasgase el aire. ¡Alguien pretendía entrar! Una criatura había sorteado los riesgos de la arboleda y había llegado a las puertas de la mole.
Presente en su imaginación la efigie de Par-Salian, que había rememorado minutos antes, el elfo quedó convencido de que el poderoso hechicero de Túnica Blanca aguardaba en su umbral. En su mente resonó la sentencia que profiriera frente al cónclave unas noches atrás: «Si alguno de vosotros intentara penetrar en la Torre durante su ausencia, le mataría sin vacilar».
Formuló presto un encantamiento que lo transportó, en un abrir y cerrar de ojos, a la entrada principal del edificio.
Cuando se hubo materializado no se enfrentó, como intuía, a un grupo de ancianos de virtudes sobrenaturales. Se recortaba frente a él una figura ataviada con una armadura de escamas reptilianas, cubierta la cabeza mediante un espantoso yelmo que lo identificaba como Señor del Dragón. En su mano enguantada, el visitante sostenía una joya negra, un talismán que Dalamar no halló dificultad en reconocer, y detrás de su espalda sintió, aunque no podía distinguir sus rasgos, la presencia de un ser dotado de terrible fuerza: un Caballero de la Muerte.
El Señor del Dragón utilizaba la ominosa alhaja para mantener a raya a los guardianes, cuyos pálidos rostros refulgían en su aureola maléfica, sedientos de sangre. El aparecido, que no mostraba su semblante, dimanaba sin dejar lugar a equívocos una cólera desbordada.
—Te pido disculpas por tan descortés acogida —dijo el elfo, a la vez que se inclinaba en una reverencia—. Si nos hubieras mandado aviso de tu venida, Kitiara…
La Dama Oscura, pues no era otra la que allí se personaba en medio de la noche, se quitó el yelmo antes de que concluyera su saludo y clavó en él sus ojos pardos, poseedores de una gélida expresión que la emparentaban con su hermanastro, el Shalafi.
—Me habrías preparado una recepción más interesante, estoy segura —espetó la mujer al discípulo, con un brusco ademán que hizo revolotear su rizada melena—. No soy tan previsora, viajo a mi antojo de un lado a otro y creo tener derecho a presentarme cuando me apetezca en casa de mi hermano —protestó, trémula la voz a causa de la ira—. Me he abierto camino en ese malhadado bosque vuestro para ser luego atacada en el acceso al edificio. —Desenvainada su arma, dio un paso al frente—. Por los dioses, abyecta lombriz, debería darte una lección.
—Reitero mis excusas —contestó Dalamar, sereno, si bien en sus almendradas pupilas prendió un destello que detuvo el ímpetu de la dama.
Como la mayoría de los guerreros, Kitiara consideraba a los magos un hatajo de inútiles que malgastaban su tiempo leyendo libros y podrían rendir mejor servicio si esgrimieran el frío acero. Era cierto que realizaban vistosos trucos, pero en una situación apurada antes confiaría en su espada y experiencia que en alambicadas palabras o heces de murciélago.
Así juzgaba a Raistlin en su fuero interno, y el aprendiz que ahora estudiaba le merecía idéntica opinión. O quizás aún más desfavorable, ya que pertenecía a una raza célebre por su incapacidad para la lucha.
No obstante, en una faceta de su carácter, Kit difería de los combatientes comunes. Tenía una especial habilidad para reducir a sus adversarios, un don innato que se había acrecentado al sobrevivir a todos aquellos que habían osado oponérsele. Un breve escrutinio a la sosegada postura de Dalamar, a su imperturbable aplomo, la hicieron sospechar que quizá se había tropezado con un enemigo digno de ella.
No le comprendía, había algo en aquel elfo que escapaba a su observación. Era consciente del peligro que irradiaba y, aunque se exhortó a la cautela, hubo de confesarse que la atraía la proximidad de una criatura tan seductora —incluso le pareció que sus facciones eran más hermosas que las de otros representantes de su raza—, provista de un cuerpo musculoso y bien proporcionado. De pronto se le ocurrió que sacaría más partido de una conducta amistosa que de la intimidación, pese a que no dudaría en utilizar al discípulo si se ofrecía la oportunidad.
«Desde luego —recapacitó con la vista prendida en el pecho masculino, en la broncínea piel que se insinuaba en el punto donde se marcaba la abertura—, así será mucho más entretenido».
Tras guardar de nuevo la espada en su vaina, Kitiara avanzó hacia el pórtico. La luz que había reverberado en el filo se desplazó hasta sus ojos.
—Perdóname, Dalamar. Ése es tu nombre, ¿verdad? —Sus labios, comprimidos aún por la furia, se ensancharon en la irresistible sonrisa a la que tantos hombres habían sucumbido—. El dichoso Robledal me crispa los nervios. Tienes razón, debería haber notificado a Raistlin que vendría, pero he actuado movida por un impulso. —Se hallaba muy cerca del acólito y, espiando su faz semioculta en la capucha, añadió—: Es uno de mis defectos; suelo dejarme llevar por arranques irreflexivos.
El elfo oscuro despachó a los centinelas con un escueto gesto y, ya solos, admiró a la dama esbozando una embrujadora sonrisa que nada tenía que envidiar a la de ella.
Al percibirla, Kitiara le tendió su mano.
—¿Olvidamos el percance?
—Quítate el guante, señora —le indicó Dalamar sin mudar su gentil actitud.
La mujer se sobresaltó. Por unos instantes, sus pardos iris se dilataron peligrosamente. El discípulo, impasible pero sin perder su afabilidad, aguardó. Al fin, Kit se encogió de hombros y tiró, de las fundas de sus dedos hasta desnudar su mano.
—Habrás constatado que no escondo ninguna arma secreta en mi palma —comentó, socarrona.
—Lo sabía de antemano —respondió el aludido, a la vez que se llevaba el dorso descubierto a los labios y le imprimía un prolongado beso—. Pero no podías negarme este placer.
Su ósculo fue cálido, sus manos transmitían fuerza y la Señora del Dragón sintió bajo su contacto que la sangre bullía en sus venas. Leyó en sus ojos que aquel elfo conocía su juego, que también él lo practicaba. Creció su respeto, al unísono con su resquemor, ante un rival que demostraba hallarse a su altura. Le dedicaría toda su atención, en exclusiva.
Retirando su mano de la garra viril, Kitiara la posó detrás de su espalda con una sutil coquetería que desmentían el imponente efecto de la armadura y su porte de luchadora. Era éste un ademán destinado a atraer y confundir, y el tenue rubor de su interlocutor le confirmó que había logrado su propósito.
—Quizás he camuflado armas debajo de mi pectoral. ¿Deseas registrarme? —inquirió con una mueca burlona.
—No es necesaria tal medida —rehusó Dalamar, enlazadas las manos sobre su negro atavío—, tus armas están en la superficie. Si ahondase en tu persona, señora, iría en busca de aquello que guarda el metal y que, aunque muchos han penetrado, nadie ha conseguido tocar.
Kitiara contuvo el resuello. Hipnotizada por esta sentencia, recordando aún la ardiente textura de sus labios, dio un nuevo paso al frente con el rostro ladeado hacia el de su anfitrión.
Fríamente, como por instinto, Dalamar se apartó con un grácil movimiento. La dama, convencida de que su oponente iba a estrecharla en sus brazos, perdió el equilibrio y tropezó hacia adelante.
Tras enderezarse merced a su felina agilidad, la Señora del Dragón se encaró con el esquivo elfo ignorante del sonrojo que teñía sus pómulos. Era presa de una rabia indescriptible, a más de uno había matado por afrentas menores a la que él le infligía. Sin embargo, la desconcertó el hecho de que, al parecer, Dalamar no había actuado de manera premeditada. ¿O sí? La ausencia de emociones en su faz, tan perfecta, no dejaba de resultar acusadora. En un mar de dudas, decidió que lo averiguaría y, si la había humillado a conciencia, pagaría caro su agravio.
A pesar de su incertidumbre, de desconocer los designios secretos de su rival, Kitiara tuvo que admitir su astucia. En una actitud muy propia de ella, no perdió tiempo en amonestarse por su error. Se había expuesto a un golpe y lo había recibido; ahora estaba herida, pero alerta.
—Lamento de verdad que el Shalafi no esté en la Torre —dijo Dalamar, transcurridos unos segundos de silencio en los que ambos se estudiaron sin pestañear—. Estoy persuadido de que también él sentirá no haber podido recibirte.
—¿Que no está? —repitió la mujer, descartando sus cábalas ante tan inesperada nueva—. ¿Adónde ha ido?
—Me extraña sobremanera que no te relatara sus proyectos —apuntó el elfo con fingida sorpresa—. Ha viajado al pasado para adquirir la sapiencia de Fistandantilus y, así pertrechado, atravesar el Portal donde anida…
—¿Significa eso que no ha desistido de su absurdo plan, a pesar de no acompañarle la sacerdotisa? —interrumpió la dama.
Antes de terminar su pregunta, Kit comprendió que se había puesto en evidencia. Nadie debía enterarse de que había ordenado al caballero Soth que asesinara a Crysania a fin de detener a Raistlin en su absurdo empeño de desafiar a la Reina de la Oscuridad. Mordiéndose el labio, volvió el semblante hacia su fantasmal esbirro.
Dalamar la imitó, con una sonrisa de satisfacción por haber capturado los pensamientos que se agitaban bajo aquella crespa, bella melena negra.
—¿Tenías noticia del ataque a la Hija Venerable? —indagó, tan ingenuo su acento que provocó la indignación de su interlocutora.
—¡No disimules conmigo! —le recriminó la Señora del Dragón—. Sabes de sobra que estoy al corriente, y también mi hermano. Quizá se haya vuelto loco, pero nunca fue un necio. —Se volvió para increpar a su acompañante—. Me aseguraste que estaba muerta.
—Y lo estaba —declaró Soth, el caballero espectral, saliendo de los vapores que le envolvían para plantarse ante la dama. Sus proverbiales llamas anaranjadas centelleaban en las invisibles cuencas oculares—. Ningún ser humano sobreviviría a mi asalto. Ni tu maestro —se dirigía a Dalamar— podría haberla salvado.
—No —concedió el elfo—, pero el dios de la sacerdotisa sí ostentaba ese poder. Y lo ejerció. Paladine hechizó a su servidora y atrajo su alma hacia él, aunque dejó su carcasa en la tierra. El gemelo del Shalafi y hermanastro tuyo, señora —se inclinó respetuoso ante la exasperada Kitiara—, llevó a la mujer a la Torre de la Alta Hechicería, desde donde los magos del cónclave la catapultaron a la presencia del único clérigo capaz de reanimarla: el Príncipe de los Sacerdotes de Istar.
—¡Imbéciles! —renegó la Dama Oscura, lívida su tez—. ¡La enviaron donde Raistlin quería que estuviese!
—Con pleno conocimiento de causa —apostilló Dalamar—. Yo mismo les informé.
—¿Tú? —Kit no daba crédito a sus oídos.
—Hay asuntos sobre los que debo ilustrarte —susurró el discípulo—. Nos llevará algún tiempo. Te suplico que me sigas hasta mis aposentos, donde nos instalaremos cómodamente.
Estiró el brazo y ella, tras un corto titubeo, aceptó la invitación. Una vez hubo asido su mano, el imprevisible acólito rodeó su cintura y la aproximó a su cuerpo. Kit intentó desembarazarse, pero, a decir verdad, no puso excesivo afán; así que Dalamar imprimió mayor firmeza a su abrazo.
—Para que mi encantamiento nos transporte a ambos —le explicó—, has de permanecer lo más cerca posible.
—Puedo ir caminando —le opuso la mujer—. No me entusiasma la idea de desplazarme a través de las brumas arcanas.
No obstante, mientras hablaba, clavó sus ojos en los de él y apretujó el cuerpo, con sensual abandono, contra sus musculosas formas.
—De acuerdo, como prefieras —se rindió el falso alumno, que parecía complacerse en torturarla.
El elfo oscuro se encogió de hombros y se desvaneció en una voluta de humo. Kit examinó su entorno, mas lo único que distinguieron sus sentidos fue la voz de su guía dándole instrucciones.
—Sube la escalera de caracol, señora, y en el escalón número quinientos treinta y nueve gira a la izquierda.
—Como ves —dijo Dalamar—, me juego en esta empresa tanto como tú. He sido enviado por los máximos exponentes de las tres Túnicas, la Negra, la Blanca y la Roja, para impedir que suceda semejante calamidad.
Ambos se relajaron en las habitaciones que, suntuosas y privadas, le habían sido asignadas al ayudante del amo de la Torre. Después de que el elfo desintegrara en el aire los restos de una cena tan copiosa como refinada, los dos personajes se sentaron junto a una fogata que había sido encendida más para iluminar la sala que porque su calor fuera preciso en la tibia noche primaveral. Además, las danzarinas llamas inducían a la conversación.
—En ese caso, no entiendo que no lo detuvieras —le reprochó la dama, al mismo tiempo que depositaba su copa en un velador—. ¿Tan difícil es? Un puñal en la espalda constituye un método rápido y sencillo —comentó, reproduciendo la acción mediante un rotundo movimiento de la mano—. ¿O acaso los magos estáis por encima de tales mezquindades?
—No se trata de estar por encima, como tú dices —replicó Dalamar, quien optó por ignorar el desdén que ribeteaba aquellas palabras—. Los magos nos valemos de medios más sutiles para deshacernos de nuestros enemigos, pero tampoco es ésa la cuestión. Yo nunca emplearía mis ardides contra tu hermano.
Se convulsionó en un escalofrío y bebió el vino de manera precipitada.
—Memeces —gruñó Kitiara.
—En absoluto —la corrigió él, aunque sin ofenderse por su desprecio—. Escúchame con atención, quizás así lo comprendas. No conoces a tu hermano y, lo que es peor, no le temes. Tu ignorancia te abocará a un destino fatal.
—¿Temerle? —repitió la mujer, desoyendo tan inquietante advertencia—. ¿Cómo podría inspirarme miedo esa ruina descarnada y enfermiza? Bromeas —aseveró entre risas. Mas su jocosidad se difuminó al inclinarse hacia su anfitrión—. No, hablas en serio. Lo leo en tus ojos.
—Ni siquiera la muerte, con su abrumadora realidad, me espanta tanto como Raistlin —se reafirmó el elfo.
Esbozada una acerba sonrisa, Dalamar aferró la costura de su pectoral y la desgarró para revelar las huellas indelebles que trazara la mano del archimago. Kitiara, desconcertada, contempló las llagas y alzó de inmediato la vista hacia el lívido rostro de su oponente.
—¿Qué arma te infligió estas heridas? No la reconozco.
—Sus dedos —contestó él con voz desapasionada—. Estos cinco estigmas fueron un mensaje para Par-Salian, un desafío escrito a sangre y fuego cuando me encargó que transmitiera sus saludos al cónclave.
La guerrera había presenciado escenas dantescas a lo largo de su existencia. Había asistido a sesiones de tormento en los calabozos de los montes llamados Señores de la Muerte y también se había enfrentado a decapitaciones o ajusticiamientos en los que, bajo su presidencia, se desollaba vivos a los prisioneros. Sin embargo, aquellos surcos rezumantes y la imagen que evocaban de los delgados dedos de su hermano penetrando en la carne de su ayudante le causaron un irrefrenable temblor.
La dama se hundió en su silla y revisó en su mente todo cuanto Dalamar le había relatado. Sus cavilaciones la incitaron a pensar que, quizás, había infravalorado las dotes de Raistlin. Grave su expresión, sorbió el licor como si deseara infundirse ánimos.
—De modo que se obstina en traspasar el Portal —recapituló despacio, modificadas sus opiniones ahora que le era dado estudiar tan lacerantes líneas en la piel del elfo—. Cruzará su umbral en compañía de la sacerdotisa y penetrará en el abismo. ¿Qué hará entonces? Sin duda es consciente de que no puede rivalizar con la Reina de la Oscuridad en su propio plano.
—Por supuesto, conoce sus limitaciones tanto como su fuerza —confirmó el discípulo—. Sabedor de que ella se impondría en la pugna, se propone engatusarla para que entre en el mundo. En el momento en que la soberana se asome a sus dominios, está persuadido de que podrá destruirla.
—¡Qué insensatez! —se escandalizó Kitiara, si bien su protesta afloró en un murmullo inarticulado—. Ha perdido el juicio —sentenció, a la vez que posaba de nuevo la copa a fin de evitar que su alterado pulso derramara el líquido—. Sólo ha visto a la Reina cuando no era más que una sombra, cuando un obstáculo obstruía su avance. Ni siquiera ha atisbado cómo es en la plenitud de sus facultades.
Nerviosa, se levantó para deambular sobre la mullida alfombra, que reproducía en su urdimbre diseños de los árboles y las flores tan apreciados por los elfos. Sintiendo un frío repentino, se aproximó al fuego bajo el escrutinio de Dalamar, quien, entre el crujir de sus negras vestiduras, la siguió. Pese a hallarse absorta en sus cábalas y aprensiones, la mujer no dejó de percibir la cálida presencia de su interlocutor a escasos centímetros de su cuerpo.
—¿Cuáles son las predicciones de los magos? —indagó la Señora del Dragón—. ¿Quién vencerá en la contienda si Raistlin tiene éxito en su descabellado plan? ¿Le otorgáis alguna posibilidad?
En lugar de contestar, el interpelado puso sus manos en el esbelto cuello femenino y comenzó a acariciarlo. La sensación fue deliciosa. Kit entornó los ojos para mejor entregarse a aquel suave contacto.
—Los magos nada saben —confesó el elfo, ladeando ligeramente la cara a fin de besar a la dama detrás de la oreja.
Estirándose como un felino, ella arqueó la espalda hasta rozar la cintura de él.
—El Shalafi estaría aquí en su elemento —continuó Dalamar—, mientras que la monarca se debilitaría. De todos modos, no será fácil derrotarla. Algunos miembros de la asamblea arcana auguran que la batalla nos conduciría a todos a una hecatombe. Según ellos, el mundo cesaría de existir.
Kitiara pasó los dedos por la sedosa y abundante melena del discípulo, atrayendo con el mismo movimiento sus ardorosos labios a su garganta.
—Pero ¿tiene alguna posibilidad? —persistió en un quedo susurro.
El aprendiz se apartó pausado, sin violencia. Con las palmas aún en sus hombros, obligó a la dama a mirarle y observó, por el extravío de sus pupilas, que estaba sumida en hondas meditaciones.
—Siempre la hay —declaró, conciso.
—¿Y qué harás tú si consigue su propósito de enseñorearse del abismo? —Kit apoyó sus manos en el pecho del elfo, allí donde su hermanastro grabara su terrible impronta. Sus ojos, prendidos de los del acólito, destilaban una pasión que casi, aunque no del todo, neutralizaban su calculadora mente.
—Mi misión consiste en evitar que regrese —le reveló Dalamar—. Debo bloquearle el acceso a nuestra órbita vital.
—¿Cuál será tu recompensa por tan peligroso cometido?
La mujer mordisqueó las yemas de los viriles dedos, que él había aplicado a sus curvilíneos labios.
—Me nombrarán amo de la Torre y sucederé al actual mandatario de la Orden de los Túnicas Negras —accedió a contarle el discípulo, aunque a regañadientes—. ¿Por qué te interesa?
—Quizá podría ayudarte —insinuó la dama con un suspiro.
Sobrevino un breve silencio, en el que Kitiara paseó sus manos sobre el torso mancillado del elfo y sus anchos hombros, clavándole las uñas a la manera de una gata. Él, más receptivo de lo que habría estado dispuesto a admitir, se estremeció y la estrechó contra su cuerpo.
—Podría resultarte útil —insistió la Señora del Dragón en actitud resuelta—. No puedes reducir en solitario a una criatura de sus habilidades.
—Mi querida Kitiara, ¿a quién respaldarías, a Raistlin o a mí? —la interrogó el alumno con una ironía a la que la dama comenzaba a acostumbrarse.
—Eso dependerá de quién se erija en triunfador.
Mientras así se pronunciaba, Kit deslizó sus palmas bajo el tejido desgarrado y permito que la ardiente boca de él jugueteara con su barbilla.
—Esa franqueza contribuye a nuestro mejor entendimiento —vertió Dalamar en el oído de su compañera.
—Es evidente que nos compenetramos a la perfección —corroboró la humana, invadida por una placentera sensación—. Y, ahora, cambiemos de tema. Hay algo que quiero preguntarte, que siempre ha excitado mi curiosidad. ¿Qué lleváis los magos debajo del hábito, elfo oscuro?
—Apenas nada —murmuró el aludido—. ¿Qué prendas esconde la armadura guerrera de una Señora del Dragón?
—Ninguna.
Kitiara había partido y Dalamar se hallaba en el lecho, en un estado de duermevela. Su almohada estaba todavía impregnada del fragante aroma del cabello femenino, una mescolanza de perfume y acero tan embriagadora, tan ambigua como la mujer misma.
El elfo oscuro se desperezó ocioso, con una sarcástica mueca en sus labios. Sabía que su amante le traicionaría, del mismo modo que ella era consciente de que el seductor discípulo no vacilaría en destruirla si surgía la necesidad. Tal certeza compartida no enturbió sus amoríos, al contrario, les confirió un sabor picante.
Cerrando los ojos, se abandonó a un plácido letargo mientras oía a través de la ventana el batir de unas alas reptilianas prestas a levantar el vuelo. La imaginó sentada a lomos de su dragón de escamas azules, con el yelmo refulgente en el claro de luna.
—¡Dalamar!
El acólito se incorporó como si le moviera un resorte. Había despertado de pronto, agitado por un temor que atenazaba todo su ser. Tembloroso tras reconocer el timbre familiar de quien le invocaba, escrutó el aposento.
—¿Shalafi? —inquirió vacilante.
No había nadie más en la estancia y, sosegado, supuso que se trataba de un sueño.
—¡Dalamar!
Esta vez el eco fue apremiante, inconfundible. El discípulo miró perplejo en su derredor, renacido su pánico. Raistlin no era dado a cierta clase de juegos. Hacía una semana que emprendió su viaje al pasado y no debía regresar en mucho tiempo, de eso estaba seguro; sin embargo, el elfo conocía su voz mejor incluso que su propio palpito. No adivinaba qué estaba sucediendo.
—Shalafi, te escucho pero no puedo verte —dijo el alumno, esforzándose en disimular su zozobra.
—Me encuentro, como tú presumes, en una época remota. Te hablo, aprendiz, a través del Orbe de los Dragones —le esclareció el archimago—. Quiero encomendarte una tarea de suma importancia, así que escúchame atentamente y sigue mis instrucciones al pie de la letra. Actúa de inmediato, cada segundo es precioso.
Tras entornar los párpados para mejor concentrarse, Dalamar logró distinguir con absoluta claridad las palabras de su maestro. En el breve mutismo que sucedió a aquel preámbulo, inundaron sus tímpanos unos estruendos de risas que, transportadas por el viento, atravesaron el batiente abierto. Marcaba la algarabía el inicio de una fiesta dedicada a la primavera. Junto a las puertas de la ciudad vieja ardían hogueras. A partir de ese día, los jóvenes intercambiarían flores diurnas y ósculos en la penumbra de la noche. El aire se endulzaría con las dimanaciones de los guisos especiales de las fechas, de las rosas en floración y se enriquecería al convertirse en testigo de idilios y celebraciones.
Cuando Raistlin reanudó su discurso, sonidos y cavilaciones se disiparon. Olvidó a Kitiara, el amor, la primavera. Alerta, vibrante su cuerpo al son de las inflexiones acústicas del gran hechicero, prestó sólo oídos a las explicaciones que le impartía.
Bertrem recorría sigiloso las estancias de la Gran Biblioteca de Palanthas. Sus ropajes de Esteta ondeaban alrededor de sus tobillos, en unos susurros que se acompasaban con la tonada que canturreaba en su recorrido. Había estado contemplando las fiestas primaverales desde los ventanales del regio edificio y ahora, mientras reanudaba su quehacer entre los millares de libros y pergaminos atesorados en las distintas dependencias, la melodía de un alegre madrigal resonaba en su mente.
Bertrem tarareaba la música con voz discordante, aunque en tonos apagados a fin de evitar que sus ecos perturbasen la paz en los vastos, abovedados pasillos de la Gran Biblioteca. Eran las resonancias de su timbre lo único susceptible de alterar la quietud, pues la mole estaba cerrada a piedra y lodo, como todas las noches. Los otros Estetas, miembros de una sabia hermandad que consagraban sus vidas al estudio y la conservación del inmenso acervo cultural recogido desde los albores de la historia de Krynn, se habían retirado o estaban inmersos en sus doctos menesteres.
—Mi amor tiene los ojos de una tórtola, la, la, la. Yo soy el cazador que la acecha, la, la, la —murmuraba para sus adentros, tan imbuido del ritmo que incluso se aventuró a marcar unos pasos de danza—. Tenso mi arco, saco mi flecha de la aljaba. —Dobló en ese instante un recodo, tan ensimismado que ni siquiera sabía dónde se hallaba—. Disparo, y mi dulce saeta vuela hacia el corazón amado. ¡Alto! ¿Quién eres?
Se le hizo un nudo en la garganta, estrangulándolo casi, al enfrentarse de pronto con una figura alta, de negro atavío y cabeza encapuchada, que merodeaba por un corredor marmóreo tenuemente iluminado.
El aparecido no despegó los labios, se limitó a detenerse y espiarlo en silencio.
Haciendo acopio de valor, exhortándose a la cordura y recogiendo los pliegues de sus vestiduras, el Esteta lanzó al intruso una fulgurante mirada y le imprecó:
—¿Qué asunto te trae a tan sagrado recinto? A estas horas, la biblioteca debe permanecer inaccesible incluso para un Túnica Negra. Vete y regresa por la mañana —le ordenó con un imperativo gesto de la mano—. Entrarás por la puerta principal, como todo el mundo.
—Yo no soy «como todo el mundo» —replicó el inoportuno visitante ante el sobresalto de Bertrem, quien detectó un ligero acento elfo pese a que el recién llegado se expresaba en lengua solámnica—. Y en cuanto a las puertas, su uso está restringido a aquellos que no poseen el poder de atravesar los muros. Yo tengo esa virtud además de otras muchas, que quizá no te resulten gratas si las pongo en práctica.
Un escalofrío azotó al anciano erudito. Aquella voz suave, fría, no le amenazaba con falacias.
—Eres un elfo oscuro —aventuró, acusador, mientras su cerebro se agitaba en un torbellino de indecisión. ¿Qué hacer? Quizá debía dar la alarma, pedir socorro.
—Sí —asintió la fantasmal figura. Se desprendió acto seguido de su embozo, de tal manera que la luz capturada en los globos que colgaban del techo, un presente que hicieran los magos a Astinus en la Era de los Sueños, se derramó sobre sus delicados rasgos—. Me llamo Dalamar, y sirvo a…
—Raistlin Majere —lo atajó Bertrem.
El Esteta oteó desazonado su entorno, esperando distinguir en la penumbra al insigne hechicero. Dalamar sonrió, tan afable que se acrecentó el atractivo de sus ya bellas facciones. Pero la gélida determinación que rezumaba paralizó al viejo bibliotecario hasta tal extremo que todos sus proyectos de solicitar auxilio se desvanecieron.
—¿Qué quieres? —tartamudeó.
—Cumplir el mandato de mi señor —contestó el discípulo—. No te asustes, he venido tan sólo para recabar cierta información. Ayúdame en mi cometido y partiré pronta, calladamente.
«¿Qué pasará en el caso de que rehuse?». Tal pensamiento provocó un espasmo que sacudió la vetusta persona del Esteta, incitándole a deponer su actitud rebelde.
—Haré cuanto esté en mi mano, nigromante, pero creo que deberías hablar con…
—Conmigo —intervino un tercer personaje surgido de las sombras.
—¡Astinus! —exclamó Bertrem, tan aliviado que casi se desmayó después de la tensión sufrida—. Esta criatura es… no le permití… se presentó… Raistlin Majere…
Le faltaban el resuello y la serenidad. No fue capaz de proferir una frase coherente.
—No te preocupes —lo apaciguó el cronista y, avanzando unos pasos, dio a su subordinado unas palmadas en el brazo—. Estoy al corriente de lo ocurrido. Reemprende tus estudios, yo atenderé a nuestro huésped —le indicó, puestos los ojos en Dalamar, quien, impávido, parecía obstinarse en ignorar la presencia del historiador.
—Sí, maestro —obedeció Bertrem, reconfortado por aquella voz de barítono que resonaba en los vacíos corredores.
El anciano giró sobre sus talones y se alejó envuelto en el revoloteo de sus ropajes, no sin lanzar furtivas miradas a aquel ser que, rígido como una estatua, no movía un solo músculo. Al llegar al final del corredor desapareció raudo tras un recodo y Astinus comprendió, al oír el inusual estrépito de sus sandalias, que había echado a correr.
El máximo dignatario de la Gran Biblioteca de Palanthas sonrió, aunque sólo en su fuero interno. Frente al elfo, su rostro imperturbable, atemporal, no exhibió más emociones que las paredes marmóreas que les circundaban.
—Sígueme, joven mago —invitó a Dalamar, a la vez que se volvía de forma abrupta y comenzaba a andar por el pasillo con unas zancadas veloces y rotundas, insólitas en un hombre de madura apariencia.
Pillado por sorpresa, el invitado vaciló. Al ver que quedaba rezagado, se apresuró a alcanzar a su guía.
—¿Cómo sabes qué busco? —indagó.
—Soy un fiel cronista de la historia —le recordó el interpelado sin inmutarse—. Mientras conversamos y nos desplazamos, tienen lugar eventos a los que no soy ajeno. Oigo cada palabra, percibo cualquier acción que se cometa, sea mundana o trascendente, buena o perversa. He asistido desde aquí a todos los episodios que han configurado el devenir de Krynn. Fui el primero en nacer y he de ser el último en morir. Y ahora, si ya he satisfecho tu curiosidad, te ruego que me acompañes. Es por aquí.
Tomó bruscamente una ramificación que discurría hacia la izquierda al mismo tiempo que, sin detenerse, alzaba un globo luminoso de su pedestal para alumbrar el camino. Hizo una pausa frente a una puerta, la abrió y penetró en una estancia de vastas dimensiones. Bajo los haces de la esfera, Dalamar vislumbró una interminable serie de libros, ordenados en hileras sobre decenas de anaqueles que se perdían en lontananza. Algunas de aquellas colecciones eran muy antiguas a juzgar por sus cubiertas, donde la rugosidad de la piel se había alisado con el uso. Sin embargo, se mantenían en excelentes condiciones merced a los desvelos del riguroso Astinus, que, además de desempolvarlas meticulosamente, restauraba las encuadernaciones más desgastadas.
—Aquí está lo que te interesa —anunció el cronista—: el registro de las guerras de Dwarfgate.
—¿He de examinar todos esos volúmenes? —inquirió el elfo.
La perspectiva de consultar aquella infinita sucesión de escritos tuvo el don de destemplarlo.
—Sí, este estante y el siguiente —terminó de desolarlo Astinus.
—Pero…
Las palabras no afloraban a sus labios. El alumno arcano estaba demasiado consternado para manifestarse. Era indudable que Raistlin no había calculado la enormidad de su tarea. Era imposible que pretendiera hacerle devorar el contenido de aquellos ejemplares en el ínfimo plazo que le había concedido. Nunca antes había asaltado a Dalamar una sensación tan lacerante de impotencia, de desvalimiento. Ruborizándose y disgustado, recurrió al cronista. Fue un mudo intercambio, mas advirtió que éste le observaba con perfecto aplomo.
—Quizá pueda ayudarte —ofreció Astinus.
Sin más preámbulos, plácido y frío, el gran maestro de la biblioteca estiró la mano hacia un volumen que extrajo de su anaquel con perfecta seguridad pese a no haber leído el título en el lomo. A continuación, lo abrió y pasó rápidamente las quebradizas páginas, mientras revisaba las líneas pulcras, precisas, formadas por caracteres de primoroso trazo.
—Aquí está —declaró al fin.
Tras rebuscar en uno de sus bolsillos, mostró al asombrado elfo un punto de marfil y lo depositó entre dos hojas.
—Puedes llevártelo —dijo, a la vez que cerraba con exquisito cuidado el libro y se lo entregaba al acólito—. Comunícale la información que contiene, mas no olvides repetirle esto: El viento sopla. Las huellas de la arena se borrarán, aunque sólo después de que él las haya seguido.
Se inclinó en una grave reverencia y se encaminó, jalonando aquellas hileras donde se encerraba el saber de todas las épocas, al pasillo. Ya en el umbral, ladeó el cuerpo para contemplar a Dalamar que, erguido, desorbitados los ojos y con la mano apretada contra el ejemplar que le había confiado, parecía inmerso en una suerte de trance.
—No es necesario, joven mago —le comentó—, que regreses para devolverlo. El libro se acomodará a su anaquel por su propia iniciativa cuando hayas concluido. No he de permitir que espantes a todos mis Estetas. El pobre Bertrem debe de hallarse ahora postrado en el lecho. Saluda al Shalafi en mi nombre.
Inclinó de nuevo la cabeza y se esfumó en las sombras. El elfo quedó de pie, abstraído en sus reflexiones y escuchando el avance firme, lento del cronista hasta que su eco se hubo disipado en la distancia. Formuló entonces un hechizo, que le catapultó a la Torre de la Alta Hechicería.
—Lo que Astinus me ha prestado, Shalafi, es un apéndice donde figuran sus comentarios sobre las guerras de Dwarfgate. Se trata de un extracto de los antiguos textos que escribió…
—El cronista conoce mis inquietudes —atajó Raistlin a su aprendiz—. Adelante, te escucho.
—De acuerdo, Shalafi. Los párrafos que ha señalado comienzan así: «Y Fistandantilus, el archimago, utilizó el Orbe de los Dragones para ponerse en contacto a través del tiempo con su acólito e indicarle que se dirigiera a la Gran Biblioteca de Palanthas, a fin de estudiar sus libros de Historia y comprobar si el desenlace de su magna empresa respondería a sus anhelos.»
Al elfo se le quebró tanto la voz al leer estas frases reveladoras de su propia experiencia, que tuvo que hacer una pausa.
—Continúa —le urgió el hechicero.
Aunque la orden de Raistlin resonó más en su mente que en sus tímpanos, a Dalamar no le pasó inadvertida la nota de cólera que destilaba. Se apresuró pues a desviar la mirada de aquel párrafo, paradójicamente anotado siglos atrás, pese a reflejar el encargo que acababa de cumplir, y prosiguió con la lectura.
—«Es importante reseñar aquí que las Crónicas, tal como existían en aquel momento concreto, establecían…». Esta parte ha sido subrayada —se interrumpió él mismo.
—¿Qué parte?
—«En aquel momento concreto» —especificó el alumno.
El nigromante nada repuso, así que el elfo, una vez hubo aclarado su garganta, reanudó su quehacer con cierta premura.
—«Establecían que, en principio, el empeño debería haberse coronado con éxito. Junto al clérigo Denubis, Fistandantilus debería haber traspasado el umbral sin novedad dados los vaticinios favorables. Lo que había de ocurrir en el abismo, por supuesto, nunca se sabrá, ya que a despecho de las predicciones los acontecimientos se desencadenaron de un modo distinto.
»Firmemente convencido de que su proyecto de penetrar el Portal y desafiar a la Reina de la Oscuridad no podía fracasar, Fistandantilus entabló la batalla con renovado vigor. Pax Tharkas se rindió a los ejércitos de los Enanos de las Colinas y los bárbaros de las Llanuras (consultar las Crónicas, volumen CXXVI, libro sexto, páginas 589-700). Bajo el mando de Pheragas, el mejor general del archimago —un antiguo esclavo de Ergoth del Norte que el hechicero había comprado y adiestrado como gladiador de los Juegos en la arena de Istar—, el ejército de Fistandantilus forzó la retirada de las tropas del rey Duncan, que tuvieron que refugiarse en la fortaleza de las montañas de Thorbardin.
»Poco le importaba esta guerra al archimago. Era tan sólo un pretexto para alcanzar sus designios. Tras descubrir el Portal debajo de la plaza fuerte conocida como Zhaman, instaló allí su cuartel general e inició los preparativos que habían de otorgarle el poder que su cometido requería. Se concentró pues en cruzar la puerta prohibida, delegando en su esbirro la responsabilidad de la contienda.
»Lo que sucedió más tarde es algo que ni siquiera yo puedo describir con exactitud, porque las fuerzas arcanas que se desplegaron adquirieron una magnitud inusitada y se nubló mi visión.
»El general Pheragas murió en una escaramuza contra los dewar, los enanos oscuros de Thorbardin. Su pérdida entrañó el desmoronamiento del ejército de Fistandantilus. Los Enanos de las Montañas abandonaron en tropel Thorbardin para atacar el alcázar de Zhaman.
»Durante el asalto, y persuadidos de que la derrota era inminente, Fistandantilus y Denubis aprovecharon el poco tiempo del que disponían antes del desastre para correr hasta el Portal. Una vez frente a él, el archimago comenzó a invocar su hechizo.
»En aquel mismo instante, un gnomo, prisionero de los enanos de Thorbardin, activó un artilugio para viajar en el tiempo, que había construido en un supremo intento de escapar de su confinamiento. Contraviniendo todos los anales de la historia de Krynn, por un prodigio sin precedentes, su ingenio funcionó mejor incluso de lo que el hombrecillo esperaba.
»A partir de entonces, sólo me cabe especular, pero sin ningún género de dudas, que el invento del gnomo se inmiscuyó, desvirtuándolos, en los poderosos y complejos encantamientos que había entretejido Fistandantilus. El resultado de tal interferencia es algo que conocemos sin margen de error.
»Se produjo una explosión de tal calibre, que las llanuras de Dergoth quedaron devastadas. Ambos ejércitos fueron barridos de la faz del mundo y la imponente fortaleza de Zhaman se hundió sobre sus cimientos, creando una montaña que recibió el nombre de La Calavera.
»El infortunado Denubis pereció en el estallido. También Fistandantilus debería haber sucumbido, mas sus dotes arcanas eran tan sobrenaturales que logró aferrarse a un resquicio de vida. Su alma tuvo que subsistir en otro plano de existencia, donde pulularía hasta encontrar un cuerpo en el que reencarnarse. Ese cuerpo sería el de un joven nigromante llamado Raistlin Majere».
—¡Ya es suficiente!
—Sí, Shalafi —murmuró Dalamar.
La voz del archimago se desvaneció y el elfo oscuro supo que estaba solo en el estudio. Comenzó a temblar violentamente, sobrecogido por lo que acababa de leer. Dio unos pasos a través de la estancia y, más dueño de sí mismo, se sentó en la butaca que en circunstancias normales ocupara Raistlin y, así acomodado, trató de extraer algún significado del intrigante relato. Se perdió en sus cavilaciones, permaneciendo absorto hasta que la grisácea luz del alba desterró las tinieblas de la noche.
Un espasmo de excitación convulsionó el enteco cuerpo del nigromante. Sus pensamientos eran confusos, necesitaría un período de estudio para verificar lo que creía haber descubierto. Una frase se había grabado con especial énfasis en su cerebro: «El empeño debería haberse coronado con éxito.»
«¡Con éxito!», repitió en su fuero interno.
Inhaló aire entre ahogados jadeos, y al sentir la quemazón de sus pulmones se percató de que había cesado de respirar. Vibraron sus manos sobre la fría superficie del Orbe, mientras un entusiasmo indescriptible se apoderaba de él. Rompió a reír con aquellas singulares carcajadas a las que tan pocas veces se abandonaba, teñidas de ironía pero al mismo tiempo exultantes, pues había comprendido que las huellas de su pesadilla ya no conducían a un cadalso sino a una puerta de platino, a un Portal donde destellaban los símbolos arcanos del Dragón de las Cinco Cabezas. La hoja se abriría obediente a su mandato. Sólo tenía que hallar y destruir al gnomo.
Notó que alguien tiraba con ímpetu de sus manos y se maldijo a sí mismo por haber perdido el control.
—¡Alto! —ordenó a las manos que lo atraían desde el núcleo de la esfera.
Demasiado tarde; los miembros no escucharon su imperiosa voz y siguieron arrastrándolo.
Advirtió, cuando comenzaba a ser absorbido, que sus aprehensoras habían experimentado un cambio. Antes eran irreconocibles, no pertenecían a una raza concreta se dibujaban en ellas los signos de la juventud o la vejez. Ahora, por el contrario, se enfrentaba a las manos suaves, sutiles de una fémina, poseedora de una aterciopelada piel blanca y de una fuerza que convertía sus dedos en la garra de la muerte.
Sudoroso, intentando dominar el arrebato de pánico que amenazaba con aniquilarlo, Raistlin hizo acopio de todo su coraje, de su energía física y mental para combatir la voluntad férrea que se insinuaba detrás de aquellas manos.
Se desplazó de manera inexorable, sin que de nada le sirvieran tales forcejeos, hacia un rostro que, a medida que se aproximaba, ganaba nitidez. Era el semblante de una mujer hermosa, de ojos oscuros, que profería palabras seductoras en un tono tan irresistible que despertaron la pasión del mago, si bien su alma se retorcía de odio al escucharlas.
Consciente de que debía evitar su proximidad, el hechicero hizo un esfuerzo desesperado a fin de desembarazarse de aquella zarpa tentadora y, al mismo tiempo, más poderosa que los nexos de su esencia vital. Hurgó en los recovecos de su espíritu, en sus zonas más recónditas, aunque ignoraba lo que en realidad buscaba. Su instinto le decía que, en alguna parte de su ser, encontraría algo susceptible de salvarlo.
Se destacó en las sombras la imagen de una sacerdotisa de túnica blanca, portadora del Medallón de Paladine. Brilló en la bruma su aureola y, por un instante, las manos que le aprisionaban parecieron ceder. Tan sólo fue eso, una liberación momentánea. Una risa estruendosa quebró el frágil contorno de la sacerdotisa, haciéndolo añicos.
—¡Mi hermano! —vociferó Raistlin a través de sus cuarteados labios, y la réplica de Caramon sustituyó a la de Crysania.
Ataviado con una armadura dorada, reverberante su espada, el guerrero se materializó en la negrura dispuesto a custodiarlo. No había dado dos pasos, sin embargo, cuando cortaron su avance desde detrás.
El torbellino lo engullía de manera implacable, ajeno a su resistencia. También la cabeza del archimago empezó a girar a un ritmo vertiginoso, tanto que a cada segundo se menguaba su fuerza y, en consecuencia, crecía su desmayo. Y entonces, de repente, brotó una figura solitaria de las más hondas simas de su memoria. No vestía de blanco ni esgrimía espada, era una criatura achaparrada con el rostro devastado por las lágrimas. Exhibía en su mano un pequeño animal: una rata muerta.
Caramon llegó al campamento cuando los primeros rayos del sol propagaban sus fulgores por el cielo. Había cabalgado toda la noche y estaba cansado, entumecido, más hambriento de lo imaginable.
La perspectiva de regalarse con un sustancial desayuno y dormir un rato lo habían animado en la última hora, así que la visión de su tienda le arrancó una sonrisa. En el momento en que se disponía a espolear a su extenuado caballo, oteó más detenidamente el panorama y, en un impulso mecánico, tiró de las riendas. Tras detenerse, ordenó a su escolta que le imitase mediante el consabido gesto de alzar la mano.
—¿Qué sucede allí abajo? —preguntó, alarmado, desvanecido su apetito.
Garic se situó a su flanco y, perplejo, meneó la cabeza.
En lugar de contemplar las volutas de humo de las fogatas matutinas, de olisquear los aromas de los guisos o de oír los gruñidos de los hombres al ser despertados de un largo sueño, los viajeros distinguieron lo que se les antojó un avispero tras recibir la visita de un oso. No atisbaron fuegos encendidos, los soldados corrían sin norte o se apiñaban en grupos hirvientes de excitación.
Alguien vislumbró a Caramon y emitió un alarido. La muchedumbre se arremolinó, echando a andar en un tropel tan decidido y multitudinario, que Garic, espantado, dio una precipitada orden a sus acompañantes. En cuestión de segundos, los subordinados del general habían formado un escudo humano en torno al cabecilla.
Era la primera vez que el guerrero veía tal despliegue de lealtad y afecto por parte de sus seguidores, motivo por el que se le hizo un nudo en la garganta. Emocionado, sin habla, hubo de aclararse la garganta antes de dirigirse a ellos.
—No es un motín —los aleccionó, al mismo tiempo que se abría paso entre la apretada formación—. Fijaos bien, no están armados y, además, hay numerosas mujeres y niños en el grupo. Pero —balbuceó— agradezco vuestra iniciativa.
Al pronunciar esta última frase, clavó sus ojos en Garic, el joven caballero, quien se sonrojó complacido, pese a no haber soltado aún la empuñadura de su espada.
Mientras dialogaban, la avanzadilla del gentío había alcanzado al hombretón. Varios pares de manos agarraron sus bridas al unísono y al hacerlo asustaron a su corcel, el cual, convencido de que se había enlabiado una batalla, irguió las orejas y, peor todavía, sus cascos delanteros, resuelto a golpear a quien osara acercársele.
—¡Retroceded! —bramó Caramon, capaz a duras penas de controlar al encabritado animal—. ¿Os habéis vuelto todos locos? Ahora sí que parecéis lo que sois, un hatajo de granjeros inexpertos. ¡Reculad os digo! ¿Se han escapado vuestras gallinas? ¿Dónde se han metido mis oficiales?
—Aquí, señor —se impuso al tumulto la voz de uno de los capitanes.
Purpúreos sus pómulos, turbado y colérico, el soldado apartó a la plebe para presentarse ante su adalid. La severa reprimenda de Caramon tuvo la virtud de calmar los ánimos, de tal suerte que el griterío se había reducido a un confuso murmullo cuando un grupo de centinelas asignados al capitán disolvió el arracimado cerco.
—Te pido disculpas en nombre de todos, señor —declaró el oficial una vez restablecida la paz.
El guerrero desmontó y acarició la testuz del equino, que, al sentir su contacto, se inmovilizó, si bien se mantuvo alerta y le miró con las pupilas dilatadas.
El capitán era un individuo de edad avanzada, un mercenario con treinta años de experiencia. Su rostro se hallaba surcado de cicatrices, le faltaba el brazo izquierdo a causa de un certero sesgo de espada y caminaba renqueante.
Aquella mañana, su desfigurada faz se ruborizó avergonzada al someterse al grave escrutinio de su joven general.
—Los exploradores anunciaron tu venida, señor, mas antes de que pudiera salir a tu encuentro, esta manada de lobos —lanzó una fulgurante mirada a su entorno— se abalanzó sobre ti como si fueras una hembra en celo. Te suplico que les perdones —insistió—; nadie pretendía enojarte mediante esta conducta tan irrespetuosa.
—¿Qué ocurre? —indagó el hombretón, recobrada la compostura, mientras se encaminaba al campamento sujetando la rienda de su agotado caballo.
El aludido no respondió de inmediato, y Caramon comprendió que prefería hablarle a solas.
—Seguid adelante —indicó a sus hombres—. Garic, ocúpate de revisar mis pertenencias.
Cuando los soldados se hubieron alejado, en la escasa intimidad que les ofrecía el hecho de estar circundados por una multitud de hombres y mujeres que les espiaban anhelantes, el general volvió a interrogar a su oficial.
El viejo mercenario tan sólo dijo dos palabras:
—El mago.
Al aproximarse a la tienda de Raistlin, Caramon observó compungido el cerco de hombres armados que la rodeaba a fin de mantener a raya a los curiosos. Al verle aparecer, muchos de los acampados exhalaron suspiros de alivio y comentaron: «Ahora que ha llegado el general, todo se arreglará». Hubo quien se inclinó ante él, e incluso se llegaron a oír tímidos aplausos.
Exhortados por los desabridos reniegos del capitán, los que aún permanecían agrupados en su entorno abrieron una brecha para franquearle el paso. Los centinelas armados se apartaban también y cerraban de nuevo filas a su espalda en medio de los empellones de la muchedumbre, que se apretujaba y estiraba el cuello en un intento de verle. Como el oficial había rehusado darle más explicaciones sobre los acontecimientos que se habían producido en su ausencia, el guerrero no sabía a qué atenerse. No había de sorprenderle encontrar un dragón posado en la tienda de su gemelo o enfrentarse a un incendio de llamas verdes y coloradas.
En lugar de tales prodigios, sus ojos se tropezaron con un guardián apostado frente a la cortinilla y también con la sacerdotisa, que deambulaba nerviosa por delante del acceso. El luchador examinó al soldado, creyendo reconocerlo.
—Eres el primo de Garic, ¿verdad? —quiso cerciorarse—. El llamado Michael —añadió incierto, temeroso de haberse equivocado.
—Así es, general —le confirmó el joven caballero.
Se irguió en posición de firmes para dedicarle el saludo marcial que su rango merecía, mas fue una vana intentona. El centinela tenía el rostro macilento y desencajado, ribeteaban sus ojos unos círculos rojizos. Resultaba ostensible que no tardaría en desmoronarse, si bien sostuvo la lanza atravesada frente a la entrada para obstruir el avance de cualquiera que se atreviese a traspasarla.
Al oír el cavernoso timbre de Caramon, Crysania levantó la mirada.
—¡Loado sea Paladine! —exclamó.
El guerrero advirtió su extrema palidez, el brillo atenuado de sus grisáceos iris y tuvo un escalofrío pese a caldearlo el radiante sol matutino.
—¡Deshaz de inmediato este corro! Quiero que todos reanuden en seguida su quehacer —ordenó al capitán.
El mercenario actuó sin dilación, indicando a sus soldados que dispersaran a aquella abigarrada asamblea que, entre improperios y quejas más o menos veladas, tuvo que acatar las decisiones de su mandamás. De todos modos, era evidente que sus incógnitas nunca serían despejadas.
—Caramon, escúchame —urgió la eclesiástica al fortachón, a la vez que posaba la mano en su hombro—. Este…
Sin dejar que terminara, él la apartó y arremetió contra el acceso guardado por Michael. El joven caballero no se amedrentó. Se limitó a plantar su lanza con mayor firmeza que antes.
—¡No te interpongas en mi camino! —le amenazó el general.
—Lo lamento, señor —repuso el centinela, tajante su tono pese a que le temblaban los labios—. Fistandantilus prohibió que pasara nadie.
Exasperada por la actitud del hombretón, que había reculado para estudiar a Michael con una cólera teñida de sorpresa, Crysania intervino.
—He tratado de explicártelo, pero te obstinas en no hacer caso. La situación que presencias se ha prolongado toda la noche y sé que algo espantoso ha sucedido. Raistlin obligó a este joven a jurar por su honor, por el Código y la Norma de su Orden…
—Por el Código y la Medida —la corrigió el guerrero, meneando la cabeza y, sin poder evitarlo, pensando en Sturm—. Una ley implícita que ningún caballero de su Orden quebrantaría, aunque le fuese la vida en ello.
—¡Todo esto es un desatino! —se revolvió la sacerdotisa.
Rota su voz, la dama se cubrió la faz con las manos. Caramon la abrazó dubitativo, persuadido de que le regañaría, mas ella se refugió agradecida en su pecho.
—¡He tenido tanto miedo! —se desahogó—. Me despertó de un sueño profundo un alarido de Raistlin. Le oí mencionar mi nombre y, al correr veloz a su llamada, distinguí unos fulgores luminosos en el interior de la urdimbre. Profería sonidos incoherentes, aunque deduje que te invocaba también a ti antes de, sin apenas transición, abandonarse a unos gemidos desesperados. Confundida, angustiada, quise introducirme en su aposento, pero él me lo impidió —explicó, al mismo tiempo que señalaba a Michael que, enhiesto frente a la cortinilla, había fijado la vista en el horizonte—. Tras un corto silencio, balbuceó unas frases y su voz empezó a fundirse. Era como si una fuerza sobrenatural le absorbiera, le arrebatara incluso el habla.
—¿Qué pasó después?
Crysania hizo una pausa.
—Dijo algo más —susurró al fin—, si bien no pude entenderle. Se extinguieron las luces, un crujido rasgó la penumbra y… sobrevino una quietud más espeluznante que el conflicto.
Cerró los ojos, todavía afectada por los ominosos sucesos.
—¿Entresacaste algo inteligible de sus desvaríos? —indagó el hombretón.
—Una sola palabra, y eso es lo más extraño de todo —contestó Crysania—. La repitió varias veces, era algo así como «Bupu».
—¿Bupu? —se asombró el general—. ¿Estás segura?
—Sí, porque si no me equivoco es el apelativo de alguien a quien el mago conocía.
—Es una enana gully, a la que mi hermano profesa cierto cariño —le reveló el hombretón a fin de refrescarle la memoria—. ¿Por qué había de acordarse de ella en una hora tan crítica?
—No tengo la más remota idea —confesó la mujer, aunque una vaga noción de haber enviado a Tas en busca de aquella criatura revoloteaba en su cerebro—. Quizá sea importante para Raistlin. ¿No fue esa enana quien le contó a Par-Salian lo muy amable que se había mostrado el hechicero con ella? —preguntó. La sacerdotisa comenzaba a atar cabos.
Caramon meneó la cabeza negativamente, no porque no fuera cierta la presunción de su interlocutora, sino porque opinaba que no era momento de ocuparse de una enana gully. Su problema más acuciante era Michael. Escrutó al testarudo soldado y evocó las innumerables ocasiones en que había detectado la misma actitud en su amigo Sturm. Un juramento por el Código y la Medida no era algo que pudiera transgredirse. ¡Dichoso Raistlin!
El joven caballero resistiría en su puesto hasta que le venciese la fatiga y, al volver en sí, se suicidaría. Tenía que existir un medio para sortear el obstáculo sin empujarlo a la muerte; quizá si Crysania hechizaba al muchacho con sus dotes clericales quedaría justificado su desmayo y no recurriría a tal extremo.
No, era imposible, en cuanto se enterasen en el campamento quemarían a la «bruja» en la hoguera. El corpulento luchador maldijo a su hermano, a los clérigos y a los Caballeros de Solamnia con sus normas estrictas, inviolables.
Exhaló un suspiro y se acercó de nuevo a Michael. El guardián enarboló la lanza, pero Caramon levantó las manos para convencerle de que no pretendía luchar.
El general se aclaró la garganta, determinado a parlamentar pero sin saber cómo iniciar su discurso. La efigie de Sturm no se había borrado de su mente, tan nítida se dibujaba que creyó ver una vez más el rostro de su entrañable compañero. No contemplaba, sin embargo, los rasgos que ostentara en vida, impregnados de austeridad, de nobleza. Sin salir de su asombro, el guerrero intuyó que lo que visualizaba era a Sturm después de muerto. Las improntas del sufrimiento y la pesadumbre habían difuminado las líneas del orgullo y la inflexibilidad. Aquellos ojos extraviados rezumaban comprensión e incluso le pareció atisbar una atribulada sonrisa en el semblante del caballero.
Tan real era la visión, que Caramon quedó unos instantes petrificado, mudo. Sólo cuando se esfumó la imagen, dejando en su lugar la faz de un joven espantado, exhausto y obcecado en el cumplimiento de su deber, recobró la compostura.
—Michael —declaró, alzadas aún las manos—, uno de los mejores amigos que he tenido fue un Caballero de Solamnia. Murió en una guerra lejos de aquí, en una época en que… Los detalles carecen de importancia —rectificó, entre otras razones porque semejante relato no habría hecho sino desorientar al soldado—. Sturm, mi amigo, era tan fiel como tú al Código y la Medida, estaba dispuesto a dar su vida por defenderlos. No obstante, al final de su imitable y valerosa existencia, descubrió que había algo más fundamental que las sagradas normas y códigos que os rigen.
Se endureció la expresión de su oyente, quien aferró su arma con mayor ahínco.
—La vida, ese don precioso que vuestras leyes desdeñan —concluyó el general.
Percibió un pestañeo en los enrojecidos párpados del centinela, una leve vibración que se ahogó en sendos lagrimones. Disgustado consigo mismo, Michael los enjugó y recuperó su ademán decidido, aunque ahora lo tamizaba, o así se le antojó al guerrero, un hondo desaliento.
Aprovechando esa desazón, ese desgarro que le abría una puerta, Caramon reanudó su arenga como si fuera el filo de una espada apuntada al pecho de su oponente.
—La vida, Michael, la esencia de todo y lo único que tenemos. No me refiero únicamente a las nuestras, sino a la de cuantas criaturas pueblan el mundo. El Código y la Medida fueron creados para preservar nuestra común existencia, mas tan encomiable designio acabó tergiversándose y las normas adquirieron más trascendencia que lo que debían salvaguardar.
Despacio, sin bajar las manos, dio otro paso hacia el guardián.
—No te pido que abandones tu puesto en un acto de traición, y ambos sabemos que no te mueve la cobardía —continuó—. Los dioses son testigos de los fenómenos que se han obrado aquí esta noche. Si te suplico que me franquees el acceso, lo hago apelando a tu piedad, ya que es probable que mi hermano yazca moribundo en el interior de su tienda. Cuando te arrancó aquel juramento no había previsto tan funestas consecuencias. Tengo que ir a su lado, Michael. Te ruego que me permitas entrar. No hay nada deshonroso en ello.
El aludido se puso rígido, mientras mantenía la mirada en lontananza. Sin embargo, transcurridos unos segundos se tambaleó, dobló los hombros hacia adelante y soltó la lanza. Al comprobar que se desmoronaba, que el arma se deslizaba entre sus dedos, el hombretón detuvo su caída y le sujetó con sus poderosos brazos. El cuerpo del caballero se convulsionó con un sollozo tan patético, que el general le dio unas consoladoras palmadas en el hombro.
—Que alguno de vosotros traiga a Garic —mandó a los soldados que custodiaban el recinto—. ¡Ah, estás aquí! —exclamó aliviado cuando éste se presentó a toda carrera—. Lleva a tu primo junto al fuego, dale comida caliente y hazle dormir unas horas. Tú —indicó a otro de los centinelas—, releva a tu compañero.
Mientras Garic se alejaba con su pariente, Crysania se aproximó a la recia urdimbre, pero el guerrero la detuvo.
—Será mejor que me cedas la delantera, sacerdotisa —propuso.
Preparado como estaba para la réplica, le sorprendió comprobar que la dama se apartaba con dócil sumisión. En el instante en que descorría la cortinilla, sintió la mano femenina posada en su piel y, sobresaltado, dio media vuelta.
—Eres tan sabio como Elistan, Caramon —susurró la mujer, clavados en él sus iris grisáceos—. Yo podría haberme dirigido en esos términos al caballero, pero ¿por qué no lo hice?
—Quizá porque yo he comprendido sus motivaciones —sugirió el luchador, ruborizándose.
—En efecto, mi error ha sido empeñarme en que me obedeciera sin establecer ninguna comunicación —se lamentó la dama, a la vez que, pálida, se mordía el labio.
—No me tildes de brusco, señora —le imprecó él—, si te recomiendo que analices tu alma en otra ocasión más propicia. Ahora necesito tu ayuda.
—Por supuesto.
Recuperada la confianza, la determinación, la sacerdotisa siguió al general.
Consciente de que había un guardián apostado, y de que varios pares de ojos les espiaban, el hombretón corrió de inmediato la gruesa tela que hacía las funciones de puerta. Reinaba en la estancia un silencio absoluto, una oscuridad tan intensa que al principio ninguno de los recién llegados acertó a vislumbrar nada. De repente, mientras aguardaban inmóviles que sus pupilas se acostumbraran a la penumbra, Crysania tiró del brazo de su acompañante.
—¡Le oigo respirar! —anunció.
Él asintió y echó a andar, aunque sin precipitarse. La claridad del exterior disipaba la noche perpetua de la tienda, y a cada paso mejoraba su percepción. Propinando un puntapié a una banqueta que, volcada en el suelo, obstaculizaba su avance, distinguió la figura del archimago.
—Raist —lo llamó, al mismo tiempo que se arrodillaba.
El nigromante estaba tumbado cuan largo era. Tenía el rostro ceniciento, los labios amoratados y la respiración débil e irregular, mas al menos sus pulmones trabajaban. Tras alzarlo con sumo cuidado en volandas, Caramon lo transportó hasta el lecho. Bajo la exigua luz, creyó entrever una sonrisa en sus comisuras. El yaciente se hallaba sumido en un plácido sueño.
—A juzgar por su expresión, duerme tranquilo —comentó, desconcertado, a la sacerdotisa, que estaba ocupada en extender una manta sobre la inerte forma del hechicero—. Pero resulta obvio que algo terrible ha ocurrido. Me pregunto… ¡En nombre de los dioses!
Crysania dio un respingo ante aquel súbito cambio de tono e inspeccionó el lugar por encima de su hombro.
Los soportes de madera estaban chamuscados, el resistente trenzado de las paredes se había ennegrecido y se adivinaban pequeñas grietas en algunas costuras. Era ostensible que un incendio había azotado el aposento mas, contra toda lógica, la estructura se mantenía en pie y sólo había sufrido daños menores. Sea como fuere, lo que provocó la consternación del guerrero no fue el panorama general, sino el objeto que se erguía en la mesa.
—¡El Orbe de los Dragones! —balbuceó.
Creada decenios atrás por los magos de las Tres Túnicas, la cristalina esfera que encerraba la quintaesencia de los reptiles del Bien, el Mal y la Neutralidad, y que poseía la virtud de desbordar las fronteras del tiempo, seguía apoyada en el soporte de plata.
Su luminosidad mágica, embrujadora, los fulgores que un día derramase en su derredor, se habían apagado. Se había convertido en un objeto de negrura, sin vida, como si escapasen sus efluvios a través de una fisura abierta en su centro.
—Se ha roto —constató el general en tonos apagados.
El ejército de Fistandantilus jalonó el Estrecho de Schallsea en una desordenada flota constituida por barcas de pesca, botes sin aparejo, balsas de tosca manufactura y embarcaciones de recreo vistosamente decoradas. Aunque la distancia no era excesiva, se necesitó más de una semana para transportar hombres, animales y enseres.
Cuando Caramon inició los preparativos de la travesía, sus levas habían aumentado en tal proporción que no pudo encontrarse una nave capaz de llevarlos a todos. Así, pues, contrató una serie de pequeños balandros para que fueran y vinieran en diversas etapas y aprovechó los de mayor envergadura como cuadras o corrales flotantes del ganado. Convertidas en auténticas granjas, sus bodegas fueron provistas de compartimientos destinados a los caballos y de casillas donde albergar a los cerdos.
La expedición se desarrolló sin novedad en su mayor parte, si bien el general tan sólo dormía dos o tres horas cada noche. Estaba siempre atareado en resolver problemas que ningún otro podía manejar, complicaciones que iban desde atender a los animales mareados hasta rescatar un baúl repleto de espadas que salía despedido por la borda. Y, para colmo de desventuras, se desató una tempestad cuando avistaban su destino y se creían a salvo. El mar embravecido, el manto de arremolinada espuma, volcó dos embarcaciones que, al soltarse sus amarras, naufragaron e interrumpieron la singladura durante un par de días.
Por fortuna, a pesar de los contratiempos, fondearon en condiciones aceptables. Sólo se registraron algunos casos de enfermedades propias de la navegación, la pérdida de un niño que fue salvado antes de que las aguas lo engulleran y un caballo que se rompió una pata al cocear la partición de la cuadra y que, lamentablemente, hubo de ser sacrificado.
Tras desembarcar en los llanos de Abanasinia, el ejército fue recibido por el cabecilla de las tribus bárbaras que habitaban las regiones septentrionales del país y ansiaban apoderarse del codiciado oro atesorado en Thorbardin. También acudieron a darles la bienvenida los representantes de los Enanos de las Colinas, un hecho que produjo tal impacto en el hombretón, que tuvo los nervios desquiciados durante varios días.
—Reghar Fireforge y su escolta —anunció Garic desde la entrada de su tienda. Haciéndose a un lado, el caballero invitó a pasar a un grupo formado por tres enanos.
Vibrantes sus tímpanos con la resonancia de aquel apellido familiar, Caramon estudió anonadado al hombrecillo que encabezaba la comitiva. Los delgados dedos de Raistlin aferraron su brazo.
—¡Ni una palabra! —le susurró.
—¡Pero se le parece tanto! Y se llama igual que él —protestó el general en voz baja.
—Por supuesto —asintió el hechicero como si fuera lo más natural—, es el abuelo de Flint.
¡Un ancestro de su viejo amigo! Del compañero que muriera en la Morada de los Dioses en brazos de Tanis, de aquella criatura gruñona e irascible, tierna y sabia. ¡Pensar que siempre le asombró su tremenda ancianidad y que ahora todavía no había nacido! En presencia del guerrero se hallaba nada menos que su abuelo.
De pronto se le reveló, más punzante que un golpe físico, el alcance de su proyecto y lo que significaba estar en aquel lugar. Hasta entonces había vivido la marcha de sus tropas como una aventura en su propia época; no se había tomado en serio la guerra que iba a desencadenarse. Incluso la idea de que Raistlin lo enviase al hogar le había parecido tan sencilla como reservar un pasaje en una goleta y despedirse del archimago en un muelle cualquiera. Y, en cuanto a la cuestión de alterar el tiempo, la había descartado desde el principio. Le desconcertaba. Para él, significaba deambular sin rumbo en un círculo cerrado e infinito.
Se sintió acalorado y, sin apenas transición, su sudor se tornó gélido. Tanis no existía, ni tampoco Tika, ni él mismo. ¡Era demasiado improbable, demasiado abstracto!
La tienda empezó a girar de tal modo ante sus ojos, que temió perder el conocimiento. Le salvó del desvanecimiento su siempre alerta gemelo, que, al advertir su lividez y adivinar con su plecaro instinto lo que estaba tratando de asimilar, se puso de pie y prodigó corteses frases a sus invitados enaniles, con el único objeto de darles unos segundos, durante los cuales pudieran restablecerse. No dejó, sin embargo, de dirigir al luchador una penetrante mirada por la que le conminaba a cumplir con su deber.
Ya más sosegado, Caramon logró desembarazarse de tan perturbadores pensamientos. Se dijo para sus adentros que no le faltarían oportunidades de reflexionar, que se ocuparía de resolver sus contradicciones en la soledad de su aposento. En las últimas semanas, había forjado a menudo estos propósitos, si bien la quietud que precisaba no acababa de materializarse debido a las continuadas interrupciones que sufría en su descanso.
Incorporándose a su vez, el general fue capaz incluso de estrechar la mano del resuelto enano de barba cana.
—Nunca imaginé —declaró Reghar en hosca actitud, mientras se instalaba en la silla que le ofrecían y aceptaba una jarra de cerveza, que bebió de un solo trago— que algún día pactaría con humanos y hechiceros, y menos aún en contra de mis congéneres.
El guerrero examinó, taciturno, el recipiente vacío. Luego hizo un escueto gesto al muchacho que le atendía para que volviera a llenarlo. Sin perder su mueca de disgusto, el hombrecillo aguardó hasta que se hubo posado la espuma y entonces, con el brazo en alto, brindó frente a su colosal oponente.
—Durth Zamish och Durth Tabor. Las circunstancias singulares crean lazos también singulares —tradujo.
—Me acojo a ese axioma —respondió Caramon, quien, de nuevo acomodado en su butaca, alzó un vaso de agua y lo ingirió.
Observó a Raistlin de soslayo y éste, consciente de su mensaje y diplomático cuando le convenía, se humedeció los labios con el vino que le habían servido.
—Mañana nos reuniremos para discutir nuestros planes —manifestó el guerrero—. El adalid de los bárbaros de las Llanuras, que llegará esta misma tarde, participará en la asamblea. —Se acentuó el enfado en las facciones de su huésped y el general suspiró, previendo un serio conflicto. Mas no queriendo exteriorizar su recelo, continuó en el mismo tono alegre y despreocupado—: Cenemos juntos esta noche y sellemos nuestra alianza.
—Quizá tenga que luchar en el mismo bando que esos hombres —replicó el enano—. Pero ¡por la barba de Reorx, no me sentaré a su mesa! Ni tampoco a la tuya —dictaminó.
Caramon se levantó. Embutido en una espectacular armadura de gala, obsequio de los caballeros, constituía una visión imponente. Reghar no pudo por menos que pestañear al contemplarlo.
—Presumes de grandullón, ¿no es cierto? —le imprecó—. Me pregunto si tu cabeza no albergará más músculos que raciocinio —agregó, con un dubitativo movimiento de cabeza.
Lejos de sentirse ultrajado, el fornido humano esbozó una sonrisa. Era la similitud con las expresiones habituales de Flint lo que le encogía el corazón, no la pretendida ofensa.
A Raistlin, por el contrario, no le hizo ninguna gracia aquel comentario.
—Mi hermano posee una inteligencia privilegiada para las tácticas militares —salió en su defensa de manera inesperada—. Cuando abandonamos Palanthas, éramos tres. Tan sólo la pericia y la perspicacia del general Caramon han obrado el prodigio de trasladar este numeroso ejército hasta vuestras costas. Opino que deberías someterte a su liderazgo.
Reghar emitió un resoplido y espió al nigromante con la frente arrugada por encima de sus pobladas y grisáceas cejas. Envuelto en el matraqueo de su pesada armadura, dio vuelta y se encaminó hacia la cortinilla para, ya en el umbral, hacer una pausa.
—¿Tres en Palanthas y ahora este enjambre? —inquirió.
Clavó sus fulminantes ojos en el guerrero y ondeó su mano en un gesto por el que intentaba abarcar la tienda, los caballeros de noble apariencia que montaban guardia en los flancos de ésta, los centenares de hombres que había visto descargar las provisiones de las naves y aquellos otros que practicaban las técnicas bélicas, sin olvidar las interminables hileras de fogatas donde se guisaba el alimento.
Anonadado por la insólita alabanza que le dedicara su gemelo, Caramon no pudo contestar y tuvo que contentarse con asentir. El representante de las Colinas lanzó un nuevo resoplido, pero una mal velada admiración animaba sus pupilas en el momento en que traspasó el acceso entre el estruendoso repiqueteo de sus piezas metálicas.
Antes de alejarse, Reghar reculó sobre sus pasos y asomó la cabeza por la abertura.
—Os acompañaré en la cena —accedió reticente, y desapareció.
—Yo también me retiro, hermano —se despidió el mago.
Con aire ausente, el hechicero se dirigió hacia la salida. Enlazadas las manos bajo los pliegues de su pectoral, no despertó de sus hondas cavilaciones hasta que unos dedos rozaron su brazo. Molesto, irritado con el hombretón por osar distraerle, le espetó secamente:
—¿Qué quieres?
—Darte las gracias —balbuceó el luchador—. Nunca antes habías ensalzado así mis virtudes, ni en la intimidad ni en presencia de extraños.
El nigromante sonrió complaciente. Ninguna luz en sus ojos confirmaba esta muestra de cordialidad, pero Caramon se sentía demasiado feliz para percatarse.
—Lo que he aseverado es la pura verdad —insistió Raistlin—. Además contribuirá a la consecución de nuestro objetivo, ya que necesitamos a esos enanos. He dicho incontables veces que tienes recursos ocultos, que sólo has de tomarte la molestia de desarrollarlos. Después de todo, somos gemelos —añadió, sarcástico—; no nos separan tantas diferencias como tú supones.
Echó a andar, pero de nuevo se lo impidió la mano del guerrero al agarrarle por la manga. Conteniendo un suspiro de impaciencia, el archimago se detuvo.
—Traté de matarte en Istar, Raistlin —recordó el hombretón, al mismo tiempo que se lamía los resecos labios—. Estaba convencido de que me sobraban razones, basadas en hechos que se me antojaban pruebas irrefutables de tu perversidad. Ahora no sé a qué atenerme —confesó, ajeno al sonrojo que inflamaba su rostro—. Me gustaría pensar que colocaste a los miembros del cónclave arcano en una situación en que no les quedó otro remedio que catapultarme al pasado con el único propósito de rehabilitarme. No fueron ésas tus intenciones —se apresuró a añadir al observar cómo apretaba los labios su interlocutor y endurecía sus rasgos—, al menos no exclusivamente. Estoy persuadido de que has maquinado todo esto en tu propio beneficio, mas vislumbro que en una recóndita parte de tu ser anida un resquicio de afecto hacia mí. Intuiste que estaba en apuros y algo te indujo a socorrerme.
El hechicero estudió a su oponente entre divertido e irónico, antes de desencantarlo, encogiéndose de hombros.
—Si esa romántica noción que has concebido te ayuda a luchar con mayor ahínco, te inspira mejores estrategias, desentumece tu mente y, sobre todo, me permite salir de esta tienda para consagrarme a mi tarea, te exhorto a acunarla en tus entrañas. Poco me importa.
Tras deshacerse, con una brusquedad no inferior a la que desplegara en su discurso, de la garra que le sujetaba, se plantó junto a la cortinilla. No obstante, algo refrenó su arranque, porque se inmovilizó y, ladeada su encapuchada cabeza, susurró:
—Nunca me comprenderás.
Aunque nervioso, pronunció tal sentencia con acento más triste que enojado.
Reanudó el hechicero la marcha, con un fustigar de negros pliegues en torno a sus tobillos.
El banquete nocturno se celebró en el exterior, bajo unos auspicios funestos.
Se dispusieron los manjares en largas mesas de madera, construidas de forma precipitada a partir de las balsas que se utilizaran en la travesía del estrecho. Reghar llegó con un nutrido séquito de unos cuarenta enanos mientras que Darknight, cabecilla de los bárbaros —un individuo de descomunal estatura y porte altivo cuya gravedad le asemejaba a Riverwind, al menos en la memoria de Caramon—, lo hizo acompañado de otros tantos guerreros. El general, por su parte, eligió el mismo número de hombres entre los soldados que más confianza le merecían debido a su talante moderado.
El hombretón había imaginado que, al ordenarse las filas, los enanos se sentarían aislados y los bárbaros también. No se entablarían conversaciones susceptibles de mezclarlos. Y así fue. Una vez organizados, cada grupo estudió al otro en un tenso silencio, apiñados los unos en torno a Reghar y alrededor de Darknight los otros, con los seguidores de Caramon en una incómoda posición intermedia.
Caramon se situó, equidistante, en el centro de las comitivas. Se había vestido con sumo celo: lucía el yelmo y piezas doradas de su época de gladiador, además de la armadura nueva que le habían regalado y que encajaba a la perfección con los antiguos adornos. Su piel broncínea, su incomparable físico y sus rasgos cincelados y fuertes le conferían una autoridad que hasta los enanos reconocieron. En efecto, aquellas criaturas obstinadas en su hostilidad intercambiaron miradas con las que significaban su aprobación.
—¡En primer lugar, quiero saludar a mis huéspedes! —exclamó el general con su resonante voz de barítono—. Sed bienvenidos a este ágape de camaradería, que ha de simbolizar la alianza y, espero, una incipiente amistad entre nuestras respectivas razas.
Este prólogo suscitó murmullos despreciativos, resoplidos que denotaban escarnio. Uno de los enanos incluso escupió en el suelo, un acto deliberado que hizo que varios bárbaros agarrasen sus arcos y dieran un paso al frente, por considerarse en su tribu una ofensa digna del peor castigo. Su adalid los detuvo y, sin conceder mayor importancia al incidente, el hombretón prosiguió.
—Vamos a combatir juntos, quizás a morir en el mismo campo de batalla. Por lo tanto, demostremos nuestra buena predisposición en esta primera noche compartiendo el alimento como los hermanos que hemos de ser. Sé que os disgusta separaros de vuestros congéneres y amigos, pero es mi deseo que trabéis conocimiento con quienes sin duda se transformarán en nuevos compañeros. Para ayudaros a romper el hielo, he preparado un pequeño juego. No os inquietéis; es del todo inocente.
Al oír estas palabras, los enanos quedaron boquiabiertos. Desorbitados los ojos, muchos de ellos se acariciaron la barba y emitieron quedos susurros que rasgaron el aire por su violencia. ¡Los adultos de su pueblo no jugaban! Cierto que lanzaban piedras o mazos, mas tales actividades eran definidas como deportes y no como entretenimientos pueriles.
Los bárbaros, con Darknight a la cabeza, tuvieron la reacción opuesta. Los habitantes de las Llanuras vivían para las justas, los certámenes y otras diversiones, que incluso juzgaban más emocionantes que declarar la guerra a sus vecinos.
Ondeando la mano, el anfitrión señaló una tienda enorme, de forma cónica, que se hallaba plantada detrás de las mesas y había sido objeto de curiosas miradas, algunas teñidas de resquemor, por parte de todos. La coronaba, a unos veinte pies de altura, el estandarte del guerrero. La sedosa bandera con la estrella de nueve puntas se agitaba en la brisa nocturna, bajo la luz de una hoguera encendida en su proximidad.
Mientras los presentes espiaban perplejos la tienda, Caramon estiró un brazo y tiró de una cuerda. Se desprendieron al instante las paredes de cañamazo que la configuraban y que, obedientes a la señal de su adalid, retiraron sin demora unos jóvenes sonrientes.
—¿Qué majadería es ésta? —rezongó Reghar, acariciando su hacha.
Un solitario poste se erguía en un mar de fango, negro y burbujeante. Su superficie había sido alisada, de tal suerte que refulgía alumbrada por las llamas. Cerca de su cúspide había una plataforma redonda, confeccionada con sólida madera, salvo en algunos puntos donde se habían abierto agujeros de irregular contorno.
No fue la visión del pilar, ni del entarimado, ni tampoco del fango, lo que arrancó frases de asombro tanto de los enanos como de sus oponentes, sino los objetos que, incrustados en la madera, se dibujaban en la cumbre. Reverberantes en la aureola luminosa de la fogata, cruzados sus destellantes metales, se destacaban en la oscuridad del poste una espada y un hacha guerrera. No eran aquéllas las toscas armas que portaban la mayoría de los soldados de ambos ejércitos. Su acero estaba templado por manos expertas, sus exquisitas tallas resplandecían frente a quienes las contemplaban incluso a cierta distancia.
—¡Por la barba de Reorx! —se admiró Reghar en un susurro ahogado, tembloroso—. Esa hacha es más valiosa que todo nuestro poblado. Renunciaría a cincuenta años de mi vida a cambio de poseer un arma tan espléndida.
Darknight, clavadas sus pupilas en la espada, tuvo que parpadear al asomar a sus ojos unas lágrimas de ansiedad que nublaban sus sentidos.
—¡Estos pertrechos son vuestros! —anunció Caramon, complacido.
Los dos cabecillas le consultaron con la mirada, con una expresión de sorpresa que ninguno se molestó en disimular.
—Si lográis apoderaros de ellos y bajarlos —concluyó el general.
Un tumulto de entusiasmo se propagó entre los componentes de ambos bandos, que corrieron prestos hasta la orilla del lodazal. Tanto creció el vocerío, que el guerrero tuvo que gritar con todas sus fuerzas para acallarlo.
—Reghar y Darknight, escuchadme bien. Cada uno de vosotros puede escoger a nueve miembros de su escolta para ayudarle en su empeño. El primero que acceda a los trofeos pasará a ser su único dueño.
El bárbaro no necesitó que le apremiasen. Sin preocuparse de seleccionar a ninguno de sus soldados, saltó sobre el barro y comenzó a vadearlo en dirección del madero. Pero a cada zancada se hundía en el viscoso terreno, ya que el fango ganaba en profundidad a medida que se acercaba a su objetivo. Cuando llegó al pie del pilar, la negra sustancia le llegaba hasta las rodillas.
Reghar, más cauto, se tomó unos minutos para observar a su contrincante. Tras llamar a nueve de sus seguidores más robustos, el hombrecillo de las Colinas entró en la laguna junto a los elegidos, aunque con escaso éxito, pues todo el contingente se desvaneció bajo el peso añadido de sus armaduras, que les empujaron hacia el fondo. Sus compañeros los arrastraron hasta la superficie, siendo el dignatario el último en emerger.
El enano exhaló una retahíla de reniegos, en los que no olvidó mencionar a ninguno de los dioses que conocía, a la vez que se limpiaba la barba y procedía a desanudar las trabas y las hebillas de su metálica vestimenta. Ya más ligero, alzada el hacha por encima de su cabeza, realizó una segunda intentona sin esperar a su escolta.
Entretanto, Darknight había comprobado que en las inmediaciones del poste, el suelo era más firme que en el recorrido. Abrazado ahora al madero, se dio impulso y cruzó las piernas por detrás para asirse mejor. En esta postura, consiguió escalar hasta cierta altura con una sonrisa de triunfo dedicada a los integrantes de su tribu, que le vitoreaban y animaban a continuar. De pronto, cuando creía próxima la victoria, empezó a deslizarse hacia abajo y, apretados los dientes, forcejeó a la desesperada a fin de no perder el terreno ganado. Fue inútil, a los pocos segundos el gran cacique de los bárbaros se encontraba de nuevo en la base, entre las despiadadas mofas de los enanos. Sentándose en el barro, estudió el engañoso pilar y constató que, como sospechaba, lo habían untado con grasa animal.
A nado más que a pie, Reghar alcanzó la misma posición que su adversario. El fango le cubría hasta la cintura, pero su extraordinaria voluntad le ayudó a sostenerse.
—Hazte a un lado —ordenó al frustrado hombre de las Llanuras—. Hay que aguzar el ingenio en estos casos —lo aleccionó—. Si no podemos subir, derrumbaremos la estructura y los trofeos caerán en nuestras manos.
Con una mueca de orgullo en su faz barbuda, salpicada de lodo, el enano descargó un contundente golpe con su pertrecho sobre la pértiga.
Caramon, que había urdido a conciencia su estratagema, sonrió en su fuero interno y encogió el cuerpo en anticipación de lo que había de ocurrir.
Retumbó en el aire un tintineo ensordecedor. La hoja del hacha rebotó contra el poste como si hubiera acometido la ladera rocosa de una montaña y el agresor averiguó entonces que el pilar no era sino un tronco desbastado del árbol llamado «férrea corteza», inmune a los golpes. Mientras el arma salía despedida de sus pegajosas manos, el hombrecillo fue también catapultado hacia atrás, dando con sus huesos en el charco. Ahora fueron los bárbaros quienes se carcajearon, aunque ninguna de sus risotadas fue tan sonora como las de su cabecilla.
El representante de los pueblos de las Colinas intercambió una mirada fulgurante con su rival humano, y creció la enemistad entre los bandos. Murió el alborozo, sustituido por hostiles murmullos que inquietaron al general. Al fin, Reghar apartó la vista de su oponente para contemplar la vieja hacha que se zambullía en el cieno antes de, fruto de una lógica asociación de ideas, admirar el codiciado tesoro que se erguía sobre su cabeza. Debía adueñarse de aquel espléndido objeto que centelleaba en la ígnea aureola de la fogata, exprimirse el cerebro hasta forjar un plan.
Mientras así discurría, sus seguidores, despojados de sus armaduras, se abrieron camino hasta él. Con su desabrido temple, el enano les indicó mediante imperativas voces y gesticulaciones que se alineasen en la base del madero. Una vez reunidos, les mandó que formasen una pirámide. Tres se enlazaron en un círculo inicial, dos más se encaramaron por sus espaldas para crear el segundo soporte y otro, más delgado, ocupó el tercero. El trío que constituía los cimientos se hundió hasta el pecho al recibir la presión de los de arriba, pero los valerosos hombrecillos lograron apalancarse en el sólido fondo y resistieron el peso.
Darknight los examinó unos momentos en afligido silencio y convocó a nueve de sus guerreros. Poco después, los humanos construían su propia pirámide, con más posibilidades en apariencia, de alcanzar los trofeos. Los enanos, debido a su inferior estatura, tuvieron que alargar su castillo a base de colocar un solo individuo en cada nivel a partir del tercero, reservándose Reghar el privilegio de trepar el último. Tras coronar el pináculo sobre unos apoyos vivientes que se mecían y gemían bajo sus pies, estiró los brazos en pos de la plataforma. No logró asirse a ella.
El bárbaro, en cambio, se subió sobre sus hombres y pronto se situó cerca del entarimado. Burlándose de la mueca distorsionada de su rival, el mandatario trató de introducirse en una de las dispares aberturas. Pero era demasiado corpulento y únicamente pudo asomar la cabeza.
Se comprimió, renegó, contuvo el resuello, todo sin resultado. Su recia constitución le impedía atravesar el angosto agujero. Animado por su fracaso, el ágil contrincante dio un enérgico brinco.
En lugar de posarse en la plataforma como pretendía, aterrizó en el fango con un estrepitoso chapaleo. A causa de su impulso, la pirámide entera se desmoronó y sus componentes volaron en todas direcciones.
En esta ocasión, sin embargo, los humanos no se rieron. Al ver en peligro al infortunado Reghar, Darknight dio un salto al vacío y, tras incorporarse en medio de la viscosa laguna, asió por la nuca a su semiasfixiado enemigo y lo arrastró hasta la superficie.
Apenas se les distinguía, rebozados como estaban en el negro limo. Sin proferir una palabra, ambos adalides se observaron mutuamente.
—Sabes —dijo al rato el enano, quitándose el fango de los ojos— que yo soy el único que puede filtrarse por el hueco.
—Y tú sabes —repuso el bárbaro con los dientes rechinantes— que sin mí no llegarás a la base de la plataforma.
Entrechocaron sus manos y corrieron juntos hasta el castillo erigido por los guerreros. Darknight tomó la delantera en la escalada para configurar su último eslabón y, ya aposentado, hizo una señal al hombrecillo, que, entre las ovaciones de los presentes, se encaramó sobre los hombros del que fuera su rival y accedió sin más novedad a la cima del madero.
Gateando por la abertura, Reghar se plantó en los gruesos listones y se apresuró a asir primero el astil del hacha, la empuñadura de la espada después, en medio de una lluvia de aclamaciones. Pasado el instante de júbilo, los espectadores enmudecieron de modo repentino y los dos cabecillas se espiaron recelosos.
«Ha llegado la hora de la verdad —pensó Caramon—. ¿Es tu parecido con Flint mera coincidencia física, Reghar? ¿Hay algo de Riverwind en ti, bárbaro? Todo depende de que no defraudéis mis expectativas».
El enano vislumbró a través del agujero el severo rostro de su oponente.
—Esta hacha, quizá fraguada por el mismo Reorx, te la debo a ti, hombre de las Llanuras —admitió—. Será para mí un honor combatir a tu lado. Y, si vas a luchar en mis filas, necesitarás un arma decente.
Coreado por los aplausos de todo el campamento, el dignatario de los enanos entregó la espada al satisfecho Darknight.
El festín se prolongó hasta muy entrada la noche. El campo circundante adquirió nueva vida con el bullicio y las innumerables bromas de las tropas, proferidas tanto en dialectos enaniles o tribales como en lengua solámnica y común.
A Raistlin le resultó fácil escabullirse sin que nadie se apercibiera. En la excitación general, no echaron en falta al callado y cínico mago.
Se encaminó el hechicero hacia su tienda, que Caramon había mandado restaurar, sin apartarse de las sombras. Embutido en sus enlutadas vestiduras, no era sino uno de esos fugaces fantasmas que a veces se intuyen, más que verse, por el rabillo del ojo.
Evitó a Crysania que, en la entrada de su refugio, escuchaba la algarabía con expresión nostálgica. No osaba unirse a la fiesta, sabedora de que la presencia de la «bruja» podía perjudicar al general.
«Resulta irónico —recapacitó Raistlin— que en esta época de la Historia se tolere a un mago y se vitupere, se escarnezca, a una sacerdotisa de Paladine».
Mientras atravesaba sigiloso, calzado con sus botas de piel, el paraje donde había acampado el ejército, sin imprimir apenas sus huellas en la húmeda hierba, el archimago reflexionó que la situación de la Hija Venerable no dejaba de ser divertida. Alzando la vista hacia las constelaciones del cielo descubrió a los dos Dragones, el de Platino y el de las Cinco Cabezas, que se acechaban desde sus órbitas astrales. «Divertida y cruel», concluyó.
Pronto abandonó tales cábalas para concentrarse en su problema. El conocimiento obtenido a través de las Crónicas de que, si no se hubiera interferido accidentalmente un gnomo, Fistandantilus habría conseguido su propósito, tuvo el don de levantar el ánimo del oscuro hechicero. Según sus cálculos, el intruso era una pieza clave. Había alterado el tiempo y, aunque el mago no se explicaba cómo lo hizo, no le restaba sino ganar acceso al alcázar montañoso de Zhaman a fin de, una vez allí, introducirse en Thorbardin, hallar al dichoso gnomo y desarticular su ingenio.
El tiempo volvería a discurrir por sus cauces normales. Sólo se modificaría este detalle, algo que favorecía la ejecución de sus designios pues le conferiría el triunfo donde fracasara Fistandantilus.
Por consiguiente, como hiciera su arcano predecesor, Raistlin volcó en la guerra todo su interés y atención para asegurarse la entrada en Zhaman. Caramon y él pasaron largas horas consultando los mapas, estudiando las fortificaciones, cotejando sus respectivos recuerdos sobre los viajes que realizaran en aquel territorio en un período aún futuro y especulando acerca de los cambios que podían haberse producido.
El factor esencial para lograr la victoria en la batalla era la toma de Pax Tharkas. Y esta hazaña, repetía el general siempre que lo mencionaban, era poco menos que imposible.
—Duncan debe de haber apostado una nutrida guarnición de hombres en la fortaleza —comentó el guerrero en una de sus múltiples veladas, puesto el dedo sobre el lugar donde estaba representada cartográficamente—. Ya sabes cómo es, Raistlin, no habrás olvidado que se construyó entre dos elevadísimos picos montañosos. ¡Esos enanos pueden resistir el asedio durante años si se lo proponen! No tienen más que atrancar las puertas y liberar las rocas mediante su hábil mecanismo. Se precisó la fuerza de varios Dragones Plateados para levantar aquellas piedras —apostilló en sombrío ademán.
—Traza un rodeo —sugirió su hermano.
—¿Por dónde? —protestó el aludido—. Al oeste se encuentra Qualinost, los elfos que la habitan no vacilarían en cortarnos en pedazos y ponernos a secar al sol. Al otro lado —desplazó el índice hacia levante— no hay sino mar y montaña. Nuestras naves son insuficientes para realizar la travesía y, además, si desembarcamos aquí —ahora su yema señalaba al sur—, en ese desierto, quedaremos atrapados en medio con ambos flancos desprotegidos. Nos expondríamos a un ataque desde Pax Tharkas en el norte y Thorbardin en el extremo opuesto.
El hombretón echó a andar por la tienda, haciendo breves pausas en las que lanzaba impacientes miradas al mapa.
El hechicero bostezó, se puso de pie, apoyó la mano en el brazo del general y apuntó despacio, sereno:
—Lo cierto es, Caramon, que Pax Tharkas sucumbió.
—Sí —concedió el interpelado, ensombrecidos sus rasgos. Le enojaba sobremanera pensar que todo aquello no era sino un siniestro juego, y él un peón manipulado por el nigromante—. Supongo que no recuerdas cómo.
—No —confesó Raistlin—. Pero se rendirá —insistió.
Calló unos instantes, antes de repetir en una suerte de cántico:
—Pax Tharkas se rendirá.
Al abrigo de las luces de las fogatas del campamento y también de los astros nocturnos, surgieron del bosque tres figuras achaparradas. Una vez en los aledaños de la explanada titubearon, como si no abrigaran una total certeza sobre cuál era su destino. Al fin, uno de aquellos seres estiró la mano hacia un punto determinado y masculló unas palabras. Los otros dos asintieron en silencio y, a paso ligero, se adentraron en el llano.
Se movían deprisa, pero no cautelosamente. No existía en el mundo un enano capaz de caminar con sigilo, y estos tres parecían todavía más ruidosos de lo acostumbrado. Sus ropas crujían, las piezas metálicas matraqueaban y pisaban cuantas ramas se interponían en su marcha, exhalando además sonoras imprecaciones cada vez que tropezaban contra un obstáculo.
Raistlin, que les aguardaba en la negrura de su tienda, les oyó acercarse desde lejos y meneó la cabeza en actitud reprobatoria. Pero al forjar sus planes había previsto esta contingencia, había fijado la hora del encuentro de tal modo que la algarabía del banquete mitigase los ecos de sus torpes zancadas.
—Adelante —susurró cuando el desordenado estrépito de varios pares de piernas cubiertas por piezas de hierro se detuvo al otro lado de la cortinilla.
Respondió a su invitación un intervalo de quietud, festoneada por un resuello entrecortado y unos cuchicheos que denotaban controversia, ya que ninguno de los enanos quería ser el primero en tocar la misteriosa urdimbre. Alguien emitió un insulto y al fin se abrió el tejido, con una violencia que casi lo rasgó. Entró uno de los recién llegados, sin duda el cabecilla si había que atenerse a su contoneo, mientras que los otros dos, pegados a sus talones, se mostraban nerviosos y contraídos.
El enano que ocupara la avanzadilla se dirigió a la mesa colocada en el centro de la estancia, sin el menor balbuceo, pese a la oscuridad reinante. Avezados a vivir en subterráneos, los dewar habían desarrollado una excelente visión nocturna. Se rumoreaba que algunos incluso poseían la extraña virtud sensorial de los elfos, que les permitía discernir el aura de otras criaturas en la penumbra.
Pero, por muy aguda que fuera la vista del enano, nada distinguió del personaje que se hallaba sentado detrás del escritorio. Era como si, al escrutar la noche cerrada, hubiese topado con un ente aún más negro, con una sima insondable dispuesta a devorarlo. Aquel dewar era fuerte y arrojado, hasta podía tildársele de temerario al igual que a su padre, quien murió convertido en un lunático delirante. Sin embargo, el hombrecillo no atinó a reprimir el escalofrío que, iniciándose en la nuca, surcó toda su espina dorsal.
—Vosotros —ordenó en idioma enanil a sus secuaces—, montad guardia.
Los dos subordinados se retiraron a trompicones, más que aliviados por esta oportunidad de rehuir la vecindad de la espectral criatura, y se acuclillaron junto al umbral para espiar el nocturno panorama. Pero un repentino estallido de luz les obligó a incorporarse, alarmados. Su adalid, no menos sorprendido, escudó sus ojos poniendo la mano en visera.
—¡Qué alguien apague ese resplandor! —suplicó en lengua común.
La lengua se le adhirió al paladar y, durante unos instantes, no pudo proferir sino un gorgoteo inarticulado. La razón de su desasosiego era que la luminosidad no procedía de una candela o una antorcha, sino de la llama que ardía en la palma puesta en pocillo del hechicero.
Todos los enanos son, por naturaleza, desconfiados en materia de magia. Incultos, dados a la superstición, los dewar se espantan de manera especial frente a las manifestaciones arcanas, hasta tal extremo que incluso aquel sencillo encantamiento, más propio de un ilusionista callejero que del nigromante que lo había invocado, inspiró al espectador un terror infinito.
—Me gusta ver a aquellos con quienes trato —anunció Raistlin en uno de sus siseos—. No temas, nadie detectará la luz o, si lo hacen, supondrán que estoy inmerso en mis estudios.
Despacio, el dewar bajó el brazo sin cesar de pestañear debido al dolor que aquel destello, para él deslumbrador, infligía a sus ojos. Sus dos asociados volvieron a sentarse, ahora más cerca todavía de la salida.
El enano que encabezaba esta reducida comitiva era el mismo que había asistido a la audiencia de Duncan. Aunque en su semblante se hallaba marcado al fuego la impronta de la crueldad que, entre demente y calculadora, caracterizaba a su raza, en sus pupilas se reflejaba un atisbo de inteligencia, que le confería cierto aire de peligrosidad.
Aquellas pupilas escudriñaron ahora al mago que le había convocado con la misma intensidad, o casi, con que él examinaba al visitante. El dewar quedó impresionado. Tenía de los humanos una opinión semejante a la que compartían las otras tribus enaniles y el hecho de que su oponente poseyera, además, virtudes arcanas le hacía doblemente sospechoso. Mas el dewar era un experto juez del carácter ajeno y adivinó en los delgados labios de su interlocutor, en su rostro demacrado y en sus fríos ojos una ilimitada sed de poder que era capaz de comprender. Su pánico se disipó, nació la confianza.
—¿Eres Fistandantilus? —indagó con un áspero gruñido.
—En efecto —confirmó el hechicero. Cerró su palma y la llama se extinguió, restituyendo una penumbra a la estancia que el hombrecillo no dejó de agradecer—. Si lo deseas, podemos conversar en tu dialecto enanil; los conozco casi todos y no me representa ningún esfuerzo. A decir verdad, lo preferiría; así evitaremos cualquier malentendido.
—¡Espléndido! —se congratuló el dewar y se inclinó hacia adelante para susurrar, en tono confidencial—: Soy Argat, el thane de mi clan. He recibido tu mensaje, y estoy interesado, pero necesito saber los pormenores.
—Lo que, formulado en otras palabras, significa que he de explicarte cómo os beneficiará a vosotros participar en mis designios —replicó Raistlin socarrón, antes de extender el índice hacia uno de los lóbregos rincones de la tienda.
Al desviar la vista en la dirección indicada, Argat nada vislumbró. Pero pronto un objeto comenzó a refulgir en aquel recoveco, al principio tenuamente y luego con un brillo que no paraba de crecer. El thane contuvo otra vez el aliento, si bien más incrédulo que espantado.
Lanzó al archimago una mirada penetrante, llena de resquemor, y éste le ofreció:
—Vamos, inspecciónalo tú mismo. Puedes llevártelo después de nuestra charla, siempre que nos pongamos de acuerdo.
No había concluido su frase cuando el enano saltó de su silla para correr hasta el rincón. Hincando la rodilla, hundió las manos en un cofre de monedas de acero que rodeaba la cálida aureola creada por el nigromante y permaneció mudo varios segundos, en los que contempló el tesoro con un ávido centelleo en sus ojos. Tras tantear algunos de los discos, manipularlos y aferrarlos, exhaló un suspiro tembloroso, se levantó y regresó a su asiento.
—¿Has forjado un plan?
Raistlin asintió. El fulgor mágico de las monedas se desvaneció, pero su secuela, un débil hálito apenas perceptible, atrajo la atención del dewar en repetidas ocasiones a lo largo del conciliábulo.
—Nuestros espías nos han informado —declaró el hechicero— de que Duncan saldrá al encuentro de nuestra tropas en las llanuras que se extienden delante de Pax Tharkas. Pretende derrotarnos o, en el caso de que no logre la supremacía, causarnos tantas bajas como le sea posible. Si, aunque mermados, vencemos, reculará hasta la fortaleza, atrancará las entradas y accionará el mecanismo concebido para arrojar varias toneladas de rocas sobre los accesos, obstruyéndolos.
»Con las provisiones de comida y armas que ha acumulado, puede esperar hasta que desistamos o hasta que lleguen refuerzos desde Thorbardin, una eventualidad que acorralaría a nuestro ejército en el valle. ¿Es exacto mi planteamiento?
Argat se mesó la negra barba, antes de desenvainar su cuchillo, lanzarlo al aire y recogerlo en su caída. Pero al espiar de solayo al mago y advertir su disgusto, se detuvo de forma abrupta y estiró las palmas.
—Discúlpame —le rogó—, es un hábito nervioso. Espero no haberte alarmado —agregó con una aviesa sonrisa—. Si te sientes incómodo…
—Si me siento incómodo —le atajó el archimago, aunque en tono afable— lo solventaré por el método más infalible. Adelante —le incitó—, vuelve a intentarlo.
Encogiéndose de hombros, pero, al mismo tiempo, turbado por el escrutinio de aquellos iris que, ocultos en las sombras de la capucha, destilaban una fuerza pavorosa, Argat arrojó el cuchillo hacia el techo.
El arma nunca terminó su recorrido. Una mano enteca, blanca, salió de la negrura, asió su mango y, con asombrosa destreza, clavó la afilada hoja en el escritorio que separaba a los interlocutores.
—Magia —farfulló el thane.
—Pericia —le corrigió Raistlin—. ¿Podemos reanudar nuestra amable discusión, o quieres que practiquemos los juegos que, ya en la niñez, me hicieron sobresalir?
—Tus noticias son correctas —corroboró Argat, a la vez que guardaba el cuchillo en su funda—. Me refiero a los planes de Duncan, claro.
—Bien. Yo he urdido otro, muy simple como comprobarás. Tu rey permanecerá en el alcázar; no acudirá al campo de batalla. En un momento dado, ordenará que se cierren las puertas.
El hechicero calló y juntó las yemas de sus largos dedos. Arrellanado en su butaca, apostilló:
—Su mandato no será obedecido. Los accesos se mantendrán francos.
—¿Así de fácil? —inquirió, perplejo, el enano.
—Sí —se reafirmó Raistlin—. Los soldados encargados de guardarlos habrán muerto. Lo único que has de hacer es impedir que otros los atranquen durante unos minutos, hasta que embistamos nosotros. Pax Tharkas se rendirá, y tu pueblo depondrá las armas para unirse a los vencedores.
—Existe sólo un inconveniente —replicó Argat, clavando en su oponente una mirada astuta—. Nuestros hogares, nuestras familias, están en Thorbardin. ¿Qué será de ellos si traicionamos a nuestro soberano?
—No les ocurrirá nada —contestó el archimago. Tras hurgar en uno de sus bolsillos, extrajo un pergamino enrollado y atado mediante una cinta negra—. Ocúpate de que esta misiva le sea entregada a Duncan. Pero antes, léela —le indicó.
Le alargó el papiro. El hombrecillo, fruncido el ceño y sin descuidar la vigilancia de aquella enigmática criatura, lo asió, deshizo la ligadura y se acercó al cofre repleto de monedas a fin de estudiar su contenido bajo el mágico fulgor que dimanaba.
—¡Está escrito en el lenguaje secreto de mi pueblo! —vociferó, anonadado.
—Naturalmente, ¿qué esperabas? De otro modo, tu monarca nunca lo creería —le espetó Raistlin con una impaciencia mal disimulada.
—Pero tan sólo conocen este dialecto los dewar y otros pocos, como el rey…
—¡Lee! —le interrumpió el nigromante, exasperado—. No dispongo de toda la noche.
Con un reniego dedicado a Reorx, su dios, el enano acató la voluntad de aquel imperioso humano. Aunque al ojearlo le había parecido fácil descifrarlo, tardó un rato en asimilar las escasas frases que lo formaban. Concluida la lectura, se concentró en sus cavilaciones sin cesar de acariciarse su hirsuta, enmarañada barba. Al fin enderezó la espalda, enrolló de nuevo el mensaje y, asiéndolo, lo hizo tamborilear sobre su palma.
—Tienes razón, esto lo resuelve todo. —Se sentó y fijó sus pupilas en el supuesto Fistandantilus, contraídos los párpados en estrechas rendijas—. Quiero darle algo más a Duncan. Algo convincente.
—¿Qué pueden juzgar «convincente» tus congéneres? —lo interrogó el mago, torcido el labio—. ¿Unas docenas de cuerpos despedazados?
—La cabeza de tu general —murmuró Argat con una perversa mueca.
Se produjo un prolongado silencio. Ni un crujido, ni un murmullo de sus pliegues delató los pensamientos del hechicero, que incluso dejó de respirar. Tan densa era la quietud que el enano tuvo la impresión de que constituía una entidad independiente, poderosa y amenazadora.
Un temblor agitó su cuerpo, y titubeó. Pero no, persistiría en su demanda. Era el único medio de rehabilitarse, de que Duncan lo proclamara héroe igual que al despreciable Kharas.
—Concedido.
La voz de Raistlin resonó vacua, desapasionada, sin un acento inusual que tradujera sus emociones.
Al hablar se inclinó sobre el escritorio y Argat, amedrentado, se retrajo. Ahora veía sus refulgentes iris, aquellos espejos hendidos que le atraían hacia diabólicas simas y, por un efecto reflejo, traspasaban sus entrañas.
—Concedido —repitió el nigromante—. Cumple tu parte del trato y yo te prometo que obtendrás tu recompensa.
—Tu apelativo de Ente Oscuro no es fruto del azar, ¿verdad, amigo mío? —aventuró el cabecilla enanil. Ensayó una carcajada, que no pasó de ser un grotesco amago.
Embutió el pergamino en su cinto y sin aguardar respuesta de su oponente, el cual manifestó su asentimiento mediante un ominoso crujir del embozo, hizo un gesto a sus compañeros por el que les conminaba a recoger el cofre. Los dos secuaces se apresuraron a ajustar la tapa y aplicaron a la cerradura la llave que les tendió Raistlin, después de buscarla en un saquillo prendido de sus vestiduras. Aunque los enanos estaban acostumbrados a cargar fardos de peso considerable, ambos gimieron al izar el colmado objeto. Argat, que no tenía que transportarlo, no cabía en sí de gozo.
Los porteadores precedieron a su cabecilla al salir de la tienda y, soportando entre ambos el codiciado premio, se deslizaron prestos hacia la penumbra del bosque. El adalid observó cómo se alejaban, antes de volverse en dirección al mago para constatar que, al igual que en el momento de su llegada, se confundía con la penumbra de su morada. Era una mancha de tinieblas en la noche.
—No te preocupes, amigo. No te fallaremos.
—No, puedes estar seguro —siseó el aludido. A Argat no le gustó aquel tono y pidió una explicación.
—El dinero que acabo de entregarte está sometido a un maleficio, mi querido colega —le reveló Raistlin—. Si intentas engañarme, tanto tú como todos aquellos que lo hayan tocado sufriréis un terrible castigo. La piel de vuestras manos se amoratará y pudrirá y, cuando se hayan transformado en una masa de carne maloliente, la llaga se propagará por vuestras extremidades. Éstas se tornarán negras y tomarán una textura tumefacta que, a su vez, se extenderá al resto del cuerpo. Asistiréis indefensos a vuestra propia podredumbre, se os quebrarán las piernas y moriréis.
—¡Mientes! —lo acusó el enano en un bramido que brotó estrangulado de su garganta, tan discorde que era apenas inteligible.
El nigromante nada dijo. Absorbido por su entorno, parecía haberse diluido en los vapores circundantes. En medio de la negrura, el pequeño conspirador no le veía ni sentía su presencia, así que, sobrecogido, traspasó la cortinilla. En vivido contraste con la escena que acababa de presenciar, divisó la bullanguera fiesta que tenía lugar en el exterior. Las risas de hombres y enanos retumbaron en sus tímpanos, la luz de las llamas alumbró el recinto donde los trasnochadores, ebrios en su mayoría, se bamboleaban de un lado a otro mientras sus desafinadas voces entonaban alegres canciones.
Abandonó el campamento malhumorado, frontándose las manos violentamente en las perneras de su armadura.
Amaneció. El sol de Krynn se encaramó por detrás de las montañas despacio, como si supiera cuan fantasmales iban a ser las visiones que su luz proyectaría aquel día. Una vez hubo aparecido sobre las cumbres recibieron al astro las ovaciones y el repiqueteo de espada contra escudo de quienes contemplaban el alba, acaso para no volver a verla nunca más.
Entre los que aplaudieron se encontraba Duncan, rey de los Enanos de las Montañas. Erguido en las almenas de la inexpugnable fortaleza de Pax Tharkas, rodeado por sus generales, el monarca oyó cómo las voces de sus seguidores se alzaban en su entorno y sonrió satisfecho. Ésta sería una gloriosa jornada.
Sólo un enano no se unió a la algazara. Duncan no necesitó mirarle para tomar conciencia de su silencio, que retumbaba en su corazón con mayor intensidad que los vítores de sus otros súbditos.
Kharas, el héroe del pueblo enanil, se hallaba apartado de sus compañeros. Alto, espléndido en su reluciente armadura y con el descomunal mazo aferrado en sus manos, observó sin un pestañeo la salida del sol aunque, de haberle espiado, más de uno habría distinguido las lágrimas que fluían de sus ojos.
Nadie reparó en Kharas. Los enanos presentes se obstinaban en ignorarle y no porque llorase, pese a que el llanto era tenido por un signo de pueril debilidad. La causa de que le rehuyesen no era que derramase aquellas lágrimas, sino que los acuosos riachuelos se deslizaban a través de una faz desnuda. El insigne enano se había rasurado la barba.
Mientras los ojos de Duncan inspeccionaban los llanos que se extendían en los aledaños de Pax Tharkas, ávidos de determinar en el yermo paraje las posiciones enemigas, las tropas desplegadas en una ancha línea donde despuntaban las lanzas con sus fulgores metálicos, el thane revivió el impacto sufrido al personarse Kharas en la torre. Afeitado y apenas reconocible, su más leal subordinado apareció sosteniendo las rizadas trenzas que adornasen su barbilla y, ante el atónito escrutinio de todos, las arrojó al vacío.
La barba es para un enano un derecho innato, su orgullo y el de su familia. Cuando siente un hondo pesar, como la pérdida de un ser querido, deja de atusársela durante el período de duelo, pero sólo un motivo puede inducirle a arrancársela: la vergüenza. Se priva de tan sagrado don a quien ha caído en desgracia por asesinar, robar, actuar cobardemente o desertar: su pérdida nunca es el fruto de una decisión voluntaria.
—¿Por qué? —fue lo único que atinó a preguntar el atónito soberano.
Abstraída su vista en los aserrados picos, con una voz tan quebradiza como una roca al partirse, el aludido explicó:
—Participo en esta batalla porque tú me lo ordenas, thane. Te juré fidelidad y mi honor me obliga a no quebrantar tal promesa pero, mientras lucho, quiero que todos sepan que va en contra de mis principios matar a mis congéneres, incluidos los humanos que, en múltiples ocasiones, han combatido a mi lado. Todos han de comprender que me avergüenzo de cumplir con tan triste deber.
—Serás un ejemplo magnífico para los soldados encomendados a tu mando —replicó Duncan en tono acerbo.
El siervo no respondió al reproche, se limitó a cerrar la boca y refugiarse en su mutismo.
—¡Fíjate en eso, thane!
Eran varios los hombrecillos que, al unísono, reclamaron la atención de su adalid. Su grito se debía a que, en el llano, cuatro figuras diminutas a causa de la distancia se habían destacado del ejército rival y cabalgaban en dirección a la fortaleza. Tres de ellas llevaban estandartes y la última sólo portaba una vara de la que manaba una luz brillante, diáfana a pesar de la creciente luminosidad ambiental y del tramo que les separaba.
El rey de los enanos reconoció los símbolos de dos de las banderolas. Una era la de sus adversarios de las Colinas, con el yunque y el hacha que, en diferentes colores, representaban asimismo a su pueblo. La otra era la de los bárbaros que, aunque nunca la había visto, la identificó al instante porque la imagen que exhibía del viento meciendo la hierba de las praderas se ajustaba a la perfección a su talante. Y, en cuanto al tercer estandarte, presumió que pertenecía a aquel enigmático general que había surgido de la nada.
—A juzgar por las noticias que de él nos han llegado —gruñó Duncan mientras estudiaba desdeñoso la estrella de las nueve puntas—, debería figurar en su diseño el signo de la hermandad de los ladrones y, superpuesto, el contorno de una vaca mugiendo.
Los generales estallaron en carcajadas ante semejante ocurrencia.
—O unas rosas muertas —sugirió uno de ellos—. Tengo entendido que engrosan sus filas de salteadores y granjeros unos cuantos caballeros renegados.
La avanzadilla enemiga cruzó la planicie al galope, en medio de la nube de polvo que levantaban los cascos de sus caballos y bajo el revoloteo de sus banderolas.
—Imagino que el cuarto, el de negras vestiduras, es el mago Fistandantilus —aventuró el monarca enanil, arrugado su ceño hasta tal extremo que las hirsutas cejas casi ocultaron sus ojos. Los enanos no poseen el menor talento para la hechicería y, por consiguiente, la desprecian y recelan de sus manifestaciones.
—Sí, thane —corroboró uno de los oficiales.
—A él es a quien más temo —musitó Duncan.
—No te dejes amedrentar por esa criatura —le aconsejó un anciano general, a la vez que se acariciaba la barba en actitud de complacencia—. Nuestros espías nos han informado de que su salud es delicada. Casi nunca recurre a sus dotes arcanas, pasa el tiempo escondido en su tienda. Además, se necesitaría una legión de nigromantes tan poderosos como él para tomar nuestro alcázar.
—Supongo que estás en lo cierto —repuso el soberano. Al igual que su interlocutor, se llevó la mano a la pelambre de su barba con el objeto de atusarla, pero al atisbar de soslayo a Kharas, se detuvo. Incómodo, enlazó ambas manos detrás de su espalda al mismo tiempo que añadía—: De todos modos, sometedle a una estrecha vigilancia. ¡Arqueros! —vociferó—, ¡daré una bolsa de oro a aquel que ensarte una flecha en el corazón del archimago!
El alegre tumulto que provocaron sus palabras se disipó cuando el cuarteto se plantó frente a la fortaleza. El cabecilla, que no era otro que Caramon, alzó su palma abierta en un gesto que indicaba su deseo de parlamentar. Tras jalonar las almenas y trepar a un bloque de piedra colocado a tal efecto, Duncan puso los brazos en jarras, separó las piernas y se encaró con el recién llegado.
—Queremos dialogar —anunció el hombretón, y su voz retumbó en las paredes del risco que flanqueaba el vetusto edificio.
—Ya se ha dicho todo —le atajó el thane, tan vigoroso su timbre como el del general, pese a que su tamaño era muy inferior.
—Os damos una última oportunidad —siguió Caramon impertérrito—. Restituid a vuestros hermanos de raza lo que legítimamente les corresponde. Devolved también a los humanos lo que les habéis sustraído, compartid con ellos vuestra vasta riqueza. Después de todo, ¡muertos no podréis gastarla!
—Vosotros vivos sí hallaréis el modo de hacerlo, ¿verdad? —le recriminó el enano desde su atalaya, entre burlón y acusador—. Todo cuanto poseemos lo hemos obtenido a través del trabajo honrado, laborando sin descanso en nuestras casas subterráneas en lugar de dedicarnos, como otros, a saquear aldeas en compañía de una horda de bárbaros salvajes. Creo que no he podido hablar más claro.
Levantó la mano y los arqueros, dispuestos y a la espera de instrucciones, tensaron las cuerdas de sus armas. Cuando volvió a bajarla, centenares de flechas rasgaron el aire y los enanos de las almenas rieron de buen grado, convencidos de que los atacados huirían en desbandada.
Pero las risas se helaron en sus labios. Las figuras nada hicieron para evitar los proyectiles, una reacción del todo imprevista. En medio del estupor general, el mago de Túnica Negra estiró sus dedos y las puntas de las saetas ardieron en llamas que, al propagarse por las astas, las disolvieron en pleno vuelo.
—También nuestra respuesta es elocuente —declaró Caramon con acento severo, frío.
Tiró el fornido guerrero de las riendas de su corcel y se alejó al galope en busca de su ejército, escoltado por el nigromante, Reghar y el hombre de las Llanuras.
Al oír que sus seguidores murmuraban entre sí y advertir que intercambiaban miradas dubitativas, taciturnas, Duncan descartó sus propias vacilaciones y giró la faz hacia ellos. Su barba temblaba de ira.
—¿Qué significa esto? —les reprendió—. ¿Os asustan acaso los trucos de un ilusionista ambulante? ¿Qué es lo que conduzco, unas tropas aguerridas o un grupo de niños?
Al comprobar que los amonestados bajaban la cabeza y se sonrojaban, el monarca descendió de la roca. Tras encaminarse de nuevo al puesto que ocupaba antes de producirse el incidente, oteó el ancho patio de la fortaleza, que estaba formado no por muros de manufactura enanil, sino por las paredes naturales de la montaña. Numerosas grutas se alineaban en la piedra, aberturas que habitualmente daban libre curso a densas humaredas y a los ecos que despedía el mineral al ser extraído y transformado en acero. Ese día, sin embargo, las minas y las fraguas estaban cerrados.
El patio que contemplaba el thane era un auténtico hervidero de hombrecillos que, ataviados con pesadas armaduras, tanteaban sus escudos o revisaban sus hachas, pertrecho elegido por la infantería. Todas las cabezas se alzaron al asomarse Duncan al parapeto y las aclamaciones que se habían interrumpido al arribar el adversario renacieron con nuevo ímpetu.
—¡Esto es la guerra! —bramó el rey, imponiéndose a la batahola. Se hizo un breve silencio hasta que, todos a una, los enanos entonaron un cántico.
Bajo las montañas,
del hacha la esencia brota de las cenizas,
del alma, de un fuego apagado.
Templado su astil, anuncia su presencia,
pues las montañas el hálito de la guerra han fraguado.
El corazón del soldado domina y anima la acción.
Vuelve glorioso, o sobre el blasón.
Salidas de las cuevas, al surcar el aire, en una
pirueta, las hachas sueñan, sueñan con la roca,
con metal vivo que nació de una generosa veta.
Metal y piedra, piedra y metal, cual lengua y boca.
El corazón del soldado anhela, desea la acción.
Vuelve glorioso, o sobre el blasón.
El rojo del hierro, sangre vengadora de lo inmundo,
el verde del bronce, del cobre siempre fiel,
creados en el fuego de la fragua del mundo,
consumen la injusticia al hender la piel.
El corazón del soldado descansa,
completa la acción.
Vuelve glorioso, o sobre el blasón.
Excitado por la tonada, el thane sintió que desaparecía su resquemor como antes se desvanecieran las flechas. Sus generales abandonaron las almenas a fin de ocupar sus posiciones de batalla, todos salvo Argat. Además del mandatario de los dewar, quedaron en la torre Kharas y el propio Duncan, quien, tras clavar sus pupilas en el héroe y consejero, despegó los labios resuelto a hablar.
El respetado súbdito refrenó tal intento mediante una mirada sombría, que ponía de manifiesto sus alteradas emociones. Sin pronunciar una palabra, se inclinó en una reverencia y siguió a los otros oficiales para situarse, también él al frente de su batallón de infantería.
—¡Qué Reorx le confunda y haga crecer en su faz una barba de llamas! —farfulló Duncan mientras se aprestaba a descender al patio, ya que debía estar presente cuando se abrieran las puertas y su ejército emprendiera la marcha—. ¿Quién es él para tratarme así? Ni siquiera mis hijos osarían comportarse con tan poco respeto. Esta situación no puede continuar. En cuanto regrese de la batalla pondré los puntos sobre las íes.
Sin cesar de rezongar, el mandatario se aproximó a la escalera que conducía a la planta inferior del recinto, pero, en el momento en que se disponía a acometerla, le retuvo una mano en su brazo. Levantando el rostro, descubrió a Argat.
—Te suplico, mi rey —dijo el dewar en su tosco lenguaje—, que recapacites sobre el plan que te propuse. No les arrojes ese amasijo de piedra inútil, permíteles que se enseñoreen del alcázar y, como no han de fortificarlo por estar persuadidos de su triunfo —señaló las formaciones que se organizaban en el llano—, nos retiraremos a Thorbardin y ellos se lanzarán a perseguirnos. Una vez hayan salido a las praderas, recuperaremos Pax Tharkas —entrechocó sus manos en una siniestra palmada— y les venceremos. Nada podrán hacer atrapados entre nuestros dos flancos, el del norte y el meridional.
El monarca estudió fríamente a su interlocutor. Argat había expuesto su estrategia ante el consejo, y todos sus miembros se asombraron de que pudiera ocurrírsele semejante idea. Los dewar no solían mostrar el menor interés por los asuntos militares. Lo único que les preocupaba era establecer el reparto del botín y asegurarse una buena porción. ¿Era Kharas quien le había susurrado estas maquinaciones, en su empeño de evitar el conflicto?
—¡Pax Tharkas nunca se rendirá! —rugió el thane, a la vez que se desembarazaba de su garra—. Tu táctica es la del cobarde. ¡No entregaré nada a esa turba, ni una moneda de cobre ni un guijarro del suelo! Prefiero morir aquí mismo.
Sin más preámbulos, el soberano inició el descenso a grandes zancadas. Tan furioso estaba, que su barba se erizó en crespos mechones.
—Eso es lo que va a sucederte, rey Duncan —murmuró Argat con el labio retorcido en una mueca sarcástica—. Pero yo no he de quedarme para compartir tu suerte.
Giróse hacia dos subordinados de su tribu, que habían asistido a la escena agazapados en sendos recovecos del muro, y asintió tres veces con la cabeza. Los dewar, tras repetir la señal, desaparecieron.
Solo en las almenas, el enano oscuro observó la trayectoria del sol durante unos minutos. Absorto en sus pensamientos, comenzó a frotar sus manos sobre la armadura como si pretendiera limpiárselas.
El Highgug tenía la rara sensación de que algo iba mal, aunque no adivinaba qué podía ser.
Su capacidad perceptiva no constituía una de sus mejores virtudes, ni tampoco comprendía las complejas estrategias bélicas, pero no por ello dejó de ocurrírsele que unos enanos que regresasen victoriosos del campo de batalla no entrarían en la fortaleza bamboleantes, cubiertos de sangre y cayendo muertos a sus pies uno tras otro.
Si se hubieran producido uno o dos casos los habría considerado simples víctimas de la fortuna, mas el número de combatientes que se derrumbaban aumentaba a un ritmo alarmante. El Highgug decidió averiguar qué pasaba.
Dio dos pasos al frente pero al oír una espantosa conmoción a su espalda se detuvo. Tras exhalar un hondo suspiro, giró la cabeza, pues acababa de caer en la cuenta de que había olvidado a su compañía.
—¡No, no! —bramó encolerizado, ondeando las manos—. ¿Cuántas veces habré de decíroslo? Quedaos aquí, ¿entendido? El rey me lo ha ordenado claramente. «Vosotros, los gugs, quedaos aquí», me ha especificado. ¿Acaso no entendéis lo que eso significa?
Escrutó a sus subordinados con ojo centelleante —el otro ojo le faltaba—, tan enfurecido que aquellos que todavía estaban de pie y se enfrentaron a la mirada de su pupila empezaron a temblar. Los gully encomendados a su mando que habían tropezado contra sus picas, los que las habían soltado y los que, en la confusión del momento, habían traspasado accidentalmente a su vecino o habían caído de bruces en el suelo, así como los desorientados que se habían vuelto y ahora contemplaban el parapeto en actitud obstinada, escucharon la imperiosa voz de su cabecilla y se amilanaron.
—Os lo explicaré, lombrices de los hongos —gruñó el Highgug—. Me propongo investigar sobre lo que ha ocurrido, porque se me hace extraño que nuestras tropas regresen a la fortaleza en esas condiciones. No cantan, sólo sangran, y el thane no me anunció nada semejante. Voy a informarme, y vosotros os quedaréis aquí —persistió—. ¿Habéis captado el mensaje? Veamos, repetidlo.
—Voy a informarme —obedecieron los aludidos—, y vosotros os quedaréis aquí.
Y, orgullosos de su inteligencia, todos echaron a andar en distintas direcciones.
—¡No! —los retuvo el mandamás, próximo a la desesperación—. Soy yo, el Highgug, quien se va mientras vosotros, mi compañía, aguardáis instrucciones. ¡Quietos, no mováis una pestaña! —concluyó al comprobar que, cuanto más se esforzase, menos le entenderían.
Cuando se alejaba, vibró de nuevo en sus tímpanos el estrépito de las picas al chocar contra la piedra. Pero optó por ignorarlo y seguir su camino.
Fue sin duda una suerte que no tuviera que ausentarse mucho tiempo, ya que, de haberlo hecho, al volver habría encontrado a la mitad de sus hombres ensartados en las puntas de sus propias armas. Tal como se desarrollaron los acontecimientos, descubrió lo que deseaba saber y retornó a su puesto antes de que las bajas sobrepasasen la media docena.
Avanzó unos veinte pasos, dobló un recodo y casi se estrelló contra Duncan. El soberano no advirtió su presencia, pues estaba de perfil y enzarzado en una animada conversación con Kharas y otros oficiales. Apresurándose a recular, el Highgug aguzó el oído.
A diferencia de los otros enanos reunidos en el cónclave, que presentaban en sus petos metálicos tantas abolladuras que parecían haberse precipitado por una ladera rocosa, la armadura de Kharas únicamente exhibía algunas muescas dispersas en los cantos. El héroe tenía las manos y los brazos ensangrentados hasta los codos, pero era la savia del enemigo, no la suya, la que manchaba sus miembros. Existían muy pocas criaturas capaces de resistir el embate de su gigantesco mazo. Fue ingente el número de infortunados que sucumbieron a su implacable ataque, si bien más de uno se preguntó, antes de expirar, por qué tan egregio guerrero derramaba amargas lágrimas al asestar el golpe mortal.
Ahora no sollozaba. Se habían secado los torrentes de sus ojos, su único empeño era conferenciar con su rey.
—Hemos sido derrotados, thane —declaró—. El general Mano de Hierro ha obrado con prudencia al ordenar la retirada. Si pretendes conservar Pax Tharkas, debemos concentrarnos y atrancar los accesos como planeamos. Recuerda, señor, que ya habíamos previsto este desenlace.
—Lo cual no lo hace menos humillante —repuso el monarca, defraudado—. ¡Nos ha vencido una cuadrilla de ladrones y granjeros!
—Para empezar, thane, esos individuos a los que tanto desprecias han sido adiestrados a conciencia —le corrigió el interpelado, en medio de la aprobación de los generales que le circundaban—. Además, engrosan sus filas los hombres de las Llanuras y nuestros parientes, que se han debatido con el arrojo innato en nuestra raza. Y por último, respaldando a los belicosos bárbaros y los valientes Enanos de las Colinas, se han abalanzado sobre nuestras huestes los Caballeros de Solamnia a lomos de sus corceles.
—Manda que cierren las puertas, thane —apremió a Duncan uno de los oficiales—, o prepárate a morir junto a tus súbditos.
—De acuerdo, clausurad las entradas —accedió el soberano a regañadientes—. Pero no activéis el mecanismo hasta el último segundo. Quizá no sea necesario. Les costará sudores y trabajos resquebrajar las gruesas hojas, y me gustaría poder abandonar luego el recinto sin verme obligado a desplazar toneladas de roca.
—¡Cerrad los accesos! —corearon varias voces.
Todos cuantos se hallaban en el patio, los vivos, los heridos e incluso los agonizantes, contemplaron cómo se iniciaba el ajuste de los macizos batientes. También el Highgug, agazapado en su rincón, observó la escena. Había oído comentar en innumerables ocasiones con cuánta delicadeza aquellas colosales puertas se deslizaban sobre sus no menos enormes goznes que, siempre lubricados, funcionaban tan suavemente que dos enanos a cada lado bastaban para accionarlos. Al retumbar en sus oídos el chirriar de la madera, del metal, se dijo que era una lástima que no pusieron en funcionamiento el manubrio de las piedras. El espectáculo que ofrecían los peñascos al caer en un auténtico alud debía de ser portentoso, lamentaba perdérselo.
No obstante, antes de que concluyera la operación, lanzó una postrera mirada al exterior, y lo que vio le sobrecogió hasta tal punto que casi se estranguló a sí mismo al contener el resuello, paralizados todos sus músculos. Un ingente tropel de criaturas armadas corría hacia él, ¡y no se trataba de su ejército!
Tras cavilar unos instantes, decidió que en aquel conflicto sólo había dos bandos, el suyo y el del adversario, por lo que dedujo horrorizado que era el enemigo quien se acercaba.
El sol, en su cenit, reverberaba en las armaduras de los Caballeros de Solamnia, arrancaba fulgores de sus escudos e incendiaba las espadas que esgrimían. Tras ellos, la infantería reclutada por el poderoso Fistandantilus marchaba hacia la fortaleza antes de que sus defensas le obstruyesen el paso. Los escasos Enanos de las Montañas que tuvieron agallas para interponerse fueron reducidos en un santiamén, pereciendo bajo los destellos del acero y el estampido de los cascos hostiles.
El ejército rival se aproximaba sin tregua. Nervioso, el Highgug tragó saliva. Nada sabía de maniobras militares, pero se le antojó que aquél era el momento propicio para terminar de aislar el recinto y, al parecer, los generales coincidían en esta opinión, ya que todos se precipitaron en dirección a la entrada entre gritos e improperios.
—En nombre de Reorx, ¿qué les retiene? —apuntó Duncan al constatar la anomalía.
Kharas palideció de manera ostensible, antes de responder:
—Thane, hemos sido traicionados. Tienes que huir sin demora.
—¿C… cómo? —balbuceó el soberano al mismo tiempo que, alzándose de puntillas, intentaba ver qué ocurría en el patio. Fue inútil; la muchedumbre que allí se había arremolinado le impedía distinguir cualquier movimiento revelador—. ¿Traicionados? —repitió.
—Por los dewar, mi señor —insistió Kharas que, merced a su insólita estatura, podía otear el panorama mejor que el mandatario—. Han asesinado a los custodios y ocupan su lugar, ingeniándoselas para mantener los accesos abiertos.
—¡Matadlos! —La boca del monarca espumeaba a causa de la ira, la saliva goteaba por su barba—. ¡Acabad con todos ellos! Si no me obedecéis —añadió, a la vez que desenvainaba su espada—, yo personalmente me encargaré de que reciban su merecido.
—No, thane —le rogó el héroe de los enanos, asiéndole por la nuca cuando echaba a andar en un impulso desenfrenado—. ¡Es demasiado tarde! Vayamos en busca de los grifos y huye a Thorbardin. ¡Tienes que salvarte, mi rey!
Pero Duncan no estaba en situación de razonar. Cegado por la rabia, se debatió entre los brazos de su consejero y éste, aunque detestaba la violencia, cerró el puño y lo incrustó en la mandíbula de su superior. El soberano retrocedió a trompicones, sin derrumbarse.
—¡Te haré decapitar por insubordinación! —amenazó al leal Kharas—. Mejor aún, yo mismo me cobraré tu cabeza.
Aferró la empuñadura de su arma, todavía bajo los efectos del impacto, mas fue la supuesta víctima quien zanjó el enfrentamiento. Con expresión pesarosa, el héroe propinó un nuevo golpe a su oponente que le privó del sentido.
Inclinándose sobre el monarca, que yacía desmayado en el suelo, Kharas lo levantó en volandas sin molestarse en quitarle la pesada armadura y, con un gemido, se lo cargó al hombro. Tras llamar a algunos de los enanos que aún podían luchar y cubrirle, partió hacia el lugar donde aguardaban los grifos. El rey, en estado comatoso, balanceaba los brazos en un desordenado vaivén.
El Highgug, mientras tanto, seguía espiando al enemigo en una suerte de fascinación. No tardaría en irrumpir en el alcázar, pero él tenía las manos atadas porque no quería desacatar la explícita orden de su soberano: «Quedaos aquí».
En efecto, eso era lo que debía hacer. Dio pues media vuelta y regresó junto a su tropa.
Aunque merecen su reputación de ser la raza más cobarde de cuantas pueblan Krynn, los enanos gully, si alguien intenta acorralarles, pueden desplegar una ferocidad que desconcierta a sus rivales.
A pesar de esta singular capacidad, la mayoría de los ejércitos suelen relegar a tales tribus a las posiciones de refuerzo, dejándolos en la retaguardia para evitar males mayores. Lo cierto es que un regimiento de enanos gully inflige tantas pérdidas a su bando como al contrario, o quizá más por tenerlo a su alcance.
Conocedor de tal circunstancia, Duncan había apostado al único destacamento de hombrecillos de este clan que vivían en Pax Tharkas, donde trabajaban como mineros, en el muro lateral del patio y les había prohibido abandonarlo, con la única finalidad de eludir posibles complicaciones. Aunque temeroso de sus reacciones, el thane les había provisto de picas por si, contra todo pronóstico, el enemigo conseguía atravesar las puertas. Su misión consistía en desarticular a la caballería, que entraría en primer lugar.
Eso era, precisamente, lo que estaba sucediendo. Al ver la arremetida de las huestes de Fistandantilus, sabedores de que estaban atrapados y derrotados, todos los enanos que habitaban Pax Tharkas se sumieron en la confusión.
Algunos conservaron la cordura. Los arqueros de las almenas descargaron una lluvia de flechas sobre los asaltantes y lograron aminorar su marcha, mientras los oficiales supervivientes reunían a sus compañías y se aprestaban a luchar antes de refugiarse en las montañas. Pero la mayoría se dieron a la fuga, ansiosos de salvaguardar sus vidas en el cobijo de las cumbres circundantes.
Transcurridos los primeros minutos de desorden, sólo un grupo quedó en el patio. Los enanos gully, al mando del Highgug, eran los únicos que se interponían en el camino del adversario.
—Ha llegado la hora de la verdad —dijo el cabecilla, que aún resoplaba por la carrera.
Tenía el rostro blanquecino debajo de la capa de suciedad, pero se mostró tranquilo y compuesto. Se le había dicho que no se moviera de su puesto, y por la barba de Reorx que no había de hacerlo. Ni siquiera los regimientos más organizados que, ante la imposibilidad de defenderse, habían iniciado la retirada le inducirían a mudar su actitud.
Lo que más inquietaba al Highgug era que el pánico ya había impreso su huella en algunos de sus hombres, que miraban boquiabiertos a los caballos y se arrebujaban en los recovecos de la pared. Al percatarse de que, a un galope ensordecedor, los corceles hollaban la tierra lindante con la fortaleza, cerca de las puertas abiertas, el mandamás decidió que debía infundir moral a su compañía.
Además de adiestrarlos para actuar en momentos críticos como el que ahora se avecinaba, el Highgug les había enseñado una divisa guerrera de la que se sentía muy orgulloso. Pero todavía no se la habían aprendido, a pesar de los repetidos ensayos.
—¿Qué me debéis? —vociferó para dar el pie.
—¡La muerte! —exclamaron todos al unísono, renacido su ánimo.
—¡No, no! —protestó el cabecilla, exasperado. Pateó el suelo, y sus seguidores intercambiaron compungidas miradas—. Lo que tenéis que contestar, larvas sin seso, es…
—¡Lealtad eterna! —se adelantó uno en triunfante postura.
Los otros le regañaron, mascullando insultos como «pelotillero». Uno, conocido por su carácter celoso, incluso le azuzó con la pica, lo que no causó ninguna desgracia porque la sostenía del revés y sólo hundió en su costado el extremo romo del mango.
—Correcto —le felicitó satisfecho el Highgug, quien, mientras así les entretenía, procuraba ignorar el creciente estruendo de los casos—. Probemos de nuevo, espero que ahora salga bien. ¿Qué me debéis?
—Lealtad imper… ili… ¡eterna!
Más que una respuesta, aquello fue un trabalenguas. Ante la dificultad de las palabras los enanos sólo emitían sonidos discordes y, aunque al fin dieron con el término exacto, no le confirieron la cadencia, ni el entusiasmo, del alumno aventajado.
Alguien levantó la mano.
—¿Qué deseas, gug Snug? —inquirió el Highgug con una mueca de impaciencia.
—¿Te debemos lealtad eterna después de muertos? —preguntó el llamado Snug.
El mandamás lo estudió con un fulgor furibundo en su único ojo.
—No, gusano rastrero —le espetó entre el rechinar de sus dientes—. La muerte o lealtad eterna, en el orden que exija la necesidad.
Los gully se carcajearon, tremendamente divertidos por el comentario. Pero el cabecilla, consciente de que el enemigo se hallaba a ínfima distancia, interrumpió la jocosidad para ordenar, vuelto el rostro hacia la rugiente caballería:
—¡Equilibrad las picas!
Fue un error del que se percató antes casi de concluir, al oír el torbellino de reniegos y gemidos de dolor que se produjo a su espalda.
A estas alturas, no obstante, poco importaba.
El sol se puso inmerso en una neblina sanguinolenta, zambulléndose tras los silenciosos bosques de Qualinost.
Reinaba una calma absoluta en Pax Tharkas, ya que la colosal e inexpugnable fortaleza había caído poco después del mediodía. Durante la tarde los asaltantes habían tenido que debatirse en las escaramuzas organizadas por grupúsculos de enanos que, aunque resueltos a retirarse a las montañas, habían mostrado su resistencia hasta el último instante. Muchos de los hombrecillos escaparon ilesos, pues los piqueros lograron contener la carga de la caballería al, testarudos, rehusar moverse de sus posiciones de combate y cubrir así a sus compañeros más afortunados.
Kharas, con el rey aún inconsciente en sus brazos, huyó a Thorbardin a lomos de un grifo, escoltado por algunos oficiales supervivientes de la hecatombe.
Los miembros del ejército enanil que se salvaron en los repetidos enfrentamientos, y que se habían refugiado en las grutas secretas de los nevados pasos montañosos, iniciaron también su andadura hacia Thorbardin bajo el amparo de los escondrijos naturales. Mientras se desarrollaba el éxodo, los dewar, traidores a su pueblo, bebían la cerveza requisada a Duncan y se pavoneaban de su hazaña, sin advertir que los seguidores de Caramon los escuchaban con desdén.
Después del crepúsculo, el patio se llenó de Enanos de las Colinas y hombres que celebraban su victoria, así como de oficiales que se afanaban sin excesivo éxito en aplacar la marea de la ebriedad, una marea susceptible de engullir a los desprevenidos y menguar las tropas. Entre gritos, amenazas y algunos oportunos golpes en las cabezas de los soldados, que entrechocaban en un alarde de autoridad, estos abnegados oficiales consiguieron reunir a suficientes criaturas para montar la guardia y formar escuadrones de enterradores.
Crysania se había sometido a la prueba de la sangre. Pese a haberse mantenido al margen de la batalla bajo la vigilante mirada de Caramon, después de tomar el alcázar se las había ingeniado para eludirlo. Ahora, envuelta en su capa y su embozo, se deslizaba entre los heridos y sanaba a aquellos a los que podía acercarse sin llamar la atención. Años más tarde los escogidos relatarían a sus nietos que habían visto a una figura ataviada de blanco, con una aureola luminosa en el cuello, que posaba las manos en sus llagas y mitigaba de inmediato su sufrimiento.
Mientras cada uno se dedicaba al quehacer que le había sido asignado, el general se reunió con algunos de sus más leales adeptos en una estancia de Pax Tharkas. Debían elaborar una estrategia, si bien el hombretón estaba tan exhausto que apenas atinaba a pensar.
En medio del ajetreo, fueron pocos los que repararon en el solitario personaje que, vestido de negro, cruzó el umbral de la mole poco antes de anochecer. Cabalgaba un corcel de pelaje tan oscuro como su atuendo, que respingaba cada vez que los efluvios de la sangre se adherían a sus ollares. Al constatar su zozobra el jinete hizo una pausa y le cuchicheó algo, sin duda frases destinadas a sosegarlo. Quienes advirtieron su presencia tuvieron un espasmo de terror, persuadidos en su estado febril, o etílico, de que la muerte en persona venía a reclamar los cadáveres que no habían recibido sepultura.
—Es el mago —murmuró alguien, y todos reanudaron su trabajo. Unos exhalaron suspiros de alivio, otros rieron agitados.
Ensombrecidos sus ojos en las profundidades de la capucha, pero observando su entorno atentamente, Raistlin no se detuvo en su avance hasta llegar al paraje donde se desplegaba la visión más extraordinaria del campo de batalla improvisado en el patio. Se apilaban allí los despojos de varios enanos gully en hileras regulares, una sobre otra. Algunos sostenían todavía sus picas —muchas invertidas—, que sus manos yertas aferraban con firmeza. Entre los hombrecillos yacía también algún que otro caballo herido, de manera accidental, por las salvajes embestidas y sesgos de los desesperados defensores del alcázar. Al retirar a los animales, se apreciaron en sus cuartos delanteros numerosas huellas de mordeduras. Los gully, al comprobar la ineficacia de sus armas, habían recurrido al método que mejor conocían de debatirse: las uñas y los dientes.
«Eso no consta en las historias —caviló el hechicero, estudiando los maltrechos cuerpos con el ceño fruncido—. Quizá este espectáculo signifique que el tiempo ha sido alterado».
Pasó largos minutos inmóvil, absorto en sus meditaciones. De pronto, comprendió.
Nadie distinguió su faz, oculta en los pliegues del embozo, mas de haberlo hecho cualquiera habría detectado la oleada de pesar y furia que la azotó.
—No —susurró al rato—, si el lamentable sacrificio de estas criaturas no figura en los anales no es porque no ocurrieran así los hechos, sino porque…
Hizo un alto para examinar una vez más a los mutilados cadáveres, grotescos pese al horror que inspiraban.
—Porque a nadie le importó su suerte —terminó.
—¡Tengo que ver al general!
La voz que pronunció estas palabras penetró la cálida, blanda nube que arropaba el sueño de Caramon como envolvía su cuerpo la colcha de la cama, la primera de verdad donde podía descansar desde hacía meses.
—Vete —masculló el guerrero.
Oyó que Garic decía al inoportuno visitante algo similar, aunque formulado con más cortesía.
—Imposible. El general duerme y no debemos molestarle.
—He de hablar con él —insistió el otro—. ¡Es urgente!
—Durante cuarenta y ocho horas no ha gozado de un respiro —arguyó el caballero.
—Lo sé, pero…
El volumen de la discusión se redujo a un siseo y el hombretón pensó que ahora podría abandonarse a su sopor. Sin embargo, el hecho de que aquellos individuos conferenciasen en tonos apagados no hizo sino acabar de desvelarle. Era evidente que algo iba mal. Con un lamento, dio media vuelta y colocó la almohada sobre su cabeza, más consciente que nunca del dolor que había infligido en sus músculos cabalgar casi veinte horas seguidas. Sin duda, Garic zanjaría el problema.
Se abrió sigilosamente la puerta de la estancia. Caramon se forzó a cerrar los ojos y se arrebujó aún más en el lecho de plumas. Se le ocurrió entonces que, doscientos años más tarde, el perverso Señor del Dragón llamado Verminaard dormiría en aquel lugar. ¿Le despertarían del mismo modo la mañana en que los héroes de la Lanza libertaran a los esclavos de Pax Tharkas?
—General —le llamó el guardián en un susurro.
Surgió un gruñido amortiguado por el cojín.
«Cuando parta pondré una rana entre las sábanas —caviló el guerrero con traviesa agresividad—. Dentro de dos siglos estará rígida y putrefacta».
—General —persistió Garic—, siento mucho importunarte pero te necesitan sin tardanza en el patio.
—¿Para qué? —rezongó el aludido, a la vez que apartaba las mantas y se incorporaba.
Intentó ignorar el calambre de sus muslos y su espalda, que protestaban así por tan brusco movimiento.
—El ejército se va, señor —anunció el joven.
—¿Cómo? Has perdido el juicio —le reprochó Caramon, frotándose los ojos antes de dirigirle una mirada fulminante.
—N… no, señor —balbuceó un soldado, que había entrado en el aposento junto a Garic y ahora se erguía tras él, dilatadas las pupilas por el sobrecogimiento que le provocaba hallarse en presencia del máximo mandatario de las tropas y sin que, al parecer, la desnudez y el atontamiento de éste menoscabasen su admiración—. Han comenzado a reunirse en el patio, señor. Los enanos, los bárbaros de las Llanuras y algunos otros…
—No los caballeros —se apresuró a intervenir el centinela.
—Lo he comprendido —atajó el general al soldado cuando éste se disponía a continuar—. Ordenadles que se dispersen, ¡maldita sea! —exclamó con un gesto de la mano—. ¡En nombre de los dioses, tres cuartas partes de mis hombres estaban borrachos como cubas la noche pasada!
—Esta mañana han recobrado la sobriedad, señor —explicó Garic—. Creo que deberías ir; es tu hermano quien los conduce.
—¿Qué significa esto? —inquirió Caramon.
El aire que expulsó al hablar formó una nubécula blanca en el gélido aire. Era aquélla la mañana más fría del otoño, un delgado manto de escarcha cubría las piedras de Pax Tharkas y, al hacerlo, desdibujaba compasivo las purpúreas manchas de sangre que salpicaban su superficie. Abrigado en una gruesa capa de lana, vestido tan sólo con unos calzones de cuero y calzado con las botas que se había embutido a toda prisa, el general oteó el recinto. Se hallaba atestado de enanos y hombres, todos ellos distribuidos en ordenadas formaciones, quietos, sombrío su talante, atentos a la orden de marchar.
El guerrero clavó su mirada en Reghar Fireforge para desviarla después hacia Darknight, cabecilla de los bárbaros.
—Ayer convinimos en que era preferible aguardar —les recordó a ambos. Impregnada su voz de una cólera mal disimulada, se plantó frente al adalid de los Enanos de las Colinas—. Los carros de provisiones no llegarán hasta dentro de dos días y, según tu mismo me informaste, no nos quedan víveres suficientes para el viaje, así que tendremos que esperar refuerzos. No encontraréis ni siquiera conejos en los llanos de Dergoth.
—No nos importa racionar el alimento si es necesario —repuso Reghar, poniendo especial énfasis en el «nos» para dejar constancia de su intención. De todos era conocido el desmesurado apetito de Caramon.
Tal comentario no contribuyó precisamente a mejorar el humor del general, quien, sonrojado, bramó:
—¿Y qué me dices de las armas, necio barbudo? Además, aunque vosotros resistáis sin comer, los caballos han de refrescarse de vez en cuando. Carecemos de forraje, de agua fresca, y no podremos proporcionarles cobijo. ¿Crees que aguantarán?
—No es tan larga la travesía de los llanos como para preocuparse de esos detalles —contestó inconmovible el hombrecillo, destelleantes sus ojos—. Los Enanos de las Montañas, Reorx maldiga sus almas de roca, se han desperdigado. Hemos de atacarlos antes de que reagrupen sus fuerzas.
—Todo eso se especificó ya en el cónclave —repitió el guerrero, exasperado—. Nadie ignora que sólo nos hemos enfrentado a una parte de sus huestes, ni que en estos momentos Duncan debe de haber destacado un ejército al pie de la montaña, presto a abalanzarse sobre nosotros.
—Quizá sí, quizá no —replicó Reghar, huraño, puesta la vista en el sur y con los brazos cruzados sobre el pecho—. En cualquier caso, hemos cambiado de opinión. Nos iremos de aquí hoy mismo, contigo o sin ti.
El hombretón consultó en silencio a Darknight, que no había despegado los labios durante el intercambio. El bárbaro se limitó a asentir levemente con la cabeza. Sus hombres, alineados a su espalda, se mostraban graves y callados, aunque Caramon descubrió algunos rostros macilentos y dedujo que no todos se habían recuperado de la celebración de la víspera.
Por último, el atónito guerrero buscó con los ojos a una figura que, enlutada, se hallaba sobre la grupa de un equino, de crin azabache. Aunque la capucha nada dejaba traslucir de su expresión, el fornido luchador había sentido su mirada entre penetrante y divertida desde que atravesara la puerta interior de la gigantesca fortaleza.
Abandonando al enano a sus auspicios, el hombretón se dirigió de manera abrupta hacia Raistlin. No le sorprendió distinguir junto a él a Crysania, montada también a caballo y envuelta en su capa de viaje. Al aproximarse se apercibió de que el repulgo de sus ropajes presentaba vestigios de sangre y que su semblante, apenas visible detrás del pañuelo que se había anudado en torno a la barbilla y el cuello, estaba pálido pero sereno. Se preguntó qué había estado haciendo durante la larga noche, mas decidió concentrarse, de momento, en su gemelo.
—Todo esto es obra tuya —le acusó sin alzar la voz, al mismo tiempo que extendía la mano sobre la cerviz del animal del nigromante.
Raistlin sonrió y se inclinó por encima del pomo de la silla para dialogar con su hermano. Ahora el guerrero pudo vislumbrar su rostro, tan frío y blanco como la escarcha que alfombraba el suelo bajo sus pies.
—¿Qué te propones? —lo interrogó el general en tono confidencial—. ¿Cuál es el propósito de este alzamiento? No podemos avanzar, y menos para entablar una batalla, sin abastos.
—Has hecho tus cálculos muy a la ligera —reprendió el hechicero a su hermano antes de agregar, encogidos los hombros—: Los carromatos nos darán alcance y, en cuanto a los pertrechos, los hombres se han apoderado de los sobrantes del conflicto además de contar con los suyos. Reghar tiene razón, hay que abatirse sobre el enemigo antes de que se reorganice.
—¿Por qué no lo discutiste conmigo? —se encolerizó Caramon, cerrando el puño—. ¡Soy yo quien está al mando de las tropas!
Raistlin rehuyó su escrutinio. Irguió de nuevo la espalda, ladeada la faz, y el hombretón se percató de que su cuerpo temblaba bajo la negra túnica.
—No había tiempo —se disculpó frente a su encolerizado gemelo—. Anoche soñé que Takhisis, mi reina… Sea como fuere —se interrumpió—, reviste una capital importancia que arribe a Zhaman cuanto antes.
El general estudió al archimago en un súbito arranque de clarividencia.
—¡Esas criaturas nada significan para ti! —le recriminó, mientras señalaba a los hombres y enanos que, en posición de firmes, esperaban órdenes—. Lo único que te interesa es ganar acceso a tu precioso Portal.
Enmudeció unos segundos, en los que contempló a Crysania. La sacerdotisa lo miró con perfecta calma, si bien sus ojos grises se habían oscurecido tras una interminable noche de vigilia consagrada a ayudar a los heridos y moribundos.
—¿Vas a respaldarle? —la imprecó Caramon.
—He vivido la experiencia de la sangre —respondió ella sin perder la compostura—. Hay que terminar para siempre con tantos errores; he sido testigo del daño que la humanidad puede infligirse a sí misma.
—¡Lo dudo! Me temo que aún no has visto nada —murmuró el guerrero entre dientes, espiando al nigromante.
Estirando sus huesudas manos, Raistlin desprendió el embozo de su cabeza con el fin de exhibir sus pupilas. El musculoso luchador retrocedió al columbrar su propia efigie, recortada en aquellos delatores espejos que le devolvían la imagen de un hombre de tez cenicienta, desaseado, con el cabello sin peinar y encrespado por la inclemente brisa. Se cruzaron entonces sus voluntades y el archimago, tan intensas las chispas de sus iris como la serpiente que hipnotiza a su presa, le arengó a través de la telepatía.
—Me conoces bien, hermano. La sangre que fluye por tus venas habla en ocasiones con más elocuencia que tus manifestaciones verbales. Has acertado, esta guerra no me incumbe en lo más mínimo. He luchado con un único objetivo, traspasar el Portal, y necesito que tus huestes me franqueen el paso. Una vez cumplidas mis ambiciones, ¿qué más me da que ganen o pierdan?
»Te he dejado jugar a soldaditos, Caramon, porque gozabas invistiéndote como general. Y, he de reconocerlo, tu habilidad me ha causado un gran asombro. Has servido mi propósito, mas todavía no ha concluido tu misión. Guía al ejército hasta Zhaman y, cuando Crysania y yo estemos a salvo entre sus paredes, te devolveré a tu hogar. No olvides, hermano, que en la batalla de Dergoth nuestras fuerzas serán derrotadas como lo fueron las de Fistandantilus. ¡No puedes cambiar la Historia!
—¡No te creo! —se revolvió el guerrero con la boca pastosa y las facciones desencajadas—. Tú nunca te precipitarías así la muerte, hay algo que sabes y que yo ignoro. Algo que…
Se interrumpió, medio asfixiado. El hechicero se había aproximado a él, se diría que arrancaba las palabras de su garganta.
—Mis acciones sólo me atañen a mí —continuó—. La información que pueda poseer es asunto mío, así que no te devanes los sesos en inútiles especulaciones.
—¡Les revelaré la verdad!
El hombretón estaba enloquecido, una vez más le cegaban la desesperación y el odio que le inspiraba la malignidad de su gemelo.
—¿Qué vas a contarles que has visualizado el futuro y están condenados? —apuntó irónico el mago, que no pudo contener una sonrisa ante la angustia del general—. No, hermano, de nada te serviría. Y, ahora, si quieres regresar a casa, te sugiero que subas a tu aposento, te pongas la armadura y conduzcas a tus seguidores.
Levantó de nuevo las manos y cubrió su semblante con la capucha. Caramon contuvo el resuello, como si alguien le hubiera arrojado un cubo de agua glacial, y contempló a la enigmática figura sin atinar a moverse, paralizado por una rabia invencible que dominaba todo su ser.
La única imagen que logró invocar en su cerebro fue la de Raistlin riendo a pleno pulmón junto al árbol del que él estaba suspendido, o acariciando al conejo. Aquella camaradería había sido real, estaba dispuesto a jurarlo, y sin embargo también lo era lo que ahora sucedía. Real, espantoso y punzante cual el filo de un cuchillo expuesto a los luminosos haces solares.
Despacio, aquel puñal fraguado por su fantasía comenzó a adentrarse en el confuso torbellino que invadía la mente del guerrero y, de un sesgo certero, cercenó otro de los nexos que le vinculaban a tan perversa criatura.
El arma actuaba lentamente, eran muchas las ligaduras que tenía que cortar. Había asestado su primer golpe en la ensangrentada arena de Istar y, tras varias acometidas en otras etapas de su periplo, volvía a dar en su diana en aquel patio escarchado de Pax Tharkas.
—Según parece no me queda más alternativa que obedecer —cedió, nublados sus ojos por las lágrimas de la cólera y una honda consternación.
—En efecto —confirmó el hechicero, a la vez que asía las riendas para hacerse a un lado—. Debo atender algunas cuestiones. Por supuesto Crysania cabalgará a tu lado en la avanzadilla. Yo me rezagaré. No os inquietéis si no os acompaño durante todo el trayecto.
«He sido despachado», reflexionó Caramon. Mientras observaba los movimientos de su gemelo, cesó de acosarle la ira; tan sólo era consciente de un dolor sordo, insoportable, que le corroía sin lacerarle. En más de una ocasión había oído decir que tal era la fantasmal sensación que uno recibía al serle amputado un miembro.
Girando sobre sus talones, ajeno a la losa de silencio que había caído en el patio, el general se encerró en su alcoba y procedió a ajustarse la armadura.
Cuando Caramon volvió, engalanado con sus habituales guarniciones doradas y ondeando la capa al viento, los enanos, los bárbaros y sus hombres alzaron sus voces en un resonante clamor.
No admiraban de manera incondicional a aquel fortachón pero todos le concedían una inteligencia superior para la estrategia, que había culminado en la victoria de la víspera. Al general le sonreía la fortuna, quizá contaba con la bendición de algún dios. ¿No era acaso su buena suerte lo que había impedido a los enanos cerrar las puertas?
Muchos se habían sentido incómodos al rumorearse que emprenderían viaje sin él. Fueron innumerables las miradas reprobatorias que convergieron en la persona del mago de Túnica Negra, pero ¿quién se atrevía a expresar su disconformidad?
Al guerrero aquellas ovaciones se le antojaron en extremo reconfortantes y, al principio, fue incapaz de proferir una sola palabra. Necesitó unos minutos para recuperar el habla y, una vez lo hubo conseguido, impartió sin entusiasmo las instrucciones pertinentes.
Lo primero que hizo fue indicar a uno de los caballeros que se acercase.
—Michael, te quedarás aquí y asumirás el mando en mi ausencia —le encargó mientras se enfundaba los guantes.
El aludido se ruborizó complacido frente al inesperado honor que se le otorgaba, si bien no pudo por menos que mirar el espacio vacío que había dejado en su fila.
—Señor, ostento una baja graduación —intentó protestar—. Estoy seguro de que habrá alguien más capacitado…
Caramon lo atajó mediante un gesto de la mano y, con una amabilidad que no logró disfrazar su tristeza, lo aleccionó:
—Permite que sea yo quien juzgue tus virtudes, Michael. Ya he tenido una prueba fehaciente de ellas, ¿recuerdas? Habrías aceptado gustoso la muerte con tal de no defraudar a mi hermano, y hallaste en tu ánimo la suficiente compasión para desobedecerle. ¿Qué más necesito? No será fácil la tarea que te encomiendo, limítate a cumplirla lo mejor que puedas —añadió sin más preámbulos—. Las mujeres y los niños, como es natural, permanecerán en la fortaleza, y te enviaré a los posibles heridos que requieran tratamiento. Cuando lleguen los carros de abastecimiento, ocúpate de hacernos llegar los enseres, aunque quizá sea ya demasiado tarde. —Hizo una pausa y concluyó—: Resistirás bien el invierno si es preciso. No te preocupes por nosotros.
Al ver que los caballeros más próximos intercambiaban unas miradas que destilaban asombro y curiosidad, el general optó por morderse la lengua. No deseaba que su conocimiento de los sucesos aún por venir trasluciera en su discurso, así que fingió una alegría que estaba lejos de sentir y, tras dar unas palmadas en el hombro de Michael, montó sobre su caballo en medio de los vítores de los presentes. Incluso pronunció algunas frases intrascendentes pero plenas de la valentía propia del soldado, para disimular mejor.
El vocerío aumentó en el momento en que el portaestandarte izó su enseña y la estrella de nueve puntas refulgió bajo el sol. Los caballeros formaron detrás de Caramon y Crysania se colocó entre dos de ellos, que, apartándose con su habitual galantería, le hicieron sitio. Aunque los miembros de esta Orden no apreciaban a la «bruja» más que los otros integrantes del ejército, era una mujer y su Código les exigía salvaguardar su vida a cualquier precio.
—¡Abrid las puertas! —exclamó el mandamás.
Empujadas por manos anhelantes las dos hojas, que habían pasado la noche atrancadas, se deslizaron sobre sus goznes. El guerrero hizo un último reconocimiento del recinto para asegurarse de que todos estaban a punto y, al fijarse en un rincón, sus pupilas se cruzaron con las de su gemelo.
Raistlin, sin apearse de su corcel, se había retirado a un lugar donde se proyectaban las sombras de los descomunales accesos. No había intervenido en los preparativos desde que su hermano tomara la alternativa, sólo observaba en una extraña inmovilidad.
Durante un tiempo no superior al que se tarda en exhalar el aire de las vías respiratorias, los hermanos se examinaron mutuamente. Al fin, fue Caramon quien desvió los ojos.
Extendida su mano, arrebató el estandarte a su portador y, sosteniéndolo en alto, emitió un único grito:
—¡Thorbardin!
El sol matutino, que había asomado su rostro majestuoso entre las cumbres, prendió en la áurea armadura del cabecilla como para arrancarle destellos aún más deslumbradores. Bajo su influjo se tornaron de oro las hebras que configuraban la estrella de la banderola y también adquirieron matices dorados las puntas de las espadas de los soldados alineados en el patio.
—¡Thorbardin! —repitió el adalid y, espoleando a su equino, atravesó las puertas al galope.
—¡Thorbardin! —corearon las tropas, entre atronadores alaridos y el fragor de espadas contra escudos. Los enanos, por su parte, entonaron un cántico que, dada la calidad cavernosa de sus voces, a más de uno se le antojó sobrenatural—: Roca y metal, metal y roca, el arma con la piedra se forja.
Echaron a andar, y el estampido de sus pies inmersos en férreas botas marcó el ritmo de la melodía.
A los hombrecillos, los siguieron los bárbaros de las Llanuras, con porte menos marcial. Envueltos en sus pieles a fin de resguardarse del frío, caminaban sin una cadencia predeterminada afilando sus pertrechos, trenzando plumas en sus cabezas o pintándose singulares símbolos en los pómulos y la frente. No transcurriría mucho tiempo antes de que, cansados de la rigidez de la marcha, abandonasen la senda para viajar en los acostumbrados grupos de cazadores.
En tercer lugar, avanzaban los granjeros y los ladrones reclutados por Caramon, muchos de ellos a trompicones por hallarse aún bajo los efectos del festín de la victoria. Y, en la retaguardia, cerraban el desfile los dewar, los nuevos aliados.
Argat trató de llamar la atención de Raistlin antes de salir al exterior, pero el mago parecía haberse fundido en las sombras y apenas distinguió su caballo, menos todavía su camuflado semblante. La única parte visible de su persona eran los blancos dedos con los que aferraba las riendas.
El hechicero no miraba al dewar ni tampoco al ejército, sino a la figura que, refulgente en su dorada aureola, cabalgaba en cabeza. El hombrecillo tendría que haber poseído una aguda percepción para notar que sus manos asían las riendas más tensas de lo normal o que los ropajes temblaron un breve segundo, como respondiendo a un entrecortado suspiro.
Cuando los últimos dewar cruzaron el umbral, el patio quedó vacío salvo por los familiares de los alistados. Las mujeres enjugaron sus lágrimas y, sin cesar de conversar entre ellas, iniciaron sus quehaceres de la jornada, mientras los niños se encaramaban a los muros a fin de despedir a los viajeros y alentarles hasta que la distancia les impidiera oír sus voces. Se atrancaron las puertas, que se movieron sobre sus engrasados goznes tan silenciosas como al abrirse.
Solo en las almenas, Michael contempló aquella serpiente multicolor que se alejaba hacia el sur y admiró el brillo de los metales realzados por el astro celeste, las volutas de humo que expulsaban los alientos y el canto de los enanos, que retumbaba en las rocosas inmediaciones.
Tras las tropas, solitaria y vestida de negro, se destacaba una siniestra figura. Al reparar en su oscuro contorno, el caballero sintió un repentino júbilo. Consideraba un buen presagio que la muerte fuera detrás, y no delante, de las huestes.
El sol alumbró el patio de Pax Tharkas al separarse las monumentales hojas que constituían su acceso, y empezaba a declinar unas jornadas más tarde, cuando se ajustaron las del gran alcázar montañoso de Thorbardin. Gimió y matraqueó el mecanismo que, alimentado por agua, accionaba las puertas, y pareció como si una parte de la montaña misma se hubiera clausurado, obediente a una orden. Una vez selladas, era materialmente imposible distinguir las planchas de la roca, tan primoroso era el arte de los enanos, que habían consagrado largos años a su construcción.
El cierre de las puertas significaba guerra inminente. Se había difundido la noticia de la marcha del ejército de Fistandantilus, llevada por espías sobre las rápidas alas de los grifos. En la plaza fuerte bullía desde entonces una insólita actividad. De las fraguas de los armeros surgían auténticas bengalas de chispas, que no se disiparon hasta que los atareados hombrecillos cayeron dormidos, todavía con el martillo en la mano. También en las tabernas reinaba una desbordante animación, que se prolongó toda la noche, ya que los moradores del lugar acudían en tropel a fin de jactarse de las hazañas que realizarían en el campo de batalla.
Tan sólo una gruta del enorme reino subterráneo permaneció en reposo, y fue allí donde se encaminó el héroe de los enanos, con resonantes zancadas, dos días después de que Caramon abandonara Pax Tharkas.
Al entrar en esa gruta, que no era sino la sala de audiencias del rey de las tribus de las Montañas, Kharas oyó los estridentes ecos de sus botas en la bóveda de la cámara, que, de forma cóncava, había sido horadada a partir de los accidentes naturales del terreno. La estancia se hallaba vacía, excepto por un grupo de hombrecillos que se hallaban sentados sobre un estrado de piedra.
El recién llegado jalonó las hileras de bancos donde la víspera centenares de miembros de su tribu habían aprobado, en un enfervorecido griterío, la decisión del thane de declarar la guerra a sus hermanos de sangre.
Hoy se celebraba un consejo especial para ultimar los pormenores de la contienda, al que sólo asistían las altas dignidades. No era necesaria la presencia de los ciudadanos, e incluso Kharas se sorprendió sobremanera al comunicársele que había sido invitado. El héroe había perdido el favor del soberano, todos los sabían, no faltando los especuladores que auguraban su próximo exilio.
Al acercarse a la asamblea, el alto servidor intuyó que Duncan le escrutaba en actitud hostil, aunque este hecho podía imputarse a la desfiguración de su rostro. En efecto, el monarca tenía el ojo izquierdo y el pómulo de ese mismo lado ennegrecidos, magullados, a consecuencia del golpe que le propinara su consejero antes de huir de Pax Tharkas.
—Levántate, Kharas —le indicó el rey cuando aquel súbdito de exagerada estatura, y ahora barbilampiño, se inclinó en una profunda reverencia.
—No hasta que me perdones, thane —repuso el interpelado sin mudar su postura.
—¿Qué he de perdonarte?, ¿que infundieras un poco de sentido común en un viejo estúpido como yo? —admitió Duncan—. Lo que debo hacer no es disculpar tu acción, sino agradecértela. «El deber es a veces doloroso», afirma el proverbio —dijo, frotándose la mandíbula—. Te aseguro que ahora lo comprendo. Pero olvidemos ese asunto.
Al ver que Kharas se enderezaba, el rey le alargó un pergamino.
—Te he rogado que vengas por otro motivo. Lee este mensaje —le instó.
Desconcertado, el consejero examinó el rollo que le tendían y que estaba atado con una cinta negra, pero no sellado. Tras lanzar una furtiva mirada a los distintos thanes, sentados en butacas de roca un poco más bajas que la del monarca, se detuvo su vista en el único asiento que permanecía desocupado, el de Argat, cabecilla de los dewar. Arrugado el ceño, el héroe enanil deshizo el nudo y leyó el mensaje en voz alta, sin más interrupción que la que le imponía el tosco y en ocasiones ininteligible lenguaje de su autor:
«A Duncan, rey de los enanos de Thorbardin.
»En primer lugar, recibe el respetuoso saludo de aquel al que ahora tildas de traidor.
»Te enviamos este pergamino quienes sabemos que castigarás a los dewar alojados bajo la montaña por lo que hicimos en Pax Tharkas. Si algún día llegan a entregártelo, significará que logramos mantener las puertas abiertas.
»Desdeñaste nuestro plan ante el consejo. Quizás a estas alturas ya habrás escuchado la voz de la prudencia. Desde la confrontación de Pax Tharkas, conduce al ejército el mago en persona. El mago es nuestro amigo. Él guía a las tropas por las llanuras de Dergoth y nosotros marchamos con ellas, como aliados. Cuando llegue la hora, aquellos a los que consideras traidores entrarán en acción. Atacaremos al enemigo desde dentro y lo postraremos bajo el filo de vuestras hachas.
»Si abrigas alguna duda de nuestra fidelidad, guarda como rehenes a los miembros de nuestro pueblo que viven contigo y espera nuestro regreso. Te prometo un gran regalo en prueba de mi total sinceridad.
Kharas revisó un par de veces aquel enigmático escrito, y su entrecejo no se ensanchó. Si algo hizo fue hundirse en surcos todavía más hondos.
—¿Y bien? —indagó Duncan.
—No me conmueve la palabrería de un renegado —repuso el alto súbdito, enrollando de nuevo la misiva y restituyéndosela a su dueño con un gesto que denotaba repulsa.
—Pero si dice la verdad podría otorgarnos la victoria —insinuó el monarca.
Kharas alzó sus pupilas y las clavó en las de su superior, que estaba acomodado en el centro de la plataforma.
—Si en este mismo momento, mi thane, se me ofreciera la oportunidad de conferenciar con Caramon Majere, general de nuestro adversario y a todas luces un hombre probo y honorable, le advertiría del peligro que corre, aunque mis revelaciones entrañaran nuestra derrota.
Los cabecillas resoplaron y gruñeron, todos a una.
—Deberías haber nacido Caballero de Solamnia —murmuró uno, si bien tal sentencia nada tenía de cumplido.
Duncan conminó al silencio a la asamblea y, aunque reticentes, los thanes obedecieron.
—Kharas —invocó a su servidor con infinita paciencia—, conozco tus sentimientos acerca del honor y te aseguro que merecen mi encomio. Pero tus elevadas miras no alimentarán a los huérfanos de quienes mueran en la batalla, ni impedirán a nuestros parientes roernos hasta los huesos si somos nosotros quienes sucumbimos. No —continuó, más severo su tono—, existen situaciones en que los principios han de someterse al deber. Tú mismo me lo enseñaste —añadió, y de nuevo se tanteó los moretones del rostro.
Compungido, el interpelado contrajo sus facciones. Tras alzar, en un impulso reflejo, la mano para atusarse la ondulante barba que ya no adornaba su mentón, la dejó caer laxa sobre el costado y, con evidente sonrojo, bajó la cabeza.
—Nuestros exploradores han verificado este informe —prosiguió el soberano—. El ejército rival ha emprendido viaje hacia Thorbardin.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Kharas, alzados otra vez los ojos y con creciente disgusto—. Yo también he oído tales rumores, pero no les di crédito ni por un segundo. ¿Han partido antes del arribo de sus carros de provisiones? En ese caso debe ser cierto que el hechicero ha asumido el mando, pues ningún militar cometería semejante error.
—Estarán en la planicie dentro de dos días —se ratificó el rey, sin hacer caso de tan elocuentes aseveraciones—. Su objetivo es, según nuestros espías, la fortaleza de Zhaman, donde instalarán su cuartel general. Tenemos allí una reducida guarnición, que realizará un simulacro de defensa y se dará a la fuga para atraerlos a campo abierto.
—Zhaman —repitió pensativo el consejero, rascándose la mandíbula ahora que ya no podía mesarse la barba. De pronto avanzó unos pasos y, anhelante, propuso—: Thane, si consigo exponerte un plan factible para zanjar esta guerra con el mínimo derramamiento de sangre, ¿me escucharás?
—Lo haré —accedió el otro, rígidas todas sus vísceras.
—Dame un escuadrón de hombres especialmente seleccionados, mi señor, y yo mismo me ocuparé de matar a ese endemoniado Fistandantilus. Después de destruirle, mostraré el pergamino al general y a nuestros congéneres. Comprenderán entonces que han sido traicionados, y no podrán sustraerse al predominio de nuestras huestes levantadas contra ellos. ¡Se rendirán, estoy convencido!
—¿Qué haremos con ellos si se rinden? —le preguntó Duncan irritado, pese a que mientras hablaba no cesaba de dar vueltas en su cabeza al proyecto.
Los demás dignatarios reunidos en el cónclave, por su parte, habían abandonado los susurros entre dientes para proceder, ahora, a consultarse unos a otros mediante ademanes en los que los pelos de sus hirsutas cejas se confundían en una sola franja irregular.
—Entrégales Pax Tharkas, thane —sugirió Kharas, más vehemente a cada segundo—. A quienes quieran vivir allí, por supuesto. Nuestros hermanos de raza volverán a sus hogares, y nosotros les haremos algunas concesiones. Unas pocas bastarán —se apresuró a puntualizar al ver que el rostro del monarca se ensombrecía—. Quedarán establecidas al discutir los términos de su claudicación, sí bien hemos de prometerles cobijo durante el invierno, a ellos y a los humanos. Pueden trabajar en las minas…
—Reconozco que tu plan tiene posibilidades —le atajó el soberano—. Una vez te encuentras en el desierto, siempre te resta la alternativa de ocultarte en las dunas.
Enmudeció, deseoso de reflexionar, y transcurrieron varios minutos antes de que reanudara su conversación.
—Se trata de una misión muy peligrosa, Kharas —objetó—, que quizá no dé el fruto esperado. Aunque logres aniquilar al Ente Oscuro, y te recuerdo que sus poderes han alcanzado una reputación difícil de desmentir, es más que probable que te eliminen sin contemplaciones en cuanto descubran tu acción. Quizá no llegues a hablar nunca con Caramon Majere. Se rumorea que el nigromante es su hermano gemelo.
El leal senador esbozó una sonrisa, extendidos aún sus dedos sobre la rasurada tez.
—Moriré gustoso, señor, si con ello evito sacrificar a mis semejantes.
Duncan le observó iracundo, pero, al rozar su inflamada faz, suspiró y recobró la calma.
—De acuerdo —dijo—, te autorizo a intentarlo. Elige con celo a los hombres que han de acompañarte. ¿Cuándo piensas partir?
—Esta misma noche, thane.
—Os abriremos las puertas de la montaña, y luego las ajustaremos. De ti dependerá que vuelva a accionarse el mecanismo para admitir a tu grupo victorioso o para vomitar las fuerzas armadas de los Enanos de las Montañas. ¡Alumbre tu mazo la llama de Reorx!
Con una reverencia, Kharas dio por concluido el parlamento y salió de la cámara, más rápido y vigoroso su paso que el que adoptara al entrar.
—Ahí va alguien a quien mal podemos renunciar —comentó uno de los dignatarios, fijos sus ojos en la figura en retroceso del inteligente consejero.
—Estaba perdido para la causa desde el principio —replicó el rey con tono hosco, pese a que había palidecido y en su semblante se dibujaban las líneas de la tribulación—. Y, ahora, ultimemos los preparativos de la guerra.
—Ha vuelto a agotarse el agua —anunció Caramon, poniéndose de pie.
Reghar rezongó para sus adentros. Pese a que el timbre de voz del general había sido voluntariamente desapasionado, el enano sabía que le hacía responsable de tan serio contratiempo. El hecho de admitir que, en parte, tenía razón, no le ayudaba a sentirse mejor, pues sólo existe algo más insoportable y descorazonador que la culpabilidad: reconocer que los reproches son merecidos.
—Hallaremos otro pozo antes de que termine el día —refunfuñó el hombrecillo, convertida su faz en una máscara de granito—. En los viejos tiempos los había por todos los rincones, como marcas de viruela dibujadas en la tierra.
Extendió el índice, y el general estudió su entorno. Hasta donde alcanzaba la vista no se distinguía nada, ni árboles, ni aves, ni siquiera los matojos habituales de las zonas desérticas. Nada salvo una interminable superficie de arena, cuya monotonía rompían unas extrañas dunas de forma abovedada. En la distancia, los oscuros perfiles de las montañas de Thorbardin vibraban en el aire como el recuerdo persistente de una pesadilla.
El ejército de Fistandantilus empezaba a perder antes de entablarse la batalla.
Tras unas jornadas de dificultosa marcha habían abandonado el paso montañoso de Pax Tharkas y, ahora, estaban en las llanuras de Dergoth. Los abastos no habían llegado y, debido al rápido paso que imprimieron a la marcha, el hombretón sospechaba que las cargadas carretas tardarían más de una semana en alcanzarlos.
Raistlin insistió frente a los oficiales en la necesidad de acelerar el avance y, aunque Caramon se había enfrentado a él sin disimulo, Reghar respaldó al archimago y consiguió que los bárbaros se pusieran también de su lado. Una vez más, al general no le quedó otra opción que seguir adelante.
Como todos los días, los soldados se levantaron antes del alba. Tras recoger el campamento, caminaron, sólo con una breve pausa a primera hora de la tarde, hasta el crepúsculo, ese momento en que la luz comenzaba a declinar y todavía era posible acampar sin tener que gatear en la negrura.
No ofrecían la imagen de un ejército victorioso. La camaradería, las chanzas y los juegos vespertinos se habían evaporado en la tensa atmósfera. Tampoco se cantaba, ya que incluso los enanos preferían reservar su aliento para el penoso periplo. Y, por la noche, los hombres se derrumbaban literalmente en el lugar donde posaban los pies, engullían sus magras raciones y se sumían en un pesado sueño hasta que les despertaban los zarandeos y los puntapiés de sus inmediatos superiores.
En tales circunstancias, la moral estaba por los suelos. No se oían sino quejas y gemidos, que se tornaban más frecuentes a medida que menguaba el alimento. En las montañas no habían sufrido tales carencias, ya que abundaba la caza, pero al descender a la planicie se cumplieron las profecías de Caramon y las únicas criaturas, vivientes que uno veía eran sus compañeros. Se nutrían de pan duro, horneado sin levadura, y de carne desecada que sólo probaban dos veces al día, en el desayuno y en la cena. Las porciones eran irrisorias, y el general era consciente de que habría que reducirlas a la mitad si no recibían pronto refuerzos.
El guerrero tenía que resolver otros conflictos además de la escasez de víveres, dos de ellos de la mayor importancia. Uno era la falta de agua. Aunque Reghar le había asegurado con jovial talante que había manantiales en el llano, los dos que habían descubierto no les proporcionaron ni una gota de líquido potable. Hasta aquel momento el viejo enano no confesó, a regañadientes, que la última ocasión en que visitó tales parajes fue antes del Cataclismo. El otro asunto que inquietaba al adalid era el deterioro que estaban experimentando las relaciones entre los aliados.
La unión de los distintos bandos, que en los instantes de máxima euforia tan sólo estuvo hilvanada, se rasgaba ahora en las mismas costuras. Los humanos del norte acusaban de sus penurias a los enanos y los bárbaros, puesto que habían colaborado con el hechicero. Los hombres de las Llanuras, que no estaban acostumbrados a las regiones montañosas, protestaban porque cubría el terreno a perpetuidad una capa de nieve y también porque, como le espetó su cabecilla a Caramon, «no hay más que rugosidades y pendientes».
Ahora, al divisar las imponentes cumbres de Thorbardin en el horizonte, los bárbaros no pudieron por menos que pensar que todo el oro y el acero del mundo no era tan hermosos como las doradas y lisas praderas de su hogar. Al hombretón no le pasó inadvertido que a menudo volvían la cabeza hacia el norte, y se dijo que una mañana, al levantarse, constataría que se habían ido mientras dormía.
Siguiendo con la enumeración de las fricciones que surgían a cada paso, no puede dejar de mencionarse la actitud de los enanos respecto a los otros grupos. En su opinión, los humanos eran un hatajo de cobardes que corrían llorosos en busca de su madre cuando debían someterse a la más ínfima incomodidad. Ellos trataban la casi ausencia de comida y agua como una molestia intrascendente, y aquel que se atrevía a insinuar que tenía sed se transformaba en el blanco de sus más despiadadas burlas.
En todo ello pensaba Caramon, y en las innumerables cuestiones de otra índole que bullían en su cerebro, mientras oteaba el desierto en la hora del ocaso y pateaba la arena con la punta de su bota.
De manera repentina, el guerrero alzó los párpados y clavó sus ojos en Reghar. Persuadido de que Caramon lo desafiaba en una suerte de reto, el enano perdió aquella serenidad que lo asemejaba a una estatua de piedra y, caídos sus hombros, emitió un prolongado suspiro. Su parecido con Flint era tan intenso, que el general sentía una punzada de dolor siempre que se encaraba con él. Avergonzado de su cólera, consciente de que iba dirigida más contra sí mismo que contra el hombrecillo, rectificó lo mejor que pudo, sin rebajarse.
—No te preocupes, nos queda agua suficiente para pasar la noche. Lo más probable es que mañana nos tropecemos con uno de esos manantiales subterráneos, ¿no crees? —dijo, conciliador, a la vez que daba unas torpes palmadas en la espalda de su acompañante.
El viejo enano levantó la vista hacia el hombretón, sorprendido y receloso ante tal cambio de actitud. Temía que su amabilidad fuese fingida y pretendiese ganar su confianza para luego aguijonearle con un sarcasmo; pero, al atisbar una sombra de sonrisa en su demacrado rostro, se relajó.
—Sí —contestó con una mueca por la que intentaba demostrar afabilidad—; dentro de unas horas, habremos encontrado un pozo.
Y, rehuyendo el seco agujero que, cargado de presagios, se abría a sus pies, regresaron al campamento.
El ocaso era temprano en las llanuras de Dergoth. El sol se zambulló rápidamente tras las montañas, como si le hastiara el espectáculo de aquellas tierras desoladas, yermas, a una hora en que todavía no negaba el calor de sus rayos a otras regiones más verdeantes. Pocas fueron las fogatas que prendieron en el paraje elegido para acampar; los hombres estaban extenuados y, por otra parte, tampoco había alimentos que guisar. Se arracimaron los soldados en grupos aislados, desde donde se vigilaban unos a otros, llenos de resquemor. El único punto en que los miembros del clan de las Colinas, los humanos y los bárbaros estaban de acuerdo era en esquivar a los traicioneros dewar.
Aunque las tropas dormían al raso, Caramon al igual que Raistlin y Crysania, se hacía montar la tienda en un rincón apartado cada vez que se detenían. También él se mantenía al margen de sus seguidores, en un ansia de soledad por la que denotaba su distanciamiento.
Caminaba junto al enano hacia su refugio, abstraído en sus elucubraciones, cuando le vino a la memoria una antigua leyenda que circulaba por Krynn desde tiempo inmemorial. Contaba la historia que, en una ocasión, un hombre cometió un acto tan abyecto que incluso los dioses se reunieron en cónclave para infligirle un castigo. Decidieron los hacedores que, a partir de entonces, el condenado adquiriría la capacidad de predecir el futuro. Al serle comunicada la sentencia el reo estalló en carcajadas, convencido de que su ingenio y sus facultades habían de sobrepasar a los de todas las criaturas, incluidas aquellas que tan neciamente le otorgaban un don en lugar de imponerle una pena. Sin embargo, el humano sucumbió poco después a una muerte torturada, algo que el guerrero nunca había comprendido.
Ahora, en cambio, sí discernía la moral del relato, y lo hacía con honda consternación. No había nada peor para un ser mortal que conocer de antemano el desenlace de una empresa destinada al fracaso, ya que esta clarividencia le privaba del mayor incentivo que a todos impulsa a perseverar: la esperanza.
Al principio, Caramon había abrigado tan estimulante sentimiento; un resquicio de fe en su hermano le incitaba a pensar que éste urdiría un plan salvador. No podía consentir que su ejército se precipitase a un desastre; algo haría para impedirlo. Pero, tras la conservación telepática que sostuvieron el día en que partieron de Pax Tharkas, sabía a ciencia cierta que al nigromante nada le importaba lo que pudiera suceder a sus aliados, a ellos y a las familias que dejaban en la fortaleza o en su patria. En aquel momento se extinguió la única llama interior que le empujaba a seguir, pues las palabras de su gemelo, le revelaron la impotencia en que se hallaba de alterar los acontecimientos. Lo que había pasado volvería a pasar.
Abatido por tan cruel certidumbre, intuyendo el dolor en que había de sumirle la muerte de quienes comenzaban a crecer en su estima, el guerrero se alejó involuntariamente de ellos. Inició así una vida solitaria en la que no cesaba de evocar remembranzas de su hogar.
¡Su hogar! Pese a su anterior empeño en olvidarlo, en arrinconarlo en los más oscuros recovecos de su mente, en esta hora de desaliento las imágenes conjuradas le invadían con tal vivacidad que, a veces, en sus interminables veladas, contemplaba el fuego sin poder verlo a causa de las lágrimas.
Perdidas las ilusiones, la añoranza era lo único a lo que podía aferrarse a fin de no flaquear. A medida que su ejército se aproximaba a la inevitable derrota, con cada paso que daba, él se acercaba a su tiempo, a su morada, a Tika.
—¡Cuidado! —exclamó Reghar aquella tarde, asiéndolo por el brazo y desvaneciendo su ensoñación.
Sobresaltado, el general parpadeó y comprobó entonces que estaba a punto de dar un traspié contra una de las singulares dunas que se erguían en la planicie.
—¿Qué son en realidad esos malditos montículos? —inquirió. Nunca había tenido oportunidad de estudiar uno y, ahora que lo hacía, adivinó que no se trataba como él creía de un accidente del terreno, sino de una suerte de madriguera—. ¿Quizá cubiles de animales? He oído comentar que, en los llanos de Estwilde, existen unas ardillas sin cola que viven en promontorios similares a éstos. —Ojeó la estructura, que medía casi un metro de alto y una anchura semejante, y meneó la cabeza—. No me gustaría enfrentarme a una ardilla de un tamaño proporcional a esta construcción.
—Ardillas, ¡qué ocurrencia! —se burló el enano—. Sólo los de mi raza son capaces de edificar algo tan perfecto. Fíjate bien en su trabajo, es una obra de artesanía —le instó, mientras pasaba suavemente la mano por la lisa cúpula—. ¿Desde cuándo la naturaleza concibe tales maravillas?
—¡Enanos! —repitió Caramon a su vez—. ¿Con qué objeto? Ni siquiera los enanos aman tanto el trabajo como para realizar esfuerzos gratuitos. ¿Por qué pierden el tiempo en erigir falsas dunas en el desierto?
—Son puestos de vigía —fue la sucinta explicación.
—¿Y qué observan desde ellas?, ¿las serpientes? —indagó el guerrero en tono socarrón.
—La tierra, el cielo, los ejércitos como el nuestro —lo atajó el hombrecillo. Pateó acto seguido la superficie adyacente, levantando una nube de polvo—. ¿Oyes eso? —preguntó a su interlocutor, que estaba más perplejo a cada segundo.
—¿Qué tiene de particular?
—Escucha atentamente —lo apremió el enano, y estampó de nuevo el pie en el arenoso suelo—. Suena hueco.
—¡Túneles! —vociferó el general, boquiabierto, antes de examinar la sucesión de lomas que se desplegaba a través del llano.
—Hay kilómetros de ellos —confirmó Reghar, al mismo tiempo que asentía con la cabeza—. Se edificaron hace tantos años que en la época de mi tatarabuelo ya estaban como ahora, aunque también es verdad que durante siglos nadie los ha utilizado. Según la leyenda, en los albores de nuestra era había varias fortalezas entre este punto y Pax Tharkas, moles defensivas que se comunicaban mediante accesos subterráneos. Su largo entramado llegaba hasta los montes Kharolis, de tal modo que los enanos podían viajar del alcázar que hemos conquistado a Thorbardin sin exponerse a la luz del sol.
»Las fortalezas han desaparecido, al igual que muchos de los túneles. El Cataclismo los obstruyó o derrumbó por completo, aunque no me extrañaría —agregó, echando de nuevo a andar— que Duncan se haya servido de los que aún se conservan para mandar a sus espías y estar así informado de nuestros movimientos.
—Desde arriba o desde abajo, no dejarán de percibir nuestro avance —susurró Caramon, puestos sus escrutadores ojos en el desnudo llano.
—En efecto —admitió el enano con resuelto ademán—, pero no será eso lo que les conceda la victoria.
El guerrero nada respondió. Dando unas largas zancadas para alcanzar a su acompañante, reanudó la marcha junto a él hasta arribar al campamento, donde el humano se dirigió a su tienda y el hombrecillo al lugar donde se habían instalado los de su tribu.
En una de las engañosas dunas, no muy lejos de la tienda de Caramon, varios pares de ojos espiaban al ejército. Sin embargo, no era el conjunto de las tropas el centro de su interés, sino tres criaturas determinadas, sólo tres.
—Ya no falta mucho —dijo Kharas, que oteaba el panorama a través de unas rendijas excavadas en la roca con tan absoluta minuciosidad que permitían divisar el exterior a los que se agazapaban en la estructura sin ser vistos desde fuera del montículo—. ¿Has calculado la distancia?
El interpelado era un enano viejo, de innoble apariencia, el cual, tras asomarse a una hendidura con aire tedioso y estimar también de una ojeada la longitud del túnel, dictaminó:
—Doscientos cincuenta y tres pasos y te hallarás en el punto justo.
Kharas volvió a examinar el llano y, con especial atención, el enclave donde se alzaba la tienda de Caramon, alejada de las fogatas. Se le antojó prodigioso que el anciano pudiera medir tan exactamente la distancia que les separaba de su objetivo. Habría expresado sus dudas de tratarse de otro, pero Smash, el antiguo ladrón al que había sacado de su retiro para esta empresa, gozaba de gran predicamento como artífice de hechos extraordinarios, de un renombre parangonable al del héroe mismo.
—El sol se pone —informó el cabecilla, si bien era innecesario pues las postreras sombras del día, que se filtraban a través de las grietas, se proyectaban en largos hilillos sobre las paredes de roca del túnel—. El general regresa, entra en su tienda. Por la barba de Reorx —rezongó—, espero que no decida mudar sus costumbres esta noche.
—No lo hará —lo tranquilizó Smash. Acurrucado en un confortable rincón, el enano hablaba con la certeza de quien, durante largo tiempo, ha vivido de sus dotes para observar las idas y venidas, sobre todo las idas, de su congéneres—. Lo primero que uno aprende cuando se dedica a asaltar las casas ajenas es que todo el mundo se crea una rutina y procura no cambiarla. El tiempo es apacible, no han surgido imprevistos y lo único que se ha impreso en su retina es arena y más arena. No, no alterará sus hábitos.
Kharas frunció el entrecejo, disgustado por la alusión que había hecho su secuaz a su turbulento pasado. Consciente de sus limitaciones, el consejero había elegido a Smash para esta misión porque necesitaba a un experto en el arte del sigilo, avezado a moverse deprisa y en silencio, a atacar en plena noche y fundirse luego en la negrura.
El recto y ahora barbilampiño enano, que tanto había admirado los Caballeros de Solamnia por su alto sentido del honor, no era inmune al aguijón de la conciencia. Serenó su alma diciéndose en su fuero interno que Smash había pagado el precio de sus crímenes años atrás y que, incluso, había prestado ciertos servicios al soberano que le habían convertido, si no en un personaje respetable, sí al menos en un héroe de segunda categoría.
«Además —recapacitó—, son muchas las vidas que va a salvar».
Al pensar en su encomiable proyecto exhaló un suspiro de alivio. En voz alta, concedió:
—Tenías razón, Smash. El mago y la bruja acaban de salir de sus tiendas.
Tras estudiar el mazo, que había depositado junto al muro, Kharas se valió de una mano para colocar la daga que había embutido en su cinto en una postura más cómoda, mientras, con la otra, hurgaba en su saquillo y extraía un pergamino. Impregnada su faz desnuda de una expresión entre solemne y meditabunda, guardó el rollo en un bolsillo que quedaba oculto bajo su pectoral de cuero.
Volvióse entonces hacia los cuatro enanos apostados a su espalda, a fin de hacerles las últimas puntualizaciones:
—Insisto en que no debéis lastimar a la mujer ni al general más de lo imprescindible para someterlos. El hechicero, en cambio, ha de morir. No olvidéis que es muy peligroso; conviene actuar con la máxima celeridad.
Smash esbozó una mueca de satisfacción y se arrellanó en su improvisado asiento de roca. El no les acompañaría; era demasiado viejo. Si en otro tiempo le hubieran excluido, se lo habría tomado como un insulto, mas a su edad lo consideró una deferencia y, además, sufría últimamente un molesto crujir en sus rodillas.
—Dejad que se aposenten —les recomendó—, que inicien relajados su cena. Una vez se hayan reunido en torno a su ágape —continuó, llevándose la mano a la garganta en un expresivo gesto—, contad doscientos cincuenta y tres pasos…
Garic, que montaba guardia en la entrada de la tienda del general, no oía sino silencio en su interior. Aquella quietud le angustiaba, parecía dimanar ecos más sonoros que una violencia trifulca.
Aguzó la vista para entrever lo que ocurría en la estancia a través de la cortinilla, que no estaba corrida del todo, y distinguió a sus tres ocupantes sentados como cada noche, absortos en sus respectivas cábalas y sin romper apenas el tenso mutismo.
El mago había reemprendido sus estudios con renovado ahínco, y corría el rumor de que estaba preparando un poderoso hechizo destinado a abrir de un arcano estallido las puertas de Thorbardin. En cuanto a la bruja, ¿quién era capaz de imaginar sus pensamientos? Garic se alegró al comprobar que Caramon no la perdía de vista.
Los hombres hablaban sin cesar de aquella enigmática mujer. El caballero les había oído comentar en incontables ocasiones los supuestos milagros que obró en Pax Tharkas restituyendo la vida a los muertos mediante el simple contacto de su mano o haciendo crecer miembros sanos sobre los supurantes muñones de los heridos. No daba crédito a tales cuchicheos, desde luego, pero había algo en el talante de la sacerdotisa, especialmente en los últimos días, que le incitaba a preguntarse si no sería acertada la impresión que le había causado en un principio.
Él joven se agitó desazonado bajo el frío viento que cruzaba el desierto. De las tres personas que había en la tienda quien más le inquietaba era su general, un humano al que había llegado a reverenciar, a idolatrar, en el curso de sus campañas. Tan leales sentimientos le habían inducido a observarle, razón por la que había detectado la profunda depresión en que se hallaba inmerso, pese a la máscara de compostura tras la que intentaba cobijarse. Para el caballero, su nuevo adalid reemplazaba a la familia perdida, de tal suerte que se identificaba con su infelicidad como si la sufriera un hermano mayor, de su misma sangre.
—Son esos condenados enanos dewar —masculló, a la vez que pateaba el suelo para cortar el cosquilleo de sus ateridas piernas—. No confío en ellos. Desearía desembarazarme de su presencia, y estoy seguro de que el general ya lo habría hecho de no interponerse su gemelo…
Se interrumpió y contuvo el resuello, alerta todos sus sentidos. Nada percibió y, no obstante, habría jurado que alguien merodeaba por los alrededores.
Cerrada la mano en torno a la empuñadura de su espada, el joven centinela escrutó el paraje. Aunque durante el día el calor se hacía sofocante, por la noche aquellas yermas extensiones se tornaban gélidas y amenazadoras. Columbró en la distancia las fogatas y las sombras de los soldados que pasaban frente a ellas, nada fuera de lo normal.
Empezaba a relajarse, cuando oyó un ruido más preciso que el que le había sobresaltado segundos antes. Era un repiqueteo metálico que resonaba a su espalda, acaso el estampido amortiguado de unos pares de botas pesadas, recubiertas de hierro.
—¿Qué ha sido eso? —se alarmó Caramon, alzando la cabeza.
—El vendaval —aventuró Crysania, fijos sus ojos en las paredes de la tienda y sin atinar a refrenar un escalofrío al tropezarse con aquella urdimbre que se rizaba y abultaba cual los pulmones de una criatura viva—. Su embate parece ser perenne en este horrible lugar.
—No ha sido el viento —replicó el guerrero, quien se había incorporado y asido su arma—. Su ulular es monótono y lo que yo he oído producía unos retumbos más materiales.
—¡Siéntate, te lo ruego! —lo urgió Raistlin en un siseo ribeteado de furia—. Termina de cenar, no puedo entretenerme en fruslerías cuando me aguardan en mi refugio menesteres de suma importancia.
El archimago se hallaba atareado en descifrar las incógnitas de un complicado cántico arcano. Había pasado jornadas enteras tratando de descubrir el ritmo exacto, la inflexión necesaria para desvelar el misterio de las frases, pero el hechizo se obstinaba en eludirle. No lograba pronunciar sino incongruencias sin sentido.
Apartó el plato todavía lleno e hizo ademán de levantarse, mas no pudo completar su acción porque, en aquel mismo instante, el mundo se hundió literalmente bajo sus pies.
Como la cubierta de una nave que se deslizase por la pendiente de una ola embravecida, el arenoso terreno escoró hacia el abismo. Al bajar la mirada, el nigromante reparó perplejo en el vasto agujero que se había abierto delante de él. Una de las estacas que soportaban la tienda se zambulló en el insondable vacío, desarticulando toda la estructura, y el candil del techo comenzó a balancearse en su argolla en un enloquecido vaivén que deformó las sombras de los objetos hasta convertirlas en seres animados, en saltarines demonios.
En un impulso instintivo, Raistlin se agarró a la mesa y evitó así que lo tragase el torbellino. Pero, mientras se debatía para afianzarse a su tabla de salvación, atisbo unas figuras que se encaramaban por el borde de la ancha fisura, unos entes achaparrados y barbudos. Durante unos breves segundos, la danzante luz alumbró unos filos acerados, brilló en varios pares de pupilas que despedían chispas feroces. Luego, de repente, los aparecidos se desvanecieron en la penumbra.
—¡Caramon! —gritó el hechicero, necesitado de auxilio.
No persistió en su llamada, pues un cavernoso reniego y el chirriar de una hoja de espada al abandonar la vaina le revelaron que su gemelo era consciente del peligro.
También asaltó los tímpanos de Raistlin el timbre de una voz femenina que invocaba a Paladine, al mismo tiempo que se recortaba en su flanco el espectro de una luz blanca, prístina. Supo que Crysania se aprestaba a la defensa, pero no tuvo opción de ocuparse de la sacerdotisa porque un enorme mazo enanil, moldeado en una esfera astral, resplandeció bajo la llama del farolillo y se equilibró sobre su cabeza.
Formulando el primer encantamiento que acudió a su mente, el mago permaneció inmóvil y comprobó satisfecho que una fuerza invisible arrancaba el pertrecho de las manos de su portador. Obediente a su mandato, el fantasma de ultratumba transportó el mazo a través de la estancia y lo arrojó con un baque sordo en un lóbrego rincón.
Aunque al principio quedara aturdido por la sorpresa del ataque, tras esta victoria inicial, el cerebro del hechicero entró en una febril actividad. Tal era el dominio que ejercía sobre sus emociones, que juzgó la escaramuza una simple interrupción de sus estudios y resolvió ponerle fin cuanto antes, en lugar de ceder al pánico. Se enfrentó sin tardanza a su enemigo, una criatura que, plantada a escasa distancia, lo miraba con firme determinación.
Sabedor de que no podía matarle, dado que semejante evento no figuraba en los anales de la Historia, Raistlin entonó su conjuro sin precipitarse. Sintió cómo una poderosa energía se acumulaba en sus entrañas, experimentó el éxtasis, el placer sensual que siempre le invadía al discurrir aquella por sus venas. Decidió que, después de todo, no resultaba desagradable que le distrajeran de sus cuitas y que se le ofrecía la oportunidad de practicar un ejercicio interesante. Estiró parsimonioso las manos, dispuesto a pronunciar los versículos que debían de lanzar relámpagos de luz azulada contra el retorcido cuerpo de su rival.
No llegó a completar la primera sílaba. Con la sobrecogedora virulencia de un fragor de trueno, otras dos figuras se materializaron ante él, como si hubieran surgido de la nada o caído de una estrella.
Una de las nuevas apariciones, que había tropezado y yacía a los pies del archimago, irguió el rostro hacia él y vociferó, presa de una indecible excitación:
—¡Pero si es Raistlin! ¡Gnimsh, lo hemos conseguido! ¿Cómo estás, amigo? —saludó al hechicero—. Sin duda asombrado, ya que no esperabas verme. Tengo que relatarte mis aventuras, he vivido una experiencia curiosísima y ardo en deseos de explicártela. Yo estaba muerto o, mejor dicho, en otro plano…
—¡Tasslehoff! —lo reconoció al fin el nigromante.
Una serie de pensamientos surcaron su mente, con la misma velocidad con que los rayos arcanos que nunca creó habrían cruzado el recinto de la tienda. El primero fue que, si el kender estaba allí, era posible alterar el curso de los acontecimientos, una lógica secuencia de ideas que le indujo a concluir que, de ser ciertas tales asunciones, él podía morir, puesto que ya no le protegía la Historia.
El impacto de tales cavilaciones desestabilizó por completo su mente, arrebatándole la serenidad que tanto precisaba para realizar sus sortilegios.
Al comprobar que su mayor problema se había solventado sin que participase su voluntad y también, que este hecho podía acarrearle un conflicto todavía más irreversible, Raistlin perdió el control. Se desdibujaron las palabras del hechizo destinado a destruir a su rival, quien, sin embargo, avanzaba impertérrito hacia él.
En una reacción instintiva, con mano trémula, el archimago extendió la palma, a fin de recibir la pequeña daga plateada de su manga.
Su gesto fue tardío; su arma, insignificante.
Kharas estaba plenamente concentrado en el hombre al que había prometido matar, adaptado su cerebro a asumir la mentalidad del guerrero y fijarse tan sólo en su objetivo, sin dispersarse en conceptos más abstractos. Hasta tal extremo se había imbuido de su misión que no hizo el menor caso a los dos aparecidos, suponiendo que se trataba de espectros invocados por el archimago.
Vio el enano que los centelleantes ojos de su rival se vaciaban de expresión, que sus labios abiertos para recitar el mortífero encantamiento se separaban en fláccida postura, y supo que durante unos segundos el enemigo estaría a su merced. Arremetió presto, y su daga atravesó los holgados ropajes negros para hender la carne.
Acercándose más aún a su víctima, el consejero enanil acabó de hundir su pertrecho en el enteco cuerpo del humano, y el calor extraño, abrasador de su adversario le envolvió cual un infierno llameante. Tal era la ira, el odio que dimanaba aquel ser, que Kharas sintió que le asestaba un golpe físico, una embestida que lo lanzó hacia atrás y dio con sus huesos en el suelo.
No importaba. Raistlin había recibido una herida de la que no había de recuperarse. Alzando la vista desde donde yacía, los ojos de Kharas toparon con los de su oponente y, además de su furia, advirtió en las desencajadas cuencas el estigma de un dolor lacerante. Bajo la incierta luz del candil, distinguió asimismo la empuñadura de su daga incrustada en el vientre del hechicero. Las delgadas manos del agonizante se retorcían sobre ella, como si tratara de arrancarla, y en los tímpanos del enano resonó un alarido agónico. Comprendió que no tenía nada que temer, que aquel ser perverso no volvería a lastimar a nadie.
Tras incorporarse con dificultad, el enano estiró el brazo y recuperó su daga de un tirón. Entre gritos de acerba angustia, bañado en el diluvio de su propia sangre, el mago cayó de bruces inerme.
Fue entonces, perpetrado su acto, cuando Kharas se concedió unos minutos para contemplar la escena. Sus hombres libraban una encarnizada batalla contra el general, quien, al oír el grito de su hermano, había palidecido visiblemente y se había entregado a la contienda con un ímpetu renovado, hijo del terror y la cólera. La bruja parecía haberse esfumado, su fantasmal aureola se había extinguido en la penumbra circundante.
Una exclamación ahogada, que no procedía de los litigantes, obligó al barbilampiño enano a girar la cabeza. Descubrió a los dos espectros que había llamado en su auxilio el nigromante, y no dejó de sorprenderle el pánico que desvirtuaba sus facciones mientras, rígidos, observaban al yaciente. No le cupo la menor duda de que eran criaturas de carne y hueso al comprobar su aspecto: uno era un kender ataviado con calzones azules y el otro un gnomo de incipiente calvicie que vestía un mandil de cuero, ninguno de ellos ofrecía la imagen de un espectro convocado desde el Abismo.
No tenía tiempo para reflexionar sobre el fenómeno. Había cumplido con éxito su cometido, al menos en parte. En cuanto a su otro designio, revelar a Caramon las confabulaciones de sus supuestos aliados, no era aquella la ocasión propicia, de modo que desistió y consagró todos sus esfuerzos a organizar la huida. Corrió hasta el lado de la tienda donde se desarrollaba la trifulca, recogió su mazo y, tras ordenar a sus secuaces que se apartaran, se abalanzó sobre el fornido luchador sin otro propósito que ponerle fuera de combate.
El mazo descargó su peso en el cráneo del general, dirigido certeramente por su portador para privarle del sentido. El atacado se desplomó como un fardo y, de pronto, se hizo en la tienda un letal silencio.
Asomándose por la cortinilla, Kharas verificó que el caballero que montaba guardia yacía desmayado. No percibió ningún síntoma de que los soldados que se agrupaban en torno a las lejanas fogatas hubieran detectado el alboroto.
Alzó entonces la mano, deseoso de detener el vaivén del farolillo y ver el desenlace del enfrentamiento. El archimago, sin mover un músculo, estaba tendido en un charco sanguinolento. El general se encontraba cerca de él, estirado su brazo hacia su gemelo como si socorrerle hubiera sido su último anhelo antes de perder el conocimiento. En un rincón se hallaba la bruja, tumbada boca arriba y con los ojos cerrados. Al vislumbrar sangre en su túnica, Kharas lanzó a sus hombres una mirada fulgurante.
—Lo siento —se excusó uno de ellos, a la vez que se convulsionaba en un violento temblor—. La he abatido porque su luz era demasiado brillante. Por un momento he creído que me iba a estallar la cabeza, y no se me ha ocurrido otro medio mejor para apagarla. He vacilado unos instantes porque no quería agredirla, pero el hechicero ha exhalado un alarido y, cuando ella ha respondido con otro, su aureola se ha intensificado. No lo he soportado y he tenido que golpearla, aunque sin mucha fuerza. No está malherida.
—Bien —susurró, comprensivo, el cabecilla—. Salgamos de aquí —añadió, si bien no pudo por menos que ojear al guerrero que yacía a sus pies—. Lo lamento —se disculpó y, asiendo el pergamino del cinto, lo depositó en su palma inerte—. Quizás algún día pueda darte las explicaciones que mereces. ¿Estáis todos bien? —inquirió a sus seguidores.
Los hombres asintieron y empezaron a deslizarse por la entrada del túnel, que tan hábilmente habían forzado.
—¿Qué hacemos con estos dos? —preguntó uno de los asaltantes, deteniéndose junto al kender y el gnomo.
—Les llevaremos con nosotros —decidió Kharas—. Si les dejáramos libres no tardarían en dar la alarma.
Al escuchar tal sentencia, Tasslehoff pareció volver a la vida.
—¡No! —se rebeló, estudiando al alto enano entre espantado y plañidero—. ¡No podéis hacernos esa jugada después de lo mucho que nos ha costado regresar al mundo! Hemos dado con Caramon, al fin podremos catapultarnos a nuestra casa y a nuestro tiempo. ¡Por favor, permitid que nos quedemos!
—¡Lleváoslos! —insistió el consejero, en un tono tajante que no admitía réplica.
—No —insistió también Tas en un suplicante gemido, mientras forcejeaba en los brazos de su aprehensor—. No comprendes lo sucedido. Estábamos en el Abismo y logramos escapar…
—Amordazadlo —bramó Kharas impaciente, a la vez que espiaba el túnel abierto bajo la tienda para cerciorarse de que todo estaba en orden.
Tras indicar a los otros mediante un gesto que se apresurasen, el héroe de los enanos se arrodilló en el borde del agujero para dirigir las operaciones. Sus secuaces emprendieron el descenso arrastrando al enmudecido kender, si bien, frente a su desesperada resistencia, que se manifestó en puntapiés y arañazos sin tiento, tuvieron que detenerse y embroquelarlo como un pollo antes de arriarlo.
En compensación, el otro cautivo no les causó molestias. El pobre gnomo estaba paralizado por el miedo y se sumió en una especie de trance hipnótico en el que, extraviada la vista y con el labio colgando, obedeció al mandato de aquellos extraños sin chistar.
Kharas fue el último en partir. Antes de saltar a la seguridad del túnel, dio una postrera ojeada a la tienda.
El farolillo, que había cesado de oscilar, alumbraba con su tenue luz una escena dantesca. La mesa estaba resquebrajada, las sillas volcadas, la cena se había diseminado en incontables fragmentos. Un riachuelo de sangre fluía debajo del cuerpo del nigromante, formando una pequeña laguna en el margen del boquete y vertiéndose despacio, gota a gota, sobre el pasadizo subterráneo.
Tras zambullirse en la oscuridad del corredor, el enano que cerraba la comitiva se alejó del lugar en rápidas zancadas hasta que, una vez hubo interpuesto cierta distancia, frenó su marcha. Agarró entonces un cabo de cuerda que serpenteaba por el suelo, y tiró de él enérgicamente. El otro extremo estaba atado a una de las vigas sustentadoras del techo, justo debajo de la morada de campaña del general, que se desmoronó al recibir la sacudida. Se produjo un zumbido de derrumbamiento y las rocas circundantes empezaron a salir de sus encajes, aunque Kharas no pudo ver las consecuencias de su acción por culpa de la polvareda que provocaron los bloques al desprenderse.
Sabedor de que el túnel se había obstruido y cubría así su retirada, el consejero emprendió carrera en pos de sus hombres.
—General…
Caramon estaba de pie, con las manos extendidas en busca de la garganta de su enemigo y el rostro desfigurado por la ferocidad.
Garic, que era quien llamaba al confuso guerrero reculó asustado.
—General, soy yo —repitió el centinela.
La familiar voz del caballero penetró cual un doloroso dardo la mente del hombretón quien, con un gemido, estrujó su cráneo entre las manos y se tambaleó. El noble soldado detuvo su caída y logró reclinarlo en una silla.
—¿Y mi hermano? —inquirió el maltrecho luchador, todavía en el límite del desvanecimiento.
—Verás, Caramon… —titubeó el otro.
—¡He preguntado por mi hermano! —se encolerizó el general.
—Lo hemos llevado a su tienda —musitó el caballero—. Su herida es…
—¿Cómo? —le apremió el hombretón, al mismo tiempo que alzaba la cabeza y observaba a Garic con los ojos inyectados en sangre.
Éste no sabía qué responder. Abrió la boca, la cerró de nuevo y, al fin, acertó a explicar:
—Mi padre me describió en alguna ocasión la naturaleza de esos tajos, que someten a quienes los sufren a interminables agonías.
—Lo que, en otras palabras, significa que el arma ofensiva ha traspasado el vientre del mago —apostilló Caramon.
El joven confirmó esta presunción con un tímido asentimiento, y se cubrió el rostro con la mano. Al espiarlo de cerca, el general percibió su exagerada lividez y, entornando los párpados, hizo acopio de valor para vencer su propio mareo, la náusea que había de asaltarle cuando abandonase su apoyo. Se enderezó y, en efecto, la negrura se arremolinó a su alrededor en una nube palpitante. Se forzó a resistir, a permanecer firme, y abrió los ojos.
—Y tú, ¿cómo te encuentras? —interrogó a su seguidor.
—Bien —se apresuró a contestar el caballero, enrojecidos sus pómulos por la vergüenza—. En el momento en que me disponía a socorreros, alguien me propinó un fuerte golpe.
—Sí, es evidente —ratificó Caramon al estudiar la sangre coagulada que teñía la sien del infortunado guardián—. No se puede prever todo, no te inquietes. También a mí me pillaron desprevenido —le tranquilizó con un asomo de sonrisa. Garic agradeció mediante un segundo asenso que intentara infundirle ánimos, pero su expresión evidenciaba hasta qué punto le obsesionaba su derrota.
«Lo superará —pensó el guerrero—. Nadie se libra del fracaso, antes o después tenemos que enfrentarnos a él».
—Voy a ver a mi hermano —dijo en voz alta, a la vez que se aproximaba a la cortinilla con paso bamboleante—. ¿Y Crysania? —preguntó de pronto, deteniéndose en el umbral.
—Duerme. Tenía un corte en las costillas, como si un cuchillo le hubiera rozado el costado. Se lo vendamos lo mejor que pudimos, hubo que rasgar su vestido —relató el caballero, y su rubor fue en aumento—. Le dimos unos sorbos de coñac…
—¿Está al corriente de lo que le ha sucedido a Raist… Fistandantilus? —lo interrumpió su superior.
—Él prohibió que se lo comunicásemos.
Caramon enarcó las cejas y, al cabo de un instante, arrugó la frente. Examinó la maltratada estancia, distinguió el purpúreo reguero en el pisoteado suelo y, tras emitir un suspiro, descorrió la cortinilla y salió al exterior, llevando a Garic a sus talones.
—¿Y el ejército? —indagó mientras caminaban.
—Todos se han enterado, era inevitable que se extendiera la noticia —declaró el centinela, encogiendo los hombros en un gesto de impotencia—. Necesitábamos refuerzos para cuidaros y perseguir a los enanos.
—Supongo que ellos habrán bloqueado el túnel —aventuró el general, si bien la migraña le impidió continuar y tuvo que sellar sus labios.
—Sí —corroboró el caballero—. Intentamos cavar, pero fue tan inútil como pretender vaciar el desierto de arena. No hubo manera de rastrearlos.
—¿Cómo está la moral de los hombres?
El fornido luchador hizo una pausa al formular esta demanda, pues habían llegado a la tienda de Raistlin. Oyó en el interior un ahogado lamento.
—Atribulados; reina un gran desconcierto entre las tropas —confesó Garic.
Caramon comprendió y, en silencio, oteó la oscuridad que anidaba a perpetuidad en el refugio de su hermano.
—Entraré solo —resolvió el guerrero—. Gracias por todo lo que has hecho, muchacho. Ahora acuéstate y descansa —aconsejó a su subordinado en tono paternal—, antes de que te desplomes. Más tarde requeriré tus servicios, y poco vas a ayudarme si enfermas.
—Sí, señor.
Obediente, el joven guardián echó a andar con paso vacilante. No tardó, sin embargo, en volver sobre sus pasos y aproximarse de nuevo a su adalid. Tras hurgar bajo el peto de su armadura, retiró un pergamino empapado en sangre y se lo tendió.
—Lo hallamos en tu mano, general. El trazo es, indiscutiblemente, de un enano.
El guerrero ojeó el objeto que le presentaba, lo desenrolló, lo leyó y, sin proferir ningún comentario, lo ajustó a su cinto.
Una legión de centinelas cercaba ahora las tiendas de los cabecillas. Indicando a uno de ellos que se acercara, le dio instrucciones de conducir a Garic a un lugar tranquilo donde pudiera reposar. Tras asegurarse de que se cumplía su orden, reunió todo el coraje que atesoraba y se adentró en el recinto que cobijaba al hechicero.
Una vela ardía sobre la única mesa, al lado de un libro de encantamientos que se mantenía abierto y demostraba el propósito de Raistlin de enfrascarse en sus estudios una vez concluida la cena. Un enano de mediana edad, que exhibía en su piel las cicatrices de mil batallas y que el general reconoció como uno de los esbirros de Reghar, estaba agazapado en las sombras lindantes con el lecho. El hombre que había apostado dentro de la estancia saludó al mandamás cuando éste cruzó el umbral.
—Aguarda fuera —le ordenó Caramon, y el soldado desapareció.
—No consiente que lo toquemos —murmuró el enano, señalando al archimago—. Hay que lavar esa herida y contener la hemorragia, aunque no creo que tenga remedio. Un buen vendaje mitigaría el dolor; así por lo menos…
—Yo le atenderé —le atajó el guerrero, lacónico e incluso abrupto.
Afianzando sus rodillas, el hombrecillo se incorporó y se aclaró la garganta, en la actitud de quien no acierta a decidir si es preferible hablar o callar. Al fin optó por lo primero, si bien escrutó al colosal humano con ojillos perspicaces mientras se manifestaba.
—Reghar me dijo que debía proponértelo: si quieres, puedo acortar su agonía. Poseo mucha experiencia en estos menesteres, ya que ostento el oficio de carnicero desde hace años y me doy buena maña en rematar a los animales.
—Vete.
—De acuerdo —se sometió el enano que, a pesar de su falta de tacto, abrigaba las mejores intenciones—. Tú tienes la última palabra. Pero si fuera mi hermano…
—¡Sal! —vociferó Caramon, al borde de la enajenación.
No miró a la escurridiza criatura, ni siquiera oyó el ruido de sus botas cuando abandonó la tienda. Todos sus sentidos confluían en Raistlin.
El nigromante yacía en el camastro, todavía vestido y con las manos recogidas sobre la tremenda herida. Ennegrecido más de lo habitual por la sangre, el terciopelo de sus ropajes se adhería a la carne en un fantasmal amasijo y, en cuanto a su estado, era obvio que traspasaba una fase crítica. El mago se revolvía en espasmos involuntarios, cada aliento que inhalaba era un incoherente gemido y, al expulsar el aire, su suplicio se hacía patente en un siniestro gorgoteo.
Para el hombretón, no obstante, lo más espantoso de aquel cuadro eran los destellos que animaban las pupilas del moribundo, la forma en que le espiaba, consciente de su presencia, a medida que avanzaba hacia el lecho. Raistlin estaba despierto.
Arrodillándose a su lado, el guerrero posó la mano sobre la febril frente del hechicero.
—¿Por qué no has permitido que venga Crysania? —inquirió en un susurro. El enfermo asumió un rictus de dolor y, rechinando sus dientes, logró articular una frase a través de sus labios amoratados.
—Paladine no me curará —dijo, estrangulada su garganta por el esfuerzo.
—¡No puedes sucumbir! —protestó e] general, consternado—. Tú mismo me contaste que el destino estaba escrito.
—El tiempo ha sido alterado —le reveló su gemelo.
Los ojos giraban en enloquecidas órbitas, la cabeza se agitaba, la sangre chorreaba por su boca.
—Pero…
—Ha llegado mi hora, ¡déjame morir en paz! —exclamó el yaciente entre horribles convulsiones, corroído de ira.
Caramon se estremeció. Miró a su hermano, deseoso de conmoverse, pero aquella faz macilenta, desvirtuada, se le antojó la de un extraño. La máscara de sabiduría e inteligencia había sido brutalmente arrancada de sus facciones para poner al desnudo las líneas más sinuosas del orgullo, la ambición y la avaricia, todas ellas ribeteadas por la huella de una insensible crueldad. Era como si, al escudriñar un rostro que conocía desde su nacimiento, el guerrero descubriera de pronto a una criatura abyecta e ignota.
«Quizá Dalamar vislumbró lo mismo que veo yo ahora en la Torre de la Alta Hechicería —conjeturó—, cuando su maestro le imprimió en la carne el estigma de sus manos castigadoras. Quizás el mismo Fistandantilus contempló este rostro espeluznante antes de morir».
La repugnancia, el pavor, le indujeron a desviar la mirada de aquel semblante cadavérico y ominoso. Endurecida su expresión, estiró el brazo.
—Te vendaré la herida —anunció más que pedirlo.
Raistlin meneó la cabeza con vehemencia. Separó la garra que parecía encerrar en sus entrañas la poca vida que le restaba y, aun a riesgo de que se le escapara el último soplo, vapuleó el robusto brazo del guerrero.
—¡No! Quiero terminar cuanto antes —aseveró—. He fallado, no soporto que los dioses se burlen de mí.
El hombretón estudió unos segundos al yaciente y, de manera repentina, irracional, una cólera irrefrenable se apoderó de él. Tan hostil sentimiento era producto de su perenne servilismo, de los innumerables años de convivencia en que no había sido sino un títere vilipendiado, humillado por las chanzas despiadadas de aquel ser monstruoso. Era la furia que vengaba a los amigos muertos a causa de su desmedida sed de poder, que rehabilitaba a su propia persona después de haber sido arrojado a la pendiente de la destrucción. Era el rencor frente a una criatura que había devorado, negado el amor. En la cumbre del paroxismo, Caramon aferró las negras vestiduras y levantó la cabeza de su gemelo de la almohada donde se complacía en su sufrimiento.
—¡Por los dioses que no he de permitir que mueras! —explotó, temblorosa su voz debido a la rabia—. No perecerás, ¿me oyes bien? Durante toda tu existencia, has pensado únicamente en ti mismo, en salvaguardar tus intereses, y ahora, en tu lecho de muerte, buscas la salida más cómoda. Has sido un egoísta, pero ahora no actuarás según tu conveniencia. No quedaré atrapado en esta guerra insensata, ni abandonarás a Crysania. ¡No, hermano! ¡Vivirás, maldita sea! Vivirás para mandarme de regreso a casa. Lo que pase después es algo que no me concierne.
Raistlin le observó y, a pesar de su comatoso estado, se dibujó en sus labios una grotesca parodia de sonrisa. Se diría que iba a carcajearse, mas una burbuja sanguinolenta obstruyó su boca. El general aflojó la zarpa con la que atenazaba la túnica y, con una violencia más querida que real, lanzó hacia atrás a su oponente, ignorando la emoción que le consumía. En efecto, el mago se desmoronó en su cojín y fijó en el guerrero unas pupilas rezumantes de odio.
—Voy a advertir a Crysania —masculló Caramon, indiferente por completo a aquel feroz escrutinio—. Merece al menos una oportunidad de ejercer sus dotes curativas sobre tu persona. Sé que si las miradas matasen, ahora mismo caería fulminado —apuntó, para darle a entender que se había percatado de su actitud y nada le importaba—. Escúchame bien, Raistlin, Fistandantilus o quienquiera que seas: si es voluntad de Paladine que mueras antes de cometer más atrocidades en este mundo, acataré sus designios, y también lo hará la sacerdotisa. Pero en el caso de que decida prolongar tu existencia, tanto tú como nosotros respetaremos esa resolución.
El mago, casi agotadas sus energías, mantuvo la mano apretada contra el brazo de su hermano, asiéndole con unos dedos yertos que comenzaban a asumir el rigor de la muerte.
Firme, comprimidos los labios, el hombretón se deshizo de aquella mano que se obstinaba en retenerle y, poniéndose de pie, se alejó del lecho. Oyó a su espalda un plañido discorde, un chillido de tormento que se abrió paso hasta su alma y detuvo su avance. Evocó en aquel instante la imagen de Tika, del hogar, y halló el remedio que sus vacilaciones necesitaban.
Salió a buen ritmo al desolado paraje nocturno, en dirección a la tienda de la sacerdotisa, cuando descubrió al enano sentado de modo displicente en las sombras, ocupado en tallar un leño con su afilado cuchillo. La visión de aquella pequeña criatura trajo a su memoria el asalto de que habían sido objeto y, sin apenas darse cuenta, rebuscó bajo su armadura hasta extraer el pergamino que le entregara Garic. Lo releyó, aunque el conciso mensaje se había grabado en su mente.
«El archimago os ha traicionado a ti y a tu ejército. Envía un emisario a Thorbardin para averiguar la verdad».
Tiró al suelo el papiro y siguió su camino.
¡Qué broma tan cruel! ¡Cuán vejatoria y retorcida!
En medio de su suplicio, Raistlin oía las risas de los dioses. «Me ofrecen la salvación con una mano y me la arrebatan con la otra —se dijo—. ¡Cómo deben regocijarse de mi derrota!».
Los ataques espasmódicos de su cuerpo eran livianos comparados con los de su espíritu, que se contorsionaba en una ira inerme, al recibir el acoso de su conciencia, de una voz interior que le repetía lo ridículo de su fracaso.
—¡Eres un humano débil e insignificante! —le gritaban las divinidades—. Nosotros, en nuestra superioridad, hemos querido recordarte que eras un simple mortal.
No se enfrentaría al triunfo de Paladine, se negaba a contemplar desvalido la complacencia y la glorificación que el hacedor hallaba en su caída. Era mejor morir en el acto y buscar refugio en las oscuras esferas que se lo brindasen. Pero aquel condenado hermano suyo, aquella otra mitad de sus propias esencias que tanto envidiaba y despreciaba y que, por derecho, le habría correspondido encarnar, se empecinaba en privarle del anhelado solaz.
—¡Caramon! —vociferó, solo en un mundo de tinieblas—. ¡Caramon, socórreme! ¡Protégeme, no me abandones! —Rompió en sollozos y se agarró el vientre, que había adquirido la dura tensión de una piedra—. No dejes que me encare en soledad con mi sino.
Se extravió su cerebro en un torbellino, perdido el hilo del raciocinio, y sufrió alucinaciones mientras la vida escapaba entre sus dedos agarrotados. Visualizó alas de reptiles del Mal, un Orbe de los Dragones roto, a Tasslehoff, a un gnomo… «La salvación está en la muerte», le susurraba en su delirio un ente incorpóreo.
Una luz blanca, pura y lacerante como una espada abrió una brecha en su interior. Sintiendo su asedio, el hechicero trató de sumergirse en el bálsamo cálido y acogedor de la negrura. Oyó que alguien, él mismo, suplicaba a Caramon que acabara con él y con su dolor, que extinguiera el intangible puñal luminoso.
Era él quien profería estas exhortaciones, pero no en obediencia a un dictado de su albedrío. Sólo supo que hablaba a una criatura real porque, en la aureola de la prístina luz, vislumbró la espalda vuelta de su gemelo.
El fulgor se incrementó y moldeó hasta transformarse en un rostro translúcido, en una faz hermosa, serena, dotada de unos ojos grises y fríos. Unas manos gélidas tocaron su ardiente piel.
—Te curaré —dijo una voz femenina.
—¡Vete!
—¡Te curaré! —se impuso la dama, que no era otra que Crysania.
Un agotamiento sin límites envolvió a Raistlin. Estaba cansado de luchar, de debatirse contra el dolor físico, contra la irrisión, contra el tormento que había sido su inseparable compañero a lo largo de toda su existencia.
«De acuerdo, me resignaré. Que ría su Dios; al fin y al cabo se lo ha ganado —pensó—. No corro ningún riesgo, rehusará sanarme y podré hallar reposo en la penumbra, en las mullidas tinieblas».
Con los ojos cerrados, para obstruir así la hostigante luz, aguardó las carcajadas… y, repentinamente, vio el semblante de la divinidad.
Caramon estaba junto a la entrada de la tienda de su hermano, presa de una migraña que nacía de su desesperación. Los ruegos de Raistlin reclamando el golpe justiciero, definitivo, habían traspasado todas sus vísceras y tuvo que correr en busca de aire. No obstante, tampoco resistía la espera. Le pareció evidente que la sacerdotisa había fallado, así que, con la mano cerrada en torno a la empuñadura de su espada, el guerrero penetró en la estancia y se encaminó hacia el lecho.
En aquel preciso momento, cesaron las quejas del nigromante. Crysania se volcó sobre su cuerpo y apoyó la cabeza en su pecho.
«Ha muerto —se dijo el hombretón—. Raistlin ha dejado de existir».
Al observar el rostro de su gemelo no sintió pesar, sino un estupor indefinible, que le impulsó a murmurar:
—La muerte ha congelado sus facciones en una máscara grotesca.
El hechicero tenía el semblante rígido como el de un cadáver, la boca abierta y desencajada, la tez pálida, sus ojos ciegos, fijos en las hundidas cuencas, se habían petrificado en la contemplación de un punto lejano.
Tras aproximarse un poco más, tan anonadado que era incapaz de convocar emociones tan naturales como el decaimiento, la pesadumbre o incluso el alivio, el general estudió mejor la expresión del yaciente y comprendió, con un terror insuperable, que no había exhalado su último suspiro. Aquellas pupilas desorbitadas no veían el mundo porque se habían asomado a otro.
Un alarido ensordecedor agitó el cuerpo del mago, más espeluznante que sus gemidos agónicos. Movió levemente la cabeza y sus labios inarticulados vibraron, como para dar forma a un sonido gutural de su garganta.
Y entonces, sin que lograra pronunciar una palabra, Raistlin entornó los párpados. Ladeó el rostro, se relajaron sus músculos y, por arte de encantamiento, se difuminaron las huellas del dolor hasta no dejar más vestigio de su presencia que una extrema palidez. Respiró en una honda inhalación, expulsó la bocanada que alimentara sus pulmones y volvió a sorber el gas de la vida.
Asombrado por el prodigio al que acababa de asistir, indeciso sobre si debía alegrarse o abandonarse a un mayor desaliento, Caramon observó cómo el cuerpo ensangrentado de su gemelo reanudaba sus funciones.
Desechando el embotamiento que le atenazaba, similar al que se experimenta cuando alguien nos despierta de un profundo letargo, el hombretón se arrodilló junto a Crysania y, tras rodearla con su brazo, la ayudó a erguirse. La sacerdotisa le miró parpadeante, sin dar muestras de reconocerle. Desvió acto seguido los ojos hacia Raistlin. Una sonrisa ensanchó su faz y, en un susurro apenas audible, elevó una loa a su dios. No pudo concluir su plegaria, una punzada en el costado la forzó a estrujarse contra Caramon quien, al recogerla, atisbo una mancha de sangre en su blanca túnica.
—Deberías cuidarte —le aconsejó el guerrero, a la vez que la conducía al exterior y prestaba el apoyo de su robusto brazo a sus pasos inciertos.
Ella levantó la frente al oír sus recomendaciones. Aunque débil, la satisfacción del triunfo confería a la mujer una belleza nueva, exultante y sosegada a un tiempo.
—Quizá mañana —contestó—. Esta noche he obtenido una victoria mayor que la que me proporcionaría sanarme. ¿No lo entiendes? Mis oraciones han sido escuchadas.
Capturado por su sereno embrujo, al hombretón le afloraron lágrimas a los ojos.
—¿Es ésta la culminación de todos tus deseos? —preguntó taciturno, espiando de soslayo el campamento.
Las fogatas se habían reducido a montículos de cenizas y rescoldos. Ajeno al escrutinio del general, uno de los hombres se alejó a toda carrera; sin duda, adivinó Caramon, para difundir la noticia de que el mago y la bruja habían conseguido, al unir sus diabólicos poderes, restituir la vida a un cadáver.
El amargo sabor de la bilis inundó la boca del hercúleo humano. Imaginó la excitación, los comentarios, las especulaciones, los ademanes recelosos u hostiles que tal rumor había de provocar, y se encogió su alma. Tan sólo quería acostarse, mecerse en el olvido del sueño.
—También tú has recibido una respuesta, Caramon —dijo la sacerdotisa con fervor, retomando el hilo de su conversación—. Ésta es la señal de los dioses que ambos aguardábamos. ¿Estás todavía tan ciego como en la Torre? —le imprecó, plantada de manera repentina delante de él—. ¿Acaso este portento no te incita a creer? Nos pusimos en manos de Paladine y el hacedor nos ha hablado. Raistlin está destinado a vivir, a realizar su hazaña. Juntos, él y yo lucharemos hasta vencer el Mal del mismo modo que, hace unos minutos, he desterrado a la muerte. ¡Únete a nosotros!
El guerrero clavó en ella sus pupilas, inclinó la cabeza y bajó los hombros.
«Yo no quiero combatir la perversidad —pensó—, sino regresar a mi casa. ¿Es pedir demasiado?».
Se llevó la mano a las sienes para aplacar sus palpitaciones, mas se detuvo con el brazo en alto, pues, bajo la tenue luminosidad de los primeros albores del día, columbró las improntas que dejaron en su carne los sangrantes dedos de su hermano.
—Apostaré un centinela en tu tienda —declaró secamente—. Intenta dormir un rato. Esquivo, el general echó a andar.
—Caramon —le invocó Crysania.
—¿Qué se te ofrece? —indagó el aludido, con toda la gentileza de que fue capaz.
—Te sentirás mejor dentro de poco; yo rezaré por ti. Buenas noches, amigo. Acuérdate de agradecer a Paladine la benevolencia que ha demostrado al infundir en el cuerpo de tu gemelo un nuevo hálito vital.
—Descuida, lo haré —musitó Caramon.
Estaba turbado, incómodo, su migraña se había acentuado. Sabedor de que no tardaría en aparecer la náusea en su estómago, en lugar de acompañar a la dama hasta su tienda, como tenía previsto, giró sobre sus talones y, raudo, corrió hacia la recia urdimbre que debía cobijarle.
Solo en la oscuridad, la náusea acudió puntual a su cita. Vomitó en un rincón hasta vaciar sus entrañas de alimentos, de sinsabores, y se desplomó sobre el lecho, rendido de fatiga.
Pero, antes de que la clemente penumbra lo acunara, resonaron en su cerebro las palabras de la sacerdotisa: «Agradece a Paladine…». La efigie de Raistlin flotó en la atmósfera de su refugio, y murió en su garganta la acción de gracias.
Tamborileando los dedos sobre el brazo del pétreo banco para visitantes que habían instalado en la sala contigua a las dependencias de Duncan, Kharas aguardaba ansioso una respuesta. No tardó en recibirla. La puerta se abrió y apareció el rey.
—Bienvenido, Kharas —le saludó—. Puedes entrar —le invitó, a la vez que tiraba de su brazo.
Con un molesto sonrojo, el consejero penetró en los aposentos privados de su monarca, quien, al percibir su turbación, le dedicó una afable sonrisa antes de conducirlo a su gabinete.
Construido en el seno de la montaña, lejos de la superficie, el hogar de Duncan era un complejo laberinto de estancias y túneles atestados de muebles de esa madera sólida, oscura, que tanto admiran los enanos. Aunque más espacioso que la mayoría de las viviendas de Thorbardin, en todos los otros aspectos aquel intrincado refugio era idéntico a los de sus súbditos. De no ser así, se habría criticado severamente el mal gusto del soberano, puesto que el hecho de gobernar no le autorizaba a tener ínfulas de grandeza. Nadie censuraba que le atendiese un nutrido grupo de criados, pero las leyes que regían a su tribu exigían que él mismo acudiese a la puerta y atendiera a sus huéspedes. Al ser viudo, el dignatario vivía en compañía de sus dos hijos, ambos solteros a causa de su corta edad (unos ochenta años).
El gabinete en que introdujo a Kharas era, sin lugar a dudas, su habitación preferida. Decoraban los muros varias hachas y escudos guerreros, además de una variopinta serie de espadas de hoja curva capturadas a los hobgoblins, un tridente de minotauro que había sido ganado en justa lid por un ancestro del adalid y, cómo no, martillos, cinceles y otras herramientas para trabajar la roca.
Duncan agasajó al héroe haciendo gala de auténtica hospitalidad. Cumplió con todos los requisitos: le ofreció la mejor butaca, sirvió la cerveza y azuzó el fuego siempre que fue preciso, pero sus atenciones no obstaron para que el consejero, que había estado múltiples veces en aquella sala, se sintiera de pronto tan incómodo como si hubiera irrumpido en la intimidad de un extraño. Quizá su desasosiego se debía a que Duncan, pese a dispensarle el trato cortés que solía presidir sus intercambios, lanzaba miradas furtivas, penetrantes, a su rasurada faz.
Al advertir aquel singular brillo en los ojos de su superior, menos habitual que su obsequiosidad, a Kharas le resultó imposible relajarse y se sentó en el borde de la silla, retirando de sus comisuras la espuma del brebaje más a menudo de lo que era imprescindible. Y así, aplicado el dorso de la mano a su boca, esperó que concluyesen las formalidades.
Los preámbulos, por fortuna, no se prolongaron demasiado. Tras agotar de un solo trago el contenido de la jarra, el rey depositó el recipiente en un velador que se erguía junto a su butaca y, acariciándose la barba mientras estudiaba al héroe en sombrío ademán, dijo:
—Kharas, me aseguraste que el mago había muerto.
—Sí, thane —respondió perplejo el aludido—. Le asesté un golpe letal, al que ningún hombre habría sobrevivido.
—Él lo hizo —fue el tajante comentario del monarca.
—¿Acaso insinúas, me acusas de…? —empezó a exaltarse el consejero.
—¡No, amigo mío! Nada más lejos de mi intención —se apresuró a apaciguarlo Duncan—. Estoy persuadido de que creíste firmemente haberlo ajusticiado, aunque más tarde los acontecimientos se revelasen diferentes. En efecto, nuestros exploradores informan haberle visto en el campamento. Estaba herido o, al menos, no podía cabalgar. El ejército prosigue su marcha hacia Zhaman, con el hechicero alojado en un carro.
—¡Eso es imposible! —protestó Kharas, purpúreos sus pómulos al sumarse el enfado a la congoja—. Su sangre bañó mis manos, arranqué la daga de lo más hondo de su vientre. ¡Por Reorx! —blasfemó—. En sus pupilas vidriosas había anidado la muerte; yo mismo lo comprobé.
—No lo dudo, hijo. —Compadecido por la vehemente angustia de su súbdito, el monarca estiró una mano para darle unas paternales palmadas en un brazo—. Nunca tuve noticia de que una criatura se sobrepusiera a una herida como la que describiste, salvo cuando los clérigos habitaban Krynn.
Al igual que todos los sacerdotes verdaderos, los de la raza enanil también se esfumaron poco antes del Cataclismo. Sin embargo, este pueblo se distinguía de los otros que poblaban el país en que nunca perdió la fe en su antiguo dios. Reorx, el Forjador del Mundo, permaneció presente en sus vidas pese a que sus siervos se sintieron defraudados por su evidente complicidad en el desencadenamiento de la hecatombe. Su disgusto les llevó a dejar de adorarle en público, mas su creencia estaba demasiado arraigada, el concepto de la divinidad se hallaba demasiado vinculado a sus costumbres, como para renegar de él a consecuencia de tan liviana infracción.
—¿Tienes idea de lo que ha podido ocurrir? —indagó el rey, fruncido el ceño.
—No, thane —admitió el héroe—. Pero me extraña que no hayamos recibido una contestación del general Caramon. ¿Habéis interrogado a los dos individuos que apresamos? Quizá sepan algo.
—¿Un kender y un gnomo? No digas sandeces —le espetó el dignatario—. ¿Qué pueden comunicarnos? No me interesa en lo más mínimo la sarta de embustes que puedan contarnos ni, si he de serte franco, me preocupan los tejemanejes del mago. La razón por la que te he hecho venir, Kharas, además de darte a conocer la recuperación de esa criatura, es insistir en que debes olvidar tus arengas en favor de la concordia y prepararte para la guerra.
—Algo se oculta bajo ese par de barbas —farfulló el consejero, parafraseando un viejo proverbio. Quedaba patente que no había escuchado la parrafada de su interlocutor—. En mi opinión, tendrías que…
—Adivino lo que piensas —lo interrumpió el thane—, que esos hombrecillos son apariciones invocadas por el nigromante. ¡No seas ridículo! ¿Qué hechicero que se precie se valdría de un kender, aunque se hallara en un terrible apuro? No, son criados o algo semejante. En la tienda reinaba el caos, tú mismo lo mencionaste.
—Hay algo que me intriga, y que también suscitaría tu curiosidad si hubieras visto la expresión del mago cuando se materializaron —replicó Kharas sin alzar la voz—. Su rostro en nada difería del de un viajero que, al atravesar una planicie yerma, descubre de pronto a sus pies un cofre repleto de oro y de joyas. Autorízame a llevarlos a presencia del consejo, thane. Habla con ellos, es lo único que te pido.
Duncan suspiró y miró al héroe con impaciencia.
—De acuerdo —accedió a regañadientes—; supongo que no me perjudicará. Pero voy a ponerte una condición —agregó, y dirigió a su súbdito una mirada imperiosa, ineludible—. En el caso de que resulten infructuosas nuestras pesquisas, rechazarás tus absurdas nociones y te concentrarás en las tácticas bélicas. Será una lucha cruenta, hijo —preconizó, suavizado su tono al detectar la pesadumbre que surcaba las acciones de su subordinado—. Te necesitamos.
—Sí, thane —contestó el otro, sumiso—. Acepto el compromiso.
El monarca llamó a su guardia personal y, de manera abrupta, salió de su morada seguido por Kharas. El héroe caminaba despacio, absorto en sus meditaciones.
Después de atravesar el vasto reino subterráneo, doblando callejas y avenidas, cruzaron en un bote el Mar de Urkhan y llegaron al fin a los calabozos. En el primer nivel se hallaban confinados los delincuentes menores, aquellos que habían incurrido en transgresiones, como no pagar sus deudas, mostrarse irrespetuosos con padres o cabecillas, hurtar objetos sin importancia o emborracharse y organizar pendencias. Y también en este plano se encontraban el kender y el gnomo. Al menos, allí les dejaron la noche anterior.
—El problema radica en que carecemos de un mapa —se lamentó Tasslehoff, mientras el celador le hostigaba a andar.
—Si no recuerdo mal, dijiste que ya habías estado antes en estos parajes —refunfuñó Gnimsh.
—Antes no, después —le corrigió el kender—. O quizá la expresión adecuada sería «más tarde». Voy a sacarte de tu error, y espero que lo comprendas. Visitaré este reino escondido dentro de doscientos años, si no me equivoco en mis cálculos, aunque para mí el futuro es pasado. Lo cierto es que se trata de una historia fascinante. Vine con unos amigos. Fue después de que se casaran Goldmoon y Riverwind y antes de emprender viaje a Tarsis. ¿O habíamos pasado ya por esa ciudad? No, no puede ser, porque fue en Tarsis donde me cayó encima aquel edificio…
—Eso que tu calificas de «historia fascinante», y que es un tremendo galimatías, me resulta más que familiar. Conozcoeseepisodiodememoria.
—¿Cómo? —preguntó Tas confundido.
—Co… noz… co ese epi… so… dio de me… mo… ria —repitió el gnomo, espaciando ahora las sílabas hasta asumir la lentitud de un caracol.
Tan exasperado estaba Gnimsh, que pronunció de nuevo la frase, ahora en un sonoro grito. Su tono chillón se dispersó en mil ecos por las cámaras de roca y más de un enano se volvió para recriminarle su conducta.
—¡Oh! —se entristeció Tas—. Pero el rey lo ignora, y estoy seguro de que despertará su interés —apuntó, recobrada la jovialidad.
—Convinimos en que no le contarías a nadie que procedes del futuro —le amonestó el gnomo, envuelto en el aleteo de su largo mandil—. Decidimos actuar como si perteneciéramos a este tiempo.
—Eso fue cuando todo parecía funcionar según lo previsto —repuso Tasslehoff—. Admito que en un principio nuestros planes se desarrollaron con éxito. Activaste el artilugio, escapamos del Abismo…
—Nos dejaron escapar —puntualizó su compañero.
—Ése es un detalle insignificante —se rebeló el kender, irritado—. Salimos de allí, que es lo que cuenta. Gracias al ingenio arcano, dimos con Caramon, tal como tú habías vaticinado —apostilló para complacer a Gnimsh, quien sonrió orgulloso—; el mecanismo había sido cali… cala…
—Calibrado —le ayudó el gnomo.
—Exacto, calibrado de tal forma que apareciéramos donde estaba el guerrero. Pero, por alguna razón inexplicable, nuestra suerte sufrió un vuelco —constató, y al evocar su desgracia comenzó a mordisquear un mechón de pelo que se había desprendido del copete—. Raistlin ha sido apuñalado, quizás hasta la muerte, y esos soldados nos llevan prisioneros sin darme oportunidad de indicarles que cometen una grave injusticia.
En este punto, enmudeció y continuó avanzando en actitud meditabunda. Arrastraba los pies, tan abstraído que ni siquiera se molestó en observar su entorno. Transcurridos unos minutos, alzó la cabeza y expuso a su nuevo amigo el resultado de sus elucubraciones.
—Lo he pensado meticulosamente, Gnimsh. Sé que es un acto desesperado, al que nunca recurriría por voluntad propia, pero la situación se nos ha ido de las manos y no me queda otra alternativa. Debemos decir la verdad —terminó, con un solemne suspiro.
La drástica resolución del kender no pudo por menos que alarmar al otro hombrecillo, hasta tal punto que se pisó el repulgo del delantal y cayó de bruces al suelo. Los centinelas, que no hablaban la lengua común, levantaron al gnomo y lo transportaron en volandas durante el resto del recorrido. No tardaron en detenerse frente a una descomunal puerta de madera donde otros soldados, que espiaron a los dos cautivos con mal disimulado desdén, tomaron el relevo de los guardianes.
Al desajustarse la doble hoja y exhibirse ante los ojos de Tas una vasta habitación, ocupada por varios enanos, el kender exclamó:
—¡Reconozco esta estancia!
—Será una gran ayuda —masculló Gnimsh.
—Es la sala de audiencias —ratificó Tasslehoff al examinarla—. La última vez que entramos aquí, Tanis se mareó. Pertenece a la raza elfa o, para ser más exacto, es una mezcla de elfo y humano, pero en cualquier caso estos recintos cerrados le producen claustrofobia. ¡Ojalá estuviera ahora a mi lado! —añadió, exhalando un nuevo suspiro—. A él se le ocurriría una solución. Necesito el consejo de una criatura prudente como él.
Los soldados les empujaron al interior de la inmensa cámara y, al hacerlo, pusieron fin a sus disquisiciones.
—Por lo menos —susurró el kender al oído de su compañero de infortunio—, no estamos solos. Nos tenemos el uno al otro.
—Tasslehoff Burrfoot —se presentó el kender, haciendo una reverencia al rey de los enanos y repitiendo su saludo frente a cada uno de los thanes que había sentados en la sala, en butacas de piedra más bajas y un poco retiradas respecto al trono de su adalid—. Mi amigo se llama…
—Gnimshmari… —intentó intervenir el gnomo, que también se había acercado a la asamblea.
—¡Gnimsh! —vociferó Tas, antes de que se lanzara a recitar su nombre completo—. Deja que hable yo —le reprendió, al mismo tiempo que le pellizcaba en el costado a fin de conminarlo al silencio.
Taciturno, dolido por semejante afrenta, el interpelado obedeció. Tas, del todo ajeno a los sentimientos que había provocado en su compañero, escrutó la estancia con su proverbial entusiasmo.
—Veo que en los próximos doscientos años no se harán reformas en esta cámara. No habéis planeado cambiar nada, ¿me equivoco? Su aspecto será idéntico salvo por esa grieta que…, no, aquella otra. Si no me engaña la memoria, dentro de dos siglos se habrá ensanchado de manera ostensible. Os recomiendo que la rellenéis antes de que…
—¿De dónde vienes, kender? —le interrumpió Duncan con un resoplido.
—De Solace —repuso el hombrecillo, que tuvo que recordarse a sí mismo su determinación de no falsear los hechos—. No os preocupéis si no habéis oído hablar de mi patria, ya que todavía no existe. En Istar también ignoraban que ha de construirse esa ciudad, pero a nadie le importaba. Ninguno de sus habitantes sentía el menor interés por otra urbe salvo la suya. Me refiero a Istar, no a Solace —clarificó, conciente de que sus palabras podían resultar desconcertantes—. El lugar donde resido habitualmente, es decir, Solace, está situado al norte de Haven, que tampoco figura en los mapas, porque aún no ha sido edificada, aunque, espero que lo comprendáis, se erigirá antes que Solace.
El soberano inclinó el cuerpo hacia el insólito narrador, clavó en él una fuminante mirada que más se adivinaba que apreciaba bajo sus hirsutas cejas y denunció:
—¡Mientes!
—¡No! —se indignó el kender—. Nos catapultamos al pasado utilizando un ingenio mágico que me prestó un…, un conocido. Al principio funcionó sin contratiempos, pero cuando me disponía a regresar a mi época, se rompió. Fue un accidente; yo no tuve la culpa de que fallara. Sea como fuere, sobreviví al Cataclismo y acabé en el Abismo. Un paraje ingrato, puedo asegurarlo, aunque allí conocí a Gnimsh y él lo arregló. El artilugio, claro, no el Abismo. Es un excelente amigo —continuó en tono confidencial, palmoteando el hombro de su vecino—. A pesar de ser un gnomo, todo cuanto inventa funciona.
—Así que habéis surgido del Abismo —recapituló el rey de los enanos—. ¡Confesión de parte no admite duda! Sois apariciones del Reino de las Tinieblas. Os invocó el mago de Túnica Negra y acudisteis, prestos, a socorrerle.
Tan asombrosa acusación dejó a Tas sin habla.
—P… pero… —balbuceó, perdida por un momento la coherencia. Tuvo que hacer una pausa a fin de hilvanar sus pensamientos y devolver el timbre a su voz—. ¡Nunca me habían insultado con tanta impunidad! Excepto, quizá, cuando en Istar un guardián me tildó de ratero. No imagino a Raistlin convocando a espectros del más allá, ya que no era ése su estilo, mas de haberlo hecho os garantizo que no nos habría elegido a nosotros. Y eso me trae a colación… ¿Por qué le mataste de un modo tan brutal? —imprecó a Kharas, desbordante de furia—. Estoy de acuerdo en que no era una persona bondadosa, e incluso admito que casi me destruyó al hacer que se desarbolara el mecanismo arcano y abandonarme a mi suerte poco antes de que los dioses arrojaran la montaña ígnea, mas su desconsiderado acto no significa que no fuera una de las criaturas más sabias que nunca pisaron Krynn.
—No te hagas el desentendido, fantasma; sabes de sobra que tu mago no ha muerto —le espetó Duncan.
—¡No soy un fantas…! ¿Dices que no ha muerto? —rectificó, al tomar cuerpo en su mente la revelación que el monarca acababa de hacerle—. ¿De verdad? —insistió, iluminadas sus facciones—. ¿No sucumbió a tu puñalada, a la ingente pérdida de sangre? El artífice de tal prodigio no pudo ser otra que Crysania —aseveró, después de recapacitar unos segundos.
—¿La bruja? —indagó Kharas, hablando casi para sus adentros, mientras los thanes murmuraban entre ellos.
—Aunque en ocasiones se comporte de un modo frío, impersonal —se rebeló Tas—, no te autorizo a usar tan horrendo apelativo en mi presencia. No tienes derecho a menospreciarla, después de todo es una Hija Venerable de Paladine.
—¿Insinúas que esa mujer es una sacerdotisa? —se mofaron los cabecillas enaniles, incapaces de creer tan descalabrado argumento.
—Ahora ya conoces la respuesta —comentó el adalid a su consejero, desviada la vista de aquel hombrecillo que no cesaba de urdir patrañas—. Brujería.
—Cierto, thane —se resignó Kharas—. Pero…
—¿Por qué no me dejáis libre? —interrumpió el kender—. Desde que me apresasteis no he hecho otra cosa que intentar convenceros de vuestra equivocación. ¡Debo conferenciar con Caramon sin demora!
Esta última frase provocó una reacción inmediata en la asamblea. Los representantes de los clanes, que todavía cuchicheaban entre ellos, enmudecieron.
—¿Es que conoces al general Caramon? —inquirió Kharas.
—¿General? —Tas no salía de su pasmo—. ¡Caramba! Tanis estará encantado cuando se entere y Tika estallará en carcajadas. ¡Su esposo general! Por supuesto que conozco a Ca…, al general Caramon —repitió de nuevo para seguir la corriente, a la vez que el arrugado ceño de Duncan le impulsaba a reanudar su relato—. Es mi mejor amigo. Gnimsh y yo hemos venido en su busca con el único propósito de activar el ingenio y llevarlo a casa. Estoy persuadido de que él se encuentra a disgusto, así que el gnomo ha recompuesto el mecanismo de forma que pueda trasladar a más de una persona.
—¿Qué hogar es ése?, ¿el Abismo? —bramó el rey de los enanos—. ¡Aún resultará que el nigromante lo invocó también a él!
—¡No! —gritó Tasslehoff en el límite de su paciencia—. Me refiero a Solace, naturalmente. Si lo desea, Raistlin podrá acompañarnos en el viaje. No comprendo qué hace aquí. La última ocasión en que visitamos Thorbardin, y que será dentro de doscientos años, pasó todo el tiempo tosiendo y quejándose de la humedad. Flint afirmó… Flint Fireforge, un viejo colega —aclaró.
—¡Fireforge! —Duncan saltó de su trono y sometió al prisionero a un escrutinio que nada bueno presagiaba—. ¡Y le llamas «colega»!
—No veo la necesidad de alterarse —le regañó el kender, aunque sospechaba que el asunto iba de mal en peor—. Flint tenía sus defectos, sobre todo aquella manía de protestar por cualquier nimiedad o acusarme de robar objetos, como el famoso brazalete, cuando mi única intención era restituirlos a su dueño, pero no hay motivo para encolerizarse.
—Fireforge —persistió el monarca— es el adalid de nuestros enemigos. ¡Y no finjas ignorancia; de nada te servirá!
—¡No finjo! —porfió Tas con creciente disgusto—. ¿Cómo iba a saberlo, si no he tenido oportunidad de averiguar lo que está ocurriendo? En cualquier caso, debe tratarse de otro Fireforge —determinó tras una breve meditación—. Faltan unos cincuenta años para que nazca Flint; quizá tu adversario sea su padre. Raistlin opina…
—¡Otra vez ese nombre! —rugió el rey de los enanos—. ¿Quién es Raistlin?
—No me prestas atención —se lamentó el kender, y clavó en el demandante una mirada llena de reproche—. Raistlin es el mago, el hechicero contra cuya vida atentasteis. El que había de morir pero no murió porque le curó la sacerdotisa.
—Ese ser maléfico no se llama Raistlin, sino Fistandantilus. —Duncan volvió a acomodarse en su asiento mientras interponía esta rectificación y permaneció callado largos minutos, en los que espió tenazmente al cautivo a través de su enmarañado ceño—. Resumamos —declaró al fin—: lo que pretendes hacer es transportar a ese nigromante, que ha sido sanado por una sacerdotisa en una época en que todos los clérigos han desaparecido del mundo, y a un general que, según tú, es tu mejor amigo, a un lugar que no existe, para reuniros con mi más enconado rival, que aún no ha nacido, utilizando el artilugio infalible —recalcó este adjetivo— de un gnomo.
—¡Exacto! —exclamó Tas en actitud de triunfo—. Salvo en un pequeño detalle, que renuncio a explicar porque no afecta a tus conclusiones —añadió al evocar la imagen del fallecido Flint—. Convendrás conmigo en que se aprende mucho escuchando.
—¡Guardias, lleváoslos! —ordenó el mandatario a los soldados que custodiaban a los dos hombrecillos. Giró entonces la faz hacia Kharas y le dijo—: Empeñaste tu palabra. Preséntate en la sala del consejo dentro de media hora para ultimar los preparativos de la guerra.
—Pero, thane, si es cierto que conoce al general Caramon…
—¡No hay peros que valgan! —dijo el monarca indignado—. El conflicto es inevitable, y tu noble chachara contraría al sacrificio de nuestros congéneres no impedirá que estalle. O sales al campo de batalla o escondes ese rostro rasurado que a todos nos avergüenza en las mazmorras, junto a los traidores de nuestro pueblo. Elige, o la lealtad o los dewar.
—Es a ti a quien sirvo, thane —contestó el consejero, contraídos sus rasgos—. Con mi vida si es preciso.
—Recuérdalo en todo momento —le exhortó Duncan—. Y, para evitar que tus delirios te induzcan a ejecutar planes contrarios a mi voluntad, quedarás confinado en tus aposentos salvo cuando celebremos reuniones en la cámara. Además, los prisioneros —señaló a Tas y Gnimsh— serán encerrados en un rincón seguro, de manera que su paradero se mantenga en secreto hasta que concluya la guerra. Cualquiera que contravenga mi mandato será condenado a muerte.
Los thanes intercambiaron miradas aprobatorias, aunque uno de ellos masculló que era ya demasiado tarde. Se levantó acto seguido la sesión y los centinelas agarraron por el pescuezo a los interrogados para retirarlos de la estancia.
—He dicho la verdad —proclamó Tas, forcejeando en la zarpa de sus aprehensores—. Me figuro que toda esta historia os habrá parecido algo inverosímil, pero es sólo porque no estoy acostumbrado a tanta sinceridad. Concédeme tiempo y adquiriré soltura.
Tasslehoff nunca habría imaginado que fuera posible descender tanto bajo la superficie de la tierra. Recordó que en una ocasión Flint le había explicado que Reorx vivía en simas profundas, desde donde fraguaba el mundo con su hacha y un misterioso mazo.
—Debe de ser una criatura amena y alegre ese dios de los enanos —masculló, temblando hasta que le rechinaron los dientes mientras los guardianes los conducían por lóbregos vericuetos—. Si se ha aposentado en estos parajes, al menos podría haberlos caldeado un poco.
—Confíaenlasabiduríaenanil —le susurró Gnimsh.
—¿Cómo?
El kender tenía la sensación de haber pasado el último tercio de su vida iniciando cada parlamento que sostenía con el gnomo por la fórmula «¿cómo?».
—He dicho que confíes en la sabiduría enanil —repitió éste con un grito estentóreo—. En lugar de construir sus casas en los volcanes activos, los cuales, aunque altamente inestables, constituyen una estupenda fuente de calor, lo hacen en las montañas muertas. A veces me cuesta creer que seamos primos —apostilló, y meneó la cabeza en ademán negativo.
Tas no contestó, enfrascada su mente en otras cuestiones más apremiantes. «¿Cómo saldremos de ésta? ¿Adónde iremos si conseguimos escapar? ¿A qué hora van a servirnos la cena?», se preguntó si bien, dado que no parecía haber respuesta a tan intrigante incertidumbre —incluida la del alimento—, el hombrecillo se encerró en un abatido silencio.
Por fortuna, durante el trayecto se produjo un episodio emocionante, que tonificó al kender. En un punto del recorrido tuvieron que ser arriados a lo largo de un rocoso túnel vertical, que había sido horadado aprovechando una brecha de la roca. Para descolgarlos utilizaron una canasta denominada «ascensor», palabra de origen gnomo según Gnimsh, y Tas comentó que aquel término resultaba un tanto inapropiado cuando lo que hacían era bajar, no «ascender».
La pequeña aventura del ascensor tuvo el don de despertar el interés de Tasslehoff, quien decidió que, como de momento no había de hallar solución a sus múltiples problemas, era mejor no perder el tiempo en devanarse los sesos y estudiar su entorno. Así pues, disfrutó del viaje en el artilugio a pesar de que, en algunos lugares particularmente escabrosos, la desvencijada cesta —manipulada por musculosos enanos, que tiraban de los largos cabos de cuerda mediante ingeniosas poleas— rebotó en los aserrados cantos de piedra, zarandeando a sus ocupantes e infligiéndoles cortes y magulladuras en todo el cuerpo.
Tales incidentes fueron en realidad un acicate dentro de la monotonía del periplo, más aún porque los guardianes que escoltaban a los dos cautivos mostraban el puño cerrado e imprecaban en lengua enanil a los encargados de la cuerda siempre que se estrellaban.
En cuanto al gnomo, la experiencia le excitó hasta lo impensable. Tras arrancar un carboncillo de las paredes de la montaña y pedir prestado a Tas uno de sus pañuelos, se acurrucó en el suelo del aparato y comenzó a diseñar los planos de un nuevo ascensor, perfeccionado de acuerdo con sus conocimientos técnicos.
—El sistema de poleas ha de ser propulsado por vapor y activarse mediante cables —reflexionó, pletórico de entusiasmo, a la vez que esbozaba lo que al kender se le antojó una gigantesca trampa sobre ruedas para langostas—. Arriba y abajo, inclinación hacia la parte trasera, capacidad treinta y dos. ¿Se atora? Alarma. Campanillas, silbatos o cuernos de caza.
Cuando llegaron al fin al plano inferior, Tasslehoff resolvió observar con extrema atención por dónde andaban a fin de encontrar la salida en el caso de que consiguieran fugarse. Pero Gnimsh le impedía concentrarse, obstinado en enseñarle el boceto e instruirle sobre los pormenores.
—Es fantástico, amigo —contestaba, distraído, a la inagotable verborrea de su acompañante, con el corazón más deprimido que la oquedad donde se hallaban—. ¿Una música suave, interpretada por un flautista en un rincón resonante? Una idea espléndida, digna de ti.
Espiando los subterráneos mientras los guardianes les azuzaban, el kender suspiró. Aquel laberinto no sólo era tan tedioso como el Abismo, sino que además olía mucho peor. Una hilera de hediondas celdas surcaba los muros, iluminadas por humeantes antorchas y abarrotadas de enanos hasta el límite de su capacidad. El aire viciado, los efluvios de los prisioneros, asfixiaban al desalentado hombrecillo.
Estudió los habitáculos, con creciente pasmo, en su peregrinar por el pasadizo que separaba los calabozos. Aquellos cautivos no tenían aspecto de criminales, eran familias enteras de criaturas que, arropadas en mugrientas mantas, se apiñaban en deterioradas banquetas o se asomaban a los barrotes.
—¿Qué es esto? —inquirió a uno de los centinelas, vapuleando su manga. Había aprendido algunas frases en lengua enanil en el curso de sus transacciones con Flint, que le permitían comunicarse con sus aprehensores—. ¿Por qué están encerrados aquí todos esos desdichados?
Esperaba haberse expresado con corrección, ya que existía la posibilidad de que hubiera preguntado sin proponérselo por el paradero de la taberna más próxima. Mas el soldado le sacó de dudas al anunciar escuetamente, furibundos sus ojos:
—Dewar.
—¿Dewar? —inquirió Tas.
El guardián, poco deseoso de establecer diálogo, dio un agresivo empellón al kender para que siguiera caminando. El hombrecillo tropezó y, una vez equilibrado, echó a andar, aunque sin cesar de escrutar el subterráneo y preguntarse qué sucedía. Mientras tanto, Gnimsh, asaltado por un nuevo arranque de inspiración, disertaba sobre la «hidráulica» de su invento.
Tasslehoff se sumió en sus cábalas, pues acababa de recordar que en alguna ocasión había oído el apelativo «dewar» y no acertaba a precisar cuándo. De pronto, halló la respuesta.
—¡Son los enanos oscuros! —exclamó, alborozado—. ¡Claro! ¡ahora sé de qué conozco ese nombre! Lucharon junto a los Señores de los Dragones, mas no vivían aquí la última vez, o supongo que he de decir la próxima, que visitamos el reino de las montañas. ¿O sería más correcto hablar en futuro? Me parece que me estoy haciendo un lío. Sea como fuere —desistió de conjugar apropiadamente los tiempos verbales—, esas criaturas no deberían alojarse en calabozos. ¿Qué crimen han cometido? —indagó de nuevo a su custodio—. Ha de ser algo terrible, puesto que les tenéis confinados en un lugar tan inmundo.
—¡Traidores! —le espetó el interrogado.
Llegaron a una celda situada en el otro extremo del pasadizo. El centinela desprendió un manojo de llaves de su cinto, insertó una en el cerrojo y abrió la puerta.
Tasslehoff espió el interior y distinguió a una treintena de dewar hacinados en todo su perímetro. Unos yacían aletargados en el suelo, otros dormían apoyados en la pared y un tercer grupo, acuclillados en corro junto a una oscura esquina, hablaban en voz baja cuando irrumpieron los recién llegados. Enmudecieron al verles, lo que hizo pensar al kender que estaban conspirando. No había mujeres ni niños en la cámara, tan sólo una asamblea de varones que miraron al trío con ojos rebosantes de rencor, de odio.
Tas asió el brazo de Gnimsh en el instante en que éste, aún obsesionado por cómo evitar que los ocupantes del ascensor quedaran atascados en el trayecto, se disponía a entrar en la mazmorra llevado de la inercia.
—Bien, bien —se encaró Tasslehoff con el soldado sin soltar al gnomo, al que había arrastrado hasta detrás de su espalda—. Ha sido un periplo muy instructivo, te lo aseguro. Pero ahora he de rogarte que nos devuelvas a nuestro calabozo que era, sin lugar a dudas, más aireado y espacioso que este cuchitril. Si lo haces te prometo que mi compañero y yo nos abstendremos de realizar excursiones no autorizadas por tu ciudad, aunque se trata de un lugar de lo más interesante y a ambos nos gustaría explorarlo.
El enano, por toda respuesta, arrojó al kender al centro de la estancia, con tal violencia que éste cayó despatarrado.
—Haz el favor de decidirte —reconvino el gnomo a su amigo, a la vez que salía catapultado detrás de él—. ¿Nos vamos o nos quedamos?
—Creo que no tenemos elección —susurró Tas, descorazonado.
Tomó asiento y estudió a los dewar, que observaban en silencio a los dos nuevos prisioneros. Los ecos de las pisadas de los guardianes en retroceso resonaron en el corredor, acompañados por las obscenidades y amenazas que les dedicaban desde las celdas circundantes.
—Hola —saludó el hombrecillo a los mugrientos enanos cuando se hubieron disipado los retumbos. Su tono era cordial, pero no les tendió la mano—. Me llamo Tasslehoff Burrfoot y éste es Gnimsh, un colega. Ya que por lo visto hemos de convivir en este agujero, será mejor que os presentéis y hagamos lo posible para que reine la concordia.
Pronunciadas estas palabras, Tas se incorporó y ojeó, desconfiado, a un individuo que también se había puesto de pie y avanzaba hacia ellos.
Se trataba de un enano de considerable estatura, cuyo rostro era apenas visible bajo el tupido velo de su barba y melena. Esbozó una aviesa sonrisa y una hoja de cuchillo refulgió en su mano, un arma surgida de la nada que blandió con aire bravucón mientras se encaminaba hacia el espantado hombrecillo. Tas, al sentirse acorralado, reculó hasta que el ángulo de los muros obstaculizó sus movimientos.
—¿Quiénes son estas personas? —vociferó Gnimsh, que le había seguido inmerso en sus cálculos y al fin se percataba del sombrío cubil donde habían ido a parar.
Sin darle opción a contestar, el dewar agarró al infortunado Tas por la cerviz y aplicó el cuchillo a su garganta.
«Ahora sí que mi muerte es inminente —recapacitó el agredido—. Flint debe de estar carcajeándose».
La afilada hoja surcó el aire en dirección a su presa, pero, con gran asombro por parte del kender, tan sólo rozó su piel. No era su sangre lo que quería el atacante, sino sus saquillos. Con mano experta, el fornido enano sesgó las correas que los sujetaban a su hombro y las sagradas pertenencias del hombrecillo se desplomaron en su derredor.
Todos los dewar se arrojaron en tropel sobre las bolsas, provocando un caos en el angosto recinto. El enano del cuchillo se apoderó de tantos objetos como pudo, sin reparar en medios o, expresado con más exactitud, repartiendo puntapiés y tajos entre quienes osaban arrebatarle alguno. A los pocos segundos, no quedaba ni un solo tesoro en el suelo.
Satisfecho de su hazaña, el ladrón se sentó y guardó ávidamente las bagatelas recogidas en los saquillos, que también obraban en su poder. Se había adueñado de un auténtico botín y no estaba en su ánimo compartirlo, si bien nada hizo para conseguir las escasas piezas que los otros obtuvieron en el forcejeo. Tras una breve inspección, regresó a su parcela, donde sus secuaces extendieron sobre la roca el fruto de su rapiña.
Tasslehoff se acomodó en un frío rincón. Aunque emitió un suspiro de alivio, no pudo por menos que preocuparse al presentir que, cuando se hubiera agotado el atractivo contenido de las bolsas, aquellas criaturas concebirían la brillante idea de registrarles a ellos.
—Y será mucho más fácil manejarnos si antes nos convierten en cadáveres —masculló.
No obstante, un súbito pensamiento cruzó su mente.
—Gnimsh —le invocó con acento apremiante—. ¿Dónde está el ingenio mágico?
El gnomo tanteó uno de los bolsillos de su mandil: estaba vacío. Hurgó acto seguido en otro, palpó algo duro, se apresuró a sacarlo a la escasa luz y, comprobando que no eran sino una doble escuadra y un carboncillo, volvió a meterlos en su lugar. Analizaba Tas la posibilidad de estrangularle cuando el hombrecillo, iluminada su faz por una sonrisa de triunfo, introdujo la mano en su bota y le mostró el artilugio.
Durante su último período de confinamiento, Gnimsh había logrado encajar y doblar los componentes móviles del artefacto de tal manera que, ahora, había reasumido la forma de un colgante común, insignificante, en lugar de exhibirse como el intrincado y bello cetro en que se metamorfoseaba al extenderlo.
—¡Mantenlo oculto! —le advirtió el kender. Examinó a los dewar y constató que estaban muy atareados distribuyendo sus posesiones, así que procedió a exponer su plan—: Este artefacto nos liberó del abismo, Gnimsh, y nos llevó junto a Caramon porque, según me contaste, sólo podía cabi… calibrarse de tal suerte que nos condujera a presencia de la persona a quien se lo había entregado Par-Salian. Sin embargo, dada nuestra actual situación lo que quiero no es viajar en el tiempo, sino dar un pequeño salto. Si mi amigo el guerrero se ha erigido en general de este famoso ejército, no puede estar lejos. ¿Crees que el ingenio nos conduciría de nuevo a su lado a través del espacio?
—¡Una excelente sugerencia! —le aplaudió el gnomo—. Pero has de concederme unos minutos para reajustarlo.
Demasiado tarde. El kender notó que alguien le tocaba en el hombro y, sin acertar a contener un respingo, giró la cabeza con los rasgos endurecidos en una expresión que esperaba se le antojase a su adversario la de un asesino implacable. Al parecer, adoptó el rictus correcto, pues el dewar que le había abordado retrocedió lleno de pánico y levantó los brazos a fin de protegerse.
Tras comprobar que se enfrentaba a un enano joven y de apariencia desvalida, poseedor además de una rara cordura que le distinguía de otros miembros de su raza, Tasslehoff se relajó. El desconocido, por su parte, comprendió que el kender no iba a devorarlo y bajó la guardia.
—¿Qué es lo que deseas? —le interrogó Tas en lengua enanil.
—Ven conmigo —le instó el otro.
Reforzó sus palabras con un gesto por el que le invitaba a seguirle, pero, al ver que el kender fruncía el entrecejo, señaló un punto recóndito de la celda y avanzó unos pasos en aquella dirección.
—Quédate aquí, Gnimsh —dijo el hombrecillo a su compañero, levantándose con mucha cautela.
El gnomo ni siquiera le oyó, concentrado como estaba en manipular y cambiar las posiciones de los diversos mecanismos que configuraban el artilugio arcano. Sabedor de que no había de abandonar su tarea, Tas desistió y caminó en pos del dewar. «Quizás este individuo ha descubierto una vía de escape —caviló—. A lo mejor ha cavado un túnel».
Cuando el kender lo hubo alcanzado en el centro de la cámara, el enigmático personaje se detuvo y extendió el índice hacia una losa donde se recortaba un curioso fardo.
—¿Puedes ayudarme? —le suplicó esperanzado.
No divisó Tas ningún pasadizo secreto, sino a un dewar acostado sobre una manta. El yaciente tenía el semblante bañado en sudor, el cabello empapado y su cuerpo temblaba en convulsiones espasmódicas. Frente a tal espectáculo, el hombrecillo se agitó en un irrefrenable escalofrío. Después de observar el resto de la estancia, clavó de nuevo los ojos en el joven y meneó la cabeza para significarle su impotencia.
—No —susurró, compungido—; lo lamento, pero no puedo socorrerlo.
El enano pareció hacerse cargo, ya que se limitó a arrodillarse junto al enfermo y se abandonó a un patético desconsuelo sin persistir en su ruego.
Tasslehoff regresó al rincón donde Gnimsh trabajaba anonadado, estupefacto. Desmoronándose sobre la gélida piedra, prestó atención a lo que antes, incomprensiblemente, le había pasado inadvertido: a los gritos de dolor, el incoherente deambular, las demandas de agua y, aquí y allí, el malhadado silencio de quienes permanecían quietos, rígidos.
—Gnimsh —anunció—, estos prisioneros han contraído una horrible enfermedad. He presenciado los síntomas en días aún por venir, y puedo dictaminar que tienen la peste.
Al gnomo se le desorbitaron los ojos, tan perplejo que casi dejó caer el ingenio.
—¡Hemos de salir en seguida de esta cueva! —continuó el kender—. En mi opinión, sólo hay dos alternativas: o nos traspasan con una daga, lo que, aunque interesante, presenta ciertos inconvenientes, o sucumbimos a una muerte lenta y tediosa a consecuencia de la plaga.
—No te apures; estoy persuadido de que funcionará —le reconfortó el aludido sin cesar de dar vueltas al falso colgante—. El único problema es que podría devolvernos al Abismo.
—Hay destinos peores —se conformó Tas—. Resulta un poco difícil adaptarse, y temo que sus moradores no nos recibirán con aclamaciones de júbilo, pero merece la pena intentarlo.
—De acuerdo. Engarzaré esta última joya…
—¡No oses tocarla!
Tan vehemente prohibición hizo que ambos hombrecillos se incorporasen como movidos por un resorte. La había pronunciado una voz familiar, y su tono imperioso, inapelable, paralizó al gnomo con el artilugio aferrado en su mano.
—¡Raistlin! —exclamó Tasslehoff, que era quien había reconocido el timbre de voz—. Estamos aquí —apuntó para facilitar al hechicero su localización.
—Sé dónde estáis —respondió el mago, a la vez que se materializaba en la penumbra y se plantaba frente a ellos.
Su imprevista aparición arrancó a los dewar alaridos de pánico, de sorpresa. Se armó en la cámara una barahúnda ensordecedora, una confusión a la que sólo quedó incólume el individuo del cuchillo, quien, alzándose en su rincón, arremetió contra el supuesto fantasma.
—¡Raistlin, cuidado! —lo previno el kender.
El nigromante dio media vuelta. No habló, ni enarboló su temible brazo; únicamente clavó sus pupilas en el elfo oscuro y éste, cenicienta la faz, se retiró y buscó refugio en las sombras. Antes de dirigirse de nuevo a Tas, Raistlin miró de hito en hito a los reos. Todos enmudecieron, incluso se disiparon las quejas de los que deliraban.
Cumplido su propósito, el archimago se volvió hacia el que fuera compañero de aventuras.
—Estoy encantado de verte —se regocijó Tasslehoff, superada la primera vacilación frente al portento que acababa de realizar—. Tienes un aspecto excelente, nadie diría que atentaron contra tu vida de una forma tan brutal. Todavía recuerdo la sangre, aquella herida en tu vientre… Pero no es momento de evocar sucesos tristes —rectificó, por miedo a disgustarle—. ¿Has venido a rescatarnos? ¡Es maravilloso!
—¡Basta de parloteos! —le atajó el hechicero y, estirando la mano, lo atrajo hacia él de un brusco tirón—. Y, ahora, cuéntame tus peripecias.
—N… no vas a creerme —balbuceó el kender, y la expresión del mago nada hizo para serenarle—. Nadie nos ha hecho el menor caso, y sin embargo es la pura verdad.
—Relátame los hechos, yo juzgaré si debo o no creerte —le ordenó Raistlin, al mismo tiempo que estrujaba de un ágil sesgo el cuello de su camisa.
—Te complaceré —contestó el hombrecillo, medio asfixiado—. Aunque no olvides dejarme respirar entre las parrafadas, de lo contrario no podré terminar, después de que me dieras el ingenio en Istar traté de impedir que sobreviniera el Cataclismo. Este dichoso artefacto se rompió, ya que, por algún extraño azar, y conste que no pretendo hacerte reproches, te equivocaste al impartir tus instrucciones.
—Fue un acto deliberado, no un error —le corrigió el mago—. Adelante, soy todo oídos.
—Me gustaría, pero me falta el resuello y es difícil articular las frases en estas condiciones.
El mago aflojó un poco la garra, lo justo para que pudiera proseguir.
—Gracias —susurró el kender—. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Corrí tras las huellas de Crysania a través de los sótanos del Templo, descendí a las entrañas de la tierra mientras el edificio se derrumbaba y, en mi persecución, percibí que la sacerdotisa entraba en una estancia. Me figuré que se había encontrado contigo, porque repitió varias veces tu nombre, y me alegré de que hubiera dado con tu paradero. «¡Seguramente recompondrá el ingenio arcano!», pensé, y entonces yo…
—Ahórrame los detalles —lo interrumpió su interlocutor.
—Bien —claudicó Tas y, en su afán de obedecerle, se precipitó tanto que su narración se hizo casi ininteligible—. Resonó un estruendo detrás de mí y era Caramon, quien no se percató de mi presencia. De repente todo se ensombreció y, cuando desperté, os habíais ido, si bien abrí los ojos a tiempo para ver cómo los dioses lanzaban la montaña de fuego. —Se detuvo a fin de cobrar aliento—. ¡Fue algo único! ¿Quieres que te lo describa? ¿No? No importa, quizás en otra ocasión.
»Debí quedarme dormido, porque en un momento dado observé el paraje y reinaba una calma absoluta. Supuse que había muerto, pero no era así. Estaba en el Abismo, donde se sepultó el Templo después de la hecatombe.
—¡El Abismo! —repitió Raistlin, trémula su mano.
—No es un lugar grato —declaró el kender con aire solemne—, a pesar de lo que antes he comentado. Conocí a la Reina —musitó estremecido—. Si no te molesta renunciaré a evocar todas nuestras transacciones, aunque tengo una prueba que corrobora esa parte de la historia. Fíjate en esos cinco lunares blancos —le rogó al nigromante, extendiendo su miembro—. Son su estigma. La soberana de las tinieblas me reveló que había de retenerme en sus dominios porque, gracias a mí, podría alterar el curso de los acontecimientos y ganar la guerra. Yo me rebelé, aunque no me atreví a oponerme a tan poderosa señora. Deseaba ayudar a Caramon —se justificó, consciente de que al hechicero podía enfurecerle tal desacato a su ídolo—. Mientras me hallaba en el Abismo, ansioso por escapar, me tropecé con Gnimsh.
—El gnomo —especificó el mago, desviando las pupilas hacia aquel hombrecillo que le contemplaba petrificado.
—Sí —ratificó Tas, y sonrió a su amigo—. Él confeccionó el artefacto para viajar en el tiempo que nos ha traído hasta aquí. ¡Funcionó, por improbable que te parezca! Nos evaporamos en el aire y, en un santiamén, nos trasladamos a esta época.
—¿Os fugasteis del Abismo?
El personaje arcano, con ostensible pasmo, clavó en el kender sus espejos de negrura.
Tasslehoff se encogió de hombros, sin poder disimular su sobrecogimiento. Aquellos últimos minutos en los reinos espectrales todavía presidían sus pesadillas, y eso que los de su raza no suelen soñar.
—Así fue —dijo, a la vez que dedicaba al archimago una sonrisa destinada a desarmarlo.
De nada sirvió. Raistlin se concentró en el gnomo, perturbado, y con una mirada tan penetrante que al kender se le heló la sangre en las venas.
—Antes has afirmado que el ingenio se desarticuló —siseó el hechicero.
—Cierto.
Fue una sola palabra, pero a Tas se le atragantó. Al notar que la zarpa de su aprehensor se relajaba, distraído como estaba en sus meditaciones, ensayó un débil forcejeo para desembararse, y le sorprendió que el mago nada hiciera por atenazarlo. Al contrario, le soltó de manera tan imprevista que el hombrecillo estuvo a punto de caer desplomado.
—El ingenio se rompió —persistió Raistlin en un murmullo—. En ese caso, alguien debió repararlo. ¿Quién? —interrogó al kender.
—Creo que debo ser más conciso —admitió el aludido y, receloso de su reacción, se apartó del nigromante—. Confío en que los miembros del cónclave no montaran en cólera. Gnimsh no concibió un nuevo artilugio, sino que introdujo unas ligeras modificaciones en el que tú me diste —confesó al fin—. Nada serio, te lo prometo, sólo unos pequeños ajustes. Me defenderás frente a Par-Salian, ¿verdad, Raistlin? Me horroriza la idea de meterme en más complicaciones; ya tengo bastantes asuntos que resolver. No hicimos nada que desvirtuase las dotes iniciales de ese artefacto. Gnimsh se limitó a encajar las piezas de manera que respondiera al activarlo.
—¿Lo ensambló de nuevo? —puntualizó el archimago, sin que se borrara la singular expresión de sus rasgos.
—Podría llamarse así. —Tas reculó hacia donde se erguía el gnomo, y le dio un codazo en las costillas en el instante en que éste se aprestaba a intervenir—. «Ensambló» define a la perfección lo que hizo mi amigo.
—Pero Tasslehoff —protestó Gnimsh—, ¿ya has olvidado cómo sucedió?
—Cállate —musitó el kender—. Déjame hablar a mí, yo sabré manejar la situación. ¡Nos encontramos en un grave apuro! Los magos de las Tres Túnicas, en eso son todos iguales, desaprueban que remodelen sus inventos aunque sea para mejorarlos. Estoy convencido de que Par-Salian lo comprenderá cuando se lo cuente, e incluso te felicitará al enterarse de que has ampliado sus posibilidades, pues debe de ser muy farragoso que el ingenio sólo transporte a una persona cada vez. Le haré entrar en razón, pero he de ser yo quien se lo explique. Raistlin es un poco descuidado con los pormenores, no se hará cargo de las ventajas y, por lo tanto, no se las transmitirá a su colega. Además, no es momento de hacerle recomendaciones —agregó, espiando a aquella inquisidora figura.
Gnimsh imitó a su compañero y, sensible al ominoso mensaje que destilaban los iris del hechicero, se apretujó contra él como si fuera un escudo salvador.
—Tengo la impresión de que no le caigo bien, leo en sus ojos una profunda aversión hacia mí —comentó el gnomo.
—Se comporta así con todo el mundo —le tranquilizó Tas—. Ya te acostumbrarás.
Sucedió a estos intercambios un silencio sepulcral, que aún se hizo más patente al rasgar su manto el gemido discorde de un agonizante. Tas miró incómodo a los dewar y, de un modo instintivo, estudió también al callado mago quien, de nuevo, había centrado su atención en el gnomo con la preocupación dibujada en su macilenta faz.
—Eso es todo lo que puedo decirte, Raistlin —continuó el kender en voz alta, dirigiendo una nerviosa mirada a los apestados—. ¿Por qué no salimos de este hediondo calabozo? ¿Nos teleportaremos mediante la magia? ¿Invocarás uno de aquellos hechizos tan divertidos que usabas en Istar?
—Dame el ingenio —fue la lacónica respuesta, o evasiva, del archimago.
Debido quizás a la actitud del nigromante, que parecía enajenado y al mismo tiempo delataba una aviesa determinación en las arrugas que se habían formado en las comisuras de sus labios, o quizás a la humedad del corrompido ambiente, Tas se agitó en un escalofrío. Gnimsh, que sostenía en su palma el artilugio, consultó a su amigo con los ojos.
—Permíteme que lo conserve un tiempo —le pidió el kender—. No lo extraviaré, te lo prometo.
—Dámelo.
Fue una orden tajante, irrevocable, pese a no sobrepasar en volumen a un quedo susurro.
—Será mejor que se lo entregues, Gnimsh —aconsejó Tasslehoff a su indeciso compañero.
Tragó saliva de nuevo, y reparó en el amargo sabor que ésta dejara en su boca.
El gnomo parpadeó, mas no hizo ningún otro movimiento. Era obvio que se resistía a obedecer, que se hallaba en una total ignorancia de lo que ocurría y este hecho le impulsaba a cuestionar la resolución del kender.
—No te inquietes —le dijo Tas, tratando de sonreír aunque se habían agarrotado los músculos de su faz—. Raistlin es amigo mío, guardará ese valioso objeto en un lugar seguro.
Sin saber aún a qué atenerse, el hombrecillo se encogió de hombros y avanzó unos pasos para depositar el artilugio en la mano que el mago le tendía. El colgante parecía un abalorio carente de interés bajo la luz de la única antorcha de la celda, pero Raistlin lo trató con suma delicadeza. Tras examinarlo unos segundos, lo deslizó en uno de los bolsillos secretos de su atavío.
—Acércate, Tas —invitó acto seguido al kender.
Gnimsh se hallaba aún plantado frente al hechicero y se empecinaba en contemplar, con palpable consternación, los pliegues tras los que se había esfumado su tesoro. Asiéndole por los tirantes del mandil, Tasslehoff le separó de tan poderoso rival y estrechó su mano.
—Estamos a punto, Raistlin —anunció, entusiasmado—. ¡Un estallido y abandonaremos las mazmorras! Caramon va a llevarse un susto mayúsculo.
—Te he dicho que vengas aquí —le reprendió el nigromante con voz fría, desapasionada, y los ojos prendidos del gnomo.
—No pensarás dejarle aquí, ¿verdad? —se le encaró el kender, a la vez que soltaba a su compañero y daba un paso hacia él—. Si ésos son tus designios, prefiero quedarme. No te ofendas, pero Gnimsh me necesita para salir de este atolladero y presentar a los enanos el proyecto de un ascensor mecánico que ha diseñado…
Raistlin estiró la mano, agarró a Tasslehoff por el brazo y lo atrajo hacia su cuerpo.
—No, no voy a dejarle a su suerte —le aseguró.
—¡Magnífico! Nos conducirá a ambos junto a Caramon. La magia es una fuente inagotable de sensaciones; verás cómo te gusta —arengó el kender al gnomo, con un esbozo de sonrisa distorsionado por el dolor que le infligían los dedos del hechicero clavados en su piel.
Aquel intento de infundir ánimos a su colega no fructificó. Al atisbar las facciones de Gnimsh, que denotaban un patético desconcierto, una incertidumbre que su manera de estrujar el pañuelo de Tasslehoff no hacía sino subrayar, este último trocó su alegría en compasión e hizo ademán de aproximársele. Pero Raistlin se encargó de reprimir su gesto.
—¡Vamos, Gnimsh, no pongas esa cara! —imploró Tas, resignado—. Raistlin es amigo mío, ya te lo he di…
El archimago soltó el brazo de su cautivo para sujetarlo del cuello de la camisa con una mano, y con la otra señaló al gnomo y comenzó a entonar un cántico.
—Ast kiranann kair.
Un terror sin precedentes invadió al kender, que había oído aquellos versículos en multitud de ocasiones.
—¡No! —vociferó, angustiado, y buscó a Raistlin con la mirada—. ¡No, te lo suplico! —volvió a gritar, balanceándose para golpearse y forcejeando a la desesperada.
—Gardum Soth-arn, Suh kali Jalaran —concluyó el otro, indiferente a la criatura que se debatía en sus garras.
El aire se partió, se quebró en cristales sibilantes y el indefenso Tas tuvo que asistir, impotente, a la creación arcana de aquellos familiares relámpagos de fuego, que, brotados de los dedos del hechicero, habían de fulminar a su desdichado oponente. El flamígero proyectil se incrustó en el pecho de su víctima, con tal energía que Gnimsh salió despedido hacia atrás y se estrelló contra el muro.
El gnomo se derrumbó sin proferir una queja. Unas volutas de humo se elevaron de su delantal, impregnadas de ese olor entre dulzón y nauseabundo que dimana de la carne socarrada. Se retorció la mano que sujetaba el pañuelo en un espasmo reflejo, y se inmovilizó.
También Tas se había paralizado. Enmarañadas sus manos en los ropajes de su aprehensor, miró al yaciente con las pupilas desorbitadas.
—Ahora ya podemos irnos —sentenció el archimago.
—No —rehusó el hombrecillo por pura inercia, ya que aún no había salido de su trance. Sin embargo, el espectáculo que ofrecía el gnomo y las palabras de Raistlin le devolvieron a la realidad. Reanudando su lucha para desembarazarse de la zarpa de aquel maléfico humano, exclamó—: ¿Por qué le has matado? ¡Era mi amigo!
—Tengo mis motivos —replicó Raistlin, sin permitir que se deshiciese de su firme asimiento—. Debes acompañarme.
—¡No! —bramó el kender en franca rebelión—. No eres interesante, tus artes han dejado de excitar mi curiosidad. Antes me fascinabas, pero acabo de comprender que no eres más que una criatura tan abyecta como el Abismo que te engendró. Te has tornado horrendo, despreciable, y no te seguiré por mucho que te empeñes. ¡Nunca más! ¡Suéltame!
Cegado por las lágrimas, propinando puntapiés y arremetiendo con los puños cerrados, Tas emprendió una batalla desenfrenada contra el asesino de su amigo el gnomo.
Los dewar, repuestos del pavor hipnótico en que les sumiera la escena, se entregaron a un pánico más expresivo. Cundió la alarma, y los alaridos de los habitantes de la celda se propagaron entre los otros enanos confinados en el subterráneo. Uno tras otro, los reos se precipitaron sobre las puertas de barrotes de sus respectivos calabozos y organizaron una auténtica hecatombe de bramidos y reniegos.
En medio de la batahola, las voces de los guardianes se sobrepusieron a las de los amotinados para solicitar auxilio.
Pausado, imperturbable, Raistlin posó la mano en la frente de Tasslehoff y formuló un nuevo hechizo. El cuerpo del kender se relajó al instante y, al verlo inconsciente, el archimago completó su sortilegio. Ambos desaparecieron dejando a los dewar anonadados, boquiabiertos, obcecados unos en espiar el espacio vacío donde se diluyeran mientras otros se acercaban al cadáver que yacía en el suelo, reducido a un amasijo informe.
Una hora más tarde, Kharas, que se había zafado de sus custodios con extrema facilidad, se encaminó hacia la galería donde se hallaban cautivos los dewar. Una vez en el pasadizo central, lo recorrió alicaído y preguntó a uno de los celadores:
—¿Qué pasa aquí? Tanta paz me sorprende.
—Hace un rato se ha armado un tremendo revuelo —informó el otro—. No hemos podido averiguar la causa, pero al fin se han apaciguado.
El héroe se asomó al interior de algunos calabozos, asaltado por un vago resquemor. Los dewar allí recluidos le observaron en perfecto mutismo y con una expresión que no era de odio, sino de desconfianza e incluso de miedo.
Creciente su zozobra a medida que avanzaba, presintiendo que se había producido algún suceso de mal augurio, el enano aceleró la marcha hacia su objetivo, el último habitáculo de la larga hilera que se hundían en las paredes de roca.
Al distinguirlo enmarcado en los barrotes, los prisioneros que aún no estaban postrados por la peste dieron un respingo y se refugiaron en el rincón más apartado. Se arracimaron temblorosos en su recoveco y, sin cesar de murmurar entre ellos, señalaron el lugar donde, yerta y contorsionada, se perfilaba la figura del gnomo.
Kharas arrugó el entrecejo al reconocer al reo. Lanzó una furibunda mirada al centinela, un mudo pero rotundo reproche a su negligencia, e interrogó a los dewar.
—¿Quién ha cometido una acción tal vil? —inquirió—. ¿Qué ha sido del kender?
Para asombro del consejero, los interpelados, en vez de negar el crimen en hosca postura, corrieron hacia la puerta y, todos en tropel, se enzarzaron en una inextricable maraña de explicaciones. Consciente de que así no despejaría la incógnita, el héroe de los enanos los conminó al silencio con un violento e incontestable gesto de la mano.
—Tú —indicó a uno, el individuo del cuchillo, que todavía sostenía los saquillos de Tasslehoff—. ¿De dónde has sacado esas bolsas? ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién ha asesinado al gnomo? ¿Por qué no está aquí el kender?
Mientras el dewar ponía en orden sus ideas frente al acoso de tan insigne superior, éste observó sus desencajadas pupilas y descubrió, horrorizado, que cualquier resquicio de cordura que el enano hubiera podido poseer se había volatilizado.
—La he visto —declaró el dewar con una sonrisa torcida, entre la burla y el espanto—. Vestía de negro, como le corresponde, y ha venido a buscar al gnomo. Se ha llevado al kender, y también nos tocará a nosotros el turno de ser arrastrados a sus dominios. Volverá a buscarnos a todos —insistió, estrangulándose en sus propias carcajadas.
—¿Quién era? —le urgió Kharas—. ¿A quién has visto? ¿Quién se ha llevado al kender?
—La muerte en persona —susurró el interrogado, a la vez que desviaba la cara para clavar en Gnimsh una mirada de alucinado.
Durante varias centurias, nadie se había aventurado en la fortaleza de Zhaman. Los enanos le profesaban una inquina invencible por diversas razones, siendo las principales que había pertenecido a las órdenes arcanas y, más abominable aún, que su mampostería no era de factura enanil. Según leyendas ancestrales, la habían construido mediante la magia, había surgido de la tierra y se mantenía en pie merced a un duradero sortilegio.
—Tiene que ser así —rezongó Reghar, al mismo tiempo que oteaba las esbeltas torres del alcázar en actitud evasiva—. De otro modo, su simientes habrían cedido hace ya muchas décadas —dictaminó, y señaló a Caramon el portentoso y bien conservado edificio.
Los Enanos de las Colinas, tras negarse a asomar ni siquiera los rizos de la barba al interior del recinto, montaron su campamento al aire libre, en las llanuras. Los bárbaros les imitaron, no tanto por miedo a la magia que pudiera anidar en la mole, como porque se sentían incómodos en cualquier lugar cerrado.
Los humanos, mofándose de tan burdas supersticiones, entraron en la fortaleza en un tumulto de chanzas sobre espectros y muertos vivientes. Sólo pernoctaron una noche. A la mañana siguiente, se instalaron en la planicie y arguyeron, frente a los enanos, que se dormía mejor bajo las estrellas.
—¿Qué ocurrió ahí dentro? —preguntó el general a su gemelo en el momento de su arribo, mientras cruzaban el patio—. Dijiste que no era una de las Torres de la Alta Hechicería y, sin embargo, es ostensible su origen arcano. La erigieron miembros de tu Orden y, además, flota en el ambiente una extraña amenaza, un halo que no es mágico, como en Wayreth, sino que produce, más bien, sensación de… —Calló, al no encontrar el término apropiado.
—De violencia —le ayudó Raistlin paseando su mirada penetrante, aguda, por todos los objetos que le rodeaban—. De violencia y de muerte, hermano. Los magos concibieron este alcázar como un centro de experimentación y si lo alzaron lejos del mundo civilizado, fue porque eran conscientes de que los encantamientos aquí invocados podían escapar a su control. Y así sucedió, en más ocasiones de las que habían previsto. Pero también en este rincón apartado surgieron grandes prodigios, susceptibles de contribuir al perfeccionamiento de su arte y al bienestar de todas las criaturas de Krynn.
—¿Por qué fue abandonado? —intervino Crysania, que tuvo que arroparse en su capa de pieles a causa de la brisa gélida, rica en aromas de polvo y piedra, que fluía sin trabas por los angostos corredores.
Raistlin arrugó el entrecejo y permaneció callado durante un largo espacio de tiempo. Despacio, en silencio, los tres adalides avanzaron por los sinuosos pasillos. Las blandas botas de cuero de la sacerdotisa no hacían ruido al andar, si bien las contundentes zancadas de Caramon arrancaban ecos de las vacías cámaras y los ropajes del archimago susurraban quedamente, a un ritmo acompasado con los estampidos del bastón en el que se apoyaba. Aunque intentaron amortiguar sus propios sonidos, eran casi los fantasmas de sí mismos en su deambular. Cuando el nigromante se decidió a hablar, el timbre de su voz sobresalto a sus compañeros.
—Desde los albores de la Historia —comenzó—, los hechiceros se han dividido en tres grupos: los bondadosos, los neutrales y los perversos. Pero, por desgracia, no siempre se ha preservado el equilibrio. No ignoráis que en una época ya remota la plebe se volvió contra nosotros. Pues bien, al desatarse la ira popular los Túnicas Blancas se retiraron a sus Torres y se consagraron a salvaguardar la paz, mientras los Túnicas Negras fraguaban su venganza. Para organizar el contraataque, tomaron esta fortaleza, donde buscaron la manera de crear un ejército imbatible. A tal propósito, realizaron múltiples experimentos, ensayos esotéricos que, aunque entonces no dieron ningún fruto, culminaron con la aparición de los draconianos en nuestra era.
»A consecuencia de este fracaso, los magos comprendieron que su situación era irreversible y dejaron el alcázar para unirse a sus colegas en las que se ha dado en llamar Batallas Perdidas.
—Pareces conocer todos los recovecos de este edificio —apuntó el guerrero.
Raistlin sometió a su gemelo a un escrutinio avasallador, pero topó con una faz lisa, cándida, si bien una velada sombra ribeteaba sus ojos pardos.
—¿Todavía no lo has entendido? —reprendió el hechicero al hombretón, deteniéndose bruscamente en un lúgubre pasillo azotado por las corrientes—. No he estado nunca aquí, mas ya he atravesado estas salas. La alcoba que ocupo me ha cobijado innumerables veces, pese a que nunca he pasado una velada completa en el alcázar y, en definitiva, soy un extraño que recuerda la localización de todas las estancias, desde las que se utilizan para el estudio en el nivel superior hasta los salones de banquetes de la primera planta.
También Caramon cesó de caminar. Examinó su entorno, el empolvado techo y los vacíos pasadizos donde la luz solar, que se filtraba por los elaborados ventanales, se remansaba en cuadrículas sobre los suelos de roca. Su errante mirada se posó, al fin, en las pupilas del nigromante.
—En ese caso, Fistandantilus —sentenció con voz ronca—, sabrás que éste ha de ser tu mausoleo.
El general vislumbró una diminuta fisura en las córneas del archimago y leyó, no cólera como esperaba sino burla, triunfo. Cerróse la vidriada superficie y, en los diáfanos espejos que configuraban aquellos ojos insondables, el hombretón vio reflejada su imagen, aureolada por un débil fulgor de luz invernal.
Crysania se acercó a Raistlin, que se había reclinado en su bastón, e introdujo la mano bajo su brazo mientras contemplaba a Caramon con la frialdad dibujada en sus grises iris.
—Los dioses están de nuestra parte —dijo—; nos prestan un respaldo que nunca dieron a Fistandantilus. Tu hermano es firme en su arte, yo en mi fe, así que no podemos fallar.
Observando pertinaz al guerrero, reteniendo su efigie en los refulgentes globos de sus ojos, el nigromante sonrió.
—Sí —confirmó, en un siseo más sutil de lo acostumbrado—, los dioses nos acompañan.
En la primera planta de la inmensa, mágica fortaleza de Zhaman, había una serie de salas de piedra cincelada donde, en un tiempo remoto, se habían celebrado fastuosos banquetes y ceremonias. También subsistían, en el piso intermedio, cámaras que en su día estuvieron atestadas de libros y que habían servido para el estudio y la meditación. Separadas de ambas alas, en el extremo posterior del edificio, se hallaban las cocinas y despensas, ahora vacías y cubiertas por el mantillo de los siglos.
Por último, en el nivel más elevado, se sucedían unas dependencias llenas a rebosar de anticuados y roídos muebles, con unos lechos cubiertos de fundas de lino que los protegían del seco viento del desierto. Caramon, Crysania y los oficiales de alto rango dormían en tales alcobas. Si su sueño no fue profundo, si se despertaron en la madrugada convencidos de oír voces entonando esotéricos cantos o de haber distinguido etéreas figuras deslizándose a través de la penumbra, del claroscuro que la luna poblaba de sombras, nadie mencionó tales fenómenos durante el día.
Sea como fuere, al cabo de unas pocas noches de estancia se olvidaron tales cuitas en favor de otras más apremiantes, tales como la falta de abastos, las reyertas entre humanos y enanos o los informes que traían los espías, a tenor de que los moradores de Thorbardin estaban reclutando un contingente numeroso y bien pertrechado.
También había en Zhaman, en el primer nivel, un pasillo que parecía ser un error. Cualquiera que se adentrase en él descubría que se ramificaba a partir de un corto corredor para desembocar, de manera abrupta, en un muro desnudo, y sacaba la ineludible conclusión de que quien lo construyó desechó, disgustado, sus herramientas y desistió de su inútil obra.
Sin embargo, no era producto de ninguna equivocación. Cuando la criatura predestinada posara las manos en la pared, cuando pronunciara los versículos adecuados y trazara las runas correctas en el punto conveniente, aparecería una puerta que conducía a una ancha escalinata cavada en los graníticos cimientos de la fortaleza.
Esa persona elegida descendería así al Reino de las Tinieblas, a las entrañas de la tierra, después de internarse en los calabozos de Zhaman.
—Una vez más.
La voz que pronunció esta frase era susurrante, tranquila, poseedora de una facultad corrosiva que la asemejaba a una serpiente y, como tal, se enroscaba en derredor de Tasslehoff. Apresándole en su viscosidad, el incorpóreo animal hundía los colmillos en su carne y, despiadado, succionaba su vida.
—Empecemos de nuevo —repitió aquella voz, cargada de paciencia—. Háblame del Abismo. Cuéntame todo lo que recuerdes, cómo entraste, qué aspecto tiene el paisaje, a quién viste. Descríbeme a la Reina, su apariencia, repíteme sus palabras.
—Te prometo que lo intento, Raistlin —protestó el kender—. No hemos hecho otra cosa en los dos últimos días que rememorar los pormenores, hasta los más nimios. ¡No se me ocurre nada más susceptible de interesarte! Me arde la cabeza, mis pies se congelan y esta habitación no cesa de dar vueltas. Si consiguieras detener ese vaivén insoportable, quizá podría concentrarme.
Al sentir en su pecho la mano del nigromante, Tasslehoff se arrebujó en el lecho.
—¡No! —gimió, tratando desesperadamente de rehuir su contacto—. Me portaré bien, haré lo imposible por refrescar mi memoria. ¡No me fulmines como hiciste con el pobre Gnimsh!
La mano del hechicero sólo rozó el cuerpo del asustado hombrecillo, antes de desplazarse a sus sienes. Su piel abrasaba, pero la textura de aquellos dedos rezumaba un fuego mucho más calcinante.
—Debes guardar cama —prescribió Raistlin, a la vez que lo incorporaba por los brazos y estudiaba sus hundidas cuencas oculares.
Al fin, el mago acostó al paciente y, farfullando maldiciones, se puso de pie.
Tendido en su almohada, sudoroso y débil, Tas vislumbró apenas la figura de su aprehensor. Enlutada a perpetuidad, la maléfica criatura se volcó un instante sobre el paciente y salió de la estancia en un remolino de pliegues aterciopelados. En un esfuerzo sobrehumano, el kender levantó la cabeza para comprobar adonde se dirigía. Pero tuvo que renunciar a causa de su febril estado.
«¿Por qué no responden mis músculos? —se preguntó—. ¿Qué me ocurre? Quiero dormir, un buen descanso mitigará el dolor. —No había entornado los párpados cuando volvió a abrirlos, tan deprisa como si le hubieran atado alambres al copete—. ¡No puedo hacer eso! —pensó, amilanado hasta la demencia—. Hay entes en la oscuridad, monstruosos espectros que esperan que concilie el sueño para abalanzarse sobre mí. ¡Los he visto, me acechan desde todos los rincones!».
A una distancia que se le antojó insondable, oyó el familiar timbre de Raistlin en conciliábulo con alguien y, deseoso de ahuyentar el sopor, decidió escuchar la conversación. Quizás averiguaría algo importante, lo que se proponía el archimago respecto a él.
No tuvo más que ladear el rostro para percibir el contorno de la ominosa túnica y otro más pequeño, de una criatura achaparrada. Era obvio que discutían sobre su persona, así que aguzó sus sentidos en una lucha denodada contra los desvaríos de su mente, que se obstinaba en errar de un lado a otro sin invitar a su cuerpo a acompañarla. En tales circunstancias, aunque lograra enterarse de su plática no sabría si la había escuchado o formaba parte de una pesadilla.
—Adminístrale esta pócima, le relajará y le sumirá en un letargo prolongado —murmuró Raistlin a su pequeño y sombrío interlocutor—. Es poco probable que nadie detecte sus gritos, pero no puedo correr riesgos.
El otro individuo contestó algo indescifrable. Tasslehoff cerró los ojos y dejó que las refrescantes aguas de un lago muy azul, el de Crystalmir, acariciasen su cuerpo incendiado. Después de todo, su cabeza había resuelto admitir que sus dañadas vísceras le siguieran en aquellos absurdos vagabundeos.
—Cuando yo me haya ido —surgió la voz del hechicero de las profundidades del lago—, atranca la puerta y apaga la luz. Mi hermano abriga ciertas sospechas y, si encontrara la puerta mágica, no dudaría en bajar hasta aquí. No puede descubrir más que unas celdas desocupadas.
El oyente asintió, y el acceso chirrió sobre sus goznes.
Las aguas de Crystalmir empezaron a bullir en torno a Tas. Unos tentáculos serpentearon sobre su superficie en busca de su garganta y, desorbitadas sus pupilas, el indefenso hombrecillo suplicó:
—¡Raistlin, socórreme! ¡No me abandones!
La puerta se ajustó, implacable, en el dintel y la figura achaparrada, que había quedado dentro, corrió junto al lecho. Mirándole en un arrebato de pánico, irreal y punzante a un tiempo, creyó reconocer a un enano.
—¿Flint? —murmuró a través de sus labios cuarteados—. ¡No, eres Arack!
Hizo ademán de huir, pero los tentáculos habían atenazado sus pies. En un frenesí que le privaba del raciocinio, volvió a llamar al nigromante y se acurrucó en el extremo más alejado del camastro. Quería recoger sus piernas, doblarse sobre sí mismo, si bien todos sus esfuerzos fueron inútiles, pues las imaginarías ventosas se habían adherido a sus miembros. Aulló y bramó, presa de un pánico sin parangón en la historia de su raza.
—¡Cállate, gusano inmundo! Bébete este elixir. —Los tentáculos abrazaron su cráneo y le obligaron a exponer su boca a una copa llena de líquido—. Traga hasta la última gota o te arrancaré la melena de raíz.
Asfixiado, auscultando a la figura que le martirizaba, Tas dio un sorbo. El brebaje tenía un regusto amargo, pero se le antojó tonificante y, como además le acosaba la sed, arrebató el recipiente al enano y agotó su contenido de una sentada. Se recostó entonces en la almohada y, aún entre sollozos, notó que los ondulantes brazos acuáticos aflojaban su garra. Aliviado su dolor, se entregó sin resistencia al arrullo de las transparentes, dulces aguas del lago Crystalmir, que no tardaron en cerrarse sobre su cabeza.
Crysania despertó de su sueño con la vaga impresión de que alguien la había invocado por su nombre. Aunque no recordaba haber oído ningún ruido, su certeza era tan intensa, tan apremiante, que se incorporó ansiosa antes de tomar conciencia de lo ocurrido. ¿Formaba aquella misteriosa llamada parte de una pesadilla? No, cuanto más se despejaba mayor era su seguridad de que había sido real.
¡Había alguien en su aposento! Paseó una mirada de reconocimiento por la estancia, pese a que la luz de Solinari, un tenue rayo que penetraba casi a hurtadillas a través de una ranura en los postigos, poco contribuía a iluminarla. Nada vio, pero percibió un fugaz movimiento y abrió la boca a fin de pedir socorro al centinela.
Una mano selló sus labios. Era Raistlin, quien, materializándose en la penumbra nocturna, se sentó en el borde de su cama.
—Discúlpame si te he asustado, Hija Venerable —dijo en un suspiro que era poco más que una exhalación—; necesito tu ayuda y no deseo atraer a los celosos guardianes.
—No me has asustado —contestó Crysania cuando el hechicero hubo retirado su palma—. Sólo estoy sorprendida. Divagaba en mi letargo, y tu voz se ha mezclado con las imágenes de mis sueños.
Se ruborizó, consciente de que el nigromante se hallaba demasiado cerca para pasar por alto sus temblores.
—Naturalmente —contestó él sonriendo—. Nos encontramos en la vecindad del Portal y, en consecuencia, de los dioses; de ahí tu estremecimiento.
«No es la proximidad de los hacedores lo que me sobrecoge», pensó la sacerdotisa, afectada por el calor abrasador, por la intoxicante fragancia que despedía aquel cuerpo y que embargaba todos sus sentidos. Disgustada, la mujer se apartó a fin de sofocar sus anhelos sensuales. El era incólume a tales veleidades, y su orgullo de fémina no le permitía mostrarse más débil.
—Has afirmado que precisabas mi auxilio. ¿Para qué? —indagó de su visitante—. ¿Acaso ha empeorado tu herida?
Asaltada por una súbita aprensión, en un impulso involuntario, asió la mano del nigromante.
Un espasmo de dolor cruzó el semblante de Raistlin y arrasó sus facciones hasta conferirles una expresión acerba y dura.
—Estoy bien —respondió con sequedad.
—Loado sea Paladine —se tranquilizó la dama, posada aún la mano en la de su interlocutor.
—Tu dios no recibirá mi agradecimiento —masculló el archimago, entrecerrando los ojos. Ahora fue él quien apretó una mano de Crysania con tal fuerza que la lastimó.
La sacerdotisa comenzó a tiritar. Por un instante tuvo la sensación de que aquella tibieza que le transmitía el contacto de Raistlin procedía de ella, que el hechicero absorbía sus esencias vitales en su propio beneficio y, al hacerlo, la congelaba. Intentó recuperar la mano, pero él, interrumpida su ensoñación a causa de tan esquivo gesto, la contempló en actitud conciliadora.
—Perdóname, Hija Venerable —se justificó, soltándola—. El sufrimiento era insoportable. Recé para que se me concediera la gracia de morir y me fue negado el acogedor olvido.
—Ya conoces el motivo —le reconvino la dama, perdidos sus resquemores en aras de la compasión. Tras un breve titubeo, depositó la palma junto a un tembloroso brazo del mago, aunque no lo tocó.
—Sí, y lo acepto —confirmó Raistlin—. No obstante, me resulta imposible vencer el resentimiento. Algún día tendrán que mediar explicaciones entre tu dios y yo —añadió en tono reprobatorio.
La sacerdotisa se mordió el labio, antes de confesar:
—Yo, por mi parte, acato el agravio que me ha sido infligido. Lo merecía.
Hubo unos momentos de mutismo, en el que ninguno dio muestras de sentirse inclinado a hablar. Las líneas que surcaban la faz del nigromante se acentuaron y Crysania, para evitar que se recreara en oscuras cábalas, indagó:
—Anunciaste a Caramon que las divinidades nos acompañaban. ¿Significa eso que te avienes a comulgar con Paladine?
—Por supuesto —asintió Raistlin, y sus labios se torcieron en una sonrisa llena de ambigüedad—. ¿Acaso te sorprende?
La interpelada suspiró y agachó la cabeza, dejando que el cabello se derramara sobre sus hombros. El claro de luna, distante y frío, confería un tinte azulado a su negra melena, daba una prístina pureza a su alba tez. Su perfume impregnó la estancia, embriagó la noche sin que la mujer se percatara. Notó el roce de unos dedos en uno de los mechones que le enmarcaban el semblante y, al alzar los ojos, topó con los del hechicero. Consumía aquellos iris una pasión que procedía de una fuente interior, una fuente que no alimentaba la magia, y Crysania contuvo el resuello. Pero él, descartando sus impulsos humanos, se levantó para alejarse de sus tentaciones.
—En ese caso —retomó la dama el hilo del diálogo—, ahora te relacionas con dos dioses antagónicos.
—Con los tres —corrigió Raistlin, aunque sin la afectación de que solía rodearse.
—¿Tres? —repitió ella, sobresaltada—. ¿Te refieres a Gilean?
—¿Quién es Astinus sino el portavoz de la Neutralidad? A menos que, como algunos especulan, sea la reencarnación viviente de este dios —apuntó el archimago, desdeñoso—. A fin de cuentas, tú y yo no somos tan diferentes.
—Yo nunca me he comunicado con la Reina de la Oscuridad —se defendió Crysania.
—¿De verdad? —le opuso el hechicero, con una mirada tan penetrante que desestabilizó a la sacerdotisa en sus mismas entrañas—. ¿No conoce Takhisis los secretos deseos del alma? ¿No es ella quien te los ha inculcado? ¿Quieres mayor comunión que la que mi hacedora te brinda?
Consciente de que el deseo al que aludía el mago, un deseo nacido quizá en su espíritu pero que esclavizaba sus sentidos, la inundaba en una peligrosa oleada, la mujer optó por callar. Estuvo unos segundos ausente, necesitada de sosiego, pero él la observaba sin un pestañeo, se recompuso lo mejor que pudo y dijo, en un murmullo inseguro:
—Me los ha otorgado con una mano para arrebatármelos con la otra.
Oyó un leve crujido de la túnica, como si su acompañante hubiera dado un respingo. Sus facciones, ahora visibles bajo el indirecto reflejo de la luna, se contrajeron en un rictus de preocupación.
—No he venido aquí para discutir sobre teología —declaró, esbozando de nuevo una ominosa sonrisa—. Me ha traído un asunto más urgente.
—Claro, lo había olvidado. —La sacerdotisa se sonrojó, y echó hacia atrás los bucles que semiocultaban su rostro—. Cuéntame lo que sea, te escucho.
—Tasslehoff está en Zhaman.
—¿Tasslehoff? —exclamó la sacerdotisa con patente perplejidad.
—Sí, muy enfermo además —le reveló el nigromante—. Lo cierto es que le ronda la muerte; por eso preciso de tus facultades curativas.
—No lo comprendo —balbuceó Crysania—. ¿Cómo ha podido llegar hasta nosotros? Aseguraste que había regresado a su tiempo, a Solace.
—Estaba persuadido de que era así —repuso Raistlin en grave postura—, pero, según parece, me equivoqué. Ha deambulado por el mundo a la manera de los kenders, disfrutando a pleno pulmón hasta que, al tener noticia de la guerra que se avecina, decidió unirse a la aventura. Lo que ignoraba era que en su vida errabunda había contraído la peste.
—¡Paladine nos asista! —se horrorizó la sacerdotisa—. ¿Adónde he de ir?
Asiendo la capa de piel, que yacía extendida a modo de colcha, la colocó sobre sus hombros si bien, mientras se arropaba, no le pasó inadvertido que el hechicero ladeaba el cuerpo como si pretendiera eludirla. No se resignó, estiró el cuello y descubrió en el perfil del inefable humano, de nítido trazo por haberse vuelto hacia la ventana, que se tensaban sus músculos faciales en una lucha consigo mismo.
—Estoy a tu disposición —se limitó a informar a su meditabundo visitante con un acento inocuo, casi impersonal.
Raistlin salió de su ensimismamiento y le tendió su mano, sumiéndola en el desconcierto.
—Debemos recorrer las sendas de la noche —le explicó al detectar su incertidumbre—. Como antes te he comentado, no conviene alertar a la guardia.
—¿Por qué? ¿Qué importancia tiene? —porfió la mujer.
—¿Qué voy a decirle a mi hermano? —continuó él.
Crysania nada contestó, aunque el interrogante de su mirada hacía superfluas las palabras.
—Hazte cargo de mi dilema —le rogó el archimago, a la vez que la examinaba con una vehemencia que no era precisamente de súplica—. Si le comunico que el kender se halla en la fortaleza, lo único que conseguiré es aumentar su inquietud, en un momento en el que no puede permitirse cargar con más responsabilidades de las que ya le abruman. Tas ha roto el ingenio arcano, un incidente que desazonará a Caramon aunque sepa que yo me propongo restituirlo a su hogar cuando todo esto haya terminado. En contrapartida, tengo la obligación moral de hacerle saber que su amigo está aquí.
—En estos últimos días, tu gemelo ha perdido el entusiasmo. Está alicaído, sus más mínimos gestos denotan disgusto —se lamentó la sacerdotisa con sincero pesar.
—Los augurios no pueden ser peores —ratificó el nigromante—. Se aproxima la contienda definitiva, y el ejército se desmorona a su alrededor. Los bárbaros amenazan con abandonarnos cada vez que se les presenta la ocasión, los enanos de Fireforge son unos atolondrados que presionan al general a atacar antes de estar preparado, los dewar no inspiran confianza a nadie y la caravana de provisiones se ha evaporado en el aire, sin que nadie conozca su paradero. Y, en cuanto a los caballeros, aunque están bien dispuestos no deja de afectarles la inestabilidad reinante. En tales circunstancias, sólo le falta al pobre Caramon que ese entremetido kender se pase el día yendo de un lado para otro, cotorreando y distrayéndole. Sin embargo, la conciencia me dicta prescindir de tales consideraciones y advertirle de la presencia del hombrecillo.
—No, Raistlin —replicó Crysania—, no es prudente que se entere. Después de todo, el guerrero nada puede hacer por él —le razonó al leer la duda en sus ojos—. Si, como sospechas, Tasslehoff está en una situación crítica, mis dotes le salvarán, pero tardará un tiempo en recobrar las energías y de nada servirá que el general esté pendiente de él. Tú y yo atenderemos al kender y, cuando se haya restablecido por completo, le daremos libertad para reunirse con su amigo en el campo de batalla si tal es su deseo.
El hechicero torció el labio, remiso a seguir tan sabio consejo. Era evidente que se debatía entre sus principios y los condicionantes externos, o al menos así se le antojó a la mujer.
—De acuerdo, Hija Venerable —se rindió al fin—. Tu sensatez me ha convencido, ocultaremos a mi gemelo el retorno del kender.
Se acercó a la sacerdotisa, que, al sentir su vecindad, lo espió de soslayo y vislumbró en sus rasgos una extraña expresión que, excepcionalmente, se manifiestaba tanto en su boca como en sus refulgentes pupilas. Alarmada, sin atinar a definir la causa de su repulsa, retrocedió, pero el archimago la rodeó con sus brazos y la envolvió en los aterciopelados pliegues de sus mangas, en unas garras firmes y acogedoras.
Crysania entornó los párpados y olvidó aquella mueca. Acurrucada, abrigada por su calidez, oyó el rápido palpito de su corazón en perfecta armonía con la cadencia de los versículos.
Ambos se desvanecieron, se fundieron con las tinieblas. Sus sombras vibraron unos segundos bajo el haz lunar para, también ellas, disolverse en el vacío.
—¿Lo escondes en los calabozos? —preguntó Crysania, temblando en el gélido y húmedo ambiente.
—Shirak. —Esta sola palabra de Raistlin bastó para que la bola cristalina del Bastón de Mago alumbrara la celda con suave luminosidad—. Está ahí —anunció, extendido el índice hacia un rincón.
Un destartalado camastro se erguía adosado al muro. Dirigiendo a su acompañante una mirada cargada de reproche, la sacerdotisa corrió hasta el enfermo, se arrodilló a su lado y posó la mano en sus sienes devastadas por la fiebre. Tas emitió un alarido, antes de abrir los ojos y buscar, sin verla, a la criatura que perturbaba su descanso.
—Sal —ordenó el mago al enano oscuro que guardaba al yaciente, y que ahora estaba agazapado en una esquina.
Cuando se hubo cerrado la puerta a su espalda, el nigromante se situó detrás de la sacerdotisa.
—¿Cómo puedes confinarle en esta atmósfera tenebrosa? —le interrogó la dama.
—¿Has tratado alguna vez a las víctimas de la plaga? —desafió Raistlin a aquella mujer que osaba cuestionar sus decisiones.
Ella le observó fijamente y, ruborizada, desvió el rostro. Con una amarga sonrisa, el hechicero respondió en su lugar.
—No, claro que no. La peste nunca asoló Palanthas, no cometió el ultraje de corromper su inmaculada belleza.
No hizo el menor esfuerzo para disimular su desprecio, tan ostensible que Crysania sintió que su faz se incendiaba como si fuera ella quien padeciese las fiebres.
—A nosotros, en cambio, sí se atrevió a visitarnos —prosiguió el mago—. Se ensañó con los más pobres, los que vivían en los arrabales de Haven, sin que hubiera curanderos capaces de combatirla. Ni siquiera los familiares de los apestados se ocuparon de sus postrados parientes; huyeron de aquellas patéticas criaturas que podían contagiarles el mal. Yo hice cuanto estuvo en mi mano, administrándoles pociones de hierbas cuyas virtudes había aprendido a reconocer gracias a las enseñanzas de mis libros. No podía sanarles, pero al menos paliaba el dolor. Mi maestro desaprobó que les dedicara tantos cuidados —recordó, y la sacerdotisa comprobó que había escapado a un tiempo remoto—. Y también Caramon, según decía porque temía por mi salud. ¡Simplezas, mentiras! Era a sí mismo a quien pretendía preservar. La epidemia le causaba más espanto que un ejército de goblins. No les hice caso, ¿cómo iba a negar mi apoyo a aquellos desdichados? No tenían a nadie, se enfrentaban solos a su cruel destino.
Impresionada por el relato del mago, Crysania notó el punzante afluir de las lágrimas. Pero él no se apercibió, su mente había volado a aquellas paupérrimas chozas que se arracimaban en los aledaños de la ciudad como si sus moradores hubieran huido del mundo de los escogidos para zafarse del menosprecio. Se vio a sí mismo, investido de su Túnica Roja, moviéndose entre los más perjudicados, embutiendo la medicina en sus gargantas, abrazándoles en sus últimos momentos y acompañándoles en el tránsito. Trabajó con denuedo sin esperar muestras de agradecimiento, sin desearlas. Su faz, la última que muchos veían antes de que unos ahogados estertores preludiasen su viaje al más allá, no expresaba piedad ni aflicción, pero reconfortaba a los agonizantes. Unos se rebelaban frente a lo que les aguardaba, otros se acoplaban al sufrimiento y aguantaban en pie hasta el final. Los más traspasaban una fase de pánico y, al ver la muerte de cerca, se resignaban e incluso la acogían con los brazos abiertos, agotados del suplicio.
Raistlin atendió a las víctimas de la peste aun a riesgo de perder su propia integridad, pero ¿por qué? Por un motivo que él mismo ignoraba, que todavía tenía que comprender. Por un motivo, quizás, olvidado.
—En cualquier caso —sentenció, de vuelta al presente—, descubrí que la luz dañaba sus ojos. De los pocos que se recuperaron, algunos quedaron ciegos por culpa de un simple resplandor…
Un estridente gemido de Tasslehoff interrumpió su plática.
—Por favor, Raistlin, ten paciencia. ¡Te prometo que intento acordarme de toda la historia! No me mandes a los dominios de la Reina de la Oscuridad.
Mientras así vociferaba, el trastocado hombrecillo se aferró a la pared, cual si quisiera trepar por su superficie.
—Cálmate, Tas —le apuntó la sacerdotisa, al mismo tiempo que atenazaba sus manos—. Soy yo, Crysania, ¿no me reconoces? Voy a socorrerte.
El kender, que hasta entonces no había apartado sus desencajadas pupilas del mago, contempló a la dueña de aquella voz tranquilizadora. Permaneció mudo unos instantes, para luego agarrarse a ella y musitar entre sollozos:
—No permitas que me mande al Abismo, señora, ni le sigas tampoco tú. Es un paraje infernal, espeluznante. Todos moriremos como mi amigo Gnimsh. La soberana me lo advirtió.
—Delira —murmuró la mujer, tratando de desembarazarse de aquellos dedos anhelantes y acostar a Tas en el camastro—. ¡Cuán singulares desvaríos! ¿Es corriente en las víctimas de esta dolencia?
—Sí —se apresuró a responder el hechicero, e hincó la rodilla al pie del jergó—. En ocasiones es mejor llevarles el humor en sus digresiones; así se apaciguan.
Extendió la mano sobre el pecho del kender, quien se desplomó de nuevo y se retrajo del contacto de su verdugo en medio de escalofríos convulsivos provocados tanto por la temperatura como por el pavor.
—Seré bueno, Raistlin —se empecinaba en repetir el sufriente—. No me fulmines como a Gnimsh, ¡no me arrojes tus relámpagos!
—Tas, basta ya de desatinos —le atajó el archimago, con un ribete de cólera y exasperación en su voz que impulsó a Crysania a mirarle de manera reprobatoria.
Sin embargo, sólo percibió un sombrío interés en sus rasgos y supuso que había malinterpretado el timbre con que censurara al hombrecillo. Cerrando los ojos, la sacerdotisa tanteó el Medallón de Paladine y acometió una plegaria curativa.
—No está en mi ánimo lastimarte, Tas, procura sosegarte —le siseó Raistlin tras cerciorarse de que la sacerdotisa conferenciaba con su dios—. Recítame las frases de la Reina de la Oscuridad, con la mayor fidelidad posible.
La piel del postrado perdió el brillo flamígero que le infundía la fiebre al bañar todo su ser las preces de la dama, más dulces y frescas que las aguas forjadas por su exacerbada imaginación. Su tez, ahora que habían disminuido los ardores, se tornó cenicienta y a un atisbo de cordura prendió en sus pupilas. Pero no cesó en ningún momento de espiar al nigromante.
—Me dijo, antes de que nos fuéramos… —tartamudeó sin aliento.
—«¿Nos fuéramos?» —puntualizó su implacable aprehensor—. ¡Me contaste que os habíais fugado!
Tasslehoff palideció todavía más y se lamió los labios exangües, pastosos. Se esforzó en romper el influjo hipnótico que los iris del hechicero ejercían sobre él, en rehuir su escrutinio, mas aquellos ojos que centelleaban bajo la luz del bastón le capturaron a fin de sonsacarle toda la verdad, contra su voluntad si era preciso. El kender tragó saliva, estragado su gaznate.
—Dame de beber —solicitó.
—No hasta que hables —rehusó Raistlin, al mismo tiempo que miraba de soslayo a Crysania y verificaba que seguía absorta en sus rezos al hacedor del Bien.
—Yo creí que estábamos escapando —se reafirmó Tas, a pesar de que cada sílaba era como un hiriente puñal que se clavaba en sus llagas interiores—. Utilizamos el artilugio y comenzamos a elevarnos sobre el Abismo, ese universo llano, monótono y yermo que había habitado. Cuando lo examiné desde la altura, se había transformado. Ya no era una extensión desierta, se había poblado de espectros y… —Meneó la cabeza en un arrebato de terror—. ¡No me obligues a evocarlo, Raistlin! No me hagas regresar.
—Chiten —le conminó el mago, sellando su boca con la palma.
La sacerdotisa alzó la vista al vibrar en sus tímpanos aquel murmullo, mas lo único que distinguió fueron las aparentes caricias que el hechicero prodigaba al paciente en los pómulos y, también, la lividez y el estigma del miedo que deformaban el semblante de éste.
—Mejorará —vaticinó, salida de su éxtasis—. Pero unas sombras maléficas flotan en su entorno, impidiendo que el halo restaurador de Paladine haga su labor. Son los fantasmas de su peregrinar, un producto de su fantasía que él discierne como algo real e insuperable. Debe haber vivido una experiencia desoladora para caer en ese histerismo tan discorde con su talante de kender —aventuró, frunciendo su sedoso entrecejo—. ¿No podrías tú averiguar algo más, hallar un sentido a sus alucinaciones?
—Quizá, si nos dejaras solos, se sentiría más cómodo y se sinceraría conmigo —sugirió Raistlin—. Después de todo, somos viejos amigos.
—Tienes razón —accedió la dama antes de incorporarse, sonriente.
—¡No me abandones, señora! —plañó el kender para sorpresa de la sacerdotisa—. ¡Ésa criatura asesinó a Gnimsh! Yo presencié su muerte, socarrado por una llama mágica que brotó de las yemas de sus dedos. No quiero correr la suerte de mi infortunado compañero. Quédate a mi lado. ¡Por favor!
—Vamos, Tas, no te alteres —le aconsejó la mujer y, con ternura, le ayudó a tenderse en el camastro—. Quien quiera que destruyera a Gn… Gnimsh —vaciló, desconocedora de aquel nombre— habrá de enfrentarse a nosotros antes de acercársete. Estás a salvo; Raistlin te cuidará.
—Mis dotes arcanas son poderosas —apostilló el mago—. Seguro que recuerdas su alcance ¿verdad, Tasslehoff?
—Sí —contestó el aludido inmovilizándose, atenazado por la mirada inclemente de su interlocutor.
—Hagamos lo que has propuesto —cuchicheó Crysania al oído del nigromant—. Esos temores, ficticios o no, se han apoderado de él y dificultarán el proceso de su curación. Volveré a mi alcoba por mis propios medios; tú quédate e intenta desentrañar el misterio.
—¿Estamos de acuerdo en no informar a Caramon? —quiso asegurarse Raistlin.
—Desde luego —ratificó ella con firmeza—. No lograríamos sino trastornarle innecesariamente. Mañana vendré a visitarte —prometió al doliente—. Aprovecha estas horas de intimidad para descargar tu alma con el hechicero, y procura dormir. Paladine te velará —susurró, depositando su mano en la sudorosa frente del kender.
—¿Habéis mencionado a Caramon? —preguntó Tas, esperanzado—. ¿Está aquí?
—Sí. Cuando hayas reposado y comido, te llevaremos a su presencia —le garantizó la sacerdotisa.
—¿No podría verle ahora mismo? —rogó el hombrecillo, si bien desvaneció su entusiasmo la conciencia de que el nigromante había fijado en él sus turbulentas pupilas—. Si no os causa mucha molestia avisarle, claro.
—Está muy ocupado —le espetó Raistlin—. Ahora se ha convertido en general, Tasslehoff —añadió, dulcificando su exabrupto para no poner al descubierto sus maquinaciones frente a la sacerdotisa—. Tiene un ejército que conducir y una guerra inminente que ganar, de modo que no le sobra el tiempo.
—Lo comprendo —tuvo que conformarse el enfermo, reclinado en la almohada y con los ojos fijos en su verdugo.
Tras dar una palmada en el hombro del amedrentado kender, Crysania se enderezó y, sabedora de que no podía regresar a su alcoba por el camino normal, recurrió a Paladine. Asió el talismán, masculló una plegaria y se diluyó en la noche.
—Al fin solos, mi querido Tas —se regocijó el archimago, tan cordial su acento, tan solícito mientras arropaba al convaleciente con las mantas y disponía la arrugada almohada bajo su nuca, que el hombrecillo no pudo por menos que estremecerse—. ¿Te encuentras a gusto?
Tasslehoff no consiguió articular una respuesta, ni aun un monosílabo. No tuvo más opción que observar a su visitante, paralizado, preso de una indescriptible asfixia en todas sus vísceras. Raistlin, ajeno a sus cuitas, se sentó en el camastro y paseó la mano por su apelmazado cabello, que apartó de la húmeda frente.
—¿Te has tropezado alguna vez con Dalamar, mi aprendiz? —indagó el nigromante en tono coloquial—. ¡Qué necio soy, claro que sí! Si no me equivoco coincidisteis en la Torre de la Alta Hechicería —rememoró, y sus dedos se deslizaron cual arañas sobre la piel del paciente—. Tú estabas allí cuando el elfo oscuro se rasgó las vestiduras y exhibió las cinco cicatrices de su pecho. ¡Aja! Leo en tu mirada que no lo has olvidado —constató frente al extravío agónico que, de nuevo, se adueñaba de los ojillos desorbitados de su prisionero—. Fue su castigo, Tas, el castigo que le impuse por haber omitido el relato de ciertos hechos trascendentales.
Sus yemas cesaron de serpentear por la epidermis del kender para detenerse en un lugar determinado de sus sienes y ejercer, de momento, una ligera presión. El amenazado, que captó el mensaje que el otro le transmitía, tuvo que morderse la lengua a fin de no gritar.
—Lo recuerdo bien, Raistlin.
—¿No te gustaría experimentar las mismas sensaciones que mi acólito? —le ofreció el hechicero en la misma actitud casual, aunque sin disfrazar su sarcasmo—. Puedo chamuscar tu carne con un simple roce, de igual modo que derretiría la mantequilla con un cuchillo precalentado. Tengo entendido que los kenders os sentís atraídos por todo lo nuevo.
—No todo —le corrigió Tasslehoff en un susurro desesperado—. Te narraré lo ocurrido, hasta los detalles anecdóticos. —Hizo una pausa para recapitular y, partiendo del punto donde Crysania les interrumpiera, reanudó su historia—. No fuimos nosotros quienes nos elevamos sobre el Abismo, sino éste el que se zambulló bajo nuestros pies. Luego, como ya te he dicho, vislumbré unas sombras que al principio tomé por espectros si bien, al estudiarlas más atentamente, deduje que eran valles y montañas. ¡También me confundí en esta segunda apreciación, Raistlin! —Exclamó, sobrecogido—. Los umbríos fantasmas eran sus ojos, el irregular paisaje su nariz y su boca. Nos estábamos elevando desde su mismo rostro y, al interponerse la distancia, comprobé que me examinaba con unas pupilas inyectadas en sangre, en fuego, y que separaba sus labios como si pretendiera devorarnos.
»No lo hizo —continuó, todavía afectado por el espectáculo que le había sido dado presenciar—. Subimos más y más, mientras ella se hundía en simas insondables metamorforseada en un torbellino, en un huracán de llamas hasta que, antes de disolverse en su relampagueante aureola, pronunció tres palabras que se me antojaron una condena.
—¿Qué palabras? —demandó el nigromante—. Estoy persuadido de que iban dirigidas a mí. Tiene que ser así, por eso te catapultó a esta época y al reino de Thorbardin. ¿Qué misiva me envía la Reina de la Oscuridad?
—Una enigmática invitación —farfulló el hombrecillo, más ronco a cada segundo—. Dijo textualmente: «Ven a casa».
El efecto de sus revelaciones en el talante de Raistlin asombró a Tasslehoff más de lo que nada había logrado impresionarle en toda su existencia. Había visto al hechicero disgustado, complacido, había presenciado recientemente su más abyecto crimen, había observado cómo se desfiguraba su rostro cuando Kharas, el héroe de los enanos, hundió la certera daga en su carne, pero nunca había sido testigo de una expresión semejante en su faz.
El semblante del mago asumió una lividez tan intensa que el kender creyó por un momento que había muerto, que el impacto le había fulminado de manera instantánea. Los espejos de sus ojos parecieron hacerse añicos, el mudo espectador atisbo su propio e irregular reflejo en las astillas de una visión desmembrada. Sus pupilas cesaron de reconocer su entorno, se tornaron vidriosas al extraviarse en la ciega búsqueda del más allá.
También la mano que descansaba sobre la cabeza de Tas fue víctima de una reacción violenta, en forma de temblores espasmódicos que se propagaron por toda su persona. Raistlin se marchitaba, envejecía a una velocidad de vértigo. En el instante en que se puso de pie, azotó su enteca figura un vendaval invisible pero evidente en sus nefastas consecuencias.
—¿Qué te ocurre? —cuestionó el hombrecillo, feliz por haberse zafado de su indivisa atención, aunque también inquieto ante la singular apariencia que ofrecía.
El convaleciente se sentó en el camastro y comprobó que su mareo se había desvanecido, al igual que el insólito aguijonazo del miedo. Casi volvía a ser el de siempre.
—Raistlin, no pretendía causarte ningún malestar —se disculpó—. ¿Vas a caer enfermo, ahora que yo me siento mejor? Tienes un aspecto lamentable.
El archimago no contestó. Bamboleándose hacia atrás, se desplomó sobre el rocoso muro y permaneció apoyado sin poder evitar que se acelerase su pulso cada vez que inhalaba o intentaba moverse. Después de cubrirse el rostro entabló una encarnizada lucha para recuperar el control de sí mismo, una batalla contra un adversario intangible pero que Tasslehoff visualizó como si de un espectro se tratara.
Emitió el asediado un grito guerrero, impregnado de furia y angustia, y se dio impulso hacia adelante. Agarró el Bastón de Mago y, en el mismo arranque, huyó a través de la puerta abierta envuelto en el fustigador revuelo de su túnica.
Paralizado, perplejo, el kender advirtió cómo, en su enloquecida marcha, el nigromante propinaba un empellón al enano oscuro que montaba guardia en la entrada del calabazo. El centinela ojeó al cadavérico ser que pasaba por su lado en una carrera sin rumbo y, tras exhalar un salvaje alarido, se alejó en sentido opuesto.
Tan repentinamente se habían desarrollado los acontecimientos, que Tasslehoff tardó unos minutos en percatarse de que era libre.
«Crysania estaba en lo cierto —se dijo para sus adentros, llevándose la mano a la frente—. Ahora que me he desahogado me he quitado un peso de encima y aunque, por desgracia, lo he volcado sobre los hombros de Raistlin, no me importa que sufra un poco. Nunca le perdonaré que matase al pobre Gnimsh a sangre fría, no cejaré hasta que me explique sus motivos.
»Pero centrémonos en la acción —se estimuló—. Lo primero que he de hacer es encontrar a Caramon y comunicarle que obra en mi poder el ingenio arcano. Así regresaremos sin demora al hogar. Hogar —repitió, mientras estiraba las piernas en dirección al suelo—: nunca imaginé que este vocablo despertara en mi alma tan dulces asociaciones».
Se disponía a levantarse cuando sus piernas, avezadas a la holgazanería del lecho, se replegaron y rehusaron trabajar.
—¡No os lo consentiré! —se encolerizó Tas con aquellas desvergonzadas—. Sin mí no sois nada, recordadlo bien. Yo soy el jefe, de modo que si os ordeno caminar no os queda otro remedio que obedecer, ¿está claro? Me incorporaré de nuevo, y exijo colaboración por vuestra parte —ordenó, puesta en sus piernas una mirada furibunda.
El alegato no resonó en el desierto. Las piernas se comportaron mejor en la segunda intentona y el kender, aunque todavía fluctuante, consiguió cruzar la lóbrega cámara hacia el corredor iluminado por antorchas que se insinuaban al otro lado de la puerta.
Al llegar al umbral, se asomó, cauteloso, al pasillo. No había nadie, y tampoco al salir divisó sino celdas vacías, tenebrosas, similares a la que él ocupara. Después de avanzar unos pasos, no obstante, atisbo una escalera ascendente en un extremo del túnel y, como en el sentido contrario reinaba una noche perpetua, resolvió probar suerte con la única posibilidad de escape que parecía viable.
«Me pregunto dónde estoy —reflexionó, aunque, en lugar de arredrarse, optó por refugiarse en su filosofía—. De todos modos, una de las ventajas de haber habitado el Abismo es que cualquier otro sitio, aunque sea una cueva inmunda, se nos antoja paradisíaco en comparación».
Tuvo que detenerse en su recorrido a fin de reprender a sus piernas, tercas en su afán de volver a la cama, mas pronto se impuso al motín y arribó sin más novedad al pie de la escalinata. Aprestó el oído y percibió unas voces.
—Alguien departe ahí arriba —susurró con fastidio, al mismo tiempo que se camuflaba en las sombras—. Supongo que son guardianes y, a juzgar por su acento, pertenecen a uno de los clanes enaniles. ¿Cómo se llamaban? ¡Ah, sí, dewar! —Se quedó muy quieto, deseoso de discernir alguna de las frases que intercambiaban aquellas criaturas de timbre cavernoso—. Al menos podrían expresarse en una lengua civilizada —protestó al rato, incapaz de comprenderlas—. Lo único que saco en claro es que reina entre ellos cierta excitación.
La curiosidad pudo más que él. Ascendiendo el primer tramo de peldaños, aventuró la cabeza alrededor del ángulo que formaba el rellano y volvió a recular.
«Son dos —recapituló con un suspiro de desaliento—. Obstruyen la escalera; no hay forma de sortearlos».
Sus herramientas y armas le habían sido arrebatadas en las mazmorras de Thorbardin, junto a sus otras pertenencias, pero le quedaba el cuchillo en el cinto. «De nada me servirá contra sus pertrechos», admitió, al perfilarse en su mente la imagen de una de las descomunales hachas que había visto en manos de los custodios.
No desesperó. «Quizá se vayan pronto», se alentó, y aguardó. Los enanos parecían exhaustos, mas sin duda les habían dado instrucciones de defender sus puestos y no los abandonarían aun a costa de echar raíces.
«No puedo pasarme aquí todo el día o toda la noche, sea cual fuere la hora —rezongó—. Como mi padre solía comentar, "dialoga siempre antes de recurrir a la argucia". Lo peor que pueden hacerme, sin contar el asesinato, es encerrarme de nuevo, lo que no sería muy grave dado el estado de los candados. Forzarlos no me llevaría más que unos minutos. ¿Era mi progenitor quien citaba este dicho —meditó mientras se encaramaba en el tramo siguiente—, o mi tío Saltatrampas?».
Una vez en la cúspide se enfrentó, como había augurado, a dos dewar, que se sobresaltaron al reparar en su presencia.
—Hola —les saludó el kender con su habitual desenfado—. Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó, y les alargó la mano—. ¿Cuáles son vuestros nombres? ¿No queréis revelármelos? No importa, lo más probable es que nunca llegue a pronunciarlos correctamente. Soy un prisionero —informó— y busco al individuo que me tenía confinado en una de esas celdas del sótano, un mago de Túnica Negra. Me estaba interrogando cuando le relaté algo que debió de pillarlo desprevenido, pues sufrió una especie de ataque y salió a toda prisa de la estancia. Olvidó atrancar la puerta, así que… ¡Sois unos groseros!
Le arrancó esta exclamación la insultante actitud de los dewar, quienes, después de espiarlo con creciente alarma, emitieron un aullido apenas articulado, giraron sobre sus talones y se batieron en retirada.
—¡Antarax! —gritaban al alejarse, dejando al kender mudo de estupor.
—¿Qué significará ese término? —caviló Tasslehoff—. Veamos, es la versión enanil de «muerte ardorosa» —descompuso la palabra, gracias a los conocimientos recibidos de Flint—. ¿Muerte ardorosa? ¡Ya lo tengo! Se refieren a la peste, creen que todavía padezco ese mal y por eso me temen. Podría explotar la circunstancia, aunque no estoy seguro de que sea una buena idea.
Abstraído en su dilema, no se había percatado de que se hallaba en otro pasillo de considerable longitud, tan desangelado y deprimente como el que acababa de dejar. «Sigo ignorante de mi paradero —pensó al examinarlo—, y nadie parece inclinado a ponerme en antecedentes. Las únicas vías practicables son la escalera del subterráneo y el camino que han tomado los dewar, de modo que iré tras ellos por si averiguo dónde se ha instalado Caramon. No puede estar muy lejos».
Pero sus piernas, que ya habían registrado una primera queja contra el mandato de caminar, manifestaron mediante un signo inequívoco que no estaban en disposición de correr. Avanzó Tas a trompicones en persecución de los enanos que, más prestos, habían desaparecido de su radio de mira cuando alcanzó la zona intermedia del pasillo. Resoplando, un poco débil pero resuelto a encontrar a su amigo, el kender acometió unas nuevas escaleras por donde intuyó que se habían esfumado los escurridizos hombrecillos, ya que no había otras ramificaciones en el corredor y, de haber jalonado los prófugos toda su extensión, no habría perdido su rastro. Una vez hubo coronado su ascensión, dobló una esquina y se detuvo de manera súbita.
—¡Cuidado! —se alertó, y se agazapó en las sombras—. ¡Cállate, Burrfoot! —se amonestó con severidad, sellando su propia boca—. ¡Es todo el ejército de los dewar!
Ciertamente, esa impresión daba la asamblea con la que casi había topado. Los dos centinelas que había espantado estaban difundiendo la noticia entre una veintena de compañeros de su clan y, oculto en su rincón, el kender oyó su estruendosa cháchara y quedó convencido de que no tardarían en arrojarse sobre él. Sin embargo, no sucedió tal cosa.
Esperó, atento a la más mínima señal de movimiento, hasta que, harto de tanta incertidumbre, oteó el panorama con la mayor precaución posible. Constató entonces que algunos de los enanos reunidos no eran dewar, que su pulcritud, sus cuidadas barbas y las brillantes armaduras que les cubrían en nada se asemejaban a los raídos portes exhibidos por sus contertulios. Los hombrecillos más dignos estaban contrariados, sometían a uno de los centinelas a un escrutinio amenazador que hizo encogerse a éste como si fueran a desollarle.
—¡Enanos de las Montañas! —les reconoció Tasslehoff en la cumbre del estupor—. Según Raistlin son el enemigo, deberían estar en sus laberintos y no en los nuestros. Suponiendo que nos hallemos en una de esas fortalezas cavadas en la roca, claro, lo que resulta obvio a la vista de las recias paredes y grutas que me circundan. Pero, si es así, ¿qué pintan esas criaturas en el terreno contrario?
Uno de los Enanos de las Montañas habló, y Tas se regocijó.
—¡Al fin, uno que usa un vocabulario inteligible!
El motivo de su júbilo era que el desconocido, debido a las diferencias lingüísticas de ambas razas, se expresaba en una tosca mezcla de idioma común y enanil.
Su parrafada versó, por lo que el kender pudo entender, sobre lo poco que le interesaban un mago chiflado o un prisionero errabundo y apestado.
—Hemos hecho esta incursión para cobrarnos la cabeza del general Caramon —declaró el cabecilla de los habitantes de las Montañas—. Según tú el hechicero nos la prometió y, como en principio todo debe estar arreglado, prescindiré de entrevistarme con el Túnica Negra, que no me inspira ninguna confianza. Y ahora, Argat, respóndeme: ¿Estáis preparados? ¿Atacaréis al ejército desde dentro? ¿Mataréis al mandamás, o era sólo una estratagema? En este último caso, las familias que dejasteis en Thorbardin serán ajusticiadas sin piedad.
—¡No hay estratagema que valga! —bramó el llamado Argat, apretando el puño—. Entraremos en acción en seguida. El general se encuentra en la sala del consejo, ultimando la estrategia, y el mago nos garantizó que se las ingeniaría para que no le acompañase más que su guardia personal. Mientras, nuestros hombres incitarán a la batalla a los Enanos de las Colinas y, cuando cumpláis vuestra parte del trato y se anuncie que han sido abiertas las puertas de Thorbardin…
—En este mismo momento suenan los clarines —espetó el infiltrado—. Si estuviéramos por encima de la superficie podrías oír su clamor, tal como convinimos. ¡Las tropas han emprendido la marcha!
—¡Vamos sin demora! —propuso el dewar y añadió, inclinándose en una burlona reverencia—: Invito a su señoría a estar presente cuando decapitemos al general.
—Acepto gustoso —repuso el otro—, aunque sólo sea para asegurarme de que no habéis conspirado otra vez contra nuestro pueblo.
Tas cesó de escuchar. Apoyado en el muro, no era consciente sino del hormigueo de sus piernas y un ominoso retumbo en sus tímpanos.
«¡Caramon! —vociferó para sus adentros, intentando ordenar sus confusas ideas—. ¡Quieren matarle, y Raistlin es el artífice de la traición! ¡Mi desdichado amigo a punto de sucumbir en un plan urdido por su propio gemelo! Si se enterase caería víctima del pesar; esos enanos no precisarían de sus hachas».
De pronto el abatido kender levantó la cabeza y se recriminó, casi en un bramido audible:
—Tasslehoff Burrfoot, ¿qué haces aquí como un pasmarote o, peor aún, como un enano gully que ha hundido un pie en el fango? Tienes que salvarle, prometiste a Tika que te ocuparías de él.
«¿Salvarle tú, botarate? —zumbó en su interior una voz que se parecía sospechosamente a la de Flint—. ¡Ahí se han congregado una veintena de enanos, y tú sólo estás armado con un cuchillo apto para matar conejos!».
—Ya se me ocurrirá algo —se rebeló el kender—. Tú quédate sentado en tu árbol y no te interfieras en mis asuntos.
Oyó un gruñido inconfundible; pero, ignorándolo, enderezó la espalda, desenvainó su pequeño cuchillo y echó a andar por el corredor con ese perfecto sigilo que tan sólo un kender puede conseguir.
Tenía el cabello crespo, negro, y una ambigua sonrisa que más tarde los hombres hallarían irresistible en su hija. Poseía la cándida honestidad que había de caracterizar a uno de sus vástagos varones y también un don, un raro y portentoso poder, que heredaría el tercer miembro de su progenie.
La magia corría por sus venas, al igual que luego bañaría las de su hijo. Pero era frágil de voluntad y de espíritu, una mácula en su naturaleza que la conduciría a morir a causa de su incapacidad para controlar sus propias facultades.
Ni Kitiara, férrea en sus emociones, ni tampoco el corpulento Caramon lamentaron en exceso la muerte de su madre. Kitiara le profesaba el odio que sólo inspiran los celos y, en cuanto al guerrero, aunque quería a la mujer que lo concibió, se sentía más vinculado a su indefenso gemelo. Además, las extrañas ensoñaciones y trances místicos que tan a menudo la transportaban eran un completo enigma para el entonces joven mercenario.
Pero su fallecimiento produjo en Raistlin un efecto devastador. Era el único de los tres que la comprendía, que se apiadaba de su debilidad pese a despreciarla por esa misma lacra. Se enfureció con ella porque se había ido, porque le había dejado solo en el mundo sin más compañía que sus dotes arcanas. Su desaparición le llenó de disgusto y al mismo tiempo de miedo, pues veía en la suerte de su madre un heraldo de su propio destino.
Al perecer su esposo, la madre del hechicero se sumió en un decaimiento obsesivo del que nunca más había de emerger. El aprendiz de mago nada pudo hacer sino asistir desvalido a su desmoronamiento, ver cómo se consumía al rechazar el alimento y volar, extraviada, hacia planos de existencia donde únicamente ella tenía acceso. Esta indefensión la destrozó hasta lo más hondo de sus esencias.
La veló en su última noche. Sujetando entre las suyas aquella mano laxa, presenció los prodigios que invocaba en el momento crucial y, al igual que ella, contempló la manifestación de una magia distorsionada a través de unas cuencas oculares hundidas, febriles, que en nada se diferenciaban de las de la agonizante.
Se prometió a sí mismo que a nada ni a nadie le concedería la posibilidad de manipularle de aquel modo, ni a sus hermanos, ni al arte arcano ni a los dioses. Sólo él se erigiría en la fuerza viviente que había de guiar sus pasos.
Más que una promesa fue un juramento solemne, irrevocable. Pero era aún muy joven, apenas un adolescente obligado a enfrentarse a la muerte solo, envuelto en la penumbra de la alcoba. Junto a él exhaló su madre el último suspiro y, antes de que expirase, el asustado muchacho apretujó sus exánimes y largos dedos —tan semejantes a los suyos—, y le suplicó en un mar de lágrimas:
—Madre, ven a casa… ¡Ven a casa!
Y ahora, en Zhaman, escuchaba aquellas mismas palabras, aquella frase suplicante que le desafiaba trocada en una irrisoria mofa. Retumbaba en sus oídos, rebotaba contra los recovecos de su mente con un repiqueteo discorde, salvaje. Un estallido de dolor le impulsó a apoyarse en el muro más próximo.
Raistlin había visto una vez cómo Ariakas, el malvado Señor del Dragón, torturaba a un caballero que había capturado encerrándole en un campanario. Los oscuros clérigos tañeron las campanas en loa a su Reina durante toda la noche y, a la mañana siguiente, encontraron al prisionero muerto, con una máscara de terror tan espantosa sobre su rostro que incluso los más avezados a practicar la crueldad se deshicieron del cadáver sin osar examinarlo.
El archimago se sentía enjaulado en su propia torre de resonancias, era la repetición de un ruego que él pronunciara lo que le anunciaba su sino en el cráneo. Jadeante, sujetándose la cabeza entre las manos, hizo un intento desesperado por amortiguar los atronadores ecos.
«Ven a casa…, ven a casa». Mareado, ciego a causa del suplicio, buscó alivio en la huida. Corrió sin norte, sin saber adonde iba, con el único propósito de escapar. Flaquearon sus insensibles pies y, tropezando con el repulgo de su túnica, se desplomó.
En la caída, un objeto redondo salió despedido de uno de sus bolsillos mágicos y rodó por el suelo. Al reparar en él, Raistlin ahogó una exclamación de rabia y de pánico, pues aquella pequeña esfera constituía otra prueba fehaciente de su fracaso. En efecto, se trataba del Orbe de los Dragones que, resquebrajado, extinto, inútil, parecía resuelto a abandonarle en la hora de su declive. Se lanzó hacia la bola frenéticamente, mas ésta se deslizó cual una canica sobre las losas y eludió su garra. Se arrastró tras el escurridizo ingenio hasta que al fin se detuvo y, cuando se disponía a recuperarlo, también él se inmovilizó. Ante él se erguía, imponente, el Portal.
Era idéntico al de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas: una doble hoja ovalada que se alzaba sobre una plataforma, adornada y custodiada por cinco cabezas reptilianas. Sinuosos sus cuellos, encaradas hacia dentro, las bocas de aquellas criaturas permanecían abiertas como si reclamasen en silencio el tributo debido a su soberana.
En Palanthas, la puerta estaba atrancada. Nadie podía traspasarla salvo los moradores del Abismo al salir en dirección opuesta, un evento improbable dado que ni siquiera la Reina tenía opción a desplazarse a su antojo al plano real de la existencia. Este acceso se hallaba asimismo ajustado, pero había dos seres en el mundo capaces de cruzarlo: un clérigo de túnica blanca que ostentara el estandarte del Bien supremo y un archimago ataviado de negro, exponente de la malignidad en su más amplio sentido. Una combinación harto difícil, exigida por los grandes hechiceros con la esperanza de sellar así para siempre, la comunicación con el universo de la inmortalidad.
Cualquier persona corriente, al escrutar el Portal, no habría divisado sino un espacio de brumas, desnudo y gélido. Pero el nigromante había cesado de pertenecer a ese grupo. Tras tantos años de concentrar sus energías y estudios en la consecución de su objetivo, de acercarse a su divinidad, se hallaba ahora en suspenso entre ambos mundos. Con sólo mirar la impresionante hoja, casi podía penetrar la negrura que la escudaba, una negrura que oscilaba frente a sus ojos. Apartando sus pupilas de tan fascinador y temible reto, se afanó en recobrar el Orbe.
«¿Cómo ha podido escapárseme?», pensó, malhumorado. Guardaba la esfera en una bolsa, que, a su vez, había embutido en el fondo de un bolsillo oculto, a salvo de incidentes. No tuvo que cavilar mucho, sin embargo, ya que conocía la respuesta. Aquellas bolas mágicas estaban dotadas de un poderoso instinto de autopreservación. La de Istar se había librado del Cataclismo engatusando a Lorac, el rey elfo, para que la robase y la llevara a Silvanesti, hasta que, al comprender que ya no le sería posible utilizar a aquel demente, se había adherido a Raistlin como una rémora. Había rescatado de la muerte a su nuevo poseedor, o poseído, en la Gran Biblioteca de Astinus, y más tarde había conspirado con Fistandantilus cuando éste pretendía entregar al joven a la Reina Oscura. Ahora presentía la vecindad del mayor peligro de su existencia, de modo que trataba de fugarse.
El hechicero no había de permitirlo. Estirando la mano, la cerró firmemente sobre el Orbe.
Oyó un ominoso rechinar y, al levantar la cabeza, advirtió que el Portal se había entreabierto. No estaba aquella brecha destinada a admitirle, sino a avisarle del castigo que entrañaba el fracaso.
Postrado sobre sus rodillas, cobijada la esfera en su pecho, Raistlin notó frente a él la egregia presencia de Takhisis, Reina de la Oscuridad. Un repentino sobrecogimiento le indujo a encorvarse, tembloroso, en una reverencia a los pies de la hacedora.
—Estás condenado —murmuró la voz de la Reina en sus entrañas—, compartirás la desdicha de tu madre. Devorado por tu magia, quedarás embrujado para toda la eternidad sin que acuda en tu socorro el dulce consuelo de la muerte.
Tan despiadado oráculo apabulló al nigromante. Su cuerpo se contorsionó como lo hiciera el marchito cuerpo de Fistandantilus al aplicar él, su inveterado adversario, el colgante del rubí a su pecho. Reclinó la cabeza en el suelo de piedra del mismo modo que, en sus pesadillas, la apoyara en el tajo de su verdugo, en un mudo reconocimiento de su derrota.
Mas, en su interior, bullía un resquicio de fortaleza. Tiempo atrás Par-Salian, el máximo dignatario de la Orden de los Túnicas Blancas, había recibido un encargo de los dioses. Necesitaban las divinidades un mago con especiales virtudes que les ayudara a contener el avance de la perversidad y el anciano, después de muchas deliberaciones, había elegido a Raistlin porque intuía la fuente inagotable de energía que atesoraba. En su juventud aquellas dotes habían sido una masa informe de hierro, pero el viejo adalid abrigaba la esperanza de que el fuego del sufrimiento, la guerra y la ambición moldeara este inservible material hasta fraguar una espada de templado acero.
El hechicero no se dio por vencido. Despacio, se enderezó de su doblegada postura.
El calor que destilaba la furia de la Reina le asedió y, bañado en sudor, el nigromante tuvo la sensación de que si respiraba, el fuego invadiría sus pulmones. La soberana lo atormentaba, se reía de él como habían hecho tantos otros y no obstante, a pesar de las convulsiones que el pavor le infligía, su alma empezó a enardecerse.
Perplejo, intentó analizar tan paradójica reacción. Se esforzó en recuperar el control hasta que, exhausto y tembloroso, desterró de sus tímpanos los zumbidos generados por la voz de la diosa, de su madre. Cerró también los ojos para conjurar la mueca socarrona de aquella figura detestable.
Le acunó la oscuridad y, en sus reconfortantes vapores, pudo discernir el temor de su Reina. ¡Sentía miedo de él!
Sin precipitarse, Raistlin se puso de pie. Un viento tórrido procedente del otro lado del Portal agitó los pliegues de sus vestiduras, tan huracanado que por un momento se creyó transportado en una nube de tormenta. Ahora podía mirar de frente a su rival, fijar la vista en aquella hoja siniestra con una sonrisa túrbida, amenazadora, en los labios. Plantado en la actitud del que presenta la réplica a un enemigo insignificante, arrojó el Orbe contra el acceso.
Al estrellarse en su diana, la esfera se hizo añicos. Invadió el aire un alarido apenas perceptible y varios pares de alas espectrales batieron vigorosas en derredor del mago antes de disolverse, tan prontamente como habían surgido, en volutas de humo.
Una fuerza descomunal, que nunca había sospechado poseer, regó su persona. El descubrimiento de un punto vulnerable en su adversaria actuaba sobre él como un elixir embriagador, su mágico influjo bajó de su mente hasta su corazón y se vertió, a través de las venas, en todo su ser. El poder acumulado, duplicado, de múltiples siglos de sabiduría constituía su más sagrada pertenencia, suya y de Fistandantilus.
Oyó en aquel instante el nítido sonido de un clarín, tan fría su música como la brisa de las níveas montañas que albergaban a los enanos. Puras y cortantes, las notas del lejano instrumento se desintegraron en mil ecos que disiparon las enloquecedoras voces y le invitaron a adentrarse en la penumbra, confiriéndole el poder de abatir a la misma muerte.
No se dejó atraer, no era su intención atravesar tan pronto el Portal. Prefería aguardar un poco más, aunque si era imprescindible estaba decidido a afrontar su destino. La aparición del kender significaba que el tiempo podía alterarse, y al desembarazarse del gnomo había adquirido la certeza de que no habría interferencias del ingenio mágico, unas interferencias que habían destruido a Fistandantilus.
Raistlin dirigió una última, prolongada mirada al acceso, antes de despedirse con una cortés inclinación de cabeza de la Reina y encaminarse de nuevo hacia el pasillo.
De rodillas, Crysania oraba en su aposento.
Después de visitar al kender había querido acostarse sin demora, pero un extraño presagio la mantuvo despierta. Flotaba en el ambiente una quietud expectante, un silencio que, lejos de calmarla, la colmaba de inquietud. El sueño no acudió a su llamada, estaba alerta, despejada como no recordaba haberse sentido en toda su vida.
El cielo se hallaba profusamente iluminado: la ígnea aureola de las estrellas ardía en la negrura y Solinari, la luna de plata, refulgía cual una daga. La sacerdotisa distinguía los objetos de la estancia con una claridad antinatural. Parecían vivos, vigilantes y tan ansiosos como ella.
Perturbada, trató de distraerse oteando el firmamento. Rastreó las constelaciones que lo poblaban, el eje central configurado por Gilean, el Fiel de la Balanza, en torno al que pululaban Takhisis, la Reina de la Oscuridad, el Dragón de Muchos Colores y de Ninguno y Paladine, el Guerrero Valiente, conocido también como el Dragón de Platino. A sus flancos se dibujaban las lunas —Solinari, el Ojo de los Dioses y Lunitari, la Vela de la Noche—, circundadas a su vez por los dioses menores y, entre éstos, por los planetas.
En algún lugar recóndito se escondía el otro satélite, la luna negra que sólo Raistlin podía ver.
Mientras examinaba el panorama celeste, a Crysania se le enfriaron los dedos por haberlos posado en la pétrea repisa del alféizar. Se percató de que estaba tiritando y resolvió retirarse, tratar de dormir, mas el trémulo palpito nocturno la conminó a aguardar.
Fue entonces cuando oyó el clarín, un clamor prístino y punzante que se abrió paso hasta su corazón y que, cual un himno de victoria ajena, le heló la sangre en las venas.
En aquel preciso instante, se abrió la puerta de su dormitorio. No le sorprendió que fuera él. Una voz interior le había advertido de su venida, así que dio media vuelta y, sosegada, le observó.
Raistlin se silueteó en el umbral, en un limpio contraluz producido por las antorchas que alumbraban el pasillo y también por su propia luz, que brotaba de sus entrañas para derramarse sobre su atavío en una aureola nada halagüeña.
Incitada por una fuerza singular, la dama desvió de nuevo la mirada a las esferas celestiales y vislumbró, en un halo de opacidad semejante al del archimago, a Nuitari, la Luna de las Tinieblas sobre la que antes meditara.
Entornó los párpados, abrumada por el latido que se había agolpado en sus sienes y por la alteración que había sufrido su pulso. Luego, dueña otra vez de sus actos, se arriesgó a encararse con el nigromante.
Contuvo el aliento. Le había visto en el éxtasis de su magia, había presenciado su combate contra la derrota y la muerte, pero nunca se le había presentado en la plenitud de sus energías, en la majestad de su poder. Una sapiencia más antigua que el mundo y el centelleo de la inteligencia esculpían sus rasgos, se plasmaban en unas líneas que desvirtuaban su expresión hasta hacerle irreconocible.
—Ha llegado la hora, Crysania —anunció el mago, tendiéndole sus manos. La eclesiástica las asió, con los dedos aún yertos, y al entrar en contacto con su tibieza, el contraste fue tan brusco que casi se abrasó.
—Tengo miedo —confesó en un murmullo.
—Nada has de temer —la alentó el hechicero—. Tu dios te protege, no me cabe la menor duda. Es la Reina de la Oscuridad la que está asustada. ¡Siento su pánico como una vibración en mis vísceras! Juntos, tú y yo podremos transgredir los límites del tiempo y penetrar en el universo de la muerte. Juntos batallaremos contra la negrura, postraremos a Takhisis.
Sus manos la acercaron a su pecho y, abrazándola, estampó en aquellos labios sensuales, delicados, un beso que privó a la mujer del aliento.
Con los ojos cerrados, la sacerdotisa dejó que el fuego mágico, el mismo que consumiera los cadáveres en la aldea del valle, derritiera su cuerpo y, con él, el blanco caparazón de frialdad tras el que se había agazapado durante los últimos años.
Raistlin se apartó y, mientras acariciaba el contorno de la boca femenina, le alzó el mentón para que se cruzasen sus pupilas. Crysania se vio reflejada en la inmensidad de aquellos espejos, contempló la radiante aura de luz que resaltaba su belleza, su poderío. La imagen que le devolvía el alma del nigromante a través de las dilatadas pupilas era la de una criatura amada, venerada, una defensora infatigable de la verdad y la justicia que vencía para siempre las miserias, los sinsabores del mundo.
—Alabado sea Paladine —musitó.
—Alabado sea —coreó el mago—. Una vez más, te daré un talismán. Del mismo modo que garanticé tu integridad cuando atravesaste el Robledal de Shoikan te guardaré ahora, mientras atraviesas el Portal.
La sacerdotisa se puso a temblar y él, estrujándola de nuevo entre sus brazos, aplicó los labios a su frente. Un dolor lacerante se adueñó de la dama quien, pese a su momentáneo desmayo, ahogó el grito que surgía de su garganta.
—Ven —la invitó el hechicero, sonriente.
A lomos de un alado encantamiento, ambos abandonaron la estancia en busca de la noche en el instante en que los rojizos rayos de Lunitari se esparcían sobre la negrura, como ríos de sangre convocados por el hiriente cuchillo de Solinari.
—¿Y los carros de abastos? —preguntó Caramon en el tono monótono, calculado de quien conoce de antemano la respuesta.
—Todavía no hemos recibido ninguna noticia, señor —repuso Garic, evitando la intensa mirada del general—. Pero esperamos su llegada.
—No vendrán. Han sufrido una emboscada, no finjas ignorarlo —le atajó el guerrero.
—Al menos hemos encontrado agua —apuntó el caballero.
El guardián hizo un valiente esfuerzo para infundir ánimo a sus palabras, pero fracasó estrepitosamente. Incapaz de disfrazar su consternación, fijó la vista en el mapa que había extendido en el escritorio y, nervioso, trazó un círculo alrededor de un punto coloreado de verde.
—Un pozo que se habrá vaciado antes del mediodía —comentó Caramon con un fatalismo poco habitual en él—. Quizá por la noche vuelva a llenarse, pero mi sudor sabe mejor. Su gusto salobre es más agradable que el de ese manantial alimentado por corrientes marinas.
—Aun así, es potable. Habrá que racionarla, aunque no creo que se seque la fuente. He apostado centinelas en el paraje —informó el soldado.
—Bien hecho —le aplaudió su superior—. De todas maneras, dentro de unas horas no quedarán hombres suficientes para agotar ni siquiera el contenido de un barril.
Mientras profería tan pesimista augurio, el general apartó de su rostro los ensortijados y largos mechones de su cabello. Hacía calor en la sala, un calor asfixiante. Un criado demasiado celoso del deber había acumulado un haz entero de leña en el hogar antes de que Caramon, acostumbrado a vivir al aire libre, pudiera detenerle. El hombretón había abierto el ventanal a fin de admitir la fresca brisa, mas la fogata que ardía a su espalda parecía dispuesta a tostarle la carne.
—¿Cuántos desertores se han registrado hoy? —inquirió.
—Un centenar, señor —dijo Garic en actitud reticente, tragando saliva.
—¿Adónde han ido? ¿Quizá a Pax Tharkas?
—Eso creemos.
—¿Qué más has de comunicarme? —indagó el guerrero, que no había cesado de estudiar el rostro de su oponente—. Me ocultas algo, lo leo en tus ojos.
El joven caballero se sonrojó. Se adueñó de él el deseo repentino de que mentir no contraviniese todos los códigos del honor que tan arraigados tenía, habría sacrificado su vida con tal de no apenar a aquel hombre admirable e incluso meditó sobre la posibilidad de engañarle, de ahorrarle un disgusto. Vaciló, pero, al mirar a su ídolo, constató que no era necesario incurrir en aquella falta. Caramon estaba al corriente.
—Se trata de los bárbaros, ¿no es cierto? —ayudó al titubeante soldado.
Garic bajó la cabeza, un ademán más expresivo que cualquier asentimiento verbal.
—¿Todos?
—Sí, señor.
El mandamás entornó los párpados y, con un suspiro, agarró uno de los pequeños peones de madera que había distribuido sobre el mapa para reproducir el emplazamiento y la disposición de sus tropas. Perdido en sus cavilaciones, jugueteó con la figurilla hasta que, de pronto, exhaló un improperio y la arrojó a las llamas. Tras unos momentos de silencio, hundió la faz en sus manazas y declaró:
—No culpo a Darknight por lo que ha hecho. Él y sus hombres se tropezarán con múltiples vicisitudes, ya que los Enanos de las Montañas deben de haber bloqueado los pasos. Ése es sin duda el motivo de que no hayan llegado los suministros, y significa también que nuestro aliado habrá de batallar para franquearse el acceso a su patria. ¡Los dioses le guarden de todo mal!
Permaneció callado unos instantes antes de exclamar, apretando el puño:
—¡Maldito sea mi hermano! No se ha inventado un castigo digno de su vileza.
Garic se agitó en un escalofrío y se apresuró a escudriñar la estancia, temeroso de que el nigromante se materializara entre las sombras.
—Nada lograremos lamentándonos —razonó el hombretón, al mismo tiempo que se enderezaba y volvía a consultar su cartografía—. En mi opinión, nuestra única esperanza reside en agrupar al menguado ejército en el llano y obligar a los enanos a salir, a combatirnos en campo abierto, de tal modo que podamos utilizar la caballería. Nunca asaltaremos su refugio en el seno de la tierra —añadió, prendida de su voz una nota de amargura—, pero al menos nos batiremos en retirada con todas nuestras fuerzas intactas. Una vez en Pax Tharkas, la fortificaremos y…
—¿General? —Quien así le llamaba era uno de los centinelas de la entrada, azorado por tener que interrumpirle—. Disculpa mi intromisión, señor, pero un emisario solicita audiencia.
—Hazle pasar —accedió el guerrero.
Cruzó el umbral un hombre joven. Cubierto de polvo, enrojecidos sus pómulos a causa del frío, dirigió una mirada anhelante al cálido hogar, pero antes, imbuido de su deber, avanzó hacia Caramon a fin de entregarle el mensaje que portaba.
—Puedes calentarte si gustas —le ofreció éste, señalándole la fogata—. Me alegro de que alguien pueda beneficiarse de la sofocante atmósfera que crea esa horrible hoguera. En cualquier caso, su influjo no empeorará la crítica situación que, intuyo, has venido a exponerme.
—Gracias, señor —susurró el recién llegado. Se aproximó al fuego y estiró las manos para desentumecerlas, mientras explicaba—: La nueva que traigo es que los Enanos de las Colinas han abandonado Zhaman.
—¿Cómo? —vociferó Caramon, incrédulo—. Supongo que no habrán regresado a sus regiones, ¿verdad?
—Han iniciado la marcha hacia Thorbardin —le reveló el mensajero—. Les acompañan los Caballeros de Solamnia.
—¿Qué desafuero es éste? —se encolerizó el general, tanto que su puño se incrustó en el escritorio y los hitos salieron despedidos por el aire—. Mi hermano es el instigador —aseveró.
—Te equivocas, señor. Fueron los dewar —le rectificó el humano—. He recibido instrucciones de darte esta misiva.
Extrajo un pergamino de una bolsa y se lo alargó a Caramon, quien lo desenrolló precipitadamente.
«General Caramon:
Espías dewar acaban de poner en mi conocimiento que las puertas de la Montaña se abrirán cuando suenen los clarines. Nuestro plan es abalanzarnos sobre el enemigo. Si partimos al alba, arribaremos antes del anochecer. Siento mucho no haberte hecho partícipe de nuestro proyecto, pero el tiempo apremia. Puedes estar seguro de que se te reservará la parte del botín que te corresponde. Brille la luz de Reorx sobre vuestras hachas.
Sin proponérselo, el hombretón recordó el pergamino manchado de sangre que sostuviera en su mano la noche en que les atacaron en la tienda. «El archimago os ha traicionado», rezaba.
—Los dewar —gruñó en voz alta—. Son espías, de acuerdo, pero no a nuestro servicio. También han dado pruebas de su deslealtad, aunque estoy convencido de que nunca perjudicarían a su propio pueblo.
—En ese caso, la única conclusión posible es que nos han tendido una trampa —comprendió Garic.
—Sí, y hemos caído en ella como conejos —ratificó Caramon, evocando el episodio no muy lejano en que Raistlin devolviera la libertad a uno de esos animales—. ¡No puede estar más claro! Nos rindieron Pax Tharkas porque recuperarla no había de resultar difícil, sobre todo si sus defensores morían antes de parapetarse. Nuestros seguidores desertan en tropel, los bárbaros de las Llanuras se van y, previamente engatusados, los Enanos de las Colinas deciden atacar Thorbardin flanqueados por los dewar. Y, cuando el sonido de las trompetas vibre en la fortaleza de la Montaña…
Retumbó un clamor musical, y el guerrero se sobresaltó. ¿Había oído un clarín o formaba parte de un sueño, de una pesadilla que cabalgaba sobre la grupa de una terrible visión? Casi vislumbraba al enano que arrancaba la ominosa nota del instrumento, y también a los dewar mientras despacio, de manera imperceptible, se desplegaban entre las filas de sus supuestos aliados. Unas descargas de hacha, varias escaramuzas hábilmente conducidas, y todo habría terminado.
Las tropas de Reghar nunca sabrían quién les había abatido, no tendrían la más mínima oportunidad de volverse.
En la mente de Caramon resonaron los gritos de guerra, los estampidos de botas con remaches de hierro, el estrépito de las armas en sus certeros lances y los aullidos ásperos, discordantes, de los agredidos. Era real, demasiado para desentenderse.
Extraviado en su alucinación, apenas reparó en la extrema lividez que había asumido el semblante de Garic. Desenvainando la espada, el joven caballero echó a correr hacia la puerta con un bramido que devolvió al general al presente. Se giró éste sobre sus talones y vio una negra marea de enanos, un bullente amasijo que se arracimaba al otro lado del umbral.
—¡Una emboscada! —anunció el fiel guardián.
—¡Recula! —le ordenó su superior con voz estruendosa—. No salgas, los caballeros han partido y esos asaltantes nos triplican, al menos, en número. Estamos solos, no podemos vencerlos. ¡Quédate en la estancia, cierra la puerta! —insistió a la vez que, de un salto, se plantaba detrás del valeroso soldado y le arrastraba hacia el interior—. ¡Centinelas, entrad!
Uniendo la acción a la palabra, el general asió por el brazo a uno de los dos hombres que, apostados en el exterior, se debatían para salvar la vida, en el momento mismo en que un dewar se arrojaba sobre él. Caramon enarboló su espada y, de una ágil estocada, hendió el yelmo del adversario. La sangre manó a borbotones, mas el guerrero no le prestó atención y, tras colocar al centinela a salvo del enemigo, embistió a la horda de enanos oscuros que se amontonaban en el corredor.
—¡Ponte a cubierto, necio! —espetó por encima del hombro al segundo guardián, quien, después de una breve vacilación, acató su mandato.
El objeto de la feroz arremetida del hombretón era desestabilizar a sus rivales. Surtió efecto. Los hombrecillos perdieron el equilibrio y retrocedieron presas del pánico frente al espectáculo que ofrecía aquella gigantesca fiera. No obstante, su pavor fue fruto de la sorpresa y, como tal, pronto se disipó. El inesperado agresor constató que, en cuestión de segundos, las abyectas criaturas recobraban la cordura y el valor.
—¡General, cuidado! —le advirtió Garic, que se hallaba en el umbral con la espada aún en la mano.
Sabedor de su inferioridad de condiciones, Caramon dio media vuelta y emprendió carrera hacia la sala del consejo. Pero su pie resbaló en el charco de sangre y se desmoronó, torciéndose la rodilla. Con un rugido ensordecedor, los dewar le acometieron.
—¡Entrad todos y atrancad el acceso, no hagáis heroicidades! —urgió el guerrero a sus hombres, y desapareció bajo los arremolinados enanos.
Desazonado, maldiciéndose por no haber intervenido, Garic irrumpió en la reyerta. El astil de un hacha se estrelló contra su brazo y sintió crujir el hueso, como si se hubiera astillado bajo el tremendo impacto. «Por fortuna —pensó, indiferente al dolor y la subsiguiente pérdida de sensibilidad—, no ha sido el de la espada». Danzó el filo en el aire, y un contrincante cayó decapitado. Rasgó el aire el canto de un pertrecho enemigo, mas erró el golpe y, para colmo de venturas, el agresor sucumbió al poderoso golpe de uno de los centinelas de la puerta.
Aunque incapaz de levantarse, el hombretón batalló con toda su energía. Un puntapié de su pierna ilesa catapultó a dos enanos oscuros contra sus compinches y, aprovechando la confusión, el forzudo luchador se inclinó de costado y cruzó de un revés el rostro de un tercero ayudado por su recia empuñadura, que, al abrir la brecha, vertió la sangre del herido. Bañado de savia vital hasta los codos, coronó su impulso en sentido inverso y hundió la hoja en el vientre de otro dewar. El súbito arranque del caballero le había proporcionado una leve ventaja, le había rescatado de la muerte, pero poco duró el regocijo.
—¡Caramon, encima de ti! —volvió a prevenirlo su esbirro.
Tumbándose de espaldas, el incansable general reconoció la figura erecta, firme de Argat con el hacha equilibrada sobre su cabeza. En un movimiento reflejo, también él blandió su arma. Mas cuatro enanos, atentos a la maniobra de su cabecilla, lo sujetaron con fuerza y lo atenazaron contra el suelo.
Al borde del llanto, con una rabia que cegaba sus ojos frente al fulgor de los aceros circundantes, el caballero intentó salvar a su adalid. Fue inútil. Eran demasiados los enanos que le separaban del cautivo, y el hacha de Argat ya había iniciado el descenso.
Concluyó el arma su recorrido, aunque no de la forma prevista. El astil se desprendió de unas manos paralizadas, y Garic observó que al dewar se le desorbitaban los ojos en señal de perplejidad. El hacha se desplomó sobre las ensangrentadas losas con un sonoro repiqueteo, y el verdugo se derrumbó sobre el pecho de la pretendida víctima. Al examinar el cadáver del enano, el guardián descubrió un pequeño cuchillo clavado en su nuca. Alzó los ojos para identificar a la criatura que le había ajusticiado, y su pasmo no conoció límites.
Sobre el cuerpo sin vida del traidor, a horcajadas, se apalancaba… ¡nada menos que un kender!
El caballero pestañeó, persuadido de que el miedo y el dolor le habían trastocado hasta el extremo de concebir fantasmas que sólo en su mente existían. Pero no había tiempo de reflexionar sobre el fenómeno. Había llegado al fin junto a su general y, a su espalda, oía el griterío de los centinelas mientras ponían en fuga a los dewar, quienes, ante la derrota de su cabecilla, habían perdido buena parte de su entusiasmo en cumplir una misión que les habían presentado como una fácil matanza.
Los cuatro enanos que sujetaban a Caramon se retiraron a trompicones cuando el musculoso guerrero comenzó a forcejear bajo el cuerpo de Argat. Agachándose, Garic izó el cadáver por una pieza metálica de su armadura y se deshizo de él para que, ya libre de la farragosa carga, su adalid pudiera incorporarse. El hombretón se levantó vacilante, entre gemidos, como si la tullida rodilla cediera al tener que soportar su peso.
—¡Ayudadnos! —urgió el caballero a los dos soldados con una vehemencia innecesaria, pues, antes de que les llamase, los dos humanos se hallaban a sus flancos.
Entre los tres, con evidente esfuerzo dada la corpulencia del herido, le transportaron hasta la sala del consejo. El general, aunque renqueaba de manera ostensible, colaboró en la ardua tarea de sus seguidores.
Una vez hubo instalado a su superior en una butaca, Garic se asomó al pasillo a fin de estudiar la escena. Los frustrados conspiradores le espiaron en una postura hosca que denotaba resentimiento y, detrás de ellos, distinguió a otros hombrecillos que identificó como Enanos de las Montañas.
En primer plano, tan quieto que se diría que había echado raíces en la piedra, estaba el singular kender que se había moldeado a partir del vacío para salvar la vida de Caramon. Cenicienta su tez, el aparecido exhibía unas sombras verdosas en torno a los labios. Sin saber a qué atenerse, el guardián le rodeó la cintura con el brazo sano y, alzándole en volandas, le condujo al interior de la estancia. Cuando hubieron cruzado el dintel, los dos soldados cerraron el acceso de un violento portazo y corrieron los postigos.
Pese a que desfiguraba su rostro una capa de sangre y sudor, el general sonrió a su joven asistente. Sin embargo, no debía permitir que la gratitud se interpusiera en la determinación que había tomado de regañarle, así que adoptó una mirada iracunda y le sermoneó:
—Eres un perfecto atolondrado, caballero. Te he mandado que te mantuvieras al margen y has desafiado mi voluntad mezclándote en…
La causa de que se interrumpiera tan bruscamente en su reprimenda era que el kender en las garras de Garic, había estirado el mentón y clavado en él sus pupilas.
—¡Tas! —susurró, anonadado, el hombretón.
—Hola, Caramon —saludó el interpelado—. Estoy muy contento de volver a verte. He de informarte de unos hechos luctuosos, de una confabulación que debes conocer sin demora, pero temo que voy a desmayarme.
Y cerró los ojos.
—Y eso es todo —concluyó Tasslehoff, húmedos sus ojos en lágrimas al enfrentarse al rostro pálido, carente de expresión, de Caramon—. Me mintió acerca del funcionamiento del ingenio mágico, que se desarticuló en el momento en que intenté activarlo. Presencié el desmoronamiento de la montaña ígnea, un espectáculo que me compensó por las desdichas padecidas y que me indujo a perdonarle su patraña, mas luego perpetró otras acciones que no tienen disculpa. Te aseguro que sacrificaría mi vida a cambio de volver a contemplar otro Cataclismo, fue algo sobrecogedor —cambió de tema, deseoso de levantar el ánimo de su amigo—. La muerte sería un precio pequeño, aunque, en realidad, nunca he estado muerto y no puedo opinar. Si se asemeja a la experiencia que viví en el Abismo, desde luego, prefiero renunciar, ya que se trata de un paraje desolador. No imagino por qué se empeña tu hermano en traspasar sus fronteras.
»Sea como fuere, he olvidado su traición; pero no puedo aceptar el asesinato del pobre Gnimsh ni lo que se proponía hacer contigo.
Obsesionado por la malignidad de Raistlin, el kender había endurecido su tono y contraído la mandíbula al referirse a él. Ahora se mordió el labio, consciente de que debería haber aliviado la tensión en lugar de aumentarla. Además, todavía no le había contado al guerrero los planes del nigromante respecto a su persona. Había cometido un desliz. Sólo le cabía esperar que al hombretón le pasase inadvertido.
—Adelante, Tas —le exhortó éste—. ¿Qué quería hacerme mi gemelo?
—N… nada —tartamudeó el hombrecillo, echándose atrás al comprender que había llegado la hora de la verdad—. No me hagas caso, ya conoces mi propensión a divagar.
—¿Qué iba a hacerme? —se obstinó el general—. No se me ocurre ninguna monstruosidad en mi contra que no haya ensayado ya.
—Por ejemplo, disponer que mueras —aventuró Tas para ver su reacción.
—¿Sólo eso? —repuso Caramon, tan inmutables sus rasgos que fue el hombrecillo quien se sorprendió—. Recibí un mensaje de un enano, pero no era lo bastante explícito. Al fin encajan las piezas —comentó.
—Te entregó a los dewar —confesó el kender sin ocultar su consternación—. Debían decapitarte y ofrecer tu cabeza al rey Duncan, como si fueras un trofeo. Alejó a los caballeros del alcázar diciéndoles que habías dado orden de emprender la marcha a Thorbardin, así te quedarías sólo con tu guardia personal y podrían poner en práctica su plan sin apenas resistencia.
Caramon nada repuso ni tampoco sintió nada, ni dolor, ni cólera ni asombro. Estaba vacío. Sin embargo, mientras permanecía encerrado en su mutismo una punzante añoranza de su hogar, de Tika, de su amigo Tanis y de aquellos otros compañeros de azares, Laurana, Riverwind y Goldmoon vino a colmar la vasta sima que se había abierto en sus emociones.
Como si hubiera leído en su mente, Tas reclinó la cabeza en su hombro y propuso:
—¿Por qué no regresamos a nuestro tiempo? Estoy terriblemente fatigado. ¿Dejarás que me aloje en tu casa una temporada? Sólo hasta que me haya restablecido. Prometo no causaros molestias y ayudar a Tika en todo cuanto desee.
Sin esforzarse en contener los sollozos, el guerrero abrazó al kender por el hombro y lo estrechó contra su pecho.
—Será un placer tenerte con nosotros, Tas, ya sabes que ambos te queremos —susurró y, prendida la mirada de las llamas, se abandonó a sus anhelos—. Terminaré el nuevo refugio. Si trabajo en firme, no tardaré más de un par de meses. Luego iremos juntos a visitar a Tanis y Laurana. De ese modo satisfaré la aspiración de mi esposa de conocer Palanthas. Una vez reunidos, convenceremos a nuestros amigos para que nos acompañen a la tumba de Sturm. No tuve oportunidad de despedirme de él.
—También iremos a ver a Elistan, y… ¡Oh, no! —Un súbito recuerdo empañó la dulce ensoñación del kender—. ¡Crysania! Traté de prevenirla contra Raistlin, pero rehusó creerme. ¡No podemos dejarla al albedrío del hechicero! Hemos de impedir que la lleve con él a ese lugar de pesadilla —declaró, a la vez que saltaba de su asiento y se retorcía las manos.
—De acuerdo, Tas —accedió Caramon—, hablaremos con ella. No nos escuchará, estoy seguro, pero al menos nadie podrá reprocharnos que no hemos hecho todo lo posible para disuadirla. Deben de hallarse frente al Portal, a mi hermano se le agota el tiempo. La fortaleza se rendirá a los Enanos de las Montañas de un momento a otro.
Se irguió dolorido, tanto en la pierna como en el corazón y, con su persistente cojera, se acercó al rincón donde estaba instalados sus tres hombres.
—¿Cómo te encuentras, Garic? —inquirió a su guardián.
Uno de los soldados acababa de vendarle el brazo herido. Le habían improvisado un cabestrillo a base de ramas secas y, tras cubrirlo con jirones de sus vestiduras, lo ataron a conciencia para inmovilizarlo. El joven caballero levantó la vista hacia su adalid y, aunque le rechinaban los dientes a causa del sufrimiento, consiguió esbozar una sonrisa.
—Bien, señor —aseveró—. No te preocupes por mí.
—¿Te quedan energías para viajar? —preguntó el general, acercando una silla y acomodándose en ella.
—Por supuesto.
—Estupendo. Lo cierto es que no tienes otra elección. El enemigo invadirá el alcázar dentro de poco rato y debéis partir ahora mismo. —Caramon hizo un alto en su discurso y, meditabundo, rascándose la barbilla, continuó—: Reghar me explicó que la llanura está surcada de túneles, de pasadizos subterráneos que comunican Pax Tharkas con Thorbardin. Mi consejo es que los busquéis, no ha de costaros mucho hallarlos. Los montículos del desierto os guiarán hasta alguna entrada si no la descubrís en el edificio. Utilizad esas vías secretas, y arribaréis sin novedad a la plaza fuerte que conquistamos.
Garic, tras consultar a los otros dos hombres con los ojos, se erigió en portavoz del grupo e indagó:
—Nos das recomendaciones, señor, como si no fueras a acompañarnos. ¿Es así?
El aludido se aclaró la garganta a fin de contestar, pero las frases no afloraron a sus labios. Había temido aquel instante durante días y, ahora que era ineludible la separación, la arenga que tan meticulosamente había preparado se borró de su mente cual una huella en la arena bajo el influjo del viento.
—Has acertado, muchacho, no iré con vosotros —logró musitar. Percibió un resplandor en los ojos de Garic y, adivinando su pensamiento, levantó la mano para imponerle silencio—. No, no soy tan insensato como para desperdiciar mi vida en aras de una causa noble y estúpida. No es mi intención cubrir vuestra retirada y rescatar de la muerte a mi flamante primer oficial.
El caballero se ruborizó al oírle mencionar su cargo, algo poco frecuente; pero dejó que prosiguiera sin importunarle.
—No pertenezco a tu Orden, gracias a los dioses —reanudó su charla el corpulento humano—. Tengo el suficiente sentido común para correr cuando presiento el fracaso y ahora, más que intuirlo, lo admito como un hecho palpable. —Se mesó el cabello, exhaló un suspiro y concluyó—: No espero que lo entiendas, es demasiado complejo, pero te garantizo que el kender y yo podemos volver a casa mediante la magia.
—¿No será la de tu hermano? —le interrumpió Garic, fruncido el ceño y con una sombría expresión en sus facciones.
—De ningún modo —protestó el hombretón, al parecer ofendido—. Aquí se acaba mi relación con el nigromante. Él ha de vivir su propia vida y yo, al fin me doy cuenta, soy libre de elegir mi destino. Id a Pax Tharkas —encomendó al guardián, apoyada la mano en su hombro— y, junto a Michael, ayudad a sus moradores a sobrevivir durante el invierno.
—Pero…
—Es una orden, caballero —se cuadró el general.
—Sí, señor.
El joven desvió la faz y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
Caramon, desaparecido su enfado, rodeó con el brazo a su hombre de confianza y, atrayéndole hacia él, le deseó:
—Que Paladine oriente tus pasos, Garic. Y también los vuestros —extendió su bendición a los otros.
—¿Paladine? —repitió el guardián, atónito—. ¿El dios que nos volvió la espalda?
—No pierdas nunca la fe —le reconvino el guerrero, a la vez que se ponía en pie con una mueca impregnada de abatimiento—. Aunque no puedas creer en las antiguas divinidades, haz un hueco en tu corazón donde albergar lo mejor que hay en ti. Escucha tu propia voz, ya que reniegas de la suya, por encima del Código y la Medida, y más tarde o más temprano comprobarás que ambas se funden en una sola.
—Lo haré —murmuró Garic—. Que tus dioses, aquellos que te inspiran tan bellas palabras, te acompañen en tu camino.
—Siempre han velado por mí —dijo Caramon sonriendo—, durante toda mi existencia. Mi problema es que he sido demasiado obcecado para percatarme. Vamos, no perdáis un segundo más. Desapareced.
Uno tras otro, se despidió de los caballeros. No quiso violentarlos, así que fingió ignorar sus viriles intentos de camuflar su llanto, pese a que, también él, se conmovió frente a aquellas muestras de tristeza, una tristeza que compartió hasta tal punto que él mismo habría prorrumpido en sollozos.
Con cautela, los soldados abrieron la puerta y se asomaron al corredor. Estaba vacío, salvo por los cadáveres. Los dewar se habían esfumado, mas el general, experto en las tácticas de guerra, sabía que la tregua sólo duraría hasta que se hubieran reorganizado o, quizá, hasta que llegaran refuerzos. Mejor pertrechados, los enanos oscuros atacarían la sala y matarían a sus adversarios humanos.
Blandiendo su espada, Garic precedió a los dos centinelas pasillo adelante. El kender les había impartido confusas instrucciones sobre cómo alcanzar los sótanos de la fortaleza mágica e incluso se había ofrecido a trazar un mapa, una iniciativa que Caramon desestimó arguyendo falta de tiempo, y el joven caballero proyectaba seguir tales directrices.
Cuando los últimos ecos de sus zancadas se perdieron en la distancia, el hombretón y el kender se alejaron en sentido opuesto. No obstante antes de iniciar la marcha, Tas arrancó su cuchillo del inerte cuerpo de Argat.
—En una ocasión dijiste que mi arma sólo servía para cazar conejos —acusó a su amigo mientras, orgulloso, limpiaba la sangre de la hoja y afianzaba ésta en su cinto.
—No menciones a esos animales —le atajó el guerrero con un acento tan extraño, tan seco, que el hombrecillo le miró y quedó paralizado al notar la mortal lividez que desteñía sus normalmente encarnados pómulos.
Aquél era su gran momento, el que estaba predestinado a vivir desde que naciera. Por él había soportado el dolor, las humillaciones, la angustia; para poder saborearlo, había estudiado, luchado, y matado. Era su fin último, el que justificaba todos los medios.
No se precipitó, dejó que el poder se enseñorease de su espíritu, de sus órganos, que le cercase y elevase. Ningún sonido, ningún objeto, nada en el mundo existía salvo el Portal y la magia.
Sin embargo, aunque estaba exultante, no descuidó su tarea. Sus ojos examinaron el acceso, todos sus detalles por insignificantes que fueran. No era necesaria tanta concentración, lo había visto un millar de veces en sueños y en sus largos períodos de duermevela. Además, los sortilegios que habían de abrirlo eran sencillos. Lo único que debía hacer era propiciar mediante la frase correcta a cada uno de los cinco dragones que lo custodiaban, elaborar un orden adecuado. En cuanto pronunciase sus hechizos y la sacerdotisa suplicase a Paladine que mantuviera franca la entrada, podrían traspasarla.
La hoja se cerraría luego tras ellos, y se enfrentaría al mayor desafío que jamás pudo imaginar.
Esta idea le excitaba. Los acelerados latidos de su corazón proporcionaban un ritmo inaudito a su sangre, palpitaban en sus sienes y en su garganta. Miró a Crysania para indicarle, mediante un gesto de asentimiento, que había llegado la hora.
La dama, arrebolada la faz y con el éxtasis de sus plegarias reflejado en el brillante lustre de sus pupilas, ocupó su lugar bajo el dintel mismo del Portal, frente a Raistlin. Requería tal movimiento que depositara en él una confianza absoluta, inalterable. Un simple error en la cadencia de una sílaba, una pausa a destiempo al recitar los versículos, un desliz en la inflexión o un gesto inapropiado significaría el fracaso, entrañaría un fatal desenlace para ella y, también, para el nigromante.
De ese modo habían pretendido proteger la puerta los antiguos magos, guardarla de incursiones, ya que ellos, en su necedad, no habían sabido sellarla. En efecto, un practicante de las artes oscuras que hubiera cometido las infames acciones en las que, no les cabía la menor duda, debía incurrir antes de arribar a este punto, y un clérigo de Paladine —puro en su fe y en su alma— no podían aliarse nunca. Al menos, a ellos se les antojó una suposición irrisoria que criaturas tan opuestas se apoyasen implícitamente en este ni en ningún otro empeño.
Había ocurrido en una ocasión cuando, vinculados por el falso embrujo de uno y la pérdida de le del otro, Fistandantilus y Denubis se presentaron en el linde del más allá. Las precauciones de los hechiceros no habían producido entonces el fruto deseado y, por lo que podía deducirse, pronto volverían a frustrarse sus esperanzas. A pesar de su sapiencia, no habían sido capaces de prever que un sentimiento como el amor, un amor impío y prohibido, obraría el milagro de unir a dos humanos antagónicos.
Mientras se situaba en el marco del Portal, Crysania contempló a Raistlin por última vez en aquel plano de existencia y le dedicó una sonrisa. El nigromante respondió a su saludo, al tiempo que se formaban en su mente las palabras del primer sortilegio.
La sacerdotisa extendió los brazos. Su vista no recogía ya la imagen del mago sino que, a través de él, se extraviaba en busca del reino intangible que habitaba su divinidad. Había escuchado las exigencias del Príncipe de los Sacerdotes, conocía su falta, la arrogancia que le había llevado a reclamar lo que debería haber suplicado con humildad.
En aquel instante, comprendió por qué los dioses, en su justa ira, habían dictaminado la destrucción de Krynn. Una voz en sus entrañas le decía que Paladine respondería a sus preces, que no permanecería indiferente como cuando profiriera sus imperiosas órdenes el dignatario de Istar. Aquél era el momento de mayor gloria de Raistlin, y también el suyo.
Al igual que Huma, el Gran Caballero, había superado sus pruebas, el fuego, la oscuridad, la muerte y la sangre. Ahora se sentía en plenas facultades.
—Paladine, tu leal sierva acude a tu presencia y te ruega que le concedas tu bendición —oró—. Abro los ojos a tu luz; al fin he asimilado las enseñanzas que, en tu infinita sabiduría, has tenido a bien impartirme. Oye mis rezos, no me desampares. Abre el Portal para que pueda adentrarme en el Abismo blandiendo tu antorcha. Camina a mi lado cuando luche para disolver definitivamente la negrura.
El hechicero contuvo el aliento. ¡Todo dependía de ella! ¿Se había equivocado al juzgarla? ¿Poseía aquella mujer la fuerza, la fe y la erudición que demandaba su empresa? ¿Era la elegida de Paladine?
Un aura luminosa, sagrada, envolvió a la sacerdotisa. Su negro cabello irradiaba chispas, su albo hábito refulgía como las nubes iluminadas por el sol y, también en sus pupilas, prendieron unos ribetes argénteos similares a los que destilaba Solinari. Su belleza, en aquel trance, se tornó sublime.
—Gracias por atender mi plegaria, dios de la Luz —murmuró la dama, inclinada la cabeza. Las lágrimas centelleaban cual estrellas en su pálido semblante—. Me haré merecedora de tu benevolencia.
Hechizado por su hermosura, Raistlin olvidó su objetivo. Sólo acertaba a observarla ensimismado, tanto que hasta su magia se diluyó unos segundos. Reaccionó presto. Nada ni nadie podría detenerle.
—¡Mira, Caramon! —musitó Tas, fascinado por la escena que se desplegaba ante ellos.
—Demasiado tarde —apuntó el general.
Después de recorrer a toda carrera las mazmorras, los dos personajes habían alcanzado los cimientos del alcázar y descubierto el rincón donde se ocultaba el Portal arcano. Mas hubieron de refrenar su impulso y hacer un brusco alto al vislumbrar a Crysania que, al fondo del corredor que acababan de acometer y circundada por un aura de plata, se erguía en el centro del acceso con los brazos extendidos y el rostro alzado hacia el lejano cielo. Su belleza, que había cesado de ser de este mundo, atravesó como una daga el corazón del fornido luchador.
—¡No puede ser! —se rebeló el kender—. ¡Aún estamos a tiempo!
—Fíjate en sus ojos, Tas —le reconvino el guerrero—. Los entela una ceguera tan insondable como la que me eclipsó a mí en la. No puede vernos a causa del escudo que ella misma ha forjado.
—Intentemos hablarle, Caramon —insistió el hombrecillo en un frenesí anhelante—. No debemos permitir que se vaya. Todo esto ha sucedido por mi culpa, fui yo quien mencioné a Bupu y la aboqué a un destino que no era el suyo. ¡La obligaré a recapacitar!
Dio un salto hacia adelante y comenzó a gesticular a fin de llamar la atención de la dama. Pero el hombretón le agarró por el copete y le forzó a retroceder. Dolorido y furioso, el kender gritó de tal modo que Raistlin, alertado, dio media vuelta.
El archimago espió unos instantes a los intrusos sin reconocerles. Cuando salió de su aturdimiento, la expresión que adoptó no fue de alegría.
—Cállate, Tasslehoff —instó el guerrero a su acompañante—. Tú no eres responsable de lo acaecido. Y ahora, quédate quieto y no te interfieras.
Arrojó a su cautivo, de un empellón, detrás de un pilar de granito, y le ordenó:
—No te muevas; manténte a resguardo. Tas abrió la boca para discutir, pero al estudiar la faz de Caramon, vencido el arrebato que le indujera a correr hacia la sacerdotisa, y reparar en la figura de Raistlin al otro extremo del pasillo, le asaltó el temor. Se sentía como en el Abismo.
—Sí, amigo —claudicó—, te aguardaré aquí.
Apoyándose en la columna, tembloroso y desazonado, el kender evocó el recuerdo del infortunado Gnimsh en el momento en que se desplomara sobre el suelo de aquella hedionda celda.
Tras lanzar al hombrecillo una última mirada, que no era sino una tajante advertencia, el general se alejó por el pasadizo en dirección a su hermano.
El mago examinó su avance.
—Así que has sobrevivido —comentó, una vez el hombretón se hubo plantado frente a él.
—Gracias a los dioses, no a ti —repuso Caramon.
—Gracias a uno de los dioses —corrigió el hechicero con una perversa mueca—. O, para ser más exactos, a una diosa —puntualizó—. A la Reina de la Oscuridad. Fue ella quien te envió al kender y, según presumo, ese pequeño entremetido alteró el curso de los acontecimientos y te salvó. ¿Te incomoda pensar que le debes la vida a Takhisis?
—¿Te incomoda a ti deberle tu alma? —contraatacó el guerrero.
Por unos segundos, los espejos que cubrían los ojos de Raistlin se resquebrajaron como si los hubiera hendido un proyectil. No obstante, pronto recobró la compostura, y desvió el cuerpo hacia el Portal para, ignorando a su gemelo, extender la palma y reanudar sus ritos. En postura grave, solemne, el nigromante invocó a la cabeza reptiliana situada en la parte inferior derecha del ovalado acceso.
—Dragón Negro —entonó con tono acariciador—, desde la oscuridad a las tinieblas, mi voz resuena en el vacío.
No había terminado su cántico cuando una aureola de penumbra empezó a formarse alrededor de Crysania, un espectro de luz tan negra como la joya nocturna que, en su día, el hechicero entregara a Kitiara, como los efluvios de Nuitari.
Sintió el archimago la mano de Caramon en su muñeca. Disgustado, trató de desembarazarse de aquella garra, pero fue inútil, los dedos que le apresaban eran poderosos.
—Restitúyeme el ingenio, Raistlin, y volvamos a casa —le exhortó el hombretón.
El aludido escrutó a su hermano, olvidada la cólera en favor del asombro.
—¿Cómo has dicho? —quiso cerciorarse.
—Volvamos a casa —repitió su ofrecimiento el luchador.
El hechicero estalló en desdeñosas carcajadas, y espetó a su gemelo:
—¡Eres un sentimental, tu altruismo raya en la estulticia! A estas alturas, ya debes saber lo que hecho. No dudo que el kender te habrá relatado el episodio del gnomo y mi traición hacia ti. Eres consciente de que te habría abandonado a los dewar, a tu decapitación, y todavía pretendes que te siga.
—Te pido que me acompañes porque las aguas de la maldad se cierran sobre tu cabeza, Raistlin —contestó el otro sin soltar la mano del mago.
Posó la vista en su propia mano, que, fuerte, bruñida por el sol, aferraba a aquella criatura de huesos más frágiles que los de un pájaro, de piel tan blanca y delgada que casi parecía transparente. Incluso imaginó que, de proponérselo, podría divisar la palpitación de la sangre en sus azuladas venas.
—Mis dedos sobre tu muñeca, eso es todo cuanto nos queda —sentenció. Hizo una pausa y, cavernoso su timbre a causa de la pena, continuó—: Nada puede borrar lo que has hecho, Raist. Nunca más reinará la concordia entre nosotros. Se han abierto mis ojos. Ahora te conozco tal como eres.
—Entonces, ¿por qué quieres que vaya contigo? Te bastaría con activar el artilugio arcano, no precisas de mí para regresar —le recordó el archimago y, hundiendo el brazo libre en uno de sus bolsillos secretos, extrajo el colgante y se lo dio.
—Podría aprender a vivir con la constancia de tu vileza y tu capacidad para hacer el mal —declaró el hombretón, prendiendo sus pupilas de aquellos pozos de negrura—. Tu caso es peor, Raistlin, pues has de convivir contigo mismo, y supongo que la aceptación de tu pervertido carácter debe convertirse en una insoportable pesadilla en esas horas de la noche en que te enfrentas a tu propia desnudez.
Raistlin no despegó los labios. Su rostro era una máscara impenetrable, ilegible, mientras observaba cómo su hermano embutía el ingenio en su cinto.
Caramon tragó saliva, deseoso de que con ella desapareciera el sabor a hiel. Apretó su zarpa, más ineludible que la de la muerte, y reanudó su discurso.
—Sin embargo, hay algo sobre lo que conviene que medites. A lo largo de tu vida has tenido momentos generosos, quizá más que todos nosotros. Es cierto que yo he ayudado a mis semejantes, pero es fácil hacerlo cuando se recibe el reconocimiento de aquellos a los que se ha socorrido. Tú, en cambio, has auxiliado a quienes sólo te devolvían burlas y reproches, a quienes menos lo merecían. Has protegido a los demás en situaciones desesperadas, en las que tus servicios caían en el desierto. Aún te resta un resquicio de bondad, Raistlin, que a la larga podría paliar el influjo de ese aspecto negativo de tu naturaleza. Abandona tu proyecto, ven a casa.
«Ven a casa…, ven a casa». El archimago entornó los párpados, el dolor que hostigaba su corazón era apenas resistible. Movió los dedos de la mano que no atenazaba su gemelo y rozó con sus delicadas yemas el dorso de aquella familiar manaza, tan suave su tacto como las patas de una araña. En la frontera de lo real, oyó las fervorosas oraciones de Crysania. La reconfortante luz que dimanaba la sacerdotisa le hizo pestañear. «Ven a casa».
Cuando Raistlin habló, su voz había asumido una suavidad mayor que la textura de su epidermis.
—Tu ingenuidad, hermano, te impide concebir los crímenes que empañan mi alma. Si te los revelara, me volverías la espalda lleno de aversión, de odio. Y has acertado —admitió, trémulo su acento—; en la soledad nocturna, reniego de mí mismo. Tal es mi espanto, que no aguanto mi propia presencia.
Abriendo los ojos, sometió a su oyente a uno de aquellos intensos escrutinios que le caracterizaban.
—Pero he de confesarte —prosiguió— que todos los actos reprobables que perpetré fueron intencionados. Y me aguardan otros peores, atrocidades que llevaré a cabo con plena conciencia.
Se interrumpió y miró a Crysania que, en el Portal, absorta en su comunión con Paladine, vibraba en la resplandeciente aura de su hermosura y su poder. Caramon le imitó, y se ensombreció su ceño al adivinar que Raistlin se refería a ella al augurar nuevas iniquidades.
—Sí, hermano, la sacerdotisa entrará conmigo en el Abismo —ratificó el hechicero—. Caminará delante de mí y librará mis batallas, se enfrentará en mi lugar a clérigos oscuros, a nigromantes despiadados, a los espíritus de los muertos condenados a vagar por esos inhóspitos parajes y, en definitiva, a los inverosímiles tormentos que le depare mi Reina. Tantos avatares lastimarán su cuerpo, devorarán su mente y desgajarán su alma. Al fin, cuando se agote su resistencia, se derrumbará en el suelo, a mis pies, sangrante y moribunda.
»Con sus últimas energías, me tenderá la mano, buscará mi consuelo. No pedirá que la rescate; es demasiado fuerte para eso. Sacrificará su vida gustosa, feliz, y no solicitará sino que permanezca a su lado mientras expira.
»Pero, yo, Caramon, pasaré sobre ella sin detenerme. La dejaré tundida e indefensa, no le dedicaré una frase amable ni me molestaré en mirarla. ¿Por qué? Porque ya no la necesitaré. Aceleraré la marcha hacia mi objetivo, fortalecido merced a la sangre que ella habrá derramado en mi nombre».
Colocándose de perfil, levantó de nuevo la mano con la palma hacia fuera y, puesta ahora la vista en la cabeza que se silueteaba en el arco del Portal, masculló su segundo himno.
—Dragón Blanco, de este mundo al otro, mi voz exulta de vida.
Presa del pavor y de una revulsión asfixiante, el guerrero contempló de hito en hito el acceso a Crysania. Mas no cesó de estrujar el brazo de su hermano, no renunció a su afán de convencerle. Sintió que el enteco brazo se retorcía bajo su asimiento, y no obstante, vaciló. Era la oportunidad que acechaba Raistlin: aprovechando el momentáneo titubeo de su aprehensor, trazó un sesgo rápido, ágil, con la mano, y destelló el acero de un daga de plata que, surgida de su manga, pellizcó el cuello del hombretón en el punto donde se abultaba la yugular.
—Suéltame, hermano —ordenó el nigromante.
Aunque no ejerció mayor presión con su daga, manó la sangre, una savia vital que no brotaba de la carne, sino del alma. Limpia, diestramente, el filo cercenó el último nexo espiritual que unía a los gemelos. Caramon sufrió un espasmo frente a la punzada, pero el dolor no se prolongó más tiempo que el que había empleado la daga en romper el vínculo. Libre al fin, el general obedeció sin rechistar al que fuera su ser más querido.
Dio media vuelta y, todavía renqueante, retrocedió en dirección al pilar donde se agazapaba Tas.
—Permíteme una última advertencia —ofreció el archimago con cortés frialdad, a la vez que restituía la daga a su escondrijo.
El guerrero no aflojó el paso, ni siquiera giró la faz para escucharle.
—Sé precavido con ese artilugio —continuó Raistlin a pesar de tan esquiva actitud—. Lo recompuso Su Oscura Majestad para mandar al kender junto a ti, así que, cuando lo uses, podrías ser transportado a un universo poco agradable.
—No fue ella quien lo arregló —le desengañó Tas, saliendo de su parapeto—. Lo reparó Gnimsh, mi amigo, el gnomo al que asesinaste.
—En ese caso, probad suerte —aconsejó el hechicero—. Idos cuanto antes de este subterráneo y de esta época. Pero —agregó, todavía receloso—, no olvides nunca que te he avisado, Caramon.
El kender, renacido su rencor al evocar la figura de su compañero del Abismo, quiso abalanzarse sobre el arcano adversario. El hombretón le retuvo.
—Tranquilízate, Tas —le rogó—. Ya nada importa.
Girándose, el guerrero se encaró con su gemelo. Aunque rígido a causa del sufrimiento y el cansancio, su expresión denotaba la paz interior de aquel que ha llegado a conocerse a sí mismo. Acarició el copete del hombrecillo y le invitó, en un susurro:
—Vamos a casa, mi buen Tas. Adiós, hermano.
Raistlin no le oyó. Erecto frente al Portal, se hallaba de nuevo inmerso en su magia, lo que, sin embargo, no impidió que atisbara por el rabillo del ojo cómo el forzudo luchador iniciaba las manipulaciones que habían de transformar el colgante en un cetro de inconmensurable poder.
«Cuanto antes se esfumen, mejor —pensó—. Al fin me deshago de esa humanidad sin cerebro que me ha tenido atrapado todos estos años».
Resuelto, se consagró en cuerpo y alma a completar los preparativos de su viaje a las esferas infernales. En la entrada, Crysania estaba rodeada por un círculo luminoso que despedía fulgores similares a los del sol al reverberar en la nieve. La invocación que hiciera el nigromante al Dragón Blanco había producido el efecto deseado. Le tocaba ahora el turno al reptil de la zona inferior izquierda, de modo que, plenamente concentrado, siseó su letanía:
—Dragón Rojo, a ti apelo desde la oscuridad a las tinieblas. Bajo mis pies el suelo es firme.
Unos haces encarnados surcaron la aureola de la sacerdotisa, a través del cerco de negrura y también del etéreo anillo albo. Ardientes como la sangre, cubrieron el tramo que separaba a Raistlin del Portal en forma de puente, de un sólido paso al más allá.
Intensificado el volumen de su voz, el hechicero procedió a llamar a la cuarta criatura tan pronto como se hubo materializado el anterior encantamiento.
—Dragón Azul, detén en su curso la Historia.
Unos rayos de tonalidades marinas comenzaron a arremolinarse en derredor de la sacerdotisa y generaron una masa semejante a un mar embravecido. Cual si flotase en su cresta, abiertos los brazos en toda su envergadura, la dama inclinó la cabeza hacia atrás y su cabello fue agitado por las corrientes del tiempo. El vaporoso hábito se meció en las ondas, fustigándola sin que ella se percatase.
Raistlin vio que el Portal temblaba, prueba inequívoca de que se había creado el campo magnético que debía doblegarse a su mandato. Su alma rebosaba un júbilo que Crysania compartió. Sus pupilas brillaron en un sollozante rapto, separó los labios para exhalar un dulce suspiro. Estiró entonces las manos y, bajo su contacto, el acceso se desencajó.
El archimago quedó sin resuello. La energía arcana que se acumulaba en sus entrañas casi le ahogó al exteriorizarse. Ahora vislumbraba el plano de existencia que se ocultaba al otro lado; las esteras prohibidas a los mortales se insinuaban ante él.
En lontananza, su hermano pronunció los versículos que activarían el artilugio. Su acento retumbó en los tímpanos del nigromante.
—Tu tiempo te pertenece, aunque viajes por él… Aferra firme el final y el comienzo… Sobre tu testa descansa el porvenir.
Aquel porvenir era el hogar. «Ven a casa».
Acometió Raistlin el quinto cántico, el último, intentando no afectarse por la turbadora interferencia.
—Dragón Verde, ya que el destino postra bajo su yugo hasta los mismos dioses, lloremos, lamentémonos todos juntos.
Se quebró su voz. ¡Algo iba mal! La magia que palpitaba dentro de él perdió vigor, se tornó espesa como si rehusara circular a través de sus venas, de sus músculos. Logró tartamudear las últimas sílabas, si bien cada una suponía un esfuerzo, mientras que su corazón dejó de latir y, cuando volvió a hacerlo zozobró su frágil osamente.
Desconcertado, el archimago fijó sus pupilas en el Portal para constatar si la última fase del sortilegio se había desencadenado. No; la luz que irradiaba Crysania estaba a punto de extinguirse y, en cuanto al campo, su fuerza parecía próxima a disiparse.
Más que recitarlas, Raistlin vociferó a la desesperada las palabras del postrer conjuro, el definitivo. Pero su cadencia no era la adecuada y, además, los sonidos salían de su garganta cual látigos que restallaran contra su persona, imposibilitando todo intento de conferirles el poderío que había de normalizar el proceso. Notaba que sus virtudes le rehuían, que se le escapaba el control.
«Ven a casa.»
Resonaban en sus oídos las risas burlonas de la Reina, el acento suplicante y pesaroso de su gemelo. En aquel instante, un tercer timbre se mezcló con los otros, el chillón parloteo de un kender, que antes apenas percibiera por hallarse ocupado en asuntos más trascendentales. Ahora, la imagen de Tas se moldeó en su cerebro cegador contorno.
«Lo reparó Gnimsh, mi amigo, el gnomo…».
Tan lacerantes como la hoja del enano que traspasara su vulnerable carne en el campamento, le apuñalaron, en la memoria, los párrafos escritos en las Crónicas de Astinus:
«En aquel mismo instante un gnomo, prisionero de los enanos de Thorbardin, activó un artilugio para viajar en el tiempo… El invento del gnomo se inmiscuyó de alguna manera, desvirtuándolos, en los poderosos y complejos encantamientos que había entretejido Fistandantilus… Se produjo una explosión tal que las llanuras de Dergoth quedaron devastadas.»
Raistlin apretó los puños, corroído por la ira. Neutralizar al hombrecillo no había servido de nada. Su víctima ensambló el artefacto antes de sucumbir. ¡La historia se repetiría! Huellas en la arena…
Perforando el Portal con la mirada, el nigromante vio surgir de su umbral al verdugo de sus premonitorias pesadillas. Su propia mano apartó la capucha, el hacha descendió implacable para ajusticiar, por su voluntad a aquella réplica de sí mismo.
El campo magnético se resquebrajó, y las bocas de los dragones lanzaron bramidos de triunfo. Un espasmo de terror convulsionó a Crysania y en sus ojos apareció una expresión mortificante, idéntica a la que adoptaran los de su madre cuando, en el duro trance de morir, volaran hacia planos remotos.
«Ven a casa.»
En el interior del Portal, el abigarrado abanico de luces se desintegró en un enloquecido vaivén. Carentes de un amo que guiase sus evoluciones, los remolinos se elevaron sobre el flagelado cuerpo de la sacerdotisa como prendieran las llamas en la aldea estragada por la epidemia. Crysania gimió dolorida, su piel empezó a marchitarse en el bello, mortífero fuego que provocara la magia desbocada.
Deslumbrado por los resplandores, las lágrimas afloraron a las pupilas de Raistlin mientras presenciaba la espeluznante escena. Una nueva ojeada al acceso le reveló que se estaba cerrando. Tras arrojar al suelo su bastón, el hechicero dio rienda suelta a su cólera en un amargo e incoherente aullido.
En respuesta a su desarticulado grito, emergieron del Portal los ecos de unas carcajadas rítmicas, escarnecedoras, que le humillaron hasta lo indecible.
«Ven a casa.»
Una sensación de calma inundó al archimago, la fría tranquilidad de la desesperanza. Había fracasado, pero no daría a la Reina el gusto de rebajarse, de implorar clemencia. Si tenía que morir, lo haría abrigado en el escudo de sus dotes.
Levantó la cabeza, enderezó la espalda y, valiéndose de todos sus poderes, de facultades heredadas de la antigüedad y otras que nunca había intuido atesorar, pese a que se originaban en algún recoveco de su alma, emitió un nuevo alarido. Mas ahora su manifestación no fue el plañir discorde del que se sabe indefenso, sino una voz de mando ribeteada de una autoridad que nadie antes había ostentado en el mundo.
Esta vez sus frases fueron concisas, tan inconfundibles para las fuerzas a las que iban destinadas como aquellos misteriosos dones que acababa de descubrir y que, hasta ahora, eludieran su propia introspección.
El campo magnético, en lugar de volatilizarse, se reintegró. ¡Él había sido el artífice del fenómeno! En su radio de acción, Raistlin ordenó al Portal que cesara en su recorrido y éste acató su mandato.
Exhaló un suspiro prolongado, tembloroso. Durante la breve tregua en que reinó la inmovilidad, un destello a su derecha le obligó a desviar la faz y comprobó que el ingenio había entrado en actividad.
El campo onduló y se combó salvajemente. A medida que crecía, que se propagaba la magia del artilugio, sus vibraciones arrancaron esotéricos cantos de las rocas donde se asentaba la fortaleza. En una marea devastadora, los sones de la incorpórea música trazaron torbellinos alrededor de la figura del hechicero mientras los dragones, iracundos, rugían su contestación. Lucharon los coros atemporales de la piedra y de los reptiles hasta que, en su coincidente fluir, se combinaron en una cacofonía capaz de partir en dos la mente más cuerda.
El estruendo era ensordecedor, la fusión de aquellos dos poderosos hechizos hizo que la tierra se estremeciese bajo los pies del nigromante, quien asistió, inerme, al desmembramiento de la gruta. Se abrieron fisuras en los cantarines muros, en las metálicas cabezas de reptil que festoneaban el arco del Portal. Incluso éste, que parecía indestructible, comenzó a desmoronarse.
Raistlin, desequilibrado, hincó las rodillas. El campo magnético se estaba rasgando, se hacía jirones como la osamenta del mundo. Se rompía, se astillaba y, dado que el mago se aferraba a él, también su cuerpo sufrió las consecuencias del desastre.
Un agudo dolor laceró su ser, se convulsionó y retorció en una insoportable agonía.
Se enfrentaba a un terrible dilema. Si soltaba su agarradero caería sin remisión, se precipitaría en una nada absoluta a la que la más abyecta negrura era preferible. Mas, por otra parte, de intentar resistir, se dividiría su persona en dos mitades, desencajada bajo el embate de las esencias mágicas que él mismo había despertado y ya no controlaba.
Sus músculos se hacían trizas, las cavidades óseas oscilaban, las vísceras y los tendones se dislocaban.
—¡Caramon! —gimoteó en un llanto desgarrado.
Pero su hermano y Tas se habían desvanecido. El artefacto mágico, reajustado por el único gnomo del universo cuyos inventos funcionaban, había cumplido su misión. Los dos compañeros no podían ayudarle.
Le restaban unos segundos de vida, unos momentos para reaccionar. No obstante, el suplicio era tan penoso que no conseguía ordenar sus ideas.
Los huesos se despegaban de sus músculos, los ojos se proyectaban en sus cuencas prestos a desprenderse, el paro cardíaco era inminente y su cerebro, succionado por las fuerzas en conflicto, amenazaba con estallar dentro de su cráneo.
Oyó un grito cercano y a la vez remoto, un sonido estridente en el que reconoció su propio estertor. La muerte cerraba filas, pero, como hiciera durante toda su vida, presentó batalla.
—Me sobrepondré —balbuceó, y tal decisión brotó de sus labios bañada en sangre.
Estirando una mano, asió el bastón que antes rechazara y reiteró su sentencia para reafirmarse.
—Me sobrepondré. ¡No me arrebatarán el poder!
Se elevó en el vacío, catapultado por una oleada multicolor hacia un túnel que, acuoso, hirviente, había de desembocar en…
«Ven a casa… ven a casa.»