NÁPOLES-ROMA

El último día me pareció más largo que ninguno. No por inquietud; no sentía ningún temor, y no existía motivo para sentirlo. Tenía continuamente la impresión de estar solo en medio de un tumulto de voces. Nadie se fijaba en mí. No advertí a mis guardaespaldas; además, no los conocía en absoluto. Y como no creía que pudiera recaer sobre mí una maldición por dormir con el pijama de Adams, afeitarme con su maquinilla y pasear por la bahía en pos de sus huellas, simplemente tendría que haber sentido alivio al pensar que al día siguiente podría despojarme de mi falsa piel. Tampoco esperaba ninguna emboscada por el camino, ya que a él no le habían tocado un pelo en la autopista. Y la única noche que iba a pasar en Roma estaría bajo vigilancia especial. Me dije a mí mismo que ahora solo deseaba ver terminada cuanto antes esta misión, ya que había resultado infructuosa. Me dije muchas cosas sensatas, y pese a ello no dejaba de apartarme del orden del día.

Después del baño debía regresar al Vesubio alrededor de las tres, pero a las dos y veinte ya me encontraba en las cercanías del hotel, como si algo me empujara con fuerza hacia allí. En mi habitación no podía ocurrir nada, así que enfilé lentamente la calle. Conocía de memoria este barrio. En la esquina había una barbería, y después un estanco y una agencia de viajes, y detrás estaba el aparcamiento del hotel, metido en el interior de la manzana. Cuando uno salía del hotel y se dirigía calle arriba, pasaba por delante de un guarnicionero en cuya tienda Adams se había hecho coser el asa de la maleta, y un poco más allá había un pequeño cine de sesión continua. La primera noche estuve a punto de entrar porque los globos rosados del cartel se me antojaron planetas. No me percaté de mi error hasta que llegué a la taquilla: se trataba de un gigantesco trasero. Ahora, bajo el calor asfixiante, corrí hasta la tienda de la esquina, donde vendían almendras garrapiñadas, y enseguida volví sobre mis pasos. Ya no quedaban castañas del año anterior. Después de contemplar las pipas, entré en un estanco y compré un paquete de Kool, a pesar de que no suelo fumar cigarrillos mentolados. Los altavoces del cine emitían gemidos y estertores semejantes a los de un matadero. El dependiente de almendras empujó su carretilla bajo la sombra de la marquesina del hotel Vesubio. Tal vez fuera un hotel elegante en su día, pero la vecindad era testigo de su creciente decadencia. El vestíbulo estaba casi vacío. El ascensor me pareció más fresco que mi habitación. Hacer el equipaje con este calor significaba sudar por todos los poros, y entonces los sensores no se adherirían al cuerpo, por lo que hice la maleta en el cuarto de baño, que en este hotel antiguo era casi tan grande como el dormitorio. En el baño hacía el mismo bochorno, pero tenía el suelo de mármol. Me duché en la bañera, que descansaba sobre unas zarpas de león, me sequé apenas superficialmente y empecé a llenar la maleta, descalzo, para sentir al menos un poco de frescor. En el neceser toqué un bulto duro y pesado. El revólver. Ya no me acordaba de él, y me habría gustado ocultarlo debajo de la bañera. Lo puse en el fondo de la maleta, bajo unas camisas, me froté cuidadosamente el pecho con una toalla seca y me situé ante el espejo para colocarme los sensores. Antes siempre solía tener las marcas de la presión, pero ya habían desaparecido. Para el primer electrodo, busqué entre las costillas el lugar donde latía el corazón. El segundo, encima de la clavícula, no quería adherirse. Me froté una vez más y apreté bien el parche por ambos lados, con objeto de que el sensor no sobresaliera de la clavícula. Carecía de práctica en ello, ya que anteriormente no había tenido que hacerlo solo. Camisa, pantalones, tirantes. Usaba tirantes desde mi regreso a la Tierra; resultaban muy cómodos. Así no hay que tirar continuamente de la cintura por temor de que resbalen los pantalones. En el espacio la ropa no pesa nada, y cuando uno vuelve, tiene siempre este «reflejo de pantalones caídos».

Estaba dispuesto. Tenía todo el plan en la cabeza. Tres cuartos de hora para comer, pagar y devolver la llave, media hora hasta la autopista a causa del tráfico de la hora punta, diez minutos de reserva. Miré en los armarios, puse las maletas junto a la puerta, me lavé la cara para refrescarme, comprobé ante el espejo si se veían los sensores y bajé en el ascensor. En el restaurante había muchísima gente. El sudoroso camarero me sirvió un vaso de Chianti y yo le pedí un plato de pasta verde y café para el termo. Casi había terminado de comer y ya consultaba el reloj cuando el altavoz retumbó: «¡Llaman por teléfono al señor Adams!». Sentí que se me erizaban los pelos de la mano. ¿Qué hacer, ir o no ir? Un hombre gordo con una camisa chillona se levantó de una mesa junto a la ventana y se dirigió a la cabina. Otro Adams. ¡Como si Adams fuese un nombre poco corriente! Tenía la certeza de que no ocurriría nada, pero estaba furioso conmigo mismo. Mi tranquilidad era fingida. Me sequé la grasa de la boca, tragué una de las amargas píldoras verdes con el resto del vino y fui a la recepción. El hotel alardeaba todavía de sus tapizados, estucos y terciopelos, pero del patio interior venía un tufo a cocina. Como un aristócrata que oliera a col.

Así fue la despedida. Salí detrás del portero, que llevaba mis maletas, al calor sofocante del exterior. El coche de Hertz esperaba con dos ruedas sobre la acera. Un Hornet negro como un coche fúnebre. No permití que el portero colocase el equipaje en el maletero porque allí podía estar oculto el transmisor, por lo que lo despedí con una propina y subí al coche, que parecía un horno. En un instante quedé bañado en sudor. Busqué los guantes en el bolsillo, pero no me hacían falta, ya que el volante estaba forrado de piel. No había nada en el maletero; ¿dónde habrían metido el amplificador? Estaba en el suelo, bajo el asiento delantero, tapado con una revista abierta desde la que me sacaba su lengua brillante de saliva una rubia desnuda, de mirada fría. No emití ningún sonido, pero algo gimió en mi interior cuando maniobré para introducirme en el denso tráfico. Era una columna interminable de luces traseras pegadas unas a otras. Aunque estaba descansado, me sentía débil, un poco malhumorado y propenso a una risita tonta, quizá porque había comido un gran plato de macarrones, cosa que no puedo soportar. Lo único malo de mi situación era que había ganado peso. En el cruce siguiente puse en marcha el ventilador; el ardiente hedor de los gases de los tubos de escape me llenó la nariz. Apagué el ventilador. Según la costumbre italiana, los coches se empujaban unos a otros. Un desvío. En el espejo retrovisor, solo radiadores y techos de coche. La potente benzina italiana emanaba a chorros dióxido de carbono. Yo iba detrás de un autobús y de sus gases malolientes. Unos niños tocados con idénticas gorras verdes me miraban boquiabiertos a través de la ventanilla posterior. Tenía el estómago revuelto, la cabeza me hervía y, sobre el corazón, el emisor me apretaba a cada giro del volante, rozándome el tirante izquierdo. Abrí un paquete de Kleenex y extendí los pañuelos sobre la caja del cambio de marchas, porque la nariz me hormigueaba como antes de una tormenta. Estornudé una vez, dos veces, y estaba tan ocupado con los estornudos que no me di cuenta de que Nápoles se había quedado atrás y había desaparecido en el azul de la costa.

Ahora conducía ya por la Autostrada del Sole. Aunque era todavía hora punta, había muy poco tráfico. Me picaban los ojos, la nariz me goteaba, y encima tenía la boca reseca. Igual que si no hubiera tomado Plimasin. Ahora lo que me convenía era un café, pese a que en el hotel había bebido dos capuchinos, pero por lo menos hasta Maddalena no podía permitirme ningún descanso. El Herald Tribune no estaba tampoco esta vez en el quiosco, a causa de una huelga. Entre un Mercedes y pequeños Fiat que despedían humo, conecté la radio. Las últimas noticias. Solo entendía palabras sueltas: «manifestantes… incendios… Un portavoz de la policía ha explicado que… El movimiento clandestino feminista anuncia nuevas acciones…». La locutora leyó con voz profunda la declaración de las terroristas, la condena del Papa, todo sin puntos ni comas, y también las voces de la prensa. Movimiento clandestino de las mujeres… ¿A quién puede asombrarle ya? Nos han arrebatado la capacidad de asombro. ¿Qué quieren en realidad? ¿Hablan de la tiranía masculina? Yo no me sentía un tirano. Nadie se siente tirano. ¡Pobres playboys! ¿Qué les harán a ellos? ¿Acabarán también con el clero? Apagué la radio como si tapara un camión de basura.

Estar en Nápoles y no ver el Vesubio… Yo no lo había visto, a pesar de que tenía muy buenas relaciones con los volcanes. Mi padre siempre me contaba cosas sobre ellos antes de que me durmiera, hace casi medio siglo. «Ahora ya no, tú también eres un viejo», pensé, y me asombré tanto como si de pronto se me hubiera ocurrido que iba a convertirme en una vaca. Los volcanes eran algo sólido, que inspiraba confianza. La tierra se abre, brota un río de lava, las casas se derrumban…, todo esto se antoja evidente y maravilloso cuando se tienen cinco años. Estaba convencido de que por el cráter se podía bajar al interior de la Tierra. Mi padre lo discutía. Fue una lástima que no siguiera viviendo; se habría alegrado por mí. Ah, la imponente quietud de los espacios infinitos, cuando se percibe el maravilloso sonido de los garfios que sujetan el vehículo espacial al módulo. En todo caso, mi carrera no fue larga. No resulté digno de Marte. Es probable que esto le hubiera afectado a él más que a mí. Pero, entonces, ¿tendría que haber muerto después de mi primer vuelo? Planear su muerte de modo que cerrase los ojos creyendo todavía en mí… ¿Era esto cinismo o solo una insensatez?

«¿Sería tan amable de atender un poco al tráfico?» Me introduje en un hueco, detrás de un Lancia psicodélico, y eché una ojeada al retrovisor. No había rastro del Chrysler de Hertz. En Marianella había visto brillar algo muy atrás, pero no pude reconocer el coche, que enseguida volvió a desaparecer. Este tramo monótono, atestado de ruedas en movimiento, me concedía a mí y solo a mí el privilegio de conocer un secreto que me acechaba de forma incomprensible para cualquier policía del Viejo y del Nuevo Mundo. Yo era el único que llevaba en el coche un bote neumático, flotadores y raquetas de tenis, no para irme de vacaciones, sino para atraer hacia mí un ataque de procedencia desconocida. De este modo trataba de distraerme artificialmente, pero en vano… hacía tiempo que la escapada había perdido todo atractivo para mí. Ya no cavilaba sobre el enigma de la mortal conspiración, solo pensaba en si debía tomar otra tableta de Plimasin, pues la nariz me goteaba sin cesar. Daba igual dónde se ocultara el Chrysler. Mi transmisor tenía un radio de acción de ciento setenta kilómetros… Mi abuela solía colgar en el tendedero bragas del mismo color que este Lancia…

A las cinco y veinte pisé con más fuerza el acelerador. Durante un rato conduje detrás de un Volkswagen en cuya parte trasera había pintados dos grandes ojos de cordero, que me miraban con ternura y reproche. El automóvil como revalorización del yo… Después me metí detrás del coche de un compatriota de Arizona que llevaba en el guardabarros una pegatina con la inscripción: «Have a nice day». Detrás y delante de mí se amontonaban sobre los coches canoas, esquíes acuáticos, cestas, cañas de pescar, tablas de acuaplano, fardos de color naranja y frambuesa… Europa se disponía en serio a pasar a nice day. Las cinco y veinticinco minutos. Levanté por centésima vez la mano derecha y luego la izquierda, y contemplé mis dedos extendidos. No temblaban. El mínimo temblor habría sido la primera señal de un peligro. Pero ¿podía fiarme de esto? Nadie sabía nada. Si, por ejemplo, contenía un minuto la respiración, daría a Randy un susto mayúsculo. Qué ocurrencia tan estúpida.

Un viaducto. Los guardacantones de cemento se estremecieron al paso del coche. Miré de reojo, como si quisiera robar el paisaje. Era maravillosa esta verde llanura, rodeada de montañas hasta el horizonte. Un Ferrari, plano como una chinche, me adelantó por el carril izquierdo. De nuevo estallé en una salva de estornudos, como si lanzara maldiciones en serie. El cristal estaba cuajado de restos de mosquitos, los pantalones se me pegaban a las pantorrillas, el cromado de los limpiaparabrisas me dañaba los ojos. Me soné; el paquete de Kleenex se deslizó entre los asientos mientras las hojas crujían al viento que entraba por la ventanilla. ¿Quién puede describir una naturaleza muerta en el espacio? Cuando uno piensa que todo está bien sujeto, inmovilizado por imanes, pegado con esparadrapo, se organiza un verdadero maremágnum: flotan por doquier grandes cantidades de utensilios para escribir, las gafas circulan por el aire, extremos sueltos de los cables serpentean como lagartos, pero lo peor son las migajas. Cazar las galletas con el aspirador… ¿Y la caspa del cabello? Hay algo en estos afanosos paseos humanos por el cosmos sobre lo que se guarda silencio. Fueron los niños los que primero preguntaron cómo se mea en la Luna…

Las montañas eran más altas, parecían marrones, serenas y graves, y, en cierto modo, familiares. Una de las mejores partes de la Tierra. La carretera cambió de dirección, el sol se metió en el coche como un cuadrado, y también esto recordaba a los mudos y majestuosos círculos de luces de la cabina. El día en plena noche, juntos los dos, como antes de la creación del mundo, y el sueño de volar convertido en realidad, y la confusión, la perplejidad del cuerpo, transformado en algo que no puede ser. Había oído conferencias sobre la enfermedad del aparato locomotor, pero yo tenía mis propias ideas al respecto. No se trataba de un malestar corriente, sino de una sublevación de los intestinos y el bazo; las visceras ignoraban qué les ocurría, y en lugar de portarse con normalidad, se rebelaban. Su confusión me causaba auténtico dolor. Mientras nuestra mente se deleitaba en el cosmos, nuestro cuerpo se sentía mal en él, y enseguida se cansaba. Lo habíamos llevado hasta allí, pero él estaba en contra… Es cierto que el entrenamiento hacía lo suyo. Se puede enseñar a un oso a montar en bicicleta, pero ¿ha sido el oso creado para ello? Solo consigue hacer reír a la gente… Pero nosotros no nos dábamos por vencidos, con el tiempo la sangre no se agolpaba en la cabeza, los intestinos no se agarrotaban; aunque solo se trataba de un interludio, ya que finalmente hay que volver a la Tierra. Esta nos recibía como una prensa mortífera; enderezar las rodillas y los riñones era un desesperado acto de heroísmo, la cabeza se deslizaba de un lado a otro como una bola de plomo. Yo sabía que ocurriría esto, había visto a hombres atléticos que se avergonzaban porque no podían dar ni un solo paso, y yo mismo los había metido en la bañera para que el agua los librara momentáneamente del peso del cuerpo; pero, el diablo sabrá por qué, me imaginaba que a mí no me ocurriría.

El psicólogo barbudo afirmaba que sucedía lo mismo con todos. Y entonces, cuando uno ha vuelto a acostumbrarse a la fuerza de gravedad de la Tierra, la ausencia de gravedad del espacio es como un sueño por el que siempre se siente nostalgia. No servimos para el cosmos, y precisamente por eso jamás renunciaremos a él.

Un fulgor rojo me traspasó la pierna, anticipándose a mi conciencia. Pasó un segundo antes de que comprendiera que estaba frenando. Los neumáticos chirriaron sobre arroz desparramado. Los granos eran cada vez mayores, como granizo. No, cristal. La columna aminoró la marcha. El carril derecho estaba interceptado por un cordón de conos. Traté de encontrar un hueco entre el hormiguero de coches. ¿Dónde? Sobre el campo se posaba lentamente un helicóptero amarillo; el polvo se amontonaba como harina bajo el fuselaje. Dos coches insertados el uno en el otro, con los radiadores destrozados. ¿Tan lejos de la carretera? ¿Y los ocupantes? De nuevo crujieron los cristales, pasamos como tortugas por delante de unos policías que agitaban los brazos: «¡Más deprisa, más deprisa!». Cascos de policía, ambulancias, camillas, las ruedas de uno de los vehículos girando en el aire mientras el intermitente seguía emitiendo señales luminosas. La calzada despedía humo. ¿El asfalto? No, probablemente la gasolina. La columna volvió al carril derecho; acelerar facilitaba la respiración. Se calculaban cuarenta muertos. Apareció un restaurante en un puente sobre la autopista; junto a él, en una gran gasolinera, los aparatos de soldadura lanzaban multitud de chispas. Eché una ojeada al cuentakilómetros. Cassino estaba cerca. En la curva siguiente mi nariz dejó de gotear repentinamente, como si la tableta de Plimasin no hubiera podido vencer a los macarrones hasta ese momento.

La segunda curva. Me estremecí, porque me sentí objeto de una mirada que —¿cómo era posible?— procedía del suelo, como si alguien estuviera echado en posición supina y me observase fijamente desde debajo del asiento. Era el sol, que brillaba sobre la revista e iluminaba a la rubia que me sacaba la lengua. Sin desviar la vista, me incliné y la puse del revés. «Para ser un astronauta, tiene usted demasiada vida interior», me dio a entender aquel psicólogo después de la prueba Rorschach. Yo le interrogué; quizá él también a mí. Expresó la opinión de que había dos clases de miedo, uno más superficial, que procedía de la fantasía, y otro más profundo, que venía de los intestinos. Es posible que con ello solo pretendiera consolarme y convencerme de que era demasiado bueno para aquel trabajo.

El cielo cortaba y aplastaba las nubes, que se fundían en un blanco lechoso. Apareció la gasolinera y aminoré la marcha. Un anciano juvenil, de largos cabellos grises despeinados por el viento, me adelantó con un ronco sonido de fanfarria, como un Wotan senil. Fui hacia los surtidores y, mientras me llenaban el tanque de gasolina, bebí todo el contenido del termo, endulzado con azúcar moreno. No me habían limpiado los cristales manchados de gasolina y sangre. Llevé el coche hasta la acera, bajé y me desperecé. Allí estaba el gran pabellón acristalado de las tiendas, donde Adams comprara una baraja de cartas, imitación de una baraja italiana de tarot del siglo xviii o xix. Estaban ampliando la gasolinera, y en el lugar donde se levantarían los nuevos surtidores había una gran zanja rodeada de grava blanca sin apisonar. Las puertas de cristal se abrieron ante mí. Entré: un gran espacio vacío. ¿Siesta? No, ya había pasado la hora. Vi montones de policromas cajas de cartón y frutas artificiales. La blanca escalera mecánica que conducía al piso superior se puso en movimiento cuando me acerqué; describí un círculo en torno a ella y se detuvo. Me miré en un televisor próximo a las vitrinas, la imagen en blanco y negro temblaba bajo los reflejos del sol; me contemplé de perfil. ¿Estaba realmente tan pálido? No se veía un solo dependiente por ninguna parte. Sobre los mostradores se amontonaban recuerdos baratos, pilas de barajas, seguramente de la misma clase.

Busqué monedas sueltas en el bolsillo mientras esperaba a algún dependiente, y de improviso los neumáticos de un coche chirriaron sobre la grava. De un Opel blanco que frenó en seco bajó una joven que llevaba pantalones vaqueros; caminó hasta la acera y entró en el pabellón. Le di la espalda y la observé en el televisor. Se quedó inmóvil a una docena de pasos detrás de mí. Yo cogí del mostrador la imitación de un antiguo grabado en madera: el Vesubio en erupción sobre la bahía. También había postales con fotos de los frescos de Pompeya, que en su día escandalizaron a nuestros antepasados. La muchacha dio dos pasos en mi dirección, como si no estuviera segura de que yo fuese un dependiente. La escalera se puso en movimiento; funcionaba con lentitud, y la muchacha, una delicada figurilla vestida con pantalones, se quedó donde estaba. Me volví para salir de allí. No tenía nada especial: un rostro inexpresivo, casi infantil, y una boca pequeña; pero el hecho de que me mirase sin verme, con los ojos muy abiertos, y de que rascara con la uña el cuello de su blusa blanca, me hizo acortar involuntariamente el paso cuando llegué hasta ella, y en aquel momento se cayó de pronto hacia atrás, sin proferir ningún sonido ni cambiar la expresión del rostro. Yo estaba tan poco preparado para esto que no tuve tiempo de sostenerla antes de que se desplomara; solo conseguí amortiguar el golpe asiéndola por los brazos desnudos, como si quisiera, por deseo suyo, tenderla sobre el suelo.

Yacía como una muñeca. Desde fuera habrían podido pensar que me arrodillaba junto a una muñeca del escaparate, ya que a ambos lados de este había maniquíes vestidos con trajes napolitanos, y yo estaba en cuclillas detrás de ellos, inclinado sobre la joven. Le tanteé el pulso. Era débil, pero regular. Tendida así, se le veían las puntas de los dientes y el blanco de los ojos, como si durmiera con los párpados entreabiertos. A cien metros de allí los coches se detenían frente a los surtidores, se hacían llenar los tanques y se alejaban, levantando nubes de polvo blanco, en dirección al ruidoso tráfico de la Autostrada del Sole. Solo había dos coches ante el pabellón, el mío y el de la muchacha.

Me incorporé lentamente y la contemplé una vez más. El brazo lánguido que acababa de soltar resbaló hacia el lado a un ritmo cansino. Al dejar al descubierto el vello claro de la axila, observé muy cerca de este dos pequeñas marcas, un arañazo o un diminuto tatuaje. Una vez había visto algo similar en miembros de las SS hechos prisioneros, sus runas, pero esto sería seguramente un lunar vulgar y corriente. De improviso empezaron a temblarme las piernas y sentí el impulso de arrodillarme de nuevo, pero me contuve y me dirigí hacia la salida. La escalera mecánica se detuvo, como para subrayar que la escena había terminado. En el umbral me volví a mirar. Una montaña de globos de colores ocultaba a la muchacha, pero yo aún podía verla en la pantalla del televisor. La imagen fluctuó y tuve la impresión de que ella se había movido. Esperé dos o tres segundos. Nada. La puerta de cristal me dejó pasar, solícita. Salté sobre la zanja, subí al Hornet y di marcha atrás para observar la matrícula del Opel. Era alemana. En el interior del coche, entre una gran diversidad de objetos, sobresalían unos palos de golf.

Cuando me incorporé de nuevo al tráfico, pensé que tenía suficientes motivos de preocupación. La historia se parecía a un silencioso ataque de epilepsia, un petit mal. Había casos así, sin convulsiones. Tal vez la chica sintió los primeros síntomas y por ello se detuvo, y cuando entró en el pabellón ya le fallaban los sentidos. De ahí la mirada ausente, como ciega, y el movimiento de insecto de los dedos que arañaban el cuello. Pero todo esto podía ser fingido. Por la carretera no me había fijado en el Opel, aunque por otra parte tenía la cabeza llena de otras cosas y me había cruzado con muchos coches parecidos, blancos, de línea angulosa. Repasé como a través de una lupa cada uno de los detalles que me habían llamado la atención. En el pabellón tendría que haber habido al menos dos o tres dependientes. ¿Y todos se habían ido a tomar una copa? Extraño. Aunque en la actualidad también esto es posible. Seguro que estaban en un café porque sabían que a esta hora nadie entraba en el pabellón, y la muchacha se había refugiado en él porque prefería pasar lo que fuera sola a dar un espectáculo ante el empleado de los surtidores. Todo parecía muy natural, ¿verdad? ¿O no demasiado natural? Ella estaba sola. ¿Quién viaja solo en semejante situación? Y suponiendo que hubiera vuelto en sí… yo no la habría acompañado hasta su coche. Habría intentado persuadirla de que no continuara el viaje. Le habría aconsejado abandonar el Opel y subir a mi coche. Cualquier persona habría procedido así, y por supuesto que yo también, de haber estado aquí como turista. Sentí una oleada de calor. Tendría que haberme quedado y haber dejado que me implicaran en la cuestión, suponiendo que quisieran implicarme. ¡Para eso me encontraba aquí! ¡Maldición! Traté de convencerme con más fuerza de que ella había perdido realmente el conocimiento, y solo logré estar menos convencido. Y no era únicamente esto. No se deja desatendido un pabellón de tiendas, o mejor dicho, un supermercado. Por lo menos la cajera tendría que haber estado en su puesto. Y sin embargo, el lugar estaba vacío. Es verdad que el interior del pabellón era bien visible desde el pequeño café que había al otro lado de la zanja. Pero ¿quién podía saber que yo pasaría por aquí? Nadie. En todo caso, el asunto no iba dirigido contra mí. ¿Qué era yo entonces? ¿Una víctima anónima? ¿Víctima de quién? Los dependientes, la cajera, la muchacha…, ¿todos implicados en la misma conspiración? Era demasiado fantástico. Así pues, se trataba de un incidente casual, como muchos otros. Adams había llegado a Roma sano y salvo. Y solo. Pero ¿y los otros? De pronto volví a acordarme de los palos de golf del Opel. ¡Dios Todopoderoso! Pero si unos palos como esos…

Decidí sobreponerme, a pesar de la sensación de haber cometido un fallo. Como un actor mediocre, pero obstinado, volví a entregarme a mi maldito papel. En la siguiente gasolinera pedí, sin bajar del coche, un neumático nuevo. Un hombre moreno y apuesto, que vestía un mono, echó una mirada a mis neumáticos. «Lleva usted ruedas sin cámara.» «¡Pero necesito una!» Pagué y miré hacia la autopista a fin de no perder al Chrysler, pero no lo vi por ninguna parte. Quince kilómetros más allá cambié una rueda intacta por la de reserva. Lo hice porque también Adams lo había hecho. Cuando me puse en cuclillas delante del gato, el calor cayó sobre mí con toda su fuerza. El gato chirriaba, no estaba engrasado. Reactores invisibles surcaban el cielo sobre mi cabeza, y el retumbante eco me recordó la artillería de la marina que cubriera la cabeza de puente en Normandía. ¿Por qué se me ocurrió pensar en esto? Después estuve en Europa por segunda vez, pero como objeto de exhibición, y además de segunda clase, como reserva, y ya miembro casi ficticio del proyecto de Marte. Europa me presentó entonces su lado digno; la iba conociendo, si no mejor, al menos sin el oropel; las callejuelas que apestan a orina en Nápoles, sus repulsivas prostitutas, e incluso el hotel, que si bien alardeaba todavía de sus estrellas, se pudría poco a poco, rodeado de traficantes y con un cine porno en las inmediaciones, algo inconcebible poco tiempo antes en semejante lugar. Tal vez se trataba de otra cosa, tal vez tenían razón quienes afirmaban que Europa se descomponía desde arriba, desde la cabeza.

Las herramientas quemaban. Me limpié las manos con crema, las sequé con un Kleenex y subí al coche. Tardé mucho rato en poder abrir la botella de Schweppes que había comprado en la gasolinera; no encontraba el cortaplumas con el abridor, y cuando por fin bebí el amargo líquido me acordé de Randy, que ahora me oía beber desde algún lugar de la autopista. El sol había calentado el cabezal, y la piel de la nuca me ardía. En el horizonte el asfalto tenía un brillo metálico, y daba la impresión de ser un río. ¿Sería un trueno lo que acababa de oír? Sí, estaba tronando. También había podido oír el paso de los reactores, pero cualquier ruido más débil que un trueno cercano era sofocado por el continuo estrépito de la autopista. Ahora el trueno había sonado con más fuerza que el tráfico, traspasando un trozo de cielo que aún tenía nubes doradas; el oro se dirigía hacia las montañas, pero ya con un tono amarillo intenso.

Los indicadores ya anunciaban Frosinone. Por la espalda me resbalaban chorros de sudor, como si alguien me hiciera cosquillas entre los omoplatos con una pluma, y la teatral tormenta amenazaba al estilo italiano: en lugar de descargar en serio, se limitaba a tronar sin una gota de lluvia. Sin embargo, al mismo tiempo se deslizaban sobre el paisaje unas hebras de niebla plateada, y después de una curva prolongada vislumbré incluso un lugar de la autopista sobre el que pendían vapores oblicuos. Saludé con alivio la humedad de las primeras gruesas gotas de lluvia. Inmediatamente empezó a llover a cántaros.

El parabrisas parecía un campo de batalla, por lo que no puse enseguida en marcha el limpiaparabrisas, que después tardó aún un buen rato en barrer todos los restos de insectos. Un poco más adelante me detuve junto a la cuneta; tenía que esperar aquí durante una hora. La lluvia caía a raudales, tamborileaba sobre la capota, los coches que pasaban levantaban surtidores de agua turbia y hacían remolinear la lluvia. Respiré profundamente. Por la rendija de la ventanilla entraba un chorro fino que me humedecía la rodilla. Encendí un cigarrillo y lo sostuve contra el hueco de la mano para que no se mojara; no tenía ningún sabor, ya que era mentolado. Un Chrysler de color metalizado pasó por mi lado, pero el agua caía con tal fuerza contra los cristales que no pude reconocer si era el de Randy. Oscurecía rápidamente. Relámpagos, un estallido, como si se partiera hojalata; para no aburrirme contaba los segundos entre relámpago y trueno; el tráfico de la autopista seguía zumbando y rugiendo como si nada fuese capaz de detenerlo. Mi reloj indicaba las siete pasadas, hora de ponerme en marcha. Con un suspiro, bajé del coche. Al principio la ducha fría no fue agradable, pero pronto me sentí mejor. Manipulé los limpiaparabrisas, como si quisiera arreglarlos, y mientras tanto vigilaba los coches, pero nadie se fijaba en mí y no había rastro de la policía. Empapado, me senté al volante y reemprendí el viaje.

La tormenta había remitido, pero iba oscureciendo; después de Frosinone dejó de llover, el asfalto se secó poco a poco mientras los charcos de la cuneta emanaban un vapor blanco y ondulante en el que penetraba la luz de los faros, y de pronto el sol salió de detrás de las nubes, como si quisiera mostrar el paisaje bajo una nueva luz justo antes de que anocheciera. Bajo el resplandor rosado y ultraterreno, giré hacia el aparcamiento del restaurante del puente de Pavesi. Tiré de la camisa, que tenía pegada al cuerpo, para que no se vieran los sensores, y subí al restaurante. No había visto el Chrysler en el aparcamiento. En el comedor la gente charlaba en una docena de lenguas y comía sin preocuparse de los coches que más abajo se deslizaban como bolas en una bolera. Un cambio repentino se había operado en mí… me había tranquilizado. Ahora todo me daba igual y pensaba en la muchacha como en una historia ocurrida años atrás; me tomé dos cafés y una Schweppes con limón, y tal vez habría seguido ganduleando un rato más de no habérseme ocurrido que me hallaba en un edificio de hierro y cemento que actuaba como una pantalla, por lo que los demás no sabrían cómo me funcionaba el corazón. Estos problemas no existen entre Houston y la Luna.

En el lavabo me limpié las manos y la cara, me peiné y me observé casi de mala gana en el espejo, y otra vez me puse en marcha.

Ahora tenía que volver a ir despacio. Conducía como si hubiera soltado las riendas y el caballo conociera el camino.

Mis pensamientos no se afanaban en ninguna dirección, no me entregué a ninguna fantasía; me desconecté, simplemente, como si no existiera. Antes llamaba a este estado «de cabeza vacía». Sin embargo, la atención no quedaba del todo anulada, ya que me detuve de acuerdo con el plan. Era un buen lugar. Aparqué al pie de una suave colina, en el punto donde la autopista describía un dibujo geométrico para salir frente a la otra ladera. Como a través de un gran portal, reconocí el horizonte donde la franja de cemento se abría camino con un giro enérgico hacia la próxima y prolongada ladera. Aquí el horizonte, allí el trigo. Froté los cristales, y como tenía que abrir el maletero para procurarme más Kleenex, toqué el fondo blando contra el que noté la presión del arma. Como por un acuerdo secreto, casi todos los coches encendieron simultáneamente los faros. Contemplé el amplio paisaje. En dirección a Nápoles brillaban franjas blancas, en dirección a Roma, franjas rojas, como si rodaran por la autopista carbones encendidos. La columna frenó en el fondo del valle, y al hacerlo se convirtió en un rojo centelleante detenido en un tramo de la autopista: una bella imagen de una ola inmovilizada. Si la carretera hubiera sido tres veces más ancha, podría haberse tratado de Texas o Montana. Aunque me hallaba a pocos pasos de la autopista, estaba tan solo que sentí una alegre serenidad. Las personas necesitan hierba, igual que las cabras, pero no lo saben con tanta claridad. Cuando oí zumbar en el cielo un helicóptero invisible, tiré el cigarrillo y subí de nuevo al coche, que aún conservaba un pequeño resto del calor del día.

Detrás de las colinas siguientes, las farolas anunciaban que Roma ya no estaba lejos. Pero mi camino era más largo, ya que tenía que rodear la ciudad. La oscuridad ocultaba a la gente en sus coches, las montañas de maletas sobre los techos adquirían formas extrañas. Todo era importante y anónimo, todo estaba lleno de alusiones, como si al final del tramo esperasen cosas increíblemente significativas. Un astronauta de la reserva ha de ser, al menos en un rincón de su corazón, una mala persona, ya que algo en él está siempre al acecho de que uno de los hombres en activo sufra un percance, y si no está al acecho, es un necio. Un poco más tarde tuve que hacer otra parada —el café, la tableta de Plimasin, la Schweppes y el agua helada hicieron su efecto—; di unos pasos detrás de los matorrales de la cuneta, y el cambio me sorprendió: daba la impresión de que no solo el tráfico, sino también el tiempo se había desvanecido. De espaldas a la carretera y a través del tufo de los gases, olí en la ligera brisa un perfume de flores. ¿Qué haría si ahora tuviera treinta años? En vez de devanarme los sesos, me abroché los pantalones y volví al coche. La llave del contacto me resbaló de los dedos y cayó en la oscuridad, entre los pedales; la busqué a tientas porque no quería encender la luz del espejo. Reemprendí la marcha, ni cansado ni alegre, ni furioso ni tranquilo, apático, un poco decaído, y también un poco maravillado. La luz de las farolas se introducía por el parabrisas, prestaba una palidez blanca a mis manos asidas al volante, y seguía fluyendo hacia atrás. A los lados se deslizaban los rótulos con los nombres de los pueblos, claros como fantasmas, y los añadidos de hormigón se hacían notar con una ligera sacudida… Ahora a la derecha, hacia el cinturón romano, a fin de entrar en la ciudad desde el norte, como él. No pensaba en él, era uno de los once, y la casualidad había querido que fueran precisamente sus cosas las que me habían dado. Randy había insistido en ello, y desde luego tenía razón. Cuando se escenificaba una cosa así, era mejor hacerlo con la máxima exactitud posible. Y en realidad a mí me resultaba indiferente usar las camisas y las maletas de un muerto; si al principio me molestó, fue solamente porque eran las cosas de un extraño. Ahora la carretera estaba casi vacía durante largos trechos y yo tenía continuamente la sensación de que aquí faltaba algo; por la ventanilla abierta entraba un aire lleno de perfume de flores; afortunadamente las gramíneas habían dejado de moverse. Ya no tenía que sorber por la nariz. Psicología por aquí, psicología por allá; el catarro había inclinado la balanza. Yo estaba absolutamente convencido de ello, aunque habían querido persuadirme de que no era así, y realmente tenían razón si se enfocaba el asunto con lógica: ¿acaso crecían hierbas en Marte? En consecuencia, la alergia al polen de las gramíneas no era un inconveniente. No, claro, pero en algún punto de mi historia personal, en las observaciones, debía de figurar: «Alérgico»; en otras palabras, no totalmente válido. Cuando alguien era tildado así, se lo pasaba a la reserva, mejor dicho, era un lápiz que se mantenía tan afilado que al final no podía trazarse con él ni un solo punto. Un Cristóbal Colón de la reserva, ¡qué mal suena!

La larga columna que venía en dirección contraria a la mía me cegaba con sus faros y me hacía cerrar alternativamente el ojo derecho y el izquierdo. ¿Sería posible que me hubiera pasado el desvío? No había visto ninguna salida de la autopista. Sentí una gran indiferencia: ¿qué más podía hacer? Conducir en la noche y basta. Apareció un letrero luminoso, alto y apaisado: «Roma Tiberina». ¡Menos mal! La Roma nocturna tenía más movimiento y más iluminación a medida que me acercaba al centro. Por suerte, los hoteles donde debía buscar habitación estaban muy cerca el uno del otro. En todos extendían los brazos: plena temporada, completo; y yo volvía a aferrarme al volante. En el último hotel quedaba alguna habitación libre; pedí una tranquila, que diera al patio; el conserje me miró de hito en hito, y yo meneé la cabeza y volví al coche.

La vacía entrada del Hilton estaba inundada de luz. Cuando bajé del coche no pude descubrir ningún rastro del Chrysler, y me estremecí al pensar que podían haber sufrido un accidente y que por ello no los había visto en el camino. Cerré mecánicamente la portezuela y entonces vi reflejado en el cristal el brillante radiador del Chrysler. Estaba detrás de la rampa, en la penumbra, entre la cadena y la señal de parada. Caminé hacia el hotel. Al pasar vi el oscuro interior del coche, que parecía vacío, pero el cristal estaba bajado a medias. Cuando me hallaba a cinco pasos de él, vi la punta encendida de un cigarrillo. Quise hacerles una seña, pero me contuve; la mano me tembló, la metí en el bolsillo y entré en el vestíbulo.

Un pequeño incidente cuya única importancia residía en que quedaba cerrado un capítulo y comenzaba el siguiente. En el fresco aire nocturno todo parecía de una claridad antinatural: los coches del aparcamiento, mis pasos, el empedrado, y me fastidió no poder hacerles ni una seña. Hasta ahora había seguido el plan de horario como un alumno las horas de clase, y verdaderamente no había pensado en el hombre que hiciera antes que yo este mismo viaje; que, como yo, se detuviera y tomara café, fuera de hotel en hotel por la Roma nocturna y terminara su viaje en el Hilton, de donde ya no salió vivo. Ahora, el papel que estaba representando se me antojó una burla, como si quisiera desafiar al destino.

Un joven botones, rígido por la propia importancia —quizá solo intentaba exagerar su cansancio—, salió conmigo hasta el coche y tomó en sus manos enguantadas mis polvorientas maletas, y yo sonreí, distraído, a sus relucientes botones. El vestíbulo estaba vacío; otro botones colocó mi equipaje en el ascensor, que se elevó con el sonido de una caja de música. Yo aún llevaba dentro el ritmo del viaje, no podía deshacerme de él, como si se tratara de una melodía pegadiza. El botones se detuvo, abrió una puerta de dos batientes, encendió las luces de las paredes y del techo, salón y dormitorio, dejó las maletas en el suelo y me quedé solo. De Nápoles a Roma hay solo dos pasos y no obstante me sentía cansado, pero se trataba de un cansancio diferente de otros, tenso, porque ignoraba qué me depararía la sorpresa siguiente. Me sentía como si hubiera vaciado una lata de cerveza a cucharadas, era algo parecido a una sobriedad embriagada. Recorrí las habitaciones; la cama llegaba hasta el suelo, por lo que podía ahorrarme mirar debajo de ella, y abrí todos los armarios, aunque sabía muy bien que allí no encontraría a ningún asesino; el asunto no era tan sencillo, pero hice lo que debía hacer. Levanté las sábanas y los dos colchones, examiné el travesero; me parecía inverosímil que ya no volviera a bajar de esta cama. Pero qué se le va a hacer, el hombre no funciona democráticamente. El centro de la conciencia, las voces de derecha e izquierda, todo es un parlamento ficticio, pues existen catacumbas que lo hacen retemblar. El Evangelio según Freud. Regulé el aire acondicionado, subí y bajé las persianas; los techos eran lisos, claros, no como en la Posada de las Dos Brujas. Allí el peligro era tangible, francamente macabro, el dosel de la cama caía sobre la persona dormida y la estrangulaba. Aquí no había dosel ni tenaz romanticismo. Sillones, una mesa, alfombras, todo en el lugar adecuado: una decoración corriente y confortable… ¿Había apagado los faros?

Las ventanas daban al otro lado de la calle, por lo que no podía ver el coche. «Estoy casi seguro de que los he apagado, pero si he olvidado hacerlo, que Hertz se preocupe de ello.» Corrí las cortinas, me desnudé, dejé caer los pantalones y la camisa y me quité el sensor con mucho cuidado. Después de la ducha tenía que ponérmelo de nuevo. Abrí la maleta grande; encima de todo estaba la caja del esparadrapo, pero no encontraba las tijeras. Me quedé en medio de la habitación, sintiendo una ligera presión en la cabeza y la mullida alfombra bajo las plantas de los pies. Ah, sí, las había puesto en la cartera. Impaciente, tiré de la cerradura, y junto con las tijeras cayó también una reliquia metida en una funda de plástico, una fotografía, amarilla como el Sahara, del Sinus Aurorae, mi pista de aterrizaje número 1, donde no había aterrizado nunca. La foto estaba sobre la alfombra, ante mis pies desnudos —algo doloroso, necio y significativo a la vez—. La recogí, la contemplé a la luz blanca de la lámpara del techo: a 10 º de latitud norte y 52 º de longitud este; arriba, la mancha del Bosporus Gemmatus, abajo la formación del ecuador. Lugares donde debería haber posado los pies. Me quedé contemplando la fotografía, y finalmente, en lugar de guardarla de nuevo en la cartera, la dejé junto al teléfono de la mesilla de noche y me fui al cuarto de baño.

¡Maravilloso cómo el agua se derramaba sobre mí en centenares de finos chorros calientes! La civilización empieza con el agua corriente. Los retretes del rey Minos de Creta. Un faraón hizo formar una teja con la suciedad que le habían raspado del cuerpo durante toda su vida para que le sirviera de almohada en su sepultura. Las abluciones siempre tienen algo simbólico.

En mi juventud no lavaba nunca un coche que tuviera el menor defecto hasta que estaba reparado; entonces lo limpiaba y pulía hasta darle el máximo brillo. ¿Qué sabía en aquella época sobre el simbolismo de la pureza y la impureza que existe en todas las religiones? Lo único que apreciaba en los apartamentos de doscientos dólares era el cuarto de baño. El hombre se siente como se siente su piel. En el espejo que cubría toda la pared vi mi torso enjabonado con la marca de los electrodos, como si estuviera de nuevo en Houston, y también las caderas, blanquecinas por el slip de baño. Abrí más el grifo y las cañerías gimieron lastimosamente. Calcular las curvaturas de modo que nunca produzcan una resonancia es, por lo visto, un problema casi insoluble de la hidráulica. ¡Cuántos conocimientos inútiles! Por fin me sequé, sin perder mucho tiempo en la elección entre las diversas toallas, y fui desnudo al dormitorio, dejando huellas de humedad tras de mí. Volví a pegarme firmemente el sensor del corazón, pero en lugar de echarme en la cama, me senté sobre ella. Calculé con rapidez: en el termo cabían al menos siete cafés. Antes me habría dormido como una marmota, pero ahora ya sabía qué significa pasarse la noche dando vueltas. En la maleta tenía Seconal, un preparado que se recomendaba a los astronautas y que yo había ocultado a Randy. Adams no lo había tomado; por lo visto dormía perfectamente. Tomar ahora una tableta no sería jugar limpio. Había olvidado apagar la luz del cuarto de baño. Me levanté perezosamente. En la penumbra, la suite parecía mayor. Desnudo, de espaldas a la cama, permanecí indeciso unos segundos: ah, sí, tenía que cerrar la puerta con llave y dejarla en la cerradura. 303, el mismo número. Se habían preocupado de que lo fuera. ¿Y ahora? Busqué el miedo en mi interior. Un sentimiento vago, un poco de vergüenza, pero no había modo de saber de dónde provenía la inquietud. ¿De la perspectiva de una noche de insomnio? ¿Acaso de la agonía? Todos somos supersticiosos, aunque no todos lo sabemos. A la luz de la lámpara de la mesilla volví a observar con detalle todo cuanto me rodeaba, esta vez con resuelta desconfianza. Las maletas estaban medio abiertas; la ropa, diseminada por los sillones. Un auténtico ensayo general. ¿El revólver? Tonterías. Meneé la cabeza con autoconmiseración, apagué la lámpara al acostarme, distendí los músculos y empecé a respirar con regularidad.

La capacidad de conciliar el sueño a una hora determinada había sido una parte esencial del entrenamiento. Y, además, ¿no había abajo dos hombres en el coche que observaban en el osciloscopio cada movimiento de mi corazón y mis pulmones? Con la puerta cerrada por dentro, las ventanas herméticamente aseguradas con cerrojos, ¿qué me importaba que él hubiese dormido a esta misma hora en esta misma cama?

La diferencia entre el Hilton y la Posada de las Dos Brujas era indiscutible. Me imaginé el regreso: sin anunciarme, me detengo ante la casa, o aún mejor, ante la farmacia. Voy a pie, como si viniera de dar un paseo, los chicos ya han vuelto de la escuela y me ven desde la ventana, la escalera resuena bajo sus pasos… Me incorporé de pronto, acababa de ocurrírseme que debía beber un trago de ginebra. Me apoyé en los codos y permanecí un rato dudando. La botella aún estaba en la maleta. Fui a tientas en la oscuridad desde la cama hasta la mesa, busqué bajo las camisas la botella aplanada, vertí un poco de ginebra en el tapón y, al hacerlo, me mojé el dedo. Vacié por completo el tapón de metal, nuevamente con la estúpida sensación de estar actuando en una obra de aficionados. «Hago lo que puedo», me justifiqué ante mí mismo, y volví a la cama, invisible; el torso, los brazos y las piernas desaparecieron, la piel tostada por el sol se fundió con la oscuridad; solo las caderas brillaban como franjas blanquecinas. Me acosté, el alcohol me calentaba el estómago, y propiné un puñetazo a la almohada: «¡A esto has llegado, reservista!». Me tapé hasta el cuello con la colcha —y ahora, deprisa, los ejercicios respiratorios—. Caí en un sopor cuyos débiles restos de desvelo solo es capaz de eliminar una pasividad total. Ya empezaban a rondarme las visiones del sueño. Volaba por el aire. Es interesante que soñara con volar exactamente igual que antes de mi permanencia en la estación espacial, como si las obstinadas catacumbas de mi cerebro se cerrasen ante cualquier corrección de la experiencia. Volar en sueños es algo falseado, porque mientras se vuela el cuerpo conserva su orientación normal, y porque el movimiento de brazos y piernas es tan sencillo como cuando se está despierto, aunque más fácil y fluido. En la realidad las cosas son muy diferentes. Los músculos están fuera de quicio. Si se quiere apartar algo, se empieza a volar hacia atrás, y si uno desea sentarse y lleva las piernas hasta la barbilla, con un movimiento imprudente puede incluso dejarse a sí mismo fuera de combate con las rodillas. El cuerpo se mueve como si estuviera embutido en una camisa de fuerza, y además flota, privado de la resistencia salvadora que la Tierra le ofrece por doquier.

Me desperté medio asfixiado. Algo blando, pero inflexible, me dificultaba la respiración. Me incorporé con los brazos extendidos, como si quisiera agarrar lo que me estaba estrangulando. Una vez sentado, fui comprendiendo, poco a poco y con esfuerzo, que se trataba de eliminar una capa viscosa e indeseable de mi cerebro. Por una rendija entre las cortinas se filtraba en la habitación un centelleo claro como el mercurio. Pude constatar que estaba solo. Seguía faltándome el aire, tenía la nariz totalmente tapada, la boca me ardía como el fuego y mi lengua estaba seca. Desde luego había roncado de forma espantosa, y me pareció que habían sido los ronquidos los que habían penetrado hasta la última envoltura del sueño precisamente cuando me estaba empezando a despertar.

Me levanté, algo vacilante, pues, aunque los sentidos ya me funcionaban, el sueño seguía abrumándome como un peso inmóvil. Me incliné cautelosamente sobre la maleta y en la oscuridad busqué en el bolsillo lateral que contenía el frasco de Piribensamin. Las gramíneas debían de estar en flor también en Roma. En el sur sus capullos empiezan tiñéndose de un amarillo que se extiende hacia latitudes más elevadas, lo cual es bien sabido por todos aquellos que sufren de la fiebre del heno durante toda su vida. Las dos. Algo preocupado, me pregunté si mis amigos saltarían del coche cuando vieran en el osciloscopio los repentinos latidos de mi corazón; así pues, me acosté de nuevo, con la cabeza de lado sobre la almohada, ya que de este modo cede con más rapidez la inflamación de las membranas mucosas. Permanecí quieto, escuchando con un oído para asegurarme de que no se acercaba la ayuda no solicitada. Paulatinamente, el corazón recobró su ritmo normal.

No volví a la imagen del hogar; no lo deseaba, tal vez porque creía que no debía mezclar a los niños en este asunto. ¡Solo faltaría que no pudiera dormir sin ayuda de mis hijos! Tendrían que bastar los ejercicios de yoga que el doctor Sharp y sus asistentes habían recomendado especialmente para los astronautas. Los dominaba a la perfección, y los ejecuté con tanto éxito que enseguida la nariz silbó con acento conciliador y dejó pasar algo de aire, y el Piribensamin, privado de su aditamento, me instiló en el cerebro su característica somnolencia, turbia y algo impura, y no sé siquiera cuándo me quedé profundamente dormido.

Загрузка...