Historia del Rey Transparente nació de mi pasión por el mundo medieval. No es que decidiera hacer una novela histórica sobre el siglo XII y luego me documentara sobre ello, sino que la novela surgió espontáneamente de una inmersión previa en el tema, de mi afición como lectora por esa época de nuestro pasado. En realidad, si hubiera que encuadrar este libro en un género narrativo, creo que caería más bien dentro de las aventuras y lo fantástico.
Estoy convencida de que lo que hoy llamamos Renacimiento no es más que los restos del naufragio del verdadero renacimiento social y cultural del medioevo, que sucedió en el siglo XII y principios del XIII. Durante algo más de un centenar de años, el mundo pareció volverse maravillosamente loco, con una explosión de modernidad y libertad. Es la época de los trovadores, del refinamiento provenzal, de las Cortes de Amor, de la preponderancia de las damas. La mujer adquirió una importancia inusitada; se repartieron infinidad de cartas de emancipación a los burgos, dando lugar así a las primeras ciudades modernas; la lectura y la escritura salieron de los monasterios y comenzaron a ser habituales entre la nobleza y los burgueses; las modernas nociones de libertad, felicidad e individualismo despuntaron tímidamente en el corazón de los humanos. Fue un siglo trepidante y lleno de cambios: se crearon o fijaron los conceptos del purgatorio y del culto a la Virgen María, hubo una explosión demográfica y una roturación masiva de bosques (una civilización de lo salvaje), incluso aparecieron aquellas obras que, como los bellos textos de Chrétien de Troyes, hoy son consideradas como las primeras novelas, aunque estén escritas en octosílabos. Esta explosión de protodemocracia y modernidad tenía lugar dentro de un marco religioso, porque, por entonces, todo pasaba por Dios y el ateísmo era impensable. Y los cristianos que acompañaron esta revolución fueron los cátaros, cuya sensatez y civilidad me resultan admirables. Durante cerca de un siglo, en fin, el mundo, o al menos parte del mundo conocido, vivió este ensueño de progreso. Y luego venció la represión. Pero el poder siempre absorbe parte de lo que aplasta, y eso es lo que volvió a brotar en el Renacimiento: los residuos de aquel tiempo luminoso.
Esta novela pretende reflejar ese proceso, pero desde el interior de la conciencia de los humanos. Más que los datos históricos, he querido atrapar los mitos y los sueños, el olor y el sudor de aquellos tiempos. De modo que el libro es voluntariamente anacrónico, o, mejor dicho, ucrónico. En los veinticinco años que duran las peripecias de Leola se narran sucesos que abarcan siglo y pico. Por ejemplo, las dos cruzadas populares que se citan existieron de verdad y acabaron así de lamentablemente; pero la primera, la de Pedro de Amiens, tuvo lugar en 1095, y la de los Niños, en 1212, de manera que el maestro Roland no pudo ser testigo de ambas, como él dice. Sin embargo, creo que al acercar las cruzadas en el tiempo he reflejado una verdad mayor, que es el incesante tumulto errabundo que poblaba los caminos en aquella época.
A la ucronía se debe que convivan personajes que pertenecen a la época, pero no a la estricta coetaneidad. San Bernardo de Claraval nació en 1090 y murió en 1153; Eloísa, en 1097 y 1164, respectivamente; Leonor, en 1122 y 1204… De modo que es imposible que Leola hable con Eloísa cuando lo hace, por ejemplo, teniendo en cuenta que para entonces la Leonor de nuestra novela debe de tener más de sesenta años. La cruzada contra los albigenses dura de verdad veinte años, desde 1209 a 1229; el Papa Gregorio IX crea la Santa Inquisición en 1231, y el heroico castro de Montségur cae, tras diez meses de asedio, el 16 de marzo de 1244. La fantástica historia de Saldebreuil, el paladín que luchó cubierto con la camisa de la Reina, se le atribuye verdaderamente a Leonor de Aquitania, pero mucho antes, en su juventud, cuando estaba casada con el rey francés, Luis VII, de quien cuentan que se puso verde del sofocón cuando la vio aparecer en el banquete cubierta con la prenda ensangrentada. El libro, en fin, está lleno de saltos temporales de este tipo.
También hay otra clase de licencias. Por ejemplo, se habla de cruzados, cuando es un término que apareció mucho tiempo después. Por entonces, durante el siglo XII, sólo se decía «tomar la Cruz», «ir a jerusalén» o «peregrinación en armas». Pero creo que usar estas expresiones hubiera resultado confuso y arcaizante. Y este mismo criterio se aplica a otros términos, que están sacados de contexto para mayor claridad del contenido. Al parecer las cartas de Abelardo y Eloísa son falsas, aunque yo las dé por buenas en mi novela. La terrible y vertiginosa picota de Piacenza existe de verdad y todavía puede verse en la hermosa plaza del Duomo, pero es de una época muy posterior a mi relato y en la ciudad aseguran que tenía un carácter disuasorio y que nunca fue utilizada. Asimismo, la geografía del libro conforma un espacio totalmente imaginario, aunque en muchos casos use nombres de ciudades y lugares reales, que reinvento a mi antojo y mezclo con lugares inexistentes. Y así, aunque los datos del asedio de Montségur son esencialmente ciertos, he alterado el paisaje a mi conveniencia e inventado una montaña desde la que se puede otear el interior del castro. El ejemplo más extremo de distorsión es la abadía de Fontevrault; lo que cuento de su historia es todo verdadero, incluido el nombre de la abadesa; pero, por razones prácticas, me he permitido mover el edificio unos cuantos cientos de kilómetros, desde el antiguo condado de Anjou, en donde está, hasta las cercanías de Albi. De ahí que haya rebautizado la abadía, en mi novela, como Fausse-Fontevrault (Falsa-Fontevrault).
Lo más curioso es que, siendo el siglo XII el comienzo de toda nuestra modernidad, también es un mundo tan remoto y extraño como un planeta alienígena. Y así, muchos de los detalles más estrambóticos de la novela son rigurosamente auténticos, como, por ejemplo, la existencia de ese estrafalario paladín llamado Ulrico von Lichtenstein, quien, entre 1227 y 1240, llevó a cabo sus dos famosas giras por Europa, disfrazado de Arturo y luego de Venus, con trenzas postizas y un enredo de perlas sobre la coraza. También es cierto que el pobre Ricardo Corazón de León hizo varias penitencias públicas, confesando pecados contra natura. Y existieron de verdad unos señores de Ardres y unos condes de Guínes que se pasaron más de un siglo luchando todos los días unos contra otros, salvo las jornadas de lluvia y de granizo.
Durante años he leído con placer bastantes libros de historia medieval que sin duda han influido en esta novela. Pero, para terminar, no quisiera dejar de citar unos pocos que me han sido esenciales: El hombre medieval, de Jacques Le Goffy otros; Leonor de Aquitania y El amor cortés o lapa-reja infernal, ambos de Jean Markaie; Los cátaros, de Anne Brenon; Alquimia, de Andrea Aromático; Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval también de Jacques Le GofF; Damas del siglo XII, de Georges Duby, y los espléndidos Un espejo lejano, de Barbara Tuchman, y Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, de John Steinbeck.