SEGUNDA PARTE

I

—Todo el mundo dice que este octubre es muy frío, y por mi parte no recuerdo ninguno tan frío como éste. Y la lluvia también, nunca cae bastante agua para llenar el depósito o algún cacharro, pero sí la suficiente para mojarla a una y hacerle sentir más el frío. ¿No es cierto?

Shirl asintió, apenas escuchando las palabras, pero consciente, por el cambio de entonación de la voz de la mujer, de que acababa de formularle una pregunta. La cola se movió hacia adelante y Shirl arrastró los pies unos cuantos pasos detrás de la mujer que había estado hablando: un informe rebujo de ropas de abrigo cubierto con un viejo impermeable de plástico con una cuerda atada alrededor de la cintura, de modo que la mujer parecía un saco apelmazado. Y no es que yo tenga mucho mejor aspecto, pensó Shirl, empujando hacia adelante el trozo de manta con el que se cubría la cabeza para protegerla de la persistente llovizna. Faltaba poco ya, sólo había unas cuantas docenas de personas delante, pero había pasado en la cola mucho más tiempo del que había supuesto; empezaba a oscurecer. Una luz se encendió sobre el camión cisterna, haciendo brillar sus negros costados e iluminando la cortina de lluvia que caía lentamente. La cola volvió a avanzar, y la mujer que precedía a Shirl se movió hacia adelante tirando de la mano de un niño, un pequeño bulto tan abrigado y tan desprovisto de forma como su madre, con el rostro tapado con una especie de chal, que no cesaba de gimotear.

—Cállate de una vez —dijo la mujer. Se volvió hacia Shirl, un rostro abotargado y enrojecido en torno a la oscura abertura de una boca casi desdentada—. Está llorando porque ha ido a la consulta del médico, cree que está enfermo, pero sólo es el kwash. —Alzó la hinchada mano del niño—. Cuando se hinchan así y les salen las manchas negras en las rodillas, no falla. Tuve que hacer cola dos semanas en la clínica Bellevue para ver a un médico que me dijo lo que ya sabía. Pero es la única manera de conseguir que le firmen a una el volante para una ración suplementaria de manteca de cacao. A mi viejo le gusta mucho. Usted vive en mi manzana, ¿no es cierto? Creo que la he visto allí…

—En la Calle Veintiséis —dijo Shirl, desenroscando el tapón de la lata y guardándolo en el bolsillo de su abrigo. Sintió un escalofrío, y se convenció de que estaba pillando un resfriado.

—Eso es, sabía que era usted. Cuando termine de llenar su lata podemos regresar juntas. Se está haciendo muy tarde, y hay un montón de granujas dispuestos a robarle a una el agua para venderla. La señora Ramírez, de mi edificio, tiene muy mal carácter, pero no es mala persona, ¿sabe? Su familia vive allí desde la Segunda Guerra Mundial… Pues bien, le pusieron un ojo a la funerala y tan hinchado que no puede ver nada con él, y además le hicieron saltar dos dientes. Un gamberro la golpeó con una porra y le robó el agua.

—Sí, iré con usted, es una buena idea —dijo Shirl, sintiéndose repentinamente muy sola.

—Cartillas —dijo el patrullero, y Shirl le entregó las tres cartillas de la Beneficencia; la de Andy, la de Sol y la suya. El patrullero las examinó acercándolas a la luz y luego se las devolvió—. Seis litros —le gritó al hombre de la válvula.

—No ha echado bien la cuenta —protestó Shirl.

—La ración ha sido reducida, señora. Vamos, muévase, hay mucha gente esperando.

Shirl sostuvo en alto la lata y el hombre de la válvula introdujo en ella el extremo de una larga manguera y abrió el grifo para volver a cerrarlo casi inmediatamente.

—El siguiente —gritó.

La lata gorgoteaba cuando Shirl echó a andar, y era trágicamente ligera. La mujer la estaba esperando con el niño cogido de una mano y sosteniendo en la otra una lata de petróleo de veinte litros que parecía casi llena. Su familia debía ser muy numerosa.

—Vamos —dijo la mujer, arrastrando al niño, que no había cesado de gimotear.

Cuando salían de la Doceava Avenida, paralela a la vía férrea, la lluvia arreció, haciendo más intensa la oscuridad. Aquí, los edificios eran en su mayoría antiguos almacenes y fábricas de sólidas paredes que protegían a los inquilinos ocultos en su interior. Las aceras estaban mojadas y vacías. El farol más próximo se encontraba a una manzana de distancia.

—Mi marido me echará una bronca por llegar a casa tan tarde —dijo la mujer mientras doblaban la esquina.

Dos figuras bloquearon la acera delante de ellas.

—Queremos el agua —dijo la más próxima, y la lejana luz se reflejó en el cuchillo que empuñaba.

—¡No, por favor, no! —suplicó la mujer, ocultando la lata detrás de su cuerpo.

Shirl, por su parte, se aplastó contra la pared y vio, cuando los asaltantes se adelantaron, que eran muy jóvenes, entre los quince y los diecisiete años. Pero tenían un cuchillo.

—¡El agua! —exigió el primero, amenazando a la mujer con la navaja.

—¡Tómala! —gritó la mujer, balanceando la lata como un peso en el extremo de su brazo. Antes de que el muchacho pudiera esquivarla, la lata le alcanzó de lleno en un lado de la cabeza, derribándole al suelo, aullando. La navaja voló de sus dedos—. ¿Tú también quieres un poco? —añadió la mujer, avanzando hacia el otro muchacho, que estaba desarmado.

—No, yo no quiero jaleos —tartamudeó este, retrocediendo. Cuando la mujer se inclinó a recoger el cuchillo caído, el muchacho logró levantar a su compañero del suelo y se lo llevó medio a rastras doblando la esquina. Todo había sucedido con increíble rapidez, y durante aquellos segundos Shirl no había despegado su espalda de la pared, temblando de miedo.

—De vez en cuando reciben una sorpresa —galleó la mujer, levantando el cuchillo en alto para admirarlo—. Yo puedo usar esto mejor que ellos. No son más que unos chiquillos, pero si una se acoquina pueden resultar peligrosos.

Parecía excitada y feliz. Ni por un momento había soltado la mano del chiquillo, cuyos gimoteos se habían hecho más ruidosos.

No tuvieron más tropiezos, y la mujer acompañó a Shirl hasta la misma puerta de su edificio.

—Muchísimas gracias —dijo Shirl—. No sé lo que habría hecho…

—No tiene importancia —cloqueó la mujer, resplandeciendo literalmente de satisfacción—. ¡Ya ha visto lo que he hecho con él… y quien tiene ahora el cuchillo! —y la mujer se alejó, muy erguida, con la pesada lata en una mano y el niño en la otra. Shirl entró en el portal.

—¿Dónde has estado? —preguntó Andy cuando Shirl entró en el cuarto—. Estaba empezando a preguntarme qué te había ocurrido.

Hacia calor en la habitación, con un leve olor a humo de pescado, y Andy y Sol estaban sentados a la mesa con un vaso en la mano.

—La cola del agua tenía más de una manzana de longitud —dijo Shirl—. Sólo me han dado seis litros, han vuelto a rebajar la ración.

Al ver el ceño enfurruñado de Andy decidió no hablarle de lo que había sucedido en el camino de regreso. Se enfurecería aún más, y Shirl no quería estropear aquella cena.

—Eso es realmente maravilloso —dijo Andy en tono sarcástico—. La ración era ya demasiado pequeña… de modo que ahora la han rebajado todavía más. Será mejor que te quites esas ropas mojadas, Shirl, y Sol te servirá un Gibson. Su vermouth casero ha madurado y yo he comprado un poco de vodka.

—Bebe —dijo Sol, tendiéndole el vaso helado—. He preparado una sopa con ese nuevo invento del ener-G, es de la única manera que puede comerse, y debe estar casi a punto. Eso será el primer plato, antes de… —terminó la frase haciendo un gesto con la cabeza en dirección al refrigerador.

—¿Qué pasa? —preguntó Andy—. ¿Un secreto?

—Ningún secreto —dijo Shirl, abriendo el refrigerador—; una simple sorpresa. He comprado eso en el mercado, esta mañana, una para cada uno de nosotros—. Sacó un plato con tres pequeñas empanadas de harina de soja y de lentejas—. Son las nuevas, las que anuncian en la televisión, con sabor a carne ahumada.

—Te habrán costado una fortuna —dijo Andy—. Ya me veo sin comida durante el resto del mes.

—No son tan caras como supones. De cualquier modo, las he comprado con dinero mío, y no del presupuesto.

—Eso no cambia las cosas, el dinero es dinero. Probablemente podríamos vivir una semana con lo que ha costado eso.

—La sopa está a punto —dijo Sol, colocando los platos sobre la mesa.

Shirl tenía un nudo en la garganta y no pudo decir nada; se sentó, contempló su plato y trató de no llorar.

—Lo siento —dijo Andy—. Pero ya sabes cómo están subiendo los precios… no podemos permitirnos ningún lujo. Ahora ha subido el impuesto de utilidades hasta el ochenta por ciento, debido al aumento del presupuesto de la Beneficencia, de manera que este invierno va a ser muy duro. No creas que no lo aprecio…

—Si lo aprecias, ¿por qué no te callas de una vez y te comes la sopa? —dijo Sol.

—No te metas en esto, Sol —dijo Andy.

—Dejaré de meterme cuando tú dejes de provocar discusiones en mi cuarto. Tengamos la fiesta en paz y no estropeemos una cena tan agradable como esta.

Andy abrió la boca para replicar, pero cambió de idea. Alargó el brazo y cogió la mano de Shirl.

—Será una buena cena —dijo—. Vamos a disfrutarla.

—No tan buena —dijo Sol, frunciendo los labios sobre una cucharada de sopa—. Ya verás cuando pruebes esto. Pero las empanadas nos quitarán el mal sabor de la boca.

Se produjo un breve silencio mientras comían la sopa, hasta que Sol empezó una de sus historias del Ejército acerca de Nueva Orleans, y era tan imposible que tuvieron que reírse, y a partir de aquel momento las cosas marcharon mucho mejor. Sol repartió el resto de los Gibsons mientras Shirl servía las empanadas.

—Si estuviera bastante borracho, esto casi me sabría a carne —anunció Sol, masticando alegremente.

—Son buenas —dijo Shirl, y Andy asintió.

Shirl terminó rápidamente con su empanada, rebañó el plato con un trozo de galleta y apuró el contenido de su vaso. Lo ocurrido en el camino de regreso a casa con el agua parecía ya muy lejano. ¿Qué era lo que la mujer había dicho que tenía su hijo?

—¿Sabes lo que significa la palabra kwash? —preguntó.

Andy se encogió de hombros.

—Algún tipo de enfermedad, es lo único que sé. ¿Por qué lo preguntas?

—Había una mujer delante de mi en la cola del agua. Y llevaba de la mano a un niño que padecía esa clase de enfermedad, ese kwash. Pensé que no tenía que haberle sacado a la calle lloviendo como llovía. Y me he estado preguntando si sería algo contagioso.

—Puedes dormir tranquila —intervino Sol—. «Kwash» es una contracción de «kwashiorkor». Si en interés de la buena salud contemplaras los programas médicos como hago yo, o abrieras un libro, sabrías que no existe ningún peligro de contagio, ya que se trata de una enfermedad carencial como el beriberi.

—Es la primera vez que oigo ese nombre —confesó Shirl.

—Ahora es poco corriente, pero en cambio abunda el kwash. Es causado por una dieta muy pobre en proteínas. Antes sólo la padecían en Africa, pero ahora se ha extendido por todos los Estados Unidos. Parece increíble, pero no hay carne, las legumbres son demasiado caras, de modo que las madres crían a sus hijos a base de galletas y otros productos baratos, que carecen de proteínas…

La bombilla parpadeó y luego se apagó. Sol cruzó la habitación a tientas y encontró un interruptor entre el laberinto de cables encima del refrigerador. Se encendió una pequeña bombilla, conectada a sus baterías.

—Necesitan una carga —dijo—, pero puede esperar hasta mañana. No hay que hacer ejercicio después de comer, es malo para la circulación y la digestión.

—Me alegro mucho de que esté aquí, doctor —dijo Andy—. Necesito consejo médico. Verá, me ocurre lo siguiente: todo lo que como va a parar a mi estómago…

—Muy gracioso, señor Juicioso. Shirl, no comprendo cómo puedes soportar a este bromista.

Todos se sintieron mucho mejor después de la cena, y conversaron un buen rato, hasta que Sol anunció que iba a apagar la luz para ahorrar el jugo de las baterías. Los pequeños ladrillos de carbón de mar se habían convertido en cenizas y el cuarto se estaba enfriando. Se dieron las buenas noches y Andy se adelantó a Shirl para coger su linterna; su habitación estaba más fría aún que la otra.

—Voy a acostarme —dijo Shirl—. No estoy realmente cansada, pero es la única manera de no pasar frío.

Andy pulsó inútilmente el interruptor de la luz.

—La corriente está cortada y tengo que hacer varias cosas. ¿Qué pasa? Hace una semana que no tenemos electricidad por la noche.

—Deja que me meta en la cama y te haré luz con la linterna. ¿Te parece bien?

—Desde luego.

Andy abrió su cuaderno de notas encima del tocador, colocó uno de los formularios lavables junto al cuaderno y empezó a copiar datos. Con la mano izquierda apretaba lenta y regularmente la palanca de la linterna a fin de producir una iluminación constante. La ciudad estaba silenciosa esta noche con la gente ahuyentada de las calles por el frío y la lluvia; el zumbido del diminuto generador y el ocasional rasgueo de la estilográfica sobre el plástico resultaban anormalmente ruidosos. La linterna proyectaba una claridad suficiente para que Shirl pudiera desvestirse. Un escalofrío recorrió su cuerpo al quedarse desnuda y se puso rápidamente su pijama de invierno, un par de calcetines muy zurcidos que utilizaba para dormir, y finalmente un grueso jersey. Las sábanas estaban frías y húmedas, no habían sido cambiadas desde que empezó a escasear el agua, aunque Shirl procuraba airearlas tan a menudo como podía.

—¿Qué estás escribiendo? —preguntó.

—Todos los datos que tengo sobre Billy Chung, todavía siguen apremiándome para que le encuentre: es la cosa más absurda del mundo. —Soltó la estilográfica y empezó a pasear furiosamente de un lado a otro, con la linterna en la mano proyectando sombras retorcidas a través del techo—. Desde que O'Brien fue asesinado, se han producido dos docenas de asesinatos en nuestro distrito. Detuvimos a un asesino mientras su esposa estaba aún en plena agonía… pero todos los otros asesinatos han sido olvidados casi el mismo día en que se produjeron. ¿Por qué ha de ser tan importante el caso de Big Mike? Nadie parece saberlo… pero siguen reclamando informes. Y se supone que al terminar mi servicio normal debo buscar al muchacho. Esta noche tendría que estar en la calle, corriendo detrás de otra falsa confidencia, pero no voy a hacerlo, aunque signifique tener que exponerme mañana a las iras de Grassy. ¿ Sabes cuántas horas he dormido últimamente?

—Lo sé —murmuró Shirl.

—Un par de horas por noche… en el mejor de los casos. Bueno, esta noche voy a aprovecharme. Tengo que entrar de servicio a las siete de la mañana, ya que está anunciada otra manifestación de protesta en la Plaza de la Unión, de modo que ni siquiera esta noche podré hartarme de dormir… —Dejó de pasear y le entregó la linterna a Shirl; la luz casi se apagó, pero volvió a brillar con toda su intensidad cuando Shirl empezó a apretar la palanca—. Yo estoy haciendo todo el ruido… pero tú eres realmente la única que debería quejarse, Shirl. Vivías mucho mejor antes de conocerme.

—Este otoño es malo para todo el mundo, nunca había visto nada igual. Primero el agua, ahora la escasez de combustible, no lo entiendo…

—No me refería a eso, Shirl… ¿Quieres iluminar este cajón? —Andy sacó una lata de aceite y su estuche de limpieza, esparciendo el contenido sobre un trapo en el suelo junto a la cama—. Es acerca de ti y de mí personalmente. Aquí no puedes disfrutar de las comodidades a las que estabas acostumbrada.

Shirl evitó mencionar su vida en común con Mike tan cuidadosamente como lo hacia Andy. Era algo de lo que nunca hablaban.

—Mi padre vive en una vecindad como esta —dijo—. Las cosas no son tan diferentes.

—No estoy hablando de eso —Andy se sentó en cuclillas, abrió su revólver y pasó el cepillo a través del cañón una y otra vez—. Cuando te marchaste de tu casa las cosas fueron mucho mejores para ti, lo sé. Eres bonita, mucho más que bonita, y pudiste escoger entre muchos hombres que seguramente bebían los vientos por ti.

Andy hablaba con lentitud, aparentemente concentrado en su tarea.

—Estoy aquí porque deseo estar aquí —dijo Shirl, expresando con palabras lo que Andy no había sido capaz de decir—. El ser atractiva hace las cosas más fáciles para una chica, lo sé, pero no lo resuelve todo. Quiero… no lo sé con exactitud… ser feliz, supongo. Tú me ayudaste cuando realmente necesitaba ayuda, y contigo lo pasé mejor de lo que lo había pasado en toda mi vida. Nunca te lo había dicho, pero estaba deseando que me pidieras que viniera aquí, por lo bien que lo habíamos pasado.

—¿Es ése el único motivo?

Nunca habían hablado de esto desde la noche que Andy le había pedido que viniera aquí, y ahora él deseaba saberlo todo acerca de los sentimientos de Shirl, sin revelar ninguno de los suyos.

—¿Por qué me pediste que viniera aquí, Andy? ¿Cuáles eran tus motivos? —inquirió Shirl, eludiendo su pregunta.

Andy volvió a colocar el cilindro en el revólver sin levantar la mirada y lo hizo girar con el pulgar.

—Me gustabas… me gustabas mucho. En realidad, si quieres saberlo —bajó la voz como si las palabras que iba a pronunciar fueran algo vergonzoso—, te amo.

Shirl no supo qué decir, y el silencio se prolongó. La dinamo de la linterna zumbó, y al otro lado del tabique rechinaron unos muelles y Sol gruñó en voz baja mientras se acostaba.

—¿Qué me dices de ti, Shirl? —inquirió Andy en voz muy baja, para que Sol no pudiera oírles. Por primera vez alzó su rostro y miró a Shirl.

—Yo… soy feliz aquí, Andy, y quiero estar aquí. No he pensado mucho en todo eso.

—¿Amor, matrimonio, hijos? ¿Has pensado en esas cosas? —Andy hablaba ahora en tono casi incisivo.

—Todas las muchachas piensan en esas cosas, pero…

—Pero no con un don nadie como yo, en una ratonera como esta, ¿es eso lo que quieres decir?

—No pongas palabras en mi boca, yo no he dicho eso, y si siquiera lo he pensado. No me quejo de nada… excepto quizá de lo prolongado de tus ausencias.

—Tengo que atender a mi trabajo.

—Lo sé… pero eso no impide que lamente no verte casi nunca. Creo que pasábamos mucho más tiempo juntos durante aquellas primeras semanas, después de conocernos. Era divertido.

—Gastar dinero siempre es divertido, pero la vida no puede ser una diversión continua.

—¿Por qué no? No quiero decir continuamente, pero sí de vez en cuando, o por las noches, e incluso un domingo… ¿Cuánto tiempo hace que no habíamos hablado como lo estamos haciendo ahora? No digo que la vida tenga que ser un continuo romance…

—Tengo mi trabajo. ¿Cuánto romance crees que habría en nuestras vidas si renunciara a él?

Shirl notó que unas lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos.

—Por favor, Andy… No quiero discutir contigo, es lo último que desearía hacer. ¿No comprendes…?

—Lo comprendo perfectamente. Si fuera un hombre importante en el sindicato y me dedicara a traficar con muchachas y con marihuana y con LSD, las cosas podrían ser distintas. Pero no soy más que un modesto policía que trata de mantener la ley y el orden, en tanto que otros bastardos se dedican a alterarlos.

Andy introducía los proyectiles en el cilindro mientras hablaba, sin mirar a Shirl y sin ver las silenciosas lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Shirl no había llorado en la mesa durante la cena, pero ahora no podía contener el llanto. El tiempo frío, el muchacho con la navaja, la escasez de agua… y ahora esto.

Cuando dejó la linterna en el suelo, la luz se amortiguó y casi se apagó al dejar de funcionar la palanca. Antes de que se reavivara en la mano de Andy, Shirl se había vuelto de cara a la pared y se había tapado la cabeza con las ropas de la cama.

Andy le gustaba, lo sabía… pero, ¿le amaba? Era algo que resultaba muy difícil de decidir teniendo en cuenta lo poco que le veía. ¿Por qué no lo comprendía Andy? Ella no trataba de ocultarle nada ni de evitar nada. Pero Andy apenas estaba a su lado, y ella pasaba su vida en este horrible cuarto, y cuando salía a la calle era para rozarse con personas como el muchacho de la navaja…

Shirl se mordió el labio rabiosamente, pero las lágrimas no cesaron de afluir a sus ojos.

Cuando Andy se acostó no dijo absolutamente nada, y Shirl no supo lo que ella podía decir. El calor del cuerpo de Andy resultaba muy agradable, aunque Shirl podía percibir el olor del aceite con el que Andy había engrasado el revólver: se le había pegado a las manos y no había podido eliminarlo del todo. Cuando Andy se acercó un poco más a ella Shirl se sintió mucho mejor.

Tocó su brazo y susurró «Andy», pero ya era demasiado tarde. Andy estaba profundamente dormido.

II

—Me da en la nariz que va a haber jaleo —dijo el detective Steve Kulozik mientras terminaba de ajustar el barbuquejo del casco de fibra de cristal. Se lo puso, visiblemente enfurruñado.

—¡Te da en la nariz que va a haber jaleo! —Andy agitó la cabeza—. Tienes un olfato maravilloso. Nos han reunido a todos, patrulleros y detectives, como tropas de choque. Nos han proporcionado cascos y material antidisturbios a las siete de la mañana, nos han encerrado aquí sin darnos ninguna orden… y te da en la nariz que va a haber jaleo. ¿Cuál es tu secreto, Steve?

—Un talento natural —dijo plácidamente el obeso detective.

—¡Presten atención! —gritó el capitán. Las voces y el arrastrar de pies se apagaron, y los hombres quedaron silenciosos, mirando con expectación hacia el extremo más alejado de la gran sala donde se encontraba el capitán—. Hoy tendremos un trabajo especial —continuó este—, y el Detective Dwyer, de la Brigada del Cuartel General, se lo explicará a ustedes.

Se oyeron unos apagados murmullos mientras los hombres de las últimas filas trataban de ver más allá de los compañeros situados delante de ellos. Los de la Brigada del Cuartel General eran especialistas en la represión de disturbios, tenían su sede en Centre Street y recibían órdenes directamente del Inspector de Detectives Ross.

—¿Pueden oírme todos? —inquirió Dwyer, y luego se encaramó a una silla. Era un hombre robusto, con la barbilla y el arrugado cuello de un bulldog y una voz de bajo ligeramente ronca—. ¿Están cerradas las puertas, capitán? —preguntó—. Lo que tengo que decir es únicamente para esos hombres.

El capitán asintió, y Dwyer se encaró con los hileras de patrulleros uniformados y detectives vestidos de gris.

—Esta noche habrán muerto un par de centenares, o quizás un par de miles de personas de esta ciudad —dijo—. Su tarea va a consistir en que esa cifra sea lo más baja posible. Cuando salgan de aquí deben de hacerlo con la idea de que hoy se van a producir motines y algaradas, y de que cuando antes acaben con ellos más fáciles van a resultar las cosas para todos. Los almacenes de la Beneficencia no abrirán hoy, y no se suministrará ningún alimento durante tres días, como mínimo.

Su voz se elevó por encima de los repentinos murmullos.

—¡Silencio! —gritó—. ¿Qué son ustedes… oficiales de policía o un rebaño de viejas? Les hablo sin tapujos a fin de que puedan estar preparados para lo peor. ¿O prefieren que les dore la píldora?

Se hizo un silencio absoluto.

—De acuerdo. El problema se ha estado cociendo desde hace días, pero no podíamos actuar hasta que supiéramos el terreno que pisábamos. Ahora lo sabemos. La ciudad ha permanecido tranquila, recibiendo raciones completas de alimentos, pero ahora los almacenes están casi vacíos. Vamos a cerrarlos, estableceremos un balance de existencias y volveremos a abrirlos dentro de tres días. Con una ración más pequeña… y esto es materia reservada y no deben repetirlo a nadie. Las raciones seguirán siendo pequeñas durante el resto del invierno, no olviden eso, oigan lo que oigan en sentido contrario. La causa inmediata de la escasez en este momento es aquel accidente en la línea principal al norte de Albany, pero eso sólo es parte del problema. El grano empezará a llegar de nuevo… pero no será suficiente Tuvimos un profesor de Columbia en Centre Street para explicarnos la situación a fin de que pudiéramos decidir las medidas a adoptar, pero ahora no disponemos de tiempo para hablar de tecnicismos. Me limitaré a un breve resumen.

«La pasada primavera hubo una escasez de abonos, lo cual significa que la cosecha no fue tan buena como se esperaba. Se produjeron tormentas e inundaciones. La Zona de Sequía sigue creciendo. Y las plantaciones de soja se vieron dañadas por un insecticida. Todos ustedes lo saben igual que yo, puesto que se informó al público a través de la televisión. Es decir, se han acumulado un montón de pequeños factores hasta crear un gran problema. Se han producido también algunos errores por parte de la Junta de Planeamiento de Alimentación que asesora al Presidente, y verán ustedes algunas caras nuevas allí. De modo que todo el mundo va a tener que apretarse un poco el cinturón. Habrá lo suficiente para todos mientras logremos mantener la ley y el orden. No necesito decirles lo que ocurriría si tuviéramos verdaderos motines, incendios, algaradas realmente graves. No podemos contar con ninguna ayuda exterior, porque el Ejército tiene otras muchas cosas que reclaman su atención. La tarea correrá a cargo de ustedes, a pie, ya que no queda un solo helicóptero en condiciones de funcionar: todos están averiados y no hay piezas de recambio. De manera que treinta y cinco millones de personas dependen de nosotros. Si no quieren que se mueran de hambre… cumplan con su obligación. Ahora… ¿alguna pregunta?»

La atestada sala se llenó de susurros. Luego, un patrullero levantó la mano con gesto vacilante y Dwyer asintió con la cabeza, autorizándole a hablar.

—¿Qué hay respecto al agua, señor?

—Ese problema no tardará en quedar resuelto. Las reparaciones en el acueducto están casi terminadas, y el agua volverá a circular por él dentro de una semana. Pero seguirá habiendo racionamiento debido a la pérdida de agua subterránea de la Isla y al bajo nivel de los depósitos. Y eso me recuerda otra cosa. Lo hemos anunciado en la televisión y hemos situado todos los agentes que nos ha sido posible a lo largo de la orilla, pero la gente sigue bebiendo agua del río. No sé cómo pueden hacerlo: el maldito río es una cloaca abierta cuando llega aquí, y por si fuera poco penetra en él agua salada, del mar, pero la gente la bebe. Y ni siquiera la hierve, lo cual equivale a tomar veneno. Los hospitales se están llenando con casos de disentería, tifus y Dios sabe qué otras enfermedades, y eso va a empeorar antes de que termine el invierno. Hay listas de síntomas en los tableros de avisos de las comisarías, y quiero que se las aprendan de memoria y que mantengan los ojos bien abiertos, informando al Departamento de Sanidad de cualquier cosa que vean y actuando por su propia iniciativa cuando crean que la intervención del Departamento podría resultar tardía. Procuren mantener al día sus tarjetas de inmunización y no se preocupen, disponemos de todas las vacunas que puedan necesitar.

Ladeó la cabeza, tendiendo el oído hacia las filas más próximas, y frunció el ceño.

—Me ha parecido oír que alguien decía comisario político», pero es posible que me haya equivocado. Vamos a suponer que he oído mal, pero no es la primera vez que lo oigo, y también ustedes pueden volver a oírlo. De manera que vamos a aclarar una cosa. Ese nombre lo inventaron los comunistas, y tal como ellos lo utilizan significa un individuo que no vacila en engañar a la tropa para que actúe de acuerdo con la línea marcada por el Partido. Pero en este país no obramos así. Tal vez soy una especie de comisario político, pero hablo con ustedes de igual a igual, y les digo toda la verdad, de modo que puedan realizar su tarea sabiendo exactamente lo que hay que hacer. ¿Alguna pregunta más?

Su enorme cabeza giró de un lado a otro de la sala, y el silencio se prolongó; nadie iba a formular la pregunta, de manera que Andy levantó su mano de mala gana.

—¿Sí? —inquirió Dwyer.

—¿Qué hay respecto a los mercados, señor? —dijo Andy, y los rostros más próximos se volvieron hacia él—. Hay el zoco de la Plaza Madison, donde venden comida, y el mercado del Parque Gramercy.

—Esa es una buena pregunta, porque esos serán hoy los puntos más conflictivos. Muchos de ustedes estarán de servicio en esos mercados o cerca de ellos. Tendremos problemas en los almacenes cuando no abran, y habrá problemas en la Plaza de la Unión con los Ancianos… los cuales son siempre un problema. —Estas últimas palabras fueron acogidas con aduladoras risas de aprobación—. Las tiendas atrancarán sus puertas, ya nos hemos ocupado de eso, pero no podemos controlar los mercados del mismo modo. Los únicos alimentos en venta en esta ciudad estarán allí, y la gente no tardará en darse cuenta. Mantengan los ojos bien abiertos, y a la menor señal de disturbios intervengan con energía antes de que puedan extenderse. Disponen ustedes de porras y de bombas de gas: utilícenlas cuando tengan que hacerlo. Disponen también de revólveres, y será mejor que los conserven en sus fundas. El tirar a matar indiscriminadamente no haría más que empeorar las cosas.

No hubo más preguntas. El Detective Dwyer se marchó antes de que les asignaran sus puestos de servicio, y no volvieron a verle. La lluvia casi había cesado cuando salieron, pero había sido reemplazada por una espesa y fría neblina procedente de la bahía. Había dos camiones con cubiertas de lona esperando junto a la acera, y un viejo autobús de la ciudad que había sido pintado de color verde oscuro. La mitad de sus ventanillas estaban tapadas con tablas de madera.

—Depositen el importe del billete en el cajetín —dijo Steve mientras seguía a Andy dentro del autobús—. Me pregunto de dónde habrán sacado esta antigualla.

—Del Museo de la Ciudad —dijo Andy—. Del mismo lugar del que han sacado esas bombas antidisturbios. ¿Las has mirado?

—Las he contado, si te refieres a eso —dijo Steve, dejándose caer pesadamente sobre uno de los agrietados asientos de plástico al lado de Andy. Ambos tenían sus saquitos de bombas sobre sus regazos, de modo que hubiera espacio para sentarse. Andy abrió el suyo y sacó uno de los botes verdes.

—Lee eso —dijo—, si es que sabes leer.

—He estado en Delehanty's —gruñó Steve—. Sé leer irlandés tan bien como americano. Granada a presión… gas antidisturbios… MOA-397…

—La letra pequeña, debajo.

—«…precintada en el arsenal de St. Louis, abril de 1974». ¿Y qué? Este mejunje nunca envejece.

—Espero que no. Por lo que ha dicho nuestro comisario político, parece que hoy vamos a necesitarlas.

—No pasará nada. Hay demasiada humedad para que se produzcan jaleos.

El autobús se detuvo con una brusca sacudida en la esquina donde Broadway cruza la Plaza Worth, y el teniente Grassioli apuntó a Andy con el dedo pulgar y luego lo disparó hacia la puerta.

—Usted que está interesado en los mercados, Rusch, patrullará desde aquí hasta la Veintitrés. Y usted también, Kulozik.

Detrás de ellos, la puerta se cerró quejumbrosamente y el autobús prosiguió su lenta marcha a través de la multitud. Una multitud de ciudadanos que tropezaban y se empujaban unos a otros sin tener consciencia de ello, un mar de gente cambiando continuamente pero siempre idéntico. Alrededor de los dos detectives se formó naturalmente un remanso, dejando una pequeña zona de pavimento húmedo en medio de la muchedumbre. La policía nunca era popular, y unos policías con casco y provistos de porras antidisturbios de un metro de longitud rellenas de plomo eran evitados todavía más. El espacio vacío avanzó con ellos mientras cruzaban la Quinta Avenida hasta la Luz Eterna, ahora apagada debido a la escasez de combustible.

—Son casi las ocho —dijo Andy, vigilando continuamente a las personas que les rodeaban—. Esta es la hora en que suelen abrir los almacenes de la Beneficencia. Supongo que transmitirán el aviso por televisión al mismo tiempo.

Avanzaron lentamente hacia la Calle Veintitrés, andando por la calzada debido a que los tenderetes del zoco se habían extendido hasta cubrir la mayor parte de la acera.

—Punzones de troquelar, tengo los mejores punzones de troquelar —pregonó un comerciante mientras pasaban por delante de su tenderete, un hombre bajito casi perdido entre los deshilachados pliegues de un inmenso abrigo, proyectando su afeitada cabeza por encima del cuello de la prenda como la de un buitre de un collarín de plumas desgreñadas. Se frotó su goteante nariz con los nudillos y siguió canturreando—: Compre punzones de troquelar aquí, oficial, los mejores, lo troquelan todo, tazones, cacerolas, escudillas, orinales, cualquier cosa…

Los dos detectives pasaron de largo.

A las nueve había una sensación distinta en el aire, una tensión que no había estado allí antes. La multitud parecía tener una voz más sonora y removerse más aprisa, como agua a punto de hervir. Cuando los detectives pasaron de nuevo por delante del tenderete de los punzones de troquelar vieron que la mayor parte del género no estaba ya a la vista, y que los pocos punzones que quedaban sobre el mostrador estaban oxidados y no podían tentar a ningún ladrón. Su propietario permanecía agachado entre ellos sin pregonar ya su mercancía, moviendo únicamente sus agresivos ojos.

—¿Has oído eso? —preguntó Andy, y ambos se volvieron hacia el mercado. Por encima del creciente zumbido de voces habla resonado un grito furioso, seguido de otros—. Vamos a echar una mirada —añadió Andy abriéndose camino por uno de los estrechos senderos que discurrían a través del mercado.

Una multitud vociferante estaba sólidamente instalada entre los tenderetes y los carritos de mano, y sólo se removió sin apartarse a un lado cuando los dos detectives hicieron sonar sus silbatos. Las porras dieron mejor resultado, golpeando las barricadas de tobillos y piernas hasta que abrieron un pasillo para ellos, de mala gana. En el centro de la muchedumbre había tres tenderetes dedicados a la venta de galleta desmigajada, uno de ellos patas arriba, con bolsas de migajas esparcidas por el suelo.

—¡Han subido el precio! —gritó una arpía de rostro delgado—. Eso va contra la ley. Piden el doble de las migajas.

—Ninguna ley nos prohibe pedir lo que nos dé la gana —replicó el dueño de uno de los tenderetes, despejando la zona delante de él con una vieja barra de conexión que agitaba salvajemente. Estaba dispuesto a defender con su vida sus existencias de migajas de galleta. Migajas de galleta, el alimento más barato y más insípido consumido nunca por el hombre.

—¡No tenéis ningún derecho, esos precios son ilegales! —gritó un hombre, y la multitud asintió con un aullido.

Andy hizo sonar su silbato.

—¡Calma! —gritó por encima de la voz de la muchedumbre—. Yo arreglaré esto, pero conserven la calma. —Steve se irguió y se enfrentó con la enfurecida multitud, haciendo oscilar su porra delante de él, mientras Andy se volvía hacia el dueño del tenderete y hablaba en voz baja—. No sea estúpido. Pida un precio razonable y venda sus existencias…

—Puedo pedir el precio que me dé la gana. No hay ninguna ley… —empezó a protestar el hombre, pero se interrumpió cuando Andy golpeó con su porra el lado del tenderete.

—Es cierto… no hay ninguna ley que le impida perderlo todo, incluida su estúpida cabeza. Fije un precio y venda, porque si no lo hace voy a marcharme de aquí y dejar que esa gente haga lo que quiera.

—Tiene razón, Al —dijo el dueño del tenderete contiguo, que se había acercado para escuchar a Andy—. Vamos a venderlo todo y marcharnos de aquí, porque si no lo hacemos nos quedaremos sin nada. Yo voy a rebajar el precio.

—¡Estás loco… piensa en el dinero! —protestó Al.

—¡Y un cuerno! Pienso en el agujero en mi cabeza si no lo hacemos. Voy a vender.

El griterío iba en aumento, pero en cuanto los vendedores empezaron a despachar su mercancía a un precio más bajo hubo bastante gente que deseaba comprar, de modo que la unidad de la multitud se rompió. Podían oírse otros gritos, procedentes del lado de la Plaza que daba a la Quinta Avenida.

—Esto ha quedado resuelto —dijo Steve—. Vámonos de aquí.

Ahora, la mayoría de los tenderetes estaban cerrados, y entre ellos habían espacios vacíos donde los propietarios de carritos de mano habían dejado de vender y se habían marchado. Una mujer harapienta estaba caída, sollozando, entre los restos de su tenderete, con sus existencias de habas cocidas aplastadas por el suelo a su alrededor.

—Asquerosos polizontes —tartamudeó cuando pasaron los dos detectives—. ¿Por qué no hacen algo, por qué no les mantienen a raya? Asquerosos polizontes —repitió.

Se alejaron sin mirarla en dirección a la Quinta Avenida. Les costó Dios y ayuda abrirse paso entre el remolino de gente.

—¿Oyes eso, procedente del norte? —preguntó Steve—. Suena como cantos o gritos.

La corriente humana parecía seguir ahora una dirección predeterminada, en un movimiento más unitario que avanzaba hacia la parte alta de la ciudad. A cada instante, el canto de la masa se hacía más ruidoso, contrapunteado por el sonido estridente de una voz amplificada:

«Dos, cuatro, seis, ocho: las raciones de la Beneficencia llegan demasiado tarde.

Tres, cinco, siete, nueve: los medicamentos se retrasan todavía más

—Son los Ancianos —dijo Andy—. Están marchando de nuevo sobre la Plaza Times.

—Han escogido el mejor día para hacerlo: hoy está ocurriendo todo.

Mientras la multitud se apretujaba en las aceras aparecieron los primeros manifestantes, precedidos por media docena de patrulleros uniformados que hacían oscilar sus porras en desenvueltos arcos delante de ellos. Seguía la primera oleada de la legión de los ancianos, un grupo de hombres de cabellos grises o más o menos calvos encabezado por Kid Reeves. Cojeaba un poco al andar, pero marchaba al frente, portando un voluminoso megáfono que funcionaba con una batería: una trompeta de metal gris con un micrófono en el lugar correspondiente a la boquilla. Lo acercó a sus labios, y su voz amplificada retumbó por encima del griterío de la multitud.

—«Todos los que estáis en las aceras, marchad con nosotros. Uníos a esta protesta, levantad vuestras voces. No estamos manifestándonos únicamente por nosotros mismos, sino también por todos vosotros. Si sois ciudadanos de cierta edad estáis con nosotros en vuestros corazones, porque nos manifestamos para ayudaros. Si sois más jóvenes tenéis que saber que nos manifestamos para ayudar a vuestros padres, para obtener la ayuda que vosotros mismos necesitaréis algún día…»

Había gente que estaba siendo empujada desde la desembocadura de la Calle Veinticuatro, impulsada a través del camino de los manifestantes, mirando hacia atrás por encima de sus hombros mientras la presión de la multitud tras ellos les obligaba a avanzar. La marcha de los Ancianos se ralentizó un poco, hasta que se paró del todo en una maraña de cuerpos. Unos silbatos de la policía resonaron estridentemente a lo lejos, y los patrulleros que habían estado marchando al frente de los Ancianos lucharon inútilmente para interrumpir el avance, pero fueron desbordados y tragados en unos instantes, y la estrecha salida de la Calle Veinticuatro vomitó una estampida de figuras que corrían. Se incrustaron en la multitud y se fusionaron con la guardia de avanzada de los Ancianos.

—«¡Alto, alto!», retumbó el grito amplificado de Reeves. «Estáis obstaculizando esta marcha, una marcha legal…

Los recién llegados cargaron contra él y un hombre robusto, con un lado de la cabeza manchado de sangre, alargó una mano hacia el megáfono.

—¡Dame eso! —ordenó, y sus palabras quedaron amplificadas y mezcladas con las de Reeves en estruendosa confusión.

Andy podía ver claramente lo que estaba ocurriendo, pero no podía hacer nada para evitarlo, dado que la muchedumbre le había separado de Steve y le empujaba hacia atrás contra la temblequeante hilera de tenderetes.

—¡Dame eso! —aulló de nuevo la voz, seguida de un grito de Reeves mientras el megáfono era arrancado violentamente de sus manos.

—«¡Están tratando de matarnos de hambre!», martilleó a través de la multitud el amplificado sonido; rostros pálidos se volvieron hacia él. «El almacén de la Beneficencia está lleno de comida, pero lo han cerrado y no nos dan nada. ¡Vamos a abrirlo y a sacar la comida! ¡Vamos a abrirlo!»

La multitud rugió su asentimiento y refluyó hacia la Calle Veinticuatro, atropellando a los Ancianos y derribando a muchos de ellos al suelo, estimulada por la rencorosa voz. La multitud estaba abocada al desenfreno, y el desenfreno se convertiría en motín si la muchedumbre no era contenida. Andy golpeó con su porra a las personas más próximas para abrirse paso a través de ellas, tratando de acercarse al hombre del megáfono a fin de hacerle callar. Un grupo de Ancianos había entrelazado sus brazos en torno a su jefe herido, Reeves, que estaba gritando algo sin que pudiera oírsele, sujetando su antebrazo derecho con su mano izquierda para protegerlo; colgaba, en un extraño ángulo, fracturado. Andy trató de avanzar pero comprendió que no lograría su propósito de atravesar aquella marea humana.

—«…guardándose la comida para ellos. ¿Conocéis a algún polizonte que esté desnutrido? ¡Y los políticos se están comiendo lo que nos corresponde y no les importa si nos morimos de hambre!»

La estruendosa voz empujaba a la multitud más y más cerca del motín. Mucha gente, principalmente ancianos, había caído ya y había sido pisoteada. Andy abrió su bolsa y sacó una de las bombas antidisturbios. Estaban sincronizadas para estallar y soltar sus nubes de gas tres segundos después de haber tirado del seguro. Andy tiró de la anilla y lanzó la bomba apuntando al hombre del megáfono. La lata verde trazó un amplio arco en el aire y cayó muy cerca del objetivo. Pero no estalló.

—«¡Bombas!», aulló la voz del hombre en el megáfono. «Los polizontes tratan de matarnos para que no consigamos esa comida. ¡No podrán detenernos! ¡Vamos a por ella! ¡Bombas!»

Andy blasfemó y sacó otra granada de gas. Esta tendría que funcionar mejor, la primera sólo había servido para empeorar las cosas. Empujó a las personas más próximas con su porra a fin de disponer de espacio suficiente para maniobrar, tiró de la anilla, y contó hasta dos antes de lanzar la granada.

La lata estalló con un sordo estampido casi encima del hombre del megáfono robado, cortando en seco su perorata bajo el efecto de la violenta náusea. La multitud reaccionó inmediatamente, perdida su unidad de propósitos mientras la gente trataba de escapar de la nube de vapor, cegada por el gas lacrimógeno, con los intestinos retorcidos por los regurgitantes. Andy sacó la máscara antigás y se la colocó rápidamente, repitiendo de un modo casi maquinal los movimientos aprendidos en el cursillo de instrucción. Su casco quedó colgado por el barbuquejo de su brazo izquierdo, mientras utilizaba las dos manos, con los pulgares hacia dentro, para sacudir la máscara y liberar las gomas sujetadoras. Conteniendo la respiración, introdujo su barbilla en la mascara y, con un solo y rápido movimiento, pasó por encima de su cabeza las gomas sujetadoras. Luego, con la palma de la mano derecha empotró contra su boca la válvula de escape mientras expulsaba violentamente el aire de sus pulmones, con lo cual empujó los lados vibrantes de la máscara eliminando cualquier rastro de gas. Mientras realizaba esta operación, utilizó su mano libre para volver a ponerse el casco. Aunque la operación de colocarse la máscara no había durado más de tres segundos, la escena delante de él había cambiado espectacularmente. La gente huía en todas direcciones, tratando de escapar de la nube de gas que se extendía en una tenue neblina sobre una zona cada vez mayor de la calzada. Los únicos que quedaban estaban tendidos en el suelo o doblados sobre si mismos, afectados de violentos vómitos. Era un gas muy potente. Andy corrió hacia el hombre que habla agarrado el megáfono. Estaba de rodillas, sentado sobre sus talones, cegado y salpicado por sus propios vómitos, pero agarrando todavía el megáfono y maldiciendo entre dolorosos espasmos. Andy trató de arrancárselo, pero el hombre luchó obstinadamente, aferrándolo como si le fuera la vida en conservarlo, hasta que Andy se vio obligado a golpearle en la base del cráneo con su porra. El hombre se desplomó sobre el manchado pavimento y Andy se apoderó del megáfono.

Esta era la parte más difícil. Rascó el micrófono con el dedo Indice y sonó un repiqueteo amplificado:

el aparato seguía funcionando. Andy aspiró profundamente, llenando sus pulmones contra la resistencia de los filtros de la caja, y luego se arrancó la máscara.

—Habla la policía —dijo, y unos rostros se volvieron hacia su voz amplificada—. La situación se ha normalizado. Hagan el favor de dispersarse, regresen a sus hogares sin provocar más problemas, la situación se ha normalizado. No habrá más gases si se dispersan en paz. —Se produjo un cambio en el sonido de la multitud cuando oyeron la palabra «gases», y la fuerza de su movimiento empezó a cambiar. Andy luchó contra la náusea que se aferraba a su garganta—. La policía se ha hecho cargo de la situación, que vuelve a ser normal…

Tapó el micrófono con la mano para silenciarlo mientras se doblaba sobre sí mismo y vomitaba.

III

La ciudad de Nueva York estaba abocada al desastre. Cada almacén cerrado era un núcleo de protesta, rodeado por' muchedumbres que estaban hambrientas y asustadas y buscaban a alguien sobre quien descargar sus reproches. Su rabia les incitaba al motín, y del motín al pillaje no había más que un paso. La policía luchaba hasta el límite de sus fuerzas, pero sólo se erguía la más delgada de las barreras entre la protesta furiosa y el caos sangriento.

Al principio, los chuzos y las porras emplomadas controlaron a los revoltosos, y cuando esto falló el gas dispersó a las multitudes. La tensión fue en aumento, ya que la gente se dispersaba únicamente para volverse a reunir en un lugar distinto. Los sólidos chorros de agua de los camiones antidisturbios detenían fácilmente a los que trataban de asaltar los almacenes de la Beneficencia, pero no había suficientes camiones, ni habría más agua una vez se hubiera agotado la de sus tanques. El Departamento de Sanidad habla prohibido utilizar agua del río: habría sido como rociar a la gente con veneno. La poca agua disponible se necesitaba de un modo apremiante para los incendios que brotaban en toda la ciudad. Con las calles bloqueadas en numerosos lugares, los equipos de bomberos no podían pasar, y los camiones se veían obligados a dar largos rodeos. Algunos de los incendios se estaban extendiendo, y al mediodía todos los efectivos del cuerpo de bomberos habían sido movilizados.

El primer revólver fue disparado unos minutos después de las doce, por un guardián del Departamento de Beneficencia que mató a un hombre que había forzado una ventana del depósito de alimentos de la Plaza Tompkins y había tratado de introducirse por ella. Había sido el primero pero no el último de los disparos… y aquella no sería la última persona que perdería la vida.

El alambre de espino bloqueó algunas de las zonas conflictivas, pero las existencias de alambre eran muy limitadas. Cuando se agotaron, los helicópteros revolotearon por encima de las atestadas calles y actuaron como puestos de observación aéreos para la policía, localizando los lugares en los que eran más necesarias las reservas. Era una tarea infructuosa debido a que no existían reservas, todo el mundo estaba en primera línea.

Después del primer conflicto en la Plaza Madison, ya nada produjo una fuerte impresión en Andy. Durante el resto del día y la mayor parte de la noche, junto con todos los otros policías de la ciudad, se enfrentó a la violencia y devolvió violencia para restablecer la ley y el orden en una ciudad desgarrada por la lucha. El único descanso que tuvo fue después de haber caído víctima de su propio gas y de haber conseguido llegar a la ambulancia del Departamento de Hospitales para ser tratado. Un enfermero le lavó los ojos y le suministró una tableta para contrarrestar las náuseas. Se tumbó en una de las camillas del interior, apretando su casco, sus bombas y su porra contra su pecho mientras se recuperaba. El conductor de la ambulancia estaba sentado sobre otra camilla junto a la puerta, armado con una carabina — del calibre .30, para desalentar a cualquiera que pudiera sentirse demasiado interesado por la ambulancia o por su valioso contenido quirúrgico. A Andy le hubiera gustado permanecer allí tendido un poco más, pero la fría niebla penetraba en el vehículo abierto y empezó a temblar con tanta intensidad que sus dientes castañetearon. Le resultó difícil ponerse en pie y descender de la ambulancia pero una vez en movimiento se sintió un poco mejor… y más caliente. El asalto al centro de la Beneficencia había sido evitado, posiblemente gracias a su acción para apoderarse del megáfono, y Andy avanzó lentamente para unirse al grupo más próximo de figuras vestidas de azul frunciendo la nariz ante el desagradable olor que se desprendía de sus ropas.

A partir de aquel momento, la fatiga no le abandono y sólo conservó recuerdos de rostros vociferantes, pies corriendo, el sonido de disparos, gritos, el estallido de granadas de gas, de algo invisible que le habían arrojado y que golpeó el dorso de su mano, produciéndole una enorme magulladura.

Al caer la noche empezó a llover, una fría llovizna mezclada con aguanieve, y esto y el agotamiento, más que la policía, fue lo que expulsó a la gente de las calles. Sin embargo, cuando las multitudes desaparecieron, la policía descubrió que su trabajo no había hecho más que empezar. Puertas y ventanas forzadas tenían que ser vigiladas hasta que pudieran ser reparadas, había que encontrar a los heridos para llevarlos a un lugar en el que pudieran ser atendidos, en tanto que el cuerpo de bomberos necesitaba ayuda para combatir los incontables incendios. Estas tareas se prolongaron durante toda la noche, y al amanecer Andy se encontró derrumbado sobre un banco de la Comisaría, oyendo que el teniente Grassioli pronunciaba su nombre al final de una lista que había estado leyendo.

—Y estos son todos los que pueden irse —añadió el teniente—. Recojan sus raciones antes de marcharse y devuelvan su equipo antidisturbios. Quiero verles aquí de nuevo a las seis de la tarde, y no quiero pretextos… Nuestros problemas no han terminado todavía.

En algún momento durante la noche había cesado de llover. El sol naciente proyectaba largas sombras sobre las calles, poniendo una pátina dorada en el mojado y negro pavimento. Un inmueble de lujo incendiado humeaba todavía, y Andy tuvo que evitar cuidadosamente los chamuscados restos que alfombraban la calle delante del edificio. En la esquina de la Séptima Avenida vio los restos aplastados de dos vehículos a pedales, desprovistos ya de cualquier pieza utilizable, y unos metros más allá el cuerpo de un hombre tendido en el suelo. Podía estar dormido, pero cuando Andy pasó junto a él, su rostro vuelto hacia el cielo le reveló sin lugar a dudas que el hombre estaba muerto. Siguió andando, ignorándole. Hoy, el Departamento de Salubridad sólo recogerla cadáveres.

Los primeros trogloditas estaban saliendo de la entrada del Metro, parpadeando a la luz. Durante el verano todo el mundo se reía de los trogloditas —las personas a las que la Beneficencia había asignado como vivienda las estaciones del Metro, que había dejado de funcionar hacía mucho tiempo, pero cuando llegaba el invierno las risas se trocaban en envidia. Las estaciones podían ser sucias, polvorientas, oscuras, pero siempre había en ellas unas cuantas estufas eléctricas encendidas. No vivían en el lujo, pero al menos la Beneficencia no permitía que se helaran. Andy llegó a su propia manzana.

Subiendo la escalera de su edificio, pisó con fuerza a algunos de los durmientes, pero estaba demasiado cansado para lamentarlo… e incluso para darse cuenta. Hurgó en la cerradura con la llave sin lograr introducirla, y Sol le oyó y acudió a abrir la puerta.

—Acabo de preparar un poco de sopa —dijo Sol—. Llegas muy a tiempo.

Andy sacó unos trozos de galleta del bolsillo de su abrigo y los dejó caer sobre la mesa.

—¿Has estado robando comida? —preguntó Sol, cogiendo uno de los trozos y mordisqueándolo—. Creía que no iban a suministrar nada durante dos días más…

—Es la ración de la policía.

—Me parece muy justo. No puedes andar por ahí golpeando a los ciudadanos con el estómago vacío. Pondré unas cuantas en la sopa, así tendrá más cuerpo. Supongo que ayer no viste la televisión, de modo que no estarás enterado de las payasadas del Congreso. La cosa está que arde…

—¿No se ha despertado aún Shirl? —preguntó Andy quitándose el abrigo y dejándose caer pesadamente sobre una silla.

Sol permaneció silencioso unos instantes y luego dijo lentamente:

—No está aquí.

Andy bostezó.

—Es muy temprano para que haya salido. ¿Por qué…

—No ha salido hoy, Andy —Sol removió la sopa, vuelto de espaldas—. Se marchó ayer, un par de horas después de que tú lo hicieras. Y todavía no ha regresado.

—¿Quieres decir que estuvo fuera todo el tiempo durante las algaradas… y también anoche? ¿Y qué hiciste tú?

Andy se sentó muy erguido, olvidada su fatiga.

—¿Qué podía hacer? —dijo Sol—. ¿ Salir a la calle para que me pisotearan como a la mayoría de los viejos carcamanes? Apuesto a que no le ha ocurrido nada malo, probablemente vio todo el jaleo y decidió quedarse con unos amigos en vez de volver aquí.

—¿Qué amigos? ¿De qué estás hablando? Tengo que encontrarla.

—¡Siéntate! —ordenó Sol—. ¿Qué puedes hacer en la calle? Toma un poco de sopa y duerme un rato, es lo mejor que puedes hacer. Ella está bien. Lo sé —añadió a regañadientes.

—¿Qué es lo que sabes, Sol? —inquirió Andy, cogiendo a Sol por los hombros, y girándole a medias de la estufa.

—¡No manosees la mercancía! —gritó Sol, soltándose de las manos de Andy. Luego, con voz más tranquila, añadió—: Lo único que sé es que Shirl no se marchó porque sí, tenía algún motivo. Se puso el abrigo viejo, pero pude ver que debajo llevaba un vestido muy elegante. Y medias de nilón. Una fortuna en sus piernas. Y cuando me dijo hasta luego, vi que se había maquillado cuidadosamente.

—Sol… ¿qué es lo que tratas de decir?

—No trato de decirlo: lo estoy diciendo. Shirl se había vestido para ir de visita, no para ir de compras, como si se dispusiera a ir a ver a alguien. Tal vez ha ido a visitar a su viejo.

—¿Por qué tendría que haber deseado visitarle?

—¿Y tú me lo preguntas? Os peleasteis, ¿no? Tal vez se ha marchado una temporada para que la cosa se enfríe.

—Nos peleamos… si —Andy volvió a dejarse caer sobre la silla, apretándose la frente entre las palmas de sus manos. ¿Había sido anoche? No, anteanoche. Parecía que habían transcurrido cien años desde que sostuvieron aquella absurda discusión. Levantó la mirada con repentino temor—. ¿Se llevó sus cosas? —preguntó.

—Sólo un pequeño bolso —dijo Sol, y colocó una cacerola humeante sobre la mesa, frente a Andy—. Vamos a comer —dijo y luego—: Ella volverá.

Andy estaba casi demasiado cansado para discutir… ¿y qué podía decir? Empezó a comer la sopa maquinalmente, y de pronto se dio cuenta de que tenía mucha hambre. Comió con su codo sobre la mesa y apoyando la cabeza en su mano libre.

—Tendrías que haber oído los discursos en el Senado, ayer —dijo Sol—. El espectáculo más divertido del mundo. Están tratando de sacar adelante el Proyecto de Ley de Emergencia, una emergencia que se remonta a cien años, y tendrías que haberles oído hablar como cotorras de sus aspectos más nimios sin mencionar los importantes. —Su voz se hizo cómica al imitar el acento sureño—: «Enfrentados a unas terribles perspectivas, proponemos una investigación acerca de las i-inmensas riquezas de la mayor cuenca flu-uvial, el delta del más caudaloso de los ríos, el Mississipi. Presas y avenamientos, seguro, ciencia, seguro, y tendréis las tierras de labor más feraces del Mundo Occidental.» —Sol sopló su sopa furiosamente—. «Presas», desde luego: eso es poner el dedo en la llaga. Lo han estado discutiendo ya un millar de veces. Pero, ¿mencionó alguien en voz alta el único y verdadero motivo para el Proyecto de Ley de Emergencia? No. Al cabo de tantos años nadie se atreve a hablar claramente y a decir la verdad, de modo que la mantienen oculta debajo de toda esa palabrería.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Andy, que apenas prestaba atención.

—Del control de la natalidad, eso es. Finalmente van a legalizar clínicas que estarán abiertas a cualquiera, casado o no, y a promulgar una ley por la que todas las madres deben recibir información acerca del control de la natalidad. ¡Muchacho, habrá que oír a los puritanos de Nueva Escocia cuando se enteren de eso!

—Ahora no, Sol, estoy cansado. ¿Dijo Shirl cuándo pensaba regresar?

—Sólo lo que te he dicho… —se interrumpió y tendió el oído hacia un sonido de pasos en el rellano. Los pasos se detuvieron… y alguien llamó a la puerta.

Andy se precipitó hacia ella, haciendo girar nerviosamente el pomo, abriendo la puerta de par en par.

—¡Shirl! —exclamó—. ¿Estás bien?

—Sí, desde luego; estoy perfectamente.

Andy la estrechó contra su pecho, fuertemente, casi dejándola sin respiración.

—Con esas algaradas… no sabía qué pensar —dijo—. Yo he llegado hace muy poco. ¿Dónde has estado? ¿Qué ha ocurrido?

—Sólo quería salir un rato, eso es todo —Shirl frunció la nariz—. ¿Qué es lo que huele tan mal?

Andy se apartó de ella, notando que la rabia se imponía a la fatiga.

—Me ha alcanzado un poco de mi propio gas y he vomitado. El mal olor se pega como una lapa. ¿Qué significa eso de que querías salir un rato?

—Deja que me quite el abrigo.

Andy la siguió al otro cuarto y cerró la puerta tras ellos. Shirl sacó un par de zapatos de tacón alto del bolso que llevaba y los dejó en el armario.

—¿Y bien? —inquirió Andy.

—Sencillamente eso, no es tan complicado. Me sentía atrapada aquí, con la escasez y el frío y todo lo demás, sin verte apenas, y estaba dolida porque nos habíamos peleado. Todo parecía marchar mal. De modo que pensé que si me vestía y me iba a uno de los restaurante a los que solía acudir, sólo para tomar una taza de café o algún refresco, podría sentirme mejor. Me elevaría la moral, ya sabes —Shirl alzó la mirada hacia el frío rostro de Andy, y la apartó rápidamente.

—¿Y qué ocurrió después? —preguntó Andy.

—No estoy en el estrado de los testigos, Andy. ¿A qué viene ese tono acusador?

Andy se volvió de espaldas y miró a través de la ventana.

—No te estoy acusando de nada, pero… has pasado fuera toda la noche. ¿Cómo esperas que me sienta?

—Bueno, ya sabes lo malo que fue el día de ayer; tuve miedo de regresar. Estuve en Curley's…

—¿El restaurante de lujo?

—Si, pero si no comes nada no es caro. Lo que se paga es la comida. Encontré a algunas personas conocidas, iban a celebrar una fiesta, me invitaron, y acepté la invitación. Estuvimos viendo la información de la televisión sobre los disturbios y nadie quiso marcharse, de modo que la fiesta se prolongó. Muchos pasaron allí toda la noche, y yo también.

Se quitó el vestido y lo colgó en el armario, y luego se puso unos pantalones y un grueso jersey de lana.

—¿Fue todo lo que hiciste, pasar allí la noche?

—Andy, estás cansado. ¿Por qué no duermes un poco? Podemos hablar de esto en otro momento.

—Quiero hablar de ello ahora.

—Por favor, no hay nada más que decir…

—Creo que sí. ¿De quién era el apartamento?

—De nadie que tú conozcas. No es un amigo de Mike, sino alguien a quien solía ver en algunas fiestas.

—¿Amigo? —El silencio se hizo más tenso, hasta que la pregunta de Andy lo taladró—: ¿Has pasado la noche con él?

—¿De veras quieres saberlo?

—Desde luego que quiero saberlo. ¿Por qué crees que te lo estoy preguntando? Te acostaste con él, ¿no es cierto?

—Sí.

El sosiego de la voz de Shirl, lo inmediato de su respuesta, sobresaltaron a Andy, como si hubiera formulado la pregunta esperando obtener otra contestación. Buscó palabras para expresar lo que sentía y, finalmente, lo único que pudo decir fue:

—¿Por qué?

—¿Por qué? —los dos monosílabos abrieron los labios de Shirl y derramaron la fría rabia al exterior—. ¿Por qué? ¿Acaso tenía otra elección? Me dieron de cenar y de beber, y tenía que pagar por ello. ¿Con qué otra cosa podía pagar?

—Basta Shirl, estás siendo…

—¿Qué es lo que estoy siendo? ¿Sincera? ¿Permitirías tú que me quedara aquí si no me acostara contigo?

—¡Eso es diferente!

—¿Lo es? —Shirl empezó a temblar—. Andy, esperaba que lo fuera, debería serlo… pero ya no lo sé. Quiero que seamos felices, y no sé por qué discutimos. No es eso lo que deseo. Pero las cosas marchan de mal en peor. Si estuvieras aquí, si pudiera pasar más tiempo a tu lado.

—Ya hablamos de eso la otra noche. Tengo mi trabajo… ¿qué otra cosa puedo hacer?

—Nada, supongo; nada… —Shirl entrelazó sus dedos para que dejaran de temblar—. Acuéstate ahora, necesitas descansar.

Shirl se marchó al otro cuarto, y Andy no se movió hasta que la puerta se cerró con un chasquido. Fue a seguirla, pero cambió de idea y se sentó en el borde de la cama. ¿ Qué podía decirle? Lentamente, se quitó los zapatos y, completamente vestido, se tendió en la cama y se cubrió con la manta.

A pesar de lo agotado que estaba, tardó mucho rato en quedarse dormido.

IV

Dado que a la mayoría de la gente no le gusta levantarse cuando todavía es de noche, la cola matinal para la ración de agua era siempre la más corta del día. Sin embargo, había ya bastantes personas circulando cuando Shirl se apresuraba a ocupar un puesto en la cola, a fin de que nadie la molestara. Cuando llegaba su turno el sol empezaba a calentar y las calles eran mucho más seguras. Aparte eso, la señora Miles y ella habían adquirido la costumbre de encontrarse todos los días, la que llegaba primero guardaba un puesto en la cola, y regresaban juntas. La señora Miles llevaba siempre con ella al chiquillo, que seguía estando enfermo de kwash. Al parecer, su marido necesitaba más que el niño la manteca de cacao rica en proteínas. La ración de agua había sido aumentada. Esto fue tan bien acogido que Shirl procuraba olvidar que resultaba mucho más difícil de transportar, y que le dolía la espalda cuando subía la escalera. Había incluso agua suficiente para lavarse. Se suponía que los puntos de agua volverían a abrirse a mediados de noviembre lo más tarde, y la fecha no estaba ya muy lejana. Esta mañana, como la mayoría de las otras mañanas, Shirl regresó antes de las ocho y al llegar al apartamento vio que Andy estaba vestido y a punto de marcharse.

—Habla con él, Shirl —dijo Andy—. Convéncele de que es un viejo zoquete. El peso de los años, sin duda.

Le dio un beso antes de marcharse. Habían transcurrido tres semanas desde la pelea, y en la superficie las cosas marchaban como antes, aunque en el fondo algo había cambiado, parte de la sensación de seguridad —o quizá del amor— había sufrido una irreparable erosión. Nunca hablaban de ello.

—¿Qué pasa? —preguntó Shirl, despojándose de las capas exteriores de ropa que la envolvían.

Andy se detuvo en el umbral de la puerta.

—Pregúntaselo a Sol, estoy seguro de que se sentirá feliz contándotelo con todo detalle. Pero cuando haya terminado de contártelo recuerda una cosa: está equivocado.

—Cada hombre tiene su propia opinión —dijo Sol plácidamente, frotando la grasa de una vieja lata sobre un par de botas del Ejército todavía más viejas.

—No se trata de opinar —dijo Andy—. Lo único que harás será buscarte algún disgusto. Te veré esta noche, Shirl. Si las cosas siguen tan tranquilas como ayer, no llegaré demasiado tarde.

Cerró la puerta tras él, y Shirl echó la llave.

—¿A qué diablos se refería? —preguntó Shirl, calentando sus manos sobre la briqueta de carbón marino que ardía sin llama en la estufa. En la calle hacía mucho frío, y el viento ponía un continuo repiqueteo en el marco de la ventana.

—Se refería a la protesta —dijo Sol, admirando el bruñido cuero de la bota—. Mejor dicho, protestaba contra la protesta. ¿Has oído hablar del Proyecto de Ley de Emergencia? Durante la última semana no han hablado de otra cosa en la televisión.

—¿Es ese al que ellos llaman el Proyecto de Ley Mata-niños?

—¿Ellos? —gritó Sol, frotando furiosamente la bota—. ¿Quiénes son ellos? Una pandilla de imbéciles, eso es lo que son. Individuos que viven mentalmente anclados en la Edad Media e incapaces de apartarse de un camino trillado, ni más ni menos.

—Pero, Sol… no se puede obligar a la gente a practicar algo en lo que no cree. Muchos de ellos opinan que ese Proyecto de Ley equivale a asesinar niños.

—Una opinión equivocada. ¿Tengo yo la culpa de que el mundo esté lleno de imbéciles? Sabes perfectamente que el control de la natalidad no tiene nada que ver con asesinar niños. En realidad, sirve para salvarlos. ¿No es un crimen mayor permitir que los niños mueran de enfermedad y de hambre, que evitar que nazcan los que no se desean?

—Planteado de esa manera, suena diferente. Pero, ¿no olvida usted la ley natural? ¿No viola esa ley el control de la natalidad?

—Querida, la historia de la medicina es la historia de la violación de la ley natural. En la Iglesia —y eso incluye a los Protestantes lo mismo que a los Católicos— algunos trataron de impedir el uso de anestésicos porque era una ley natural que la mujer pariera con dolor. Y era una ley natural que la gente muriera de enfermedad.' Y una ley natural que el cuerpo no fuera sajado por el bisturí y reparado. Existió incluso un individuo llamado Bruno que murió ajusticiado en la hoguera porque no creía en la verdad absoluta ni en leyes 'naturales como esas. Hubo una época en la que todo iba contra la ley natural, y ahora el control de la natalidad ha venido a unirse al resto. Porque todos nuestros problemas actuales proceden del hecho de que hay demasiado gente en el mundo.

—Eso es demasiado simplista, Sol. Las cosas no son realmente blancas y negras, sin más…

—¡Oh, si! lo son; lo que pasa es que nadie quiere admitirlo, eso es todo. Mira, estamos viviendo en un mundo asqueroso, y todos nuestros males tienen una sola causa: el exceso de población. Ahora bien, ¿cómo es posible que durante el 99 por ciento del tiempo que la gente ha estado viviendo en esta tierra no hayan existido nunca problemas de exceso de población?

—No lo sé… nunca he pensado en ello.

—No eres la única. El motivo, dejando aparte cosas sin importancia como las guerras, las inundaciones y los terremotos, era que todo el mundo enfermaba como perros. Morían muchos recién nacidos, morían muchos niños, y todos los demás morían jóvenes. En China, un culí que se alimentaba a base de arroz solía morir de vejez antes de cumplir los treinta años. Anoche lo dijeron en la televisión, y yo lo creo. Y uno de los Senadores leyó en una cartilla, que era un libro escolar para los niños en la América colonial, algo así: «Sé amable con tu hermanita o tu hermanito, no estará contigo mucho tiempo.» La gente procreaba como moscas y moría como moscas. ¡Mortalidad infantil… muchacha! Y no hace tanto tiempo, te lo digo yo. En 1949, después de licenciarme del Ejército, estuve en Méjico. Los niños morían allí de más enfermedades de las que tú o yo hayamos oído hablar nunca. No bautizaban a los niños hasta que habían cumplido un año porque la mayoría de ellos morían antes de cumplirlo y el bautizo costaba mucho dinero. Por eso no existía nunca un problema de población. El mundo entero era un Méjico a gran escala, procreando y muriendo y manteniendo un nivel de población inalterado.

—Entonces… ¿Qué fue lo que cambió?

—Te diré lo que cambió —dijo Sol, agitando la bota delante de Shirl—. Llegó la medicina moderna. Todo podía curarse. La malaria fue erradicada, junto con todas las otras enfermedades que habían estado matando a gente joven y manteniendo bajo el nivel de la población. Llegó el control de la muerte. Los viejos vivían muchos más años. Se salvaban muchos niños que antes hubieran muerto. Pero el ritmo de procreación era el mismo, y continuaba siéndolo: por cada dos personas que mueren nacen tres. De modo que la población empezó a duplicarse… y sigue duplicándose a un ritmo cada vez más rápido. Padecemos una plaga de gente, una enfermedad de gente infestando el mundo. Tenemos más gente que vive más tiempo. Tiene que nacer menos gente, esa es la respuesta. Tenemos que contrarrestar el control de la muerte con el control de la natalidad.

—No comprendo cómo será posible hacerlo mientras la gente siga opinando que tiene algo que ver con matar niños.

—¡Deja de hablar de niños muertos! —gritó Sol, lanzando la bota al otro lado del cuarto—. No hay niños involucrados en esto, ni vivos ni muertos, excepto en los obtusos cerebros de los idiotas que repiten lo que han oído sin comprender una sola palabra. Exceptuando lo presente —añadió, con una voz no demasiado sincera—. ¿Cómo puede matarse a alguien que nunca existió? Todos nosotros somos ganadores en la carrera ovárica, pero nunca he oído que alguien se lamentara por, si disculpas el término biológico, los espermatozoides que resultaron perdedores en la carrera.

—Sol… ¿de qué diablos está hablando?

—De la carrera ovárica. Cada vez que un óvulo es fecundado, hay un par de millones de espermatozoides que tratan de llegar antes que sus compañeros. Sólo uno de ellos puede ganar la carrera, dado que en el momento en que se produce la fecundación todos los demás quedan condenados a morir. ¿Le importan un pepino a alguien los millares de espermatozoides que pierden la carrera? La respuesta es no. Y, ¿qué son todos los complicados calendarios de ritmo menstrual, mecanismos, píldoras, preservativos y drogas utilizados para el control de la natalidad? Simples medios para impedir que un espermatozoide consiga lo que los otros no pueden conseguir. De modo que, ¿dónde están los niños? Yo no veo ningún niño.

—Tal como usted lo explica, la cosa parece clara. Pero, si es tan clara y tan sencilla, ¿cómo es posible que no se haya hecho nada hasta ahora?

Sol suspiró profundamente, fue en busca de la bota que había tirado y, con aire lúgubre, continuó lustrándola.

—Shirl —dijo—, si pudiera contestar a esa pregunta probablemente mañana mismo me nombrarían Presidente. Nada es tan claro y tan sencillo cuando se trata de encontrar una respuesta. Todo el mundo tiene sus propias ideas, y se aferra obstinadamente a ellas, y a los demás que los parta un rayo. Esa es la historia de la raza humana. Nos ha llevado a la cumbre, pero ahora nos conduce al desastre. Lo malo es que la gente aceptará cualquier tipo de molestias, y que los niños mueran, y que los adultos se hagan viejos a los treinta años, basándose en que las cosas siempre fueron así. Trata de convencerles de lo contrario y lucharán contigo, aunque se estén muriendo, diciendo que lo que fue bastante bueno para sus abuelos es bastante bueno para ellos. Bang, o muerte. Cuando las Naciones Unidas rociaron las casas con DDT en Méjico para eliminar a los mosquitos portadores de la malaria que mataba a la gente tuvieron que intervenir los soldados para contener a la gente dispuesta a impedir aquella operación. A los mejicanos no les gustaba aquel polvillo blanco sobre los muebles, los afeaban. Lo vi con mis propios ojos. Pero aquello fue la excepción. El control de la muerte se deslizó en el mundo prácticamente sin que la gente se diera cuenta. Los médicos utilizaron drogas cada vez más eficaces, se mejoraron los abastecimientos de agua, se combatieron con éxito las enfermedades epidémicas… Todo ello se produjo de un modo paulatino que apenas llamó la atención, y ahora nos encontramos con que en el mundo hay demasiada gente. Y hay que hacer algo para resolver el problema. Pero hacer algo significa que la gente debe cambiar, realizar un esfuerzo, utilizar sus cerebros, lo cual es lo que a la mayoría de la gente no le gusta hacer.

—¿No parece una intrusión en la intimidad, Sol, decirle a la gente que no puede tener hijos?

—¡Alto ahí! ¡Casi volvemos a lo de los niños muertos! El control de la natalidad no significa no tener hijos. Sólo significa que la gente puede elegir cómo desea vivir: como animales que tienen un solo y ciego objetivo, la procreación… o como seres racionales. ¿Tendrá un matrimonio uno, dos o tres hijos, es decir, un número de hijos que mantenga estable la población mundial y proporcione una vida llena de oportunidades para todos? ¿O tendrá cuatro, cinco o seis hijos, engendrados con absoluta inconsciencia y que habrán de crecer en medio del hambre, del frío y de la miseria? Como ese mundo, ahí —añadió Sol, señalando hacia más allá de la ventana.

—Si el mundo es así… tiene usted razón al hablar de animalidad y de egoísmo.

—No… tengo una mejor opinión de la raza humana. Lo que ocurre es que nadie se lo ha hecho comprender, han habido demasiadas personas que han nacido animales y han muerto animales. La culpa, a mi entender, es de los corrompidos políticos y de los llamados conductores de masas que han eludido el problema porque era muy conflictivo, y porque no querían complicarse la existencia con algo cuyos efectos, si se producían, tardarían años en dejarse sentir. De modo que el género humano devoró en un siglo todos los recursos que la Tierra había tardado millones de años en almacenar, sin que nadie en las altas esferas moviera una ceja ni prestara oído a las voces angustiadas que clamaban en el desierto. Permitieron que nos entregásemos a la superproducción y el superconsumo, y ahora el petróleo se ha agotado, el suelo se ha hecho improductivo, los árboles han sido talados, los animales se han extinguido, y siete mil millones de personas luchan por las migajas que quedan, viviendo una existencia miserable… — pero procreando todavía sin control. De modo que creo que ha llegado el momento de ponerse de pie y ser contado.

Sol introdujo sus pies en las botas y ató los cordones. Se puso un grueso jersey y luego sacó del armario una vieja y apolillada guerrera. Una hilera de cintas trazaba una línea de color a través del verde oscuro de la tela, y debajo de ellas colgaban una medalla de tirador de primera y un emblema de la Escuela Técnica.

—Debe de haberse encogido —gruñó Sol, mientras luchaba por abotonar la guerrera sobre su estómago. Finalmente, anudó un pañuelo alrededor de su cuello y completó su atavío con un abrigo que era casi tan viejo como él.

—¿Adónde va usted? —preguntó Shirl, asombrada.

—A hacer una declaración. A buscarme un disgusto, como ha dicho nuestro amigo Andy. Tengo sesenta y cinco años, y he alcanzado esta edad venerable permaneciendo al margen de todo conflicto, manteniendo la boca cerrada y no ofreciéndome voluntario para nada, como me enseñaron en el Ejército. Tal vez han habido demasiados tipos como yo en el mundo, no lo sé. Tal vez tenía que haber protestado mucho antes, pero nunca vi nada que me hiciera pensar que debía protestar. Ahora, las cosas han cambiado: hoy van a enfrentarse las fuerzas de la oscuridad y las fuerzas de la luz. Y yo voy a unirme a las fuerzas de la luz.

Se encasquetó un gorro de lana hasta las orejas y echó a andar hacia la puerta.

—Sol, ¿de qué diablos está usted hablando? Dígamelo, por favor —suplicó Shirl, no sabiendo si reír o llorar.

—Hay una manifestación. Los retrasados mentales de Salvemos a Nuestros Niños se concentrarán delante del Ayuntamiento para protestar contra el Proyecto de Ley de Emergencia. Pero habrá otra concentración de partidarios del proyecto de ley, y cuando más numerosos sean, más posibilidades tendrán de que sus gritos sean oídos y de que esta vez el Congreso se decida a aprobar el proyecto de ley. Es posible.

—¡Sol…! —llamó Shirl, pero la puerta ya estaba cerrada.


Andy le trajo a casa, a última hora de la noche, ayudando a los dos enfermeros de la ambulancia a subir la camilla escaleras arriba. Sol estaba atado a la camilla, con el rostro muy pálido, inconsciente y respirando fatigosamente.

—Se produjo un enfrentamiento en la calle entre miembros de dos manifestaciones. Sol figuraba en una de ellas. Le golpearon, y tiene la cadera fracturada. —Miró a Sol, serio y cansado, mientras los enfermeros entraban la camilla en el cuarto—. Es una persona anciana, eso puede ser muy grave —añadió.

V

Había una delgada costra de hielo sobre el agua, y crujió y se rompió cuando Billy empujó la lata a través de ella. Mientras trepaba por la escalerilla vio que otro oxidado peldaño de metal había quedado al descubierto. Habían sacado mucha agua del compartimiento, pero aún parecía estar lleno hasta la mitad.

—Hay un poco de hielo en la parte superior, pero no creo que pueda congelarse toda —le dijo a Peter mientras cerraba y atrancaba la puerta—. Todavía queda mucha agua ahí, mucha.

Media cuidadosamente el agua todos los días, y cerraba y atrancaba la puerta como si fuera la bóveda de un banco llena de dinero. ¿Por qué no? El agua valía tanto como el dinero. Mientras continuara escaseando, podían obtener buenos dólares por ella, todos los dólares que necesitaban para mantenerse calientes y comer bien.

—¿Qué opina de eso, Peter? —dijo, colgando la lata del garfio sobre la fogata de carbón marino—. ¿Se ha parado nunca a pensar que podemos comernos esta agua? ¿Sabe por qué? Porque podemos venderla y comprar comida con el dinero que nos den por ella, por eso.

Peter estaba sentado sobre sus talones, mirando fijamente más allá de la puerta, y no prestó ninguna atención hasta que Billy le llamó a gritos y repitió lo que había dicho. Peter sacudió tristemente la cabeza.

—«Cuyo Dios es su estómago, y cuya gloria está en su oprobio» —recitó—. Ya te he explicado, Billy, que estamos acercándonos al fin de todas las cosas materiales. Si las codicias, estás perdido…

—¿Acaso está perdido usted? Lleva unas topas compradas con ese agua y está comiendo con lo que nos dan por ella… ¿Qué tiene que decir a eso?

—Como simplemente para existir hasta el Día —respondió Peter solemnemente, mirando de soslayo a través de la puerta abierta al pálido sol de noviembre—. Nos estamos acercando, faltan sólo unas semanas, resulta difícil de creer. Pronto faltarán días. Es una bendición que llegue durante nuestras vidas.

Se puso en pie y salió de la camareta; Billy pudo oírle descendiendo hacia el suelo.

—El fin del mundo —murmuró Billy para sí mismo mientras removía gránulos de ener-G en el agua—. ¡Bah! Tonterías…

No era la primera vez que había pensado eso, pero solo para si mismo, nunca en voz alta al alcance del oído de Peter, Todo lo que el hombre decía sonaba a chifladura, pero podía ser cierto también. Peter podía demostrarlo con la Biblia y otros libros, ahora no tenía los libros, pero los había leído tantas veces que podía recitar largos párrafos de memoria. ¿Por qué no podía ser cierto? ¿Qué otro motivo podía existir para que el mundo fuera así? No siempre había sido así, las antiguas películas de la televisión lo demostraban, pero había cambiado mucho y con mucha rapidez. Tenía que existir un motivo, de modo que tal vez Peter estaba en lo cierto y el Día de Año Nuevo seria el Día del Juicio Final…

—Es una idea absurda —dijo en voz alta, pero al mismo tiempo se estremeció y acercó sus manos a la humeante fogata.


Las cosas no marchaban tan mal. El llevaba dos jerseys, una vieja americana con parches de cámara de automóvil en los codos, más caliente que todas las prendas que había llevado antes. Y comían bien; sorbió ruidosamente el caldo de ener-G de la cuchara. Comprar las cartillas de la Beneficencia había costado un montón de dólares, pero valía la pena, sí, valía la pena. Ahora tenían raciones de comida de la Beneficencia, e incluso raciones de agua, de modo que podían ahorrar su propia agua para tenderla. Y él había estado aspirando polvo de LSD al cienos una vez a la semana. El mundo tardaría mucho tiempo aún en llegar a su final. Al diablo con eso, el mundo era perfecto mientras uno mantuviera los ojos abiertos y supiera cuidar de sí mismo.

En el exterior se produjo un sonido tintineante, procedente de uno de los trozos de metal oxidado que colgaban de las desnudas costillas el barco. Cualquiera que intentara trepar hasta la camareta tenía que tropezar forzosamente con aquellos obstáculos, advirtiendo a los de arriba de su llegada. Desde el descubrimiento del agua, Peter y Billy sabían que su vivienda podía ser codiciada por otros. Billy cogió la palanca de acero y se acercó a la puerta.

—He preparado algo de comer, Peter —dijo, inclinándose sobre el borde.

Una cara barbuda y desconocida le miró desde abajo.

—¡Fuera de ahí! —gritó Billy. El hombre murmuró algo alrededor del afilado trozo de chapa de automóvil que sujetaba entre sus dientes, y luego se colgó de una mano y empuñó el arma con su mano libre.

—¡Bettyjo! —gritó con voz ronca, y Billy se ladeó mientras algo zumbaba junto a su oreja y se estrellaba en el mamparo metálico detrás de él.

Una mujer rechoncha con una inmensa maraña de cabellos rubios se encontraba entre las costillas del barco, debajo, y Billy esquivó el trozo de hormigón que la desconocida lanzó contra él.

—¡Vamos, Donald! —chilló la mujer—. ¡Sube por allí!

Un segundo, lo bastante sucio y peludo como para ser gemelo del primero, gateó sobre el oxidado metal y empezó a trepar por el otro lado del barco. Billy vio la trampa inmediatamente. Podía mantener a raya a cualquiera que intentara llegar hasta la faja de cubierta que había delante de la puerta… suponiendo que llegara solo. Pero no podía defender dos frentes al mismo tiempo. Mientras rechazaba a un asaltante, el otro treparía detrás de él.

—¡Peter! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Peter!

Otro trozo de hormigón se hizo polvo detrás de él. Corrió hacia el borde y balanceó su palanca hacia el primer hombre, el cual se inclinó hacia abajo y dejó que la barra golpeara la viga encima de su cabeza. El ruido dio una idea a Billy, que saltó hacia atrás y aporreó con su palanca la pared metálica de la camareta hasta que el retumbante martilleo rodó a través del arsenal.

—¡Peter! —gritó una vez más, desesperadamente, y luego saltó hacia el otro extremo, donde el segundo hombre había apoyado un brazo encima del borde. El hombre lo apartó apresuradamente y se situó fuera del alcance del arma de Billy, mofándose de él desde abajo.

Cuando Billy se volvió de espaldas vio que el primer hombre tenía los dos brazos sobre el borde y se estaba izando a sí mismo. Gritando, más asustado que furioso, Billy corrió hacia él balanceando su palanca; rozó la cabeza del hombre y le golpeó en el hombro, arrancando la chapa de automóvil de su boca al mismo tiempo. El hombre lanzó un rugido de rabia, pero no cayó. Billy balanceó su arma para descargar otro golpe, pero se encontró cogido fuertemente desde atrás por el segundo hombre. No podía moverse —apenas respirar—, mientras el hombre situado ante él escupía trozos de dientes. La sangre se deslizó por su barba mientras completaba su ascensión y empezaba a golpear a Billy con puños de granito. Billy aulló de dolor, se retorció y pataleó, tratando de liberarse, pero no había manera de escapar. Los dos hombres, riendo ahora, le empujaron por encima del borde de la cubierta, dispuestos a enviarle hacia la destrucción sobre el dentado metal seis metros más abajo. Estaba colgado de sus manos mientras pisoteaban sus dedos, cuando los dos hombres saltaron súbitamente hacia atrás. Billy se dio cuenta entonces de que Peter había regresado y trepaba detrás de él, amenazando con su trozo de tubería a los dos barbudos. Aprovechando el momentáneo respiro, Billy se soltó del borde de la cubierta para agarrarse al esquelético costado del barco y propulsar su dolorido cuerpo hacia el suelo que aparecía imposiblemente lejos debajo de él. Los invasores habían ocupado el barco y tenían ahora todas las ventajas. Peter esquivó un golpe de la chapa de automóvil y se unió Billy en su retirada. Restallaron unos gritos, y Billy se dio cuenta de que la mujer estaba profiriendo maldiciones, y que lo había estado haciendo durante algún tiempo.

—¡Matadles a los dos! —gritó—. ¡Me ha golpeado y me ha derribado! ¡Matadles!

Estaba lanzando de nuevo trozos de hormigón, pero ha rabia la cegaba hasta el punto de que ninguno de los irnprovisados proyectiles se acercaba siquiera a su objetivo. Cuando Peter y Billy llegaron al suelo la mujer huyó rápidamente, profiriendo maldiciones por encima de su hombro, con su masa de cabellos amarillos ondeando alrededor de su cabeza. Los dos hombres miraron hacia abajo, pero no dijeron nada. Habían realizado su tarea. Estaban en posesión del barco.

—Tenemos que marcharnos —dijo Peter, rodeando el cuerpo de Billy con un brazo para ayudarle a andar y utilizando su trozo de tubería como bastón en el cual apoyarse—. Son fuertes y ahora poseen el barco… y el agua. Y son lo bastante listos como para defenderlo bien, al menos la ramera Bettyjo lo es. La conozco, es una mujer malvada que entrega su cuerpo a esos dos, de modo que ellos harán lo que les ordene. Sí, es una señal. Ella es una ramera de Babilonia, expulsándonos…

—Tenemos que regresar —balbuceó Billy.

—…mostrándonos que debemos ir a la mayor ramera de Babilonia, al otro lado del río. La suerte está echada.

Billy se dejó caer al suelo, respirando penosamente y frotándose los magullados dedos, mientras Peter miraba tranquilamente hacia atrás, hacia el barco que había sido su hogar y su fortuna. Tres pequeñas figuras bailaban grotescamente sobre la alta cubierta, y sus carcajadas llegaban débilmente a través del viento frío que soplaba desde la bahía. Billy empezó a temblar.

—Vamos —dijo Peter amablemente, y le ayudó a ponerse en pie—. No podemos quedarnos aquí, esto no es ya para nosotros. Sé dónde podemos encontrar refugio en Manhattan, he estado allí muchas veces.

—No quiero ir allí —dijo Billy, echándose hacia atrás, recordando a la policía.

—Tenemos que ir. Allí estaremos seguros.

Billy echó a andar lentamente detrás de Peter. ¿Por qué no?, pensó; los policías se habrían olvidado de él desde hacía mucho tiempo. Todo podía ir bien, especialmente si Peter conocía algún lugar al que pudieran ir, Si se quedaba aquí tendría que quedarse solo; y el miedo a la soledad era mayor que cualquier recordado miedo a la policía. Peter y él podían salir adelante mientras permanecieran juntos.

Habían cruzado medio Puente de Manhattan cuando Billy se dio cuenta de que en la pelea con aquellos dos hombres le habían desgarrado uno de sus bolsillos.

—Espera —le dijo a Peter; y luego, más asustado—: ¡Espera! —Rebuscó a través de sus ropas con creciente pánico—. Han desaparecido —declaró finalmente, apoyándose contra la barandilla—. Las cartillas de la Beneficencia. Debieron perderse durante la pelea. ¿No las tiene usted?

—No, recuerda que ayer te las llevaste para ir a buscar la ración de agua. No son importantes.

—¡No son importantes! —sollozó Billy.

El puente era para ellos solos, una dolorosa soledad invernal. El color gris pizarra de las aguas se reflejaba en las nubes bajas arrastradas por el viento helado que penetraba incisivamente a través de sus ropas. Hacía demasiado frío para permanecer allí, y Billy echó a andar de nuevo. Peter le siguió.

—¿Adónde vamos? —preguntó Billy cuando salieron del puente y descendieron por la Calle División. Aquel lugar parecía menos frío, con la gente moviéndose a su alrededor. Billy se sentía siempre mejor rodeado de gente.

—A un cementerio de coches. Hay un gran número de ellos cerca de los barrios extremos —dijo Peter.

—Está usted loco, los cementerios de coches están llenos, siempre lo han estado.

—No en esta época del año —respondió Peter, señalando el hielo sucio que llenaba la cuneta de la calle—. Vivir en los cementerios de coches resulta siempre incómodo, y en esta época del año es particularmente duro para los viejos y los lisiados.

Billy sólo había visto las calles de la ciudad llenas de automóviles en la pantalla de la televisión. Para él era un hecho histórico —y en consecuencia desprovisto de interés—, debido a que los cementerios de coches habían estado allí desde hacía tanto tiempo como él podía recordar, una parte permanente y descompuesta del paisaje. A medida que el tráfico rodado había disminuido y los automóviles en funcionamiento se habían hecho más raros, los centenares de solares destinados a aparcamiento alrededor de la ciudad habían dejado de ser necesarios. Empezaron a llenarse gradualmente de automóviles abandonados, algunos remolcados por la policía y otros empujados a mano. Cada uno de los solares era ahora un pequeño pueblo con gente viviendo en los automóviles debido a que, por incómodos que resultaran, siempre eran mejores que la calle. Y aunque cada uno de los automóviles tenía completa desde hacía tiempo su cuota de habitantes, en invierno, cuando los más débiles morían, quedaban plazas vacantes.

Iniciaron su recorrido a través del gran solar detrás de las Seward Park Houses, pero fueron expulsados por una pandilla de jovenzuelos armados con trozos de ladrillo y navajas que se habían fabricado ellos mismos. Descendiendo por la calle Madison vieron que la valla alrededor del pequeño parque contiguo a las La Guardia Houses había sido derribada hacía muchos años, y que el parque estaba ahora lleno de restos de vehículos oxidados y sin ruedas. Aquí no había jovenzuelos agresivos, y las escasas personas a la vista andaban arrastrando los pies con un aire de total desesperanza. Sólo salía humo de una de las chimeneas que coronaban los techos de la mayoría de los automóviles. Peter y Billy avanzaron entre los vehículos, atisbando a través del parabrisas y ventanillas cuarteadas, rascando la escarcha pegada al cristal cuando les impedía la visión. Rostros pálidos y fantasmales alzaban la mirada hacia ellos o unas formas se removían con visible inquietud en el interior a medida que avanzaban a través del cementerio.

—Ese parece bueno —dijo Billy, señalando un antiguo y espacioso Buick sedán con motor a turbina y los rodillos de sus frenos de disco semihundidos en el barro.

Se acercaron a examinarlo. Las ventanillas de ambos lados estaban cubiertas con una gruesa capa de escarcha, y no se oyó absolutamente nada en el interior cuando Peter y Billy tiraron inútilmente de los pomos de todas las portezuelas cerradas.

—Me pregunto cómo se las arreglan para entrar —murmuró Billy, y luego se encaramó al techo. Encima del asiento delantero había un tejadillo corredizo, y cuando Billy tiró de él se movió un poco. Sube la tubería aquí, este puede ser el camino-— le dijo a Peter.

El tejadillo se deslizó hacia atrás cuando lo apalancaron con la tubería. La luz grisácea se derramó sobre el rostro y los ojos inmóviles de un anciano. Una de sus manos empuñaba una porra de extraño aspecto pero que infundía respeto: una barra de algún tipo de material forrada por así decirlo con trozos de cuerda anudada alrededor de puntiagudas astillas de cristal. El hombre estaba muerto.

—Debió de ser una tarea difícil para él mantenerse en un automóvil tan grande como este sin la ayuda de nadie —dijo Billy.

Era un hombre robusto y su cuerpo estaba rígido a causa del frío, y Peter y Billy tuvieron que trabajar duramente para sacarlo a través de la abertura del techo. No necesitaban los sucios harapos que le envolvían, pero se apoderaron de su cartilla de la Beneficencia. Peter le arrastró hasta la calle para que el Departamento de Salubridad lo recogiera, mientras Billy esperaba en el interior del automóvil, asomando la cabeza por la abertura del techo, vigilando en todas direcciones, con la porra tachonada de cristales preparada por si alguien pretendía disputarles la ocupación de su nuevo hogar.

VI

—Hum, eso tiene buen aspecto —dijo la señora Miles, esperando en el extremo del largo mostrador y observando cómo el empleado de la Beneficencia deslizaba hacia Shirl el pequeño paquete a través del mostrador—. ¿Hay algún enfermo en su familia?

—¿Dónde está el envoltorio usado, señora? —se quejó el empleado—. Ya sabe que no puede llevarse este paquete nuevo sin entregar el envoltorio viejo. Y tres dólares.

—Lo siento —dijo Shirl, sacando el arrugado envoltorio de plástico de su cesta de la compra y entregándoselo al empleado junto con el dinero.

El hombre gruñó algo y efectuó una anotación en una de sus tablillas de registro.

—El siguiente —dijo.

—Sí —le dijo Shirl a la señora Miles, que estaba mirando de soslayo el paquete y formando lentamente las palabras con la boca mientras leía la etiqueta—. Se trata de Sol. Sufrió un accidente. Comparte el apartamento con nosotros y tiene más de sesenta años. Se fracturó la cadera, y no puede moverse de la cama; esto es para él.

—«Copos de carne». Suena bien, desde luego —dijo la señora Miles, siguiendo el paquete con los ojos mientras desaparecía en la cesta de Shirl—. ¿Cómo los prepara?

—Se puede hacer cualquier cosa con ellos, pero yo preparo una sopa espesándola con galleta, de ese modo resulta más fácil de comer. Sol no puede sentarse, ni si quiera en la cama.

—Un hombre en esas condiciones tendría que estar en el hospital, especialmente siendo tan viejo.

—Estuvo en el hospital, pero ahora no hay camas disponibles. En cuanto se enteraron de que vivía en un apartamento, se pusieron en contacto con Andy y le obligaron a llevarse a Sol a casa. Cualquiera que tenga un lugar adonde ir tiene que marcharse. Bellevue está lleno, y han estado trasladando unidades enteras a Peter Cooper Village y poniendo más camas, pero no hay suficiente espacio —Shirl se dio cuenta de que hoy había algo distinto en la señora Miles: era la primera vez que la veía sin el niño cogido de su mano—. ¿Cómo está Tommy… ha empeorado?

—Ni ha mejorado ni ha empeorado. El kwash no varía en ningún sentido, lo cual es una ventaja porque así puedo seguir sacando la ración —señaló el tazón de plástico en su cesta, en el cual habían dejado caer una pequeña pella de manteca de cacao—. A Tommy le gusta quedarse en casa cuando hace tanto frío, no tenemos ropa suficiente para todos los niños, y Winny tiene que ir a la escuela todos los días. Es muy lista. Hará los tres cursos. Hace mucho tiempo que no la veo en la cola del agua…

—Andy se ocupa de eso: yo tengo que quedarme con Sol.

—Está usted de suerte al tener un enfermo en casa, puede venir aquí a buscar una ración. El resto de la ciudad tendrá que pasar el invierno a base de galletas y agua, desde luego.

¿Suerte?, pensó Shirl, anudando su pañuelo debajo de su barbilla y mirando a su alrededor, la oscura y desnuda sala de la sección de Raciones Especiales de la Beneficencia. El mostrador partía la sala por la mitad, con los empleados y las hileras de estanterías semivacías a un lado, y las cansinas colas de gente en el otro. Aquí estaban los rostros demacrados y miembros temblorosos de los enfermos, de los que necesitaban dietas especiales: diabéticos, inválidos crónicos, personas con enfermedades carenciales y las numerosas mujeres embarazadas. ¿Eran esos los afortunados?

—¿Qué van a cenar ustedes mañana? —preguntó la señora Miles, atisbando a través de la sucia ventana, tratando de ver el cielo en el exterior.

—No lo sé, supongo que lo mismo de siempre. ¿Por qué?

—Podría nevar. Tal vez tengamos un Día de Acción de Gracias blanco como solíamos tener cuando yo era niña. Nosotros vamos a comer pescado, he estado ahorrando para ello. Mañana es jueves, veintiocho de noviembre. ¿Lo había olvidado?

Shirl se encogió de hombros.

—Creo que sí. La enfermedad de Sol lo ha trastornado todo.

Echaron a andar, con las cabezas inclinadas para no recibir en pleno rostro el azote del viento, y cuando doblaron la esquina de la Novena Avenida con la Calle Diecinueve, Shirl se dio de bruces con alguien que llegaba en dirección contraria: era una mujer, y el golpe la proyectó de espaldas contra la pared.

—Lo siento —se disculpó Shirl—. No la había visto…

—No está usted ciega —refunfuñó la otra mujer—. No se puede andar por la calle atropellando a la gente… —Sus ojos se agrandaron al mirar a Shirl—. ¡Usted!

—Ya le he dicho que lo siento, señora Haggerty. Fue un accidente.

Echó a andar, pero la otra mujer se colocó delante de ella, cerrándole el paso.

—Sabía que la encontraría —dijo la señora Haggerty con aire triunfal—. Voy a llevarla a los tribunales, usted robó todo el dinero de mi hermano, él no me dejó ninguno, ni un solo centavo. Y no sólo eso, sino que he tenido que pagar todas las facturas, la factura del agua, todas. Eran tan elevadas que tuve que vender todos los muebles para pagarlas, y no fue suficiente, y me están apremiando para que abone el resto. ¡Usted va a pagarlo!

Shirl recordó a Andy tomando las duchas, y algo de lo que pensaba debió reflejarse en su rostro porque los gritos de Mary Haggerty se convirtieron en estridentes chillidos.

—¡No se ría de mí! ¡Yo soy una mujer honrada! Una individua como usted no puede reírse de mí en una calle pública. Todo el mundo sabe lo que es usted, es una…

Sus palabras fueron interrumpidas por la intervención de la señora Miles, que se había adelantado y le propinó un sonoro bofetón.

—Métase su asquerosa lengua donde le quepa, niña —dijo la señora Miles—. Nadie le habla a. una amiga mía de esa manera.

—¡Usted no puede hacerme esto! —gritó la hermana de Mike.

—Ya se lo he hecho… y la cosa no acabará aquí si no la pierdo de vista inmediatamente.

Las dos mujeres se encararon una con otra, y Shirl fue momentáneamente olvidada. Tenían la misma edad y procedían de la misma capa social, aunque Mary Haggerty había subido un poco de categoría cuando se había casado. Pero había crecido en aquellas calles y conocía las normas. Tenía que luchar o emprender una vergonzosa retirada.

—Este asunto no es de su incumbencia —dijo.

—Lo estoy haciendo mío —dijo la señora Miles, cerrando el puño y echando el brazo hacia atrás.

—Este asunto no es de su incumbencia —repitió la hermana de Mike, pero al mismo tiempo retrocedió unos cuantos pasos.

—¡Pegue! —dijo la señora Miles triunfalmente.

—¡Tendrán ustedes noticias mías! —gritó Mary Haggerty por encima de su hombro, mientras reunía los harapos de su dignidad y empezaba a alejarse. La señora Miles rió fríamente y escupió a la espalda que se alejaba.

—Lamento que se haya visto mezclada en esto —dijo Shirl.

—Ha sido un placer —dijo la señora Miles—. Lástima que no haya tenido agallas para enfrentarse conmigo. La hubiera machacado. Conozco a las de su clase.

—Le juro que no le debo ningún dinero…

—¿A quién le importa eso? Aunque sería mejor que se lo debiera. Sería un placer estafar a alguien como ella.

La señora Miles se despidió de Shirl delante del edificio de esta última, y se alejó andando muy erguida. Súbitamente deprimida, Shirl subió los largos tramos de escalera hasta el apartamento y empujó la puerta que no estaba cerrada con llave.

—Tienes mal aspecto —le dijo Sol. Tenía las mantas subidas hasta la barbilla y llevaba el gorro de lana encasquetado hasta las orejas—. Apaga ese trasto, ¿quieres? Será un verdadero milagro si no me quedo ciego o sordo.

Shirl dejó su cesta sobre la mesa y desconectó el ruidoso televisor.

—En la calle hace mucho frío —dijo—. E incluso aquí. Voy a encender el fuego y calentaré un poco de sopa al mismo tiempo.

—No más copos de carne, por favor —suplicó Sol, haciendo una mueca.

—No debería decir eso —le reprochó Shirl cariñosamente—. Es carne de verdad, lo que usted necesita precisamente.

Lo que yo necesito ya no puedes conseguirlo. ¿Sabes lo que son esos copos de carne? Me he enterado hoy a través de la televisión, no porque deseara saberlo, pero no podía apagar ese maldito trasto. Son el fruto de uno de esos inefables programas dietéticos ideados por mentes calenturientas. En este caso procede de Florida. Granjas de caracoles… ¿qué te parece eso? En vez de criar gallinas, o pavos, crían caracoles gigantes del Africa Oriental, trescientos gramos de carne en cada cáscara. Pelados, cortados, deshidratados, irradiados, empaquetados y enviados a los ciudadanos hambrientos del helado Norte. Copos de carne. ¿Qué opinas de eso?

—No me parece tan horrible —dijo Shirl, removiendo los oscuros filamentos de carne, semejantes a astillas de madera, en la cacerola—. Recuerdo que vi una película en la televisión, en la que comían caracoles, creo que era en Francia. Se suponía que se trataba de algo muy exquisito.

—Para los franceses tal vez, pero no para mí… —Sol tuvo un acceso de tos que le dejó débil y pálido sobre la almohada, respirando rápidamente.

—¿Quiere un poco de agua? —preguntó Shirl.

—No… estoy bien. —Su enojo parecía haberse volatizado con la tos—. Siento causarte tantas molestias, querida, y que tengas que cuidarme y atender a todo. No estoy acostumbrado a guardar cama, ¿sabes? Toda la vida me he mantenido en forma gracias al ejercicio, ¿sabes?, y siempre he sabido cuidar de mí mismo, sin tener que pedirle nada a nadie. Pero hay algo que no podemos parar. —Inclinó tristemente la mirada hacia la cama—. El tiempo avanza de un modo inexorable. Los huesos se hacen quebradizos. Una caída y ya está, te envuelven en yeso hasta la barbilla.

—La sopa está a punto…

—Ahora no, no tengo hambre. Tal vez podrías encender el televisor… no, déjalo apagado. Ya he tenido suficiente. En el noticiario han dicho que es posible que el Proyecto de Ley de Emergencia sea aprobado después de sólo un par de meses de cháchara en el Congreso. Yo no lo creo. Hay demasiadas personas que no lo conocen o que viven al margen del problema que trata de resolver, de modo que no existe una verdadera presión sobre el Congreso para que decida de una vez. Tenemos todavía mujeres con diez hijos que se están muriendo de hambre y que creen que es algo diabólico reducir el número de miembros de las familias. Creo que la mayor parte de culpa puede ser atribuida a los católicos, ya que aún no están completamente convencidos de que el controlar los nacimientos es algo beneficioso.

—Sol, por favor, no sea anticatólico. La familia de mi madre…

—No soy antinada, y quiero a la familia de tu madre. ¿Soy antipuritano porque digo que la Madre Cotton fue una fanática cazadora de brujas que ayudó a achicharrar a numerosas ancianas? Eso dice la historia. Vuestra Iglesia ha luchado siempre públicamente contra determinadas medidas para controlar la natalidad. Eso también es historia. Los resultados, que demuestran que estaba equivocada, pueden verse más allá de esa ventana. Los católicos han impuesto sus creencias al resto de nosotros, y ahora pagamos todos las consecuencias.

—No hay que exagerar, Sol. La Iglesia no lucha realmente contra la idea del control de la natalidad, sino contra la manera de realizarlo. Siempre ha aprobado las técnicas basadas en el ritmo menstrual…

—No son suficientemente eficaces. Ni lo es la Píldora, no para todo el mundo. ¿Cuándo van a dar su aprobación al espiral? Esto es lo único que realmente funciona. Y, ¿sabes desde cuándo se sabe que es absolutamente seguro e inofensivo y todo lo demás? Nada menos que desde 1964, cuando los brillantes muchachos de John Hopkins eliminaron todos los problemas y efectos colaterales. Durante treinta y cinco años han tenido esa pequeña pieza de plástico que vale tal vez un par de centavos. Una vez insertada permanece en el interior de la vagina durante años enteros, no perjudica a ninguno de los procesos corporales, no se desprende, de hecho la mujer no se da cuenta de que está allí… pero mientras esté allí la mujer no quedará embarazada. Sácala, y la mujer puede volver a tener hijos, nada ha cambiado. Y lo más curioso es que nadie está seguro de cómo funciona. Es un misterio. Tal vez debería pronunciarse con una M mayúscula, Misterio, de manera que vuestra Iglesia pudiera aceptarla y decir que es la voluntad de Dios si la cosa va a funcionar o no.

—Sol… estás blasfemando.

—¿Yo? ¡Nunca! Pero tengo tanto derecho como mi prójimo a suponer lo que está pensando Dios. En realidad, esto no tiene nada que ver con El. Sólo trato de encontrar un pretexto para que Iglesia Católica acepte las cosa y conceda una tregua a la doliente raza humana.

—En la actualidad están estudiando el problema.

—¡Estupendo! Han empezado a estudiarlo tan sólo treinta y cinco años demasiado tarde. Sin embargo, todavía podría dar resultado, aunque lo dudo. Es la vieja cuestión de demasiado poco y demasiado tarde. El mundo se ha ido, no está yéndose, al infierno en una cesta, y todos nosotros lo hemos empujado hacia allí.

Shirl removió la sopa y miró a Sol sonriendo.

—¿No exagera usted un poco? No creo que sea justo atribuir todos nuestros problemas al exceso de población.

—Para mí lo es, y perdona que me muestre tan terco en ese punto. El carbón que se suponía suficiente para varios siglos ha sido extraído todo porque había un número excesivo de personas que deseaban calentarse. Lo mismo que el petróleo: queda tan poco, que no pueden permitir que se queme, tiene que ser convertido en productos químicos, y plásticos, y todo eso. Y los ríos… ¿quién los ha contaminado? El agua… ¿quién se la ha bebido? El suelo… ¿quién lo ha hecho improductivo? Todo ha sido engullido, gastado, agotado. ¿Qué es lo que nos queda… nuestro único recurso natural? Montones de automóviles viejos, eso es todo. A cambio de los inmensos recursos que hemos derrochado sin tasa, sólo nos quedan un par de miles de millones de automóviles viejos que se están oxidando. En una época tuvimos el mundo entero en nuestras manos, pero nos lo comimos, y lo quemamos, y ahora ha desaparecido. En una época las praderas estaban llenas de búfalos, eso era lo que mis libros de texto decían cuando yo era niño, pero yo no llegué a verlos porque entonces ya habían sido convertidos en filetes y en alfombras que con el paso del tiempo se habían apolillado. ¿Crees que aquello causó alguna impresión en la raza humana? ¿O las ballenas, y las aves de paso, y las cigüeñas, o cualquiera del centenar de otras especies que hemos extinguido? En las décadas de los cincuenta y los sesenta se habló mucho de construir plantas atómicas para depurar el agua del mar, de modo que el desierto floreciera y todas aquellas pamplinas. Pero todo quedó en simples palabras. Nunca faltan personas sensatas que prevén el futuro, pero lo más probable es que sean tachadas de visionarias o de alarmistas. Se tarda al menos cinco años en construir una sola planta atómica, de modo que las que tenían que haber suministrado el agua y la electricidad que necesitamos ahora tendrían que haber sido construidas entonces. No lo fueron. La cosa no puede ser más sencilla.

—Usted hace que parezca sencilla, Sol, pero, ¿no es demasiado tarde para preocuparse por lo que la gente tenía que haber hecho hace cien años?

—Cuarenta, pero eso no tiene importancia.

—¿Qué podemos hacer hoy? ¿No es eso lo que deberíamos pensar?

—Piensa tú en ello, querida, yo me pongo triste cuando lo hago. Correr a toda velocidad hacia adelante para no movernos de sitio, y mantener nuestros dedos cruzados: eso es todo lo que podemos hacer hoy. Tal vez yo vivo en el pasado, y si lo hago tengo buenos motivos para ello. Las cosas eran mucho mejores entonces, y los problemas eran siempre cosa del futuro, de modo que al diablo con ellos. Existía Francia, un país grande y moderno, hogar de la cultura, preparado para conducir al mundo por el camino del progreso. Pero tenían una ley que hacía ilegal el control de la natalidad, y era un delito incluso para los médicos hablar de contraconcepción. ¡Progreso! Los hechos eran bastante claros si alguien se hubiese tomado la molestia de examinarlos. Los conservadores nos advertían continuamente que si no cambiábamos nuestro sistema de vida nuestros recursos no tardarían en agotar. se. Se han agotado. Era casi demasiado tarde entonces, pero algo se podía haber hecho. Las mujeres de todos los países del mundo pedían desesperadamente información sobre el control de la natalidad, a fin de poder reducir el tamaño de sus familias a unos limites razonables. Lo único que obtuvieron fue mucha palabrería y muy poca acción. Por cada cursillo de planeamiento familiar que se daba tendrían que haberse dado cinco mil… e incluso esta cifra hubiera sido insuficiente. Los hijos, el amor y el sexo son probablemente los temas más secretos y más importantes desde el punto de vista emocional para el género humano, de modo que una discusión abierta resultaba casi imposible. Habría sido preciso discutir abiertamente el problema, destinar montañas de dinero a investigaciones sobre la fecundidad, planeamiento de las familias a escala mundial, programas educativos sobre la importancia del control de la población… y, lo más importante de todo, libertad de expresión para la libre opinión. Pero no se hizo nada, y ahora estamos en 1999 y al final del siglo. ¡De otro siglo! Bueno, dentro de dos semanas llegará un nuevo siglo, y tal vez será realmente nuevo para la desdichada raza humana. Personalmente lo dudo… y no me preocupa en absoluto. No estaré aquí para verlo.

—Sol… no debe hablar así.

—¿Por qué no? Tengo una enfermedad incurable: vejez.

Empezó a toser de nuevo, esta vez durante mucho más tiempo, y cuando el acceso remitió se quedó muy quieto en la cama, agotado. Shirl se acercó para arreglarle las mantas, y su mano tocó la de Sol. Una expresión alarmada apareció en su rostro.

—Está usted muy caliente… ardiendo. ¿Tiene fiebre?

—¿Fiebre? —Sol trató de sonreír, pero se vio acometido por otro acceso de tos que le dejó más débil que antes. Cuando volvió a hablar lo hizo en voz muy baja—: Mira, querida soy un viejo carcamán. Estoy tendido de espaldas en la cama, enyesado como una momia, y no puedo moverme, y aquí hace el bastante frío como para congelar a un mono de latón. Lo único que debería padecer son encantamientos, pero hay muchas más probabilidades de que pille una pulmonía.

—¡No!

—Sí. No se llega a ninguna parte huyendo de la verdad. Si la he pillado, la he pillado. Ahora, sé buena chica y cómete la sopa. Yo no tengo hambre, intentaré dormir un poco. —Apoyó la cabeza en la almohada, y cerró los ojos.


Eran más de las siete cuando Andy llegó a casa. Shirl reconoció sus pasos en el rellano y salió a recibirle con un dedo en los labios; luego le condujo silenciosamente hacia el otro cuarto, señalando a Sol, que seguía durmiendo y respirando con una especie de jadeo.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Andy, desabotonando su empapado abrigo—. ¡Vaya una noche! Lluvia mezclada con nieve…

—Tiene fiebre —dijo Shirl, retorciéndose las manos—. El dice que es pulmonía. ¿Es posible? ¿Qué hacemos?

Andy no terminó de quitarse el abrigo.

—¿Está muy caliente? ¿Ha estado tosiendo? —preguntó.

Shirl asintió. Andy abrió la puerta y escuchó la respiración de Sol, luego volvió a cerrarla silenciosamente y empezó a abotonarse de nuevo el abrigo.

—Me advirtieron acerca de esto en el hospital —dijo—. Siempre existe una posibilidad en las personas ancianas que tienen que permanecer en cama. Me dieron unas píldoras antibióticas. Se las daremos a Sol y luego iré a Bellevue y veré si puedo conseguir alguna más… y si quieren readmitirlo. Tendría que estar en una tienda de oxígeno.

Sol apenas despertó cuando se tragó las píldoras, y su piel ardía cuando Shirl sostuvo en alto su cabeza. Seguía durmiendo cuando Andy regresó, menos de una hora más tarde. El rostro de Andy estaba vacío de toda expresión, inescrutable, lo que Shirl llamaba su rostro profesional. Sólo podía significar una cosa.

—No hay antibióticos —susurró—. Debido a la epidemia de gripe. Ocurre lo mismo con las tiendas de oxígeno y las camas. No hay ninguna disponible, todas están ocupadas. Ni siquiera he visto a ninguno de los médicos, sólo a la chica recepcionista.

—No pueden hacer eso. Sol está muy enfermo. Es un asesinato.

—Si vas a Bellevue, te parecerá que la mitad de la ciudad está enferma. Hay gente en todas partes, incluso fuera, en la calle. No hay bastantes medicamentos, Shirl. Creo que sólo los suministran a los niños, todos los demás tienen que correr el albur.

—¡Correr el albur! —Shirl apoyó su rostro contra el mojado abrigo de Andy y empezó a sollozar desesperadamente—. Aquí, Sol no tiene ninguna probabilidad. Es un asesinato. Un hombre tan anciano como él necesita ayuda, no puede ser abandonado a la muerte.

Andy la apretó contra su pecho.

—Nosotros estamos aquí y podemos cuidarle. Todavía quedan cuatro píldoras. Haremos todo lo que esté nuestro alcance, Shirl. Ahora, descansa un poco. Vas a enfermar tú también si no te cuidas.

VII

—No, Rusch, imposible. No puedo autorizarlo… y usted debería saberlo y no ponerme en la disyuntiva de tener que negárselo —el teniente Grassioli apoyó su nudillo contra la comisura de su ojo, pero ello no interrumpió las contracciones.

—Lo siento, teniente —dijo Andy—. No estoy pidiendo nada para mí. Es un problema familiar. Llevo nueve horas de servicio, y tengo rondas dobles el resto de la semana…

—Un oficial de policía está de servicio veinticuatro horas al día.

Andy realizó un gran esfuerzo para dominar su impaciencia.

—Lo sé, señor —dijo—. No trato de eludir nada.

—La respuesta es no. Y no se hable más del asunto.

—Entonces, concédame un permiso de media hora. Sólo quiero ir a mi casa, y luego me presentaré directamente a usted. Después de eso puedo trabajar hasta que lleguen los hombres del servicio diurno. Después de medianoche no le sobrará personal aquí, y si me quedo puedo terminar esos informes que Centre Street ha estado reclamando toda la semana.

Eso significaría trabajar veinticuatro horas sin ningún descanso, pero era la única manera de conseguir un permiso a regañadientes de Grassy. El teniente no podía ordenarle que trabajara tantas horas seguidas —si no era una emergencia—, pero podía utilizar la ayuda. La mayoría de los detectives de la plantilla habían sido destinados de nuevo a servicios antidisturbios, de modo que el trabajo rutinario se había retrasado considerablemente. Y el Cuartel General de Centre Street no aceptaba como válido el pretexto.

—Nunca le pido a un hombre que preste más servicio del que le corresponde —dijo Grassioli, mordiendo el cebo—. Pero creo en el juego limpio, toma y daca. Puede usted salir media hora… pero ni un minuto más, desde luego, y prestar servicio media hora más cuando regrese. Si quiere quedarse hasta más tarde, eso queda a su elección.

—Sí, señor —dijo Andy.

A su elección. Estaría aquí cuando saliera el sol.

La lluvia que había estado cayendo durante los últimos tres días se había convertido en nieve: grandes, lentos copos de nieve que caían silenciosamente a través de los charcos de luz ampliamente espaciados a lo largo de la Calle Veintitrés. Circulaba muy poca gente por las calles, aunque podían verse numerosas figuras arracimadas alrededor de las columnas que sostenían la autopista elevada. La mayoría de los otros que dormían en la calle habían buscado alguna clase de refugio contra el mal tiempo y, aunque eran invisibles, su masa numérica, junto con los otros habitantes de la ciudad, preñaba los edificios con una presencia casi tangible. Detrás de cada pared había centenares de personas, vistas ahora únicamente como formas oscuras en zaguanes o la repentina silueta contra una ventana. Andy inclinó la cabeza para que la nieve no azotara su rostro y apresuró el paso, empujado por la preocupación, hasta que tuvo que aminorarlo, jadeando, para recobrar el aliento.

Shirl no había querido que se marchara aquella mañana, pero Andy no tenía otra elección. Sol no estaba mejor —ni peor— que durante los últimos tres días. Andy le hubiera gustado quedarse con él, ayudar a Shirl, pero no podía elegir. Tenía que marcharse, estaba en servicio. Shirl no lo había comprendido y casi se habían peleado por ello, sin levantar la voz para que Sol no pudiera oírles. Andy creyó que podría regresar temprano, pero el servicio antidisturbios lo había impedido. Al menos podría estar unos minutos con ellos y ver si podía ayudar en algo. Sabía que para Shirl no resultaba fácil estar sola con el anciano enfermo, pero… ¿qué otra cosa se podía hacer?

La música y las risas enlatadas de la televisión resonaban a través de la mayoría de las puertas a lo largo del rellano, pero su propio apartamento permanecía silencioso. Se sintió invadido por una súbita y fría premonición. Abrió la puerta silenciosamente. El cuarto estaba a oscuras.

—¿Shirl? —susurró—. ¿Sol?

No obtuvo ninguna respuesta, y la calidad de aquel silencio llamó inmediatamente su atención. ¿Dónde esta la rápida y ronca respiración que había llenado el cuarto? Su linterna zumbó, y el rayo luminoso cruzó la habitación y avanzó hasta la cama, hasta el rostro pálido inmóvil de Sol. Parecía dormir tranquilamente, y tal vez dormía, pero Andy supo —antes incluso de que las puntas de sus dedos la tocaran— que la piel estaría fría y que Sol había muerto.

Oh, Dios!, pensó. Shirl estaba sola con él aquí, en la oscuridad, mientras él moría.

Súbitamente tuvo consciencia de los sollozos casi silenciosos, desgarradores, al otro lado del tabique.

VIII

—¡No quiero oír nada más! —gritó Billy, pero Peter siguió hablando como si Billy no estuviera allí, tendido junto a él, y no hubiera dicho nada.

—«…y vi un nuevo cielo y una nueva tierra: ya que el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido; y ya no existía ningún mar». Así está escrito en la Revelación, la verdad se encuentra allí si la buscamos. Una revelación para nosotros, una vislumbre del mañana…

—¡CALLESE!

No sirvió de nada, y la monótona voz continuó resonando contra el rumor del viento que soplaba alrededor del viejo automóvil y penetraba a través de las rendijas y agujeros. Billy tiró de una esquina de la raída manta para taparse la cabeza a fin de apagar el sonido, pero la diferencia era escasa y, por contra, apenas podía respirar. La deslizó debajo de su barbilla y contempló fijamente la gris oscuridad en el interior del vehículo, tratando de ignorar al hombre que estaba a su lado. Quitados los asientos, el sedán se había convertido en una habitación, no demasiado espaciosa. Dormían uno al lado del otro en el suelo, extrayendo el calor que podían del andrajoso montón de material aislante contra el fuego, relleno de los asientos y la arrugada tela de plástico que constituían su lecho. Se percibió un súbito olor a yodo y a humo cuando el viento sopló a través de la chimenea del tubo de escape y removió las cenizas en el portaequipajes, que utilizaban como estufa. La última briqueta de carbón marino había ardido allí una semana antes.

Billy había dormido no sabía cuanto tiempo, hasta que la mosconeante voz de Peter lo había despertado. Ahora tenía la seguridad de que el hombre estaba chiflado, hablando consigo mismo la mayor parte del tiempo. Billy se sintió oprimido por las paredes y la oscuridad, por la estrechez y las palabras desprovistas de significado que martilleaban sus oídos y llenaban el automóvil. Poniéndose de rodillas, hizo girar la manija, bajó el cristal de la ventanilla trasera un par de centímetros y aplicó su boca a la abertura, aspirando el aire frío del exterior. Algo rozó sus labios, humedeciéndolos. Inclinó la cabeza para mirar a través de la abertura y pudo ver las blancas formas de copos de nieve arrastrados por el viento.

—Voy a salir —dijo mientras cerraba la ventanilla, pero Peter no dio ninguna señal de haberlo oído—. Voy a salir. Esto apesta. —Cogió el poncho confeccionado con la tela de plástico arrancada del asiento delantero del Buick, pasó su cabeza a través de la abertura del centro y envolvió su cuerpo en él. Cuando abrió la portezuela trasera un remolino de nieve penetró en el vehículo—. Esto apesta, y usted apesta, y creo que está chiflado —saltó al suelo y cerró de golpe la portezuela tras él.

Cuando la nieve tocaba el suelo se fundía, pero se estaba amontonando sobre las redondeadas jorobas de los automóviles. Billy arrancó un puñado de la capota de su vehículo y se lo metió en la boca. Nada se movía en la oscuridad y, salvo el apagado susurro de la nieve al caer, la noche era silenciosa. Orientándose a través del bosque de automóviles amortajados de blanco, llegó a la Calle del Canal y giró al este hacia el río Hudson. La calle estaba extrañamente vacía, debía ser muy tarde, y el ocasional taxi a pedales que pasaba podía ser oído largo rato por el chirrido de sus ruedas. Se detuvo en el Bowery y contempló desde un zaguán el paso de un convoy de cinco remolques, con los hombres que los arrastraban doblados sobre sí mismos a causa del esfuerzo y una hilera de guardianes a ambos lados. Debía de ser algo valioso, pensó Billy, probablemente comida. Su estómago vacío gruñó dolorosamente ante aquel pensamiento, y Billy se lo apretó con las dos manos. Durante los dos últimos días no había comido absolutamente nada. Aquí había más nieve, pegada a una verja de hierro, y mientras pasaba junto a ella Billy arrancó un trozo, lo convirtió en una bola y se lo metió en la boca. Cuando llegó a la Calle Elizabeth cruzó al otro lado para consultar el reloj de muelles montado en la fachada del edificio del Centro de la Comunidad China. No pudo contener un suspiro de satisfacción. Eran poco más de las tres de la madrugada. Esto significaba que faltaban tres o cuatro horas para que se hiciera de día, tiempo más que suficiente para ir a la parte alta de la ciudad y regresar.

Mientras andaba, el frío no le molestaba demasiado, a pesar de que la nieve se fundía y penetraba en el interior de sus ropas. Pero había un largo trecho hasta la Calle Veintitrés, y él estaba muy cansado; no había comido mucho durante las últimas semanas. Se paró dos veces a descansar, pero el frío le mordía en cuanto dejaba de moverse, de modo que aquellos descansos fueron solamente de unos cuantos minutos. Cuanto más al norte se encontraba, más intenso se hacía su miedo.

¿Por qué no puedo venir aquí?, se preguntó a sí mismo, mirando desvalidamente a la oscuridad que le rodeaba. Los polizontes se habrían olvidado ya de él. Hacía demasiado tiempo, hacía —contó con los dedos— cuatro meses, haría cinco en diciembre. Los polizontes nunca seguían un caso más de un par de semanas, a menos de que alguien matara al alcalde, o robara un millón de dólares, o algo por el estilo. Mientras nadie le viera, estaría a salvo. Por dos veces, con anterioridad, se había encaminado hacia el norte, pero al llegar a las proximidades de la antigua vecindad no se había atrevido a seguir adelante. No llovía con la intensidad suficiente, o había demasiada gente en las calles, o… Pero esta noche las cosas eran distintas; la nieve alzaba una especie de pared a su alrededor —ahora parecía caer más espesa—, y nadie le vería. Llegaría al Columbia Victory, y bajaría al apartamento, y despertaría a los suyos. Eran su familia, se alegrarían de verle, no importaba lo que hubiera hecho, y él podría explicarles que se trataba de un lamentable error, que no era culpable de nada. ¡Y comida! Billy escupió a la oscuridad. Su familia recibía raciones para cuatro personas, y su madre siempre guardaba un pequeño remanente. Comería hasta hartarse. Harina de avena, tal vez incluso recién cocida y caliente. Ropa también, su madre debía conservar aún toda su ropa. Se pondría algunas prendas de abrigo y se llevaría las recias botas que habían pertenecido a su padre. No correría el menor peligro, nadie se enteraría de que había estado allí. Sólo pasaría unos minutos en el apartamento, media hora todo lo más, y luego se marcharía. Desde luego, valdría la pena.

En la Calle Veinte cruzó por debajo de la autopista elevada y avanzó hacia el Muelle 61. Los cobertizos sin paredes del muelle estaban atestados de gente y no se atrevió a pasar a través de ellos. Pero por la parte exterior discurría un estrecho arcén, encima de la hilera de pilastras, y él lo conocía perfectamente, aunque esta era la primera vez que estaba allí de noche… con el arcén resbaladizo a causa de la nieve. Avanzó cuidadosamente, paso a paso, de espaldas al muelle, oyendo el chocar de las olas contra las pilastras bajo él. Si caía allí no habría manera de volver a subir, sería una muerte fría y húmeda. Temblando, deslizó su pie hacia adelante y así tropezó con un grueso espolón de amarre. Encima de él, casi invisible en la oscuridad, se erguía el oxidado casco de la mole del Barrio de los Barcos. Este era probablemente el camino más largo para llegar al Columbia Victory, lo cual significaba que sería el más seguro. No había nadie a la vista cuando se encaramó al pasamano, unos segundos más tarde ponía los pies en cubierta. Mientras cruzaba la ciudad flotante de barcos Billy experimentó la repentina sensación de que todo iba a salir bien. El tiempo estaba de su parte, nevando con la misma intensidad, envolviéndole y protegiéndole. Y tenía las barcos para él solo, no había nadie en cubierta, nadie le vio pasar.

Billy lo había previsto todo, se había estado preparando para esta noche durante mucho tiempo. Si descendía al pasillo inferior podrían oírle mientras trataba de despertar a alguien dentro de su apartamento, pero Billy no incurriría en aquel error, no era tan tonto. Cuando alcanzó la cubierta se detuvo y sacó el alambre trenzado que había preparado semanas antes uniendo los cables de ignición de media docena de automóviles viejos. De un extremo del alambre colgaba un pesado perno. Billy deslizó cuidadosamente hacia abajo hasta que el perno alcanzó la ventana del camarote en el que dormían su madre y su hermana. Entonces, haciéndolo oscilar debidamente, consiguió que el perno golpeara la chapa de heladera que cerraba la ventana. El leve sonido quedó apagado por la nieve, perdiéndose entre los crujidos y rechinamientos de la flota anclada. Pero en el interior del camarote se oiría claramente, despertaría a alguien.

Menos de un minuto después de haber iniciado la maniobra, Billy oyó que algo se movía debajo de él: la chapa de madera se movió y luego desapareció en el interior del camarote. Billy tiró del alambre hacia arriba mientras la oscura forma de una cabeza asomaba a través de la abertura.

—¿Qué pasa? ¿Quién está ahí? —susurró la voz de hermana.

El hermano mayor —susurró Billy a su vez, en cantonés—. Abre la puerta y déjame entrar.

IX

—No puedo olvidarme de Sol —dijo Shirl—. Fue algo tan cruel…

—No te atormentes —dijo Andy, manteniéndola cerca de él en el cálido ambiente de la cama y besándola—. Yo no creo que se sintiera tan desgraciado como piensas. Era un anciano, y en el curso de su vida había visto y había hecho muchas cosas. Para él todo estaba en el pasado, y no creo que fuera muy feliz en el mundo actual. Mira… parece que brilla el sol. Creo que ha dejado de nevar y que el tiempo ha mejorado.

—Pero morir de aquella manera fue tan inútil… Si no hubiera acudido a aquella manifestación…

—Vamos, Shirl, no te obsesiones. Lo que está hecho está hecho. ¿Por qué no piensas en el día de hoy? ¿Puedes imaginar a Grassy dándome un permiso de veinticuatro horas… por pura simpatía?

—No. Es un hombre horrible. Estoy segura de que tenía algún otro motivo, y lo descubrirás mañana, cuando vuelvas a entrar de servicio.

—Veo que piensas lo mismo que yo —rió Andy—. Bueno, vamos a desayunar y a pensar en todas las cosas buenas que queremos hacer hoy.

Andy fue a encender el fuego mientras Shirl se vestía, y luego revisó de nuevo el cuarto para asegurarse de que había puesto todas las cosas de Sol fuera de la vista. Las ropas estaban en el armario, y había vaciado las estanterías y colocado los libros encima de las ropas. No podía quitar la cama, pero guardó también la almohada en el armario y cubrió el catre con la manta, de modo que pareciera más un sofá. Había quedado bastante bien. En el curso de las próximas semanas iría vendiendo las cosas una a una en el zoco; los libros alcanzarían probablemente un buen precio. Durante una temporada podrían comer un poco mejor, y Shirl no tenía por qué enterarse de dónde procedía el dinero que Andy traería a casa.

Iba a echar de menos a Sol, lo sabía. Hacía siete años, cuando había alquilado el cuarto, la transacción no había sido más que un arreglo conveniente para los dos. Sol le había explicado más tarde que la subida de precios de los productos alimenticios le habla obligado a partir la única habitación del apartamento en dos y a prescindir de uno de los cuartos, pero no quería alquilarlo al primer desconocido que se presentara. Acudió a la comisaría diciendo que tenía un cuarto por alquilar. Andy, que entonces vivía en los barracones de la policía, se trasladó allí inmediatamente. De modo que Sol había tenido su dinero… y una protección armada al mismo tiempo. Al principio no había existido ninguna amistad, pero esta tenía que llegar. Y había llegado a pesar de la diferencia de sus edades. «Piensa como un joven, consérvate joven», había dicho siempre Sol, y había vivido de acuerdo con su propia norma. Resultaba curioso la cantidad de cosas que Andy podía recordar por haberlas oído de labios de Sol. Seguiría recordando aquellas cosas. No iba a incurrir en el sentimentalismo —Sol hubiera sido el primero en reírse de aquello y en emitir lo que él llamaba su doble chasquido de lengua—, pero no se olvidaría de él.

El sol entraba ahora por la ventana y, entre el sol y la estufa, la temperatura del cuarto había mejorado considerablemente. Andy encendió el televisor y encontró un programa musical, no de los que a él le gustaban, aunque sí a Shirl, de modo que lo dejó. En aquel momento interpretaban algo llamado Las Fuentes de Roma, el titulo estaba en la pantalla, superimpreso sobre unas imágenes de fuentes gorgoteantes. Shirl entró, cepillándose el pelo, y Andy señaló la pantalla.

—¿No te da sed ver derramarse tanta agua? —preguntó.

—Me hace sentir deseos de tomar una ducha. Apuesto a que huelo a algo horrible.

—Suave como un perfume —dijo Andy, contemplándola con placer mientras ella se sentaba en el alféizar de la ventana, cepillando aún sus cabellos, que el sol llenaba de dorados reflejos—. ¿Te gustaría un viaje en tren… y una merienda campestre? —preguntó Andy súbitamente.

—¡Por favor! No me gustan las bromas antes del desayuno.

—Hablo en serio. Hazte a un lado un momento —Andy se acercó a la ventana y echó una ojeada al viejo termómetro que Sol había clavado al marco en su parte exterior. La mayor parte de la pintura y de los números se habían borrado, pero Sol había rayado otros en su lugar—. Estamos ya a 10 grados a la sombra, y apuesto a que hoy llegaremos a los 14. Y cuando se disfruta de esa temperatura en diciembre. en Nueva York… hay que aprovecharla. Mañana puede haber un metro y medio de nieve. Podemos utilizar los restos de la pasta de soja para preparar bocadillos. El tren del agua se marcha a las once, y podemos viajar en el vagón de la escolta.

—Entonces, ¿hablabas en serio?

—Desde luego, yo no bromeo con estas cosas. Una verdadera excursión al campo. Te diré el viaje que hice la semana pasada, cuando fui con la escolta. El tren sube a lo largo del río Hudson hasta Croton-on-Hudson, donde son llenadas las cisternas. Tardan de dos a tres horas en llenarlas. Yo no lo he visto, pero dicen que en el mismo Croton, a orillas del río, hay un parque con algunos árboles de verdad. Si el tiempo acompaña podemos merendar allí y regresar en el tren. ¿Qué dices?

—Digo que suena a maravillosamente imposible e increíble. Nunca he estado tan lejos de la ciudad desde que era una niña, eso debe encontrarse a kilómetros y kilómetros de distancia. ¿Cuándo nos vamos?

—En cuanto hayamos desayunado. Ya he puesto la harina de avena a cocer… y podrías removerla un poco antes de que se pegue.

—Nada puede pegarse en un fuego de carbón marino. —Pero Shirl se dirigió hacia la estufa y cuidó de la cacerola como Andy había dicho. Andy no recordaba cuando la había visto tan sonriente y feliz como ahora; volvía a ser casi como en el verano.

—No hagas el tonto y cómete toda la harina de avena —dijo Shirl—. Ahora podré utilizar aquel aceite de maíz —sabía que lo estaba guardando para algo importante— y freír unos cuantos buñuelos de harina de avena para la merienda, también.

—Hazlos un poco salados, son más sabrosos, y allí podremos beber toda el agua que queramos.

Andy colocó la silla de Shirl de modo que se sentara de espaldas a la bicicleta sin ruedas de Sol; era preferible evitar que viera algo que podía recordarle lo que había ocurrido. Shirl estaba riendo ahora, hablando de sus planes para el día, y Andy no quería que su humor cambiara. Hoy iba a ser un día especial, los dos estaban seguros de ello.

Mientras empaquetaban la merienda alguien llamó a la puerta con un rápido repiquete, y Shirl frunció el ceño.

—¡El mensajero… lo sé! Hoy tendrás que ir a trabajar…

—No te preocupes por eso —sonrió Andy—. Grassy es incapaz de faltar a su palabra. Además, esa no es la llamada del mensajero. Si conozco algún sonido es su bam-bam-bam.

Shirl sonrió forzadamente y fue a abrir la puerta mientras Andy terminaba de empaquetar la merienda.

—¡Tab! —exclamó Shirl alegremente—. Eres la última persona del mundo… Pasa, me alegro mucho de verte. Es Tab Fielding —le dijo a Andy.

—Buenos días, señorita Shirl —dijo Tab estólidamente, quedándose en el rellano—. Lo siento, pero esto no es una visita de cumplido. Estoy cumpliendo con mi trabajo.

—¿Qué pasa? —preguntó Andy, acercándose a Shirl.

—Tienen que comprender que he de aceptar el trabajo que me ofrecen —dijo Tab, visiblemente a disgusto—. Estoy en una agencia de guardaespaldas desde el mes de setiembre; nos encargan las tareas más difíciles, no tenemos un sueldo regular, y nos vemos obligados a aceptar cualquier trabajo que nos ofrezcan. El hombre que rechaza un trabajo pasa automáticamente al último lugar de la lista. Y tengo una familia a mi cargo…

—¿Qué trata de decirnos? —preguntó Andy. Tenía consciencia de que había alguien en la oscuridad detrás de Tab, y otros sonidos tales como el de arrastrar de pies le revelaron que había más personas fuera de la vista en el rellano.

—No pierda el tiempo —dijo el hombre que estaba detrás de Tab, con una desagradable voz nasal. Permanecía detrás del guardaespaldas, donde no pudieran verle—. Tengo la ley de mi parte. Le he pagado a usted. ¡Enséñele la orden!

—Creo que ahora lo comprendo —dijo Andy—. Apártate de la puerta, Shirl. Entre, Tab, para que podamos hablar con usted.

Tab entró, y el hombre del rellano trató de seguirle.

—No puede entrar ahí sin mi… —chilló. Pero Andy le cerró la puerta en las narices.

—Preferiría que no hubiera hecho usted eso —dijo Tab. Llevaba puesta su nudillera de hierro con púas, con su puño apretado fuertemente alrededor de ella.

—Tranquilícese —dijo Andy—. Sólo deseaba hablar a solas con usted antes que nada, enterarme de lo que pasa. Ese individuo tiene una orden de ocupación, ¿no es cierto?

Tab asintió, sin levantar la dolorida mirada del suelo.

—¿De qué diablos estáis hablando? —preguntó Shirl, mirando alternativamente a los dos hombres con aire preocupado.

Andy no respondió, y Tab se volvió hacia ella.

—Una orden de ocupación es la que extiende un tribunal a cualquiera que pueda demostrar que necesita realmente un lugar para vivir. Habitualmente sólo se extiende a favor de familias numerosas que han tenido que marcharse de algún otro lugar por motivos ajenos a su voluntad. Con una orden de ocupación puede buscarse un apartamento o un cuarto desocupados, y la orden es a la vez una especie de autorización de registro, para comprobar si el apartamento o el cuarto en cuestión están realmente desocupados. Pueden haber problemas, ya que la gente no es partidaria de que un desconocido se presente a fisgonear en sus viviendas, de modo que el poseedor de una orden de ocupación contrata a un guardaespaldas. Ese es mi caso: el hombre que está en el rellano, llamado Belicher, me contrató.

—Pero, ¿por qué has venido aquí? —preguntó Shirl, si comprender aún.

—Porque ese Belicher es un vampiro, por eso —dijo Andy amargamente—. Revoletea en torno a la morgue en busca de cadáveres.

—Es una manera de verlo —replicó Tab, esforzándose en no mostrarse demasiado brusco—. También es un individuo con esposa e hijos y sin ningún lugar donde vivir. Esa es otra manera de verlo.

Alguien aporreó súbitamente la puerta, y detrás de ella pudo oírse la quejosa voz de Belicher. Shirl comprendió finalmente el significado de la presencia de Tab, y en su rostro se reflejó el asombro.

—Has venido aquí porque estás ayudando a esa gente —dijo—. Han descubierto que Sol ha muerto y quieren este cuarto.

Tab sólo pudo asentir en silencio.

—Todavía queda una solución —dijo Andy—. Si uno de los agentes de mi comisaría viviera aquí, esa gente no podría entrar.

Los golpes en la puerta arreciaron, y Tab retrocedió un par de pasos hacia la entrada.

—Si hubiera alguien aquí ahora, la cosa estaría medio resuelta. Y digo medio resuelta, porque Belicher podría apelar al tribunal alegando que tenía una familia numerosa, y le concederían la ocupación. Les ayudaría a ustedes con mucho gusto… pero recibo mi sueldo de Belicher y tengo que estar a sus órdenes.

—No abra esa puerta —dijo Andy en tono incisivo—. No, hasta que hayamos arreglado esto.

—Tengo que hacerlo, es mi deber —dijo Tab—. Se irguió y mostró su puño cerrado con la nudillera de hierro—. No trate de impedirlo, Andy. Es usted policía y conoce la ley acerca de esto.

—Tab, ¿es preciso que lo hagas? —preguntó Shirl en voz baja.

Tab se volvió hacia ella, con los ojos llenos de desconsuelo.

—En otro tiempo fuimos buenos amigos, señorita Shirl, y así es como voy a recordarla. Pero no creo que usted me recuerde como un amigo después de esto, porque tengo que cumplir con mi obligación. La ley les autoriza a entrar, y yo he de ayudarles a ejercer su derecho.

—Adelante… abra esa maldita puerta —dijo Andy amargamente, volviéndose de espaldas y acercándose a la ventana.

Los Belicher entraron. El señor Belicher era delgado, con una cabeza deforme, casi sin barbilla, y una inteligencia que no llegaba más allá de permitirle estampar su firma al pie de la solicitud a la Beneficencia. La señora Belicher era el sostén de la familia; de la fofa carne de su cuerpo habían salido los niños, en número de siete, para hinchar el Subsidio Familiar que les permitía sobrevivir. El número ocho, alojado en su vientre, la hacía aún más obesa; en realidad era el número once de los Belicher, dado que tres de los hermanos habían fallecido por falta de cuidados o por accidente. La muchacha mayor, que no podía tener más de doce años, llevaba en brazos a un bebé cubierto de pústulas que desprendían un hedor espantoso y que no cesaba de llorar. Los otros niños se gritaban ahora unos a otros, aliviados del silencio y de la tensión del oscuro rellano.

—¡Oh! Mira el refrigerador: es muy bonito —dijo la señora Belicher, acercándose y abriendo la puerta.

—No toque eso —dijo Andy, y Belicher reclamó su atención tirándole del brazo.

—Me gusta este cuarto… no es muy grande, ¿sabe?, pero es bonito. ¿Qué hay aquí? —inquirió, dirigiéndose hacia la puerta abierta en el tabique.

—Ese es mi cuarto —dijo Andy, cerrándole el paso—. No le interesa a usted.

—No es preciso que grite tanto —dijo Belicher, apartándose rápidamente como un perro que ha sido apaleado con demasiada frecuencia—. Tengo mis derechos. La ley dice que puedo mirar lo que quiera con una orden de ocupación. —Se apartó un poco más cuando Andy dio un paso hacia él—. No es que dude de su palabra, desde luego: le creo. Este cuarto es muy bonito, tiene una buena mesa, sillas, una cama…

—Esas cosas me pertenecen. Este es un cuarto vacío, y además pequeño. No es bastante grande para usted y toda su familia.

—Hay espacio de sobra. Vivíamos en otro más pequeño…

—¡Andy… mira lo que están haciendo! —el grito de Shirl hizo que Andy girara en redondo, y vio que dos de los muchachos habían encontrado los paquetes de hierbas que Sol había cultivado tan cuidadosamente en su jardinera de la ventana, y los estaban abriendo, pensando que eran algo para comer.

—¡Soltad eso! —gritó, pero antes de que pudiera alcanzarles habían probado las hierbas, para escupirías inmediatamente.

—¡Me he quemado la boca! —chilló el mayor de los muchachos, y esparció el contenido del paquete por el suelo.

Su hermano empezó a brincar, excitado, haciendo lo mismo con el resto de las hierbas. Antes de que Andy pudiera evitarlo, los paquetes estaban vacíos.

En cuanto Andy se volvió de espaldas, el muchacho más joven, todavía excitado, se encaramó a la mesa —manchándola con el barro del que estaban llenos los harapos en los cuales estaban envueltos sus pies— y encendió el televisor. Una música estridente resonó por encima de los chillidos de los niños y de las ineficaces llamadas al orden de su madre. Tab apartó a Belicher del armario cuando se disponía a abrirlo para ver lo que había dentro.

—Saque a estos niños de aquí— dijo Andy, pálido de rabia.

—Tengo una orden de ocupación, tengo derechos —gritó Belicher, retrocediendo y agitando un rectángulo de plástico con algo impreso en él.

—Me tienen sin cuidado sus derechos —dijo Andy, abriendo la puerta del apartamento—. Hablaremos de eso cuando esas fieras hayan salido del cuarto.

Tab resolvió la cuestión agarrando al chiquillo más próximo del cuello y empujándole a través de la puerta.

—El señor Rusch tiene razón —dijo—. Los niños pueden esperar fuera mientras arreglamos esto.

La señora Belicher se sentó pesadamente en la cama y cerró los ojos, como si todo aquello no tuviera nada que ver con ella. El señor Belicher se retiró contra la pared, diciendo algo que nadie oyó ni se molestó en escuchar. En el rellano resonaron unos gritos estridentes y unos enfurecidos sollozos cuando el último de los niños fue expulsado.

Andy miró a su alrededor y comprobó que Shirl se había marchado a su cuarto; oyó girar la llave de la cerradura.

—Supongo que debo resignarme a esta invasión —dijo mirando fijamente a Tab.

El guardaespaldas se alzó de hombros con aire desolado.

—Lo siento, Andy, de veras que lo siento. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Es la ley, y si quieren quedarse aquí no puede usted echarles.

—Es la ley, es la ley —repitió Belicher en tono inexpresivo.

No había nada que Andy pudiera hacer con sus puños cerrados, y tuvo que obligarse a sí mismo a abrirlos.

—¿Quiere ayudarme a llevar estas cosas al otro cuarto, Tab? —dijo.

—Desde luego —dijo Tab, y agarró el otro extremo de la mesa—. Trate de explicarle a Shirl mi papel en este asunto, ¿quiere? No creo que ella comprenda que se trata de una obligación que tengo que cumplir.

Sus pasos crujieron sobre las hierbas secas que alfombraban el suelo, y Andy no le contestó.

X

—Andy, tienes que hacer algo, esa gente me está volviendo loca.

—Tranquilízate, Shirl, no hay para tanto —dijo Andy. Estaba encaramado a una silla, llenando el tanque de agua con una lata, y cuando se volvió para contestar a Shirl derramó un poco de agua, que cayó al suelo—. Déjame terminar esto antes de que discutamos, ¿quieres?

—No estoy discutiendo… sólo te estoy diciendo cómo me siento. Escucha eso.

El sonido llegaba claramente a través del delgado tabique. El bebé estaba llorando, era algo que hacía continuamente, día y noche, hasta el punto de que tenían que utilizar tampones para los oídos para poder dormir un poco. Algunos de los niños se estaban peleando, ignorando por completo la débiles recriminaciones de su padre. Por si fuera poco, uno de ellos estaba golpeando repetidamente el suelo con algo pesado. Las personas que vivían en el apartamento de abajo no tardarían en subir de nuevo a quejarse: otra complicación. Shirl se sentó en el borde de la cama, retorciéndose las manos.

—¿Oyes eso? —dijo—. Es algo continuo, no sé cómo pueden vivir así. Tú estás fuera, y no oyes lo peor. ¿No podemos echarles de aquí? Tiene que haber algo que podamos hacer.

Andy terminó de vaciar la lata y bajó de la silla, y se abrió paso a través de la atestada habitación. Habían vendido el armario y la cama de Sol, pero todo lo demás estaba amontonado aquí, y apenas había medio metro cuadrado de espacio libre en el suelo. Se dejó caer pesadamente sobre una silla.

—Lo he estado intentando, sabes que lo he hecho. Dos de los patrulleros, que ahora viven en los barracones, están dispuestos a trasladarse aquí si podemos echar a los Belicher. Pero lo difícil es eso. Tienen la ley de su parte.

—¿Existe una ley que dice que estamos obligados a soportar a gente como esa? —Shirl continuaba retorciéndose las manos con desesperación, mirando hacia el tabique.

—Mira, Shirl, ¿no podemos hablar de eso en cualquier otro momento? Tengo que marcharme en seguida…

—Quiero hablar de ello ahora. Lo has estado aplazando desde que llegaron, hace ya dos semanas, y yo no puedo soportarlo más.

—Vamos, no hay para tanto. No es más que ruido.

El cuarto estaba muy frío. Shirl encogió la piernas y envolvió su cuerpo con la vieja manta; los muelles de la cama crujieron bajo su peso. En la otra habitación resonaron unos murmullos rematados por risas estridentes.

—¿Oyes eso? —preguntó Shirl—. ¿Qué tipo de cerebros tienen? Cada vez que oyen que la cama se mueve estallan en carcajadas. No tenemos ninguna intimidad, absolutamente ninguna, ese tabique es tan delgado como el cartón, y ellos escuchan para enterarse de todo lo que hacemos, y oyen todas las palabras que pronunciamos. Si no se marchen ellos… ¿no podríamos marcharnos nosotros?

—¿Adónde? Ten un poco de sentido común, ¿quieres? Somos muy afortunados al disponer de tanto espacio para nosotros solos. ¿Sabes cuantas personas duermen todavía en las calles… y cuantos cadáveres son recogidos cada mañana?

—Ni lo sé ni me importa. Lo que me preocupa es mi propia vida.

—Ahora no, por favor —Andy alzó la mirada hacia la parpadeante bombilla. Por un momento pareció que iba a apagarse, pero luego volvió a brillar normalmente. Hubo un súbito repiqueteo de granizo contra la ventana—. Podemos hablar de eso cuando regrese, no será muy tarde.

—No, tiene que ser ahora. Lo has estado aplazando una y otra vez. No puedes marcharte ahora.

Andy cogió su abrigo, haciendo un esfuerzo por dominarse.

—La cosa puede esperar hasta mi regreso. Te dije que habíamos tenido finalmente noticias de Billy Chung: un confidente le vio abandonando el Barrio de los Barcos, y es probable que estuviera visitando a su familia. Son noticias antiguas, también, puesto que la cosa ocurrió hace quince días, pero el soplón no creyó que fuera demasiado importante para comunicárnosla inmediatamente. Supongo que esperaba ver regresar al muchacho, pero no volvió a aparecer por allí. Tengo que hablar con su familia y averiguar lo que saben.

—No puedes marcharte ahora… Tú mismo acabas de decir que eso ocurrió hace días.

—No importa, el teniente quiere un informe mañana por la mañana. ¿Qué deberé decirle… que esta noche no me has dejado salir?

—No me importa lo que le digas…

—Lo sé, pero me importa a mí. Es mi trabajo, y tengo que hacerlo.

Se miraron el uno al otro en silencio, respirando agitadamente. Desde el otro lado del tabique llegó un grito estridente y un llanto infantil.

—Shirl, no quiero pelearme contigo —dijo Andy—. Tengo que marcharme, es mi obligación. Podemos hablar del asunto más tarde, cuando regrese.

—Si estoy aquí cuando regreses —Shirl tenía las manos fuertemente entrelazadas, y estaba muy pálida.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No sé lo que quiero decir. Lo único que sé es que algo tiene que cambiar. Por favor, resolvamos esto ahora…

—¿No puedes comprender que es imposible? Hablaremos de ello cuando regrese. —Agarró el pomo de la puerta y permaneció unos instantes completamente inmóvil, sin hacerlo girar, luchando consigo mismo para recobrar la calma—. No discutamos ahora. Regresaré dentro de unas horas, y entonces lo resolveremos todo, ¿de acuerdo?

Shirl no contestó, y después de esperar un momento Andy salió y cerró la puerta de golpe tras él. El nauseabundo olor del otro cuarto le golpeó en pleno rostro.

—Belicher —dijo—, tienen ustedes que limpiar este cuarto. Hay un hedor insoportable.

—No puedo resolver lo del humo hasta que consiga algo que sirva de chimenea —dijo Belicher, agachándose y acercando sus manos a una humeante briqueta de carbón marino. La briqueta reposaba en una vieja palangana llena de arena, de la cual brotaba una columna de humo acre y grasiento que llenaba la habitación. La abertura en la pared exterior que Sol había practicado para la chimenea de su estufa había sido tapada cuidadosamente con un pequeño trozo de plástico que se hinchaba y crujía cuando el viento soplaba contra él.

—El humo es lo que mejor huele aquí —dijo Andy.

¿Han vuelto a utilizar sus hijos el cuarto como retrete?

—No querrá usted obligar a los niños a que bajen las escaleras en plena noche… —se lamentó Belicher.

Sin más comentarios, Andy miró a su alrededor y hacia el montón de trapos en un rincón, donde la señora Belicher y los miembros más jóvenes de la familia se apretujaban en busca de un poco de calor. Los dos muchachos mayores estaban haciendo algo en la pared, vueltos de espaldas a Andy. La pequeña bombilla proyectaba largas sombras sobre los desperdicios que empezaban a acumularse contra el zócalo, iluminaba las recientes raspaduras en la pared…

—Será mejor que limpie el cuarto —dijo Andy, y cerró la puerta de golpe, dejando a Belicher con la palabra en la boca.

Shirl tenía razón, aquella gente era insoportable, y él tenía que hacer algo para terminar con esta situación. Pero, ¿cuándo? Tendría que ser pronto, Shirl no podría aguantarles mucho más tiempo. Andy estaba furioso con los invasores… y furioso con Shirl. De acuerdo, la situación era lamentable, pero hay que aceptar las cosas como vienen. El seguía trabajando de doce a catorce horas diarias, lo cual era mucho peor que permanecer sentado en el cuarto oyendo el griterío de los niños.

La calle estaba a oscuras, llena de viento y de aguanieve que el viento hacía aún más molesta. El suelo estaba encharcado, y en algunos lugares había pequeños montones de nieve contra las paredes. Andy avanzó chapoteando, odiando a los Belicher y tratando de no sentirse enojado con Shirl.

Las pasarelas y los puentes que conectaban los buques del Barrio de los Barcos estaban resbaladizos a causa del hielo, y Andy tuvo que recorrerlos con grandes precauciones, consciente de las negras aguas que se extendían bajo él. En la oscuridad todos los buques parecían iguales, y Andy utilizó su linterna para iluminar sus costados y leer los nombres. Estaba helado y mojado de pies a cabeza cuando encontró el Columbia Victory y empujó la pesada puerta de acero que conducía a la cubierta inferior. Mientras descendía por la escalerilla de metal un chorro de luz se derramó a través del pasillo, a pocos metros de distancia. Una de las puertas había sido abierta por un chiquillo de piernas esqueléticas; parecía el apartamento de los Chung.

—Un momento —dijo Andy, parando la puerta antes de que el chico pudiera cerrarla. El niño alzó la mirada hacia él, silencioso y con los ojos muy abiertos.

—Este es el apartamento de los Chung, ¿no es cierto? —preguntó Andy, pasando al interior.

Reconoció inmediatamente a la mujer que estaba allí de pie. Era la hermana de Billy, la había visto antes. La madre estaba sentada en una silla junto a la pared, con la misma expresión de asombrado temor que su hija, cogiendo por la cintura al hermano gemelo del chiquillo que había abierto la puerta. Nadie le respondió.

Aquella gente quería realmente a la policía, pensó Andy. En aquel mismo instante se dio cuenta de que todos volvían su mirada hacia la puerta de la pared del fondo, para apartarla rápidamente de allí. ¿Cuál era el motivo de su actitud?

Andy alargó la mano hacia atrás y cerró la puerta que daba al pasillo. No era posible… pero la noche en que Billy Chung había estado aquí había sido tormentosa como ésta, perfecta para que un fugitivo pasara inadvertido. ¿Había dado por fin en el clavo?, se preguntó. ¿Había elegido la noche más indicada para venir aquí?

Incluso mientras los pensamientos se estaban formando la puerta del dormitorio se abrió y apareció Billy Chung, empezando a decir algo. Sus palabras quedaron ahogadas por los estridentes chillidos de su madre y los gritos de advertencia de su hermana. Billy alzó la mirada y se quedó helado y con la boca abierta, inmovilizado por el asombro al ver a Andy.

—Quedas detenido —dijo Andy, acercando una mano a su cinturón para coger las esposas.

—¡No! —gritó Billy con voz ronca, empuñando el cuchillo que llevaba en la cintura.

Lo que siguió fue de locura. La anciana no dejaba de chillar, una y otra vez, sin pararse a tomar aliento, y la hija se precipitó sobre Andy, tratando de arañarle los ojos. Clavó sus uñas en la mejilla del detective antes de que este lograra agarrarla y mantenerla apartada de él toda la longitud de su brazo… todo esto sin dejar de vigilar a Billy, que agitaba la larga y reluciente hoja ante él mientras avanzado agachado, en la típica postura de los luchadores a navaja.

—Suelta eso —gritó Andy, y apoyó su espalda contra la pared—. No puedes salir de aquí. No te busques más problemas.

La mujer descubrió que no podía llegar al rostro de Andy, de manera que trazó líneas de fuego en el dorso de su mano con sus uñas. Andy la empujó fuertemente y apenas vio como caía, concentrado en sacar su revólver.

—¡Alto! —gritó, y apuntó el revólver al aire. Quería efectuar un disparo de advertencia, pero se dio cuenta de que el compartimiento era de acero y cualquier proyectil podría rebotar en sus paredes: y en el compartimiento había dos mujeres y dos niños—. Alto, Billy, no puedes salir de aquí —gritó, apuntando con el revólver al muchacho, que seguía avanzando y agitando salvajemente el cuchillo.

—Déjeme salir —sollozó Billy—. ¡Le mataré! ¿Por qué no puede dejarme en paz?

Andy comprendió que no iba a detenerse. El cuchillo era muy afilado y Billy sabía utilizarlo. Si quería complicar las cosas iba a conseguirlo.

Andy apuntó a una de las piernas de Billy, y apretó el gatillo en el preciso instante en que el muchacho tropezaba.

El estampido del arma calibre .38 llenó el compartimiento, y Billy cayó hacia adelante, y la bala se incrustó en su cabeza, y quedó tendido en el suelo de acero. Un impresionante silencio siguió al sonido del disparo, y el aire se impregnó de un acre olor a pólvora. Nadie se movió excepto Andy, que se inclinó sobre el muchacho y tocó su muñeca.

Casi simultáneamente oyó que aporreaban la puerta detrás de él, y echó la mano hacia atrás, hurgando para abrirla sin volverse.

—Soy un oficial de policía —dijo—. Quiero que alguien vaya a la Comisaría 12-A, en la Calle Veintitrés, e informe de esto inmediatamente. Que diga que Billy Chung está aquí. Muerto.

Una bala en la sien, observó súbitamente Andy. En el mismo lugar en el que Mike O'Brien había recibido la herida mortal.


Lo que vino a continuación fue lo peor de todo. No por Billy, que estaba muerto y bien muerto. Pero la madre y la hermana le habían insultado en todos los tonos mientras los dos gemelos permanecían abrazados, sollozando. Finalmente, Andy hizo que los vecinos se llevaran a toda la familia y se quedó solo con el cadáver hasta que llegaron Steve Kulozik y un patrullero de la comisaría. Después de eso no había vuelto a ver a las dos mujeres, no había querido verlas. Había sido un accidente, ellas tenían que saberlo. Si el muchacho no hubiese tropezado, la bala le hubiera herido en la pierna y el asunto habría terminado allí. No es que a la policía le importara el trágico final, sólo era por las dos mujeres. Bueno, que le odiaran si querían, su odio no le lastimaba y nunca más volvería a verlas. Si preferían recordar al hijo como un mártir, y no como un asesino, allá ellas. De cualquier modo, el caso estaba cerrado.

Era tarde, más de medianoche, cuando Andy llegó a su apartamento. Trasladar el cadáver y redactar un informe había requerido mucho tiempo. Como de costumbre, los Belicher no habían cerrado la puerta del rellano: no les importaba, no poseían nada que valiera la pena robarles. Su cuarto estaba a oscuras y Andy encendió su linterna para cruzarlo, y tuvo una visión fugaz de sus cuerpos amontonados y de sus ojos abiertos. No dormían… pero al menos permanecían todos callados, para variar, incluso el bebé. Mientras introducía la llave en la cerradura de su puerta Andy oyó lo que le pareció una risita ahogada tras él, en la oscuridad. Se encogió de hombros. ¿Qué podía ser lo que les inspiraba aquella risa?

Empujando la puerta de la silenciosa habitación, recordó la discusión con Shirl a primera hora de aquella misma noche y se sintió acometido por un súbito acceso de temor. Levantó la linterna, pero no apretó la palanca. La risa volvió a resonar tras él, esta vez menos disimulada.

La luz se deslizó a través de la habitación hasta las sillas desocupadas, la cama vacía. Shirl no estaba allí. Esto podía significar cualquier cosa, probablemente había bajado a los retretes.

Pero, incluso antes de abrir el armario, Andy sabía que las ropas de Shirl habían desaparecido, lo mismo que sus maletas.

Shirl se había marchado también.

XI

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó el hombre de mirada dura, sin avanzar más allá de la puerta del dormitorio—. Usted sabe que el señor Briggs es un hombre muy ocupado. Yo soy un hombre muy ocupado. Ni a él ni a mí nos gustó su llamada telefónica diciendo que alguien debía venir aquí, así, por las buenas. Si tiene que decirle algo al señor Briggs, vaya y dígaselo.

—Siento mucho no poder complacerle —dijo el Juez Santini, jadeando un poco mientras hablaba, incorporado sobre unas almohadas en la gran cama doble de madera oscura, con las suaves mantas cuidadosamente remetidas en torno a él—. Me gustaría mucho hacerlo. Pero temo que el ir a visitar a los amigos es algo que ha terminado para mí, al menos eso dice mi médico, y yo le pago para conocer sus opiniones. Cuando un hombre de mi edad padece una enfermedad coronaria tiene que cuidarse mucho. Reposo, sobre todo reposo. No más subir aquellas escaleras del Edificio del Empire State. Y en confianza, Schlachter, puedo decirle que no las echaré de menos…

—¿Qué quiere usted, Santini?

—Proporcionarle una información para el señor Briggs. La policía ha encontrado a Billy Chung, el muchacho que asesinó a Big Mike.

—¿Lo cual significa…?

—Significa… Confiaba en que recordaría usted una reunión que sostuvimos para tratar de este tema. Se sospechaba que el asesino podía estar relacionado con Nick Cuore, que el muchacho figuraba en su nomina. Por mi parte lo dudo, al parecer había estado actuando por su cuenta. Nunca lo sabremos con certeza, ya que el muchacho ha muerto.

—¿Es eso todo?

—¿No es suficiente? Podría recordar usted que el señor Briggs estaba preocupado por la posibilidad de que Cuore hubiera decidido extender su campo de actividades a esta ciudad.

—Es imposible que ocurra una cosa semejante. Cuore ha sido convencido para que se haga cargo de Paterson. Ha habido ya una docena de asesinatos. Nunca estuvo interesado en Nueva York.

—Me alegra oír eso. Pero creo que será mejor que se lo diga al señor Briggs, de todos modos. Estaba lo bastante interesado en el caso como para ejercer presión sobre el departamento de policía, que ha dedicado un hombre a esta investigación desde el mes de agosto.

—No importa. Se lo diré si se me presenta la ocasión. Pero ya no está interesado en esto.


Cuando su huésped se hubo marchado, el Juez Santini se dejó caer pesadamente hacia atrás. Esta noche estaba cansado, más cansado de lo que recordaba haber estado nunca. Y persistía aún el recuerdo de aquel dolor, muy hondo dentro de su pecho.

Sólo faltaban dos semanas para el año nuevo. Siglo nuevo, también. Resultaría extraño escribir dos mil en vez de mil novecientos y pico como había hecho toda su vida.

1 de enero de 2000. Por algún motivo, parecía una fecha rara. Hizo sonar la campanilla para que acudiera Rosa y le diera su medicina. ¿Cuánto de este nuevo siglo vería? El pensamiento resultaba muy deprimente.

En la silenciosa habitación, el tic-tac del anticuado reloj sonaba muy fuerte.

XII

—El teniente quiere verte —gritó Steve a través de la sala.

Andy agitó la mano en señal de asentimiento, se puso en pie y se desperezó, alegrándose de poder perder de vista el fajo de informes en los que estaba trabajando. Primero lo de Billy Chung, después descubrir que Shirl se había marchado… eran demasiadas cosas para una sola noche. ¿Dónde buscaría a Shirl, para pedirle que regresara? Pero, ¿cómo podía pedirle que regresara si los Belicher estaban aún allí? No era la primera vez que sus pensamientos daban vueltas en ese sentido. No le conducían a ninguna parte. Llamó a la puerta de la oficina del teniente, y entró.

—¿Quería usted verme, señor?

El teniente Grassioli se estaba tragando una píldora y asintió, luego se atragantó con el agua que utilizaba para hacerla pasar. Tuvo un acceso de tos, y se dejó caer en el viejo sillón giratorio, con un aspecto más grisáceo y más cansado que de costumbre.

—La úlcera va a acabar conmigo cualquier día de estos. ¿Ha oído hablar de alguien muriéndose de una úlcera?

No había ninguna respuesta para una pregunta como aquella. Andy se preguntó el motivo de que el teniente se mostrara conversador, no era propio de él. Habitualmente, se limitaba a expresar sin tapujos lo que quería decir.

—En las altas esferas no están demasiado contentos con el desenlace del caso del muchacho chino —dijo Grassioli, hojeando los informes y las fichas que llenaban su escritorio.

—¿Qué quiere usted decir…?

—Sólo esto, Cristo, solo que, como si no tuviera bastantes problemas con esta brigada, tengo que verme también mezclado en política. Centre Street opina que ha perdido usted demasiado tiempo en este caso; hemos tenido dos docenas de asesinatos sin resolver en la comisaría desde que usted empezó con ese.

—Pero… —casi tartamudeó Andy, desconcertado—. Usted me dijo que el propio jefe superior había ordenado que dedicara todo mi tiempo al caso. Usted me dijo que tenia…

—No importa lo que le dije —le interrumpió Grassioli bruscamente—. No se puede hablar con el jefe superior por teléfono, al menos yo no puedo hacerlo. Le tiene sin cuidado el asesino de O'Brien, y nadie se ha interesado por los datos que obtuve acerca de aquel hampón de Jersey, Cuore. Y, lo que es más, el jefe superior adjunto se está metiendo conmigo por la muerte de Billy Chung. Quieren cargarme el mochuelo.

—Eso suena como si el que tuviera que cargar con el mochuelo fuera yo.

—Déjese de sarcasmos, Rusch —el teniente se puso en pie, apartó bruscamente su sillón y se volvió de espaldas a Andy, mirando a través de la ventana y repiqueteando con sus dedos en el marco—. El jefe superior adjunto es George Chu, y cree que usted se tomó una venganza personal contra los chinos o algo por el estilo persiguiendo al muchacho durante tanto tiempo y luego matándole en vez de limitarse a detenerle.

—Usted le dijo que yo actuaba cumpliendo órdenes, ¿no es cierto, teniente? —preguntó Andy lentamente—. Le dijo que la muerte fue accidental, todo está en mi informe.

—No le he dicho nada —Grassioli se volvió para encararse con Andy—. La gente que me empujó a este caso no está hablando. No hay nada que pueda decirle a Chu. Y él está obsesionado en que se trata de algo de tipo racial, mejor sería decir racista. Si intento decirle lo que realmente ocurrió, lo único que conseguiré será crear problemas para mí mismo, para la comisaría… para todo el mundo. —Se dejó caer de nuevo en su sillón y se frotó la comisura del ojo, afectada por las habituales contracciones—. Le hablaré sin rodeos, Andy. Voy a cargarle el muerto a usted, a echarle a usted la culpa. Voy a ponerle a patrullar por las calles, de uniforme, durante seis meses, hasta que la cosa se enfríe. No perderá usted la categoría, y cobrará la misma paga.

—No esperaba ninguna recompensa por haber resuelto este caso —dijo Andy furiosamente—, pero tampoco esperaba esto. Puedo solicitar ser juzgado por un tribunal del Departamento.

—Puede, puede hacerlo. —El teniente vaciló largo rato, visiblemente incómodo—. Pero yo le pido que no lo haga. No por mí, sino en beneficio de todos sus compañeros y del propio Departamento. Sé que no es justo cargarle con esta responsabilidad, pero usted saldrá bien del trance. Le haré reingresar en la brigada tan pronto como me sea posible. Y, a fin de cuentas, su trabajo no va a ser muy distinto. Para el escaso trabajo de detectives que estamos haciendo, todos podríamos dedicarnos a patrullar por las calles. —Golpeó el escritorio con el pie—. ¿Qué dice usted?

—Todo este asunto huele mal.

—¡Sé que huele mal! —exclamó el teniente—. Pero, ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿Cree que olería mejor si se somete a juicio? No tendría ninguna posibilidad de salir bien librado. Le expulsarían del Cuerpo, perdería su empleo, y probablemente le acompañaría yo. Es usted un buen policía, Andy, y ya no quedan muchos. El Departamento le necesita a usted más de lo que usted les necesita a ellos. Decídase. ¿Qué dice usted?

Se produjo un largo silencio, y el teniente se volvió a mirar por la ventana.

—De acuerdo —dijo finalmente Andy—. Haré lo que usted quiere que haga, teniente.

Salió de la oficina sin ser despedido; no quería que el teniente le diera las gracias por esto.

XIII

—Media hora más y estaremos en un nuevo siglo —dijo Steve Kulozik, pateando el helado pavimento—. Ayer escuché a un bromista en la televisión que trataba de explicar por qué el nuevo siglo no empezaría hasta el año próximo, pero debe de estar chiflado. Medianoche, año dos mil, siglo nuevo. Esto tiene sentido. Mira eso…

Señaló la gran pantalla de televisión instalada en lo alto del antiguo Edificio Times. Los titulares, en letras de tres metros de altura, se perseguían el uno al otro a través de la pantalla.

OLA DE FRIO EN EL MIDWEST. SE LLEVAN REGISTRADAS NUMEROSAS VICTIMAS

—Registradas… —gruñó Steve—. Apuesto a que no llevan ningún registro para no enterarse de cuántos son los muertos.

LAS INFORMACIONES SOBRE EL HAMBRE EN RUSIA

NO SON CIERTAS, DICE GALYGIN

MENSAJE PRESIDENCIAL EN LOS UMBRALES DELNUEVO SIGLO

AVION SUPERSONICO DE LA MARINA SE ESTRELLA EN LA BAHIA DE SAN FRANCISCO

Andy dirigió una fugaz mirada a la pantalla y luego volvió a dedicar su atención a la muchedumbre reunida en la Plaza Times. Estaba acostumbrándose a llevar de nuevo el uniforme azul, aunque todavía se sentía incómodo cuando se encontraba con alguno de los detectives de la brigada.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó a Steve.

—Lo mismo que tú, destinado provisionalmente a este distrito. Se desgañitan pidiendo reservas, siguen creyendo que va a producirse un motín.

—Están equivocados, hace demasiado frío, y no hay suficientes personas reunidas aquí para eso.

—Los tiros no van por ahí; lo que les preocupa son los chiflados religiosos, los que dicen que ha llegado el milenio, o el Día del Juicio Final, o como diablos lo llamen. Hay grupos de ellos en toda la ciudad. Se sentirán muy desgraciados si el mundo no termina a medianoche, como ellos creen.

—Nosotros nos sentiremos mucho más desgraciados si termina.

Las gigantescas y silenciosas palabras corrían por encima de sus cabezas.

COLIN PROMETE UN RAPIDO FINAL DEL TORPEDEAMIENTO DEL PROYECTO DE LEY DE EMERGENCIA

La multitud se movía lentamente hacia adelante y hacia atrás, irguiendo sus cuellos para contemplar la pantalla. Resonaban algunas trompetas, y el rugido de voces era taladrado por un cencerro tintineante y el ocasional chirrido de unas matracas. Estallaron gritos de júbilo cuando la hora apareció en la pantalla:


23:38 — 11:38 PM. FALTAN 22 MINUTOS PARA EL AÑO NUEVO


—Final de año, y final de mi servicio —dijo Steve.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Andy.

—Dejo el Cuerpo. Le prometí a Grassy quedarme hasta el 1 de enero y no hablar de ello hasta que llegara el momento de marcharme. Voy a ingresar en la policía montada del Estado. Haré de guardián en una de las granjas-prisión. Kulozik volverá a comer… la impaciencia me devora.

—Estás bromeando, Steve. Llevas doce años en el Cuerpo. Tienes la antigüedad, eres detective de segunda…

—¿Tengo aspecto de detective para ti? —Steve golpeó ligeramente con su porra antidisturbios el casco azul y blanco que llevaba—. No, amigo, esta ciudad no es para mí. Lo que aquí necesitan son domadores de fieras, no policías. Voy a tener un buen empleo, mi esposa y yo comeremos bien… y me alejaré de esta ciudad de una vez para siempre. Nací y me crié aquí, y quiero decirte algo: no voy a desaprovechar esta oportunidad. Allí necesitan policías con experiencia. Te aceptarían inmediatamente. ¿Por qué no te vienes conmigo?

—No —dijo Andy.

—¿Por qué contestas tan aprisa? Piénsalo. ¿Qué puede darte esta ciudad sino disgustos? Resuelves un caso difícil, capturas al asesino, y aquí está tu medalla: vuelta al uniforme azul y a patrullar por las calles.

—Cállate, Steve —dijo Andy, sin animosidad—. No estoy seguro de lo que me induce a quedarme… pero me quedo. No creo que en el lugar adonde vas aten los perros con longanizas. Ojalá me equivoque por tu bien, pero… mi trabajo está aquí. Lo elegí por mi propia voluntad, sabiendo lo que me esperaba. Y no estoy tan desesperado aún como para renunciar a él.

—Como quieras —Steve se encogió de hombros, y el gesto casi se perdió en las profundidades de su grueso abrigo y las numerosas prendas que llevaba debajo—. Te veré por ahí.


Andy levantó su porra en un rápido adiós mientras su amigo se abría paso entre la muchedumbre y desaparecía.


23:58 — 11:58 PM. FALTAN DOS MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE


Mientras las palabras desaparecían de la pantalla y eran reemplazadas por una gigantesca esfera de reloj, la multitud aplaudió y gritó; sonaron más trompetas. Andy avanzó a través de la masa de gente que llenaba la Plaza y se apretaba contra los escaparates protegidos por tablas de madera. La luz de la pantalla de televisión se derramaba sobre sus pálidos rostros y sus bocas abiertas inundándolos de verdes parpadeos, como si estuvieran sumergidos profundamente en el mar.

Encima de ellos, la manecilla de los segundos iba marcando los últimos instantes del último minuto del año. Del final del siglo.

—¡El fin del mundo! —aulló un hombre, en voz lo bastante alta como para ser oída por encima de la multitud, salpicando con su saliva la mejilla de Andy—. ¡El fin del mundo!

Andy alargó el brazo y le golpeó con el extremo de su porra, y el hombre abrió la boca y se agarró el vientre con las dos manos. Había sido golpeado con la fuerza suficiente como para hacerle olvidar por unos instantes el fin del mundo y pensar en sus propios intestinos. Algunas personas que habían presenciado la escena señalaron hacia ellos y rieron, aunque el sonido de su risa se perdió entre el creciente griterío, y luego se desvanecieron junto con el hombre, empujado por la multitud.

El rasposo y parasitado rugido de unas campanadas estalló en los altavoces montados en los edificios alrededor de la Plaza Times, enviando estruendosas ondas de sonido a través de la multitud reunida abajo.

«¡FELIZ AÑO NUEVO!», gritaron los millares de voces agrupadas. «¡FELIZ SIGLO NUEVO!» Trompetas, campanas y matracas se unieron al alboroto, ahogando las palabras, convirtiéndolas en un ininteligible rugido.

Sobre ellos el segundero había completado una vuelta entera, el nuevo siglo tenía ya un minuto de vida, y el reloj desapareció de la pantalla y fue reemplazado por la cabeza ampliada del Presidente. Estaba pronunciando un discurso, pero ni una sola palabra podía ser oída de los rasposos altavoces, debido al griterío de la multitud. Impasible, el gran rostro sonrosado seguía hablando, pronunciando frases que nadie oía, alzando un dedo exhortatorio para subrayar un punto ininteligible.

Muy débilmente, Andy pudo oír el estridente silbato de un policía que parecía proceder de la Calle Cuarenta y Dos. Echó a andar hacia el sonido, abriéndose paso con sus hombros y su porra a través de la masa de gente. El volumen de ruido estaba disminuyendo, y Andy tuvo conciencia de risas y mofas, alguien estaba siendo empujado, perdido en un espeso grupo de figuras. Otro policía, haciendo sonar todavía el silbato que mantenía fuertemente aferrado con los dientes, trataba de desintegrar aquel grupo manejando vigorosamente su porra. Andy esgrimió la suya y la multitud se disolvió ante él. Un hombre alto estaba caído sobre el pavimento, protegiéndose con los brazos su cabeza de los numerosos pies que le rodeaban.

En la pantalla, el rostro del Presidente desapareció con un estallido de música casi audible, y las deslizantes y silenciosas letras ocuparon de nuevo su lugar.

El hombre caído en el suelo era increíblemente delgado y cubría su cuerpo con puros harapos. Andy le ayudó a ponerse de pie, y los ojos de un azul transparente le miraron con fijeza.

—«Y Dios secará todas las lágrimas de sus ojos» —dijo Peter, con la reluciente piel muy tensa sobre los huesos descarnados de su rostro, mientras aullaba roncamente las palabras—. «Y no habrá más muerte, ni dolor, ni llanto: ya que las cosas anteriores ya no existirán. Y El que se sienta en el trono dirá: Mira, he hecho todas las cosas nuevas».

—No esta vez —dijo Andy, sosteniendo al hombre para que no se cayera—. Ahora puede marcharse a casa.

—¿A casa? —Peter parpadeó aturdidamente a medida que las palabras penetraban en él—. No existe ninguna casa, no existe ningún mundo, ya que esto es el milenio y todos nosotros seremos juzgados. Los mil años han terminado y Cristo regresará para reinar gloriosamente sobre la Tierra.

—Tal vez se ha equivocado usted de siglo —dijo Andy, sujetando al hombre por el codo y guiándole fuera de la multitud—. Es más de medianoche, ha empezado el nuevo siglo, y nada ha cambiado.

—¿Nada ha cambiado? —gritó Peter—. Es el Armagedón, tiene que serlo… —Aterrado, liberó su brazo de la mano de Andy y empezó a alejarse, pero se volvió cuando apenas había dado un par de pasos—. Tiene que acabar —gritó, con voz torturada—. ¿Puede seguir existiendo este mundo otros mil años, así? ¿Así? —Entonces la multitud se interpuso entre ellos, y Peter desapareció.

¿Así?, pensó Andy mientras avanzaba cansadamente a través de la muchedumbre en dispersión. Agitó la cabeza para aclararla e irguió los hombros; tenía que seguir realizando su trabajo.

Ahora, desvanecido su entusiasmo, la gente notaba el frío, y la multitud se estaba dispersando rápidamente. Amplias brechas aparecieron en sus filas mientras avanzaban, con las cabezas inclinadas contra el helado viento procedente del mar. En la esquina de la Calle Cuarenta y Cuatro, los guardianes del Hotel Astor habían despejado un espacio para que los taxis a pedales pudieran entra por la Octava Avenida y alinearse con los que ya se encontraban delante de la entrada lateral. Andy pasó por allí cuando salían los primeros huéspedes: las brillantes luces de la marquesina iluminaban claramente el escenario. Abrigos de pieles y vestidos de noche, pantalones negros de smoking debajo de abrigos oscuros con cuellos de astracán. Por lo visto, se disponían a asistir a una gran fiesta. Más guardaespaldas y huéspedes salieron y esperaron en la acera. Resonaron risas femeninas y muchos gritos de «¡Feliz Año Nuevo!».

Andy avanzó para anticiparse a un grupo de gente que bajaba por la Calle Cuarenta y Cuatro procedente de la Plaza, y al volverse vio que Shirl había salido del hotel y estaba en la acera, esperando un taxi, hablando con alguien.

No se fijó en quién estaba con ella, ni en cómo iba vestida, ni en ningún otro detalle: sólo en su rostro, y en cómo ondeaban sus cabellos cuando volvía la cabeza. Estaba riendo, hablando rápidamente con la persona que la acompañaba. Luego subió a un taxi, tiró de la capota para cerrarla y desapareció.

Caía una fina nieve, empujada por el viento y remolineando a través de los agrietados pavimentos de la Plaza Times. Quedaban muy pocas personas y se estaban marchando apresuradamente. No había ya ningún motivo para que Andy siguiera allí, su servicio había terminado, podía iniciar el largo camino de regreso a la parte baja de la ciudad. Introdujo su porra en su argolla y echó a andar hacia la Séptima Avenida. La resplandeciente pantalla del gigantesco televisor derramó su luz sobre su abrigo azul de uniforme, encendiendo una chispa en cada gota de nieve fundida, hasta que dejó atrás el edificio y se desvaneció en la súbita oscuridad.

Las letras siguieron deslizándose a través de la pantalla vacía.

LA OFICINA DEL CENSO INFORMA QUE LOS ESTADOS UNIDOS HAN ALCANZADO UNA CUOTA IMPRESIONANTE EN ESTE AÑO DEL FIN DEL SIGLO

344 MILLONES DE HABITANTES EN LOS PODEROSOS ESTADOS UNIDOS

¡FELIZ SIGLO NUEVO!

¡FELIZ AÑO NUEVO!

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