Tercera Parte LA FAZ DE LAS AGUAS

1

El barco estaba como sobre una pista engrasada, deslizándose libremente a través del mundo. Lawler podía sentir debajo de sí el eterno movimiento del mundo oceánico, el enorme oleaje planetario, mientras la enorme muralla de agua sobre la que cabalgaban los arrastraba irresistiblemente. Ellos eran meros pecios; eran un átomo aislado que se sacudía en el vacío. No eran absolutamente nada, y la inmensidad del mar enfurecido lo era todo.

Encontró un sitio en medio del barco en el que ponerse en cuclillas y prepararse para lo que venía. Se apretó contra uno de los mamparos, con un grueso montón de mantas encajadas contra su cuerpo para que lo mantuviera inmóvil; pero no tenía esperanzas reales de sobrevivir. La muralla de agua era demasiado gigantesca, el mar demasiado tormentoso, el barco demasiado endeble. Intentó imaginar a través del sonido y el movimiento qué estaría ocurriendo en cubierta en aquellos precisos momentos.

El Reina de Hydros se deslizaba rápidamente por encima de la superficie del mar, atrapado en el movimiento de avance de la Ola y arrastrado irremisiblemente por ella, encima de su ondulación más baja. Incluso en el caso de que Delagard hubiera conseguido hacer funcionar el magnetrón a tiempo, éste debía de haber tenido poco o ningún efecto contra el impacto de la ola que se aproximaba o para elevar el barco e impedir que lo arrastrara con ella. Fuera cual fuese la velocidad de la Ola, ésa era la rapidez con que ahora viajaba el barco al empujarlo la gran masa de agua. Lawler nunca había visto una Ola tan enorme. Probablemente nadie la había visto durante los apenas ciento cincuenta años de asentamientos humanos en Hydros. Lo más probable era que se debiese a alguna concatenación de las tres lunas y el mundo hermano: alguna confluencia diabólica de fuerzas gravitacionales era la que había levantado aquella impensable hinchazón de agua y la había echado a correr en torno al vientre del planeta.

De alguna manera, el barco aún se mantenía a flote, como un corcho sacudido sobre el pecho del agua. Lawler no tenía ni idea de cómo, pero estaba seguro de que todavía flotaba porque podía sentir la fuerza constante de aceleración al ser arrastrado por la Ola. Esa fuerza inflexible lo apretaba contra el mamparo y lo mantenía tan pegado a él que le resultaba imposible moverse. Si ya hubieran volcado, razonó, a aquellas alturas la Ola habría pasado y ellos estarían hundiéndose silenciosamente en su depresión posterior. Pero no: continuaban viajando. Estaban dentro de la Ola, girando una y otra vez, quilla arriba, quilla abajo, quilla arriba, quilla abajo, mientras todo lo que no estaba sujeto al interior del barco caía dando tumbos. Podía oír las cosas que golpeaban por todas partes, como si el barco estuviera siendo sacudido por la mano de un gigante. Rodaban, rodaban y rodaban.

Se dio cuenta de que le costaba respirar, que jadeaba como si fuera él mismo y no la cubierta exterior lo que estuviera siendo constantemente sumergido para luego salir nuevamente al aire. Abajo, arriba, abajo, arriba. Sentía un golpeteo en el pecho. Se apoderó de él una especie de mareo alcohólico que lo despojó de toda posibilidad de pánico. Estaba girando demasiado violentamente como para sentir miedo: en su mente no había lugar para eso.

Pero ¿cuándo se hundirían, finalmente? ¿Ahora? ¿Ahora? ¿O la Ola nunca los dejaría en libertad, sino que los arrastraría interminablemente alrededor del mundo, haciéndolos girar como una rueda eterna con la fuerza de su terrible poder?

Llegó un momento en el que todo volvió a la estabilidad. Estamos libres de ella, pensó; navegamos por nuestra cuenta. Pero no se trataba más que de una ilusión. Pasados unos instantes volvieron a comenzar los giros, más intensamente que antes. Lawler sintió que la sangre le corría de la cabeza a los pies, de los pies a la cabeza, de la cabeza a los pies, de los pies a la cabeza. Le dolían los pulmones. Le ardían las fosas nasales a cada inspiración.

Se oyeron golpes y detonaciones que parecían venir del interior del barco —probablemente muebles que volaban de un lado a otro— y ruidos más fuertes que parecían venir del exterior. Oía voces distantes que gritaban, que chillaban a veces. Se oía el rugir del viento, o al menos la ilusión del rugir del viento. También estaba presente el retumbar —más profundo— de la misma Ola. Luego se produjo un fragoroso siseo que se transformó gradualmente en un gruñido; Lawler fue incapaz de identificarlo: alguna iracunda confrontación entre el agua y el cielo en su punto de reunión, tal vez. O quizá la Ola era algo formado por densidades variables, y las mismas aguas que la componían, mantenidas atropelladamente juntas por el ímpetu predominante de su fuerza gigantesca, estaban riñendo entre sí.

Entonces llegó finalmente otro período de quietud, y éste pareció durar, durar y durar. «Ahora nos estamos hundiendo», pensó Lawler. Estamos a cincuenta metros de la superficie, y descendiendo. Estamos a punto de ahogarnos. En cualquier momento, la presión del agua reventará la pequeña burbuja que es este barco y el agua entrará como un torrente y todo se habrá acabado.

Esperó la inundación inmediata. Sería una muerte rápida. El puñetazo del agua contra su pecho interrumpiría el flujo de sangre a su cerebro; quedaría instantáneamente inconsciente. Nunca conocería el resto de la historia: el lento deslizamiento hasta el fondo, las tablas aplastadas que se abrirían, las curiosas criaturas de las profundidades que entrarían a mirarlos, estudiarlos y finalmente comérselos.

Pero no ocurrió nada. Todo estaba en calma. Navegaban en un tiempo fuera del tiempo, silencioso y tranquilo. Entonces a Lawler se le ocurrió que ya debían de estar muertos, que ésta era la vida más allá de la muerte en la que nunca había sido capaz de creer, y se echó a reír y miró en torno de sí con la esperanza de encontrar al padre Quillan para decirle: «¿Es así como usted creyó que sería? ¿Una deriva interminablemente suspendida? ¿El yacer aquí, en el mismo sitio en el que murió, aún consciente, con un profundo silencio a su alrededor?».

Sonrió ante su propia necedad. La vida del más allá no sería una mera continuación de la presente. Ésta continuaba siendo la antigua y conocida. Allí estaban sus pies, que le eran tan familiares; ésas eran sus manos con las cicatrices desteñidas en las palmas; ése era el sonido de su propia respiración. Todavía estaba vivo. El barco debía de continuar a flote. La Ola había pasado de largo, por fin.

—¿Val? —dijo una voz—. Val, ¿estás bien?

—¿Sundria?

La mujer gateó hacia él por el estrecho pasillo, entre la confusión de objetos que habían estado dando tumbos. Tenía la cara muy pálida. Parecía aturdida; sus ojos tenían un destello helado. Lawler se removió, se quitó de encima una tabla que le había caído sobre el pecho sin que lo notara, y comenzó a salir de su ajustado escondite. Se encontraron a medio camino.

—Jesús —dijo ella, suavemente—. ¡Oh, Jesús Dios!

Se puso a llorar. Lawler la abrazó; se dio cuenta de que también él estaba llorando. Se estrecharon y lloraron juntos en la extraña quietud de sus sueños.


Una de las escotillas estaba abierta y por ella penetraba un grueso rayo de luz. Los dos salieron a la cubierta exterior cogidos de la mano. El barco estaba erguido y apoyado con toda normalidad sobre el agua como si nada hubiese ocurrido. La cubierta estaba mojada, y brillaba como nunca antes. Parecía como si un ejército de equipos de cubierta la hubiese estado limpiando durante un millón de años. La cabina del timón continuaba en su sitio, al igual que la bitácora, el alcázar y el puente. Los mástiles continuaban asombrosamente en su lugar, aunque el trinquete había perdido una de las vergas.

Kinverson ya estaba en cubierta, junto a la grúa, y Lawler vio a Delagard a popa, con las piernas separadas e inmóvil, estupefacto por la conmoción. Parecía haber echado raíces en la cubierta; era como si hubiese permanecido en aquel sitio durante todo el tiempo en que el barco fue sacudido por la zarpa de la Ola. Más allá de él, a estribor, estaba Onyos Felk, que se erguía de la misma forma pasmada e inmóvil.

Uno a uno, los demás comenzaban a abandonar sus escondites: Neyana Golghoz, Dann Henders, Leo Martello, Pilya Braun. Luego aparecieron Gharkid, que cojeaba ligeramente a causa de algún accidente sufrido durante el suceso, Lis Niklaus y el padre Quillan. Se movían con precaución, arrastrando los pies como sonámbulos, asegurándose de modo vacilante de que el barco continuaba intacto, tocando las barandillas, la fijación de los mástiles, el techo del castillo de proa. El único que faltaba era Dag Tharp. Lawler dio por supuesto que había permanecido bajo cubierta para intentar establecer contacto por radio con los otros barcos.

¿Los otros barcos? No se los veía por ninguna parte.

—Mira qué calmo está —dijo suavemente Sundria.

—Calmo, sí. Y vacío.

Tenía el aspecto que debió tener el mundo durante el primer día de la Creación. En todas direcciones se extendía un mar monótono, azul grisáceo y tranquilo, sin una sola onda, sin siquiera una ola, sin espuma, sin la más ligera ondulación: una nada plácida y horizontal. El paso de la Ola lo había despojado de toda su energía.

También el cielo estaba liso, gris y casi vacío. En el oeste distante flotaba una sola nube baja, con el sol poniéndose detrás de ella. Desde el este surgía una luz pálida. No quedaba ni rastro de la tempestad que había precedido a la Ola. Se había desvanecido tan completamente como la Ola misma.

¿Y los otros barcos?

Lawler caminó lentamente de un lado a otro y luego recorrió el camino inverso. Sus ojos recorrieron las aguas en busca de algún presagio: tablas que flotaran a la deriva, fragmentos de vela, ropas dispersas por la superficie, incluso nadadores que lucharan por su vida. No vio nada.

En ocasión de la primera tormenta, el vendaval de tres días, tampoco el mar mostraba ningún otro barco. Aquella vez, la flota había sido meramente esparcida por los vientos, y al cabo de algunas horas volvió a reunirse. Lawler temía que ahora las cosas serían diferentes.

—Allí está Dag —murmuró Sundria—. ¡Dios mío, mírale la cara!

Tharp salía en aquel momento por la escotilla trasera; estaba pálido, tenía la mirada inexpresiva, la mandíbula floja, los hombros caídos y los brazos colgándole laxamente a los lados. Delagard interrumpió su éxtasis, se volvió y preguntó con voz cortante:

—¿Y bien? ¿Qué noticias hay?

—Nada. No hay noticias —la voz de Tharp era un susurro hueco—. Ni un sonido. Lo he intentado e intentado. Adelante, Diosa, adelante, Estrella, adelante, Lunas, adelante, Cruz. Aquí el Reina. Adelante. Adelante. Adelante —parecía medio enloquecido—. Ni un sonido. Nada.

El rostro de anchas mandíbulas de Delagard estaba apesadumbrado. Se le aflojaron los músculos.

—¿Ninguno de ellos?

—Nada, Nid. No van a responder. No están allí.

—Tu radio no funciona.

—He captado islas. Hablé con Kentrup. Hablé con Kaggeram. Era una Ola muy mala, Nid, realmente mala.

—Pero mis barcos…

—Nada.

—¡Mis barcos, Dag!

Los ojos de Delagard adquirieron una expresión enloquecida. Cargó como si tuviera la intención de coger a Tharp por los hombros y sacudirlo para obtener noticias mejores. Kinverson apareció de la nada, se interpuso entre ellos, cogió a Delagard y lo sujetó mientras éste temblaba y se estremecía.

—Vuelve abajo —le ordenó Delagard al operador de radio—. Inténtalo otra vez.

—Es inútil —respondió Tharp.

—¡Mis barcos! ¡Mis barcos! —Delagard se volvió en redondo y corrió hasta la barandilla. Durante un momento sobrecogedor, Lawler pensó que iba a arrojarse por la borda. Pero lo que quería era simplemente golpear algo. Convirtió sus puños en cachiporras y aporreó la barandilla una y otra vez, asestando los golpes con una fuerza tan pasmosa que medio metro de la barandilla se abolló, dobló y desplomó bajo los impactos—. ¡Mis barcos! —aulló de nuevo Delagard.

Lawler sintió que él mismo comenzaba a estremecerse. Los barcos, sí, y todos los que estaban a bordo de ellos. Se volvió hacia Sundria y vio compasión en sus ojos. Ella sabía qué clase de dolor sentía él, pero ¿cómo era realmente posible que lo entendiera?

Para aquella mujer, habían sido todos extraños. Para él, en cambio, representaban todo su pasado: la substancia de su vida, para mejor o peor. Nicko Thalheim; Sandor, el anciano padre de Nicko; Bamber Cadrell, los Sweyner, los Tanamind, Brondo, las pobres y locas hermanas, Volkin, Yáñez, Stayvol, todos ellos, todos aquellos a los que había conocido en su vida; todo, su infancia, su juventud, su historia de hombre adulto, los custodios de los recuerdos compartidos durante una vida, todos ellos barridos con un solo gesto. ¿Cómo podía ella comprenderlo? ¿Había formado alguna vez parte de una comunidad establecida desde hacía mucho tiempo? ¿Alguna vez? Se había marchado de su isla natal sin pensárselo dos veces, y había vagado de un sitio a otro sin mirar nunca atrás. Uno no podía saber cómo era perder lo que uno nunca había tenido.

—Val… —dijo ella, suavemente.

—Estoy bien, ¿de acuerdo?

—Si al menos pudiera ayudarte de alguna manera…

—Pero no puedes —respondió Lawler.

Descendía la oscuridad. La Cruz comenzaba a remontarse en el cielo y colgaba en un ángulo curioso, extrañamente ladeado, inclinada de suroeste a noreste. No había viento. El Reina de Hydros se deslizaba lánguidamente por el mar calmo. Todos continuaban en el puente. Nadie se había molestado en volver a aparejar las velas, aunque ya hacía horas que había pasado la Ola; pero apenas importaba en aquella quietud, en aquellas aguas completamente quietas.

Delagard se volvió hacia Onyos Felk.

—¿Dónde crees que estamos? —le preguntó con voz exánime.

—¿Quieres que te lo diga sólo por medio de la barquilla y la corredera o quieres que lo calcule con mis instrumentos de observación celeste?

—Haz sólo una jodida conjetura, Onyos.

—En el mar Vacío.

—Eso puedo calcularlo por mí mismo. Dame la longitud.

—¿Crees que soy un mago, Nid?

—Creo que eres un idiota picajoso. Pero al menos puedes darme la longitud. Mira la jodida Cruz.

—Ya la veo, la jodida Cruz —dijo Felk, cáusticamente—. Me dice que estamos al sur del ecuador y mucho más al oeste de lo que estábamos cuando nos cogió la Ola. Si quieres algo más preciso, déjame bajar a ver si encuentro mis instrumentos.

—¿Mucho más al oeste? —preguntó Delagard.

—Mucho. Muchísimo más. Realmente hemos recorrido una larga distancia.

Lawler observó el cielo —aunque comprendía muy poco— mientras Felk, después de rebuscar durante largo rato entre el caos que había bajo cubierta, salió con los instrumentos de su oficio; los toscos, los rústicos instrumentos que probablemente hubieran hecho reír entre dientes con condescendencia a un marinero de la Tierra del siglo XVI. Trabajaba silenciosamente, murmurando para sí de vez en cuando mientras fijaba la posición de la Cruz, meditaba y volvía a fijarla. Pasado un rato, Felk miró a Delagard.

—Estamos mucho más al norte de lo que quiero creer —dijo.

—¿Cuál es nuestra posición?

Felk se lo dijo. Delagard pareció sorprendido. Bajó por la escalerilla y permaneció ausente un largo rato, tras el cual regresó con la carta de navegación. Lawler se aproximó más mientras Delagard descendía con un dedo por la línea de longitud.

—Ah. Aquí. Aquí.

—¿Puedes ver lo que está señalando? —preguntó Sundria, detrás de Lawler.

—Estamos en el corazón del mar Vacío. Estamos tan cerca de la Faz de las Aguas como lo estamos de cualquiera de las islas que hemos dejado atrás. Es el centro de la nada, sin duda, y estamos solos en él.

2

Muerta estaba ahora toda esperanza de convocar a los barcos, de oponer la voluntad de toda la comunidad de Sorve contra Delagard. La totalidad de ella había sido reducida a sólo trece personas. En aquel momento, todos los que estaban a bordo de la nave sobreviviente sabían cuál era el auténtico destino del viaje. A algunos, como Kinverson, como Gharkid, parecía no importarles: un destino era tan bueno como cualquier otro para hombres como ellos. Otros —Neyana, Pilya, Lis— era muy improbable que fueran a oponerse a Delagard respecto a cualquier cosa que quisiera hacer, sin importar cuan extraña fuese; y al menos uno, el padre Quillan, era el aliado confeso de Delagard en su búsqueda de la Faz.

Eso dejaba a Dag Tharp, Dann Henders, Leo Martello, Sundria y Onyos Felk.

Felk aborrecía a Delagard. Bien; uno para mi bando, se dijo Lawler. En cuando a Tharp y Henders, ya habían tenido una desavenencia con Delagard acerca de la dirección del viaje: no se encogerían ante la posibilidad de otra. Martello, sin embargo, era hombre de Delagard, y Lawler no estaba seguro de hacia dónde se decantarían sus simpatías en caso de un enfrentamiento decisivo. Incluso Sundria era una incógnita. Lawler no tenía ningún derecho de dar por supuesto que se pondría de su lado, independientemente de la intimidad que estuviera tejiéndose entre ellos. Podía perfectamente sentir curiosidad hacia la Faz, anhelar descubrir su verdadera naturaleza. Después de todo, su vocación era el estudio de la vida de los gillies.

Así que eran cuatro contra todos los demás, o seis en el mejor de los casos. Ni siquiera la mitad de la tripulación. No eran suficientes, pensó Lawler.

Comenzaba a pensar que la idea de controlar a Delagard era fútil. Delagard era una fuerza demasiado poderosa como para poder controlarla. Era como la Ola: a uno podía no gustarle el sitio al que lo llevaba, pero no había mucho que se pudiera hacer al respecto. Realmente no.


Al día siguiente de la catástrofe Delagard bullía con energía inagotable, mientras preparaba el barco para continuar el viaje. Los mástiles fueron reparados y las velas izadas. Si Delagard había sido antes un hombre impulsivo y decidido, ahora parecía completamente demoníaco, una implacable fuerza de la naturaleza. La analogía con la Ola parecía la más adecuada, pensaba Lawler. La pérdida de sus preciosos barcos parecía haber empujado a Delagard a cruzar algún umbral de la voluntad al interior de un nuevo territorio de la determinación. Furioso, rápido, sobrecargado de energía, Delagard era el centro de un torbellino de fuerza cinética que hacía que resultara imposible acercársele. «¡Haz esto! ¡Haz aquello! ¡Asegura eso! ¡Mueve aquello!» No dejaba espacio en torno de sí como para que alguien como Lawler se le acercara y dijese: «No vamos a permitir que lleves este barco al lugar que te dé la gana, Nid».

Lis Niklaus tenía nuevos cortes y moretones en la cara.

—Yo no le dije absolutamente nada —le aseguró a Lawler, mientras él la curaba—. Simplemente se volvió loco y comenzó a golpearme en cuanto entramos en el camarote.

—¿Ha ocurrido esto antes?

—No de esa manera, no. Se ha vuelto loco. Quizá pensó que yo iba a decir algo que no le gustaría. La Faz, la Faz, la Faz, es lo único en lo que puede pensar. Habla de ella en sueños. Negocia tratos, amenaza a competidores, promete maravillas… Yo qué sé.

A pesar de que era una mujer grande y sólida, parecía de pronto encogida y frágil como si Delagard estuviera absorbiéndole la vida para su propio provecho.

—Cuanto más vivo con él —comentó—, más me asusta. Uno piensa que no es más que un rico dueño de astilleros interesado sólo en beber, comer, follar y hacerse aún más rico, sabe Dios para qué; y luego te encuentras con que de vez en cuando te deja echar un vistazo a su interior y ves demonios.

—¿Demonios?

—Demonios, visiones, fantasías. No lo sé. Piensa que esa gran isla lo convertirá en un emperador de este planeta, o quizá en una especie de dios, y que todo el mundo le obedecerá, no sólo la gente como nosotros, sino también los otros isleños, incluso también los gillies; y los habitantes de otros mundos. ¿Sabes que quiere construir un puerto espacial?

—Sí —respondió Lawler—. Ya me lo ha dicho.

—Y lo hará. Ese hombre consigue lo que se propone. Nunca descansa. Nunca disminuye el ritmo. Piensa en sueños. Lo digo en serio —Lis se tocó delicadamente una zona purpúrea que tenía entre el pómulo y el ojo izquierdo—. ¿Vas a intentar detenerlo? ¿Tienes la intención?

—No estoy seguro.

—Ten cuidado. Te matará si intentas ponerte en su camino. Incluso a ti, doctor; te mataría de la misma forma que a un pez.


El mar Vacío parecía merecer su nombre. Era limpio y monótono, sin islas, sin arrecifes de coral, sin tormentas, y en su cielo apenas se veía una nube. El ardiente sol arrojaba largos rayos anaranjados sobre las límpidas ondas vidriosas del agua color azul grisáceo. El horizonte parecía estar a mil millones de kilómetros de distancia. El viento era flojo y caprichoso. Las olas de marea eran raras ahora, y pequeñas cuando las había; apenas más grandes que una ondulación sobre el seno plano del mar. El barco navegaba fácilmente por encima de ellas.

Tampoco había mucha vida marina. Kinverson arrojaba sus líneas en vano; las redes de Gharkid apenas recogían alguna alga que pudiera ser de utilidad. Ocasionalmente pasaba algún brillante cardumen de peces o podían verse criaturas de gran tamaño retozando en la distancia, pero era raro que algo se acercara lo suficiente como para apresarlo.

Las reservas existentes a bordo —los surtidos de pescado seco y algas deshidratadas— estaban disminuyendo de forma alarmante; Delagard ordenó que se redujera la ración diaria. Aparentemente sería un viaje de hambre a partir de entonces… y también de sed. No había habido tiempo de sacar los recipientes durante el fantástico aguacero que los había azotado justo antes de la llegada de la Ola. Ahora, bajo aquel sereno y despejado cielo, el nivel de los barriles disminuía cada día más.

Lawler le pidió a Onyos Felk que le enseñara en la carta el punto en el que se hallaban. El cartógrafo fue vago, como siempre, respecto a la geografía; pero señaló muy adentro del mar Vacío, casi a medio camino entre el ecuador y el supuesto emplazamiento de la Faz de las Aguas.

—¿Puede ser eso cierto? —preguntó Lawler—. ¿Es posible que hayamos llegado tan lejos?

—La Ola se movía a una velocidad increíble. Nos arrastró consigo durante todo el día; el verdadero milagro es que el barco no se haya partido en dos.

Lawler estudió la carta.

—Hemos llegado ya demasiado lejos como para volver atrás, ¿no es cierto?

—¿Quién está hablando de volver? ¿Tú? ¿Yo? Delagard no, ciertamente.

—¿Y si quisiéramos hacerlo? —preguntó Lawler—. ¿Podríamos?

—Será mejor para todos que continuemos avanzando —dijo sombríamente Felk—. No tenemos alternativa, realmente. Tenemos todo este vacío detrás. Si nos volviéramos hacia aguas conocidas, probablemente moriríamos de hambre antes de llegar a cualquier parte útil. Casi la única probabilidad que tenemos ahora es la de intentar encontrar la Faz. Puede que allí encontremos comida y agua.

—¿Tú lo crees así?

—¿Y yo qué sé? —fue la respuesta de Felk.


—¿Tienes un minuto, doctor? —preguntó Leo Martello—. Quiero enseñarte algo.

Lawler estaba en su camarote, mirando entre sus papeles. Tenía allí tres cajas de historiales médicos: los de los sesenta y cuatro antiguos ciudadanos de Sorve que presumiblemente habían desaparecido en el mar. Lawler había luchado amargamente con Delagard por el derecho de llevarlas consigo cuando la flota abandonó Sorve, y por una vez había conseguido ganar. ¿Y ahora qué? ¿Las guardaría? ¿Para qué? ¿Por la posibilidad de que los cinco barcos perdidos reaparecieran con toda su tripulación a bordo? ¿Guardarlas para el uso de algún futuro historiador de la isla?

Martello estaba tan próximo a ser el historiador de la isla como alguien podía estarlo. Quizá le gustaran aquellos documentos inútiles para trabajar en los últimos cantos de su obra épica.

—¿De qué se trata, Martello?

—He estado escribiendo acerca de la Ola —respondió Martello—. Lo que nos ocurrió, dónde nos encontramos ahora, hacia dónde podríamos estar dirigiéndonos y todo eso. Pensé que te gustaría leer lo que he hecho hasta ahora.

Sonrió ansiosamente. En sus lustrosos ojos pardos había un brillante destello de entusiasmo. Lawler se dio cuenta de que Martello debía estar tremendamente orgulloso de sí mismo, de que estaba buscando aplausos. Le envidió por una vez su exuberancia, su naturaleza extrovertida, su ilimitado entusiasmo. Allí, en medio de aquel condenado viaje desesperado, Martello era capaz de encontrar poesía. Asombroso.

—¿No te estás adelantando un poco? —preguntó Lawler—. Lo último que yo supe fue que estabas comenzando con la emigración de la Tierra hacia los primeros mundos colonizados.

—Cierto. Pero me imagino que finalmente llegaré a la parte del poema que hable de nuestra vida en Hydros, y este viaje será un capítulo importante de ella. Así que pensé: ¿por qué no escribirlo ahora, mientras aún lo tengo fresco en la memoria, en lugar de esperar a ser un anciano de cincuenta o sesenta años?

«Realmente, por qué no», pensó Lawler.

Martello se había estado dejando crecer el pelo durante las últimas semanas: ahora tenía un cabello denso y exuberante que lo hacía parecer diez años más joven. Probablemente viviría cincuenta años más, si alguien del barco llegaba a hacerlo. Incluso setenta. Disponía de mucho tiempo para escribir poesía. Pero, sí, era mejor llevar inmediatamente al papel las impresiones poéticas.

—De acuerdo, echémosle un vistazo —dijo Lawler, tendiéndole la mano.

Lawler leyó unos pocos versos e hizo como que recorría el resto. Era una larga efusión de garrapatos de la misma sensiblería torpe del otro fragmento de la gran obra épica que Martello le había permitido leer, aunque aquel trozo tenía el vigor del recuerdo personal.

De lo alto del cielo llegó el diluvio de oscuridad

Calándonos profundamente, empapando nuestros huesos.

Mientras luego luchábamos y nos esforzábamos por mantenernos en pie,

Vino un nuevo enemigo más grande que el anterior.

¡De la Ola se trataba! Que nos causó miedo profundo.

Nos apretó las gargantas y nos congeló los corazones.

¡La Ola! Temible enemigo, la más grande de las adversidades,

Que se elevaba como una muralla de muerte sobre el pecho del mar.

Entonces temblamos, entonces desfallecimos,

Entonces nos hundimos hasta las rodillas en desesperación…

Lawler levantó los ojos.

—Tiene mucha fuerza, Leo.

—Creo que es un nivel completamente nuevo para mí. Cuando se trataba de acontecimientos históricos, tenía que andar tentando para encontrar el camino, pero esto… estuvo precisamente aquí… —puso las palmas hacia arriba con los dedos separados—. Simplemente tenía que escribirlo tan rápido como pudiera poner las palabras sobre el papel.

—Estabas inspirado.

—Ésa es la palabra, sí —tímidamente, Martello tendió la mano para coger el montón de papeles manuscritos—. Puedo dejártelo, si quieres leerlo más detenidamente, doctor.

—No, no, prefiero esperar hasta que acabes todo el canto. No has escrito la parte en que salimos a cubierta después y nos encontramos internados muy adentro del mar Vacío.

—Creo que esperaré —dijo Martello— hasta que lleguemos a la Faz de las Aguas. Esta parte del viaje no es muy interesante, ¿no crees? No ocurre absolutamente nada. Pero cuando lleguemos a la Faz…

Hizo una pausa significativa.

—¿Sí? —preguntó Lawler—. ¿Qué crees que va a ocurrir allí?

—Milagros, doctor. Cosas maravillosas, fantásticas y fabulosas —los ojos de Martello brillaban—. Apenas puedo esperar. Escribiré un canto sobre eso que al mismo Homero le hubiera gustado componer. ¡Al mismo Homero!

—Estoy seguro de que lo harás —dijo Lawler.


De aquel vacío volvieron a surgir los peces bruja, repentinamente, por cientos y sin previo aviso. Sin embargo, no había razón alguna para no esperar que eso ocurriera: si alguna diferencia había, era que las aguas parecían más vacías en aquel sitio de lo que habían estado desde que habían entrado en él. Pero el mar se abrió en un tórrido mediodía y asedió al barco con peces bruja; se lanzaron desde el agua todos a un tiempo y volaron por encima del barco como una densa nube.

Lawler estaba en cubierta. Oyó el primer sonido sibilante y se agachó automáticamente a la sombra del trinquete. Los peces bruja, de medio metro de largo y tan gruesos como uno de sus brazos, atravesaban el aire como veloces proyectiles mortales, sus correosas alas de ángulos agudos extendidas y las hilera de púas afiladas como agujas erectas sobre los lomos.

Algunos saltaban limpiamente la cubierta en un pronunciado arco y caían en el mar más allá. Otros chocaban contra los mástiles o el tejado del castillo de proa, o se apilaban en las velas que hacían bolsa, o simplemente acababan su trayectoria en medio del barco y aterrizaban sobre la cubierta con iracundas convulsiones de látigo. Lawler vio a dos que pasaron juntos por su lado, con sus ojos chispeando malévolamente. Luego pasaron tres que volaban aún más juntos, como si estuvieran uncidos; luego vinieron más de los que podía contar. No había forma de llegar hasta la seguridad de la escotilla. Sólo podía esconderse, acurrucarse y esperar.

Oyó un grito que venía de más allá de la cubierta, y de otra dirección le llegó un gruñido de irritación. Miró hacia arriba y vio a Pilya Braun en la arboladura, luchando para sujetarse mientras se defendía de un enjambre de peces. Tenía una mejilla desgarrada y sangrante.

Un rechoncho pez bruja rozó un brazo de Lawler, pero no le hizo daño alguno: la parte de las púas estaba dirigida hacia el lado opuesto. Otro atravesó la cubierta en el preciso momento en que Delagard aparecía por la escotilla. Lo golpeó en el pecho de través y le abrió una línea dentada en la tela de la camisa que comenzó a enrojecerse rápidamente, y cayó retorciéndose a sus pies. Delagard lo pisó salvajemente con el tacón de la bota.

Durante tres o cuatro minutos fue como una lluvia de jabalinas; luego desaparecieron. El aire volvió a quedar en calma, el mar quieto y liso como una sábana de vidrio deslustrado que se extendía hasta el infinito.

—Bastardos —dijo Delagard, estúpidamente—. ¡Los barreré del planeta! ¡Exterminaré a esos jodidos bichos!

«¿Cuándo sería eso?», se preguntó Lawler con ironía, mientras se le acercaba. «Cuando la Faz de las Aguas lo hubiese convertido en gobernante supremo del planeta, supongo».

—Déjame ver ese corte, Nid —le pidió.

Delagard se lo quitó de encima.

—No es más que un arañazo. Ya ni siquiera lo siento.

Neyana Golghoz y Natim Gharkid salieron de las profundidades del barco y se pusieron a amontonar a los peces bruja muertos y agonizantes en una pila. Martello, que había recibido un feo corte en un brazo y se le había clavado en la espalda una hilera de púas de pez bruja, se acercó para mostrarle las heridas a Lawler. El médico le dijo que fuera abajo y lo esperara en la enfermería. Pilya descendió de la verga y también le enseñó a Lawler sus heridas: un tajo sangrante que le atravesaba la mejilla y tenía otro abierto justo debajo de los pechos.

—Creo que vas a necesitar algunos puntos —le dijo él—. ¿Te duele mucho?

—Escuece un poco. Arde. Arde mucho, en realidad. Pero no creo que sea nada serio.

La muchacha sonrió. Lawler aún podía ver el afecto hacia él, el deseo o lo que fuese, resplandeciendo en sus ojos. La joven sabía que él dormía con Sundria Thane, pero aparentemente nada había cambiado para ella. Quizá incluso se alegraba de haber sido cortada por aquellos peces bruja de esa manera: eso conseguiría atraer su atención, le tocaría la piel. Lawler sintió pena por ella. La devoción de Pilya lo entristecía.

Delagard, sangrando todavía, volvió a aparecer en la cubierta cuando Neyana y Gharkid se disponían a arrojar por la borda la pila de peces bruja.

—Esperad un momento —dijo con brusquedad—. Hace días que no comemos pescado fresco.

Gharkid le dirigió una mirada de completo asombro.

—¿Comería pez bruja, capitán, señor?

—Podemos intentarlo, ¿no? —respondió Delagard.

Los peces bruja al horno resultaron saber igual que trapos sumergidos en orines durante un par de semanas. Lawler consiguió comerse tres bocados antes de renunciar con náuseas. Kinverson y Gharkid se negaron a probarlo siquiera; Dag Tharp, Henders y Pilya también declinaron comerse su parte. Leo Martello se comió valientemente medio pescado. El padre Quillan ingirió el suyo escogiendo los trozos cuidadosamente, con obvio desagrado pero férrea determinación, como si le hubiera hecho a la Virgen voto de comerse cualquier cosa que le pusieran delante sin importar lo asquerosa que fuese.

Delagard acabó con la totalidad de su ración y pidió más.

—¿Te gusta? —preguntó Lawler.

—Un hombre tiene que comer, ¿no? Un hombre tiene que conservar sus fuerzas, doctor. ¿No estás de acuerdo? Las proteínas son proteínas, ¿eh, doctor? ¿Qué dices a eso? Toma, come tú también un poco más.

—Gracias —dijo Lawler—. Creo que intentaré conservar mis fuerzas sin eso.

Advirtió que se había operado un cambio en Sundria. El verdadero propósito del viaje pareció haberla liberado de todas las restricciones de intimidad con las que se había limitado a sí misma, y los momentos de amor entre ellos ya no estaban marcados por un frágil silencio o la charla intrascendente. Ahora, cuando yacían juntos en el rincón mohoso de la bodega que se había convertido en el sitio favorito de ambos, ella fue descubriéndose ante él en largas e inesperadas ráfagas de monólogo autobiográfico.

—Yo siempre fui una niña curiosa. Supongo que demasiado curiosa como para que eso redundara en mi beneficio. Vagaba por la bahía, recogía cosas en las aguas someras, me ganaba mordiscos y picotazos. Cuando tenía alrededor de cuatro años me metí un cangrejo en la vagina —Lawler hizo muecas de susto y dolor; ella se echó a reír—. No sé si estaba intentando averiguar qué le pasaría al cangrejo, o a mi vagina. Aparentemente, al cangrejo no le importó demasiado. Pero a mis padres sí.

El padre había sido el alcalde de la isla de Jamsilaine. «Alcalde» era, aparentemente, un término que significaba jefe de gobierno entre los isleños del mar de Azur. El asentamiento humano de Jamsilaine era grande, con cerca de quinientos miembros. Para las costumbres de Lawler, aquello era una multitud enorme, una suma inimaginablemente compleja. La información de Sundria con respecto a su madre fue vaga: una erudita de algún tipo, quizá una historiadora que estudiaba la migración galáctica humana, pero había muerto muy joven y Sundria apenas la recordaba. Era evidente que Sundria había heredado una parte del intelecto investigador de su madre.

La fascinaban los gillies en particular, los Moradores; siempre tenía buen cuidado de llamarlos por su nombre más formal, que a Lawler le resultaba tonto y pesado. Cuando tenía catorce años, Sundria y un chico algo mayor que ella habían comenzado a espiar las ceremonias secretas de los Moradores de la isla de Jamsilaine. Ella y el chico también se habían dedicado a la experimentación sexual, la primera para ella; la muchacha se lo mencionó a Lawler en un tono flemático, y él se sorprendió al darse cuenta de que envidiaba a aquel muchacho. ¿Haber tenido por amante a una muchacha tan deslumbrante cuando era tan joven? ¡Qué privilegio tuvo que haber sido aquél! En la adolescencia de Lawler había habido suficientes chicas; y luego sólo algunas, cuando conseguía escapar a las interminables horas de estudios de medicina que lo mantenían encerrado en la vaargh de su padre durante la mayor parte del tiempo. Pero no habían sido las mentes inquisidoras de aquellas chicas lo que lo había atraído hacia ellas.

Se preguntó por un momento cómo hubiera sido la vida si en la isla de Sorve hubiese habido una Sundria en la época en la que él estaba creciendo. ¿Qué hubiese ocurrido si se hubiera casado con ella en lugar de con Mireyl? Era una suposición que lo dejaba pasmado: décadas de estrecha relación de pareja con aquella mujer extraordinaria, en lugar de la vida solitaria y marginal que había escogido llevar. Una familia. Una continuidad profunda.

Apartó aquellos pensamientos que lo distraían. Fantasías inútiles, eso eran; él y Sundria habían crecido a miles de kilómetros y muchos años de distancia. E incluso en el caso de que las cosas hubieran sido diferentes, cualquier continuidad que hubiesen conseguido crear en Sorve se habría hecho añicos de todas formas con la expulsión. Todos los caminos conducían a aquel punto de exilio flotante que se balanceaba en un diminuto barco en medio del mar Vacío.

La mente inquisitiva de Sundria la había llevado finalmente a un gran escándalo. Tenía poco más de veinte años; su padre era aún el alcalde y ella vivía sola en los suburbios de la comunidad humana de Jamsilaine, pasando entre los Moradores todo el tiempo que éstos le permitían.

—Se trataba de un reto intelectual. Yo quería aprender del mundo todo lo que pudiera; comprender este mundo implicaba comprender a los Moradores. Aquí estaba ocurriendo algo; yo estaba segura de eso. Algo que ninguno de nosotros veía.

Adquirió fluidez en su idioma, lo que aparentemente no era una habilidad común en Jamsilaine. Su padre la nombró embajadora de la isla ante los Moradores: todos los contactos con ellos eran hechos a través de la muchacha. Pasaba tanto tiempo en el poblado de los gillies, en el extremo sur de la isla, como en su propia comunidad. La mayoría de la gente sólo toleraba su presencia, como solían hacer los Moradores; otros eran hostiles de manera franca, como a menudo eran los Moradores; pero había unos pocos que parecían casi cordiales. Sundria sentía que estaba comenzando a conocer a algunos Moradores como individuos reales, no meramente como las criaturas alienígenas indiferenciadas, ominosas, grandes y pesadas que a la mayoría de los humanos les parecía que eran.

—Ése fue mi error, y el de ellos: el hacernos demasiado íntimos. Yo presumía de esa intimidad. Recordé algunas cosas que había visto cuando era niña, cuando Thomas y yo nos deslizábamos hasta sitios a los que no deberíamos haber ido. Hice preguntas y obtuve respuestas evasivas. Respuestas atormentadoras. Decidí que tenía que volver a acercarme a hurtadillas.

Fuera lo que fuese lo que Sundria había visto en las cámaras secretas de los gillies, parecía ser incapaz de comunicarle su naturaleza a Lawler. Quizá era reservada para con él, o quizá simplemente no había visto lo bastante como para comprender nada. Se refirió vagamente a ceremonias, comuniones, rituales, misterios; pero la vaguedad de sus descripciones parecía estar centrada en sus propias percepciones, no en su falta de voluntad de compartir con él lo que sabía.

—Regresé al mismo lugar por el que me había deslizado años antes con Thomas, pero esta vez me descubrieron. Pensé que iban a matarme; en cambio me llevaron ante mi padre y le pidieron a él que me matara. Él les prometió que me ahogaría, y ellos parecieron aceptar su palabra. Salimos en el bote de pesca y yo salté por la borda; pero él había arreglado las cosas para que un bote de Simbalimak me recogiera en la parte trasera de la isla. Tuve que nadar durante tres horas para llegar hasta allí. No regresé nunca a Jamsilaine, y nunca volví a ver a mi padre ni a hablar con él.

—Así que tú también sabes algo del exilio —comentó Lawler, acariciándole una mejilla.

—Algo, sí.

—Nunca me habías dicho una palabra de esto.

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué importancia tenía? Tú estabas sufriendo demasiado. ¿Te hubiera hecho sentir mejor si te hubiera contado que yo también había tenido que abandonar mi isla natal?

—Puede que sí.

—Me sorprende —dijo ella.

Dos días más tarde volvieron a la bodega, y una vez más ella habló de la vida que había dejado atrás. Vivió un año en Simbalimak; allí había tenido una relación amorosa seria, a la que había aludido una vez con anterioridad, y sus intentos de sondear los secretos de los gillies casi habían acabado de una forma tan desastrosa como en Jamsilaine. Luego había continuado su camino, saliendo del mar de Azur y dirigiéndose a Shaktan. Si había sido la presión de los gillies o el final de su compromiso amoroso lo que la había hecho abandonar la isla, era algo de lo que Lawler no estaba muy seguro, y tampoco se preocupó por preguntárselo.

De Shaktan a Velmise, de Velmise a Kentrup, y finalmente de Kentrup a Sorve; una vida inquieta y no particularmente feliz, al parecer. Siempre había una nueva pregunta después de la última respuesta. Más intentos de penetrar en los secretos de los gillies; más problemas como resultado de ello. Otras historias amorosas que habían quedado en nada. Una existencia errante, fragmentaria, de aislamiento. ¿Por qué había ido a Sorve?

—¿Y por qué no? Quería marcharme de Kentrup. Sorve era un lugar como cualquiera al que ir. Estaba cerca y tenía sitio para mí. Me hubiera quedado allí durante un tiempo y hubiera continuado viaje.

—¿Es así como esperas que sean las cosas durante el resto de tu vida? ¿Quedarte en un sitio durante un corto período de tiempo y luego marcharte a otra parte, y luego abandonar también el nuevo lugar?

—Supongo que sí —dijo ella.

—¿Qué es lo que estás buscando?

—La verdad.

Lawler esperó, sin ofrecer comentario alguno.

—Sigo creyendo que aquí ocurre algo que nosotros apenas sospechamos —continuó ella—. Los Moradores tienen una sociedad unitaria: no varía de una a otra isla. Existe un lazo entre una comunidad y otra, entre los Moradores y los buzos, los Moradores y las plataformas, los Moradores y las bocas. Incluso entre los Moradores y los peces bruja, hasta donde yo sé. Quiero saber cuál es ese lazo.

—¿Por qué te importa tanto?

—Hydros es el planeta en el que tendré que pasar toda mi vida. ¿No crees que tiene sentido que averigüe sobre él todo lo que pueda?

—¿Así que no te molesta, entonces, que Delagard nos haya secuestrado y nos esté arrastrando hacia lo desconocido de esta manera?

—No. Cuanto más vea de este planeta, más podré entenderlo.

—¿No tienes miedo de navegar hasta la Faz, entrar en aguas desconocidas?

—No —respondió ella. Luego, pasado un momento, dijo—. Bueno, sí, quizá un poco. Por supuesto que tengo miedo, pero sólo un poco.

—Si algunos de nosotros intentásemos impedir que Delagard llevase a cabo su plan, ¿te unirías a nosotros?

—No —respondió Sundria, sin vacilar.

3

Algunos días pasaban sin que hubiera nada de viento, y el barco yacía como un cuerpo muerto sobre el agua completamente en calma, bajo un sol hinchado que se hacía cada vez más grande. El aire de aquella zona del trópico profundo era seco y caliente, y a veces el simple respirar se convertía en una lucha.

Delagard obraba maravillas con el timón. Ordenaba que las velas fuesen giradas en este y aquel sentido, aquél y éste, con el fin de aprovechar el más ligero soplo de brisa, y de alguna manera conseguía que la nave avanzara durante la mayor parte del tiempo manteniendo el rumbo regular hacia el suroeste, adentrándose cada vez más en aquel estéril desierto de aguas. Pero había otros días, día terribles, en los que parecía que no habría nunca más un soplo de aire con el que hinchar las velas, y que permanecerían inmovilizados en el sitio hasta convertirse en esqueletos.

—Está tan inmóvil como un barco pintado —dijo Lawler— en un pintado mar.

—¿Qué es eso? —preguntó el padre Quillan.

—Un poema. Es de la Tierra, muy antiguo. Uno de mis favoritos.

—Ya has hecho una cita de ese poema con anterioridad, ¿no es cierto? Recuerdo la métrica. Era algo así como «agua, agua por todas partes…»

—«…y ni una sola gota que beber» —recitó Lawler.

El agua ya se había agotado. En el fondo de los barriles no quedaba más que sombras adheridas a la madera. Lis medía las raciones en gotas. Lawler tenía derecho a una ración extra si la necesitaba con fines médicos. Se preguntaba cómo se las arreglaría para poder administrarse su dosis diaria de tintura de alga insensibilizadora. Aquel medicamento debía tomarse altamente diluido porque, de lo contrario, resultaba peligroso; y difícilmente podía permitirse el lujo de aquella cantidad de agua para su gratificación personal. ¿Qué hacer, entonces? ¿Mezclarla con agua de mar? Podría solucionarlo, al menos durante un breve período; produciría un efecto acumulativo en sus riñones si lo hacía durante mucho tiempo, pero se podía esperar que en pocos días llegara la lluvia y tuviera oportunidad de limpiarse con agua dulce.

También existía la posibilidad de no tomar la droga. Lo intentó una mañana, sólo a título de experimento. Al mediodía sentía en la cabeza un prurito extraño. Al final de la tarde tenía en toda la piel la sensación de que lo recorría un hormiguero por dentro. Temblaba y sudaba de necesidad a la hora del crepúsculo…, pero siete gotas de extracto de alga y su agitación se disolvió en la familiar y bienvenida insensibilidad.

Pero su reserva de droga comenzaba a ser escasa. Eso le parecía un problema más grave que la escasez de agua. Después de todo, siempre había la esperanza de que lloviera al día siguiente, pero el alga insensibilizadora no parecía crecer en aquellos mares. Lawler había contado con que encontraría en Grayvard, pero el barco ni siquiera iba allí. Estimó que le quedaba suficiente para pocas semanas más. Quizá menos que eso. Antes de mucho tiempo habría desaparecido completamente. Y entonces, ¿qué? ¿Entonces, qué?

Entretanto, intentaría mezclarla con agua de mar.


Sundria le contó más cosas sobre su infancia en Jamsilaine, su turbulenta adolescencia, su posterior vagabundeo de isla en isla, sus ambiciones, sus esperanzas, sus afanes y fracasos. Permanecían durante horas sentados en la mohosa oscuridad, con sus piernas extendidas ante sí sobre las cajas, entrelazando sus manos como jóvenes amantes mientras el barco navegaba en el plácido mar tropical. Ella le formuló preguntas acerca de su vida, y le relató las pequeñas historias de su adolescencia y juventud, y su vida tranquila, regular y cuidadosamente aislada de adulto en la única isla que había conocido.

Luego, una tarde bajó a revolver entre sus cajas de reserva en busca de nuevos suministros, y oyó gemidos y jadeos de pasión que provenían de un rincón oscuro de la bodega. Era el rincón particular de ellos; era la voz de una mujer. Neyana estaba en la arboladura, Lis estaba en la cocina, Pilya estaba fuera de servicio y haraganeaba por la cubierta. La única otra mujer de a bordo era Sundria. ¿Dónde estaba Kinverson? Él era del equipo de pesca, como Pilya; también estaría fuera de servicio. Tenía que ser Kinverson quien estaba detrás de las cajas, arrancando aquellos incitantes suspiros del cuerpo anhelante de Sundria.

Así pues, fuera lo que fuese lo que había habido entre esos dos —y Lawler sabía lo que era—, no había acabado en absoluto, ni siquiera durante aquellos días de confidencias autobiográficas compartidas y de manos dulcemente entrelazadas.

Ocho gotas de alga insensibilizadora lo ayudaron a superar aquello, más o menos. Midió lo que le quedaba. No era mucho. De ninguna manera.


La comida también estaba convirtiéndose en un problema. Hacía tanto tiempo que no cobraban una pieza, que otra embestida de peces bruja comenzaba a parecer una perspectiva atrayente. Vivían de sus menguadas reservas de pescado seco y algas en polvo, como si se hallaran en lo más avanzado del invierno ártico. A veces conseguían recoger un poco de plancton, arrastrando una banda de tela detrás del barco, pero comer plancton era como comer arena, y el sabor era amargo y desagradable. Las enfermedades carenciales comenzaron a hacerse sentir. Mirara a quien mirase, veía labios partidos, cabellos opacos, erupciones en la piel, rostros flacos y macilentos.

—Esto es una locura —musitó Dag Tharp—. Tenemos que volver atrás antes de que nos muramos todos.

—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Onyos Felk—. ¿Dónde está el viento? Cuando sopla en esta zona, lo hace desde el este.

—No importa —respondió Tharp—. Encontraremos la forma. Arrojemos a ese bastardo de Delagard por la borda y hagamos virar el barco en redondo. ¿Qué dices a eso, doctor?

—Digo que necesitaremos lluvia antes que nada, y que pase por aquí un buen cardumen de peces.

—¿Es que ya no estás con nosotros? Pensaba que tenías deseos de volver atrás.

—Onyos tiene mucha razón —dijo cautelosamente Lawler—. Aquí tenemos el viento en contra. Con o sin Delagard, puede que no consigamos superar todo el camino de vuelta al este.

—¿Qué estás diciendo, doctor? ¿Que tendremos que navegar alrededor de todo el mundo hasta salir al mar Natal por el otro lado?

—No te olvides de la Faz —intervino Dann Henders—. Llegaremos a la Faz antes de entrar en el otro lado del mundo.

—La Faz —repitió Tharp con voz apagada—. ¡La Faz, la Faz, la Faz! ¡Que la jodan a la Faz!

—La Faz nos joderá primero a nosotros —respondió Henders.

La brisa regresó finalmente, cambiando del noreste al este-sureste. Sopló con un sorprendente vigor helado, mientras que el mar se volvió picado y confuso, rompiendo frecuentemente contra la popa. De pronto volvieron a aparecer los peces en bullentes cardúmenes plateados, y Kinverson recogió una buena redada de ellos.

—Comed con tranquilidad —les advirtió Delagard cuando se sentaron a la mesa—. No os atiborréis o vais a reventar.

Lis se había superado a sí misma para preparar la comida, haciendo como por arte de magia una docena de salsas diferentes de lo que parecía no ser absolutamente nada. Pero continuaba sin haber agua, lo que convertía el comer en una tarea difícil. Kinverson los animó a comer pescado crudo una vez más, para aprovechar la humedad que contenía. El mojar los trozos sangrantes en agua de mar ayudaba a hacerlos más agradables al paladar, pero aumentaba el problema de la sed.

—¿Qué ocurriría si bebiéramos agua de mar, doctor? —preguntó Neyana Golghoz—. ¿Nos moriríamos? ¿Nos volveríamos locos?

—Ya estamos locos —dijo suavemente Dag Tharp.

—Podemos tolerar una cierta cantidad de agua salada —respondió Lawler, pensando en la cantidad que él mismo había consumido últimamente, aunque no pensaba decir nada de ello—. Si tuviéramos agua dulce, podríamos de hecho aumentar la reserva diluyéndola en un diez o quince por ciento de agua de mar y no nos haría mal ninguno. En realidad, nos ayudaría a reponer la sal que perdemos constantemente con el sudor en este clima cálido.

»Pero no podremos vivir durante mucho tiempo sólo con agua de mar. Nuestros cuerpos conseguirían filtrarla y convertirla en agua pura, pero nuestros riñones no conseguirían librarse de la sal amontonada en ellos sin extraer agua de otros tejidos. Nos secaríamos muy rápidamente. Fiebre, vómitos, delirio, muerte.

Dan Henders instaló una hilera de pequeños alambiques solares, extendiendo plástico transparente sobre la boca de recipientes parcialmente llenos con agua de mar. Cada recipiente tenía un corte en el interior, cuidadosamente emplazado para recoger las gotas de agua dulce que se condensaban en la cara inferior del plástico; pero era un sistema tortuoso. Parecía imposible producir agua potable suficiente como para cubrir las necesidades de todos.

—Y si no llueve pronto, ¿qué va a pasar? —preguntó Pilya Braun—. ¿Qué vamos a hacer?

Lawler hizo un gesto en dirección al padre Quillan.

—Podemos intentarlo con los rezos —respondió.

A la noche siguiente, cuando el calor se les pegaba al cuerpo como un guante ajustado y el barco estaba perfectamente inmóvil sobre las aguas, al dirigirse a su camarote para meterse en la cama, Lawler oyó a Henders y Tharp susurrando en la cabina de radio. En el rasposo sonido de sus voces había algo irritantemente abrasivo. Cuando Lawler se detuvo por un instante en el pasillo, Onyos Felk descendió por la escalerilla y lo saludó con un breve movimiento de cabeza; luego Felk entró en la cabina de radio. Lawler, al detenerse ante la puerta de su camarote, oyó que Felk decía:

—El doctor está aquí fuera. ¿Le digo que entre?

Lawler no pudo oír la respuesta, pero tuvo que ser afirmativa, porque Felk volvió a salir y lo llamó con un gesto.

—¿Podrías entrar aquí un momento, doctor? —le preguntó.

—Es tarde, Onyos. ¿De qué se trata?

—Será sólo un minuto.

Tharp y Henders estaban sentados casi rodilla con rodilla en la diminuta cabina de radio; una vela goteante arrojaba una sombría luz entre ellos. Sobre la mesa había una botella de brandy de bayas marinas y dos vasos. Según recordaba Lawler, Tharp no era un bebedor habitual.

—¿Un poco de brandy, doctor? —preguntó Henders.

—Creo que no, gracias.

—¿Todo va bien?

—Estoy cansado —dijo Lawler, con poca paciencia—. ¿Qué ocurre, Dann?

—Hemos estado hablando de Delagard, discutiendo sobre el jodido lío de este viaje al que él nos ha arrastrado. ¿Qué piensas de él, doctor?

—¿De Delagard? —Lawler se encogió de hombros—. Ya sabes lo que pienso de él.

—Todos nosotros sabemos lo que pensamos todos; nos conocemos desde hace mucho tiempo. Pero dinos lo que piensas, de todas formas.

—Es un hombre de mucha determinación. Testarudo, fuerte, sin ningún escrúpulo. Totalmente seguro de sí mismo.

—¿Es un loco?

—Eso no puedo decirlo.

—Apuesto a que sí podrías —intervino Dag Tharp—. Tú piensas que está fuera de sus jodidos cabales.

—Es muy posible, pero también puede que no lo esté. No estoy en posición de saber lo que le va por la cabeza. Podría muy bien estar loco, pero yo me atrevería a apostar a que puede exponerte razones de perfecta apariencia racional para lo que está haciendo. Este asunto de la Faz de las Aguas puede que sea algo perfectamente sensato para él, claro.

—No trates de parecer tan inocente, doctor —dijo Felk—. Todos los lunáticos creen que sus locuras son perfectamente sensatas. No existe ni un solo hombre en toda la galaxia que haya creído jamás que estaba loco.

—¿Admiras a Delagard? —le preguntó Henders a Lawler.

—No particularmente —se encogió de hombros—. Posee algunos rasgos fuertes, que uno no puede menos que admirar. Es un hombre con visión, aunque no necesariamente creo que sus visiones sean muy admirables.

—¿Te gusta?

—No. En lo más mínimo.

—Al menos en eso eres honrado.

—Oye, ¿hay algún motivo para todo esto? —preguntó Lawler—. Porque, si simplemente estáis divirtiéndoos ante una botella de brandy mientras os decís el uno al otro qué miserable bastardo es Delagard, preferiría irme a la cama, ¿de acuerdo?

—Sólo estamos intentando averiguar de qué lado estás, doctor —dijo Dann Henders—. Dinos, ¿quieres que el viaje continúe como hasta ahora?

—No.

—Bien, ¿y qué estás dispuesto a hacer para cambiar las cosas?

—¿Es que hay algo que podamos hacer?

—Te he hecho una pregunta; no esperaba que me respondieras con otra.

—Estáis planeando un motín, ¿verdad?

—¿He dicho yo eso? No recuerdo haberlo dicho, doctor.

—Un sordo podría haberte oído decirlo.

—Un motín —dijo Henders—. Bien, entonces, ¿qué ocurriría si algunos de nosotros intentaran jugar un papel activo en la decisión de qué camino debe seguir el barco? ¿Qué dirías tú si eso ocurriera? ¿Qué harías?

—Es una idea malísima, Dann.

—¿Lo crees así, doctor?

—Hubo un momento en el que yo estaba tan ansioso como vosotros por conseguir que Delagard hiciera volver el barco. Dag lo sabe; hablé con él al respecto. «Tenemos que detener a Delagard», le dije. ¿Lo recuerdas, Dag? Pero eso fue antes de que la Ola nos trajera en volandas hasta aquí. Desde entonces he tenido mucho tiempo para pensar en el asunto, y he cambiado de opinión.

—¿Porqué?

—Por tres razones. Una es que éste es el barco de Delagard, para bien o mal, y no me gusta mucho la idea de quitárselo. Es una cuestión moral, podría decirse. Podrías justificarlo sobre la base de que está arriesgando nuestras vidas sin nuestro consentimiento, supongo; pero incluso así, no creo que sea una idea inteligente. Delagard es muy taimado. Demasiado peligroso. Demasiado fuerte. Está constantemente en guardia. Y muchos de los otros que están a bordo le son leales o le tienen miedo, lo cual viene a ser lo mismo a nivel práctico. Ellos no nos ayudarían; lo más probable es que lo ayudaran a él. Intenta hacerle alguna jugada rara y lo más probable es que acabes lamentándolo.

La expresión de Henders era glacial.

—Dijiste que tenías tres razones. Nos has dado dos.

—La tercera es el asunto del que Onyos hablaba el otro día —dijo Lawler—. Incluso en el caso de que nos apoderáramos del barco, ¿cómo harías que nos llevara de vuelta al mar Natal? Seamos realistas: no hay viento, y nos estamos quedando sin comida y sin agua a una velocidad mayor de la que quiero pensar. A menos que podamos captar un viento oeste, lo mejor que podemos hacer en este momento es continuar hacia la Faz con la esperanza de poder aprovisionarnos cuando lleguemos allí.

Henders le dirigió al cartógrafo una mirada interrogativa.

—¿Sigues pensando de la misma forma, Onyos?

—Estamos bastante adentrados ya, es cierto; y actualmente parece que estamos en calma la mayor parte del tiempo. Así que supongo que no tenemos realmente más alternativa que la de continuar nuestro rumbo actual.

—¿Es ésa tu opinión? —preguntó Henders.

—Supongo que sí —respondió Felk.

—¿Continuar siguiendo a un lunático que nos lleva hacia un sitio del que no sabemos absolutamente nada? ¿Un sitio que muy probablemente está lleno de toda clase de peligros que no podemos imaginar?

—A mí no me gusta eso más que a ti; pero, como dice el doctor, es necesario ser realista. Por supuesto, si cambiara el viento…

—Exacto, Onyos. O si bajaran ángeles de los cielos y nos trajeran un poco de agua fresca…

En la pequeña cabina atestada se hizo un largo y espinoso silencio. Al final, Henders levantó la vista.

—Muy bien, doctor. No estamos logrando nada, y no quiero ocuparte más tiempo. Queríamos invitarte a tomar una copa entre amigos, pero me doy cuenta de que estás muy cansado. Buenas noches, doctor. Que duermas bien.

—¿Vas a intentarlo, Dann?

—No veo que eso te importe ni en un sentido ni en otro, doctor.

—Muy bien —dijo Lawler—. Buenas noches.

—Onyos, ¿te importaría quedarte conmigo un rato más? —preguntó Henders.

—Como tú quieras, Dann —respondió Felk; parecía dispuesto a dejarse convencer.

Son un hato de estúpidos, pensó Lawler mientras se dirigía a su camarote. Estaban jugando a los motines, pero dudaba mucho que de todo aquello saliera algo concreto. Felk y Tharp eran cobardes, y Henders no podía enfrentarse solo con Delagard. Al final no harían nada y el barco continuaría su rumbo hacia la Faz. Ése parecía el resultado más probable de todos aquellos planes y esquemas.


En algún momento de la noche, Lawler oyó ruidos que provenían de arriba, gritos, golpes muy fuertes, el sonido de pies que corrían por la cubierta. Le llegó un alarido iracundo amortiguado por las tablas de la cubierta que estaban encima de él, pero que, sin embargo, era un claro grito de furia, y supo que se había equivocado. Lo estaban haciendo, a pesar de todo. Se sentó, parpadeando. Sin tomarse la molestia de vestirse, se levantó, recorrió el pasillo y subió la escalerilla.

Ya casi estaba amaneciendo. El cielo era de un color negro grisáceo; la Cruz estaba baja sobre el horizonte, suspendida de aquella forma extrañamente torcida característica de las latitudes en las que se hallaban. En la cubierta se estaba desarrollando un extraño drama, cerca de la escotilla delantera. ¿O se trataba de una farsa?

Dos figuras frenéticas se perseguían en torno a la escotilla abierta, chillando y gesticulando mientras corrían. Pasado un momento, Lawler consiguió enfocar los ojos borrosos por el sueño y vio que se trataba de Henders y Delagard. Henders era el perseguidor y Delagard el que huía.

Henders usaba uno de los arpones de Kinverson a modo de lanza. Mientras perseguía a Delagard en torno al perímetro de la escotilla, pinchaba el aire con el arma una y otra vez, con la clara intención de clavarla en la espalda del dueño del barco. Ya le había asestado al menos una estocada: Delagard tenía la camisa rasgada, y Lawler vio que una línea de sangre atravesaba la tela cerca del hombro derecho, como una hebra roja cosida en la trama. Se ensanchaba a cada minuto que pasaba.

Pero Henders lo estaba haciendo todo él solo. Dag Tharp estaba cerca de la barandilla, con los ojos fuera de las órbitas y tan inmóvil como una estatua. Onyos Felk estaba cerca de él. En la arboladura se hallaban Leo Martello y Pilya Braun, también congelados y con expresión de asombro y horror en sus rostros.

—¡Dag! —gritó Henders—. Por el amor de Dios, Dag, ¿dónde estás? Échame una mano con él, ¿quieres?

—Estoy aquí… aquí… —susurró el operador de radio con un tono bajo y ronco, que apenas podía ser oído a cinco metros de distancia. Permaneció donde estaba.

—Por el amor de Dios —repitió Henders, asqueado.

Blandió un puño en dirección a Tharp y saltó salvajemente hacia Delagard en un frenético intento de asestarle una estocada. Pero Delagard consiguió, aunque por muy poco, esquivar la afilada punta del arpón. Miró por encima de su hombro, maldiciendo. La cara le brillaba de sudor; tenía los ojos llameantes y brillantes de furia.

Al pasar cerca del trinquete en aquella frenética lucha circular, Delagard levantó la vista y le gritó con tono de urgencia a Pilya, que estaba en la verga por encima de él:

—¡Ayúdame! ¡Rápido! ¡Tu cuchillo!

Rápidamente, Pilya se quitó el afilado cuchillo de hueso que llevaba siempre en torno a la cintura y se lo arrojó a Delagard, con funda y todo, cuando éste pasó por debajo. El lo cogió al vuelo con un violento golpe de mano, sacó el cuchillo y lo empuñó con todas sus fuerzas. Entonces se volvió en redondo y caminó a zancadas directamente hacia el asombrado Henders, que corría tras él a paso demasiado vivo como para detenerse. Henders chocó de lleno con él. Delagard apartó el largo arpón con un movimiento fuerte y brusco del antebrazo y se metió por debajo de él, mientras subía el otro brazo y hundía la hoja hasta la empuñadura en la garganta de Henders.

Henders gruñó y levantó los brazos. Parecía asombrado. El arpón salió despedido hacia un lado. Delagard, abrazando ahora a Henders como si fueran amantes, apoyó firmemente su otra mano sobre la nuca del ingeniero y con horrible ternura lo mantuvo erguido contra sí con la hoja del cuchillo firmemente clavada.

Los ojos de Henders, desmesuradamente abiertos y fuera de las órbitas, brillaban como lunas llenas en el cielo gris del alba. Dejó escapar un sonido gorgoteante y escupió un oscuro chorro de sangre. La lengua le asomó por la boca, hinchada y cubierta de venas. Delagard lo mantenía erguido y apretaba fuertemente.

Lawler encontró finalmente su voz.

—Nid… Dios mío, Nid, qué has hecho…

—¿Quieres ser el siguiente, doctor? —preguntó tranquilamente Delagard.

Retiró la hoja, imprimiéndole un giro salvaje al sacarla, y retrocedió un paso. El rostro de Henders se había vuelto negro. De la herida manó un torrente de sangre. Dio un paso tembloroso, y otro más, como un sonámbulo; en sus ojos aún brillaba la expresión de asombro. Luego se tambaleó y se desplomó. Lawler sabía que estaba muerto antes de tocar la cubierta.

Pilya bajó de la arboladura. Delagard le arrojó el cuchillo, que cayó a los pies de la muchacha.

—Gracias —dijo despreocupadamente—. Te debo una.

Delagard recogió el cuerpo muerto de Henders, pasando un brazo por debajo de sus hombros y el otro por debajo de las piernas, caminó rápidamente hasta la barandilla, levantó el cuerpo por encima de su cabeza como si no pesara nada y lo arrojó por la borda. Tharp no se había movido durante todo aquel tiempo. Delagard se acercó a él y lo abofeteó con la fuerza suficiente como para arrancarle el rostro.

—Eres un cobarde hijo de puta, Dag —le dijo Delagard—. No has tenido ni siquiera las agallas suficientes corno para continuar con tu propio complot. Debería arrojarte también a ti por la borda, pero no vale la pena que me tome ese trabajo.

—Nid… por el amor de Dios, Nid…

—Cierra la boca. Quítate de mi vista —Delagard se volvió en redondo y miró a Felk con ferocidad—. ¿Y tú qué, Onyos? ¿Eres también parte de esto?

—¡Yo no, Nid! ¡Yo sería incapaz! ¡Tú lo sabes!

—¡Yo no, Nid! —lo imitó salvajemente Delagard—. ¡Chupapollas! Hubieras tomado parte si hubieras tenido las agallas. Cobarde desde el principio. ¿Y tú qué, Lawler? ¿Vas a coserme, o también eres parte de esta jodida conspiración? Ni siquiera estabas aquí. ¿Qué hiciste, quedarte dormido en el día de tu motín?

—Yo no formaba parte de esto —dijo Lawler con calma—. Era una idea estúpida y eso fue lo que les dije.

—¿Tú lo sabías y no me avisaste?

—Así es, Nid.

—Si no eres parte del motín, tu obligación es notificarle al capitán lo que está ocurriendo. Es la ley del mar. Tú no lo hiciste.

—Así es, Nid —repitió Lawler—. No lo hice.

Delagard lo meditó durante un momento. Luego se encogió de hombros y asintió.

—Muy bien, doctor. Creo que te comprendo —miró a su alrededor—. Que alguien limpie la cubierta; odio los barcos sucios —le hizo un gesto a Felk, que parecía aturdido—. Onyos, coge el timón, ya que pareces estar despierto. Yo tengo que hacerme curar este corte. Vamos, doctor; creo que puedo confiar en ti para que me cosas la herida.


A mediodía se levantó viento de un momento para otro, como si la muerte de Henders hubiese sido un sacrificio a los dioses que regían Hydros. En la vasta quietud de la larga calma aparecieron abruptamente los profundos rugidos de las ráfagas. Habían viajado a través de una larga distancia —desde el polo, en realidad—; un fuerte soplo del sur, frío y seco.

El mar se picó. El barco, inmóvil durante tanto tiempo, cayó en el seno de una ola, se inclinó hacia atrás y volvió a caer en el de otra. Luego el cielo se oscureció de una forma tan repentina que era casi alarmante. El viento traía lluvia.

—¡Cubos! —aulló Delagard—. ¡Barriles!

Nadie necesitaba que se lo pidieran. La guardia que estaba descansando se despertó al instante y el barco se llenó de manos activas. Todo aquello que podía recoger agua fue sacado a cubierta, no simplemente los habituales barriles, jarras y potes, sino además telas y mantas, cualquier cosa que fuese absorbente y pudiera ser exprimida después de la tormenta. Habían pasado semanas desde la última precipitación; podían pasar semanas hasta la siguiente.

La lluvia fue una distracción que suavizó el horror producido por el abortado motín de Henders y su violenta muerte. Lawler agradeció aquello. Desnudo en la lluvia fresca, corría de un lado a otro como todos los demás, para vaciar los recipientes más pequeños en los contenedores de almacenamiento. La escena de pesadilla de la cubierta lo había afectado de una forma completamente inesperada, despojándolo de algunas de las capas de sus duramente adquiridas defensas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez en la que se había sentido tan inocente e inexperto como ahora. Los vómitos de sangre, la carne desgarrada, incluso la muerte repentina eran para él cosas de cada día, parte de la rutina profesional. Estaba acostumbrado a todo eso; lo miraba con cierta indiferencia. Pero ¿matar a alguien?

Nunca antes había visto un asesinato. Nunca había imaginado siquiera la posibilidad de que ocurriera. A pesar de todo el envalentonado parloteo de Dag Tharp durante las últimas dos semanas, acerca de tirar a Delagard por la borda, Lawler no podía creer que un hombre sería realmente capaz de quitarle la vida a otro. No cabía duda de que Delagard había matado a Henders en defensa propia; pero lo había hecho fría, flemática y despiadadamente. Lawler se sentía humillantemente ingenuo al enfrentarse con aquella desagradable realidad. El inteligente y viejo doctor Lawler, el hombre que lo había visto todo, ¿temblando hasta las suelas de los zapatos por un poco de violencia arcaica? Era absurdo, y sin embargo real. Le había causado un intenso impacto. Había sido un espectáculo demoledor.

Arcaico era la palabra adecuada para aquello. La eficacia e indiferencia con que Delagard se había librado de su perseguidor era medieval, si no propiamente prehistórica: una mano se había levantado desde el pasado en sombras, un oscuro acto del primitivo amanecer de la Humanidad había vuelto a representarse en la cubierta del Reina de Hydros aquella mañana. Difícilmente Lawler se hubiera sorprendido más si la Tierra misma hubiese aparecido suspendida en el cielo, colgando justo encima de los mástiles y chorreando sangre de todos sus continentes hormigueantes de vida. Más aún cuando habían pasado todos aquellos siglos de civilización. Más aún cuando todos tenían el firme convencimiento de que todas esas pasiones antiguas se habían extinguido por completo, que la especie había evolucionado y se había alejado de ese tipo de violencia cruda y sanguinaria.

La tormenta de lluvia fue una distracción bien recibida, sí, además de una fuente de agua muy necesaria. Lavó la cubierta de las manchas del pecado. Lo que había ocurrido aquel día era algo que Lawler prefería olvidar tan rápidamente como pudiera.

4

Por la noche lo visitaron sueños turbadores, sueños que no estaban llenos de asesinatos sino de poderosas pasiones eróticas.

Las siluetas en sombras de unas mujeres bailaban en su torno mientras dormía: mujeres sin rostro, meros cuerpos que hacían cabriolas, receptáculos genéricos del deseo. Podrían haber sido cualquiera: anónimas, misteriosas, pura esencia femenina sin identidad específica, sólo tabletas en blanco, nada más; una procesión de pechos que se balanceaban, caderas anchas, culos rellenos, triángulos púbicos densos. A veces le parecía que la danza estaba compuesta por pechos solos, sin cuerpo, o por una sucesión interminable de muslos que se separaban, o por labios húmedos y brillantes. O por dedos que se contoneaban, o lenguas que salían y entraban rítmicamente.

Se agitaba inquieto; se elevaba a veces hacia la vigilia pero siempre volvía a caer en el sueño, que le traía nuevas agitaciones de sensualidad fervorosa. Su cama estaba rodeada por nubes de mujeres de ojos entrecerrados y mirada lasciva, fosas nasales dilatadas y cuerpos desnudos. Ahora los cuerpos tenían rostros, los rostros de las mujeres de Sorve a quienes había conocido y amado y casi olvidado. Una legión de ellas. Todas las aventuras de su atareada juventud volvían a la vida y lo rodeaban: rostros aún no formados de las adolescentes, rostros impúdicos de mujeres mayores que coqueteaban con un cuerpo que tenía la mitad de su propia edad, rostros tensos de mirada aguda, propios de mujeres poseídas por un amor que sabían fútil. Una por una pasearon al alcance de su mano, le dejaron que las tocara, le permitieron estrecharlas y luego se desvanecieron en humo para ser reemplazadas casi inmediatamente por otra. Sundria… Anya Braun… Boda Thalheim, cuando aún no era la hermana Boda… Mariam Sawtelle… Mireyl… Sundria nuevamente… Meela… Moira… Sundria… Sundria… Anya… Mireyl… Sundria…

Lawler experimentó todo el tormento que puede provocar el deseo sin esperanza de alivio. Tenía el pene enhiesto, dolorido, duro como un palo. Los testículos le pesaban como si fueran de hierro. Un cálido olor femenino a almizcle, enloquecedor e irritante, le cubría la nariz y la boca como una sofocante manta, lo ahogaba, se le deslizaba profundamente por la garganta y le llenaba los pulmones hasta producirle una sensación de quemazón.

Y bajo aquellas imágenes, bajo aquellas fantasías, bajo la dolorosa sensación de angustia y frustración, había algo más: una extraña vibración, quizá un sonido o quizá no, pero en todo caso un rayo de estímulo sensorial que se ensanchaba constantemente y penetraba por los órganos genitales hasta su cráneo. Podía sentir que le entraba como una lanza de hielo justo por debajo de los testículos y le subía por los cálidos meandros de las entrañas, le atravesaba el diafragma, el corazón, le hendía la garganta y se le clavaba en el cerebro. Estaba empalado en él y giraba lentamente como un pescado en un espetón; y, a medida que él giraba, la intensidad de la sensación erótica crecía y crecía, hasta que le pareció que no existía nada más en el Universo que la necesidad de encontrar una compañera y copular con ella de inmediato.

Se levantó de su estrecha litera sin estar seguro de si había despertado o continuaba soñando, y salió al pasillo. Subió la escalerilla, atravesó la escotilla y pisó la cubierta. La noche era suave y sin luna. La Cruz se arrastraba por la parte baja del cielo como una sarta de piedras preciosas que alguien hubiese arrojado descuidadamente. El mar estaba en calma; unas rizadas olas pequeñas y redondas brillaban a la luz de las estrellas. Había una brisa suave; las velas estaban izadas y llenas.

Por la cubierta se movían algunas figuras: sonámbulos, soñadores. Para Lawler eran tan fantasmagóricas y vagas como las siluetas de sus sueños. Sabía que los conocía, pero eso era todo. En aquel momento no tenían nombres. No tenían identidad. Vio a un hombre bajo y grueso, otro huesudo y anguloso, y a otro demacrado, con pliegues en la garganta. Sin embargo, no eran hombres lo que él buscaba. Más abajo, a popa, había una mujer alta, esbelta y de cabello oscuro. Se dirigió hacia ella. Pero antes de que pudiera llegar hasta donde estaba, apareció otro hombre, un hombre alto y fornido de grandes ojos relumbrantes que se deslizó de entre las sombras y la cogió por una muñeca. Ambos se hundieron juntos en la cubierta.

Lawler se volvió. En el barco había otras mujeres. Encontraría una. Tenía que hacerlo.

El palpitante dolor que sentía entre las piernas era insoportable. Aquella extraña vibración lo tenía aún empalado, le atravesaba todo el torso, le pasaba por la garganta y se le clavaba en el cráneo. Tenía, como aun podía sentir, la fuerza abrasadora y fría y el filo de cuchillo de un carámbano.

Lawler pasó junto a una pareja que se revolcaba por la cubierta: un hombre canoso y mayor con un cuerpo compacto y sólido, y una mujer fornida y alta, de piel oscura y cabellos dorados. Lawler pensó vagamente que quizá en alguna época los había conocido; pero al igual que antes, no recordó nombre alguno. Más allá de ellos pasó rápidamente un hombre pequeño de ojos brillantes, solo; y luego había otra pareja entrelazada en un estrecho abrazo, un hombre grande y musculoso y una mujer esbelta, joven y vigorosa.

—¡Oye! —le llegó una voz desde las sombras—. ¡Aquí!

Ella estaba tumbada bajo el puente y lo llamaba. Era una mujer robusta y de cuerpo ancho, con un rostro de facciones chatas y cabello anaranjado, y tenía la piel de los pechos y la cara salpicada de pecas rojizas. Estaba brillante de sudor y jadeaba. Lawler se arrodilló a su lado y ella lo atrajo hacia sí y lo aprisionó entre los muslos.

—¡Dámelo a mí! ¡Dámelo a mí!

Se deslizó fácilmente dentro de ella. Estaba tibia, lubricada y suave. Sus brazos lo envolvieron y lo aplastaron contra los voluminosos pechos. Las caderas de él se movían con embestidas desesperadas. Fue algo rápido, violento, feroz, un irresistible momento de celo. Casi al mismo tiempo en que comenzó a moverse, Lawler sintió que las paredes de aquel húmedo pasadizo caliente se estremecían y lo apretaban con fuertes espasmos regulares. Podía sentir los impulsos de placer que corrían por los canales nerviosos de ella. Aquello lo confundió, el hecho de estar sintiendo lo que ella sentía. Un instante después llegó la respuesta líquida de él, y también la sintió de forma doble; no sólo su sensación, sino la que ella experimentaba al recibir su flujo de semen. También aquello era muy extraño. Le resultaba difícil saber dónde acababa su conciencia y comenzaba la de ella.

El rodó a un lado. Ella tendió las manos e intentó hacerlo volver, pero no, no, él ya se había ido. Ahora quería otra compañera. Aquel único momento palpitante no había sido suficiente para aliviarlo de la necesidad que lo impulsaba. Era posible que nada lo consiguiese. Pero quizá ahora podría encontrar a aquella alta y esbelta, o incluso a aquella joven robusta y flexible de piel lustrosa que parecía rebosar de energía. O quizá a la alta de piel morena y cabellos dorados. No importaba cuál fuese. Su deseo era insaciable, inextinguible.

Allí estaba la mujer esbelta, nuevamente sola. Lawler se dirigió hacia ella. ¡Demasiado tarde! El hombre velludo, de cuerpo grueso y pechos carnosos del tamaño de los de una mujer, la cogió y reclamó primero. Se alejaron hacia la oscuridad.

Bueno, entonces la alta… O la joven…

—¡Lawler! —dijo una voz de hombre.

—¿Quién es?

—¡Quillan! ¡Aquí! ¡Aquí!

Se trataba de un hombre anguloso, un hombre que parecía no tener carne. Salió de detrás del sitio en que se hallaba el hidroplano y lo sujetó por un brazo. Lawler se lo quitó de encima.

—No, usted no… No es un hombre lo que busco…

—Tampoco yo. Ni siquiera busco una mujer. ¡Por Dios, Lawler! ¿Es que se han vuelto todos locos?

—¿Qué?

—Quédese aquí conmigo y observe lo que está ocurriendo. Mire esa orgía de lunáticos.

Lawler sacudió confusamente la cabeza.

—¿Qué? ¿Qué orgía?

—¿No ve a Sundria Thane y Delagard en aquel rincón? ¿Kinverson y Pilya, allá? Y mire, mire, allí está Neyana, gimiendo como una loca. Usted acaba de terminar con ella ahora mismo, ¿no es cierto? Y ya quiere usted más… Nunca he visto algo semejante.

Lawler se agarró los genitales.

—Siento… dolor… aquí…

— Lo que nos está haciendo esto es algo que proviene del mar. Nos afecta al cerebro. También yo lo siento, pero soy capaz de controlarme. Mientras que usted… todo el grupo de enloquecidos…

Lawler encontraba difícil el comprender lo que le estaba diciendo el hombre huesudo. Comenzó a alejarse. Acababa de ver a la mujer alta y de cabellos dorados vagando por el puente en busca de otro compañero.

—¡Lawler, vuelva!

—Espere… después… podemos hablar después…

Mientras se dirigía hacia la mujer, pasó por su lado una figura masculina, esbelta, que gritaba:

—¡Padre, señor! ¡Doctor, señor! ¡Lo veo! ¡Por aquí, por este lado!

—¿Qué es lo que ve, Gharkid? —preguntó el hombre anguloso llamado Quillan.

—Una lapa enorme, padre, señor. Está pegada al casco. Tiene que estar desprendiendo algún químico… alguna droga…

—¡Lawler! ¡Venga usted a ver lo que ha encontrado Gharkid!

—Más tarde… más tarde…

Pero eran despiadados. Caminaron hasta él y lo cogieron por los brazos, arrastrándolo hasta la barandilla. Lawler miró por encima de la borda. Allí las sensaciones eran mucho más intensas que en ninguna otra parte del barco: sintió un golpeteo rítmico y profundo a todo lo largo de la columna vertebral, un latir aturdidor en los órganos genitales. Los cojones le tañían como campanas. Su pene, rígido, se estremeció y dio un tirón hacia arriba, apuntando a las estrellas.

Luchó para aclararse los sesos. Apenas podía comprender lo que estaba ocurriendo: una cosa invadía el barco y enloquecía de lujuria a todos los tripulantes. Los nombres regresaron poco a poco a su mente y los reunió con rostros y cuerpos. Quillan, Gharkid, los que resistían aquella fuerza. Y aquellos que no lo habían hecho: él y Neyana, Sundria y Martello, Sundria y Delagard, Kinverson y Pilya, Felk y Lis. Los que estaban trabados en un interminable cambio de parejas, una danza febril de pollas y coños.

¿Dónde estaba Lis? Deseaba a Lis. Nunca la había deseado antes. Tampoco había deseado nunca antes a Neyana, pero ahora sí. Ahora Lis, sí. Y luego Pilya, finalmente. Darle lo que había estado persiguiendo durante todo aquel viaje. Y Sundria después. Apartarla del repulsivo Delagard. Sundria, sí, y luego otra vez Neyana, y Lis, y Pilya… Sundria, Neyana, Pilya, Lis… follar hasta el amanecer… follar hasta el mediodía… follar hasta el final de los tiempos…

—Voy a matarla —dijo Quillan—. Páseme ese arpón, Natim.

—¿No siente usted esto? —preguntó Lawler—. ¿Es inmune?

—Por supuesto que no soy inmune —le respondió el sacerdote.

—Así que sus votos…

—No son los votos los que me contienen; es simplemente el miedo, Lawler —se dirigió a Gharkid—. El arpón debería ser suficiente para alcanzarla. Cuélgueme de mis piernas para que no caiga por la borda.

—Déjeme hacerlo a mí —dijo Lawler—. Mis brazos son más largos que los suyos.

—Quédese donde está.

El sacerdote se echó sobre la barandilla y culebreó hacia abajo por el lado exterior del casco. Gharkid lo tenía sujeto por las piernas. Lawler sostenía a Gharkid. Al mirar hacia abajo, vio algo que tenía el aspecto de una placa de color amarillo brillante, de un metro de diámetro, pegada al casco justo por encima de la línea de flotación. Era plana y circular, con una pequeña cúpula arrugada en el centro. Quillan bajó todo lo que pudo y le asestó varias estocadas. Un diminuto chorro de fluido azul manó como una débil fuente del lomo de la criatura. Otra estocada. La criatura se estremeció convulsivamente.

Lawler sintió que el dolor que sentía en los genitales comenzaba a ceder.

—¡Sujéteme con más fuerza! —gritó Quillan—. ¡Comienzo a resbalar!

—¡No, padre, señor! ¡No!

Lawler aferró con las manos los tobillos invertidos de Quillan. Sintió que el cuerpo del sacerdote se tensaba al inclinarse hacia fuera del barco, tender el brazo hacia abajo y clavar el arpón con una estocada fuerte y seca. La cosa que estaba pegada al casco se encrespó enloquecida por todo el carnoso perímetro. Su color se oscureció hasta un verde profundo, luego a un negro mórbido; en su carne suave aparecieron de pronto aristas contorsionadas; se soltó y cayó al mar, y fue tragada por la estela del barco.

Casi de inmediato, Lawler sintió que su mente se sacudía los últimos jirones de niebla.

—Dios mío —dijo—. ¿Qué era eso?

—Gharkid lo llamó lapa —dijo Quillan, de nuevo en cubierta—. Se pegó al barco y nos estaba drogando a todos con sus feromonas —el sacerdote temblaba como si acabara de abandonarlo una tensión insoportable—. Algunos fuimos capaces de luchar contra ello; otros no.

Lawler miró hacia el puente. Por todas partes se veía gente desnuda que vagaba lentamente, aturdida, como si acabara de despertarse. Leo Martello estaba de pie junto a Neyana, y la miraba como si no la hubiera visto nunca en su vida. Kinverson estaba con Lis Niklaus. Los ojos de Lawler se encontraron con los de Sundria. Ella parecía pasmada. Se pasaba la mano de través sobre el plano vientre desnudo con un angustiado movimiento de frotación, como si estuviera intentando borrar las improntas de la carne de Delagard sobre la propia.


La lapa fue un heraldo. En aquellas latitudes del sur, el mar Vacío comenzaba a estar menos vacío. Apareció una nueva variedad de drakkens, una especie meridional. Eran muy parecidos a los del norte, pero de mayor tamaño y mirada más sagaz, con un aire jovialmente calculador. En lugar de nadar en manadas de muchos cientos, estos drakkens viajaban en grupos de sólo unas pocas docenas, y cuando sus cabezas asomaban fuera del agua, lo hacían con una amplia separación entre sí, como si cada miembro del grupo exigiera y recibiese un generoso espacio territorial por parte de sus compañeros. Acompañaron al barco durante horas, marchando incansablemente a su lado con las narices levantadas al aire. Sus brillantes ojos encarnados no se cerraban nunca. Era muy fácil creer que estaban esperando a que oscureciera para tener la oportunidad de subir a bordo. Delagard ordenó que el turno siguiente comenzara temprano y patrullara la cubierta armado con arpones.

A la hora del crepúsculo los drakkens se sumergieron; desaparecieron todos a un tiempo de esa forma simultánea y repentina característica de los de su especie, como si hubieran sido engullidos de un solo bocado por algún enorme vacío que estaba debajo. Pero Delagard no quedó convencido de que se hubiesen marchado y mantuvo patrullada la cubierta durante toda la noche. Sin mbargo no hubo ataque, y por la mañana no se veía ni rastro de los drakkens.

Luego, cuando comenzó a caer la noche de aquel mismo día, una enorme masa amorfa y blanda de alguna substancia viscosa y amarillenta pasó a la deriva por el lado de sotavento. Continuaba y continuaba, extendiéndose en cientos de metros, quizá más. Casi podría haber sido una isla de extraña naturaleza, por lo grande que era; una colosal isla blanda, una isla totalmente hecha de mucosidades, una gigantesca aglomeración de moco. Cuando se acercaron más advirtieron que aquella cosa enorme, fruncida y arrugada, estaba viva, al menos parcialmente. Su superficie de color amarillento pálido se estremecía ligeramente con movimientos espasmódicos, y de ella se elevaban pequeñas proyecciones redondeadas que casi inmediatamente volvían a hundirse en la masa central.

Dag Tharp adoptó una pose cómica.

—¡Aquí está, damas y caballeros! ¡La Faz de la Aguas, al fin!

Kinverson se echó a reír.

—A mí me parece más bien el otro extremo.

—Mirad allí —dijo Leo Martello—. De la masa se levantan pequeños puntos de luz que revolotean por el aire. ¡Qué hermosos son!

—Como las luciérnagas —comentó Quillan.

—¿Luciérnagas?

—Existen en Alborada. Son insectos que poseen órganos luminosos. ¿Sabe lo que son los insectos? Artrópodos terrestres de seis patas, muy comunes en la mayor parte de los mundos. Las luciérnagas son unos insectos que salen a la hora del crepúsculo y hacen parpadear sus luces. Son muy bonitas, muy románticas. El efecto es muy parecido a éste.

Lawler observó. Era un hermoso espectáculo, sí: de aquella enorme masa hinchada que flotaba a la deriva se desprendían diminutos fragmentos, que se elevaban sostenidos por la suave brisa, brillaban mientras subían por el aire y producían rápidos destellos de luz amarilla como pequeños solecillos voladores. El aire estaba lleno de ellos, docenas, cientos. Se deslizaban en el viento, subían, caían, volvían a elevarse. Se encendían y apagaban, se encendían y apagaban: parpadeaban, parpadeaban, parpadeaban.

En Hydros, la belleza era casi siempre motivo de sospechas. Lawler sentía una creciente inquietud al ver danzar a aquella especie de luciérnagas.

Entonces, Lis Niklaus gritó:

—¡La vela está en llamas!

Lawler levantó la vista. Algunas de las luciérnagas habían llegado flotando hasta el barco, y dondequiera que entraban en contacto con una de las velas, se adherían a ella y destellaban de forma regular, con lo que encendían la tela de bambú marino apretadamente entretejida. En una docena de sitios se elevaban pequeñas columnas de humo; podían verse los destellos rojizos de las hebras que se quemaban. El barco estaba siendo atacado.

Delagard gritó órdenes para cambiar de rumbo; el Reina se apartó tan rápidamente como pudo del enemigo que tenía a su lado. Todos los que no eran necesarios para hacer girar las velas fueron enviados arriba para defenderlas. Lawler andaba por la arboladura junto con los demás, golpeando a las pequeñas chispas a medida que se acercaban hacia las velas, arrancando a las que ya habían conseguido adherirse a ellas. El calor era poco, pero persistente: la constante calidez que desprendían mientras estaban pegadas a la tela era lo que provocaba la ignición. Lawler vio zonas chamuscadas de las que habían sido arrancadas a tiempo, otras en las que la luz de las estrellas brillaba a través de pequeños agujeros que había en la vela, y en lo más alto de la gavia del trinquete… una lengua de llamas escarlata coronada por una negra columna de humo, donde la tela estaba ardiendo.

Kinverson subía rápidamente hacia la zona en llamas; llegó al sitio y comenzó a apretar las manos contra la zona encendida para sofocar el fuego. Las brillantes llamitas desaparecieron una a una en sus manos como por arte de magia. En cuestión de minutos no se vieron más que brasas; y luego también ellas fueron apagadas. La luciérnaga que había comenzado el incendio ya se había marchado: cuando se había quemado toda la tela que la rodeaba había caído sobre la cubierta, pero dejando detrás de sí un agujero del tamaño de una cabeza.

El barco embolsó el viento en las velas y se desplazó rápidamente hacia el suroeste. Su desgarbado enemigo —incapaz de viajar a la misma velocidad— fue dejado atrás muy pronto, pero sus bonitos retoños, sus delicadas luciérnagas voladoras, continuaron cabalgando en el viento. Aunque su cantidad mermaba progresivamente, amaneció antes de que Delagard supusiera que estaban lo suficientemente a salvo como para que los defensores descendieran de la arboladura.

Sundria pasó los tres días siguientes remendando las velas, con la ayuda ocasional de Kinverson, Pilya y Neyana. El barco no avanzó en absoluto mientras los mástiles estuvieron desnudos. El aire estaba quieto; el sol era desagradablemente fuerte; el mar calmo. A veces una aleta asomaba destellante en la distancia, fuera del agua.

Lawler tenía ahora la sensación de que estaban bajo constante vigilancia. Calculó que le quedaba suficiente alga insensibilizadora para una semana, en el mejor de los casos. Otra criatura a la deriva, no tan gigantesca, ni tan repelente, ni tan hostil como la anterior, pasó junto a ellos: se trataba de una cosa ovoide y sin rasgos, perfectamente lisa, de un precioso color esmeralda y que brillaba con una radiante luminosidad. Sólo la mitad de su cuerpo sobresalía de la superficie, pero el mar estaba tan transparente que podía verse fácilmente la brillante mitad sumergida. Aquella cosa tenía quizá unos veinte metros de diámetro, y unos quince metros de largo desde el extremo sumergido hasta la redondeada cima.

Delagard, nervioso y preparado para cualquier cosa, alineó a toda la tripulación en el flanco del barco y los armó con arpones, pero el ovoide pasó flotando de largo, tan inofensivo como una fruta. Quizá no fuese más que eso. Otros dos pasaron junto al barco en diferentes momentos del mismo día. La primera era más esférica y la segunda más alargada, pero por lo demás parecían pertenecer a la misma especie. No parecieron fijarse en el Reina. Lo que aquellos ovoides necesitaban, supuso Lawler, eran grandes ojos brillantes para mirar mejor al barco al pasar; pero sus rostros eran ciegos, lisos, misteriosos, enloquecedoramente suaves. Tenían un curioso aire de solemnidad, una gravedad calma y sólida. El padre Quillan dijo que le recordaban a un obispo que había conocido una vez; y luego tuvo que explicar lo que era un obispo.

Después de los ovoides vinieron unos peces voladores. No se trataba de los elegantes e iridiscentes jinetes aéreos del mar Natal, ni de los monstruosos peces bruja del océano profundo. Eran criaturas lustrosas de aspecto delicado que medían unos quince centímetros de largo; unas finísimas alas llenas de gracia los elevaban hasta alturas sorprendentes. Podía vérselos a lo lejos, saltando casi verticalmente fuera del agua, y volando a través de distancias increíbles antes de calar y sumergirse en el océano sin salpicar siquiera. Momentos después volvían a estar en el aire; subían y bajaban, acercándose más al barco con cada ciclo hasta que estuvieron junto a la popa del lado de estribor.

Aquellos peces voladores no parecían más peligrosos que los enormes ovoides del día anterior. Volaban a una altura tal que no habría riesgo de colisionar con ellos en cubierta, por lo que no había necesidad de agacharse y esconderse como con los peces bruja. Eran tan hermosos, destellando luminosamente contra la brillante cúpula dura del cielo, que casi la totalidad de la tripulación salió a contemplar su paso.

Sus cuerpos eran prácticamente transparentes. Se distinguía la forma de sus finísimos huesos, sus redondos y palpitantes estómagos de color violeta rojizo y sus venas como hebras azules cuando pasaban rápidamente por el aire. Sus ojos color rojo sangre estaban delicadamente facetados, y destellaban cuando se reflejaba en ellos la luz.

Hermosos, sí. Pero al pasar por encima del barco, dejaron caer una extraña lluvia, una lluvia resplandeciente de gotas oscuras, lustrosas y corrosivas que quemaban todo aquello que tocaban. Durante los primeros momentos nadie se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Los primeros escozores de las secreciones de los peces fueron una molestia apenas perceptible, pero el dolor era acumulativo: el ácido se abría camino hacia dentro, y lo que había sido un pinchazo suave se convertía rápidamente en agonía.

Lawler, de pie a la sombra del trinquete, se protegía contra lo peor del bombardeo. Una de las secreciones lo alcanzó en el antebrazo, aunque no lo suficiente como para provocar más que un entrecejo fruncido. Pero luego vio que sobre la pulida madera amarillenta de la cubierta comenzaban a aparecer unas manchas oscuras a poca distancia de él, levantó la vista y vio a sus compañeros de tripulación aullando y cabriolando, sacudiéndose los brazos, frotándose las mejillas.

—¡Id abajo! —gritó—. ¡Poneos a cubierto! ¡Proceden de esos peces voladores!

Los seres voladores ya habían acabado de pasar por encima del barco y se habían alejado, pero una segunda oleada comenzaba a salir del mar por estribor. La totalidad del asedio duró casi una hora; fueron media docena de escuadrillas en total. Posteriormente las víctimas se alinearon unas junto a otras en la enfermería de Lawler, para que les tratara las quemaduras.

Sundria, que estaba en la arboladura cuando llegaron los peces voladores, fue la última en llegar. No llevaba nada puesto excepto una tira de tela en torno a la cintura, y ahora se le estaban levantando ampollas por todo el cuerpo. En silencio, Lawler la untó con ungüento. Ella se erguía desnuda ante él, mientras sus manos se desplazaban por la piel quemada, frotando el pastiche alrededor de los pezones, a lo largo de los muslos, por la entrepierna hasta apenas un suspiro de distancia de sus genitales. No habían hecho el amor desde un tiempo antes de la noche de la lapa, pero Lawler no sintió que se agitara dentro de él deseo alguno, por más que ahora la tocaba incluso en las zonas más íntimas.

Sundria también lo advirtió. Lawler podía sentir cómo se tensaban los músculos de ella bajo sus dedos. Se estaba irguiendo, tensa, llena de enojo.

—Me estás tratando como a un trozo de carne, Val —dijo finalmente.

—Soy un médico que trata de curar a un paciente con un montón de feas quemaduras por toda la piel.

—¿Es eso lo único que soy para ti?

—En este preciso momento, sí. ¿Crees que es una buena idea que un doctor comience a jadear cada vez que toca un cuerpo hermoso?

—Yo no soy cualquier paciente, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Pero hace días que te mantienes apartado de mí, y ahora me tratas como a una extraña. ¿Qué problema tienes?

—¿Problema? —le dirigió una mirada incómoda; luego le dio una ligera palmada en la cadera—. Date la vuelta —dijo—. Me faltan las que tienes en la cintura. ¿Dónde hay un problema, Sundria?

—¿Estoy en lo cierto si pienso que ya no me deseas?

Él hundió los dedos en ungüento y los pasó justo por encima de sus nalgas.

—Yo no sabía que teníamos un plan específico. ¿Lo tenemos?

—Por supuesto que no. Pero fíjate en cómo me estás tocando ahora.

—Acabo de explicártelo —dijo Lawler—. Déjame intentarlo otra vez. Creía que habías venido en busca de cuidados médicos, no para hacer el amor. Los médicos aprendemos pronto que nunca es una buena idea mezclar ambas cosas. Pero es que además podría habérseme ocurrido, no por una cuestión de ética sino de sentido común, que no querrías que me echara encima de ti en un momento en el que da la casualidad de que tienes llagas dolorosas por toda la piel. ¿Comprendido? —aquello era lo más parecido a una disputa que habían tenido jamás—. ¿Te suena razonable, Sundria?

Ella se volvió para encararse con él.

—Es por lo que hice con Delagard, ¿no es cierto?

—¿Qué?

—Odias la idea de que me haya puesto las manos encima, y algo más que sus manos, y ahora no quieres volver a tener nada más que ver conmigo.

—¿Hablas en serio?

—Sí; y también estoy en lo cierto. Si pudieras ver la expresión de tu rostro en este preciso momento…

—Estuvimos todos fuera de nuestros cabales mientras aquella cosa permaneció pegada al casco del barco —dijo Lawler—. Nadie es responsable de nada de lo que ocurrió aquella noche. ¿Crees que yo quería follar con Neyana? Si quieres que te diga la verdad, Sundria, era a ti a quien buscaba cuando salí a cubierta. Y no es que pudiera tan siquiera recordar tu nombre, o el mío, en las condiciones en que me encontraba. Te vi, te deseé y me dirigí hacia ti; pero ocurrió que Leo Martello llegó antes que yo. Y luego Neyana me llamó y por eso me fui con ella. Yo estaba bajo aquella influencia, igual que tú, igual que todos los demás. Todos los demás excepto el padre Quillan y Gharkid, quiero decir; nuestros dos hombres santos —le ardían las mejillas. Sentía que los latidos de su corazón aumentaban—. Jesús, Sundria, yo he sabido durante todo el tiempo lo que había entre Kinverson y tú, y eso no me ha detenido, ¿verdad? Y en la noche de la lapa estuviste con Leo Martello antes que con Delagard. ¿Por qué iba a importarme lo que hiciste con Delagard más que lo que hayas hecho con todos los otros?

—Delagard es diferente. A ti te repugna.

—¿Ah, sí?

—Es un asesino y un matón. Nos hizo expulsar de la isla de Sorve, y desde el momento mismo de la partida ha estado dirigiendo esta expedición como un tirano. Golpea a Lis. Mató a Henders. Miente, engaña, hace absolutamente lo que le da la gana para salirse con la suya. Todo lo que le rodea te resulta nauseabundo, y no puedes soportar la idea de que también él haya follado conmigo. Así que te vengas en mí. No quieres poner tu boca donde ha estado la boca de Delagard, y menos aún tu polla. ¿No estoy en lo cierto, Val?

—De pronto te has convertido en lectora de pensamientos. No sabía que fueras telépata, Sundria.

—No seas gilipollas. ¿Estoy o no en lo cierto?

—Mira, Sundria…

—¿Estoy o no en lo cierto? —el tono de su voz, que había sido duro y frío, se suavizó de repente, y lo miró con una ternura y anhelo que lo sorprendieron—. Val, Val, ¿no crees que también a mí me repugna pensar que tuve a ese hombre dentro de mí? ¿No crees que he estado intentando lavarme de él desde aquella noche? Pero eso no debería ser asunto tuyo. No tengo granos en la piel donde él me ha tocado. No tienes derecho de volverte contra mí de esta manera simplemente porque una cosa alienígena se pegó al barco una noche y nos hizo cometer actos con los que nunca hubiéramos soñado en otras circunstancias —en sus ojos volvía a evidenciarse un vivo enojo—. Si no se trata de Delagard, ¿qué es lo que ocurre? Dímelo.

—De acuerdo —dijo Lawler con la voz cargada de vergüenza—. Lo admito. Se trata de Delagard.

—Oh, mierda, Val.

—Lo siento.

—¿Ah, sí?

—Creo que ni yo mismo me daba cuenta de qué era lo que me molestaba, hasta que tú me lo has arrojado a la cara. Pero sí, supongo que me ha estado carcomiendo en algún nivel inconsciente desde aquella noche. La mano de Delagard arrastrándose entre tus piernas. La boca hinchada de Delagard sobre tus pechos —Lawler cerró los ojos durante un momento—. No fue culpa tuya; estoy actuando como un estúpido adolescente.

—Tienes razón en todo: te estás comportando de una forma muy tonta, y quiero recordarte que en circunstancias normales no hubiera permitido que Delagard jodiera conmigo ni en un millón de años. Ni aunque fuera el último hombre de la galaxia.

Lawler sonrió.

—El diablo fue quien te lo hizo hacer.

—La lapa.

—Es la misma cosa.

—Si tú lo dices… Pero nunca ocurrió, no realmente; no por ningún acto consciente de parte mía. Y estoy intentando con todas mis fuerzas deshacerlo. Inténtalo tú también. Te amo, Val.

Él la miró con asombro. Aquélla era una frase que nunca había surgido entre ellos, y jamás habría imaginado que lo haría. Hacía tanto tiempo que la había oído por última vez, que no podía recordar quién se la había dicho. Y ahora, ¿qué? ¿Se esperaba de él que también la dijera?

Ella sonreía: no esperaba que dijese nada; lo conocía demasiado bien como para eso.

—Ven aquí, doctor —le pidió—. Necesito una exploración más intensa.

Lawler miró hacia atrás para ver si la puerta de la enfermería estaba cerrada con pestillo. Luego se acercó a ella.

—Ten cuidado con mis ampollas —dijo ella.

5

Del mar salieron cosas como periscopios gigantes: relucientes columnas de veinte metros de alto coronadas por polígonos de cinco caras de color azul. Observaron el barco durante horas desde una distancia de medio kilómetro, con una mirada impasible y fría. Obviamente se trataba de antenas con ojos, pero ¿ojos de qué?

Al rato desaparecieron bajo el agua, y no volvieron a salir.

Seguidamente vinieron las colosales bocas bostezantes, enormes criaturas parecidas a las del mar Natal, pero más grandes aún; lo suficientemente grandes, al parecer, como para tragarse al Reina de Hydros de un solo bocado. También ellas permanecieron a lo lejos, iluminando el mar día y noche con su fosforescencia verdosa. Nunca se había tenido noticia de que las bocas pudieran causaran problemas a los barcos, pero aquéllas eran bocas del mar Vacío, capaces de cualquier cosa. Los abismos de sus gargantas abiertas eran una visión amenazadora, inquietante.

El agua misma se hizo fosforescente. El efecto fue suave al principio, apenas un ligero estremecimiento de color, un débil brillo lleno de encanto; pero luego se intensificó. Por la noche, la estela del barco era una línea de fuego que atravesaba el mar. Incluso durante el día las olas parecían arder. El agua salpicada de las olas que ocasionalmente rompían contra el barco tenía chispas brillantes.

Hubo una lluvia de peces de gelatina urticantes. Hubo un espectáculo de buzos locamente juguetones que rompían la superficie y saltaban tan alto por el aire que parecían querer volar. En un lugar determinado, apareció caminando por la superficie del mar un ente que parecía un manojo de palos atados con un puñado de cuerdas raídas, y un diminuto cuerpo globular con muchos ojos alojado en una cápsula abierta emplazada en el centro, como si caminara sobre zancos.

Luego, cuando Delagard miraba por encima de la barandilla, una mañana —ahora estaba constantemente de patrulla, prevenido contra cualquier ataque—, retrocedió abruptamente.

—¿Qué diablos…? —gritó—. Kinverson, Gharkid, ¿queréis venir a mirar esto?

Lawler se unió al grupo. Delagard señalaba directamente hacia abajo. Al principio Lawler no vio nada insólito; pero luego vio que al barco le había crecido una falda a unos veinte centímetros por debajo de la superficie. Era una especie de pelo amarillento y fibroso que se extendía hacia fuera a un metro de distancia por todo el casco. Más que a una falda —consideró Lawler— se parecía más a una repisa, un estante de madera.

Delagard se volvió hacia Kinverson.

—¿Habías visto algo parecido antes?

—Yo no.

—¿Y usted, Gharkid?

—No, capitán, señor. Nunca.

—¿Será algún tipo de alga que está creciendo sobre el barco? ¿Un cruce entre alga y percebe? ¿Qué piensa usted?

Gharkid se encogió de hombros.

—Es un misterio para mí, capitán, señor.

Delagard hizo colgar una escalera de cuerda por la cara exterior del casco y bajó a inspeccionar aquello. Colgado de la escalera por un brazo, balanceándose justo por encima de la superficie e inclinado hacia abajo, utilizó un raspador de percebes de mango largo para tantear aquella extraña excrecencia. Regresó a bordo maldiciendo y con el rostro enrojecido.

El problema, explicó, residía en el tejido de dedos marinos que crecía sobre el casco como cobertura reparadora, y que protegía y reforzaba las tablas exteriores del barco.

—Algunas plantas de esta zona se han unido a ellos. Quizá se trate de una especie afín, o simbiótica. Sea lo que fuere, se está arracimando en torno a los dedos marinos y crece como loca. Ya el estante sobresale lo suficiente como para frenarnos de forma perceptible, y si continúa creciendo a esa velocidad, en un par de días vamos a encontrarnos inmovilizados para siempre.

—¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Kinverson.

—¿Tienes alguna sugerencia?

—Que alguien salga ahí fuera en el deslizador, e intente cortar esa maldita cosa mientras aún puede hacerse.

Delagard asintió.

—Buena idea. Me ofrezco voluntario para salir con la primera ronda. ¿Vendrás conmigo?

—Claro —dijo Kinverson—. ¿Por qué no?

Delagard y Kinverson subieron al deslizador. Martello, maniobrando con el pescante, lo levantó y lo balanceó a bastante distancia de la barandilla —para alejarlo de aquellas algas— antes de posarlo sobre el agua.

El problema residía en pedalear lo suficientemente rápido como para mantener el patín a flote, pero no a una velocidad tal que le impidiera al hombre que manejaba el raspador de percebes cortar la vegetación intrusa. Al principio costó bastante. Kinverson, con el raspador en la mano, hizo todo lo que pudo para inclinarse por encima de la borda y cortar la repisa; pero daba un par de golpes y el deslizador pasaba de largo de la zona en la que estaba trabajando, y cuando retrocedían e intentaban mantenerlo en la misma posición durante más tiempo, comenzaba a perder empuje y se deslizaba hacia el agua.

Pasado un rato le cogieron el truco. Delagard pedaleaba y Kinverson cortaba. Luego Kinverson pareció visiblemente cansado y cambiaron de puesto, arrastrándose precariamente por el vehículo bamboleante hasta que Delagard estuvo en la parte de delante y Kinverson en los pedales.

—Muy bien, la siguiente ronda —gritó finalmente Delagard; había estado trabajando con su habitual celo de maníaco y parecía agotado—. ¡Otros dos voluntarios! Leo, ¿te he oído decir que tú saldrías en la ronda siguiente? ¿Y qué tal tú, doctor?

Pilya Braun hizo funcionar el pescante para bajar a Martello y Lawler hasta el agua. El mar estaba suficientemente calmo, pero a pesar de ello el frágil deslizador se bamboleaba y escoraba constantemente. Lawler se imaginaba a sí mismo arrojado al agua por alguna ola insólitamente fuerte.

Al mirar hacia abajo podía ver fibras individuales de la planta marina invasora en el borde de la repisa ya formada. Cuando los movimientos del mar los llevaron contra el casco del barco, pudo ver cómo algunas de ellas se les adherían. También pudo observar en el agua unas pequeñas siluetas brillantes, como cintas que se enroscaban y retorcían: gusanos, serpientes, quizá anguilas. Parecían veloces y ágiles; ¿estarían esperando para tomar un bocado?

La repisa resistía los golpes; tuvo que coger el raspador con ambas manos para descargarlo con todas sus fuerzas. A menudo resbalaba hacia un lado, rechazado por la dureza de la extraña vegetación reciente. Casi se le escapó la herramienta de las manos en un par de ocasiones.

—¡Eh! —chilló Delagard desde lo alto—. ¡Es el único raspador que tenemos! ¡Cuídalo!

Lawler halló la manera: golpear con el filo en un ángulo ligeramente inclinado le permitía penetrar entre las hebras de la masa fibrosa. Un trozo grande tras otro, la falda se desprendía y se alejaba flotando a la deriva. Se sintió atrapado por el ritmo, cortando y cortando. El sudor le bajaba por la piel. Sus brazos y muñecas comenzaron a protestar. El dolor le subió hasta las axilas, el pecho, los hombros. El corazón le latía aceleradamente.

—Basta para mí. Es tu turno, Leo —le dijo a Martello.

Martello parecía inagotable: cortaba aquello con tal jovial vigor que Lawler lo encontró humillante. Pensó que lo había hecho bastante bien durante su turno; pero durante los primeros minutos Martello había conseguido cortar tanto como Lawler en todo el rato. Incluso supuso que Martello estaba componiendo mentalmente el Canto Cortante de su gran obra épica mientras trabajaba:

Fieramente entonces nos afanamos y luchamos

Contra el enemigo que crecía constantemente.

Valientemente castigamos su pernicioso avance,

Ferozmente lo golpeamos y herimos y cortamos…

Onyos Felk y Lis Niklaus fueron los siguientes en bajar. Después de ellos llegó el turno de Neyana y Sundria, y luego el de Pilya y Gharkid.

—Esa jodida cosa crece a la misma velocidad con que la cortamos —dijo Delagard con acritud.

Pero estaban haciendo progresos. Ya habían desaparecido grandes trozos de vegetación. En algunas zonas había sido cortada hasta la línea original de dedos marinos.

Llegó una vez más el turno de Kinverson y Delagard; cortaron y azotaron con furia diabólica. Al regresar al barco, ambos hombres parecían incandescentes de agotamiento: habían pasado más allá del mero cansancio, a un estado trascendental que los había dejado relumbrantes y exaltados.

—Vamos allá, doctor —dijo Martello—. Nos toca a nosotros.

Martello parecía decidido a superar incluso a Kinverson. Mientras Lawler mantenía el deslizador estabilizado con un esfuerzo regular —y entumecedor—, Martello castigó como un dios vengador al enemigo vegetal. ¡Ras! ¡Ras! ¡Ras! Levantaba el raspador con ambos brazos muy por encima de su cabeza, y lo dejaba caer con un golpe que penetraba profundamente. ¡Ras! ¡Ras! Se desprendían enormes trozos de algas que se alejaban flotando a la deriva. ¡Ras! Cada golpe era más poderoso que el anterior. El deslizador acuático se balanceaba pronunciadamente de un lado a otro. Lawler luchaba para mantenerlo en posición vertical. ¡Ras! ¡Ras!

Luego Martello lo levantó más alto que nunca y bajó el raspador de percebes con un golpe terriblemente fuerte. Arrancó un trozo enorme, hasta el mismo casco del Reina. Pero debió de ceder con más facilidad de la que Martello esperaba: perdió primero el equilibrio y luego se le escapó el raspador de las manos. Intentó cogerlo en el aire, erró, se fue hacia delante y cayó al mar con un fuerte chapuzón.

Lawler, aún pedaleando, se inclinó por la borda y le tendió una mano. Martello estaba ya a un par de metros del deslizador y se debatía desesperadamente. Pero o bien no vio la mano tendida, o estaba demasiado aterrorizado como para comprender qué debía hacer.

—¡Nada hacia aquí! —le gritó Lawler—. ¡Aquí, Leo! ¡Aquí!

Martello continuaba manoteando y debatiéndose. Tenía los ojos vidriosos del susto. Luego se tensó repentinamente, como herido desde las profundidades con una daga. Comenzó a sacudirse convulsivamente.

El pescante estaba ahora por encima de la superficie. Kinverson colgaba de él.

—Más abajo —ordenó—. Un poco más. Eso es. A la izquierda. Bien. Bien.

Cogió a Martello bajo un brazo y lo izó como si se tratara de un niño.

—Ahora, tú, doctor —dijo Kinverson.

—¡No puedes levantarnos a los dos!

—Vamos. Ven.

El otro brazo de Kinverson se cerró en torno al pecho de Lawler.

El pescante subió y se balanceó hacia el interior del barco por encima de la borda hasta la cubierta. Lawler se libró del brazo de Kinverson, se tambaleó, tropezó y cayó pesadamente sobre las rodillas. Sundria se acercó a él inmediatamente para ayudarlo a ponerse de pie.

Martello, chorreando agua, yacía boca arriba, laxo e inmóvil.

—Manteneos alejados. También tú, Gabe —ordenó Lawler, haciendo un gesto a Kinverson para que se apartara.

—Tenemos que darle la vuelta y sacarle el agua de dentro, doctor.

—No es el agua lo que me preocupa. Apártate, Gabe —Lawler se volvió hacia Sundria—. ¿Sabes dónde está mi maletín de instrumentos? ¿Los escalpelos y todo eso? Tráelo a cubierta, ¿quieres?

Se arrodilló junto a Martello y lo desnudó hasta la cintura. Martello respiraba pero no parecía consciente. Tenía los ojos muy abiertos, carentes de expresión, ciegos. De vez en cuando sus labios se tensaban con una espantosa mueca retorcida de dolor, y su cuerpo se ponía rígido y se sacudía como si lo atravesara una descarga eléctrica. Luego volvía a quedar laxo.

Lawler apoyó una mano sobre el vientre de Martello y presionó. Sintió movimiento en el interior: un temblor, un extraño estremecimiento debajo de la dura y firme capa de músculos abdominales. ¿Había algo allí? Sí. Aquel condenado océano lo invadía todo cuando uno le daba la más mínima posibilidad. Pero quizá no era aún demasiado tarde para salvarlo, pensó Lawler. Limpíalo, sella la herida, evita que la comunidad se vea nuevamente disminuida.

Por encima de él se movieron sombras. Todos se habían agrupado y miraban fijamente. Aquello parecía fascinarlos y repelerlos al mismo tiempo.

—Apartaos todos —dijo bruscamente Lawler—. No os gustaría ver esto; y yo no quiero que me observéis.

Nadie se movió.

—Ya habéis oído al doctor —dijo con un gruñido bajo Delagard—. Apartaos. Dejadlo hacer su trabajo.

Sundria depositó el equipo médico sobre la cubierta, a su lado. Lawler volvió a palpar el abdomen de Martello. Movimiento, sí. Algo se retorcía de forma inconfundible. Un estremecimiento. Martello tenía el rostro encendido, las pupilas dilatadas; sus ojos miraban hacia un mundo completamente diferente. De todos los poros le manaba un sudor caliente.

Lawler sacó del maletín el mejor de sus escalpelos y lo dejó sobre la cubierta. Apoyó ambas manos sobre el abdomen de Martello, justo debajo de su diafragma, y empujó hacia arriba. Martello emitió un suspirante sonido apagado, y por la boca le salió un poco de agua de mar y un hilo de vómito se deslizó de sus labios. Lawler volvió a intentarlo. Nada. Volvió a sentir movimiento debajo de sus dedos: más espasmos, más retorcimientos.

Un intento más. Puso a Martello boca abajo y golpeó el centro de su espalda con las manos juntas y toda la fuerza que consiguió reunir. Martello gruñó. Vomitó otro poco de agua salada, pero eso fue todo.

Lawler se sentó durante un momento, pensando.

Volvió a colocar a Martello boca arriba y cogió el escalpelo.

—Es mejor que no veáis esto —dijo Lawler sin levantar la vista, para cualquiera que pudiese estar mirándolo.

Trazó una línea roja con la punta de hierro del escalpelo, de izquierda a derecha a través del abdomen de Martello. Martello apenas pareció notarlo; sólo profirió un suave sonido confuso, algún vago comentario: tenía otras distracciones de mayor prioridad.

Piel. Músculo. El bisturí parecía saber adonde debía dirigirse. Con destreza, Lawler echaba hacia atrás las capas de tejido. Ahora estaba atravesando el peritoneo. Se había entrenado para ingresar en un estado de consciencia distinto cuando practicaba cirugía, durante el cual pensaba en sí mismo como en un escultor, y en el paciente como en algo inanimado: un trozo de madera, y no un ser humano que sufría. Era la única forma que tenía de soportar el proceso.

Más profundamente. Ahora hendía la pared abdominal. La sangre se mezclaba con el charco de agua que había sobre la cubierta alrededor de Martello.

Los meandros intestinales tenían que saltar a la vista…

Allí estaban, en efecto. Alguien profirió un estridente chillido. Alguien gruñó con asco.

Pero no era por la visión de los intestinos. Había otra cosa que se alzaba del vientre de Martello, algo fino y brillante que se desenroscaba lentamente y se erguía sobre un extremo. Quizá había a la vista unos seis centímetros de aquello; sin ojos, aparentemente también sin cabeza, sólo una tira lisa y viscosa de materia viva indiferenciada. En el extremo superior había una abertura, una especie de boca por la que podía verse una lengüecilla afilada y raspante de color rojo. La pequeña criatura comenzó a moverse con gracia celestial, balanceándose de un lado a otro de una forma hipnótica. Detrás de Lawler continuaban los gritos.

Le asestó a la criatura un rápido y firme golpe de revés con el filo del escalpelo, que la cortó por la mitad. La parte superior cayó sobre la cubierta retorciéndose, junto a Martello. Comenzó a dirigirse hacia Lawler. La enorme bota de Kinverson descendió inmediatamente y la redujo a una pasta.

—Gracias —dijo brevemente Lawler.

Pero la otra mitad continuaba en el interior. Intentó obligarla a salir con la punta del escalpelo, pero parecía indiferente a los cortes que le causaba; continuaba danzando con tanta gracia como antes. Tentando por detrás del denso monte de intestinos, Lawler luchaba para desalojarla. Pinchaba por aquí, estiraba por allá. Creyó ver el extremo interior de aquel ser y lo cortó, pero había más: unos pocos centímetros continuaban burlándose de él. Cortó nuevamente. Esta vez consiguió sacarla totalmente. La arrojó a un lado y Kinverson la aplastó.

Ahora todos guardaban silencio a sus espaldas.

Comenzó a cerrar la incisión, pero un nuevo estremecimiento hizo que se detuviera. ¿Habría otra? Sí. Seguro. Por lo menos una más. Probablemente más de una.

Martello gimió. Se removió ligeramente. Luego se sacudió con fuerza repentina, levantándose un poco de la cubierta; Lawler apartó el escalpelo de su trayectoria justo a tiempo para evitar que se hiriera con él. Una segunda anguila apareció a la vista, luego una tercera, ambas balanceándose con aquel mismo danzar horripilante; luego una de ellas volvió a bajar y desapareció nuevamente en la cavidad abdominal de Martello, socavando hacia arriba en dirección a los pulmones.

Lawler arrancó a la otra de donde estaba, la cortó por la mitad y nuevamente por la mitad, y sacó el último trozo de adentro. Esperó a que la última, que se había escondido, asomara nuevamente. Pasado un momento la atisbó, reluciendo en la parte central del cuerpo de Martello…, pero no era la única: podía ver los delicados rizos de otras debatirse mientras se daban un banquete.

¿Cuántas más de ellas había? ¿Dos? ¿Tres? ¿Treinta?

Levantó la vista con expresión ceñuda. Delagard le devolvió la mirada; sus ojos tenían una expresión de susto, consternación y extrema repulsión.

—¿Puedes sacarlas a todas?

—No hay ninguna posibilidad. Está lleno de ellas; se lo están comiendo por dentro. Podría cortar y cortar, y para cuando terminara lo habría descuartizado, y todavía no las habría encontrado a todas, de cualquier forma.

—Jesús —murmuró Delagard—. ¿Cuánto tiempo podrá vivir en estas condiciones?

—Hasta que una de ellas le llegue al corazón, supongo. No durará mucho.

—¿Crees que siente algo?

—Espero que no —respondió Lawler.

La agonía duró otros cinco minutos. Lawler nunca se había dado cuenta de que cinco minutos pudiesen durar tanto. De vez en cuando Martello saltaba y se crispaba, cuando uno de los nervios principales era alcanzado; en una ocasión pareció estar intentando levantarse de la cubierta. Luego dejó escapar un suave sonido suspirante, cayó hacia atrás y la luz abandonó sus ojos.

—Se acabó —anunció Lawler.

Se sentía entumecido, vacío, agotado, más allá de toda tristeza, más allá de toda impresión profunda. Probablemente, pensó, en ningún momento había habido oportunidad de salvar a Martello. Al menos una docena de anguilas debían de habérsele metido dentro, muy probablemente más, una horda de ellas deslizándose velozmente a través de la boca o el ano, y hendiendo diligentemente la carne y los músculos hacia el centro de su abdomen. Lawler había extraído ya nueve de aquellas cosas, pero habría otras fuera de la vista trabajando en el páncreas, en el bazo, el hígado, los riñones; y cuando hubieran acabado con eso —las exquisiteces— estaba todo el resto de Martello esperando a sus dentadas lengüecillas rojas. Ninguna cirugía, no importaba cuan rápida e infalible fuera, podría haberlo librado a tiempo de todas.

Neyana trajo una manta y lo envolvieron en ella. Kinverson cogió el cuerpo en brazos y se dirigió hacia la barandilla.

—Espera —dijo Pilya—. Arroja esto con él.

Tenía el fajo de papeles, el famoso poema, que debía de haber traído del camarote de Martello. Metió las gastadas páginas dentro de la manta y ajustó la punta en torno al cuerpo. Lawler pensó durante un momento en poner objeciones, pero se contuvo. Dejemos que se lo lleve, pensó. Le pertenecía.

Quillan dijo:

—Ahora encomendamos al mar a nuestro queridísimo Leo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

¿Otra vez el Espíritu Santo? Cada vez que Lawler oía aquella extraña frase del padre Quillan, se sentía sobresaltado. Era un concepto tan extraño que, a pesar de que lo intentaba, no podía imaginar qué podía ser el Espíritu Santo. Pero apartó de sí el pensamiento; en aquel momento se sentía demasiado mal para especulaciones de esa índole.

Kinverson llevó el cuerpo hasta la barandilla y lo sostuvo en alto. Luego le imprimió un ligero empujón y lo dejó caer al agua.

Cuando el cuerpo tocó la superficie, de las profundidades surgieron como por arte de magia unas criaturas extrañas con cuerpos largos y aletas, cubiertas con un fino pelo sedoso de color negro. Había cinco de ellas, sinuosas, de ojos dulces, con unos hocicos ahusados y oscuros cubiertos con cerdas tiesas y negras. Dulce, tiernamente, rodearon el cuerpo de Martello, lo sacaron a flote y comenzaron a desenvolverlo de la manta que lo cubría. Tierna, dulcemente, se la quitaron del todo; y luego —dulce, tiernamente— se reunieron en torno a su cuerpo rígido y comenzaron la tarea de consumirlo.

Lo hicieron silenciosamente, sin frenesí de grosera glotonería. Era horroroso, pero también extrañamente hermoso. Sus movimientos levantaban del mar una fosforescencia extraordinaria. Martello parecía ser absorbido por una lluvia de frías llamas rojas. Estalló lentamente en luz. Dieron una lección de anatomía con él; le quitaron la piel casi con remilgo, para dejar a la vista los tendones, ligamentos, músculos, nervios. Luego penetraron más. Era un espectáculo profundamente perturbador, incluso en el caso de Lawler, para quien los secretos del cuerpo humano no eran ningún secreto; pero, de todas formas, la obra fue llevada a cabo tan limpiamente, tan detenidamente, con tanta reverencia, que era imposible no mirar o ser incapaz de apreciar la belleza de lo que estaban haciendo aquellas criaturas. Capa a capa llegaron hasta el centro del cuerpo de Martello, hasta que al fin no quedó nada más que la blanca estructura de huesos.

En los ojos de aquellos seres había un inconfundible destello de inteligencia. Lawler los vio menear la cabeza con lo que sólo podía ser un saludo, y luego desaparecieron de la vista tan silenciosamente como habían llegado. El esqueleto de Martello ya había desaparecido camino de alguna profundidad desconocida donde, sin duda alguna, lo aguardaban otros organismos para hacer buen uso del calcio que contenían. Del joven vital que había sido Martello, no quedaba ya más que algunas páginas manuscritas flotando en el agua; y, pasado poco rato, ya no quedaba a la vista ni siquiera eso.

Más tarde, en su camarote, Lawler contempló lo que le quedaba de extracto de alga insensibilizadora. Para dos días más, calculó.Vertió la mitad en un vaso y la bebió.

Qué demonios, pensó. Se bebió también la otra mitad. Qué demonios.

6

Los síntomas del síndrome de abstinencia le comenzaron por la mañana del segundo día, justo antes de mediodía: sudores, temblores, náuseas. Lawler estaba preparado para todo ello, o creía que lo estaba; pero se agravaron muy rápidamente, mucho más de lo que él había esperado. Era una prueba tan dura que no estaba seguro de poder pasarla. La intensidad del dolor —que lo recorría a grandes oleadas— lo asustó. Se imaginaba que podía sentir cómo se le expandía el cerebro y presionaba contra las paredes del cráneo.

Buscó el frasco de forma automática, pero el frasco estaba vacío, por supuesto. Se acomodó en su litera temblando de fiebre, sintiéndose desdichado.

Sundria entró a media tarde.

—¿Es por lo que ocurrió el otro día? —preguntó.

—¿Por lo de Martello? No, no se trata de eso.

—¿Estás enfermo, entonces?

Señaló el frasco vacío. Pasado un momento, ella lo comprendió.

—¿Hay algo que pueda hacer, Val?

—Abrazarme, eso es todo.

Ella cogió su cabeza en los brazos y la recostó contra el pecho. Lawler tembló violentamente durante un rato; luego se calmó un poco, aunque aún se sentía terriblemente.

—Parece que estás mejor —dijo ella.

—Un poco. No te vayas.

—Sigo aquí. ¿Quieres un poco de agua?

—Sí. No. No, quédate donde estás.

Se acurrucó contra ella. Podía sentir cómo le subía y bajaba la fiebre, con una devastadora y repentina velocidad. La droga era más fuerte de lo que había llegado a sospechar, y la dependencia de ella había sido evidentemente muy poderosa; pero sin embargo… sin embargo… el dolor fluctuaba. A medida que pasaban las horas había momentos en los que se sentía casi normal. Eso era extraño; pero le daba esperanzas. No le importaba luchar si tenía que hacerlo, pero al final quería ganar.

—¿Sabías que sería así? —preguntó ella.

—Sí. Supongo que lo sabía. Quizá no esperaba algo tan fuerte.

—¿Cómo te sientes ahora?

—Varía —respondió Lawler.

Oyó una voz que provenía del exterior.

—¿Cómo está? —era Delagard.

—Está preocupado por ti —le dijo Sundria a Lawler.

—Muy considerado por su parte.

—Le dije que estabas enfermo.

—¿No entraste en detalles?

—No entré en detalles, no.

La noche fue terrorífica. Por un momento, Lawler pensó que iba a perder la razón; pero luego, a altas horas, llegó otro de aquellos inesperados e inexplicables períodos de recuperación, como si algo entrara en su cerebro proveniente de la lejanía y apagara su ansia de la droga.

Al amanecer sintió que volvía a tener apetito; y cuando se puso de pie —era la primera vez que se levantaba de la cama desde que había comenzado la fiebre— fue capaz de conservar el equilibrio.

—Pareces estar bien —le dijo Sundria—. ¿Lo estás?

—Más o menos. La parte mala volverá; esta va a ser una larga lucha.

Pero cuando volvió, fue menos severa de lo que había sido hasta entonces. Lawler no sabía cómo explicar aquel cambio. Había esperado pasar tres, cuatro, incluso cinco días de absolutos horrores, y luego quizá una escalada gradual hacia afuera de aquel tormento, a medida que su organismo fuera despojándose gradualmente de aquella necesidad. Sin embargo, no era más que el segundo día. Nuevamente tenía aquella sensación de una intervención externa, algo que lo guiaba, lo elevaba, lo arrancaba de las profundidades de la ciénaga.

Luego volveron los temblores y los sudores, y otro período de recuperación que duró casi doce horas. Salió a cubierta, disfrutó del aire fresco, caminó lentamente. Lawler le dijo a Sundria que se estaba recuperando con demasiada facilidad.

—Agradece esa bendición —contestó ella.

Al caer la noche volvía a estar enfermo. Recaída, recuperación; arriba, abajo; pero la tendencia básica era favorable. Parecía estar recuperándose. Hacia finales de aquella semana sólo tenía momentos ocasionales de malestar. Miró el frasco vacío y sonrió.


El aire estaba limpio y el viento era fuerte. El Reina de Hydros avanzaba rápida y regularmente, siguiendo la ruta suroeste en torno al globo acuoso. La fosforescencia del mar aumentaba día a día en intensidad, incluso hora tras hora. La totalidad del mundo comenzaba a tener una apariencia luminosa. El agua y el cielo brillaban día y noche. En la lejanía, unas criaturas pesadillescas —media docena de especies desconocidas— hendían la superficie para encumbrarse brevemente por el aire y volver a hundirse con grandes chapuzones. Gigantescas bocas bostezaban en las profundidades.

A bordo del Reina, reinaba el silencio durante la mayor parte del tiempo. Todos se dedicaban a sus tareas eficiente y silenciosamente. Había mucho que hacer, ya que ahora quedaban sólo once para llevar a cabo el trabajo de catorce. Martello, alegre, jovial y optimista, había jugado un papel muy importante en el tono de humor de todos; su muerte había alterado las cosas de forma inevitable.

Sin embargo, la Faz también estaba más cerca. Aquello debía tener algo que ver con el sombrío humor reinante, pensó Lawler. Todavía era imposible verla en el horizonte, pero todos sabían que estaba allí, no muy lejos. Todos la sentían. Era una presencia real a bordo del barco. Sus efectos eran indefinibles, pero inequívocos. Lawler se sorprendió pensando que había algo más que una mera isla. Algo alerta y vigilante que los esperaba.

Sacudió la cabeza para intentar despejarla y luchó para recordar lo que le había contado Jolly hacía tanto tiempo, pero todo era vago y se confundía bajo las capas de treinta años de recuerdos. Un lugar fantástico y exuberante, había dicho Jolly. Lleno de plantas diferentes de las que crecían en el mar. Plantas, sí. Colores extraños, días y noches brillantes de luz, un paraje raro al otro lado del mundo, bello y misterioso. ¿Había dicho Jolly algo acerca de animales, de criaturas terrestres de alguna clase? No, nada que Lawler pudiera recordar. No había vida animal; sólo espesos bosques.

Pero también recordaba algo acerca de una ciudad… No sobre la Faz, sino próxima a ella. ¿Dónde? ¿En el océano?

La imagen huía de él. Luchó para evocar los momentos que había pasado con Jolly, junto al mar; aquel hombre de rostro curtido y bronceado por el sol que se balanceaba atrás y adelante, echaba al agua sus líneas de pesca y hablaba, hablaba…

Una ciudad. Una ciudad en el mar. Debajo del mar.

Lawler aferró la punta de aquel recuerdo, sintió que se le escapaba, se lanzó hacia él, no pudo asirlo y volvió a lanzarse…

Una ciudad bajo el mar. Sí. Una puerta en el océano que se abría a un pasadizo, una especie de embudo gravitacional que descendía hasta una inmensa ciudad submarina en la que vivían gillies; una ciudad escondida de gillies tan superiores con respecto a los habitantes de las islas como los reyes lo eran con respecto a los campesinos; gillies que vivían como dioses, que no salían nunca a la superficie, encerrados bajo el mar en cúpulas presurizadas; gillies que vivían en medio de solemne majestad y lujo absoluto…

Lawler sonrió. Eso era, sí. Una fábula espléndida, una fantasía gloriosa. El mejor y más extravagante de los relatos de Jolly. Podía recordar cuando intentó imaginar cómo sería la ciudad aquélla, los gillies altos, majestuosos e imponentes que entraban por altas arcadas en los brillantes salones palatinos. Al pensar nuevamente en ello volvió a sentirse como un niño, en cuclillas a los pies del viejo marinero: lleno de asombro, afinando el oído para escuchar aquella voz ronca y rasposa.


El padre Quillan también había estado pensando en la Faz.

—Tengo una nueva teoría al respecto —declaró.

El sacerdote había pasado toda la mañana meditando, sentado junto a Gharkid en la zona de la grúa. Al pasar junto a ellos, Lawler los había mirado fijamente, con asombro. Ambos parecían sumidos en trance. Sus almas parecían estar en otro plano de la existencia.

—He cambiado de opinión —dijo Quillan—. ¿Recuerda que hace algún tiempo le dije que pensaba que la Faz tenía que ser el Paraíso y que sobre ella caminaba el mismo Dios, la Causa Primera, el verdadero Creador, Aquél a quien dirigimos todas nuestras plegarias? Pues bien, ya no lo siento así.

—Bueno —dijo Lawler con indiferencia—. La Faz será entonces la vaargh de Dios, si usted lo dice. Sabe más que yo de esas cosas.

—No la vaargh de Dios, no; pero sin duda alguna la vaargh de algún dios. Ésa es la noción exactamente opuesta a mi idea original con respecto a esa isla, ¿sabe? Y también lo es de todo aquello en lo que siempre he creído respecto a la naturaleza de lo divino. Comienzo a caer en la más grande de las herejías. Me convierto en un politeísta en esta etapa de mi vida. ¡Un pagano! Incluso a mí me parece absurdo; pero a pesar de todo abrazo la idea con todo mi corazón.

—No le entiendo. Un dios, el Dios… ¿cuál es la diferencia? Si puede usted creer en un dios, puede creer en cualquier cantidad de ellos, según lo veo yo. El truco reside en creer al menos en uno, y yo ni siquiera puedo llegar hasta eso.

Quillan le dirigió una sonrisa cariñosa.

—Realmente no lo entiende, ¿verdad? La tradición clásica cristiana, que desciende del judaísmo y, hasta donde sabemos, de algo del antiguo Egipto, sostiene que Dios es una única entidad invisible. Nunca me había cuestionado eso; ni siquiera había pensado jamás en cuestionármelo. Los cristianos hablamos de Él como de una Trinidad, pero somos conscientes de que la Trinidad es Uno. Sobre eso no hay discusión: un Dios, sólo uno. Sin embargo, durante estos últimos días… o incluso las últimas horas… —hizo una pausa—. Déjeme valerme de una analogía matemática. ¿Conoce el teorema de Godel?

—No.

—Bueno, tampoco yo, no exactamente; pero puede servir para poner un ejemplo aproximado. Creo que es una idea del siglo veinte. Lo que afirma el teorema de Godel, y nadie ha podido jamás invalidarlo, es que existe un límite fundamental para el alcance racional de las matemáticas. Podemos demostrar todos los supuestos del razonamiento matemático hasta llegar a un cierto punto fundamental, y simplemente no podemos pasar más allá. Finalmente nos encontramos con que hemos descendido más allá del proceso de demostración matemática y entrado en el territorio de los axiomas indemostrables, cosas que sólo pueden tomarse como artículo de fe si queremos atribuirle algún sentido al Universo.

»Eso a lo que llegamos son los límites de la razón. Para poder trasponerlos, para poder continuar pensando, nos vemos obligados a aceptar como verdades esos determinados axiomas a pesar de que no podemos demostrar su autenticidad. ¿Me sigue hasta ahora?

—Creo que sí.

—Pues bien. Lo que yo supongo es que el teorema de Godel marca la línea divisoria entre los dioses y los mortales.

—Vaya —comentó Lawler.

—Me refiero a lo siguiente —continuó Quillan—: establece unos límites para el razonamiento humano; los dioses ocupan el otro lado de esos límites. Los dioses, por definición, son criaturas que no están limitadas por el teorema de Godel. Los seres humanos habitamos un mundo en el que la realidad acaba por derrumbarse para dar paso a suposiciones irracionales, o al menos a suposiciones no racionales… por ser indemostrables. Los dioses habitan un territorio de absolutos, en el que las realidades no son fijas y conocibles más allá de nuestro nivel, nuestro límite axiomático, sino que pueden ser redefinidas y remodeladas por el control divino.

Por primera vez durante aquella discusión, Lawler sintió un destello de interés.

—La galaxia está llena de seres que no son humanos, pero sus matemáticas no son mucho mejores que las nuestras, ¿verdad? ¿Dónde encajan ellos en el esquema?

—Definamos como humanos a todos los seres que están sujetos a las limitaciones del teorema de Godel, independientemente de su especie; y como dioses a todos los seres que son capaces de funcionar en el ultraterritorio de la lógica godeliana, ¿de acuerdo?

Lawler asintió.

—Continúe.

—Ahora permítame exponerle el concepto que llegó hasta mí esta mañana, cuando estaba sentado ahí arriba pensando en la Faz de las Aguas. Admito que se trata de la más negra de las herejías, pero he sido hereje antes y he sobrevivido; aunque no tan hereje como ahora —Quillan volvió a sonreír beatíficamente—. Digamos que los dioses mismos tienen que alcanzar en algún momento un límite godeliano, un lugar en el que su propio poder de razonamiento, es decir, su poder de creación y recreación, se estrella contra algún tipo de barrera. Al igual que nosotros (pero en un plano cualitativo diferente) llegan finalmente a un punto que no pueden trasponer.

—El límite último del Universo —dijo Lawler.

—No. Sólo el límite último de ellos. Muy bien podría ocurrir que hubiera dioses mayores más allá de esos límites. Los dioses de los que estamos hablando se hallan encapsulados, de la misma forma que lo estamos los mortales, pero en una realidad más grande, que ha sido definida por diferentes matemáticos y a la que no pueden acceder. Se vuelven hacia lo alto, a la realidad siguiente y al siguiente nivel de dioses. Y esos dioses, es decir, los habitantes de esa realidad mayor, tienen también a su alrededor una pared godeliana, con dioses aún mayores al otro lado. Y así continúa indefinidamente la cosa.

Lawler sintió vértigo.

—¿Hasta el infinito?

—Sí.

—Pero ¿no define usted a un dios como algo infinito? ¿Cómo puede una cosa infinita ser más pequeña que el infinito?

—Un conjunto infinito puede estar contenido en un conjunto infinito. Un conjunto infinito puede contener una infinidad de conjuntos infinitos.

—Si usted lo dice… —respondió Lawler, un poco inquieto—. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la Faz?

—Si la Faz es un auténtico paraíso, virgen e inexplorado, un dominio del Espíritu Santo, podría entonces muy bien estar ocupado por entidades superiores, seres de gran pureza y poder. Lo que los miembros de la Iglesia llamamos una vez ángeles…, o dioses, como podrían decir las creencias más antiguas que la nuestra.

Ten paciencia, pensó Lawler. Este hombre se toma en serio todo lo que dice.

—Y esos seres superiores —dijo Lawler en voz alta—, ángeles, dioses o cualquiera sea el término que escojamos, son las deidades locales postgodelianas. ¿Lo he comprendido bien? Dioses, para nosotros. Dioses también para los gillies, dado que la Faz parece ser un lugar sagrado para ellos. Pero no para el mismo Dios, el Dios todopoderoso, el Dios de usted, el Dios al que rinde culto su Iglesia, el creador primigenio de los gillies, de nosotros y todo lo que hay en el Universo. No va a encontrarlo por aquí, al menos no con demasiada frecuencia. Ese Dios de usted está mucho más arriba en la escala de las cosas. No vive en ningún planeta en particular. Está en alguna parte por ahí arriba, en un territorio más alto, un universo mayor, mirando hacia abajo, comprobando de vez en cuando cómo van las cosas por aquí.

—Exactamente.

—Pero ¿ni siquiera él está en lo más alto de la cima?

—No hay ninguna cima —respondió Quillan—. Sólo hay una escalera interminable de deidades que va desde los apenas superiores a los mortales hasta los absolutamente insondables. No sé en qué nivel de la escalera están colocados los habitantes de la Faz, pero muy probablemente estarán en un punto más alto que el que ocupamos nosotros. Dios todopoderoso es la totalidad de esa escalera. Porque Dios es infinito, no puede haber un solo nivel en la deidad, sino una cadena que asciende eternamente. No existe Lo Más Alto, sino simplemente Más Alto y Más Alto, y todavía Más Alto, ad infinitum. La Faz es algún nivel intermedio de esa cadena.

—Ya veo —dijo Lawler con incertidumbre.

—Y al meditar sobre estas cosas, uno puede comenzar a percibir las infinidades superiores, aunque por definición nunca podamos llegar a percibir la Más Alta de todas, pues para hacerlo tendríamos que ser más grandes que la más grande de las infinidades.

Quillan levantó la vista al cielo y abrió los brazos, con un gesto que era casi una burla de sí mismo. Pero luego se volvió hacia Lawler y habló en un tono de voz completamente diferente del que había empleado antes.

—Al menos, doctor, he llegado a comprender el por qué de que fracasara en mi sacerdocio. Debo de haber sido consciente durante todo el tiempo de que el Dios que estaba buscando, la Única Entidad Suprema que nos protege, es absolutamente inalcanzable. Por lo que a nosotros respecta, Él de hecho no existe. O, si lo hace, está en una región tan alejada de nuestra existencia que es igual que si no existiera en absoluto. Ahora comprendo finalmente que tengo que buscar a un dios inferior a Él, uno que esté más cerca de nuestro propio nivel de consciencia. Por primera vez, Lawler, veo la posibilidad de encontrar algún consuelo en esta vida.

—¿Qué clase de mierda estáis discutiendo vosotros dos? —preguntó Delagard, que se acercaba por detrás de ellos.

—Mierda teológica —respondió Quillan.

—Ah. Ah. ¿Una nueva revelación?

—Siéntate —dijo el sacerdote—. Te lo contaré.


Inflamado por la lógica de su nueva revelación, Quillan recorrió el barco dispuesto a compartirla con cualquiera que deseara escucharlo. Pero encontró pocas personas receptivas.

Gharkid pareció el más interesado. Lawler siempre había sospechado que aquel extraño hombrecillo tenía una vena mística; y ahora se lo podía ver, tan enigmático como siempre, sentado con los ojos relucientes y una actitud de la más profunda atención, absorbiendo absolutamente todo lo que decía el sacerdote. Pero, como siempre, Gharkid no tenía comentarios propios que ofrecer, sino tan sólo alguna tímida pregunta ocasional.

Sundria pasó una hora con Quillan y luego fue a ver a Lawler, con aspecto perplejo y meditativo.

—Pobre hombre —comentó—. Un paraíso. Espíritus santos caminando por entre la maleza y repartiendo bendiciones entre los peregrinos… Todas estas semanas pasadas en el mar tienen que haberlo sacado de sus cabales.

—Si es que estuvo en ellos alguna vez.

—Desea tremendamente el entregarse a alguien que sea más grande e inteligente que él. Ha estado persiguiendo a Dios durante toda su vida, pero creo que en realidad sólo intenta encontrar el camino de vuelta al útero materno.

—Qué cosa tan cínica has dicho.

—¿No es así, sin embargo? —Sundria recostó la cabeza sobre los muslos de Lawler—. ¿Tú qué crees? ¿Le encontraste algún sentido a toda esa rimbombante palabrería matemática? ¿O a la teología? ¿Al paraíso? ¿A los espíritus santos?

Él le acarició la espesa y oscura cabellera. Los meses de viaje la habían puesto áspera y le habían conferido un aspecto quebradizo y encrespado, pero continuaba siendo hermosa.

—Una cierta parte —dijo él—. Al menos puedo comprender la metáfora que utiliza. Pero no tiene ninguna importancia, ¿sabes? No para mí. Podría existir una infinidad de capas distintas de dioses en el Universo, cada uno con dieciséis veces más ojos que los dioses de la capa inmediatamente inferior; incluso Quillan podría tener una prueba absolutamente irrefutable de la existencia de todo ese elaborado galimatías, y aun así no significaría nada para mí. Yo vivo en este mundo y sólo en este mundo, y aquí no hay ningún dios. Lo que pueda estar sucediendo en los niveles superiores, si es que existen, no es de mi incumbencia.

—Eso no significa que no existan esos niveles superiores.

—No. Supongo que tienes razón. ¿Quién sabe? El viajo marinero que nos habló de la Faz, contaba también descabelladas historias acerca de una ciudad submarina de super-Moradores que estaba junto a la orilla. Puedo creer en eso con la misma facilidad que puedo hacerlo en toda la palabrería teológica de Quillan, supongo; pero de hecho…, no puedo creer en ninguna de las dos cosas. Para mí, cualquiera de esas nociones es tan disparatada como la otra.

Ella volvió la cabeza para mirarlo.

—Pero supongamos, por el bien de esta discusión, que existe realmente una ciudad bajo el océano muy cerca de la Faz, y que la habita alguna clase superior de Moradores. Si fuese así, quedaría explicado el por qué de que los Moradores que conocemos la consideren como una isla sagrada y tengan miedo (o al menos pocos deseos) de acercarse a ella. ¿Y qué pasaría si realmente hubiera seres divinos allí?

—Esperemos a llegar allí y ver qué es lo que hay, y entonces te daré una respuesta a eso. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —concedió Sundria.


En medio de la noche, Lawler se vio repentinamente despierto, con esa clase de vigilia que sin duda duraría hasta el amanecer. Se sentó y se frotó la dolorida frente. Se sentía como si le hubieran abierto el cráneo mientras estaba durmiendo y lo hubieran llenado con un millón de brillantes alambres finos y resplandecientes, los que ahora se frotaban unos contra otros a cada inspiración que hacía.

Había alguien en el camarote. A la débil luz de las estrellas que penetraba por el ojo de buey, vio una figura dibujada contra el mamparo, alta y ancha de hombros, que lo observaba en silencio. ¿Kinverson? No, no era lo suficientemente grande. De todas formas, ¿por qué iba Kinverson a invadir su camarote en medio de la noche? Sin embargo, ninguno de los otros hombres de a bordo era tan alto.

—¿Quién está ahí?—preguntó Lawler.

—¿Es que no me conoces, Valben? —preguntó una voz profunda, resonante, maravillosamente calma y segura.

—¿Quién eres?

—Echa una buena mirada, muchacho.

El intruso se volvió de forma que la luz le iluminara un lado del rostro. Lawler vio una mandíbula fuerte, una barba rizada y negra, una nariz recta y dominante. Excepto por la nariz, aquel rostro hubiera podido ser el suyo propio. No, los ojos eran diferentes. Tenían un brillo poderoso; la mirada era a un tiempo más severa y compasiva que la de Lawler. Él conocía aquella mirada. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Pensé que estaba despierto —dijo con calma—, pero ya veo que continúo soñando. Hola, papá. Me alegro mucho de volver a verte. Ha pasado mucho tiempo.

—¿Ah, sí? No para mí.

Dio un par de pasos hacia Lawler, que en aquel camarote diminuto lo llevaron prácticamente hasta el borde de la cama. Llevaba una anticuada túnica fruncida, una túnica que Lawler recordaba muy bien.

—Sin embargo, tiene que haber pasado bastante tiempo, porque ya eres completamente adulto. Eres mayor que yo, ¿verdad?

—Aproximadamente igual que tú, ahora.

—Y eres médico. Un buen médico, según he oído decir.

—No realmente. Hago todo lo que puedo, pero no es bastante.

—Todo lo que puedes es siempre bastante, si es realmente todo de lo que eres capaz. Yo solía decírtelo, pero supongo que no me creías: siempre que no desatiendas tus deberes, siempre que honradamente te preocupes. Un médico puede ser un consumado bastardo fuera de su profesión, pero, si se preocupa por su labor, será bueno. Siempre que entienda que está para proteger, curar, querer; y creo que tú entiendes eso —se sentó en la esquina de la cama; parecía sentirse muy cómodo—. No has fundado una familia, ¿verdad?

—Pues no.

—Es una verdadera lástima. Hubieras sido un buen padre.

—¿Tu crees?

—Eso te hubiera cambiado, por supuesto, pero para mejor. Al menos, así lo creo. ¿Lo lamentas?

—No lo sé. Probablemente. Lamento muchas cosas. Lamento que mi matrimonio haya fracasado, lamento no haber vuelto a casarme, lamento que tú te murieras demasiado pronto, papá.

—¿Morí demasiado pronto?

—Para mí, sí.

—Sí, supongo que así fue.

—Te quiero.

—Y yo te quiero a ti, muchacho. Todavía te quiero. Te quiero muchísimo y estoy muy orgulloso de ti.

—Hablas como si aún estuvieses vivo… Pero esto es un sueño; puedes decir lo que se te ocurra, ¿no?

La figura se puso de pie y retrocedió hacia la oscuridad. Pareció embozarse en sombras.

—Esto no es un sueño, Valben.

—¿No? Pues… Bueno, a pesar de todo, estás muerto, papá. Hace veinticinco años que estás muerto. Si esto no es un sueño, ¿por qué estás aquí? Si eres un fantasma, ¿por qué has esperado hasta ahora para empezar a perseguirme?

—Porque tú nunca habías estado tan cerca de la Faz antes.

—¿Qué tiene que ver la Faz contigo o conmigo?

—Yo moro en la Faz, Valben.

A pesar de sí mismo, Lawler se echó a reír.

—Eso es algo que diría un gillie, no tú.

La declaración lisa, serena y aterradora colgaba en el aire como una nube de miasma. Lawler retrocedió ante ella. Ahora comenzaba a comprender. La ira empezó a tomar posesión de él. Le hizo un gesto irritado al fantasma.

—Lárgate de aquí. Déjame dormir.

—¿Qué forma es ésa de hablarle a tu padre?

—Tú no eres mi padre. O bien eres un sueño muy desagradable, o una engañosa ilusión que procede de algún erizo marino o pez dragón telepáticos de los que andan por el océano. Mi padre nunca hubiera dicho una cosa así. Ni siquiera en el caso de que volviera como fantasma, cosa que tampoco hubiera hecho. Eso de perseguir no iba con su estilo. ¡Márchate y déjame en paz!

—¡Valben, Valben, Valben!

—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué no me dejas tranquilo?

—Valben, muchacho…

De pronto, Lawler se dio cuenta de que ya no podía ver la alta figura sombría.

—¿Dónde estás?

—En todas partes en torno de ti, y en ninguna parte.

A Lawler le palpitaba la cabeza. Algo se agitaba en su estómago. En medio de la oscuridad, tendió la mano hacia el frasco de extracto de alga; pero pasado un momento recordó que estaba vacío.

—¿Qué eres?

—Soy la resurrección y la vida. Aquel que crea en mí, aunque muera, vivirá en mí.

—¡No!

—¡Que Dios te salve, anciano marinero!, de los demonios que así te atormentan…

—¡Esto es una locura! ¡Basta! ¡Sal de aquí! ¡Fuera!

Tembloroso, Lawler buscó la lámpara: la luz disiparía aquella cosa… Pero antes de poder hallarla, experimentó una repentina y aguda sensación de soledad y se dio cuenta de que la visión, o lo que hubiera sido, lo había abandonado.

Su marcha le dejó un resonante e inesperado vacío. Sentía la ausencia como algo traumático, parecido a una amputación. Permaneció durante largo rato sentado en el borde de la cama, estremeciéndose, empapado en sudor, temblando como había temblado durante los peores momentos del síndrome de abstinencia. Luego se levantó. No era probable que pudiera dormirse.

Salió a cubierta. En lo alto había un par de lunas con extrañas manchas púrpuras y verdes, de una luminiscencia que parecía llenar constantemente el aire y ahora se elevaba del horizonte occidental. La misma Cruz de Hydros, suspendida en un rincón del cielo como una joya desechada, también titilaba con colores, cosa que Lawler no había visto nunca antes; de sus brazos manaban violentos y cegadores destellos de color ámbar, turquesa, escarlata, azul marino.

No parecía haber nadie de guardia. Las velas estaban desplegadas y el barco parecía moverse al soplo de una brisa suave, pero la cubierta estaba vacía. Lawler sintió una rápida punzada de terror. El primer equipo debería estar de guardia: Pilya, Kinverson, Gharkid, Felk, Tharp. ¿Dónde estaban? Incluso el timón estaba desatendido. ¿Era que el barco se gobernaba por sí mismo?

Aparentemente, así era; y también se desviaba de su rumbo. La noche anterior, recordó en ese momento, la Cruz había estado a proa y estribor. Ahora estaba alineada con la manga. Ya no navegaban en dirección suroeste, sino que habían girado en un ángulo agudo con respecto a su rumbo anterior.

Lawler caminó de puntillas por la cubierta, perplejo. Cuando se acercó al mástil posterior, vio a Pilya durmiendo sobre un montón de cuerdas, y a Tharp roncando cerca de ella. Delagard los desollaría vivos si se enterara. Un poco más allá estaba Kinverson, sentado contra la borda, con la espalda apoyada en la barandilla. Tenía los ojos abiertos pero tampoco parecía despierto.

—¿Gabe? —dijo Lawler en voz baja. Se arrodilló y movió los dedos ante el rostro de Kinverson. No hubo respuesta—. ¿Qué está ocurriendo, Gabe? ¿Estás hipnotizado?

—Está descansando —dijo de pronto la voz de Onyos Felk, a sus espaldas—. No lo molestes. Hemos tenido una noche muy atareada. Hemos estado haciendo girar las velas durante cuatro horas, pero mira: allí está la tierra firme, justo delante de nosotros. Nos movemos muy rápidamente hacia ella.

¿Tierra firme? ¿Cuándo había hablado nadie de tierra firme en Hydros?

—¿De qué estás hablando? —preguntó Lawler.

—Allí. ¿La ves?

Felk gesticuló vagamente hacia la proa. Lawler miró a lo lejos y no vio más que la inmensidad del luminoso mar en un horizonte limpio, ocupado sólo por unas cuantas estrellas bajas y una espesa nube alargada a media altura. El oscuro telón del cielo parecía extrañamente encendido, como una pavorosa aurora resplandeciente. Había colores por todas partes, colores llamativos, una fantástica pléyade de luces extrañas, pero nada de tierra firme.

—Durante la noche —explicó Felk—, el viento cambió y nos arrastró hacia ella. ¡Qué espectáculo tan increíble! ¡Esas montañas! ¡Esos tremendos valles! ¿Lo hubieras creído alguna vez, doctor? ¡La Faz de las Aguas! —Felk parecía a punto de estallar en lágrimas—. He pasado toda mi vida observando las cartas de navegación, mirando esa mancha oscura que ocupaba parte del hemisferio más alejado de nosotros, y ahora la estamos mirando directamente a los ojos… ¡La Faz, doctor, la misma Faz!

Lawler apretó los brazos contra su cuerpo; en la calidez tropical de la noche, sentía un repentino escalofrío. Continuaba sin ver otra cosa que el interminable oleaje de las aguas.

—Escúchame, Onyos, si Delagard sale temprano a cubierta y se encuentra con que todo el turno de guardia está durmiendo, sabes perfectamente qué sucederá. ¡Por Dios, si no los despiertas tú, lo haré yo!

—Déjalos que duerman. Por la mañana ya estaremos en la Faz.

—¿Qué Faz? ¿Dónde?

—¡Allí, hombre! ¡Allí!

Lawler continuaba sin ver nada. Avanzó unos pasos. Cuando llegó a la proa encontró a Gharkid, el miembro que faltaba del equipo; estaba sentado con las piernas cruzadas encima del castillo de proa, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos, muy abiertos, mirando fijamente como dos esferas de cristal. Al igual que Kinverson, se hallaba en un estado de conciencia muy diferente al de vigilia normal.

Completamente desconcertado, Lawler miró noche adentro. El deslumbrante enredo de colores continuaba danzando, pero ante sí sólo podía ver agua y cielo vacíos. Entonces algo cambió. Fue como hubiera tenido una nube ante los ojos, y ahora finalmente se hubiera despejado. Le pareció como si se hubiera desprendido un trozo del cielo, bajando hasta la superficie y moviéndose de forma complicada, doblándose una y otra vez sobre sí mismo hasta parecer un montón de papeles arrugados, y luego un atado de palos, y luego una masa de serpientes furiosas, y luego unos pistones movidos por algún motor invisible. En el horizonte había brotado una red tejida de alguna substancia que se retorcía. Los ojos dolían cuando se la miraba.

Felk se acercó y se detuvo junto a él.

—¿La ves ahora? ¿La ves?

Lawler se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración durante largo rato. La dejó escapar lentamente.

Algo que parecía una brisa, pero que era otra cosa, le soplaba en el rostro. Él sabía que no podía ser una brisa, porque podía sentir el viento desde popa, y cuando levantó la mirada vio que las velas estaban hinchadas hacia la proa. No era brisa, no. Era una emanación. Una energía. Una radiación, dirigida hacia él. Sintió su ligero crepitar en el aire, sintió cómo le azotaba la mejilla semejante al viento helado de una tormenta invernal. Permaneció de pie e inmóvil, asaltado por el pasmo y el miedo.

—¿La ves? —volvió a preguntar Felk.

—Sí. Sí, ahora la veo —se volvió para encararse con el cartógrafo. A la extraña luz que los bañaba procedente del oeste, el rostro de Felk parecía pintado, como el de un duende—. Será mejor que despiertes a tu equipo, de todas formas. Voy a bajar a buscar a Delagard. Para bien o para mal, él nos trajo hasta aquí. No merece perderse el momento de la llegada.

7

En la oscuridad decreciente Lawler imaginó que el mar que yacía ante ellos retrocedía velozmente, se retiraba como si lo estuvieran pelando y dejaba una sorprendente superficie arenosa entre el barco y la Faz; pero, cuando volvió a mirar, vio las brillantes aguas en el mismo estado de siempre.

Tras un corto rato llegó el alba, que trajo consigo extraños sonidos y paisajes nuevos: aparecieron rompientes, los crujientes chapoteos de las olitas contra la proa, una línea de luminosa espuma que se agitaba en la distancia. A las primeras luces grisáceas, Lawler no consiguió distinguir nada más que eso. Allí delante —no muy lejos— había tierra firme, pero él era incapaz de verla. Todo era incierto en aquel lugar. El aire parecía lleno de una neblina espesa que no se levantó ni siquiera cuando el sol se elevó en el cielo. Entonces, percibió abruptamente la enorme barrera oscura que yacía en el horizonte, una joroba baja que casi hubiera podido ser la línea costera de una isla gillie, si se exceptuaba el hecho de que en Hydros no había ninguna isla de ese tamaño. Se extendía ante ellos desde un extremo del mundo al otro, como una barrera ante el mar que tronaba y se estrellaba contra ella a lo lejos, pero no conseguía imponer su poderío.

Apareció Delagard. Permaneció sobre el puente, tembloroso, con la cabeza echada hacia delante y las manos aferradas a la barandilla con impresionante fervor.

—¡Allí está! —gritó—. ¿Me creíais o no? ¡Allí está la Faz, por fin! ¡Miradla! ¡Miradla!

Era imposible no sentirse profundamente impresionado. Incluso los más tontos y los más simples de entre los viajeros —Neyana, digamos, o Pilya, o Gharkid— parecían conmovidos por aquella presencia agazapada, por lo extraño del paisaje que tenían delante, por el poder de las inexplicables emanaciones que llegaban en palpitantes oleadas desde la Faz. Los once viajeros permanecieron alineados hombro con hombro sobre la cubierta, sin que nadie se molestara en gobernar el barco o acercarse al timón, y miraban fijamente en medio de un pasmado silencio mientras el barco avanzaba hacia la isla como si estuviera en poder de alguna fuerza magnética.

Sólo Kinverson parecía, si no impasible, al menos sereno. Había despertado del trance y también él miraba fijamente la orilla a la que se aproximaban. Su cara hosca parecía resquebrajada por alguna profunda emoción; pero cuando Dag Tharp se volvió hacia él y le preguntó si sentía miedo, Kinverson le respondió con la mirada vacía, como si la pregunta careciera de sentido para él, y una expresión sin relieve e indiferente, como si pensara que no había necesidad de explicaciones:

—¿Miedo? —preguntó—. No. ¿Debería tenerlo?

El movimiento constante que se observaba sobre la isla impresionó a Lawler como el rasgo más asombroso. Nada estaba inmóvil. Fuera cual fuese la vegetación que había a lo largo de la orilla, si aquello era realmente vegetación, parecía estar en proceso de crecimiento intenso, dinámico y agitado. No había quietud en ninguna parte. No se veía ningún rasgo topográfico reconocible. Todo estaba en movimiento, todo se agitaba, caía, se entretejía en un complicado enredo de substancia brillante y volvía a destejerse, se agitaba en una danza demencial de energía que muy bien podía existir en ese estado desde el principio de los tiempos.

Sundria se detuvo junto a Lawler y descansó suavemente una mano sobre su hombro desnudo. Ambos permanecieron mirando aquel espectáculo, apenas atreviéndose a respirar.

—Los colores —dijo ella, suavemente—. La electricidad.

Era un espectáculo fantástico. La luz nacía constantemente de cada milímetro de la superficie. Ora de un blanco puro, ora de un rojo brillante, ora del más profundo de los violetas que lindaba con el negro impenetrable; y luego aparecieron colores a los que Lawler apenas podía atribuirles un nombre. Desaparecían antes de que pudiera comprenderlos, y otros igualmente potentes ocupaban el lugar de aquéllos.

Era una luz que tenía la calidad de un intenso ruido: era un estallido, un estrépito terrible, un destello deslumbrador y palpitante. Su abrumadora energía tenía un vigor perverso y demencial: semejante furia difícilmente podía pertenecer a la cordura. Fantasmales erupciones de llamas frías danzaban, brillaban, desaparecían y eran reemplazadas por otras. No se podía fijar la vista durante mucho tiempo en un mismo punto; la fuerza de aquellos violentos estallidos de color obligaba a apartar los ojos. Incluso cuando uno no mira, pensó Lawler, le golpean insistentemente el cerebro, de todas formas. Aquel lugar era como un inmenso aparato de radio que transmitía de forma inexorable en ondas biosensoriales. Podía sentir cómo lo exploraban aquellas emanaciones, le tocaban el cerebro, resbalaban por el interior de su cráneo, y como dedos invisibles le acariciaban el alma.

Permaneció inmóvil, tembloroso, los brazos en torno a la cintura de Sundria y los músculos contraídos desde la cabeza a los pies. Luego, a través del enloquecido brillo, le llegó algo igualmente violento, igualmente demencial, pero más conocido: la voz de Nid Delagard, transformada ahora en algo crudo, áspero y extrañamente rígido, pero aun así reconocible.

—¡Muy bien, volved todos a vuestros puestos! ¡Tenemos trabajo pendiente!

Delagard jadeaba con rara emoción. Su rostro tenía un aspecto oscuro y tempestuoso, como si una tormenta privada estuviera agitando su alma. Se movió entre ellos de forma frenética, los cogió bruscamente uno a uno y los volvió para apartarles los ojos de la Faz.

—¡Volvedle la espalda! ¡Volvedle la espalda! ¡Esa luz hechicera os hipnotizará si le dais la menor oportunidad!

Lawler sintió que los dedos de Delagard se le clavaban en los brazos. Se rindió a aquella fuerza y dejó que lo apartara del asombroso espectáculo que había al otro lado del agua.

—Tenéis que esforzaros para no mirar —dijo Delagard—. ¡Onyos, coge el timón! ¡Neyana, Pilya, Lawler, orientemos esas velas hacia el viento! Tenemos que encontrar un puerto.

Navegaron con los ojos entrecerrados, se esforzaron duramente por mantener la vista apartada del incomprensible espectáculo que hacía erupción ante ellos, y recorrieron las turbulentas orillas en busca de un sitio resguardado o una bahía en la que hallar refugio.

Al principio pareció que no la había; la Faz era un promontorio largo, impenetrable, hostil. Pero el barco atravesó inesperadamente la línea de rompiente y se encontró en aguas tranquilas, una plácida bahía rodeada por dos brazos coronados de abruptas colinas. Pero aquella placidez fue engañosa y de corta duración. Pocos momentos después de la llegada, la bahía comenzó a elevarse e hincharse. En las agitadas aguas, gruesas hebras negras de lo que podía haber sido fuco, surgieron a la vista y flagelaron la superficie como oscuros brazos de monstruos. Entre ellos aparecieron unas amenazadoras protuberancias llenas de púas como lanzas, de las que salían nubes de siniestro humo amarillo. A lo largo de la orilla parecían estar produciéndose conmociones de tierra.

Lawler, agotado, comenzó a pensar en imágenes misteriosas, abstractas, tentadoras. Formas desconocidas que danzaban en su mente. Sintió una comezón inalcanzable y enloquecedora detrás de la frente; se apretó las sienes con las manos, pero eso no lo alivió.

Delagard se paseaba por el puente, rumiando y murmurando. Pasado un rato ordenó que hicieran girar el barco en redondo y volvió a llevarlo más allá de la rompiente. En cuando dejaron la bahía, ésta volvió a quedar en calma. Tenía el mismo aspecto tentador de antes.

—¿Lo intentamos otra vez? —preguntó Felk.

—Ahora no —respondió secamente Delagard. Los ojos le brillaban con fría ira—. Quizá éste no sea un buen lugar. Nos desplazaremos hacia el oeste.

La costa que encontraron en dirección oeste no era nada prometedora: abrupta, escarpada, salvaje. El viento tenía un penetrante olor acre a combustión. De la tierra se levantaban chispas de fuego. El aire mismo parecía arder. Algunas olas de irresistible poder telepático llegaban hasta ellos desde la isla, repentinas descargas cortas que provocaban desorden y confusión mentales.

El sol de mediodía tenía un aspecto hinchado y descolorido. No parecía haber ensenadas por ninguna parte. Pasado un rato, Delagard, que se había ido bajo cubierta, reapareció y con voz tensa y amarga anunció que por el momento abandonaría todo intento de acercarse a tierra.

Retrocedieron hasta un punto bien alejado de la superficie agitada, donde las aguas del mar eran someras, calmas, y destellaban con los colores de las brillantes arenas del lecho. Allí echaron el ancla por segunda vez desde el principio del viaje.


Lawler encontró a Delagard junto a la barandilla, mirando a lo lejos.

—¿Y bien? ¿Qué piensas ahora del paraíso, Nid? ¿De tu tierra de leche y miel?

—Encontraremos la forma de entrar. Simplemente hemos llegado por el lado erróneo, eso es todo.

—¿Es que quieres desembarcar ahí?

Delagard se volvió para encararse con él. Sus ojos inyectados de sangre, extrañamente transformados por la luz fantasmal que los rodeaba, parecían muertos, completamente faltos de vida; pero, cuando habló, su voz fue tan fuerte como siempre.

—Nada de lo que he visto hasta ahora ha cambiado mi opinión en lo más mínimo, doctor. Éste es el sitio en el que quiero estar. Jolly consiguió desembarcar aquí, y nosotros también lo haremos.

Lawler no respondió. No podía pensar en nada que pudiese decir que no fuera a provocar una explosión de ira en Delagard. Pero luego éste sonrió, se inclinó hacia delante y apoyó cordialmente las manos sobre los hombros del doctor Lawler.

—¡Doctor, no tengas ese aspecto tan solemne! Por supuesto que éste es un sitio extraño. Por supuesto. ¿Por qué otra razón iban los gillies a mantenerse apartados de él durante todo este tiempo? Y por supuesto que la energía que nos llega de allí nos produce una sensación igualmente extraña. Simplemente, no estamos habituados a ella; pero no significa que debamos tenerle miedo. No se trata de otra cosa que de unos fantásticos efectos visuales. Sólo son decoración, adornos del conjunto. No significan nada. Ni una jodida cosa.

—Me alegro de que estés tan seguro.

—Sí, lo estoy. Oye, doctor, ten fe; ya casi estamos allí. Hemos llegado hasta aquí, y vamos a recorrer el resto del camino. No hay de qué preocuparse —volvió a sonreír—. Mira, doctor, relájate, ¿quieres? La noche pasada encontré un poco del brandy de Gospo, que estaba escondido. Ven a mi camarote dentro de una hora más o menos; todos estarán allí. Haremos una fiesta. Vamos a celebrar nuestra llegada.


Lawler fue el último en llegar. Estaban todos reunidos a la luz de las velas en el atestado camarote que olía a moho, agrupados en forma de semicírculo en torno a Delagard; Sundria a su izquierda, Kinverson al otro lado, Neyana y Pilya a continuación, luego Gharkid, Quillan, Tharp, Felk y Lis. Todos tenían un vaso de brandy. Sobre la mesa había una botella vacía y dos llenas.

Delagard se erguía encarado con ellos, con la espalda apoyada contra la amurada y la cabeza hundida entre los hombros de una forma que parecía defensiva y agresiva al mismo tiempo. Parecía un poseso. Los ojos le brillaban con una expresión casi febril. Su cara, robusta y salpicada por algún tipo de erupción, estaba enrojecida y sudorosa. Lawler tuvo la repentina impresión de que aquel hombre estaba al borde de una crisis: una erupción interna, una violenta explosión, la liberación de unas emociones que habían permanecido contenidas durante demasiado tiempo.

—Bebe una copa, doctor —dijo Delagard.

—Gracias; así lo haré. Creía que se nos había agotado completamente este licor.

—También yo lo pensaba, pero estaba equivocado —respondió Delagard. Vertió hasta desbordar el vaso y lo envió de un empujón hacia Lawler, al otro lado de la mesa—. Así que has recordado la historia de Jolly acerca de la ciudad submarina, ¿eh?

Lawler bebió un largo trago de brandy y esperó hasta que hubo llegado al fondo.

—¿Cómo supiste eso?

—Sundria me lo dijo. Me comentó que habías hablado con ella del asunto.

Lawler se encogió de hombros.

—Apareció ayer de la nada, flotando en mi cerebro. No había pensado en ello durante años. Era la mejor parte de la historia de Jolly, y la había olvidado.

—Pero yo no —afirmó Delagard—. Se lo estaba contando a los demás mientras esperábamos a que bajaras. ¿Qué piensas de ello, doctor? ¿Era todo mierda lo que contaba Jolly, o no lo era?

—¿Una ciudad submarina? ¿Cómo puede ser eso posible?

—Un túnel gravitacional, es la explicación que recuerdo que daba Jolly. Supertecnología, decía, alcanzada por unos supergillies…

Delagard hizo rotar en el vaso el brandy que contenía; ya estaba muy adentrado en el camino de emborracharse, advirtió Lawler.

—Siempre creí que esa historia era la mejor de todas, igual que tú —continuó Delagard—. Cuando explicaba cómo los gillies, hace medio millón de años, decidieron irse a vivir al interior del océano. En este planeta había algunas masas de tierra; eso es lo que le contaron a Jolly, ¿recuerdas? Islas de buen tamaño, incluso continentes pequeños, y ellos desmantelaron todo eso y utilizaron el material para construir cámaras estancas en el extremo inferior del túnel gravitacional; y cuando lo tuvieron todo a punto, se mudaron allí abajo y cerraron la puerta tras de sí.

—¿Y tú te creiste todo eso? —preguntó Lawler.

—Probablemente no. Es algo bastante disparatado; pero es una historia bonita, ¿no crees, doctor? Una especie avanzada de gillies que vive ahí abajo, los amos del planeta; que dejan a sus primos terrestres en las islas flotantes, junto con algunos siervos y campesinos que se encargan de trabajar el mundo exterior para ellos como si se tratara de una granja, para proporcionarles buena comida a los de abajo. Y todas las formas de vida de Hydros, los gillies de las islas, las bocas, las plataformas, los buzos, los peces bruja y todos los demás, hasta las mismas ostras rastreras y lapas, están ligadas a una trama ecológica cuya única finalidad es la de servir a las necesidades de los que viven en la ciudad submarina.

»Los gillies de las islas creen que cuando mueren vienen aquí para habitar en la Faz. Pregúntaselo a Sundria, si no me crees. Deben querer decir que esperan bajar ahí y llevar una vida cómoda en la ciudad escondida. Quizá también los buzos creen en eso. Y las ostras rastreras.

—Esa ciudad no es más que la fábula de un anciano loco —dijo Lawler—. Un mito.

—Puede que sí… y puede que no —Delagard le dedicó una sonrisa tensa y fría. Su autocontrol resultaba aterrorizador por su intensidad; irreal, ominoso—. Pero supongamos que no lo es.

»Lo que vimos esta mañana, todo ese increíble jaleo de Dios sabe qué danzando y retorciéndose, podría de hecho ser una gigantesca máquina biológica que aprovisiona de energía a la ciudad secreta gillie. Las plantas que crecen allí son metálicas; apostaría a que lo son. Se trata de piezas de la máquina. Tienen las raíces en el mar para extraer de él los minerales y generar con ellos nuevos tejidos; y llevan a cabo todo tipo de función mecánica; y lo que podría haber en alguna parte de la isla es un circuito eléctrico, quizá emplazado en el centro. Apostaría a que hay un colector de energía solar, un disco acumulador que recoge la energía que todo ese cableado semivivo transmite al interior de la ciudad sumergida.

»Lo que hemos estado sintiendo es la energía sobrante de todo ello. Viene crepitando por el aire y nos jode la mente; o lo haría, si la dejáramos. Somos lo suficientemente listos como para no dejarnos apresar por ella. Lo que vamos a hacer es navegar a una distancia segura a lo largo de la costa, hasta que lleguemos a la entrada de la ciudad escondida, y entonces…

—Vas demasiado rápido, Nid —dijo Lawler—. Dices que no crees que la ciudad submarina sea otra cosa que la fantasía de un viejo, y de pronto estás en su entrada.

Delagard pareció sentirse desenmascarado.

—Sólo estoy hablando sobre el supuesto de que es real. Sólo por el bien de la conversación. Bebe un poco más de brandy, doctor. Éste es el último que nos queda, sin duda. Da lo mismo que nos lo bebamos todo de una sola vez.

—Si damos por supuesto de que es real —dijo Lawler—, ¿cómo vas a construir la gran ciudad de la que has estado hablando continuamente, si el lugar ya está en posesión de un puñado de super gillies? ¿No crees que van a sentirse un poco molestos? En el caso de que existan.

—Imagino que sí. Dando por supuesto lo de que existan.

—Entonces ¿no crees que llamarían a un ejército de peces espolón, peces hacha, leopardos marinos y drak-kens para enseñarnos a no volver por aquí a molestarlos?

—No tendrán esa oportunidad —dijo serenamente Delagard—. Si están allí, lo que haremos será bajar ahí abajo y conquistarlos.

—¿Que haremos qué?

—Será la cosa más fácil que puedas imaginarte. Son blandos, decadentes y viejos. Si están allí, doctor, si es que lo están, se han salido siempre con la suya en este planeta desde el principio de los tiempos, y el concepto de enemigo no existe siquiera en sus mentes. Todo lo que existe en Hydros está a su servicio; y han estado metidos en su agujero durante medio millón de años, viviendo con un lujo que nosotros no podemos siquiera comenzar a imaginarnos. Cuando bajemos allí descubriremos que no tienen absolutamente ninguna forma de defenderse. ¿Por qué iban a tenerla? ¿Para defenderse de quién? Si entramos allí y les decimos que vamos a tomar el mando, ellos se apartarán y se rendirán.

—¿Once hombres y mujeres medio desnudos, armados con arpones y cabillas van a conquistar la capital de una civilización inmensamente avanzada?

—¿Has estudiado algo de historia terrícola, Lawler? Allí existió un sitio llamado Perú, que gobernaba medio continente y cuyos templos estaban construidos de oro. Un hombre llamado Pizarro llegó allí con doscientos hombres pertrechados con armas medievales que no servían de mucho, uno o dos cañones y algunos rifles que te resultarían increíbles, se apoderó del emperador y conquistó el lugar con absoluta facilidad. Por la misma época, hubo un hombre llamado Cortés que hizo lo mismo en un imperio llamado México, que era igual de rico que el otro. Se los coge por sorpresa, no te permites siquiera la posibilidad de una derrota, te limitas a entrar y apoderarte de la máxima figura de autoridad, y caen todos a tus pies; y todo lo que tienen es tuyo.

Lawler miró fijamente a Delagard, pasmado por el asombro.

—Nid, permitimos que los simples primos campesinos de esos supergillies nos arrojaran de la isla en la que habíamos vivido durante ciento cincuenta años, sin levantar siquiera un dedo para defendernos, porque sabíamos que no teníamos la más mínima posibilidad de luchar contra ellos. Sin embargo, ahora me dices con toda la seriedad del mundo que vas a derrocar a toda una civilización de supertecnología con las manos desnudas, y me cuentas historias folclóricas de reinos míticos conquistados por héroes de culturas antiguas para demostrarme que puede llevarse a cabo. ¡Jesús, Nid! ¡Jesús!

—Ya lo verás, doctor. Te lo prometo.

Lawler miró en torno para apelar a los demás; pero permanecían mudos, helados, como dormidos.

—Pero ¿por qué perdemos siquiera el tiempo con todo esto? —preguntó—. No existe tal ciudad. Es un concepto imposible. No crees en ello ni por un minuto, Nid, ¿verdad? ¿No es verdad?

—Ya te lo he dicho: quizá crea y quizá no. Jolly creía en esa ciudad.

—Jolly se volvió loco.

—No cuando recién llegó a Sorve. Eso no ocurrió hasta más tarde, luego de que se rieran de él durante años.

Pero Lawler ya había tenido suficiente. Delagard daba vueltas y más vueltas, y nada de lo que decía tenía sentido alguno. El aire húmedo y encerrado del camarote se convirtió de pronto en algo tan difícil de respirar como el agua. Lawler sintió como si se ahogara; lo recorrieron espasmos de náusea claustrofóbica. Deseaba con todas sus fuerzas el extracto de alga insensibilizadora.

Ahora comprendía que Delagard no era simplemente un obseso peligroso: estaba completamente loco. Y estamos todos perdidos aquí, en los confines del mundo, pensó, sin forma alguna de escapar ni lugar alguno al que huir, incluso si lográramos hacerlo…

—No puedo escuchar por más tiempo esta basura —dijo, con la voz medio estrangulada por la ira y el asco. Se levantó y salió precipitadamente del camarote.

—¡Doctor! —gritó Delagard—. ¡Vuelve aquí! ¡Maldito seas, doctor, vuelve aquí!

Lawler dio un portazo y continuó su camino. Al detenerse sobre cubierta, Lawler supo, sin volverse siquiera, que el padre Quillan había salido tras él. Era extraño que lo supiera sin mirar. Debía tratarse de algún efecto colateral de las furiosas emanaciones que se cernían sobre ellos procedentes de la Faz de las Aguas.

—Delagard me ha pedido que suba y hable con usted —dijo el sacerdote.

—¿Sobre qué?

—Sobre su estallido, ahí abajo.

—¿Mi estallido? —preguntó Lawler, atónito. Se volvió para mirar al sacerdote. En la extraña luz multicolor que crepitaba en torno a ellos, el padre Quillan parecía más flaco que nunca: su largo rostro era una roca de innumerables planos, su piel estaba bronceada y lustrosa, sus ojos tan brillantes como faros—. ¿Y qué hay del estallido de Delagard? ¡Ciudades perdidas bajo el mar! ¡Disparatadas guerras de conquista modeladas sobre fábulas míticas sacadas de la antigüedad!

—Oh, no, no fueron míticas. Cortés y Pizarro existieron, y realmente conquistaron grandes imperios con sólo un puñado de hombres, hace un millar de años. Es la verdad. Está documentado en la historia terrícola.

Lawler se encogió de hombros.

—Lo ocurrido hace mucho tiempo en otro planeta no tiene importancia aquí.

—¿Usted dice eso? ¿Usted, el hombre que visita la Tierra en sus sueños?

—Cortés y Pizarro no se enfrentaron con gillies. Delagard es un lunático, y todo lo que nos ha estado diciendo hace un momento es una locura absoluta —luego preguntó, repentinamente cauteloso—. ¿O no está usted de acuerdo?

—Es un hombre voluble y melodramático, lleno de frenesí y ardor, pero no creo que esté loco.

—¿Una ciudad submarina emplazada en el extremo de un túnel gravitacional? ¿Usted cree realmente que puede existir algo parecido? Usted creería en cualquier cosa, ¿no es cierto? Sí, seguro. Usted puede creer en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así que ¿por qué no en una ciudad submarina?

—¿Por qué no? —preguntó el sacerdote—. Cosas más extrañas que ésa se han encontrado en otros mundos.

—No me interesa —dijo Lawler con hosquedad.

—Y sería una explicación plausible de por qué Hydros es como es. He pensado mucho en este planeta, Lawler. No existen mundos acuáticos reales en la galaxia, ¿sabe? Los otros que son como Hydros tienen todos por lo menos cadenas de islas naturales , archipiélagos, cumbres de montañas hundidas que sobresalen del mar. Sin embargo, Hydros no es más que una gran pelota de agua; pero, si se postula que en determinada época hubo una cierta cantidad de tierra firme, y que desapareció al ser explotada para construir una o más ciudades submarinas enormes, hasta que finalmente el territorio de superficie de Hydros desapareció bajo el mar y en el exterior no quedó más que agua…

—Puede que así haya sido, y puede que no.

—Es razonable. ¿Por qué los gillies son una especie constructora de islas? Quizá porque están evolucionando a partir de una forma de vida acuática, y necesitan, por lo tanto, tierra en la que vivir. Esa es una teoría razonable; pero ¿y si fuera completamente al revés? Tal vez al principio eran una especie terrestre, y los que fueron abandonados en la superficie en el momento de la migración general hacia las ciudades submarinas han evolucionado hacia una forma de vida semiacuática cuando se quedaron sin tierras. Eso explicaría que…

—Sus argumentos científicos son como sus argumentos teológicos —dijo Lawler, agotado—. Comienza usted con una noción ilógica y luego le amontona encima toda clase de hipótesis y especulaciones con la esperanza de conseguir que tenga sentido. Si quiere creer que los gillies se aburrieron de pronto de vivir al aire libre y entonces se construyeron un escondite dentro del océano, acabaron con todos los territorios de superficie en el proceso y dejaron atrás unos anfibios mutantes de sí mismos por simple amor a la camiseta… bien, continúe creyéndolo, si quiere. A mí me trae sin cuidado. Pero ¿cree que Delagard puede marchar sobre esa ciudad y conquistarlos como está planeando hacer?

—Bueno…

—Mire —dijo Lawler—, yo no creo ni por un momento que exista esa ciudad mágica. También yo solía charlar con ese Jolly, y siempre me pareció un chalado; pero incluso en el caso de que ese sitio estuviera a la vuelta de la próxima esquina, no tendríamos ninguna posibilidad de invadirlo. Los gillies nos barrerían en cinco minutos —se inclinó hacia el sacerdote—. Escúcheme, padre: lo que realmente tenemos que hacer es poner a Delagard bajo control y largarnos de aquí. Hace unas semanas pensaba de esa manera, pero luego cambié de opinión; ahora me doy cuenta de que estaba en lo correcto al principio. Ese hombre ha perdido el juicio y nosotros no tenemos nada que hacer aquí.

—No —dijo Quillan.

—¿No?

—Delagard puede estar tan perturbado como usted dice, y sus esquemas ser locuras absolutas; pero yo no lo apoyaré en ningún intento de interponerse en el camino de ese hombre, sino más bien al contrario.

—¿Quiere usted continuar olfateando por los alrededores de la Faz, sin importarle los riesgos?

—Sí.

—¿Porqué?

—Ya sabe usted por qué.

Lawler guardó silencio durante unos minutos.

—Ah, sí —dijo finalmente—. Se me había escapado de la memoria. Ángeles. Paraíso. ¿Cómo pude olvidar que fue usted el que animó a Delagard a venir aquí desde el principio, por sus propias razones personales, que no tienen nada que ver con las de él? —Lawler blandió una mano en dirección al espectáculo de vegetación que se agitaba al otro lado del estrecho, en la orilla de la Faz—. ¿Todavía piensa que eso de ahí es la tierra de los ángeles? ¿La tierra de los dioses?

—En cierta forma, sí.

—¿Y cree que podrá negociar alguna clase de redención en ese lugar?

—Sí.

—Está usted más loco que Delagard.

—Puedo comprender por qué dice usted eso —afirmó el sacerdote.

Lawler rió con aspereza.

—Ya puedo verlo marchando a su lado, camino al interior de la ciudad submarina de los supergillies. Él llevará un arpón y usted llevará una cruz, y ambos caminarán cantando himnos, él en una tonalidad y usted en otra. Los gillies se acercarán y se arrodillarán, y usted los bautizará uno a uno y luego les explicará que Delagard será el rey a partir de ese momento.

—Por favor, Lawler.

—¿Por favor, qué? ¿Es que pretende que le acaricie la cabeza y le diga lo impresionado que me siento por sus ideas? ¿Y que luego baje y le diga a Delagard cuánto le agradezco su inspirado liderazgo? No, padre. Navegamos bajo el mando de un loco, que con su complicidad nos ha traído al sitio más horripilante y peligroso del planeta, y eso no me gusta nada. Quiero marcharme de aquí.

—Si al menos deseara ver qué es lo que tiene para ofrecernos la Faz…

—Yo sé qué tiene para ofrecernos. La muerte es lo que tiene para ofrecer, padre. La muerte por hambre, por deshidratación, o algo peor. ¿Ve esas luces que destellan allí? ¿Siente crepitar esa extraña electricidad? A mí no me parece algo demasiado cordial. De hecho me produce una sensación letal. ¿Es ésa la idea que tiene usted de la redención? ¿La muerte?

Quillan le dirigió una mirada de ojos enloquecidos, repentinamente sobresaltada.

—¿No es cierto que su Iglesia piensa que el suicidio es uno de los pecados más graves? —preguntó Lawler.

—Es usted quien está hablando de suicidio, no yo.

—Pero es usted quien está planeando cometerlo.

—No sabe de qué está hablando, Lawler; y en su ignorancia lo distorsiona todo.

—¿Usted cree? —preguntó Lawler—. ¿Usted lo cree, realmente?

8

A últimas horas de aquella tarde Delagard ordenó que levaran ancla, y una vez más navegaron en dirección oeste a lo largo de la costa de la Faz. Una brisa cálida y constante soplaba en dirección a tierra, como si la gigantesca isla estuviera intentando aproximarlos hacia sí.

—¿Val? —gritó Sundria.

Estaba algo más arriba que él en la arboladura, arreglando los estayes de la verga del trinquete. Levantó los ojos hacia ella.

—¿Dónde estamos, Val? ¿Qué va a ocurrimos? —ella temblaba bajo el viento tropical; miró hacia la isla con inquietud—. Parece que mi idea de que este lugar era el escenario devastado de algún experimento nuclear, era errónea; pero de todas formas parece aterrorizador.

—Sí.

—Y sin embargo, continúo sintiéndome atraída hacia allí. Todavía quiero saber qué es en realidad.

—Algo malo es lo que es —respondió Lawler—. Eso puede verse desde aquí.

—Sería tan fácil poner el barco rumbo a la orilla… Tú y yo, Val, podríamos hacerlo ahora mismo, sólo nosotros dos…

—No.

—¿Por qué no? —no había mucha convicción en la pregunta. Ella parecía sentir tanta incertidumbre como él con respecto a la isla. Las manos le temblaban tan violentamente que dejó caer el mazo. Lawler lo cogió al vuelo y se lo arrojó de nuevo—. ¿Qué crees que nos ocurriría si nos acercáramos más a la orilla? —preguntó—. ¿Si nos dirigiéramos directamente hacia la Faz?

—Deja que otro lo averigüe por nosotros —le respondió Lawler—. Deja que Gabe Kinverson vaya hasta allí, si es tan valiente como pretende. O el padre Quillan, o Delagard. Ésta es la excursión campestre de Delagard: deja que sea él el primero en bajar a tierra. Yo me quedaré aquí y observaré qué ocurre.

—Supongo que eso es lo más sensato. Pero sin embargo…

—Te sientes tentada.

—Sí.

—Tiene atractivo, ¿verdad? Yo también lo sentí. Siento algo dentro de mí que me dice: «Continúa adelante, echa una mirada, ve a ver qué hay allí. No hay nada como esto en el mundo. Tienes que verlo». Pero es una idea descabellada.

—Sí —dijo Sundria con voz apagada—. Tienes razón, lo es.

Guardó silencio durante un rato, concentrada en las reparaciones. Luego descendió por la arboladura hasta su nivel. Lawler pasó muy suavemente los dedos por los hombros de ella, casi como tanteando. Ella gimió dulcemente y se apretó contra él, y juntos miraron hacia el mar manchado de colores, el hinchado sol poniente, la pasmosa confusión de luces que se elevaba desde la isla.

—Val, ¿puedo quedarme contigo en tu camarote esta noche? —preguntó ella.

—Por supuesto.

—Te amo, Val.

Lawler deslizó sus manos por los hombros de la mujer y subió hasta la nuca. Se sentía atraído hacia ella con más fuerza que nunca: casi como si fueran las dos mitades de un mismo organismo, y no sólo dos extraños que por casualidad se habían juntado en un viaje grotesco hacia un lugar peligroso. ¿Era el peligro, se preguntó, lo que los había unido? ¿Era —¡Dios no lo quisiera!— la convivencia forzada en medio del océano lo que lo había hecho tan abierto a aquella mujer, tan ansioso de estar cerca de ella?

—Te amo —susurró él.

Se fueron apresuradamente al camarote. Lawler nunca se había sentido tan íntimamente cerca de ella…, de nadie. Eran aliados: ellos dos contra el turbulento y pasmoso Universo. Con sólo el otro al que aferrarse mientras los envolvía el misterio de la Faz de las Aguas.

La corta noche fue un enredo de piernas y brazos entretejidos, cuerpos sudorosos que resbalaban y se deslizaban el uno sobre el otro, ojos que se encontraban con ojos, sonrisas que se encontraban con sonrisas, una respiración que se mezclaba con otra, tiernas palabras, el nombre de ella en sus labios, el suyo en los de ella, memorias intercambiadas, nuevos recuerdos forjados, sin una sola hora de sueño. Daba igual, pensó Lawler. El sueño podría traer nuevos fantasmas; era mejor pasar la noche en estado de vigilia y pasión. El día siguiente podía muy bien ser el último.


Lawler salió a cubierta al amanecer; en aquellos días estaba trabajando en el primer turno de guardia. Advirtió que durante la noche el barco había vuelto a atravesar la línea de la rompiente. Se hallaba ahora anclado en una bahía muy parecida a la anterior, aunque en aquella no había colinas junto a la orilla, sino solamente prados bajos cubiertos por una densa vegetación. Esta vez la bahía parecía aceptar su presencia, incluso darles la bienvenida. La superficie del mar estaba en calma, sin siquiera una ola; no se veía rasgo del flagelante fuco que los había expulsado casi de inmediato de la bahía precedente.

Allí, como en todas partes, el agua era luminiscente y despedía cascadas invertidas de color rosado, oro, escarlata y zafiro; en la orilla, la loca danza agitada de vida que no descansaba jamás continuaba con su acostumbrado frenesí. De la tierra se levantaban chispas purpúreas, el aire parecía nuevamente en llamas. Por todas partes había colores brillantes. La demencial magnificencia de aquel lugar era algo difícil de aceptar a primeras horas de la mañana, y después de una noche insomne.

Delagard estaba solo en el puente, acurrucado dentro de sí mismo, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Ven a hablar conmigo, doctor —dijo.

Tenía los ojos turbios y enrojecidos, y aspecto de no haber dormido en absoluto no sólo la noche pasada, sino durante varios días. Sus mejillas estaban grisáceas y flojas, y la cabeza parecía habérsele caído sobre el pecho. Lawler advirtió un tic en una de las mejillas. Fuera cual fuese el demonio que lo había poseído el día anterior, durante el primer acercamiento que realizaron a la Faz, Delagard parecía haber regresado la pasada noche.

—He oído decir que tú crees que estoy loco —dijo Delagard con voz ronca.

—¿Es que te importa a ti un comino lo que pienso?

—¿Te sentirías más feliz si te dijera que estoy casi de acuerdo contigo? Casi, casi.

Lawler buscó algún rastro de ironía en Delagard, de humor, de burla; pero no había ninguno. Su voz era ronca y espesa, con un algo de chifladura.

—Mira ese jodido lugar —murmuró Delagard. Movió los brazos en amplios círculos—. ¡Míralo, doctor! Es un territorio devastado. Es una pesadilla. ¿Por qué habré venido aquí? —temblaba, y bajo la barba tenía la piel pálida. Estaba terriblemente macilento. Cuando continuó, lo hizo con voz ronca y baja—. Sólo un loco hubiese llegado tan lejos. Ahora lo veo con más claridad que cualquier otra cosa. Lo vi ayer, cuando intentamos entrar en la bahía, pero intenté hacer como que no era así. Me equivoqué. Al menos soy lo suficientemente grande como para admitirlo.

»Cristo, doctor, ¿en qué estaba pensando cuando os traje a todos hasta este lugar? No está hecho para nosotros… —meneó la cabeza. Cuando volvió a hablar, su voz no era más que un graznido angustiado—. Doctor, tenemos que salir de aquí ahora mismo.

¿Lo decía en serio? ¿O todo aquello era alguna grotesca prueba de lealtad?

—¿Lo dices en serio? —le preguntó Lawler.

—Condenadamente en serio.

Sí. Era cierto. Estaba aterrorizado, tembloroso. Aquel hombre parecía estar desintegrándose ante sus ojos. Era una inversión pasmosa, lo último que Lawler hubiese esperado. Luchó para asimilarlo.

—¿Y qué hay de la ciudad hundida? —preguntó Lawler, pasado un rato.

—¿Crees tú que existe? —preguntó Delagard.

—Ni por un segundo. Pero tú sí.

—Y una mierda. Había bebido demasiado brandy, eso es todo. Ya hemos recorrido un tercio del contorno de la Faz, calculo, y no hemos visto ni rastro de ella. Habría una poderosa corriente costera si hubiese un túnel gravitacional que mantuviera abierto el mar ahí delante. Un remolino. Pero ¿dónde cojones está?

—Dímelo tú, Nid. Tú parecías creer que existía.

—Era Jolly quien lo pensaba.

—Jolly estaba loco. Ahora creo que Jolly enloqueció cuando viajó alrededor de la Faz.

Delagard asintió sombríamente. Los párpados le cayeron lentamente sobre los ojos inyectados de sangre. Por un momento, Lawler pensó que se había quedado dormido de pie, pero luego habló, mientras sus párpados continuaban bajos:

—He pasado toda la noche aquí fuera, dándole vueltas a estas cosas en la cabeza. Intentaba adoptar un punto de vista práctico de la situación. Te suena gracioso porque tú piensas que estoy loco; pero no lo estoy, doctor. No realmente. Puede que haga cosas que a los demás les parezcan locuras, pero yo no estoy realmente loco. Sólo soy diferente de ti. Tú eres sobrio, cauteloso, odias los riesgos, sólo quieres continuar y continuar y continuar. Eso está bien. En el Universo hay gente como tú y hay gente como yo, y nunca llegamos a comprendernos realmente los unos a los otros, pero a veces ocurre que nos vemos empujados juntos a una situación determinada y tenemos que resolverla juntos como sea.

»Doctor, yo deseaba venir aquí más que cualquier otra cosa que haya deseado en mi vida. Para mí era la clave de todo. No me pidas que te lo explique; de todas formas, nunca lo captarías. Pero ahora que estoy aquí, me doy cuenta de que cometí un error. Aquí no hay nada para nosotros. Nada.

—Pizarro —dijo Lawler—. Cortés. Ellos al menos hubieran bajado a tierra antes de volver la espalda y salir huyendo.

—No hagas el gilipollas conmigo —dijo Delagard—. Estoy intentando ponerme a tu nivel.

—Tú me hablaste de Pizarro y de Cortés cuando yo intenté ponerme a tu nivel, Nid.

Delagard abrió los ojos. Los tenía espantosos: brillantes como carbones encendidos, ardientes de dolor. Echó hacia atrás las comisuras de la boca en un gesto que podría haber sido un intento de sonreír.

—No seas tan duro, doctor. Estaba borracho.

—Ya lo sé.

—¿Sabes cuál fue mi error, doctor? Creerme mis propias mentiras. Y las mentiras de Jolly. Y las del padre Quillan. Quillan me llenó de un montón de porquería acerca de la Faz de las Aguas, me la presentó como un sitio en el que los poderes divinos serían míos cuando tomara posesión de ella, o así interpreté yo lo que decía; y aquí estamos. Aquí yacemos. Que en paz descansemos.

»Pasé aquí la noche de pie y pensando: ¿cómo voy a construir un puerto espacial? ¿Con qué? ¿Cómo puede vivir alguien en medio del caos que reina allí sin perder la cordura al cabo de medio día? ¿Qué vamos a comer? ¿Podremos siquiera respirar el aire? No es extraño que los gillies no se acerquen por aquí. Este miserable lugar es inhabitable. Y de pronto todo se me aclaró, y estaba aquí solo, cara a cara conmigo mismo, riéndome de mí mismo. Riéndome, doctor. Pero el chiste era yo, y no resultaba muy gracioso. Todo este viaje ha sido una completa locura, ¿no es cierto, doctor?

Delagard se balanceaba ahora de atrás hacia delante. Lawler se dio cuenta abruptamente de que todavía debía de estar borracho. Todavía debía de haber algún otro alijo de brandy escondido en el barco, y Delagard habría estado bebiendo durante toda la noche. Durante días, quizá. Estaba tan borracho que creía estar sobrio.

—Deberías acostarte. Puedo darte un sedante.

—Que los jodan a tus sedantes. ¡Lo que quiero es que me des la razón! Todo este viaje ha sido una completa locura, ¿no lo crees así, doctor?

—Ya sabes que eso es lo que pienso, Nid.

—Y también piensas que yo estoy loco.

—No sé si lo estás o no. Lo que sí sé es que estás al límite del colapso.

—Bueno, ¿y qué si lo estoy? —preguntó Delagard—. Todavía soy el capitán de este barco. Fui yo quien metió a todo el mundo en esto. Todas esas personas que murieron, murieron por mi causa. No puedo permitir que muera nadie más. Tengo la responsabilidad de sacar de aquí a los que quedan.

—¿Qué planes tienes, en ese caso?

—Lo que tenemos que hacer ahora —dijo Delagard, hablando lenta y cuidadosamente desde una casi insondable profundidad de fatiga—, es calcular el rumbo que nos llevará hacia las aguas pobladas del norte. Somos once personas; siempre podrán encontrar espacio para once personas, no importa lo apretados que estén.

—A mí eso me parece bien.

—Supuse que sería así.

—De acuerdo, entonces. Ahora ve a descansar un poco, Nid. El resto de nosotros vamos a salir de aquí ahora mismo. Felk sabe navegar, y los demás giraremos las velas y a media tarde estaremos a cientos de kilómetros de aquí con rumbo a algún sitio, a toda la velocidad de que seamos capaces —Lawler empujó a Delagard hacia la escalerilla que descendía del puente—. Vete, antes de que te caigas redondo.

—No —dijo Delagard—. Ya te lo he dicho, sigo siendo el capitán. Si tenemos que salir de aquí, será conmigo al timón.

—De acuerdo. Como tú quieras.

—No es lo que quiero: es lo que debo hacer. Lo que tengo que hacer; y hay algo que necesito de ti, doctor, antes de que nos marchemos.

—¿De qué se trata?

—Dame algo que me permita soportar la forma en que han salido las cosas. Todo ha sido un absoluto fracaso, ¿verdad? Un completo asco. Nunca había fracasado en nada hasta ahora. Pero esta catástrofe… este desastre… —las manos de Delagard se dispararon de pronto y aferraron los brazos de Lawler—. Necesito algo que me permita vivir con ellos, doctor. La vergüenza. La culpa. Tú no me crees capaz de sentir culpa, pero ¿qué cojones has sabido tú nunca de mí, de todas formas?

»Si sobrevivimos a este viaje, todos los habitantes de Hydros me mirarán allá donde vaya y dirán: «Allí está el hombre que dirigió el viaje, el que guió a seis barcos llenos de gente directamente al infierno». Y tendré constantemente cosas que me lo recuerden. A partir de ahora, cada vez que te vea a ti, o a Dag, o a Felk, o a Kinverson… —los ojos de Delagard tenían ahora una mirada fija y ardiente—. Tú tienes una droga, ¿verdad?, una que duerme los sentimientos, ¿no es cierto? Quiero que me des un poco. Quiero drogarme en serio con ella, y permanecer drogado a partir de ahora; porque la única otra cosa que podría hacer sería matarme, y eso es algo que no puedo siquiera imaginar.

—Las drogas son una forma de matarse, Nid.

—Ahórrame esas piadosas mentiras, ¿quieres, doctor?

—Lo digo en serio. Te lo dice alguien que ha pasado años drogándose con eso. Es una muerte en vida.

—Eso es mejor que una muerte absoluta.

—Puede que sí. Pero de todas formas no puedo dártela. Acabé con la última que me quedaba antes de que llegáramos a La Faz.

La fuerza con que Delagard aferraba los brazos de Lawler aumentó ferozmente.

—¡Me estás mintiendo!

—No, de veras.

—Sé que me mientes. Tú no puedes vivir sin la droga. La tomas cada día. ¿Crees que yo no lo sé? ¿Crees que no lo sabemos todos?

—Se ha acabado, Nid. ¿Recuerdas la semana pasada, cuando estuve enfermo? Lo que ocurría era que estaba sufriendo el síndrome de abstinencia. No queda nada. Puedes revisar mis aprovisionamientos, si quieres; pero no vas a encontrar ni una gota.

—¡Me estás mintiendo!

—Pues ve a verlo. Puedes quedarte con toda la que encuentres, te lo prometo —cuidadosamente, Lawler apartó las manos de Delagard de sus brazos—. Oye, Nid, ve a echarte y descansa un poco. Para cuando te despiertes, estaremos lejos de aquí y te sentirás mejor, créeme, y podrás comenzar todo el proceso necesario para perdonarte a ti mismo. Eres un hombre con gran capacidad de recuperación. Tú sabes cómo manejar cosas como la culpa… Créeme, sabes hacerlo. En este momento estás tan condenadamente cansado y deprimido que no puedes ver más allá de los próximos cinco minutos, pero una vez que te encuentres nuevamente en mar abierto…

—Espera un minuto —dijo Delagard, mirando por encima del hombro de Lawler. Señaló hacia el área de la grúa, a popa—. ¿Qué cojones está pasando ahí abajo?

Lawler se volvió para mirar. Había dos hombres que forcejeaban entre sí, un hombre corpulento y otro más ligero: Kinverson y Quillan, una extraña pareja de antagonistas. Kinverson tenía al sacerdote aferrado por los delgados hombros, y lo mantenía inmovilizado con los brazos extendidos, mientras Quillan luchaba para zafarse.

Lawler bajó los escalones y corrió hacia la popa, con Delagard pisándole los talones.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Lawler—. Suéltalo ya.

—Si lo suelto, se marchará a la Faz. Eso es lo que él dice. ¿Qué quieres que haga, doctor?

Quillan parecía preso de un extraño estado de éxtasis. Tenía la mirada vidriosa de los sonámbulos, y sus pupilas estaban dilatadas; la piel blanca como si lo hubieran vaciado de sangre. Las comisuras de sus labios estaban echadas hacia atrás en una congelada sonrisa.

—Andaba dando vueltas por aquí, como alguien que ha perdido la cabeza —dijo Kinverson—. Me voy a la Faz, repetía constantemente. Me voy a la Faz. Comenzó a trepar por la borda y lo cogí, y él me golpeó. ¡Jesús, no sabía que fuera un luchador tan bueno! Pero creo que ahora está tranquilizándose un poco.

—Intenta soltarlo —dijo Lawler—, y veamos qué hace.

Kinverson se encogió de hombros y lo soltó. Quillan avanzó de inmediato hacia la barandilla. Los ojos del sacerdote brillaban como por obra de una luz interior.

—¿Lo ves? —dijo el pescador.

Delagard avanzó a empujones. Parecía débil pero lleno de determinación; había que mantener el orden a bordo del barco. Cogió al sacerdote por una muñeca.

—¿Qué te traes entre manos? ¿Qué crees que vas a hacer?

—Bajar a tierra… la Faz… la Faz… —la sonrisa de Quillan se ensanchó hasta que parecía que iban a rajársele las mejillas—. El dios quiere que vaya… el dios de la Faz…

—Jesús —dijo Delagard, mientras su rostro comenzaba a evidenciar exasperación—. ¿De qué estás hablando? Si vas allí, morirás. ¿Es que no lo entiendes? No hay forma de vivir en ese sitio. Mira esa luz que sale de todas partes. Ese lugar es un veneno. ¡Olvídalo, haz el favor! ¡Olvídalo!

—El dios de la Faz…

Quillan luchó para soltarse de la mano de Delagard, y al principio lo consiguió. Dio dos rápidos pasos hacia la barandilla. Delagard volvió a cogerlo, tiró de Quillan hacia sí y le dio una bofetada tan fuerte que los labios del sacerdote comenzaron a sangrar. Quillan lo miró fijamente, pasmado. Delagard levantó nuevamente la mano.

—Espera, no lo hagas —dijo Lawler—. Ya está saliendo del trance.

Efectivamente, algo estaba cambiando en los ojos de Quillan. El resplandor estaba desapareciendo de ellos, al igual que la mirada rígida de persona hipnotizada. Ahora parecía aturdido pero completamente consciente, mientras parpadeaba para intentar despejar la confusión que se apoderaba de él. Se frotó lentamente la cara en el sitio en que Delagard lo había golpeado y sacudió la cabeza. El movimiento se convirtió en un estremecimiento corporal convulsivo, y el hombre comenzó a temblar. Tenía los ojos brillantes de lágrimas.

—Dios mío. Iba a ir allí de verdad. Eso era lo que estaba haciendo, ¿no es así? Me estaba arrastrando. Podía sentir que me arrastraba.

Lawler asintió con la cabeza. Le parecía que también él lo sentía, de pronto. Una palpitación, una pulsación en su mente. Algo más fuerte que el tentador impulso, el suave tirón de la curiosidad que él y Sundria habían sentido la noche anterior. Era una poderosa presión mental que lo arrastraba hacia el interior, que lo llamaba hacia la salvaje orilla que estaba al otro lado de la rompiente. Apartó la idea con enfado. Estaba volviéndose tan loco como Quillan.

El sacerdote continuaba hablando de la fuerza que había sentido que lo arrastraba.

—No había forma de que pudiera resistirla. Me ofrecía aquello que he estado buscando durante toda mi vida. Gracias a Dios que Kinverson me cogió a tiempo… —Quillan le dirigió a Lawler una mirada confusa, mezcla de terror y asombro—. Usted tenía razón, doctor, respecto a lo que dijo ayer. Eso hubiera sido un suicidio. En ese momento pensaba que iba hacia Dios, hacia alguna clase de dios; pero era el diablo, según lo que creo. Eso de allí es el infierno. Yo creí que era el paraíso, pero es el infierno… —la voz del sacerdote se apagó. Luego, más claramente, se dirigió a Delagard—. Te pido que nos saques de aquí. Nuestras almas están en peligro en este lugar, y si no crees que exista algo parecido al alma, considera entonces que al menos son nuestras vidas las que peligran. Si permanecemos aquí durante más tiempo…

—No te preocupes —dijo Delagard—. No vamos a quedarnos. Vamos a salir de aquí lo más rápidamente posible.

Quillan hizo una O de sorpresa con los labios. Delagard habló con voz cansada:

—Yo también he tenido mi pequeña revelación, padre, y coincide con la tuya. Este viaje fue un jodido error de cálculo, si me perdonas el léxico. Éste no es nuestro sitio. Yo quiero salir de aquí tanto como tú.

—No comprendo nada. Pensaba… que tú…

—No pienses mucho —respondió Delagard—. Pensar demasiado podría ser malo para ti.

—¿Dices que nos marchamos? —preguntó Kinverson.

—Eso he dicho.

Delagard levantó los ojos para dirigirle al corpulento hombre una mirada desafiante. Su rostro estaba enrojecido por la pesadumbre, pero ahora parecía casi divertido por la calma que comenzaba a apoderarse de él. Parecía nuevamente él mismo. Algo que no estaba muy lejos de la sonrisa danzó por sus rasgos.

—Nos largamos.

—A mí me parece bien —respondió Kinverson—. Cuando a ti te parezca.

Lawler desvió la mirada, porque algo muy extraño había atraído repentinamente su atención.

—¿Habéis oído ese sonido, ahora mismo? —dijo abruptamente—. ¿Alguien que nos hablaba desde la Faz?

—¿Qué? ¿De dónde?

—Quedaos muy quietos y escuchad. Proviene de la Faz. «Doctor, señor. Capitán, señor. Padre, señor» —entonó Lawler, imitando la voz fina, aguda y dulce con absoluta precisión—. ¿Oís eso? «Ahora estoy con la Faz, capitán, señor. Doctor, señor. Padre, señor». Es como si estuviera aquí mismo, junto a nosotros.

—¡Gharkid! —exclamó Quillan—. Pero ¿cómo… y donde…?

Ahora los otros estaban saliendo a cubierta: Sundria, Neyana y Pilya Braun; Dag Tharp y Onyos Felk venían a pocos pasos detrás de ellas. Todos parecían estar atónitos por lo que oían. La última en aparecer fue Lis Niklaus, que caminaba de una forma peculiar, tambaleándose y arrastrando los pies. Disparaba su dedo índice hacia el cielo una y otra vez, como si intentara pincharlo.

Lawler miró hacia arriba; y vio qué era lo que señalaba Lis. Los cambiantes colores del cielo estaban coagulándose, adquiriendo forma… la forma del rostro oscuro y enigmático de Natim Gharkid. Una gigantesca imagen del misterioso hombrecillo colgaba encima de ellos, ineludible, inexplicable.

—¿Dónde está ese hombre? —gritó Delagard con voz ronca—. ¿Cómo consigue hacer eso? ¡Traedlo aquí! ¡Gharkid! ¡Gharkid! —agitaba los brazos frenéticamente—. Id a buscarlo. ¡Todos vosotros! ¡Registrad el barco! ¡Gharkid!

—Está en el cielo —dijo dulcemente Neyana Golghoz, como si eso lo explicara todo.

—No —dijo Kinverson—. Está en la Faz. Mirad allí… El deslizador ha desaparecido. Debe de haberse marchado cuando estábamos ocupados con el padre.

En efecto, el sitio del deslizador estaba vacío. Gharkid lo había bajado por su cuenta y atravesado la pequeña bahía hasta la orilla que había más allá; y había penetrado en la Faz; y había sido absorbido; y se había transformado. Lawler miró fijamente, lleno de terror y asombro, a la gran imagen que había en el cielo. Era el rostro de Gharkid, de eso no había duda. Pero ¿cómo? ¿Cómo?

Sundria se acercó y se detuvo junto a él, deslizando un brazo en el suyo. La mujer temblaba de miedo. Lawler quería hacerla sentir mejor, pero las palabras no acudían a él. Delagard fue el primero que consiguió hablar.

—¡Todos a sus puestos! ¡Levad el ancla! ¡Quiero ver las velas izadas! ¡Nos largamos inmediatamente de aquí!

—Espera un segundo —dijo quedamente Quillan, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la orilla—. Gharkid regresa al barco…

El viaje del hombrecillo hasta el barco pareció durar un millar de años. Nadie se atrevía a moverse. Permanecieron en hilera, mirando desde la barandilla, congelados, aterrados.

La imagen de Gharkid había desaparecido del cielo en el momento en el que el Gharkid real había aparecido a la vista. Pero el inconfundible tono de voz de Gharkid era todavía, de alguna manera, parte de la extraña emanación mental que había comenzado a llegarles de forma continua desde la Faz. La encarnación física del hombre podía estar regresando, pero algo de él había permanecido allí.

Había abandonado el deslizador —Lawler podía verlo ahora varado entre la vegetación de la orilla; zarcillos de plantas nuevas comenzaban ya a enredarse en él— y estaba atravesando a nado la estrecha bahía; caminando por el agua, en realidad. Avanzaba a paso tranquilo, y era obvio que no se sentía en peligro ante las criaturas que pudieran habitar aquellas extrañas aguas. Por supuesto que no, pensó Lawler; ahora él era una de ellas.

Cuando alcanzó las aguas más profundas que rodeaban al barco, Gharkid bajó la cabeza y comenzó a nadar. Sus brazadas eran lentas y serenas, y avanzaba con facilidad y movimientos ágiles. Kinverson se dirigió a la grúa y regresó con uno de sus arpones. Sus mejillas se estremecían con una tensión apenas controlada. Sostenía la afilada herramienta en alto, como si fuera una lanza.

—Si esa cosa intenta subir a bordo…

—No —dijo el padre Quillan—. No debe usted hacerlo. Éste es su barco tanto como el de usted.

—¿Quién lo dice? ¿Qué es él? ¿Quién dice Gharkid que es? Lo mataré si se acerca a nosotros.

Pero Gharkid, al parecer, no tenía intención ninguna de subir a bordo. Se quedó junto al casco mientras flotaba plácidamente y se mantenía en un mismo sitio con pequeños movimientos de las manos. Levantó los ojos hacia ellos; sonreía con la dulce e inescrutable sonrisa de Gharkid y los llamaba por señas.

—¡Le mataré! —rugió Kinverson—. ¡Bastardo! ¡Sucio bastardo!

—No —dijo Quillan, nuevamente con voz queda, mientras el hombre corpulento retiraba la mano en la que tenía el arpón—. No tengan miedo. No va a hacernos ningún daño.

El sacerdote levantó una mano y tocó ligeramente el pecho de Kinverson; y Kinverson pareció disolverse bajo aquel contacto. Retrocedió aturdido y dejó caer el brazo a un lado. Sundria se le acercó y le quitó el arpón. Kinverson no pareció notarlo.

Lawler miró al hombre que estaba en el agua. Gharkid —¿o era la Faz quien les hablaba a través de lo que había sido Gharkid?— los estaba llamando, pidiéndoles que fueran a la isla. Ahora Lawler sentía en serio aquella fuerza que lo arrastraba, no había duda; tampoco era una ilusión, sino una firme e inconfundible orden que llegaba en oleadas fuertemente palpitantes; le recordaba las resacas que se arremolinaban en la bahía de Sorve cuando estaba nadando. Había sido capaz de vencer con bastante facilidad las resacas, pero se preguntaba hasta qué punto sería capaz de vencer aquélla. Le tiraba de las raíces del alma.

Percibió la respiración agitada de Sundria, muy cerca de su espalda. Tenía la cara pálida y sus ojos brillaban de miedo; pero la mandíbula estaba apretada. Estaba decidida a mantenerse firme ante aquella llamada misteriosa.

«Venid a mí», decía Gharkid. «Venid a mí, venid a mí». La suave voz de Gharkid. Pero era la Faz quien les hablaba. Lawler estaba seguro de ello: una isla que hablaba seductoramente, prometiéndoselos todo, todo en una palabra. Solamente «venid». Solamente «venid».

—¡Ya voy! —gritó repentinamente Lis Niklaus—. ¡Espérame!¡Ya voy!

Estaba a media cubierta, en trance cerca de un mástil, con los ojos en blanco, y avanzaba con paso inseguro hacia la barandilla, arrastrando los pies sin despegarlos del piso. Delagard se volvió en redondo y le gritó que se detuviera, pero Lis continuó avanzando. Él lanzó una imprecación y echó a correr hacia ella. Alcanzó a la mujer justo cuando llegaba a la barandilla e intentó cogerla de un brazo.

Con una voz fría y feroz que Lawler apenas pudo reconocer, la mujer dijo:

—¡No, bastardo, no! ¡Mantente lejos de mí!

Empujó a Delagard, quien retrocedió tambaleándose por la cubierta, se estrelló contra las tablas y permaneció tendido sobre la espalda, mirándola con incredulidad. Parecía incapaz de levantarse. Un momento después Lis estaba sobre la barandilla, y se precipitaba en caída libre hacia el agua, donde aterrizó con un tremendo chapuzón luminoso.

Hombro con hombro, ella y Gharkid nadaron juntos en dirección a la Faz. Unas nubes de un color nuevo estaban suspendidas a baja altura por encima de la Faz de las Aguas, leonadas en la parte superior y oscuras en la inferior: la coloración de Lis Niklaus. Ella había llegado a su destino.

—Va a apoderarse de todos nosotros —dijo Sundria, jadeando—. ¡Tenemos que marcharnos de aquí!

—Sí —afirmó Lawler—. Rápido.

Miró brevemente en torno de sí. Delagard continuaba tendido cuan largo era sobre la cubierta, más atónito que lastimado, quizá, pero no se levantaba. Onyos Felk estaba en cuclillas junto al trinquete, y le hablaba con susurros confusos. El padre Quillan estaba de rodillas, y hacía la señal de la cruz una y otra vez mientras murmuraba plegarias. Dag Tharp, con ojos amarillos por el miedo, se aferraba el vientre y se revolcaba, víctima de náuseas secas. Lawler negó con la cabeza.

—¿Quién va a gobernar el barco?

—¿Tiene eso alguna importancia? Sólo tenemos que dejar atrás la Faz y no detenernos. Mientras tengamos tripulantes suficientes como para manejar las velas… —Sundria recorrió la cubierta— ¡Pilya! ¡Neyana! ¡Coged esas cuerdas! Val, ¿sabes cómo manejar el timón? Oh, Jesús, el ancla está todavía echada. ¡Gabe! ¡Gabe, por el amor de Dios, leva el ancla!

—Ahora vuelve Lis —dijo Lawler.

—Olvídate de eso. Échale a Gabe una mano con el ancla.

Pero ya era demasiado tarde. Lis ya estaba a medio camino del barco, nadando poderosamente, con facilidad. Gharkid venía detrás de ella. Se detuvo en el agua y levantó la vista; sus ojos eran nuevos, extraños. Alienígenas.

—Que Dios nos ayude —murmuró el padre Quillan—. ¡Ahora son ambos los que tiran de nosotros! —en sus ojos había terror. Temblaba convulsivamente—. Tengo miedo, Lawler. ¡Esto es lo que he deseado durante toda mi vida, y ahora que está aquí tengo miedo, tengo miedo! —tendió sus manos suplicantes hacia Lawler—. Ayúdeme. Lléveme bajo cubierta, porque si no me iré a la Faz. No puedo resistirlo por más tiempo.

Lawler comenzó a caminar hacia él.

—¡Déjale que se marche! —gritó Sundria—. No tenemos tiempo. De todas formas, no nos sirve para nada.

—¡Ayúdeme! —aulló Quillan. Avanzaba hacia la barandilla arrastrando los pies de la misma forma sonámbula que lo había hecho Lis—. ¡Dios me está llamando y tengo miedo de ir hacia Él!

—No es Dios quien lo llama —le espetó Sundria.

Ella corría por todas partes a un tiempo tratando de poner a los otros en movimiento, pero nada parecía ocurrir. Pilya miraba hacia la arboladura como si nunca antes hubiese visto una vela. Neyana se había alejado sola hasta el castillo de proa, y cantaba algo con voz monótona. Kinverson no había hecho nada con respecto al ancla: se erguía completamente inmóvil en medio del barco, con la mirada vacía, perdido en un estado contemplativo insólito en él.

Venid a nosotros, decían Gharkid y Lis. Venid a nosotros, venid a nosotros, venid a nosotros.

Lawler temblaba. La atracción era mucho más poderosa ahora que cuando era solamente Gharkid quien los llamaba. Otro chapuzón. Alguien había saltado por la borda. ¿Felk? ¿Tharp? No, Tharp estaba todavía a bordo, enroscado como un montoncillo. Pero faltaba Felk; y luego Lawler vio que también Neyana se subía por encima de la barandilla y caía como un meteoro hacia el agua. Uno a uno, todos los seguirían, pensó. Uno a uno, serían incorporados a aquella entidad alienígena que era la Faz.

Luchó para resistirse. Reunió toda la testarudez que tenía en el alma, todo el amor por la soledad, toda su arisca insistencia en seguir su propio camino, y utilizó eso como arma contra aquello que lo llamaba. Se envolvió con la soledad de toda la vida como si fuera un manto de invisibilidad.

Y, aparentemente, dio resultado. A pesar de lo fuerte que era aquello —y se hacía más fuerte cada vez—, no consiguió arrastrarlo por encima de la borda. Un forastero hasta el final, pensó; el eterno solitario, manteniéndose apartado de la unión con aquella hambrienta entidad que los aguardaba al otro lado de la estrecha bahía.

—Por favor —pidió el padre Quillan, casi gimoteando—. ¿Dónde está la escotilla? ¡No puedo encontrar la escotilla!

—Venga conmigo —dijo Lawler—. Lo llevaré abajo.

Vio que Sundria trabajaba desesperadamente en el cabrestante para tratar de levar el ancla, pero no tenía la fuerza suficiente; sólo Kinverson era lo suficientemente fuerte como para hacerlo él solo. Lawler dudó, dividido entre la necesidad del padre Quillan y la urgencia mucho mayor de desanclar el barco.

Delagard, finalmente de pie, andaba tambaleándose hacia ellos como un hombre que acaba de recibir un golpe. Lawler empujó al sacerdote a los brazos de Delagard.

—Toma. Cógelo fuerte o se tirará por la borda.

Lawler corrió hacia Sundria, pero Kinverson le salió al paso y lo detuvo, poniéndole una de sus enormes manos contra el pecho.

—El ancla… —comenzó Lawler—. Tenemos que levar el ancla…

—No. Déjala allí.

Los ojos de Kinverson estaban extraños. Parecían rodarle hacia arriba, al interior de la cabeza.

—¿Tú también? —preguntó Lawler.

Oyó un gruñido detrás de sí, y luego otro chapuzón. Se volvió a mirar. Delagard estaba solo junto a la barandilla, estudiándose los dedos como si se preguntara qué eran. Quillan había desaparecido. Lawler lo vio en el agua, nadando con sublime determinación. Iba camino de Dios —o lo que hubiera allí— al fin.

—¡Val! —le gritó Sundria, que continuaba haciendo esfuerzos con el cabrestante.

—No servirá de nada —respondió Lawler—. ¡Están saltando todos por la borda!

Podía ver las figuras en la playa, que caminaban con firmeza hacia la palpitante espesura de la barroca vegetación: Neyana, Felk; y Quillan, que alcanzaba en ese momento la orilla y avanzaba detrás de ellos. Gharkid y Lis ya habían desaparecido.

Lawler contó los que quedaban a bordo: Kinverson, Pilya, Tharp, Delagard, Sundria; y él era el sexto. Tharp se arrojó al agua mientras él llevaba a cabo la cuenta. Cinco, entonces. Sólo cinco quedaban de los que habían partido de la isla de Sorve.

—Qué vida tan miserable —dijo Kinverson—. Cómo he odiado cada apestoso día de ella. Cómo he deseado no haber nacido jamás. ¿No sabías eso? ¿Qué sabías tú? ¿Qué sabía nadie? Se imaginaban que yo era demasiado grande y fuerte como para herirme. Nadie supo porque yo nunca dije nada; ¡pero me dolía cada condenado minuto del día! Y nadie lo sabía. Nadie lo sabía.

—¡Gabe! —gritó Sundria.

—Apártate de mi jodido camino o te partiré en dos.

Lawler se lanzó hacia él y lo sujetó. Kinverson lo apartó como si fuera de papel, saltó por encima de la barandilla con un suave rebote y se echó al agua.

Cuatro.

¿Dónde estaba Pilya? Lawler miró en torno y la vio en la arboladura, desnuda, brillante a la luz del sol, subiendo más, más… ¿Pensaría zambullirse desde allí arriba? Sí. Sí, eso era lo que estaba haciendo.

Splash. Tres.

—Sólo quedamos nosotros —dijo Sundria. Miró a Lawler y luego a Delagard, que se hallaba lúgubremente sentado contra la base del palo mayor, con las manos sobre el rostro—. Somos los tres a los que no quiere, supongo.

—No —respondió Lawler—. Somos los únicos tres lo suficientemente fuertes para resistirle.

—Bien por nosotros —dijo sombríamente Delagard, sin levantar la vista.

—¿Somos suficientes, nosotros tres, para hacer navegar el barco? —preguntó Sundria—. ¿Tú qué crees, Val?

—Supongo que podemos intentarlo.

—No digáis estupideces —interrumpió Delagard—. No hay ninguna posibilidad de gobernar este barco con una tripulación de tres personas.

—Podríamos orientar las velas a favor de la brisa reinante y limitarnos a seguir la corriente —dijo Lawler— Quizá de esa forma llegaríamos a una isla habitada. Es mejor que quedarse aquí. ¿Qué dices, Nid?

Delagard se encogió de hombros. Sundria estaba mirando en dirección a la Faz.

—¿Puedes ver a alguno de ellos? —preguntó Lawler.

—Ni a uno solo; pero oigo algo. Siento algo. Creo que es el padre Quillan, que regresa.

Lawler dirigió su mirada hacia la orilla.

—¿Dónde?

El sacerdote no estaba a la vista por ninguna parte; sin embargo, sin embargo… no había duda: Lawler también sintió una presencia de Quillan. Era como si el sacerdote estuviera allí mismo, junto a ellos en la cubierta. Otro truco de la Faz, decidió.

—No —dijo Quillan—. No es un truco. Estoy aquí.

—No es así. Usted está todavía en la isla —lo contradijo Lawler, monótonamente.

—En la isla y aquí, con ustedes, todo al mismo tiempo.

Delagard profirió un hueco sonido de asco.

—Hija de puta. ¿Por qué no nos deja tranquilos esa cosa?

—Os ama —respondió Quillan—. Os quiere. Nosotros los queremos. Vengan a reunirse con nosotros.

Lawler vio que la victoria era sólo provisional. La atracción continuaba presente —sutil ahora, como si se mantuviera en suspenso pero preparada para apoderarse de ellos en el momento en que bajaran la guardia— como una seductora distracción.

—¿Es el padre Quillan o la Faz quien nos habla? —preguntó.

—Ambos. Ahora pertenezco a la Faz.

—¿Pero todavía se percibe a sí mismo como el padre Quillan, que habita en el interior de la entidad llamada Faz de las Aguas?

—Sí. Sí, exactamente.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Lawler.

—Venga a verlo —respondió Quillan—. Uno sigue siendo uno mismo, y sin embargo, se convierte en algo infinitamente más grande.

—¿Infinitamente?

—Infinitamente, sí.

—Esto es como un sueño —dijo Sundria—. Hablas con alguien a quien no puedes ver, y te responde con la voz de alguien a quien conoces… —su voz sonaba muy serena. Al igual que Delagard, parecía haber pasado más allá del miedo, más allá de la agitación. O bien la Faz se apoderaría de ellos o bien no lo haría, pero eso estaba casi fuera del control de ambos—. Padre, ¿puede oírme a mí también?

—Por supuesto, Sundria.

—¿Sabe usted qué es la Faz? ¿Es Dios? ¿Puede decírnoslo?

—La Faz es Hydros e Hydros es la Faz —dijo el sacerdote con voz queda—. Hydros es una enorme mente corporativa, un organismo colectivo, una sola entidad inteligente que se extiende por todo el planeta. La isla a la que hemos llegado, este sitio al que llamamos Faz de las Aguas, es una cosa viviente, el cerebro del planeta; y más que el cerebro: la Faz es la matriz central de todo. La madre universal de la que mana toda la vida de Hydros.

—¿Es por eso por lo que los Moradores no quieren acercarse a este lugar? —preguntó Sundria—. ¿Porque es un sacrilegio regresar al lugar del que uno proviene?

—Algo por el estilo, sí.

—Y la multitud de formas de vida inteligente de Hydros —dijo Lawler, que vio de pronto la conexión—. Todo eso existe porque todo está ligado a la Faz, ¿no es así? ¿Los gillies, los buzos, los peces espolón y absolutamente todo lo demás? ¿Un gigantesco conglomerado mundo-mente?

—Sí. Sí. Una inteligencia universal.

Lawler asintió. Cerró los ojos e intentó imaginar cómo sería formar parte de una entidad así. El mundo como un enorme mecanismo de relojería que latía, latía y latía, y todos los seres vivientes que había sobre él danzaban al ritmo de aquel latido.

Quillan era ahora parte de él, al igual que Gharkid, Lis, Pilya, Neyana, Tharp, Felk, incluso el pobre y torturado Kinverson. Tragados todos por la cabeza deiforme. Perdidos todos en la inmensidad de lo divino.

De pronto, Delagard habló, aunque sin levantar la cabeza de la postura de profunda depresión en la que estaba hundido.

—¿Quillan? Dime una cosa, Quillan: ¿Qué hay de la ciudad submarina? ¿Existe o no existe?

—Es un mito —replicó la voz del invisible Quillan—. Una fábula.

—Ah —dijo Delagard con amargura.

—O una metáfora, para ser más fieles a la verdad. Tu marinero vagabundo tenía algo así como la idea fundamental, pero falseada. La gran ciudad es absolutamente todo Hydros; está bajo el agua, en el interior del planeta y en su superficie. El planeta es una sola ciudad; cada criatura viviente de él es un ciudadano de ella.

Delagard levantó la vista. Sus ojos estaban apagados por el agotamiento. Quillan continuó:

—Los seres que viven aquí han habitado siempre en el agua, guiados por la Faz, unidos con la Faz. Al principio eran completamente acuáticos, y luego la Faz les enseñó a construir islas flotantes para prepararlos para un futuro lejano en el que las tierras comenzarán a elevarse de las profundidades. Sin embargo, nunca ha existido una ciudad submarina secreta. Esto no es más que un mundo acuático, y todo está armoniosamente limitado por el poder de la Faz.

—Todo excepto nosotros —dijo Sundria.

—Todo excepto unos pocos humanos vagabundos que han hallado la forma de vivir en este mundo, sí. Que incluso insisten en ello. Alienígenas que han escogido vivir apartados de la armonía que es Hydros.

—Porque no tienen derecho a ser parte de la armonía —intervino Lawler.

—No es cierto. No es cierto. Hydros acoge a todo el mundo de buen grado.

—Pero sólo en sus propios términos.

—No es cierto —dijo Quillan.

—Sí, pero, en cuanto uno deja de ser uno mismo… — continuó Lawler—. Cuando uno se convierte en parte de una entidad de mayor tamaño…

Frunció el entrecejo. Algo acababa de cambiar en aquel preciso momento. Sintió que se hacía un silencio total. El aura, el manto de pensamiento que los había envuelto, que los había rodeado durante el coloquio mantenido con Quillan, había desaparecido.

—Creo que ya no está aquí —dijo Sundria.

—No, no lo está —confirmó Lawler—. Ha retrocedido ante nosotros.

La Faz misma, la sensación de una vasta presencia cercana, parecía haberse marchado; al menos, por el momento.

—Qué extraño resulta volver a estar solos.

—Yo diría que resulta agradable. Sólo nosotros tres, cada uno en sus cabales y sin que nadie nos hable desde el cielo. Durante el tiempo que sea al menos, antes de que vuelva a comenzar.

—Volverá a comenzar, ¿verdad? —preguntó Sundria.

—Así lo supongo —respondió Lawler—; y tendremos que volver a la lucha. No podemos permitir que nos trague. Los seres humanos no tienen por qué convertirse en parte de un mundo alienígena. No estamos hechos para eso.

Delagard habló con un tono de voz extraño, suave y reflexivo.

—Parecía feliz, ¿verdad?

—¿Lo crees así? —preguntó Lawler.

—Sí, eso creo. Siempre fue muy extraño, muy triste, muy distante. Preguntándose siempre dónde estaba Dios. Bueno, ahora ya lo sabe. Por fin está con Dios.

Lawler le dirigió una mirada de curiosidad.

—No sabía que creyeras en Dios, Nid. ¿Ahora piensas que la Faz es Dios?

—Quillan lo piensa; y Quillan es feliz. Por primera vez en su vida.

—Quillan está muerto, Nid. Fuera lo que fuese lo que nos estaba hablando, no era Quillan.

—Sonaba igual que Quillan. Había algo más, pero era Quillan, a pesar de todo.

—Si prefieres pensar eso…

—Pues sí —respondió Delagard. Se puso bruscamente de pie y se balanceó ligeramente como si el esfuerzo lo hubiera mareado—. Voy a ir hasta allí y reunirme con ellos.

Lawler lo miró fijamente.

—¿Tú también? —preguntó con asombro.

—Yo también, sí. No trates de detenerme; te mataré si lo intentas. Recuerda lo que me hizo Lis cuando intenté impedirle que se marchara. Es imposible detenernos, doctor.

Lawler continuaba mirándolo fijamente. Lo dice en serio, pensó. Lo dice realmente en serio. Se va de verdad. ¿Podía ser aquél realmente Delagard? Sí. Sí. Delagard siempre había hecho lo que parecía mejor para él, sin importarle el efecto que eso pudiera tener sobre quienes le rodeaban.

Al diablo con él, entonces. Que se largara con viento fresco.

—¿Detenerte? —dijo Lawler—. No soñaría siquiera con hacerlo. Adelante, Nid. Si crees que serás feliz allí, vete. Vete, ¿por qué iba a detenerte? ¿Qué diferencia constituye nada, ahora?

Delagard sonrió.

—Quizá ninguna diferencia para ti, pero mucha para mí. Estoy muy cansado, doctor. Estaba lleno de grandes sueños. Intenté este ardid, intenté el otro, y durante mucho tiempo todo salió bien; y luego llegué aquí y todo se vino abajo. Yo me vine abajo. Bueno, que lo jodan. Ahora sólo quiero descansar.

—¿Te refieres a matarte?

—Tú crees que eso es lo que significa, pero yo no haría jamás una cosa así. Estoy cansado de ser el capitán del barco. Cansado de decirle a la gente lo que tiene que hacer, en especial cuando ahora me doy cuenta de que yo mismo no sé realmente qué cojones estoy haciendo. Estoy acabado, doctor. Me marcho hacia allí.

Los ojos de Delagard se encendieron con una nueva energía.

—Quizá es para esto para lo que vine, desde el principio mismo, aunque no me di cuenta de ello hasta este momento. Quizá la Faz envió a Jolly de vuelta a casa para que nos trajera al resto de nosotros… aunque costó cuarenta años conseguirlo, y sólo unos pocos hemos venido —ahora parecía estar casi de buen humor—. Hasta nunca, doctor, Sundria. Me alegro de haberos conocido. Venid a visitarme alguna vez.

Ambos lo observaron mientras se marchaba.

—Sólo quedamos tú y yo, mi niña —le dijo Lawler a Sundria, y los dos se echaron a reír.

¿Qué otra cosa podían hacer, sino reír?


Llegó la noche: una noche resplandeciente de cometas y maravillas, de ardientes luces de cien relumbrantes colores distintos. Lawler y Sundria permanecieron en cubierta mientras caía la noche, sentados en silencio cerca del palo mayor. Pocas cosas se dijeron el uno al otro. Se sentían aturdidos, agotados por las cosas ocurridas durante el día. Ella guardaba silencio, agotada.

Por encima de sus cabezas estallaban enormes explosiones de color. Una celebración por la última conquista, pensó Lawler. Las auras de sus antiguos compañeros de tripulación parecían chisporrotear en el cielo. Aquel gran latigazo de tormentoso azul, ¿sería Delagard? ¿Y Quillan el cálido destello ámbar? ¿Podía ser Kinverson aquella columna de color escarlata, y Pilya Braun aquel salpicón de oro fundido que estaba cerca del horizonte? Y Felk… Tharp… Neyana… Lis… Gharkid…

Se los sentía como si estuvieran al alcance de la mano, a todos y cada uno de ellos. El cielo hervía de colores destellantes; pero, cuando Lawler intentó escuchar sus voces, fue incapaz de oírlas. Lo único que podía distinguir era una cálida armonía de sonidos indiferenciados.

En el horizonte que se iba oscureciendo, la delirante fertilidad de la isla que estaba al otro lado del estrecho continuaba sin disminuir: todo brotaba, se retorcía, temblaba contra el color oscuro del cielo y despedía lluvias de energía luminosa. Hacia el cielo se elevaban olas de luz ondulante. Allí no había nunca descanso. Lawler y Sundria permanecieron sentados y observando aquel espectáculo hasta altas horas de la noche, hasta que finalmente él se puso de pie.

—¿Tienes hambre? —le preguntó a su compañera.

—No, no tengo.

—Yo tampoco. Vayamos a dormir un poco, entonces.

—Sí. De acuerdo.

Ella le tendió los brazos y él la puso de pie. Durante un momento permanecieron abrazados junto a la barandilla, mirando fijamente la isla que se alzaba al otro lado del estrecho.

—¿No sientes ninguna fuerza que tire de ti? —preguntó ella.

—Sí. Está siempre presente… esperando una oportunidad, creo. Aguardando el momento en que pueda sorprendernos con la guardia baja.

—También yo la siento. No es tan fuerte como antes, pero sé que sólo se trata de un truco. Tengo que mantener la mente constantemente cerrada para defenderme.

—Me pregunto por qué hemos sido los únicos capaces de resistir el impulso de acudir allí —dijo Lawler—. ¿Es que somos más fuertes y cuerdos que los otros, más capaces de vivir dentro de nuestra propia identidad? ¿O es que estamos tan acostumbrados a sentirnos ajenos a la sociedad que nos rodea, que no podemos dejarnos ir y zambullirnos en una mente colectiva?

—¿Te sentías realmente tan ajeno cuando vivías en Sorve, Val?

Él meditó la respuesta.

—Quizá la palabra «ajeno» sea demasiado fuerte. Yo era parte de la comunidad de Sorve, y ésta era parte de mí; pero yo no era parte de ella de la misma forma en que lo eran la mayoría de los otros miembros. Siempre estaba un poco aparte.

—Lo mismo que me ocurría a mí en Jamsilaine. Supongo que nunca pertenecí del todo a la comunidad.

—Tampoco yo.

—Y ni siquiera lo quise. Algunos lo desean y no pueden conseguirlo. Gabe Kinverson era tan solitario como nosotros. Más, incluso; pero de pronto llegó un momento en que ya no deseaba serlo, y allí está, viviendo en la Faz. Pero a mí me da dentera el solo pensamiento de rendirme e ir hasta allí para unirme a una mente alienígena.

—Nunca comprendí a ese hombre —dijo Lawler.

—Yo tampoco. Lo intenté, pero estaba siempre encerrado en sí mismo. Incluso en la cama.

—No quiero saber nada de eso.

—Lo siento.

—No importa.

Ella se apretó más contra él.

—Sólo nosotros dos —dijo—. Varados en el culo de ninguna parte, completamente solos en un barco de náufragos. Muy romántico, al menos mientras duremos. ¿Qué vamos a hacer, Val?

—Nos iremos abajo y haremos el amor como locos. Esta noche podremos disponer de la cama grande del camarote de Delagard.

—¿Y después de eso?

—Nos preocuparemos por ello después de hacer el amor —respondió.

9

Se despertó justo antes del amanecer. Sundria dormía tranquilamente a su lado, con el rostro despreocupado de un niño. Lawler se deslizó fuera del camarote y subió a cubierta. El sol estaba saliendo; el deslumbrante espectáculo de colores que la Faz emitía constantemente parecía más suave aquella mañana, mucho menos extravagante. Aún podía sentir la llamada cosquilleándole los rincones de la mente, pero en aquel momento no era más que eso, una cosquilla.

Las figuras de sus antiguos compañeros se movían por la orilla.

Los observó. Incluso a esa distancia, era capaz de identificarlos con facilidad: el enorme Kinverson y el pequeño Tharp, el rechoncho Delagard y el estevado Felk. El padre Quillan, no más que huesos y nervios. Gharkid, de piel más oscura que los otros y ligero como un fantasma; y las tres mujeres, Lis, con sus pechos voluminosos, Neyana, robusta y ancha de hombros, y la flexible y bella Pilya. ¿Qué estaban haciendo? ¿Caminaban por el agua de la orilla? No, no, estaban entrando en las aguas de la bahía y venían hacia donde él estaba; regresaban al barco. Todos ellos. Tranquilos y serenos, caminaban por las aguas someras en dirección al Reina de Hydros.

Lawler sintió un estremecimiento de miedo. Era como una procesión de muertos que atravesaba el agua en dirección a ellos. Bajó y despertó a Sundria.

—Vuelven todos —le dijo.

—¿Qué? ¿Quién vuelve? Oh. Oh.

—Todos ellos. Están nadando hacia el barco.

Ella asintió, como si no le costara mucho trabajo asumir la idea de que las estructuras físicas de sus antiguos compañeros de tripulación regresaran de la inconcebible entidad que había devorado sus almas. Quizá no estaba aún del todo despierta, pensó Lawler; pero ella se levantó de la cama y subió a cubierta con él. En torno al barco flotaban las figuras de todos, muy cerca del casco. Lawler los miró.

Hasta acá.

—¿Qué queréis? —les gritó.

—Échanos la escalerilla de cuerda —replicó el cuerpo de Kinverson con lo que era claramente la voz de Kinver-son—. Vamos a subir a bordo.

—Dios mío —dijo Lawler en un susurro. Le dirigió a Sundria una mirada de horror.

—Hazlo —le dijo ella.

—Pero, cuando estén aquí arriba…

—¿Qué importancia tiene? Si la Faz quisiera echarnos encima todo su voltaje, probablemente seríamos impotentes ante él de todas formas. Si quieren subir a bordo, déjales que suban. No nos queda mucho que perder, ¿no crees?

Lawler se encogió de hombros y tiró la escalerilla de cuerda. Kinverson fue el primero en subir a bordo, luego Delagard, Pilya, Tharp, y tras él subieron los demás. Estaban todos desnudos. Permanecieron en un apretado grupo. No había vitalidad en ellos; parecían sonámbulos, fantasmas. «Son fantasmas», se dijo Lawler.

—¿Y bien? —preguntó finalmente.

—Hemos venido para ayudaros a conducir el barco —respondió Delagard. Lawler quedó desconcertado ante aquella afirmación.

—¿Conducirlo? ¿Adonde?

—De vuelta al sitio del que hemos venido. Te darás cuenta de que no podéis permanecer aquí. Os llevaremos a Grayvard para que podáis pedir refugio.

La voz de Delagard era plana y tranquila, y sus ojos firmes y limpios, sin rastro alguno del antiguo destello maníaco. Fuera quien o lo que fuese aquella criatura, era algo completamente distinto del Nid Delagard que Lawler había conocido durante tantos años. Sus demonios interiores se habían calmado. Había pasado por un cambio profundo, una cierta clase de redención, quizá. Todos sus proyectos habían terminado y su alma parecía tranquila. Lo mismo ocurría con los otros. Estaban en paz. Se habían rendido ante la Faz, habían entregado sus identidades individuales, cosa que Lawler encontraba incomprensible; pero no podía negar ante sí mismo que los que habían vuelto parecían haber encontrado algún tipo de felicidad.

Con una voz tan ligera como el aire, Quillan dijo:

—Antes de marcharnos, os damos una última oportunidad. ¿Le gustaría ir a la isla, doctor? ¿Sundria?

—Ya sabes que no —dijo Lawler.

—Depende de ustedes. Ahora una vez que estén de vuelta en el mar Natal, no será cosa fácil regresar aquí si cambian de opinión.

—Podré vivir con ello.

—¿Sundria? —preguntó Quillan.

—Yo también.

El sacerdote sonrió con tristeza.

—Es la decisión de ustedes; pero me gustaría poder hacerles ver qué error tan grande están cometiendo. ¿Comprenden por qué nos vimos atacados constantemente durante el tiempo que pasamos en el mar? ¿Por qué vinieron los peces espolón, y la lapa, y los peces bruja, y todo lo demás? No es debido a que sean criaturas malvadas. No existen criaturas malvadas en Hydros. Lo único que intentaban hacer era curar el mundo, eso es todo.

—¿Curar el mundo? —preguntó Lawler.

—Limpiarlo. Librarlo de impurezas. Para ellos, como para todas las formas de vida de Hydros, los terrícolas que viven aquí son cuerpos ajenos, invasores, porque viven fuera de la armonía que constituye la Faz. Nos ven como virus o bacterias que están invadiendo el cuerpo de un organismo sano. El atacarnos equivale a librar al cuerpo de una enfermedad.

—O limpiar el cascajo del interior de una maquinaria —dijo Delagard.

Lawler les volvió la espalda, mientras sentía que la ira y el asco crecían en su interior.

—Qué atemorizadores son —le dijo Sundria en voz baja—. Un grupo de fantasmas. No, peor, son zombies. Tenemos suerte de haber sido lo suficientemente fuertes para poder resistir.

—¿Realmente lo somos? —preguntó Lawler.

Los ojos de ella se abrieron enormemente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No estoy muy seguro; pero tienen un aspecto tan tranquilo, Sundria. Puede que se hayan transformado en algo alienígena, pero al menos están en paz.

Las fosas nasales de ella se dilataron con desprecio.

—¿Tú quieres paz? Adelante, entonces. Sólo hay que nadar una corta distancia.

—No. No.

—¿Estás seguro, Val?

—Ven aquí. Abrázame.

—Val… Val…

—Te amo.

—Y yo te amo a ti, Val. —Se abrazaron sin inhibición alguna, naciendo caso omiso de los que habían regresado y estaban en torno a ellos. Con los ojos cerrados, ella le dijo—: Yo no cruzaré si tú no lo haces.

—Yo no lo haré, no te preocupes.

—Pero, si lo haces, iremos juntos.

—¿Qué?

—¿Crees que quiero ser la única persona que siga siendo real en el barco, navegando con diez zombies? Es un trato, Val. O no vamos en absoluto, o vamos juntos.

—No vamos.

—Pero, si vamos…

—Entonces lo haremos juntos —le aseguró Lawler—. Pero no vamos a ir.

Como si absolutamente nada fuera de lo normal hubiese ocurrido en la Faz de las Aguas, la tripulación del Reina de Hydros se dispuso a hacer los preparativos para el viaje de vuelta. Kinverson echó las redes, y los peces nadaron complacientes hacia el interior de ellas. Gharkid se movía plácidamente de aquí para allá con el agua hasta la cadera, recogiendo algas útiles. Neyana, Pilya y Lis iban y venían entre la isla y el barco para traer barriles de agua dulce que llenaban en alguna fuente de la orilla. Onyos Felk estudió sus cartas de navegación. Dag Tharp encendió y comprobó el funcionamiento de su equipo de radio. Delagard revisó las velas y la arboladura, el timón y el casco, señaló las reparaciones que hacía falta llevar a cabo, y él, Sundria, Lawler, e incluso el padre Quillan, se encargaron de hacerlas.

Se habló muy poco. Todos realizaban sus tareas como piezas de un mecanismo bien ajustado. Los que habían regresado se comportaban con dulzura con los dos que no habían bajado a la isla; los trataban casi como si fuesen niños angustiados que necesitaran mucha ternura; pero Lawler no sentía que hubiese ningún contacto real con ellos. A menudo, Lawler miraba la Faz con asombro y perplejidad. El espectáculo de luces y colores que manaba de ella era interminable. Su constante vigor frenético lo fascinaba tanto como lo repelía. Trataba de imaginarse cómo habría sido para los demás estar en la orilla, caminar entre aquellas arboledas de vida, entre aquellas rarezas chisporroteantes; pero sabía que aquellas especulaciones eran peligrosas. De vez en cuando sentía una fuerza renovada que tiraba de él, a veces inesperadamente fuerte, que provenía de la isla. En esos momentos la tentación era poderosa. Sería tan fácil saltar por la borda como había hecho el resto de la tripulación, nadar rápidamente a través de las tibias y acogedoras aguas de la bahía, salir a la orilla alienígena…

Pero todavía era capaz de resistir. Había mantenido a la isla apartada de sí durante todo ese tiempo, y no estaba dispuesto a rendirse ahora. Los trabajos de preparación continuaban, y él permanecía a bordo, al igual que Sun-dria, mientras los otros iban y venían libremente. Fue un lapso de tiempo fantástico, aunque no desagradable. La vida parecía suspendida. De una forma extraña, Lawler se sentía casi feliz: había sobrevivido, había resistido toda clase de adversidades, había sido puesto a prueba en la fragua de Hydros y había surgido más fuerte por ello. Había llegado a amar a Sundria; sentía el amor que ella le tenía. Aquéllas eran experiencias nuevas para él. En cualquier nuevo tipo de vida que lo aguardara al final del viaje, sería más capaz de enfrentarse con las incertidumbres de su espíritu de lo que lo había sido antes.

Ya casi era el momento de la partida.

La tarde estaba ya muy avanzada. Delagard había declarado que la partida tendría lugar al ponerse el sol. El hecho de abandonar las vecindades de la Faz en medio de la oscuridad, no parecía preocuparlo. La luz de la Faz misma guiaría al barco durante algún tiempo; y luego podrían navegar guiados por las estrellas. No había nada que temer del mar, ya no. El mar sería cordial con ellos a partir de ese momento. Todo Hydros sería cordial.

Lawler se dio cuenta de que estaba solo en la cubierta. La mayoría de los otros, o quizá todos, debían de haberse marchado a la isla; una visita de despedida, supuso. ¿Pero dónde estaba Sundria?

Gritó su nombre.

No hubo respuesta. Durante un terrible momento se preguntó si se habría ido con los demás. Luego la vio a popa, sobre el puente de la grúa. Kinverson estaba con ella y ambos parecían totalmente sumidos en una conversación.

Lawler avanzó silenciosamente por la cubierta hacia ellos.

Oyó que Kinverson le decía a Sundria:

—Resulta imposible comprender cómo es hasta que va uno mismo. Es tan diferente de ser un ser humano común como lo es el estar vivo del estar muerto.

—Yo, ahora, me siento muy viva.

—Tú no sabes lo que es. No puedes imaginártelo. Ven ahora conmigo, Sundria. Sólo es un momento, y luego todo se abre para ti. Yo no soy el mismo hombre que era antes, ¿verdad?

—Ni remotamente.

—Pero lo soy, aunque encima lo soy mucho más. Ven conmigo.

—Por favor, Gabe.

—Tú quieres ir. Yo sé que lo quieres. Te quedas aquí sólo por Lawler.

—Me quedo por mí —lo contradijo Sundria.

—No es así. Yo lo sé. Sientes lástima por ese despreciable bastardo. No quieres dejarlo solo.

—No, Gabe.

—Luego me darás las gracias.

—No. —Ven conmigo.

—Gabe… por favor…

Hubo una repentina nota de duda en la voz de ella que golpeó a Lawler con la fuerza de un martillazo. Saltó sobre el puente de'la grúa y se irguió junto a ellos. Sundria jadeó a causa de la sorpresa y retrocedió. Kinverson se quedó donde estaba, mirando a Lawler tranquilamente.

Los arpones estaban en su soporte correspondiente. Lawler se apoderó de uno y lo sostuvo en el aire, prácticamente en el rostro de Kinverson.

—Déjala en paz.

El hombre corpulento miró la afilada herramienta con expresión divertida, o quizá con desdén.

—No estoy haciéndole nada, doctor.

—Estás intentando seducirla.

Kinverson se echó a reír.

—Ella no necesita que la seduzcan mucho, ¿no crees?

En los oídos de Lawler resonó un rugiente grito de furia; era todo lo que podía hacer para contenerse y no clavar el arpón en la garganta de Kinverson.

—Val, por favor —dijo Sundria—. Sólo estábamos hablando.

—Ya oí de qué estabais hablando. Él está intentando convencerte de que vayas a la Faz, ¿no es cierto?

—No lo niego —dijo Kinverson despreocupadamente.

Lawler blandió el arpón, aunque era consciente de lo cómica que debía de resultarle su ira a Kinverson, cuan petulante, cuan estúpida. Kinverson se erguía por encima de él, todavía amenazador a pesar de su recién encontrada dulzura, invulnerable, invencible.

Pero Lawler tenía que hacer aquello. Con voz tensa, dijo:

—No quiero que vuelvas a hablar con ella antes de que nos marchemos.

Kinverson sonrió amablemente. —Yo no estaba intentando hacerle mal ninguno —repitió Kinverson.'

—Ya sé lo que estabas intentando hacer. No voy a permitírtelo.

—Eso ¿no debería decidirlo ella, doctor? .w Lawler miró a Sundria.

—Todo va bien, Val —dijo ella suavemente—. Puedo cuidar de mí misma.

—Sí. Sí, por supuesto.

—Dame ese arpón, doctor —dijo Kinverson—. Podrías lastimarte.

—¡No te acerques!

—Es mi arpón, ya lo sabes. No tienes derecho a andar blandiéndolo por ahí.

—Cuidado —advirtió Lawler—. Apártate. ¡Lárgate de este barco! Vamos, vuelve a la Faz. Vamos, Gabe. Este no es tu sitio. El de ninguno de vosotros. Este barco es para seres humanos.

—Val —dijo Sundria.

Lawler cogió firmemente el arpón, como si fuera un escalpelo, y avanzó uno o dos pasos hacia Kinverson. El pesado cuerpo del pescador se erguía muy alto. Lawler respiró profundamente.

—Vamos —repitió—. Vuelve a la Faz. Salta, Gabe. Por aquí, por encima de la borda.

—Doctor, doctor, doctor…

Lawler lanzó el brazo con el arpón en una estocada fuerte, hacia abajo y adelante, al diafragma de Kinverson. Tendría que haber penetrado directamente en el corazón del hombre; pero un brazo de Kinverson se movió con increíble rapidez. Su mano cogió la vara del arpón y lo retorció, y el dolor subió por todo el brazo de Lawler. Un momento después el arpón estaba en la mano de Kinverson.

Automáticamente, Lawler cruzó los brazos sobre la parte central de su cuerpo para protegerla de la estocada que sabía que iba a asestarle el otro.

Kinverson lo estudió como si estuviera midiéndolo con esa finalidad. Acaba de una vez, maldito seas, pensó Lawler. Ahora. Rápido. Casi podía sentir ya la feroz penetración, los tejidos que se rompían, la punta afilada que le buscaba el corazón a través de las costillas.

Pero no hubo estocada alguna. Kinverson se inclinó tranquilamente hacia delante y dejó el arpón nuevamente en su sitio.

—No deberías hacer el tonto con los aparejos, doctor —dijo amablemente el hombre corpulento—. Discúlpame, ahora. Os dejaré a solas a la señora y a ti.

Se volvió, pasó junto a Lawler y descendió la escalerilla hasta la cubierta principal.

—¿Tenía un aspecto muy estúpido hace un momento? —le preguntó Lawler a Sundria.

Ella sonrió muy débilmente.

—Siempre te ha parecido una amenaza, ¿verdad?

—Estaba intentando convencerte de que fueras a la Faz. ¿Es o no es eso una amenaza?

—Si me hubiera cogido en peso y me hubiera llevado al agua, entonces habría sido una amenaza, Val.

—De acuerdo. De acuerdo.

—Pero comprendo por qué te trastornó tanto, incluso hasta el punto de ir tras él con el arpón, de esa manera.

—Fue una estupidez. Fue algo que haría un adolescente.

—Sí—dijo ella—. Lo fue.

Lawler no había esperado que le diera la razón tan rápidamente. La miró, sobresaltado, y en sus ojos vio algo que lo sorprendió y turbó aún más.

Se había operado un cambio. Entre ellos había ahora una distancia que no había existido en mucho tiempo. —¿Qué pasa, Sundria? ¿Qué está ocurriendo?

—Oh, Val… Val…

—Dímelo.

—No tiene nada que ver con lo que ha dicho Kinver-son. No se me puede convencer de algo tan fácilmente. Se trata de una decisión completamente mía.

—¿Qué es? Por el amor de Dios, ¿de qué estás hablando?

—De la Faz.

— ¿Qué?

—Ven allí conmigo, Val.

Fue como ser atravesado por el arpón de Kinverson.

—Jesús. —Se apartó de ella uno o dos pasos—. Jesús, Sundria, ¿qué estás diciendo?

—Que deberíamos ir.

La observó, sintiendo que se convertía en piedra.

—Es un error tratar de resistirse —dijo ella—. Deberíamos entregarnos a ella como hicieron los otros. Ellos comprendieron. Nosotros estamos ciegos.

—Sundria…

—Lo vi en un solo destello, Val, mientras tú intentabas protegerme de Gabe. Lo estúpido que es intentar preservar nuestras identidades personales, todos nuestros miedos y celos e insignificante valentía. Cuánto mejor no sería despojarse de todo eso, y unirnos a la gran armonía que existe aquí. Con los demás. Con Hydros.

—No. No.

—Ésta es la oportunidad de despojarnos de toda la mierda que nos oprime.

—No creo que seas tú quien está diciendo todo esto, Sundria.

—Pero lo soy. Lo soy.

—Él te ha hipnotizado, ¿verdad? Te ha hechizado. Eso es quien lo ha hecho.

—No —dijo ella con una sonrisa. Le tendió las manos—. Una vez me dijiste que nunca habías sentido que Hydros fuese tu hogar, a pesar de que habías nacido aquí. ¿Te acuerdas de eso, Val?

—Bueno…

—¿Lo recuerdas? Dijiste que los buzos y los peces de carne se sentían en su hogar en este planeta, pero que tú no y que nunca te habías sentido así. Lo recuerdas; puedo ver que lo recuerdas. Muy bien. Aquí tienes la posibilidad de conseguir sentirte en casa, finalmente. De convertirte en parte integrante de Hydros. La Tierra ha desaparecido. Lo que nosotros somos es hydranos, y los hydranos pertenecen a la Faz. Te has mantenido apartado durante bastante tiempo. También yo lo he hecho; pero voy a rendirme, ahora. De pronto, todo ha adquirido un aspecto totalmente diferente para mí. ¿Vendrás conmigo?

—¡No! Esto es una locura, Sundria. Lo que voy a hacer es llevarte bajo cubierta y atarte hasta que recuperes la sensatez.

—No me toques —dijo ella muy quedamente—. Te lo advierto, Val, no intentes tocarme. —Miró en dirección a los arpones.

—De acuerdo. Ya te he oído.

—Yo me voy. ¿Qué harás tú?

—Ya conoces la respuesta.

—Me prometiste que iríamos juntos o no iríamos.

—No iremos, entonces. Eso está hecho.

—Pero yo quiero ir, Val. Yo quiero ir.

Lo recorrió una ira fría que le coaguló el alma. No había esperado esta traición final.

—Entonces, vete —dijo él con amargura—, si realmente quieres hacerlo.

—Ven conmigo.

—No. No. No. No.

—Tú prometiste…

—Entonces, me desdigo de mi promesa —respondió Lawler—. Nunca tuve intención de ir. Si te prometí que iría contigo si tú ibas, te estaba mintiendo. Nunca iré.

—Lo lamento, Val.

—Yo también.

Nuevamente sintió deseos de cogerla, arrastrarla bajo cubierta, atarla en su camarote hasta que estuvieran a salvo, mar adentro; pero sabía que jamás lo conseguiría. No había nada que pudiera hacer. Absolutamente nada.

—Vete —le dijo—. Deja de hablar de ello y hazlo. Me está provocando náuseas.

—¿Vendrás conmigo? —preguntó ella una vez más—. Será algo muy rápido.

—Nunca.

—De acuerdo, Val. —Ella sonrió con tristeza—. Te amo; tú lo sabes. No lo olvides jamás. Te lo estoy rogando por amor, y, si no quieres hacerlo, bueno, seguiré amándote después. Y espero que tú me amarás a mí.

—¿Cómo podría hacerlo?

—Hasta pronto, Val. Te veré más tarde.

Lawler la observó, sin creerlo, mientras ella bajaba la escalerilla del puente de la grúa hasta la cubierta principal, avanzaba hasta la borda, subía a la barandilla y se zambullía suave y diestramente en el mar. Comenzó a nadar hacia la orilla; avanzaba rápida y vigorosamente pataleando poderosamente con las piernas y los brazos hendiendo el agua oscura. La observó como la había observado una vez antes, millones de años antes, cuando nadaba en las aguas de la bahía de Sorve; pero ahora se volvió, sin deseos de mirarla por más tiempo, cuando todavía estaba a menos de medio camino de la orilla. Bajó a su camarote, cerró la puerta con pasador tras de sí y se sentó sobre la cama en la creciente oscuridad. Aquél hubiera sido un buen momento para tener a mano tintura de alga insensibilizadora, una jarra de ella, una bañera, para bebería toda de un solo trago y dejarle que lavara todo el dolor; pero, por supuesto, no quedaba ni una gota, así que no podía hacer nada más que sentarse en silencio y esperar a que pasara el tiempo. Pasaron lo que podían haber sido horas o años. Después oyó la voz de Delagard en cubierta, que gritaba la orden de poner el barco en camino.

Raras veces había visto el cielo tan limpio, o la Cruz de Hydros tan brillante, como aquella noche. El aire estaba completamente quieto; el mar, en calma. ¿Cómo podía moverse el barco en un mar tan inmóvil en una noche en la que no soplaba viento alguno? Sin embargo, avanzaba, como por arte de magia, deslizándose suavemente a través de la oscuridad. Hacía, varias horas que habían emprendido el viaje. La luz de la Faz había menguado hasta convertirse en sólo un destello purpúreo en el horizonte lejano, luego en menos que eso, y ahora apenas podía distinguírsela. Cuando llegara la mañana, estarían muy lejos en el mar Vacío.

Lawler yacía solo, sobre una pila de redes que había a popa.

Nunca en su vida se había sentido tan solo.

Los demás se desplazaban silenciosamente por la cubierta mientras hacían cosas con las velas, las cuerdas, los estayes, las botavaras, la totalidad de los intrincados aparejos de la parafernalia náutica que él nunca había comprendido realmente y ahora se había borrado de su mente. No lo necesitaban para nada; y él no quería tener nada que ver con ellos. Eran máquinas que formaban parte de una máquina de mayor tamaño. Tic. Tac.

Sundria se le había acercado poco después de la partida.

—Todo está bien —le dijo—. Nada ha cambiado.

Él se estremeció y se volvió de espaldas cuando ella se le acercó. No podía mirarla. —Te equivocas —le dijo—. Todo ha cambiado. Ahora tú eres parte de la máquina, y quieres que yo esté en ella contigo. Ella hace tic, tac, y tú danzas a su ritmo.

—No es así, Val. Tu serías la máquina. Serías también el tic, tac. Serías la danza.

—No lo entiendo.

—Por supuesto que no. ¿Cómo ibas a poder entenderlo? —Ella lo tocó amorosamente y él se apartó como si tuviera el poder de transformarlo con su contacto. Ella lo miró con reproche—. Muy bien —dijo—. Como tú quieras.

Eso había ocurrido horas antes. Había bajado a la cocina para unirse con los demás a la hora de la cena, pero no tenía hambre ninguna. Si no volvía a comer, no le importaba. La idea de sentarse a la mesa con ellos le resultaba impensable. Era el único hombre que no había cambiado en aquel barco de zombies… el único hombre real…

Solo, solo, completamente solo,

¡Solo en un ancho, ancho mar!

Y nunca un solo santo se apiadó

De mi agonizante alma.

Palabras. Fragmentos de recuerdo. Un poema perdido del antiguo mundo perdido.

El Sol se sumerge; las estrellas asoman:

A grandes zancadas la noche avanza;

Con suspiros que llegan desde lejos por el mar,

En la lejanía el espectro ladra.

Lawler levantó la vista hacia el frío fuego de las estrellas lejanas. Una tranquilidad inesperada se había apoderado de él. Estaba sorprendido por lo sereno que se sentía, como si hubiera cruzado más allá de cualquier territorio en el que pudieran alcanzarlo las tormentas. Ni siquiera en las épocas en las que tomaba el extracto de alga insensibilizadora para sentirse mejor había alcanzado ni aproximadamente la paz que sentía en aquel momento.

¿Por qué? ¿Había la Faz obrado algún misterio sobre él a larga distancia, como lo había hecho con Sundria?

Lo dudaba. Ni tampoco podía estar afectándolo en ese momento. Sin duda estaba ya fuera de su alcance. No había nada que pudiera influir sobre su mente, aparte de la oscura bóveda celeste, el silencioso mar y la dura y límpida luz de las estrellas. Allí estaba la Cruz, tendida al sur del cielo, el enorme arco doble de soles, miles de millones de ellos, le había dicho alguien. ¡Miles de millones de soles! ¡Decenas de millones de mundos! Su mente se tambaleó ante aquella imagen. Esas multitudes hirvientes de mundos, ciudades, continentes, criaturas de millares y millares y millares de diferentes especies…

Levantó la vista hacia todos ellos, y mientras los miraba creció en su interior una visión nueva, al principio lentamente, sin forma, y que luego se aclaró con un poderoso ímpetu hasta que en su mente no quedó apenas espacio para nada más. Vio las estrellas como una vasta red, una sola e inmensa construcción metafísica encadenada en una misteriosa unidad galáctica, de la misma forma que todas las partículas separadas de aquel mundo acuático se habían reunido unas con otras.

En el vacío palpitaban líneas de energía que corrían por el firmamento como ríos de sangre y lo conectaban todo con todo. Pudo sentir la respiración del Universo; era una entidad viva encendida por una vitalidad inextinguible.

Hydros pertenecía al espacio; y el espacio era una sola cosa ferozmente sensitiva. Si uno entraba en Hydros, pasaba a formar parte del Conjunto. La oferta estaba allí; y sólo él, en todo el Universo, había preferido negarse a entrar en aquella cosa enorme.

Sólo él. Sólo él.

¿Era eso lo que quería de verdad? ¿Esta soledad, esta terrible independencia de espíritu?

La Faz ofrecía la inmortalidad —e incluso la divinidad— dentro de un enorme organismo unido; y sin embargo él había escogido permanecer como Valben Lawler y nada más que Valben Lawler. Le había vuelto orgullo-samente la espalda a lo que se les había ofrecido a aquellos que realizaron el viaje. Dejemos que el pobre atormentado padre Quillan se entregue con contento al dios que ha estado buscando durante toda su vida; dejemos que el pobre pequeño Dag Tharp encuentre en la Faz el consuelo que pueda; dejemos que el misterioso Gharkid, que ha estado buscando algo más grande que sí mismo, se marche a la Faz. Pero yo, no. Yo no soy como ellos.

Pensó en Kinverson. Incluso ese hombre solitario y áspero se había entregado finalmente a la Faz. Delagard. Sundria.

Bueno, que así sea, se dijo Lawler. Yo soy quien soy, para bien o para mal.

Se tendió sobre la espalda para mirar las estrellas y dejó que el feroz brillo de la Cruz le llenara la mente. Qué tranquilo estaba todo allí. Qué silencioso.

Desperté, y estábamos navegando

En el aire suave y tranquilo.

Era de noche, noche calma, la Luna estaba en lo alto;

Los hombres muertos se hallaban reunidos.

—¿Val? Soy yo.

Miró hacia la voz. A la luz de las estrellas, una sombra le cruzó el rostro. Vio que Sundria estaba cerca de él. —¿Puedo sentarme contigo? —preguntó ella. —Si quieres.

Ella se dejó caer junto a Lawler.

—Te busqué a la hora de la cena. No estabas allí. Deberías haber comido.

—No tenía hambre. Vosotros todavía coméis, ¿no es cierto?, ahora que habéis sido cambiados.

—Por supuesto que comemos. No se trata de ese tipo de cambio.

—Supongo que no. ¿Cómo podría saberlo?

—Cómo podrías, es verdad. —Ella le apoyó una mano ligeramente sobre el brazo. Esta vez, él no retrocedió—. No han cambiado tantas cosas como tú piensas. Todavía te amo, Val. Dije que así lo haría, y es cierto.

El asintió. No había nada que pudiera decir.

¿La amaba él, todavía?, se preguntó. ¿Era posible imaginar siquiera que aún la amaba?

Le pasó un brazo por los hombros. La piel de ella era suave, fresca, conocida. Agradable. Ella se acurrucó contra él. Podrían haber sido las únicas personas del mundo. Ella aún le parecía humana. Él se inclinó y la besó suavemente en el hueco que quedaba entre la cabeza y el hombro, y ella se echó a reír.

—Val —dijo—. Oh, Val.

Eso fue todo; sólo su nombre. ¿Qué era lo que estaba pensando y no había dicho? ¿Que deseaba que él hubiera ido a la Faz con ella? ¿Que todavía esperaba que lo hiciera? ¿Que imploraba para que él fuera a hablar con Dela-gard y le rogara que hiciera dar media vuelta al barco y regresara a la isla para que él pudiera también pasar por aquella transformación?

¿Debía de haber ido con ella?

¿Ha sido un error el negarme?

Durante un momento se pensó a sí mismo dentro de la máquina, como parte de ella, parte del Todo… rindiéndose por fin, danzando con todo el resto. No. No. No. No.

Yo soy quien soy. Yo he hecho lo que he hecho porque soy quien soy.

Se tendió de espaldas, con Sundria acurrucada contra él, y volvió a mirar las estrellas; y otra visión creció en su interior: la Tierra que una vez había existido. La Tierra que se había extinguido para siempre.

Su gran fantasía romántica de la vieja Tierra perdida, el planeta azul y brillante, el destrozado planeta madre de la Humanidad, lo llenó completamente: lo vio como él quería que hubiese sido, un planeta pacífico y armonioso lleno de seres humanos cariñosos, un paraíso, una entidad perfecta. ¿Habría sido alguna vez realmente así? Probablemente no, pensó. Casi con seguridad que no. Había sido un lugar como cualquier otro en el que el mal se mezclaba con el bien, con imperfecciones, con defectos. Y en todo caso aquel mundo había desaparecido del Universo, barrido por un hado maligno.

Y aquí estamos. Aquí yacemos. Descansemos en paz.

Lawler miró noche adentro, y se imaginó que miraba hacia el sitio del espacio en el que había estado aquel mundo; pero sabía que, para los supervivientes de la Tierra desparramados por el Universo, no había esperanza alguna de recuperar su hogar ancestral. Tenían que continuar adelante, encontrar un nuevo mundo para vivir en aquel vasto Universo al que habían sido arrojados como exilados. Tenían que transformarse.

Tenían que transformarse.

Tenían que transformarse.

Se sentó como sacudido por un rayo de luz abrasadora. De pronto todo estuvo maravillosamente claro en su cabeza. La gente a la que había conocido que vivía su vida de día en día, como si la Tierra no hubiese existido jamás, estaban en lo correcto; y él, que soñaba desesperadamente con lo que una vez había sido, hacía mucho tiempo y a mucha distancia de allí, estaba equivocado. La Tierra no regresaría jamás. Para los terrícolas de Hydros sólo existía Hydros, ahora y para siempre. El mantenerse apartado, desesperadamente aferrado a la identidad terrícola ancestral en medio de las formas de vida nativas del planeta de adopción, era una estupidez. Sea el que sea el mundo en el que uno se encuentre viviendo, tiene el deber de convertirse plenamente en parte de ese mundo. De lo contrario, uno será siempre un forastero, un alienígena y alguien ajeno.

Y es verdad. Aquí estoy yo. Más solo de lo que jamás había estado antes.

Hydros se había ofrecido a adoptarlo, pero él había respondido con un no y había convertido la negativa en un arma, y ahora era ya demasiado tarde.

Cerró los ojos y vio una vez más la Tierra, brillante y hermosa en los cielos. La visión de la Tierra que había llevado en la mente durante tanto tiempo, relumbraba más vivamente que nunca. La azul Tierra, adorable y extraña, con sus masas continentales verde-doradas que brillaban a la luz de un sol que él jamás había visto. Mientras la miraba, los enormes mares azules comenzaron a hervir. De ellos se levantaba vapor. Los continentes fueron barridos por las llamas. Las inmensidades verde-doradas se secaron y ennegrecieron. En sus anchas superficies se abrieron profundas grietas de dentados bordes, más negras que la noche.

Y pasadas las llamas, el hielo, la muerte. La oscuridad.

A través del espacio caía una lluvia de cosas muertas. Una moneda, una estatuilla, un trozo de cerámica, un mapa, un arma oxidada, un trozo de piedra. Caían dando vueltas y más vueltas, precipitándose a través de los desiertos sin viento de la galaxia. Los siguió con la mirada mientras caían.

Todo se ha acabado, pensó. Deja que todo desaparezca. Olvídalo. Comienza una vida nueva. Aquel pensamiento repentino lo dejó perplejo.

«¿Qué ha sido eso?», se preguntó. «¿Qué estás diciendo?»

¿Rendirse? ¿Unirse? ¿Era eso lo que había querido decir? Lawler comenzó a temblar. El sudor comenzó a manarle por todos los poros. Se sentó y miró hacia el mar, en dirección a la Faz.

Le parecía que podía sentir su poder, a pesar de todo; un poder que llegaba hasta él incluso a través de aquella gran distancia, que se infiltraba en su mente, que le envolvía el alma con sus tentáculos, que tiraba de él, que lo arrastraba.

Peleó contra ello. Frenética y furiosamente, luchó con aquella fuerza, cortó con un impulso desesperado las hebras de aquel poder alienígena que parecía invadirlo. Trabajó en ello durante un largo momento silencioso, tratando ferozmente de limpiarse de aquellas energías intrusas. Le vino a la mente la imagen de Gospo Struvin al principio del viaje, el cual batallaba contra el enredo de fibras amarillas húmedas que salió del mar y lo atrapó. Struvin pateando en el aire, sacudiendo el pie, intentando en vano desenredarse de aquella cosa pegajosa y persistente que lo envolvía. Ahora le ocurría algo parecido a él. Lawler sabía que estaba luchando por su vida, al igual que había hecho Gospo; y Gospo había perdido.

Apártate… de… mí…

Reunió todas sus energías para asestar una poderosa estocada limpiadora, y las lanzó.

Contra nada. No había nada. Ninguna red le aprisionaba. Ninguna fuerza misteriosa le enredaba en su trama. Lawler lo comprendió así y no le cupo duda alguna; estaba luchando contra sombras, estaba luchando contra sí mismo, realmente, sólo contra sí mismo, contra nadie más que él mismo.

¿Así que quieres ir allí?, se preguntó con indiferencia. A pesar de todo, ¿quieres ir de verdad? ¿Tú también? ¿Es eso lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres, en todo caso?

Una vez más vio la Tierra azul brillando en su mente como la había visto antes, y una vez más comenzó a hervir y ennegrecerse, y contempló una vez más el hielo, la muerte, la oscuridad, y los pequeños objetos que caían.

Y le llegó la respuesta: No quiero continuar estando solo. Dios me ayude, no quiero ser el último terrícola cuando ya no existe la Tierra.

Sundria se agitó, cálida, contra su cuerpo.

—¿En qué estás pensando, Val?

—En que te amo —respondió él.

—¿De verdad? ¿Amas lo que soy ahora?

Él respiró profundamente, más profundamente que nunca, llenando sus pulmones con el aire de Hydros.

—Sí —dijo.

En el sitio de su mente que antes había ocupado la Tierra, había ahora una perfecta esfera de aguas brillantes. Los pequeños objetos que habían caído del planeta moribundo permanecieron en suspenso durante un momento sobre la superficie del agua del gigantesco mar, cayeron luego al interior y desaparecieron sin dejar rastro.

Él sintió un gran alivio, un repentino derretirse. Algo se deshacía en su interior como un carámbano al final del invierno. Se deshacía, corría, fluía. Fluía.

Se sentó y se volvió hacia ella para contarle lo que había ocurrido. Pero no era necesario. Ella estaba sonriendo. Lo sabía; y él pudo sentir que el barco describía un amplio arco debajo de él; ya estaba dando la vuelta para desandar el camino por el mar luminoso hacia la Faz de las Aguas.

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