Pell.
La Norway avanzaba con la Flota, dirigiendo su masa sincronizadamente al espacio real, es decir el espacio no comprimido, como ocurría durante el salto, y en el que las naves se deslizaban a velocidad convencional. El comunicador y el radar se pusieron en acción, buscando la mota que era la gigantesca Tibet, que había iniciado el salto antes que ellos, a modo de avanzada para evitar la confusión.
—Afirmativo —emitió el comunicador con consoladora rapidez.
La Tibet se encontraba donde debía estar, intacta, sin que la sonda hubiera sido afectada por ninguna actividad hostil. Las naves estaban diseminadas por el sistema, y pronto se habían evaporado las bravatas de una milicia que se había nombrado a sí misma. La Tibet había puesto en fuga a un mercante, que fue presa del pánico, y aquello era una mala noticia. No les convenía que informaran a la Unión, pero posiblemente éste era el último lugar adonde un mercante querría dirigirse en aquel momento.
Poco después llegó confirmación de la Europe, la nave insignia. Estaban en un lugar seguro, donde no era probable ninguna acción.
—Ahora obtenemos comunicación de la misma Pell —transmitió Graff al puesto de control de Signy—. Y parece buena.
Signy oprimió el botón para avisar a los capitanes de las naves auxiliares, que eran como parásitos adheridos al casco de la Norway, de que no se soltaran. Se recibían constantes y frenéticas peticiones de identificación por parte de las naves militares que salían confusamente de su rumbo proyectado al llegar con peligrosa rapidez, fuera del plano del sistema. La misma Flota estaba más que nerviosa, porque avanzaban como un sólo cuerpo, sondeando el espacio tras la última zona segura de la que confiaban haber salido.
Ahora eran nueve. La Libya de Chenel era un conjunto de chatarra y vapor, y la India de Keu había perdido dos de sus cuatro naves auxiliares.
Estaban en plena retirada, habían huido de la caída de Viking, buscando un lugar donde respirar. Todas presentaban cicatrices. Una de las aspas de la Norway arrastraba una nube de vísceras metálicas. Tenían muertos a bordo, tres técnicos que habían estado en la sección afectada. No tuvieron tiempo de lanzarlos al exterior, ni siquiera de limpiar la zona, porque su único afán era huir, salvar la nave y lo que quedaba del poder de la Flota. En los tableros de Signy todavía brillaban las luces rojas. Pasó la orden al control de daños para que se encargaran de los cadáveres, o lo que pudieran encontrar de ellos.
También allí podría haberse producido una emboscada… pero no sería así. Signy miró las luces ante ella, en el tablero, con los sentidos todavía embotados por las drogas, y manipuló con dedos insensibles los controles para desligar a la Norway del gobierno sincronizado por ordenador. Apenas habían trabado combate en Viking, limitándose a girar la cola y huir, por decisión de Mazian. Ella no había objetado nada…, hacía años que respetaba el genio estratégico de aquel hombre. Tras perder una nave, él les había hecho huir, después de varios meses de planificación, de que la ejecución de las maniobras les hubiera exigido cuatro meses y numerosas vidas.
Mazian les hizo evitar un enfrentamiento que todavía conmocionaba sus nervios, una lucha que podrían haber ganado.
Signy no se atrevía a sostener la mirada de Graff ni a dirigir la suya a los rostros de los demás ocupantes del puente. No guardaba ninguna respuesta para ellos, ni para sí misma. Mazian había tenido otra idea, se le había ocurrido algo más… Signy quería creer desesperadamente que existía un buen motivo para la suspensión del plan.
Huir con rapidez, intentarlo de nuevo, replantearlo… sólo que esta vez habían sido empujados más allá de todas sus líneas de suministros, habían abandonado todas las estaciones de las que obtenían géneros.
Era posible que Mazian hubiera perdido su temple. Ella quería creer que no, pero interiormente sabía cuál habría sido su reacción de haber estado al mando de la Flota, lo que cualquiera de ellos habría decidido en lugar de lo que se había hecho. Todo salió de acuerdo con lo planeado, y Mazian había abortado la operación, Mazian, al que todos reverenciaban. Notó el sabor de la sangre: se había mordido el labio.
—Recibidas instrucciones de aproximación de Pell vía Europe —emitió el comunicador.
—Toma el mando, Graff —le dijo a su compañero.
Reservó su atención para las pantallas y el comunicador de emergencia cuyo auricular se había colocado, y que le permitiría un enlace directo con Mazian cuando finalmente se decidiera a utilizarlo, cuando él decidiera comunicarse con la Flota, lo que no había hecho hasta entonces, permaneciendo en silencio desde que les ordenara abandonar una batalla que no habían perdido.
Era una aproximación rutinaria. Signy recibió autorización a través del comunicador de Mazian, tecleó la orden a los capitanes de sus naves auxiliares, dispersando a las naves de combate de la Norway al tiempo que lo hacían las demás naves de la Flota, esta vez tripuladas por equipos de apoyo. Las naves auxiliares vigilarían a la milicia, dispararían contra cualquiera que amenazara con huir, y luego regresarían y se les unirían después de que los grandes transportes estuvieran a salvo, ensamblados en la estación.
El comunicador seguía emitiendo mensajes de Pell: que redujeran la velocidad, les suplicaban, porque había mucho tráfico en las proximidades de la estación. Mazian permanecía en silencio.
Mazian… Mazian en persona, y no la Unión, no otro convoy. Llegaba toda la Flota.
La noticia corrió por los pasillos de la estación con la celeridad de todos los canales descontrolados, incluso en la sección de cuarentena, pues había filtraciones en las barreras y las pantallas mostraban cuál era la situación allí. Las emociones oscilaron desde el pánico, mientras existió la posibilidad de que se tratara de naves de la Unión… hasta un pánico de diferente especie, cuando conocieron la identidad de las naves.
Damon estudiaba los monitores y alternativamente paseaba por la plataforma del sector de mando azul. Elene estaba allí, sentada ante la consola de comunicación, con el auricular al oído y el ceño fruncido, concentrada en discutir con alguien. Los mercantes se hallaban en un estado de pánico. A los militarizados poco les faltaba para huir en desbandada, temerosos de que la Flota se apoderase de ellos, tripulaciones y naves, y los requisaran. Otros temían confiscaciones de suministros, armas, equipo y personal. Tales temores y quejas preocupaban a Damon. Habló con algunos de ellos, cuando podía ofrecerles cierta seguridad. Teóricamente, Asuntos Legales tenía que impedir las confiscaciones mediante requerimientos judiciales, mandamientos y decretos. Decretos… contra Mazian. Los mercantes sabían que eran papel mojado. Damon iba de un lado a otro, impaciente, hasta que se acercó al comunicador y utilizó otro canal para ponerse en contacto con seguridad.
—Llama al turno de noche, Dean —le dijo al encargado—. Si no podemos sacarlos de cuarentena, tampoco podemos dejar las plataformas de los cargueros abiertas a una fácil intrusión. Si no tienes bastante personal, uniforma a algunos de supervisión. Convocatoria general. Asegura las plataformas y cerciórate de que mantienes apartados a los nativos.
—¿Tu oficina lo autoriza?
—Sí, lo autoriza.
Hubo vacilación en el otro extremo. Necesitaban papeles, contrafirmas de la oficina principal. El jefe de la estación podía hacerlo, pero en la oficina del jefe estaban totalmente ocupados tratando de aclarar la situación. Su padre estaba ante el comunicador, tratando de esquivar a la Flota con argumentos.
—Consígueme un documento firmado en cuanto puedas —le dijo Dean Gihan—. Los enviaré ahí.
Damon exhaló un suspiro, cerró el contacto y reanudó sus paseos, hasta que se detuvo tras el asiento de Elene y se apoyó en el respaldo. Ella se recostó un instante y se volvió a medias para tocarle la mano. Cuando Damon entró, estaba pálida, pero había recuperado el color y la serenidad. Los técnicos se mantenían en sus puestos, transmitiendo hasta los menores detalles de las órdenes a los equipos de las plataformas, los preparativos para que la estación central empezara a mover cargueros a fin de hacer sitio a la Flota. Era un verdadero caos… No sólo los cargueros ocupaban la plataforma, sino que también había un centenar de mercantes que tenían asignada una órbita permanente en la estación alrededor de Downbelow, una nube de cargueros en movimiento para los que no había espacio. Nueve naves de gran tamaño obligaban al desplazamiento de otras naves, que iban a incrementar aquel denso tráfico. El comunicador de Mazian lanzaba una letanía de preguntas y solicitudes de autorización a Pell, negándose todavía a especificar lo que quería o dónde deseaba ensamblar, si es que quería hacerlo.
¿Les tocaría ahora a ellos? La pesadilla ya se había producido. Evacuación. El embarazo no era el estado más apropiado para emprender un peregrinaje para refugiarse en algún lugar desconocido, a través del salto… en alguna estación de las Estrellas Posteriores abandonadas mucho tiempo atrás, a Sol, a la Tierra… Pensó en la Hansford, pensó en Elene en semejante situación, en lo que habían sido los hombres civilizados cuando empezaron.
—Tal vez hemos ganado —dijo un técnico.
Damon parpadeó, dándose cuenta de que también aquello era una posibilidad… pero no, siempre habían sabido que era imposible, que la Unión había crecido demasiado, que la Flota podía proporcionarles años, como hasta entonces, pero nunca la victoria. Los transportes no habrían acudido en tal número, por ninguna razón excepto la retirada.
Calculó sus posibilidades si Pell rechazaba la evacuación; pensó en lo que le esperaba a un Konstantin si caía en manos de la Unión. Los militares nunca le permitirían quedarse atrás.
Apoyó la mano en el hombro de Elene, el corazón latiéndole con fuerza, pues se daba cuenta de que podrían tener que separarse, y quizá la perdería, a ella y al niño. Si se producía una evacuación le harían subir a bordo bajo arresto, igual que había ocurrido en otras estaciones, a fin de evitar que personas esenciales cayeran en manos de la Unión, personas a las que introducirían en la primera nave que tuvieran a su alcance. Su padre y su madre… Pell era su vida, como también lo era para Emilio y Miliko. Sintió náuseas. Él era un estacionado, procedía de generaciones de estacionados, los cuales nunca habían querido la guerra.
Habría luchado por Elene, por Pell, por todos los sueños que se habían forjado.
Pero no sabía por dónde empezar.
Signy veía ahora en pantalla el anillo de la estación Pell, la luna distante, la joya brillante de Downbelow envuelta en nubes. Ya hacía tiempo que habían reducido la velocidad y se movían con una gran lentitud en comparación con su velocidad anterior, mientras la forma suave de la estación iba resolviéndose en el caos de ángulos que era su superficie.
Los cargueros ocupaban todos los ensambladeros del lado visible, mientras que otros esperaban para entrar. El radar mostraba increíbles aglomeraciones, y se movían lentamente porque aquellas naves de tardos movimientos necesitaban mucho tiempo para despejar la zona. Todo mercante que no hubiera pasado a manos de la Unión tenía que estar en las inmediaciones, en la estación, o más lejos, cerniéndose en la profundidad exterior del sistema. Graff seguía ante los controles, lo cual era ahora una tarea aburrida. Había una acumulación y un tráfico sin precedentes, un verdadero caos. Signy sintió miedo al analizar su creciente tensión. La ira se había enfriado y ahora ella sentía una impotencia desacostumbrada… un deseo de que alguien muy juicioso, mucho tiempo atrás, hubiera hecho una opción distinta que les ahorrase a todos aquel momento.
Llegó entonces una notificación de la Europe: «Los transportes Polo Norte y Tibet se mantendrán a distancia de la estación y ejercerán funciones de vigilancia.»
Esto era vitalmente necesario, y Signy deseó en su fuero interno que le encargaran aquel cometido. Tendrían que tomar decisiones. No le gustaba la perspectiva de esta operación, como la de la estación Russell, donde el pánico de los civiles había anticipado la acción militar para el desmantelamiento de la estación, las masas en las plataformas… Su tripulación ya estaba harta de aquello, y a Signy le desagradaba la idea de dejar tropas sueltas en una estación, y en las condiciones en que estaban sus soldados.
Llegó otro mensaje. La estación Pell advertía que habían hecho salir de los ensambladeros a una serie de naves de carga para acomodar a las naves de guerra en una secuencia y sin vecinos inmediatos en las plataformas. Los cargueros desalojados se moverían entre las naves dispersas en órbita, en una dirección opuesta a su entrada en aquella dispersión. Intervino entonces la voz de Mazian, profunda y áspera, repitiendo la advertencia de que fueran cuales fuesen las interrupciones en la disposición de las naves alrededor de Pell, si algún carguero trataba de saltar al sistema sería destruido sin previo aviso.
La estación acusó recibo. Era todo cuanto podían hacer.
Nada parecía funcionar en la sección de cuarentena. Vassily Kressich oprimió una y otra vez los botones que no servían para nada, golpeó el comunicador y siguió sin obtener respuesta del comunicador de la estación central. Anduvo de un lado a otro de su pequeño apartamento. Las averías le enfurecían, le llevaban casi al borde de las lágrimas. Se producían a diario; el agua, los ventiladores, el comunicador, el vídeo, la presión de los cuerpos, la insensata violencia de la gente enloquecida por el hacinamiento y la incertidumbre. Él tenía su apartamento, sus posesiones, que mantenía meticulosamente en orden, limpiándolas con obsesiva frecuencia. Tenía pegado a la piel el olor de la cuarentena, por mucho que se lavara, fregara los suelos y cerrase el armario para evitar el olor omnipresente. Era un hedor antiséptico, de astringentes baratos y los productos químicos que la estación utilizaba para combatir la enfermedad y mantener en equilibrio la zona habitable.
Probó de nuevo el comunicador, esperanzado, pero fue en vano. Podía oír la conmoción en el corredor, y confió en que Nino Coledy y sus muchachos controlaran la situación. Había momentos, cuando se producían los disturbios, en que no podía salir de cuarentena, cuando las puertas se cerraban herméticamente y ni siquiera su pase de consejero bastaba para exceptuarle del encierro. Sabía dónde debería estar… en el exterior, restaurando el orden, dirigiendo a Coledy, tratando de refrenar los excesos de la policía en la cuarentena.
Y no iría. La mera idea de enfrentarse a las masas que aullaban, al odio y la fealdad, le ponía la carne de gallina. Más sangre y más crueldades que perturbarían su sueño. Soñaba con Redding y con otros, hombres a los que conocía personalmente y que habían aparecido muertos en los corredores o que habían sido lanzados al vacío. Era consciente de que esta cobardía sería su perdición. Luchaba contra ella, sabiendo a donde le llevaba, sabiendo que cuando descubrieran su debilidad estaría perdido… y, como lo sabía, a veces le resultaba difícil andar por aquellos pasillos, cuando se sentía falto de valor. Era uno de ellos, no distinto del resto, y si tenía un refugio no quería abandonarlo, cruzar siquiera aquel breve espacio necesario para llegar al puesto de seguridad y las puertas.
Le matarían, Coledy o alguno de sus rivales… O alguien que no tendría motivo alguno. Algún día, enfurecidos por los rumores que recorrían la cuarentena, le matarían. Alguien a quien no había aceptado una solicitud, que le odiaba porque veía en él un símbolo de autoridad. Ahora notaba un nudo en el estómago cada vez que abría la puerta de su apartamento. Aquella gente tenía muchas preguntas a las que él no podía dar respuesta; exigencias que no podía satisfacer, miradas a las que. no podía enfrentarse.
Si salía ahora tendría que regresar cuando el desorden hubiese aumentado. Nunca le permitían salir de cuarentena más de una vez al día. Había intentado ampliar el permiso, poniendo a prueba el crédito que les merecía, y finalmente se armó de valor para pedirles documentos a fin de salir de allí, días después del último disturbio, aunque sabía que Coledy podría enterarse y que aquello quizá le costara la vida. Y le habían negado los papeles. El grande y poderoso consejo del que era miembro no quiso escucharle. Angelo Konstantin le dijo que era de gran utilidad allí donde se encontraba, y en privado fingió suplicarle que se quedara. Él no insistió sobre el asunto, temiendo que se hiciera más público, pues de ser así no le quedaría mucho tiempo de vida.
En otra época había sido un hombre bueno y valiente, por lo menos antes del viaje. Antes de la guerra, cuando tenía a Jen y Romy. Le habían atacado dos veces en la cuarentena, una de ellas golpeándole hasta dejarle sin sentido. Redding había intentado matarle, y no sería el último intento. Estaba cansado y enfermo, y no le daban tratamiento de rejuvenecimiento; sospechaba qué era lo que le afligía, la tensión que le estaba matando. Había visto que en su rostro aparecían más arrugas y se reflejaba su depresión e impotencia. Ya no reconocía al hombre que había sido un año atrás. Tenía un temor obsesivo por su salud, pues conocía la calidad de los cuidados médicos en la cuarentena, donde robaban los medicamentos y podían adulterarlos, donde dependía de la generosidad de Coledy para disponer de fármacos así como de vino y alimentos decentes. Ya no pensaba en su hogar ni en el futuro. Sólo existía el día de hoy, tan horrible como el de ayer, y si le quedaba algún deseo era tener la seguridad de que la situación no empeoraría aún más.
Intentó utilizar de nuevo el comunicador, y esta vez ni siquiera se encendió la luz roja. Los vándalos desmantelaban las cosas en cuarentena con tanta rapidez como podían arreglarlas los equipos de reparación. Se requerían varios días para lograr que Pell enviara allí obreros, y algunas cosas permanecían rotas. Kressich tenía pesadillas en las que todo terminaba así, con el sabotaje de algo vital por parte de un maníaco al que no le parecía suficiente el suicidio personal. Toda la sección podía ser destruida así en unos instantes de crisis o en cualquier momento.
Paseó con creciente rapidez, y se apretó el estómago, que siempre le dolía cuando estaba en tensión. El dolor se intensificaba, borrando todos los demás temores. Finalmente se serenó, se puso la chaqueta, sin armas, como la mayoría en la cuarentena, pues tenía que pasar por el puesto de control. Trató de contener las náuseas mientras oprimía el botón para abrir la puerta e hizo un último esfuerzo para atreverse a salir al oscuro corredor con sus paredes llenas de pintadas. Cerró la puerta tras él. Todavía no le habían atracado, pero esperaba que lo hicieran, a pesar de la protección de Coledy, porque robaban a todo el mundo. Lo más seguro era tener pocas cosas, pero era de dominio público que él tenía muchas. Lo único que le daba seguridad era que, para los otros, pertenecía a los hombres de Coledy… mientras no llegara a sus oídos que había solicitado marcharse de allí. Recorrió el pasillo y pasó junto a los guardianes, los hombres de Coledy. Salió a la plataforma y se mezcló con la multitud que hedía a sudor, a ropa sucia y spray antiséptico. La gente le reconocía y le tendían manos mugrientas, pidiéndole noticias de lo que sucedía en la estación principal.
—Todavía no lo sé. El comunicador de mi oficina no funciona. Voy a enterarme. Sí, lo preguntaré, señor, lo preguntaré.
Lo repitió una y otra vez, desasiéndose de las manos que se aferraban a él, librándose de los que le asaltaban con sus preguntas, algunos con la mirada enfebrecida, aturdidos por las drogas. Kressich no echó a correr, porque cundiría el pánico, habría alborotos, peligro de muerte. Y las puertas de la sección estaban delante, la promesa de seguridad, un lugar al que no podrían llegar los internos en la cuarentena, donde nadie podría entrar sin el pase precioso que él llevaba consigo.
En la plataforma de cuarentena corría el rumor de la llegada de Mazian, y se decía que se marchaban, que Pell entero se iba de allí y que les abandonaban a su suerte.
—Consejero Kressich —le dijo alguien, cogiéndole con firmeza del brazo y haciéndole volverse bruscamente. Miró el rostro de Sax Chambers, uno de los hombres de Coledy, y percibió la amenaza en el doloroso apretón—. ¿Adónde va, consejero?
—Al otro lado —dijo él sin aliento. Lo sabían. El estómago le dolió más—. El consejo se reunirá para tratar de la crisis. Dígaselo a Coledy. Es mejor que esté allí presente. De lo contrario no sabré lo que nos prepara el consejo.
Sax no dijo nada… no hizo nada de momento. La intimidación era una de las habilidades de Kressich. Se limitó a mirarle, lo suficiente para recordarle que él tenía otras habilidades, y le dejó ir.
No debía correr ni mirar atrás, evidenciando así su terror. Externamente estaba sereno, aunque tenía un nudo en el estómago.
Una muchedumbre se había reunido alrededor de las puertas. Se abrió paso entre ellos, ordenándoles que retrocedieran. Obedecieron a desgana y Kressich utilizó su pase para abrir la puerta, que cruzó rápidamente y cerró de nuevo con la tarjeta antes de que ninguno hiciera acopio de valor para seguirle. Por un momento se quedó en la rampa superior, junto al estrecho acceso, bajo una luz brillante, envuelto todavía por el olor de la cuarentena. Se apoyó en la pared, temblando y respirando agitadamente. Poco después bajó la rampa y oprimió el botón que debería atraer a los guardianes al otro lado de la cuarentena.
Aquel botón funcionó. Los guardianes abrieron, aceptaron su tarjeta y anotaron su presencia en Pell propiamente dicha. Pasó por descontaminación, y uno de los guardianes dejó su puesto para acompañarle, gesto rutinario cada vez que admitían al consejero en la estación, hasta que hubiera pasado los límites de la zona fronteriza. Entonces le permitían continuar solo.
Alisó sus ropas mientras caminaba, tratando de eliminar el olor, el recuerdo y los pensamientos de la cuarentena. Pero sonaba la alarma, luces rojas parpadeaban en los corredores y por todas partes se veía personal de seguridad y policías. Tampoco había paz en aquel lado.
Los tableros del comunicador central estaban iluminados de un extremo al otro, rebosante de llamadas desde todos los lugares de la central. Se habían interrumpido las comunicaciones normales entre los residentes, y en todas las zonas se habían encendido luces rojas, advirtiéndoles que permanecieran quietos.
No todos obedecían. En las pantallas aparecían algunos corredores vacíos, pero otros estaban atestados de residentes llenos de pánico. Lo que rnostraba ahora la pantalla de la cuarentena era peor.
—Llamada de seguridad —ordenó Jon Lukas mientras contemplaba los monitores—. Azul tres.
El jefe de división se inclinó sobre el tablero y dio instrucciones al expedidor. Jon se dirigió al tablero principal, tras el puesto del acosado jefe de comunicaciones. Todos los miembros del consejo habían sido convocados a los puestos de emergencia que estuvieran más a su alcance, a fin de convenir las normas que debían seguirse. Él estaba cerca de aquel puesto y había llegado abriéndose paso entre el caos exterior. Hale, del cual esperaba fervientemente que hubiera obedecido las órdenes que le dieron, estaba sentado en su apartamento, con Jessad. Jon observó la confusión en el centro, fue de un tablero a otro, contempló los distintos pasillos en los que reinaba la confusión. El jefe de comunicaciones seguía tratando de llamar a través de la oficina del jefe de estación, pero ni siquiera él podía ponerse en contacto. Lo intentó a través del comunicador del mando de la estación, pero en la pantalla siguió apareciendo la frase «canal no disponible».
El jefe soltó un juramento y aceptó las protestas de sus subordinados. Era un hombre acosado en el ojo del huracán de una crisis.
—¿Qué sucede? —preguntó Jon. El hombre no le respondió enseguida, pues estaba atendiendo a un subordinado—. ¿Qué está usted haciendo? —le preguntó entonces.
—Tenemos las manos ocupadas, consejero Lukas —le dijo el hombre en un hilo de voz—. No hay tiempo.
—No puede conseguir comunicación.
—No, señor, no puedo. Están totalmente ocupados con las transmisiones del mando. Dispénseme.
—Déjeles que se atasquen —dijo cuando el supervisor empezó a volverse hacia el tablero, y cuando le miró, sorprendido—: Deme la transmisión general.
—Necesito la autorización —replicó el jefe de comunicaciones. Tras él empezaron a encenderse y multiplicarse las luces rojas—. Lo que necesito es la autorización, consejero. El jefe de la estación tiene que darla.
—¡Hágalo!
El hombre vaciló y miró a su alrededor, como si hubiera allí alguien más que pudiera aconsejarle. Jon le cogió de un hombro y le hizo mirar el tablero mientras iban encendiéndose más luces en los tableros obstruidos.
—Dese prisa —le ordenó Jon, y el jefe conectó un micrófono a un canal interno.
—Comunicación general a número uno —ordenó, y recibió aceptación al instante—. Comunicación por altavoz y vídeo.
La pantalla del comunicador central se encendió y la cámara entró en funcionamiento. Jon aspiró hondo y se inclinó hacia la cámara. La imagen iría a todas partes, y también a su propio apartamento, donde la vería un hombre llamado Jessad.
—Soy el consejero Jon Lukas —dijo a todo Pell, apareciendo en todos los canales, tanto de operaciones como residenciales, de las estaciones ocupadas en dirigir a las naves entrantes a las dependencias de cuarentena y a todas las zonas residenciales—. He de hacer un anuncio general. Se ha confirmado que la flota que se encuentra actualmente en nuestras proximidades es la de Mazian, y que está efectuando las operaciones normales para proceder al ensamblaje. Esta estación está segura, pero permanecerá bajo alarma roja hasta que se dé la señal de que ha pasado el peligro. Las operaciones en el comunicador central y en todas partes se efectuarán mucho mejor si los ciudadanos se abstienen de efectuar comunicaciones excepto en los casos de extrema necesidad. La seguridad es absoluta en todos los puntos de la estación y no se han producido daños ni crisis. Se registrarán las llamadas y se anotarán las infracciones a esta petición oficial. Todos los equipos de trabajo nativos se dirigirán a sus dependencias enseguida y esperarán a que alguien les dé instrucciones. Permanezcan fuera de las plataformas. Todos los demás trabajadores continuarán con las tareas que les han asignado. Si pueden resolver problemas sin llamar a la central, háganlo. Por ahora el único contacto que tenemos con la Flota es el referente a operaciones. En cuanto tengamos información disponible, la haremos pública. Por favor, permanezcan al lado de sus receptores; ésta será la fuente de noticias más rápida y exacta.
Se apartó del campo recogido por la cámara. Las luces de aviso se apagaron en la consola. Miró a su alrededor y vio que el caos en los tableros era mucho menor, pues por un momento toda la estación había estado ocupada en otra cosa. Algunas llamadas volvieron enseguida, presumiblemente necesarias y urgentes, pero eso fue todo. Aspiró hondo, pensando en lo que podría estar sucediendo en su apartamento o, peor aún, fuera de él… confiando en que Jessad estuviera allí y temiendo que le descubrieran. Nada menos que Mazian… y los militares, que podrían empezar a investigar los registros, y hacer preguntas delicadas. Y si descubrían que alojaba a Jessad…
—Señor —dijo el jefe de comunicaciones. La tercera pantalla de la izquierda estaba iluminada. Era Angelo Konstantin, colérico y sofocado. Jon oprimió el botón para recibir la llamada.
—Utilice los procedimientos correctos —se limitó a decir Angelo, e interrumpió la comunicación.
La pantalla se apagó, y Jon permaneció en pie con los puños apretados, tratando de adivinar si era porque Angelo le había sorprendido sin tener preparada una buena respuesta o porque Angelo estaba ocupado.
«Dejemos que ocurra lo que ha de ocurrir», pensó en un acceso de odio, el pulso golpeándole en las venas. Que Mazian evacuara a todos los que se quisieran ir. La Unión vendrá después…, tendría necesidad de aquellos que conocían la estación. Podría llegarse a un entendimiento. El suyo con Jessad pavimentaba el camino para llegar a eso. No había tiempo para andarse con timideces. Estaba metido en aquello y ahora no podía echarse atrás.
El primer paso era hacerse visible, hacer oír su voz tranquilizadora, y que Jessad lo supiera. Hacer que le conocieran, que su rostro resultara familiar en toda la estación. Esta era la ventaja que siempre habían tenido los Konstantin, el monopolio de la visibilidad pública y una imagen atractiva. Angelo tenía el aspecto de un importante patriarca, pero él no. No tenía sus modales ni el hábito de la autoridad cultivado durante toda una vida. Pero capacidad sí que tenía; y cuando empezó a serenarse, superado el miedo inicial de que estallaran desórdenes, descubrió una ventaja en el desorden, porque en cualquier caso, iría en contra de los Konstantin.
Sólo Jessad… Recordó la Mariner, que se extinguió cuando Mazian llegó con sus naves para sobrecargar la situación. Sólo una cosa les protegía ahora, que Jessad tuviera que confiar en él y en Hale como en sus brazos y sus piernas, pues todavía no tenía una red propia, y en aquel momento Jessad estaba aprisionado, tenía que confiar en él, porque no se atrevería a salir a los pasillos sin documentos… sobre todo cuando Mazian estaba llegando.
Aspiró hondo, pensando en el poder que tenía ahora en sus manos. Estaba en la mejor de las posiciones. Jessad podría proporcionarle seguridad… pues de lo contrario, ¿qué significaría un cuerpo más arrojado al vacío, otro cuerpo sin documentos, como les ocurría a veces a algunos internos de la cuarentena? Nunca había matado, pero supo desde el mismo momento en que aceptó la presencia de Jessad que aquella era una posibilidad.
El ensamblaje de tantas naves era un proceso lento. Primero Pacific, luego África, Atlantic e India. La Norway recibió autorización y Signy, desde su posición ventajosa en el puesto central del puente, pasó la orden a Graff en los controles. La Norway con impaciente diligencia, tras haber esperado tanto tiempo; abrió las puertas a los equipos de plataforma de Pell para que colocaran los umbilicales, mientras la Australia iniciaba la maniobra, y cuando el supertransporte Europe se deslizó en la plataforma, desdeñando la asistencia que quería proporcionarle la estación, la nave de Signy completaba las maniobras para asegurar el ensamblaje.
—Parece que aquí no hay problemas —dijo Graff—. Recibo informes de que no hay peligro alguno en la plataforma. Hay numerosas fuerzas de seguridad, ninguna señal de civiles asustados. Han logrado tranquilizarlos.
Aquello era cierto consuelo. Signy se relajó un poco, empezando a confiar en que reinara la cordura, por lo menos mientras la Flota llevaba a cabo su cometido.
—Mensaje —dijo entonces el comunicador—. Saludo general del jefe de la estación a la Flota ensamblada: bienvenidos a bordo y se inquiere si acudirán cuanto antes al consejo de la estación.
—La Europe responderá —murmuró Signy, y al cabo de un momento lo hizo el oficial de comunicaciones, solicitando una breve demora.
—A todos los capitanes —oyó al final Signy en el canal de emergencia que había controlado durante horas. Era la profunda voz de Mazian—. Conferencia privada e inmediata en la sala de información. Dejen todas las decisiones de mando a sus lugartenientes y vengan aquí.
Signy se levantó de su asiento acolchado.
—Toma el mando, Graff. Di, consígueme enseguida diez hombres para escolta.
La Europe seguía emitiendo órdenes: el despliegue de cincuenta soldados de cada nave en la plataforma, en orden de combate; el pase del mando de la Flota al segundo de la Australia, Jan Meyis, durante la conferencia; que las naves auxiliares de las naves ensambladas se dirigieran al control de la estación para recibir instrucciones de aproximación y entrar para volver a sus posiciones en las naves nodrizas. El trabajo de Graff consistía ahora en encargarse de todos estos detalles. Mazian tenía algo que decirles, las explicaciones que aguardaban desde hacía tanto tiempo.
Signy fue a su oficina, se detuvo sólo un momento para guardarse una pistola en el bolsillo, se apresuró a ir al ascensor y salió al corredor de acceso entre la afluencia de tropas que Graff ordenaba ir a la plataforma y que ya estaban en orden de combate desde que se había iniciado la aproximación a la estación, dirigiéndose a la escotilla antes de que los ecos de la voz de Graff se hubieran extinguido en los corredores de acero de la Norway. Di estaba allí, y su propia escolta se separó para seguirla cuando Signy pasó junto a ellos.
Toda la plataforma les pertenecía. Salieron en el mismo momento en que las tropas de otras naves bajaban a la plataforma, y los miembros de seguridad de la estación retrocedieron confundidos ante el rápido avance de tropas armadas que conocían con precisión el perímetro que querían y se apropiaban de él. Los trabajadores de la plataforma iban de un lado a otro, sin saber dónde debían situarse.
—¡A trabajar! —gritó Di Janz—. ¡Llevad allá esas líneas de flotación!
Enseguida comprendieron que representaban muy poca amenaza, pues estaban muy cerca y eran demasiado vulnerables comparados con las tropas. Signy miraba a los guardianes armados de seguridad al otro lado de las líneas, observaba su actitud y las oscuras marañas de tuberías y estructuras de lanzamiento que podrían albergar a un francotirador. Su escolta la rodeaba, al mando de Bihan. Avanzó con ellos, rápidamente, junto a la fila de ensambladeros, donde una multitud de tubos umbilicales, estructuras de lanzamiento y rampas se extendía hasta perderse de vista en la curva ascendente de la plataforma, como reflejos de un espejo tan sólo obstaculizado por el arco ocasional de un cierre de sección y el horizonte hacia arriba… los mercantes ensamblados más allá de ellos. Las tropas formaban una pantalla a lo largo del camino entre la Norway y la Europe. Signy siguió a Tom Edger, de la Australia y su escolta. Los otros capitanes iban detrás, acudiendo con la mayor rapidez posible.
Llegó al lado de Edger en la rampa que conducía al acceso de la Europe y avanzaron juntos. Keu, de la India, se reunió con ellos cuando cruzaron el tubo articulado y llegaron al ascensor, y Porey, de la África, iba pisándole los talones a Keu. No decían nada, cada uno iba en silencio, tal vez con los mismos pensamientos y el mismo enojo, sin hacer especulaciones. Cada uno tomó a dos de sus guardianes, entraron en el camarín del ascensor y subieron en silencio, caminaron por el corredor del nivel principal que conducía a la sala del consejo. Sus pisadas retumbaban en aquellos corredores más amplios que los de la Norway, pues en la nave insignia todo era mayor. Sólo algunos soldados de la Europe permanecían rígidos, montando guardia.
Tampoco había nadie en la sala del consejo, ni señal de Mazian, sino sólo las luces brillantes indicándoles que les esperaban en la mesa circular.
—Esperad fuera —dijo Signy a sus hombres, y éstos salieron.
Se sentaron por orden de veteranía. Tom Edger primero, luego ella, tres asientos vacantes, y después Keu y Porey. Entonces llegó Sung, de la Pacific, y ocupó el noveno asiento. Kreshov, de la Atlantic se acomodó en el cuarto asiento, al otro lado de Signy.
—¿Dónde está? —preguntó finalmente Kreshov, en el extremo de su paciencia. Signy se encogió de hombros y cruzó los brazos sobre la mesa, mirando a Sung sin verle. Primero les habían hecho apresurarse y ahora les obligaban a esperar. Les hicieron abandonar el combate, manteniéndoles en un largo silencio, y ahora debían esperar de nuevo a que les dijeran por qué. Se concentró en el rostro de Sung, una máscara clásica curtida por la edad que jamás admitía la impaciencia. Pero su mirada era fosca. Signy se recordó a sí misma que todos estaban nerviosos. Estaban cansados, les habían arrancado del combate, haciéndoles emprender el salto para llegar allí. No era el momento más adecuado para hacer análisis profundos.
Finalmente entró Mazian, en silencio, y se sentó a la cabecera de la mesa, con expresión fatigada y ojeroso como todos ellos. Signy se preguntó si sería señal de derrota, sintiendo un nudo en la boca del estómago, como algo que no pudiera digerir. Entonces alzó la vista, vio la tirantez en la boca de Mazian y supo que se trataba de otra cosa. Reconoció la pequeña tensión, la máscara… Conrad Mazian representaba papeles, escenificaba sus apariciones de la misma manera que escenificaba emboscadas y batallas, representaba el papel de elegante o rudo según las circunstancias. Ahora representaba el papel de humilde, el más falso de todos, vistiendo con sencillez, sin la ostentación de las insignias. El cabello, aquella plata del rejuvenecimiento, era blanquísimo, el rostro delgado, la mirada trágica… mentía especialmente con los ojos, con la facilidad de un actor. Signy contempló el juego de expresiones, la maravillosa candidez que habría seducido a un santo. Mazian se estaba preparando para maniobrar con ellos. Apretó los labios.
—¿Estáis bien? —les preguntó—. ¿Todos?
—¿Por qué tuvimos que abandonar el combate? —preguntó ella sin preámbulos, mirando aquellos ojos en los que percibió un reflejo de cólera—. ¿Qué es lo que no podía comunicársenos.
Nunca había hecho preguntas, nunca había presentado objeciones a una orden de Mazian en toda su carrera. Ahora lo hizo y observó que la expresión de aquel hombre pasaba de la cólera a algo parecido al afecto.
—De acuerdo —dijo él—, de acuerdo. —Miró a su alrededor, deteniéndose en los asientos vacantes. Eran nueve, con dos de patrulla. Miró a los presentes uno tras otro—. Hay algo que tenéis que oír, algo que debemos considerar.
Oprimió los botones de la consola ante su asiento y activó las pantallas idénticas de las cuatro paredes. Signy contempló las últimas imágenes que habían visto en el punto Omicron, con un familiar sabor de bilis en la boca, miró la amplia zona y las estrellas familiares que se empequeñecían al aumentar la escala. Ya no había más territorio de la Compañía, ya no era suyo. Sólo estaba Pell. En una panorámica más amplia pudo ver las Estrellas Posteriores, pero no Sol, aunque no tardaría en aparecer. Signy sabía muy bien dónde estaba, si la escala seguía aumentando, pero en aquel momento la imagen se detuvo.
—¿Qué es esto? —preguntó Kreshov. Mazian no respondió y se limitó a.dejarles mirar durante largo rato.
—¿Qué es esto? —preguntó Kreshov de nuevo.
Respirar en aquel silencio costaba un esfuerzo consciente. El tiempo parecía haberse detenido mientras Mazian les mostraba en silencio lo que ellos tenían ya en sus mentes.
Habían perdido. En otro tiempo gobernaban allí, y ya no gobernaban.
—Desde un solo mundo viviente —dijo Mazian, casi en un suspiro—, desde un solo mundo viviente en nuestros comienzos, la humanidad llegó a esta lejanía. Un estrecho tramo de espacio aquí, muy lejos de las posesiones de la Unión… las Estrellas Posteriores y Pell. Es defendible, y con el personal que sobrecarga Pell… posible.
—¿Y huir de nuevo? —preguntó Porey.
Un músculo se movió en la mandíbula de Mazian. A Signy le latía con fuerza el corazón y le sudaban las manos. Todo estaba cerca del derrumbe final.
—Escuchad —susurró Mazian, ya sin máscara alguna—. ¡Escuchad!
Oprimió otro botón. Una voz empezó a hablar, distante, grabada. Ella la conocía, conocía la inflexión extraña…
—Capitán Conrad Mazian —empezó a decir la voz grabada—. Soy el segundo secretario Segust Ayres del Consejo de Seguridad, autorización código Ornar serie tres, con autoridad del Consejo y de la Compañía. Cese el fuego. Cese el fuego. Se está negociando la paz. Como prueba de buena fe es necesario que cesen todas las operaciones y espere órdenes. Esta es una instrucción de la Compañía. Se están haciendo todos los esfuerzos para garantizar la seguridad del personal de la Compañía, tanto militar como civil, durante esta negociación. Repito: Capitán Conrad Mazian, soy el segundo secretario Segust Ayres…
La voz se extinguió abruptamente al oprimir el botón. Después se hizo el silencio. En los rostros se reflejaba la consternación.
—La guerra ha terminado —susurró Mazian—. La guerra ha terminado, ¿comprendéis?
Signy sintió que se le helaba la sangre. A su alrededor estaba la imagen de lo que habían perdido, la situación en que se encontraban.
—Al fin la Compañía ha decidido hacer algo —dijo Mazian—. Darles… esto. —Alzó una mano, señalando las pantallas, con un gesto que incluía el universo—. Grabé ese mensaje transmitido desde la nave insignia de la Unión, ese mensaje. Desde la nave de Seb Azov. ¿Comprendéis? La designación del código es válida. Mallory, esos hombres de la Compañía que querían pasaje… Eso es lo que nos han hecho. Ella contuvo el aliento. Estaba helada.
—Si no los hubiera aceptado a bordo…
—No podrías haberlos detenido, entiéndelo. Los hombres de la Compañía no toman decisiones en solitario. Ya se había decidido en otra parte. Si los hubieras matado allí mismo, no podrías haber detenido esto… sólo retrasarlo.
—Hasta que hubiéramos trazado una línea diferente —replicó Signy.
—Miró los ojos claros de Mazian y recordó las palabras que había intercambiado ella con Ayres, cada movimiento, cada entonación. Había permitido que aquel hombre se marchara e hiciera lo que había hecho.
—Así que de algún modo consiguieron pasaje —dijo Mazian—. Lo importante es conocer cuál fue el acuerdo al que llegaron primero, en Pell, y cuáles fueron sus cesiones a la Unión. Existe una gran posibilidad de que esos llamados negociadores no estén intactos. Si los hubiesen sometido a un lavado de cerebro, dirían y firmarían aquello que conviniese a la Unión. No podemos saber qué información han dado, qué códigos han descubierto, cuántas cosas han puesto en peligro… hasta con nuestro código interno es posible que haya problemas ¿y con los códigos de Pell? Ese es el motivo de que abortáramos la operación. Meses planificando, sí. Estaciones, naves y amigos desaparecidos, enormes sufrimientos humanos… todo eso por nada. Pero he tenido que tomar una decisión. La Flota no ha sufrido daños serios, ni Pell. Eso es lo que tenemos, para bien o para mal. Podríamos haber ganado en Viking, y habernos quedado inmovilizados allí, perdiendo Pell y toda fuente de suministros. Por eso nos marchamos.
Nadie dijo nada ni se movió. De súbito todo tenía sentido.
—Por eso no quería utilizar el comunicador —siguió diciendo Mazian—. A vosotros os toca decidir, porque aquí, en Pell, tenemos elección. ¿Queremos suponer que los hombres de la Compañía enviaron ese mensaje estando en su sano juicio? ¿Sin que les obligaran? ¿Que la Tierra todavía nos apoya? Todo esto está por saber, pero, amigos míos, ¿importa de veras?
—Pues ¿qué es lo que importa? —preguntó Sung.
—Mirad el mapa, miradlo de nuevo. Aquí… aquí hay un mundo, Pell. Y una potencia que puede sobrevivir sin él. La Tierra. Aquí tenéis vuestra alternativa: seguir las supuestas órdenes de la Compañía o quedarnos aquí, reunir recursos y emprender la acción. La Europe prescindirá de las órdenes. Si os quedáis bastantes de vosotros, estaremos en condiciones de hacer pensar dos veces a la Unión antes de que se decida a meter sus narices en Pell. No tienen tripulaciones que puedan contender con nuestro estilo de lucha. Aquí disponemos de suministros y recursos. Pero decidios —yo no os detendré— o podéis continuar como hasta ahora si lo consideráis vuestro deber. Y cuando se escriba la historia de lo que le sucedió aquí a la Compañía, que digan lo que quieran sobre Conrad Mazian. He hecho mi elección.
—Somos dos —dijo Edger.
—Tres —intervino Signy, al tiempo que los demás murmuraban su aceptación.
La mirada de Mazian pasó lentamente de uno a otro.
—Entonces nos quedaremos, pero tenemos que tomar la estación. Puede que encontremos cooperación y puede que no. Vamos a averiguarlo… Y todavía no están todos informados. Sung, quiero que vayas personalmente a la Polo Norte y la Tibet e informarles. Explícaselo como más te guste, y si hay muchos que disienten en alguna tripulación o entre las tropas, les daremos nuestra bendición y les dejaremos que se vayan, que cojan una de las naves mercantes y se marchen. Dejo a los capitanes que se encarguen de ello.
—No disentirá nadie —dijo Keu.
—Es posible que sí —replicó Mazian—. En cuanto a la estación, saldremos y dispersaremos por todas partes nuestras propias fuerzas de seguridad y pondremos a nuestro personal en los puestos clave. Media hora será suficiente para que informen a sus tripulaciones. Sea lo que fuere lo que decidan hacer, no hay duda de que necesitamos ocupar Pell seguramente antes tendremos alguna cosa que hacer como despedir a una nave que decide marchar.
Se hizo un silencio que rompió Kreshov:
—¿Nos vamos entonces?
—Sí, podéis iros —dijo Mazian.
Signy retiró la silla y salió tras Sung, pasó al lado de las fuerzas de seguridad del propio Mazian, que estaban junto a la puerta, y se reunió con los dos hombres de su escolta, consciente de que los otros iban pisándole los talones. Aún seguía pesando en su mente la incertidumbre. Toda su vida había pertenecido a la Compañía, aunque la maldijera, odiara su política y sus cegueras, pero se sentía súbitamente desarraigada fuera de ella.
Pensó que la Compañía había pecado de timorata. A Signy le gustaba la historia y valoraba sus lecciones. Las peores atrocidades empezaban con medidas a medias, con excusas, comprometiéndose con el bando equivocado y rehuyendo lo que debía hacerse. La Profundidad y sus exigencias eran absolutas, y el compromiso por el que la Compañía había ido al Más Allá sólo duraría lo que durase la conveniencia del más fuerte, que era la Unión.
Se persuadió de que, con su acción, servían a la Tierra mejor de lo que la servían los agentes de la Compañía por medio de sus negociaciones.
Las luces de aviso debían de seguir encendidas en el corredor. El centro de salvamento mantenía un ritmo pausado. El supervisor caminaba por los pasillos entre las máquinas y silenciaba toda conversación en su presencia. Josh mantuvo cuidadosamente la cabeza baja, quitó un sello plástico de un pequeño y gastado motor, lo dejó en una bandeja para posterior clasificación, dejó las tenazas en otra bandeja y desarmó los componentes, clasificándolos en diversas categorías, para su nuevo uso o reciclaje según el grado de conservación y el tipo de material.
Desde el primer anuncio a través del comunicador, la pantalla de la pared no había emitido nada más. Tras el murmullo inicial de consternación ante la noticia, no se permitieron comentarios. Josh desvió la mirada de la pantalla y del policía de la estación apostado en la puerta. Pasaban más de tres horas desde el momento en que debió abandonar su turno. Deberían haber despedido a todos los que se ocupaban en actividades parciales. Tenían que haber llegado otros obreros. Llevaba allí más de seis horas, y no había provisiones para la comida. Al final, el supervisor encargó unos bocadillos y bebidas. Josh no interrumpió el trabajo para comer porque deseaba parecer absorto en su tarea.
El supervisor se detuvo un momento detrás de él. Josh no reaccionó, no interrumpió el ritmo de sus acciones. Oyó que el supervisor proseguía su camino y no se volvió a mirar.
Allí no le trataban de un modo distinto a los demás. Se persuadió de que era su mente transtornada lo que le hacía sospechar que le vigilaban particularmente. A todos los supervisaban. La muchacha que estaba a su lado, seria y de lentos movimientos, siempre muy cuidadosa, hacía el trabajo más complejo de que era capaz, y la naturaleza no le había concedido demasiada capacidad. Allí, en el centro de salvamento, muchos eran como ella. Algunos ingresaban jóvenes, quizá para encontrar la manera de acceder a ocupaciones más importantes, conseguir habilidades mecánicas elementales y ascender a puestos técnicos o trabajos de manufactura. Y había otros cuya conducta nerviosa indicaba que tenían otras razones para estar allí. Estaban inquietos, tenían una concentración obsesiva… era extraño observar en otros aquellos síntomas.
Pero él nunca había sido un criminal, como quizá lo fueran aquellos otros, y tal vez precisamente por eso confiaban menos en él. Le gustaba su trabajo, que le mantenía la mente ocupada y le proporcionaba independencia… le gustaba tanto, creía, como a la muchacha seria que trabajaba a su lado. Al principio, en su celo por demostrar su pericia, trabajaba con febril celeridad. Luego se dio cuenta de que eso molestaba a la muchacha, porque no podía ponerse a su altura, jamás podría hacerlo como él, y entonces procuró que su eficiencia no resultara evidente. Era suficiente para sobrevivir. Durante un largo tiempo así le pareció.
Ahora, no obstante, sentía náuseas y deseaba no haber probado el bocadillo. Incluso en este trivial asunto no había querido parecer demasiado diferente de los que le rodeaban.
La guerra había llegado a Pell. Los de Mazian. La Flota estaba allí.
La Norway, y Mallory.
Ahuyentaba algunos pensamientos. Cuando le asediaban, trabajaba más intensamente y alejaba los recuerdos. Sólo… la guerra… Alguien cerca de él susurró que tendrían que evacuar la estación.
No era posible. No podía suceder.
¡Damon!, pensó, deseando poder levantarse y salir de allí, ir a la oficina, tranquilizarse. Pero no había donde tranquilizarse, y temía comprobarlo. La Flota de Mazian significaba la ley marcial. Ella estaba con ellos.
Si no tenía mucho cuidado podría sufrir un colapso nervioso. El equilibrio de su mente era delicado, y él lo sabía. Tal vez su petición de lavado de cerebro era en sí insensata, pero la Corrección no había disminuido su equilibrio personal. Nunca había sido una persona equilibrada. Sospechaba de todas sus emociones, y en consecuencia trataba de sentir lo menos posible.
—Descanso —dijo el supervisor—. Pausa de diez minutos.
Él siguió trabajando, como lo había hecho durante los anteriores períodos de descanso. La muchacha a su lado le imitó.
—Tenemos Pell en nuestro poder —dijo Signy a su tripulación y a los soldados, los que estaban presentes con ella en el puente y los diseminados por la nave—. Nuestra decisión, la de Mazian, la mía y la de los demás capitanes, es conservar Pell. Los agentes de la Compañía han firmado un tratado con la Unión… les han entregado todo lo que hay en el Más Allá y nos han pedido que nos quedemos al margen mientras lo hacen. Han entregado a la Unión nuestro código de contacto. Esa es la razón por la que abortamos el ataque… y nos alejamos, puesto que no sabíamos cuál de nuestros códigos ha sido traicionado. —Dejó que los demás absorbieran las implicaciones de estas palabras, contemplando los rostros ceñudos de quienes la escuchaban—. Pell… las Estrellas Posteriores, todo este borde del Más Allá… esto es lo que ha quedado a salvo. No vamos a cumplir la orden de la Compañía. No vamos a aceptar la rendición, no importa de qué manera la disfracen. No nos tienen bajo su yugo y esta vez vamos a luchar a nuestra manera. Tenemos un mundo y una estación, y todo el Más Allá empezó con eso. Podemos reconstruir las estaciones de las Estrellas Posteriores, todo lo que existía entre aquí y el mismo Sol. Podemos hacerlo. Puede que la Compañía no sea tan lista como para querer ahora un amortiguador entre ellos mismos y la Unión, pero más adelante lo querrán, podéis creerme, y al menos se darán cuenta de que no deben jugar con nosotros. Ahora Pell es nuestro mundo. Tenemos nueve transportes para defenderlo. Ya no pertenecemos a la Compañía. Somos la Flota de Mazian y Pell es nuestro. ¿Alguna opinión en contra?
Esperó las reacciones, aunque conocía a su gente como si fuera su familia… Algunos podrían tener otras opiniones, ideas propias al respecto. Había razones para ello.
De súbito las tropas estallaron en vítores, que hallaron eco en toda la nave y se multiplicaron en los altavoces. Los que estaban en el puente se abrazaban y sonreían. Grafí abrazó a Signy, y a continuación lo hicieron el sondista Tiho y otros oficiales que estaban con ella desde hacía muchos años. Asomaban las lágrimas en los ojos de Graff, pero ella, que también deseaba llorar, no lo hizo, se mantuvo firme y dominó su emoción. Abrazó a Graff por segunda vez y miró a su alrededor.
——Vamos a prepararnos —dijo acercándose al micrófono, para que la oyeran en toda la nave—. Vamos a hacernos con la estación central antes de que sepan lo que sucede. Apresúrate, Di.
Graff empezó a dar órdenes. El eco de su voz resonó en los corredores de la nave. El puente entró en actividad, los técnicos se abrieron paso a empellones por los estrechos pasillos para ir a sus puestos.
—Diez minutos —gritó ella—. Armamento completo. Preparadas todas las tropas disponibles para salir.
Se oyeron gritos por todas partes. Los altavoces evidenciaban que las tropas se apresuraban a pertrecharse antes incluso de que les dieran oficialmente las órdenes. Signy regresó al pequeño aposento donde tenía su despacho y dormitorio y se protegió con un casco y una armadura para el cuerpo, pero no para los brazos y piernas, pues prefería correr riesgos a impedir la libertad de movimientos. Cinco minutos. Oyó a Di que contaba a través del altavoz, imponiéndose al caos que surgía de todos los puestos de mando. No importaba. La tripulación y las tropas sabían lo que tenían que hacer aunque fuese a oscuras y al revés. Allí todos formaban una familia. Los incompatibles quedaban pronto cribados por accidentes, y los restantes eran tan íntimos como hermanos, hijos, esposos.
Signy colocó su pistola en la funda abierta, salió de su aposento y tomó el ascensor. Las tropas con armadura que corrían por el pasillo se pegaron contra la pared para dejarla pasar en cuanto la reconocieron, a fin de que se pusiera al frente, donde tenía que estar.
—¡Signy! —gritaron llenos de júbilo tras ella—. ¡Bravo, Signy!
Estaban vivos de nuevo, y lo sentían.
—No —dijo Angelo enseguida—. No, no traten de detenerlos. Retírense. Retiren sus fuerzas inmediatamente.
El mando de la estación notificó que se daba por enterado, y las pantallas en la sala del consejo empezaron a reflejar nuevas órdenes. La voz apagada del mando de seguridad transmitía informes. Angelo se hundió en su asiento, ante la mesa en el centro del consejo, entre las filas parcialmente ocupadas, los suaves murmullos de pánico entre aquellos que habían conseguido llegar allí a través de los corredores. Unió las manos, llevándoselas a la boca, y observó los informes que aparecían en las pantallas en rápida secuencia, vistas de las plataformas, donde se acumulaban las tropas armadas. Algunos de los miembros del consejo habían esperado demasiado, no podían salir de las secciones donde habían trabajado o donde habían tomado un puesto de emergencia. Damon y Elene entraron juntos, sin aliento, buscando refugio, y se quedaron junto a la puerta, vacilantes. Angelo hizo una seña a su hijo y su nuera para que se acercaran, y ellos ocuparon dos de los lugares libres a la mesa.
—Hemos tenido que abandonar a toda prisa la oficina de la plataforma —dijo Damon en voz baja—. Hemos subido con el ascensor.
Tras ellos llegaron Jon Lukas y su grupo de amigos. Estos últimos se sentaron en las filas de asientos, mientras Lukas lo hacía ante la mesa. También llegaron dos de los Jacoby, con el pelo desordenado y los rostros brillantes de sudor. Aquello no era un consejo, sino un santuario donde refugiarse de lo que ocurría en el exterior.
Las pantallas mostraban que las cosas estaban empeorando. Las tropas se dirigían hacia el centro de la estación y los miembros de seguridad trataban de permanecer a la altura de las circunstancias por medio de control remoto, pasando apresuradamente de una cámara a la siguiente, lo que producía un constante parpadeo de imágenes.
—El personal quiere saber si cerramos las puertas del centro de control —dijo un consejero desde el umbral.
—¿Contra los rifles? —preguntó Angelo. Se humedeció los labios, movió lentamente la cabeza y miró la vertiginosa sucesión de imágenes captadas por las diferentes cámaras.
—Llamad a Mazian —dijo Dee, un recién llegado—. Protestad de esto.
—Lo he hecho, señor, y no tengo respuesta. Creo que está de acuerdo con lo que pasa.
«Desorden en cuarentena», les advirtió una pantalla. «Tres muertes comprobadas. Numerosos heridos…»
—Señor —dijo una voz, interrumpiendo el mensaje—. Están tratando de derribar las puertas de cuarentena, ¿Disparamos?
—No abráis —dijo Angelo. Su pulso se aceleró ante la evidencia de la locura donde hasta entonces había habido orden—. Negativo. No disparen a menos que derriben las puertas. ¿Qué queréis… dejarlos sueltos?
—No, señor.
—Entonces no lo hagáis.
El contacto se interrumpió. Angelo se enjugó el rostro, sintiéndose mal.
—Bajaré ahí —se ofreció Damon, empezando a levantarse de su asiento.
—No vas a ir a ninguna parte—dijo Angelo—. No quiero que caigas en ninguna redada militar.
—Señor —dijo entonces Kressich, en tono de inquietud—. Señor…
—Las comunicaciones con cuarentena no funcionan —advirtió el jefe de seguridad—. Las han estropeado de nuevo. Pero aún podemos ponernos en contacto mediante los altavoces de plataforma, a los que no pueden haber llegado.
Angelo miró a Kressich, aquel hombre ojeroso y pálido cuyo aspecto enfermizo se había intensificado en los últimos meses.
—¿Ha oído eso?
—Tienen miedo —dijo Kressich—. Temen que ustedes se marchen de aquí y permitan que la Flota los abandone a la Unión.
—Ignoramos cuáles pueden ser las intenciones de la Flota, señor Kressich, pero si hay alborotos y tratan de derribar esas puertas para irrumpir en las plataformas, no podremos hacer más que disparar. Le sugiero que se ponga en contacto con ellos en cuanto hayan restablecido las comunicaciones, y si hay algún altavoz que aún no hayan roto, acláreselo.
—Sabemos que somos parias pase lo que pase —replicó Kressich, temblándole los labios—. Hemos pedido una y otra vez que acelerasen las comprobaciones, expidieran documentos de identidad, saneasen sus registros, trabajasen más deprisa. Ahora es demasiado tarde, ¿verdad?
—No necesariamente, señor Kressich.
—Primero van a preocuparse de su propia gente, instalándola cómodamente en las naves disponibles. Van a apoderarse de nuestras naves.
—Señor Kressich…
—Hemos estado trabajando —intervino Jon Lukas—. Algunos de ustedes pueden tener documentos en orden. Yo no les pondría obstáculo alguno, señor.
Kressich guardó en silencio. Su mirada era incierta y el color de su rostro enfermizo. Le temblaban los labios, temblor que se extendía al mentón, y se apretaba las manos.
Angelo pensó que era más fácil tratar con los refugiados de cuarentena, ofrecer a todos sus dirigentes documentos en orden, razonar con ellos. Algunos así lo habían propuesto.
—Ya están ahí —musitó Damon.
Angelo siguió su mirada y a través de los monitores vio que los soldados armados se estacionaban a lo largo de los corredores.
—Mazian —dijo Jon—. Mazian en persona.
Angelo contempló el hombre de cabello plateado que estaba al frente, y contó mentalmente los minutos que aquella oleada de soldados tardarían en subir por las rampas espirales de emergencia hasta el nivel en el que estaban ellos, hasta las mismas puertas del consejo.
Mientras tanto, él seguía mandando en la estación.
Las imágenes cambiaron. Lily se impacientó, se puso en pie de un salto, dio un paso hacia los botones de la caja y otro hacia la soñadora, que tenía una expresión preocupada en sus ojos. Finalmente se atrevió a manipular la caja para cambiar el sueño.
—No —le dijo la soñadora vivamente, y ella miró atrás y vio el dolor… los bellos ojos oscuros en el rostro pálido, las sábanas muy blancas, todo luz a su alrededor, excepto en los ojos, que miraban fijamente las escenas de los pasillos. Lily se le acercó, interpuso su cuerpo entre el sueño y la soñadora y ahuecó la almohada.
—Te daré la vuelta —le ofreció.
—No.
Ella le acarició la frente con mucha suavidad.
—Te quiero, Dal-tes-elan, te quiero.
—Son soldados —dijo Sol-su-amiga, con aquella voz tan calma que sosegaba a los demás—. Hombres con armas, Lily. Hay disturbios. No sé qué puede pasar.
—Sueña que se vayan —suplicó Lily.
—No tengo poder para hacer eso, Lily. Pero mira, no usan las armas. Nadie recibe daño.
Lily se estremeció y permaneció cerca de ella. De vez en cuando aparecía el rostro del Sol en las paredes siempre cambiantes, y el rostro del mundo brillaba para ellas como la luna creciente. Y la línea de hombres con armadura crecía, llenando todos los caminos de la estación.
No hubo resistencia. Signy no había desenfundado su arma, aunque tenía la mano sobre ella, ni tampoco lo habían hecho Mazian, Kreshov ni Keu. Los soldados, con sus fusiles a punto, sin seguro, constituían suficiente amenaza. Sólo al principio hicieron unos disparos, de advertencia en las plataformas, disparos que no tuvieron continuación. Se movieron rápidamente, sin dar tiempo para pensar a aquellos con los que se encontraban, ni el menor signo de que era posible discutir. Pocos eran los que se quedaban en las distintas secciones para encontrarse con ellos. Angelo Konstantin había dado órdenes… Era la única alternativa sensata.
Cambiaron de niveles y subieron por una rampa en el extremo del corredor principal. En el ámbito vacío resonaban las pisadas de las botas. Las voces que informaban de los puestos ocupados gradualmente por las tropas también producían un eco. Pasaron de la rampa de emergencia al área de control de la estación. Las tropas entraron también allí, al mando de los oficiales, con los rifles bajados, mientras otros destacamentos recorrían los pasillos laterales para invadir otras oficinas. Tampoco allí hubo ningún disparo. Siguieron avanzando por los corredores centrales, pasaron del frío acero y los plásticos a las alfombras que apagaban los sonidos, y entraron en la sala de las extrañas esculturas de madera, cuyos ojos tenían una expresión continuamente asombrada.
También los rostros humanos, el pequeño grupo reunido en la antesala de la cámara del consejo, les miraban con los ojos muy abiertos.
Los soldados pasaron por su lado y empujaron las puertas decoradas, las cuales se abrieron y dos soldados se colocaron junto a las hojas como estatuas, los fusiles a punto. Los escasos consejeros se levantaron, enfrentándose a las armas mientras Signy, Mazian y los otros se les acercaban. Su porte era de dignidad, casi de desafío.
—Capitán Mazian —dijo Angelo Konstantin—. ¿Puedo ofrecerle a usted y a sus capitanes asiento para que hablemos de la situación?
Mazian permaneció un momento en silencio. Signy estaba entre él y Keu, Kreshov al otro lado, observando a los consejeros. Ni siquiera estaban allí la mitad de los miembros.
—No les quitaremos demasiado tiempo —dijo Mazian—. Nos han pedido que viniéramos, así que aquí estamos.
Ninguno se había movido, ni para sentarse ni para cambiar de posición.
—Quisiéramos una explicación a esta… esta operación —dijo Konstantin.
—Queda decretada la ley marcial mientras dure la emergencia —replicó Mazian—. Y tendrán que responder de los acuerdos a que han llegado con ciertos agentes de la Compañía. Compromisos… con la Unión, y el flujo de información secreta a los servicios de inteligencia de la Unión. Traición, señor Konstantin.
Los consejeros palidecieron.
—No ha habido tales compromisos —dijo Konstantin—. Esta estación es neutral. Somos una estación de la Compañía, pero no permitimos que nos arrastren a una acción militar o que nos utilicen como una base.
—¿Y esas fuerzas militares que han esparcido a su alrededor?
—A veces la neutralidad necesita fuerza, capitán. La misma capitana Mallory nos advirtió acerca de los vuelos fortuitos de refugiados.
—Alega usted ignorancia de que se entregó información a la Unión… y que lo hicieron agentes civiles de la Compañía. ¿No han tomado parte en ningún acuerdo, arreglo o concesión que esos agentes puedan haber concertado con el enemigo?
—Hubo un momento de denso silencio.
—Desconocemos tales acuerdos. Si tenía que llegarse a alguno, no se informó de ello a Pell, y si nos hubieran informado, les habríamos desaconsejado que lo hicieran.
—Ahora ya lo saben —dijo Mazian—. Se pasó información, incluyendo palabras y señales codificadas que ponen en peligro la seguridad de esta estación. La Compañía les ha entregado a la Unión. La Tierra está liquidando sus intereses aquí. Ustedes pensarán lo que quieran, pero no aceptamos semejante situación. Debido a lo que ya se les ha entregado, hemos perdido otras estaciones. Ustedes constituyen la frontera. Necesitamos Pell, y con las fuerzas que tenemos podemos defenderlo. ¿Me comprende?
—Tendrá toda nuestra cooperación —dijo Konstantin.
—Queremos el acceso a sus registros. Todo aquel que plantee un problema de seguridad será separado y puesto en cuarentena.
Konstantin miró un momento a Signy.
—Hemos seguido todas sus instrucciones tal como nos las dio la capitana Mallory. Meticulosamente.
—No habrá ninguna sección de esta estación, ningún registro, máquina ni apartamento a los que mi gente no pueda tener acceso si es necesario. Preferiría retirar a la mayor parte de mis fuerzas y dejar esto a cargo de las suyas, siempre que haya quedado bien claro que si hay problemas de seguridad o filtraciones, si una nave parte fuera de programación o si se produce la ruptura del orden en algún sitio, tenemos nuestros propios procedimientos; entre ellos, disparar. ¿Está claro?
—Perfectamente claro —respondió Konstantin.
—Mi gente se moverá a sus anchas, señor Konstantin, y dispararán si lo consideran necesario. Y si tenemos que entrar a tiros para despejar el camino a uno de los nuestros, lo haremos. Pero eso no ocurrirá. Ya se encargarán de que no suceda sus propias fuerzas de seguridad… o sus fuerzas con la ayuda de las nuestras. Ustedes dirán lo que prefieren.
Konstantin apretó la mandíbula.
—Está muy claro, capitán Mazian. Reconocemos su obligación de proteger a sus fuerzas y a esta estación. Cooperaremos y esperaremos que ustedes cooperen. A partir de ahora, cuando envíe un mensaje, llegará a su destino.
—Desde luego —dijo Mazian. Miró a derecha e izquierda y finalmente se encaminó a la puerta, mientras Signy y los otros continuaban frente al consejo—. Capitán Keu, puede usted seguir comentando los asuntos con el consejo. Capitana Mallory, tome el centro de operaciones. Capitán Kreshov, examine los registros y las normas de seguridad.
—Necesito a alguien enterado —replicó Kreshov.
—El director de seguridad le ayudará —dijo Konstantin—. Daré las órdenes oportunas.
—También yo —dijo Signy, mirando un rostro familiar en el centro de la mesa, el joven Konstantin, cuya expresión se alteró bajo aquel escrutinio. La joven que se sentaba a su lado le cogió de la mano.
—Capitana… —dijo él.
—Damon Konstantin… usted mismo, si quiere. Puede ser de ayuda.
Mazian se marchó, llevándose a algunos miembros de la escolta, para efectuar una visita general a la zona o, más probablemente, emprender nuevas operaciones, tales como la ocupación de otras secciones, quizás el núcleo y su maquinaria. Jan Meyis, el segundo en mando de la Australia, se ocupaba de esta tarea delicada. Keu tomó posesión de un sillón y de la cámara. Kreshov siguió a Mazian.
—Vamos —dijo Signy, y el joven Damon se detuvo para dirigir una mirada a su padre, que estaba contrariado y apretaba los labios, separándose de la joven que le acompañaba. Signy pensó que no la tenían demasiado en cuenta. Aguardó unos instantes y luego se encaminó a la puerta donde se les unieron otros dos soldados de escolta, Kuhn y Detkin.
—Al centro de mando —ordenó a Konstantin, y éste le hizo un gesto para que pasara con incongruente y natural cortesía, pero sin decir nada.
—¿Es su esposa esa señora? —preguntó Signy, deseosa de recopilar detalles de todas las personas importantes.
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Elene Quen.
El nombre sorprendió a la capitana.
—¿Pertenece a una familia de la estación?
—A los Quen de Estelle. Se casó conmigo y no participó en su último viaje.
—Esa nave se ha perdido. Usted lo sabe.
—En efecto.
—Una lástima. ¿Tienen hijos? Damon tardó un momento en responder.
—Estamos esperando uno.
—Claro —dijo Signy, recordando las incipientes señales de gravidez de la mujer—. Ustedes, los hermanos Konstantin, son dos. ¿Me equivoco?
—No. Tengo un hermano.
—¿Dónde se encuentra?
—En Downbelow —respondió él, cada vez más inquieto.
—No tiene por qué preocuparse.
—No me preocupo.
La capitana le dirigió una sonrisa burlona.
—¿También están sus fuerzas en Downbelow? —preguntó él.
Signy siguió sonriendo sin decir nada.
—Le recuerdo de Asuntos Legales.
—Sí.
—Así pues, conoce usted los datos de ordenador necesarios para obtener los informes personales, ¿verdad?
La mirada que le dirigió el muchacho no reflejaba miedo sino enojo. Ella miró hacia delante, al corredor donde los soldados protegían el complejo acristalado de la central.
—Les hemos asegurado nuestra cooperación —le recordó.
—¿Es cierto que nos cedieron?
Ella siguió sonriendo, pensando que aquellos Konstantin eran gente muy lista y conocían su valor tanto como el de Pell.
—Confíe en mí —le dijo con ironía.
Vio un letrero que decía MANDO CENTRAL, con una flecha indicativa. Otro letrero decía: COMUNICACIONES, AZUL UNO, 01-0122.
—Hay que quitar todas estas indicaciones —dijo Signy.
—No es posible.
—Y también las claves de colores.
—La estación es demasiado complicada… incluso los residentes pueden confundirse y perderse… Los corredores son todos iguales y sin nuestras claves de colores…
—Lo mismo ocurre en mi nave, señor Konstantin, y no señalizamos los corredores para los intrusos.
—Tenemos niños en esta estación. Sin los colores…
—Pueden aprender. Es preciso eliminar todos los signos.
La central de la estación estaba abierta ante ellos… ocupada por soldados. Los rifles se movieron cuando entraron y luego volvieron a aquietarse. Signy contempló el centro de mando, las hileras de consolas de control, los técnicos y funcionarios de la estación que trabajaban allí. Era evidente que las tropas se relajaban con su presencia. También los Civiles parecieron aliviados en sus puestos… al ver al joven Konstantin. Con ese propósito ella le había hecho acompañarle.
—Todo está en orden —dijo Signy a las tropas y los civiles—. Hemos llegado a un acuerdo con el jefe de la estación y el consejo. No evacuaremos Pell. La Flota establece aquí una base, la cual no vamos a abandonar. La Unión no podrá entrar aquí.
Se oyó un murmullo entre los civiles, que intercambiaron miradas de alivio. De súbito pasaban de rehenes a aliados. Los soldados habían apoyado sus rifles en el suelo.
«Mallory», oyó que susurraban de un extremo a otro de la sala. «Es Mallory». Y en el tono con que lo hacían no había afecto ni tampoco falta de respeto.
—Enséñeme esto —le pidió a Damon Konstantin.
La acompañó en su recorrido por el centro de control y fue nombrándole los puestos y el personal que los ocupaba, a muchos de los cuales recordaba Signy. Esta se detuvo un momento y miró a su alrededor, a las pantallas, donde se sucedían las imágenes de Downbelow punteadas de manchas verdes y rojas.
—¿Bases? —preguntó.
—Tenemos varios emplazamientos auxiliares —dijo él—, en los que tratamos de absorber y alimentar a lo que ustedes nos dejaron.
—¿Cuarentena? —Vio también el monitor correspondiente a aquella sección, con una hirviente masa humana que se agolpaba ante la puerta herméticamente cerrada, entre humo y cascotes—. ¿Qué hacen con ellos?
—Ustedes no nos dieron esa respuesta —replicó él. Pocos empleaban aquel tono con Signy, y le divirtió.
Escuchó y observó el enorme complejo, las filas de tableros de instrumentos con funciones distintas a las de una nave estelar. Allí se dirigía el comercio y el mantenimiento de una órbita que tenía siglos de antigüedad, la catalogación de bienes y manufacturas, el control de poblaciones en la estación y el planeta, de los nativos y los humanos… una colonia llena de vida. Observó todo aquello conteniendo el aliento, con una sensación de propiedad. Habían luchado para mantener aquel mundo con vida.
De repente se oyó el comunicador central, que emitía un anuncio del consejo. Era la voz de Angelo Konstantin.
—…deseamos asegurar a los residentes de la estación que no tendrá lugar ninguna evacuación. La Flota está aquí para protegernos…
Era su mundo, y estaban allí sólo para mantenerlo en orden.
Se acercaba la mañana, una línea roja en el horizonte. Emilio estaba al aire libre, respirando pausadamente a través de la máscara, y llevaba una pesada chaqueta para resguardarse del frío perpetuo de la noche en aquella latitud y elevación. Las hileras se movían en la oscuridad, calladamente, encorvadas bajo el peso de las cargas, como insectos que salvaran huevos de la inundación, extrayéndolas de las cúpulas de almacenaje.
Los obreros humanos aún dormían, los de cuarentena y los que residían bajo las cúpulas. Sólo unos pocos miembros del personal ayudaban en aquella tarea. Podía verlos dispersos aquí y allá en el paisaje de cúpulas y colinas bajas, sus oscuras figuras más altas que los nativos.
Se le acercó un pequeño y jadeante nativo.
—¿Qué? ¿Me envías, Konstantin-hombre?
—¿Brincador?
—Yo Brincador —susurró el nativo, sonriente—. Buen corredor, Konstantin-hombre.
Emilio tocó el hombro delgado y peludo del nativo, y sintió entrelazado con el suyo un brazo aracnoide. Extrajo un papel plegado de un bolsillo y lo puso en la mano callosa del hisa.
—Corre, pues —le dijo—. Lleva esto a los campamentos humanos, haz que sus ojos lo vean, ¿de acuerdo? Y díselo a todos los hisa. A todos, desde el río a la llanura. Diles que envíen a sus corredores, incluso a los hisa que no van a los campamentos humanos. Diles que tengan cuidado con los hombres y desconfíen de los extraños. Diles lo que hacemos aquí. Que vigilen, pero que no se acerquen hasta oír una llamada que ellos conocen. ¿Comprenden los hisa?
—Vienen los Lukas —dijo el hisa—. Sí, comprendo, Konstantin-hombre. Yo Brincador. Soy viento. Nadie me coge.
—Ve. Corre, Brincador.
El nativo le abrazó con la temible fuerza de los hisa. La sombra se deslizó en la oscuridad, se movió rápidamente, corrió…
Emilio miró las demás figuras humanas que se afanaban en la colina. Había dado órdenes a su personal, sin confiarles nada de lo que ocurría, pues deseaba ahorrarles responsabilidades. Ahora las cúpulas de almacenaje estaban vacías en su mayor parte, ya que habían llevado los suministros que contenían a lugares profundos entre los arbustos. Las noticias corrían a lo largo del río, por medios que no tenían nada que ver con las comunicaciones modernas, nada que pudieran controlar los oyentes, y que eran transmitidas con la velocidad de los hisa de un campamento a otro.
Se le ocurrió que quizá nunca hasta entonces los hisa habían tenido motivos para hablar entre sí de aquella manera. Jamás había habido guerra ni unidad entre las tribus dispersas, pero de algún modo el conocimiento del hombre se había difundido de un lugar a otro. Y ahora los humanos enviaban un mensaje a través de aquella extraña red. Imaginó el mensaje difundiéndose por las orillas del río y entre los matorrales, en encuentros ocasionales o acordados… fuera cual fuese el propósito que impulsaba a los apacibles y asombrados hisa. Y en toda la zona de contacto, los hisa, que no tenían concepto del robo, robarían, y aunque no sabían qué eran los salarios o la rebelión, abandonarían su trabajo.
Sintió frío a pesar de las ropas especiales que le aislaban de la helada brisa. Él no podía echar a correr, como Brincador. Era humano, y un Konstantin, y tenía que esperar, mientras la luz del alba recortaba las siluetas de los obreros cargados, mientras los humanos de las otras cúpulas empezaban a desperezarse para descubrir el pillaje sistemático de almacenes y equipo, mientras su personal permanecía inactivo, contemplando cómo sucedía. Las luces se encendieron bajo las cúpulas transparentes, los obreros salieron en tropel y pronto se detuvieron, asombrados.
Sonó una sirena. Emilio miró al cielo y no vio más que las últimas estrellas, pero algo se barruntaba en comunicaciones. Oyó ruido de pasos cerca de él, y un delgado brazo le rodeó la cintura. Atrajo a Miliko hacia sí, agradeciendo el contacto.
Hubo una llamada desde el otro lado de la cuesta. Los brazos se alzaron, señalando hacia arriba. La luz de la nave que descendía era visible en el cielo pálido… Llegaba antes de lo que esperaban.
—¡Coqueta! —llamó a una hembra hisa, y ella se le acercó sin soltar su carga, bajo la que se encorvaba—. Ocultaos. La hisa regresó a la fila y habló con sus compañeros.
—¿Adónde van? —preguntó Miliko—. ¿Lo han dicho?
—Ellos saben donde —respondió Emilio—. Sólo ellos. —La abrazó con más fuerza—. Y que vuelvan o no… dependerá de quién se lo pida.
—Si se nos llevan…
—Hacemos lo que podemos. Pero nadie de fuera les dará órdenes.
La luz de la nave se intensificó. No era uno de sus transbordadores, sino una nave mayor, más amenazante, militar: la sonda de aterrizaje de un transporte.
Uno de los trabajadores llegó corriendo a su lado.
—¿Es cierto, señor Konstantin, que Mazian está ahí?
—No sabemos lo que ocurre ahí arriba. Todos los indicios son de paz. Tenemos que mantener la calma y aceptar los acontecimientos como vengan. Que nadie hable de los suministros que faltan, ¿de acuerdo? Pero no vamos a dejar que la Flota se lo lleve todo y condenen a la estación a morirse de hambre. Pasa tú también el mensaje y no aceptes órdenes de nadie excepto de mí y de Miliko. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijo el hombre, y corrió a informar a los demás.
—Será mejor que hablemos con los de cuarentena —dijo Miliko.
Emilio asintió y se pusieron en camino. Sobre la colina, las luces de señalización orientaban el aterrizaje. Emilio y Miliko encontraron a Wei en la entrada de cuarentena.
—La Flota está ahí arriba —dijo Emilio. El otro acogió la noticia con una expresión de pánico—. Estamos tratando de almacenar comida para la estación y para nosotros mismos. Procuraremos impedir que la Flota se apodere de todo. Vosotros no habéis visto ni oído nada. Sois sordos y ciegos, y no tenéis ninguna responsabilidad. Yo me hago responsable.
Hubo un murmullo entre las filas de trabajadores residentes y los de cuarentena. Emilio y Miliko se volvieron por el camino que conducía a la zona de aterrizaje. Les habían rodeado su personal y un nutrido grupo de trabajadores residentes y miembros de la cuarentena. Nadie les detuvo. Ya no tenían guardianes, ni allí ni en los demás campamentos. Los de cuarentena se regían por los mismos horarios y normas que los demás trabajadores. Aquello no impedía las discusiones y las dificultades, pero no constituían una amenaza tan grande como la que llegaba ahora, con sus exigencias de provisiones para los transportes cargados de tropas y, quizá, también de personal.
Con un ruido atronador, la nave se posó en la zona de aterrizaje, rebasándola con su enorme volumen. Poco después se abrió la escotilla, descendió una rampa y las tropas armadas bajaron con los rifles dispuestos, apresurándose a tomar posiciones. Un oficial sin casco, sólo con la máscara del respirador, apareció en lo alto de la rampa. Era un hombre de piel oscura.
—Ese es Porey —susurró Miliko—. Tiene que ser Porey en persona.
Emilio se sobrepuso a la amenaza que representaba la inesperada visita. Quiso soltar la mano de Miliko, pero ella no soltó la suya. Juntos se dirigieron al encuentro del legendario capitán, deteniéndose a una distancia prudencial, conscientes de los rifles que les rodeaban.
—¿Quién está al cargo de esta base? —preguntó Porey.
—Emilio Konstantin y Miliko Dee, capitán.
—¿Son ustedes?
—Sí, capitán.
—Traigo un decreto de ley marcial. Todos los suministros de esta base quedan confiscados. Quedan suspendidos de toda función de gobierno tanto los humanos como los nativos. Entregarán ustedes de inmediato las relaciones de equipo, personal y suministros.
Emilio hizo un gesto irónico con la mano libre, ofreciendo las cúpulas esquilmadas. Pensó que aquello no iba a divertirle a Porey. También habían desaparecido ciertos libros de registro que se llevaban a mano. Temía por sí mismo y por Miliko, por los hombres y mujeres de aquella base y de otras, y también por los hisa, que nunca habían visto la guerra.
—Permanecerán ustedes en este mundo para ayudarnos en cuanto sea necesario —dijo Porey.
Emilio sonrió rígidamente y apretó la mano de Miliko. Aquello era un arresto, ni más ni menos. El mensaje de su padre, que le había despertado en plena noche, le dio tiempo. Allí existían obreros que nunca habían pedido que les colocaran en aquella posición, a los que habían obligado a servirles. Confiaba menos en su silencio que en la celeridad de los hisa. Era incluso posible que los militares le pusieran a buen recaudo. Pensó en su familia, en la estación, en la posibilidad de que evacuaran Pell y que los hombres de Mazian arruinasen intencionadamente Downbelow antes de abandonarlo, destruyendo aquello que no querían ver en manos de la Unión e incorporando a la Flota a todos los hombres capaces. Pondrían armas en manos de los hisa si ello les servía para refrenar a la Unión.
—Discutiremos el asunto, capitán —replicó él.
—Las armas se entregarán a mis tropas. El personal se someterá a registro.
—Le sugiero que lo discutamos, capitán. Porey hizo un gesto brusco.
—Tráiganlos adentro.
Los soldados se dirigieron a ellos. Miliko le apretó la mano. Él tomó la iniciativa y se adelantaron, sometiéndose a un registro antes de que les hicieran subir por la rampa hasta el brillante interior de la nave, donde aguardaba Porey. Emilio se detuvo en el extremo superior de la rampa, con Miliko a su lado.
—Tenemos la responsabilidad de esta base —le dijo—. No quiero hacer de esto una discusión pública. Muy discretamente satisfaré las necesidades razonables de sus fuerzas.
—Está usted profiriendo amenazas, señor Konstantin.
—Me limito a hacer una declaración, señor. Díganos lo que quiere. Conozco este mundo. La intervención militar en su sistema en funcionamiento requeriría un tiempo valioso para actuar a su manera, y en algunos casos la intervención podría ser destructiva.
Miró a los ojos de Porey, y se dio cuenta de que a aquel hombre no le gustaba nada que le desafiaran. Era personalmente peligroso.
—Mis oficiales le acompañarán para que les entregue las relaciones —dijo el capitán.
Había llegado la policía, unos hombres silenciosos que se quedaron junto a la puerta hablando con el supervisor. Josh les vio y mantuvo la cabeza baja, sin dejar de dar vueltas a la pieza que estaba extrayendo. La muchacha que trabajaba a su lado se había detenido por completo, y le oprimió las costillas con el codo.
—Eh —le dijo—. Eh, es la policía.
Cinco hombres. Josh no hizo caso del codazo y la muchacha le golpeó con más fuerza.
La pantalla del comunicador se iluminó, y Josh alzó la vista un instante para enterarse de otro anuncio general: El retorno de la libertad limitada de paso en la sección verde. Agachó la cabeza y prosiguió su trabajo.
—Miran hacia aquí —dijo la joven.
En efecto, los policías hacían gestos en aquella dirección. Josh alzó la vista de nuevo, pues habían entrado soldados provistos de armaduras. Tropas de la Compañía, de Mazian.
—Mira —dijo la muchacha, poniéndose a trabajar.
La sedosa voz que procedía de la central seguía hablando a través del comunicador, asegurando que no había nada que temer. Josh dejó de creerlo.
Se oyó ruido de pisadas en el pasillo, desde el otro lado, que se aproximaron hasta donde él estaba y se detuvieron a sus espaldas. Siguió trabajando con una última y enfebrecida esperanza, confiando en que fuera Damon.
Una mano le tocó el hombro y le hizo volverse. Se encontró ante el supervisor, varios policías de seguridad de la estación y un soldado con armadura que ostentaba la insignia de la Flota de Mazian.
—¿Quiere acompañarnos, señor Talley? —le preguntó uno de los policías.
Se dio cuenta de que la llave inglesa que sostenía podía parecer un arma, la dejó cuidadosamente sobre el mostrador, se secó las manos en el mono y se levantó.
—¿Adónde vas? —le preguntó la muchacha que estaba a su lado y cuyo nombre desconocía. Parecía triste—. ¿Adonde vas?
Él no respondió, pues lo ignoraba. Uno de los policías le cogió del brazo y les condujo por el pasillo del taller hasta la puerta. Todos les miraban.
—Tranquilos —dijo el supervisor, al oír el murmullo general.
Los policías y soldados le hicieron salir al corredor y se detuvieron allí. La puerta se cerró y un oficial militar, sólo con armadura en el torso, le hizo ponerse cara a la pared y le registró.
El hombre le extrajo los documentos del bolsillo. Josh dio media vuelta cuando le dejaron y permaneció de espaldas a la pared, mirando al oficial que revisaba los documentos. Su insignia decía Atlantic, y Josh sentía que le invadía una oleada de angustioso terror. Los soldados de la Compañía tenían los documentos en sus manos, y aquellos papeles eran la única prueba de su inocuidad, de lo que había sufrido y de que no representaba ningún peligro para nadie. Tendió la mano para recuperarlos y el oficial los mantuvo fuera de su alcance. Eran hombres de Mazian. La sombra regresó. Retiró la mano, recordando otros encuentros, el corazón latiéndole con fuerza.
—Tengo un pase —dijo, tratando de evitar el tic de su rostro, que afloraba cada vez que estaba trastornado—. Está con los papeles. Puede ver que trabajo aquí. Este es mi lugar.
—Sólo por las mañanas.
—Nos retuvieron a todos. Pregunte a los demás. Todos pertenecemos al turno de mañana.
—Usted vendrá con nosotros —dijo uno de los soldados.
—Pregunte a Damon Konstantin. Él se lo dirá. Le conozco. Él les dirá que tengo razón. Aquello les retrasó.
—Tomaré nota de eso —dijo el oficial.
—Probablemente es cierto —dijo uno de los policías de la estación—. He oído algo así. Es un caso especial.
—Tenemos nuestras órdenes. El ordenador nos ha proporcionado los datos. Tenemos que aclarar el asunto. Enciérrenlo en sus dependencias o lo haremos en las nuestras.
Josh abrió la boca para expresar su preferencia.
—Nos lo llevaremos —dijo el policía antes de que pudiera hablar.
—Mis papeles —pidió Josh. La vergüenza le hacía tartamudear y sonrojarse; aún era incapaz de controlar algunas reacciones. Alargó una mano, que le temblaba visiblemente—. Por favor, señor.
El oficial dobló los documentos y se los guardó en una cartera adosada al cinto.
—No los necesita, porque no va a ir a ninguna parte. Enciérrenlo y téngalo disponible si cualquiera de nosotros quiere verle. ¿Comprendido? Más tarde podría ir a cuarentena, pero no hasta que el mando haya tenido ocasión de revisar su caso.
—Entendido —dijo el policía, cogiendo a Josh del brazo para conducirlo por el corredor. Los soldados avanzaron hasta que al llegar a un cruce de corredores, cada grupo siguió una dirección distinta.
Había hombres de Mazian por todas partes, y Josh se sentía vulnerable. Tuvo una profunda sensación de alivio cuando los policías le hicieron entrar en un ascensor, sin soldados.
—Por favor, avisen a Damon Konstantin —les pidió—, o a Elene Quen… o a cualquiera de sus oficinas. Conozco los números.
No le respondieron de inmediato.
—Informaremos a través de los canales adecuados —dijo finalmente uno de los policías, sin mirarle.
El ascensor se detuvo en el sector rojo uno, perteneciente a la zona de seguridad. Flanqueado por los policías, Josh cruzó el panel divisorio transparente y se detuvo ante el mostrador de la entrada. También en el interior de aquella oficina había soldados, protegidos con armadura y armados, lo cual le hizo sentir una oleada de pánico, pues había esperado que al menos en aquel lugar hubiere una autoridad de la estación.
—Por favor —dijo al joven funcionario que estaba ante el mostrador, mientras le hacían entrar. Conocía al joven funcionario, le recordaba. Se inclinó hacia él y le pidió en voz baja, con un tono desesperado—; Por favor, llame a los Konstantin. Dígales que estoy aquí.
Tampoco recibió respuesta, y vio que el joven, incómodo, desviaba la mirada. Todos los estacionados tenían miedo… les aterraban las tropas armadas. Los soldados le apartaron del mostrador y le condujeron por un pasillo a las celdas de detención, encerrándole en una de ellas. Era una estancia blanca, amueblada sólo con la instalación higiénica y un banco que era como un saliente de la pared. Le registraron de nuevo, esta vez desnudándole, y le dejaron allí, con sus ropas en el suelo.
Al quedarse solo, se vistió, se sentó en el banco, alzó las piernas y apoyó la cabeza en las rodillas, cansado y lleno de temor.
Vittorio Lukas se levantó de su asiento y recorrió el sucio puente curvo de la Hammer. Vaciló al ver el bastón que sostenía el unionista que no le quitaba ojo de encima. No le dejarían aproximarse a los controles. En aquel pequeño y puntiagudo cilindro de rotación —la mayor parte de la fea masa de la Hammer era una enorme bodega con gravedad nula— había una línea señalada con cinta adhesiva que indicaba el recinto del que no podía pasar. Aún no había descubierto lo que ocurría si cruzaba aquella línea sin que le llamaran. No tenía intención de averiguarlo. Le permitían deambular por la mayor parte del cilindro, la pequeña estancia donde dormía, la diminuta sala principal… y hasta cierto punto de la zona de operaciones. Desde allí podía ver una de las pantallas y el radar por encima del hombro de los técnicos. Se quedó mirando, a espaldas de los hombres y mujeres que no eran mercantes pero que vestían como si lo fueran, con el vientre todavía revuelto por las drogas ingeridas y los nervios en tensión a causa del salto. Se había pasado la mayor parte del día vomitando.
El capitán estaba en pie, mirando las pantallas y, al verle, le hizo una seña para que se acercara. Vittorio vaciló. A la segunda señal penetró en la zona prohibida de operaciones, no sin mirar de soslayo al hombre con el bastón. Aceptó la mano amistosa del capitán sobre su hombro mientras miraba de cerca las pantallas. Aquel hombre tenía un aspecto saludable, próspero, y podría haber pasado por un hombre de negocios de Pell. Todos le trataban bastante bien, incluso con cortesía. Era su situación y los peligros potenciales que encerraba lo que le mantenía aterrado. Su padre habría dicho disgustado que era un cobarde. No se habría equivocado. Aquel no era lugar para él, ni aquellos hombres la compañía más adecuada.
—Pronto vamos a retroceder —dijo el hombre, un tal Abe Blass—. No hemos saltado muy lejos, sólo lo suficiente para estar fuera del alcance de Mazian. Relájese, señor Lukas. ¿Nota alguna mejoría en el estómago?
Él no replicó. La mención de sus molestias aumentaba sus náuseas.
—No se preocupe —le dijo Blass en voz baja, todavía con una mano en su hombro—. No ocurre absolutamente nada, señor Lukas. La llegada de Mazian no constituye ningún problema para nosotros.
Vittorio miró al hombre.
—¿Y si la Flota nos descubre cuando entremos de nuevo?
—Siempre podemos saltar —dijo Blass—. El Ojo del Cisne no se habrá apartado de su sitio, e Ilyko no hablará, pues sabe lo que le interesa. Procure descansar, señor Lukas. Todavía parece mantener ciertos reparos respecto a nosotros.
—Si mi padre, en Pell, está en peligro…
—No es probable que eso suceda. Jessad sabe lo que hace, créame. Todo está planeado, y la Unión se preocupa de sus amigos. —Le dio unas palmadas en el hombro—. Lo está haciendo muy bien para un primer salto. Siga el consejo de un veterano y no se exceda. Relájese. Vuelva a la sala principal y le avisaré en cuanto nos dispongamos a entrar.
—Sí, señor —replicó él, e hizo lo que le ordenaban, regresando a la desierta sala principal.
Se sentó en el banco y apoyó los brazos en la mesa, tragando saliva con dificultad. No era a causa de las náuseas producidas por el salto. Estaba aterrado. «Sé un hombre», podía oír que le decía su padre, pero no podía evitar aquel pavor. No, aquel no era su sitio, entre gentes como Abe Blass y aquellos seres ceñudos todos demasiado iguales. Su padre le había obligado a arriesgar su vida. Si fuera ambicioso, trataría de ganar puntos en aquellas circunstancias, congraciándose con la Unión. Pero no lo era. Conocía sus capacidades y sus límites, y quería a Roseen, sus comodidades, un buen trago que no podía tomar con el organismo lleno de drogas.
Nada de aquello funcionaría. Le llevarían a la Unión, donde todo el mundo marcaba el paso, y aquello sería el fin de su mundo. Temía los cambios. Lo que tenía en Pell le satisfacía lo suficiente. Nunca le había pedido demasiado a la vida ni a nadie, y la idea de perder de súbito todos sus puntos de referencia le provocaba pesadillas. Pero no tenía elección. Su padre se había preocupado de que no la tuviera.
Finalmente llegó Blass, se sentó y con gesto solemne extendió mapas y gráficos sobre la mesa, explicándole las cosas como si fuera una persona de importancia. Él miró los diagramas y trató de comprender lo que estaban haciendo, aunque fue en vano.
—Debe tener confianza —le dijo Blass—. Le aseguro que está en un lugar menos peligroso que la misma estación.
—Usted es un alto oficial de la Unión, ¿verdad? Si no fuera así no le habrían encargado de esta misión. Blass se encogió de hombros.
—La Hammer y el Ojo del Cisne… ¿Son éstas todas las naves que tienen cerca de Pell?
Blass volvió a encogerse de hombros. Aquella era su respuesta.
Los hombres armados y vestidos con armaduras llevaban largo tiempo entrando y saliendo. Satén se ocultó más en las sombras, junto al montacargas. Muchos habían huido durante el tiempo en que gobernaron los Lukas, y huyeron de nuevo cuando llegaron los hombres extraños, por los estrechos caminos que los hisa siempre podían usar, los túneles oscuros donde los hisa podían respirar sin máscaras mientras que los hombres no. Los hombres de allá arriba conocían aquellos caminos, pero aún no se los habían mostrado a los extraños y los hisa estaban a salvo, aunque algunos de ellos lloraban quedamente en las oscuras profundidades, muy bajo para que los hombres no pudieran oírles.
Allí no había esperanza. Satén frunció los labios y retrocedió agachada, esperó mientras el aire cambiaba y regresó a la segura oscuridad. Unas manos la tocaron. Notó el olor de un macho. Soltó un bufido de reprobación y olfateó en busca del macho que le pertenecía. Dienteazul la estrechó entre sus brazos y ambos se consolaron mutuamente. No le preguntó nada. Sabía que no había ninguna noticia que dar.
La situación era alarmante. Los Lukas hablaban y daban órdenes, y los extraños amenazaban. El Viejo no estaba allí… como tampoco ninguno de los veteranos, todos los cuales habían ido a proteger cosas importantes, a cumplir con deberes encargados por los humanos y que tal vez concernían a los hisa.
Pero ellos habían desobedecido, no se habían presentado a los supervisores, como tampoco lo habían hecho los Viejos, que también odiaban a los Lukas.
—¿Regresamos? —preguntó alguien finalmente.
Si regresaban después de haber huido tendrían problemas. Los hombres se enfadarían con ellos, aquellos hombres que estaban armados.
—No —dijo Satén.
Los demás protestaron con murmullos, y Dienteazul volvió la cabeza para razonar la negativa.
—Pensad. Si vamos allí puede haber hombres. Hay peligro.
—Tengo hambre —protestó otro.
Nadie le respondió.
Lo que habían hecho podría enemistarles con los hombres, y ahora se daban cuenta de ello con claridad. Y sin aquella amistad, podrían permanecer en Downbelow para siempre. Satén pensó en los campos de Downbelow, las suaves nubes que en otro tiempo le parecían sólidas como si pudiera sentarse en ellas, la lluvia, el cielo azul y las hojas grises, verdes y azules, las flores y los musgos, y sobre todo el aire que olía a hogar. Tal vez Dienteazul soñaba en todo ello, pues el calor de su primavera se había disipado y ella, como era joven, no se había estimulado en su primera estación adulta. Ahora Dienteazul veía las cosas con la cabeza más clara. A veces echaba de menos su mundo, igual que ella. Pero permanecer allí para siempre…
Su nombre verdadero era Cielo-la-ve, y ella había visto la verdad. El azul era falso, una cobertura que se extendía como una manta. La verdad era una inmensa negrura, y el rostro del gran Sol brillando en la oscuridad. La verdad colgaría siempre por encima de ellos. Sin el favor de los humanos, regresarían a Downbelow sin esperanza, sabiendo que quedarían eternamente separados del cielo. Ahora que habían mirado el Sol, ya no habría un hogar para ellos.
—Los Lukas se van de vez en cuando —murmuró Dienteazul en su oído.
Ella apoyó la cabeza contra él, tratando de olvidar que tenía hambre y sed, y no le respondió.
—Armas —dijo otra voz cerca de ellos—. Dispararán contra nosotros y nos perderemos para siempre.
—No si nos quedamos aquí —dijo Dienteazul—, y hacemos lo que yo digo.
—No son nuestros humanos —terció la voz profunda de Grantipo—. Estos hacen daño a nuestros humanos.
—Es una pelea entre hombres —replicó Dienteazul—. Los hisa no tenemos nada que ver.
Una idea cruzó entonces por la mente de Satén.
—Es una pelea con los Konstantin. Los buscaremos y les preguntaremos qué podemos hacer. Buscaremos a los Konstantin y también a los Viejos, cerca del lugar del Sol.
—Pregúntale a Sol-su-amigo —exclamó otro—. Ella debe saber.
—¿Dónde está Sol-su-amigo?
Hubo un silencio. Nadie lo sabía. Los Viejos preservaban aquel secreto.
—La encontraré —dijo Grantipo, el cual se les acercó y, en la oscuridad, cogió a Satén del hombro—. Voy a muchos sitios. Ven, ven.
Ella contuvo el aliento y tocó con labios inseguros la mejilla de Dienteazul.
—Vamos —accedió él de súbito, cogiéndola de la mano.
Grantipo avanzó delante de ellos en la oscuridad. Otros les siguieron por los corredores envueltos en sombras, las escalas y los lugares estrechos en los que no solía haber luz alguna. Algunos se rezagaron entre tuberías y lugares en los que el suelo ardiente quemaba sus pies descalzos, y pasaron junto a maquinarias que atronaban con sus amenazantes poderes.
A veces Dienteazul tomaba la delantera, soltando la mano de Satén. En otras ocasiones Grantipo le apartaba a un lado y se ponía de nuevo en cabeza. Satén dudaba de que Dienteazul tuviera la menor idea de dónde iba o qué camino les llevaría al encuentro de Sol-su-amigo. Habían estado en el lugar del Sol, y ella tenía la vaga sensación que, como en la tierra, le decía dónde debía estar un lugar… Aquella sensación le decía que estaba arriba y a la izquierda, pero a veces los túneles no se curvaban a la izquierda y parecían zigzaguear. Los dos machos seguían avanzando, uno tras otro, hasta que todos jadeaban y andaban a tropezones, y cada vez eran más los que se quedaban atrás. Al final, el que iba tras ella le cogió la mano con gesto suplicante… pero Dienteazul y Grantipo seguían su camino y ella no quería perderlos. Se separó del último de sus seguidores y siguió andando con rapidez para darles alcance.
—No más —suplicó cuando llegó junto a ellos en los escalones metálicos—. No más. Regresemos. Os habéis perdido.
Grantipo no le hizo caso. Jadeando, emprendió la subida de los escalones. Ella tiró de Dienteazul, y éste soltó un bufido de frustración y siguió a Grantipo. La locura se había apoderado de ellos. Satén, desesperada, les siguió, intentando razonar, pero ellos no atendían a razones. Pasaron junto a paneles y puertas a través de las que podrían haber salido de aquel laberinto, pero al fin llegaron a un lugar donde se les ofrecían varias alternativas. Una luz azul brillaba encima de una puerta. Había escalas por todas partes.
—Aquí hay un camino —dijo Grantipo tras una ligera vacilación, palpando los botones de la puerta iluminada.
—No —gimió Satén—, no.
Dienteazul objetó también, quizás volviendo en sí, pero Grantipo oprimió el primer botón y penetró en la cámara de aire cuando se abrió la puerta.
—Vuelve —exclamó Dienteazul, y corrieron para detenerle, porque Grantipo estaba enloquecido por la rivalidad y hacía aquello por ella y por nada más. Fueron tras él y la puerta se cerró a sus espaldas. La segunda puerta se abrió bajo la mano de Grantipo cuando llegaron a su lado. Les sorprendió una luz cegadora.
De repente dispararon las armas y Grantipo cayó junto al umbral, con un olor a quemado. Gritó horriblemente, y Dienteazul giró en redondo y oprimió el botón de la otra puerta, tirando de Satén con fuerza mientras la puerta se abría y el viento se arremolinaba en torno a ellos Se oyeron voces de hombres que daban la alarma, pero quedaron silenciadas en cuanto se cerró la puerta. Bajaron por las escalas y corrieron ciegamente a través de los pasadizos oscuros. Tenían puestos los respiradores, pero el aire olía de un modo extraño. Finalmente dejaron de correr, sudando y estremeciéndose. Dienteazul osciló y gimoteó en la oscuridad. Satén trató de localizar alguna herida y descubrió que le habían alcanzado en un brazo. Lamió el lugar lastimado, que estaba caliente y quemado, le consoló lo mejor que pudo, le abrazó y trató de mitigar la rabia que le hacía temblar. Estaban perdidos en aquellos caminos, y Grantipo había sufrido una muerte horrible. Dienteazul gemía de dolor y cólera, con los músculos sacudidos por temblores. Pero poco después se levantó, lamió la mejilla de Satén y la rodeó con sus brazos.
—Volvamos a casa —susurró—. Volvamos, Tam-utsa-pi-tan, y no veamos más a los humanos. No más máquinas, ni campos, ni obras humanas. Sólo hisa para siempre. Volvamos a casa.
Satén no dijo nada. Era la causante del desastre, pues ella lo había sugerido. Grantipo la quería y Dienteazul aceptó el desafío de su atrevimiento, como si hubieran estado en las colinas. Ella había sido la única culpable. Y ahora el mismo Dienteazul hablaba de renunciar a su sueño y no deseaba seguirla. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Se sentía llena de dudas y temía haber ido demasiado lejos. Ahora estaban en la peor parte de las situaciones, pues para encontrar su camino deberían subir de nuevo a los lugares del hombre, abrir una puerta y rogar auxilio, y ya habían visto cuál era el resultado de aquello. Se abrazaron y no se movieron de donde estaban.
Demacrada y con aspecto de fatiga, Mallory recorrió los interminables pasillos de la central de mando, mientras las tropas montaban guardia. Damon la observaba, apoyado en un mostrador, hambriento y cansado, pero pensó que aquello no era nada en comparación con lo que debía sentir el personal de la Flota, que habían pasado de la dura experiencia del salto a un tedioso deber de vigilancia policíaca. Los obreros, a los que no relevaban de sus puestos, estaban ojerosos y musitaban tímidas quejas… pero aquellos soldados no tenían a nadie que les relevara.
—¿Van a estar aquí toda la noche? —preguntó a Mallory.
Ella le miró fríamente, no respondió y siguió andando.
Damon la había observado durante varias horas. Su presencia en el centro imponía respeto. Tenía una forma silenciosa de moverse; no se trataba de una pose, no, pero quizá aquella actitud se debía a la suposición inconsciente de que no se movería nadie allá por donde ella pasara. Y así era, en efecto. Cuando un técnico tenía que levantarse, esperaba a que Mallory anduviera por otro pasillo. Ella nunca había formulado amenazas… Hablaba poco, y principalmente a las tropas, pero nadie sabía qué les decía. Incluso en ocasiones, y antes de que el paso de las horas hubiera aumentado su fatiga, era agradable. Pero no había duda que representaba una amenaza. La mayoría de los residentes en la estación nunca habían visto de cerca la clase de equipo que rodeaba a Mallory y sus soldados, nunca habían tocado un arma con su propias manos y difícilmente podrían describir lo que estaban viendo. Damon observó tres modelos distintos de armas portados por aquella pequeña selección: pistola ligera, pistola de cañón largo y rifle pesado, todas ellas de plástico negro y amenazantes simetrías, y la armadura que disolvía el fuego de aquellas armas y proporcionaba a los soldados el mismo aspecto mortífero que el resto de su maquinaria. Era imposible tranquilizarse entre aquellos individuos.
Un técnico se levantó en un extremo de la sala, miró por encima del hombro como para ver si alguna de las armas se había movido… y recorrió el pasillo como si estuviera minado. Dio a Damon un mensaje impreso y se retiró enseguida. Él sostuvo el papel en la mano, sin leerlo, consciente del interés de Mallory, la cual había dejado de pasear. Damon vio que no podía evitar su atención, desdobló la hoja y la leyó.
PSSCIA/PACPAKONSTANT INDAMON/AUl-1-1-1/1030/ 10/4/52/2136 MD/0936A/ INICIO/DOCUMENTOS TALLEY CONFISCADOS Y TALLEY ARRESTADO POR ORDEN FLOTA/ OFICINA SEGURIDAD HA DADO ALTERNATIVA: DETENCIÓN LOCAL O INTERVENCIÓN MILITAR/ TALLEY CONFINADO EN ESTE PUESTO/ TALLEY SOLICITA SE ENVIÉ MENSAJE A FAMILIA KONSTANTIN/ CUMPLIMENTADO AHORA/ SOLICITUD INSTRUCCIONES/ SOLICITUD CLARIFICACIÓN POLÍTICA/ SAUNDERSREDONE-SECOMSEG/ FINFINFIN.
Alzó la vista, con el pulso acelerado, debaiéndose entre el alivio porque no se trataba de algo peor y la congoja por lo ocurrido. Mallory le miraba fijamente, con una expresión curiosa y desafiante en su rostro. Se aproximó a él, y Damon pensó en decirle una mentira, confiando en que no insistiría en ver el mensaje. Pero consideró lo que sabía de aquella mujer y decidió no mentirle.
—Un amigo mío se encuentra con problemas. Tengo que ir a verle.
—¿Problemas relacionados con nosotros? Él pensó en mentirle por segunda vez.
—Más o menos.
Mallory tendió una mano. Él no le ofreció el mensaje.
—Tal vez pueda ayudar —le dijo fríamente, con la mano extendida y la palma hacia arriba. Y como él continuaba sin entregarle el papel, le preguntó—: ¿Hemos de suponer que se trata de algo embarazoso para la estación? ¿O tal vez algo peor?
Damon le entregó el papel, pensando que aún tenía alternativas. Ella lo leyó, pareció perpleja un momento y la expresión de su rostro cambió gradualmente.
—Talley —dijo—. ¿Josh Talley?
Él asintió, y Mallory frunció los labios.
—Amigo de los Konstantin. Cómo cambian los tiempos.
—Ha sido sometido a Corrección. Ella parpadeó.
—A petición propia —dijo él—. ¿Qué otra cosa le dejaron en Russell?
Ella siguió observándole, y Damon deseó poder mirar a otra parte, estar en otro lugar. La Corrección complicaba las cosas, hacía que Pell y Mallory estuvieran en una relación demasiado íntima.
—¿Qué tal está? —preguntó Mallory. Aquella pregunta le pareció a Damon demasiado desagradable y no respondió.
—Amistad —dijo ella—. Amistad y de unos polos tan opuestos. ¿O acaso es condescendencia? Él pidió que le sometieran a Corrección y ustedes accedieron, terminaron lo que se había iniciado en Russell… Percibo que eso ha ofendido su sensibilidad, ¿me equivoco?
—Aquí no somos como en Russell. Ella sonrió irónicamente.
—Qué mundo tan puro, señor Konstantin, donde aún existe tal capacidad de indignación, y donde existe una sección de cuarentena… en la misma estación, al alcance de la mano y administrada por su oficina. O quizás la misma cuarentena se debe a una compasión fuera de lugar. Sospecho que usted debe haber creado ese infierno con sus medidas, ejerciendo su sensibilidad. ¿Es este unionista su motivo privado de ultraje, señor Konstantin? ¿Su sustituto de la moralidad o su declaración sobre la guerra?
—Quiero que le liberen y le devuelvan sus documentos. Ese hombre está definitivamente al margen de la política.
Nadie se dirigía a Mallory de aquel modo. Al cabo de unos instantes ella desvió la mirada y asintió lentamente.
—¿Se hace usted responsable?
—Acepto la responsabilidad.
—En ese caso… No, no, señor Konstantin, usted no irá. No es necesario que vaya en persona. Haré que le liberen a través de los canales de la Flota y le enviaré a casa… bajo su palabra de que las cosas son tal como usted dice.
—Puede ver los registros si lo desea.
—Estoy segura de que no contienen nada nuevo.
Movió ligeramente la mano, haciendo una señal a alguien que estaba detrás de él. Damon se estremeció al darse cuenta de que había tenido un arma apuntándole a sus espaldas. Ella se dirigió a la consola del comunicador, se inclinó por encima del técnico y tecleó para ponerse en comunicación con el canal de la Flota.
—Aquí Mallory. Liberen a Joshua Talley de la prevención y devuélvanle sus documentos. Transmítanlo a las autoridades correspondientes de la Flota y la estación. Corto.
Una voz impersonal y desinteresada acusó recibo.
—¿Puedo enviarle una llamada? —le preguntó Damon—. Necesitará instrucciones claras…
—Señor —dijo uno de los técnicos desde su puesto, volviendo la cabeza—. Señor…
Damon miró distraídamente el rostro angustiado del técnico.
—Han disparado contra un nativo, señor. En el sector verde cuatro.
Damon se quedó sin aliento y por un momento con la mente en blanco.
Movió la cabeza, sintiendo que le invadía una náusea. Se volvió y dirigió una mirada furiosa a Mallory.
—No hacen daño a nadie. Ningún nativo ha alzado jamás la mano a un humano, salvo para escapar. Jamás.
—Ya no tiene remedio, señor Konstantin. Ocúpese de sus asuntos. Alguien ha disparado a pesar de las órdenes de no hacerlo. Eso es asunto nuestro y no suyo. Nosotros nos ocuparemos de él.
—Son personas, capitán.
—También hemos disparado contra personas —dijo Mallory sin inmutarse—. Le he dicho que se ocupe de sus asuntos. Este suceso queda bajo la ley marcial, y tomaré las medidas oportunas.
Damon se calló. Todos los presentes en el centro habían vuelto sus rostros hacia ellos, y en los tableros brillaban numerosas luces a las que no respondían.
—Vuelvan al trabajo —ordenó Damon vivamente, y los técnicos le volvieron la espalda de inmediato—. Enviaré a un médico de la estación.
——Pone usted a prueba mi paciencia —dijo Mallory.
—Son ciudadanos nuestros.
—Tienen ustedes una amplia ciudadanía, señor Konstantin.
—Le digo que a esos nativos les aterra la violencia. Si quiere que se produzca el caos en esta estación, capitana, cause pánico a los nativos.
Ella reflexionó un momento y finalmente asintió.
—Si puede arreglar la situación, señor Konstantin, hágalo. Y vaya donde le parezca.
Damon se puso en movimiento y miró a Mallory con súbito temor. Aquella mujer podía abandonar una discusión pública. Él había perdido y sintió que le dominaba la cólera. Le había despedido como si su orgullo no contara para nada.
Se alejó con la turbadora sensación de que había hecho algo muy peligroso.
«Dejen el paso libre a Damon Konstantin», atronó la voz de Mallory a través de los corredores, y los soldados no le importunaron.
Salió corriendo del ascensor al llegar al sector verde cuatro, con su documento de identidad en la mano y la tarjeta, que mostró al celoso soldado que intentó cortarle el paso. Los soldados se habían reunido más adelante, impidiendo toda visión. Le detuvieron de nuevo, bruscamente, pero mostró la tarjeta y se abrió paso entre los soldados.
—Damon.
Oyó la voz de Elene antes de verla, dio media vuelta y la abrazó aliviado, en medio de los soldados cubiertos con armaduras.
—Es uno de los temporeros —le informó ella—, un macho llamado Grantipo. Está muerto.
—Salgamos de aquí —le susurró, sin confiar en el buen sentido de los soldados.
Miró más allá de ella. Había bastante sangre en el suelo, junto al umbral de la puerta de acceso. Habían introducido al nativo muerto en un saco de plástico, tendiéndolo sobre una camilla para llevárselo. Elene, que le había cogido del brazo, no parecía tener intención de marcharse.
—Le alcanzaron las puertas —le dijo—, pero es posible que ya hubiera muerto a causa del disparo… El teniente Vanars, de la India —murmuró, refiriéndose a un joven oficial que se dirigía hacia ellos—. Está al mando de la unidad.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Damon al teniente.
—¿Es usted el señor Konstantin? Un error lamentable. El nativo apareció inesperadamente.
—Esto es Pell, teniente, y está lleno de civiles. La estación querrá un informe completo sobre lo ocurrido.
—Para la seguridad de su estación, señor Konstantin, le sugiero que revise con urgencia sus sistemas de seguridad. Sus obreros saltaron la cerradura. £50 cortó al nativo por la mitad, cuando cedió el cierre de emergencia; alguien había abierto la puerta interna fuera de secuencia. ¿Hasta dónde llegan esos túneles? ¿A todas partes?
—Han huido —dijo Elene—, se han alejado de aquí. Probablemente son temporeros y no conocen bien los túneles. No creo que se atrevan a salir de nuevo con la amenaza de las armas aquí afuera. Se quedarán ocultos hasta morir.
—Ordéneles salir.
—Usted no comprende a los nativos —dijo Damon.
—Háganles salir de los túneles, y ciérrenlos.
—En esos túneles está la maquinaria de mantenimiento de Pell, teniente, y nuestros trabajadores nativos viven en esa red, con su propio sistema atmosférico. Los túneles no pueden cerrarse. Voy a entrar ahí —le dijo a Elene—. Puede que reaccionen.
Ella se mordió el labio.
—Estaré aquí hasta que salgas.
—Puede que tarde un poco —le dijo Damon a Vanars—. Los nativos no son fáciles de encontrar en Pell. Están asustados y pueden ocultarse en lugares donde es posible que mueran y nos causen verdaderos problemas. Si me ocurre algún percance, póngase en contacto con las autoridades de la estación y no envíe tropas ahí dentro. Podemos tratar con ellos. Si otro rifle se dispara en sus proximidades, existe el peligro que nos quedemos sin sistema de mantenimiento, señor. Nuestras instalaciones de habitabilidad y las suyas están vinculadas, constituyen un sistema en equilibrio preciso.
Vanars no dijo nada. No reaccionó. Era imposible saber si razonar servía de algo con aquel hombre y sus compañeros. Apretó la mano de Elene, se apartó y se abrió paso entre los soldados, procurando evitar el charco de sangre oscura mientras introducía su tarjeta en la ranura para abrir la puerta.
En cuanto entró en la cámara, la puerta se cerró a sus espaldas. Buscó el equipo de respiración para humanos que siempre colgaba a la entrada de aquellas cámaras y se aplicó la máscara antes de que pudieran afectarle los efectos de la atmósfera distinta. Inconscientemente asoció su aliento siseante a través del respirador, que resonaba en la cámara metálica, con la presencia de nativos. Abrió la puerta interior y el eco le llegó desde lejanas profundidades. Donde él estaba había una débil luz azul, pero se detuvo para abrir el compartimento junto a la puerta y sacar una linterna, cuyo haz luminoso reveló una inmensa telaraña de acero.
—¡Nativos! —gritó, y su voz levantó un agudo eco.
Sintió el frío mientras cruzaba la puerta y dejaba que se cerrase, y permaneció en la plataforma de distribución desde la que las escalas partían en todas direcciones.
—¡Nativos! ¡Soy Damon Konstantin! ¿Me oís? Responded si podéis oírme. Los ecos se extinguieron muy lentamente.
—¿Dónde estáis?
Un gemido surgió de la oscuridad y su afilado eco le erizó el cabello en la nuca. ¿Sería un gemido de cólera?
Avanzó más, sujetando la linterna con una mano y la delgada barandilla con la otra. Se detuvo y aguzó el oído.
—¿Nativos?
Algo se movió en las oscuras profundidades. Se oyó un suave ruido de pisadas sobre el suelo metálico, a lo lejos.
—¿Konstantin? —balbució una voz extraña—. ¿Konstantin-hombre?
—Soy Damon Konstantin —dijo él de nuevo—. Salid, por favor. No estoy armado. Estáis a salvo.
Permaneció quieto, percibiendo el ligero temblor en el andamiaje, por donde se movían los nativos. Oyó el sonido de su respiración y tuvo un atisbo de pelaje a lo lejos y un brillo de ojos. Siguió muy quieto, sintiéndose frágil en aquellos oscuros lugares. Los nativos no eran peligrosos… pero nadie les había atacado con armas hasta entonces.
Les vio por fin ascender el último tramo, jadeantes, uno de ellos herido y el otro con una expresión aterrorizada en sus ojos muy abiertos.
—Ayuda, ayuda, ayuda, Konstantin-hombre —le pidió este último nativo con voz temblorosa.
Le tendieron sus manos, suplicantes. Damon dejó la linterna sobre el enrejado donde permanecía y los recibió como si fueran niños. Tocó al macho con sumo cuidado, pues el pobre sangraba a lo largo de un brazo y soltaba gruñidos de dolor.
—Estáis a salvo —les aseguró—. Os sacaré de aquí.
—Asustados, Konstantin-hombre. —La hembra acarició el hombro de su macho y miró a uno y otro con sus ojos redondos y oscuros—. Todos ocultos no encuentran camino.
—No te entiendo.
—Más, más, más de nosotros, muertos de hambre, muertos de medio. Por favor, ayúdanos.
—Llámales.
Ella tocó al macho con un elocuente gesto de preocupación. El macho le dijo algo, la empujó, y ella tocó a Damon.
—Esperaré aquí —le aseguró éste—. No os preocupéis.
—Te quiero —dijo ella en un susurro y retrocedió escalones abajo, con un ruido metálico, perdiéndose enseguida en la oscuridad.
Poco después se oyeron gritos y gorjeos en las profundidades, hasta que los ecos se redoblaron. Las voces se multiplicaron en otros lugares, profundas las de los machos y agudas las femeninas, hasta que en todo el ámbito resonó una alocada algarabía. El macho que estaba junto a Damon la silenció con un grito.
Los otros fueron ascendiendo, arrancando sonidos metálicos de los escalones, entre llamadas mutuas y lamentos horrendos. La hembra regresó corriendo para acariciar el hombro de su macho y tocar las manos de Damon.
—Yo, Satén. Te pido que le pongas bien, Konstantin-hombre.
—Tienen que pasar unos pocos cada vez, ¿comprendes? Mucho cuidado con esa puerta.
—Conozco la puerta —dijo ella—. Tendré cuidado. Ve, ve, yo los traeré.
La hembra volvió a bajar a toda prisa. Damon rodeó al macho con un brazo y le llevó a la puerta; le colocó la máscara, puesto que él estaba demasiado aturdido para hacerlo y rugía de dolor, pero no hacía intento alguno de debatirse o atacar. Se abrió la otra puerta, revelando la luz brillante y los hombres armados, y el nativo se sobresaltó, gritó y se aferró a Damon. Elene se abrió paso entre los soldados para ayudarles.
—Que se vayan las tropas —dijo Damon, cegado por la luz e incapaz de distinguir a Vanars—. Fuera de aquí. Que dejen de apuntarles con sus armas. Instó al nativo para que se sentara en el suelo, apoyándose en la pared, y Elene ordenó que se presentara un médico—. ¡Fuera estos soldados de aquí! —exclamó Damon de nuevo—. ¡Déjennos!
Transmitieron una orden. Con gran alivio vio que los soldados de la India empezaban a retirarse, y el nativo siguió sentado, se dejó persuadir para mostrar el brazo herido cuando llegó el médico con su maletín y se arrodilló a su lado. Damon se quitó la máscara del respirador y apretó la mano de Elene. Flotaba en el aire el acre olor que despedía el sudoroso y asustado nativo.
—Se llama Dienteazul —dijo el médico, tras leer la etiqueta. Tomó algunas notas rápidas y empezó a tratar la herida—. Quemadura y hemorragia. Pronóstico leve, con excepción del shock.
—Agua —suplicó Dienteazul, alargando una mano hacia el maletín. El médico lo apartó y le prometió agua en cuanto pudieran encontrarla.
Se abrió la puerta y entraron alrededor de una docena de nativos. Damon se incorporó, viendo por sus expresiones que estaban llenos de pánico.
—Soy Konstantin —dijo enseguida, pues sabía la importancia que los nativos daban a aquel nombre.
Fue a su encuentro con las manos tendidas y dejó que le abrazaran los peludos, sudorosos y agitados nativos. Elene también los abrazó, y al cabo de un momento llegaron más, formando un grupo que llenó el corredor y superó en número a los soldados que permanecían en el extremo. Los nativos lanzaron ansiosas miradas en aquella dirección, pero se mantuvieron juntos. Cuando la puerta se abrió por tercera vez, apareció entre los recién llegados la compañera de Dienteazul, la cual se apresuró a buscarle. Vanars se acercó a ellos.
—Se solicita de usted que los lleve a un lugar seguro lo antes posible —le comunicó.
—Utilice su comunicador y haga que nos dejen paso libre a través de las rampas de emergencia cuatro a nueve hasta las plataformas —replicó Damon—. Desde allí es posible llegar a las dependencias de los nativos. Nosotros les escoltaremos. Es lo más rápido y seguro para todos.
No esperó los comentarios de Vanars al respecto, sino que hizo un gesto a los nativos.
—Vamos —les dijo, y ellos guardaron silencio y empezaron a moverse.
Dienteazul llevaba el brazo herido en cabestrillo, y se apresuró a reunirse con los demás para no quedar rezagado, hablando con ellos. Satén habló también, y pronto la conversación se generalizó entre los nativos. Damon caminaba dándole la mano a Elene, y los nativos avanzaban a sus lados y detrás de ellos con el peculiar acompañamiento de los sonidos que producían sus respiradores, moviéndose rápida •›• vivazmente. Los escasos guardianes a lo largo de su camino permanecían muy quietos, como si se precavieran al verse de súbito en minoría, y los nativos charlaban con creciente libertad entre ellos mientras llegaban al extremo del pasillo y ascendían por la ancha rampa en espiral que conducía a las puertas del noveno nivel. Dienteazul y Satén pasaron por el lado de Damon, tomando la delantera. Satén gritó algo y le respondió un coro de voces. Habló de nuevo, su voz resonando en las alturas y profundidades, y de nuevo atronó el animado coro, mientras descendían por la rampa. Otro gritó desde atrás y le respondieron las voces de los demás. Damon apretó la mano de Elene, a la vez conmovida y alarmada por aquella conducta, pero los nativos estaban contentos porque iban con ellos, entonando lo que parecía una canción de marcha.
Llegaron al sector verde del nivel noveno y enfilaron el largo corredor, entrando en las plataformas con grandes gritos que levantaban ecos. La línea de soldados que montaban guardia junto a la nave se agitaron amenazantes, pero no hicieron nada.
—Permaneced a mi lado —ordenó Damon severamente a sus compañeros, y ellos le obedecieron, subiendo por el curvo horizonte hasta la zona donde habitaban. Allí se despidieron.
—Tened cuidado —les advirtió Damon—. No asustéis a los hombres armados.
Había esperado que echaran a correr, dispersándose en libertad como habían empezado a hacer a su alrededor, pero uno tras otro se acercaron y le abrazaron, lo mismo que a Elene, con tierno cuidado, de modo que la partida se prolongó cierto tiempo.
Los últimos en abrazarles fueron Satén y Dienteazul.
—Te quiero —le dijeron uno tras otro. Ni una palabra acerca del muerto.
—Grantipo se ha perdido —les dijo Damon, aunque sabía, por la herida de Dienteazul, que de algún modo habían tenido que ver con lo ocurrido—. Ha muerto.
Satén hizo una solemne reverencia.
—Le enviarás a casa, Konstantin-hombre.
—Sí, le enviaré —prometió él—. Ordenaré que lo hagan.
Los humanos muertos no merecían aquel transporte. No tenían fuertes vínculos con aquel suelo, con ningún suelo. Sentían un vago deseo de que les enterrasen, pero no si ello resultaba inconveniente. El envío del nativo era inconveniente, pero también lo era que le asesinaran a uno lejos de su hogar.
—Te quiero —dijo Satén, y le abrazó por segunda vez, tocó suavemente el vientre de Elene y se alejó con Dienteazul, corriendo hacia la puerta que conducía a sus túneles.
Elene se quedó inmóvil con su propia mano en el vientre, mirando sorprendida a Damon.
—¿Cómo ha podido saberlo?
—Se nota un poco.
—¿Ellos también lo notan?
—A las nativas se les nota poco cuando están embarazadas. —Miró más allá de ella, a las plataformas y las hileras de soldados—. Vamos. No me gusta esta zona.
Ella miró en la misma dirección, a los soldados y los grupos que ocupaban el curvo horizonte de las plataformas, cerca de los bares y restaurantes. Eran mercantes que no apartaban la vista de los militares, en una plataforma que les habían arrebatado.
—Los mercantes han sido los dueños de este lugar desde el principio de Pell —dijo ella—, lo mismo que los bares y los dormitorios. Están cerrando los establecimientos y las tropas de Mazian lo pasarán mal. Las tripulaciones de los cargueros y las de Mazian, en un mismo bar y dormitorio… Los servicios de seguridad tendrán que estar muy alertas cuando estos soldados anden por ahí libremente.
—Vamos —dijo él, cogiéndola del brazo—. Quiero que salgas de aquí. No es un sitio apropiado…
—Tampoco los túneles son un sitio adecuado.
—Pero los conozco.
—Y yo conozco las plataformas.
—¿Qué hacías ahí, en el sector cuatro?
—Me dirigía aquí cuando llegó la llamada. Le pedí a Keu un pase y me lo dio. También designó al teniente para que cooperase con las oficinas de las plataformas. Como ves, hice un buen trabajo. Y cuando llegó la llamada a través del comunicador de la Flota, hice que Vanars fuese allí antes de que alguien más resultara herido.
Él la abrazó agradecido y se encaminó con ella al sector azul noveno. Había soldados estacionados a intervalos, y nadie circulaba por los corredores.
—Josh —dijo Damon de súbito, dejando caer el brazo.
—¿Qué?
Él siguió andando, en dirección al ascensor, extrajo los documentos del bolsillo, pero los soldados eran de la India y les dejaron pasar sin mirar los papeles.
—Cogieron a Josh. Mallory sabe que está aquí.
—¿Qué vas a hacer?
—Mallory accedió a soltarle. Es posible que ya le hayan liberado. He de comprobar dónde se encuentra, si sigue en la prevención o ha vuelto a su apartamento.
—Podría alojarse con nosotros. Damon pensó en ello y no dijo nada.
—Si no es así, no creo que podamos dormir tranquilos.
—Tampoco estaremos muy tranquilos si le tenemos con nosotros. Además, el apartamento es demasiado pequeño. Sería como tenerle en nuestra propia cama.
—No olvides que estoy acostumbrada al hacinamiento. Puede que tenga que alojarse con nosotros más de una noche. Si le ponen las manos encima…
—Mira, Elene, es la estación la que debe cursar la protesta. La Flota tiene algo personal con Josh…
—¿Algo secreto?
—Cosas que no salen a la luz, que Mallory puede no querer que se sepan, ¿comprendes? Es peligrosa. He hablado con muchos asesinos que tienen la sangre menos fría.
—Es capitana de la Flota, Damon, lo cual significa que pertenece a una casta. Pregúntale a cualquier mercante. Es probable que algunos de los soldados tengan parientes entre los mercantes de la estación, pero no romperán filas para saludar a sus madres, no. Lo que la Flota toma… se lo queda para siempre. No me dices nada que no sepa acerca de la Flota. Puedo decirte que si queremos hacer algo, debemos hacerlo ahora.
—Si le alojamos con nosotros, nos arriesgamos a que eso figure en los archivos de la Flota…
—Creo que sé lo que quieres hacer.
Era una mujer testadura. Damon reflexionó un momento, se detuvo ante el ascensor y oprimió el botón.
—Creo que lo mejor será que vayamos a buscarle.
—Eso había pensado —dijo ella.
Jon Lukas caminó nerviosamente por los corredores vacíos, a pesar del pase que Keu les había proporcionado a todos en la cámara del consejo. Los soldados se retirarían de una manera progresiva a partir del alba, según le habían prometido. Tenían que retirarse, pues muchos de ellos ya estaban extenuados y les era imprescindible descansar, siendo sustituidos por miembros de las tripulaciones, sin armadura. Todo estaba en silencio. Solamente le dieron el alto una vez, al salir del ascensor, y caminó hasta su puerta, utilizando la tarjeta para abrirla.
No había nadie en la sala principal. El corazón le dio un vuelco con el temor repentino a que su huésped espontáneo se hubiera ido, pero entonces apareció Bran Hale y pareció aliviado al verle.
—Todo está en orden —le dijo Hale.
Jessad entró, seguido por dos hombres de Hale.
—Llega a tiempo —dijo Jessad—. Esto estaba poniéndose aburrido.
—Las cosas van a seguir así —respondió Jon de malhumor—. Todo el mundo ha de quedarse aquí esta noche: Hale, Daniels, Clay… No quiero que la puerta de mi apartamento se habrá al trasiego de una horda de visitantes bajo las narices de los soldados. Se habrán ido por la mañana.
—¿La Flota? —preguntó Hale.
—Los soldados en los pasillos.
Jon fue al bar de la cocina, examinó una botella que había estado llena cuando se marchó y en la que ahora apenas quedaban dos dedos de licor. Se sirvió un trago y suspiró. Los ojos le escocían de cansancio. Fue a su sillón favorito y se sentó mientras Jessad lo hacía frente a él, al otro lado de la mesa baja, y Hale y sus hombres buscaban otra botella en el bar.
—Me alegro de que haya sido prudente —le dijo a Jessad—. Estaba preocupado.
—Es comprensible. Es de presumir que en algún momento ha pensado usted en soluciones… y quizá sigue pensando en ello. ¿Le parece que lo comentemos?
Jon frunció el ceño y miró a Hale y sus hombres.
—Confío en ellos más que en usted. Eso es un hecho.
—Es probable que haya pensado en librarse de mí —dijo Jessad—, y no me sorprendería que en este momento le preocupe más dónde puede hacerlo que el mismo hecho de llevarlo a cabo. Podría desembarazarse de mí sin dejar rastro.
Aquella franqueza le perturbaba.
—Dado que usted habla del asunto, supongo que tiene alguna cobertura para el caso. Jessad siguió sonriendo.
—En primer lugar, no represento un riesgo inminente; tal vez quiera usted pensarlo con más detenimiento. En segundo lugar, no me trastorna le llegada de Mazian.
—¿Por qué?
—Porque esa contingencia está cubierta.
Jon se llevó el vaso a los labios y tomó un sorbo.
—¿De qué modo?
—Cuando uno salta para aterrizar en la Profundidad, señor Lukas, puede hacerlo de tres maneras seguras: en primer lugar, no saltar con una carga excesiva, si uno se encuentra en regiones que conoce muy bien; o utilizar la fuerza gravitatoria de un astro para avanzar… o la masa en algún punto con gravedad nula. ¿Sabe usted que hay mucha chatarra en la vecindad de Pell? No es nada muy grande, pero sí lo suficiente.
—¿De qué me está usted hablando?
—De la Flota de la Unión, señor Lukas. ¿Cree usted que no existe un motivo para que Mazian haya reagrupado sus naves por primera vez en varias décadas? Pell es todo lo que les queda, y la Flota de la Unión está ahí y saben a donde van.
Hale y sus hombres se habían reunido, sentándose en el sofá o sobre el respaldo. Jon revisó la situación en su mente. Pell una zona de batalla, el peor de todos los posibles escenarios.
—¿Y qué nos ocurrirá cuando se descubra que no hay manera de desalojar a Mazian?
—Es posible alejarle. Y cuando eso se haga, ya no tendrá ninguna base. Estará acabado, y tendremos paz, señor Lukas, con todas las recompensas que ello conlleva. Por eso estoy aquí.
—Le escucho.
—Hay que hacer salir a los oficiales, y a los Konstantin, y usted debe ocupar su lugar. ¿Es usted capaz de eso, señor Lukas, a pesar de sus relaciones? Sé que hay un… parentesco entre ustedes, la esposa de Konstantin…
Lukas se apretó las manos, estremeciéndose como siempre que pensaba en Alicia. No podía hacer frente a la situación, nunca había podido. La vida de Alicia, dependiente de unas máquinas, no era verdadera vida. Se enjugó el rostro.
—Mi hermana y yo no nos hablamos desde hace años. Es una inválida. Supongo que se lo diría Dayin.
—Sí, lo sé. Me refiero a su marido y sus hijos. ¿Es usted capaz, señor Lukas?
—Sí, lo soy, siempre que el plan tenga sentido.
—Hay un hombre en esta estación llamado Kressich. Lukas aspiró lentamente, apoyando el vaso en el respaldo del asiento.
—Vassily Kressich, consejero electo de la sección de cuarentena. ¿Le conoce bien?
—Dayin Jacoby nos dio su nombre… como consejero de esa zona, y figura en los archivos. Ese hombre, Kressich… viene de cuarentena cuando el consejo se reúne. ¿Tiene un pase que le autoriza a hacerlo o basta con una inspección visual?
—Ambas cosas. Hay guardianes.
—¿Es posible sobornar a los que realizan la inspección?
—Para algunas cosas, sí. Pero los estacionados, señor Quienquiera-que-sea, son de natural reacios a hacer nada que pueda perjudicar a la estación donde viven. Puede usted introducir drogas y licor en cuarentena, pero un hombre… la conciencia de un guardián con respecto al contrabando de licor y su instinto de conservación son cosas diferentes.
—Entonces nuestros encuentros con él tendrán que ser muy breves, ¿verdad?
—Aquí no.
—Eso depende de usted. Quizá baste con prestarle un documento de identidad y los papeles necesarios. Estoy seguro de que algo puede arreglarse entre sus fieles empleados, algún apartamento cerca de la zona de cuarentena…
—¿A qué clase de encuentros se refiere? ¿Y qué espera de Kressich? Es un hombre más bien cobarde.
—¿Cuántos empleados tiene usted en total que sean tan fieles y de confianza como estos hombres aquí presentes? —le preguntó Jessad—. Hombres capaces de correr riesgos, de matar si es preciso. Necesitamos esa clase de gente.
Jon miró a Bran Hale. Sentía que le faltaba el aire.
—Bien, Kressich no es el tipo. Se lo digo.
—Kressich tiene contactos. ¿Acaso puede un hombre tener la máxima responsabilidad de la cuarentena sin ellos?
Sonó el timbre del comunicador y se encendió la luz indicadora. Josh miró el aparato y dejó de pasear por su habitación. Le habían dejado ir, diciéndole simplemente que volviera a casa, y él así lo había hecho, a través de corredores custodiados por policías y hombres de Mazian. En aquel momento sabían dónde se encontraba, y ahora alguien llamaba a su habitación, poco después de su llegada.
Insistían en la llamada, la luz roja seguía parpadeando. Josh no quería responder, pero tal vez querían comprobar que estaba allí y temía lo que podría ocurrirle si no contestaba. Cruzó la habitación y oprimió el botón de respuesta.
—Josh Talley —dijo al micrófono.
—Soy Damon, Josh. Me alegro de oírte. ¿Estás bien? Se apoyó en la pared, conteniendo el aliento.
—¿Josh?
—Sí, estoy bien. Ya sabes lo que me ha ocurrido, Damon, ¿verdad?
—Lo sé. Me llegó tu mensaje. Me he hecho personalmente responsable de ti. Esta noche vendrás a nuestro apartamento. Recoge lo más imprescindible. Iré a buscarte.
—No, Damon, no. No te mezcles en esto.
—Ya lo hemos hablado y no hay problema. No discutas.
—No lo hagas, Damon. No dejes que lo anoten en sus registros…
—Somos tus fiadores legales, Josh. Ya está registrado.
—No lo hagas.
—Elene y yo vamos a ir ahora mismo.
El contacto se interrumpió. Josh se enjugó el rostro. Tenía un nudo en la garganta. Dejó de ver las paredes de la estancia. No veía más que superficies metálicas y a Signy Mallory, con el rostro joven y el cabello plateado por la edad, y sus ojos viejos y apagados. Damon, Elene y el niño que esperaban… Iban a correr un riesgo por él.
No tenía armas. No las necesitaría si estuviera a solas con ella, como ocurrió en sus aposentos. Entonces estaba interiormente muerto, pero sobrevivió y odió su existencia. Ahora empezaba a sentir la misma clase de parálisis… Dejar las cosas como estaban, aceptar, ponerse a cubierto mientras le ofrecían la posibilidad de hacerlo. Siempre era lo más fácil. Él no había amenazado a Mallory, pues no tenía nada por lo que luchar.
Se apartó de la pared, se palpó el bolsillo, asegurándose de que contenía sus papeles. Salió al vestíbulo y pasó ante el mostrador sin personal del hospedaje. Una vez fuera, los miembros de seguridad le detuvieron. Vio a un soldado que montaba guardia en el corredor.
—¡Tú! —gritó, rompiendo el silencio del pasillo. Los policías y el soldado reaccionaron. Un rifle le apuntó de inmediato. Josh tragó saliva y alzó las manos—. Tengo que hablar contigo.
El soldado le hizo un gesto con el rifle. Él se dirigió al encuentro del militar cubierto de armadura, con las manos bien a la vista.
—Quédate ahí —le ordenó el soldado—. ¿Qué ocurre? La insignia del soldado decía Atlantic.
—Soy amigo de Mallory, de la Norway. Dile que Josh Talley quiere hablar con ella ahora mismo.
El soldado le miró con incredulidad y finalmente frunció el ceño. Pero apoyó el rifle en el brazo doblado y oprimió el botón de su comunicador.
—Informaré al oficial de guardia de la Norway —le dijo—. En cualquier caso entrarás ahí, ya sea para verla si es cierto que te conoce o para investigación general en caso contrario.
—Me verá —replicó él.
El soldado pidió instrucciones y recibió la respuesta a través de los auriculares adosados a su casco. Sólo él sabía lo que le habían dicho, pero sus ojos parpadearon.
—Verifíquelo entonces —dijo al miembro de la Norway que estaba al otro lado de la línea. Y al cabo de un momento añadió—: Central de mando. Entendido, corto. —Se colgó del cinto el comunicador e hizo una seña a Josh con el cañón de su rifle—. Sigue andando por ese pasillo y sube la rampa. El soldado que está allí se encargará de que veas a Mallory.
Josh echó a andar con rapidez, pues sabía que Damon y Elene no tardarían mucho en llegar al hospedaje.
Le registraron, como era natural. Lo soportó por tercera vez en el mismo día y en esta ocasión no le molestó. Estaba frío por dentro, y las cosas externas no le turbaban. Alisó sus ropas y subió con el soldado por la rampa, pasando ante los centinelas apostados en todos los niveles. Al llegar al verde dos subieron a un ascensor que les llevó hasta el cercano sector azul uno. Ni siquiera le habían pedido los documentos que él mostró, y apenas los revisaron lo suficiente para asegurarse de que la carpeta no contenía más que papeles.
Recorrieron una corta distancia por el pasillo enmoquetado. Había en la atmósfera olor a sustancias químicas. Unos hombres se afanaban en quitar todas las señales indicativas. La sección acristalada, que contenía el equipo electrónico servido por algunos técnicos, estaba especialmente custodiada con tropas de la Norway, las cuales abrieron la puerta y permitieron el paso a Josh y sus guardianes.
Mallory, sentada en el extremo de los mostradores, se levantó para recibirles y le sonrió fríamente.
—¿Y bien? —le preguntó.
Josh había creído que ver a aquella mujer no le afectaría, pero no fue así. Sintió que se le revolvía el estómago.
—Quiero regresar a la Norway.
—¿Ah, sí?
—No soy un estacionado. Este no es mi lugar. ¿Quién si no me aceptaría?
Mallory le miró sin decir nada. Josh sintió que empezaba a temblarle la rodilla izquierda y deseó poder sentarse. Dispararían contra él si hacía un solo movimiento. Estaba seguro de que lo harían. Aquel tic amenazaba el mantenimiento de su serenidad, torciéndole la comisura de la boca. Mallory le miró de nuevo y río secamente.
—¿Le ha convencido Konstantin de que haga esto?
—Ño.
—Ha sido usted sometido a Corrección, ¿no es así? Él se limitó a asentir. No quería responder con voz entrecortada.
—Y Konstantin se hace responsable de su buen comportamiento.
Todo estaba saliendo mal.
—Nadie es responsable de mí —dijo atropelladamente—. Quiero una nave. Si la Norway es la única disponible, la aceptaré.
Trató de imaginar lo que pensaba Mallory, sabiendo que no diría nada allí, delante de las tropas.
—¿Le han registrado? —preguntó a los soldados.
—Sí, señora.
Ella reflexionó durante un largo momento, desvanecida ya la sonrisa.
—¿Dónde se aloja?
—Tengo una habitación en el hospedaje.
—¿Proporcionada por los Konstantin?
—Trabajo. Pago por ella.
—¿A qué se dedica?
—Rescate de piezas pequeñas.
En el rostro de Mallory se dibujó una expresión entre sorprendida y burlona.
—Quiero dejar eso —dijo Josh—. Creo que usted me lo debe.
Hubo una interrupción, movimiento a sus espaldas. Mallory soltó una risa cansada e hizo una seña a alguien.
—Entre, Konstantin. Venga a buscar a su amigo. Josh se volvió. Damon y Elene estaban allí, enrojecidos, agitados, sin aliento. Le habían seguido.
—Si está confuso debe ir al hospital —dijo Damon. Se aproximó y puso una mano sobre el hombro del muchacho—. Vamos, vamos, Josh.
—No está confuso —replicó Mallory—. Ha venido aquí a matarme. Llévese a su amigo a casa, señor Konstantin, y no le quite el ojo de encima, pues de lo contrario llevaré las cosas a mi manera.
—Lo tendré en cuenta —dijo Damon tras una larga pausa, clavando los dedos en el hombro de Josh—. Vamos, vamos.
Josh se puso en marcha, caminó con él y Elene, pasando por delante de los guardianes y siguió por el largo corredor con olor a productos químicos donde trabajaban los operarios. Las puertas de la central se cerraron tras ellos. Ninguno dijo nada. Damon le cogió de un codo, acompañándole al ascensor, y descendieron la corta distancia hasta el nivel quinto. Había más guardianes en aquel corredor, junto con policías de la estación. Pasaron sin que nadie les detuviera a los corredores residenciales, hasta llegar a la casa de Damon. Una vez dentro, cerraron la puerta. Josh se quedó en pie, esperando, mientras Damon y Elene encendían las luces y se quitaban las chaquetas.
—Mandaré que envíen aquí tus ropas —le dijo Damon—. Ven, ponte cómodo.
No era la bienvenida que se merecía. Cogió una silla de cuero, pensando en sus ropas de trabajo manchadas de grasa. Elene le ofreció una bebida fría y él la bebió sin saborearla.
Damon se sentó en el brazo del sillón, junto a él. Se notaba que estaba furioso en el fondo, y Josh se miró los pies.
—Nos has hecho dar vueltas en tu busca. No sé cómo lograste despistarnos.
—Pedí que me dejaran salir.
Damon se tragó lo que quería decir. Elene se acercó, sentándose en el sofá, frente a él…
—¿Qué pensabas hacer? —le preguntó Damon en tono neutro.
—No quería que estuvierais implicados en esto.
—¿Así que huiste de nosotros? Él se encogió de hombros.
—Josh… ¿Tenías intención de matarla?
—Probablemente, en algún lugar, en algún momento…
No supieron qué decirle. Finalmente Damon movió la cabeza y desvió la vista, y Elene se acercó a Josh por detrás y depositó con suavidad una mano sobre su hombro.
—No salió bien —dijo el muchacho con voz entrecortada—. Todo fue mal desde el principio. Me temo que ella cree ahora que me habéis impulsado a hacer eso. Lo siento mucho, de veras.
Elene le revolvió el pelo y volvió a colocar la mano en su hombro. Damon se limitaba a mirarle como si no le hubiera visto hasta entonces.
—Que no se te vuelva a ocurrir algo así —le dijo.
—No quería perjudicaros, no quería que tuvierais que soportarme. Piensa en lo que a ellos debe parecerles que estemos juntos.
—¿Crees que Mazian es el dueño absoluto de esta estación? ¿Crees que un capitán de la Flota va a romper las relaciones con los Konstantin, cuya cooperación necesita Mazian, por una cuestión personal?
El muchacho reflexionó. Quería creer en que las cosas eran así, y por lo mismo sospechaba que no lo eran.
—No va a ocurrir —le dijo Damon—, así que olvídalo. Ningún soldado entrará en este apartamento, puedes estar seguro de ello. Pero no les des excusas para que quieran hacerlo, ¿comprendes? Lo peor que puedes hacer es darles un pretexto. Mira, Josh, te liberaron de la prevención gracias a una orden de Mallory. Yo se lo pedí. Lo hizo por segunda vez… como un favor. No confíes en que pueda haber una tercera.
El muchacho asintió, estremecido.
—¿Has comido hoy?
Al principio le costó recordarlo. Luego pensó en el bocadillo y cayó en la cuenta de que al menos parte de su malestar se debía a la falta de alimento.
—Me perdí la cena —admitió.
—Te daré algunas ropas mías. Lávate y descansa. Mañana volveremos a tu apartamento y recogeremos lo que necesites.
—¿Cuánto tiempo estaré aquí? —preguntó Josh mirando alternativamente a los dos. El espacio era muy reducido, y su presencia sería un inconveniente—. No puedo alojarme indefinidamente con vosotros.
—Estarás aquí hasta que pase el peligro —le dijo Damon—. Si hemos de hacer más arreglos, los haremos. Mientras tanto revisaré tus papeles o buscaré excusa para evitar que tengas que ir a trabajar los próximos días.
—¿No volveré al taller?
—Cuando hayamos arreglado las cosas. Mientras tanto no vamos a perderte de vista. Si quieren echarte el guante, se verán obligados a crear un incidente grave. Informaré también a mi padre, para que no sorprendan a nadie con peticiones inesperadas. Pero te pido por favor que no hagas nada que pueda provocarles.
—De acuerdo.
A una seña de Damon, acompañó a éste en busca de ropa limpia. Luego se bañó y fue sintiéndose mejor a medida que se desvanecía el recuerdo de la celda donde había estado detenido. Cuando salió del baño, envuelto en la bata que Damon le había dado, le recibió el aroma de la cena.
Comieron apretados en la mesa minúscula, hablando de lo que habían visto en sus distintas secciones. Por fin Josh podía hablar sin inquietud, sintiendo que no estaba solo en medio de la pesadilla.
Se acomodó en el extremo de la cocina, preparándose un lugar para dormir con las abundantes ropas de cama que Elene le proporcionó. Le prometió que al día siguiente conseguirían un camastro o, al menos, una hamaca. Y una vez acostado se sintió seguro, creyendo al fin lo que Damon le había dicho… que estaba en un refugio que ni siquiera la Flota de Mazian podía violar.
Recostado en su sillón, Emilio miraba resueltamente al ceñudo Porey, aguardando mientras éste tomaba notas en el papel listado que tenía ante él. Cuando se lo entregó, Emilio leyó la solicitud de suministros y asintió lentamente.
—Puede que necesitemos un poco de tiempo —comentó.
—Por ahora me limito a transmitir informes y actuar de acuerdo con las instrucciones —dijo Porey—. Usted y su personal no están cooperando. Tómese todo el tiempo que le parezca.
Estaban sentados en la pequeña zona personal de la nave de Porey, con su cubierta plana, que no había sido diseñada para un prolongado vuelo espacial. Porey había respirado el aire de Downbelow, había visto las cúpulas, el polvo y el barro, y disgustado por todo ello se había retirado a su nave, haciendo que Emilio fuera a visitarle en vez de acudir él a la cúpula principal. A Emilio no le habría importado en absoluto tener que ser él quien se desplazara si también se hubieran retirado las tropas. Pero los soldados continuaban en el exterior, protegidos con sus máscaras y armados. Tanto los miembros de cuarentena como los residentes trabajaban en los campos bajo la amenaza de las armas.
—También yo recibo instrucciones —dijo Emilio— y actuó de acuerdo con ellas. Lo mejor que podemos hacer, capitán, es reconocer que ambas partes somos conscientes de la situación y que su razonable solicitud será satisfecha. Ambos estamos supeditados a las órdenes.
Un hombre razonable podría haberse sosegado, pero Porey no, y siguió con el ceño fruncido, que quizá era su expresión natural. Existía la posibilidad de que sufriera los efectos de una prolongada vigilia. Los cortos intervalos en que eran relevadas las tropas del exterior indicaban que no habían descansado.
—Tómese el tiempo que necesite —repitió Porey, y era evidente que recordaría el tiempo que Emilio se tomara… el día en que tuviera ocasión de hacer las cosas a su manera.
—Con su permiso —dijo Emilio, sin obtener respuesta alguna del capitán, por lo que se levantó y salió.
Los guardianes le dejaron ir por el corto corredor hasta el ascensor que llevaba a la panza de la nave, donde estaba la compuerta para salir a la atmósfera de Downbelow. Se puso la máscara y descendió por la rampa.
Aún no habían enviado fuerzas de ocupación a los otros campamentos. Emilio pensó que les gustaría hacerlo, pero que sus fuerzas eran limitadas y en aquellos lugares no había zonas de aterrizaje. En cuanto a la petición de suministros que le había hecho Porey, calculó en que reuniría las cantidades solicitadas. Aquello iba a reducir sus reservas y las de la estación, pero su resistencia y el estado ruinoso de las cúpulas habían logrado que la Flota redujera sus exigencias a unas proporciones tolerables.
Recordó el mensaje más reciente de su padre: «La situación ha mejorado. No se planea evacuación. La Flota tiene la intención de establecer una base permanente en Pell.» Esta no era la mejor ni la peor de las noticias. Durante toda su vida había considerado la guerra como algo ineludible que se presentaría un día, en alguna generación, que Pell no podría mantener para siempre la neutralidad. Cuando los agentes de la Compañía estaban con ellos, confió desesperadamente que alguna fuerza exterior estuviera preparada para intervenir. Pero en vez de eso se presentó Mazian, que estaba perdiendo una guerra que la Tierra no podía financiar, que no podía proteger una estación que quizás decidiera financiarle, que no sabía nada de Pell y le tenía por completo sin cuidado el delicado equilibrio de Downbelow.
Cuando los soldados le preguntaron dónde estaban los nativos, él les respondió que los desconocidos les asustaban. No había señal de ellos por ninguna parte, lo cual era lo más conveniente. Se metió la solicitud de suministros de Porey en el bolsillo de su chaqueta y ascendió por el sendero de la colina. Podía ver a los soldados armados con rifles y apostados aquí y allá, entre las cúpulas, a los trabajadores a lo lejos, en los campos, obligados a continuar en el tajo sin que se tuviera en consideración su turno, su edad o su estado de salud. Había tropas en el molino y en la estación de bombeo. Interrogaban a los operarios acerca de las cifras de producción. Hasta entonces no habían puesto objeciones a la explicación básica, que la estación había absorbido todo lo que producían. Allá arriba había muchas naves, todos aquellos mercantes que orbitaban alrededor de la estación. No era probable que Mazian empezara a requisar los suministros de los mercantes… no cuando eran tan numerosos.
Pero a Emilio le aguijoneaba el molesto pensamiento de que Mazian, que hasta entonces se había mostrado bastante más sagaz que los mandos de la Unión, no iba a dejarse engañar por él.
Se dirigió al centro de operaciones, cuya puerta estaba abierta, y vio que salía Miliko y se quedaba allí esperándole, su negro cabello ondeando a causa del frío viento. Había querido ir a la nave con él, temiendo que estuviera a solas con Porey, sin testigos. Él la había convencido para que se quedara. La saludó agitando un brazo, para hacerle saber que todo iba bien, y Miliko fue a su encuentro. Todavía estaban al frente de Downbelow.
Un soldado montaba guardia en la esquina. Jon Lukas vaciló, lo cual sin duda alguna llamaría la atención. El soldado se llevó una mano a las proximidades de su pistola. Jon avanzó nerviosamente, tarjeta en mano, la presentó y el soldado, robusto y de piel oscura, la miró con el ceño fruncido.
—Es una autorización del consejo —dijo Jon.
—Sí, señor.
Jon tomó la tarjeta y echó a andar por el pasillo, con la sensación de que el soldado seguía mirándole la espalda.
—Señor.
Él se volvió.
—El señor Konstantin está en su oficina, señor.
—Su esposa es mi hermana. Hubo un momento de silencio.
—Sí, señor —dijo el soldado en voz baja, y continuó hierático. Jon prosiguió su camino.
Pensó amargamente que Angelo vivía muy bien, en un espacio amplio. Sus aposentos, y los de Alicia, eran los más grandes de la estación. Se detuvo ante la puerta, vaciló, con un nudo en el estómago. Había llegado hasta allí y no podía retroceder, pues de lo contrario el soldado le interrogaría por su extraño comportamiento. Oprimió el botón del comunicador y esperó.
—¿Quién es? —le preguntó una voz chillona, sobresaltándole.
—Jon Lukas.
Se abrió la puerta y apareció una nativa delgada y grisácea, con los redondos ojillos enmarcados en arrugas.
—Soy Lily —se presentó.
Jon pasó por su lado, miró a su alrededor en la sala débilmente iluminada, espaciosa y provista de muebles lujosos. La nativa se había quedado junto a la puerta cerrada, y parecía inquieta. Jon se volvió y vio más allá una habitación de suelo blanco, con la ilusión de ventanas abiertas al espacio.
—¿Viene a verla? —le preguntó Lily.
—Dile que estoy aquí.
—Se lo diré.
La vieja nativa hizo una reverencia y se alejó con paso vivo. El lugar estaba silencioso, hasta un extremo inquietante. Jon esperó en el oscuro cuarto de estar, sintiéndose cada vez más angustiado.
Se oyeron voces en la habitación, una de ellas la de Alicia que pronunciaba su nombre, «Jon». Se estremeció, sintiéndose físicamente mal. Nunca había estado en aquellos aposentos. Había visto a Alicia a través de una pantalla, pequeña, marchita, un esqueleto mantenido por las máquinas. Y ahora había ido allí, sin saber por qué… pero sí lo sabía, para descubrir la verdad, para saber si podía llegar a un trato con ella, si estaba realmente viva. Durante varios años sólo había visto de ella frías imágenes a las que de algún modo podía enfrentarse, pero estar allí en la misma habitación, mirarla al rostro y tener que hablar con ella…
Lily regresó con las manos enlazadas e hizo una reverencia.
—Venga, venga ahora.
Él obedeció, aproximándose a la estancia de baldosas blancas, la habitación estéril y silenciosa, con un nudo en la garganta.
Pero no llegó a entrar. De súbito dio media vuelta y se dirigió a la puerta exterior.
—¿Entra? —le preguntó la asombrada nativa—. ¿Entra, señor?
—Él oprimió el botón y salió, dejando que la puerta se cerrara a sus espaldas, y aspiró el aire más fresco del corredor.
Se alejó de allí, de los silenciosos aposentos, de los Konstantin.
—Señor Lukas —le dijo el soldado de guardia cuando llegó a la esquina, con una expresión de curiosidad en la mirada.
—Estaba durmiendo —dijo él; tragó saliva y siguió andando, procurando con cada paso eliminar de su mente el apartamento y la habitación blanca. Prefería recordar a su hermana de pequeña, de muchacha, como si nunca hubiera crecido.
La reunión del consejo se clausuró pronto, tras haber aprobado todas las medidas para cuya aprobación se había reunido. Keu, de la India, estaba allí como testigo de cuanto se decía y hacía, silencioso y serio como una estatua. Aquel tercer día de la crisis, Mazian presentó sus exigencias, que se aceptaron sin chistar.
Kressich recogió sus notas y bajó de la fila más alta al centro de la cámara. Se quedó allí en medio del tráfago de los consejeros, mirando inquieto a Angelo Konstantin, que estaba hablando con Nguyen, Landgraf y algunos de los demás representantes. Keu permanecía sentado a la mesa, escuchando. Su rostro broncíneo parecía una máscara. Kressich le temía, le daba miedo decir lo que tenía que decir delante de él.
No obstante se aproximó a la cabecera de la mesa, hasta llegar al grupo que rodeaba a Konstantin, aquel grupo en el que sabía muy bien que no tenía un lugar, porque era el representante de la cuarentena y les recordaba problemas que nadie tenía tiempo de resolver. Aguardó mientras Konstantin terminaba de hablar con los otros, mirándole fijamente hasta que Konstantin se dio cuenta y, en vez de marcharse en compañía de Keu, que se había levantado, se acercó a él.
Kressich sacó una hoja de papel de una carpeta y se la ofreció a Konstantin.
—Mis medios son limitados, señor Konstantin. El ordenador y la impresora son inaccesibles donde vivo, y usted lo sabe. La situación ahí… —Se humedeció los labios, inquieto al ver el entrecejo fruncido de Konstantin—. Anoche estuvieron a punto de asaltar mi oficina. Por favor, señor… ¿puedo asegurar a mi gente que continuarán las asignaciones a Downbelow?
—Eso se está negociando, señor Kressich. La estación realiza todos los esfuerzos para conseguir que las cosas vuelvan a la normalidad. Se está revisando la política y las orientaciones a seguir.
—Es la única esperanza. —Evitó la mirada de Keu y mantuvo los ojos fijos en Konstantin—. Sin eso… no tenemos ninguna esperanza. Nuestra gente irá a Downbelow, a la Flota, a cualquier lugar que les acepte. Pero es preciso que admitan las solicitudes. Tienen que ver que existe la posibilidad de salir. Por favor, señor.
—¿Qué es esto? —preguntó Konstantin, alzando el papel para que todos lo vieran.
—Un documento que no estoy en condiciones de reproducir para someterlo a la consideración del consejo. Confiaba en que su personal…
—Con respecto a las solicitudes.
—Exactamente, señor.
—El programa sigue en pie —le interrumpió Keu fríamente—. Está discutiéndose.
—Lo tendremos en cuenta —dijo Konstantin, colocando el papel entre los otros que sujetaba—. Pero no puedo arreglar esto enseguida, señor Kressich. Debe comprenderlo. No hasta que los problemas básicos hayan sido resueltos a otros niveles. Lo tendré en cuenta, y le ruego encarecidamente que no saque a relucir esta cuestión mañana, aunque, naturalmente, puede hacerlo. Un debate público podría dificultar las negociaciones. Es usted un hombre experimentado en asuntos de gobierno y me comprende. Le aseguro que si es factible plantear esto en alguna reunión futura… Naturalmente, haré que mi personal prepare este y otros documentos para su distribución. Creo que comprende mi posición, señor.
—Sí, señor —replicó él, sintiendo náuseas—. Gracias. Se volvió. Había abrigado tenues esperanzas. También había confiado en tener ocasión de solicitar ayuda, seguridad y protección de la estación. No quería la clase de protección que podía darle Keu. Pero no se atrevió a pedirlo. Habían visto muestras de la generosidad de la Flota, en las personas de Mallory, Sung y Kreshov. Las tropas entrarían y, para empezar, se apoderarían de la organización de Coledy. Así terminaría su seguridad, toda la protección que tenía.
Salió al vestíbulo de la cámara del consejo, pasó ante las estatuas de Downbelow, con sus miradas burlonas y sorprendidas, cruzó las puertas de vidrio para salir al corredor y, sin que le molestaran los guardianes, se dirigió al ascensor que le llevaría al nivel azul noveno, y desde allí regresaría a su hogar, en la cuarentena.
Ahora el tráfico por los corredores del sector principal de la estación parecía normal, no tan intenso como de costumbre, pero los residentes de la estación habían vuelto a sus tareas habituales y se movían libremente aunque con cautela. Nadie se quedaba más tiempo del necesario en ninguna parte.
Sintió que le empujaban en una intersección. Una mano estrechó la suya, apretando contra la palma una tarjeta. Él se detuvo, con la confusa impresión de haber visto a un hombre, cuyo rostro no había llegado a vislumbrar. Aterrado resistió el impulso de mirar a su alrededor. Fingió que arreglaba los papeles de su carpeta, siguió andando, y más adelante examinó la tarjeta: era una tarjeta de acceso, con un trozo de cinta magnética adherida a su superficie. Verde nueve 0434. Una dirección. Siguió caminando, dejó caer la mano con la tarjeta a un lado, sintiendo el golpeteo del corazón contra la caja torácica.
Podía hacer caso omiso y seguir su camino hacia la cuarentena. Podía devolver la tarjeta, decir que se la había encontrado, o decir la verdad: que alguien quería ponerse en contacto con él sin que los demás lo supieran. Debía haber una razón política. Alguien, dispuesto a correr el riesgo quería algo del representante de la cuarentena. Una trampa… o una esperanza, un intercambio de influencia. Alguien que sería capaz de eliminar las obstrucciones.
Podía llegar al sector verde nueve; no tenía más que apretar por error el botón correspondiente. Se detuvo ante la placa de llamada del ascensor, a solas, codificó verde y se colocó ante la placa de madera de manera que ningún transeúnte pudiera observar la brillante luz verde. Llegó el camarín y se abrieron las puertas. Kressich entró y una mujer llegó corriendo en el último momento y oprimió un botón de la placa interior para codificar verde dos. Las puertas se cerraron. Kressich dirigió a la mujer una mirada furtiva mientras el ascensor empezaba a moverse, y la desvió rápidamente. La mujer bajó en la sección dos; él se quedó mientras entraban más pasajeros desconocidos para él. El ascensor se detuvo en la sección seis, en la siete, y admitió más gente. En la ocho bajaron dos. Al llegar a la nueve Kressich salió con otros cuatro y caminó hacia las plataformas, sujetando la tarjeta con dedos sudorosos. Pasó junto a algunos soldados, los cuales vigilaban el flujo general de tráfico en los corredores. No era probable que ninguno de ellos se fijara en un hombre normal que caminaba por un corredor, se detenía ante una puerta y utilizaba una tarjeta para entrar. Era la más natural de las acciones. Se acercaba a la cuarta intersección, donde no había vigilancia. Caminó más despacio, pensando desesperadamente, acelerándosele los latidos del corazón. Empezó a considerar la posibilidad de pasar de largo.
Alguien que caminaba tras él le cogió de la manga y le empujó bruscamente hacia adelante.
—Venga —le dijo el hombre, y dobló la esquina con él.
Kressich no opuso resistencia, temeroso de que le acuchillaran, obedeciendo a un instinto que había adquirido en la cuarentena. Naturalmente, el que le había dado la tarjeta también había bajado… o tenía algún compinche. Se movió como una marioneta y cruzó el corredor hasta llegar a la puerta. Ya libre, pues el transeúnte había seguido caminando, utilizó la tarjeta.
Entró en el apartamento, que era pequeño, con la cama sin hacer y ropa desperdigada por todas partes. Un hombre salió del nicho que constituía la cocina, un hombre indescriptible, de treinta y cinco o cuarenta años.
—¿Quién es usted? —le preguntó el hombre. La pregunta cogió a Kressich por sorpresa. Empezó a guardarse la tarjeta en el bolsillo, pero el hombre tendió la mano, exigiéndosela, y él no tuvo más remedio que dársela.
—¿Nombre?
—Kressich —y añadió desesperadamente—: Tengo que irme. Me echarán de menos en cualquier momento.
—Entonces no le entretendré demasiado. Usted es de la Estrella de Russell, señor Kressich, ¿verdad?
—Creí que no me conocía.
—Tiene esposa. Se llama Jen Justin; y un hijo, Romy.
Palpó a su lado, encontró un sillón abarrotado de cosas y se apoyó en el. El corazón le latía con tanta fuerza que le hacía daño.
—¿De qué está hablando?
—¿Estoy en lo cierto, Vassily Kressich? Él asintió.
—La confianza de sus conciudadanos de la cuarentena ha sido depositada en usted… para que represente sus intereses. Naturalmente, respetan su iniciativa… en lo que concierne a sus intereses.
—Dígame qué quiere.
—Sus votantes están en apuros… con los papeles embrollados. Y cuando la seguridad militar sea más rígida, como lo será bajo el control de las fuerzas de Mazian… me pregunto, señor Kressich, qué clase de medidas podrán adoptarse. Todos ustedes se han opuesto a la Unión de una u otra manera, algunos, claro, impulsados por una auténtica repulsa, otros por interés propio y otros por las circunstancias. ¿A cuál de estas categorías pertenecía usted?
—¿De dónde saca su información?
—Fuentes oficiales. Sé muchas cosas de usted que no figuran en los datos que entregó al ordenador. He investigado un poco. A decir verdad, he visto a su esposa y su hijo, señor Kressich. ¿Está interesado?
Él asintió, incapaz de hacer otra cosa. Se apoyó aún más en el sillón, tratando de respirar.
—Están bien. Los he visto en una estación cuyo nombre conozco. Aunque puede que ya no estén allí, que los hayan trasladado. La Unión se ha dado cuenta de su posible valor, pues conocen al hombre que representa a un número tan formidable de gente en Pell. La búsqueda mediante el ordenador dio con ellos, pero no los perderán de nuevo. ¿Le gustaría verlos, señor Kressich?
—¿Qué quiere de mí?
—Un poco de su tiempo, unos pequeños preparativos para el futuro. Puede protegerse a sí mismo, a su familia y a sus votantes, que son unos parias bajo Mazian. ¿Qué ayuda podría conseguir de Mazian para localizar a su familia? ¿O cómo podría llegar hasta ellos? Y seguramente hay otras familias divididas, que ahora pueden arrepentirse de una decisión precipitada, una decisión que Mazian les obligó a tomar contra el verdadero interés de todo habitante del Más Allá que es el propio Más Allá.
—Usted es de la Unión —dijo Kressich para eliminar toda duda.
—Soy del Más Allá, señor Kressich. ¿No lo es usted? Se sentó en el brazo del sillón, pues le temblaban las rodillas.
—¿Qué es lo que quiere?
—Sin duda existe una estructura de poder en cuarentena, algo que no escapa a su conocimiento. Seguramente un hombre como usted… está en contacto con ella.
—Tengo contactos.
—¿E influencia?
—También.
—Más tarde o más temprano estará usted en manos de la Unión. Dese cuenta de ello… si Mazian no toma sus propias medidas. ¿Sabe lo que podría hacer si decide quedarse aquí? ¿Cree que va a mantener la cuarentena cerca de sus naves? No, señor Kressich, por un lado usted representa mano de obra barata, y por otro una molestia, según la situación. Tal como van a ir las cosas muy pronto, usted constituirá un riesgo para él. ¿Qué medio puedo usar para ponerme en contacto con usted, señor Kressich?
—Ya se ha puesto en contacto conmigo.
—¿Dónde está su oficina?
—Naranja nueve 1001.
—¿Hay allí comunicador?
—El de la estación. Sólo puede llamarse a través de la estación, y siempre está estropeado. Cada vez que quiero llamar he de hacerlo a través del comunicador central. No hay otra manera. Usted no puede… llamarme. Como le digo, siempre está averiado.
—En cuarentena tienden a las revueltas, ¿verdad? Él asintió.
—Dígame, señor consejero de cuarentena… ¿Podría usted preparar una de esas revueltas?
Kressich asintió por segunda vez. El sudor le corría por el rostro y los costados.
—¿Puede usted sacarme de Pell?
—Cuando haya hecho lo que tiene que hacer por mí, tiene garantizado un billete de salida, señor Kressich. Reúna sus fuerzas. Ni siquiera me interesa saber quiénes son, pero usted me conoce. Un mensaje mío utilizará la palabra Vassily. Eso es todo. Sólo esa palabra. Y si llega esa llamada, usted se ocupará de que haya… disturbios inmediatos e importantes.
—¿Quién es usted?
—Váyase ahora. No ha perdido más de diez minutos de su tiempo. Puede justificarlos en su mayor parte. Dese prisa, señor Kressich.
Él se levantó, miró atrás y salió apresuradamente de la estancia. Sintió en el rostro el aire fresco del corredor. Nadie lo detuvo, nadie reparó en él. Echó a andar por el corredor principal y decidió que si le preguntaban qué había hecho durante aquellos minutos, diría que había hablado con Konstantin y otras personas en el vestíbulo, que se había sentido mal y había hecho un alto en una sala de descanso. El mismo Konstantin atestiguaría que le había visto transtornado. Se enjugó el rostro con la mano, notando que su visión tendía a empañarse, dobló la esquina para salir a la plataforma verde, siguió andando hacia la zona azul y el límite de la cuarentena.
Se oyeron unos golpes en la puerta. Hale fue a abrir y Jon se volvió tenso desde donde estaba, junto al bar de la cocina, dejando escapar un profundo suspiro de alivio cuando entró Jessad y la puerta se cerró tras él.
—No hay problemas —dijo Jessad—. Están cubriendo todas las señales, preparándose para la acción dentro de la estación. Así dificultan a los invasores orientarse.
—¿Cómo ha ido con Kressich?
—Muy bien.
Jessad se quitó la chaqueta y la arrojó a Keifer, el hombre de Hale, que había salido del dormitorio. Keifer palpó enseguida el bolsillo de la chaqueta y recuperó sus documentos con un alivio comprensible.
—No le detuvieron —dijo Keifer.
—No. Me limité a ir hasta su apartamento, entré, envié a su compañero con la tarjeta… todo a pedir de boca.
—¿Y él ha accedido? —preguntó Jon.
—Claro que sí.
Jessad estaba de un humor desacostumbrado, sintiendo un residuo de excitación, y en sus ojos normalmente apagados brillaba una chispa de buen humor. Se acercó al bar y se sirvió una bebida.
—Mis ropas —objetó Keifer.
Jessad se echó a reír, tomó un sorbo, dejó el vaso y empezó a quitarse la camisa.
—Ahora ha vuelto a cuarentena. Y nosotros la controlamos.
Ayres estaba sentado a la mesa en la sala principal. Ignorando a los guardianes, apoyó la cabeza en las manos y trató de recuperar el equilibrio. Permaneció así unos momentos, luego se levantó y caminó hasta el depósito de agua que estaba junto a la pared, con paso inseguro. Humedeció los dedos y se lavó la cara con agua fría, tomó un vaso de papel y bebió para apaciguar su estómago.
Alguien entró en la estancia. Ayres le miró y enseguida frunció el ceño, pues era Dayin Jacoby, el cual se sentó ante la única mesa. Ayres no habría vuelto a ella, pero sus piernas estaban demasiado débiles para aguantar mucho tiempo en pie. No había soportado bien los trastornos del salto. Jacoby había salido mejor librado, y eso también se lo reprochaba.
—Ya se acerca —dijo Jacoby—. Tengo una idea bastante aproximada de dónde estamos.
Ayres se sentó, esforzándose para centrar la vista. Las drogas hacían que todo le pareciese distante.
—Debería sentirse orgulloso de sí mismo.
—No confían en mí, pero es de sentido común que él… ¿Están grabando lo que decimos?
—No tengo ni idea. ¿Qué más da? El hecho, señor Ayres, es que usted no puede retener Pell para la Compañía, no puedo protegerles. Ha tenido usted su oportunidad y la ha perdido. Y en Pell no querían a Mazian. Preferían la Unión a Mazian.
—Dígales eso a mis compañeros. Jacoby se inclinó hacia adelante.
—Pell se merece algo mejor que lo que puede darle la Compañía. Mejor que lo que va a darle Mazian, desde luego. Yo busco nuestro interés, señor Ayres, y negociamos como debemos hacerlo.
—Pudo haber negociado con nosotros.
—Lo hicimos… durante siglos.
Ayres se mordió el labio y se negó a seguir discutiendo. Las drogas que había tenido que tomar para el salto le impedían pensar con claridad. Ya había hablado, a pesar de su resolución de no hacerlo. Querían algo de él, pues de lo contrario no le habrían sometido a confinamiento ni llevado a aquel nivel de la nave. Apoyó la cabeza en una mano y trató de razonar para salir de su aturdimiento mientras aún hubiera tiempo.
—Estamos preparados para entrar —le acució Jacoby—. Y usted lo sabe.
Jacoby trataba de asustarle. Había estado postrado de terror durante la última maniobra. Había soportado el salto por dos veces, con la sensación de que sus entrañas estaban retorcidas y vueltas del revés. No quería pensar en otro salto.
—Creo que van a tener una charla con usted —dijo Jacoby—. Se trata de un mensaje para Pell, algo que dé la impresión de que la Tierra ha firmado un tratado. La Tierra apoya el derecho de los ciudadanos de Pell a elegir su propio gobierno. ¿Qué le parece?
Ayres le miró, dudando por primera vez de dónde estaba la verdad y dónde la mentira. Jacoby era de Pell. Fueran cuales fuesen los intereses de la Tierra, no era posible servir todos los deseos en contrario, acabaría ocupando un alto puesto en el gobierno de Pell.
—Puede que le interesen los acuerdos que conciernen al mismo Pell. Si la Tierra no quiere quedarse aislada… y usted afirma que busca el comercio… tiene que pasar por Pell, señor Ayres. Somos importantes para usted.
—Eso lo sé muy bien. Hábleme de ello cuando sea usted una autoridad en Pell. Por ahora la única autoridad en Pell es la de Angelo Konstantin, y aún he de ver algo que lo contradiga.
—Negocie ahora y espere el acuerdo —dijo Jacoby—. La parte que represento puede asegurarle la salvaguardia de sus intereses. Somos un punto de partida, señor Ayres, para la Tierra y el hogar. Una discreta toma de posesión de Pell, su discreta estancia allí en espera de que lleguen sus compañeros para regresar a casa en una nave que será fácil contratar en Pell. Eso o… dificultades, prolongadas dificultades, resultantes de un largo y dificultoso asedio. Pérdidas… posiblemente la destrucción de Pell. Yo no quiero eso. Y pienso que usted tampoco. Usted es muy humano, señor Ayres. Le estoy rogando, y lo hago por Pell. Esa es la verdad. Hágales ver claro que existe un pacto, que su elección debe decantarse por la Unión, que la Tierra les permite hacerlo.
—Desde luego, trabaja usted a conciencia para la Unión.
—Quiero que mi estación sobreviva, señor Ayres. Miles y miles de personas… podrían morir. ¿Sabe lo que significa que Mazian la utilice para protegerse? Puede retenerla para siempre, pero también puede arruinarla.
Ayres permaneció sentado, mirándose una mano, sabiendo que no podía razonar bien en su estado, que la mayor parte de lo que le habían dicho durante su estancia entre ellos era mentira.
—Quizá deberíamos trabajar juntos, señor Jacoby, si en ese caso pudiéramos asegurar el fin de todo esto sin más derramamiento de sangre.
Jacoby parpadeó, tal vez sorprendido.
—Es probable —continuó Ayres—. Los dos somos realistas, señor Jacoby… Al menos supongo que usted lo es. Autodeterminación es un buen término para nombrar la última alternativa posible, ¿no cree? Comprendo perfectamente sus argumentos. Pell carece de defensas. La estación es neutral… lo cual significa que usted está con quien gane.
—Usted lo ha dicho, señor Ayres.
—Igual que yo. Orden… el Más Allá… comercio beneficioso, y eso en interés de la Compañía. Era de esperar que aquí se produjera la independencia. Habría sido reconocida hace mucho tiempo de no haberse interpuesto la ceguera de las ideologías. Es posible que vengan tiempos mejores, Jacoby. Ojalá vivamos para verlos.
Era la mentira más creíble que jamás había dicho. Se reclinó en su asiento, sintiendo que le acometía la náusea por los efectos combinados del salto y del puro terror.
—Señor Ayres.
Se volvió hacia la puerta. Era Azov. El oficial de la Unión entró en la estancia, resplandeciente en su traje negro y plateado.
—Nos controlan —observó Ayres ásperamente.
—No me engaño a mí mismo confiando en su afecto, señor Ayres. Sólo apelo a su buen sentido.
—Está bien. Grabaré lo que ustedes quieran. Azov meneó la cabeza.
—Ya nos hemos manifestado, pero por medio de una advertencia distinta. No creemos que todas las naves de Mazian estén ensambladas en la estación. Les hemos traído con nosotros, en primer lugar, por las fuerzas de Mazian, y luego porque al tomar la estación Pell será útil disponer de una voz que haya tenido autoridad.
Él asintió con gesto de fatiga.
—Si eso sirve para ahorrar vidas, señor.
Azov se limitó a mirarle. Luego frunció el ceño.
—Tómese el tiempo que necesiten para recobrar su equilibrio, señores, y para considerar lo que podrían hacer en beneficio de Pell.
Cuando Azov salió, Ayres miró a Jacoby y vio que éste también podía inquietarse.
—¿Dudas? —le preguntó con aspereza.
—Tengo familia en esa estación —replicó Jacoby.