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La Academia estaba en el Oeste americano y en el período Oligoceno; una edad cálida de selvas y herbazales, cuando los reptiles antecesores del hombre habían esquivado la senda de los grandes mamíferos gigantescos. Había sido erigida hacía miles de años v se mantendría durante medio millón más el tiempo suficiente para adiestrar a tantos hombres como necesitara la Patrulla, y luego sería cuidadosamente demolida hasta que no quedara ni rastro de ella. Más tarde vendría el período glacial, aparecería el hombre, y en el año 19352 después de Jesucristo (7841 del Triunfo Morenniano) los humanos hallarían el modo de viajar a través del tiempo, volverían al período Oligoceno v reedificarían la Academia.

Esta estaba formada por largos y achaparrados edificios, de curvas suaves y varios colores, diseminados por el césped, entre enormes árboles. Más allá, colinas y arboledas parecían precipitarse en un gran río de aguas oscuras, en cuyas orillas podían oírse, por la noche, los bramidos de los mastodontes y el lejano maullar del megaterio de dientes como sables.

Everard salió de la lanzadera del tiempo — una grande y disforme caja de metal—, y, al hacerlo, notó que se le secaba la garganta. Experimentaba, como el primer día de su entrada en el Ejército, hacía doce años (o quince o veinte millones de años después, a elegir) soledad, desesperanza y deseo de hallar una disculpa honrosa para volverse a casa. Era un pobre consuelo ver a las demás lanzaderas arrojar un total aproximado de otros cincuenta jóvenes, de uno u otro sexo. Los reclutas se movían lentamente juntos, formando un grupo desmañado.

Al principio no hablaron; permanecieron mirándose a la cara unos a otros. Everard reconoció, entre las vestiduras que llevaban, un cuello Hoover y una zamarra de punto; los estilos de peinado e indumentaria eran de 1954 en adelante. ¿De dónde procedería aquella chica de los ceñidos calzones policromos, los labios pintados de verde y el cabello amarillo, fantásticamente peinado?

Un hombre de unos veinticinco años se detuvo ante él; era evidentemente un inglés, a juzgar por su raído traje de lana y su rostro largo y delgado. Parecía ocultar una cruel amargura bajo su cortés apariencia.

—¡Hola! —saludó Everard, y luego añadió—: Podríamos presentarnos.

Dijo su nombre y procedencia, a lo que el otro replicó, tímidamente:

—Charles Whitcomb. Londres, 1947. Acababan de desmovilizarme de la R.A.F., y esto parecía una buena probabilidad. Ahora me pregunto si…

—Puede serlo —repuso Everard, pensando en el salario—. ¡Mil quinientos al año, para empezar! Pero ¿cómo cuentan los años? Tal vez de acuerdo con el sentido individual de la duración.

Un hombre venía en dirección a ellos. Era un tipo joven y delgado, que vestía un ajustadísimo uniforme gris y una capa azul oscuro que parecía brillar como si llevara cosidas estrellas. Su cara era agradable, sonriente, y les habló con afabilidad:

—¡Hola! ¡Bien venidos a la Academia! Supongo que todos conocen el inglés.

Everard se fijó en un hombre envuelto en los maltratados restos de un uniforme alemán, en otro tipo hindú y en algunos otros que, probablemente, acudirían de diversos países extranjeros.

—Usaremos el inglés hasta que hayan aprendido el Temporal todos ustedes.

El hombre los contemplaba tranquilamente, con las manos en las caderas. Prosiguió:

—Me llamo Dard Kelm. Nací en (déjenme recordar) el año 9573 de la Era Cristiana, pero me he especializado en el período de ustedes, que consideraremos entre 1850 y 1975, aunque todos ustedes pertenecen a los años intermedios. Soy oficialmente, para ustedes, el Muro de las Lamentaciones, si algo marcha mal. Este lugar se gobierna por reglas distintas a las que, probablemente, imaginan: no formamos a nuestros hombres en masa, por lo que la minuciosa disciplina de un aula o un ejército no es necesaria aquí. Cada uno de ustedes recibirá instrucción particular y también general. No castigamos las faltas de aplicación, ya que las pruebas que han sufrido nos dan la seguridad de que no ha de haberlas, y de que es mínima la posibilidad de faltas en el trabajo. Cada uno de ustedes tiene un elevado coeficiente de madurez respecto a su específica formación cultural. Sin embargo, la variación que ha de introducirse en sus aptitudes hasta desarrollarlas a satisfacción significa, en su caso, la necesidad de ser guiados personalmente.

Aquí se observan pocas formalidades, salvo la cortesía usual. Tendrán oportunidades de diversión y de estudio. No se espera de ustedes más de lo que puedan dar. He de añadir que la caza y la pesca son en estos sitios abundantes, y (si vuelan unos centenares de kilómetros) llegan a ser fantásticas. Ahora, si no tienen preguntas que formular, hagan el favor de seguirme y los instalaré.

Dard Kelm le mostró los muebles de una habitación sui generis. Eran de la clase que cabría esperar en el año 2000: no estorbaban y se amoldaban perfectamente a sus fines: refrigeradoras, pantallas de proyección que podían utilizar los materiales de una extensa colección de discos y películas destinados al adiestramiento. Nada demasiado adelantado, en resumen. Todos los cadetes tenían su propia estancia en el edificio de «dormitorios»; las comidas se hacían en un refectorio común, pero se podía conseguir comer en privado. Everard sintió que su tensión intensa cedía.

Se celebró un banquete de bienvenida. Los manjares eran los corrientes, pero no así las silenciosas máquinas rodantes que los servían. Hubo vino, cerveza y un amplio suministro de tabaco. Quizá habían mezclado algo al alimento, porque Everard acabó por sentirse tan eufórico como los demás. Terminó interpretando al piano un boogie-woogie, mientras media docena de personas atronaban el aire intentando cantar.

Solo Charles Whitcomb se mantuvo aparte. Bebía melancólico en su vaso, aislado en un rincón. Dard Kelm era hombre de tacto y no intentó forzarle a unírseles.

Everard decidió que aquello iba gustándole. Pero el trabajo, la organización y la finalidad continuaban siendo un misterio para todos.


* * *

—El viaje a través del tiempo —empezó Kelm en el salón de lectura— se descubrió cuando se iniciaba la Gran Herejía Corita; ya estudiarán después los detalles, pero tienen mi palabra de que aquel fue un período turbulento en que la rivalidad comercial y genética se resolvía a zarpazos y dentelladas entre gigantescas camarillas. Entonces algo sucedió, y los Gobiernos se vieron lanzados a una guerra galáctica. El efecto tiempo fue casual producto de una investigación que buscaba medios para el transporte instantáneo, y, como algunos de ustedes comprenderán, requiere, para su demostración matemática, una serie infinita de funciones discontinuas, como ocurría en los viajes del pasado. No voy a entrar en su teoría (ya se la explicarán en las clases de Física), sino, simplemente, afirmaré que supone el concepto de unas relaciones de valor infinito, en un continuo de 4n dimensiones, en el que u es el número total de partículas que existen en el Universo.

—Naturalmente, el grupo que descubrió esto, los Nueve, se dio cuenta de las posibilidades que ello encerraba, y que no solo eran comerciales (tráfico, minería y otras empresas, que pueden imaginar fácilmente), sino que procuraban la probabilidad de asestar un golpe de muerte a sus enemigos. Ya comprenden: el tiempo es variable; se puede cambiar el pasado…

—¿Puedo hacer una observación? Saltó la muchacha de 1972 Elizabeth Gray, que en su época había sido una joven y destacada autoridad en Física.

—Claro —dijo cortésmente Kelm.

—Creo que está usted describiendo una situación lógicamente imposible. Concedo la posibilidad de viajar en el tiempo, puesto que estamos aquí; pero un hecho no puede, a la vez, haber y no haber ocurrido. Eso es contradictorio en sí mismo.

—Solo si usted insiste en una lógica no valorada de acuerdo con el Aleph-sub-Aleph —repuso Kelm—. Pero aquí lo que sucede es algo como esto: supongamos que vuelvo atrás el tiempo y evito que su padre de usted conozca a su madre. Entonces, no habría usted nacido. Esa parte de la Historia Universal sería distinta, aunque yo conservara memoria del estado original del asunto.

—¿Y si hiciese lo propio con usted mismo? ¿Dejaría de existir?

—No, porque pertenecería va a la sección de la Historia anterior a mi propia intervención. Apliquémoslo a usted misma. Si usted retrocediera, supongamos, a 1946, y trabajase para evitar el matrimonio de sus padres, en 1947, pese a ello usted habría existido en ese año; no podría salir de la existencia, puesto que había influido en los sucesos. Y lo mismo se aplicaría si usted hubiese existido, en 1946, una milésima de segundo antes de disparar un tiro contra el hombre que, de no producirse tal hecho, hubiera sido su padre.

—Pero entonces —protestó ella— ¡yo existiría sin origen! ¡Tendría vida y memoria… y todo, aunque nada lo hubiese producido!

—¿Y por qué no? —opuso Kelm, encogiéndose de hombros—. Insiste usted en que la ley de causalidad, o, mejor dicho, la 4e conservación de la energía, supone solo funciones continuas. Hoy día, la discontinuidad es totalmente posible.

Se echó a reír y se apoyó en el atril, añadiendo:

—¡Claro que hay imposibilidades! Usted no puede ser su propia madre, debido a la genética pura. Si retrocediendo en el tiempo se casara con el que había de ser su padre, ninguno de sus hijos sería usted misma, porque todos ellos tendrían solo la mitad de sus cromosomas.

Y aclarándose la garganta, prosiguió:

—No nos salgamos del tema. Aprenderán los detalles en otras clases. Estoy únicamente dándoles una noción general. Prosigamos: los Nueve vieron la posibilidad de retroceder en el tiempo y evitar que sus enemigos de siempre les tomaran la delantera, y aun impedir que naciesen. Mas entonces surgieron los Danelianos.

Por primera vez, su tono intrascendente y semihumorístico desapareció, quedando absorto, como un hombre que está en presencia de lo incognoscible. Siguió:

—Los Danelianos son parte del Futuro, nuestro Futuro (más de un millón de años después de mí); época en que el hombre habrá evolucionado, llegando a ser algo… indescriptible. Nunca, probablemente, verán ustedes a un Daneliano, y si lo vieran… les… produciría, sin duda, un choque terrible. No son malignos… ni benignos… Están tan lejos de cuanto podemos conocer o sentir como nosotros de los seres insectívoros antepasados nuestros. No es bueno enfrentar cara a cara una cosa como esa. Se ocupan nada más que de defender su propia existencia. El viaje por el tiempo era ya cosa antigua cuando aparecieron; había habido incontables oportunidades para que retoñaran la estupidez, la ambición y la locura, y trastornaran la Historia de cabo a rabo. No deseaban impedir los viajes (que, al fin, eran parte del complejo que nos había llevado hasta ellos), sino regularlos. Se evitó que los Nueve llevaran a cabo sus planes y se creó la Patrulla, para vigilar los callejones extraviados del Tiempo. Trabajará cada uno de ustedes, principalmente, en su Era propia, a menos que se gradúe para actuar intertemporalmente. Vivirán ustedes su vida ordinaria con sus familiares, amigos, etcétera, como es corriente. La parte de su vida privada tendrá las satisfacciones de la buena paga, protección, vacaciones ocasionales en sitios interesantísimos y un trabajo de suma importancia. Pero han de estar siempre alerta. A veces trabajarán ayudando a los viajeros del Tiempo que se vean envueltos en dificultades de este o aquel orden. Otras, se los empleará en misiones de aprehensión de los que habrían de ser en el futuro conquistadores políticos, militares o económicos. En ciertos casos, la Patrulla aceptará los hechos consumados y se ocupará en contrarrestar las influencias que, en períodos posteriores, pudieran desviar a la Historia del cauce anhelado. ¡Les deseo suene a todos ustedes!


* * *

La primera parte de la instrucción fue física y psicológica. Everard no había comprobado cómo la vida que hasta entonces llevara le había disminuido en cuerpo y espíritu, haciéndole solo la mitad del hombre que podía ser. Se le hizo duro, pero al final tuvo la alegría de sentir el poder de sus músculos, totalmente controlados; el aumento de intensidad en las emociones al disciplinarías, la rapidez y precisión de un pensamiento consciente.

Llegó un momento de su formación en que se halló totalmente en condiciones de no revelar nada sobre la Patrulla a nadie no autorizado para saberlo, aunque en ello le fuera la vida; le era simplemente tan imposible hacerlo como le sería saltar a la Luna. También aprendió a conocer los recovecos de su personalidad pública en el siglo XX.

El temporal, idioma artificial con el que los Patrulleros de todos los siglos podían comunicarse sin que les entendieran los extraños, era un milagro de expresividad lógicamente organizada.

Creía saber algo sobre la lucha, pero tuvo que aprender las estratagemas y el uso de las armas de cincuenta mil años antes; recorrer todo el camino que va desde el arma de la Edad del Bronce hasta el último explosivo cíclico capaz de aniquilar un continente. Mientras actuase en su propia era, su arsenal sería reducido; pero en caso de ser llamado a otros períodos, raras veces se le consentiría un flagrante anacronismo.

Le hacían estudiar historia, ciencia, arte y filosofía de cada país y época; se le adiestraba en minuciosos detalles sobre dialectos y maneras. Esto último solo para el período 1850-1975; si tenía que actuar en otro cualquiera, recibiría instrucción especial por medio de un acondicionador hipnótico. Eran estas máquinas las que hacían posible el adiestramiento en tres meses.

Aprendió también la organización de la Patrulla. Arriba, en cabeza, estaba el misterio, que era la civilización daneliana, pero tenían poco contacto con ella. La Patrulla estaba organizada medio militarmente, con grados, aunque sin formalidades. La Historia se dividía para su estudio en medios sociales, con una oficina principal situada en una ciudad importante (seleccionada por períodos de veinte años), y disfrazadas estas actividades por medio de otras ostensibles-comerciales, por ejemplo — y con sucursales. En esta época había tres de ellas: el mundo occidental, con su cuartel general, en Londres; Rusia, en Moscú; Asia, en Peiping; todas de la época 1890-1910, ya que la ocultación era más fácil que en décadas posteriores, en las que se montaron pequeñas oficinas, como la de Gordon. Un agente ordinario vivía en su propia época, y a menudo con una verdadera ocupación. Las comunicaciones se efectuaban por medio de diminutas cajas-robots o por correo, mediante contactos que, automáticamente, extraían estos mensajes de un montón de cartas.

La organización total era algo tan vasto que no le resultaba aún posible abarcar el hecho íntegramente. Había dado con un hecho tan nuevo y excitante que llenaba todos los estratos de su conciencia.

Sus instructores eran amigables, dispuestos a la charla. El maduro veterano que le enseñaba a manejar las naves espaciales había luchado en la guerra marciana del año 3890. Decía:

—Muchachos: aprenden ustedes bastante rápidamente, aunque es un infierno esto de enseñar a gentes de una época preindustrial. A algunos hemos tenido que renunciar a enseñarles hasta los rudimentos. Hubo aquí una vez un romano, de los tiempos de Cesar, al que no le cabía en la cabeza que no podía tratarse a una máquina como a un caballo. Y a los babilonios tuvimos que presentarles el viaje a través del tiempo como si fuera esa historia de una batalla entre dioses. No entraba de otro modo en su visión del mundo.

—Y a nosotros, ¿qué historia nos está colocando? — preguntó Withcomb.

El hombre del espacio le miró fijamente y repuso:

—La verdad…, hasta donde ustedes pueden comprenderla.

—¿Y cómo asumió usted este cargo?

—¡Oh!… Me dispararon desde Júpiter. No quedó mucho de mí. Me recogieron, me hicieron un cuerpo nuevo, y, como nadie de mi mundo quedaba vivo y a mí se me daba por muerto, no tenía objeto el volver a la patria. No es divertido vivir bajo la férula del Cuerpo de Guías; por eso acepté un puesto aquí. Buena gente, vida fácil y licencia por un montón de Eras.

Y el hombre del espacio gruñó:

—¡Esperen a ver el período decadente del Tercer matriarcado! ¡No saben lo divertido que es!

Everard no dijo nada. Estaba demasiado absorto por el espectáculo del giro de la enorme Tierra entre los demás astros.

Hizo amistades entre sus camaradas. Era un grupo que congeniaba, como es natural, por ser del mismo tipo; todos los escogidos para Patrulleros eran audaces e inteligentes. Hubo, incluso, un par de noviazgos, pues el matrimonio era enteramente posible y la pareja podía escoger el año que le conviniera para establecer su hogar. A él mismo le gustaban las chicas, pero no perdió el juicio.

Por extraño que parezca, fue con el silencioso Withcomb con quien trabó más estrecha amistad; había algo atrayente en aquel inglés tan culto, tan verdadero buen camarada y también algo despistado. Un día, cabalgaban ambos; Everard llevaba un rifle con la esperanza de cazar uno de aquellos mastodontes que había visto. Los dos vestían el uniforme de la Academia: traje gris claro, fresco y sedoso, bajo el cálido sol amarillo.

—Me admiro de que nos permitan cazar —observó el americano—. Supongamos que mato a un megaterio cuyo destino era devorar a un insectívoro prehumano. ¿No cambiaría esto el futuro?

—No —replicó el inglés, más adelantado en el estudio de la teoría del viaje en el tiempo—. Mire: es como si el continuo fuera parecido a una red de bandas de caucho. No es fácil torcerla; su tendencia es siempre retornar a su ¡hum! primitiva forma. Un insectívoro aislado no cuenta; es el total conjunto genético de la especie el que conduce hasta el hombre. Análogamente, si yo mato una res de la Edad Media, no eliminaré a todos sus ulteriores descendientes, sino que estos permanecerán inmutables, como sus mismos genes, a despecho de proceder de distinto progenitor, ya que, en tan largo período de tiempo, todos los hombres y las reses son descendientes, respectivamente, de todos los primitivos hombres y reses. Compensación, ¿comprende? En algún punto de la línea, otro antepasado suministra los genes que usted creyó haber eliminado.

—Razonando así, supongamos que retrocedo en el tiempo para evitar el asesinato de Lincoln. A menos que tomase minuciosísimas precauciones, habría probablemente ocurrido que algún otro disparase y se culpara a Booth, de todos modos.

—Esa elasticidad del tiempo es la razón de que se permita el viaje a través de él. Si usted quiere cambiar las cosas, tiene que ir derecho a ellas y trabajar con ahínco, generalmente.

Torció el gesto y prosiguió:

—¡Adoctrinamiento! Se nos dice, una y otra vez, que si interferimos sin que se nos ordene, habrá un castigo para nosotros. No se me permite volver atrás y matar a ese rubiucho bastardo de Hitler en la cuna. Debo dejarle crecer, como lo hizo; desencadenar la guerra y matar a mi novia.

Everard cabalgó en silencio durante un rato. Solo oyó el crujido de la silla de cuero y el susurro de la alta hierba.

—Lo siento —dijo al fin—. ¿Quiere usted hablar de ello?

—Sí; aunque no hay mucho que contar. Ella servía en la W.A.A.F.; se llamaba Mary Nelson; íbamos a casarnos después de la guerra. Le cogió en Londres el 17 de noviembre del 44. Nunca olvidaré esa fecha. La mataron las bombas. Había salido a visitar a una vecina que vivía en Streatham, pues se hallaba de permiso, ¿comprende?, viviendo con su madre. La casa aquella fue derruida; la suya propia no sufrió ni un arañazo.

Las mejillas de Whitcomb estaban lívidas. Miraba ante él vagamente. Pero siguió, hablando para sí mismo:

—Va a resultar extraordinariamente duro… no retroceder unos años para verla por última vez… Solo verla nuevamente… No, no me atrevo…

Everard le puso una mano en el hombro, y ambos siguieron cabalgando en silencio.


* * *

En la clase progresaba cada uno a su ritmo, pero a un razonable término medio de marcha; así, pues, se graduaron todos juntos en una breve ceremonia, seguida de una gran fiesta en la que se concertaron muchas citas sensibleras para ulteriores reuniones. Después, cada uno regresó al mismo año de que había salido, al mismo día y a la misma hora. Everard aceptó la enhorabuena de Gordon, recibió una lista de agentes de su tiempo (algunos de los cuales desempeñaban puestos en sitios tales como las oficinas de información militar) y regresó a sus habitaciones. Más tarde pudo encontrar trabajo especialmente dispuesto para él, pero que — aunque a efectos del impuesto sobre la renta se denominaba «Consultor especial de la Compañía de Estudios de Ingeniería» — consistía tan solo en leer diariamente una docena de papeles, descifrando las indicaciones para un viaje en el tiempo (que le habían enseñado a interpretar) y en mantenerse dispuesto para una llamada.

Y entonces le llegó su primera tarea.

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