Murátov, con todo respeto para el interlocutor, no pudo contener la risa. Era cómico el rostro ofendido y perplejo de Bolótnikov, la nota lastimosa, completamente infantil, que resonaba en su voz.
— Ya lo sabía — dijo refunfuñando el profesor —. Todos se ríen. Pero a mí no me hace ninguna gracia.
— Perdone — contestó Murátov —. No quería ofenderle. Pero tiene usted que estar de acuerdo conmigo que todo esto no sólo es incomprensible, sino también un poco ridículo.
Tal fantasía en una persona mayor, y además cosmonauta, es sencillamente un absurdo.
Pero no es nada grave, el asunto puede tener arreglo.
— No le comprendo.
— Muy sencillo, a Guianeya nadie le ha hablado de este tema. Hace falta explicarle que no debe ofender a las personas. Por lo visto no se da cuenta de ello. Intentaré hacérselo comprender.
— ¿Usted piensa que ella escuchará sus palabras?
— Tengo la esperanza.
— Yo lo dudo. La antipatía de Guianeya a las personas pequeñas, por lo visto, tiene alguna causa. Esto no es una fantasía, como usted ha dicho, esto es algo distinto, más profundo y fuerte. Esto lo lleva en la sangre.
— Precisamente por esto, es necesario decirle que se encuentra en la Tierra y no en su patria. Debe comprender que en la Tierra son iguales las personas de estatura alta o baja.
Y que no debe traer aquí las costumbres… — De repente Murátov se cortó —. No le parece — dijo — que de este hecho se puede sacar una deducción muy interesante. ¿Cómo no se le orurrió a nadie? ¿Si todos los compatriotas de Guianeya tienen la misma estatura que ella, de dónde ha podido surgir su antipatía?
— Completamente cierto — dijo Bolótnikov —. He pensado mucho sobre esto. Está claro que la población de su planeta se divide en dos tipos distintos: unos altos y otros bajos.
Los de estatura alta tratan con desprecio a los de baja… Es posible que los de estatura baja sean salvajes.
— ¿Salvajes? ¿En el planeta donde está tan altamente desarrollada la técnica de los vuelos interestelares?
— ¿Qué tiene que ver esto? Perdóneme, pero no es usted lógico. ¿Acaso en la Tierra la técnica tiene un nivel bajo? ¿Las personas están todas al mismo nivel? ¿Acaso entre nosotros no hay pueblos que sólo ahora comienzan a incorporarse a la civilización? ¿Y cuál es la situación en América del Sur, en Australia, en las islas del Océano Pacífico?
— Pero nosotros no los despreciamos.
— He aquí donde está el quid. Donde está la diferencia.
— No sé — dijo pensativo Murátov —. Si usted está en lo cierto, Nikolái… perdone.
Nikolái Adamovich, entonces sus palabras conducen a un pensamiento desagradable.
Bolótnikov movió la cabeza.
— Justo — dijo —, muy desagradable. La conducta de Guianeya en relación con personas como yo, no se puede calificar nada más que con la palabra «desprecio». Este desprecio sólo pudo surgir de la conciencia de su superioridad. El origen de la conducta de Guianeya radica en que en su planeta existe la división de la sociedad en señores y esclavos.
«Presentarse ante nosotros como una señora, he aquí su objetivo», recordó Murátov las palabras de Leguerier.
— ¿No es demasiado fuerte? — preguntó con vacilación Murátov estando en su interior de acuerdo con la conclusión del profesor.
— Estaría contento si me equivocara — contestó Bolótnikov.
«Leguerier es de alta estatura — pensó Murátov — y yo todavía más. Stone es muy alto, Marina pasa en mucho la talla femenina media. Todos a los que Guianeya presta su atención son iguales en este caso. ¿Es posible que Bolótnikov tenga razón? ¡Pero esto pasa de la raya! Entonces la misma Guianeya sería una salvaje».
— ¡Es incompatible el régimen de esclavitud con los vuelos cósmicos! — dijo en voz alta —. En sus palabras sin duda alguna hay algo de verdad. Pero me parece que el caso es mucho más complicado y delicado. No queda más remedio que pensar.
— Piense — contestó bondadosamente el profesor —, esto siempre es útil.
Murátov llegó a Poltava con un retraso de veinticuatro horas por la mañana, en el día de la toma de tierra de la Sexta expedición lunar.
Quería recibir a la expedición porque formaba parte de ella Serguéi, y Murátov hacía mucho tiempo que no había visto al amigo de la juventud y lo echaba de menos.
Fiel a su promesa iba a buscar inmediatamente a Bolótnikov, que se alegró mucho de su llegada.
A la pregunta de que si, como él quería, había conocido a Guianeya, el profesor explicó muy ofendido que Marina había intentado presentarle a Guianeya, pero que ésta volvió la espalda e incluso no contestó al saludo. Bolótnikov ofendido se apartó inmediatamente de ella.
Era muy pequeño de estatura y la extraña antipatía de Guianeya se manifestó en todo su «esplendor».
Esta tesonera «ineducación» era difícil de explicar, cuanto más que Guianeya se portaba en todo lo demás modesta y cortésmente. Ya llevaba viviendo en la Tierra año y medio y era hora de comprender que aquí no había ni «señores» ni «esclavos». Para esto se necesitaba el espíritu de observación más elemental y superficial.
¡Y no obstante!..
Después de despedirse de Bolótnikov, Murátov se dirigió a la casa en la que vivían Marina y Guianeya. No era difícil encontrarla ya que todo el mundo sabía dónde paraba la huésped del cosmos.
Murátov estaba emocionado cuando se encontró ante la puerta. ¿Cómo le recibiría Guianeya? ¿A lo mejor estaba ofendida por la falta de deseo de Murátov de encontrarse con ella? Y de hecho no había ninguna causa que justificara su terquedad. Guianeya estaba acostumbrada a que sus deseos se cumplieran inmediatamente.
Llamó a la puerta con los nudillos ya que no vio en ninguna parte el botón del timbre, pero nadie le contestó. Esperó un poco, y al cabo de un rato empujó la puerta y entró.
En casa no había nadie.
En el comedor vio las huellas del desayuno que todavía estaban sin recoger. Sin duda alguna las dos muchachas salieron de prisa. Encima de la mesa había una nota escrita por Marina.
Murátov leyó:
«Querido Víktor: Si vienes a visitarnos y no estamos, es que hemos salido, para Selena.
Guianeya quiere visitar la ciudad. Nos veremos en el cohetódromo».
No había ninguna firma.
Murátov arrojó con desilusión la nota. Quería que su primera conversación con Guianeya fuera sin testigos, y no en el cohetódromo, entre la gente…
«Si vienes… y hemos salido», repitió enfadado las palabras de la nota ¡Y eso se llama lingüista! La manera bien conocida de su hermana de escribir cartas como si fuera intencionadamente en pugna con las reglas de la gramática, lo molestó.
Salió de casa. Pero no había dado nada más que unos pasos, se detuvo y… regresó.
Como ocurre con frecuencia, recordó de repente que en la mesa vio no sólo la nota de su hermana, sino también un dibujo, que entonces no le llamó la atención, y ahora inesperadamente surgió en su memoria. Había algo muy conocido en este dibujo.
Entró de nuevo en la misma habitación y se acercó a la mesa.
La memoria no lo había engañado. Allí estaba un álbum abierto que por lo visto pertenecía a Guianeya.
Murátov no consideró bien examinar todo el álbum, pues no sabía si esto le agradaría a Guianeya. Pero la página abierta él podía mirarla, teniendo además en cuenta que Guianeya sabía que él podía venir en su ausencia.
Estaba dibujado a toda página un paisaje de Hermes con sus rocas tenebrosas, el cielo estrellado y un extremo del disco del observatorio. En primer plano se veía una persona con escafandra que mantenía en sus brazos a otra. A juzgar por la forma cúbica del casco ésta era la misma Guianeya. Estaba representado el momento cuando Murátov sacó a Guianeya de la cámara de salida del observatorio para llevarla a la astronave insignia de la escuadrilla.
El dibujo estaba hecho con mano maestra. Murátov reconoció los rasgos de su cara que se veían a través del «cristal» del casco.
«Tiene una memoria admirable — pensó Murátov — ya que ha pasado año y medio desde entonces».
Estaba claro que Guianeya lo había dibujado recientemente, con probabilidad hoy mismo. Esto significaba que pensaba en él, que esperaba su llegada. Y era casi seguro que hubiera dejado a propósito el álbum abierto por esta página, para que lo viera.
«Pienso en usted y le quiero ver» — así se podía interpretar esto si se tratara de una mujer de la Tierra. Pero Guianeya tenía otras ideas, otras costumbres. Los motivos de sus actos no siempre eran comprensibles.
«Quién la comprende — pensó Murátov —. Es posible que esto signifique lo contrario:
«No le quiero ver, no he olvidado la ofensa». O alguna otra cosa, que no era posible averiguar.
Con indecisión mantenía el álbum en las manos. Si Guianeya había dibujado de memoria este episodio, entonces podía recordar y grabar otros. Más de la mitad del álbum estaba lleno. ¿Y si ella hubiera dibujado una vista de su patria?
A Murátov le temblaban las manos. No había más que volver una página y era posible que viera lo que nunca había visto el ojo humano.
Marina decía que Guianeya dibujaba con frecuencia pero que nunca mostraba sus dibujos.
La tentación era grande…
Pero a pesar de todo Murátov venció la curiosidad apremiante y dejó el álbum en su sitio.
El abusar de la confianza de la huésped sería una acción indigna. Probablemente estaba convencida de que nadie sin su permiso miraría el álbum. Guianeya ya conocía a las personas de la Tierra y creía en ellas.
«Era posible que ella misma mostrara los dibujos si se le pidiera».
Pero la esperanza tímida carecía claramente de fundamento. Una vez Marina se lo pidió, pero ni tan siquiera obtuvo una negativa cortés. Guianeya ni le contestó.
Murátov se dirigió lentamente hacia la puerta.
Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no retroceder. Volver violando todas las leyes de la moral, honradez y hospitalidad ¡y después toda la vida renegando de sí mismo!
Salió y cerró la puefta con violencia.
La Sexta expedición debía de aterrizar a las siete de la tarde. Ahora sólo eran las dos.
¿Qué iba a hacer durante estas cinco horas?
¿Ir a Selena e intentar encontrar en la enorme ciudad a Marina y a su acompañante?
Esto no sería tan difícil. Donde apareciera Guianeya inmediatamente lo notarían.
Cualquier persona le indicaría dónde buscarla. ¿Pero estaba bien mostrar tan a las claras su impaciencia? ¿No sería mejor verse en el cohetódromo como lo había indicado Marina en la nota?
Murátov entró en un comedor y encargó una comida de cuatro platos para alargar el tiempo.
Mientras le servían abrió una revista con fecha de ayer. Como suponía en una de las páginas se encontraba el retrato de Guianeya. Estaba al pie de un monumento al lado de Marina. Su rostro reflejaba animación y en sus labios se esbozaba una sonrisa.
¡Qué contraste entre esta Guianeya y la que recordaba Murátov! ¡Cómo había cambiado! No quedaba ni rastro de aquellos rasgos rígidos que le daban a su cara un aspecto de máscara. Ahora sabía con firmeza que entonces la cara de Guianeya, en el camino a la Tierra, era una máscara, la máscara trágica de la persona convencida de que lo que le espera puede ser triste y posiblemente terrible. ¡Este algo era desconocido para las personas de la Tierra, pero próximo y real para Guianeya!
Si no fuera por la forma de los ojos y el matiz de la piel, Guianeya podía pasar por la hermana de Marina, pues era muy grande el parecido entre ellas. Ambas tenían los cabellos negros, ambas iban vestidas de blanco, ambas esbeltas y altas. Guianeya le llevaba media cabeza a Marina y parecía la mayor. Pero en realidad cuántos años tenía, ningún terrestre lo sabía todavía.
Pronto se encontrarían. Ahora Murátov podía hablar con la huésped. Esto cambiaba en mucho sus futuras relaciones, ya que no le pasaría lo que antes cuando tuvo que explicar todo con gestos.
«Si no me vuelve la espalda como a Bolótnikov — pensó Murátov —. Y esto puede suceder si se ha ofendido por mi falta de atención.»
Pero en lo profundo del alma no creía que esto pudiera ocurrir así. Le parecía que Guianeya lo había dibujado en el álbum porque pensaba y quería esta entrevista.
«¡Es interesante cuál será la reacción de Guianeya cuando sepa que soy hermano de Marina!»
Rogó a su hermana que no dijera nada de esto, y estaba convencido de que su ruego había sido cumplido. Guianeya todavía no sabía nada de su parentesco.
Los pensamientos de Murátov fueron interrumpidos por la aparición del «camarero». Las manos mecánicas servían rápida y hábilmente la mesa. Un sonido silbante apenas perceptible acompañaba cada movimiento. Era de una construcción antigua, los modelos de última producción no emitían sonidos.
— ¡Gracias! — dijo maquinalmente Murátov cuando los platos fueron puestos.
El robot «inclinó la cabeza» y se marchó.
Murátov se sonrió. Los constructores habían incluso previsto esto.
Comió de prisa. Cada minuto aumentaba su impaciencia. Quiería con insistencia encontrarse lo antes posible con Guianeya, aclarar la duda más importante: ¡cómo lo trataría? Si los peores temores se confirmaban, éste sería un golpe terrible.
Demasiadas esperanzas habían sido puestas en la renovación de la vieja amistad, muchas e importantes cosas quería saber utilizando la antigua simpatía de Guianeya.
No cabía la menor duda de que Guianeya lo trataba con simpatía. Para esto era suficiente recordar el momento de su separación. Entró entonces para despedirse de ella.
Por medio de señas le explicó que se marchaba. Guianeya fue la primera en tender la mano, lo que antes nunca había hecho. Vio la tristeza reflejada en sus ojos.
Era muy grande el parecido de esta muchacha de otro mundo con las personas terrestres. La diferencia era insignificante. Y no se podían interpretar sus gestos y expresiones de los ojos de otra forma que «como los de la Tierra».
¡Y los innumerables ruegos de Guianeya de que Murátov viniera a visitarla! Esto también hablaba de su simpatía.
La comida fue en exceso abundante. Murátov no había comido nada hoy, pero no pudo comer más que la mitad.
Después de haber apretado el botón que daba la señal para retirar la mesa, salió a la calle.
Había «matado» sólo media hora. Quedaban cuatro y media.
«Voy a Selena — decidió Murátov —. A propósito, nunca he estado allí. Pasearé, veré la ciudad».
Volando se podía estar allí en cinco minutos. Pero con el fin de alargar el tiempo Murátov no subió a una de las numerosas estaciones de comunicaciones aéreas locales que estaban cerca, y eligió el transporte más lento: un vechebús urbano.
Pronto tuvo que lamentar su decisión. La máquina se detenía con una frecuencia insoportable, entraban y salían los pasajeros. Como regla, el vechebús urbano se utilizaba sólo para cortas distancias y Murátov tuvo que atravesar toda la ciudad que se extendía a muchas decenas de kilómetros, pasar la vasta región entre Poltava y Selena, llena de fábricas automáticas, y sólo entonces se encontraría en el lugar a donde se dirigía, pero en su rincón más apartado.
— ¿Cuánto se tarda en llegar al cohetódromo? — preguntó Murátov.
— Hora y media — le respondió la voz metálica del conductor automático.
Dio un suspiro de resignación y se arrellanó en el blando sillón.
Varias personas miraron con asombro a Murátov.
¡Que se asombren de su tontería! Ellas no pueden comprender que se encuentra en la absurda situación de la persona que no sabe en qué emplear el tiempo. Esto era la primera vez que le ocurría en la vida.
Por fin Poltava quedó atrás. Se extendían interminablemente los edificios uniformes de las fábricas. Ni un matorral verde, ni macizos de flores, nada en que pudiera detenerse la vista. Muros ciegos, sin ventanas.
Aquí no era necesaria la belleza: ¡no había personas!
Las personas, que se consagran al estudio de los problemas lingüísticos, corrientemente pertenecen al tipo de científicos de gabinete. Marina Murátova era la exclusión de esta regla. Poseía unas grandes dotes para la lingüística, admirable memoria, dominaba bien ocho idiomas y era aficionada al trabajo científico. Pero le gustaban también muchas otras cosas. La pintura, la música y el deporte no ocupaban el último lugar en su vida. El amor a los viajes, su paciencia y sociabilidad jugaron un papel destacado para que recayera en ella la elección del consejo científico del Instituto de cosmonáutica que buscaba una amiga para Guianeya.
Marina dio su conformidad inmediatamente. Le atraía la tarea extraordinaria y difícil.
Sabía que para mucho tiempo, probablemente para años, estaría alejada de los asuntos habituales, pero esto no la asustaba. Conocer otro idioma que no tenía nada de común con los terrestres (según ella pensaba), o enseñar a la huésped del cosmos el idioma terrestre, estar próxima a un ser extraño a la tierra que había nacido y crecido en otro planeta, bajo la luz de otro sol, todo esto era muy atrayente para su romanticismo.
Marina no era vanidosa, y no influyó en su decisión el hecho de que siendo amiga de Guianeya atraería hacia sí la atención de todos los habitantes de la Tierra. Esto ni le pasó por la imaginación.
A Marina le interesaban en último lugar los secretos de Guianeya, los numerosos enigmas que tenían relación con ella. Estaba convencida de que todos los secretos se descubrirían ellos mismos en cuanto se adaptara a la Tierra, se acostumbrara a las personas y tuviera la posibilidad de hablar libremente con ellas.
Y precisamente comprendió que su tarea era esa: ayudar a la huésped a adaptarse.
A nadie le cupo la menor duda de que Guianeya prestaría una ayuda efectiva a los hombres de la Tierra. No podía obrar de otra forma una persona que llegara a un planeta ajeno.
Pero no resultó así.
Pasó no mucho tiempo y para todos quedó claro que la tarea no era tan sencilla.
Guianeya se negó a estudiar el idioma de la Tierra y no manifestó ningún deseo de enseñar a Marina el suyo.
En el primer tiempo todo parecía marchar como sobre ruedas. La huésped tenía necesidad de que la comprendieran. El idioma en que ella hablaba era sonoro, parecía sencillo, y las palabras se recordaban fácilmente. Un grupo de trabajadores del Instituto de lingüística y la misma Marina consideraban que posteriormente no habría ninguna dificultad.
Pero cuanto más tiempo pasaba menos deseo tenía Guianeya de ampliar su léxico. Era evidente que quería limitarse a la conversación habitual, necesaria para ella misma, pero a nada más.
Lo poco que las personas sabían confundía a los lingüistas. Se sentía que Guianeya simplificaba las frases y Marina se veía obligada a pronunciar las palabras sin ninguna ligazón gramatical. Esta forma de hablar Guianeya podía comprenderla, pero no significaba conocer su idioma.
La alta cultura del pueblo a que pertenecía Guianeya excluía la posibilidad de un habla «pobre». Indudablemente su idioma era rico y bello, parecía sencillo pero no era así.
Cuando se convencieron definitivamente que no se podía contar con la ayuda de Guianeya, se decidió continuar el estudio sin que ella lo supiera. Viviendo en la Tierra, comunicándose con las personas, incluso sólo con Marina, la huésped pronunciaba involuntariamente nuevas palabras y frases. Se las recordaban y descifraban. Para ayudar a la magnífica memoria de Marina se utilizaba un magnetófono. Era un pequeño aparato portátil cuya existencia desconocía Guianeya y que la acompañaba a todas las partes. Las cintas grabadas se enviaban al Cerebro Electrónico del Instituto de lingüística, y se iban descubriendo lenta pero sistemáticamente los secretos del idioma extraño.
Marina recordaba todo, pero obraba con extremo cuidado y de una forma estrictamente gradual ampliaba el marco de las conversaciones que mantenía con Guianeya. Tenía miedo que su huésped se «asustase». Y la muchacha del otro mundo parecía que no se daba cuenta de que su amiga hablaba con ella cada vez mejor y con más soltura.
Marina sabía que le gustaba a la huésped, que Guianeya simpatizaba con ella. Era muy importante fortalecer y desarrollar las relaciones amistosas. Todas las esperanzas de los científicos para descubrir el misterio de la aparición de Guianeya estaban basadas en esto.
Tuvo que trabajar ella sola. La otra lingüista que lo mismo que ella había sido designada para trabajar con Guianeya se vio obligada a apartarse al día siguiente de la llegada de la huésped a la Tierra.
El consejo científico se preocupó por prever todo, incluso hasta los detalles más mínimos, pero nadie pudo suponer que la estatura pequeña era una cosa inadmisible para Guianeya.
Resultó imposible poner a trabajar a otra muchacha ya que no había ninguna candidatura admisible.
Pero Marina llevó a cabo bien su misión.
Durante el año y media transcurrido ni una vez se quejó de las relaciones con Guianeya, nunca entre ellas «hubo una nube negra». La huésped de la Tierra tenía un buen carácter que cada día se mejoraba. Desaparecieron, eran ya del pasado, la tirantez, la frialdad en el trato y cierta reserva incomprensible pero indudable, que se destacaran mucho en los primeros meses. Guianeya se había convertido en una muchacha «corriente». Siempre animada, muy viva, que amaba el deporte y los juegos deportivos (que asimilaba con una facilidad asombrosa), el dibujo y la música, e incluso en los últimos tiempos hacía travesuras al quedarse a solas con su amiga.
Pero permanecía en el secreto lo que dibujaba en los álbumes. Rara vez Marina conseguía ver estos dibujos, y lo que le mostraba Guianeya eran siempre paisajes de la Tierra o retratos de Marina. Guianeya destruía inmediatamente algunos bustos, esculpidos con gran maestría, que representaban bien el rostro de Marina o bien el de ella misma.
Nunca intentó aprender a tocar algún instrumento musical, pero escuchaba con satisfacción cuando tocaba Marina.
Algunas veces la huésped empezaba a entonar sin acompañamiento una melodía rara para el oído terrestre, asombrando a todos los que la escuchaban por la belleza del sonido y amplitud inverosímil del diapasón de su voz.
Estas canciones, grabadas en la cinta magnetofónica, eran el «alimento» principal del Cerebro Electrónico, en ellas había muchas palabras y expresiones nuevas.
Marina estaba convencida de que Guianeya era muy joven, pero no pudo nunca aclarar esta sencilla pregunta. Guianeya callaba con una tenacidad incomprensible cuando se le preguntaba esto.
La costumbre de la huésped de hacer caso omiso a algunas preguntas, fingiendo que no las oía, nunca alteraba a Marina y no provocaba en ella el deseo de conseguir la respuesta a rajatabla. Comprendía siempre, que a pesar de su parecido asombroso con las personas, ante ella se encontraba un ser de otro mundo, con otras costumbres y conceptos. Y hacía como si no viera nada de particular en el silencio de Guianeya y lo consideraba natural.
Esta táctica, sin discusión alguna, era justa.
— Cuando la manzana madura se cae sola — decían los científicos —. Era necesario dar tiempo a Guianeya para «madurar», y entonces hablará.
Y Guianeya «maduraba» a ojos vistos. Cada vez callaba menos. De mala gana, pero contestaba. Marina, cumpliendo las indicaciones recibidas, nunca le repetía la pregunta que Guianeya no había querido contestar antes.
Entre las dos muchachas se había establecido un completo acuerdo, una completa comprensión mutua.
A todos les parecía que a Guianeya le era indiferente todo lo de la Tierra, que en nada le interesaba la vida en el planeta. Pero Marina veía, y cada día estaba más claro, que esto no era así.
Ya comprendía perfectamente los matices de la expresión de la cara y sobre todo de los ojos de la huésped. Y se convencía poco a poco de que Guianeya sencillamente ocultaba a las personas su interés por la Tierra y por alguna causa, solo de ella conocida, fingía esa indeferencia.
Guianeya recorrió toda la Tierra durante el año y medio. Vio todo lo más bello, majestuoso y grandioso que había en el planeta, lo mismo natural que artificial. Y parecía que todo esto no le produjo ninguna impresión. En ningún lugar se detuvo mucho tiempo para admirar una obra de arte o la belleza de la naturaleza, como esto lo hacían las personas. Lo miraba un minuto, eran mucho dos y se alejaba.
Pero cuando pasados algunos meses después del viaje realizado a América del Norte, Marina vio una vista de las Cataratas del Niágara dibujada por Guianeya, comprendió entonces que para su amiga era suficiente una mirada fugaz para recordar siempre lo visto. El cuadro majestuoso del agua cayendo estaba representado en el dibujo con los detalles más nimios. Era como si en el cerebro de Guianeya hubiera sido tomada una fotografía de la catarata.
Y esto se repitió muchas veces. Guianeya todo lo recordaba, nada olvidaba.
¡De ninguna manera podía ser esto indiferencia!
¿Entonces, es posible, que la indiferencia aparente hacia todo sea una propiedad de sus compatriotas, una tradición particular, una forma obligatoria de conducta que dictan las costumbres?
Es posible que sea así, pero Marina por algo no quería creer en esto. Le parecía que esta indiferencia era fingida, como era fingida la ausencia del interés hacia la Tierra.
¿Para qué necesitaba hacer esto?
En el alma de Marina apareció y se fortaleció el convencimiento de que la huésped del cosmos tenía propensión a fingir.
La idea de que Guianeya fingía se reforzó todavía más en Marina por un hecho que tuvo lugar recientemente y que conmovió a todos.
Esperando el paso del sharex, Guianeya le hizo de sopetón una pregunta, que mostró con toda evidencia, que ocultaba a las personas no sólo su pasado sino también su presente.
¿De dónde podía saber Guianeya que Marina tenía un hermano? ¡Es más, sabía que la forma de la vía del sharex fue diseñada por Víktor Murátov?
Guianeya hablaba sólo con Marina. Todo lo que hablaba con otros y lo que le hablaban lo traducía Marina. Si la huésped no conocía ni uno solo de los idiomas de la Tierra, de ninguna forma podía conocer la existencia de Víktor Murátov.
Pero de improviso resultó que esto lo sabía, y no sólo esto.
La novedad era muy importante y trajo consigo consecuencias todavía no previstas.
¿Casualmente se fue de la lengua Guianeya? ¿O intencionadamente quiso mostrar a las personas que disponía de información?
Esta cuestión importantísima se planteó inmediatamente ante el consejo científico del Instituto de cosmonáutica, que desde el primer momento tomó sobre sí todo lo que se refería a la huésped del cosmos.
Guianeya, casual o intencionadamente, manifestó su conocimiento de uno de los idiomas de la Tierra. De este hecho se podía sacar la conclusión de que era cierta la antigua sospecha de que Guianeya pertenecía a aquellos que enviaron a la Tierra los satélitesexploradores. Si esto era así quedaba también evidente otra cosa: sus compatriotas estuvieron en la Tierra. Pero también se podía explicar todo de una forma más sencilla: Guianeya, ella misma, sin ayuda de nadie, estudió la lengua terrestre y podía leerla.
Era muy importante aclarar, cuál era precisamente el idioma que conocía Guianeya.
Esta pregunta se la hicieron a Marina.
En la Tierra existían muchos idiomas. Hacía poco que había comenzado a usarse un idioma para el planeta. Los diarios y las revistas, la radio y la televisión con poca frecuencia empleaban el nuevo idioma. En cada región (antes se llamaban países) hablaban en el idioma antiguo. Habían desaparecido las fronteras, se habían borrado gradualmente las diferencias nacionales, la cultura y la civilización eran generales, pero faltaba todavía mucho para que la humanidad se fusionara completamente en una familia única que hablara un solo idioma.
A Guianeya le gustaba mirar las revistas y se las traían de todos los lugares, en todos los idiomas. Estaba bien que la muchacha de otro mundo mostrara, aunque no fuera más que en esto, algún interés por la vida en la Tierra. Pensaban que sólo le interesaban las ilustraciones en las que no existen diferencias idiomáticas.
Ahora surgía la pregunta: ¿cuáles eran precisamente las revistas que prefería Guianeya?
Marina no estaba en condiciones de contestar. Nunca había prestado atención cuál era la revista que miraba su amiga y tanto menos cuál era el idioma de esta revista.
¿Recordarlo ahora? Imposible, no podía recordarlo.
Entonces se decidió obtener la contestación por otro camino.
Guianeya sabía que la persona que propuso una nueva forma de vía para el sharex era el hennano de su acompañante. Es decir, que en una de las revistas que pasó por sus manos se había publicado el artículo correspondiente. No era difícil saber las revistas que recibía Guianeya.
Fue encontrado pronto el artículo que se buscaba. En él se hablaba del sharex y se mencionaba que Víktor Murátov era hermano carnal de Marina Murátova, amiga y traductora de Guianeya. Estaba claro que precisamente este artículo era el que había leído Guianeya.
La revista estaba escrita en español.
La noticia voló por todo el mundo. Por precaución los diarios y revistas españoles callaron la noticia para que Guianeya, por si acaso, no la pudiera leer. Si la huésped del cosmos se había ido de la lengua sin darse cuenta, no estaba bien mostrar que su secreto había sido descubierto.
En el Instituto de lingüística respiraron con alivio. Ya hacía tiempo que se sospechaba el parecido del idioma de Guianeya con uno de los idiomas romanos en el sonido de las palabras y en la construcción de la frase. Ahora la última duda había desaparecido. Por más extraña que fuera la coincidencia, pero las personas del planeta desconocido (era posible que no todos sino una parte, a la que pertenecía Guianeya) hablaban en un idioma muy parecido al español.
Esta segunda novedad fue todavía más sensacional que la primera.
Muchas cosas se habían puesto en claro. No podía Guianeya «casualmente» aprender precisamente un idioma que fuera el más parecido al suyo. ¡Lo sabía ya antes de que apareciera entre la gente!
De aquí, naturalmente, se desprendía otra conclusión. ¡Guianeya y aquellos que eran los amos de los satélitesexploradores pertenecían a un mismo pueblo! La suposición se había convertido en realidad.
Las personas consideraban que nunca había visitado la Tierra un ser de otro mundo.
Esto fue un error. No se sabía cuándo, pero los compatriotas de Guianeya estuvieron en la Tierra y para bastante tiempo. Pudieron conocer y aprender uno de los idiomas de la Tierra. ¿Por qué precisamente el español? Sencillamente porque este idioma resultó el más fácil para ellos.
Podía haber otra causa. El español se hablaba no sólo en la península Ibérica, sino también en México, en las repúblicas de América Central, las Antillas, en toda América del Sur, a exclusión del Brasil. La nave cósmica de los forasteros pudo haber aterrizado precisamente allí. Entonces resultó una casualidad feliz el parecido de su idioma con el idioma de los habitantes.
Se podía suponer con mucha probabilidad que los «huéspedes» llegaron a la Tierra hace mucho. Si esto hubiera tenido lugar en el último siglo, su llegada no hubiera pasado inadvertida. Pero, por ejemplo, durante el imperio de Carlos Quinto, estaba deshabitado el enorme espacio del continente sudamericano. Era fácil tomar tierra con la nave, ocultarla a las miradas de la gente, mezclarse con la población de las pocas ciudades y poblados, conocer todo lo que fuera necesario, y de la misma forma imperceptible abandonar la Tierra.
¿Cómo podían llamar la atención personas parecidas a Guianeya? ¿El tono verdoso de la piel? Era fácil ocultarlo recurriendo al maquillaje o a un fuerte tostado. ¿La forma no corriente de los ojos? Era posible que prestaran atención a esto, pero no era un síntoma tan destacado para producir admiración a despertar cualquier sospecha a personas que no podían concebir la existencia de seres de otro mundo.
Tal pequenez, aunque hubiera incluso llamado la atención, no podría recordarse y pasar a la historia.
De esta forma se descubrió uno de los secretos que rodeaban a Guianeya.
Marina Murátova conocía bien el español. Por esto comprendió por qué recordaba tan fácilmente las palabras del idioma de Guianeya.
Ahora tenía que resultar más fácil el ulterior conocimiento de este idioma.
Era una gran tentación el hablar a Guianeya inesperadamente en español, sorprenderla de improviso, pero a Marina la aconsejaron que no lo hiciera. Si la huésped, a pesar de todo, hizo su pregunta sin intención, casualmente, lo mejor sería aparentar que pasaba desapercibida. Y si era premeditadamente, tanto más necesario era no precipitar los acontecimientos. Que Guianeya fuera ella misma la que decidiera cuando era necesario hablar «a toda voz». Ya que había comenzado era necesario seguir adelante. A Marina se le ordenó seguir atentamente cuáles eran los artículos que Guianeya leía en las revistas españolas, aclarar cuál era el grado de dominio de este idioma y qué era lo que más le interesaba. Se aconsejó a las redacciones de las revistas españolas que cada vez insertaran con más frecuencia artículos sobre los satélitesexploradores y repetir otra vez toda la polémica que se desencadenó hace tres años sobre el problema del lugar donde se encontraban en la actualidad.
A nadie le cabía la menor duda de que Guianeya aunque supiera esto habría de callar.
Pero podía suceder que le interesaran las suposiciones de las personas de la Tierra y, que por casualidad, se le escapara alguna frase que derramara aunque no fuera más que un poco de luz en las tinieblas del secreto.
¿Quién podría pensar que todos estos artificios no eran necesarios y que la cuestión, por la que tanto interés tenían todos, se aclararía muy pronto e inesperadamente?
Víktor Murátov estaba muy ocupado en estos días y no sabía nada sobre las noticias que conmovían la Tierra. Fue llamado urgentemente a uno de los centros de cálculo ligado con la expedición de Jean Leguerier y que controlaba el movimiento de Hermes.
Surgió una complicación imprevista. Hermes se encontró en su camino con un gran cuerpo, un asteroide todavía no conocido. Los radares y gravímetros avisaron a su debido tiempo el encuentro y el choque catastrófico se pudo evitar. Pero cambió la trayectoria de Hermes. Fue necesario dar instrucciones a Weston qué instalaciones de reacción y en qué tiempo habría de poner en funcionamiento para corregir el curso.
Leguerier y Weston hicieron ellos mismos los cálculos y los comunicaron a la Tierra.
Coincidieron con los realizados en el centro de cálculo. Ahora se tenía que hacer la cuarta comprobación, la última. En asuntos de este tipo ya se había establecido como una tradición que los cálculos se realizaran cuatro veces.
Como siempre que Murátov se enfrascaba eu el trabajo apartaba de su mente todo lo demás.
Cuando el trabajo se hubo terminado (la cuarta vez fue obtenido el mismo resultado), quedaba poco tiempo y Murátov se dirigió apresuradamente a Poltava.
Bolótnicov podía habérselo contado todo, pero su conversación tomó inmediatamente otra orientación. Y marchando hacia Selena para entrevistarse con Guianeya, Murátov no pudo sospechar que en sus planes entraba una circunstancia nueva y muy importante.
Y esta se refería precisamente a él.
El español era casi un idioma natal para Víktor. Sus padres que eran de procedencia rusa vivieron mucho tiempo en España. El padre trabajó en una expedición geológica y la madre fue una de los arquitectos de la construcción de una gigantesca ciudad infantil en el litoral sureño de la península Ibérica.
Víktor nació y pasó los primeros años de su vida en Almería y allí terminó la primera enseñanza.
Si hubiera conocido la noticia que produjo sensación mundial, para él estaría claro por qué el idioma de Guianeya le parecía conocido. Sólo hacía cuatro días había hablado de esto con Bolótnikov en el vagón del sharex.
Pero Murátov no sabía nada.
Selena le asombró por sus dimensiones. Era considerablemente más grande que Poltava aunque se la consideraba como el suburbio. La ciudad había crecido durante cinco años en un lugar desierto con una velocidad fabulosa. Las casas, las calles incluso los jardines y parques le parecieron particularmente limpios, pintados, como si fueran nuevos. Se sentía la influencia de una arquitectura en toda la ciudad. La grandiosidad del pensamiento y el trabajo encarnados en la edificación producía una fuerte impresión.
Murátov, sin duda alguna, conocía la enorme amplitud de los trabajos que se realizaban en todas partes, en todo el planeta, los nuevos centenares de ciudades, los miles de pequeños poblados, dotados de todas las comodidades, y la cantidad innumerable de estaciones científicas y técnicas. La humanidad se esforzaba por terminar lo antes posible con la vida vieja, por adaptar su planeta a las nuevas exigencias constantemente crecientes del régimen comunista.
Pero resultaba que él vivía siempre en ciudades antiguas, que tenían siglos, reedificadas, reconstruidas, pero a pesar de todo viejas.
Selena era quizás la primera ciudad nueva, completamente moderna que veía de cerca.
Se sonrió al recordar su seguridad de que el primer transeúnte le indicaría dónde encontrar a Guianeya. ¡Cualquiera la encuentra en este gigante!
Selena tenía forma de anillo. En el centro estaba ubicado el enorme cohetódromo.
El vechebús de circunvalación le llevó a Murátov a través de toda la ciudad.
Se olvidó del tiempo, de su impaciencia, de todo. La vista absorbió por completo toda su atención. A cada paso, en cada viraje se descubría un conjunto de edificios, cada uno más bello y majestuoso que el siguiente. Las casas parecían ligeras como si flotaran en el aire, la abundancia de vegetación subrayaba la ligereza de la construcción, la gran amplitud de las ventanas dejaba pasar a través de ellas gran cantidad de luz solar.
Incluso las personas que vivían aquí parecían distintas a las de otras ciudades, como si en ellas hubiera también penetrado la luz.
«Haré todo lo posible por trasladarme aquí — pensó Murátov —. Si no está prohibido mudarse debido a la superpoblación. Es necesario vivir rodeado de toda esta belleza.
Probablemente el trabajo irá más fácil aquí que en otros lugares».
Pero al parecer, no sólo Murátov sentaba estos juicios sobre Selena en la que estaba encarnada toda la experiencia, todo el genio arquitectónico y artístico de la Tierra. En las calles había mucha gente.
Cuando el vechebús hizo todo el recorrido deteniéndose en el punto de partida, Murátov miró al reloj y salió, aunque no estaría demás hacer por segunda vez el mismo recorrido. Quedaba muy poco tiempo.
Llegó al cohetódromo en el planeliot.
La vida transcurría corrientemente en el enorme campo de hormigón. El regreso de la Sexta expedición lunar no tenía nada de particular que pudiera provocar una atención especial. Casi cada día terminaban aquí sus vuelos las naves cósmicas procedentes de la Luna, Marte, Venus, sin contar las líneas interiores, planetarias. Y otras tantas despegaban de aquí. La Sexta expedición sólo interesaba a un círculo reducido de personas relacionadas con el servicio cósmico, y a tales como Murátov, que tenían conocidas entre los participantes.
Iban y venían por el campo las máquinas auxiliares rápidas y zigzagueantes, arrastraban lentamente su monstruoso peso las cisternas de repostado, volaban en pequeños planeliots los mecánicos y despachadores. A lo lejos en el centro del campo, brillantes de sol, estaban los cuerpos de las naves de las líneas interiores, «terrestres», y los cohetes de aterrizaje. Las naves interplanetarias no aterrizaban en el cohetódiomo.
Desembarcaban sus pasajeros o los esperaban más allá de los límites de la atmósfera.
Murátov vio muchas personas en el edificio del cosmodromo. Por lo visto hoy salía para un largo raid una nave. Algunos abandonaban la Tierra y otros les despedían.
En seguida se encontró con Stone. El presidente del consejo científico se alegró de encontrar a Murátov (tenían mucho tiempo sin verse) y le estrechó fuertemente su mano.
— ¡Y qué — dijo Murátov — otra vez nada nuevo!
— Por desgracia, nada nuevo — contestó suspirando Stone.
Se trataba de la Sexta expedición. Los dos sabían que regresaba sin haber averiguado nada. No pudieron encontrar ningún indicio de la presencia en la Luna de los satélitesexploradores o de su base.
— Esta es la última — añadió Stone —. No tiene ningún sentido continuar las búsquedas, mientras no sepamos algo nuevo, por ejemplo, de Guianeya.
— ¡Atención! — resonó una voz no fuerte pero clara —. Que embarquen los que salen para Marte. Los acompañantes pueden ir sólo hasta el vechebús.
El vestíbulo quedó visiblemente vacío. Y entonces fue cuando Murátov vio a Guianeya y Marina. Estaban junto a uno de los numerosos quioscos automáticos y conversaban animadamente. Los que pasaban cerca dirigían a hurtadillas curiosas miradas a esta pareja.
— ¿Es interesante por qué se encuentra aquí? — dijo Stone siguiendo la mirada de Murátov —. Parece que Guianeya está muy interesada por nuestras búsquedas en la Luna.
— ¿De dónde puede ella saberlo? Stone miró con asombro a su interlocutor.
— ¿Cómo — exclamó —, no sabe usted nada?
— ¿De qué?
— ¿Ha leído los periódicos estos días, ha oído las transmisiones?
— No — contestó Murátov —, no he tenido tiempo. Usted sabe de qué me ocupaba.
— ¡Vaya una cosa! — Stone movió la cabeza. ¿Y nadie le ha dicho nada? Todo el planeta no habla más que de esto y usted incluso no lo ha oído.
— ¿De qué se trata? — preguntó distraídamente Murátov que pensaba sólo en la forma de acercarse a Guianeya para que esto fuera natural. Las dos muchachas estaban de espaldas a él.
Pero desapareció como por encanto su distracción cuando Stone pronunció las primeras palabras. Le escuchaba completamente perplejo. ¡Esta sí que era una novedad!
¿Guianeya sabe español? ¡Inconcebible!
— ¿Ahora lo comprende usted? — preguntó Stone.
— ¡Cómo no! Precisamente comprendo que todo mi plan se ha derrumbado.
— ¿Por qué? — Stone conocía las intenciones de Murátov —. Todo lo contrario, esto le ayudará. Sólo que hay que obrar con prudencia, con mucha prudencia.
— ¡Precisamente por esto! Lo que significa que es necesario un plan nuevo, completamente nuevo.
— No es necesario mostrar a Guianeya que nos es conocido su secreto. Le aconsejaría, que en un momento oportuno, como si fuera casual, hablara en español con su hermana delante de ella. Elija un tema que le interese a Guianeya. Es importante y curioso ver cómo reaccionará ante esto.
Murátov miró con temor a Guianeya, que se encontraba a no más de treinta pasos de ellos.
— Hablamos demasiado fuerte — susurró al oído de Stone —. Guianeya tiene un oído muy fino.
— No hablamos en español.
— Quién sabe. A lo mejor ella comprende. Después de lo que usted me ha contado, no me fío de nada.
— Sí, esto es posible.
Un tropel de pasajeros que acababan de entrar en el vestíbulo les separó de las dos muchachas. Por lo visto había llegado el cohete de aterrizaje de una nave que había arribado o una de los raids interiores. Murátov, ensimismado por la novedad, no había oído el comunicado del despachador.
Stone miró el reloj.
— La Sexta expedición deberá llegar dentro de unos doce minutos — dijo —. Vaya a ver a las muchachas.
— Tengo un poco de temor. A lo mejor Guianeya no quiere hablar conmigo.
— Es poco probable. Su hermana comunicó que ayer Guianeya otra vez preguntó por usted.
«He acertado — pensó Murátov —. No casualmente dibujó el paisaje de Hermes».
Pero Marina y Guianeya no se encontraban en el lugar de antes. Se habían ido a alguna parte.
Murátov salió a buscarlas.
Guianeya estaba nerviosa desde el amanecer. Esto se podía notar perfectamente por sus movimientos, el tono de la voz y la expresión de la cara. Marina veía que una idea obsesionante no dejaba tranquila a su amiga.
Como siempre, antes de desayunar se encaminaron a la piscina más próxima.
Había obligatoriamente salas de gimnasia y piscinas en cada poblado o cada gran casa. Pero a Guianeya no le agradaba la pequeña piscina doméstica, le gustaba no sólo refrescarse sino también nadar.
Esta mañana, como si se hubiera olvidado del tiempo, Guianeya tardó mucho en salir del agua. Marina que ya hacía tiempo que se había vestido, esperaba a su amiga sentada en un sillón de paja.
Guianeya, incansable y ligera, recorrió rápidamente un número incontable de veces los cien metros de longitud de la piscina nadando un crawl clásico. Y como siempre, poco a poco se reunió un número grande de espectadores. Eran pocos los deportistas de la Tierra que dominaran un estilo tan perfecto.
Las manos verdosas de Guianeya se introducían en el agua y de nuevo salían de ella con la regularidad de una máquina. La espesa cabellera negra, oscilante como una capa, casi cubría la flexible figura de la muchacha.
Guianeya parecía un espejismo en el agua verdosa de la piscina iluminada brillantemente por los rayos del sol que se filtraban a través del techo transparente.
Marina recordaba perfectamente la primera visita a la piscina inmediatamente después de la llegada de la huésped a la Tierra. Recordaba cómo hubo necesidad de convencer a Guianeya para que se bañara con un traje. Costó gran trabajo explicarle con gestos que no se podía prohibir el acceso a la piscina a otras personas. Recordando los gestos de respuesta de la huésped, Marina comprendía ahora que Guianeya quería decir que no veía ningún motivo para ponerse el traje de baño si en la piscina se encontraba alguien. Y ahora, ya pasado año y medio, parecía que todavía no había comprendido esto.
Ya hacía tiempo que para todos estaba claro que Leguerier no había comprendido justamente la conducta de Guianeya desde el comienzo de su estancia entre las personas. Se desnudaba ante todos no porque tratara a las personas con altanería o desprecio, sino porque esto era, sencillamente, una costumbre establecida entre sus compatriotas. NQ comprendían por qué debían ocultar su cuerpo a las miradas ajenas.
Marina llevaba esperando más de una hora.
Cuando por fin Guianeya salió de la piscina no se le notaba el menor cansancio, y parecía que estaba en condiciones de nadar otro tanto.
Regresaron a casa.
Después del desayuno Guianeya rogó inesperadamente que le mostraran Selena.
Hasta ahora no había dicho ni una sola palabra para aclarar las causas que la incitaron a venir a Poltava. La ciudad, estaba claro que no le interesaba, ya que en los tres días que se encontraban aquí casi no había salido de casa.
La petición no causó ningún asombro a Marina. La esperaba, ya que no tenía duda de que precisamente la llegada de la Sexta expedición lunar obligaba a Guianeya a encontrarse aquí. Ahora ya no cabía la menor duda de dónde ella lo sabía. Dejó de ser un secreto la información que tenía la huésped de los asuntos terrestres.
¿Pero qué le podía interesar de esta expedición?
Era también incomprensible el estado nervioso que experimentaba hoy Guianeya. El haber nadado tanto tiempo estaba claro que no tenía otro fin que tranquilizar los nervios alterados.
¿Qué alarmaba a Guianeya?
«Bien — reflexionó Marina —. Supongamos que quiere ir a recibir a la Sexta expedición.
Entre el personal de la expedición no hay nadie que ella conozca. ¿Los resultados de la expedición? Sobre ellos podrá leer o simplemente preguntar. No había necesidad de haber venido aquí para eso. Si ella lee las revistas españolas, entonces deberá saber que las cinco expediciones anteriores regresaron con las manos vacías. No tiene ningún motivo para alarmarse, incluso si realmente perteneciera a aquellos que son los amos de los explorádores. Claro está, que le puede interesar si los han encontrado o no, pero no puede ser una causa decisiva para recibir personalmente a la expedición».
Ayer Guianeya dejó asombrada a Marina cuando le preguntó a bocajarro: ¿vendrá o no su hermano a Poltava? No añadió: «A recibir a la Sexta expedición», pero estaba claro que preguntaba precisamente sobre esto.
Marina le contestó que Víktor vendría.
Guianeya no tuvo ninguna reacción. No dio a entender nada que demostrara cuál era la impresión que le producía esta respuesta. Cualquiera podía haber pensado que no la había oído.
Más de una vez Guianeya pidió a Marina que le presentara a Víktor, pero hasta ahora no había dado ninguna prueba de que ella relacionara la identidad del hermano de Marina con la persona que la había traído de Hermes a la Tierra. ¡Ahora resultaba que esto también lo sabía!
Marina se convenció definitivamente de que Guianeya estaba perfectamente enterada cuando comenzó a dibujar en el álbum el paisaje de Hermes con Víktor en primer plano, sin ocultar esta vez el dibujo.
¿A quién quería ver la muchacha de otro mundo? ¿Al hermano de la amiga o al acompañante en el vuelo? ¿Quería conocer a la persona allegada a Marina o de nuevo entrevistarse con el viejo conocido? Si lo último era cierto, entonces para esto tenía que existir una causa.
¿Era posible que no la emocionara tan fuertemente la llegada de la Sextra expedición lunar como la entrevista con Víktor?
Marina informó inmediatamente de ambas cosas a Stone. Esta noticia la acogieron con gran satisfacción en el consejo científico. La pregunta de Guianeya daba todos los fundamentos para pensar que la muchacha había decidido «descubrir sus cartas», de que en el sharex no se había ido de la lengua, sino que intencionadamente dio a comprender que sabía más de lo que podría saber si no dominara el idioma de la Tierra.
¿Entonces por qué tan tesoneramente no lo daba a conocer? Parecía como si Guianeya, a pesar de todo, temiera algo.
Le recomendaron a Marina que reaccionara como en el primer caso, aparentando no notar nada.
Guianeya en Selena estaba pensativa y distraída. Se esforzó por mostrar interés hacia todo lo que le mostraban y de esto se deducía claramente que había perdido el equilibrio espiritual. Hubiera sido más sencillo y natural mantenerse como siempre, conservar su habitual expresión de indiferencia, a la que hace tiempo estaban acostumbrados y nadie prestaba atención.
Estaba claro que Guianeya no dominaba hoy sus nervios.
Siguiendo su línea de conducta marcada, Marina propuso a Guianeya regresar a Poltava precisamente cuando era hora de dirigirse al cohetódromo, para saber si en realidad quería recibir a la Sexta expedición.
Era de esperar que Guianeya, en esta circunstancia, se viera obligada a dar una contestación directa, pero la huésped buscó una respuesta evasiva.
— Usted ha dicho — manifestó ella — que la ciudad forma un anillo alrededor del cohetódromo, y no me lo han mostrado. Ya que estamos aquí vayamos a verlo.
«¡Se ha salido por la tangente! — pensó Marina enojada —. ¡Qué terquedad tan rara!»
Iban por Selena en un vechemóvil. Marina giró el timón y la máquina se dirigió hacia el centro.
Aumentaba la alarma incomprensible de Guianeya. Ardían las mejillas de la muchacha, sus ojos brillaban febriles. Varias preguntas que hizoj Marina quedaron sin respuesta.
Parecía que, sumida en sus pensamientos, Guianeya no oía nada.
Pero cuando entraron en el vestíbulo de la estación del puerto cósmico, Guianeya cambió por! completo. Se reavivó y asedió a preguntas a Marina. Su faz adoptó el matiz habitual y sólo el brillo de los ojos demostraba que la alarma todavía no la había abandonado.
Y de repente (Marina no creyó en lo que había oído) Guianeya preguntó:
— ¿Cuántas personas han participado en la Sexta expedición lunar?
La palabra «expedición», en el idioma de Guianeya, por primera vez resonó en los oídos de Marina. Acertó su significado por el sentido de la frase.
«Qué hacer ahora? — pensó ella —. No era po sible continuar la táctica anterior.
Guianeya por tercera vez y de una forma completamente abierta se quitaba la máscara.
Pasar ahora esto porí alto significa descubrir mi juego. Y no se puede dejar sin respuesta la pregunta. Es necesario aceptar el desafío».
— ¿De dónde usted conoce esta expedición? — preguntó Marina mirando fijamente a su amiga. La memoria entrenada en el estudio de los idiomas le ayudó a repetir exactamente la nueva palabra.
Guianeya no se alteró lo más mínimo.
— Usted misma me ha hablado de esta expedición — respondió imperturbablemente.
Era una mentira a todas luces. Marina recordaba perfectamente que nunca habían tenido una conversación sobre esto.
«¡Vaya! — pensó —. Guianeya no sólo es capaz de fingir sino también de mentir. De esto se desprende que la moral en su mundo no se encuentra a un nivel muy alto.»
— No recuerdo — dijo Marina en voz alta — que alguna vez le haya hablado de la Sexta expedición lunar. ¿Por qué le puede interesar a usted?
Guianeya dio la callada por respuesta y prefirió volver al silencio habitual.
Marina pensaba intensamente cómo actuar en lo sucesivo. Sabía perfectamente que era inútil insistir en que le respondiera. Después de haber callado una vez, Guianeya ya no cambiaba su decisión y seguiría callando en adelante. Lo mejor sería cortar esta conversación. Según todos los indicios, Guianeya estaba dispuesta a dejar definitivamente de fingir que no sabía nada. ¡Bueno, que marchen las cosas por su iniciativa!
— ¿Esperaremos la llegada de la Sexta expedición? — preguntó Marina como si no hubiera sucedido nada.
— Sí — contestó Guianeya.
Con esta corta palabra reconocía que habían venido especialmente a Poltava para recibir a la Sexta expedición. Ella no podía dejar de comprender que el sentido de sus palabras estaba claro para Marina.
Y sin embargo, esto no la asustaba.
«¡Ha llegado la hora! — pensó Marina —. Saberl el idioma y no hablarlo es muy difícil. A lo mejor, Guianeya ansiaba hablar libremente. Desempenar este papel año y medio ya era más que¡suficiente.»
— ¡Hola! — resonó detrás de ellas.
Guianeya se volvió con tanta rapidez que no había la menor duda de que conoció la voz que i había oído hace año y medio. La alegría iluminó su rostro.
— ¡Por fin! — exclamó con plena franqueza, siendo la primera en tender la mano a Murátov, como lo hizo cuando se despidió, lo que nunca, ni con nadie, había hecho —.
¿Por qué ha estado tanto tiempo sin venir? Se lo he pedido a Marina.
¡Por cuarta vez!
Como si recompensara a la gente de la Tierra por su largo silencio, Guianeya, en unos cuantos días, «se descubría» con una rapidez vertiginosa.
Murátov comprendió lo que había dicho.
— No he tenido tiempo — contestó recordando con dificultad las palabras —. El verla a usted es para mí una gran alegría.
Marina se sonrió al oir su pronunciación.
Guianeya no se sonrió. No retiró su mano y miraba directamente a sus ojos con aquella misma mirada tan penetrante como entonces, en la cámara de salida de la astronave, como si quisiera decir a preguntar algo.
Y callaba.
Pero vio que Murátov comprendía su idioma.
¿Qué le impedía hacerle preguntas? — Siento — dijo Murátov, porque Guianeya seguía sin pronunciar una palabra — no haber podido cumplir antes su deseo.
Recordando el consejo de Stone y teniendo en realidad gran dificultad para elegir las palabras, intercaló en sus frases, como si hubiera sido sin querer, algunas palabras españolas.
Guianeya no le pidió que repitiera lo dicho, pero, por su rostro no se podía determinar si le había causado asombro o no el oir hablar español a Murátov.
— ¿Estuvo en nuestra casa?
Murátov comprendió que se refería a Poltava. «Quiere preguntarme si he visto su dibujo en el álbum», pensó Víktor.
— Sí, estuve allí.
Guianeya retiró su mano. Parecía que en sus oscuros ojos había brillado la desilusión.
¿Qué esperaba de él Guianeya?
Para él estaba completamente claro, que el paisaje de Hermes, el episodio que se refería a los dos, había sido dibujado y colocado especialmente en la mesa para que lo pudiera ver. Esto no sólo no tenía nada de casual, sino un determinado sentido que algo le debía de decir a él. Y Guianeya esperaba otra contestación.
Sintió despecho de sí mismo por no haber sabido acertar, comprender sus pensamientos. No servía de justificación ante sus ojos el hecho de que para la persona de un planeta sea extraordinariamente difícil comprender el pensamiento Y las intenciones de la persona de otro. El debía, estaba obligado a prestar más atención al dibujo, intentando comprender lo que ella quería decir, y si esto no lo hacía, era posible que perdiera todas las posibilidades de mantener una franqueza amistosa con Guianeya.
— He visto su dibujo — dijo, con la esperanza dudosa de corregir algo y utilizando en sus frases, cada vez con más frecuencia, palabras españolas —. Dibuja usted admirablemente, Guianeya.
Se volvió de una forma tan francamente despectiva que Murátov se confundió y se ofendió consigo mismo.
El comienzo de la renovación del antiguo conocimiento estaba claro que no le favorecía en nada.
La voz del locutor informó del aterrizaje del cohete de la nave que llegaba de la Luna.
Era la que ellos esperaban: la Sexta expedición lunar.
Marina tradujo el comunicado a Guianeya.
— Usted no me ha contestado — dijo la huésped — a ¿cuántas personas han participado en esta expedición?
— Dieciocho.
— ¿Sólo han llegado ellos? ¿No han venido otros pasajeros en el cohete?
¡La quinta vez!
Guianeya pronunció en español las palabras «cohete de aterrizaje».
Marina no se decidió a contestar en el mismo idioma. Stone le había recomendado un cuidado extremo. Guianeya podía haber pronunciado estas dos palabras españolas sin querer, sin darse cuenta. Desde por la mañana estaba agitada y no tenía dominio de sí misma.
— No lo sé — respondió Marina en el idioma de Guianeya —. Pienso que no han venido otros pasajeros. Esta nave tenía una tarea especial, era sólo para la expedición.
La insistencia de Guianeya cada vez asombraba más a Marina. ¿Para qué necesitaba saber tales detalles?
El cohete de aterrizaje descendió no lejos de la estación. Acercaron la escalera y uno tras otro descendieron todos los pasajeros. Se les veía perfectamente.
— Ahora mismo vengo — dijo Murátov —. Espérenme en este mismo sitio.
Fue al encuentro de Serguéi.
Marina observó que Guianeya contaba para sí a los que salían del cohete. Cuando salió el décimooctavo, el último pasajero, respiró con satisfacción. Parecía como si a la muchacha de otro mundo la alarmara la pregunta: ¿si todos habían regresado de la Luna?
¡Qué raro! ¿Era posible que sólo para esto, para convencerse por sí misma, había venido aquí?
Murátov y Sinitsin se encontraron en la mitad del camino y se abrazaron. — ¿Qué — dijo Víktor — otra vez nada?
— ¡Como ves! — contestó Serguéi con un tono de insatisfacción.
— ¿Qué, debo verlo por tu cara?
— Ya estás enterado — Sinitsin no se rió de la broma de su amigo, su cara permanecía sombría.
Murátov miraba atentamente a su amigo.
— Stone ha dicho que esta expedición es la última.
— Lo sé. Y no estoy de acuerdo con su decisión.
— Os ha venido a recibir Guiancya — dijo Murátov, seguro de que esto asombraría a Sinitsin.
Pero se equivocó. En la cara de Serguéi no se reflejó nada ante esta noticia.
— ¿Para qué tenía necesidad de esto? — preguntó con indiferencia sin interesarle la respuesta.
— Historia enigmática —. Murátov le contó brevemente los últimos acontecimientos relacionados con Guianeya.
Sinitsin seguía indiferente.
— Sobre esto es necesario pensar — fue lo único que dijo Sinitsin —. No hables conmigo de Guianeya. Me irrita incluso el sonido de ese nombre. Yo no conozco la causa de su silencio, pero cuando pienso lo poco que le costaría si quisiera…
Stone se acercó a los recién llegados.
— ¿Dónde te has hospedado? — preguntó apresuradamente Sinitsin —. ¡Bien! Te iré a ver hoy por la tarde, cerca de las ocho. Entonces hablaremos detalladamente de todo.
Ahora, perdóname, no tengo tiempo.
Murátov se marchó.
Aunque no había participado en ninguna de las seis expediciones le disgustaba el fracaso de los camaradas, ya que con Serguéi había calculado la trayectoria de los satélitesexploradores y llegado a la conclusión de que los satélites se encontraban en la Luna, en la región del cráter Tycho. ¡Y el sexto fracaso seguido! ¿No habría habido un error?
¡No, no es posible esto! Los cálculos más de una vez los comprobaron otras personas.
¡Los satélites están en la Luna!
¿Por qué entonces no se les puede encontrar?
Murátov comprendía el estado de irritación de Serguéi y su antipatía hacia Guianeya.
Era la persona que con una sola palabra podía solucionar el enigma. ¡Tenía que saberlo!
¡Lo sabía! Y callaba, observando con indiferencia los vanos esfuerzos de las personas de la Tierra. Esto, en realidad podía provocar no sólo la antipatía, sino también el odio de aquellas personas que perdían sus años en vano.
Murátov comprendía esto pero no podía ponerse en contra de Guianeya. Le gustaba y era simpática a pesar de todo. Insistentemente pensaba que la causa del silencio de Guianeya consistía en su educación, en los puntos de vista y conceptos de su mundo.
Probablemente no comprendía lo que querían de ella las personas de la Tierra.
La conversación entre Marina y Guianeya, que había escuchado hacía unos minutos, demostraba incontrovertiblemente que a Guianeya le interesaban los resultados de las expediciones lunares. No por casualidad se encontraba precisamente hoy en Selena.
¡Lo sabe, lo sabe todo!
Se dirigió lentamente hacia las dos muchachas que estaban donde las había dejado, esperándole, por lo que se veía, con el consentimiento de Guianeya.
Le vino a la cabeza una idea inesperada que le obligó a detenerse instantáneamente.
«¿Qué pasaría si se lo preguntara directamente a Guianeya? Mi presencia la ha alegrado, me trata no como a otras personas. Las palabras españolas que he pronunciado las ha recibido como si las esperara de mí, e incluso no ha intentado fingir que no las comprendía. ¿Arriesgarse?»
Sentía que era en vano hacerse esta pregunta, que la decisión ya la había tomado.
Ninguna fuerza le detendría y nada le haría esperar. Stone y el consejo científico eran extremadamente cautelosos. ¿Qué podía ocurrir de malo? Que no contestara, y nada más.
«¡Eh! ¡Que pase lo que pase!», pensó Murátov.
— ¡Guianeya! Le ruego que me conteste a una pregunta —. De la emoción Murátov no observó que hablaba sólo en español —. Es muy importante para todos nosotros y en particular para mí mismo. Usted debe responder si es mi amiga. ¿Los satélites artificiales, enviados hacia nosotros por sus compatriotas, se encuentran ahora en la Luna?
Marina completamente desconcertada, pero con alegría interior escuchó esta inesperada pregunta. Su hermano deshizo el nudo de una forma decidida y sencilla.
Guianeya bajó la cabeza. Comprendió todo lo que le había dicho Víktor y no lo ocultó.
Estaba claro que en su interior tenía lugar una lucha dolorosa.
Y cuando por fin, levantó la cabeza y miró a Víktor, vio que los ojos alargados y negros de la huésped estaban inundados de lágrimas. Nadie había visto nunca que Guianeya llorara.
— Sí — contestó ella casi imperceptiblemente. Murátov retuvo la respiración, le ahogaba la emoción.
— ¿Por qué ha callado? — preguntó, conteniendo con trabajo la emoción de su voz —.
Usted sabía cuan importante era esto para nosotros.
Ella contestó todavía más bajo.
— Tenía miedo. Quería haberlo dicho hace tiempo, pero usted no aparecía. Pero ahora ya no tengo nada que temer. Comprendí ya hace tiempo que Riyagueya tenía razón. Me he perdido yo, pero les voy a salvar a ustedes.
Guianeya hablaba en español con completa soltura. Pero no sólo Marina, sino también Víktor comprendieron inmediatamente que el idioma de ella no era el español moderno.
«Es muy importante aclarar, cuándo en España hablaron como habla Guianeya», pensó Marina.
Se formó rápidamente la séptima expedición en busca de los satélitesexploradores secretos. Ahora, mucho más que nunca era necesario apresurarse. Allí mismo, en el cohetódromo, después de un silencio largo y atormentador Guianeya añadió algunas palabras que tenían una gran importancia para el servicio cósmico.
Guianeya se apresuró a marcharse al responder, de una forma inesperada para ella misma, a la pregunta de Murátov. Temía claramente que le hicieran más preguntas, era posible que le pesara su franqueza, estaba consternada y muy emocionada.
Murátov las acompañó hasta el vechemóvil. Comprendía que no se podía preguntar a Guianeya nada más ya, que no respondería a ninguna otra pregunta. Quería y era muy necesario hacerle una sola pregunta extraordinariamente importante.
Y de improviso Guianeya, ella misma, dijo precisamente aquello que él quería preguntarle.
Ya sentada en la máquina le tendió la mano, respondió por primera vez al apretón de manos y se sonrió de una forma tímida y confusa.
— Debo advertirle — dijo tan bajo que casi no se oía —. Sean muy prudentes. Los nuestros — (pronunció en su idioma una palabra muy larga que probablemente significaría «satélite», u otra denominación más exacta de los exploradores) — son peligrosos y no puede uno acercarse a ellos. ¡Destruyanlos! ¡Dense prisa, mucha prisa!
Se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos. Respiró tan profundamente que pareció que había exhalado un gemido. Unas arrugas de sufrimiento surgieron en sus labios y pareció que la cara de Guianeya había envejecido de repente.
— ¡Marchemos! — susurró a Marina. El vechemóvil se puso en movimiento. Víktor se quedó solo.
Siguió durante mucho tiempo con la vista a la máquina. Su corazón se había tranquilizado, latía más regular y lentamente.
¡Un éxito completo! El impulso, impensado y arriesgado ha dado unos resultados inapreciables. Los satélites se encuentran en la Luna, y la misma Guianeya aconseja destruirlos y no acercarse a ellos.
¡Destruirlos!
Recordó sólo ahora que se había olvidado de preguntar lo más importante: dónde buscar a los satélites y en qué lugar está ubicada su base. Pero es poco probable que Guianeya lo sepa, y si lo sabe lo dirá después. Ha contestado a la pregunta principal. Una cosa es buscarlos sin tener seguridad, de que los satélites están en la Luna, y otra cosa es cuando existe esta seguridad.
Murátov fue a buscar a Stone.
Todavía no habían salido del cosmodromo el presidente del consejo científico y los participantes de la Sexta expedición. El comunicado de Murátov fue recibido por todos con asombro y alegría.
— Ha obrado usted como debía — dijo Stone. Nos hemos excedido en nuestras precauciones. Había que haberlo preguntado antes.
— Es cierto — contestó Murátov —, pero el que tenía que preguntarlo era precisamente yo y no ningún otro. Guianeya pronunció esta frase: «Quería haberlo dicho ya hace tiempo, pero usted — (es decir yo — añadió Murátov) — no venía». No sé por qué ella quería decirlo precisamente a mí.
— Simpatía sospechosa — dijo Serguéi sin poderse contener.
Murátov no se dignó ni tan siquiera mirar a su amigo.
— Cuanto antes es necesario comenzar de nuevo — dijo Stone —. Ahora podemos no dispersarnos y buscar sólo en el cráter Tycho. Las palabras de Guianeya confirman la exactitud de los cálculos. Tendremos fe en ellos. Lo malo fue que no destruimos a los satélites en sus órbitas como queríamos.
— Según mi criterio esto no está mal, sino todo lo contrario — dijo Sinitsin —. Es necesario destruir no sólo a los satélites sino también sus bases. Entonces incluso no sospechábamos su existencia.
— Destruirlos es fácil — dijo uno de los componentes de la Sexta expedición —. ¿Cómo encontrarlos? Lo hemos intentado seis veces. Stone se volvió hacia Murátov.
— ¿Es posible — dijo — que usted intente hablar una vez más con Guianeya?
— Por que no, pero pienso que es inútil. Me parece que Guianeya ha dicho todo lo que sabe. No le fue fácil el hacer esto. No puedo olvidar la expresión de su cara. Me alarma mucho la frase que pronunció: «Me he perdido, pero les voy a salvar a ustedes».
— Indudablemente esta frase refleja una idea. Pero entre nosotros, en la Tierra, nadie amenaza a Guianeya. Por lo que se deduce ella ha querido decir que después de sus palabras tiene cerrado el camino a su patria. Sobre esto pensaremos todavía, y lo pensaremos bien. Más alarmante es la segunda mitad de la frase: «les voy a salvar a ustedes». ¿A qué se refiere?
— Esto puede significar sólo una cosa — dijo Murátov — que los satélites llevan consigo una amenaza para la humanidad de la Tierra. No tendrían ustedes la menor vacilación si hubieran escuchado el tono con que ella dijo: «¡Destruyanlos!»
— Yo no tengo la menor vacilación — respondió Stone —. La Séptima expedición lunar saldrá lo más pronto posible.
Pasadas unas horas Murátov habló largamente por el radiófono con su hermana.
Marina le dijo que en cuanto llegaron a casa Guianeya se acostó y rogó que no la molestaran.
— Parece tranquila pero muy apenada. Algo la oprime, no la deja tranquila. Me parece que está arrepentida de haberse quitado la máscara.
— ¿En qué idioma habla contigo? — preguntó Murátov.
— En el suyo, como siempre. No me he decidido a hablar con ella en español.
— No hace falta. Pronto ella misma hablará en español. ¡Lo verás!
— Guianeya quiere marcharse hoy.
— ¿A dónde?
— Se lo he preguntado y me ha contestado que le es indiferente, sólo que lejos de aquí.
Da la impresión que quiere huir de sí misma y es posible que de ti.
— Lo comprendo. Es la reacción de Guianeya que no tenía derecho a decir lo que dijo, y le atormenta el haber infringido las leyes de su patria. Pero tú misma oíste como ella dijo que hacía tiempo estaba decidida a hablar con franqueza y que se lo impidió mi ausencia.
¿Cómo explicar esto?
Marina no contestó en seguida.
— Ahora está claro — dijo después de un minuto — por qué ella insistía tanto en verte.
Pero no comprendo por qué decidió decírtelo a ti. Es posible que tenga influencia tu parecido con ella.
— Esta es una minucia y una circunstancia puramente exterior para que pueda desempeñar un papel destacado en una cosa tan importante. De esta forma se puede pensar que Guianeya me ama — Murátov se sonrió recordando la réplica de Sinitsin en el cohetódromo.
— Es posible que esto sea así — respondió completamente seria Marina.
— ¡Qué tontería! Alguna vez sabremos la causa del trato especial que me concede.
Este es otro enigma de Guianeya. ¿Entonces, os marcháis hoy?
— Sí. Le he propuesto visitar las islas del Japón donde ella todavía no ha estado. Por primera vez Guianeya ha estado de acuerdo en ir en avión. Por lo visto quiere cuanto antes alejarse de aquí.
— ¿Sería conveniente que os fuera a despedir?
— Claro que no. Me parece que Guianeya no quiere verte. Es posible que me equivoque.
— No te equivocas — dijo Murátov —. Lo pregunté maquinalmente, sin pensarlo. ¡Feliz viaje! Dos palabras más. Te predigo que Guianeya pronto de nuevo me recordará. Ha hablado y querrá, deberá querer, decir más.
Murátov desconectó el radiófono.
Los acontecimientos transcurrían a un ritmo veloz. ¡Qué pena no haber cumplido antes el deseo de Guianeya y haber esquivado tanto tiempo la entrevista con ella! La Sexta expedición lunar podría no haber vuelto con las manos vacías si la respuesta de la huésped la hubiera obtenido hace medio año.
Murátov estaba convencido de que comprendía justamente el estado en que ahora se encontraba Guianeya. Algo la obligó a infringir su silencio y esto lo hizo en el momento cuando se encontraba fuertemente agitada y algo que la intranquilizaba hizo, posiblemente, que lo realizara casi en contra de su voluntad. Ahora se arrepentía de esto.
Y si no se arrepentía le remordía la conciencia de «haber entregado» a sus compatriotas.
¿En qué consistía la traición?
Por lo visto era justa la suposición, cpe él manifestó a su tiempo, de que los satélitesexploradores habían sido enviados hacia la Tierra con objetivos hostiles, y eran un peligro.
De otra forma no se podían interpretar las palabras de Guianeya de que ella «salvaba» a las personas. Guianeya violaba los planes de su patria, traicionaba a sus compatriotas al aconsejar la destrucción de los satélites.
¿Qué la había obligado a hacer esto?
A Murátov ni siquiera le pasaba por la imaginación el que Marina pudiera estar en lo cierto al explicar de una forma tan sencilla el trato especial que mantenía con él Guianeya.
Sabía que las facciones eran parecidas a las de su compatriota. Supongamos que precisamente esto puede provocar en ella un sentimiento de simpatía, pero le parecía imposible que pudiera provocar amor, en el sentido estricto como se comprende en la Tierra, a un ser de otro planeta completamente extraño. Nunca podría amar a Guianeya igual que a una mujer de la Tierra.
«Esto sólo lo puede explicar un hecho — pensaba Murátov yendo de un rincón a otro de la habitación —. Estuvieron en la Tierra hace mucho tiempo y se llevaron una mala impresión de las personas de aquellos tiempos. Particularmente si esto tuvo lugar durante la Edad Media, en el oscurantismo y las hogueras de la inquisición. Sobre todo en España. Guianeya, por lo visto, se encontraba en la Tierra con la seguridad de que nuestra sociedad no se diferenciaba mucho de la de los tiempos anteriores, y convencida de su error comprendió que éramos mejores y más nobles de lo que ella pensaba.
Aunque en esto también hay contradicciones. Se presentó a nosotros en Hermes, vio a las personas de la Tierra en el asteroide, en el observatorio astronómico creado artificialmente, en una estación científica fuera del planeta y, por consiguiente tuvo que quedar inmediatamente claro para ella que habíamos dejado muy atrás el salvajismo y la barbarie. ¿Es posible que lo comprendiera precisamente entonces? ¿Si es así por qué ha callado tanto tiempo? ¿Qué significaban sus palabras: Riyagueya tenía razón»? Lo había comprendido hace mucho tiempo, según dijo, pero no desde el principio. ¿Quién era este Riagueya o Riyagueya, como ella le nombraba? Por lo visto era en su patria una persona progresiva. Guianeya se había convencido de que tenía razón. Esto significa que antes dudaba. Cualquiera desenreda esta maraña. Pero ella nos lo contará todo. Sólo hace falta que sea lo más pronto posible».
Comprendía que no podía contar con que la conversación tuviera en un plazo corto. No se podía prever el tiempo que necesitaba Guianeya para tranquilizarse completamente, soportar todo lo ocurrido, abrir por completo su corazón. No había ninguna seguridad de que de nuevo no se encerrara en sí misma.
Tenía fe en que no se equivocaría al decir a Marina que Guianeya hablaría tarde o temprano. ¡Así tenía que ser y así será!
Incluso teniendo un concepto optimista referente a Guianeya y creyendo en su buena voluntad, no pudo suponer que su profecía se cumpliera tan rápidamente, como en efecto sucedió.
Esa misma tarde recibió una carta de Guianeya.
La esquela introducida en el mismo sobre aclaraba que Guianeya había escrito la carta un poco antes de salir para el aeropuerto.
«Se ha tranquilizado completamente — comunicaba Marina —. Se porta como siempre, bromea y habla todo el tiempo en español. No estoy muy satisfecha de esto, pero Guianeya me ha prometido darme lecciones diarias de su idioma. Y parece que está dispuesta a hacerlo con toda intensidad. ¡Por fin!»
La carta de Guianeya era corta, escrita con una letra igual y clara y sin ninguna falta gramatical.
Le emocionó tanto el hecho a Murátov que no pudo comprender inmediatamente el contenido de la carta. Guianeya podía hablar en español, pero escribir… Esto testimoniaba que sabía el idioma como los mismos españoles. ¿Lo había estudiado en otro planeta?
¿Quién y para qué tenía necesidad de esto?…
La carta de Guianeya demostraba mejor que el lenguaje oral sus conocimientos del idoma español antiguo y no del moderno, Murátov sabía que en el Instituto de lingüística no habían podido llegar a una conclusión determinada. Su idioma podía pertenecer a los finales del siglo diecinueve, pero podía también haber existido mucho antes como dialecto. El enigma continuaba siendo enigma.
Tuvo que leer la carta por segunda vez.
«Víktor — escribía Guianeya —. Usted me ha obligado a decir más de lo que quería, pero no lo siento. Las personas de la Tierra no merecen la suerte que se les preparaba. A lo que dije tengo que añadir algo, de lo contrario no le será útil. Lo que ustedes quieren encontrar no es visible para el ojo humano. Esto lo sé por boca de Riyagueya. Lo que hay que hacer, no lo sé. Piénselo usted.
Guianeya.»
Escribió su nombre con letras latinas, tal como le pronunciaban en la Tierra.
«Ahora sabemos todo,» pensó Murátov.
Leía la carta por tercera vez cuando llegó Serguéi.
Y pasados unos veinte minutos apareció Stone en la habitación de Murátov.
Ninguno de los dos sabían español y Murátov les tradujo la carta de Guianeya.
— Esto se podía prever — dijo Serguéi —. Sabíamos ya antes que los satélites eran invisibles. De lo que se deduce que su misma base es también invisible.
— Es posible que esto explique por qué no podemos encontrar de ninguna forma esta base — dijo Stone —. La buscamos en el subsuelo y es posible que esté ubicada abiertamente en la superficie. En la zona del cráter Tycho hay resquebrajaduras amplias y profundas, mesetas inaccesibles, valles montañosos. En cualquiera de estos lugares pueden tener ubicada su base.
— En la Luna no hay precipitaciones ni vientos — añadió Serguéi —. Únicamente los meteoritos pueden dañar las instalaciones.
— Esto significa que la base está defendida, por ejemplo, por una cubierta transparente o también invisible. Una cosa está clara — dijo Stone — que es necesario buscar la base allí donde nosotros la hubiéramos instalado si estuviéramos en su lugar. En un lugar donde parece que no hay nada pero que sea cómodo.
— Quiero expresar una idea más — dijo Murátov después de un corto silencio —. Los satélites y la base pueden ser invisibles para nuestros ojos, según escribe Guianeya, pero no pueden ser absolutamente transparentes. Recuerden que cuando estábamos en la «Titov» todos vimos que los satélites ocultaron de nuestra vista las estrellas que se encontraban detrás de ellos. Por lo tanto, en la Luna tienen que ocultar todo lo que se encuentre detrás de ellos. De aquí hago esta deducción lógica: la base está ubicada de forma que detrás de ella se encuentre un lugar que nunca lo ilumina el Sol. Y es posible que esté situada en la sombra lunar.
— ¡Completamente cierto, Víktor! — aprobó Sinitsin —. La sombra lunar es una completa oscuridad. Es cierto que iluminamos con los proyectores lugares parecidos en las mesetas y grietas inaccesibles, pero esto lo hicimos por si acaso, porque considerábamos que la base estaba obligatoriamente ubicada en el subsuelo de la Luna. Por esto hemos podido pasarla por alto. Además, hemos tenido que volar sobre las montañas en cohetes, que son demasiado rápidos: donde no hay aire es imposible emplear los planeliots.
— ¿No digas? — dijo sonriendo Murátov.
— De ninguna forma puedo comprender — dijo molesto Stone — que costumbre es la de ustedes dos de reírse constantemente uno del otro. ¡Vaya una gente seria!
— Es una costumbre que practicamos desde los años juveniles — contestó Serguéi —.
Pero por esto nunca nos enfadamos.
— ¡No faltaba más que ustedes se enfadaran! ¡Bueno, amigos! El subsuelo está explorado. Ahora vamos a buscar solamente en la superficie. La Séptima expedición saldrá para la Luna dentro de dos días.
— ¿Tan de prisa? — dijo cotí asombro Sinitsin —. Por lo que yo sé, la nave no está equipada con los aparatos necesarios.
— Será equipada completamente, y claro está, no la nave sino los todoterreno.
— Precisamente los tenía en cuenta.
— Todo estará preparado dentro de dos días. Yo me responsabilizo de esto y tomaré parte en la expedición. Si creemos en las palabras de Guianeya, y no existe ningún fundamento para no creer, tenemos poco tiempo. A costa de lo que sea hay que tener éxito.
Murátov vaciló algunos momentos y después dijo:
— Si es posible, déjenme ir con ustedes.
— ¡Espere! — dijo Marina.
Corrió hacia un matorral y arrancó una gran rosa amarilla. Al volver a la terraza prendió la flor en los cabellos de Guianeya.
— Ahora está usted muy bien. Parece una verdadera japonesa, pero de una alta estatura. Las japonesas no tienen esta talla. Pero a usted le sienta admirablemente este vestido. Tome la sombrilla y pasee por el jardín. Yo la fotografiaré. ¡Víktor se quedará pasmado cuando la vea!
Guianeya se sonrió turbada.
El quimono largo hasta los talones, con dragones negros bordados en el fondo amarillo, en realidad le sentaba muy bien. Los ojos negros, que parecían por su longitud más estrechos de lo que eran, completaban el parecido con una japonesa. Es cierto que el color amarillo del vestido hacía destacar más el matiz verdoso de la piel de Guianeya, pero Marina se esforzó por no prestar atención a esto. Y cuando dijo que el quimono le sentaba muy bien a su amiga, lo dijo con sinceridad.
Se instalaron en una casita pequeña, «de juguete», según expresó Guianeya, al pie del famoso Fujiyama, puesta a su disposición amablemente por los que vivían antes aquí, en cuanto supieron que el lugar le agradaba a Guianeya.
Las personas de la Tierra, como siempre y en todas partes, trataban a la huésped del cosmos con una atención extraordinaria. Igual sucedió en el Japón. No hizo más que decir Guianeya que le gustaba el traje nacional de las japonesas que había visto en el museo, cuando a la mañana siguiente fue enviado un quimono cosido especialmente para ella, para su talla.
Guianeya se lo puso inmediatamente.
Se sentía que le gustaba el Japón a Guianeya. Todo aquí no era lo mismo que en otros países, o como se decía ahora, en otros lugares. Y a Marina le pareció que lo que rodeaba a Guianeya correspondía en algo a sus gustos y costumbres.
La huésped aceptó con alegría manifiesta, la proposición de instalarse en esta casa solitaria apartada de otras construcciones.
¿Buscaba la soledad? Esto era posible teniendo en cuenta el estado en que se encontraba Guianeya cuando voló hacia aquí. Pero Marina no sabía por qué estaba convencida de que la causa era otra. ¿En qué consistía? Esto no lo sabía, pero no podía borrar de ninguna forma la impresión de que aquí Guianeya, por primera vez desde que estaba en la Tierra, se sentía como en «su casa».
A pesar del aislamiento y de las dimensiones diminutas, su casita, de ninguna forma, era la vivienda de un ermitaño. Estaba dotada de todas las comodidades, incluyendo la dotación automática de todo lo necesario. Tenía la imprescindible piscina para nadar, la cual no se encontraba en el interior de la casa sino a cielo abierto.
Una cómoda terraza y el jardín de cerezos, tradicional en el Japón, creaban condiciones admirables para el descanso, que por lo visto, tanto ansiaba Guianeya.
Marina, para la cual no estaba de más descansar de los viajes ininterrumpidos del último año y medio, estaba dispuesta a pasar en este lugar un largo tiempo.
Hoy era el segundo día de su estancia.
Ahora hablaban sólo en español. Por fin Marina podía conversar con su amiga sin buscar palabras y de cualquier tema. Decidió firmemente preguntar a Guianeya, inadvertidamente y poco a poco.
Marina mencionó ahora el nombre de su hermano no de una forma casual. Le interesaba mucho qué pensaba Guianeya de Víktor, y como mujer, comprendía lo «del amor» no tan escépticamente como Víktor.
Guianeya parecía que no había prestado atención a la última frase.
— ¿Es verdad? — preguntó —. ¿Estoy bien con este vestido?
Marina se rió.
— No es esto lo que usted quiere preguntar — dijo Marina —. Reconozca, ¿a usted le interesa saber si está bien con este vestido?
Guianeya suspiró.
— Esto he preguntado — contestó con franqueza —. Pero me he olvidado de que no soy una mujer de la Tierra. Esté bien o no, nadie hay aquí que pueda apreciarme. Soy extraña.
— Ese es un punto de vista completamente erróneo. Usted es lo mismo que todos. Que yo. Sólo que más guapa.
— No se trata de esto — la faz de Guianeya se entristeció —. Usted, Marina, no dice la verdad. Yo no soy así. La forma exterior del cuerpo no lo hace todo. Somos completamente distintas. Esto lo comprendo muy bien —. Y después de un silencio añadió —: Estoy condenada. Usted lo debe comprender. Lo mismo que entre ustedes, en nuestro mundo existe el amor y las mujeres están llamadas a ser madres.
— Usted volverá a su patria. Diga todo y las personas de la Tierra la ayudarán a regresar donde los suyos.
— No volveré jamás. Yo misma me he cortado el camino para regresar. La traición no puede ser perdonada. Entre nosotros no la perdonamos: ni nunca, ni a nadie. Y esto, claro está, es justo.
Se volvió con violencia y desapareció en el interior del cabezal. Pero Marina no podía dejar así la conversación. Y la renovó pasada una hora después del baño, cuando estaban desayunando en la terraza.
— No se enfade, Guianeya — dijo tocando cariñosamente la mano de su amiga — quiero otra vez tratar el mismo tema. Usted dijo que la traición no se perdona. Estoy de acuerdo, pero no veo que usted haya cometido ninguna traición. Dijo que los satélites se encontraban en la Luna y aconsejó destruirlos. Por lo visto en ellos hay peligro para nosotros. Su acción fue provocada por un sentimiento humano. No hay ninguna moral que pueda hablar contra usted. Ninguna, ni la nuestra, ni la de ustedes. Ustedes y nosotros somos idénticos seres racionales. ¿En dónde está la traición? Si usted ha impedido la realización de los planes de sus compatriotas, ha sido porque eran feroces y no dignos de un ser racional. Además, en su patria no todos piensan lo mismo. Recuerde a Riyagueya.
Guianeya irguió la cabeza.
— Riyagueya — dijo ella —. ¿Qué sabe usted de él?
— No mucho, pero lo suficiente. Usted comprendió que el tenía razón y por esto habló.
¿Es que no es así?
Guianeya calilo durante un largo rato.
— Yo sé — dijo — que he obrado bien y que Riyagueya habría aprobado mi acción. Pero es muy duro ponerse en contra de su patria. Comprenda usted esto.
— Lo comprendo perfectamente, pero usted ha obrado con nobleza. En su lugar Riyagueya hubiera hecho lo mismo.
El rostro de Guianeya se ensombreció.
— No — pronunció bajo —. El obró de otra forma.
Estuvo largo rato sentada inmóvil, cerrados los ojos, ensimismada en sus recuerdos —.
Obró de otra forma — volvió a repetir —. Y no considero justa su acción. Yo tenía que hacer lo que hice, pero no lo que hizo él. Yo soy mujer. — Después de un silencio prolongado, de repente dijo —: Su hermano es asombrosamente parecido a Riyagueya.
Me asombró este parecido en cuanto vi a Víktor, y hasta ahora me asombra.
— ¿Y por esto eran tan grandes sus deseos de verle?
— Claro que sí. ¿Por qué otra cosa?
Esta contestación causó muy mala impresión en Marina. Se derrumbaron en un abrir y cerrar de ojos todos sus sueños de que Guianeya amara a.Víktor y por esto pasara a formar parte de la sociedad terrestre.
— ¿La he disgustado? — preguntó Guianeya acariciando a su vez la mano de Marina —. ¿Puede ser que la haya ofendido?
— ¿Qué me puede haber ofendido?
— Mis palabras. ¿Es posible que no le guste que su hermano sea parecido a mi compatriota?
Marina no estaba para reírse pero se vio obligada a hacerlo.
— No hay y no puede haber nada de ofensivo o ultrajante — dijo Marina —. Usted ha comparado a mi hermano con una persona y no con un mono.
Guianeya se sonrió.
— Yo todavía no conozco bien a las personas de la Tierra — dijo ella — Ustedes son buenos. Mejores que nosotros.
— Tanto más — recogió Marina las palabras de Guianeya — usted no debe atormentarse con que nos «va a salvar».
Contra su voluntad, pronunció estas palabras con un leve matiz irónico. Pero Guianeya al instante captó la diferencia del tono.
— ¿Usted no cree que yo voy a salvar a las personas de la Tierra?
Marina comprendió que era necesario contestar con toda franqueza.
— No — dijo —. No lo creo. Yo valoro altamente sois buenas intenciones, pero no creo que alguien pueda causarnos daño. Usted nos subestima. No conoce nuestra técnica y nuestra ciencia. Estas son capaces de defendernos de cualquier peligro.
— Si se conoce.
— Precisamente esto es lo que usted no quiere, decirnos.
— Porque yo misma no lo sé — contestó Guianeya.
Stone mantuvo su palabra. A pesar de ser tan difícil y complicada la preparación de la Séptima expedición lunar fue terminada exactamente en el plazo de dos días. La astronave, bajo el mando de Yuri Véresov, estaba en el cohetódromo de los Pirineos esperando a sus pasajeros. A bordo se encontraban nuevas todoterreno perfeccionados, equipados con mecanismos y aparatos automáticos cibernéticos, completamente distintos a los anteriores. La tarea era completamente diferente. Las primeras seis expediciones se plantearon el objetivo de encontrar la base y de examinarla detalladamente, al igual que a los satélitesexploradores. Ahora, después de lo que había dicho Guianeya, era necesario encontrar y destruir la base. «No se puede acercarse a ellos», dijo Guianeya, y había que creer en estas palabras. Las personas recordaban bien las circunstancias en que fue destruido el robot explorador, enviado por la nave «Guerman Titov». La base del mundo extraño era necesario destruirla a distancia.
Murátov llegó en avión en la víspera de la salida. Era el más débilmente preparado de todos los participantes de la Séptima expedición. No quería ser un espectador inactivo, y preguntar a cada momento qué es lo que pasa. Hacía tiempo que conocía a Véresov y esperaba que el comandante de la nave, participante en todas las seis expediciones, podría solamente en un día ponerlo al corriente del manejo de los aparatos para las búsquedas y de los métodos para tratar de destruir la base.
Véresov acogió afablemente al primer pasajero. Inmediatamente comprendió lo que quería Murátov de él y estuvo dispuesto a ayudarlo. Se pusieron a trabajar desde la mañana y estuvieron ocupados afanosamente hasta muy avanzada la noche.
Eran las once y media, cuando Murátov se recostó cansado en el respaldo del sillón y dijo:
— Ahora ya puedo ayudar con algo en el trabajo. En todo caso puedo comprender de que se trata. Me incluyeron en la composición de la expedición teniendo en cuenta mis anteriores «méritos», y esto era un poco desagradable. ¡Gracias por todo, Yuri!
— No hay de que, acuéstate y que duermas bien. Tú todavía no has estado en la Luna y el volar a ella te será interesante. ¡Buenas noches!
Véresov se marchó para regresar a la astronave y pasar allí la noche.
Murátov se quedó solo.
— Si hay que dormir, dormiremos — dijo en voz alta y se estiró con placer, satisfecho de sí mismo.
Inesperadamente llamaron a la puerta. La llamada fue hecha suavemente y con precaución. Era como si el que estaba al otro lado de la puerta no estuviera seguro de si Murátov dormía o no.
— ¡Adelante! — dijo Murátov.
Lo que vio lo dejó asombrado, perplejo, sin comprender nada.
En la puerta estaba Guianeya.
Sabía que ella se encontraba en las islas japonesas. Todavía ayer habló con Marina por radiófono, le preguntó como se sentía la huésped, qué hablaba, qué hacía. Marina no mencionó ni una palabra sobre el viaje a la península Ibérica, todo lo contrario, le dijo que Guianeya estaba! dispuesta a pasar en el Japón mucho tiempo.
¡Y aquí estaba!..
Murátov se sobrepuso en seguida y la invitó a entrar.
Le tendió la mano, ella de nuevo contestó alsaludo y se sentó desembarazadamente.
Parecía! que no le daba ninguna importancia a su inespeJI rada aparición.
Estaba sola, sin Marina.
— He llegado hace media hora — dijo Guianeya — y no me ha sido difícil saber dónde se alojaba.
Todo esto lo dijo en español.
— ¿Por qué está usted sola? — preguntó Murátov.
— Para hablar con usted no tengo necesidad de traductora — contestó sencillamente Guianeya —. Marina estaba cansada y he podido convencerla de que me dejara sola. Es necesario que me acostumbre a andar por la Tierra sin guía. Voy a vivir toda mi vida aquí.
Una sombra de tristeza cubrió su rostro al pronunciar estas palabras. Guianeya sacudió con energía la cabeza.
— Me marcho ahora mismo — dijo ella —. Es tarde, usted necesita descansar antes del vuelo. He venido aquí porque quiero volar con ustedes a la Luna.
— ¿Con nosotros? — exclamó Murátov —. ¿Para qué?
Esto le salió involuntariamente, debido al asombro. Inmediatamente comprendió la intención de Guianeya.
— Para ser siempre y en todo consecuente — contestó la huésped —. Usted sabe que hoy mismo por el día yo no pensaba en el vuelo a la Luna. Su hermana es culpable de que yo tenga este deseo.
— ¿Se lo ha aconsejado ella?
De nuevo, tal como había sucedido en el cohetódromo de Selena, se deslizó una sonrisa de desprecio por la cara de Guianeya, y Murátov comprendió que esta sonrisa no guardaba relación con Marina, sino con él. Guianeya se asombraba de su falta de perspicacia.
«Decididamente, yo no sé hablar con ella — pensó Murátov —. Me olvido de que no es una mujer de la Tierra y que tiene otras concepciones. Y yo mismo estropeo su criterio sobre mí.»
Hubiera querido al instante contarle los motivos de su conducta, demostrar que la comprende bien, pero se retuvo, sabiendo que esto sólo empeoraría la situación. Ella apreciaría sus palabras como un deseo pretencioso de mostrar su inteligencia, y como contestación recibiría otra sonrisa despectiva.
«Yo mismo soy culpable — pensó Murátov —. Esta es una lección para el futuro. Tales errores no se pueden consentir.»
— Nadie me ha convencido — dijo Guianeya —. Y nadie me ha aconsejado. Para esto es necesario saber todo lo que yo sé y que nadie puede saber en la Tierra. ¿De dónde podía saber Marina que yo iba a ser útil a su expedición? Esto sólo lo sé yo.
— ¿Usted nos quiere ayudar a encontrar los satélites?
— De una forma rara los denomina usted. Su nombre no puede ser traducido a su idioma. Sí, les quiero ayudar y puedo hacerlo. Marina ha sabido demostrarme que esto es mi deber. Es necesario ser consecuente — repitió Guianeya —. Lo que ustedes quieren encontrar, y es necesario hacerlo cuanto antes, es invisible para ustedes, pero no para mí. Nuestros ojos ven más que los suyos. Esto lo sé hace mucho tiempo. ¿Entonces, dígame, me llevan con ustedes o no? ¡ — Claro que la llevamos. Esto es para nosotros una alegría. Ahora mismo le comunicaré su deseo a Stone. Es el jefe de nuestra expedición — aclaró Murátov.
— Lo sé.
Murátov utilizó el momento oportuno. — Sí — dijo —, casi me había olvidado. Usted siempre sabe exactamente quién es el jefe en un momento determinado…
Vio que Guianeya había comprendido la alusión.
Pero respondió saliéndose por la tangente.
— Yo he leído algo sobre esto. Mejor dicho me lo ha leído Marina. En el Japón — (por primera vez, hablando en español, se cortó Guianeya en esta palabra) — no había nada escrito en el idioma que yo sé.
Guianeya se levantó.
— Gracias, Guianeya — dijo Murátov —. Gracias en nombre de todos. Estoy muy contento de que usted haya cambiado su actitud para con nosotros.
— Esto podía haber tenido lugar antes. Usted tiene la culpa, Vífctor. No había por qué menospreciarme.
Murátov no encontró palabras para responder a esta manifestación.
— Pienso que habrá un traje para mí. Los dos tenemos casi la misma talla.
— Claro que habrá. Usted ha visto en Hermes nuestros trajes «cósmicos». ¿Son parecidos a los suyos? — Murátov no pudo contenerse a la tentación de probar una vez más la suerte.
Esta vez consiguió su objetivo.
— No del todo — contestó Guianeya —. Pero en general son parecidos.
— Pensábamos que su vestido de color oro era un traje para los vuelos.
— Es una suposición absurda — respondió bruscamente Guianeya —. ¿Acaso puede uno volar vestido de esta forma?
— ¿Por qué se presentó usted ante nosotros precisamente de esta forma?
Esperando la respuesta retuvo la respiración.
¿Se descifraría o no uno de los enigmas?…
Una profunda desilución se apoderó de él cuando Guianeya en vez de la respuesta dijo:
— ¡Hasta mañana! No es necesario que me acompañe. Sé que ustedes tienen esta rara costumbre. Me he alojado cerca de aquí.
— ¿Dónde se ha alojado?
— Me lo indicaron inmediatamente en cuanto llegué. No sé cómo se llama la calle pero la casa está al lado de la suya. — Le miró con los ojos clavados en él —. Usted ha dicho que está contento porque he cambiado mi actitud para ccn ustedes. Esto no es cierto. Es la misma que antes. Pero he comprendido muchas cosas. Y no voy a explicar cuáles son.
Esto usted no lo comprenderá.
Estas palabras le recordaron a Murátov a la antigua Guianeya, «orgullosa y altiva», tal como les pareció a todos en Hermes.
— ¡Haga la prueba! — dijo sonriendo Murátov —. Es posible que pueda comprenderla.
— ¿Usted? — dijo ella subrayando esta palabra —. Es posible. Quiero pensar que es así — añadió —. Debo pensar así. Pero quisiera que me comprendieran todos. ¡Adiós!
Quedándose de nuevo solo, Murátov estuvo largo rato sentado en el sillón profundamente pensativo. Intentó comprender lo que quería decir Guianeya en la última frase.
Lo comprendió no ahora, sino mucho más tarde.
El ojo humano percibe una parte relativamente pequeña del espectro de la energía radiante, limitado éste, por una parte, por las ondas rojas y, por otra, por las ondas violeta.
La zona comprendida entre las ondas rojas y violeta lleva el nombre de «visible». Los rayos infrarrojos y ultravioleta, que se diferencian de los visibles sólo por la longitud de onda, no excitan el nervio óptico y no producen sensaciones luminosas, aunque por su naturaleza son iguales a los visibles.
El ojo es un órgano sensible y suficientemente exacto, pero no se le puede considerar de ninguna forma como perfecto. Pueden existir otros órganos de vista capaces de percibir una banda más amplia de frecuencias. En la Tierra, muchos de los animales denominados nocturnos, como el buho o la lechuza, ven las radiaciones infrarrojas de los cuerpos calientes, por eso pueden cazar en la oscuridad.
Se sabía que los ojos de Guianeya eran más hipermétropes que los de las personas de la Tierra. Ahora, después de lo que le dijo a Murátov, estaba claro que no sólo la agudeza de la vista los diferenciaba de los «terrestres», sino también la capacidad de percibir como luz la energía radiante de lo cual no eran capaces los ojos de las personas de la Tierra.
¿En qué límites? ¿Qué parte del espectro alcanzaba su vista? ¿Qué veía más, las ondas cortas o las largas? ¿O era posible que unas y otras?
Aún era desconocido. Pero ahora, cuando Guianeya había entrado en el camino de la franqueza, se tenía la esperanza de que consistiera que los oculistas investigaran su vista.
Los participantes de la Séptima expedición consistieron satisfechos que Guianeya fuera con ellos. Su participación en las búsquedas aumentaba considerablemente las probabilidades de éxito, incluso aunque ella no supiera exactamente dónde se encontraba la base, ya que según había dicho ella, podía ver lo que era invisible para las personas.
Había pasado muy poco tiempo, sólo una noche, entre la conversación de Murátov con Guianeya y la partida de la astronave, pero el «descubrimiento» ya había tenido tiempo de difundirse por todo el mundo. Ya por la mañana se conocía el criterio de destacados científicos relativo a la vista de Guianeya. La mayoría opinaba que para ella era visible la parte infrarroja del espectro. El parecido general del organismo de Guianeya con el de las personas de la Tierra obligó a pensar de que era poco probable que sus ojos se diferenciaran tanto de los terrestres, que pudieran sin daño alguno aguantar la «luz ultravioleta», tan dañina para la vista. Este criterio se confirmó porque Guianeya llevaba gafas ahumadas cuando estaba al sol en los lugares sureños, lo mismo que las personas de la Tierra.
Si la suposición era cierta, Guianeya podía ser para la expedición una pantalla infrarroja viva. Claro está que esta «pantalla» sería mucho más cómoda y segura que cualquier aparato.
Propusieron a Marina Murátova que acompañara a Guianeya.
— No es necesario — contestó —. Guianeya puede hablar con Víktor. Además de él hay tres participantes de la expedición que dominan el español. Mi presencia no está dictada por la necesidad. ¿Para qué una persona de más e innecesaria?
Murátov se enteró detalladamente, en la conversación que mantuvo con su hermana por radiófono, de los motivos que impulsaron a Guianeya a la idea de participar en el vuelo a la Luna.
— He hablado con ella de la parte moral de su acción — dijo Marina —. Me he esforzado en convencerla de que ella «ha traicionado» los planes de sus compatriotas debido a un sentimiento humanitario y noble impulso. Y por lo visto lo he conseguido. Me ha ayudado mucho cuando le he hablado de Riyagueya. Guianeya lo estima en alto grado y tiene en cuenta su opinión. No — contestó ella a la pregunta de Murátov —. Guianeya no ha intentado convencerme para que vuele con ella. Me dijo que necesita acostumbrarse a vivir sola, pues no va estar un siglo bajo mi tutela. Además, yo en realidad no quiero volar con vosotros, y estoy satisfecha de que Guianeya no haya intendado convencerme. Estoy cansada y quiero vivir unos cuantos días en completa tranquilidad.
Marina no mencionó ni una sola palabra sobre el descubrimiento que había hecho, no dijo nada de que el enigma del trato especial de Guianeya hacia Víktor había dejado de ser tal enigma. Por qué no descubrió este secreto a su hermano no estaba claro para ella, probablemente la detenía un sentimiento de delicadeza, el temor de apenar a Víktor, de estropear en algo sus relaciones amistosas con la huésped.
Si no fuera por el matiz verdoso de la piel, poco perceptible, disimulado ahora por el color tostado, si no fuera por la forma de los ojos, el verde brillante de las uñas, y del cabello, demasiado espeso, largo y que tiraba a color esmeralda, Guianeya podía pasar por una mujer terrestre a la que le sentaba muy bien el traje de cosmonauta de color castaño. Con su figura alta y flexible, la huésped tenía el aspecto de una bailarina.
— No le faltan más que las castañuelas — bromearon los participantes de la expedición al ver a Guianeya —. ¡Una verdadera española!
La atención de que era objeto Guianeya por los habitantes del globo terráqueo, se manifestó esta vez en la gran cantidad de personas que la quisieron despedir.
Murátov, que estaba al lado de Guianeya en el peldaño inferior de la escalera, le recordó que una muchedumbre mayor aún la había venido a recibir en este mismo campo hacía año y medio.
— Entonces no vi nada — contestó Guianeya —. Mis pensamientos estaban ocupados en otras cosas.
— ¿Qué esperaba usted entonces? — preguntó Murátov con la esperanza de descubrir uno de sus enigmas.
¡En vano!
— De todas formas esto no lo comprendería — repitió Guianeya las palabras de ayer.
Murátov guardó silencio.
«Tú misma, querida, no comprendes nada — hubiera querido decirle —. Pero con el tiempo llegarás a comprender.»
Se extendió por el cohetódromo el sonido alargado y bajo de una sirena, que era la señal de salida.
Guianeya abrazó cariñosamente a Marina. (Marina no pudo contenerse y llegó a la península Ibérica para despedirse de su amiga).
Guianeya nunca daba besos a nadie y se podía pensar que esta costumbre era desconocida en su mundo.
— Pronto nos veremos — dijo —. ¿Estará conmigo cuando regrese a la Tierra?
— Sin duda alguna — contestó Marina —. Estaré con usted hasta que me eche.
— Esto nunca tendrá lugar.
— Entonces envejeceremos juntas — dijo riéndose Marina.
— Esto tardará en venir.
¡Qué ganas tenía Marina de aprovechar el momento para preguntar a Guianeya su edad! Pero se contuvo.
Había que mantener hasta el fin la línea de conducta adoptada. Guianeya dirá todo cuando ella quiera. Esta táctica ya se había justificado, sin tener en cuenta la ingerencia de Víktor.
— ¡Feliz viaje y éxito completo!
— Para ustedes — contestó Guianeya — para las personas de la Tierra. Pero no para mí.
— Una vez más le digo que se equivoca. Guianeya no contestó.
Volvió a sonar la sirena.
Los acompañantes se sentaron en las máquinas, las cuales se apartaron a gran velocidad de la astronave. Los participantes de la expedición, uno tras otro, se metieron en la cámara de salida. Guianeya fue la última en entrar en la nave.
La puerta hermética se cerró.
A Murátov le llamó la atención la completa tranquilidad de Guianeya. Esto no podía tener lugar si ella no estuviera acostumbrada a los vuelos cósmicos.
— ¿Ha abandonado usted con frecuencia su planeta? — preguntó Murátov.
— ¿Mi planeta? — se hizo la pregunta Guianeya con un tono raro.
— Su patria.
— Sí, con mucha frecuencia. Para nosotros esto es corriente. — En su voz resonaba claramente una nota de ironía.
Pero a qué iba dirigida esta ironía, a la Tierra o a su patria, esto Murátov no lo podía afirmar. Era posible tanto lo uno como lo otro.
El poblado científico del cráter Tycho fue levantado en la pendiente norte de la cordillera, bajo la protección de los salientes de las rocas. Los edificios que se encontraban a cielo abierto, como por ejemplo el observatorio astronómico, estaban rodeados de campos magnéticos y antigravicionales. A pesar de todo, los meteoritos más grandes y rápidos atravesaban la capa protectora, y hubo caso en que causaron bastante daño al telescopio principal.
La vida en la Luna abrigaba peligros, pero las personáis estaban dispuestas a todo teniendo en cuenta el enorme beneficio que aportaba a la astronomía y al servicio de las radiaciones cósmicas la ausencia de atmósfera, lo cual era un azote para los observadores terrestres.
En la Luna se habían hecho muchos descubrimientos valiosos para la ciencia, y esto recompensaba a las personas el riesgo en que a cada momento ponían su vida.
En la Tierra se realizaban a ritmos intensivos las búsquedas de medios más seguros de defensa, y ya se veía próximo el día en que los «selenitas» se encontrarían en la Luna con la misma seguridad que en su casa.
Al encontrarse en el poblado era difícil creer que uno estaba en el interior de un cráter.
La parte contrapuesta del anillo montañoso se ocultaba tras el horizonte, ante los ojos había una llanura cortada por grietas y, llena de pequeños cráteres como si fuera una erupción. A lo lejos se perdían en el cielo negro, sembrado de estrellas, las altas pendientes escarpadas, casi blancas a los rayos del Sol y completamente negras en la oscuridad. Parecía como si sus cumbres se ocultaran en las nubes que, por supuesto, en la Luna no podían existir. Las montañas ocultaban el disco de la Tierra y, los habitantes del poblado para ver su planeta natal tenían necesidad de marchar lejos, hacia el sur.
Los edificios de vivienda, incrustados hasta la mitad en las rocas, estaban dotados de casi todas las comodidades de las casas de la Tierra, teniendo incluso radiófonos, pantallas de televisión y piscinas para nadar. Estas producían la mayor satisfacción a los habitantes de la Luna. Solamente nadando las personas podían dejar de sentir la disminución en seis veces del peso de su cuerpo y recobrar la sensación habitual, normal de su cuerpo.
Los trabajadores del observatorio y de la estación científica podían ver las transmisiones terrestres, escuchar la radio y hablar con cualquier persona de la Tierra con un retardo en total de uno o dos segundos que, claro está, era completamente imperceptible y no causaba ninguna incomodidad.
Las antenas de televisión y de radio fueron instaladas en las cumbres de las montañas, «veían» bien la Tierra y estaban unidas al poblado por un cable de cinco kilómetros. Los meteoritos ni una sola vez dañaron a las antenas, ni a los cables.
De esta forma todo lo que tenía lugar en la Tierra se conocía inmediatamente en la Luna. Las personas no se sentían separadas del planeta natal y muchos vivían aquí varios años.
Véresov alunizó su nave junto a los edificios, sin temor a causarles daño. La inexistencia de atmósfera desempeñaba en este caso un papel positivo. Incluso no se oía el estrépito de los motores de freno.
Las veinte personas, participantes de la Séptima expedición, vestidas con escafandras lunares, recorrieron una corta distancia y se refugiaron en una casa donde les acogieron con alegría los «selenitas», que esperaban su llegada, y a los que siempre producían alegría los huéspedes.
— Por fin usted mismo toma parte en la expedición — dijo a Stone el profesor Tókarev, dirigente de la estación científica del cráter —. Ya es hora de terminar con este enigma.
— Precisamente para esto hemos venido tan pronto — contestó Stone.
A Gudaneya la acogieron con alegría y sin muestra de curiosidad, lo mismo que a los demás, aunque nadie del personal actual de la estación la había visto, como no fuera en las pantallas o en fotografías.
Aquí ya sabían todo, incluso aquello que era conocido en la Tierra hoy por la mañana.
El vuelo de la Tierra a la Luna duraba un poco más de cinco horas.
— Mañana por la mañana, por supuesto, según tiempo de la Tierra, nos pondremos a trabajar — dijo Stone —. No se puede perder ni un minuto.
— Nosotros mismos vivimos según la hora terrestre — sonrió Tókarev.
— ¿Tienen ustedes todo preparado?
— ¿Se refiere usted a los todoterreno? Siempre están preparados. Junto con los que dejó la Sexta expedición, tiene usted ocho máquinas y cuatro cohetes lunares a su disposición.
— Tantas no nos hacen falta. Y es poco probable que tengamos necesidad de los cohetes.
Tókarev movió la cabeza.
— Sí — dijo —, lo sé. Usted tiene confianza en… — y con un movimiento imperceptible de la mano indicó a Guianeya.
— Precisamente en ella — dijo Murátov. Guianeya estaba en la ventana. Parecía que le interesaba el paisaje lunar, iluminado por los rayos del Sol que estaba muy alto. Según el meridiano de la estación era mediodía.
Se volvió precisamente en el momento en que hablaban de ella, con la mirada encontró a Murátov y le llamó con una seña.
En el acto se acercó a ella.
— ¿Se puede ver la Tierra desde aquí? — preguntó Guianeya.
— No, nunca.
— ¿Este lugar está lejos del Polo Sur?
— No muy lejos. Se encuentra en el borde del disco lunar que se ve desde la Tierra. Es el cráter Tycho.
— Yo no sé los nombres — contestó con impaciencia Guianeya —. A mí me interesa otra cosa. ¿Aquí, en este lugar, coincide la trayectoria que usted ha calculado?
— Sí, aquí — contestó asombrado Murátov, que no esperaba estas preguntas de Guianeya, manifestando magnífico conocimiento de la lengua española.
— ¿Este lugar siempre se ve desde la Tierra?
— Siempre. La Luna ofrece siempre a la Tierra un mismo lado.
Estaba agitado y empezaba a sospechar a que conducían todas estas preguntas.
¿Sería posible?
Se acercaron a ellos los participantes de la expedición que sabían español y dos miembros del personal de la estación. Todos esperaban conteniendo la respiración lo que dijera Guianeya.
Parecía que ella no había notado nada dirigiéndose sólo a Murátov.
— Entonces… — Guianeya se quedó pensativa un momento como si quisiera recordar algo —. Hubo una conversación que yo esuché. Riyagueya — («Otra vez este nombre», pensó Murátov) — dijo, que los satélites — pronunció esta palabra con un tono irónico — se encuentran en un lugar desde el que nunca se ve la Tierra. Añadió que están ubicados al pie de la cordillera montañosa que se encuentra no lejos del Polo Sur. Todo lo que yo veo — hizo un leve movimiento con la mano — es parecido a lo descrito por él. ¿Pero se halla aquí lo que vosotros queréis encontrar?
— ¿Dijo que la base se hallaba en el interior de un anillo montañoso? — preguntó Murátov.
— No he comprendido la palabra que usted ha dicho.
— ¿Base?
— El lugar donde ahora se encuentran los satélites.
— Creo que algo parecido. Sin duda alguna algo parecido. ¿De dónde iba yo a saber que en la Luna hay montañas circulares? Y esto lo he sabido.
— ¿Recuerda usted bien, que Riyagueya dijo precisamente así: «En el lugar de donde no se ve la Tierra»?
— Sí, lo recuerdo perfectamente.
— ¡Gracias, Guianeya! Otra vez nos presta un enorme servicio.
Guianeya hizo un gesto con el hombro.
— Hago lo que ya hice. Nada nuevo.
Y volviéndose, mostró a todos con su gesto que no tenía la intención de seguir hablando.
Pero había dicho mucho y extraordinariamente importante para las ulteriores acciones.
Stone convocó a todos a una reunión extraordinaria.
Si Guianeya había acertado, y parecía que esto era así, entonces la base del mundo extraño, que se había buscado a cientos de kilómetros alrededor del centro del cráter, podía encontrarse cerca de la estación, en un lugar a la vista de las personas y donde nunca se hubiera pensado buscarla.
Según había dicho Guianeya a la base no podía acercarse. Si se encontraba al lado del poblado, entonces ya centenares de veces las personas podrían haberse aproximado a ella. Lo que occurriría en este caso era desconocido pero probablemente nada bueno.
— Casualidad feliz — dijo Tókarev.
Murátov estaba sentado, enfrascado en sus pensamientos, y casi no oía el desarrollo de los debates. La vaga sospecha que le había provocado el aumento vertiginoso de la franqueza de Guianeya, se había convertido gradualmente casi en seguridad.
Hizo uso de la palabra en un momento de pausa y dijo:
— Mucho testimonia que los compatriotas de Guianeya han estado en la Tierra y en la Luna hace bastante tiempo. Evidentemente, entonces fue construida la base para los satélites y lanzados ellos mismos. No puede caber la menor duda de que esto fue hecho con malas intenciones. Pero los creadores del plan se equivocaron a todas luces. El ritmo del desarrollo de la humanidad de la Tierra, de su ciencia y técnica superó sus suposiciones. Pensaron que la Luna seguiría inaccesible para nosotros cuando por segunda vez estuvieran en la Tierra. Tampoco hay la menor duda de que la nave cósmica que se destruyó en las proximidades de Hermes, se dirigía precisamente a la Luna. Esta era la segunda visita al Sistema solar. ¿Para qué volaron? ¿Qué es lo que querrían hacer si no hubieran muerto? Esto es muy importante saberlo y Guianeya lo sabe. Claro está que es una casualidad que las personas no se hayan encontrado con la base invisible, pero en esto no está lo más importante. A mí me extraña la exigencia de Guianeya de destruir la base, ella aconseja esto pero de por sí es una exigencia. ¿En realidad es tan peligroso acercarse a la base? ¿O es posible que Guianeya sencillamente quiera impedirnos que conozcamos las instalaciones de la base, enterarnos del objetivo de sus amos? ¿Es posible que sea una maniobra la tan precipitada e inesperada franqueza de Guianeya? Ella ha comprendido que las personas de la Tierra tarde o temprano encontrarán lo que quieren, y ha decidido embrollar, desbaratar nuestros proyectos. Esto lo explica claramente su interés por la Sexta expedición, toda su conducta de los últimos tiempos. Esto lo valoramos positivamente por lo que se refiere a nosotros, pero puede resultar otra cosa. Su deseo de participar en la expedición puede ser la causa de querer convencerse personalmente de que la base ha dejado de existir y de que su secreto ha quedado desconocido para nosotros.
— ¿Usted inculpa a Guianeya de deslealtad? — preguntó Stone.
Murátov como impulsado por un resorte saltó del sillón.
— Y no la acuso de nada. Desde su punto de vista ella puede tener plena razón. Dentro de mí todo protesta contra mis propias palabras. Yo sólo he expuesto una de las versiones posibles. Y sólo esto.
— Vale la pena pensar en esto — dijo Tókarev —. Es muy seductor conocer las instalaciones de la base y los satélitesexploradores. Pero menospreciar las palabras de Guianeya sería una imprudencia.
— Está completamente claro — dijo Stone —. Vamos a pensar si podríamos comprobar por medio de los robots el grado de peligro que representa esta base.
La reunión tomó un carácter de tipo estrictamente especial y Murátov salió de la habitación.
Vio a Guianeya en la sala general. Estaba en la misma ventana y con la misma pose.
Se acercó lentamente a ella remordiéndole la conciencia, arrepentido ya de la sospecha que lo incitó contra ella. Pero hizo bien en decirlo, si había acudido a su mente tal pensamiento: no se puede despreciar nada en este asunto…
Guianeya no se volvió. Parecía que no se había dado cuenta de que se acercaba a ella. Pero cuando se detuvo detrás, ella dijo:
— Mire, Víktor. Ya hace tiempo que observo y no puedo comprender nada. La sombra no se mueve. Se puede pensar que la Luna no gira.
— No, Guianeya, gira — contestó Murátov, pensando: ¿es que Guianeya le ha conocido por los pasos? — , la Luna gira, como todos los cuerpos estelares, sólo que muy lentamente. Da una vuelta en veintiocho días terrestres. Por esto es muy difícil notar el movimiento de la sombra.
— ¿Para qué hace falta esto?
— ¿Qué hace falta? ¿Observar el movimiento de la sombra?
— Yo hablo de otra cosa. ¿Para qué le hace a usted falta que la Luna gire tan lentamente? ¿O esto favorece la realización aquí de trabajos científicos?
— La velocidad de la rotación de la Luna no depende de nosotros.
Guianeya le lanzó una corta mirada. Pero él no vio en ella la esperada ironía. Por lo visto su contestación le había causado gran asombro.
— ¡Mire! — Guianeya de nuevo alargó la mano hacia la ventana —. Cuan fuertemente se calientan las rocas iluminadas y qué frías las que están en la sombra. ¿Acaso esto es conveniente para usted?
«¡Está claro! — pensó Murátov —. Ella ve las radiaciones térmicas. La temperatura de los cuerpos es para ella tan clara como para nosotros la luz. ¡La ve!»
En los últimos días continuamente estaba nervioso en las conversaciones con Guianeya. Y ahora le pasaba lo mismo. ¡Ver la temperatura! ¡Qué podía haber más raro y fantástico! Es decir, al mirarle, por ejemplo a él, Guianeya veía no sólo sus facciones y el color de la piel, sino también los grados que tenía su cuerpo. ¿Cómo le vería a él?
— ¿Acaso esto es conveniente? — repitió Guianeya.
«Pero nosotros tampoco vemos a Guianeya tal como la ven sus compatriotas, y ella misma en el espejo. La temperatura para ellos es un síntoma visual exterior de los objetos, como la forma o la luz. Desde su punto de vista ésta es una cosa normal y natural. Nuestra concepción del mundo, en el espectro reducido, deberá parecer a Guianeya incomprensible y rara, lo mismo que para mí es incomprensible y rara su concepción de lo que la rodea», pensó Murátov.
Guianeya tocó suavemente su mano.
— ¿En qué piensa usted tanto? — preguntó sonriéndose.
«¿Decirlo? No, mejor no decir nada.»
— Pienso en sus palabras — contestó —. Sí, está claro, que el calentamiento desigual del suelo lunar no es muy conveniente, ¿pero qué se puede hacer?
— Acelerar la rotación de la Luna.
— ¿Piensa usted que esto es sencillo?
— ¿Por qué no? — contestó con otra pregunta Guianeya.
— Por desgracia no es así. Acelerar o retardar el movimiento de un cuerpo celeste, variar su rotación alrededor del eje, todo esto lo podemos hacer con un cuerpo celeste no muy grande, pero no con uno como la Luna. Esta es una tarea de la técnica futura. ¿Es que entre ustedes — preguntó no teniendo esperanzas de que Guianeya contestara — esto es posible?
— Me parece que sí — Guianeya contestó esto con tono inseguro —. Yo he leído, que en nuestra patria la «luna» también giraba lentamente, pero cuando llegó la necesidad se aceleró su rotación.
— ¿Ustedes tienen una «luna» o varias?
La respuesta fue muy inesperada, muy rara y trajo consigo otro enigma.
— No lo sé — dijo Guianeya —. Mejor dicho, no recuerdo lo que se decía en el libro que leí.
A Murátov, según dijo más tarde, le produjo tal impresión como si de repente hubiera recibido un mazazo en la cabeza. Debido al asombro estuvo algunos segundos sin poder articular palabra.
¡Vaya una novedad! Guianeya conoce su patria sólo por los libros. ¡Incluso no recuerda cuántas «lunas» hay en el cielo de su planeta!
«¿Qué, ha nacido entonces en una nave cósmica? — pensó Murátov —. ¿Esto significa que su patria está extraordinariamente lejos, tan lejos, que una persona puede nacer y crecer durante el camino? Pero esto de ninguna manera concuerda con nuestra suposición de que ellos nos visitaron.por segunda vez en el transcurso de cuatrocientos o quinientos años después de la primera visita. Una incursión de este tipo no puede realizarse con tanta frecuencia.»
— Por lo visto Riyagueya se equivocó en esto — dijo Guianeya tan bajo que Murátov comprendió que no le hablaba a él sino para sí —. El estaba convencido de que las personas de la Tierra habían conseguido mucho más — dijo en voz alta.
— ¿Quién es él? — Murátov por fin adquirió el don de la palabra. Decidió fingir que no había escuchado el comienzo de la frase dirigida a sí misma.
— Riyagueya.
— ¿Está usted desilusionada?
— No, en nada. Este era su criterio y no el mío. Yo esperaba menos de lo que he visto.
— Entonces, Riyagueya tenía un criterio más elevado de nosotros que usted.
— Sí, así era.
— ¿Tiene usted fundamentos para pensar que Riyagueya haya cambiado su criterio?
— No se puede cambiar de criterio sin haber visto el objeto — contestó Guianeya —. «Así era», porque Riyagueya ya no existe.
— ¿Ha muerto? Guianeya se estremeció.
— Me he olvidado — dijo ella — que usted no sabe esto. Y es mejor que no lo sepa.
Una suposición fulguró en el cerebro de Murátov.
— ¿Riyagueya se encontraba en la nave destruida?
Guianeya calló.
Murátov vio como dos lágrimas se deslizaban lentamente por sus mejillas. Le conmovió la expresión de su rostro, donde se reflejaba una pena grande y sincera.
Comprendió que había acertado. Riyagueya murió en la nave de la que Guianeya había descendido en el asteroide. Y fue una persona a la que Guianeya no sólo respetaba, según había dicho Marina, sino también amaba.
«Obró de otra forma», recordó Murátov las palabras de Guianeya que le tradujo Marina.
La vaga hipótesis de que pudiera existir alguna ligazón entre la actitud de Riyagueya hacia las personas de la Tierra y la destrucción de la nave le hizo estremecerse.
Era horroroso pensar que la enorme nave cósmica no se hubiera destruido casual sino intencionadamente. Precisamente después de que Guianeya fue desembarcada de ella.
¿Pero la otra mujer, la que fue madre de Guianeya, por qué se había quedado en la nave condenada?
Tomó con cuidado la mano de Guianeya. Ella no ofreció resistencia.
— ¿Dígame — su voz se entrecortaba de emoción — nació usted en esta nave?
Guianeya con asombro elevó sus ojos hacia él.
— ¿De dónde saca usted tan rara suposición? Si yo hubiera nacido durante el vuelo mi madre se encontraría ahora aquí, conmigo.
¡Estaba todo claro! Con estas palabras Guianeya confirmó su hipótesis. ¡La nave había sido destruida intencionadamente! Y, seguramente lo había hecho el mismo Riyagueya.
Se empezaba a aclarar el secreto de la aparición de Guianeya en Hermes.
— ¿Era usted la única mujer en la nave? — le preguntó Murátov, deseando convencerse definitivamente.
— ¿Qué importancia tiene esto para usted? — respondió Guianeya, retirando su mano que él todavía mantenía con la suya —. Sí, la única.
Murátov recordó de pronto otras palabras de Guianeya. Una vez ella dijo que había realizado el vuelo a la Tierra casi en contra de su voluntad. Por lo tanto no podía haber nacido en la nave como había pensado antes. Esta era una conjetura completamente errónea. Pero tampoco se llevan niños pequeños al cosmos. Entonces, ¿por qué no recuerda su patria?
¡Otra vez un enigma, todavía más incomprensible y enmarañado!
Allá, en Hermes, en el abismo negro del cosmos, tuvo lugar una tragedia. ¡Tragedia relacionada con el destino de las personas de la Tierra!
Una cosa está clara: Riyagueya destruyó la nave y la destruyó para impedir que se llevaran a cabo los planes orientados contra la Tierra. Obligó a Guianeya a abandonar la nave, la quería salvar porque era mujer, y a la que posiblemente amaba. «Yo estoy entre ustedes, en la Tierra, completamente en contra de mi voluntad», dijo ella una vez.
¡Esto ha tenido que ocurrir precisamente así!
Y sin pensar sus palabras, dejándose dominar sólo por el sentimiento, Murátov dijo:
— ¡Ha sido bella la muerte de Riyagueya!
Guianeya le miró algunos segundos con los ojos desorbitados en los que se reflejaba una completa turbación. Después se volvió bruscamente y salió corriendo de la sala.
Stone y Tókarev consideraron muy importante lo que les relató Murátov.
— La situación se aclara — dijo Stone —. Cada vez es más evidente la necesidad de destruir los satélites y su base lo antes posible. Por lo que se ve — dirigiéndose a Murátov — no es cierta su suposición de que Guianeya nos engañaba en algo. Al revés, es sincera. Contra nosotros se había planeado algo pérfido, y Guianeya, en realidad, nos quiere salvar.
— ¿De dónde deduce usted esto? — preguntó Tókarev.
— De lo que nos ha contado Murátov. Me parece que es cierta su suposición de que la catástrofe ha sido intencionada. Claro está, que es difícil decir lo que precisamente pasó en la astronave, pero con muchas probabilidades podemos considerar que fue destruido no por casualidad.
— ¿Usted supone que entre los compatriotas de Guianeya surgieron divergencias?
— Tenían que surgir. Yo me represento toda esta historia de la siguiente forma. Hace mucho tiempo, según nuestros cálculos, algunos siglos, fue compuesto un plan orientado contra la Tierra y sus habitantes. Lo que se pensó hacer no es tan importante. Está claro que ellos se equivocaron en sus planes: a nosotros no nos asusta ninguna amenaza y podemos salvar cualquier peligro. Pero no se trata de esto. El asunto es que la distancia entre la Tierra y su planeta es muy grande, y transcurre mucho tiempo de un vuelo a otro.
La sociedad de seres racionales, exista donde sea, no puede estancarse, se desarrolla, progresa. Esta es una ley de la vida. Lo que fue pensado, por lo visto poco humano, les pareció a algunos, a las personas más progresistas de su mundo, algo inconcebiblemente feroz. De las palabras de Guianeya se deduce que un tal Riyagueya, hombre progresivo, comprendió perfectamente que la humanidad de la Tierra había avanzado mucho, que ya no era la misma de los tiempos de su primer vuelo. Recordemos las palabras de Guianeya: «Las personas de la Tierra no se merecen la suerte que ellos les preparaban».
Por lo visto, la misma, Guianeya pensaba antes de otra forma, pero en ella ejerció una gran influencia el criterio de Riyagueya, a juzgar por todo, amigo de la humanidad de la Tierra. Representémonos este cuadro. Hacia la Tierra vuela una nave con la tarea de llevar a cabo el plan pensado hace mucho, de convertirlo en realidad. Entre los miembros de la tripulación se encuentra Riyagueya. Está de todo corazón en contra de las intenciones de sus acompañantes. Considera que es necesario obstaculizarlas cueste lo que cueste. El comprendía que cuando realizaran el siguiente vuelo nosotros seríamos todavía más poderosos. Si era un hombre de sentimientos humanitarios no le quedaba otra solución que hacer lo que hizo. He aquí que Guianeya, la única mujer en la nave, fue desembarcada en el asteroide habitado que por casualidad salía al encuentro, y después la nave fue destruida. Precisamente todo lo que ha ocurrido con Guianeya, nos representa de la mejor forma la figura de Riyagueya. Cualquiera de nosotros hubiera hecho en su lugar lo mismo.
— Bueno — dijo Tókarev después de un corto silencio — esta versión tiene todos los síntomas de verosimilitud, y guarda completa concordancia con las circunstancias de la aparición de Guianeya y su conducta ulterior. Pero se puede pensar también otras versiones.
— ¡Sin duda alguna! Sólo la misma Guianeya puede descubrirnos la verdad. Una cosa está clara: los satélites y la base son peligrosos. Y es necesario destruirlos, aunque tengamos toda la seguridad de que podemos liquidar cualquier peligro. No debemos tardar en ello.
— ¿Entonces usted considera que no es necesario comprobar previamente si existe o no este peligro?
— ¿Por qué no? lo comprobaremos. Todo puede suceder.
Murátov comprendió muy pronto que «había caído en desgracia». Guianeya no se volvió a dirigir más a él, no sólo evitaba su presencia, sino que sencillamente hacía que no le veía. Si necesitaba algo lo preguntaba al ingeniero de la expedición, Raúl García, y cuando Murátov le hacía alguna pregunta le volvía la espalda.
Se rompía la cabeza para averiguar cuál era la causa de este cambio brusco e inesperado. Creía que nada había dicho que pudiera molestar u ofender a Guianeya.
¿Era posible que le disgustara su perspicacia para averiguar lo que ella no quería decir? Pero ella misma había dicho mucho, y su hipótesis, si era cierta, había sido provocada por sus propias palabras.
Guianeya no conversó con nadie, se mantuvo aparte y salió de su habitación sólo para comer y después para cenar. Su conducta produjo una impresión desagradable entre el personal de la estación.
— ¿Piensan ustedes estar mucho tiempo aquí? — preguntó ante todos, durante la cena, a García.
— Hasta que encontremos la base — contestó el ingeniero.
— Entonces hay que hallarla lo antes posible — manifestó sin ceremonias Guianeya —. Quiero volver a la Tierra.
— En parte esto depende de usted.
No hizo más que sonreírse despectivamente y no dijo nada más.
A la mañana siguiente, sabiendo que Stone tenía prisa, Guianeya retrasó la salida, nadando más de una hora en la piscina. No tenía traje de baño y aunque ella no concedía a esto ninguna importancia, nadie se atrevió a entrar en la piscina para darle prisa. En la estación no había ni una sola mujer.
Sólo a las ocho (los relojes de la estación marchaban según el meridiano de París), cuatro vehículos bien protegidos contra los meteoritos, salieron del garaje excavado en la roca. Comenzaba la primera expedición de búsqueda.
Los enormes todoterreno metálicos se calentaron rápidamente por los rayos solares y fue necesario conectar la instalación refrigeradora. Ese día fue decidido explorar el pie de la cordillera montañosa del cráter Tycho de la parte occidental de la estación.
Guianeya se encontraba en la máquina de Stone. Allí estaban también Tókarev, García, Veresov y Murátov.
Víktor pidió que le dejaran ir con Sinitsin, en el segundo todoterreno, pero Stone no accedió a ello.
— No preste atención a los caprichos de Guianeya — le dijo —. Usted me hace falta.
Murátov comprendió que el jefe de la expedición, de una forma sencilla y muy delicadamente, le manifestó que no consideraba necesario instalarlo en otras máquinas, debido a que había poco sitio y sería inútil la presencia de una persona ajena. La máquina de Stone era como el estado mayor de la expedición. Las tres restantes llevaban todas las instalaciones y, si hallaban la base, éstas eran las que tendrían que entrar en funciones. A Murátov se le consideraba como un huésped.
En caso de necesidad se podría avisar por radio a cuatro máquinas más, que habían quedado en la estación completamente preparadas.
Nadie esperaba encontrar la base precisamente hoy, en el primer día. Estaban todavía muy recientes en la memoria los años de búsquedas infructuosas.
Guianeya no prestaba la menor atención a Murátov y de vez en cuando se dirigía a García. Estaba pensativa y parecía distraída.
En las pantallas circulares panorámicas (en los todoterreno no había ventanas), que daban la impresión de aberturas transparentes, se podía ver de una forma completamente real todos los pormenores de los lugares circundantes.
Ante el sillón de Stone se encontraba la gran pantalla infrarroja. La luz corriente, visible, no se reflejaba en ella, y los paisajes lunares parecían una combinación fantástica de manchas blanquinegras, que sólo las podía descifrar un ojo experimentado.
Stone no tenía excesiva confianza en esta pantalla. Eran mayores sus esperanzas en la visión infrarroja, «viva», de Guianeya. Momentos antes de la salida le preguntó por intermedio de García ¿si estaba segura de que podría ver la base?
— Por lo que yo sé — fue la respuesta — está situada a cielo abierto. ¿Por qué no podré verla? No podría solamente que se encuentre a una distancia considerable.
Hablaba en un tono de indiferencia, pero Stone tenía fe en sus palabras. Además, recordaba que Guianeya ve bien a una distancia a la que sólo el hombre de la Tierra puede ver con prismáticos.
Estaba sentada al lado de Stone y con aire aburrido examinaba las rocas. Los dos miraban hacia adelante. Un lugar más adelante ocupaba García que examinaba la parte septentrional. La oriental fue encargada a Véresov y la meridional a Tókarev y Murátov.
Solamente Guianeya podía ver a simple vista la base, pero nadie se esforzaba por verla inmediatamente. Buscaron los lugares favorables para la base, aquellos en que ellos mismos la hubieran instalado si estuvieran en lugar de los compatriotas de Guianeya.
Consideraron lo más probable que si la base se encontraba aquí, estaría ubicada al pie de las rocas, en la parte norte.
Las máquinas marchaban lentamente a una velocidad de quince a veinte kilómetros por hora.
El interior de los todoterreno era espacioso, estaba fresco e incluso había comodidad.
La fuerza de gravedad, seis veces menor que la de la Tierra, creaba la impresión de ligereza de movimientos, de que una fuerza extraordinaria llenara todos los músculos del cuerpo.
A Murátov le gustaba esta sensación. El sillón en que estaba sentado, no muy blando al tacto, parecía como si fuera de pluma. Ningún almohadón de la Tierra podía ser tan blando, ya que su cuerpo pasaba aquí seis veces menos que en su planeta.
Miraba atentamente la llanura inundada por la luz solar, lo que no le quitaba el aspecto tenebroso. La llanura parecía cavada por un arado gigantesco. Comprendía que a él y a Tókarev les habían encargado precisamente esta parte porque aquí había menos probabilidades de encontrar la base. Los dos eran los observadores menos experimentados, y por esto era poco probable que vieran un lugar conveniente.
Era una pena que no se viera la Tierra en el cielo negro, sembrado espesamente de estrellas. Stone iba muy pegado a las montañas. Murátov tenía grandes deseos de contemplar el aspecto del planeta natal. Lo había visto desde la astronave, pero durante poco tiempo, y no se había saciado de esta visión insólita.
Después de hora y media de tensa atención, ésta se debilitó un poco y Murátov empezó a pensar en otras cosas. Sus pensamientos volvieron otra vez hacia Guianeya y las causas de su cólera.
Para él estaba claro que no había ninguna causa.
«Puede ser, pensó, que me equivoque, y que Guianeya no se haya enfadado conmigo, sino que tema que le haga más preguntas, y huya de mí sólo porque no quiere contestarme».
Esta idea era agradable para él, ya que la hostilidad inesperada de Guianeya apenaba a Murátov.
¿Con qué y cómo corregir la situación?…
Transcurrió una hora más. Los todoterreno se encontraban ya a más de cincuenta kilómetros de la estación. Poco a poco empezó a dominar el aburrimiento a todos los miembros de la expedición.
Stone se percató de esto.
Mandó detener a su todoterreno y tras él las otras máquinas.
— Propongo que desayunemos — dijo alegremente Stone —. Descansemos y después iremos más adelante.
— ¿A qué distancia piensa usted alejarse hoy? — preguntó Tókarev.
— No más de setenta kilómetros. Si creemos en lo que ha dicho Guianeya, es inútil buscar más adelante, ya que entonces se verá perfectamente la Tierra. Guianeya ha dicho que la base está ubicada en un lugar desde el que no se ve la Tierra. Es posible que podamos hoy mirar también la parte oriental.
— Esto será agotador.
— No es gran cosa. No podemos demorarnos Veo, que ustedes, habitantes de la Luna, se han apoltronado aquí — dijo en broma Stone —. Les obligaremos a trabajar a lo terrestre.
— Como si en la Tierra se trabajaran los días enteros — replicó Tókarev.
— Si es necesario, sí — contestó serio Stone.
Todos se negaron a desayunar, y después de unos diez minutos de parada las máquinas marcharon otra vez hacia adelante.
— Camaradas — dijo Stone dirigiendo sus palabras no sólo al equipo de su máquina sino también a todos los restantes —. Miren atentamente. Aquí no volveremos por segunda vez.
— ¡Miramos!.. ¡Miramos!.. — se oyó como respuestas —. Miramos, pero no vemos nada —. Murátov reconoció la voz de Sinitsin.
— La veremos, pueden estar seguros — contestó Stone —. Si no hoy, mañana.
Lo más difícil de todo era luchar contra la somnífera uniformidad del paisaje lunar.
Parecía que los todoterreno se encontraban todavía cerca de la estación. No se podía observar ningún cambio en el paisaje, sobre todo en aquella parte adonde miraban Murátov y Tókarev. Todo era exactamente lo mismo que antes.
— Planeta asombrosamente aburrido — dijo Tókarev.
— ¿Hace mucho tiempo que está aquí? — preguntó Murátov.
— Casi un año.
— ¿Y ni una vez ha vuelto a la Tierra?
— No tuve tiempo — contestó Tókarev —. Hoy por segunda vez he salido de la estación.
Tenemos un trabajo muy interesante y necesario — añadió queriendo aclarar.
«Por todas partes lo mismo — pensó Murátov —. Todos se dedican a su causa y se olvidan de sí mismo. ¡A pesar de todo es interesante vivir en el mundo!»
Y de repente oyó como Guianeya preguntó a García:
— Dígame: ¿cómo consideran ustedes en la Tierra a la muerte?
— Creo que lo mismo que en cualquier otro mundo poblado — contestó el ingeniero, asombrado de una pregunta tan inesperada.
— Esta no es una contestación. — Murátov oyó que la voz de Guianeya resonaba irritada —. ¿No me podría usted contestar más exactamente?
García calló durante un rato pensando en qué decir. Murátov decidió que se había presentado un momento oportuno para hablar de nuevo con Guianeya.
— La muerte — dijo sin volverse — es un hecho triste. Pero por desgracia inevitable y obligatorio. Las personas son mortales y no hay nada que hacer. Cuando muere una persona allegada, es una gran pena para todos aquellos que la conocían. Pero es una pena para todos cuando muere una persona que es necesaria a la humanidad. Y cuando uno mismo muere, siente lo poco que ha podido hacer. Consideramos la muerte como un mal inevitable, y esperamos vencerla en el futuro.
No sabía si Guianeya le quería escuchar o no. Pero le escuchó y no le interrumpió, y esto era suficiente.
Resultó que hizo una conclusión apresurada.
— Espero la contestación — dijo Guianeya.
— ¿Es que usted no ha oído lo que ha dicho Murátov? — preguntó García.
— Yo le pregunto a usted.
— Comparto completamente lo dicho por Murátov.
Murátov casi no pudo contenerse para soltar la carcajada. Era una salida completamente infantil. A pesar de todo, ¡qué inocente es Guianeya!
¡Se ve que, en realidad, es joven, muy joven!
Con interés esperó lo que ella fuera a preguntar. Si ella calla, esto significa que su pregunta fue completamente casual, y Murátov no pensaba así.
Pasados unos minutos de silencio Guianeya de nuevo se dirigió a García.
— ¿Justifican ustedes en la Tierra el suicidio o el asesinato? — preguntó Guianeya.
— Estas son dos cosas completamente diferentes — contestó Raúl — y no se pueden juntar en una pregunta. Es imposible justificar el asesinato. Es el delito más grave y repugnante que se puede uno imaginar. En lo que se refiere al suicidio, esto depende de sus causas. Pero, como regla, consideramos el suicidio como un acto de falta de voluntad o de cobardía.
— ¿Es decir, entre ustedes tampoco se puede calificar este acto de «bello»?
«¡Vaya lo que es! — pensó Murátov —. La ha ofendido que yo haya calificado de «bella»
la muerte de Riyagueya. Pero debió comprender cuál era el sentido que yo daba a esta palabra».
— Cierto — contestó García. El suicidio de ninguna manera es una cosa «bella».
— Hace poco he escuchado otra cosa — dijo Guianeya.
— ¿De quién?
Murátov estaba sentado de espaldas a Guianeya y no vio si le señalaba o no. No siguió ninguna contestación.
En esto se manifestaba una diferencia entre los puntos de vista de las personas de la Tierra y de los compatriotas de Guianeya. Por lo visto, en su patria, la muerte voluntaria por cualquier causa era o se consideraba tan mal que al escuchar Guianeya las palabras de Murátov le tuvo por un «engendro moral» y no quería tener relaciones con un «intelecto tan bajo».
Le faltó poco para reírse. Sin embargo, esta conversación le causó una gran satisfacción. Demostraba que Guianeya pensaba todo el tiempo en la discusión que habían tenido y que su altercado le era tan desagradable a ella como a Murátov.
Pero había otra cosa mucho más importante. La pregunta de Guianeya confirmaba definitivamente que Riyagueya destruyó la nave. Se suicidó y mató a sus acompañantes.
No por casualidad, según supuso García, Guianeya hizo las dos preguntas en una.
«Es necesario justificarme ante ella — pensó Murátov —. Es necesario aclararle mis palabras si ella misma no las puede comprender».
Y Murátov dijo:
— El suicidio jamás puede ser bello. ¡Jamás! A exclusión de un caso único, cuando se realiza en beneficio de los demás. Pero en este caso no se puede hablar de suicidio hay que hablar de autosacrificio. Estas son dos cosas diferentes. Sacrificarse para salvar a otros, ¡esto, sí es bello!
Se volvió para ver cómo reaccionaba Guianeya a sus palabras, cuál era la impresión que le producían.
Miraba en la pantalla panorámica hacia adelante. Parecía como si no hubiera oído nada. Pero Murátov estaba convencido de que Guianeya no sólo había escuchado sus palabras sino que también las pensaba.
Y no se equivocó. Pasado un rato Guianeya dijo:
— Bien, estoy de acuerdo. ¿Pero qué derecho tiene a sacrificar a los demás?
A Murátov le surgió la idea de que las lágrimas, que entonces vio en la cara de Guianeya, fueran debidas no a la muerte de Riyagueya sino a la de otra persona.
Entonces era comprensible la impresión tan dolorosa que produjo en ella la palabra «bello».
— ¿De qué hablan ustedes? — preguntó Tókarev.
En el todoterreno de Stone sólo Murátov y, claro está, García dominaban el idioma español. Los demás no comprendían ni una palabra.
— ¡Espere! — dijo Murátov —. Después se lo diré. Tengo que contestarle. — Continuó hablando en español —. Todo depende, Guianeya, de las circunstancias. Hay casos, cuando una persona convencida de la justeza de su causa, se ve obligada a sacrificarse no sólo a sí misma, sino también sacrificar a otros, considerando que no hay otra salida.
El objetivo que se plantea, justifica sus acciones ante sus ojos. No conocemos las causas que obligaron a Riyagueya a obrar tal como obró. Pero usted sí las sabe. Y si usted no comparte las ideas de él, puede contestarse objetivamente a la pregunta, si él tenía razón.
Yo he calificado la muerte de Riyagueya de bella, porque he comprendido por sus palabras que él lo hizo, sacrificándose por nosotros, por las personas de la Tierra. Desde nuestro punto de vista ésta es una acción bella.
Guianeya volvió la cabeza hacia él y en su boca asomó una sonrisa un poco velada.
— Perdóneme, Víktor. Entonces no le comprendí y le juzgué mal.
— Yo no me he ofendido — contestó Murátov —. Porque la he comprendido. Nosotros, es decir, su humanidad y la nuestra, tenemos raciocinio. Y los seres racionales siempre se pueden comprender mutuamente cuando hay buena voluntad para ello. Aunque algunas veces esto no sea fácil.
— Sí, algunas veces esto es más difícil de lo que parece — dijo suspirando Guianeya, volviéndose de nuevo hacia la pantalla.
«Por fin todo se aclaró — pensó Murátov —. Marina estaba en lo cierto al decir que Guianeya tiene buen carácter».
Una hora más llevaban marchando los todoterreno por la dirección anterior. Había cambiado el aspecto de la cordillera. Las laderas escarpadas y cortadas a pico habían sido sustituidas por pendientes suaves. Cada vez se encontraban con más frecuencia rocas aisladas y montones de enormes piedras que habían rodado de las montañas.
Cada vez era más difícil avanzar. Las máquinas se inclinaban demasiado y con frecuencia había que rodear los obstáculos.
Como antes no se encontraba ni un sólo lugar apto para instalar la base invisible. El correspondiente fracaso era ya una cosa clara para todos.
Y aunque nadie calculaba que el éxito fuera rápido, comenzó a aparecer espontáneamente un sentimiento de desilusión. Sólo la presencia de Guianeya hacía que las personas tuvieran alguna esperanza.
Los relojes marcaban las doce en punto cuando Stone mandó parar su máquina.
— Es inútil buscar más allá — dijo.
— Pero el lugar cada vez es más favorable — respondió Sinitsin desde la segunda máquina.
— Sí, pero debemos creer en las palabras de Guianeya. Murátov — añadió Stone —, usted quería ver la Tierra. ¡Mire hacia atrás!
En la misma parte en que se encontraba la estación, pendía en el cielo, sobre las cumbres de la cordillera, casi medio oculta por el horizonte, una media luna que brillaba intensamente. Era enorme en comparación con la media luna acostumbrada a ver en el cielo de la Tierra. El anillo purpúreo de la atmósfera, iluminado por el Sol, permitía distinguir claramente la mitad del globo terráqueo sumido en la oscuridad de la noche. El disco del Sol pendía no lejos, un poco más alto.
«La Luna», las estrellas y el Sol al mismo tiempo!
— Este cuadro tan maravilloso no se puede ver en la Tierra — dijo Murátov.
— ¿No digas? — oyó la voz de Serguéi —. ¿Por qué será?
— Porque en la Luna no hay atmósfera. ¿Acaso no lo sabes?
— Ahora lo sé — contestó Sinitsin bajo una carcajada general.
— Pregúntale a ella — dijo Stone — ¿si es necesario seguir buscando?
Guianeya se asombró al oír la traducción de la pregunta.
— ¿Por qué me pregunta esto? — contestó —. Ustedes mismos deben saber lo que hay que hacer y cómo actuar.
— Le preguntamos a usted porque — explicó Murátov — nos basamos en sus palabras que reflejan las de Riyagueya. Parece que dijo que la base estaba ubicada en un lugar desde donde nunca se veía la Tierra.
— ¿Por qué «parece»?
— No preste atención. Ha sido una expresión poco afortunada. ¿Dijo esto?
— Sí. No comprendo por qué me pregunta a mí — repitió tercamente Guianeya.
Murátov sentía que la lógica estaba de parte de Guianeya.
— Queremos que usted lo recuerde exactamente — dijo Murátov —. Esto para nosotros es en extremo importante.
— Yo no puedo añadir nada a lo que he dicho.
Le comunicaron a Stone el contenido de la conversación.
— Si seguimos buscando en la misma dirección — dijo — entonces no hay ningún fundamento para negarse a buscar en todos los otros lugares, como lo hacíamos antes.
Me parece que es necesario aceptar las palabras de Riyagueya como la única verdad y basarse sólo en ellas. ¿Cuál es el criterio de los demás?
Todos estuvieron de acuerdo con Stone.
— Entonces — resumió — regresaremos. Volveremos a examinar otra vez con la atención de antes todo lo que encontremos en el camino, para que tengamos una seguridad completa y podamos decir: en esta parte no existe la base:
El camino de regreso no dio nada nuevo.
Cuando regresaron a la estación eran ya las tres de la tarde. Y aunque Stone quería continuar las búsquedas se vio obligado a ponerse de acuerdo con Tókarev y aplazar la segunda expedición para mañana.
— En cansancio debilita la atención — dijo el profesor —. No tendremos resultados.
Ya antes de la decisión de Stone, Murátov sabía que hoy se habían terminado las búsquedas. Guianeya le dijo que estaba cansada y que no iría a ningún sitio.
— Esta es una ocupación muy aburrida — dijo ella —. Siento haber venido aquí.
— ¿Pero irá usted mañana?
— Sin duda. Mañana y los días sucesivos. Es necesario ser consecuente — dijo repitiendo la frase que le gustaba —. Nunca me he sentido tan cansada — añadió haciendo una pausa — aunque no he hecho nada.
— La inactividad agota muchas veces más que el trabajo — dijo Murátov —. Vaya a la piscina a bañarse, que descansará.
— Vamos juntos — propuso de forma inesperada Guianeya.
Murátov se quedó desconcertado.
— Esto no está bien — dijo.
— ¿Por qué? — Guianeya estaba francamente asombrada —. No puedo comprender esto. Ya hace tiempo Marina me dijo que entre ustedes no está bien mirado el que se bañen juntos las mujeres y los hombres. Pero yo misma he visto como se bañan en el mar. Y cuando yo me ponía el traje de baño, Marina me permitía bañarme en la piscina delante de todos, ¿Por qué? ¡Explíquemelo, Víktor! Tengo grandes deseos de comprenderles.
Murátov sentía, una vez más, que se encontraba en el umbral de uno de los enigmas relacionados con Guianeya. Era insignificante en relación con los otros, pero era un enigma. Y tenía esperanzas de que se aclarara, ya que era la misma Guianeya la que lo pedía.
Se reconcentró para aclararlo desde el punto de vista terrestre.
— Esto, Guianeya, se explica por muchas causas — dijo Murátov —. Pienso que la fundamental consiste en que las personas tienen la costumbre de cubrir su cuerpo con ropa. El llevar constantemente ropa ha conducido poco a poco a que las mujeres y los hombres se avergüenzan de la desnudez. Claro, yo comprendo perfectamente su punto de vista y considero que incluso es más moral que el nuestro. Pero las costumbres arraigadas en la conciencia son una gran fuerza. Ahora — añadió — ¿lo comprende usted?
Pensó que había dado satisfacción completa a su incomprensión.
— Usted no me ha aclarado nada — dijo Guianeya inesperadamente para él —. Pero me parece que yo misma he acertado en qué consiste el hecho. Según ustedes, el traje de baño oculta el cuerpo y no se le ve. ¿Es así?
Y Murátov de repente comprendió todo. Su pregunta le descubrió la verdad.
¡He aquí en qué consistía! Se había olvidado de las radiaciones térmicas de todos los cuerpos vivos, que Guianeya y las personas de su planeta captaban como luz.
Los prejuicios son como garfios. Y Murátov, junto a la satisfacción que sentía por haber descubierto un enigma, se encontraba profundamente turbado. Su traje no ocultaba su cuerpo a los ojos de Guianeya, y ella hasta ahora pensaba que las personas de la Tierra veían su cuerpo estuviera o no vestida.
De esto se desprendía la ausencia incomprensible en Guianeya del pudor femenino. La ropa en su mundo sólo servía para defender del frío y del polvo.
Leguerier está equivocado. Sus suposiciones sobre la conducta de Guianeya, en el primer día de su encuentro con las personas terrestres, eran falsas. Ella no comprendía la diferencia de ir vestida o no.
Y el corte de sus vestidos, que todos calificaban como una manifestación de coquetería, era debido a la costumbre, en la que no había ninguna pretensión de recalcar su belleza y atracción.
Al mismo tiempo la indumentaria tenía un determinado significado. Esto se manifestó»
cuando Guianeya se puso el quimono que le regalaron en el Japón y se interesó claramente en saber si le sentaba bien o no.
«Es difícil descifrar la concepción del mundo de los seres de otro planeta — pensó Murátov —. Entre nosotros sólo hay un parecido exterior, pero interiormente somos completamente diferentes».
Estaba convencido de que ahora, después de lo que sabía, Guianeya no le invitaría a ir con ella a la piscina. Pero no tenía en cuenta que la conciencia de la persona no puede cambiar instantáneamente. De ninguna manera podía surgir la idea en Guianeya de que mostrar el cuerpo podía ser motivo de vergüenza. El comprendió esto cuando Guianeya dijo:
— Sigo sin comprender por qué no puede ir usted conmigo.
— ¡Vamos! — dijo Murátov.
Guianeya se alborozó como si fuera una niña.
— No me gusta estar sola — dijo ella, desmintiendo con estas palabras otro equivocado concepto. Todos consideraban que a Guianeya le gustaba la soledad y que sólo por necesidad aguantaba la presencia cerca de ella de Marina Murátova —. Sobre todo cuando nado. Uno solo es aburrido. ¿Jugaremos carreras, si usted quiere?
Ya se había olvidado de la reciente conversación y se había olvidado, porque no le daba ninguna importancia.
— No sé si la podré alcanzar — dijo Murátov —. Soy un nadador regular.
— Es una pena que no tengamos un balón. — Guianeya pronunció la palabra «balón» con gran dificultad —. Me gusta jugar con él sobre todo en el agua. Marina y yo lo hacíamos.
— ¿Por qué no? — contestó Murátov —. A lo mejor aquí encontramos alguno. Ahora miraré. Podemos invitar a alguien más a jugar al waterpolo.
En la estación claro está, había un balón para jugar al waterpolo y también se encontraron aficionados a este antiguo juego.
Pero nadie estaba de acuerdo con la opinión de Murátov.
«Guianeya puede hacer lo que quiera — le contestaron —, nosotros obraremos según nuestras costumbres».
Y siete personas se zambulleron en el agua de la piscina con los gorros y trajes tradicionales de los nadadores.
Guianeya no sólo no prestó ninguna atención al «atraso» de sus compañeros, sino que incluso no notó nada. Si Murátov hubiera pensado como es debido, hubiera comprendido que ella no podía notar nada de esto.
El juego duró mucho tiempo y terminó con la completa derrota del equipo del que formaba parte Murátov y que jugaba contra Guianeya. Nadie pudo contraponerse a su agilidad y a la fuerza de sus tiros.
En la Luna no había buenos deportistas, y en la portería que defendía Víktor dieciocho veces entró el balón lanzado por la mano de Guianeya. Sus compañeros vieron inmediatamente qué clase de deportista tenían en sus filas, todo el partido dependió de Guianeya. Jugaba adelantada y cada arranque terminaba en gol.
— Con usted no se puede jugar — dijo enfadado Víktor, cuando excitados y cansados, salieron todos del agua —. ¿Existe este juego en su patria?
— Entre nosotros no puede existir porque no tenemos balones.
Después de la cena, Murátov fue de nuevo a la habitación de Guianeya, se sentó y conversó con ella. Ella misma le pidió que viniera. Parecía que pasada la discrepancia sentía hacia Víktor una simpatía especial.
Tuvo tiempo de contar a todos su descubrimiento pero la novedad no asombró a ninguno.
— Así tenía que ser — dijo Tókarev —. Las radiaciones térmicas infrarrojas pasan a través de los tejidos y Guianeya ve todo lo que está oculto a nuestros ojos. Pero ve de otra forma distinta que cuando los cuerpos no están cubiertos. Sería muy interesante si Guianeya nos pintara al hombre tal como ella lo ve.
— Sí, pero nosotros no tenemos pinturas para reflejar la luz infrarroja — dijo Stone —. Es completamente probable que Guianeya no la capte tal como nosotros la vemos en la plantalla infrarroja. Murátov intentó en la conversación aclarar esta cuestión.
— Cierto, no sé como explicárselo — contestó Guianeya —. Este color se mezcla con otros y es difícil separarlo. Por esto yo sólo dibujo con lápiz. Ustedes no tienen pinturas necesarias. Precisamente esto me ha conducido a la idea de que ustedes no ven como nosotros. Y es imposible explicar cómo es el color que ustedes nunca han visto.
— Es decir — manifestó Murátov — ¿ustedes instantáneamente, con una mirada, determinan la temperatura del cuerpo?
— Nosotros no tenemos la palabra «temperatura», y nunca medimos el grado de calentamiento. ¿Para qué? Si lo vemos.
«He aquí por qué ella rechazó el termómetro que le ofreció Jansen — pensó Murátov —. No comprendió lo que él quería hacer».
— Cuando ustedes se acercaron hacia Hermes, ¿vieron que el asteroide estaba habitado?
— Sí, los cuerpos celestes de tales dimensiones son fríos, y. nosotros notamos que la construcción artificial — entonces no sabíamos lo que era — emitía luz de dos clases:
artificial que es fría, y animal, caliente. Comprendimos que allí había seres vivos, claro está, personas.
— Por su parte — dijo Murátov, regocijado al ver que tenía la posibilidad de aclarar algo más — fue muy arriesgado desembarcar de la nave sin reserva de aire.
— Esto fue un error. Pero estábamos muy nerviosos.
— ¿Por qué abandonó usted la nave? — preguntó Murátov a quemarropa.
Guianeya calló un largo rato como si estuviera pensando lo que había que contestar.
— No se enfade — dijo ella al fin —. Pero no quisiera contestarle a esta pregunta.
Murátov se desilusionó profundamente, pero no lo demostró.
— Entonces, naturalmente, no es necesario — dijo él —. Lo pregunté casualmente.
— ¿Por qué no dice usted la verdad? — dijo suavemente Guianeya tocándole la mano —. Usted ansia saber esto y lo ha preguntado no por casualidad. Créame, Víktor, esto lo sabrá. Pero no ahora. No puedo.
Pronunció «no puedo» con una desesperación tan evidente que a Murátov le dio pena.
— No piense sobre esto, Guianeya — dijo él —. Nadie ni nada la obliga. Obre como considere necesario. Es cierto, usted tiene razón, tenemos gran interés en saber muchas cosas sobre usted. Dígalo cuando quiera. Y perdóneme por mi exceso de curiosidad.
De nuevo vio las lágrimas asomar a sus ojos.
— Ustedes son muy buenas personas — dijo en voz baja Guianeya —. Y comienzo a quererles.
«Comienza después de año y medio», pensó involuntariamente Murátov.
A la mañana siguiente los mismos cuatro todoterreno, con la misma tripulación, salieron de nuevo del garaje dirigiéndose esta vez hacia el oriente.
La seguridad en el éxito aumentó considerablemente. Murátov pudo en la víspera dirigir la conversación sobre Riyagueya, y Guianeya recordó detalladamente lo que había oído a bordo de la astronave. Debido a todos estos detalles se deducía que la base podría encontrarse sólo en el interior del cráter Tycho, al pie de la cordillera, en la parte norte.
Murátov no intentó, y Guianeya no manifestó iniciativa para hablar de Riyagueya como persona, y se trató sólo de sus palabras sobre la Luna.
Los «terrestres» estaban muy interesados por la personalidad de Riyagueya, a quien nadie vería nunca y que había desempeñado un enorme papel en los acontecimientos relacionados con Guianeya y con los satélitesexploradores. Su voluntad hizo cambiar toda la marcha de estos eventos.
— Dibújeme su retrato — pidió Murátov —. Queremos ver los rasgos de su cara.
— Para esto — contestó sonriendo Guianeya — usted no tiene más que mirarse al espejo.
Así Murátov conoció su parecido con Riyagueya, persona de otro mundo, que, a juzgar por todo, sincera y abnegadamente amaba a las personas de la Tierra.
Murátov comprendió muchas cosas en este minuto…
La expedición del segundo día comenzó sus búsquedas casi con seguridad en el éxito.
Y las esperanzas no fueron defraudadas.
Apenas se alejaron unos quince kilómetros de la estación, cuando Guianeya inclinándose hacia adelante, alargó la mano y dijo:
— ¡Ahí está lo que ustedes buscan!