TERCERA PARTE METAMORFOSIS

18

Los vientos primaverales eran cada vez más cálidos. El aire sucio sobre Nueva Crobuzon estaba cargado. Los meteoromantes de la ciudad en la torre nube de la Cuña del Alquitrán copiaban las cifras de los diales giratorios y arrancaban gráficas de frenéticos indicadores atmosféricos. Apretaban los labios y sacudían la cabeza.

Hablaban entre murmullos sobre el verano prodigiosamente cálido y húmedo que se avecinaba. Golpeaban las enormes tuberías del motor aeromórfico que se alzaba por toda la altura de la torre hueca como un gigantesco órgano, como los cañones de un arma que exige un duelo entre la tierra y el cielo.

—Maldito trasto inútil de mierda —musitaban disgustados. Se habían hecho intentos no demasiado en serio por arrancar las máquinas en los sótanos, pero no se movían desde hacía ciento cincuenta años, y no había nadie vivo capaz de arreglarlas. Nueva Crobuzon se veía obligada a soportar el clima dictado por los dioses de la naturaleza o el azar.

En el zoológico de Cuña del Cancro, los animales se movían inquietos ante el cambio del tiempo. Eran los últimos días del celo, y el incansable nerviosismo de los cuerpos lujuriosos había remitido un tanto. Los cuidadores estaban aliviados por el cambio. La seductora invasión de diversos almizcles en las jaulas había provocado comportamientos agresivos e imprevisibles.

Ahora, a medida que las horas de luz duraban cada vez más, los osos, las hienas, los fuertes hipopótamos, los solitarios alopes y los simios aguardaban quietos, en aparente tensión, durante horas, contemplando a los visitantes desde sus celdas de ladrillo y sus trincheras enlodadas. Estaban esperando quizá las lluvias meridionales que nunca alcanzaban Nueva Crobuzon, pero que seguían grabadas en sus huesos. Y cuando las lluvias no llegaban, se sentaban a esperar la estación seca que, del mismo modo, no afligía a su nuevo hogar. Debía de tratarse de una existencia extraña y ansiosa, pensaban los cuidadores con el fondo del rugido de bestias cansadas, desorientadas.

Las noches habían perdido casi dos horas desde el invierno, pero parecían concentrar aún más esencia en ese tiempo limitado. Eran especialmente intensas, ya que había más actividades ilícitas tratando de encajar en las horas entre el ocaso y el alba. Cada noche, el viejo y enorme almacén a un kilómetro al sur del zoo atraía riadas de hombres y mujeres. El ocasional rugido leonino podía romper el golpeteo y el constante retumbar de los ariscos visitantes que entraban en el edificio. Todos lo ignoraban.

Los ladrillos de la nave habían sido en su día rojos, pero ahora aparecían negros por la mugre suave y meticulosa, como si la hubieran untado a mano. El cartel original aún ocupaba toda la longitud del edificio: «Jabones Cadnebar y Tallow». Cadnebar se había ido a pique en la depresión del 57. La enorme maquinaria para fundir y refinar grasa había sido arrancada y vendida como chatarra. Después de dos o tres años de silenciosas reformas, el lugar había reabierto como el circo de gladiadores.

Como otros alcaldes antes que él, a Rudgutter le gustaba comparar la civilización y el esplendor de la Ciudad-Estado República de Nueva Crobuzon con la barbarie en la que degeneraban los habitantes de otras tierras. «Pensad en los demás países de Rohagi», exigía Rudgutter en sus discursos y editoriales. Aquello no era Tesh, ni Troglodópolis, Vadaunk o el Alto Cromlech. Aquella no era una ciudad regida por brujos; aquello no era una madriguera chthónica; los cambios de estación no provocaban una oleada de represión supersticiosa; Nueva Crobuzon no procesaba a sus ciudadanos mediante fábricas de zombis; su parlamento no era como el de Maru'ahm, un casino donde las leyes eran apuestas en la mesa de la ruleta.

Y aquello no era, enfatizaba Rudgutter, Shankell, donde la gente luchaba como animales por deporte.

Excepto, por supuesto, en Cadnebar.

Podría haber sido ilegal, pero nadie recordaba ningún registro de la milicia en aquel establecimiento. Muchos patrocinadores de los principales establos eran parlamentarios, industriales y banqueros, cuya intercesión sin duda mantenía en un mínimo el interés oficial. Había otras salas de lucha, por supuesto, que doblaban para peleas de gallos o de ratas, donde se podía celebrar un combate entre osos o tejones en un extremo, lucha entre serpientes en otro, con los gladiadores en el medio. Pero Cadnebar era legendario.

Cada noche, la diversión comenzaba con un espectáculo abierto, una comedia para los habituales. Montones de jóvenes, estúpidos y palurdos chicos de granja, los tipos más duros de sus aldeas, que habían viajado durante días desde la Espiral de Grano o las Colinas Mendicantes para labrarse un nombre en la ciudad, mostraban sus prodigiosos músculos a los selectores. Dos o tres eran elegidos y arrojados a la arena principal ante la rugiente muchedumbre, donde se les entregaban unos machetes. Cuando ya estaban confiados era cuando se abría la compuerta y empalidecían al enfrentarse a un enorme gladiador rehecho o un impávido guerrero cacto. La carnicería resultante era breve y sangrienta, y servía de alivio cómico para los profesionales.

El deporte en Cadnebar se regía por la moda. En los últimos días de la primavera, gustaban los enfrentamientos entre equipos de dos rehechos y tres hermanas guardianas khepri. Las unidades de khepri eran atraídas desde Kinken y Ensenada con impresionantes premios. Llevaban practicando juntas durante años, ya que eran grupos de tres guerreras religiosas adiestradas para emular a las diosas guardianas khepri, las Hermanas Guerreras. Como ellas, una combatía con red de garfios y lanza, otra con ballesta y pedernal y otra con el arma khepri que los humanos habían bautizado como aguijón.

A medida que el verano comenzaba a llegar al resguardo de la primavera, las apuestas se hacían cada vez mayores. A kilómetros de distancia, en la Perrera, Benjamín Flex reflexionaba hosco sobre el hecho de que el Cera de Cadnebar, el órgano ilegal del negocio de las peleas, tenía una tirada cinco veces superior a la del Renegado Rampante.


El Asesino Ojospía dejó otra víctima mutilada en las alcantarillas, descubierta por los mendigos. Colgaba como alguien arrojado al Alquitrán desde una de las tuberías de desagüe.

En las afueras de la Letrina, una mujer murió por múltiples heridas punzantes en ambos lados del cuello, como si se hubiera visto atrapada entre las hojas de unas enormes tijeras serradas. Cuando sus vecinos la encontraron, su cuerpo estaba cubierto de documentos que demostraban que se trataba de una informadora coronel de la milicia. La noticia se extendió. Jack Mediamisa había atacado de nuevo. En las alcantarillas y los barrios bajos, nadie lloró a la víctima.


Lin e Isaac robaban noches furtivas cuando podían. Isaac notaba que le ocurría algo. Una vez la sentó y le exigió que le contara lo que la preocupaba, que le dijera por qué no se había presentado al Shintacost aquel año (algo que había añadido una amargura adicional a su habitual protesta sobre las listas), en qué estaba trabajando, y dónde. No había señal de material artístico en ninguna de sus habitaciones.

Lin le había acariciado el brazo, claramente agradecida por la preocupación. Mas no le dijo nada. Le explicó que estaba trabajando en una obra de la que, de momento, se sentía muy orgullosa. Había encontrado un espacio del que no podía y no quería hablar, en el que estaba elaborando la gran pieza sobre la que no debía preguntar. No era como si hubiera desaparecido del mundo. Una vez cada dos semanas, quizá, volvía a uno de los bares de los Campos Salacus, riendo con los amigos, aunque con algo menos de vigor que hacía dos meses.

Le tomaba el pelo a Isaac por su furia hacia Lucky Gazid, que se había desvanecido con sospechosa oportunidad. Isaac le había hablado a Lin de la inadvertida prueba de la mierda onírica, y había tratado de dar con él para castigarlo. Le describió el extraordinario gusano que parecía sobrevivir con la droga. Lin no había visto a la criatura, no había regresado a la Ciénaga Brock desde aquel aciago día del mes pasado, pero aun admitiendo una parte de exageración por parte de Isaac, la criatura parecía extraordinaria.

Pensó con cariño en Isaac mientras cambiaba con sutileza de tema. Le preguntó por los nutrientes que pensaba que el ciempiés obtenía de su peculiar sustento, y se sentó mientras el rostro de él se expandía fascinado y le contaba entusiasmado que no lo sabía, pero que tenía algunas ideas. Ella le pidió que tratara de explicarle la energía de crisis, y si pensaba que así ayudará a Yagharek a volar, y él le habló animadamente, dibujándole diagramas en servilletas de papel.

Era fácil trabajárselo. A veces creía que Isaac sabía que lo estaba manipulando, que se sentía culpable por la facilidad con que se transformaban sus preocupaciones por ella. Lin sentía gratitud en los rápidos cambios de tema, así como contrición. Él sabía que su papel era estar preocupado por ella dada su melancolía, y así era, sinceramente; pero lo hacía con esfuerzo, como un deber, cuando casi toda su mente estaba ocupada por crisis y comida de gusano. Ella le dio permiso para que no se preocupara, y él aceptó agradecido.

Lin quería desplazar la preocupación de Isaac por ella, al menos durante un tiempo. No podía permitirse su curiosidad. Cuanto más supiera él, más peligro correría ella. No sabía los poderes que podía poseer su empleador; dudaba que fuera telépata, pero prefería no arriesgarse. Quería terminar la obra, coger el dinero y largarse del Barrio Óseo.

Cada día que veía al señor Motley, él la arrastraba de mala gana a su ciudad. Le hablaba de forma casual sobre guerras de bandas en el Meandro Griss y Malado, dejando caer pistas sobre las masacres en el corazón del Cuervo. Ma Francine estaba aumentando su alcance. Se había hecho con la posesión de enormes porciones del mercado de shazbah al oeste del Cuervo, algo para lo que el señor Motley estaba preparado. Pero ahora comenzaba a filtrarse hacia el este. Lin masticaba, escupía y moldeaba mientras trataba de no oír los detalles, los motes de los correos muertos, la dirección de los pisos francos. El señor Motley la estaba implicando. Debía de hacerlo a propósito.

A la estatua le salieron muslos y otra pierna, el comienzo de una cadera (hasta el punto en que el señor Motley disponía de algo tan identificable, claro). Los colores no eran los naturales, pero sí evocadores y convincentes, hipnóticos. Se trataba de una pieza asombrosa, como merecía su modelo.

A pesar de los intentos de ella por aislar su mente, la despreocupada charla del señor Motley se deslizaba dentro, rompiendo sus defensas. Se descubría pensando en ello. Horrorizada, alejaba su mente de allí, pero nunca lo lograba durante demasiado tiempo. Al final se encontraba preguntándose quién conseguiría hacerse con el control de esa casa de té-plus en la calle en Campanario. Se insensibilizaba. Era otra defensa. Dejaba que su mente revisara sin pensar aquella peligrosa información. Trataba de mantenerse cuidadosamente ignorante de su importancia.

Se encontró pensando cada vez más en Ma Francine. El señor Motley hablaba de ella con tono despreocupado, pero aparecía una y otra vez en sus monólogos, por lo que supuso que estaba un poco preocupado.

Para su sorpresa, Lin comenzó a sentir simpatía por ella.

No estaba segura de cómo había comenzado. La primera vez que reparó en ella fue cuando el señor Motley estuvo hablando con sorna del desastroso ataque contra sus correos la noche anterior, en el que una enorme cantidad de una sustancia no determinada, algún material bruto para la elaboración de algo, había sido aprehendido por khepri de la banda de Ma Francine. Lin se había dado cuenta de que se alegraba mentalmente. Atónita, detuvo un instante su trabajo glandular para revisar sus propios sentimientos.

Quería que ganara Ma Francine.

No era lógico. En cuanto aplicaba el mínimo pensamiento riguroso a la situación, carecía de opinión alguna. Intelectualmente hablando, el triunfo de un traficante de drogas y matón sobre otro no le interesaba. Pero, emocionalmente, comenzaba a ver a la invisible Ma Francine como su campeona. Se descubrió abucheando en silencio cuando oía las bravatas confiadas del señor Motley, asegurando que tenía un plan que alteraría de modo radical la forma del mercado.

¿Qué es esto?, pensó irónica. ¿Después de todos estos años, el despertar de la consciencia khepri?

Se burló de sí misma, pero había algo de verdad en aquella idea mordaz. Puede que sucediera lo mismo con cualquiera que se opusiera a Motley, pensó. Lin tenía tanto miedo de reflejar su relación con él, estaba tan nerviosa de ser algo más que una empleada, que le había llevado mucho tiempo darse cuenta de que lo odiaba. El enemigo de mi enemigo…, pensó. Pero había algo más. Comprendió que sentía solidaridad por Ma Francine porque era una khepri. Pero, y puede que aquello fuera el corazón de sus sentimientos, Francine no era una «buena khepri».

Aquellas ideas le pinchaban, le incomodaban, le hacían pensar en su relación con la comunidad khepri de un modo que no era directo, justo, confrontador. Y aquello le forzaba a recordar su niñez.


Tras terminar cada día con el señor Motley, Lin visitaba Kinken. Lo dejaba y cogía un taxi desde el límite de las Costillas, dejando atrás Danechi y el puente Barguest hasta llegar a los restaurantes, oficinas y casas de Hogar de Esputo.

A veces se detenía en el bazar y se tomaba su tiempo vagando bajo sus luces mortecinas. Sentía los trajes y chaquetas de lino colgados de los puestos, ignorando a los viandantes que la miraban descorteses, preguntándose por la khepri que compraba ropas humanas. Vagaba por el mercado hasta que llegaba a Sheck, denso y caótico, con intrincadas calles y grandes apartamentos de ladrillo.

Aquello no eran barrios bajos. Los edificios de la zona eran sólidos, y la mayoría mantenía fuera la lluvia. Comparado con el suburbio mutante que era la Perrera, con la putrefacta pulpa de ladrillo de Malado y Campanario, con las chabolas desesperadas de Salpicaduras, Sheck era un lugar deseable. Algo atestado, por supuesto, y no sin sus borrachos, su pobreza y su delincuencia. Pero, teniéndolo todo en cuenta, había sitios mucho peores en los que vivir. Allí era donde moraban los tenderos, los pequeños directivos y los trabajadores fabriles mejor pagados que cada día poblaban los muelles de Ecomir y Arboleda, Gran Aduja y el Didacai, conocido por todos como el Meandro de las Nieblas.

Lin no era bienvenida. Sheck lindaba con Kinken, del que lo separaba solo un par de parques insignificantes. Las khepri eran un recordatorio constante para aquella zona de que no podía ir muy lejos. Las mujeres insecto inundaban las calles de Shek durante el día, abriéndose paso hasta el Cuervo para comprar o tomar el tren de la estación Perdido. Por la noche, no obstante, había que ser una valiente khepri para pasear por calles atestadas de pugnaces tresplumistas dispuestos a «mantener limpia su ciudad». Lin se aseguraba de abandonar la zona para el ocaso, porque muy cerca de allí estaba Kinken, donde se encontraba a salvo.

A salvo, que no feliz.

Recorría las calles de Kinken con una especie de excitación estomagante. Durante muchos años, sus viajes a la zona habían sido breves excursiones para obtener bayas de color y pasta, o quizá la ocasional golosina khepri. Ahora sus visitas eran puertas abiertas a recuerdos que creía borrados.

Los edificios rezumaban la mucosa blanca de los gusanos caseros. Algunos estaban totalmente cubiertos por aquella pasta espesa, que se extendía por los tejados conectando los distintos edificios en una grumosa totalidad coagulada. Podía ver a través de las puertas y ventanas: las paredes y suelos proporcionados por los arquitectos humanos se habían roto en algunas zonas, lo que los gusanos caseros arreglaban rezumando su flema desde el abdomen, recorriendo a bocados el interior en ruinas de los edificios sobre sus pequeñas patas.

En ocasiones, Lin alcanzaba a ver un espécimen vivo tomado de las granjas junto al río, desarrollando la reconstrucción de un edificio para formar los intrincados y retorcidos pasadizos orgánicos preferidos por casi todas las khepri. Aquellos enormes y estúpidos escarabajos, más grandes que un rinoceronte, respondían a los chasquidos y tirones de sus cuidadores, abriéndose paso a través de las casas, remodelando estancias con una cobertura de rápido secado que suavizaba las aristas y conectaba las cámaras, edificios y calles con lo que parecían, desde dentro, gigantescas madrigueras de gusano.

A veces Lin se sentaba en uno de los diminutos parques de Kinken. Se quedaba quieta entre los árboles de lento florecer y observaba a las suyas a su alrededor. Miraba por encima de la copa de los árboles, a los costados de los edificios más altos. Una vez vio a una joven humana asomarse por una ventana abierta en lo alto de un muro manchado de hormigón, en la fachada trasera del edificio. Veía a la muchacha observando plácida a sus vecinas khepri, mientras la colada de su familia ondeaba al viento, tendida de una pértiga a su lado. Una extraña forma de crecer, pensó Lin, imaginando a la chica rodeada de criaturas silenciosas con cabeza de insecto, algo tan extraño como si ella misma hubiera crecido entre los vodyanoi… Pero aquel pensamiento la llevó incómoda en dirección a su propia niñez.

Por supuesto, su viaje hacia aquellas calles despreciables era un regreso a la ciudad de sus recuerdos. Eso lo sabía. Se preparaba para recordar.

Kinken había sido su primer refugio. En aquella extraña época de aislamiento, donde aplaudía los esfuerzos de las reinas khepri del crimen y paseaba como los proscritos por todos los cuadrantes de la ciudad (excepto, quizá, por los Campos Salacus, donde los proscritos eran mayoría), comprendió que sus sentimientos hacia Kinken eran más ambivalentes de lo que se había permitido creer.

Había habido khepri en Nueva Crobuzon desde hacía casi setecientos años, desde que el Mantis Fervorosa cruzara el Océano Hinchado y alcanzara Bered Kai Nev, el continente oriental, el hogar de las khepri. Algunos mercaderes y viajeros habían regresado de la misión acompañados. Durante siglos, los descendientes de aquel grupo diminuto se mantuvieron en la ciudad y se convirtieron en nativos. No había barriadas separadas, ni gusanos caseros, ni guetos. No había los suficientes khepri. Hasta el Cruce Trágico.

Pasaron cien años antes de que los primeros barcos de refugiados llegaran arrastrándose, apenas enteros, a la Bahía de Hierro. Sus enormes motores mecánicos estaban oxidados y rotos, las velas desgarradas. Eran barcos fúnebres, atestados de khepri de Bered Kai Nev apenas vivos. La enfermedad era tan despiadada que los viejos tabúes contra el entierro en el agua fueron ignorados. Así que había pocos cadáveres sobre la cubierta, aunque sí miles de moribundos. Las naves eran como la ahita antecámara de un depósito de cadáveres.

La naturaleza de la tragedia era un misterio para las autoridades de Nueva Crobuzon, que no disponían de cónsules ni de mucho contacto con ninguno de los países de Bered Kai Nev. Las refugiadas no hablaban de ello, o lo hacían con elipsis, o, en caso de ser gráficas y explícitas, la barrera del lenguaje bloqueaba la comprensión. Lo único que los humanos sabían era que algo terrible le había sucedido a los khepri del continente oriental, algún terrible vórtice que había reclamado millones de vidas, dejando tan solo a unos pocos capaces de escapar. Las khepri habían bautizado aquel nebuloso apocalipsis como la Voracidad.

Pasaron veinticinco años entre la llegada del primero y del último barco. Se dice que algunas naves lentas, sin motor, llegaron tripuladas en su totalidad por khepri nacidas en el mar, pues todas las refugiadas originales habían muerto durante el interminable éxodo. Sus hijas no sabían de lo que habían huido, solo que sus moribundas madres de nido les habían ordenado marchar hacia el oeste para no regresar jamás. Las historias sobre los Barcos de Misericordia khepri (bautizados por aquellos que suplicaban) llegaron a Nueva Crobuzon desde otros países en la costa oriental del continente Rohagi, desde Gnurr Kett y las Islas Jheshull, hasta lugares tan al sur como los Fragmentos. La diáspora khepri había sido caótica, diversa, temerosa.

En algunas tierras, las refugiadas eran asesinadas en terribles pogromos. En otras, como Nueva Crobuzon, eran bienvenidas con inquietud, pero no con violencia oficial. Se habían establecido, se habían convertido en trabajadoras, en recaudadoras de impuestos, en criminales, y se habían visto, debido a una presión orgánica demasiado sutil para ser evidente, viviendo en guetos, en ocasiones acosadas por racistas y matones.

Lin no había crecido en Kinken. Había nacido en el más joven y pobre gueto khepri de Ensenada, una mancha de vómito en el noroeste de la ciudad. Era prácticamente imposible comprender la verdadera historia de Kinken y Ensenada debido al sistemático borrado mental al que se habían sometido sus colonizadoras. El trauma de la Voracidad era tal que la primera generación de refugiadas había olvidado a propósito diez mil años de historia racial, anunciando que su llegada a Nueva Crobuzon comenzaba un nuevo calendario, el Ciclo de la Ciudad. Cuando la siguiente generación exigió la historia a sus madres, muchas se negaron y otras tantas fueron incapaces de recordar. La Historia khepri quedó oscurecida por la sombra masiva del genocidio.

Así que a Lin le costaba penetrar los secretos de aquellos primeros veinte años del Ciclo de la Ciudad. Kinken y Ensenada le eran presentados como fallas accomplis a ella, a su madre de nido, y a la generación anterior, y a la anterior a esa.

En Ensenada no había Plaza de las Estatuas. Hacía cien años había sido un suburbio humano desvencijado, un gallinero de arquitecturas encontradas, y los gusanos caseros khepri habían hecho poco más que recubrir aquellas casas en ruinas con cemento, petrificándolas eternamente en el punto del colapso. Las moradoras de Ensenada no eran artistas ni dueñas de bares de frutas, ni jefas de enjambre, ni ancianas de colmena ni tenderas. Tenían mala fama y pasaban hambre. Trabajaban en las fábricas y las alcantarillas, se vendían a quien pudiera pagarlas. Las hermanas de Kinken las despreciaban.

En las calles decrépitas de Ensenada florecían extrañas y peligrosas ideas. Pequeños grupos de radicales se reunían en lugares secretos; los cultos mesiánicos prometían liberación para las elegidas.

Muchas de las liberadas originales habían vuelto la espalda a sus dioses de Bered Kai Nev, que no habían protegido a sus discípulas de la Voracidad. Pero las generaciones subsiguientes, que no conocían la naturaleza de la tragedia, volvieron a ofrecer su adoración. A lo largo de cien años se consagraron templos al panteón en viejos talleres y discotecas desiertas. Pero muchas habitantes de Ensenada, en su confusión y su hambre, se volvieron hacia dioses disidentes.

Dentro de los confines de aquel barrio podían encontrarse todos los templos habituales. Se adoraba a la Asombrosa Madre del Nido, así como la Artesana del Esputo. La Buena Enfermera presidía el ajado hospital, y las Hermanas Guerreras defendían a las fieles. Pero en las chabolas precarias que se tumoraban junto a los canales industriales, en estancias ocultas por ventanas cegadas, se alzaban plegarias a dioses extraños. Las sacerdotisas se dedicaban al servicio del Diablo Elíctrico o el Cosechador de Aire. Grupos furtivos se reunían en los tejados y cantaban himnos a la Hermana Ala, suplicando el vuelo. Y algunas almas solitarias y desesperadas, como la madre de nido de Lin, rendían pleitesía a Aspecto de Insecto.


Transliteralizado de forma adecuada de la grafía khepri a la de Nueva Crobuzon, el compuesto químico-audio-visual de descripción, devoción y asombro que era el nombre del dios se traducía como Insecto/Aspecto/(masculino)/(firme). Pero los pocos humanos que lo conocían lo llamaban Aspecto de Insecto, y así era como Lin se lo había señalado a Isaac cuando le contó la historia de su niñez.

Desde que tenía seis años, cuando rompió la crisálida que había sido la larva de su cabeza, para convertirse de repente en una cabeza de escarabajo, cuando despertó a la consciencia del lenguaje y el pensamiento, su madre le había enseñado que era una caída en desgracia. La lánguida doctrina del Aspecto de Insecto era que las mujeres khepri estaban malditas. Algún vil defecto por parte de la primera mujer había condenado a sus hijas a una vida cargada con un ridículo y lento cuerpo bípedo, con una mente atiborrada por los inútiles derroteros y complejidades de la consciencia. La mujer había perdido la pureza del insecto de la que disfrutaban Dios y los machos.

La madre de nido de Lin (que despreciaba los nombres como una afectación decadente) le enseñó a ella y a su hermana que Aspecto de Insecto era el señor de toda la creación, la fuerza todopoderosa que conocía solo el hambre, la sed, el celo y la satisfacción. Había defecado el universo tras devorar el vacío en un acto insensato de creación cósmica, más puro y brillante por estar desprovisto de fin o consciencia. Lin y su hermana de nido aprendieron a venerarlo con aterrorizado fervor, y a despreciar la consciencia de sus cuerpos blandos, sin quitina.

También se les enseñó a adorar y servir a sus hermanos sin mente.

Recordando aquellos tiempos, Lin ya no temblaba por la revulsión. Sentada en aquellos recluidos parques de Kinken, observó con cuidado cómo el pasado se desplegaba en su mente, poco a poco, en un acto gradual de reminiscencia que requería coraje. Recordó cómo había llegado poco a poco a comprender que su vida no era normal. En sus raras expediciones para comprar, había visto con horror el desprecio despreocupado con el que sus hermanas trataban a los machos khepri, pateando y aplastando a aquellos insectos sin mente de sesenta centímetros de longitud. Recordó las conversaciones tentativas con las demás niñas, que le enseñaron cómo vivían sus vecinas; su miedo a usar el idioma que conocía de forma instintiva, la lengua que portaba en la sangre, pero que su madre le había enseñado a despreciar.

Recordó el regreso a una casa infestada de machos khepri, el hedor de la verdura y la fruta podrida sembrada para que los sementales la devoraran. Recordó cómo le obligaban a lavar los innumerables caparazones resplandecientes de sus hermanos, a amontonar su estiércol frente al altar de la casa, a dejarles recorrerla y explorar su cuerpo, dirigidos por su curiosidad imbécil. Recordó las discusiones nocturnas con su hermana de nido, desarrolladas con las diminutas oleadas químicas y los suaves siseos que eran los susurros de las khepri. Como resultado de aquellos debates teológicos, su hermana había adoptado el camino opuesto al de ella y se había enterrado tan profundamente en su fe del Aspecto de Insecto que superó a su madre en fanatismo.

Hasta que no cumplió quince años, Lin no se atrevió a desafiar abiertamente a su madre de Nido. Lo hacía en términos que ahora veía como ingenuos y confusos. Lin denunciaba a su madre como una hereje, maldiciéndola en el nombre del panteón mayoritario. Huía del lunático auto desprecio del culto al Aspecto de Insecto, de las angostas calles de Ensenada. Huyó a Kinken.

Comprendió que por eso, a pesar del descontento posterior (su desprecio, en realidad, su odio), había una parte de ella que siempre recordaría Kinken como un santuario. Ahora la presuntuosidad de aquella comunidad insular le asqueaba, pero en la épica de su huida se había emborrachado con ella. Se había refocilado en la arrogante denuncia de Ensenada, había rezado a la Asombrosa Madre del Nido con vehemente deleite. Se había bautizado con un nombre khepri y, lo que era vital en Nueva Crobuzon, con uno humano. Había descubierto que en Kinken, al contrario que en Ensenada, el sistema de enjambres y colmenas creaba complejas y útiles redes de conectividad social. Su madre nunca había mencionado su nacimiento o su crianza, de modo que Lin había tomado la alianza de su primera amiga en Kinken, y le dijo a todo aquel que preguntaba que pertenecía a la Colmena del Ala Roja, Enjambre del Cráneo Felino.

Su amiga le introdujo en el sexo por placer, le enseñó a disfrutar del cuerpo sensual que tenía debajo del cuello. Aquella fue la transición más difícil y extraordinaria. Su cuerpo había sido una fuente de vergüenza y disgusto; realizar actividades sin más propósito que disfrutar de la pura esencia física le había provocado primero nauseas, después terror y, por último, liberación. Hasta entonces solo se había sometido al sexo en la cabeza por orden de su madre, sentándose quieta e incómoda mientras un macho subía por ella y copulaba excitado con su cuerpo de escarabajo, en piadosamente infructuosos intentos de procreación.

Con el tiempo, el odio de Lin hacia su madre de Nido se enfrió poco a poco y se tornó primero desprecio, después lástima. Su disgusto ante la miseria de Ensenada se unió a una especie de comprensión. Y entonces su amor de cinco años con Kinken terminó. Todo comenzó estando en la Plaza de las Estatuas, comprendiendo que eran empalagosas y mal ejecutadas, encarnadoras de una cultura ciega hacia sí misma. Comenzó a ver que Kinken estaba implicado en la subyugación tanto de Ensenada como de las invisibles desahuciadas de Kinken; vio una «comunidad» como mínimo cruel e insensible, y como máximo empeñada en fomentar deliberadamente la miseria de Ensenada para mantener su superioridad.

Con sus sacerdotisas, sus orgías, sus industrias, su secreta dependencia de la economía general de Nueva Crobuzon (cuya vastedad solía mostrarse públicamente en Kinken como algo secundario), Lin comprendió que vivía en un reino insostenible que combinaba la santimonía, la decadencia, la inseguridad y el esnobismo en un extraño y neurótico brebaje. Era un parásito.

Se dio cuenta, para su nauseabunda desgracia, que Kinken era más deshonesto que Ensenada. Pero aquella comprensión no trajo con ella nostalgia por su patética niñez. No regresaría a Ensenada. Y si le volvía la espalda al Kinken como antes lo había hecho con el Aspecto de Insecto, no habría otro sitio donde ir, salvo el exterior.

De modo que aprendió las señales y se marchó.


Lin nunca fue tan insensata como para pensar que podía dejar de ser definida por su raza, al menos en lo concerniente a la ciudad. Y tampoco lo quería. Pero, para ella, dejó de intentar ser una khepri, como una vez había dejado de intentar ser un insecto. Por eso le fascinaban sus sentimientos hacia Ma Francine. No era solo por el hecho de que se enfrentara al señor Motley, comprendió. Había algo al respecto de que fuera una khepri la que lo hiciera, robando sin esfuerzo territorio a aquel hombre vil que la asqueaba.

No pretendía comprender, ni siquiera para sí misma. Se sentó un largo rato a la sombra de las vainillas, los robles, los perales, en el Kinken que había despreciado durante años, rodeada por hermanas para las que era una proscrita. No quería regresar a la «vida khepri», como no quería hacerlo al Aspecto de Insecto. No entendía la fuerza que extraía de Kinken.

19

El constructo que había barrido el suelo de David y Lublamai durante años parecía que por fin estaba cediendo. Giraba y chirriaba mientras restregaba, se concentraba en zonas arbitrarias del suelo, y las pulía hasta dejarlas como joyas. Algunas mañanas tardaba casi una hora en ponerse en marcha. Se quedaba colgado en bucles del programa, lo que le hacía repetir sin fin pequeños comportamientos.

Isaac había aprendido a ignorar sus quejidos repetitivos y neuróticos. Trabajaba con las dos manos a la vez. Con la izquierda, anotaba sus nociones en forma diagramática. Con la derecha alimentaba ecuaciones en las entrañas de su pequeña máquina calculadora mediante las teclas rígidas y las tarjetas perforadas insertadas en la ranura de programas, que metía y sacaba a toda velocidad. Solucionaba el mismo problema con distintos programas, comparando respuestas, anotando las resmas de números.

Los innumerables libros sobre vuelo que habían llenado sus estanterías habían sido reemplazados, con la ayuda de Teparadós, por un número igual de tomos sobre la teoría unificada de campos y la arcana disciplina de las matemáticas de crisis.

Después de solo dos semanas de investigación, algo extraordinario pasaba en la mente de Isaac. La reconceptualización llegó a él de forma tan sencilla que al principio no comprendió la escala de su introspección. Parecía un momento pensativo como tantos otros, en el curso de un diálogo científico totalmente interior. El sentido del genio no solía descender sobre Isaac Dan der Grimnebulin como una fría descarga de luz brillante. Lo que ocurría era que un día, mientras masticaba la punta del lápiz, se producía un instante de pensamiento apenas vocalizado en la línea de o espera un momento, puede que puedas hacerlo así…

Le llevó una hora y media comprender que lo que había creído un modelo mental útil era algo mucho más emocionante. Se lanzó a un intento sistemático de demostrar que estaba equivocado. Construyó un escenario matemático tras otro, con lo que trataba de demoler el primer esbozo de sus ecuaciones. Sus intentos de destrucción fracasaron. Su álgebra aguantó el embate.

Le llevó dos días más comenzar a creer que había solucionado el problema fundamental de la teoría de crisis. Disfrutaba de momentos de euforia, y muchos más de cauto nerviosismo. Estudiaba sus libros a un ritmo desesperadamente lento, tratando de asegurarse de que no había olvidado algún error evidente, que no había replicado algún teorema hacía tiempo descartado.

Pero, a pesar de todo, sus ecuaciones se sostenían. Aterrado por el orgullo, buscó cualquier alternativa a creer lo que cada vez era más evidente: que había solventado el problema de la representación matemática, de la cuantificación de la energía de crisis.

Sabía que tenía que hablar de inmediato con sus colegas, publicar sus hallazgos como «trabajo en curso» en la Revista de Física Filosófica y Taumaturgia, o en Campo Unificado. Pero se sentía tan intimidado por lo que había descubierto que evitó esa ruta. Se dijo que quería estar seguro. Tenía que tomarse algunos días más, alguna semana, puede que un mes o dos… Entonces podría publicar. No le diría nada a David ni a Lublamai, ni a Lin, lo que era más extraordinario. Isaac era un charlatán dado a soltar cualquier comentario, ya fuera científico, social u obsceno que se le pasara por la cabeza. No era precisamente conocido por su capacidad para guardar un secreto. Se conocía lo bastante como para reconocerlo, para comprender lo que significaba: que estaba profundamente angustiado, y más aún excitado, por lo que había descubierto.

Revisó el proceso de descubrimiento, de formulación. Se dio cuenta de que sus avances, sus increíbles saltos teóricos del último mes, que eclipsaban el trabajo de los cinco años anteriores, eran una respuesta a preocupaciones prácticas inmediatas. Había llegado a un callejón sin salida en sus estudios de la teoría de crisis, hasta que Yagharek apareció con su encargo. No sabía a qué se debía, pero comprendía que era con aplicaciones concretas como más avanzaban sus teorías abstractas. Por tanto, decidió no sumergirse por completo en hipótesis abstrusas. Seguiría concentrándose en el problema del vuelo de Yagharek.

No se permitiría pensar en las ramificaciones de su investigación, al menos en aquella fase. Todo cuanto descubriera, cada avance, cada idea que tuviera, sería conducida de vuelta a sus estudios aplicados. Trató de verlo todo como un medio para devolver a Yagharek a los cielos. Era difícil (incluso perverso) tratar constantemente de contener y circunscribir su trabajo. Veía la situación como una en la que trabajaba por encima de su propio hombro; o, para ser exactos, se sentía como si intentara investigar por el rabillo del ojo. Más, por increíble que pareciera, con aquella disciplina Isaac progresó en la teoría a un ritmo con el que nunca hubiera podido soñar seis meses atrás.

Era una extraordinaria y compleja ruta de revolución científica, pensaba a veces, regañándose rápidamente por pensar directamente en la teoría. Vuelve al trabajo, se decía severo. Hay un garuda al que echar a los cielos. Pero no podía impedir que su corazón brincara de emoción, y la ocasional sonrisa histérica asomaba a su rostro. Algunos días buscaba a Lin y, si no estaba trabajando en su obra secreta en su lugar secreto, trataba de seducirla en el piso de ella con un fervor tierno y excitado que a ella le encantaba, a pesar de estar evidentemente cansada. En otras ocasiones pasaba días completamente solo, sumergido en la ciencia.

Isaac aplicaba sus extraordinarios hallazgos para tratar de diseñar una máquina capaz de solventar el problema de Yagharek.

Un mismo dibujo comenzaba a aparecer más y más en su trabajo. Al principio era un garabato, algunas líneas sueltas cubiertas de flechas e interrogaciones. A los pocos días parecía más sólido. Las líneas estaban trazadas con regla y tinta. Las curvas se medían con cuidado. Estaba en camino de convertirse en un plano.

A veces Yagharek regresaba al laboratorio, siempre cuando los dos estaban solos. Isaac oía la puerta abrirse por la noche y se giraba para encontrarse con el impávido y digno garuda, aún asfixiado por una visible desdicha.

Descubrió que intentar explicarle su trabajo a Yagharek le ayudaba. No en las grandes cuestiones teóricas, por supuesto, pero sí en la ciencia aplicada que desarrollaba su teoría secreta. Pasaba días con miles de ideas y proyectos potenciales revoloteando violentos por su cabeza, y creía que dar voz a esas ideas, explicar en un lenguaje llano las diversas técnicas que le permitirían acceder a la energía de crisis, le obligaba a reevaluar sus trayectorias, a descartar algunas y concentrarse en otras.

Comenzó a depender del interés de Yagharek. Si pasaban demasiados días sin que apareciera el garuda, se distraía. Gastaba esas horas contemplando al enorme ciempiés.

La criatura llevaba devorando mierda onírica casi dos semanas, sin parar de crecer. Cuando rebasó el metro de longitud, Isaac se puso nervioso y dejó de alimentarlo. La jaula empequeñecía a ojos vista. Aquel sería todo el tamaño que alcanzara. El gusano había pasado los siguientes dos días vagando desesperanzado por su pequeña prisión, olisqueando el aire. Desde entonces parecía haberse resignado al hecho de que no habría más comida. Su desesperada hambre original había remitido.

No se movía mucho, solo se desplazaba un poco de vez en cuando, ondulando una o dos veces por la jaula, estirándose y bostezando. Por lo general, solo se sentaba y palpitaba ligeramente, Isaac no sabía si por la respiración, por el corazón o por cualquier otro motivo. Tenía un aspecto saludable, como si estuviera esperando.

A veces, al dejar caer los trozos de mierda onírica en las ansiosas mandíbulas del ciempiés, Isaac se había descubierto pensando en su propia experiencia con la droga con una débil y pálida añoranza. No se trataba de una ilusión de nostalgia. Isaac recordaba de forma vivida la sensación de estar a la deriva rodeado de inmundicia; de ser mancillado hasta el nivel más profundo; del mareo desorientador, de la náusea; de la confusión y el pánico por perderse en un revoltijo de emociones, en una maraña; de confundir la mente de otro con miedos invasores… Pero, a pesar de la vehemencia de aquellos recuerdos, contemplaba los desayunos del gusano con aire pensativo… quizá incluso hambriento.

Se sentía muy perturbado por esas sensaciones. Siempre había sido desvergonzadamente cobarde respecto a las drogas. Como estudiante había habido montones de aromáticos cigarrillos de hierba, por supuesto, y de las risas inanes que los acompañaban. Pero nunca había tenido estómago para nada más fuerte. Aquellos rumores incipientes de un nuevo apetito no hacían nada por acallar sus miedos. No sabía lo adictiva que era la mierda onírica, pero se negaba del plano a darse a aquellas débiles ascuas de curiosidad.

La mierda onírica era para el ciempiés, solo para él.

Isaac canalizó su curiosidad de las corrientes sensuales a las intelectuales. Solo conocía personalmente a dos químicos, ambos gazmoños irredentos; tenía la misma intención de hablarles sobre drogas ilegales que de bailar desnudo por la medianera de la calle Tervisadd. Optó por sacar el tema de la mierda onírica en las tabernas de peor fama de los Campos Salacus. Resultó que varios de sus conocidos la habían probado, y algunos eran consumidores habituales.

No parecía tener un efecto distinto en cada raza. Nadie sabía de dónde procedía, pero todos los que admitían usarla alababan sus extraordinarios efectos. Lo único en lo que todos estaban de acuerdo era en que era muy cara, cada vez más. No obstante, ninguno dejaba el hábito. Los artistas en particular hablaban de forma casi mística sobre la comunión con otras mentes. Isaac se reía de aquellos comentarios, asegurando (sin reconocer su propia y limitada experiencia) que la droga no era más que un poderoso oneirógeno que estimulaba los centros oníricos del cerebro, igual que el té-plus estimulaba los córtex visual y olfativo.

No creía en lo que decía. No le sorprendía la vehemente oposición hacia su teoría.

—No sé cómo, Isaac —le había siseado Brote en los Muslos con reverencia—, pero te deja compartir sueños… —Ante aquel comentario, los demás adictos arracimados en un pequeño reservado del Reloj y el Gallito asintieron al unísono, de forma cómica. Isaac adoptó una expresión escéptica para mantener su papel de incrédulo. Por supuesto, en realidad estaba de acuerdo. Pretendía descubrir más sobre aquella extraordinaria sustancia. Tendría que hablar con Lemuel Pigeon, o con Lucky Gazid, si es que alguna vez reaparecía; pero el ritmo de su trabajo sobre la teoría de crisis lo consumía. Su actitud hacia la mierda onírica que había dado al gusano seguía siendo de curiosidad, nerviosismo e ignorancia.

Se encontraba mirando incómodo a la vasta criatura un cálido día de finales de Melero. Decidió que era algo más que prodigioso. Sin duda, se trataba de un monstruo, y lo maldecía por ser tan interesante. De otro modo habría podido olvidarse de él.

La puerta a su espalda se abrió y Yagharek apareció bajo los rayos del primer sol. Era raro, muy raro, que el garuda se presentara antes del anochecer. Isaac se puso en pie, llamando a su cliente para que subiera.

— ¡Yag, viejo! ¡Cuánto tiempo! Estaba a la deriva, y te necesito para anclarme. Ven aquí arriba.

Yagharek subió las escaleras sin pronunciar palabra.

— ¿Cómo sabes cuándo van a estar fuera David y Lub, eh? —preguntó Isaac—. ¿Montas guardia, o algo así? Mira, Yag, tienes que dejar de merodear como un atracador.

— Quiero hablar contigo, Grimnebulin. — La voz de Yagharek era extrañamente tanteadora.

—Dispara, viejo. —Isaac se sentó y lo miró. Ya sabía que el garuda permanecería de pie.

Yagharek se quitó la capa y el armazón de las alas, y se volvió hacia Isaac con los brazos cruzados. Isaac sabía que aquello era lo más cerca que Yagharek estaría nunca de expresar confianza, allí expuesto con su deformidad a la vista, sin hacer esfuerzo alguno por cubrirse. Suponía que debía sentirse halagado.

Yagharek lo miraba de lado.

—Hay gente en la ciudad nocturna donde vivo, Grimnebulin, gente muy diversa. No todos los que se ocultan son despojos.

—Nunca presumí que… —comenzó Isaac, pero Yagharek movió la cabeza impaciente, acallándolo.

—He pasado muchas noches solo, en silencio, pero hay otras ocasiones en las que camino con aquellos cuyas mentes siguen afiladas tras la pátina de alcohol, soledad y drogas. —Isaac quería decir «Ya te he dicho que podemos buscar un sitio para que te quedes», pero se detuvo. Quería ver adonde se dirigía aquello—. Hay un hombre, un hombre borracho y docto. No estoy seguro de que me considere real. Puede pensar que soy una alucinación recurrente. —Yagharek lanzó un profundo suspiro—. Le hablé sobre tus teorías, tu crisis, y se emocionó. Y el hombre me dijo: «¿Por qué no ir hasta el final? ¿Por qué no usar la Torsión?».

Se produjo un largo silencio. Isaac sacudió la cabeza con exasperación y disgusto.

—Estoy aquí para hacerte la misma pregunta, Grimnebulin —siguió el garuda—. ¿Por qué no usamos la Torsión? Tú intentas crear una ciencia desde cero, Grimnebulin, pero la energía de Torsión existe, y se conocen técnicas para acceder a ella… Te pregunto como un ignorante, Grimnebulin. ¿Por qué no usamos la Torsión?

Isaac inspiró profundamente y se pasó la mano por la cara. Parte de él estaba enfadada, pero en su mayoría se trataba de simple ansiedad, desesperación por poner fin de inmediato a aquella conversación. Se giró hacia el garuda y alzó la mano.

—Yagharek… —comenzó, y en ese momento se produjo un golpe en la puerta.

— ¿Hola? —gritó una voz alegre. Yagharek se tensó e Isaac dio un respingo. La coincidencia era extraordinaria.

— ¿Quién es? —gritó Isaac, bajando las escaleras.

Un hombre asomó la cabeza por la puerta. Tenía aspecto afable, casi hasta el absurdo.

—Ah, hola, señor. He venido por lo del constructo.

Isaac sacudió la cabeza. No tenía ni idea de lo que estaba diciendo aquel individuo. Miró por encima del hombro, pero Yagharek era invisible. Se había apartado de la vista, del borde de la plataforma. El hombre de la puerta le entregó una tarjeta.

«NATHANIEL ORRIABEN, REPARACIÓN DE CONSTRUCTOS Y REPUESTOS», decía. «CALIDAD Y SERVICIO A PRECIOS RAZONABLES».

—Ayer vino un hombre… ¿Serachin? —siguió el recién llegado, leyendo de una hoja—. Nos dijo que su modelo de limpieza… un… EKB4C estaba estropeado. Pensaba que podía ser un virus. Tenía que venir mañana, pero acabo de terminar un trabajillo por la zona y pensé que era posible que hubiera alguien. —Su sonrisa era brillante. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su mono, lleno de grasa.

—Oiga —dijo Isaac—. Um… Mire, no es un buen momento…

— ¡Claro! Usted decide, por supuesto. Solo que… —el hombre miró alrededor antes de seguir, como si fuera a compartir un secreto. Seguro de que no iba a oírle nadie que no debiera, siguió con tono confidencial—. Solo que, señor, puede que no me sea posible acudir a la cita de mañana, como estaba previsto… —Su rostro ofrecía una disculpa de la clase más exagerada—. Puedo trabajar en una esquinita, sin hacer un ruido. Me llevará solo una hora si puedo arreglarlo aquí, y si no, es asunto para el taller. Eso lo sabré en cinco minutos. En caso contrario, creo que no podré venir al menos hasta dentro de una semana.

—Oh, mierda. A ver… mire, tengo una reunión arriba, y es absolutamente vital que no nos interrumpa. Hablo en serio. ¿Le parece?

— ¡Por supuesto! Me basta con acercarle el destornillador a esa vieja limpiadora y darle una voz cuando sepa el veredicto, ¿de acuerdo?

—Muy bien. ¿Puedo dejarle ya?

—Perfecto. —El hombre ya se dirigía hacia el constructo de limpieza, portando una caja de herramientas. Lublamai lo había encendido aquella mañana y le había programado instrucciones para que fregara su zona de estudio, aunque había sido un intento inútil. El constructo había estado petardeando en círculos durante veinte minutos antes de pararse, inclinado contra la pared. Allí seguía, tres horas después, emitiendo infelices chasquidos con los tres miembros sacudiéndose espasmódicos.

El técnico se acercó al artilugio, musitando y cloqueando como un padre preocupado. Tanteó los miembros del constructo, sacó una leontina del bolsillo y cronometró el tiempo entre las sacudidas. Anotó algo en una libreta y giró al autómata de limpieza para encararlo con él, mirando luego por uno de sus iris de cristal. Movió un lápiz lentamente de un lado a otro, observando la respuesta del motor sensorial.

Isaac vigilaba de reojo al reparador, aunque su atención no dejaba de dirigirse hacia arriba, donde le esperaba Yagharek. Este asunto de la Torsión no puede esperar, pensó nervioso.

— ¿Qué tal va? —gritó impaciente al técnico.

El hombre estaba abriendo su caja para sacar un gran destornillador. Levantó la vista.

—No hay problema —dijo meneando alegre el destornillador. Devolvió la vista al constructo y lo apagó con el interruptor detrás del cuello. Los crujidos angustiados murieron en un agradecido susurro. El hombre comenzó a destornillar el panel tras la «cabeza» del artefacto, una áspera pieza de metal gris coronando el cuerpo cilíndrico.

—Muy bien —respondió Isaac, corriendo escaleras arriba.

Yagharek estaba en pie junto a la mesa, lejos de la vista de la planta baja. Miró a Isaac cuando este regresó.

—No es nada —le dijo en voz queda—. Alguien que ha venido a arreglar nuestro constructo, que ha reventado. Lo que no sé es si podrá oírnos.

Yagharek abrió la boca para responder, pero en ese momento un delgado y discordante silbido llegó desde abajo. El pico de Yagharek se mantuvo abierto unos instantes, con expresión estúpida.

—Parece que no tenemos de qué preocuparnos —dijo Isaac, sonriendo. Lo está haciendo a propósito, pensó, para hacernos saber que no está escuchando. Qué educado. Inclinó la cabeza en invisible agradecimiento al técnico.

Su mente regresó entonces al asunto que los ocupaba, la sugerente tentativa de Yagharek, y su sonrisa se desvaneció. Se sentó con pesadez en la cama, se pasó la mano por el cabello espeso y miró a su cliente.

— ¿Nunca te sientas, Yag? —dijo en bajo—. ¿Y eso?

Tamborileó con los dedos contra la sien y pensó unos instantes antes de hablar.

—Yag, viejo… Ya me has impresionado antes con tu… sorprendente biblioteca. Quiero decirte dos nombres, para ver si significan algo para ti. ¿Qué sabes de Suroch, o de la Mancha Cacotópica?

Se produjo un largo silencio. Yagharek miraba ligeramente hacia arriba, a través de la ventana.

— La Mancha Cacotópica la conozco, por supuesto. Es lo que se oye siempre que se habla de la Torsión. Quizá sea un hombre del saco. —Isaac no era capaz de distinguir estados de ánimo en la voz de Yagharek, pero sus palabras eran defensivas—. Quizá debamos superar nuestro miedo. Y Suroch… he leído vuestras historias, Grimnebulin. La guerra siempre es… algo vil.

Mientras Yagharek hablaba, Isaac se incorporó y se acercó hacia sus caóticas estanterías, revisando los volúmenes apilados. Regresó con un delgado tomo de tamaño folio, encuadernado en rústica. Lo abrió frente al garuda.

—Esto —dijo con tono sombrío— es una colección de heliotipos tomados hace casi cien años. Fueron estos helios, en gran medida, los que pusieron fin a los experimentos de Torsión en Nueva Crobuzon.

Yagharek acercó la mano lentamente y pasó las páginas. No dijo palabra.

— Se suponía que esto era una misión secreta de investigación para ver los efectos de la guerra cien años después —siguió Isaac—. Pequeños grupos de la milicia, un par de científicos y un heliotipista marcharon costa arriba en un dirigible espía, y tiraron algunos helios desde el aire. Después, algunos de ellos descendieron hasta los restos de Suroch para tomar imágenes cercanas. Sacramundi, el heliotipista, estaba tan… tan espantado que sacó quinientas copias de su informe pagadas de su bolsillo y distribuidas gratuitamente, sin pasar por el alcalde ni el Parlamento, donde se mostraba a la población a las claras… El alcalde Turgisadi se volvió loco, pero no podía hacer nada. Se produjeron protestas, y después las algaradas Sacramundi del 89. Ya casi se han olvidado, pero a punto estuvieron de tumbar al gobierno. Un par de los grandes capitales que contribuían al programa de Torsión, de los cuales el mayor era Penton, que sigue poseyendo las Minas Arrowhead, se asustaron y se retiraron, y todo el asunto se colapso. Por esto, Yag, viejo amigo —terminó, señalando el libro—, es por lo que no usamos la Torsión.

El garuda seguía pasando páginas lentamente. Las imágenes sepia de la ruina pasaban frente a él.

—Ah… —Isaac señaló con el dedo una gris panorámica de lo que parecía cristal y carbón aplastado. El heliotipo se había tirado desde muy baja altura. Algunos de los grandes fragmentos que cuajaban la enorme, perfecta llanura circular eran visibles, lo que sugería que los escombros disecados eran los restos de objetos retorcidos, antaño extraordinarios—. Y esto es lo que queda del centro de la ciudad. Ahí es donde tiraron la bomba cromática en 1545. Dijeron que lo hacían para poner fin a las Guerras Pirata, pero para ser sinceros, Yag, ya habían terminado hacía casi un año cuando Nueva Crobuzon bombardeó Suroch con las bombas de torsión. Fíjate, tiraron las bombas cromáticas doce meses después para tratar de esconder lo que habían hecho… solo que una cayó al mar y no llegó a activarse; la otra solo fue capaz de limpiar el kilómetro cuadrado central de Suroch, más o menos. Esta zona que ves aquí… —indicó un escombro bajo en el borde de la llanura circular—. A partir de ahí, las ruinas siguen en pie. Ahí es donde puedes ver la Torsión.

Le indicó a Yagharek que volviera la página. El garuda obedeció y algo cloqueó en el fondo de su garganta. Isaac suponía que era el equivalente en su especie a una inhalación profunda. Echó un vistazo a la imagen antes de levantar la mirada, no lo bastante rápido, hacia el rostro de Yagharek.

—Esas cosas al fondo, como estatuas fundidas, eran casas —dijo con tono neutro—. Lo que estás mirando, al menos hasta donde se ha podido determinar, descendía de una cabra doméstica. Al parecer las usaban como mascotas en Suroch. Esto, por supuesto, podría ser una segunda, décima, vigésima generación tras la Torsión, evidentemente. No sabemos cuánto viven.

Yagharek contempló el cadáver del heliotipo.

—Tuvieron que dispararle, explica el texto —siguió Isaac—. Mató a dos de la milicia. Intentaron realizarle una autopsia, pero esos cuernos del estómago no estaban muertos, aunque el resto sí lo estuviera. Respondieron al ataque y casi acabaron con el biólogo. ¿Ves el caparazón? Parece que fue muy difícil abrir ahí. —Yagharek asintió lentamente—. Pasa la página, Yag. Sobre la siguiente, nadie tiene la menor idea de lo que era antes. Podría haber sido generado de forma espontánea por la explosión de Torsión, pero creo que esos engranajes de ahí descienden de los motores de un tren —dio unos suaves golpecitos a las páginas—. Lo… eh… lo mejor aún está por llegar. No has visto ni el árbol cucaracha, ni los rebaños de lo que parece que una vez fueron humanos.

Yagharek era meticuloso. Pasaba cada una de las páginas y veía las imágenes furtivas robadas desde detrás de los muros, o las vertiginosas tomas aéreas. Un lento caleidoscopio de mutación y violencia, guerras patéticas libradas entre monstruosidades incognoscibles por una tierra de nadie de escoria cambiante y arquitectura de pesadilla.

—Había veinte soldados, Sacramundi el heliotipista y tres científicos, además de un par de ingenieros que no salieron de la nave. Siete soldados, Sacramundi y una de las químicas lograron salir de Suroch. Algunos sufrieron heridas por la Torsión. Para cuando llegaron a Nueva Crobuzon, uno de los de la milicia había muerto. Otro tenía tentáculos con pinchos allá donde debían estar los ojos, y trozos del cuerpo de la científica desaparecían todas las noches. No había sangre, ni dolor, solo… suaves oquedades en el abdomen, o en el brazo, o donde fuera. Se suicidó.

Isaac recordó la primera vez que oyó la anécdota, contada por un heterodoxo profesor de Historia. Isaac había investigado, siguiendo el rastro de notas al pie y viejos periódicos. La Historia se había olvidado, transmutada en chantaje emocional para los niños: «Sé bueno o te mandaremos a Suroch, donde están los monstruos». Tardó un año y medio en ver una copia del ejemplar de Sacramundi, y otros tres antes de poder pagar el precio que le pedían por ella.

Creyó reconocer algunos de los pensamientos que brillaban casi invisibles bajo la piel impasible de Yagharek. Eran las idas que todo estudiante heterodoxo había tenido alguna vez.

—Yag —dijo Isaac con suavidad—, no vamos a utilizar la Torsión. Podrías pensar «Aún usamos martillos, y hay quien muere por su culpa». ¿Es así? ¿Eh? «Los ríos pueden desbordarse y matar a miles, pero también mover turbinas hidráulicas». ¿Sí? Confía en mí: te habla uno que en su tiempo pensaba que la Torsión era terriblemente emocionante. No es una herramienta. No es un martillo, ni es como el agua. Es… la Torsión es poder renegado. No estamos hablando de energía de crisis, ¿sabes?

Sácate eso de la cabeza. La crisis es la energía que subyace en toda la física. La Torsión no tiene que ver con la física. No tiene que ver con nada. Es… es una fuerza totalmente patológica. No sabemos de dónde viene, ni por qué aparece, ni adonde va. No hay apuestas. No hay reglas que aplicar. No puedes acceder a ella… Bueno, puedes intentarlo, pero ya has visto los resultados. No puedes jugar con ella, no puedes confiar en ella, no puedes comprenderla, y ni sueñes siquiera con intentar controlarla. —Isaac meneaba la cabeza irritado—. Oh, sí, ha habido experimentos y demás, y aseguran tener técnicas para escudar de algunos de los efectos y amplificar otros, y hasta es posible que alguno de ellos funcione relativamente bien. Pero nunca ha habido un experimento de Torsión que no haya acabado en… bueno, en lágrimas, como mínimo. Por lo que a mí respecta, solo hay una clase de experimento a realizar con la Torsión, y es hallar el modo de evitarla. O la paras de raíz o corres como un libintos con los dragok a su cola. Hace quinientos años, poco después de que se abriera la Mancha Cacotópica, hubo una leve tormenta de Torsión que llegó barriendo desde el mar, al nordeste. Golpeó Nueva Crobuzon durante un tiempo. —Isaac negaba lentamente con la cabeza—. Nada comparado con Suroch, por supuesto, pero aún así fue suficiente para provocar una epidemia de nacimientos monstruosos y algunos extraños trucos cartográficos. Todos los edificios afectados se vinieron abajo al instante. Muy sensato, si quieres mi opinión. Fue entonces cuando realizaron el proyecto de la torre nube: no querían dejar el clima al azar. Aunque ahora no funciona, claro, y nos tendremos que joder si nos tocan más tormentas de Torsión. Por suerte, parece que cada vez son menos frecuentes con el paso de los años. Alrededor del 1200 eran toda una amenaza. —Isaac gesticuló hacia Yagharek, calentándose con su denuncia y su explicación—. Ya sabes, Yag: cuando se dieron cuenta de que pasaba algo al sur de la pradera, y no tardaron mucho en comprender que se trataba de una enorme grieta de Torsión, se habló un huevo sobre cómo llamarlo, y las discusiones aún no han terminado, medio milenio después.

Alguien lo llamó Mancha Cacotópica, y parece que gustó. Recuerdo que en la escuela me dijeron que se trataba de una terrible descripción populista, que Cacotopos (mal sitio, básicamente) era moralizante, porque la Torsión no era ni buena ni mala, y así sin parar. El caso es que… no les faltaba razón, ¿no? La Torsión no es malvada… es amoral, carece de motivación. O eso es lo que yo creo. Otros disienten. Pero, aunque fuera cierto, a mí me parece que el Ragamol occidental es precisamente un cacotopos, una vasta extensión de tierra totalmente fuera de nuestro alcance. No hay taumaturgia que aprender, ni técnicas que perfeccionar, que nos permitan hacer absolutamente nada en aquel lugar. No podemos más que jodernos y esperar a que las corrientes terminen recediendo. Se trata de un yermo de extensión acojonante, hasta el culo de diminutos (que sí, que viven fuera de las zonas de Torsión, pero que parecen especialmente felices en ellas) y otras cosas que ni voy a perder el tiempo en describir. Así que tenemos una fuerza que se burla por completo de nuestra inteligencia. Eso es «malvado» por lo que a mí respecta. Podría ser la puta definición de la palabra. Mira, Yag… me duele decirte esto, de verdad, pero la Torsión es incognoscible.

Con un gran suspiro de alivio, Isaac vio al garuda asentir. El se unió ferviente al gesto.

—Parte de esto es egoísta, ¿sabes? —siguió, con un repentino humor sombrío—. Es decir, no quiero dedicarme a unos experimentos y terminar con algo… no sé, con algo asqueroso. Es demasiado arriesgado. Nos ceñiremos a la crisis, ¿de acuerdo? Respecto a la cual, por cierto, tengo algo que enseñarte.

Isaac quitó con delicadeza de las manos de Yagharek el informe Sacramundi y lo devolvió a la estantería. Abrió el cajón del escritorio negro y sacó su plano.

Lo situó frente a Yagharek, titubeó y lo retiró un poco.

—Yag, viejo —dijo—, tengo que estar seguro de que hemos dejado eso atrás, ¿entiendes? ¿Estás… satisfecho? ¿Convencido? Si vas a enmierdarte con la Torsión, por el amor de Jabber dímelo ahora y nos despedimos… con mis condolencias.

Estudió el rostro del garuda con ojos preocupados.

—He oído tu plática, Grimnebulin —respondió tras una pausa—. Yo… te respeto. —Isaac sonrió sin humor—. Acepto cuanto dices.

Isaac comenzó a sonreír, y hubiera respondido de no ser porque Yagharek miraba por la ventana con melancólica quietud. Mantuvo el pico abierto largo rato antes de hablar.

—Nosotros los garuda conocemos la Torsión —hacía amplias pausas entre las frases—. Ha visitado el Cymek. Lo llamamos rebekh-lajhnar-h'k. —La palabra tenía la áspera cadencia del iracundo canto de un pájaro. Yagharek miró a Isaac a los ojos—. Rebekh-sackmai es Muerte: «la fuerza que termina». Rebeck-kavt es Nacimiento: «La fuerza que comienza». Fueron los primeros gemelos, nacidos del útero del mundo tras la unión con su propio sueño. Pero había una… una enfermedad… un tumor… —se detuvo para saborear la palabra correcta— en el vientre con ellos. Rebekh-lajhnar-h'k se abrió paso por la matriz justo después, o quizá al mismo tiempo, o quizá incluso antes. Es el… —se pensó bien la traducción—. Es el hermano-cáncer. Su nombre significa «La fuerza en la que no se puede confiar». —Yagharek no narró la historia popular con tonos chamánicos, sino con la voz neutra de un xentropólogo. Abrió mucho el pico, lo cerró abruptamente y volvió a abrirlo—. Soy un proscrito, un renegado. Quizá… quizá no sea sorprendente que vuelva la espalda a mis tradiciones. Pero debo saber cuándo encontrarlas de nuevo. Lajhni es «confiar», «atar firmemente». No se puede confiar en la Torsión, y no puede ser atada. Es incontenible. Lo he sabido desde la primera vez que oí las historias. Pero en mi… mi… en mi ansia, Grimnebulin, quizá recurra demasiado rápido a cosas de las que antes hubiera escapado. Es… difícil vivir entre mundos, no ser de ningún sitio. Pero tú me has hecho recordar lo que siempre he sabido. Como si fueras el anciano de mi bandada. —Se produjo una última y larga pausa—. Gracias.

Isaac asintió lentamente.

—De nada. Me… me alivia oírte decir eso, Yag. Más de lo que te puedas imaginar. No hablemos más de ello. —Se aclaró la garganta y señaló el diagrama—. Tengo algo fascinante que enseñarte, viejo.


En la luz polvorienta bajo la pasarela de Isaac, el técnico de constructos Orriaben tanteaba las entrañas de la limpiadora rota con un destornillador y un soldador. Mantenía un silbido sin sentido, un truco que no requería ni una fracción de su atención.

El sonido de la conversación allá arriba le llegaba como el más leve murmullo de un bajo, salpicado por una ocasional voz cascada. Miró hacia la pasarela un instante, sorprendido ante aquella segunda voz, pero regresó rápidamente al asunto que lo ocupaba.

Un breve examen de los mecanismos del motor analítico interno de la máquina le confirmó el diagnóstico básico. Aparte de los habituales problemas de articulaciones rotas, el óxido y los contactos gastados, propios de la edad y que podían arreglarse con facilidad, el constructo había contraído alguna clase de virus. Una tarjeta de programas mal introducida o un engranaje mal calibrado dentro del motor de inteligencia a vapor habían provocado que las instrucciones se retroalimentaran en un bucle infinito. Actividades que el constructo nunca hubiera podido llevar a cabo de forma refleja comenzaban a aparecer, en un intento por extraer más información u órdenes más complejas. Bloqueada por las paradójicas instrucciones o por una falta de datos, el constructo se había paralizado.

El ingeniero echó un vistazo a la pasarela de madera sobre él. Lo ignoraban. Sintió su corazón palpitar de emoción. Los virus aparecían en una variedad de formas. Algunos simplemente bloqueaban el funcionamiento de la máquina. Otros hacían que los mecanismos realizaran tareas extrañas y sin sentido, resultado de un nuevo programa de órdenes creado a partir de información básica. Y en otras ocasiones, de las cuales aquella era un ejemplo perfecto, hermoso, paralizaban los constructos haciendo que examinaran de forma recurrente sus programas básicos de comportamiento.

Se veían acosados por el reflejo… por las semillas de la consciencia.

El técnico buscó en su caja y sacó un juego de tarjetas de programación y las abrió con habilidad. Susurró una plegaria.

Trabajando a asombrosa velocidad, aflojó varias válvulas y diales en el núcleo del aparato. Abrió la compuerta protectora de la ranura de entrada de programas, y comprobó que hubiera presión suficiente en el generador para alimentar el mecanismo de recepción del cerebro metálico. Los programas se cargaban en la memoria, para ser actualizados mediante los procesadores del constructo cuando este se encendía. Deslizó rápidamente una primera tarjeta, después otra, y otra, por la abertura. Sintió el traqueteo de los dientes y los muelles, rotando a lo largo del tablero rígido, hasta encajar en las pequeñas perforaciones que se traducían en instrucciones o información. Hacía una pausa entre tarjeta y tarjeta para asegurarse de que los datos se cargaban correctamente.

Barajó su pequeño mazo como un profesional, sintiendo los minúsculos movimientos del motor analítico a través de las puntas de los dedos de su mano izquierda. Estaba al acecho de entradas defectuosas, de dientes rotos o bloqueados, de zonas móviles mal engrasadas que pudieran corromper o bloquear sus programas. Todo estaba en orden. No pudo evitar lanzar un siseo triunfante. El virus del constructo era resultado exclusivo de la retroalimentación informativa, no de un defecto físico. Eso significaba que tenía que leer todas las tarjetas que el técnico suministraba a la máquina y cargar las instrucciones y la información en el sofisticado cerebro de vapor.

Cuando hubo introducido cada uno de los programas cuidadosamente escogidos en la ranura, todos en su orden determinado, pulsó una breve secuencia de botones en el teclado numérico conectado al motor analítico de la limpiadora.


Cerró la tapa del motor y volvió a sellar el cuerpo. Reemplazó los tornillos retorcidos que sujetaban la compuerta y descansó un instante las manos sobre el cuerpo sin vida del constructo. Lo enderezó, lo situó sobre sus patas y recogió las herramientas.

Se acercó al centro de la estancia.

—Um… disculpe, señor—gritó.

Se produjo un momento de silencio, antes de que llegara desde arriba la voz atronadora de Isaac.

— ¿Sí?

— Ya he terminado. No debería dar problemas. Dígale al señor Serachin que cargue la caldera un poco y que después lo encienda otra vez. Encantador modelo viejo, el EKBW.

— Sí, estoy seguro —fue la respuesta. Isaac apareció en la barandilla—. ¿Hay algo más que tenga que decirme? —preguntó impaciente.

—No, ya está todo. En una semana le enviaremos la factura al señor Serachin. Adiós.

—Vale, adiós, muchas gracias.

—De nada, señor —comenzó el hombre, pero Isaac ya se había dado la vuelta y había desaparecido de la vista.

El técnico se dirigió lentamente hacia la puerta, la mantuvo abierta y volvió a mirar el lugar donde se encontraba el constructo, en las sombras de la gran estancia. Sus ojos volaron un instante hacia arriba para comprobar que Isaac se había marchado, y entonces trazó con las manos un símbolo similar al de dos círculos entrelazados.

—Hágase el virus —susurró, antes de desaparecer en el cálido mediodía.

20

— ¿Qué es esto? —preguntó Yagharek. Mientras sostenía el diagrama, inclinaba la cabeza en un sorprendente gesto de pájaro.

Isaac cogió el papel y lo giró hasta presentar el lado correcto.

—Esto, viejo amigo, es un conductor de crisis —dijo Isaac con grandilocuencia—. O, al menos, el prototipo de uno. Un acojonante triunfo de la psico-filosofía de crisis aplicada.

— ¿Qué es? ¿Qué es lo que hace?

—Bueno, mira. Pones aquí lo que sea que quieras… activar —dijo indicando un garabato que representaba una campana—. Después… bueno, la ciencia es compleja, pero el meollo del asunto… veamos —tamborileó sobre la mesa—. Esta caldera se mantiene muy caliente, y alimenta este juego de motores interconectados. Ahora, este se carga con equipo sensorial que pueda detectar diversos tipos de campos de energía: calor, elictrostática, potencial, emisiones taumatúrgicas, y los representa en forma matemática. Ahora, si tengo razón sobre el campo unificado, que así es, estas tres formas de energía son diversas manifestaciones de la energía de crisis. De modo que el trabajo de este motor analítico es calcular qué clase de campo de energía de crisis está presente, dados los demás campos presentes. —Se rascó la cabeza—. Es una matemática de crisis muy compleja, viejo. Reconozco que esta va a ser la parte más difícil. La idea es tener un programa que pueda decir: «Bueno, pues hay tanta energía potencial, tanta taumatúrgica, tanta de la otra, lo que significa que la situación de crisis subyacente debe ser así y asá». Intentará traducir el… eh… lo mundano en una forma de crisis.

Entonces, y este es otro punto peliagudo, el efecto dado que estás buscando también podrá ser traducido en forma matemática, dentro de alguna ecuación de crisis, que será alimentada en este motor de computación de aquí. Por tanto, lo que haces es usar esto, que queda alimentado por una combinación de vapor, química y taumaturgia. Es el punto clave, un convertidor que acceda a la energía de crisis y la manifieste en su forma bruta. Entonces la canalizas dentro del objeto. —Isaac comenzaba a excitarse cada vez más a medida que hablaba sobre el proyecto. No podía evitarlo: por un instante, el regocijo por el impresionante potencial de su investigación, la salvaje escala de lo que estaba haciendo, derrotó su resolución acerca de ver solo el proyecto inmediato—. El asunto es que lo que necesitamos es poder cambiar la forma de un objeto en otra en la que el acceso a su campo de crisis aumente ese estado de crisis. En otras palabras, el campo de crisis aumenta por virtud de ser absorbido. —Isaac señaló a Yagharek boquiabierto—. ¿Ves de lo que estoy hablando? ¡El maldito movimiento perpetuo! Si logramos estabilizar el proceso, habrás conseguido un infinito bucle de retroalimentación, ¡lo que significa una fuente permanente de energía! — Se calmó al reparar en la forma impasible de Yagharek. Sonrió. Su decisión de concentrarse en la teoría aplicada quedaba facilitada, hasta de forma apremiante, por la obsesión monotemática del garuda y su encargo—. No te preocupes, Yag, conseguirás aquello que buscas. Por lo que a mí respecta, lo que esto significa, si logramos que funcione, es que podrás convertirte en una dinamo andante, una dinamo voladora. Cuanto más vueles, más energía de crisis podrás manifestar, y más podrás volar. Las alas cansadas serán un problema al que nunca tendrás que enfrentarte.

Ante aquella afirmación se produjo un silencio preocupado. Para alivio de Isaac, Yagharek no pareció haber notado el desafortunado doble sentido. El garuda pasaba la mano por el papel, maravillado y hambriento. Murmuró algo en su propia lengua, un canturreo bajo, gutural.

Alzó la mirada.

— ¿Cuándo construirás este artefacto, Grimnebulin?

—Bueno, necesito preparar un prototipo para probarlo, refinar las matemáticas, etc. Supongo que me llevará una semana o así montar algo. Pero aún estamos empezando, recuerda. Solo empezando. —Yagharek asintió rápidamente y apartó la advertencia con un gesto—. ¿Estás seguro de que no quieres quedarte aquí? ¿Sigues vagando por las calles como un fantasma, para saltar sobre mí cuando menos me lo espero? —preguntó Isaac, irónico.

Yagharek asintió.

—Por favor, avísame cuando tus teorías avancen, Grimnebulin. —Isaac rió ante la educación de la petición.

—Sin duda, viejo, tienes mi palabra. En cuanto las viejas teorías avancen, lo sabrás.

Yagharek se giró con rigidez y se acercó a las escaleras. Mientras se volvía para despedirse, reparó en algo. Se quedó quieto un instante antes de caminar hasta el otro extremo de la pasarela. Señaló la jaula que contenía el colosal gusano.

—Grimnebulin. ¿Qué hace tu ciempiés?

—Lo sé, lo sé, crece como un cabrón, ¿a que sí? —respondió Isaac, acercándose—. Menudo hijo de puta, ¿eh?

Yagharek señaló la jaula con una mirada dubitativa.

—Sí—dijo—. ¿Pero qué hace?

Isaac frunció el ceño y observó la caja de madera. La había movido de modo que no diera a las ventanas, lo que significaba que el interior estaba oscurecido y no se veía bien. Entrecerró los ojos para distinguir mejor.

La enorme criatura se había arrastrado hacia la esquina más lejana de la jaula, y de algún modo había conseguido escalar por la madera áspera. Allí, con alguna clase de adhesivo orgánico exudado por el ano, se había suspendido de la parte alta de la caja. Estaba allí colgado, como un pesado péndulo, balanceándose y palpitando ligeramente, como una media llena de barro.

Isaac siseó, con la lengua entre los dientes.

La bestia había tensado sus patas gruesas, doblándolas todo lo posible hacia su vientre. Mientras los dos observaban, se curvó alrededor del centro y pareció besar su propia cola, relajándose lentamente hasta que colgó de nuevo como un peso muerto. Repitió el proceso. Isaac señaló hacia la penumbra.

—Mira —dijo—. Está embadurnándose con algo.

Allá donde la boca del ciempiés tocaba la carne, dejaba brillantes filamentos de imposible finura que se estiraban tensos al apartar la boca y se adherían a la zona del cuerpo que tocaban. El vello de la zona trasera de la criatura se había pegado contra el cuerpo y parecía humedecido. El enorme gusano se cubría lentamente con una seda traslúcida, desde abajo hasta arriba.

Isaac se enderezó poco a poco y miró a Yagharek a los ojos.

—Bueno… —dijo—. Más vale tarde que nunca. Por fin llegamos al motivo por el que lo compré. Está entrando en fase de pupa.


Tras un instante, Yagharek asintió lentamente.

—Pronto será capaz de volar —dijo con tranquilidad.

—No necesariamente, amigo. No todo lo que entra en crisálida sale con alas.

— ¿No sabes en qué se convertirá?

—Esa, Yag, es la única razón por la que me quedé con él. Puñetera curiosidad. No me lo saco de la cabeza. —Isaac sonrió. La verdad era que sentía un cierto nerviosismo al ver a aquel ser grotesco realizar al fin la acción que había estado esperando desde que lo viera por primera vez. Contempló cómo se cubría con aquella extraña, fastidiosa inversión de la limpieza. Era rápido. Los brillantes colores moteados de su pelaje se tornaron brumosos con la primera capa de fibra, desapareciendo rápidamente de la vista.

El interés de Yagharek en la criatura no duró mucho. Devolvió a sus hombros el armazón de madera que ocultaba su deformidad y se cubrió con la capa.

—Me voy, Grimnebulin —dijo. Isaac levantó la mirada desde delante de la jaula.

— ¡Muy bien! Adiós, pues, Yag. Me voy a poner con el… eh… con la máquina. Ya sé que no tengo que preguntarte cuándo te veré, ¿no? Te dejarás caer cuando sea conveniente —negó con la cabeza.

Yagharek ya había bajado las escaleras. Se giró una vez, brevemente, y saludó a Isaac antes de irse.

Isaac le devolvió el gesto. Estaba perdido en sus pensamientos, y su mano siguió levantada varios segundos después de que el garuda se hubiera marchado. Al final la cerró con una suave palmada y se volvió hacia la jaula del ciempiés.

El capullo de hebras húmedas se secaba a toda velocidad. La cola ya estaba rígida e inmóvil, lo que constreñía las ondulaciones del gusano, obligándole a realizar acrobacias cada vez más claustrofóbicas en su intento por cubrirse. Isaac acercó una silla para observar los esfuerzos, tomando notas.

Una parte de él le decía que estaba siendo intelectualmente disoluto, que debía dejarlo y concentrarse en el asunto importante. Pero era una parte pequeña, y sus susurros no tenían confianza. Eran casi burocráticos. Después de todo, nada iba a impedirle aprovechar la oportunidad de contemplar aquel extraordinario fenómeno. Se sentó cómodamente en la silla y acercó unas lupas.

El ciempiés tardó unas dos horas en cubrirse completamente en aquella húmeda crisálida. La maniobra más compleja fue la de la propia cabeza. El gusano, que había tenido que escupir una especie de collar, dejó que se secara un poco antes de pasarlo por su cabeza y envolverse en él acortando su longitud y aumentando su grosor unos instantes mientras tejía una tapa con la que encerrarse. La presionó lentamente, comprobando su fuerza antes de exudar más filamentos de cemento con los que cubrir la cabeza, invisible.

Durante unos minutos, la mortaja orgánica se agitó, expandiéndose y contrayéndose en respuesta a los movimientos del interior. El capullo blanco se tornó frágil ante sus ojos, cambiando de color hasta adoptar un nacarado monótono. El conjunto se balanceaba poco a poco ante las mínimas corrientes de aire, pero su sustancia había endurecido y el movimiento del gusano en su interior ya no era apreciable.

Isaac se recostó y escribió en el papel. Es casi seguro que Yagharek tiene razón sobre las alas de este bicho, pensó. El saco orgánico era como el dibujo de un libro de texto sobre la crisálida de una mariposa o una polilla, solo que mucho mayor.

Fuera, la luz se espesaba a medida que las sombras se alargaban.

El capullo suspendido llevaba más de media hora quieto cuando la puerta se abrió, haciendo que Isaac se pusiera en pie por la sorpresa.

— ¿Hay alguien? —gritó David.

Isaac se inclinó sobre la barandilla para saludarlo.

—Ha venido un tipo a arreglar el constructo. Dijo que solo había que darle de comer un poco y encenderlo, y que así funcionará.

—Genial, estoy harto de la basura. Además, tenemos que aguantar la tuya. ¿Será deliberado? —dijo sonriendo.

—Ey, claro que no —replicó Isaac, empujando con el pie, de forma ostentosa, el polvo y las migas a través de los espacios bajo la barandilla. David rió y desapareció de la vista. Isaac oyó un golpe metálico cuando David le dio al constructo un afectuoso tortazo—. También tengo que deciros que vuestra limpiadora es un «encantador modelo viejo» —añadió formal. Los dos rieron. Isaac se acercó y se sentó en los peldaños. Vio a David metiendo algunas bolas de coque concentrado en la pequeña caldera del constructo, un eficaz modelo de triple intercambio. Después cerró la tapa y pasó el pestillo, buscó en la parte superior de la cabeza del constructo y llevó la palanca a la posición de encendido.

Se produjo un siseo y un leve quejido cuando el vapor comenzó a llenar las tuberías, dando vida poco a poco al motor analítico del constructo. La limpiadora se sacudió espasmódica y quedó apoyada contra la pared.

— Se calentará enseguida —dijo David con satisfacción, metiendo las manos en los bolsillos—. ¿En qué andas metido, Isaac?

—Sube aquí —respondió el otro—. Quiero enseñarte algo.

Cuando David vio el capullo suspendido, rió brevemente y se llevó las manos a las caderas.

— ¡Jabber! ¡Es enorme! Cuando rompa el cascarón, yo me largo a buscar refugio.

— Sí, bueno, en parte por eso te lo enseño, para que tengas los ojos abiertos para la apertura. Tienes que ayudarme a clavarlo con alfileres a una caja. —Los dos sonrieron.

Desde abajo llegó una serie de petardazos, como el del agua abriéndose paso por una conducción atorada. Se produjo un leve siseo de pistones. Isaac y David se miraron un momento, perplejos.

—Parece que la limpiadora se lo está tomando en serio —dijo David.


En los cortos y delgados derroteros de cobre y bronce que eran el cerebro del constructo, una riada de nuevos datos e instrucciones se desataba violentamente. Transmitida por los pistones, los tornillos y las innumerables válvulas, los rudimentos de la inteligencia se apelotonaban en aquel espacio limitado.

Infinitesimales descargas de energía recorrían martillos de vapor diminutos, de delicada precisión. En el centro del cerebro se encontraba una caja macizada con hileras e hileras de minúsculos interruptores binarios que saltaban arriba y abajo a velocidad cada vez mayor. Cada uno era una sinapsis de vapor que apretaba botones y activaba palancas en combinaciones de intensa complejidad.

El constructo se sacudía.

En lo más profundo de su motor de inteligencia circulaba el peculiar bucle solipsista de datos que constituía el virus, nacido allá donde una diminuta rueda dentada había patinado un instante. Cuando el vapor recorrió aquella parrilla cerebral a velocidad y potencia cada vez mayores, el inútil conjunto de preguntas del invasor se puso a circular en un circuito autista, abriendo y cerrando las mismas válvulas, activando los mismos interruptores en el mismo orden.

Pero esta vez el virus había sido alimentado. Cuidado. Los programas que el técnico había cargado en el motor analítico del artefacto enviaban extraordinarias instrucciones por todo el cerebelo de tuberías. Las válvulas saltaban y los interruptores zumbaban con un stacatto de temblores, de apariencia demasiado rápida como para tratarse de otra cosa que puro azar. Más, en aquellas abruptas secuencias de código numérico, el desagradable y pequeño virus mutó y evolucionó.

La información codificada se acumulaba dentro de las limitadas neuronas ceceantes, alimentada en la idiota recursión del virus antes de ser tejida a partir de los nuevos datos. El virus floreció. El estúpido motor de su básico y mudo circuito cobró velocidad y generó unos capullos de nuevo código vírico en una espiral de fuerza centrífuga binaria que alcanzaron todos los rincones del procesador.

Cada uno de los circuitos víricos subsidiarios repitió el proceso hasta que las instrucciones y los datos de los programas espontáneos inundaron cada senda de aquella limitada máquina de cálculo.

El constructo permanecía en su esquina, sacudiéndose y zumbando levemente.

En lo que había sido un insignificante rincón de su mente de válvulas, el virus original, la primera combinación de datos corruptos y referencias sin sentido que había afectado a la capacidad del constructo para barrer el suelo, aún mutaba. Era el mismo, pero transformado. Ya no era un fin destructivo, sino que se había convertido en un medio, un generador, una potencia de motivación.

Pronto, muy pronto, el motor central de proceso del cerebro mecánico estuvo girando y chasqueando a plena capacidad. Ingeniosos mecanismos entraron en funcionamiento ante la orden de los nuevos programas cargados en las válvulas analógicas. Secciones de capacidad analítica normalmente dedicadas al movimiento y a funciones de seguridad y apoyo se plegaron sobre sí mismas y doblaron su capacidad al quedar la misma función binaria investida con dobles significados. La inundación de datos alienígenos fue desviada, que no frenada. Asombrosos artículos sobre el diseño de programas aumentaron la eficiencia y la capacidad de proceso de las propias válvulas e interruptores que los generaban.

David e Isaac hablaban arriba y torcían el gesto o sonreían ante los patéticos sonidos que el constructo no tenía más remedio que hacer.

El flujo de datos prosiguió, transfiriéndose primero desde el voluminoso conjunto de tarjetas de programas del técnico a la caja de memoria con su suave zumbido, o convirtiéndose en instrucciones en un procesador activo. El flujo proseguía sin control como una inagotable riada de instrucciones abstractas, nada más que la combinación de síes y noes, pero en tal cantidad, tal complejidad, que se aproximaban a conceptos.

Al final, en un determinado punto, la cantidad se trocó calidad. Algo cambió en el cerebro del constructo.

Donde antes había una máquina de cálculo que trataba desapasionada de soportar el chorro de datos, algo metálico se sacudió en aquella sopa y sonó un conjunto de válvulas que no habían recibido instrucciones de tales números. El motor analítico generó por su cuenta un bucle de datos. El procesador reflexionó sobre su creación con un siseo de vapor de alta presión.

Antes había una máquina de cálculo.

Ahora pensaba.


Con una extraña y alienígena consciencia de cálculo, el constructo reflexionó sobre su propio reflejo.

No sentía sorpresa, ni alegría, ni furia, ni horror existencial.


Solo curiosidad.

Paquetes de datos que habían esperando, circulando sin examen de nadie en la caja de válvulas, se tornaron de repente relevantes, interactuando con aquel extraordinario y nuevo modo de cálculo, su proceso autotélico. Lo que había sido incomprensible para un constructo de limpieza cobraba por fin sentido. Los datos eran consejos. Promesas. Los datos eran una bienvenida. Los datos eran una advertencia.


La máquina se quedó parada un largo rato, emitiendo débiles murmullos de vapor.

Isaac se inclinó sobre la barandilla hasta que esta crujió peligrosamente. Se asomó hasta que su cabeza quedó boca abajo, de modo que pudo ver el constructo bajo sus pies y los de David. Frunció el ceño ante las trémulas arrancadas inciertas de la máquina.

Cuando abrió la boca para decir algo, el artilugio se incorporó en su postura activa. Extendió el tubo de succión y comenzó, al principio con cuidado, a limpiar el polvo del suelo. Mientras Isaac miraba, extendió un cepillo rotatorio bajo su cuerpo y comenzó a restregar la tarima. Isaac aguardó a ver si veía alguna señal de problemas, pero su ritmo se aceleró con confianza casi palpable. El rostro del científico se iluminó mientras contemplaba a la máquina realizar su primer trabajo de limpieza con éxito en varias semanas.

— ¡Eso está mejor! —anunció a David por encima de su hombro—. Ese trasto ya puede limpiar de nuevo. ¡Todo vuelve a la normalidad!

21

Dentro del enorme y reseco capullo comenzó un extraordinario proceso.

La carne envuelta del ciempiés empezó a romperse. Las patas, los ojos, las cerdas, los segmentos corporales perdieron su integridad. El cuerpo tubular se tornó fluido.

Aquel ser empleaba la energía almacenada que había extraído de la mierda onírica para alimentar la transformación. Se reorganizaba. Su forma mutada burbujeó, rezumó por extrañas grietas dimensionales, supurando como un fango oleoso sobre el borde del mundo y otros planos, regresando después. Se dobló sobre sí mismo y cobró forma a partir del lodo proteano de su propia materia básica.

Era inestable.

Estaba vivo, y se produjo un momento entre formas en que no estuvo ni vivo ni muerto, sino saturado de poder.

Y después volvió a vivir, más distinto.

Espirales de caldo bioquímico cobraban formas repentinas. Los nervios que se habían desconectado y disuelto regresaban con un chasquido a conformar el tejido sensorial. Los rasgos se disolvían y recreaban en nuevas y extrañas constelaciones.

El ser se flexionó con embrionaria agonía y un hambre rudimentaria, aunque creciente.

Desde el exterior, nada de esto era visible. El violento proceso de destrucción y creación era un drama metafísico interpretado sin audiencia. Quedaba oculto tras un opaco telón de seda frágil, una cáscara que ocultaba la transformación con una modestia brutal, instintiva.

Tras el lento y caótico colapso de la forma, se produjo un breve momento en que la cosa del capullo quedó dispuesta en un estado apenas experimentable. Y entonces, como respuesta a impensables mareas de carne, comenzó a construirse de nuevo. Cada vez más rápido.

Isaac pasaba muchas horas contemplando la crisálida. Pero no podía imaginar el conflicto interior de autopoiesis. Lo que veía era algo sólido, una extraña fruta colgando de un hilo insustancial en la mustia oscuridad de un gran nido. Le perturbaba el capullo, imaginando toda suerte de gigantescas polillas o mariposas emergiendo de él. La cáscara no cambiaba. Una vez o dos la tanteó con cuidado, o la mecía con cuidado o con fuerza unos segundos. Eso era todo.

Observaba y se preguntaba por aquel ser mientras no trabajaba en su máquina, que era lo que se llevaba la mayor parte de su tiempo.

Pilas de cobre y vidrio comenzaron a asumir forma sobre la mesa y el suelo. Pasaba días soldando y martillando, adosando pistones de vapor y motores taumatúrgicos al pujante artefacto. Pasaba las noches en bares, discutiendo con Gedrecsechet, el bibliotecario Palgolak, con David y Lublamai, o con antiguos colegas de la universidad. Hablaba con cuidado, sin desvelar demasiado, pero con pasión y fascinación, dándose a discusiones sobre matemáticas, energía, crisis e ingeniería.

No se alejó de Brock. Había advertido a sus amigos en los Campos Salacus que desaparecería durante un tiempo, aunque aquellas relaciones eran fluidas, relajadas, superficiales. La única persona a la que echaba de menos era Lin. El trabajo de ella la mantenía al menos tan ocupada como él, y, cuando la inercia de la investigación comenzó a aumentar, fue cada vez más difícil encontrar tiempo para verse.

Lo que hacía Isaac era sentarse en la cama y escribirle cartas. Le preguntaba acerca de su escultura y le decía que la echaba de menos. Cada dos mañanas más o menos sellaba esas cartas y las depositaba en el buzón al final de la calle.

Ella respondía la correspondencia e Isaac usaba las cartas para darse ánimo. No se permitía leerlas hasta que había terminado la jornada de trabajo. Entonces se sentaba y bebía un té o un chocolate junto a la ventana, arrojando su sombra sobre el Cancro y la ciudad oscurecida, leyendo las misivas. Le sorprendía la calidez sentimental de aquellos momentos. Existía un grado, un regusto lloroso en aquel estremecimiento, pero también mucho afecto, una verdadera conexión, una falta que sentía cuando Lin no estaba allí.

En una semana construyó el prototipo de la máquina de crisis, un impresionante circuito siseante de tuberías y cable que no hacía más que producir pequeños ruidos y ladridos. Lo desmontó y reconstruyó. Algo más de tres semanas después, otro caótico conglomerado mecánico se alzaba junto a la ventana, allá donde los animales de las jaulas habían logrado su libertad. Era un artilugio incontenido, una vaga agrupación de motores, dinamos y convertidores separados, dispersos por el suelo, conectados por una ingeniería tosca, improvisada.

Quería esperar a Yagharek, pero no era posible contactar con el garuda, viviendo como lo hacía como un vagabundo. Isaac creía que aquella era la extraña, invertida forma de Yagharek de aferrarse a la dignidad, viviendo en las calles sin ataduras de nadie. La peregrinación que había realizado por todo el continente no terminaría rindiendo agradecido su responsabilidad, su autocontrol. Yagharek era un extraño desraizado en Nueva Crobuzon. No dependía de otros ni le estaba agradecido a nadie.

Isaac se lo imaginó moviéndose de un lugar a otro, durmiendo sobre el suelo desnudo de edificios desiertos, o enroscado en un tejado, acunado por el calor de las chimeneas de ventilación.

Podían faltar horas hasta su próxima visita, o semanas. Solo pasó medio día antes de que Isaac decidiera probar la creación en su ausencia.


En la campana en la que convergían los alambres, tuberías y cables, Isaac había situado un trozo de queso. La comida estaba allí, secándose lentamente, mientras él pulsaba las teclas de su calculador. Estaba intentando modelar matemáticamente las fuerzas y vectores involucrados. Se detenía con frecuencia para tomar notas.

Bajo él oyó el hocicar de la tejona, Sinceridad, y la risa de respuesta de Lublamai, el zumbido del deambular del constructo de limpieza. Era capaz de ignorarlos todos, aislarlos, concentrarse en los números.

Se sentía algo incómodo, pues no deseaba seguir con su trabajo con Lublamai en el almacén. Aún funcionaba su inusual política de silencio. Quizá solo sea que estoy desarrollando un gusto por lo teatral pensó con una sonrisa. Cuando hubo resuelto las ecuaciones del mejor modo que era capaz, hizo un poco de tiempo, esperando a que Lublamai se marchara. Echó un vistazo por la barandilla y lo vio trazando diagramas en papel milimetrado. No tenía mucha pinta de estar a punto de marcharse, y se cansó de esperar.

Se acercó a la misma de metal y vidrio que ocupaba el suelo y se acuclilló lentamente junto a la entrada de información de la máquina de crisis, a la izquierda. El circuito de maquinaria y tubos describía un círculo zigzagueante por todo el lugar y culminó en la campana llena de queso junto a su mano derecha.

Sostuvo en una mano un tubo de metal doblado cuyo extremo estaba conectado a la caldera de su laboratorio, al otro extremo de la estancia. Estaba nervioso, emocionado. Lo más silenciosamente que pudo, conectó el tubo a la entrada de potencia de la máquina de crisis. Liberó su presa y sintió el vapor llenando el motor. Se produjo un zumbido siseante y un traqueteo. Se arrodilló y copió sus fórmulas matemáticas con las teclas de entrada. Después introdujo rápidamente cuatro tarjetas de programas en la unidad y sintió las pequeñas ruedas girando y mordiendo, vio el polvo alzarse al aumentar las vibraciones de la máquina.

Murmuró para sí y aguardó expectante.

Se sentía como si pudiera percibir el poder y el paso de los datos a través de las sinapsis, de los varios nudos del motor desmembrado. Sentía como si el vapor recorriera sus propias venas y convirtiera su corazón en un pistón martilleante. Encendió tres grandes interruptores en la unidad y oyó cómo todo el sistema se calentaba.

El aire zumbaba.

Durante eternos segundos no pasó nada. Entonces, en la sucia campana, el trozo de queso comenzó a temblar.

Isaac observó y quiso gritar su triunfo. Giró un dial ciento ochenta grados y el trozo se movió un poco más.

Provoquemos una crisis, pensó Isaac, tirando de la palanca que completaba el circuito y que llevaba la campana de vidrio bajo la atención de las máquinas sensoriales.

Isaac había adaptado la campana, cortando la parte superior y cambiándola por un émbolo. Se acercó a este y comenzó a apretarlo, de modo que el fondo abrasivo se moviera lentamente hacia el queso, que se encontraba amenazado. Si el émbolo completaba su movimiento, el queso quedaría completamente aplastado.

Mientras apretaba con la mano derecha, con la izquierda ajustaba los potenciómetros y diales en respuesta a los indicadores de presión. Observó las agujas brincar arriba y abajo, ajustándose como respuesta a la corriente taumatúrgica.

—Vamos, cabrón hijo de puta —susurró—. ¿Lo ves? ¿Eh? ¿Puedes sentirlo? Aquí viene la crisis…

El extremo del émbolo se acercaba sádico hacia el queso. La presión de las tuberías aumentaba de forma peligrosa, e Isaac siseó frustrado. Frenó el ritmo con el que amenazaba al alimento, desplazando inexorable el émbolo hacia abajo. Si la máquina de crisis fracasaba y el queso no mostraba los efectos que había intentado programar, Isaac lo aplastaría de todos modos. La crisis estaba relacionada con la potencialidad. Si no tenía la intención genuina de aplastar su objetivo, no estaría en crisis. No era posible engañar a un campo ontológico.

Y entonces, cuando el gemido del vapor y los pistones se hizo incómodo, cuando los bordes de la sombra del émbolo se afilaban al llegar a la base de la campana, el queso explotó. Se produjo un chasquido líquido cuando el trozo reventó con velocidad y violencia, salpicando el interior del recipiente con migas y aceite.

Lublamai gritó, preguntando en nombre de Jabber qué era eso, pero Isaac no lo advirtió. Estaba observando boquiabierto, trastornado, el queso destruido. Entonces prorrumpió en risas de incredulidad y felicidad.

— ¿Isaac? ¿Qué coño estás haciendo? —repitió Lublamai.

— ¡Nada, nada! Siento la molestia. Solo es un poco de trabajo que… que va bastante bien… —La sonrisa que brotó en su rostro le impidió seguir con la respuesta.

Apagó rápidamente la máquina y levantó la campana. Pasó los dedos sobre la masa embadurnada, medio fundida. ¡Increíble!, pensó.

Había intentado programar el queso para que flotara un poco por encima del suelo. Desde aquel punto de vista, suponía que aquello era un fracaso. ¡Pero es que no esperaba que sucediera nada! Desde luego, se había confundido con las matemáticas, había programado mal las tarjetas. Era evidente que la especificación de los efectos que buscaba sería extremadamente difícil. Probablemente, el proceso mismo de acceso era tosco hasta el ridículo, dejando espacio de sobra para los errores y las imperfecciones. Y ni siquiera había intentado crear la clase de retroalimentación permanente que era su objetivo último.

Pero… pero había accedido a la energía de crisis.

Aquello carecía por completo de precedentes. Por primera vez, Isaac creía de verdad en que sus ideas funcionarían. Desde ahora, el trabajo que restaba era de refinamiento. Había un montón de problemas, por supuesto, pero eran problemas distintos, de un orden mucho menor. El acertijo básico, el problema central de toda la teoría de crisis, estaba resuelto.

Reunió sus notas y las repasó con reverencia. No podía creer lo que había hecho. Nuevos planes llegaron de inmediato. La próxima vez usaré una muestra de acuartesanía vodyanoi. Algo que ya esté unido por la energía de crisis. Eso debería ser infinitamente más interesante. Puede que podamos poner en marcha ese bucle… Se sentía mareado. Se dio una palmada en la frente y sonrió.

Me voy fuera, pensó de repente. Me voy a… a emborracharme. Me voy a buscar a Lin. Me voy a tomar la noche libre. Acabo de resolver uno de los problemas más intratables de uno de los paradigmas más controvertidos de la ciencia, y me merezco un trago. Sonrió ante su andanada mental y se calmó. Se dio cuenta de que había decidido hablarle a Lin de su motor de crisis. No puedo seguir pensándolo yo solo, pensó.

Comprobó que llevaba encima las llaves y la cartera. Se estiró y desperezó, bajando a la planta principal. Lublamai se volvió al oírlo.

—Me voy, Lub.

— ¿Ya has terminado, Isaac? Solo son las tres.

—Mira, viejo, he acumulado horas extra —sonrió Isaac—. Me voy a tomar medio día de vacaciones. Si alguien pregunta, lo veré mañana.

—Muy bien —dijo Lublamai, regresando a su trabajo con un saludo—. Que lo pases bien.

Isaac gruñó una despedida.

Se detuvo en medio de la Vía del Remero y suspiró, por el mero placer del aire. La pequeña calle no estaba muy concurrida, pero tampoco desierta. Saludó a uno o dos de sus vecinos antes de girarse y dirigirse hacia la Aduja. Era un día magnífico, y había decidido pasear hasta los Campos Salacus.


El aire cálido se filtraba a través de la puerta, las ventanas y las grietas en las paredes del almacén. Lublamai se detuvo un instante para ajustarse la ropa. Sinceridad jugueteaba con un escarabajo. El constructo había terminado de limpiar hacía un tiempo, y ahora aguardaba tranquilo en una esquina, con una de sus lentes ópticas aparentemente fija en él.

Poco después de que Isaac se marchara, el científico se levantó e, inclinándose sobre la ventana abierta junto a su mesa, ató una bufanda roja a un tornillo en el ladrillo. Escribió una lista de las cosas que necesitaba y esperó a que apareciera Teparadós. Después volvió al trabajo.

A las cinco de la tarde el sol seguía en lo alto, pero ya comenzaba a descender sobre la tierra. La luz se espesaba a toda velocidad y se tornó leonada.

Dentro de la crisálida pendular, la vida en pupa podía sentir el ocaso. Tembló y flexionó su carne casi acabada. En su icor, en los derroteros de su cuerpo, comenzó una última batería de reacciones químicas.

A las seis y media, un débil golpe en el exterior interrumpió a Lublamai, que alzó la mirada para ver a Teparadós en la callejuela, frotándose la cabeza con el pie prensil. El draco miró a Lublamai y exclamó un grito de bienvenida.

— ¡Señor Lublub! ¡Hacía mis rondas, vi el rojo…!

—Buenas noches, Teparadós. ¿Quieres pasar? —Se apartó de la ventana para dejar entrar al draco. Teparadós aleteó hasta el suelo con un movimiento pesado. Su piel rojiza era hermosa bajo los últimos jirones de luz que reflejaba. Sonrió a Lublamai con su alegre y espantosa expresión.

— ¿Cuál es el plan, jefe? —gritó. Antes de que Lublamai pudiera responder, miró a Sinceridad, que lo observaba indecisa. Extendió las alas, sacó la lengua y le hizo una mueca. El animal se escabulló disgustado.

Teparadós rió escandaloso y eructó.

Lublamai sonrió indulgente. Antes de que el draco tuviera otra ocasión para despistarse, lo empujó hacia la mesa donde esperaba la lista de la compra. Le dio un trozo de chocolate para concentrar su atención en el trabajo.

Mientras discutían sobre cuántas verduras podía transportar el draco por el aire, algo sobre ellos se agitó.


En las sombras cada vez más oscuras de la jaula, en el laboratorio elevado de Isaac, el capullo oscilaba mecido por una fuerza que no era el viento. El movimiento dentro de aquel tenso envoltorio orgánico le transmitía una rápida vibración hipnótica. Giró, vaciló, corcoveó. Se produjo un infinitesimal sonido de rasgadura, demasiado débil para que Lublamai o Teparadós pudieran oírlo.

Una húmeda, negra garra esculpida desgajó las fibras del capullo. Se deslizó lentamente hacia arriba, rompiendo el rígido material sin esfuerzo alguno, como si se tratara del cuchillo de un asesino. Una batería de sentidos totalmente alienígenos se derramó como vísceras invisibles desde la raja. Desorientadoras ráfagas de sentimientos vagaron un instante por la habitación, haciendo que Sinceridad gruñera y que Lublamai y Teparadós miraran un instante, nerviosos, hacia arriba.

Unas manos intrincadas emergieron de la oscuridad y sostuvieron los extremos de su prisión. Apretaron en silencio, forzando la apertura del caparazón. Con el más leve de los sonidos, el cuerpo trémulo se deslizó fuera de su cáscara, húmedo y resbaladizo como un recién nacido.

Durante un instante permaneció sobre la madera, débil y confuso, en la postura encorvada que había mantenido dentro de la crisálida. Poco a poco se estiró, saboreando el repentino espacio. Cuando se encontró con la tela de gallinero de la jaula, la desgarró sin esfuerzo y se arrastró hacia la pasarela.

Se descubrió. Aprendió su forma.

Comprendió que tenía necesidades.


Lublamai y Teparadós saltaron ante el chirrido y el sonido discordante del alambre cortado. El sonido parecía comenzar arriba y derramarse por toda la estancia. Se miraron un instante y volvieron a alzar la vista.

— ¿Qué es eso, jefe? —preguntó el draco.

Lublamai se levantó y escudriñó la balconada de Isaac; se giró lentamente y revisó toda la nave. Silencio. Se detuvo, con el ceño fruncido, observando la puerta principal. Se preguntó si el sonido habría llegado desde fuera.

En el espejo junto a la puerta se reflejó un movimiento.

Un ser oscuro se alzó del suelo en lo alto de las escaleras.

Lublamai habló, emitió algún ruido trémulo de incredulidad, de miedo, de confusión, pero este se disipó en la nada tras un mero instante. Observó el reflejo con la boca abierta.

El ente se desplegó como si floreciera. Era una expansión tras el encierro, como la de un hombre o una mujer levantándose y extendiendo los brazos después de dormir en posición fetal, pero multiplicada en su vastedad. Era como si los miembros indistintos de aquella cosa se articulasen un millar de veces, de modo que pudieran plegarse como una escultura de papel, incorporándose y extendiendo brazos, o piernas, o tentáculos, o colas que se abrían y abrían sin parar. Aquel ser, que había estado agazapado como un perro, se incorporaba y se desarrollaba, alcanzando casi el tamaño de un hombre.

Teparadós chilló. Lublamai abrió la boca aún más y trató de moverse. No podía ver su forma, solo su piel oscura y reluciente, y las manos, cerradas como las de un niño. Sombras frías. Ojos que no lo eran. Pliegues y protuberancias y tesos orgánicos, como colas de rata, que se agitaban y retorcían como si acabaran de morir. Y fragmentos de hueso incoloro, del tamaño de dedos, que brillaban blanquecinos y se separaban rezumantes para mostrar que eran dientes…

Y mientras Teparadós trataba de superar a Lublamai y este pugnaba por gritar, sus ojos aún clavados en la criatura del espejo, sus pies trastabillando sobre el suelo de piedra, aquella cosa en lo alto de la escalera abrió las alas.

Cuatro crujientes concertinas de materia negra se extendieron desde la espalda de la criatura, y de nuevo, y otra vez, encontrando su posición, abanicando y extendiéndose en vastos dobleces de carne gruesa y moteada, aumentando hasta alcanzar un tamaño imposible en una explosión de patrones orgánicos, como una bandera desarrollándose, abriendo los puños cerrados.

El ser inspiró y extendió aquellas alas colosales, carnosos e inmensos pliegues de cuero rígido que parecían abarcar todo el lugar. Eran irregulares, de forma caótica, como una espiral aleatoria y fluida; pero su simetría era perfecta, como la mancha derramada o los patrones de pintura en un papel plegado.

Y en aquellos grandes paneles lisos había manchas oscuras, toscos patrones que parecían parpadear mientras Lublamai los miraba y Teparadós trataba de alcanzar la puerta, aullando. Los colores eran los de la medianoche, sepulcrales, negro azulados, pardos, negros, rojizos. Y entonces las figuras se movieron, desplazándose las sombras como amebas en una lupa, como el aceite sobre el agua. Los patrones a izquierda y derecha seguían concordando, moviéndose al unísono, hipnóticos y pesados, cada vez más rápidos. El rostro de Lublamai se arrugó. La espalda empezó a picarle de forma maníaca ante el mero pensamiento del ser que había tras él. Se giró para encararlo, para observar directamente los colores mutantes, aquel vivido despliegue del horror…

…y ya no pensó en gritar, sino en observar las marcas oscuras girando y bullendo en perfecta simetría sobre las alas, como las nubes en el cielo nocturno reflejadas en el agua.


Teparadós gañó y se giró para contemplar a la criatura que ya comenzaba a descender por las escaleras, con las alas aún desplegadas. Entonces los patrones de manchas lo capturaron y se quedó mirándolos, boquiabierto.

Los siniestros diseños de las alas mutaban seductores.

Lublamai y Teparadós estaban quietos y silenciosos, aturdidos, babeantes y temblorosos, admirando aquellos magníficos miembros. La criatura cató el aire.

Miró un instante al draco y abrió las fauces, pero se trataba de un bocado escaso. Giró la cabeza y se encaró con Lublamai, con las alas aún abiertas, hechizadoras. Gimió hambrienta, con un timbre inaudible que hizo que Sinceridad, ya enferma por el terror, chillara. El tejón se ocultó cuanto pudo a la sombra del constructo inmóvil, que descansaba contra la pared en una esquina de la nave, mientras las sombras incomprensibles se desplegaban ante sus lentes. El aire zumbaba con el sabor de Lublamai. La criatura salivó y las alas estallaron en un frenesí; el gusto del humano se hizo más y más fuerte, hasta que la lengua monstruosa de aquel espanto inenarrable emergió y se movió hacia delante, apartando sin esfuerzo a Teparadós de su camino. La criatura tomó a Lublamai en su famélico abrazo.

22

El ocaso sangró los canales y los ríos convergentes de Nueva Crobuzon, que discurrían espesos y sanguinolentos bajo su luz. Los turnos cambiaron y el día de labor terminó. Comitivas de fundidores agotados y otros trabajadores fabriles, secretarios, horneros y descargadores de coque abandonaban las factorías y oficinas en dirección a las estaciones. Los andenes estaban llenos de cansadas y vociferantes discusiones, de cigarrillos y alcohol. Las grúas de vapor en Arboleda trabajan de noche, arrancando sus exóticas mercancías a los barcos extranjeros. Desde el río y los grandes embarcaderos, sorprendentes estibadores vodyanoi insultaban a las dotaciones humanas de los muelles. El cielo sobre la ciudad estaba manchado de nubes. El aire era cálido y su olor alternaba entre lo exuberante y lo hediondo, como si los árboles frutales y los deshechos fabriles se coagularan en pastosas corrientes.

Teparadós salió disparado del almacén en la Vía del Remero como una bala de cañón. Perforó el cielo desde la ventana rota, dejando atrás un reguero de sangre y lágrimas, lloriqueando y moqueando como un bebé, volando en una tosca espiral hacia Pincod y el Parque Abrogate.

Los minutos se amontonaron unos detrás de otros, y una forma más oscura lo siguió a los cielos.

El intrincado neonato se deslizó por una ventana superior y se lanzó al crepúsculo. Sus movimientos en tierra eran precavidos, cada desplazamiento parecía experimental. En el aire renació. No había titubeos, solo gloria vivaz.

Las alas irregulares se juntaban y separaban con enormes, silenciosas ráfagas que desplazaban grandes bocanadas de aire. La criatura giró, batiendo lánguidamente, desplazándose por el firmamento con la torpeza caótica de la mariposa. A su paso dejaba corrientes de aire y sudor y otras exudaciones afísicas.

La criatura aún se estaba secando.

Estaba exaltada. Lamió el aire fresco.

La ciudad se ulceraba como el moho bajo ella. Un palimpsesto de impresiones sensoriales la envolvió por completo: sonidos y olores y luces que se filtraban en la mente oscura en una oleada sinestética, una percepción alienígena.

Nueva Crobuzon emanaba el rico aroma de la presa.

Se había alimentado, se había saciado, pero la superabundancia de comida la confundía, gloriosa, y babeaba y gruñía, apretando sus enormes dientes con frenesí.

Descendió. Las alas batieron y temblaron al caer sobre las lóbregas callejuelas. Su corazón de predador le advertía que debía evitar las grandes manchas de luz que se arracimaban irregulares por la ciudad y buscar los lugares más oscuros. Lamió el aire con la lengua y, al encontrar algo de alimento, descendió con caóticas acrobacias sobre la sombra de los ladrillos. Aterrizó como un ángel caído en un retorcido callejón sin salida, donde una prostituta y su cliente follaban contra la pared. Sus espasmos inconexos remitieron al sentir al ser a su lado.

Los gritos fueron breves. Cesaron de inmediato en cuanto la criatura extendió las alas.

Cayó sobre ellos con ansiosa avaricia.


Cuando hubo terminado voló de nuevo, embriagado por el sabor.

Planeó en busca del centro de la ciudad, girando, arrastrado lentamente hacia la enorme mole de la estación de Perdido. Se abrió camino hacia el oeste, hacia Corazón de Esputo y los barrios bajos, hacia la contradictoria mezcolanza de comercio y podredumbre que era el Cuervo. Tras él, horadando el aire como una trampa, se encontraba el oscuro edificio del Parlamento, así como las torres de la milicia en la Isla Strack y en la Ciénaga Brock. La criatura trazó su curso irregular sobre la senda del tren aéreo que conectaba aquellas torres más bajas con la Espiga, que se alzaba sobre el hombro occidental de la estación de Perdido.

El ser volador reparó en las cápsulas que recorrían los raíles. Flotó unos instantes, fascinado por el traqueteo de los trenes que se extendían desde la estación, aquella monstruosa enormidad arquitectónica.

Se sentía atraída por las vibraciones de un centenar de registros y llaves, pues las fuerzas, las emociones y los sueños se derramaban y amplificaban en las cámaras de ladrillo de la estación, hasta salir proyectados hacia el resto de la ciudad. Era un masivo e invisible rastro suculento.

Los primeros pájaros nocturnos se alejaban violentos de aquel ser extraño que batía sus alas hacia el corazón podrido de la ciudad. Los dracos en medio de sus recados veían su silueta incomprensible y cambiaban de dirección, profiriendo obscenidades y maldiciones.

Las grandes grúas y los zánganos zumbaban al avisarse los dirigibles unos a otros mediante bocinazos y se deslizaban lentamente entre la conurbación y el cielo, como gruesos lucios. La criatura aleteaba a su lado mientras los artefactos viraban, invisible para todos salvo para el ingeniero ocasional que no informaría de su descubrimiento, sino que trazaría un signo religioso y pediría protección a Solenton.

Atrapado por la corriente, por la marea de sensaciones procedente de la estación de Perdido, el ser volador se dejó atrapar y se alzó hasta encontrarse muy, muy por encima de la ciudad. Viró lentamente con un movimiento de las alas y se encaró con su nuevo destino.

Reparó en las sendas del río. Sentía la fuga de distintas energías desde las diversas zonas urbanas. Percibía la ciudad en un parpadeo de modos diferentes. Concentraciones de comida. Refugio.

La criatura buscaba otra cosa. A otros de su especie.

Era social. Tras nacer por segunda vez lo hizo con el ansia de la compañía. Desenrolló la lengua y saboreó el aire grasiento en busca de algo como él.

Tembló.

Leve, muy levemente, pudo sentir algo en el este. Podía saborear la frustración. Sus alas vibraron comprensivas.

Giró de nuevo y deshizo el camino por donde había venido. Esta vez se desplazaba un poco hacia el norte, pasando sobre los parques y los elegantes edificios de Gidd y Prado del Señor. Las enormidades fragmentadas de las Costillas se alzaban extraordinarias al sur, y el ser volador tuvo una sensación de malestar, una ansiedad al reparar en aquellos huesos amenazadores. El poder que resudaban no era de su agrado. Pero esa inquietud pugnó con la profunda simpatía codificada hacia los suyos, cuyo sabor se hizo más fuerte, mucho más fuerte, a la sombra del gran esqueleto.

Probó a descender. Se acercó tanteando, desde el norte y el este. Volaba bajo y rápido, por debajo de los raíles elevados que se extendían desde la torre de la milicia de la Colina Mog, hacia la de Chnum. Seguía a un tren de la línea Dexter que se dirigía al este, planeando bajo sus repugnantes termales. Después trazó un largo arco alrededor de la torre de la Colina Mog y sobre el extremo septentrional de la zona industrial de Ecomir. Descendió hacia el tren elevado del Barrio Oseo, apretando los dientes ante la influencia de las Costillas, pero arrastrado hacia el sabor de sus congéneres.

Volaba de un tejado a otro, colgando su lengua obscena mientras los rastreaba. A veces, las corrientes provocadas por sus alas hacían que un viandante alzara la cabeza, pues los sombreros y papeles volaban por las calles desiertas. Si veían la forma oscura que acechaba un instante sobre ellos antes de desaparecer, sentían un escalofrío y se apresuraban, o fruncían el ceño y negaban lo que habían visto.

El ser dejó que su lengua colgara mientras tanteaba con cuidado el aire. La usaba como hacía un perro de presa con su hocico. Pasó sobre el ondulado paisaje de tejados que parecía aplastado por las costillas y lamió aquel débil rastro.

Después cruzó el aura de un gran edificio bituminoso en una calle desierta, y su larga lengua se agitó como un látigo. Aceleró, ascendiendo y descendiendo en un elegante arco hacia el edificio embreado. Aterrizó en la esquina más alejada, de cuyo techo se filtraban las sensaciones de los suyos, rezumando como la salmuera en una esponja.

Se acomodó sobre la pizarra, flexionando sus miembros peculiares. Recibía sentimientos solícitos, y tuvo un instante de atónita confusión cuando su hermano cautivo reaccionó ante su presencia. Entonces, su nebulosa tristeza se inflamó apasionada: súplicas, y alegría, y demandas de libertad, y entre todo ello, frías y exactas instrucciones sobre cómo hacerlo.

La criatura se acercó al borde del tejado y descendió con un movimiento a medio camino entre el vuelo y la escalada, hasta quedar colgada del borde exterior de una ventana cegada, a catorce metros sobre el suelo. El cristal estaba pintado de negro. Vibraba de forma imperceptible en una dimensión mística, sacudido por las emanaciones del interior.

El ser sobre el alféizar tanteó un momento con los dedos, antes de arrancar el marco con un rápido movimiento dejando una fea herida allá donde había estado la ventana. Dejó caer el cristal con un estruendo catastrófico y entró en el oscuro ático.

El lugar era grande y pelado. A través de la estancia, cubierta de basura, percibió una glotona oleada de bienvenida y advertencia.

Al otro lado del recién llegado había cuatro de los suyos. Él quedaba empequeñecido por ellos, cuya magnífica economía de miembros le hacía parecer achatado, jorobado. Estaban encadenados a la pared con enormes bandas de metal alrededor del diafragma y de varios de sus apéndices. Todos tenían las alas completamente extendidas, apretadas contra la pared. Todas ellas eran tan únicas y aleatorias como las del recién llegado. Bajo cada uno de los cuartos traseros había un cubo.

Un instante de advertencia dejó claro a la nueva criatura que no era posible deshacerse de aquellas bandas. Uno de los encadenados a la pared siseó a la frustrada criatura, obligándole imperioso a prestar atención. Se comunicaba con chirridos psíquicos.

El nuevo y diminuto ser se retiró, como le habían ordenado, y aguardó.

En el plano sonoro sencillo, los gritos llegaban desde el lugar en el que se había estrellado la ventana. Se produjo un murmullo confuso dentro del edificio. Desde el corredor más allá de la puerta llegó el ruido de pies corriendo. Caóticos trozos de conversación se abrieron camino a través de la madera.

«…dentro…»

«¿…entrado?»

«…espejo, no…»

La criatura se alejó un poco más de sus congéneres apresados y se ocultó en las sombras al otro lado de la estancia, más allá de la puerta. Plegó las alas y aguardó.

Alguien descorrió los cerrojos al otro lado. Tras un momento de duda, la puerta se abrió y cuatro hombres armados entraron en rápida sucesión. Ninguno miraba a las criaturas atrapadas. Dos portaban pesadas armas de pedernal, preparadas y dispuestas. Dos eran rehechos. En la mano izquierda sujetaban pistolas, pero del hombro derecho sobresalían enormes cañones metálicos, abiertos en el extremo como trabucos. Estaban fijados en una posición que apuntaba directamente hacia su espalda. Los apuntaron con cuidado y miraron los espejos suspendidos de sus cascos de metal. Los dos con rifles convencionales también portaban los cascos con espejos, pero miraban más allá de estos, hacia la oscuridad frente a ellos.

— ¡Cuatro polillas, todo limpio! —gritó uno de los rehechos con el extraño brazo apuntando hacia atrás, aún mirando por el espejo.

—Aquí no hay nada… —respondió uno de los hombres escudriñando la oscuridad alrededor de la ventana destrozada. En ese momento, el intruso salió de las sombras y extendió sus increíbles alas.

Los dos que miraban hacia delante parecieron horrorizados y abrieron la boca para gritar.

—Mierda, no, por Jabber… —consiguió articular uno antes de que los dos quedaran en silencio, contemplando los patrones de las alas de la criatura, que se agitaban como un enjambre caleidoscópico sin fin.

— ¿Qué coño…? —comenzó a decir uno de los rehechos, que parpadeó un instante frente a él. Su rostro se colapso por el espanto, pero su gemido murió rápidamente al captar las alas de al criatura.

El último rehecho gritó el nombre de sus camaradas y protestó al oírles tirar las armas. Podía ver una levísima forma por el rabillo del ojo. La criatura frente a él captaba su terror. El ser se acercó, emitiendo pequeños murmullos de reafirmación en el vector emotivo. Una frase circulaba imbécil en la mente del hombre: tengo uno delante de mí tengo uno delante de mí…

El rehecho trató de moverse hacia delante con los ojos fijos en los espejos, pero la criatura se desplazaba fácilmente dentro de su campo de visión. Lo que había estado en la periferia de su percepción se tornaba inevitable campo cambiante; el hombre sucumbió, dejando caer los ojos ante el cambio violento de las alas, boquiabierto y trémulo. Su brazo-cañón apuntó al suelo.

Con un chasquido de carne, la criatura libre cerró la puerta. Se situó junto a los cuatro hombres hechizados, babeantes e indefensos. La demanda de uno de los cautivos interrumpió su hambre de forma humillante. Se acercó a las víctimas y las giró, encarándolas con las cuatro polillas atrapadas.

Se produjo un breve instante en el que los hombres ya no contemplaban las alas, en el que la mente trató de liberarse por un segundo, pero entonces el asombroso espectáculo de los cuatro juegos de patrones hipnóticos les arrebató violentamente la razón, condenándolos. Ahora a su espalda, el intruso acercó a cada hombre a uno de los seres encadenados, que extendían ansiosos los cortos miembros que les quedaban libres para apresar a sus víctimas.

Las criaturas se alimentaron.


Una de ellas consiguió hacerse con las llaves en el cinturón de su comida, y se las arrancó. Cuando hubo terminado de sorber, introdujo con movimientos delicados la llave en la cerradura del candado que lo constreñía.

Necesitó de cuatro intentos (sus dedos aferraban un objeto desconocido y lo retorcían desde un ángulo extraño), pero logró liberarse. Se volvió hacia cada uno de sus compañeros y repitió el lento proceso, hasta que todos los cautivos fueron liberados.

Uno tras otro, se acercaron a la ventana rota. Se detuvieron y apoyaron sus músculos atrofiados contra el ladrillo, desplegaron las enormes alas y se lanzaron fuera, alejándose del enfermizo y seco éter que parecía rezumar de las Costillas. El último en partir fue el recién llegado.

Voló detrás de sus camaradas, que, aun exhaustos y torturados, eran más rápidos de lo que él podía permitirse. Esperaban trazando círculos, cientos de metros más arriba, extendiendo su consciencia, flotando sobre los sentidos e impresiones que brotaban a su alrededor.

Cuando el humilde liberador los alcanzó, se separaron un poco para hacerle un hueco. Volaron juntos, compartiendo lo que sentían, lamiendo el aire lascivos.

Vagaron como había hecho el primero, hacia el norte, hacia la estación de la calle Perdido. Rotaban lentamente, cinco como las cinco líneas férreas de la ciudad, soliviados por la profana presencia urbana bajo ellos, un fecundo lugar como nunca antes había experimentado otro de los suyos. Se mecieron sobre él, aleteando, sacudidos por el viento, sintiendo hormigueos por los sonidos y la energía de la ciudad rugiente.

Allá donde fueran, en todas las zonas de la conurbación, en cada puente oscuro, en cada mansión de quinientos años, en cada retorcido bazar, en cada grotesco almacén, torre y embarcadero de hormigón, en cada barrio mísero, en cada parque mimado, en todas partes abundaba el alimento.

Era una jungla sin predadores. Era un terreno de caza.

23

Algo bloqueaba la puerta del almacén de Isaac, que lanzó una breve maldición, mientras empujaba la obstrucción.

Eran las primeras horas de la tarde después del día de su éxito, en el que ya pensaba como su «momento queso». Se había sentido encantado la noche anterior al encontrar a Lin en su casa. Estaba cansada, pero contenta de verlo. Habían pasado tres horas en la cama antes de marcharse al Reloj y el Gallito.

Había sido una noche de perfección inquietante. Todo aquel a quien Isaac quería ver estaba en los Campos Salacus, y se habían parado en C&C para comer cangrejo, o whisky, o chocolate envuelto en quine. Había algunas nuevas incorporaciones al grupo, incluyendo a Maybet Sunder, que había sido perdonada por ganar el concurso Shintacost. A cambio, ella fue elegante respecto a los comentarios que Derkhan había hecho, tanto en papel como en persona.

Lin se había relajado en compañía de sus amigos, aunque su melancolía parecía refluir, más que disiparse. Isaac había tenido una de sus discretas discusiones políticas con Derkhan, que le había hecho llegar el último número del RR. Los reunidos discutieron, comieron y se tiraron comida hasta las dos de la mañana, antes de que Isaac y Lin regresaran a la cama y a un cálido sueño abrazados.

Durante el desayuno, él le contó su triunfo con la máquina de crisis. Lin no había aprehendido por completo la escala del logro, pero era comprensible. Ella notaba que estaba más emocionado de lo que nunca lo había visto, y había hecho lo posible por responder de forma adecuada. Isaac no parecía esperar más, y se limitó a explicarle las ideas básicas del proyecto de la forma menos técnica posible. Se sentía más con los pies en la tierra, como si viviera un sueño absurdo. Había descubierto algunos problemas potenciales durante la explicación, y se había marchado ansioso por rectificarlos.

Se despidieron con un profundo afecto y con la mutua promesa de no dejar pasar tanto tiempo antes de verse de nuevo.

Y ahora era incapaz de entrar en su taller.

— ¡Lub! ¡David! ¿Qué cono estáis haciendo?—gritó, propinando otro empellón a la puerta. Al empujar, la hoja se abrió lo bastante como para ver una franja del interior, iluminado por el sol. Alcanzaba a distinguir el borde de lo que fuera que bloqueaba la puerta.

Era una mano.

El corazón de Isaac dio un vuelco.

— ¡Oh, Jabber! —se oyó exclamar mientras descargaba todo su peso contra la puerta, que cedió ante su masa.

Lublamai yacía tendido sobre el umbral. Al inclinarse junto a la cabeza de su amigo, oyó a Sinceridad olisqueando a una cierta distancia, entre las bandas de rodadura del constructo. Estaba asustada.

Isaac se giró hacia Lublamai y dejó escapar un suspiro de alivió cuando sintió el calor de su amigo y lo oyó respirar.

— ¡Despierta, Lub! —gritó.

Los ojos del tendido ya estaban abiertos. Isaac se apartó de aquella mirada impávida.

— ¿Lub…? —susurró.

La baba se había almacenado bajo el rostro de Lublamai, tras recorrer su piel polvorienta. Estaba completamente inmóvil, laso. Le buscó el pulso en el cuello y lo encontró estable. Respiraba con profundas bocanadas, deteniéndose un instante antes de expirar. Parecía estar durmiendo.

Pero Isaac se encogió horrorizado ante aquella mirada vacante, imbécil. Agitó la mano frente al rostro de Lublamai, mas sin respuesta. Le dio una suave bofetada, seguida de otras dos más fuertes. Se dio cuenta de que estaba gritando el nombre de su amigo.

La cabeza de Lublamai se mecía de un lado y otro, como un saco lleno de piedras.

Isaac cerró los ojos y sintió algo frío y húmedo. La mano de Lublamai estaba cubierta por una delgada película de un líquido claro, pegajoso. Lo olió y se apartó ante el débil tufo de limones y descomposición. Durante un instante se sintió mareado.

Tocó la cara de Lublamai y vio que la piel alrededor de la boca y la nariz estaba resbaladiza por aquella pasta, que al principio Isaac había confundido por la saliva de su amigo.

No hubo grito, bofetada o súplica que hiciera despertar a Lublamai.

Cuando al fin Isaac se levantó y miró la habitación, vio que la ventana de su colega estaba abierta, con el cristal roto y los postigos de madera destrizados. Se incorporó y corrió hasta el marco desencajado, pero ni dentro ni fuera había nada que descubrir.

Mientras se apresuraba de un lado a otro bajo su propio laboratorio elevado, yendo de la esquina de Lublamai a la de David, tratando de animar con estúpidas frases a Sinceridad en busca de intrusos, comprendió que hacía un tiempo se le había ocurrido una terrible idea que había estado agazapada, perversa, en el fondo de su mente. Se detuvo resoplando. Poco a poco, levantó la mirada y observó con gélido terror la parte inferior de las planchas de la pasarela.

Una calma temerosa cayó sobre él como la nieve. Sintió que sus pies se alzaban y lo llevaban inexorables hacia las escaleras de madera. Giró la cabeza mientras andaba y vio a Sinceridad olfateando cada vez más cerca de Lublamai. Ahora que no estaba sola, comenzaba a recuperar el coraje poco a poco.

Todo cuanto Isaac veía parecía moverse a cámara lenta. Caminaba como si estuviera sumergido en agua helada.

Subió un peldaño tras otro. No sintió sorpresa, sino un débil estremecimiento de presagio, cuando vio los charcos de extraña baba en las huellas, las marcas recientes dejadas por alguna criatura dotada de garras. Oyó su propio corazón latiendo con lo que parecía tranquilidad, y se preguntó si estaba insensibilizado por el choque.

Pero cuando llegó a lo alto y se volvió para observar la jaula derribada sobre un costado, con su tupida tela de gallinero destrozada desde dentro, como pequeños dedos de metal explotando desde un orificio central, y cuando vio la crisálida partida y vacía, cuando vio el rastro de oscuros jugos goteando desde la cáscara, Isaac se oyó gemir espantado, y sintió cómo los temblores paralizaban su cuerpo en una gélida marea de carne de gallina que lo recorrió de arriba abajo. El terror manó de su interior y rebosó a su alrededor, como la tinta en el agua.

—Oh, dioses… —susurró con labios secos y trémulos—. Oh, Jabber, ¿qué he hecho?


A la milicia de Nueva Crobuzon no le gustaba ser vista. Emergían por la noche con sus uniformes oscuros para desarrollar tareas como pescar a los muertos en el agua. Sus naves aéreas y cápsulas serpenteaban y zumbaban por toda la ciudad, en sus opacas misiones. Sus torres estaban selladas.

La milicia, la defensa militar de Nueva Crobuzon y sus agentes de corrección interna, solo aparecían con sus uniformes, las infames máscaras que ocultaban todo el rostro, su armadura oscura, los escudos y las pistolas cuando actuaban como guardianes de algún lugar especialmente delicado, o en tiempos de gran emergencia. Mostraron sus colores abiertamente durante las Guerras Pirata y las algaradas Sacramundi, cuando los enemigos atacaban el orden en la ciudad tanto desde dentro como desde fuera.

Para las labores del día a día confiaban en su reputación y en su vasta red de informadores (las recompensas a cambio de información eran generosas), así como en los oficiales de paisano. Cuando la milicia actuaba, era el hombre que bebía cassis en el café, la anciana cargada de bolsas, el oficinista de cuello rígido y zapatos relucientes, que de repente se cubrían con capuchas ocultas en pliegues invisibles de la ropa, desenfundaban sus enormes pistolones de pedernal de cartucheras ocultas y caían sobre los criminales. Cuando un ratero corría huyendo de una víctima vociferante, podía tratarse de un hombre de buen porte con poblado bigote (claramente falso, dirían todos después, sin que nadie, eso sí, lo hubiera notado antes) el que lo apresara con una terrible presa en el cuello, para desaparecer con el detenido entre la multitud, o en una torre de la milicia.

Después no quedaban testigos que pudieran explicar con claridad qué aspecto tenían aquellos agentes en su guisa civil, y nunca nadie volvía a ver al oficinista, o al hombre de buen porte, o a cualquiera otro de ellos, en esa parte de la ciudad.

Se llegaba a la seguridad por medio del temor descentralizado.

Eran las cuatro de la mañana cuando se encontró a la prostituta y a su cliente en la Ciénaga Brock. Los dos hombres que caminaban por los callejones oscuros, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, se habían detenido al ver una forma derrumbada bajo la mortecina luz de gas. Su comportamiento había cambiado. Miraron a su alrededor antes de entrar en el callejón.

Encontraron a la estupefacta pareja el uno al lado del otro, con los ojos vidriosos y vacíos, su respiración irregular y un hedor a limón mohoso. El hombre tenía los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos y exponía su pene arrugado. La ropa de la mujer (la falda estaba equipada con el subrepticio corte que muchas prostitutas empleaban para acabar rápido el trabajo) estaba intacta. Cuando no consiguieron reanimarlos, uno se quedó con los cuerpos mudos mientras el otro se perdía en las tinieblas. Los dos se habían cubierto la cabeza con capuchas oscuras.

Un poco después, un carruaje negro apareció tirado por dos enormes caballos. Eran rehechos con cuernos y colmillos que relucían babeantes. Una pequeña tropa de soldados uniformados desembarcó y, sin más palabras, introdujeron a las víctimas comatosas en la oscuridad del vehículo, que desapareció a toda prisa hacia la Espiga que se alzaba en el centro de la ciudad.

Los dos hombres quedaron atrás, esperando hasta que el carruaje desapareció sobre los adoquines del laberíntico distrito. Entonces escudriñaron a su alrededor, reparando en las débiles luces procedentes de las fachadas traseras de los edificios, en las paredes derrumbadas o en los delgados dedos de los árboles frutales en los jardines. Satisfechos de que nadie los observara, se quitaron las capuchas y volvieron a meter las manos en los bolsillos. Se fundieron al instante en un personaje distinto, riendo en voz baja y charlando urbanos, inocuos, mientras retomaban la patrulla nocturna.

En las catacumbas bajo la Espiga, la inerte pareja era pinchada, abofeteada, gritada, insultada. Para las primeras luces del alba ya los había examinado un científico de la milicia, que había escrito su informe preliminar.

Las cabezas se rascaban perplejas.

El informe del científico, junto con la información condensada a partir de otros crímenes extraños o graves, fue enviado por toda la Espiga y se detuvo en la penúltima planta. Los documentos eran transportados a toda prisa por aquel retorcido pasillo sin ventanas, hacia los despachos de la secretaria de Interior. Llegaron a tiempo, a las nueve y media.

A las diez y doce, un tubo de comunicación comenzó a tronar perentorio en la cavernosa estación de cápsulas que ocupaba toda la planta en la coronación de la Espiga. El joven sargento de guardia estaba al otro lado de la cámara, arreglando una luz rota en el frente de una cápsula colgada, como otras muchas decenas, de un intrincado sistema de raíles suspendidos que se enlazaban y cruzaban bajo el alto techo. Aquellos rieles entreverados permitían que las cápsulas se movieran entre ellas, sitúan y se sitúa vahándose en una de las siete líneas radiales que surgían de las enormes aberturas distribuidas por toda la fachada exterior. Las vías se abrían al rostro colosal de Nueva Crobuzon.

Desde donde se encontraba, el sargento alcanzaba a divisar las vías aéreas entrar en la torre de la milicia en Sheck, a un kilómetro y medio hacia el suroeste, y emerger más allá. Vio cómo una cápsula abandonaba aquella torre, dejando su caótico estacionamiento casi a la altura de sus ojos, para dirigirse hacia el Alquitrán, que discurría sinuoso y poco fiable hacia el sur.

Alzó la mirada al seguir sonando el tubo y, al darse cuenta de cuál demandaba atención, maldijo y recorrió a toda prisa la cámara, su chaqueta ondeando al viento. Aun en verano hacía frío a aquella altura sobre la ciudad, sobre todo en una estancia abierta que funcionaba como un ventilador gigante. Extrajo la clavija del tubo de comunicación y habló dentro del bronce.

— ¿Sí, secretaria de Interior?

La voz que emergió era débil y distorsionada por su viaje a través del metal retorcido.

—Prepare mi cápsula de inmediato. Voy a la Isla Strack.


Las puertas de la Sala Lemquist, el despacho del alcalde en el Parlamento, eran enormes y estaban festoneadas con hierro viejo. Había dos soldados estacionados en el exterior en todo momento, pero se le negaba una de las capacidades habituales de tener un puesto en los corredores del poder: ningún rumor, ningún secreto, ningún sonido de ninguna clase llegaba a sus oídos desde detrás de las inmensas hojas.

Tras la entrada forrada de metal, la sala en sí era de una altura exagerada, panelada con madera oscura de una calidad tan exquisita que prácticamente era negra. Los retratos de los anteriores alcaldes rodeaban el lugar, desde el techo de diez metros de altura, descendiendo en espiral hasta llegar a dos metros del suelo. También había una gran ventana que daba directamente a la estación de Perdido y a la Espiga. Una variedad de tubos de comunicación, máquinas de cálculo y periscopios telescópicos aguardaba en sus nichos por toda la estancia, en posturas oscuras y extrañamente amenazadoras.

Bentham Rudgutter se sentaba detrás de su escritorio con un aire de mando absoluto. Nadie que lo hubiera visto en aquella estancia había podido negar la extraordinaria sensación de poder total que exudaba. Allí era el centro de gravedad. Él lo sabía en un nivel muy profundo, y así lo hacían sus invitados. Su gran altura y su corpulencia musculosa se sumaban, sin duda, a aquel efecto, pero se trataba de algo que iba mucho más allá de su presencia.

Frente a él se sentaba Montjohn Rescue, su visir, envuelto como siempre en una gruesa bufanda e inclinado para señalar algo en el papel que ambos hombres estudiaban.

—Dos días —decía Rescue con una estaña voz carente de modulación, bastante distinta a la que empleaba en la oratoria.

— ¿Dos días qué? —respondió Rudgutter atusando su inmaculada perilla.

—La huelga está aumentando. Como sabe, de momento está retrasando la carga y descarga entre un cincuenta y un setenta por ciento, pero tenemos informaciones de que en dos días los huelguistas vodyanoi pretenden paralizar el río. Van a trabajar toda la noche, comenzando por el fondo, y subiendo poco a poco. Al este del Puente de la Cebada, con un enorme ejercicio de acuartesanía. Van a excavar una trinchera de aire en medio del río que alcance toda su profundidad. Tendrán que desviarla constantemente, reformando las paredes para que no se colapsen, pero disponen de miembros suficientes para trabajar por turnos. No hay barco que pueda superar ese corte, alcalde. Van a aislar por completo a Nueva Crobuzon del comercio fluvial, en ambos sentidos.

Rudgutter caviló y apretó los labios.

—No podemos permitirlo —señaló razonable—. ¿Qué hay de los estibadores humanos?

—Mi segundo punto, señor alcalde —prosiguió Rescue—. Preocupante. La hostilidad inicial parece remitir. Hay una creciente minoría que parece estar dispuesta a unirse a los vodyanoi.

—Oh, no no no no —replicó Rudgutter, sacudiendo la cabeza como un maestro que corrigiera al estudiante normalmente fiable.

— Sí. Es evidente que nuestros agentes son más fuertes en el campo humano que en el xeniano, y la mayoría sigue en contra de la huelga o es neutral, pero parece haber un germen, una conspiración, si lo prefiere… reuniones secretas con los huelguistas, cosas así.

Rudgutter extendió sus enormes dedos y consultó de cerca el grano del escritorio entre ellos.

— ¿Tienes ahí a alguno de los tuyos? —preguntó con voz queda. Rescue se llevó la mano a la bufanda.

—Uno con los humanos —respondió—. Es difícil permanecer oculto entre los vodyanoi, que normalmente no visten ropas en el agua. —Rudgutter asintió.

Los dos hombres quedaron en silencio, evaluando la situación.

—Lo hemos intentado desde el interior —dijo al fin Rudgutter—. Esta es, con mucho, la huelga más grave que ha amenazado a la ciudad desde hace… desde hace un siglo. Por mucho que lo deteste, parece que vamos a tener que dar ejemplo… —Rescue asintió solemne.

Uno de los tubos de comunicación en la mesa del alcalde sonó. Enarcó las cejas y sacó la clavija.

— ¿Davinia? —respondió. Su voz era una obra maestra de insinuación. Con una palabra le había dicho a su secretaria que le sorprendía que le hubiera interrumpido, en contra de sus instrucciones, pero que su confianza en ella era muy grande, por lo que estaba seguro de que tenía una excelente razón para desobedecerle, para contárselo de inmediato.

La hueca y reverberante voz del tubo emitió breves sonidos.

— ¡Bien! —exclamó suavemente el alcalde—. Por supuesto, por supuesto. —Volvió a meter la clavija y miró a Rescue—. Qué oportuna. Es la secretaria de Interior.

Las enormes puertas se abrieron un poco, dando paso a la secretaria, que asintió a modo de saludo.

—Eliza —dijo Rudgutter—. Por favor, únase a nosotros. —Gesticuló hacia una silla junto a la de Rescue.

Eliza Stem-Fulcher se acercó al escritorio. Era imposible adivinar su edad. Su rostro carecía de arruga alguna, y los rasgos fuertes sugerían que probablemente se encontrara a mitad de la treintena. El cabello, no obstante, era blanco, con las más leves hebras oscuras para sugerir que alguna vez habría sido de otro color. Vestía traje y pantalón de calle, de corte inteligente y un color que sugería el de los uniformes de la milicia. Fumaba calmada de una larga pipa de arcilla blanca, cuya copa se encontraba a casi medio metro de la boca. El tabaco era especiado.

—Alcalde. Ministro. —Se sentó y sacó una carpeta de debajo del brazo—. Discúlpeme por presentarme sin previo aviso, Alcalde Rudgutter, pero pensé que debía ver esto de inmediato. Usted también, Rescue. Me alegro de que esté aquí. Parece que tenemos una… una crisis entre las manos.

—Eso mismo estábamos diciendo nosotros, Eliza —dijo el alcalde—. ¿Hablamos de la huelga en los muelles?

Stem-Fulcher lo miró mientras sacaba algunos papeles de la carpeta.

—No, señor alcalde. Algo totalmente distinto. —Su voz era resonante, dura.

Arrojó un informe policial sobre la mesa. Rudgutter lo situó entre él y Rescue, y ambos giraron la cabeza para leerlo juntos. Tras unos minutos, el alcalde alzó la mirada.

—Dos personas en una especie de coma. Extrañas circunstancias. Supongo que habrá algo más que esto.


Stem-Fulcher le entregó otro informe, que de nuevo leyeron juntos los dos hombres. Esta vez la reacción fue casi inmediata. Rescue lanzó un siseo y se mordió el interior del carrillo, masticando concentrado. Casi al mismo tiempo, Rudgutter lanzó un pequeño suspiro de comprensión, una trémula exhalación.

La secretaria del Interior los miraba impasible.

—Evidentemente, nuestro topo en los despachos de Motley no sabe lo que está sucediendo. Está totalmente confundida, pero los retazos de conversación que ha anotado… ¿Ven esto, «Las policías se han escapado»? Creo que todos estamos de acuerdo en que no lo entendió buen, y creo que todos sabemos qué se decía en realidad.

Rudgutter y Rescue releyeron el informe sin mediar palabra.

—He traído el informe científico que encargamos al comienzo del proyecto PA, el estudio de viabilidad. —Stem-Fulcher hablaba rápido, sin emoción. Dejó caer el documento sobre la mesa—. Llamo su atención sobre algunas frases especialmente relevantes.

Rudgutter abrió el informe encuadernado. Algunas palabras y sentencias estaban enmarcadas en un círculo rojo. El alcalde las revisó rápidamente:…peligro extremo…en caso de huida…no son predadores naturales…

…totalmente catastrófico…

…criar…

24

El alcalde Rudgutter estiró el brazo y volvió a abrir el tubo de comunicación.

—Davinia —dijo—. Cancele todas las citas y reuniones de hoy… no, de los dos próximos días. Discúlpese donde sea necesario. No quiero interrupciones a no ser que la estación de Perdido explote u ocurra algo por el estilo. ¿Comprendido?

Devolvió la clavija a su sitio y perforó a Stem-Fulcher y a Rescue con la mirada.

— ¿A qué coño, a qué mierda, en el nombre de Jabber, a qué hostias estaba jugando Motley? Se suponía que ese hombre era un profesional…

Stem-Fulcher asintió.

—Esto apareció mientras arreglábamos la transferencia —dijo—. Comprobamos su informe de actividades, gran parte de él contra nosotros, todo hay que decirlo, y lo consideramos al menos tan capaz como nosotros mismos de garantizar la seguridad. No es ningún estúpido.

— ¿Sabemos quién ha hecho esto? —preguntó Rescue. Stem-Fulcher se encogió de hombros.

—Podría ser un rival. Francine, o Judix, o cualquier otro. Si es así, han mordido muchísimo más de lo que podrán masticar…

—A ver —Rudgutter la interrumpió con tono exigente. Stem-Fulcher y Rescue se volvieron hacia él y aguardaron. El alcalde apretó los puños, apoyó los codos sobre la mesa y cerró los ojos, concentrándose con tal intensidad que su rostro parecía a punto de reventar.

—A ver —respiró, abriendo los ojos—. Lo primero es verificar que nos enfrentamos a la situación a la que creemos que nos enfrentamos. Podría parecer obvio, pero tenemos que estar seguros al cien por cien. Lo segundo es dar con una estrategia para contener la situación de forma rápida y discreta. Respecto al segundo objetivo, todos sabemos que no podemos depender de milicia humana o de los rehechos… ni de los xenianos, ya que estamos. Son del mismo tipo psíquico. Todos somos comida. Estoy convencido de que todos recordamos nuestras pruebas iniciales de ataque y defensa… —Rescue y Stem-Fulcher asintieron con rapidez. Rudgutter prosiguió—. Muy bien. Los zombis podrían ser una posibilidad, pero esto no es Cromlech: carecemos de las instalaciones para crearlos en la cantidad y la calidad necesarias. Bien. Parece que no es posible alcanzar de forma satisfactoria el primer objetivo si dependemos de nuestras operaciones de inteligencia regulares. Necesitamos acceso a distintas informaciones. Por tanto, por dos motivos, tenemos que procurarnos la ayuda de agentes capaces de tratar con la situación; es vital que dispongamos de distintos modelos psíquicos. Ahora mismo se me ocurre que hay dos posibles agentes de esa clase, y creo que no tenemos más opción que hablar con al menos uno de ellos.

Quedó en silencio, recorriendo a Stem-Fulcher y a Rescue con la mirada, lentamente. Esperó una disensión que no llegó a producirse.

— ¿Estamos de acuerdo? —preguntó en voz baja.

—Hablamos del embajador, ¿no? —preguntó Stem-Fulcher—. ¿Y quién más? ¿No se referirá a la Tejedora? —Sus ojos reflejaban desmayo.

—Bueno, con suerte no tendremos que llegar a ello —respondió Rudgutter tranquilizador—. Pero sí, esos dos son los dos… eh… los dos agentes que se me ocurren. En ese orden.

—De acuerdo —respondió Stem-Fulcher al instante—. Mientras sea en ese orden. La Tejedora… jjabber! Hablemos del embajador.

— ¿Montjohn? —Rudgutter se volvió hacia su subsecretario.

Rescue asintió lentamente, tocándose la bufanda.

—El embajador —terminó diciendo—. Y espero que eso sea cuanto necesitemos.

—Como todos nosotros, ministro —replicó Rudgutter—. Como todos nosotros.


Entre las plantas once y catorce del Ala Mandragora de la estación de Perdido, sobre uno de los vestíbulos comerciales menos populares, especializado en extraños tejidos y estampados extranjeros, bajo una serie de largas torretas desiertas, se encontraba la Zona Diplomática.

Muchas de las embajadas en Nueva Crobuzon estaban en otra parte, por supuesto: en edificios barrocos de la Letrina, o en Gidd Este, o en la Colina de la Bandera. Pero en la estación había algunas, las suficientes como para dar nombre a aquellas plantas y permitirles conservarlo.

El Ala Mandragora era una fortaleza prácticamente contenida en sí misma. Sus corredores describían un enorme rectángulo de hormigón alrededor de un espacio central, al fondo del cual había un jardín sin cuidar, cubierto por árboles de madera oscura y exóticas flores del bosque. Los niños recorrían las veredas y jugaban en aquel parque recluido, mientras sus padres compraban, viajaban o trabajaban. Las paredes se alzaban enormes a su alrededor, haciendo que el bosquecillo pareciese el liquen en el fondo de un pozo.

Desde los pasillos de las plantas superiores brotaban grupos de habitaciones interconectadas. Muchas habían sido despachos ministeriales en algún momento. Durante un breve periodo fueron el cuartel general de una u otra pequeña compañía. Después habían quedado vacantes muchos años, hasta que se limpió el moho y el polvo y llegaron los embajadores. Aquello había sucedido hacía poco más de dos siglos: una comprensión comunitaria había barrido a los varios gobiernos de Rohagi, que comprendieron que desde aquel momento la diplomacia era, con mucho, preferible a la guerra.

Había habido embajadas en Nueva Crobuzon desde hacía mucho más tiempo, pero, después de que la carnicería de Suroch pusiera fin a lo que se llamó las Guerras Pirata, o la Guerra Lenta, o la Falsa Guerra, el número de países y ciudades estado que buscaban soluciones negociadas a las disputas se había multiplicado. Habían llegado emisarios de todo el continente, y de más allá. Las plantas desiertas del Ala Mandragora se habían visto invadidas por los recién llegados, y por los antiguos consulados que se mudaban para aprovechar el nuevo influjo de negocios diplomáticos.

Incluso para usar los ascensores o las escaleras de las plantas de la Zona había que superar toda una gama de controles de seguridad. Los pasillos eran fríos y silenciosos, rotos por alguna puerta y mal iluminados por lámparas de gas de funcionamiento intermitente. Rudgutter, Rescue y Stem-Fulcher caminaban por los corredores desiertos de la duodécima planta. Les acompañaba un hombre bajo y fuerte con gafas gruesas que andaba un poco detrás, portando a duras penas una gran maleta.

—Eliza, Montjohn —dijo el alcalde mientras caminaban—, este es el Hermano Sanchem Vansetty, uno de nuestros karcistas más capaces. —Rescue y Stem-Fulcher lo saludaron con un asentimiento de cabeza. Vansetty los ignoró.

No todas las habitaciones de la Zona Diplomática estaban ocupadas, pero algunas de las puertas mostraban placas de bronce que las proclamaban territorio soberano de uno u otro país (Tesh, o Khadoh, o Gharcheltist), y tras las cuales se abrían enormes suites que se extendían varios pisos: casas completas dentro de la torre. Algunos de los despachos estaban a miles de kilómetros de sus capitales. Otros se encontraban vacíos. Por la tradición de Tesh, por ejemplo, el embajador vivía como un vagabundo en Nueva Crobuzon y se comunicaba por correo para atender los asuntos oficiales. Rudgutter no había llegado a conocerlo. Otras embajadas estaban vacías debido a la falta de fondos o de interés.

Pero gran parte de los negocios que allí se llevaban a cabo eran de una inmensa importancia. Las suites que contenían las embajadas de Myrshock y Vadaunk habían sido ampliadas hacía algunos años, debido a la expansión del papeleo y del espacio de oficinas que requerían las relaciones comerciales. Las salas adicionales brotaban como feos tumores de la fachada interior de la planta once y sobresalían precarias sobre el jardín.

El alcalde y sus acompañantes pasaron junto a una puerta marcada como Mancomunidad Jaiba de Salkrikaltor. El pasillo se sacudía por el golpeteo y la vibración de una enorme maquinaria oculta. Aquellas eran las gigantescas bombas de vapor que trabajaban varias horas al día, absorbiendo piélago fresco de la Bahía de Hierro, a veinticuatro kilómetros, para el embajador jaiba y bombeaban después el agua sucia y usada al río.

El pasillo era confuso, pues parecía ser demasiado largo visto desde un ángulo, y corto desde el otro. Aquí y allí se separaban cortos afluentes que llevaban a otras embajadas menores, o a archivadores, o a ventanas cegadas. Al final del corredor principal, más allá de la embajada de los cangrejos, Rudgutter se dirigió por uno de aquellos pasillos menores. Se extendía un breve trecho, retorciéndose y viendo cómo su techo descendía de forma abrupta al cruzarse unas escaleras en su camino. Terminaba en una pequeña puerta sin marcar.

Rudgutter miró por encima del hombro, asegurándose de que sus acompañantes y él no eran vistos. Solo se divisaba una pequeña parte del pasillo, y estaban solos.

Vansetty sacaba tiza y colores pastel diversos de sus bolsillos. De uno extrajo lo que parecía un reloj y lo abrió. Estaba dividido en innumerables y complejas secciones. Tenía siete manecillas de distintas longitudes.

—Hay que tener en cuenta las variables, alcalde —murmuró, estudiando el complejo funcionamiento del artefacto. Parecía hablar más para él que para Rudgutter o cualquier otro—. El pronóstico para hoy es bastante asqueroso… Un frente de alta presión entra en el éter. Podría llevar las tormentas de energía a cualquier sitio, desde el abismo hasta el nulespacio. En la frontera, tres cuartos de lo mismo. Hmmm… —Vansetty realizó algunos cálculos en las pastas de un cuaderno—. Bien —saltó, mirando a los tres políticos.

Comenzó a realizar complejas y delicadas marcas en las gruesas hojas de papel, que arrancaba al terminar y se las entregaba a Stem-Fulcher, Rudgutter y Rescue. Por último, preparó una para él.

—Apretadas contra el corazón —dijo con rapidez, pegando la suya a la camisa—. Con los símbolos hacia fuera.

Abrió la ajada maleta y extrajo un juego de voluminosos diodos de cerámica. Se situó en el centro del grupo y le entregó uno a cada uno de sus compañeros.

—Mano izquierda, y sin soltarlos. —Después los rodeó con un hilo de cobre bien tenso que conectó a un motor mecánico de mano que sacó de la maleta. Tomó lecturas con su peculiar indicador, y ajustó los diales y nódulos del motor—. Muy bien. Agárrense todos —dijo, activando el interruptor que liberaba el motor mecánico.

Pequeños arcos de energía cobraron existencia multicolor entre los cables y los gruesos diodos. Los cuatro se vieron rodeados por un pequeño triángulo de corriente. Todo su vello parecía de punta. Rudgutter soltó una maldición.

—Tenemos una media hora antes de que se agote —dijo rápidamente Vansetty—. Sean rápidos, ¿de acuerdo?

Rudgutter extendió la mano derecha y abrió la puerta. Los cuatro se desplazaron hacia delante, manteniendo su posición relativa respecto a los demás, conservando el triángulo. Stem-Fulcher cerró la puerta tras ellos.

Estaban en una habitación totalmente a oscuras. Solo podían ver gracias al débil fulgor ambiente de las líneas energéticas, hasta que Vansett y colgó el motor mecánico de su cuello con una correa y encendió una vela. Con aquella luz inadecuada vieron que la habitación podía medir cuatro metros por tres; estaba cubierta de polvo y totalmente vacía, a excepción de un viejo escritorio y una silla junto una pared, así como el suave zumbar de una caldera cerca de la puerta. No había ventanas, ni estanterías, nada en absoluto. El aire olía a cerrado.

Vansetty extrajo de su bolsa una inusual máquina de mano. Sus manojos de alambre y metal, sus nudos de cristal multicolor eran intrincados y de hermosa factura. Su utilidad, opaca. Se inclinó un instante fuera del círculo y conectó una válvula de entrada a la caldera junto a la puerta. Activó una palanca en la parte superior de la máquina, que comenzó a zumbar y a emitir luces parpadeantes.

—Por supuesto, en sus tiempos, antes de que yo llegara a la profesión, había que emplear ofrendas vivas —explicó mientras desenroscaba una bobina de cable de un lateral de la máquina—. Pero no somos salvajes, ¿no es cierto? La ciencia es algo maravilloso. Esta pequeña belleza —dijo dando unas palmadas orgullosas al cachivache— es un amplificador. Aumenta la salida de ese motor en un factor de doscientos, doscientos y diez, y lo transforma en energía etérica. Envía eso a los cables, así… —Vansetty lanzó el cable desenrollado al otro extremo de la pequeña estancia, detrás de la mesa— ¡y ahí vamos! ¡Sacrificio sin víctimas! — Sonrió triunfal antes de volver su atención hacia los diales y potenciómetros del pequeño motor y comenzar a girarlos y manipularlos con intensa atención—. Y tampoco hay que seguir aprendiendo idiomas estúpidos —musitó—. Invocaciones automáticas a la carta. En realidad no vamos a ningún sitio, ¿entienden? —De repente alzó la voz—. No somos abismonautas, y no jugamos siquiera con la potencia necesaria para realizar un verdadero salto transplantrópico. Lo único que hacemos es mirar por un ventanuco, dejando que los infernales vengan a nosotros. Pero la dimensionalidad de este cuarto va a ser un pelín inestable durante un tiempo, de modo que permanezcan en la zona de protección y no jodan. ¿De acuerdo?


Los dedos de Vansetty volaban sobre la caja. Durante dos o tres minutos no sucedió nada. No había más que el calor y el repique de la caldera, el martilleo y el zumbido de la pequeña máquina en manos del hombre. Por debajo de todo ello, el pie de Rudgutter tamborileaba impaciente.

Y entonces la pequeña habitación comenzó a calentarse de modo perceptible.

Se produjo un temblor profundo, subsónico, una insinuación de luz rojiza y humo oleaginoso. Los sonidos se apagaron antes de acentuarse de repente.

Durante un instante se produjo una mareante sensación de tirón, y un fulgor rojizo cubrió cada superficie y se desplazó constantemente como si de agua sanguinolenta se tratara.

Algo aleteó. Rudgutter alzó la mirada, tratando de penetrar el aire que parecía, de repente, espeso y muy seco.

Un hombre pesado con un inmaculado traje oscuro había aparecido detrás de la mesa.

Se inclinó hacia delante lentamente, descansando los codos sobre los papeles que de repente cubrían el escritorio. Aguardó.

Vansetty miró por encima del hombro de Rescue y levantó el pulgar a modo de triunfo.

—Su Excelencia Infernal —declaró—, el embajador del Infierno.


—Alcalde Rudgutter —dijo el demonio con una agradable voz grave—. Cuánto me alegro de verle de nuevo. Solo estaba rellenando algo de papeleo. —Los humanos lo miraron con un destello de inquietud.

El embajador tenía un eco: medio segundo después de hablar, sus palabras eran repetidas por el terrible alarido de una tortura. Las palabras aulladas no tenían mucho volumen. Eran audibles más allá de las paredes de la estancia, como si hubieran recorrido kilómetros de calor sobrenatural desde alguna trinchera en el suelo del Infierno.

— ¿Qué puedo hacer por usted? —prosiguió (¿Qué puede hacer por usted?, llegó el impío aullido de desdicha) —. ¿Sigue intentado descubrir si se unirá a nosotros tras su muerte? —El embajador esbozó una leve sonrisa.

Rudgutter le devolvió la sonrisa y negó con la cabeza.

— Ya sabe mi opinión al respecto, embajador —replicó con tono neutro—. Me temo que no me arrastrarán. No puede provocarme miedo existencial, ya lo sabe. —Lanzó una educada risita, a la que respondió el embajador. Lo mismo hizo el horrísono eco—. Mi alma, si existe, es mía. No puede ni castigarla ni codiciarla. El universo es un lugar mucho más caprichoso… Ya se lo he preguntado alguna vez: ¿qué supone usted que le sucede a los demonios cuando ellos mueren? Y los dos sabemos que eso es posible…

El embajador inclinó la cabeza en educada concesión.

—Es un modernista, alcalde Rudgutter —dijo—. No discutiré con usted. Por favor, recuerde que mi oferta sigue en pie.

Rudgutter agitó las manos impaciente. Estaba sosegado. No le afectaban los gritos patéticos que perseguían a las palabras del embajador, y no se permitió experimentar inquietud cuando, al mirar al embajador, la forma del hombre parpadeó una fracción de segundo para ser reemplazada por… algo más.

Ya había experimentado aquello antes. Siempre que Rudgutter parpadeaba, durante el momento más infinitesimal, veía la estancia y a su ocupante de un modo muy distinto. A través de sus párpados podía percibir el interior de una jaula de listones: barrotes de hierro moviéndose como serpientes, arcos de fuerzas impensables, un mareante y desgarrador torrente de calor. Allá donde el embajador se sentaba, captaba destellos de una forma monstruosa. Una cabeza de hiena lo perforaba con la mirada, con la lengua desenroscada. Pechos con colmillos purulentos. Pezuñas y garras.

El aire muerto de la habitación no le permitía mantener los ojos abiertos. Tenía que parpadear, aunque ignoraba las breves visiones. Trataba al embajador con cauteloso respeto, y el demonio le correspondía con la misma actitud.

—Embajador, estoy aquí por dos motivos. Uno es extender a su señor, su Diabólica Majestad, Zar del Infierno, los respetuosos saludos de los ciudadanos de Nueva Crobuzon. En su ignorancia. —El embajador asintió elegante a modo de respuesta—. El otro es solicitar su consejo.

—Siempre es un gran placer ayudar a nuestros vecinos, alcalde Rudgutter. Especialmente a aquellos como usted, con los que Su Majestad mantiene tan buenas relaciones. —El embajador se rascó el mentón con aire ausente, aguardando.

—Veinte minutos, alcalde —susurró Vansetty al oído de Rudgutter.

Este apretó las manos como si estuviera rezando y miró pensativo al embajador. Sintió pequeñas ráfagas de fuerza.

—Mire, embajador, tenemos un problema. Tenemos motivos para pensar que ha habido… una fuga, digámoslo así. Algo que tratamos de capturar de nuevo por todos los medios. Si fuera posible, nos gustaría solicitar su ayuda.

— ¿De qué estamos hablando, alcalde Rudgutter? ¿Respuestas auténticas? —preguntó el embajador—. ¿Las condiciones habituales?

—Respuestas auténticas… y quizá más. Ya veremos.

— ¿Pago ahora, o más tarde?

—Embajador —respondió educado Rudgutter—. Su memoria ha sufrido un desliz. Tengo un crédito de dos preguntas.

El embajador lo contempló unos instantes antes de responder riendo.

—Así es, alcalde Rudgutter. Mis más sinceras disculpas. Proceda.

— ¿Se aplica en este momento alguna regla inusual, embajador? —puntualizó Rudgutter. El demonio negó con la cabeza (una gran lengua de hiena se relamió rápidamente de un lado a otro) y sonrió.

—Estamos en Melero, alcalde Rudgutter—se limitó a explicar—. Las reglas habituales de Melero, pues. Siete palabras, invertidas.

Rudgutter asintió y se enderezó, concentrándose con cuidado. No puedo equivocarme con las malditas palabras. Maldito juego infantil de mierda, pensó rápidamente. Después habló con tono neutro y firme, mirando calmado a los ojos del embajador.

— ¿Fugitivo del identidad la a respecto acertamos?

— Sí —replicó al instante el demonio.

Rudgutter se volvió un momento, mirando preocupado a Stem-Fulcher y a Rescue. Ambos asentían con expresión sombría y firme.

El alcalde volvió a encararse con el embajador demoníaco. Los dos se miraron unos momentos sin hablar.

—Quince minutos —siseó Vansetty.

—Algunos de mis más… rancios colegas me mirarían mal por permitirle contar «del» como una única palabra, ¿sabe? —dijo el embajador—. Pero yo soy bastante liberal —sonrió—. ¿Quiere hacerme la última pregunta?

—Creo que no, embajador. La reservaré para otra ocasión. Tengo una propuesta.

—Usted dirá, alcalde Rudgutter.

—Bien, ya sabe la clase de ser que ha escapado, y comprenderá nuestra preocupación por remediar la situación lo más rápidamente posible. —El embajador asintió—. También comprenderá que nos será difícil proceder, y que el tiempo es esencial. Le propongo que nos deje contratar algunas de sus… um… tropas, para ayudarnos a dar con los fugados.

—No —se limitó a responder el embajador. Rudgutter parpadeó.

—Ni siquiera hemos discutido las condiciones, embajador. Le aseguro que puedo realizar una generosa oferta…

—Me temo que está fuera de toda discusión. No hay nadie de los míos disponible —el embajador miraba impasible a Rudgutter.

El alcalde pensó unos instantes. Si el demonio estaba negociando, lo hacía de un modo inédito hasta ahora. Rudgutter bajó las defensas y cerró los ojos para pensar, abriéndolos de inmediato en cuanto percibió el monstruoso paisaje y vislumbró la segunda forma del embajador. Lo intentó de nuevo.

—Podría llegar incluso a… digamos…

—No lo entiende, alcalde Rudgutter —replicó el demonio. Su voz era impávida pero parecía agitada—. No importan las unidades de mercancía que pueda ofrecernos, ni su condición. No estamos disponibles para este trabajo. No es indicado.

Se produjo un largo silencio. Rudgutter escrutó incrédulo al demonio que tenía enfrente. Empezaba a comprender lo que sucedía. Bajo los rayos de luz sangrienta, vio al embajador abrir un cajón y extraer unos papeles.

— Si ha terminado, alcalde Rudgutter —siguió con suavidad—, tengo trabajo que hacer.

Rudgutter aguardó a que la despiadada y tétrica resonancia del que hacer que hacer que hacer remitiera en el exterior. El eco le revolvía el estómago.

—Oh, sí, sí, embajador —dijo—. Lamento haberle tenido ocupado. Espero que volvamos a hablar pronto.

El embajador agachó la cabeza en educada despedida y sacó una pluma del bolsillo interior y comenzó a escribir en los papeles. Detrás de Rudgutter, Vansetty giraba potenciómetros y apretaba varios botones, ante lo que el suelo de madera comenzó a temblar, como sacudido por un etermoto. Un zumbido aumentó su intensidad alrededor de los humanos apiñados, que se bamboleaban en su pequeño campo de energía. El aire malsano vibró arriba y abajo y recorrió sus cuerpos.

El embajador pandeó, se dividió y desapareció en un instante, como un heliotipo en el fuego. La pálida luz carmesí formó burbujas antes de evaporarse, como si se filtrara por un millar de grietas en las polvorientas paredes del despacho. La oscuridad de la sala se cerró sobre ellos como una trampa. La diminuta vela de Vansetty parpadeó y se apagó. Tras comprobar que no eran observados, Vansetty, Rudgutter, Stem-Fulcher y Rescue abandonaron el lugar. El aire era deliciosamente frío. Pasaron un minuto limpiándose el sudor de la cara y arreglando sus ropas, sacudidas por los vientos de otros planos.

Rudgutter sacudía la cabeza con asombrado arrepentimiento.

Sus ministros se compusieron y se volvieron hacia él.

— Me he reunido con el embajador quizá una docena de veces en los últimos diez años —les dijo—, y nunca lo había visto comportarse así. ¡Maldito sea ese aire! —añadió, frotándose los ojos.

Los cuatro deshicieron el camino por el pequeño pasillo, tomaron el corredor principal y volvieron sobre sus pasos, en dirección al ascensor.

— ¿Comportarse cómo? —preguntó Stem-Fulcher—. Solo lo había visto antes una vez. No estoy acostumbrada.

Rudgutter farfulló mientras andaba, tirándose pensativo del labio inferior y la barba. Sus ojos parecían inyectados en sangre. Tardó unos segundos en responder a Stem-Fulcher.

—Hay dos cosas: una demonológica, la otra práctica e inmediata. —Hablaba con un tono tenso, exigiendo la atención de sus ministros. Vansetty caminaba muy rápido delante de ellos, terminado su trabajo—. La primera podría darnos una cierta comprensión de la psique Infernal, de su comportamiento, lo que sea. Los dos oísteis el eco, ¿no es así? Durante un tiempo pensé que lo hacía para intimidarme. Bien, pues tened en cuenta la enorme distancia que ese sonido tuvo que recorrer. Sé —dijo rápidamente, levantando las manos— que no podemos hablar de sonido literal, de distancia literal, pero son análogos extraplanares, y casi todas las reglas análogas se mantienen de una forma más o menos mutada. De modo que tened en cuenta lo mucho que tuvo que viajar desde la base del Pozo hasta esa cámara. El hecho es que se tarda un poco en llegar hasta allí… En realidad, creo que ese «eco» se pronunció primero. Las… elocuentes palabras que escuchamos de boca del embajador… aquellos eran los verdaderos ecos. Aquellos eran los reflejos retorcidos.

Stem-Fulcher y Rescue guardaron silencio. Pensaron en los gritos, en el tono torturado y maníaco que habían oído en el exterior, el farfullo ruinoso e idiota que parecía ser una burla del diabólico refinamiento del embajador.

Pensaron en que aquella podía ser la voz genuina.

—Me pregunto si nos equivocamos al pensar en que ellos tienen un modelo psíquico diferente. Puede que sean comprensibles. Puede que piensen como nosotros. Y lo segundo, teniendo en cuenta esa posibilidad, y recordando lo que el «eco» podría contarnos acerca del estado mental demoníaco, es que al final, mientras yo intentaba llegar a un trato, el embajador estaba asustado… Por eso no podía acudir en nuestro auxilio. Por eso dependemos de nosotros mismos. Porque los demonios tienen miedo de aquello que perseguimos.

Rudgutter se detuvo y se volvió hacia sus ayudantes. Los tres se miraron. Stem-Fulcher torció su gesto durante un segundo, antes de recuperar la compostura. Rescue era impasible como una estatua, pero no dejaba de tirar de su bufanda. Rudgutter asentía pensativo.

Se produjo un minuto de silencio.

—Por tanto… —dijo, apretándose las manos—, que sea la Tejedora.

25

Aquella misma noche, en las tétricas horas de oscuridad después de que una breve llovizna cubriera la ciudad de agua sucia, la puerta del almacén de Isaac se abrió. La calle estaba vacía. Eran minutos de calma. Los pájaros nocturnos y los murciélagos eran los únicos que se movían. La luz de gas parpadeaba trémula.

El constructo rodó a trompicones y salió a la noche. Sus válvulas y pistones estaban envueltos en retales y jirones de manta, lo que acallaba el sonido distintivo de su paso. Se movía a gran velocidad, girando inexacto con toda la premura que le permitían sus cadenas avejentadas.

Discurrió por las calles, pasando junto a borrachos dormidos, inconscientes por el alcohol. Las cetrinas lámparas de gas se reflejaban misteriosas en su abollada piel metálica.

El constructo se abría camino rápido, precario, bajo los raíles. Los cirros inconstantes ocultaban las naves aéreas al acecho, mientras la máquina se dirigía hacia abajo, siguiendo la línea del Alquitrán, que adoptaba la intrincada forma de un látigo sobre las atemporales rocas bajo la ciudad.

Y horas después de que desapareciera por encima del Puente Diáfano al sur de la ciudad, cuando el cielo oscuro comenzaba a mancharse de amanecer, el constructo volvió a duras penas a la Ciénaga Brock. Su oportunismo fue fortuito, pues regresó a la nave y cerró la puerta muy poco antes de que Isaac volviera de su frenética carrera nocturna en busca de David, Lin, Yagharek y Lemuel Pigeon, cualquiera que pudiera ayudarlo.


Lublamai estaba tendido en un sofá que Isaac había fabricado a partir de un par de sillas. Cuando entró en el almacén se dirigió directamente hacia su amigo paralizado, susurrándole sin esperanza; mas no había cambios. Lublamai no dormía ni despertaba. Simplemente miraba.

No pasó mucho tiempo antes de que David volviera apresuradamente al laboratorio. Había regresado de una de sus moradas habituales para ser recibido por la versión apresurada y garabateada de uno de los innumerables mensajes que Isaac le había dejado por toda Nueva Crobuzon.

Se sentó tan silencioso como Isaac, observando a su amigo sin mente.

—No puedo creer que te dejara hacerlo —dijo insensible.

—Por Jabber, David, que te den, ¿crees que no lo he pensado yo una y otra vez? Dejé que ese bicho de mierda escapara…

—Todos debimos haberlo pensado mejor —saltó David.

Se produjo un largo silencio entre ellos.

— ¿Has buscado un médico? —dijo David.

—Es lo primero que hice. Phorgit, al otro lado de la calle. Ya había tratado con él. Limpié un poco a Lub para quitarle la mierda esa de la cara… Phorgit no sabía qué hacer. Le enchufó dios sabe cuántos aparatos, tomó yo qué sé cuántas lecturas… lo que se tradujo en «no tengo ni idea». Que lo mantengamos caliente y que le demos de comer, pero que quizá sea mejor mantenerlo frío y no darle nada… Podría ir a por uno de esos tipos que conozco de la universidad para que le eche un vistazo, pero es una esperanza vana…

— ¿Pero qué le ha hecho esa cosa?

—Eso mismo, David, eso mismo. Ahí está la pregunta de los huevos, ¿no?

Desde la ventana rota llegó un débil golpeteo. Isaac y David alzaron la mirada para ver a Teparadós asomando su fea y triste cabeza.

—Oh, mierda —saltó Isaac exasperado—. Mira, Teparadós, este no es precisamente el mejor momento, ¿capiche? Más tarde hablamos.

—Solo vine a ver, jefe… —Teparadós hablaba con una voz acobardada completamente ajena a su parloteo exuberante—. Quería saber cómostaba Lublub.

— ¿Qué? —preguntó áspero Isaac, incorporándose—. ¿Y eso?

Teparadós se apartó temeroso y gimió.

—Yo no, señor, no culpa mía… solo preguntaba sistá mejor después quese norme bicho comiera la cara…

— ¿Estabas aquí, Teparadós?

El draco asintió consternado y se acercó un poco, equilibrándose sobre el marco de madera.

— ¿Qué pasó? No estamos enfadados contigo, Teparadós. Solo queremos saber qué es lo que viste.

El draco sonrió y sacudió la cabeza con tristeza. Lloriqueaba como un niño, retorciendo la cara y escupiendo las palabras de forma atropellada.

—El cabrón llega bajando las escaleras con alas horribles que dejan tontontaina abriendo dientes… y… y todo con garras y esa lengua apestosa… y… y señor Lublub mirando con miedo lespejo y después se gira y queda… tonto… y veo… me quedo tonto y cuando despierto la cosa tiene la lengua en… en… En mi cabeza lametones y slurpslurp de señor Lub y… y me largué, no pudecer na, lo juro… qué miedo… —Teparadós comenzó a llorar como un niño de dos años, babeando moco y lágrimas por su cara.

Cuando llegó Lemuel Pigeon, Teparadós aún sollozaba. Ni las palabras amables, ni las amenazas ni los sobornos conseguían calmar al draco. Al final se fue a dormir, enroscado en un bulto desdichado lleno de mocos, como un bebé humano agotado.

—Estoy aquí con falsos pretextos, Isaac. El mensaje que recibí es que me convenía dejarme caer por tu casa. —Lemuel lo miró con aire inquisitivo.

—Mierda, Lemuel, maleante de baja estofa —explotó Isaac—. ¿Es eso lo que te preocupa? Que te folien. Me aseguraré de que consigas lo tuyo, ¿de acuerdo? ¿Te gusta así? Y ahora atiende, cabrón: alguien ha sido atacado por algo que surgió de uno de los gusanos que tú me conseguiste, y necesitamos detenerlo antes de que ataque a alguien más, y necesitamos saber qué es, así que tenemos que descubrir de dónde coño salió, y tenemos que hacerlo cagando hostias. ¿Me sigues, viejo?

Lemuel se sintió intimidado por aquel estallido.

—Mira, no me eches a mí la culpa… —comenzó, antes de que Isaac lo interrumpiera con un aullido de irritación.

— ¡Me cago en la hostia, Lemuel, nadie te está echando la culpa, gilipollas! ¡Todo lo contrario! Lo que estoy diciendo es que eres un comerciante demasiado bueno como para no llevar anotaciones de todo, y necesito que las compruebes. Los dos sabemos que todo pasa a través de ti… Tienes que conseguirme el nombre del que te dio el ciempiés grande. El gordo con los colores raros. ¿Sabes cuál te digo?

—Creo que lo recuerdo, sí.

— Bien, genial. —Isaac se calmó un poco. Se pasó la mano por la cara y lanzó un profundo suspiro—. Lemuel, necesito que me ayudes —dijo simplemente—. Te pagaré… Pero también te estoy suplicando. Necesito de verdad que me ayudes. Mira. — Abrió los ojos y lo miró directamente—. Ese bicho de mierda puede que se haya muerto, ¿vale? Puede que sea como un efemeróptero: cojonudo. Puede que Lub se despierte mañana como una rosa. Y puede que no. Esto es lo que necesito: uno — contó con sus gruesos dedos—, cómo despertar a Lub; dos, qué es ese hijo de puta. La única descripción que tenemos es un poco confusa —miró al draco, que dormía en una esquina—; y tres, cómo capturar a ese cabrón.

Lemuel se quedó mirándolo, sin variar su expresión. Lenta, ostentosamente, sacó una cajita del bolsillo y aspiró de su interior. Isaac cerró y abrió los puños.

—Vale, Isaac —respondió Lemuel en voz baja, guardando la pequeña caja enjoyada. Asintió sin prisa—. Veré lo que puedo hacer. Me mantendré en contacto, pero yo no soy la beneficencia. Soy un hombre de negocios, y tú un cliente. Quiero algo por esto. Te voy a cobrar, ¿entiendes?

Isaac asintió fatigado. No había rencor en la voz de Lemuel, ni brutalidad, ni desprecio. Simplemente estaba constatando la verdad oculta bajo su bonhomía. Isaac sabía que, si le convenía no descubrir al suministrador de aquel gusano peculiar, lo haría sin dudarlo.


—Alcalde —Eliza Stem-Fulcher entró en la Sala Lemquist. Rudgutter la miró, inquisitivo, desde su escritorio. Ella tiró un delgado periódico frente a él—. Tenemos una pista.


Teparadós se levantó rápidamente al despertar, mientras David e Isaac trataban de convencerlo de que nadie le consideraba responsable. Para cuando cayó la noche, una horrísona melancolía se había adueñado del almacén de la Vía del Remero.

David introducía una espesa compota de frutas en la boca de Lublamai, empujándola suavemente por la garganta. Isaac paseaba sin rumbo. Esperaba que Lin regresara a casa, encontrara la nota que le había dejado en la puerta y fuera allí con él. Pensó que, de no haber sido su letra, se lo hubiera tomado como una broma pesada. Que Isaac le invitara a su casa en el laboratorio no tenía precedentes. Pero necesitaba verla, y le preocupaba que, de irse, se perdiera algún cambio vital en el estado de Lublamai, pasara por alto alguna información indispensable.

La puerta se abrió, e Isaac y David levantaron la mirada a toda prisa.

Era Yagharek.

Isaac se sorprendió unos momentos. Era la primera vez que Yagharek aparecía mientras David (y Lublamai, claro, aunque no contaba en aquel estado) estaban presentes. David observó al garuda encogido bajo la manta sucia, el movimiento de las falsas alas.

—Yag, viejo —dijo Isaac con pesadez—. Entra, este es David… Nos ha ocurrido un desastre… —se acercó penoso hacia la puerta.

El garuda lo esperó allí sin decidirse a entrar. No dijo nada hasta que Isaac estuvo lo bastante cerca como para oírle susurrar, un extraño sonido delgado similar al de un pájaro estrangulado.

—No habría venido, Grimnebulin. No deseo ser visto…

Isaac perdía la paciencia a marchas forzadas. Abrió la boca para replicar, pero Yagharek prosiguió.

—He oído… cosas. He sentido… un humo sobre esta casa. Ni tú ni ninguno de tus amigos ha dejado esta habitación en todo el día.

Isaac lanzó una escueta risotada.

—Has estado esperando, ¿no? Esperando a que el camino estuviera despejado, ¿no? Para ver si podías mantener tu precioso anonimato… —Se tensó y se esforzó por calmarse—. Mira, Yag, nos ha ocurrido una desgracia y ahora no tengo ni el tiempo ni las ganas para… para andarme con rodeos contigo. Me temo que nuestro proyecto va a paralizarse un tiempo…

Yagharek tomó aire y gimió débilmente.

—No puedes… —chilló—. No puedes abandonarme…

— ¡Hostia! —Isaac se acercó a él y lo arrastró dentro—. ¡Mira! —Se acercó al lugar donde Lublamai respiraba trabajosamente, contemplando el techo y babeando. Empujó al Yagharek hasta ponerlo frente a él. Empleó la fuerza, pero sin resultar violento. Los garuda eran delgados y de músculos prominentes, más fuertes de lo que parecían, pero sus huesos huecos y su carne pelada no eran rival para un hombre grande.

Pero esa no era la principal razón por la que Isaac se refrenaba. La tensión entre ellos era de irritación, no de veneno. Isaac sentía que Yagharek tenía ganas de conocer la razón de la repentina tensión en el almacén, aunque eso significara romper la prohibición de ser visto por otros.

Isaac señaló a Lublamai. David miraba vagamente al garuda. Yagharek lo ignoraba por completo.

—El ciempiés cabrón que te enseñé —dijo Isaac— se convirtió en algo que le hizo esto a mi amigo. ¿Has visto alguna vez algo así?

Yagharek negó lentamente con la cabeza.

—Pues ya ves —respondió Isaac apesadumbrado—. Me temo que hasta que no me encargue de lo que cono sea que he liberado por la ciudad, y hasta que pueda traer de vuelta a Lublamai de donde esté, los problemas del vuelo y los motores de crisis, por emocionantes que sean, pierden gas.

—Me condenas a mi vergüenza… —siseó Yagharek como rápida respuesta. Isaac lo interrumpió.

— ¡David conoce lo de tu supuesta vergüenza, Yag! —gritó—. ¡Y no me mires así, así es como trabajo, y es mi colega, y así es como he conseguido hacer progresos con tu puto caso!

David miraba con dureza a Isaac.

— ¿Cómo? —susurró—. ¿Motores de crisis…?

Isaac sacudió la cabeza irritado, como si tuviera un mosquito en el oído.

—He hecho unos progresos en la física de crisis, nada más. Luego te lo cuento.

David asintió confuso, aceptando que aquel no era el momento de discutir aquello, aunque sus ojos traicionaban su sorpresa. ¿Nada más?

Yagharek se mecía nervioso, inundado por una terrible desdicha.

—N-necesito tu ayuda… —comenzó.

—Sí, igual que Lublamai —gritó Isaac—, y me temo que eso ahora es más urgente… —después suavizó el tono—. No te estoy dejando tirado, Yag, ni se me ocurriría hacer eso. Pero el caso es que ahora mismo no puedo proseguir. —Isaac pensó unos instantes—. Si quieres que acabemos con esto lo antes posible, podrías ayudar… No te largues sin más. Quédate aquí, coño, y ayúdanos a solucionar esto. De ese modo podremos regresar enseguida a tus problemas.

David miraba a Isaac con recelo. Ahora sus ojos decían, ¿Sabes lo que estás haciendo? Viendo aquello, Isaac se envalentonó.

—Puedes dormir aquí, comer aquí… A David le dará igual, ni siquiera vive aquí. Yo soy el único que lo hace. Entonces, cuando sepamos algo, podremos… bueno, podremos buscarte alguna utilidad, si sabes a qué me refiero. Puedes ayudar, Yagharek. Nos serías de muchísima utilidad. Cuanto antes acabemos con esto, antes retomaremos tu programa. ¿Entiendes?


Yagharek se sentía sumiso. Tardó unos instantes antes de hablar, y lo único que logró fue asentir brevemente y decir que sí, que permanecería en el almacén. Estaba claro que no podía pensar en otra cosa que su investigación sobre el vuelo. Isaac estaba exasperado, pero no lo tuvo en cuenta. La escisión, el castigo que había sufrido Yagharek, se había aposentado en su alma como una cadena de plomo. Era totalmente egoísta, pero tenía sus motivos.

David se quedó dormido, exhausto y triste. Aquella noche durmió en su silla, mientras Isaac cuidaba de Lublamai. La comida que le habían dado parecía haber llegado a su destino, y la primera tarea era limpiar las heces.

Hizo un hatillo con la ropa sucia y la metió en una de las calderas del almacén. Pensó en Lin. Esperaba que llegara pronto.

Se dio cuenta de que estaba suspirando.

26

Las cosas se agitaban en la noche.

Por la mañana, en las horas anteriores al alba y después de que se alzara el sol, se encontraron más cuerpos idiotas. Esta vez eran cinco. Dos vagabundos ocultos bajo los puentes de Gran Aduja. Un panadero que volvía a casa tras su trabajo en la Letrina. Un doctor en la Colina Vaudois. Una barquera más allá de la Puerta del Cuervo. Una salpicadura de ataques que desfiguraban la ciudad sin patrón alguno. Norte, este, oeste, sur. No había barrios seguros.

Lin durmió mal. Se había sentido conmovida por la nota de Isaac, al pensar que había cruzado toda la ciudad solo para dejar un trozo de papel en su puerta, pero también sentía preocupación. El párrafo tenía un tono histérico, y la súplica de que acudiera al laboratorio era tan impropia que le asustaba.

No obstante, hubiera acudido de inmediato de no haber regresado tarde a Galantina, demasiado como para viajar. No había estado trabajando, pues la mañana anterior había despertado para encontrar una nota debajo de su puerta.


Inexcusables negocios requieren el aplazamiento de los encuentros hasta nuevo aviso. De ser posible, recibirá instrucciones para reanudar las tareas.

M.


Se metió la escueta nota en el bolsillo y se marchó a Kinken, donde prosiguió con sus melancólicas contemplaciones. Y entonces, con una curiosa sensación de asombro, como si estuviera observando el desarrollo de su propia vida y se sorprendiera ante el giro de los acontecimientos, había marchado hacia el noroeste, abandonando Kinken hacia Vadoculto, donde tomó el tren. Había dejado atrás las dos paradas al norte de la línea Hundida, para ser engullida por las vastas fauces embreadas de la estación de Perdido. Allí, en la confusión y el vapor siseante del enorme vestíbulo de la central, donde las cinco líneas se encontraban como una enorme estrella de hierro y madera, cambió de tren para tomar la línea Verso.

Se produjo una espera de cinco minutos hasta que se llenó la caldera en la caverna central de la estación. Tiempo suficiente para que Lin se mirara incrédula, preguntándose, en nombre de la Asombrosa Madre del Nido, qué estaba haciendo. Y quizá en nombre de otros dioses.

Pero no se respondió, sino que se sentó mientras el tren aguardaba, antes de emprender lentamente su camino y tomar velocidad, hasta que el traqueteo cobró un ritmo regular, siendo escupido por uno de los poros de la estación. Giró al norte, hacia la Espiga, bajo dos juegos de vías elevadas por encima del achaparrado y bárbaro circo de Cadnebar. La prosperidad y majestad del Cuervo (la Galería Sennes, la Casa Fucsia, el Parque de la Gárgola) estaba cuajada de miseria. Lin observó los pináculos humeantes del barrio dando paso al Anillo, vio las amplias calles y casas estucadas de aquella próspera barriada serpentear con cuidado entre los bloques derruidos en los que las ratas se multiplicaban.

El tren pasó por la estación del Anillo y se sumergió en el grueso limo gris del Alquitrán, cruzando el río a escasos cinco metros al norte del Puente Hadrach, hasta que se abrió camino asqueado sobre el ruinoso paisaje de tejados de Ensenada. Dejó el tren en Barro Bajo, en el límite occidental de aquel gueto. No le llevó mucho recorrer las calles putrefactas, dejando atrás edificios grises que rezumaban antinaturales una humedad sudorosa, congéneres que la miraban y saboreaban el aire que desplazaba, porque su perfume de clase alta y sus extrañas ropas la marcaban como una de las que había escapado. No le llevó mucho tiempo dar con el camino hasta la casa de su madre de nido.

No se había acercado demasiado, pues no quería que su sabor se filtrara a través de las ventanas rotas y alertara a su madre y a su hermana de su presencia. En el creciente calor, su aroma era como una insignia para las demás khepri, un olor que no podía quitarse de encima.

El sol se había desplazado y calentaba el aire y las nubes, y allí seguía Lin, algo alejada de su antiguo hogar. No había cambiado. Desde dentro, desde las grietas en las paredes y las puerta, podía oír los pasos, los pisotones orgánicos de los machos khepri.

Nadie salió.

Las viandantes le lanzaban efluvios químicos de disgusto por regresar para agazaparse, para espiar una casa desprevenida, pero las ignoró a todas.

Si entraba y su madre estaba allí, pensó, las dos se enfadarían y se sentirían desdichadas, y discutirían sin sentido, como si los años no hubieran pasado.

Si su hermana estaba allí y le decía que su madre había muerto, y que Lin la había dejado marchar sin una sola palabra de furia o perdón, estaría sola. Su corazón podría estallar.

Si no había señales… si aquellos pasos eran solo los de los machos, que vivían allí como las sabandijas que eran, no como príncipes mimados sin cerebro, sino como bichos que hedían y comían carroña, si su madre y su hermana se habían marchado… entonces Lin estaría allí, aguardando sin sentido en una casa desierta. Su bienvenida al hogar sería ridícula.

Pasó una hora, o más, y volvió la espalda al edificio en ruinas. Con las patas de su cabeza agitándose y la cabeza de escarabajo flexionada por los nervios, la confusión y la soledad, regresó a la estación.

Se había aferrado feroz a su melancolía, deteniéndose en el Cuervo para gastar parte de la enorme paga de Motley en libros y comida exótica. Había entrado en una exclusiva boutique de mujer, provocando las miradas severas de la encargada hasta que Lin enseñó sus guineas y señaló imperiosa dos vestidos. Se había tomado su tiempo mientras le tomaban las medidas, insistiendo en que cada prenda se ajustara a ella con la misma sensualidad que a las mujeres humanas para las que estaban diseñadas.

Había comprado los dos trajes, sin una sola palabra de la encargada, cuya nariz se arrugó al aceptar el dinero de la khepri.

Había recorrido las calles hasta los Campos Salacus vistiendo una de sus adquisiciones, una pieza de exquisito acabado de color azul nube, que oscurecía su piel rojiza. No estaba segura de si se sentía mejor o peor que antes.

Llevó ese mismo vestido a la mañana siguiente, cuando cruzó la ciudad para encontrarse con Isaac.


Aquella mañana, junto a los muelles de Arboleda, el amanecer había sido recibido con un tremendo griterío. Los estibadores vodyanoi habían pasado la noche excavando, dando forma, paleando y limpiando grandes cantidades de agua alterada. Cuando el sol despertó, cientos de ellos se alzaron desde las aguas nauseabundas, cogiendo puñados del río y arrojándolos fuera del Gran Alquitrán.

Habían aplaudido y vitoreado mientras levantaban el último y delgado velo de líquido de la gran trinchera practicada en el río. El espacio tenía una anchura de más de quince metros, una enorme rebanada de aire cortada en el canal que se extendía casi trescientos metros de una orilla a la otra. En ambas riberas, y en algunas zonas en el fondo, habían quedado pequeños pasos de agua para evitar que se formara una presa. En el fondo de la trinchera, a casi quince metros bajo la superficie, el lecho del río estaba atestado de vodyanoi, cuyos gruesos cuerpos se deslizaban los unos sobre los otros en el barro, tanteando con cuidado las distintas superficies verticales y horizontales de agua allá donde el río era interrumpido. En ocasiones, un vodyanoi departía con sus compañeros y saltaba sobre sus cabezas con una poderosa convulsión de sus enormes ancas traseras, atravesaba la muralla de aire y se sumergía en el agua, alejándose con el movimiento de sus pies palmeados en misión desconocida. Otros alisaban rápidamente el agua tras él, volviendo a sellar la obra para asegurar la integridad del bloqueo.

En el centro de la trinchera, tres membrudos vodyanoi conferenciaban sin parar, saltando o arrastrándose para pasar información a los camaradas a su alrededor, regresando después a su discusión. Se trataba de agitados debates. Eran los líderes elegidos por el comité de huelga.

A medida que se alzaba el sol, los vodyanoi en el fondo del río y en las orillas desplegaron sus carteles: «¡SALARIOS JUSTOS YA!, exigían. ¡Si NO HAY AUMENTO, NO HAY RÍO!».

A ambos lados de la grieta fluvial, pequeños botes remaban con cuidado hacia el extremo del agua. Los marineros se inclinaban tanto como podían, valorando la extensión del surco y sacudiendo la cabeza exasperados. Los vodyanoi vitoreaban y aplaudían.

Se había creado el canal un poco al sur del Puente de la Cebada, en el mismo límite de los muelles. Había barcos esperando para entrar, y otros deseando salir. A kilómetro y medio río abajo, en las insalubres aguas entre Malado y la Perrera, los barcos mercantes retenían a los nerviosos gusanos marinos y dejaban que las calderas se enfriaran. En la otra dirección, en los embarcaderos y los pañoles de descarga, en los anchos canales de Arboleda junto a los diques secos, los capitanes de naves llegadas de puntos tan lejanos como Khadoh vigilaban impacientes a los piquetes vodyanoi que atestaban el río, preocupados por su regreso a casa.

Hacia la mitad de la mañana, los estibadores humanos llegaron para comenzar con su tarea de carga y descarga, y descubrieron al instante que su presencia era más o menos superflua. Una vez se terminara de preparar los barcos que seguían anclados en la propia Arboleda, lo que representaría como mucho dos días de trabajo, se quedarían parados.

El pequeño grupo que había negociado con los vodyanoi en huelga llegaba preparado. A las diez de la mañana, unos veinte hombres abandonaron de repente sus puestos, saltaron las verjas que rodeaban los diques y corrieron hacia los muelles donde estaban los piquetes, que los recibieron con una algarabía rayana en la histeria. Los recién llegados desplegaron sus propias pancartas: «¡HUMANOS Y VODYANOI CONTRA LOS PATRONOS!».

Todos se unieron en sus ruidosas soflamas.

A lo largo de las dos horas siguientes, los ánimos se caldearon. Un grupo de humanos dispuso una contramanifestación desde dentro de los muros bajos de los muelles. Gritaban insultos a los vodyanoi, y les llamaban ranas y sapos. Después se enconaron con los humanos en huelga, a los que acusaron de traidores a la raza. Les advertían que los vodyanoi arruinarían a las autoridades portuarias, haciendo que los salarios humanos se desplomaran. Uno o dos de ellos llevaban panfletos de las Tres Plumas.

Entre ellos y los igualmente estridentes huelguistas humanos se encontraba una gran masa de estibadores confusos, vacilantes, que iban de un lado a otro, maldiciendo enfadados. Oían las consignas gritadas desde ambos bandos.

Su número no dejaba de crecer.

En ambas orillas del río, en la propia Arboleda y en el banco sur de la Muralla Siríaca, las multitudes se congregaban para observar la confrontación. Unos pocos hombres y mujeres corrían entre ellos, moviéndose demasiado rápido como para identificarlos, entregando panfletos con el logotipo del Renegado Rampante en la parte superior. Exigían, en un texto de tipografía apretada, que los estibadores humanos se unieran a los vodyanoi, pues era el único modo en que se lograría que se aceptaran sus exigencias. Se pudo ver aquellos papeles circulando entre los humanos, entregados por personas invisibles.

A medida que avanzaba el día y el aire se calentaba, cada vez más trabajadores saltaban el muro para unirse a la protesta junto a los vodyanoi. La contramanifestación también crecía, en ocasiones a toda prisa; pero, al pasar las horas, fueron los huelguistas los que más claramente aumentaron su tamaño.

En el aire flotaba una tensa incertidumbre. La multitud se expresaba cada vez más, gritando a ambos bandos para que hicieran algo. Circuló el rumor de que el director de la autoridad portuaria iba a acudir para negociar; otros aseguraban que era el propio Rudgutter quien se encargaría de ello.

Durante todo el tiempo, los vodyanoi del cañón de aire tallado en el río se encargaban de achicar los derrames. Algún pez ocasional atravesaba los límites verticales de agua y caía al suelo sacudiéndose; otras, era algún escombro medio hundido el que flotaba lentamente hasta la sima. Los vodyanoi lo devolvían todo. Trabajaban por turnos, nadando por el agua para reformar la zona superior de las murallas hídricas. Desde allí, entre el metal arruinado y el limo grueso que era el lecho del Gran Alquitrán, alentaban a los huelguistas humanos.

A las tres y media, con el sol ardiendo entre las nubes ineficaces, se vio acercarse a los muelles a dos naves aéreas desde el norte y desde el sur.

Se produjo una gran excitación entre la multitud, y las noticias se extendieron rápidamente entre los reunidos: llegaba el alcalde. Entonces se divisó una tercera y una cuarta nave, que cruzaban ineludibles la ciudad hacia Arboleda.

La sombra de la inquietud recorrió las orillas del río.

Parte de la multitud se dispersó rápidamente. Los huelguistas redoblaron sus proclamas.

A las cuatro menos cinco, las naves flotaban sobre los muelles formando una equis, como una amenazadora muestra de censura. A un kilómetro y medio al este, otro dirigible solitario colgaba sobre la Perrera, al otro lado del pesado meandro del río. Los vodyanoi, los humanos y las multitudes reunidas se cubrieron los ojos con la mano y contemplaron las formas impasibles, sus cuerpos de bala como calamares predadores.

Las naves aéreas comenzaron a descender. Se deslizaban con cierta velocidad, haciendo discernibles de repente los detalles de su diseño, la sensación masiva de sus cuerpos inflados.

Justo antes de las cuatro en punto, extrañas formas orgánicas flotaron desde detrás de los tejados circundantes y emergieron de puertas deslizantes en lo alto de las torres de la milicia de Arboleda y Siriac, que carecían de conexión por tren elevado.

Aquellos objetos sin peso se bamboleaban con la brisa y comenzaban a vagar, casi al azar, hacia los muelles. El cielo se llenó de repente de aquellas cosas. Eran grandes, de cuerpo blando, una masa de tejido hinchado y retorcido cubierto de intrincados pliegues y curvas de pellejo, cráteres y extraños orificios supurantes. El saco central tenía unos tres metros de diámetro. Cada una de las criaturas disponía de un jinete humano, visible en los arneses suturados a la masa corpulenta. Bajo estos cuerpos había una espesura de tentáculos colgantes, jirones de carne ulcerada que descendían casi quince metros hacia el suelo.

La carne rosada y púrpura de las criaturas latía con regularidad, como si se tratara de corazones palpitantes.

Aquellos seres extraordinarios descendían sobre los congregados. Hubo diez segundos en los que aquellos que los contemplaban estuvieron demasiado espantados para hablar, o para creer en lo que veían. Entonces comenzaron los gritos: «¡Esferas de guerra!».


Cuando cundió el pánico, algún reloj cercano marcó la hora y varias cosas sucedieron al mismo tiempo.

A través de la multitud congregada, en la manifestación contra la huelga e incluso aquí y allá entre los propios huelguistas, grupos de hombres (y algunas mujeres) buscaron rápidamente detrás de su cabeza y, con un violento y rápido movimiento, se cubrieron la cara con capuchas oscuras. No disponían de ojos visibles, ni de orificios para la boca; eran totalmente opacas.

Del vientre de cada una de las naves aéreas, a una distancia absurda por su cercanía, surgieron racimos de cuerdas que se agitaron y latiguearon al caer hasta el pavimento. Contenían a los piquetes, los manifestantes y la turba circundante con cuatro pilares de cuerda suspendida, dos a cada lado del río. Unas figuras oscuras se deslizaron por ellas con habilidad, a velocidad cegadora, hasta llegar abajo como un constante goteo. Tenían el aspecto de coágulos grumosos rezumando desde las entrañas de las naves destripadas.

De la multitud llegaron gemidos que se fracturaban en terror. La cohesión orgánica se rompió. La gente huía en todas direcciones, aplastaba a los caídos, recogía a los niños y a los amantes y tropezaba con los adoquines y las piedras rotas. Trataban de dispersarse por las calles laterales, que se extendían desde la orilla como una red de grietas. Pero corrían en dirección a las esferas de guerra, que flotaban aguardando en la ruta de las callejuelas.

La milicia uniformada convergió de repente sobre el piquete desde todas las avenidas. Se produjeron más gritos aterrados cuando aparecieron oficiales montados sobre los monstruosos y bípedos shunn, con los garfios extendidos y sus toscas cabezas sin ojos que se balanceaban para sentir su camino mediante ecos.

El aire se inundó con los repentinos gritos ahogados de dolor. La turbas tambaleantes se encontraban al doblar las esquinas con los tentáculos de las criaturas flotantes, y aullaban cuando el agente nervioso que impregnaba aquellos zarcillos se filtraba por sus ropas y su piel expuesta. Se producían unas agónicas respiraciones entrecortadas, seguidas por la insensibilidad y la parálisis.

Los pilotos de las esferas de guerra manipulaban los nódulos y las sinapsis subcutáneas que controlaban los movimientos de las criaturas, que flotaban con una velocidad engañosa sobre los tejados de las casuchas y los almacenes de la ribera, y derramaban los venenosos apéndices por los canales entre los edificios. Tras ellos quedaba un rastro de cuerpos espasmódicos, con los ojos vidriosos y la boca soltando espumarajos por el dolor sordo. Aquí y allá, algunos de los presentes entre la multitud (los viejos, los frágiles, los alérgicos y los desafortunados) reaccionaban a los aguijonazos con brutal violencia biológica y sus corazones se detenían.

Los trajes oscuros de la milicia estaban tejidos con fibras de piel de aquellos monstruos flotantes. Los tentáculos no podían penetrarlos.

Las filas de la milicia cargaron contra los espacios abiertos donde se congregaban los piquetes. Hombres y vodyanoi blandían las pancartas como garrotes improvisados. Dentro de la desordenada masa se producían salvajes escaramuzas, ya que los agentes de la milicia golpeaban con porras puntiagudas y látigos recubiertos del veneno de las esferas de guerra. A seis metros de la línea de confusos e iracundos manifestantes, la primera oleada de la milicia uniformada se arrodilló y alzó sus escudos de espejo. Desde detrás de ellos llegó el farfullo ininteligible de un shunn, y después los rápidos arcos de humo cuando sus compañeros arrojaron granadas de gas contra la manifestación. Los soldados se movían inexorables en aquella nube, respirando a través de sus máscaras con filtro.

Un grupo de oficiales se separó de la cuña principal y bajó al río arrojando un tubo siseante tras otro de gas ondulante contra el dique de los vodyanoi. El espacio se llenó con el croar y los chillidos de los pulmones y la piel ardiendo. Las murallas cuidadosamente elaboradas comenzaron a derramarse y rezumar a medida que los huelguistas se arrojaban al río para escapar de las horripilantes emanaciones.

Tres soldados echaron rodilla a tierra en el borde mismo del río. Estaban rodeados por un grupo de compañeros como protección. A toda prisa, sacaron los mosquetes de precisión que portaban a la espalda. Cada agente disponía de dos, cargados y preparados con pólvora; dejaron uno a su lado. Moviéndose sin detenerse un instante, observaron la miasma de humo gris. Un oficial con las peculiares charreteras plateadas de un capitán taumaturgo se situó a su lado, murmurando de forma rápida e inaudible con voz apagada. Tocó las sienes de cada tirador y apartó las manos.

Tras sus máscaras, la visión de los hombres se aguó, se aclaró, y de repente se percibieron registros de luz y radiación que hacían el humo virtualmente invisible.

Todos conocían a la perfección la forma corporal y el patrón de movimiento de sus objetivos. Los tiradores apuntaron rápidamente a través de la nube de humo y vieron a sus presas, conferenciando, con la boca y la nariz cubiertas por paños húmedos. Se produjo un rápido chasquido, el de tres disparos casi simultáneos.

Dos de los vodyanoi cayeron. El tercero miró a su alrededor aterrado, mas no veía otra cosa que las volutas del violento gas. Corrió hacia el agua que lo rodeaba, tomó un puñado y comenzó a canturrearle, moviendo las manos rápidamente con pases esotéricos. Uno de los tiradores en la orilla arrojó su rifle rápidamente y tomó su segunda arma. El objetivo era un chamán, comprendió, y si le daban tiempo podría invocar a una ondina, lo que complicaría enormemente las cosas. El oficial alzó el arma hasta su hombro, apuntó y disparó con un rápido movimiento. El martillo, con su fragmento de yesca, se deslizó por el borde serrado de la cobertura del pedernal, lo golpeó y provocó una chispa.

La bala salió expelida entre una bocanada de gas, proyectada como una intrincada guirnalda y fue a enterrarse en el cuello de su objetivo. El tercer miembro del comité huelguista vodyanoi cayó retorciéndose al fango y un chorro de agua saltó sobre él. Su sangre formó un charco sobre el lodo.

Los muros de agua alterada de la trinchera comenzaban a fracturarse y colapsarse. Sangraban y se combaban, mientras el agua se filtraba y diluía sobre el lecho del río, sacudiendo los pies de los pocos huelguistas restantes, retorciéndose como el gas sobre ella, hasta que, con una sacudida, el Gran Alquitrán volvió a unirse y sanó la falla que lo había paralizado y sus corrientes volvieron a fundirse. El agua contaminada enterró la sangre, los panfletos políticos y los cadáveres.


Mientras la milicia sofocaba la huelga en Arboleda, los cables descendían del quinto dirigible, como había sucedido con sus compañeros.

Las multitudes de la Perrera gritaban, pasando las noticias y las descripciones de la pelea. Los fugados del piquete se arracimaban en las callejuelas destartaladas. Bandas de jóvenes corrían de un lado a otro en enérgica confusión.

Los comerciantes de la calle del Lomo Plateado gritaban y señalaban al dirigible, que desenrollaba sus aparejos hacia tierra. Las advertencias eran sofocadas por el repentino estruendo de las bocinas en el aire, que cada dirigible iba haciendo sonar por turno. Un pelotón de la milicia descendió del aire cálido hacia las calles de la Perrera.

Se deslizaban bajo la silueta de los tejados, repicando con sus pesadas botas el hormigón del patio en el que habían aterrizado. Parecían más constructos que humanos, embutidos en una extraña y retorcida armadura. Los pocos trabajadores y los indigentes en el callejón sin salida los contemplaban boquiabiertos, hasta que uno de los soldados se giró levemente, levantó un enorme mosquetón y barrió con él un arco amenazador. Ante aquel gesto, los presentes echaron cuerpo a tierra o se giraron y huyeron.

Los soldados descendieron en tropel por una escalera rezumante hasta el matadero subterráneo, echó abajo la puerta y disparó en aquella atmósfera sangrienta. Los carniceros y matarifes se volvieron atónitos hacia el umbral. Uno se desplomó, gorgoteando agónico con una bala perforando su pulmón. Su delantal sanguinolento volvió a empaparse, esta vez desde el interior. Los demás trabajadores escaparon, resbalando con los cartílagos y las vísceras.

La milicia tiró de las colgadas y rezumantes carcasas de cabra y cerdo, bregando con la cinta suspendida de garfios hasta que la arrancaron del techo empapado. Cargaban en oleadas hacia la parte trasera de la oscura cámara y bajaron corriendo por unas escaleras hasta llegar al pequeño desembarco. Por lo que sirvió para frenarlos, la puerta cerrada de Benjamin Flex podría haber sido de papel.

Una vez dentro, las tropas se situaron a ambos lados del armario, dejando a un hombre que soltó la enorme maza que portaba a la espalda. La descargó sobre la vieja madera y, de tres poderosos golpes, descubrió la abertura en la pared, de la que llegaba el zumbido de un motor de vapor y la luz de una lámpara de aceite.

Dos de los oficiales desaparecieron en la sala secreta. Se produjo un grito apagado y el sonido de repetidos golpes martilleantes. Benjamin Flex apareció volando a través del agujero con el cuerpo deshecho y su sangre salpicó las sucias paredes en patrones radiales. Aterrizó sobre la cabeza y lanzó un aullido; trató de escapar arrastrándose, gritando incoherente. Otro oficial lo apresó, lo levantó de la camisa con una fuerza aumentada por el vapor y lo arrojó contra la pared.

Ben farfulló y trató de escupir, observando la impávida carátula azul, las intrincadas gafas ahumadas, la máscara de gas y el casco con pinchos, como el rostro de un insecto demoníaco.

La voz que emergió del altavoz siseante era monótona, pero clara.

—Benjamin Flex, le ruego me dé su consentimiento verbal o escrito para acompañarme a mí y a otros oficiales de la milicia de Nueva Crobuzon a un lugar de nuestra elección, con el propósito de realizar una entrevista y obtener información. —El soldado aplastó a Ben contra la pared con rudeza, y este perdió el aliento con un ladrido ininteligible—. Tomo constancia de su consentimiento en presencia de dos testigos —respondió el oficial—. ¿Bien?

Dos de los soldados tras el oficial asintieron al unísono.

—Bien.

El oficial golpeó a Ben con un fuerte revés que lo aturdió e hizo estallar sus labios. Su mirada vaciló atontada mientras se abría una nueva hemorragia. El enorme hombre blindado cargó a Ben sobre su hombro y abandonó con estrépito el lugar.

Los condestables que habían entrado en la pequeña imprenta esperaron a que el resto del pelotón siguiera a su oficial de vuelta al pasillo. Después, con perfecta coordinación, cada uno extrajo un gran bote de hierro de sus bolsillos y apretó el activador que ponía en marcha una violenta reacción química. Arrojaron los cilindros al diminuto espacio en el que el constructo aún seguía dando vueltas a la manivela de la imprenta, en un infinito circuito sin mente.

Los soldados corrieron como atronadores rinocerontes bípedos por el pasillo, detrás de su oficial. El ácido y el polvo de las bombas se mezcló y chispeó, se encendió violentamente, estalló con la pólvora empaquetada. Se produjeron dos repentinas detonaciones que hicieron temblar las paredes húmedas del edificio.

El pasillo se sacudió con el impacto e innumerables trozos de papel prendido salieron escupidos por el umbral, mezclados con tinta caliente y pedazos de tubo. Fragmentos de metal y cristal estallaron desde la claraboya en una cascada industrial. Como confeti ígneo, retazos de editoriales y denuncias salpicaron todas las calles circundantes. «NOSOTROS DECIMOS», rezaba uno. ¡TRAICIÓN!, proclamaba otro. Aquí y allá, se podía ver la cabecera, Renegado Rampante. Un pequeño trozo de papel desgarrado y ardiente flotaba como una advertencia:

«Corred…».


Uno tras otro, los soldados se amarraron a las cuerdas con un mosquetón en su cinturón. Después activaron las palancas embebidas en sus mochilas integrales y pusieron en marcha un poderoso motor oculto que los arrancó de las calles y los lanzó al aire. El cabrestante giraba y los potentes engranajes encajaban los unos con los otros, transportando a las oscuras y voluminosas figuras hacia el vientre de las naves aéreas. El oficial que portaba a Ben lo sujetaba con firmeza, y la polea no parecía resentirse por el peso de un hombre adicional.

Mientras un fuego intermitente ardía en los restos del matadero, algo cayó desde el tejado, donde se había sujetado a un canalón roto. Se precipitó al vacío y se desplomó con un crujido sobre el suelo manchado. Era la cabeza del constructo de Ben, con el brazo derecho aún adosado.

Aquel apéndice se agitaba con violencia, tratando de girar una manivela que ya no estaba allí. La cabeza rotaba como un cráneo encerrado en peltre. Su boca de metal se retorció y, por unos grotescos segundos, mostró una desagradable parodia de movimiento y se arrastró sobre el suelo irregular abriendo y cerrando la mandíbula.

En menos de medio minuto, el último vestigio de energía desapareció. Sus ojos de cristal vibraron hasta detenerse. Se quedó quieto.

Una sombra pasó sobre aquel ser muerto mientras la nave aérea, ahita con sus tropas, se alejaba lentamente de la Perrera, pasando sobre las últimas sórdidas y brutales batallas en los muelles, sobre el Parlamento y sobre la enormidad de la ciudad, hacia la estación de la calle Perdido y las salas de interrogatorios de la Espiga.


Al principio me sentí enfermo por estar a su alrededor, alrededor de todos aquellos hombres, de sus rápidas, pesadas, apestosas respiraciones, de su ansiedad rezumó a través de su piel como el vinagre. Quería volver a sentir el frío, la oscuridad bajo las vías del tren, donde formas de vida más duras luchan, combaten y mueren o son devoradas. Hay un cierto bienestar en esa brutal simplicidad.

Pero esta no es mi tierra y no puedo elegir. He tratado de contenerme. He bregado con la alienígena jurisprudencia de esta ciudad, con todas sus divisiones y sus verjas, con líneas que separan esto de lo otro y lo tuyo de lo mío. Me he amoldado a ello. He buscado la comodidad y la protección poseyéndome, siendo mi única, aislada y privada propiedad por primera vez. Pero he descubierto con repentina violencia que soy víctima de un fraude colosal.

He sido engañado. Cuando la crisis estalla no puedo ser exclusivamente mío, como no podía serlo en el verano constante del Cymek (donde «mi arena» o «tu agua» eran cosas tan absurdas que podían matara quien las pronunciara). El espléndido aislamiento que he buscado se derrumba. Necesito a Grimnebulin, Grimnebulin necesita a sus amigos, sus amigos necesitan socorro de todos nosotros. Es una sencilla matemática que cancela las condiciones comunes y que me descubre que yo también necesito auxilio. Debo ofrecerme a los demás para salvarme.

Me tambaleo. No debo caer.


Una vez fui una criatura del aire, y él me recuerda. Cuando escalo a las alturas de la ciudad y me presto al viento, me acaricia con corrientes y vectores de mi pasado. Puedo oler y ver el paso de predadores y presas en la marea de esta atmósfera.

Soy como un buceador que ha perdido su traje, que aún puede mirar a través del fondo de cristal de su barco y observar a las criaturas de las tinieblas superiores e inferiores, que puede trazar su paso y sentir el tirón de las mareas, aunque sea distorsionado y distante, velado y medio oculto.

Sé que en el cielo ocurre algo.

Puedo verlas perturbadas bandadas de pájaros, que se alejan temerosos de las ráfagas de viento al azar. Puedo verlo en el paso aterrado de los dracos, que parecen mirar hacia atrás mientras vuelan.

El aire se calma con el verano, cobra peso con el calor, y ahora con estos recién llegados, estos intrusos a los que no puedo ver. El aire está cargado de amenaza. Mi curiosidad aumenta. Mi instinto cazador se agita.

Pero estoy varado en tierra.

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