—Creo —reinició su relato el vampiro— que el mismo nombre de París me trajo un soplo de placer que fue extraordinario, un alivio tan próximo al bienestar que me sorprendí no sólo de poder sentirlo sino de haberme olvidado casi de esa sensación.
»Me pregunto si puedes comprender lo que significó. Mis palabras no lo pueden expresar ahora porque lo que París implica para mí es muy diferente de entonces, de aquellos días, de aquella época; pero aun ahora, cuando lo recuerdo, siento algo parecido a la felicidad. Y ahora tengo más razones que nunca para decir que la felicidad no es lo que jamás llegaré a conocer ni lo que mereceré conocer. No obstante, el nombre de París me hace sentirla.
»A menudo la belleza mortal me duele y la grandeza mortal me puede llenar con esa añoranza que sentí con tanta desesperación en el Mediterráneo. Pero París me acercó a su corazón, y me olvidé por completo de mí mismo. Me olvidé de esa cosa condenada y sobrenatural que andaba con una piel mortal y unas vestimentas mortales. París me abrumó y me iluminó y me recompensó con más riquezas que cualquier promesa.
»Era la madre de Nueva Orleans: comprende eso primero; le había dado su vida a Nueva Orleans, y era lo que Nueva Orleans había tratado de ser durante mucho tiempo. Pero Nueva Orleans, aunque hermosa y desesperadamente viva, era también desesperadamente frágil. Había algo salvaje y primitivo para siempre, algo que amenazaba su vida exótica y refinada tanto desde adentro como desde afuera. Ni un centímetro de esas calles de madera, ni un ladrillo de esas atestadas casas españolas habían sido traídos de la fiera intemperie que rodeaba eternamente a la ciudad, lista para tragársela. Los huracanes, las inundaciones, las fiebres, la plaga y los pantanos de Luisiana trabajaban, incesantes, en cada tabla martilleada, en cada fachada de piedra, de modo que Nueva Orleans siempre parecía como un sueño en la imaginación de su populacho ansioso, un sueño mantenido intacto por una voluntad colectiva y tenaz, aunque inconsciente.
»Pero París, París era en sí misma una totalidad, pulida y modelada por la Historia; así parecía en aquella época de Napoleón III, con los edificios con sus torres, sus imponentes catedrales, sus grandes avenidas y sus antiguas callejuelas medievales: tan vasta e indestructible como la misma naturaleza. Ella todo lo abarcaba. Su población volátil y encantada llenaba las galerías, los teatros, los cafés, dando vida, una y otra vez, al genio y la santidad, la filosofía y la guerra, la frivolidad y el arte más bello; de modo que parecía que todo el mundo fuera de ella estuviera a punto de hundirse en la oscuridad y todo lo que era hermoso y esencial podía llegar allí a dar su mejor fruto. Incluso los árboles majestuosos que agraciaban y protegían sus calles estaban a tono con ella. Y las aguas del Sena, contenidas y hermosas mientras pasaban por su corazón. Y la tierra en ese lugar, tan formada por la sangre y la conciencia, parecía haber dejado de ser la tierra y haberse convertido en París.
»Nuevamente estábamos con vida. Estábamos enamorados, y tan eufórico estaba yo después de esas noches sin esperanza vagabundeando por el este de Europa, que me entregué por completo cuando Claudia nos instaló en el Hotel Saint-Gabriel, en el boulevard des Capucines. Se decía que era uno de los hoteles más grandes de Europa; sus habitaciones inmensas empequeñecían el recuerdo de nuestra vieja casona, pero, al mismo tiempo, lo invocaban con un agradable esplendor, íbamos a tener una de las mejores suites. Nuestras ventanas daban al boulevard iluminado con lámparas de gas, y allí, a primera hora del atardecer, las aceras se llenaban de paseantes y una hilera interminable de carruajes pasaban llevando a damas lujosamente ataviadas, junto a sus caballeros, camino de la Opera —o la Opera Comique—, los teatros, las fiestas y las recepciones infinitas de las Tullerías.
»Claudia dio sus razones para ese gasto de un modo amable y lógico, pero pude darme cuenta de que se impacientaba teniendo que pedir todo por mi intermedio; le era irritante. Dijo que el hotel nos permitiría una libertad completa; nuestros hábitos nocturnos pasarían inadvertidos con la continua afluencia de turistas europeos; nuestras habitaciones serían mantenidas inmaculadas por un equipo anónimo, mientras que el elevadísimo precio que pagábamos nos garantizaría la intimidad y la seguridad. Pero había algo más en sus palabras. Había un propósito frenético en sus compras.
»—Éste es mi mundo —me explicó, sentada en una sillita de terciopelo delante del gran balcón y contemplando la larga fila de carruajes que se detenían a la puerta del hotel—. Debo tenerlo según mis deseos —dijo, como hablando consigo misma.
»Y entonces arreglamos las habitaciones como a ella le gustaba, con un llamativo empapelado rosa y dorado en las paredes, y abundancia de damasco y de muebles aterciopelados, cojines bordados y colgaduras de seda para la cama con dosel. Todos los días aparecían docenas de rosas en los estantes de mármol de la chimenea y en las mesas que llenaban la alcoba acortinada de su cuarto, reflejándose de forma interminable en los espejos. Y, por último, llenó las altas ventanas con un verdadero jardín de camelias y helechos.
»—Extraño las flores; es lo que más extraño —murmuró. Y las buscó incluso en las pinturas que comprábamos en las tiendas y galerías, una telas magníficas como yo jamás había visto en Nueva Orleans: desde los clásicos ramos que parecían tener vida, y que te tentaban a tocar sus pétalos, que caían sobre un mantel tridimensional, hasta un estilo nuevo y perturbador en el cual los colores parecían irradiar tal intensidad que destruían las líneas antiguas, la vieja solidez, para lograr una visión como cuando estoy en el estado más próximo al delirio y las flores crecen ante mis ojos y se deshacen como las llamas de una lámpara. París inundaba aquellas habitaciones.
»Allí me encontré en mi propia casa, una vez más abandonándome a sueños de una simplicidad etérea, porque el aire era dulce como el aire de nuestro patio en la rué Royale; y todo estaba vivo con una sorprendente profusión de luz de gas que llegaba incluso a los altos techos ornamentados y les sacaba todas las sombras. La luz corría por los adornos dorados, chispeaba en los candelabros. La oscuridad no existía. Los vampiros no existían.
» Aunque estaba empeñado en mi búsqueda, era agradable pensar que, durante una hora, padre e hija subían al cabriolé y dejaban ese lujo civilizado, únicamente para pasear por las riberas del Sena, pasar el puente del Barrio Latino y vagabundear por esas calles más angostas, más oscuras, a la búsqueda de la Historia y no de víctimas. Luego retornábamos al reloj palpitante y a los morillos de latón y a las cartas de azar sobre la mesa. Libros de poetas, el programa de una obra de teatro y, alrededor de todo, el zumbido suave del gran hotel, los distantes violines, una mujer que hablaba con una voz rápida y animada por encima del sonido de un cepillo de pelo; y un hombre, allá arriba, en el piso más alto, repetía una y otra vez al aire nocturno:
»—Comprendo, estoy empezando a comprender, estoy empezando a comprender…
»—¿Te gusta de este modo? —preguntó Claudia, quizá para hacerme saber que no se había olvidado de mí porque ahora pasase las horas en silencio; no se hablaba más de vampiros.
»Pero algo estaba mal. No se trataba de la antigua serenidad, el ánimo pensativo que es el recogimiento. Era una meditación intranquila, una insatisfacción latente. Y aunque desaparecía de sus ojos cuando yo la llamaba o le contestaba, la furia parecía acumularse muy cerca de la superficie.
»—Oh, tú sabes cómo me gustaría —le contesté, persistiendo en el mito de mi propia voluntad— alguna buhardilla cerca de la Sorbona, lo bastante cerca del alboroto de la rué St. Michel, lo suficientemente distante. Pero fundamentalmente me gusta esto, que te gusta a ti.
»Pude ver que se crispaba mirando por encima de mí, como diciendo: “No tienes remedio; no te me acerques demasiado; no me preguntes lo que yo te pregunto: ¿estás contento?”.
»Mis recuerdos son demasiado claros, demasiado agudos; las cosas debieran gastarse en los bordes y lo irresoluto debería suavizarse. De ese modo, hay escenas tan cerca de mi corazón como fotos en un marco; sin embargo, son retratos monstruosos que ningún artista ni ninguna cámara jamás lograrán; y, una y otra vez, veo a Claudia al borde del piano, la última noche en que Lestat tocaba, preparándose a morir; y la cara de Claudia cuando él la provocaba, esa contorsión que de inmediato se convertía en una máscara; la atención le podría haber salvado la vida a Lestat si, de hecho, estaba muerto de verdad.
»Algo se acumulaba en Claudia, algo que se revelaba lentamente al testigo menos predispuesto del mundo. Tenía una nueva pasión por los anillos y brazaletes, nada propia de una niña. Su espalda pequeña y derecha no era la de una niña y, a menudo, ella entraba delante de mí en pequeñas boutiques y señalaba con un dedo imperioso un perfume o unos guantes, y los pagaba ella misma. Nunca me alejaba mucho y siempre me sentía incómodo, no porque temiera algo en esa inmensa ciudad, sino porque le tenía miedo a ella. Siempre había sido la “niña perdida” para sus víctimas, la “huérfana”, y ahora parecía algo diferente, algo corrompido y sorprendente a los transeúntes que sucumbían ante ella. Pero esto frecuentemente era privado; yo me quedaba una hora rastreando alrededor de la esculpida mole de Notre-Dame o sentado en el carruaje junto al parque.
»Y entonces, una noche, cuando me desperté en la cama lujosa del hotel, sobre un libro aplastado incómodamente debajo de mí, descubrí que se había ido. No me animé a preguntar a los criados si la habían visto. Nuestra costumbre era no prestarles atención; no teníamos nombre para ellos. La busqué por los corredores, por las calles adyacentes, incluso en el salón de fiestas, donde me dio un miedo inexplicable cuando pensé que estaba allí sola. Pero, por último, la vi llegar al recibidor, con su cabello brillando bajo su bonete debido a la lluvia, una niña que aparecía corriendo como después de una picara escapada, encendiendo los rostros de los hombres y mujeres mientras subía por la gran escalera y me pasaba como si no me hubiera visto. Una imposibilidad, una extraña y graciosa pose.
»Cerré la puerta cuando se quitaba la capa con un revoloteo de gotas doradas, y se sacudía el pelo. Las cintas de su bonete cayeron a los costados y sentí gran alivio al ver el vestido infantil, aquellas cintas y algo maravillosamente agradable en sus brazos, una pequeña muñeca. Unida quizá con alambres debajo de su vestido flotante, sus pequeños pies sonaron como una campana.
»—Es una señora muñeca —me dijo mirándome—. ¿Ves? Una señora muñeca. —Y la puso en el armario.
»—Así parece —susurré.
»—La hizo una mujer —dijo ella—. Hace muñecas infantiles, todas iguales; tiene una tienda de muñecas y yo le dije que quería una muñeca adulta.
»Sus palabras eran provocadoras, misteriosas. Tomó asiento con los rizos empapados mojándole la frente mientras hablaba de esa muñeca.
»—¿Sabes por qué la hizo para mí? —me preguntó.
»Deseé que la habitación estuviera en sombras para poder retirarme de aquel círculo cálido de juego superfluo, hacia la oscuridad; deseé no estar sentado en la cama como en un escenario iluminado, mirándola delante de mí y en los espejos, con sus mangas anchas.
»—Porque eres una niña hermosa y ella quiso hacerte feliz —dije con una voz extraña hasta para mí mismo.
»Se rió en silencio.
»—Una niña hermosa —dijo mirándome—. ¿Todavía piensas que lo soy? —preguntó; y se le volvió a oscurecer el rostro y volvió a juguetear con la muñeca; sus dedos empujaron el pequeño borde del vestido hasta los pechos de porcelana—. Sí, me parezco a sus muñecas; yo soy su muñeca. La deberías ver en esa tienda, agachada sobre sus muñecas, cada una con la misma cara, los mismos labios.
»Se tocó los labios. Algo pareció moverse de repente, algo dentro de las mismas paredes de la habitación y los espejos temblaron con su imagen como si la tierra hubiera suspirado debajo de sus cimientos. Los carruajes temblaron en las calles, pero estaban demasiado distantes. Y entonces vi lo que estaba haciendo su figura aún infantil: en una mano tenía a la muñeca; la otra, en sus labios. Y la mano que tenía la muñeca la estaba aplastando, aplastando y rompiendo, hasta que quedó hecha un montón de porcelana que cayó de su mano abierta y sangrante sobre la alfombra. Movió el diminuto vestido y produjo una lluvia de partículas rotas y yo desvié la mirada y luego la vi en el espejo inclinado frente al fuego, con sus ojos estudiándome de arriba abajo. Se movió por ese espejo en mi dirección y yo me encogí en la cama.
»—¿Por qué desvías la mirada? ¿Por qué no me miras? —me preguntó con la voz cristalina como una campana. Pero entonces lanzó una débil carcajada y dijo—: ¿Pensaste que sería tu hija para siempre? ¿Eres tú el padre de los tontos, el tonto de los padres?
»—Tu tono es cruel conmigo —dije.
»—Hmmm… Cruel —comentó. Creo que sacudió la cabeza. Era una llamarada a un costado de mi mirada; llamas azules, llamas doradas.
»—¿Y qué piensan ellos de ti allí fuera? —pregunté con la mayor amabilidad posible.
»Y señalé la ventana abierta.
»—Muchas cosas —se sonrió—. Muchas cosas. Los hombres son maravillosos con las explicaciones. ¿Has visto a “los pequeños” en los parques, en los circos; los monstruos a quienes los hombres pagan para reírse de ellos?
»—¡Yo sólo fui un aprendiz de brujo! —exclamé de improviso—. ¡Un aprendiz! —dije. Quise tocarla, acariciarle el pelo, pero me quedé sentado, temeroso de ella, y su furia fue como una cerilla a punto de encenderse.
»Volvió a sonreír y me tomó una mano, se la puso en la falda y la cubrió como pudo con las suyas.
»—Un aprendiz, sí —dijo riéndose—. Pero dime una cosa, una sola cosa desde tu elevada posición. ¿Cómo era… hacer el amor?
»Me alejé de ella antes de pensarlo siquiera, y busqué mi capa y mis guantes como un hombre aturdido.
»—¿No te acuerdas? —me preguntó con perfecta calma cuando puse la mano en el picaporte.
»Me detuve, sintiendo sus ojos en mi espalda, avergonzado, y me di vuelta e hice como que pensaba: ¿Adonde voy? ¿Qué haré? ¿Por qué estoy aquí?
»—Fue algo efímero —dije, tratando de encontrar su mirada; cuan perfecta, fríamente azules eran esos ojos, y qué decididos—. Y… fue muy pocas veces saboreado… Algo agudo que se perdía rápidamente. Pienso que era la sombra pálida del asesinato.
»—Aaah… —murmuró ella—. Como herir tal como lo hago ahora yo… Esa es también la pálida sombra del asesinato.
»—Sí, madame —le dije—. Tiendo a creer que es lo correcto.
»Y haciendo una leve reverencia, le di las buenas noches.
Tras una pausa, el vampiro prosiguió:
—Largo rato después de haberla dejado, aminoré el paso. Había cruzado el Sena. Quería la oscuridad. Esconderme de ella y de los sentimientos que me agobiaban y del gran miedo consumidor ante la evidencia de que yo era absolutamente inadecuado para hacerla feliz, o para hacerme feliz a mí mismo haciéndola feliz a ella.
»Hubiera dado el mundo para satisfacerla, el mundo que ahora poseíamos, que al mismo tiempo parecía vacío y eterno. No obstante, me sentía ofendido por sus palabras y sus ojos, y ninguna explicación —que me pasaban y pasaban por la cabeza, incluso formándose en mis labios con susurros desesperados cuando dejé la rué St. Michel y entré más y más profundamente en las callejas más oscuras y antiguas del Barrio Latino—, ninguna explicación parecía calmarme cuando imaginé su propia insatisfacción o mi propio tormento.
»Por último dejé las palabras, excepto un cántico extraño. Estaba en el silencio negro de una calleja medieval, y ciegamente seguí sus bruscos giros, reconfortado por la altura de sus angostos edificios que parecían capaces de caerse en cualquier momento, cerrando la calleja bajo las estrellas indiferentes.
»Me dije: “No la puedo hacer feliz, no la hago feliz y su infelicidad crece cada día”.
»Ese era mi cántico, que repetía como un rosario, un encantamiento para cambiar los hechos; su desilusión inevitable con nuestra búsqueda, que nos dejara en este limbo donde yo sentía que ella se alejaba de mí, empequeñeciéndome con su inmensa necesidad. Incluso concebí unos celos salvajes de la fabricante de muñecas a quien ella había confiado sus ganas de tener esa diminuta mujer de porcelana, porque esa fabricante, en un momento, le había dado algo que ella apretó contra sí en mi presencia como si yo no existiera.
»¿Qué importancia tenía? ¿Adonde nos podía llevar?
»Desde que llegara a París unos meses antes, jamás había sentido de esa manera el tamaño enorme de la ciudad; cómo podía pasar de esa callejuela retorcida y oscura de mi elección a un mundo de deleites; y jamás había sentido tan profundamente su inutilidad. Inútil para Claudia si no lograba atemperar su furia, si ella no podía de algún modo asir los límites de lo que parecía tan furiosa y amargamente consciente. Yo estaba indefenso. Ella estaba indefensa. Pero ella era más fuerte que yo. Y yo sabía, había sabido incluso en el momento en que me alejé de ella en el hotel, que detrás de sus ojos había un amor continuo por mí.
»Y mareado, cansado y ahora perdido, advertí, con los sentidos inextinguibles del vampiro, que alguien me seguía.
»Mi primer pensamiento fue irracional. Ella había salido detrás de mí. Y, más avispada que yo, me había seguido a gran distancia. Pero con tanta seguridad como se me ocurriera eso, se me presentó otra idea, una idea bastante cruel a la luz de todo lo que había pasado entre nosotros. Los pasos eran demasiado pesados para ser de ella. Simplemente se trataba de un mortal que caminaba por el mismo callejón, que caminaba, ignorante, hacia la muerte.
«Entonces proseguí mi camino, casi dispuesto a caer en mi propio dolor, porque me lo merecía, cuando mi mente me dijo: “Eres un tonto; escucha”. Y se me ocurrió que esos pasos, haciendo eco a gran distancia allá atrás de mí, sonaban al mismo tiempo que los míos. Una casualidad. Porque si eran mortales, estaban lejos del oído mortal. Pero cuando me detuve para considerar eso, se detuvieron. Y cuando me di vuelta diciendo: “Louis, te engañas a ti mismo”, y volví a empezar, ellos también lo hicieron. Paso con paso, hasta cuando aumenté la velocidad. Y entonces ocurrió algo innegable, notable. En garde como estaba con los pasos que me seguían, tropecé en unas piedras y caí sobre la pared. Y, detrás de mí, aquellos pasos hicieron un eco perfecto del súbito ritmo de mi caída.
»Me quedé atónito. Y en un estado de alarma superior al miedo. A mi derecha e izquierda, la calle estaba a oscuras. Ni siquiera una luz mortecina brillaba en la ventana de alguna buhardilla. Y la única seguridad que tenía era la gran distancia que me separaba de esos pasos, y la garantía de que no eran humanos. No supe qué hacer. Sentí el deseo casi irresistible de llamar a ese ser y darle la bienvenida, hacerle saber lo más rápida y completamente posible que lo esperaba, que lo había buscado, que lo enfrentaría. Pero tuve miedo. Lo que me pareció sensato fue seguir caminando, esperar a que se aproximara; y, cuando lo hice, volvió a imitar mis pasos y la distancia siguió siendo la misma. Aumentó mi tensión y la oscuridad a mí alrededor se hizo cada vez más amenazante. Me pregunté una y otra vez, midiendo aquellos pasos: “¿Por qué me sigues? ¿Por qué me haces saber que estás allí?”
»Entonces doblé una esquina y un rayo de luz apareció delante de mí, en la siguiente calle. Ésta subía en cuesta, y avancé muy lentamente; el corazón me aturdía los oídos, renuente a mostrarme en esa luz.
»Y, cuando vacilé —de hecho, me detuve—, justo antes de la curva siguiente, algo resonó encima como si el techo de la casa se hubiera derrumbado. Salté hacia atrás justo a tiempo de evitar que una carga de piedras cayera sobre mí. Todo quedó en silencio. Miré las piedras escuchando, esperando. Y entonces, lentamente, di la vuelta hacia la luz para ver, debajo de la lámpara de gas, la figura inequívoca de un vampiro.
»Era de una enorme estatura, aunque tan delgado como yo; su rostro largo y blanco brillaba bajo la luz; sus ojos negros y grandes me miraban con lo que me pareció una franca curiosidad. Tenía la pierna izquierda ligeramente doblada, como si se hubiera quedado petrificado en medio de un paso. Y entonces, de repente, me di cuenta de que no sólo tenía el largo pelo negro peinado exactamente como el mío, y que no sólo estaba vestido con un abrigo y una capa idénticos a los míos, sino que imitaba mi mirada y mi expresión facial a la perfección. Tragué saliva y dejé que mi mirada lo recorriera lentamente, mientras trataba de ocultarle el ritmo rápido de mi pulso cuando sus ojos me recorrieron del mismo modo. Y, cuando lo vi parpadear, me percaté de que yo acababa de parpadear, y cuando abrí los brazos y los crucé lentamente sobre mi pecho, él hizo lo mismo. Era una locura, peor que una locura. Porque, cuando apenas moví los labios, él también lo hizo, y encontré muertas las palabras y no pude encontrar otras para decirle que se detuviera. Y, entretanto, seguían fijos allí esa estatura desmesurada, esos negros ojos agudos y esa atención poderosa que, sin duda, era una burla perfecta, pero de cualquier manera clavada en mí. Él era el vampiro; yo parecía el espejo.
»—Muy hábil —le dije, breve y desesperadamente, y, por supuesto, él repitió la palabra con tanta rapidez como yo la había dicho. Y furioso como estaba, más por eso que por cualquier otra cosa, me esforcé por mostrar una lenta sonrisa que desafió el sudor que me había aparecido en cada poro y el temblor violento de mis piernas. El también sonrió, pero sus ojos tenían una ferocidad animal, diferente de la mía, y la sonrisa era siniestra en su pura cualidad mecánica.
»Di un paso adelante y él hizo lo mismo, y, cuando me detuve, él también lo hizo. Pero entonces, lentamente, muy lentamente, levantó el brazo derecho aunque el mío seguía inmóvil y, crispando el puño, se golpeó el pecho imitando el ritmo de mi corazón. Lanzó una carcajada. Echó la cabeza hacia atrás mostrando sus dientes caninos y la risa pareció llenar el callejón. Lo detesté. Por completo.
»—¿Quieres molestarme? —pregunté, sólo para escuchar mis propias palabras repetidas—. ¡Payaso! —grité—. ¡Bufón!
»Esas palabras lo detuvieron. Se desvanecieron en sus labios cuando las estaba diciendo, y el rostro se le congestionó.
»Lo que entonces hice fue puro impulso. Le di la espalda y empecé a alejarme, quizá para obligarlo a seguirme y preguntarme quién era. Pero, en un movimiento tan rápido que no me fue posible verlo, volvió a ponerse delante de mí como si se hubiera materializado allí. Le volví a dar la espalda, sólo para volver a enfrentarme con él bajo el farol, y el movimiento de su pelo fue la única indicación de que se había movido.
»—¡Te he estado buscando! ¡He venido a París a buscarte! —me obligué a pronunciar esas palabras y vi que sus modales y su cuerpo recuperaban su auténtico ser, y extendió una mano como para pedir la mía, pero, de repente, me empujó hacia atrás haciéndome perder el equilibrio. Pude sentir la camisa empapada y pegada al cuerpo cuando me enderecé con una mano tiznada, porque me había apoyado en la pared húmeda.
»Cuando me di la vuelta para enfrentarme a él, me arrojó al suelo.
»Ojalá pudiera describirte su fortaleza. Si yo te atacara, sabrías lo que es recibir el golpe de un brazo al que ni siquiera ves moverse.
«Pero algo en mi interior me dijo: “Muéstrale tu propio poder”, y me puse de pie de un salto y me abalancé contra él con los dos brazos extendidos. Le pegué a la noche, la noche vacía girando debajo de ese farol, y me quedé mirando a mi alrededor, solitario y hecho un perfecto idiota. Esto era una prueba de alguna clase, lo supe entonces, aunque conscientemente fijé mi atención en la calleja oscura, en el vacío de los portales, en cualquier sitio donde pudiera haberse escondido. Yo no tenía la menor gana de pasar esa prueba, pero no vi ninguna escapatoria. Estaba pensando alguna manera de dejar en claro, desdeñosamente, ese punto cuando, de pronto, volvió a aparecer, me agarró, me hizo girar y me arrojó en el empedrado donde antes había caído. Sentí sus botas en mis costillas. Enfurecido, le agarré un pie y apenas pude creerlo cuando sentí la tela y los huesos. Cayó contra la pétrea pared y dejó escapar un rugido de furia irrefrenable.
»Lo que entonces sucedió fue pura confusión. Me aferré a esa pierna, aunque la bota trataba de patearme. Y, en un momento, después de haberme atropellado y haber liberado su pierna, me sentí lanzado al aire por dos manos fortísimas. Bien me puedo imaginar lo que me podría haber pasado. Me habría arrojado a varios metros de distancia, porque tenía fuerza suficiente para ello; y golpeado, severamente castigado, yo podría haber quedado inconsciente. Me perturbó mucho el hecho de que en la pelea no pude saber si podía perder el sentido o no. Pero eso nunca se puso a prueba. Porque, aunque yo estaba confundido, estuve seguro de que alguien se nos había interpuesto, alguien que peleaba con gran fortaleza y que le hizo desprenderse de mí.
»Cuando levanté la mirada, estaba en la calle y vi dos figuras sólo por un instante, como el contorno parpadeante de una imagen después de haber cerrado los ojos. Sólo vi un revoloteo de vestimentas, una bota que golpeó las piedras y la noche quedó vacía. Me senté, jadeante, con la cara empapada de sudor, mirando a mí alrededor y luego arriba, a la angosta cinta del cielo desfallecido. Una sola figura, porque mis ojos se concentraron de forma total en ella, salió de la oscuridad del muro. Agachada en las piedras salientes del dintel, se dio vuelta de modo que vislumbré un débil rayo de luz sobre el pelo y luego el rostro blanco, tieso. Un rostro extraño, más ancho y no tan delgado como el anterior; sólo uno de sus grandes ojos negros era visible, y me miraba fijamente. Un susurro salió de sus labios, aunque en ningún momento parecieron moverse.
»—¿Está usted bien?
»Yo estaba más que bien. De pie, listo para el ataque. Pero la figura siguió agachada, como si fuera parte del muro. Pude ver la mano blanca hurgando en lo que pareció ser un bolsillo de abrigo. Apareció una tarjeta blanca como los dedos que me la ofrecieron. No me moví para aceptarla.
»—Venga a vernos mañana por la noche —me dijo con el mismo susurro la cara pulida e inexpresiva que aún mostraba sólo un ojo a la luz—. No le haré daño. Tampoco lo hará el otro. No se lo permitiré.
»Y su mano hizo aquello que los vampiros pueden hacer; es decir, dejó su cuerpo en la oscuridad para depositar la tarjeta en mis manos y la escritura púrpura brilló de inmediato a la luz. Y la figura, subiendo por el muro como un gato, desapareció rápidamente entre las buhardillas.
»Entonces supe que me encontraba definitivamente a solas; pude sentirlo. Los latidos de mi corazón parecieron llenar la calleja desierta cuando me puse, bajo el farol, a leer la tarjeta. Conocía la dirección, porque había ido a los teatros de esa calle. Pero el nombre era sorprendente: “Théàtre des Vampires”, y la hora de la cita era a las nueve de la noche.
»Di la vuelta a la tarjeta y allí descubrí que habían escrito una nota: “Traiga a su pequeña belleza consigo. Serán bienvenidos. Armand”.
»No había dudas de que la figura que me la había entregado era quien había escrito el mensaje. Tenía muy poco tiempo para regresar al hotel y contarle a Claudia lo que había sucedido. Corrí a toda velocidad y la gente que pasé en las avenidas no vio la sombra que pasaba rozándoles.
»Al Théàtre des Vampires sólo se asistía por invitación, y a la noche siguiente el portero examinó la mía un momento mientras la lluvia caía suavemente a nuestro alrededor: sobre el hombre y la mujer delante de la taquilla cerrada; sobre los carteles arrugados de vampiros baratos con los brazos extendidos y las capas parecidas a alas de murciélagos, listos para caer sobre los hombros desnudos de una víctima mortal; sobre las parejas que nos pasaban en el recibidor, donde con toda facilidad pude percibir que el público era enteramente humano; no había vampiros en su seno, ni siquiera el muchacho que nos admitió por último en la muchedumbre llena de conversaciones y lana húmeda y dedos enguantados de damas que tocaban sus sombreros y sus rizos mojados. Me fui a las sombras con una excitación frenética. Nos habíamos alimentado más pronto para que en la calle concurrida del teatro nuestra piel no resultara tan blanca ni nuestros ojos demasiado brillantes. Y el sabor de la sangre que no había saboreado me había dejado intranquilo; pero no tenía tiempo para preocuparme de ello. Esta no era una noche para matar. Ésta sería una noche de revelaciones, no importa cómo terminara. Estaba seguro de ello.
»Y allí estábamos con todo ese gentío de mortales; las puertas del auditorio se abrieron y un joven se nos acercó y señaló las escaleras por encima de los hombros de la gente. Teníamos un palco, uno de los mejores, y si la sangre no había oscurecido por completo mi piel ni había convertido a Claudia en una niña humana, este ujier no pareció percatarse de ello o no le importó. De hecho, sonrió con mucha amabilidad cuando abrió las cortinas que daban a las dos sillas delante de la barandilla de metal.
»—¿Crees que tienen esclavos humanos? —me preguntó Claudia.
»—Lestat nunca confió en los esclavos humanos —le contesté. Observé que se llenaban los asientos; contemplé los sombreros maravillosamente floreados que navegaban ahí debajo, por las filas de butacas de seda. Los hombros blancos brillaban en la amplia curva de los palcos, alejándose de nosotros; los diamantes centelleaban a la luz de las lámparas.
»—Recuerda: sé astuto esta vez —me susurró Claudia con su rubia cabeza gacha—. Eres demasiado caballeroso.
»Se apagaban las luces, primero en los palcos y luego a lo largo de las paredes de la planta baja. Un grupo de músicos se habían colocado ya frente al escenario. Y al pie del largo telón de terciopelo, el gas parpadeó, luego ganó intensidad y la audiencia retrocedió como envuelta por una nube gris en la cual sólo brillaban los diamantes sobre las muñecas, los cuellos y los dedos. Y un murmullo descendió como una nube gris hasta que todo el sonido se concentró en una única tos persistente. Luego, el silencio. Y el ritmo lento de una pandereta. A la vez, se oyó la aguda melodía de una flauta de madera que parecía seleccionar el agudo toque metálico de la pandereta y que la conjugaba en una melodía fantasmagórica y medieval. Entonces, el sonido de las cuerdas subrayó a la pandereta. Y la flauta subió y, en esa melodía, expresó algo melancólico, triste. Esa música tenía encanto, y toda la audiencia pareció acallada y en comunión, como si la música de esa flauta fuera una cinta luminosa que se desenrollaba en la oscuridad. Ni siquiera cuando se levantó el telón se rompió el silencio. Las luces se encendieron y el escenario no pareció un escenario sino un lugar en un denso bosque; la luz relumbraba sobre los troncos naturales de los árboles y en la espesura de las hojas, debajo del arco de oscuridad que reinaba más arriba, y a través de los árboles se podía ver lo que parecía una ribera baja y de piedra y, más allá, las aguas luminosas del río. Ese mundo tridimensional estaba creado por una pintura en una fina pantalla de seda que se movía suavemente debido a una débil ráfaga de aire.
»Unos aplausos recibieron a la ilusión, reuniendo adherentes de todas partes del auditorio hasta que consumó su breve crescendo y desapareció. Una figura oscura y arropada avanzaba por el escenario de árbol en árbol, tan rápidamente que, cuando salió a las luces dio la sensación de aparecer mágicamente en el centro; un brazo salió relampagueante de su capa para mostrar una guadaña de plata y el otro una máscara en la punta de un fino palo sobre el rostro invisible, una máscara que mostraba el rostro deslumbrante de la Muerte, una calavera pintada.
»Hubo murmullos entre el público. Era la Muerte de pie ante la audiencia, con la guadaña en alto; la Muerte al borde de un bosque tenebroso. Y algo en mí reaccionó de igual manera que en la audiencia, no con miedo sino de una manera humana, ante la magia de ese frágil decorado pintado, ante el misterio del mundo allí iluminado, el mundo en el que se movía aquella figura con su ondulante capa negra, con la gracia de una gran pantera, provocando esos murmullos, esos gemidos, esos susurros reverentes.
»Y entonces, detrás de esa figura cuyos mismos gestos parecían poseer un poder cautivante como el ritmo de la música con que se movía, aparecieron otras figuras por los costados. Primero, una anciana, muy encorvada y gacha, con su pelo gris como el musgo, sus brazos colgando con el peso de una gran canasta llena de flores. Sus pasos lentos se arrastraban por el suelo y su cabeza se sacudía con el ritmo de la música y los pasos saltarines del Maldito Segador. Y entonces retrocedió cuando lo vio y, lentamente, depositó su canasta y puso las manos juntas como si estuviera en oración. Parecía muy cansada. Poco a poco, fue dejando caer la cabeza hasta apoyarla sobre las manos, como si durmiera y las extendió hacia él, en súplica. Pero cuando él se le acercó y se agachó para mirarla directamente a la cara, que estaba ensombrecida debajo de sus cabellos, dio un paso atrás y movió las manos como para refrescar el aire. De forma vacilante, se produjeron algunas risas tímidas entre la concurrencia. Pero cuando la anciana se levantó y salió atrás de la Muerte, las risas resonaron abiertamente.
»La música aceleró su ritmo mientras la anciana perseguía a la Muerte por todo el escenario hasta que, al final, se apoyó en la oscuridad de un viejo tronco metiendo su máscara bajo un brazo como un pájaro. Y la anciana, perdida, derrotada, recogió su canasta mientras la música se ajustaba a sus pasos lentos. Y ella se fue del escenario.
»No me gustó. Ni me gustaron las risas. Pude ver que entraban otras figuras en el escenario, que la música orquestaba sus gesticulaciones y que un montón de mendigos y mutilados, con muletas y vestidos con trapos grises, se acercaban a la Muerte, quien giró y escapó de uno con un súbito arqueamiento de la espalda, del otro con un gesto femenino de disgusto, de todos ellos finalmente con una cansada muestra de aburrimiento y apatía.
»Fue entonces cuando me di cuenta de que la mano blanca y lánguida que hacía esos gestos cómicos no estaba pintada. Era una mano de vampiro la que hacía reír al público. Una mano de vampiro fue la que levantó entonces la calavera sonriente, cuando el escenario quedó vacío. Y entonces ese vampiro, todavía con la máscara tapándole el rostro, adoptó de forma maravillosa la posición de descansar su peso contra un árbol pintado en la seda, como si se estuviera durmiendo plácidamente. La música lo acompañó como el canto de los pájaros, lo arrulló como el paso del agua; y el foco, que lo centraba en un círculo amarillo, se hizo más pálido y casi se desvaneció mientras él dormía.
»Otro rayo de luz traspasó el telón de fondo y pareció fundirlo para revelar a una joven de pie y solitaria al fondo del escenario. Era majestuosamente alta y estaba coronada por una voluminosa masa de cabellos dorados. Pude sentir el temor de la audiencia cuando pareció flotar en la luz y el bosque lúgubre creció y ella pareció perdida entre los árboles. Estaba perdida, y no era una vampira. Las manchas de su camisa y de su falda sucia no eran de pintura de decorado, nada había tocado su cara perfecta, que ahora miraba a la luz, tan hermosa y finamente cincelada como la cara de una virgen de mármol. Su pelo era un velo aureolado. No podía ver en la luz, aunque todos la podíamos ver a ella. Y el gemido que dejaron escapar sus labios pareció emitir un eco por encima del cántico agudo y romántico de la flauta, que era un tributo a su belleza. La figura de la Muerte se despertó de pronto en su pálido rayo de luz y se dio vuelta para contemplarla tal como la había visto el público. Y estiró su mano libre con reverencia.
»El sonido de la risa desapareció antes de llegar a consumarse. Ella era demasiado hermosa, sus ojos estaban demasiado compungidos. La actuación era perfecta. Y, súbitamente, la máscara fue arrojada a un costado y la Muerte mostró al público su rostro de un blanco brillante; sus manos rápidas se retocaron el pelo negro, enderezaron su abrigo, se limpió unas pelusas imaginarias en las solapas. La Muerte enamorada. Y el público aplaudió las facciones luminosas, las mejillas relumbrantes, los agudos ojos negros, como si todo fuera una magistral ilusión, cuando, en realidad, se trataba simplemente, y sin duda alguna, del rostro de un vampiro, el mismo vampiro que me había atacado en el Barrio Latino, ese vampiro de sonrisa maligna, brutalmente iluminado por el foco amarillo.
»Mi mano buscó las de Claudia en la oscuridad y se las presioné suavemente. Pero ella se quedó inmóvil, fascinada. El bosque del escenario, a través del cual esa indefensa muchacha miraba ciegamente hacia donde oía las risas, se dividía en dos mitades fantasmagóricas, alejándose del centro, dejando espacio libre al vampiro para que se pudiera acercar a ella.
»Y ella, que había avanzado hacia los focos, lo vio de improviso y se detuvo en seco, gimiendo como una niña. Por cierto, era muy parecida a una niña, aunque claramente ya era una mujer. Únicamente una mínima arruga bajo los ojos denunciaba su verdadera edad. Sus pechos, aunque pequeños, tenían una bella forma bajo la blusa; y sus caderas, delgadas, daban a su falda sucia y arrugada una angularidad sensual y pronunciada. Mientras quería alejarse del vampiro, vi que tenía lágrimas en los ojos a la luz de los focos. Y sentí miedo por ella. Su belleza era sobrecogedora.
»Detrás de ella, de pronto surgieron de la oscuridad unos cráneos pintados; y las figuras que llevaban las máscaras, invisibles en sus trajes negros, sólo mostraban las blancas manos agarradas al borde de una capa, a los pliegues de una falda. Allí había vampiras y avanzaron junto a sus compañeros sobre la víctima. Y entonces, todos ellos, uno por uno, se quitaron las máscaras, que cayeron en una pila, donde las calaveras siguieron sonriendo a la oscuridad del techo. Y allí se quedaron, siete vampiros; ellas eran tres, y sus pechos asomaban, de un blanco brillante, sobre el traje ajustado y negro; sus rostros eran duros y luminosos, y miraban con ojos negros debajo de rizos de pelo negro. Sorprendentemente hermosas, parecieron flotar alrededor de la rosada figura humana; eran pálidas y frías comparadas con aquel reluciente cabello rubio, y aquella piel como los pétalos. Pude oír la respiración del público, los suspiros entrecortados, suaves.
»Era un espectáculo ese círculo de rostros blancos acercándose cada vez más a la bella; y la figura principal, esa Muerte, dirigiéndose entonces a la audiencia con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza inclinada solicitando su simpatía: ¿Acaso ella no era irresistible? Hubo un murmullo de risas cortadas de suspiros.
»Pero la joven fue quien rompió el mágico silencio:
»—No quiero morir… —murmuró. Su voz fue como una campana.
»—Nosotros somos la muerte —respondió él.
»Y a su alrededor resonó una palabra:
»—Muerte.
»Ella se dio vuelta y su pelo se convirtió en una verdadera lluvia de oro, algo lujurioso y vivo sobre el polvo de sus pobres vestimentas.
»—¡Ayudadme! —imploró, pero suavemente, como si temiera levantar la voz—. Alguien… —dijo a la multitud, pues debía saber que estaba allí.
»Claudia lanzó una leve carcajada. La chica en el escenario apenas comprendía dónde se hallaba, o lo que le estaba sucediendo, pero sabía infinitamente más que la gente que la miraba asombrada desde la platea.
»—¡No quiero morir! ¡No quiero morir!
»Se le entrecortó la voz y fijó los ojos en el jefe alto y malévolo, el vampiro, ese demonio juguetón que ahora salió del círculo de los demás para acercarse a ella.
»—Todos morimos —le dijo él—. Lo único que compartes con todos los demás mortales es la muerte. —Su mano señaló los rostros distantes de la platea, de los palcos, de las gradas.
»—No —protestó ella, incrédula—. Me quedan tantos años, tantos años… —Su voz enmudeció en su dolor. Eso la hizo irresistible, al igual que el movimiento de su garganta desnuda y las manos que temblaban en el aire.
»—¡Años! —dijo el vampiro principal—. ¿Cómo sabes que tienes tantos años? ¡La muerte no respeta las edades! Ahora puede haber una enfermedad en tu cuerpo, algo que ya te está devorando desde adentro. O, afuera, ¡un hombre puede acechar para matarte simplemente debido a tu pelo rubio! —y sus dedos se extendieron en su dirección y resonó el sonido de su voz profunda, sobrenatural—. ¿Necesito decirte ahora lo que te depara el destino?
»—No me importa… No tengo miedo —protestó ella con una voz frágil—. Correría riesgos…
»—Y si corres riesgos y vives durante años, ¿cuál sería tu destino? ¿El aspecto maltrecho y desdentado de la vejez?
»Y entonces le levantó el cabello dorado y mostró la garganta pálida. Y lentamente tiró de la cinta que ataba el frente de la camisa. La tela barata se abrió, las mangas cayeron de sus hombros delicados y sonrosados y ella levantó las manos, pero él la agarró de las muñecas y se las separó violentamente. La audiencia pareció dar un suspiro al unísono; las mujeres detrás de sus binoculares, los hombres inclinándose hacia adelante en sus butacas. Pude ver caer la ropa, ver la piel pálida y palpitante y los pequeños pezones que dejaron caer precariamente el género, y el vampiro aferrado a su muñeca izquierda, y las lágrimas bajando por las mejillas, los dientes mordiendo los labios.
»—Con la misma seguridad con que ahora esta piel es sonrosada, se volverá gris y arrugada con el tiempo —dijo él.
»—Déjeme vivir —rogó ella, y su rostro evitó el de él—. No me importa… no me importa lo que dice.
»—Pero, entonces, ¿qué te importa si te mueres ahora mismo? ¿Esas cosas acaso no te aterrorizan, esos horrores?
»Ella sacudió la cabeza, sorprendida, vencida, indefensa. Sentí en las venas tanta furia como pasión. Con la cabeza gacha, ella había asumido toda la responsabilidad de defender su vida. Era injusto, monstruosamente injusto que ella tuviera que enfrentar su lógica a la de él para defender lo que era obvio y sagrado y tan hermosamente corporizado por ella misma. Pero él la dejó ahora sin palabras; hizo que su instinto abrumador pareciera pequeño, confundido. Pude sentir que ya se moría interiormente y odié a ese vampiro.
»La blusa cayó hasta la cintura. Un murmullo resonó entre la multitud fascinada cuando quedaron a la vista sus pechos pequeños y redondos. Ella trató de liberar su muñeca, pero él se la mantuvo agarrada.
»—Y supongamos que te dejamos ir… Supongamos que el Maldito Segador tiene un corazón que no puede resistir tu belleza… ¿A quién entonces debería dirigir su pasión? Alguien debe morir en tu lugar. ¿Elegirías tú misma a la persona indicada? La persona que vendría aquí y sufriría tal como tú sufres ahora. —Señaló a la audiencia; la confusión de la joven era terrible—. ¿Tienes una hermana…, una madre…, una hija?
»—No —respondió ella—. No… —y sacudió los cabellos.
»—Sin duda alguien debe tomar tu lugar. ¿Una amiga? ¡Elige!
»—No puedo. No lo haría… —respondió, mientras se contorsionaba tratando de liberarse. Los vampiros a su alrededor la observaban, inmóviles, sus rostros seguían sin mostrar la menor emoción, como si la carne sobrenatural estuviera hecha de máscaras.
»—¿No puedes? —se burló él; y supe que si ella decía que sí, él la condenaría, diría que era pérfida por sentenciar a alguien a la muerte, diría que ella se merecía su suerte—. La muerte te espera en todas partes —aseguró él entonces, y suspiró como si, de repente, se sintiera frustrado. La audiencia no lo pudo percibir, pero yo sí. Pude ver que se le estiraban los músculos de la cara pulida. Trataba de que ella fijara sus ojos en los suyos, pero ella pareció estar desesperada, aunque esperanzadamente distante de él. En el aire cálido y ascendente pude oler el polvo y el perfume de la piel de la muchacha, oír el latido suave de su corazón.
»—La muerte inconsciente: el destino de todos los mortales. —Se acercó a ella, agachado, enloquecido por ganarla pero receloso—. Humm, ¡pero nosotros somos la muerte consciente! Eso te transformaría en una novia. ¿Sabes lo que significa ser amada por la Muerte? —preguntó, y casi la besó en el rostro, que resplandecía por las lágrimas—. ¿Sabes lo que significa que la Muerte conozca tu nombre?
»Ella lo miró, aturdida por el terror. Y entonces sus ojos parecieron humedecerse, sus labios parecieron perder fuerza. Miraba detrás de él a la figura de otro vampiro que había aparecido lentamente de las sombras. Durante largo rato, había permanecido apartado del grupo, con las manos cerradas y los grandes ojos negros inmóviles. Su actitud no era una actitud de hambre. No parecía estar en trance. Pero ella lo miraba a los ojos y su dolor la bañaba con una luz hermosa, una luz que la hacía irresistiblemente atractiva. Eso era lo que mantenía en suspenso al público, ese dolor terrible. Yo podía sentir la piel de ella, sentir sus pequeños pechos erectos, sentir que mis brazos la acariciaban. Entrecerré los ojos y la vi deslumbrado contra esa oscuridad privada. Era lo que sentían todos los que estaban a su alrededor, esa comunidad de vampiros. Ella no tenía la menor oportunidad de salvación.
»Y entonces, volviendo a abrir bien los ojos, la vi brillar a la luz humosa de las lámparas, vi sus lágrimas como oro cuando, suaves, resonaron las palabras que pronunció el vampiro que se mantenía a distancia:
»—Nada de dolor.
»Pude ver que el actor se ponía rígido, pero nadie más podía verlo. Ellos únicamente verían el rostro suave e infantil de la muchacha, esos labios entreabiertos, paralizados por la sorpresa inocente mientras miraba al vampiro distante; escucharon que ella repetía sus palabras:
»—¿Nada de dolor?
»—Tu belleza es un regalo para nosotros. —Su voz sonora y rica llenó sin esfuerzo la sala y pareció fijar y reducir la creciente ola de excitación.
»El actor retrocedió y se transformó en uno de aquellos rostros blancos, pacientes, cuya hambre y ecuanimidad era extrañamente unánime. Ella estaba lánguida, olvidada ya su desnudez, con los párpados en movimiento, y un suspiro escapó de sus labios húmedos:
»—Nada de dolor —repitió.
»Yo apenas podía soportar la visión de su entrega, verla morir ahora ante el poder del vampiro. Quise avisarle a gritos, romper el hechizo. Y la deseé. La deseé mientras él se le acercaba, con su mano extendida hacia la falda, y ella inclinada ante él, con la cabeza ladeada y la ropa negra resbalando por sus caderas, sobre el brillo dorado del pelo entre sus piernas —una niña agachada, con aquel vello delicado— y cayendo finalmente a sus pies. El vampiro abrió los brazos, de espaldas a las luces centelleantes, y su pelo negro pareció temblar cuando el dorado de ella cayó sobre su abrigo negro.
»—Nada de dolor…, nada de dolor —murmuraba él, y ella se entregaba.
»Y entonces, moviéndola lentamente a un costado para que todos pudieran contemplar su cara serena, él la levantó; ella arqueó la espalda cuando sus pechos tocaron los botones del abrigo, y sus pálidos brazos rodearon el cuello del vampiro. Ella se crispó y gritó cuando él le hundió los dientes, y su cara quedó inmóvil mientras el teatro reverberaba con esa pasión compartida. Su mano blanca relumbró sobre las nalgas rosadas, y el cabello de ella lo acarició. Él la levantó del suelo mientras bebía, y la garganta brilló contra la mejilla blanca. Me sentí débil, mareado, hambriento; mi corazón y mis venas se hicieron un nudo. Sentí que mi mano se aferraba a la barandilla metálica del palco y que el metal crujía en las junturas. Y ese sonido suave, estremecedor, que ningún mortal podía oír, pareció clavarme en el sitio donde estaba.
»Bajé la cabeza; quise cerrar los ojos. El aire pareció fragante con la piel salada; e íntimo y caliente con su aroma dulce. A su alrededor, se acercaron los demás vampiros; la mano que la abrazaba tembló y el vampiro de pelo negro la dejó ir, haciéndola girar, mostrándola, con su cabeza caída, cuando él la entregó a una de aquellas vampiras de sorprendente belleza que, detrás de ella, se puso a acariciarla mientras bebía. Ahora todos la rodeaban y ella pasó de uno en uno delante de la audiencia fascinada, con su cabeza inclinada sobre el hombro de un vampiro, y su cuello tan atractivo como las pequeñas nalgas o la piel impecable de sus largos muslos, o la piel tierna detrás de sus rodillas lánguidamente dobladas.
»Yo estaba apoyado en el respaldo, y sentía mi boca llena de su sabor, y mis venas atormentadas. Y en el rabillo de mi ojo estaba ese vampiro moreno que la había conquistado, apartado como antes; sus ojos negros parecieron fijos en mí por encima de las corrientes de aire caliente.
»Uno por uno, los vampiros retrocedieron. Retornó el bosque pintado, deslizándose silencioso. Hasta que la chica mortal, frágil y muy blanca, quedó desnuda en ese bosque misterioso, anidada en una sedosa raíz negra, como si se hallara sobre el suelo del mismo bosque; y la música había vuelto a escucharse, fantasmagórica y alarmante, subiendo de volumen mientras se oscurecían las luces. Todos los vampiros desaparecieron salvo el actor que había recogido su guadaña y su máscara de las sombras. Se puso de cuclillas al lado de la muchacha durmiente mientras las luces se apagaban lentamente, y sólo la música tenía poder y fuerza en la oscuridad reinante. Y luego también dejó de oírse…
»Durante unos instantes, toda la gente se quedó absolutamente en silencio.
»Luego se oyeron aplausos aquí y allá y, de repente, todos se unieron y aplaudieron a nuestro alrededor. Las luces se encendieron a ambos lados y las cabezas giraron en todas direcciones y se desató la conversación. Una mujer se puso de pie en medio de una fila para sacar su abrigo de zorro del asiento, aunque todavía nadie le había abierto camino; alguien se apresuraba por el pasillo central, y toda la audiencia se levantó como empujada hacia la salida.
»Pero entonces los murmullos se convirtieron en el cómodo y cansado rumor de conversación de la multitud refinada y perfumada que antes había llenado la entrada del teatro. Se rompió el sortilegio. Las puertas se abrieron a la lluvia fragante, al ruido de los cascos de los caballos y las voces que llamaban a los coches. Allá en el océano de las sillas apenas inclinadas, brillaba un guante blanco sobre un cojín de seda verde.
»Me quedé sentado, observando, escondiendo con una mano mi cara de los demás, con el codo en la barandilla y el sabor de la muchacha en los labios. Fue como si el aroma de la lluvia aún perdurara en su perfume, y en el teatro vacío pude oír los latidos de su corazón. Retuve la respiración, saboreé la lluvia y miré a Claudia, sentada e infinitamente inmóvil, con sus manos enguantadas sobre las rodillas.
»Yo tenía un sabor amargo en la boca. Y confusión. Vi a un acomodador solitario que avanzaba por el pasillo de abajo, enderezando las sillas, recogiendo los programas abandonados que ensuciaban la sala. Tomé conciencia de que ese dolor, esa confusión, esa pasión enceguecedora que se alejaba de mí con una terca lentitud, sólo podrían calmarse si me ponía al acecho en uno de esos arcos encortinados y arrastraba a la oscuridad a aquel empleado y lo poseía tal como había sido poseída la muchacha del escenario. Quería hacerlo y, al mismo tiempo, no quería nada. Claudia dijo cerca de mi oído:
»—Paciencia, Louis, paciencia.
»Abrí los ojos. Alguien estaba cerca, en la periferia de mi visión; alguien que había burlado mis oídos, mi aguda anticipación; que penetró, como una antena afilada, en mis distraídos pensamientos. Pero allí estaba, silencioso, detrás de las cortinas de la entrada al palco, aquel vampiro moreno, el distante, de pie sobre el pasillo alfombrado, mirándonos. Yo entonces ya sabía, como había sospechado, que se trataba del vampiro que me había dado la tarjeta de admisión al teatro: Armand.
»Me hubiera sorprendido a no ser por su silencio y la cualidad remota y ensoñadora de su expresión. Parecía que había estado contra esa pared durante muchísimo tiempo. No evidenció ninguna señal de cambio cuando lo miramos y nos acercamos a él. De no haberme absorbido de forma tan absoluta, me habría sentido aliviado de que no fuera el vampiro alto y de pelo negro, pero ni lo pensé. Entonces sus ojos se movieron lánguidamente sobre Claudia sin el menor tributo al hábito humano de reconocer las miradas. Puse una mano sobre el hombro de Claudia.
»—Hace mucho tiempo que lo buscamos —dije, y me empecé a calmar como si su serenidad me liberara de todo nerviosismo o ansiedad, como cuando el mar se lleva algo de la arena de la playa.
»No puedo exagerar esa cualidad suya. No obstante, tampoco puedo describirla, como no lo pude entonces. Y el hecho de que mi mente tratara de formar una descripción era algo que ya me perturbaba. Me dio la profunda sensación de que sabía lo que yo estaba haciendo, y su postura quieta y sus ojos castaños y profundos parecían decir que era inútil lo que yo pensaba, o, en especial, las palabras que entonces trataba de formar. Claudia, a su vez, no dijo nada.
»Se apartó de la pared y empezó a bajar las escaleras y, al mismo tiempo, hizo un ademán de bienvenida y de que lo siguiéramos; pero todo esto fue fluido y veloz. Comparados con los suyos, mis gestos eran caricaturas de los humanos. Abrió una puerta en la pared inferior y nos admitió en las habitaciones debajo del teatro; sus pies apenas rozaban la escalera de piedra cuando descendíamos; él iba delante, dándonos la espalda, con una confianza total.
»Entramos en lo que pareció ser una gran sala subterránea, excavada en un sótano más antiguo que el mismo edificio de arriba. La puerta que él había abierto se cerró y las luces se apagaron antes de que yo tuviera tiempo de tener una impresión exacta del recinto. Oí el roce suave de su ropa en la oscuridad y, de pronto, el más agudo de una cerilla al ser raspada. Su rostro apareció como una inmensa llamarada encima del fósforo. Y entonces se puso a su lado un jovencito que le alcanzó un candelabro. La visión del muchacho me trajo de nuevo la desnudez incitante de la mujer en el escenario, con la sangre palpitante. Dio media vuelta y me miró de forma muy parecida a la del vampiro moreno, que había encendido el candelabro y le susurraba:
»—Vete.
»La luz se expandió hasta las distantes paredes y el vampiro levantó el candelabro y caminó al lado de un muro, haciendo un gesto para que lo siguiéramos.
»Pude ver que nos rodeaba un mundo de murales; sus colores se mostraban, profundos y vibrantes, a la luz danzarina de la llama, y poco a poco el tema y el contenido a nuestro lado se hizo claro. Era el terrible Triunfo de la Muerte, de Brueghel, pintado en una escala tan colosal que toda la multitud de figuras fantasmales quedaba encima de nosotros en la semioscuridad; esos esqueletos indecentes transportando a los muertos indefensos en fétidas camillas o empujando un carro lleno de calaveras humanas, descabezando un cadáver o colgando a otros seres humanos de la horca. Una campana repicaba por encima del infierno infinito de tierra calcinada y humeante, hacia los cuales avanzaban los grandes ejércitos de los hombres con la marcha penosa e inconsciente de los soldados que se encaminan a la matanza. Desvié la mirada, pero el vampiro moreno me tocó la mano y me llevó más adelante a ver La caída de los ángeles, que se materializó lentamente, con los condenados echados desde las alturas celestiales y cayendo en un caos de monstruos festivos. Era tan vivido, tan perfecto, que me puse a temblar. La mano que me había tocado hizo lo mismo nuevamente y me quedé inmóvil pese a ello, mirando deliberadamente a lo más alto del mural, donde pude distinguir, entre las sombras, a dos ángeles hermosos con trompetas en los labios. Y, por un segundo, se rompió el encantamiento. Tuve la profunda impresión del primer atardecer en que había entrado en Notre-Dame; pero luego eso desapareció como algo preciado y precioso que me era arrebatado.
»La vela subió. Y los horrores se multiplicaron a mí alrededor: los condenados oscuramente pasivos y degradados del Bosco; los cuerpos sanguinolentos y metidos en ataúdes de Traini; los jinetes monstruosos de Durero. Y en una escala imposible de soportar apareció un desfile de emblemas medievales grabados. El mismo techo estaba ahíto de esqueletos y muertos, de demonios e instrumentos de tortura, como si ésa fuera la mismísima catedral de la Muerte.
»Cuando nos detuvimos en el centro de la habitación, la vela pareció vivificar a todas las imágenes a nuestro alrededor. Me amenazó el delirio y empecé a sentir como una desagradable oscilación en el salón, una sensación de caída. Busqué la mano de Claudia. Ella me miraba, con su rostro pasivo y sus ojos distantes, como si quisiera que la dejara en paz. Y entonces sus pies se alejaron de mí con unos pasos rápidos que repiquetearon en el suelo de piedra y resonaron en las paredes, como dedos que golpearan mis sienes y mi cerebro. Me llevé las manos a los costados y miré, atontado, al suelo, como buscando refugio, como si mis ojos levantados me obligaran a mirar un sufrimiento cruel que no quería ni podía soportar. Entonces vi de nuevo el rostro del vampiro flotando encima de la llama, con sus ojos eternos envueltos en oscuros pliegues. Tenía los labios inmóviles, pero cuando lo miré parecieron sonreír sin hacer el más mínimo movimiento. Lo miré más fijamente, convencido de que se trataba de una poderosa ilusión en la que yo no podía penetrar. Y, cuanto más miraba, más parecía sonreír y, por último, se animó con un susurro, un murmullo, un cántico mudo. Lo podía oír como algo doblándose en las tinieblas, como papel retorciéndose en las llamas o como pintura de la cara de una muñeca ardiendo. Sentí la necesidad de tocarlo, de sacudirlo violentamente para que se le moviera esa cara inmóvil y admitiera ese suave canto; y, de improviso, lo encontré abrazado a mí, con sus brazos en mi pecho, sus pestañas tan próximas que las pude ver, espesas y brillando, por encima del orbe incandescente de sus ojos, y percibí su respiración suave e inodora contra mi piel. Fue el delirio.
»Me iba a mover para apartarme de él y, no obstante, me sentí atraído hacia él y no me moví; su brazo ejerció una presión firme; su vela relumbraba contra mi ojo, de modo que sentí su calor; toda mi carne fría ansió ese calor, pero súbitamente hice un gesto para apartarla pero no la pude encontrar. Lo único que vi fue su cara radiante como jamás había visto la cara de Lestat; blanca, sin poros, y nervuda y varonil. El otro vampiro. Todos los demás vampiros. Una procesión infinita de mi propia especie.
»La visión desapareció.
»Me encontré con la mano estirada y tocando su cara; pero él estaba a una distancia de mí como si jamás se me hubiera acercado y sin hacer el menor intento de retirar mi mano.
»Di un paso atrás, perplejo.
»A lo lejos, en la noche de París, dobló una campana; los círculos opacos y dorados del sonido parecieron traspasar las paredes y las maderas, que conducían ese sonido a la tierra y que fueron como tubos de órgano. Una vez más volvió el susurro, ese canto desarticulado. Y a través de la penumbra, vi que un muchacho mortal me observaba y olí el aroma caliente de su carne. La mano del vampiro lo llamó y él se me acercó, con sus ojos sin miedo y excitados, y se puso a mi lado a la luz del candelabro y me pasó los brazos por los hombros.
»Jamás había sentido eso, jamás había experimentado esta entrega consciente de un mortal. Pero antes de poder rechazarlo por su propio bien, vi la herida azulada en su garganta tierna. Me la ofrecía. Apretaba todo su cuerpo contra mis piernas y sentí la firme fortaleza de su sexo debajo de las ropas. Se me escapó un gemido de los labios, pero él se apretó aún más, presionando sus labios contra lo que debe haberle resultado frío y exánime. Hundí mis dientes en su piel, y sentí su cuerpo rígido, ese duro sexo apretado contra mi cuerpo, y lo levanté del suelo con pasión. Ola tras ola de su corazón palpitante entró en mí, sin peso. Lo mecí, lo devoré con su éxtasis, su placer consciente.
»Luego, débil y jadeante, lo vi alejado de mí, con los brazos vacíos. Mi boca estaba aún inundada con el sabor de su sangre. Se apoyó contra el vampiro moreno, pasó su brazo alrededor de la cintura del vampiro y me miró de la misma forma tranquila del vampiro; sus ojos se veían húmedos y débiles por la pérdida de vida. Recuerdo que me adelanté sin pronunciar palabra, atraído por él, y sin poder dominarme ante esa mirada que me provocaba, esa vida consciente que me desafiaba; él moriría y no moriría; ¡continuaría viviendo, comprendiendo, sobreviviendo esa intimidad! Me di media vuelta. El grupo de vampiros se movió en la oscuridad. Sus velas temblaron y se movieron en el aire frío. Y arriba de ellos apareció un inmenso paisaje de figuras dibujadas en tinta: el cuerpo dormido de una mujer, coronado por un cuervo con rostro humano; un hombre atado de pies y manos a un árbol, a cuyo lado colgaba el torso de otro, y, sobre una pica, estaba la cabeza cortada del muerto.
»Volvió el canto, ese canto etéreo, suave. Lentamente se calmó mi hambre, pero mi cabeza palpitaba y las llamas de las velas parecieron fundirse en pulidos círculos de luz. De improviso, alguien me tocó, me empujó con fuerza de modo que casi perdí el equilibrio y, cuando me enderecé, vi el rostro delgado y angular del vampiro al que detestaba. Me acercó sus blancas manos. Pero el otro, el distante, se adelantó y, súbitamente, se interpuso entre los dos. Pareció golpear al otro vampiro pues lo vi moverse y, entonces, ya no vi más movimientos; ambos estaban inmóviles como estatuas, con los ojos fijos en los del otro, y el tiempo pasó como ola tras ola de agua desde una playa silenciosa. No puedo decir cuánto tiempo estuvimos allí, los tres, en aquellas sombras, y cuan absolutamente quieto me pareció todo; únicamente las llamas trémulas detrás de ellos parecían tener vida. Luego recuerdo haber avanzado a tropezones a lo largo de una pared hasta encontrar una silla de roble en la que me desplomé. Claudia pareció estar en las proximidades hablando con alguien en voz baja y contenta. Mi frente transpiraba sangre, calor.
»—Ven conmigo —dijo el vampiro moreno.
»Busqué en su rostro ese movimiento de labios que debía haber precedido el sonido, pero fue en vano. Y luego caminamos, los tres, bajando una escalera de piedra que iba a las profundidades de la ciudad. El aire se enfrió y refrescó con la fragancia del agua y pude ver las gotas que resbalaban por la piedra como abalorios de oro a la luz de la vela del vampiro.
»Entramos en una pequeña cámara donde ardía el fuego en una chimenea empotrada en la pared. Al otro lado había una cama también en la piedra y cerrada por dos puertas enrejadas. Al principio vi claramente todas estas cosas y vi la larga pared llena de libros frente a la chimenea y el escritorio de madera en medio y el ataúd al otro lado. Pero entonces el cuarto empezó a esfumarse y el vampiro moreno me puso las manos en los hombros y me llevó a un sillón de cuero. El fuego era intensamente fuerte cerca de mis piernas, pero eso me hizo bien; fue algo claro y agudo, algo que me sacaría de la confusión. Tomé asiento, con los ojos entreabiertos, y traté de ver de nuevo lo que había a mi alrededor. Era como si esa cama distante fuera un escenario, y sobre las almohadas de ese escenario estaba ese chico, con su cabello negro partido al medio y con rizos sobre las orejas, de modo que ahora parecía en el estado febril y ensoñador de una de esas criaturas andróginas de las pinturas de Botticelli; y a su lado, la mano blanca desnuda contra su piel rosada, estaba Claudia, con el rostro hundido en su cuello. El vampiro moreno los contempló con las manos cruzadas; y cuando Claudia se levantó y el muchacho se estremeció, el vampiro la levantó con la misma suavidad con que la podría levantar yo; las manos de Claudia se agarraron de su cuello, con los ojos entrecerrados, y los labios enrojecidos de sangre. El la depositó sobre el escritorio y ella se apoyó en los libros forrados de cuero y sus manos cayeron con gracia sobre su falda rosada. Las puertas se cerraron tras el chico y él, hundiendo el rostro en las almohadas, se quedó dormido.
»Había algo que me perturbaba en ese cuarto y no sabía de qué se trataba. No sabía realmente lo que me sucedía; únicamente que me había visto obligado a caer en dos estados febriles y feroces: mi concentración ante esos cuadros espantosos y la muerte a la que me había entregado, obscenamente, ante los ojos de todos.
»Ahora no sabía qué era lo que me amenazaba, qué era aquello de lo que mi mente quería escapar. Seguí mirando a Claudia, el modo en que se apoyaba contra los libros, la manera en que se sentaba entre los objetos del escritorio: la pulida calavera blanca, el candelabro, el libro abierto de pergamino cuya escritura a mano brillaba a la luz; y entonces, arriba de ella, apareció la imagen lacada y trémula de un demonio medieval, con cuernos y cascos, y su figura bestial presidía un aquelarre de brujas adoradoras. Claudia tenía la cabeza apenas debajo de él; los rizos libres de su cabello acaso lo tocaban; y ella miraba al vampiro de ojos castaños con los ojos muy abiertos y maravillados. De pronto quise recogerla; y, en forma horripilante, la vi caer en mi imaginación asustada como una muñeca. Yo contemplaba al demonio, ese rostro monstruoso que era preferible a Claudia en su fantasmagórica inmovilidad.
»—No despertaréis al niño si habláis —dijo el vampiro de ojos castaños—. Habéis venido de tan lejos…, habéis viajado tanto…
»Y gradualmente desapareció mi confusión, como si el humo se elevara y se alejara en una corriente de aire frío. Y me quedé muy despierto y muy calmo mirándolo mientras él se sentaba en una silla frente a mí. Claudia también lo miraba. Y él miró al uno y al otro; su pulido rostro y sus ojos pacíficos se mostraban como si hubieran sido así desde siempre, como si jamás hubiera habido un cambio en ellos.
»—Me llamo Armand —dijo—. Envié a Santiago a que os diera la invitación. Conozco vuestros nombres. Os doy la bienvenida a mi casa.
»Junté fuerzas para hablar y sentí extraña mi voz cuando le dije que nosotros habíamos temido estar solos.
»—¿Cómo habéis venido a la existencia? —nos preguntó.
»Claudia apenas levantó la mano de su falda y sus ojos se movieron mecánicamente de mi rostro al suyo. Yo lo vi y supe que el otro también debía haber visto el gesto, pero no se dio por enterado.
»—No queréis contestar —dijo Armand, con voz más baja y más medida que la de Claudia, mucho menos humana que la mía.
»Sentí que volvía a caer en la contemplación de esa voz y de esos ojos, de los que tuve que separarme con un gran esfuerzo.
»—¿Eres el jefe del grupo? —le pregunté.
»—No de la forma en que dices jefe —contestó—. Pero de haber aquí un jefe, sería yo.
»—Yo no he venido…, perdóname…, a hablar de cómo pasé a esta existencia. Porque eso no representa ningún misterio para mí, no me presenta ningún interrogante. Por tanto, si no tienes un poder al que yo me vea obligado a rendir pleitesía, preferiría no hablar de esas cosas.
»Ojalá pudiera describir su manera de hablar, cómo, cada vez que hablaba, parecía salir de un estado contemplativo parecido al que a mí me inducía y que tanto esfuerzo me costaba evitar; y, sin embargo, jamás se movía y parecía siempre alerta. Esto me distrajo al mismo tiempo que me atrajo con fuerza, y del mismo modo en que atraía esa habitación, su simpleza, su rica y cálida combinación de elementos esenciales: los libros, el escritorio, las dos sillas al lado del fuego, el ataúd, los cuadros. El lujo de las habitaciones del hotel me pareció vulgar, peor aún, absurdo al lado de esa habitación. Yo lo comprendí todo, salvo el chico mortal, a quien no entendí en absoluto.
»—No estoy seguro —dije, incapaz de quitar los ojos del horrible Satán medieval—. Tendría que saber de qué provienes…, de quién provienes. Si vienes de otros vampiros… o de otra parte.
»—De otra parte… —dijo—. ¿Qué significa de otra parte?
»—¡Eso! —dije señalando el cuadro medieval.
»—Eso es un cuadro —dijo.
»—¿Nada más?
»—Nada más.
»—Entonces, Satán… ¿Algún poder satánico te ha dado el poder como jefe o como vampiro?
»—No —respondió con calma, con tanta calma que me fue imposible saber lo que pensaba de mis preguntas; si es que las consideraba en absoluto; si las pensaba del modo en que yo consideraba que lo haría.
»—¿Y los otros vampiros?
»—No —dijo.
»—Entonces, ¿nosotros no somos… —me agaché hacia adelante—, no somos las criaturas de Satán?
»—¿Cómo podríamos ser las criaturas de Satán? —preguntó—. ¿Crees que Satán creó al mundo?
»—No, creo que lo creó Dios, si es que lo creó alguien. Pero Él debe haber creado también a Satán y quiero saber si somos sus criaturas.
»—Exacto, y, en consecuencia, si crees que Dios creó a Satán, debes percatarte de que todo el poder de Satán proviene de Dios, y que Satán es simplemente una criatura de Dios, por lo que nosotros también somos criaturas de Dios. En realidad, no existen las criaturas de Satán.
»No pude ocultar mis sentimientos ante sus palabras. Me apoyé en el respaldo de cuero, contemplé ese pequeño grabado del demonio, liberado por el momento de cualquier sensación de obligación por la presencia de Armand, perdido en mis propios pensamientos, en las implicaciones irrefutables de su lógica.
»—Pero, ¿por qué te preocupa eso? Seguramente lo que te digo no te sorprende —dijo—. ¿Por qué permites que te afecte?
»—Permíteme que te lo explique —empecé a decir—. Sé que eres un vampiro maestro. Te respeto. Pero soy incapaz de igualar tu serenidad. Sé lo que es, pero no la poseo y dudo de que jamás la logre. Lo acepto.
»—Comprendo —dijo—. Lo observé en el teatro; tu sufrimiento, tu simpatía por aquella muchacha. Vi tu simpatía por Denis cuando te lo ofrecí; te mueres cuando matas, como si sintieras que se merezca morir, y te refrenas en todo. Pero ¿por qué, con esa pasión y ese sentido de la justicia, quieres llamarte hijo de Satán?
»—Soy un demonio —contesté—, tan demonio como cualquier otro vampiro. He matado una y otra vez y lo haré nuevamente. Acepté a ese chico, Denis, cuando me lo ofreciste, aunque no pude saber si iba a sobrevivir o no.
»—¿Por qué crees que eso te hace tan demonio como cualquier otro vampiro? ¿Acaso no hay categorías del mal? ¿Es acaso el mal una gran sima peligrosa en la que uno cae con el primer pecado y se desploma a las profundidades?
»—Sí, creo que sí —le dije—. No es lógico, tal como tú lo enuncias. Es oscuro, es vacío. Y no tiene ningún consuelo.
»—Pero tú no estás siendo justo —dijo con una primera señal de expresión en la voz—. Sin duda alguna, atribuyes muchos niveles y gradaciones al bien. Existe el bien de la inocencia de un niño y está el bien del monje que ha abandonado todo a los demás y vive una vida de privaciones y servicio. El bien de los santos, el bien de las amas de casa. ¿Es todo lo mismo?
»—No, pero se iguala en que es infinitamente diferente del mal —le contesté.
»Yo no sabía que pensaba esas cosas. Las dije entonces como si fueran mis pensamientos. Y eran mis sentimientos más profundos que tomaban una forma que jamás podrían haber tomado de no haberlos dicho de esa manera en una conversación con un tercero. Pensé que tenía una mente pasiva, en cierto sentido. Quiero decir que mi mente sólo podía expresarse, formular ideas, sobre esa base de nostalgias y de dolor cuando era tocada por otra mente; fertilizada por otra, profundamente excitada por otra mente y llevada a formar conclusiones. Entonces sentí el más raro y agudo alivio de la soledad. Con facilidad, pude imaginar y sufrir ese momento de años antes, en otro siglo, cuando estuve al pie de la escalera de Babette; sentí la frustración perpetua y metálica de todos los años con Lestat; y luego ese cariño perdido y apasionado por Claudia que había hecho retroceder a la soledad detrás de la suave indulgencia de los sentidos, los mismos sentidos que añoraban el crimen. Y vi la cima desolada de la montaña del este de Europa donde me había enfrentado con aquel vampiro sin inteligencia y lo había matado en las ruinas del monasterio. Y fue como si la gran nostalgia femenina de mi mente volviera a despertarse para ser satisfecha. Y la sentí, pese a mis propias palabras:
»—Pero es oscuro, es vacío. Y no tiene ningún consuelo.
»Miré a Armand, a sus grandes ojos castaños en ese rostro rígido y eterno que me miraba como a un cuadro; y sentí la lenta oscilación del mundo físico que había sentido en el salón de los murales, el empuje de mi antiguo delirio, el despertar de una necesidad tan terrible que la misma promesa de su satisfacción acarreaba la insoportable posibilidad de la desilusión. Y, no obstante, allí estaba la cuestión, la cuestión horrible, antigua y obsesionante del mal.
»Creo que me llevé las manos a la cabeza como hacen los mortales cuando tienen una gran preocupación y se cubren instintivamente la cara y acarician el cráneo como si pudieran penetrar los huesos y masajear el órgano viviente y aliviarle su dolor.
»—¿Y cómo se logra ese mal? —me preguntó—. ¿Cómo cae uno en desgracia y en un instante es tan violento como los tribunales de la Revolución o el más cruel de los emperadores romanos? Simplemente, ¿se debe perder un domingo de misa o morder la hostia consagrada? ¿O robar un pedazo de pan… o dormir con la esposa del vecino?
»—No… —dije—, no.
»—Pero si el mal no tiene gradaciones y existe, ese estado de maldad sólo necesita un único pecado. ¿No es eso lo que aseguras? Que Dios existe y…
»—No sé si Dios existe. Y, por lo que sé…, no existe.
»—Entonces el pecado no tiene importancia —dijo él—. Ningún pecado alcanza el mal.
»—Eso no es verdad. Porque si Dios no existe, nosotros somos las criaturas de mayor conciencia del universo. Sólo nosotros comprendemos el paso del tiempo y el valor de cada minuto de vida humana. Y lo que constituye el mal, el verdadero mal, es el asesinato de una sola vida humana. No tiene la menor importancia que un hombre pueda morir mañana o pasado mañana o con el tiempo… Porque si Dios no existe, esta vida…, cada segundo de la misma…, es lo único que tenemos.
»Se recostó en el respaldo y guardó silencio por el momento; sus grandes ojos se entornaron y fijaron en las profundidades del fuego. Ésa fue la primera vez, desde que se había acercado a mí, en que desviaba la mirada, y me encontré observándolo sin que me viese. Durante largo rato, se sentó de ese modo, y pude sentir sus pensamientos, como si fueran palpables en el aire como humo. No los leía, ¿comprendes?, pero sentía su poder. Parecía tener una aureola, y, aunque su rostro era muy joven, yo sabía que eso no significaba nada, parecía ser infinitamente viejo y sabio. No lo podría definir, porque no podría describir de qué modo las líneas juveniles de su cara y sus ojos expresaban inocencia y, al mismo tiempo, edad y experiencia.
»Se puso de pie y miró a Claudia, con las manos a la espalda. El silencio de Claudia durante todo este tiempo me había resultado comprensible. Éstos no eran sus interrogantes; no obstante, se sentía fascinada por él y yo escuchaba y aprendía sin duda de él. Pero comprendí otra cosa cuando se miraron. El se hallaba ahora de pie, con un cuerpo absolutamente dominado, la necesidad, el rito, el flujo de la mente; y entonces su inmovilidad fue sobrenatural. Y ella, como jamás la había visto, poseía la misma inmovilidad. Se miraban con una comprensión sobrenatural de la que yo estaba simplemente excluido.
»Yo era algo vibrante y movedizo para ellos, igual que los mortales lo eran para mí. Y supe, cuando de nuevo se dirigió a mí, que él había comprendido que ella no creía ni compartía mi concepto del mal.
»Sus palabras salieron sin el más mínimo aviso:
»—Éste es el único mal —dijo a las llamas.
»—Sí —contesté, sintiendo que revivía ese tema consumidor, que sacudía todas mis preocupaciones.
»—Es verdad —dijo, sorprendiéndome, profundizando mi tristeza, mi desesperación.
»—Entonces, Dios no existe… ¿No tienes conocimiento de su existencia?
»—Ninguno —dijo.
»—Ningún conocimiento —repetí, indiferente a mi simplicidad, a mi miserable dolor humano.
»—Ninguno.
»—¿Y ningún vampiro de aquí ha tenido contacto con Dios o con el demonio?
»—Ningún vampiro que yo haya conocido —dijo, pensativo, y el fuego danzaba en sus ojos—. Y, por lo que sé, después de cuatrocientos años, soy el vampiro más viejo del mundo.
»Lo miré, atónito.
Entonces empecé a comprender. Era como siempre me había temido, y era ya un solitario, sin la menor esperanza. Las cosas continuarían como antes y continuarían y continuarían…
Mi búsqueda había terminado. Me recosté en el respaldo, mirando en silencio las llamas.
»Era inútil que siguiera hablando, inútil viajar por todo el mundo para volver a oír la misma historia.
»— ¡ Cuatrocientos años!
»Creo que repetí las palabras: “cuatrocientos años”. Recuerdo que seguí mirando al fuego. Había un leño que caía lentamente en el fuego, resbalando en un proceso que había tardado toda la noche, y estaba lleno de pequeños agujeros con una sustancia ígnea que lo había atravesado de punta a punta, y ahora se consumía rápidamente. Y en cada uno de esos agujeros diminutos bailaba una llamita entre las llamas más grandes; y todas esas llamitas con sus bocas oscuras me parecieron rostros que formaban un coro; y el coro cantó sin cantar; en el aliento del fuego, que era continuo, entonaba su canción muda.
»De repente, Armand se movió y escuché el roce de sus ropas y sentí su sombra, cuando quedó de rodillas a mis pies, con sus manos estiradas hasta mi cabeza y los ojos encendidos.
»—El demonio, el concepto demoníaco, ¡proviene de la desilusión, de la amargura! ¿No te das cuenta? ¡Criaturas de Satán! ¡Criaturas de Dios! ¿Es ésa la única pregunta que me traes, es ése el único poder que te obsesiona, el que nos transforma en dioses y demonios, cuando el único poder que existe está dentro de nosotros mismos? ¿Cómo puedes creer en esas mentiras fantásticas y antiguas, esos mitos, esos emblemas de lo sobrenatural?
»Agarró al demonio colocado encima de la inmóvil Claudia con un gesto tan veloz que no lo pude ver. Sólo vi la sonrisa maléfica del demonio ante mí y luego sus crujidos en las llamas.
»Algo se rompió en mi interior cuando él dijo eso; algo se desgarró de modo que un torrente de sentimientos se precipitó sobre todos mis músculos. Me puse de pie, alejándome de él.
»—¿Estás loco? —le pregunté, atónito ante mi propio enfado, mi propia desesperación—. Aquí estamos nosotros dos, inmortales, eternos, levantándonos cada noche para alimentar esa inmortalidad con sangre humana; y allí, sobre tu escritorio, apoyada en el conocimiento de los siglos, está una niña pura tan demoníaca como nosotros; ¡y me preguntas cómo puedo creer que encontraría un significado en lo sobrenatural! ¡Te digo, después de haber visto lo que soy, que bien podría creer en cualquier cosa! ¿No podrías tú? Al creer, al estar así confundido, puedo ahora aceptar la verdad más fantástica de todas: ¡que todo esto no tiene el más mínimo sentido!
»Retrocedí hasta la puerta, me alejé de su rostro perplejo, con su mano moviéndose por sus labios, y sus dedos escarbando en sus palmas.
»—No te vayas. Vuelve… —susurró.
»—No, ahora no. Déjame irme un momento… Nada ha cambiado. Es todo lo mismo. Permíteme que tome conciencia de ello. Déjame marcharme.
»Volví la mirada antes de cerrar la puerta. El rostro de Claudia estaba vuelto hacia el mío, aunque seguía sentada como antes, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Entonces hizo un gesto, sutil como su sonrisa, que estaba manchada por la tristeza más leve, para que yo siguiera mi camino.
»Mi deseo era irme de ese teatro, encontrar las calles de París y vagabundear, dejando que la gran carga de experiencias se fuera agotando poco a poco. Pero cuando subía por el pasaje de piedra, me sentí confuso. Quizás era incapaz de dominar mi propia voluntad. Me pareció más absurdo que nunca que Lestat pudiera haber muerto si en realidad eso le había pasado; y, recordándolo, como lo hice en ese momento, lo vi con más cariño que antes. Perdido como el resto de nosotros. No como el celoso protector de un conocimiento que no quería compartir. No sabía nada. No había nada que saber.
»Únicamente que ésa no era la idea que gradualmente se apoderaba de mí. Lo había detestado por razones equivocadas, sí, eso era verdad. Pero aún no lo comprendía por completo.
»Confundido, finalmente me encontré sentado en esos escalones; la luz del salón proyectaba mi propia sombra en el suelo rústico, tenía la cabeza entre las manos, y el cansancio me abrumaba. Mi mente decía: duerme. Pero, más profundamente, mi mente decía: sueña. Y, sin embargo, no hice el menor movimiento para retornar al Hotel Saint-Gabriel, que ahora me pareció un sitio muy seguro y despejado, un sitio de consuelo mortal lujoso y sutil, donde me podía echar en un sillón de terciopelo, poner un pie en un sofá y contemplar el fuego que lamería el suelo de mármol y buscar el mundo en mí mismo en esos grandes espejos, como un humano pensativo. “Escapa —pensé—, escapa a eso que te llama.” Y una vez más volvió esa idea: “Me he portado mal con Lestat; lo he odiado por razones equivocadas”. Lo susurré tratando de sacarlo del pozo oscuro y desarticulado de mi mente; y el susurro resonó con un roce en la bóveda de piedra sobre las escaleras.
»Pero, entonces, una voz me llegó, muy leve, por el aire, demasiado baja para los mortales.
»—¿Cómo es eso? ¿Qué mal le hiciste?
»Me di la vuelta tan rápidamente que me quedé sin aliento. Un vampiro estaba sentado a mi lado, tan próximo que casi me tocaba el hombro con la punta de sus botas, con sus piernas cruzadas, y sus manos alrededor de ellas. Por un instante, pensé que los ojos me engañaban. Era el vampiro actor a quien Armand había llamado Santiago.
»No obstante, ningún gesto suyo indicó la anterior actitud de ese ser demoníaco y egoísta que yo había visto unas pocas horas antes, cuando me atacó y Armand le había pegado. Me contemplaba por encima de sus rodillas dobladas, con el pelo desordenado y la boca tranquila y sin mala intención en su mirada.
»—No tiene la menor importancia para nadie —le contesté, y se me fue el miedo.
»—Pero tú pronunciaste un nombre. Te oí decir un nombre —me dijo.
»—Un nombre que no volveré a repetir —le contesté, y desvié la mirada. Pude ver cómo me había engañado, por qué su sombra no se había cruzado con la mía; se escondía en mi sombra. Su visión bajando esos escalones de piedra detrás de mí y sentándose allí fue bastante perturbadora. Todo en él era perturbador, y recordé que no se le podía confiar nada. Me pareció que Armand, con su poder hipnótico, buscaba la máxima verdad en su propia presentación; había sacado de mí, sin palabras, mi estado espiritual. Pero este vampiro era un mentiroso. Y podía sentir su poder, un poder rudo y elemental que era casi tan fuerte como el de Armand.
»—Habéis venido a París en nuestra búsqueda y luego te sientas a solas en las escaleras… —dijo con tono conciliador—. ¿Por qué no vienes con nosotros? ¿Por qué no nos hablas y nos cuentas de esa persona de quien hablaste? Yo sé quién era; conozco su nombre.
»—Tú no lo sabes, no podrías saberlo. Era un mortal —mentí entonces, más por instinto que por otra cosa. La idea de Lestat me molestaba; la idea de que esta criatura pudiera saber de la muerte de Lestat.
»—¿Has venido aquí para hablar de mortales, de que se haga justicia a los mortales? —preguntó, pero no hubo reproche ni burla en sus palabras.
»—Vine para estar solo y no quiero ofenderte. Es un hecho —murmuré.
»—Pero sólo con esos pensamientos…, cuando ni siquiera oyes mis pasos… Tú me gustas. Quiero que subas conmigo.
»Y cuando dijo esto, me levantó lentamente hasta ponerme a su lado.
»En ese momento, la puerta de Armand lanzó un largo foco de luz en el corredor. Lo oí, y Santiago me dejó en libertad de movimientos. Me quedé de pie, perplejo. Armand apareció al pie de la escalera con Claudia en los brazos. Ella tenía en la cara la misma expresión opaca que había tenido durante toda mi conversación con Armand. Era como si estuviera sumergida en las profundidades de sus propias consideraciones y no viera nada a su alrededor; recuerdo haberlo notado, aunque sin saber qué pensar de ello, y eso aún persiste hasta ahora. La salvé rápidamente de los brazos de Armand, y sus miembros suaves se apretaron contra mí como si estuviéramos en el ataúd, entrando en nuestro sueño paralítico.
»Y entonces, con un poderoso empujón del brazo, Armand dio un golpe a Santiago. Pareció caerse hacia atrás, pero volvió sólo para que Armand lo empujara hasta el rellano de la escalera. Todo esto sucedió con tal velocidad que pude ver el agitar de su ropa y oír los ruidos de sus botas. Luego Armand quedó solo, arriba de la escalera, y yo subí hacia él.
»—No puedes abandonar el teatro esta noche con seguridad —me susurró—. El sospecha de ti. Y al haberte traído yo aquí, él cree que tiene derecho a saber más. Nuestra seguridad depende de eso.
»Me guió lentamente hacia el salón. Pero entonces se dio media vuelta y me dijo al oído:
»—Debo avisarte. No contestes preguntas. Pregunta y abrirás una puerta tras otra a la verdad. Pero no des nada, en especial algo que se refiera a tus orígenes.
»Se alejó de nosotros, pero nos indicó que lo siguiéramos en la oscuridad, donde los demás estaban reunidos, reunidos como remotas estatuas de mármol, con sus caras y manos demasiado iguales a las nuestras. Entonces tuve la fuerte sensación de descubrir hasta qué punto proveníamos todos del mismo material, una idea que sólo se me había ocurrido de vez en cuando en todos los largos años de Nueva Orleans; y me preocupó en especial cuando vi a dos más de ellos reflejados en los largos espejos que rompían la densidad de esos horribles murales.
»Claudia pareció despertarse cuando encontré una silla de roble tallado y allí me senté. Se inclinó hacia mí y dijo algo extrañamente incoherente que me dio la sensación de significar que debía hacer lo que había dicho Armand: no decir una palabra sobre nuestros orígenes. Quise hablar con ella, pero pude ver al vampiro de alta estatura, Santiago, vigilándonos, con sus ojos moviéndose lentamente de Armand a nosotros. Varias vampiras se reunieron alrededor de Armand y sentí un tumulto de sentimientos cuando las vi pasar, abrazándolo por la cintura. Y lo que me dejó perplejo no fue su forma exquisita, sus facciones delicadas y sus manos graciosas, endurecidas como el cristal por su naturaleza vampírica, ni sus ojos perturbadores que ahora se fijaron en mí en súbito silencio; lo que me dejó perplejo fueron mis propios celos descomunales. Tenía miedo cuando las vi tan cerca de él, temí cuando él se dio vuelta y besó a cada una. Y, a medida que las acercaba a mí, me sentí inseguro y confuso.
»Estelle y Celeste son los nombres que recuerdo. Bellezas de porcelana que acariciaron a Claudia con la licencia de los ciegos; pasaban sus manos sobre el radiante pelo, tocaban sus labios, mientras ella, aún brumosa y distante, lo toleraba todo, sabedora de lo que yo también sabía y que ellas parecían no comprender: que una mente de mujer tan madura y penetrante como las propias vivía dentro de ese cuerpo pequeño. Me pregunté mientras ella era mimada y les mostraba sus faldas y sonreía fríamente ante su adoración, cuántas veces yo también debía haberme olvidado; cuántas veces le debía haber hablado como a una niña, llevado a mis brazos con el abandono de un adulto. Mi mente se disparó en tres direcciones: la última noche en el Hotel Saint-Gabriel, que parecía un año atrás, cuando ella habló de amor con rencor; mi lacerante sorpresa ante las revelaciones de Armand o su carencia de revelaciones, y, en una quieta absorción, en los vampiros a mi alrededor, quienes susurraban en la oscuridad debajo de los grotescos murales.
Porque yo podía aprender mucho de los vampiros sin hacerles una sola pregunta; la vida vampírica en París quizás era todo lo que me temía que era, todo lo que nos había indicado ese pequeño espectáculo en el teatro.
»Las luces mortecinas eran obligadas, y las pinturas, apreciadas en su totalidad, eran aumentadas casi cada noche cuando un vampiro traía un nuevo grabado o pintura hecho por un artista contemporáneo. Celeste, con una mano fría sobre mi brazo, habló de los hombres con desprecio como creadores de esas imágenes; y Estelle, que ahora tenía a Claudia en sus rodillas, me puso de manifiesto, a mí, el inocente criollo, que los vampiros no habían hecho esos horrores sino que, simplemente, los habían coleccionado, confirmando una y otra vez que los hombres eran capaces de un mal mucho mayor que los vampiros.
»—¿Es un mal hacer esas imágenes? —preguntó suavemente Claudia.
»Celeste tiró hacia atrás sus rizos negros y se rió:
»—Lo que podemos imaginarnos, puede realizarse —contestó rápidamente, pero sus ojos reflejaron cierta hostilidad contenida—. Por supuesto, nosotros competimos con los hombres en crímenes de toda laya. ¿O no es así? —Se inclinó hacia adelante y tocó la rodilla de Claudia; pero Claudia simplemente la miró, observando cómo se reía nerviosamente, y la dejó continuar.
»Santiago se acercó y sacó el tema de nuestras habitaciones en el Hotel Saint-Gabriel; terriblemente inseguro, dijo, con un exagerado gesto escénico de sus manos. Y demostró un conocimiento de esas habitaciones que fue aterrador. Conocía el armario en el que dormíamos; le parecía vulgar.
»—Venid aquí —me dijo con la simplicidad casi infantil que había mostrado en la escalera—. Vivid con nosotros y esas pantallas no os serán necesarias. Nosotros tenemos nuestros guardias. Y decidme; ¿de dónde venís? —preguntó poniéndose de rodillas, con una mano sobre el brazo de mi sillón—. Tu voz…, yo conozco ese acento. Vuelve a hablar.
»Me sentí vagamente horrorizado de que mi francés tuviera ese acento, pero ésa no fue mi preocupación inmediata. Él tenía una voluntad poderosa y era extremadamente posesivo, y me arrojó encima una imagen de esa posesión que brotó en mí de inmediato. Y, mientras tanto, los vampiros a nuestro alrededor continuaban hablando; Estelle explicó que el negro era el color de la ropa de los vampiros; que el encantador vestido de Claudia era hermoso pero carente de gusto.
»—Nosotros nos mezclamos con la noche —dijo—. Tenemos un resplandor funéreo.
»Y entonces, poniendo su mejilla contra la de Claudia, se rió para amenguar su crítica; y Celeste también se rió, así como Santiago, y la habitación cobró vida con el tintineo sobrenatural de sus risas: las veces sobrenaturales que repiqueteaban contra las paredes pintadas y avivaban las débiles llamas de las velas.
»—Ah, pero hay que cubrir estos rizos —dijo Celeste, jugueteando con el pelo rubio de Claudia. Y entonces me di cuenta de algo que era absolutamente obvio: todos se habían teñido de negro sus cabellos con la excepción de Armand. Y eso era lo que junto a las negras vestimentas daba la perturbadora impresión de que éramos estatuas del mismo cincel y de las mismas pinceladas. No puedo decir cuánto me impresionó ese hecho. Pareció tocar algo en mi interior, algo que yo no podía averiguar del todo.
»Me encontré mirando uno por uno los espejos angostos y observando a todos por encima de sus hombros. Claudia brillaba como una joya; lo mismo le sucedería a ese chico mortal que dormía en la habitación de abajo. Tomé conciencia de que los encontraba opacos de una manera espantosa: opacos, todos opacos dondequiera que yo mirara; sus brillantes ojos de vampiros se repetían, su ingenio era opaco como una campana de latón.
»Únicamente el conocimiento que necesitaba distrajo esos pensamientos.
»—Los vampiros del este de Europa… —dijo Claudia—, esas criaturas monstruosas, ¿qué relación tienen con nosotros?
»—Unos espectros —contestó suavemente Armand desde lejos, jugando con sus perfectos oídos sobrenaturales, que podían oír lo que era más mudo que un susurro. La habitación quedó en silencio—. Su sangre es diferente, vil. Aumentan como nosotros, pero sin habilidad ni cuidado. En los viejos tiempos…
«Abruptamente dejó de hablar. Pude ver su rostro en el espejo. Estaba extrañamente rígido.
»—Cuenta de los viejos tiempos —dijo Celeste, con su voz chillona con un tono humano. Había algo sórdido en su voz.
»Y entonces Santiago también habló con tono provocador:
»—Sí, cuéntanos de los aquelarres y de las hierbas que nos harían invisibles —sonrió—. ¡Y de las cremaciones en la estaca!
»Armand fijó sus ojos en Claudia.
»—Cuídate de estos monstruos —dijo, y sus ojos, de forma deliberada, pasaron de Celeste a Santiago—. Estos espectros te atacarán como si fueras humana.
»Celeste se estremeció, murmurando algo con desprecio; una aristócrata hablando de primos vulgares que llevaban el mismo nombre. Pero yo miraba a Claudia, cuyos ojos parecían tener las mismas brumas que antes. De repente, apartó la vista de Santiago.
»Las voces de los otros volvieron a oírse, como si conferenciaran entre ellos sobre las muertes de esa noche, describiendo este o aquel encuentro sin un indicio de emoción; los desafíos a la crueldad surgían de vez en cuando como relámpagos de luz blanca: un vampiro alto y delgado estaba arrinconado por una inútil narración de vida humana, carente de espíritu, que le impedía hacer lo más entretenido que se podía hacer en ese momento. Era simple, opaco, de palabra lenta, y caía en largos períodos de silencio estupefacto, como si, casi ahíto de sangre, se pudiera meter ya en el ataúd y permanecer allí. Y, no obstante, seguía escuchando, mantenido por la presión de su grupo anormal, que había hecho de la inmortalidad un círculo de conformistas. ¿Cómo lo habría averiguado Lestat? ¿Había estado con ellos? ¿Por qué se había ido? Nadie había imperado sobre Lestat; él había sido el amo de su pequeño círculo, ¡pero cómo habrían elogiado su inventiva, su juego felino con las víctimas! Y la “pérdida”…, esa palabra, ese valor que había tenido suprema importancia para mí como vampiro novato y que tantas veces había escuchado: Tú “perdiste” la oportunidad de matar a ese niño; tú “perdiste” la oportunidad de asustar a esa vieja o enloquecer a aquel hombre, lo que habría logrado una pequeña prestidigitación.
»La cabeza me daba vueltas. Un común dolor de cabeza humano. Deseé alejarme de esos vampiros. Únicamente la figura distante de Armand me clavaba en el sitio pese a sus advertencias. Ahora parecía remoto, aunque a menudo sacudía la cabeza y pronunciaba unas pocas palabras aquí y allí, de modo que parecía formar parte de ellos; y su mano se levantaba ocasionalmente de la garra de león de su silla. Mi corazón latió cuando lo vi de esa manera; vi que nadie había pescado su mirada cuando me encontré con ella y nadie la encontraba de tanto en tanto como yo. No obstante, se mantuvo distanciado de mí y sólo sus ojos retornaban a mí. Su advertencia seguía resonando en mis oídos; sin embargo, la descarté. Me quería ir del teatro y allí estaba reuniendo una información que, como mínimo, me era inútil e infinitamente aburrida.
»—Pero, entre vosotros, ¿no existe el crimen, algún delito máximo? —preguntó Claudia. Sus ojos violetas estaban fijos en mí, incluso en el espejo, cuando me encontraba de espaldas a ella.
»—¿Un delito? ¡El aburrimiento! —gritó Estelle y señaló a Armand con su dedo blanco; él se rió un poco con ella desde su distante posición al otro lado de la habitación—. ¡El aburrimiento es la muerte! —gritó ella, y mostró sus colmillos de vampira, de modo que Armand se llevó la lánguida mano a la frente en un gesto teatral de pánico y condena.
»Pero Santiago, que observaba con las manos a la espalda, intervino:
»—Un delito —dijo—: Sí que lo hay; un delito por el cual buscaríamos a otro vampiro hasta darle muerte. ¿Os podéis imaginar de qué se trata? —Miró a Claudia, luego a mí y volvió al rostro imperturbable de Claudia—. Vosotros deberíais saberlo, ya que sois tan misteriosos acerca del vampiro que os creó.
»—¿Por qué? —preguntó ella, abriendo los ojos apenas y las manos aún inmóviles sobre las piernas.
»Un murmullo se oyó en la habitación, primero en un rincón luego en todo el recinto. Y todos los rostros se dirigieron a Santiago, que permaneció con las manos a la espalda, de pie frente a Claudia. Sus ojos brillaron cuando se percató de que tenía la palabra. Y entonces, vino en mi dirección, se puso detrás de mí y, con una mano sobre mi hombro, dijo:
»—¿Acaso tú no sabes de qué crimen se trata? ¿No te lo dijo tu maestro vampiro?
«Haciéndome dar vuelta lentamente con esas manos intrusas y ya conocidas, me tocó el corazón levemente siguiendo el ritmo de sus palabras.
»—Es el delito que significa muerte para cualquier vampiro que lo cometa. ¡Se trata de matar a tu propia especie!
»—¡Aaah! —exclamó Claudia, y se puso a reír a carcajadas; caminó por la sala con su vestido de seda, a pasos firmes; me tomó de la mano—. Me temía que fuera haber nacido, como Venus, de la espuma. ¡Como nos pasó a nosotros! ¡Un maestro vampiro! Vamos, Louis, vamos —me dijo y me hizo un gesto para que la siguiera.
»Armand se reía. Santiago quedó en silencio. Y fue Armand quien se puso de pie cuando llegamos a la puerta.
»—Seréis bienvenidos mañana por la noche. Y la noche siguiente.
»Pienso —siguió contando el vampiro, tras una pausa— que contuve la respiración hasta que llegamos afuera. Caía la lluvia y toda la calle parecía triste y desolada, pero hermosa. Volaban unos pocos pedazos de papel en el viento; un carruaje brillante pasó con el ruido pesado y rítmico de los cascos de los caballos. El cielo era de un violeta pálido. Caminé rápidamente con Claudia a mi lado. Cuando se cansó de mis largos pasos, me la puse en los brazos.
»—No me gustan —dijo con una furia acerada cuando nos acercábamos al Hotel Saint-Gabriel. Su entrada inmensa e iluminada estaba silenciosa en aquellas horas cercanas al alba. Pasé al lado de los empleados semidormidos—. ¡Los he buscado por medio mundo y los detesto!
»Se quitó la capa y la arrojó en un rincón de la habitación. Un golpe de lluvia azotó los vidrios del balcón. Me encontré apagando las luces una a una y levantando el candelabro hasta las lámparas de gas como si fuera Lestat o Claudia. Y entonces, al ver el sillón de terciopelo que había deseado en aquel sótano, me desplomé en él. Por un momento el cuarto pareció relumbrar a mí alrededor; cuando fijé la vista en el marco dorado del cuadro de árboles y aguas serenas, se deshizo el embrujo de los vampiros. Ahí no nos podían tocar y, no obstante, yo sabía que eso era una mentira, una estúpida mentira.
»—Estoy en peligro, en peligro —dijo Claudia con furia latente.
»—Pero, ¿cómo pueden saber lo que le hicimos? Además, ¡los dos estamos en peligro! ¿Piensas por un momento que no reconozco mi propia culpabilidad? Y si tú fueras la única… —estiré mis brazos en su dirección cuando se me acercó, pero sus ojos furiosos se posaron en mí y dejé que mis manos cayeran a un costado—, ¿piensas que te abandonaría en el peligro?
»Ella sonrió. Por un instante, no pude creer en mis propios ojos.
»—No, Louis, tú no lo harías. Tú no lo harías. El peligro me ata a ti.
»—El amor me ata a ti —dije en voz baja.
»—¿El amor? —murmuró—. ¿Qué quieres decir con el amor?
»Y entonces, como si se percatara del dolor en mis facciones, se me acercó y me puso las manos en las mejillas. Estaba fría, insatisfecha, del mismo modo en que yo me sentía frío e insatisfecho, provocado por aquel chico mortal, pero insatisfecho.
»—Tú siempre has dado mi amor por sentado. Nosotros estamos unidos… —dije; pero al mismo tiempo que decía estas palabras, sentí que Saqueaba mi antigua convicción; sentí el tormento que había sentido la noche anterior cuando ella me provocara con la pasión mortal; me separé de ella.
»—Tú me dejarías por Armand si él te hiciera un solo gesto —dijo.
»—Jamás… —dije.
»—Me dejarías. Y él te quiere tanto como tú a él. Te ha estado esperando…
»—Jamás… —repetí, y me levanté, acercándome al armario. Las puertas estaban cerradas, pero no dejarían afuera a los vampiros. Únicamente nosotros podíamos mantenerlos alejados levantándonos tan pronto como nos lo permitiera la luz. Me di vuelta y le dije que se acercara. Ella estaba a mi lado. Quise hundir la cara en su cabello, quise rogarle que me perdonara. Porque, en realidad, ella tenía razón. Sin embargo, yo la amaba; yo la amaba como siempre. Y ahora, cuando la apreté contra mí, ella dijo:
»—¿Sabes lo que dijo una y otra vez sin siquiera abrir los labios? ¿Sabes en qué estado de trance me puso, cuando mis ojos sólo podían verlo a él, como si pusiera mi corazón en un hilo?
»—Entonces, tú lo sentiste… —susurré—. A mí me sucedió lo mismo.
»—¡Me dejó indefensa! —dijo ella, y vi su imagen apoyada en los libros del escritorio, y su cuello laxo, como sus manos.
»—¿Pero qué dices? ¿Que él te habló, que…?
»—¡Sin palabras! —repitió; pude ver que se apagaban las lámparas de gas, las llamas demasiado sólidas en su inmovilidad; la lluvia golpeaba en los vidrios—. ¿Sabes lo que me dijo…? —susurró—. Que yo debía morir, que debía dejarte en paz.
»Sacudí la cabeza y, no obstante, en mi monstruoso corazón sentí una ola de excitación. Ella dijo la verdad tal como la creía. En sus ojos había una película vidriosa y plateada.
»—Con su presencia me arrebataba la vida —dijo, y sus hermosos labios temblaron de tal manera que no lo pude soportar; la abracé, pero sus ojos continuaron llenos de lágrimas—. Le arrebata la vida al chico que es su esclavo, me la quita a mí, a quien 61 haría su esclava. Te quiere a ti. Te quiere y no tolerará que me interponga en su camino.
»—¡No lo comprendo! —me resistí, besándola; quise cubrir de besos sus mejillas, sus labios.
»—No, yo lo comprendo demasiado bien —susurró ella ante mis labios, incluso cuando la besaba—. Tú eres quien no lo comprende. La admiración te ha enceguecido, la fascinación por su conocimiento, por su poder. Si supieras cómo sacia su sed con la muerte lo odiarías más de lo que jamás odiaste a Lestat. Louis, jamás debes volver a él. Te lo digo, ¡estoy en peligro!
»A la noche siguiente la dejé, convencido de que entre todos los vampiros del teatro sólo podía confiar en Armand. Ella me dejó ir sin ganas, y la expresión de sus ojos me produjo honda preocupación. La debilidad le era desconocida y, sin embargo, sentí miedo, como si algo se quebrara, cuando me dejó salir.
»Y me apresuré en mi misión; esperé fuera del teatro hasta que el último de los espectadores se hubo marchado, y los porteros estaban cerrando ya las puertas.
»No estoy seguro de que supieran de quién se trataba. ¿Un actor como los demás que no se quitaba la pintura? No importaba. Lo importante fue que me dejasen pasar, y entré; vi a varios vampiros en el recibidor; nadie me importunó y llegué ante la puerta abierta de Armand. Él me vio de inmediato; sin duda había oído mis pasos, y me saludó y rogó que tomara asiento. Estaba ocupado con el chico humano, quien cenaba en el escritorio utilizando un plato de plata con carnes y pescado. Una jarra de vino estaba a su lado y, aunque seguía febril y débil desde la noche pasada, su piel estaba rosada y su calor y su fragancia fueron un tormento para mí. Al parecer no para Armand, quien se sentó en una silla de cuero frente a mí y al lado del fuego y miró al humano con los brazos cruzados. El muchacho llenó su copa y la levantó en un brindis para Armand.
»—Mi amo —dijo; sus ojos relampaguearon mientras sonreía.
»—Tu esclavo —susurró Armand con voz profunda, que pareció apasionada. Y lo observó mientras el chico bebía. Lo pude ver saboreando los labios húmedos, la carne móvil del cuello mientras bajaba el vino. Entonces el chico tomó un bocado de carne blanca, hizo el mismo saludo y la consumió lentamente, con sus ojos fijos en Armand. Fue como si Armand participara de su fiesta, bebiera esa parte de la vida que ya no podía compartir salvo con los ojos. Aunque parecía concentrado en ello, era algo calculado; no era la tortura que yo sintiera años atrás cuando me quedaba fuera de la ventana de Babette ansiando tener vida humana.
»Cuando el chico hubo terminado, se arrodilló con los brazos alrededor del cuello de Armand, como si saboreara de verdad esa piel helada. Pude recordar la primera noche que Lestat se había acercado a mí; cómo le ardían los ojos, cómo le brillaba la cara.
»Por último, todo terminó. El chico se fue a dormir y Armand cerró las puertas enrejadas detrás de él. En pocos minutos, pesado con la comida ingerida, estaba durmiendo. Armand se sentó a mi lado y sus grandes ojos hermosos y tranquilos parecieron inocentes. Cuando sentí que me empujaban hacia él, cerré los ojos; deseé que hubiera fuego en la chimenea, pero sólo había cenizas.
»—Dijiste que no revelara nada de mis orígenes, ¿por qué? —le pregunté. Fue como si sintiera que yo me defendía, pero no se ofendió; sólo me miró con un leve asombro. Pero yo me sentía inseguro, demasiado inseguro para esa sorpresa, y, una vez más, desvié la mirada.
»—¿Mataste al vampiro que te creó? ¿Por eso estáis aquí sin él? ¿Por qué no nos decís su nombre? Santiago cree que lo matasteis.
»—Y si eso es verdad, o si no podemos convenceros de lo contrario, ¿trataréis de destruirnos? —pregunté yo.
»—Yo no trataría de haceros nada —dijo él con calma—. Pero, como ya te he dicho, yo aquí no soy el jefe en el sentido en que tú crees.
»—Sin embargo, ellos creen que tú eres el jefe, ¿no es así? A Santiago ya me lo has quitado dos veces de encima.
»—Soy más fuerte que Santiago, más viejo. Santiago es más joven que tú —dijo. Su voz fue simple, desprovista de orgullo. Recalcaba los hechos, simplemente.
»—Nosotros no queremos conflictos con vosotros.
»—Ya han empezado. Pero no conmigo. Con los de arriba.
»—¿Pero qué razón tienen para sospechar de nosotros?
»Pareció pensar, con los ojos entornados y el mentón descansando en el puño. Después de unos segundos que me parecieron interminables, levantó la mirada y dijo:
»—Te podría dar razones: que son demasiado callados; que los vampiros del mundo son muy pocos y viven aterrorizados, peleándose entre ellos, eligiendo con cuidado sus pares, asegurándose de que respetan mucho a los demás vampiros. En esta casa hay quince vampiros y ese número es cuidado con meticulosidad. Se teme mucho a los vampiros débiles; te lo debo decir. Es obvio que tú eres imperfecto para ellos: piensas demasiado, sientes demasiado. Como tú mismo dijiste, la frialdad del vampiro te tiene sin cuidado. Y luego está esa niña misteriosa: una niña que no puede crecer, que jamás puede bastarse a sí misma. Yo ahora no transformaría a este chico en vampiro aunque su vida, que para mí tiene mucho valor, estuviera en serio peligro. Porque es demasiado joven, sus miembros no tienen la fuerza suficiente; apenas ha saboreado su copa mortal. ¿Qué clase de vampiro la creó a ella?, se preguntan. Por tanto, ¿ves?, llevas contigo esos fallos y ese misterio y, sin embargo, te mantienes en completo silencio. En consecuencia, no se puede confiar en ti. Santiago está buscando una excusa. Pero hay otra razón más cercana a la verdad que todas las que te acabo de enumerar. Y es la siguiente: cuando tú encontraste por primera vez a Santiago en el Barrio Latino, tú, por desgracia…, le dijiste que era un bufón.
»—Aaaah —exclamé.
»—Quizás hubiera sido mucho mejor que te hubieses callado —dijo; y sonrió para ver si yo comprendía la ironía de sus palabras.
»Me recosté en el respaldo, meditando acerca de lo que acababa de decirme, y lo que más sopesé fueron las admoniciones que me había hecho Claudia: que este joven de ojos generosos le había dicho: “Muere”. Aparte, sentí que en mí se acumulaba cada vez más el disgusto contra los vampiros de arriba.
»Sentí un deseo abrumador de sincerarme con él y contarle todas estas cosas. Del miedo de Claudia, no, todavía no; aunque no pude creer, cuando lo miré a los ojos, que hubiese tratado de ejercitar ese poder con ella. Sus ojos decían: vive. Sus ojos decían: aprende. Y, ah, cuánto deseé confiarle todo lo que yo no llegaba a comprender; lo que me había escandalizado que, después de tantos años de búsqueda, esos vampiros de arriba hubieran hecho de la inmortalidad un círculo de diversiones y de conformismo baratos. Empero, a través de esta tristeza, de esta conclusión, me di cuenta con claridad de todo: ¿por qué habría de ser de otra manera? ¿Qué había esperado? ¿Qué derecho tenía para estar tan amargamente desilusionado con Lestat hasta el punto de dejarlo morir? ¿Por qué no me había mostrado lo que debía encontrar en mí mismo? Las palabras de Armand, ¿cuáles habían sido?: El único poder existente está dentro de nosotros mismos…
»—Escúchame —dijo entonces—. Debes alejarte de ellos. Tu rostro no esconde nada. Tú te sincerarías si yo te hiciera una pregunta. Mírame a los ojos.
»No lo hice. Fijé la mirada en una de esas pequeñas pinturas encima del escritorio, hasta que cesó de ser la Virgen y el Niño y se convirtió en una armonía de línea y color. Porque yo sabía que lo que él me decía era verdad.
»—Detenlos si quieres; diles que no pensamos hacer ningún mal. ¿Por qué no puedes hacer eso? Tú mismo dijiste que no somos sus enemigos, pese a cualquier cosa que hayamos hecho…
»Le pude oír suspirar levemente.
»—Los he detenido por el momento —dijo—. Pero no tengo todo el poder que sería necesario para detenerlos por completo. Porque, si yo ejercitara semejante poder, entonces tendría que protegerte. Me haría de enemigos. Y tendría que lidiar con esos enemigos cuando lo único que deseo aquí es cierta paz; determinada paz. Si no, no estaría aquí. Acepto la autoridad que me han conferido, pero no para gobernarlos sino únicamente para mantenerlos a distancia.
»—Tendría que haberlo sabido —dije, con los ojos aún fijos en la pintura.
»—Por tanto, debes mantenerte alejado. Celeste tiene mucho poder, por ser una de las más viejas, y siente celos de la belleza de la niña. Y Santiago sólo está esperando que aparezca una mínima pista que os señale como malhechores.
»Me di la vuelta lentamente y lo volví a mirar, allí sentado con su fantasmagórica inmovilidad de vampiro, como si en realidad no tuviera la menor vida. El momento se alargó. Oí sus palabras como si las estuviese repitiendo: “Lo único que deseo aquí es cierta paz, determinada paz. Si no, no estaría aquí”. Y sentí tal atracción que me costó refrenarla y poderme quedar allí sentado mirándolo, simplemente. Yo quería que las cosas fueran de la siguiente manera: Claudia a salvo de algún modo entre estos vampiros, inocente de cualquier crimen que le pudieran llegar a imputar, de modo que yo quedase en libertad, en libertad para permanecer para siempre en esa habitación, todo el tiempo en que fuera bienvenido, incluso tolerado, permitido bajo la condición que fuera.
»Pude volver a contemplar a ese chico mortal como si no estuviera dormido en la cama sino de rodillas al lado de Armand, con los brazos alrededor de su cuello. Para mí, era una imagen del amor. El amor que yo sentía. No el amor físico, como debes comprender. No hablo de ninguna manera de eso, aunque Armand era hermoso y simple y ninguna intimidad con él podría haber sido repelente. Para los vampiros, el amor físico culmina y es saciado con una sola cosa: la muerte. Hablo de otra clase de amor que jamás había sido Lestat. Armand jamás escondería el conocimiento y yo lo sabía. Pasaba por él como por una vitrina de cristal, de modo que yo me podía aproximar y absorberlo y crecer. Pensé que le oí hablar, tan bajo que no pude estar seguro. Pareció decir:
»—¿Sabes por qué estoy aquí?
» Volví a levantar la mirada preguntándome si él conocía mis pensamientos, si podía leerlos en realidad, si ésa podía ser concebiblemente la extensión de sus poderes. Ahora, después de tantos años, puedo perdonarle a Lestat el haber sido solamente una criatura mediocre que no pudo enseñarme el uso de mis poderes. Pero aún ansiaba tenerlos, caer en ellos sin la menor resistencia. Una tristeza lo invadía todo; tristeza por mi propia debilidad y por mi propio dilema espantoso. Claudia me esperaba. Claudia, que era mi hija y mi amor.
»—¿Qué voy a hacer? —murmuré—. ¿Alejarme de ellos, alejarme de ti? Después de todos estos años…
»—Ellos no te importan —dijo él.
»Yo sonreí y asentí con la cabeza.
»—¿Qué es lo que quieres hacer? —me preguntó. Y su voz asumió ese tono afectuoso, diferente.
»—¿No lo sabes tú? ¿No tienes el poder? —pregunté—. ¿Acaso no puedes leer mis pensamientos como si fueran palabras?
»Él sacudió la cabeza.
»—No como tú te crees. Lo único que sé es que el peligro en que están tú y la criatura es real porque es real para ti. Y sé que tu soledad, pese a tu amor, es casi más terrible de lo que puedes soportar.
»Entonces me puse de pie. Parecería algo fácil de hacer, levantarse, ir a la puerta, apresurarme por el corredor. Y, sin embargo, necesité de todas mis fuerzas, cada pizca de esa cosa tan curiosa que yo llamaba distanciamiento.
»—Te pido que los mantengas alejados de nosotros —le dije cuando llegué a la puerta, pero no pude volver la mirada; ni siquiera quise la suave intrusión de su voz.
»—No te vayas —dijo.
»—No tengo otra posibilidad.
»Yo ya estaba en el pasillo cuando lo sentí tan próximo a mí que me quedé atónito. Estaba a mi lado, sus ojos a la altura de mis ojos y en su mano tenía una llave que puso en la mía.
»—Aquí hay una puerta —dijo, señalando el fondo a oscuras que yo pensaba que era nada más que una pared—. Y una escalera que da a la calle lateral que sólo uso yo. Vete por aquí y podrás evitar a los otros. Estás ansioso y ellos se darían cuenta —agregó. Me di la vuelta para irme de inmediato, aunque cada poro de mi cuerpo me pedía que me quedara—. Pero déjame que te diga lo siguiente —dijo, y levemente posó la palma de su mano contra mi corazón—: Usa el poder interior que tienes. ¡No lo rechaces más! ¡Usa ese poder! Y cuando te vean arriba en la calle, usa ese poder para hacer una máscara de tu rostro, y cuando los mires a ellos, o a cualquiera, piensa: cuidado. Lleva esa palabra como si fuera un amuleto que te hubiera dado para que lo uses atado al cuello. Y cuando tus ojos se crucen con los de Santiago o con los ojos de cualquier otro vampiro, dile amablemente lo que se te ocurra, pero piensa en esa palabra y en esa palabra únicamente. Te hablo de esta forma simple porque sé que tú respetas la sencillez. Tú la comprendes. Ésa es tu fortaleza.
»Me llevé la llave y no recuerdo haberla puesto en la cerradura ni haber subido los escalones; o dónde estaba o lo que él hizo, salvo que, cuando pisé la oscura calleja detrás del teatro, le escuché decirme en voz muy baja en algún sitio cerca de mí:
»—Ven aquí, a mí, cuando puedas.
»Eché una mirada a mi alrededor y no me sorprendió no verlo. En algún momento, también me había dicho que no abandonara el Hotel Saint-Gabriel, que no debía darles a los otros un solo indicio de la culpabilidad que ellos buscaban.
»—¿Ves? —me dijo—, matar a otros vampiros es algo muy excitante y por eso está prohibido, bajo pena de muerte.
»Y entonces me pareció despertar: a las calles de París brillantes con la lluvia, a los edificios cerrados para constituir otra vez una sólida pared oscura a mis espaldas, y a que Armand ya no estaba allí.
»Y aunque Claudia me esperaba, aunque pasé por el hotel y vi las ventanas iluminadas, y ella, una figura diminuta, estaba de pie entre flores de pétalos de cera, me alejé de la avenida; dejé que me tragaran las calles más tenebrosas, como lo habían hecho con tanta frecuencia aquellas calles de Nueva Orleans.
»No se trataba de que yo no la amara; más bien fue que la quería mucho y que mi pasión era tan grande como la pasión por Armand. Y ahora escapé de ambos, dejando que el deseo de matar creciera en mí como una fiebre esperada, una conciencia amenazadora, un dolor amenazador.
»De entre la bruma que siguió a la lluvia, apareció un hombre y caminó hacia mí. Puedo recordarlo como caminando en un paisaje de ensueño, porque la noche a mi alrededor era oscura e irreal. Ese lugar podría haber estado en cualquier parte del mundo y las luces suaves de París eran un resplandor amorfo en la niebla. Con los ojos hundidos y borracho, él caminaba ciegamente a los brazos de la misma muerte, y sus dedos vivos se extendieron para tocar los huesos de mi rostro.
»Yo aún no estaba en el límite, todavía no sentía una sed desesperada. Le podría haber dicho: “Pasa”. Creo que mis labios formaron la palabra que me había dicho Armand: “Cuidado”. Y, sin embargo, le permití que me pasara sus brazos borrachos por la cintura; cedí ante sus ojos adoradores, ante la voz que me rogaba que me dejase pintar, y que habló con cariño del olor rico y dulce de los óleos que manchaban su camisa abierta. Lo seguí a través de Montmartre y le susurré:
»—Tú no eres un miembro de los muertos.
»Me guió por un jardín descuidado, a través de las hierbas fragantes y mojadas y se rió cuando le dije:
»—Estás vivo, vivo…
»Su mano me tocó las mejillas, la cara, y por último el mentón, mientras me guiaba hacia la luz del portal bajo y su cara enrojecida se iluminó súbitamente con la luz de la lámpara y el calor cuando se cerró la puerta.
»Vi los grandes globos chispeantes de sus ojos, las diminutas venas rojas que llegaban a los centros oscuros, la mano cálida que hacía arder mi hambre helado cuando me guió hasta la silla. Entonces, en todas partes vi rostros brillantes, caras que se elevaban por encima del humo de las lámparas, o de las ascuas de la cocina; una maravilla de colores en telas que nos rodeaban bajo el techo bajo e irregular; un brillo de belleza que latía y palpitaba.
»—Siéntate, siéntate… —me dijo, con esas manos febriles sobre mi pecho, estrechadas por las mías, pero apartándose, mientras crecía en mí el hambre en oleadas.
»Luego lo vi a distancia, con los ojos concentrados, la paleta en una mano, la tela enorme oscureciendo el brazo que se movía. Y sin pensar e indefenso, me quedé allí sentado, descansando con sus pinturas, descansando con esos ojos adoradores, dejando que todo continuara hasta que recordé los ojos de Armand, y Claudia, que corría por aquel pasillo de piedra y se alejaba con pasos resonantes, se alejaba de mí…
»—Estás vivo —murmuré.
»—Huesos —me contestó—. Huesos…
»Y los vi amontonados, sacados de esas fosas de Nueva Orleans tal corno están allí, puestos en cámaras detrás del sepulcro para poder poner otros en esos angostos espacios. Sentí que se me cerraban los ojos; el hambre se me transformó en agonía, y mi corazón clamó por un corazón vivo; entonces sentí que se me acercaba, con las manos extendidas hacia mi cara…, ese paso fatal, ese impulso fatal. Un suspiro se escapó de mis labios.
»—Sálvate —susurré—. Cuidado.
»Entonces algo sucedió en el resplandor húmedo de su rostro, algo desangró las venas rotas de su frágil piel. Se separó de mí y se le cayó el pincel de las manos. Me puse de pie sintiendo los dientes contra los labios, sintiendo que se me llenaban los ojos con los colores de su cara, mis oídos llenos con su grito apagado, mis manos llenas con esa carne firme, rebelde hasta que lo acerqué a mí, indefenso, y le rasgué la carne y tuve la sangre que le daba vida.
»—Muere —susurré cuando lo dejé en libertad de movimientos, con su cabeza apoyada en mi abrigo—, muere —insistí, y sentí que luchaba por levantar la cabeza y mirarme. Y volví a beber y él volvió a removerse hasta que, por último, se dejó caer, sin fuerzas, espantado y próximo a la muerte, al suelo. No obstante, no cerró los ojos.
»Me puse ante su tela, debilitado, en paz, mirando sus vagos ojos grises, mis propias manos rosadas, mi piel tan lujosamente cálida.
»—Soy un mortal nuevamente —dije—. Estoy con vida. Con tu sangre, recupero la vida.
»Cerró los ojos. Me apoyé en la pared y me encontré contemplando mi propio rostro.
»Lo único que había hecho era un boceto, una serie de líneas negras que, sin embargo, formaban mi cara y mis hombros a la perfección. Y el color ya había comenzado con manchones y pinceladas: el verde de mis ojos, la blancura de mis mejillas. Pero, ¡qué horror el contemplar mi propia expresión! Porque él la había captado perfectamente y allí no había nada de horror. Esos ojos verdes me miraban desde esa forma apenas bocetada con una inocencia simple, con la sorpresa inexpresiva de ese deseo todopoderoso que él no había comprendido. El Louis de hacía cien años, perdido y escuchando el sermón del sacerdote en la misa, con los labios abiertos e inmóviles, el cabello despeinado y una mano cerrada sobre las rodillas. Un Louis mortal. Creo que me reí y me llevé las manos a la cara, y me reí casi hasta el punto de tener los ojos llenos de lágrimas; y cuando bajé los ojos, allí estaba la mancha de las lágrimas mezcladas con la sangre humana. Ya había comenzado en mí el impulso del monstruo que había matado y que volvería a matar, que ahora recogía la pintura y se aprestaba a irse con ella de la pequeña casa, cuando, súbitamente, el hombre se levantó del suelo con un gruñido animal y se aferró a mis botas, con sus manos resbalando por el cuero. Con un espíritu colosal que me desafiaba, alcanzó la pintura y la agarró con fuerza con sus manos blancuzcas.
»—¡Devuélvemela! —me gruñó—. ¡Devuélvemela!
»Nos la disputamos. Mientras, yo lo miraba y miraba también mis propias manos, que retenían con tanta facilidad lo que él quería arrancarme con tanta desesperación, como si quisiera llevársela al cielo o al infierno; yo, el monstruo que su sangre no podía transformar en humano, y él, el hombre que mi mal no había derrotado. Y entonces, como si no hubiera sido yo, le arranqué la pintura de las manos y levantándolo hasta mis labios con un solo brazo, le abrí la garganta, enfurecido.
»Al entrar en las habitaciones del Hotel Saint-Gabriel —prosiguió el vampiro—, puse el cuadro sobre la chimenea y lo contemplé largo rato. Claudia estaba en alguna de las habitaciones. Había otra presencia intrusa, como si en uno de los balcones superiores, un hombre o una mujer estuviera próximo, despidiendo un inconfundible perfume personal. Yo no sabía por qué me había llevado el cuadro, por qué había luchado por él de un modo que ahora me avergonzaba más que el asesinato. Ni por qué lo tenía encima de la chimenea, viéndolo con mi cabeza gacha, mis manos temblando visiblemente. Y entonces, lentamente, volví la cabeza. Quise que las habitaciones tomasen forma a mí alrededor. Quise las flores, el terciopelo, los candelabros, todo en su sitio. Ser mortal y trivial y seguro. Y entonces, como surgiendo de entre brumas, vi allí a una mujer.
»Estaba sentada con calma en la mesa lujosa de tocador donde Claudia se peinaba; y estaba sentada tan inmóvil, tan absolutamente sin miedo, con sus grandes mangas de tafetán verde reflejadas en los espejos inclinados, que parecía que no era una mujer inmóvil sino una reunión de mujeres. Su cabello pelirrojo oscuro estaba peinado con la raya al medio, pero no caía todo a los lados, ya que una docena de pequeños rizos se escapaban para formar un marco alrededor de su rostro pálido. Me miraba con ojos serenos y violetas, y su boca de niña parecía obstinadamente suave, obstinadamente niña y sin mancha de pintura. La boca sonrió y dijo mientras los ojos parecían encenderse:
»—Sí, él es como tú dijiste, y ya lo quiero. Es como dijiste.
»Se puso de pie levantando con cuidado la abundancia del tafetán oscuro y los tres pequeños espejos se vaciaron al mismo tiempo.
«Absolutamente atónito y casi sin poder pronunciar palabra, me di vuelta para ver a Claudia, que estaba al otro lado de la gran cama, y vi su pequeña cara rígidamente calma, aunque se aferraba a la cortina de seda con un puño.
»—Madeleine —dijo casi sin aliento—. Louis es tímido.
»Y miró con sus ojos fríos a Madeleine, que sólo sonrió cuando Claudia dijo eso y, acercándose a mí, se llevó las manos al cuello de seda, de modo que allí pude ver las dos marcas pequeñas. Entonces la sonrisa murió en sus labios y, de improviso, éstos se volvieron henchidos y sensuales mientras entrecerraba los ojos, y ella musitó, la palabra:
»—Bebe.
»Me alejé de ella y mi puño se levantó con tal consternación que no pude encontrar las palabras. Pero entonces Claudia se aferró a mi puño, y me miró fijamente:
»—Hazlo, Louis —me ordenó—. Porque yo no puedo hacerlo.
»Su voz fue dolorosamente serena, y toda la emoción quedó debajo de ese tono duro, maduro.
»—¡Yo no tengo el tamaño! ¡No tengo las fuerzas! ¡Tú te ocupaste de eso cuando me creaste! ¡Hazlo!
»Me separé de ella agarrándome la muñeca como si me la hubiera quemado. Pude ver la puerta y lo más sabio me pareció irme de inmediato. Podía sentir las fuerzas de Claudia, su voluntad, y los ojos de la mujer parecían encendidos con la misma fortaleza. Pero Claudia me mantuvo allí, y no con un ruego amable o una súplica miserable, que hubiera disipado su poder haciéndome sentir lástima mientras yo recuperaba mis fuerzas. Me mantuvo allí con la emoción que expresaban sus ojos, a pesar de su frialdad y del modo en que entonces se alejó de mí, casi como si hubiese sido derrotada instantáneamente. No comprendí la manera en que volvió a echarse en la cama, con la cabeza gacha, los labios moviéndose febrilmente, los ojos levantándose sólo para revisar las paredes. Quise tocarla y decirle que lo que me pedía era un imposible; quise apagar el fuego que parecía consumirla por dentro.
»La mujer, suave y humana, se había sentado en una de las sillas de pana junto al fuego, con el roce y la iridiscencia de su vestido de tafetán rodeándola como parte de su misterio, de sus ojos desapasionados con que ahora nos observaba, de sus pálidas facciones. Recuerdo haberme dirigido a ella atraído únicamente por aquella boca infantil y como enfadada que contrastaba con su rostro frágil. El beso del vampiro no había dejado más huella visible que la herida; no había nada inalterable en la pálida piel, rosada.
»—¿Qué te parecemos? —pregunté, mientras veía cómo clavaba ella los ojos en Claudia. La mujer parecía excitada por la belleza diminuta de Claudia; una espantosa pasión femenina anudada en esas pequeñas manos pecosas—. Te pregunté qué te parecemos. ¿Piensas que somos hermosos, mágicos, con nuestras pieles blancas, nuestros ojos duros? —Oh, recuerdo perfectamente lo que era la visión humana, su debilidad. Y cómo la belleza del vampiro traspasó ese velo; esa belleza tan poderosamente atractiva, tan completamente engañosa—. “¡Bebe!”, me dices. ¡No tienes la más mínima idea de lo que pides!
»Pero Claudia se levantó de la cama y vino hacia mí.
»—¿Cómo te atreves? —murmuró—. ¿Cómo te atreves a tomar esta decisión por los dos? ¡Sabes lo que te detesto! ¡Sabes que te detesto con una pasión que me devora como un cáncer! —Tembló su pequeña figura y las manos gesticularon por encima de su vestido amarillo—. ¡No desvíes la mirada! ¡Estoy harta de que mires para otra parte con tu sufrimiento! No entiendes nada. Tu mal es que no puedes ejercitar el mal y debes sufrir por eso. ¡Y yo te digo que no sufriré más!
»Sus dedos se clavaron en mi muñeca; me retorcí y di un paso atrás alejándome de ella, ante el rostro del odio y la furia que anidaba en ella como una bestia dormida, mirando a través de sus ojos.
»—¡Arrancarme a mí de manos humanas como dos monstruos asquerosos en un cuento de hadas de pesadillas! ¡Padres ciegos! ¡Padres! —escupió la palabra—. Que haya lágrimas en tus ojos. No tienes lágrimas suficientes para lo que me hiciste. ¡Seis años mortales más, siete, ocho…, y yo podría haber tenido esa figura! —su dedo señaló a Madeleine, cuyas manos subieron hasta su rostro, con los ojos, húmedos; gimió casi el nombre de Claudia, pero ésta no la oyó—. Sí, esas formas. Podría haber sabido lo que es caminar a tu lado. ¡Monstruos!
¡Darme la inmortalidad con este disfraz desesperado, con esta forma inútil!
»Había lágrimas en sus ojos. Las palabras desaparecieron, se escondieron en su pecho.
»—¡Y ahora tú me darás a Madeleine! —dijo, con la cabeza gacha y los rizos caídos como un velo protector—. Tú me la darás. O lo haces tú o terminas de una vez lo que hiciste aquella noche en un hotel de Nueva Orleans. Yo no viviré más con este odio. ¡No viviré más con esta furia! No puedo. ¡No lo soportaré!
»Y echándose hacia atrás el cabello, se llevó ambas manos a los oídos como para tapar el sonido de sus propias palabras; tenía el aliento entrecortado y las lágrimas parecían quemarle las mejillas.
»Yo había caído de rodillas a su lado y estiré los brazos como para cubrirla. Sin embargo, no me animé a tocarla, ni siquiera a pronunciar su nombre, por miedo a que mi propio dolor escapara de mí con la primera sílaba en un chorro monstruoso de gritos desesperadamente inarticulados.
»—¡Oooh…!
»Ella sacudió la cabeza; le rodaban las lágrimas por las mejillas; tenía los dientes apretados.
»—Aún te quiero; ése es mi tormento. Jamás quise a Lestat. ¡Pero a ti…! La medida de mi odio es ese amor. ¡Son lo mismo! ¡Sabes cuánto te odio!
»Y me echó una mirada a través de la película roja que le cubría los ojos.
»—Sí —susurré. Agaché la cabeza. Pero se alejó de mí y se fue hacia Madeleine, que la abrazó con desesperación, como si quisiera protegerla de mí. ¡Ah, la ironía, la patética ironía de todo eso! ¡Proteger a Claudia de mí!
»—No llores, no llores —le susurraba a Claudia; y sus manos le acariciaban el pelo y la cara con una fuerza que hubiera hecho daño a un niño humano.
»Pero, de pronto, Claudia pareció perderse contra su pecho, con los ojos cerrados, el rostro inmóvil, como si se le hubiera acabado toda la pasión, el brazo descansando alrededor del cuello de Madeleine, la cabeza caída sobre el tafetán y los lazos. Se quedó inmóvil; las lágrimas mojaban sus mejillas como si todo lo que había saltado a la superficie la hubiese dejado débil y desesperada; como si yo no estuviera allí.
»Y allí seguían las dos juntas, una mortal cariñosa que lloraba ahora abiertamente, abrazando lo que ella no podía comprender de ninguna manera; a esa niña dura y blanca y anormal que ella creía amar. Y si no hubiera tenido lástima por esa mujer enloquecida e impetuosa que devaneaba con los condenados, si no hubiera sentido por ella toda la lástima que sentía por mi perdida naturaleza humana, le habría arrancado de los brazos esa cosa demoníaca, la habría abrazado y negado una y mil veces las palabras que acababa de escuchar. Pero sólo me quedé arrodillado allí, pensando. El amor es igual al odio: metí egoístamente eso en mi pecho, me aferré a eso cuando me apoyé pesadamente en la cama.
»Mucho tiempo antes de que Madeleine lo supiera, Claudia había dejado de llorar y estaba sentada, inmóvil como una estatua, en la falda de Madeleine, con sus ojos líquidos fijos en mí, ignorante del pelo rojo y suave que caía alrededor de ella, y de la mano de la mujer que aún la acariciaba. Y yo, sentado contra el pie de la cama, devolví esa mirada de vampiro, incapaz y sin ganas de hablar en mi defensa. Madeleine susurraba al oído de Claudia y dejaba caer sus lágrimas en los rizos de la niña. Y entonces, suavemente, Claudia le dijo:
»—Déjanos solos.
»—No. —Ella sacudió la cabeza aferrándose a Claudia. Y entonces cerró los ojos y le tembló todo el cuerpo con una vejación terrible, con algún espantoso tormento. Pero Claudia la expulsó de la silla. Y ella quedó allí suplicante, espantada y pálida, con el tafetán verde flotando alrededor del pequeño vestido amarillo de Claudia.
»Se detuvieron en la entrada de la sala y Madeleine quedó de pie como si estuviera confusa, con una mano en la garganta, batiéndola como un ala y luego quieta. Miró alrededor como esa víctima indefensa en el escenario del Théàtre des Vampires, que no sabía dónde estaba. Pero Claudia había ido a buscar algo. Y la vi salir de las sombras con lo que parecía ser una inmensa muñeca. Me puse de rodillas para verla. Era una muñeca, la muñeca de una niñita con pelo rubio y ojos verdes, adornada con lazos y cintas, de cara amable y ojos grandes, con sus pies de porcelana repiqueteando cuando Claudia se la puso a Madeleine en los brazos. Y los ojos de Madeleine parecieron endurecerse cuando tuvo la muñeca y sus labios se estiraron en una sonrisa cuando le acarició el pelo. Ahora se reía entre dientes.
»—Échate —le dijo Claudia, y juntas parecieron hundirse entre los cojines del sofá, el tafetán verde crujiendo y cediendo cuando Claudia tomó asiento a su lado y le echó los brazos al cuello. Vi que la muñeca resbalaba y casi caía al suelo, pero la mano de Madeleine la mantuvo en el aire, con su cabeza echada hacia atrás, los ojos firmemente cerrados y los rizos de Claudia acariciándole la cara.
»Volví a sentarme en el suelo y me apoyé contra el borde suave de la cama. Ahora Claudia hablaba en voz baja, apenas un murmullo, diciéndole a Madeleine que tuviera paciencia, que se quedara quieta. Temía el sonido de sus pasos en la alfombra; el sonido de las puertas cerrándose tras de Madeleine para dejarnos a solas con el odio que se levantaba entre los dos como un vapor asesino.
»Pero cuando levanté la mirada, Claudia estaba allí de pie, como transfigurada y perdida en sus propios pensamientos, todo el rencor y la amargura habían desaparecido de su cara, de modo que tenía la expresión en blanco de una muñeca.
»—Todo lo que me has dicho es verdad —le dije—. Me merezco tu odio. Lo merecí desde el momento en que Lestat te puso en mis brazos.
»Ella pareció ignorante de mi presencia y en los ojos tenía una tenue luz. Su belleza me hizo arder el alma de un modo que apenas lo pude soportar, y, entonces, ella dijo, como preguntándose:
»—Podrías haberme matado entonces, pese a él. Lo podrías haber hecho. —Sus ojos, serenos, se posaron en mí—. ¿No lo deseas hacer ahora?
»—¡Hacerlo ahora! —Le pasé un brazo por los hombros y la acerqué aún más—. ¿Estás loca? ¿Cómo me dices semejante cosa? ¡Si quiero hacerlo ahora!
»—Quiero que lo hagas —dijo ella—. Agáchate ahora tal como lo hiciste entonces, sácame toda la sangre gota a gota, toda la que puedas con tu fuerza, empuja mi corazón hasta el límite. Soy pequeña; tú lo puedes hacer. No resistiré. Soy algo frágil que tú puedes aplastar como a una flor.
»—¿Estás hablando en serio? ¿Hablas en serio? —le pregunté—. ¿Por qué no pones aquí el puñal? ¿Por qué no lo retuerces?
»—¿Morirías conmigo? —me preguntó con tono irónico y burlón—. ¿Morirías de verdad conmigo? —insistió—. ¿No comprendes lo que me está sucediendo? Que él me está matando, ese vampiro principal que te tiene en trance, ese con quien no quieres compartir conmigo tu amor. Veo su poder en tus ojos. Veo tu sufrimiento, tu pena, el amor que no puedes ocultar. Da media vuelta, haré que me mires con esos ojos que lo desean; te haré escuchar.
»—Basta ya, no prosigas… No te abandonaré. Estoy obligado contigo, ¿no lo ves? No puedo darte esa mujer.
»—¡Pero estoy luchando por mi vida! ¡Dámela para que ella pueda ocuparse de mí, completar el disfraz con que debo vivir! ¡Y él entonces podrá tenerte! ¡Estoy luchando por mi vida!
»Yo me negué.
—No, no, es una locura, es una brujería —dije, tratando de desafiarla—. Eres tú quien no quieres compartirme con él; eres tú quien quiere todo ese amor. Si no de mí, entonces de ella. Él tiene más poder que tú, te deja a un lado y eres tú quien quieres que él muera del mismo modo que Lestat. Pues bien, no me harás cómplice de esa muerte. ¡Te lo digo, no de esa muerte! Yo no la convertiré a ella en uno de nosotros. ¡No condenaré a las legiones de seres humanos que morirán en sus manos! ¡Tu poder sobre mí ha terminado! ¡No lo haré!
»Oh, si ella pudiera haberme comprendido.
»Ni por un instante pude creer realmente en sus palabras contra Armand: que, de ese distanciamiento que estaba más allá de la venganza, él pudiera desear egoístamente su muerte. Pero eso no significaba nada para mí en ese momento. Algo mucho más terrible, que yo podía comprender, estaba sucediendo; algo que sólo yo empezaba a comprender, algo contra lo cual mi furia no era más que una burla, un intento vacío de oponerme a una voluntad tenaz. Ella me odiaba, me detestaba, como ella misma lo había confesado, y se me había encogido el corazón como si, al negarme ese amor que me había sostenido toda una vida, me hubiese dado un golpe mortal. El cuchillo estaba allí. Yo me moría por ella, me moría por ese amor tal como me habría muerto aquella primera noche en que Lestat me la había entregado, la había hecho fijarse en mí y le había dicho mi nombre; ese amor que me había abrigado en el odio que sentía por mí mismo, que me había permitido existir. ¡Oh, cómo lo había comprendido Lestat! Y esta noche, por último, su plan había fracasado.
»Pero algo superaba eso, en algún ámbito del que yo desaparecía mientras caminaba de un lado a otro, con las manos abriéndose y cerrándose a mis costados, sintiendo no sólo el odio en sus ojos líquidos: era su dolor. ¡Ella me había mostrado su dolor! Darme la inmortalidad con este disfraz desesperado, con esta forma indefensa. Me tapé los oídos con las manos como si aún estuviera pronunciando ella esas palabras, y se me derramaron las lágrimas. ¡Porque durante todos esos años yo había dependido totalmente de su crueldad, de su absoluta carencia de dolor! Y dolor era lo que ahora me mostraba, un dolor innegable. Oh, cómo se hubiera reído de nosotros Lestat. Por eso ella me había clavado ese cuchillo. Porque él se habría reído. Para destruirme por completo, ella sólo necesitaba mostrarme ese dolor. La niña que yo había convertido en vampira sufría. Su sufrimiento era igual al mío.
»Había un ataúd en la otra habitación, una cama para Madeleine, a la que se retiró Claudia para dejarme a solas con lo que yo no podía soportar. Y di la bienvenida al silencio. En algún momento durante las pocas horas que quedaban de noche, me encontré ante la ventana abierta sintiendo la lenta bruma de la lluvia. Brillaba en las ramas de los helechos, sobre las dulces flores blancas que se inclinaban, se agachaban y por último quebraban sus tallos. Una alfombra de flores llenaba el pequeño balcón, con los pétalos suavemente golpeados por la lluvia. Entonces me sentí débil y completamente solo. Lo que esa noche había pasado entre nosotros dos no tenía ya remedio. Y lo que yo le había hecho a Claudia no podía deshacerse jamás.
»Pero, para mi propia sorpresa, estaba vacío de todo remordimiento. Quizá fue la noche, el cielo sin estrellas, las lámparas congeladas en la bruma lo que me daba un bienestar que no había solicitado y que, en ese vacío y en esa soledad, no sabía cómo recibir. “Estoy solo —pensaba—. Estoy solo.” Parecía justo, perfecto y, en consecuencia, tenía una forma agradable e inevitable. Me imaginé solo para siempre, como si al ganar esa fortaleza de vampiro la noche de mi muerte, hubiera abandonado a Lestat y jamás hubiera vuelto la mirada buscándolo, más allá de la necesidad de tenerlo a él o a cualquier otro a mi lado. Era como si la noche me hubiera dicho: “Tú eres la noche y únicamente la noche te comprende y te cubre con sus brazos”. Uno con las sombras. Sin pesadillas. Una paz inexplicable.
»No obstante, pude sentir el fin de esa paz con la misma seguridad con que sintiera mi breve entrega. Y la paz se rompía como los negros nubarrones. El dolor urgente de la pérdida de Claudia me presionaba, desde atrás, como la forma salida de los rincones de esa habitación extrañamente ajena y atestada. Pero, afuera, aun cuando la noche parecía disolverse en el fuerte viento, presentí que algo me llamaba, algo inanimado que yo jamás había conocido. Y un poder en mi interior pareció contestar a ese otro poder, no con resistencia sino con una fuerza inescrutable, estremecedora.
»Pasé en silencio por las habitaciones, abriendo con cuidado las puertas hasta que vi, en la luz mortecina que echaban las lámparas detrás de mí, a esa mujer dormida en las sombras del sofá, con la muñeca rígida sobre sus pechos. Poco antes de arrodillarme a su lado, vi que tenía los ojos abiertos y pude sentir en la oscuridad esos otros ojos que me vigilaban, esa pequeña cara impasible que esperaba.
»—¿Te ocuparás de ella, Madeleine?
»Vi sus manos cerrarse sobre la muñeca y volvió el rostro contra su pecho. Y mi propia mano se extendió y la agarró, aunque no supe por qué, ni siquiera cuando ella me contestaba:
»—¡Sí! —me aseguró con desesperación.
»—¿Es esto lo que tú crees que es ella? ¿Una muñeca? —le pregunté, y mi mano se cerró en la cabeza de la muñeca sólo para ver que ella me la arrebataba, con sus dientes cerrados y echándome una mirada furibunda.
»—¡Una niña que no puede morir! Eso es lo que es —dijo ella como si estuviera pronunciando una terrible maldición.
»—Aaah… —susurré.
»—He terminado con las muñecas —dijo ella, y la arrojó sobre los cojines del sofá. Buscaba algo en su pecho, algo que quería mostrarme y ocultarme al mismo tiempo, abriendo y cerrando sus dedos por encima. Yo sabía lo que era; me había dado cuenta antes. Un relicario atado con un alfiler de oro. Ojalá pudiera describir la pasión que llenaba sus facciones redondas; cómo se distorsionó su suave boca infantil.
»—¿Y la niña que murió? —pregunté, adivinando, observándola. Me imaginaba una tienda de muñecas, todas las muñecas con la misma cara. Ella sacudió la cabeza; su mano tiró fuerte del relicario y el alfiler rasgó el tafetán. Entonces vi miedo en ella, un miedo consumidor. Y le sangró la mano cuando lo abrió con el alfiler roto. Le quité el relicario de los dedos.
»—Mi hija —murmuró, y le temblaron los labios.
»Era un rostro de muñeca sobre el pequeño fragmento de porcelana, la cara de Claudia, una cara de niña, una burla dulzona que el artista había pintado, una niña con el pelo despeinado como la muñeca. Y la madre, aterrada, contemplaba la oscuridad delante de ella.
»—El dolor… —dije en voz baja.
»—He terminado con el dolor —me interrumpió, y entrecerró los ojos para mirarme—. Si tú supieras cuánto deseo tu poder; estoy lista, ansió tenerlo —y se volvió a mí, respirando pesadamente, de modo que sus pechos parecieron hincharse bajo el vestido.
»Entonces una frustración violenta le cruzó la cara. Desvió la mirada, sacudiendo la cabeza y los rizos.
»—Si fueras un ser humano, hombre y monstruo —dijo ella con furia—; si te pudiera demostrar mi poder… —y sonrió malignamente, en desafío—. ¡Te podría hacer desearme! ¡Desearme! —Su sonrisa contrajo las comisuras de sus labios—. Pero no eres normal. ¿Qué puedo darte yo? ¿Qué puedo hacer para que me des lo que pretendo? —terminó, y sus manos se movieron encima de sus pechos como para acariciarlos como un hombre.
»Ese momento fue extraño; extraño porque yo jamás podría haber predicho la sensación que incitaron en mí sus palabras, el modo en que entonces la vi con su pequeña cintura atractiva, con la curva redonda y amplia de sus pechos y con esos labios delicados y como haciendo pucheros. Jamás se imaginó lo que era en mí el hombre mortal, lo atormentado que estaba por la sangre que acababa de beber. La deseé más de lo que supo porque no comprendía la naturaleza de la muerte. Y, con el orgullo de un hombre, quise probárselo, humillarla por lo que me había dicho, por la vanidad de su provocación y por los ojos que ahora se alejaban disgustados de mí. Pero eso era una locura. No eran razones valederas para justificar una vida eterna.
»Y con crueldad, con seguridad, le dije:
»—¿Amabas a esa niña?
»Jamás olvidaré su cara entonces, la violencia, el odio absoluto.
»—Sí. ¿Cómo te atreves?
»Estiró la mano pidiendo el relicario que yo aún tenía en las mías. La consumía la culpabilidad, no el amor. Era la culpabilidad, esa tienda de muñecas que Claudia me había descrito, de estantes y estantes con la efigie de la niña difunta. Pero era una culpabilidad que ignoraba completamente la finalidad de la muerte. En ella había algo duro como el mal en mí mismo, algo igual de poderoso. Extendió una mano en mi dirección. Tocó mi abrigo y allí abrió los dedos apretándolos contra mi pecho. Me puse de rodillas, acercándome a ella, con su pelo tocándome la cara.
»—Agárrate de mí cuando te beba —le dije, y vi que abría los ojos, la boca—. Y cuando el delirio alcance el paroxismo, escucha con todas tus fuerzas los latidos de mi corazón. Aférrate y di una y otra vez: “Viviré”.
»—Sí, sí —dijo, y el corazón le latía, excitado.
»Sus manos me ardieron en el cuello, con los dedos abriéndose paso por la camisa.
»—Mira por encima de mí aquella luz distante; no apartes tus ojos de ella, ni un segundo, y repite y repite: “Viviré”.
»Gimió cuando le abrí la carne y entró en mí esa corriente cálida, con sus pechos aplastados contra mí, su cuerpo arqueado, indefenso, en el sofá. Y pude ver sus ojos incluso cuando cerré los míos, ver su boca provocativa, anhelante. La abracé con fuerza, levantándola, y sentí que se debilitaba, que las manos se le caían a los costados.
»—Aférrate fuerte —susurré por encima de la corriente caliente de su sangre, con su corazón atronando en mis oídos, y su sangre hinchando mis venas saciadas—. La lámpara —le indiqué—; ¡mírala!
»Se le detenía el corazón y su cabeza cayó sobre el terciopelo, con sus ojos opacos al borde de la muerte. Por un momento me pareció que no podía moverme; no obstante, supe que debía hacerlo, que alguien me llevaba la muñeca a la boca mientras la habitación giraba y giraba; que yo me concentraba en la luz tal como le había ordenado a ella, que saboreaba mi propia sangre en mi muñeca y que luego se la ponía en la boca.
»—Bébela, bebe —le dije. Pero ella quedó echada como muerta. La acerqué aún más a mí y la sangre manó sobre sus labios. Entonces abrió los ojos. Sentí la presión suave de su boca, y sus manos apretaron mi brazo cuando empezó a beber.
Yo la mecía, le hablaba, tratando con desesperación de romper mi delirio, y entonces sentí su empuje poderoso. Cada vaso de mi sangre lo sintió. Estaba atrapado por su ímpetu, con mi mano aferrada al sofá y su corazón latiendo tremebundo contra el mío. Sus dedos se hundieron en mi brazo y en mi palma extendida. Me cortaba, me quemaba y casi grité mientras esto seguía y seguía. Traté de alejarme de ella, pero me la llevaba conmigo. Mi vida pasaba por mi brazo; su respiración, con sus gemidos, seguía el ritmo de sus ansias. Y esas cuerdas que eran mis venas, esos alambres chamuscados, tiraban de mi propio corazón con fuerza hasta que, sin voluntad ni dirección, me liberé de ella y caí al suelo, aferrado con una mano a mi sangrante muñeca.
»Ella, me miraba, con la boca abierta, manchada de sangre. Pareció que pasaba una eternidad mientras lo hacía. En mi visión nublada, ella se duplicaba y triplicaba y luego se borró en una forma temblorosa. Se llevó una mano a la boca; sus ojos no se movieron, pero se agrandaron mientras miraba. Y entonces se levantó lentamente, no como por sus propias fuerzas sino como levantada del sofá corporalmente por una fuerza invisible que ahora la tenía en sus manos, y ella miraba y daba vueltas y vueltas, con su falda moviéndose rígida como si fuera de una sola pieza, girando como un gran ornamento tallado en una caja de música que se repite, incesante. Y, de repente, ella miró el tafetán de su vestido, lo tomó entre sus dedos hasta que crujió y lo dejó caer; se cubrió rápidamente los oídos, mantuvo los ojos cerrados y luego los abrió. Entonces pareció ver la lámpara, la lámpara distante y baja de la otra habitación, que proyectaba una luz frágil a través de las puertas dobles. Corrió hacia ella y se puso a su lado mirándola como si estuviera con vida.
»—No la toques —le dijo Claudia, y la alejó suavemente de su lado. Pero Madeleine había visto las flores del balcón y se acercó a ellas, con sus manos estiradas acariciando los pétalos y luego llevando las gotas de agua hasta su cara.
»Yo me movía a los costados de la habitación, mirando cada movimiento suyo; cómo cogía las flores y las estrujaba en sus manos y dejaba caer los pétalos a su alrededor, y cómo tocaba el espejo con las yemas de los dedos y se miraba a los ojos. Había cesado mi dolor, había atado un pañuelo a mi muñeca y esperaba, aguardaba, viendo que Claudia no tenía idea de lo que entonces iba a suceder. Bailaban juntas mientras la piel de Madeleine palidecía en la inestable luz dorada. Abrazó a Claudia y ésta se movió en círculos con ella, con su rostro pequeño alerta y preocupado detrás de la superficial sonrisa.
»Y, entonces, Madeleine se debilitó. Dio un paso atrás y pareció perder el equilibrio. Pero rápidamente se enderezó y dejó a Claudia en el suelo. En puntillas, Claudia la abrazó.
»—Louis. —Me hizo una señal con la respiración entrecortada—. Louis…
»Le hice un gesto para que se alejara. Madeleine, al parecer sin ni siquiera vernos, la miraba con las manos extendidas. Tenía el rostro blancuzco y desencajado y, de improviso, se rascó los labios y se miró las manchas oscuras en sus dedos.
»—¡No! ¡No! —le avisé en voz baja, y tomé a Claudia de la mano y la traje a mi lado. Un gemido prolongado escapó de los labios de Madeleine.
»—Louis… —me susurró Claudia con esa voz sobrenatural que Madeleine parecía no escuchar.
»—Se está muriendo, algo que tú no puedes recordar. Tú no pasaste por eso, no te dejó ninguna marca —le dije en voz baja, quitándole el pelo de encima de la oreja sin que mis ojos dejaran a Madeleine ni por un instante; ésta pasaba de espejo en espejo, derramando sus lágrimas, mientras su cuerpo dejaba la vida.
»—Pero, Louis, si ella se muere… —exclamó Claudia.
»—No. —Me arrodillé al ver la preocupación en su rostro—. La sangre tuvo fuerza suficiente; vivirá. Pero tendrá miedo, muchísimo miedo.
»Y, con suavidad, pero con firmeza, apreté la mano de Claudia y la besé en la mejilla. Me miró entonces con una mezcla de sorpresa y miedo. Y me siguió mirando con esa misma expresión cuando me acerqué a Madeleine, atraído por sus gritos. Ella dio una vuelta, con las manos extendidas, y la agarré y la atraje hacia mí. Sus ojos, ya quemados por una luz anormal, mostraban un fuego violeta que se reflejaba en sus lágrimas.
»—Es la muerte natural; únicamente la muerte humana —le dije con suavidad—. ¿Ves el cielo? Ahora debemos dejarlo, y tú debes quedarte a mi lado, echarte a mi lado. Un sueño tan pesado como la muerte invadirá tus miembros y no podré tranquilizarte. Tú te echarás allí y lucharás contra ese sueño.
Pero aférrate a mí en la oscuridad, ¿me oyes? Te cogerás de mis manos, y yo cogeré las tuyas mientas pueda sentirlas.
»Ella pareció un momento perdida en mi mirada y presentí la incógnita que la rodeaba, cómo la luminosidad de mis ojos era la luminosidad de todos los colores y cómo todos esos colores estaban para ella reflejados en mis ojos. La empujé dulcemente hasta el ataúd, diciéndole una y otra vez que no tuviera miedo.
»—Cuando te despiertes, serás inmortal —dije—. Ninguna causa natural de la muerte te podrá tocar. Ven, échate.
»Pude sentir su miedo, la vi tratando de evitar esa caja angosta cuyo raso no le dio ningún consuelo. Su piel ya había empezado a brillar, a poseer esa luminosidad que compartíamos Claudia y yo. Me di cuenta de que no se entregaría hasta que yo no estuviese echado a su lado.
»La tomé en mis brazos y miré a través de la habitación hacia donde estaba Claudia, con ese extraño ataúd, mirándome. Tenía los ojos quietos pero oscurecidos con una sospecha indefinible, una fría desconfianza. Puse a Madeleine al lado de su lecho y me acerqué a esos ojos. Y entonces, arrodillándome con calma a su lado, tomé a Claudia en mis brazos.
»—¿No me reconoces? —le pregunté—. ¿No sabes quién soy?
»Ella me miró.
»—No —dijo.
»Sonreí. Asentí con la cabeza.
»—No me guardes rencor. Estamos a mano —dije.
»Movió la cabeza a un costado y me estudió con meticulosidad; entonces pareció sonreír pese a sí misma, y empezó a mover la cabeza, asintiendo.
»—Porque, ¿ves? —le dije, con esa misma voz tranquila—, lo que aquí murió en esta habitación no fue esa mujer. Tardará varias noches en morir, quizás años. Lo que esta noche ha muerto en esta habitación es el último vestigio en mí de lo que era humano.
»Una sombra cayó sobre su cara como si la serenidad se hubiera desgarrado como un velo. Abrió los ojos sólo para aspirar un poco de aire. Luego dijo:
»—Pues entonces tienes razón: sin duda, estamos a mano.
»—¡Quiero incendiar la tienda de muñecas!
»Madeleine nos lo dijo. Tiraba a la chimenea los vestidos doblados de esa hija muerta, los lazos blancos y las telas grises, los zapatos arrugados, los sombreros que olían a alcanfor y perfumes.
»—Esto no significa nada, para mí, nada. —Se quedó contemplando las llamas y luego miró a Claudia con ojos triunfantes, feroces.
»Yo no le creí. A pesar de que noche tras noche la tenía que alejar de hombres y mujeres a quienes ya no podía sacarles más sangre, estaba tan saciada con la sangre de sus muertes anteriores, a menudo levantando a sus víctimas del suelo con la impetuosidad de su pasión, rompiéndoles la garganta con sus dedos de marfil al mismo tiempo que les chupaba la sangre, que estaba seguro de que, tarde o temprano, esa intensidad demencial debía ceder. Ella se haría cargo de los elementos de esa pesadilla, de su propia piel luminosa, de las habitaciones lujosas del Hotel Saint-Gabriel, y clamaría para que la despertasen, para que la liberasen. No comprendía que no se trataba de un experimento; mostraba sus dientes aterradores a los espejos de marco plateado; estaba loca.
»Pero yo aún no me percataba de todo lo loca que estaba y de cuan acostumbrada al ensueño. No clamaría por la realidad; más bien sentiría la realidad en sus sueños; una araña demoníaca alimentaba su rueca con las telas del mundo y ella podía hacer su propio mundo de telarañas.
»Yo estaba empezando a comprender su avaricia, su magia.
»Tenía el oficio de hacer muñecas. Y con su antiguo amante había hecho, de forma interminable, réplicas de su hija muerta. Fue algo que yo comprendí, cuando, en la visita que hicimos a la tienda, vi los estantes llenos. Además tenía la habilidad del vampiro y la intensidad del vampiro; por tanto, en el espacio de una noche, cuando yo la había alejado de la matanza, ella, con una sed insaciable, creo que con unos pocos palos, su cuchillo y su formón, hizo una mecedora tan perfecta y proporcionada para Claudia que ésta, sentada al lado del fuego, pareció una mujer.
»A eso se le sumó, a medida que pasaban las noches, una mesa en la misma escala. Y, de una juguetería, trajo una pequeña lámpara, un plato y una taza de porcelana. Y del bolso de una mujer, un pequeño cuaderno de anotaciones que en las manos de Claudia era un gran volumen. El mundo se deshizo y dejó de existir en los límites de ese pequeño espacio que pronto ocupó toda la superficie del tocador de Claudia: una cama cuyo dosel alcanzaba la altura de mi pecho; pequeños espejos que sólo reflejaban las piernas de un pesado gigante cuando me encontraba perdido entre ellos; unos cuadritos colgaban de las paredes a la altura de los ojos de Claudia, y, por último, encima de su mesa de tocador, guantes negros y largos para dedos diminutos, un vestido de gala de terciopelo, una tiara de alhajas. Claudia, la joya coronada, una reina de las hadas con desnudos hombros blancos, caminaba con sus ropajes lujosos entre las ricas posesiones de ese mundo enano mientras yo la espiaba desde la puerta, perplejo, desgarbado, echado en la alfombra para poder reposar la cabeza en el codo y observar los ojos de mi joya, y los veía misteriosamente suavizados por la perfección de su santuario. ¡Qué hermosa estaba con sus lazos negros! Una mujer fría, rubia, con una extraña cara de muñeca y ojos líquidos que me miraban con tanta serenidad y durante tanto tiempo que, con seguridad, yo debía de quedar olvidado; los ojos debían de ver algo distinto a mí cuando yo estaba soñando, echado allí en el suelo; algo más que el torpe universo que me rodeaba y que ahora estaba descartado y anulado por alguien que lo había sufrido, alguien que siempre había sufrido, pero que ahora no parecía sufrir y escuchaba una caja de música y ponía una mano en el reloj de juguete. Tuve una visión de horas más cortas y de pequeños minutos dorados. Pensé que estaba loco.
»Me puse las manos bajo la cabeza y miré el candelabro; me resultaba difícil salir de un mundo y entrar en el otro. Madeleine, en el sofá, trabajaba con esa pasión uniforme, como si la inmortalidad de ningún modo pudiera significar descanso. Cosía los lazos a las sedas de la camisa, sólo deteniéndose de tanto en tanto para secarse la humedad de su blanca frente.
»Me pregunté: “Si cierro los ojos, ¿este reino de pequeñas cosas consumirá las habitaciones a mi alrededor, y yo, como Gulliver, me despertaré y me descubriré atado de pies y manos, como un gigante rechazado? Tuve una visión de casas construidas para Claudia en cuyos jardines los ratones serían monstruos y habría pequeños carruajes y las malezas con flores serían árboles. Los mortales quedarían tan fascinados que caerían de rodillas para mirar a través de las ventanitas. Como una telaraña, los atraería.
»Yo estaba atado de pies y manos. No sólo por esa belleza fantasmal, ese secreto exquisito de los blancos hombros de Claudia, el rico collar de perlas, la languidez embrujadora; una botellita de perfume, ahora una garrafa, de la que salía un aroma de encantamiento que prometía el Edén: yo estaba atado por el miedo. Fuera de esas habitaciones donde se suponía que yo administraba la educación de Madeleine —erráticas conversaciones sobre la muerte y la naturaleza del vampiro en las que Claudia podría haber enseñado con mucha más facilidad que yo si alguna vez hubiera mostrado el deseo de hacerlo—, fuera de esas habitaciones, donde noche tras noche se me tranquilizaba con besos suaves y miradas contentas que aseguraban que ya no reaparecería más el odio que una vez me había mostrado Claudia; fuera de esas habitaciones, temía descubrir que, según mi propia admisión desganada, yo estaba verdaderamente cambiado: mi parte mortal era lo que yo amaba, estaba seguro. Entonces, ¿qué sentía por Armand, la criatura por quien yo había transformado a Madeleine, la criatura por la cual yo había querido ser libre? ¿Una distancia curiosa y perturbadora? ¿Un dolor sordo? ¿Un temblor innominable? Incluso en aquel sitio mundano, veía a Armand en su celda monacal, veía sus ojos castaños y sentía ese magnetismo fantasmal.
»No obstante, no hice nada por ir a verlo. No me animé a descubrir todo lo que podría haber perdido. Ni traté de separar esa pérdida de otra idea opresiva: que en Europa no había encontrado verdades que amenguaran mi soledad ni transformaran mi desesperación. En cambio, sólo había encontrado el mecanismo interior de mi pequeña alma, el dolor en la de Claudia y una pasión por un vampiro que quizás era más demoníaco que Lestat, pero en quien veía la única posibilidad de bien en el mal que yo podía concebir.
»Y, finalmente, todo escapaba a mis posibilidades. El reloj repiqueteó encima de la chimenea y Madeleine me rogó que la llevara a ver el Théàtre des Vampires y juró defender a Claudia de cualquier vampiro que osara insultarla. Claudia habló de estrategias y dijo:
»—Todavía no, ahora no.
»Yo me recosté, observando con algún alivio el amor de Madeleine por Claudia, su ciega pasión al descubierto. Oh, tengo en mi corazón tan poca compasión o recuerdos de Madeleine… Yo pensaba que ella sólo había visto la primera veta del sufrimiento; no comprendía a la muerte. Tan fácilmente se la podía violentar, se la podía lanzar por el camino de la violencia… Suponía, en mi orgullo y engaño colosales, que mi dolor por mi hermano muerto era la única emoción verdadera. Me permití olvidar cuánto me había enamorado ciegamente de los ojos irisados de Lestat, que había vendido mi alma por un objeto luminoso y multicolor pensando que una superficie altamente reflexiva brindaba el poder de caminar sobre las aguas.
»¿Qué tendría que haber hecho Cristo para que lo siguiera como Mateo o Pedro? Vestirse bien, para empezar. Y tener una cabeza lujuriosa de abundante cabello rubio.
»Me detestaba a mí mismo. Adormecido por su conversación —Claudia susurraba acerca de matanzas y de la velocidad, y de las habilidades del vampiro—, apareció entonces la única emoción de la que era capaz: detestarme. Las amo. Las odio. No me importa si están aquí. Claudia me pone las manos en el cabello como si me quisiera decir con la misma intimidad de antaño que su corazón está en paz. No me importa. Y está la aparición de Armand, ese poderío, esa claridad. Detrás de un espejo, al parecer. Y tomando la mano juguetona de Claudia, comprendo por primera vez en mi vida lo que ella siente cuando me perdona por ser yo mismo, y dice que me ama y que me odia: no siente casi nacía.
»Faltaba una semana —reinició el vampiro su relato— para que acompañáramos a Madeleine en su aventura de incendiar un universo de muñecas detrás de una vitrina. Recuerdo que caminé por la calle, giré y entré en una angosta caverna oscura donde el único sonido era la caída de la lluvia. Pero entonces vi el rojo resplandor contra las nubes. Repicaron las campanas y gritaron los hombres. Y Claudia, a mi lado, me habló en voz baja de la naturaleza del fuego. El humo espeso que se elevaba en el resplandor inquieto me puso nervioso. Sentí miedo. No un miedo mortal, sin freno, sino algo como un garfio que me rozara. Ese miedo…, era la vieja casa que ardía en la rué Royale, y Lestat como dormido en el suelo ardiente.
»—El fuego purifica… —dijo Claudia.
»Y yo dije:
»—No, el fuego simplemente destruye.
»Madeleine pasó a nuestro lado y corrió hacia el final de la calle, como un fantasma en la lluvia, con sus manos blancas azotando el aire, haciéndonos señas, arcos blancos de luciérnagas. Recuerdo que Claudia se fue de mi lado en pos de ella. Aún tengo la visión de su pelo rubio despeinado, móvil, cuando me hizo señas para que las siguiera. Una cinta caída en el suelo, flameando y flotando en un remolino de agua negra. Y yo agachado para recogerla. Pero otra mano la alcanzó. Armand me la entregó.
»Quedé perplejo al verlo allí, la figura del Caballero de la Muerte en un portal, maravillosamente real en su capa negra y corbatín de seda, y, no obstante, etéreo en su inmovilidad. Hubo un debilísimo resplandor de fuego en sus ojos.
»Desperté de improviso como si hubiera estado durmiendo, me desperté al sentirlo, al tener su mano en la mía, al ver su cabeza gacha como si me hiciese saber que quería que lo siguiese. Me despertó mi propia experiencia de excitación ante su presencia. Y esa presencia me consumió con la misma fuerza con que me había consumido en su celda. Caminamos juntos a paso rápido; nos acercamos al Sena y nos movimos con tanta celeridad y habilidad entre los grupos de hombres que éstos apenas se percataron de nuestro paso; y nosotros apenas los vimos. Me sorprendí de que yo pudiera seguirlo con tanta facilidad. Me obligaba a reconocer mis poderes, a aceptar que las formas que yo normalmente elegía eran humanas y que ya no las necesitaba más.
»Quise, desesperadamente, hablar con él, detenerlo con ambas manos en los hombros, simplemente volver a mirarlo a los ojos como había hecho la última noche, fijarlo en un tiempo y en un espacio para poder afrontar la excitación que sentía en mi interior. Quería hablarle de tantísimas cosas, quería explicarle tantas cosas… Sin embargo, no supe qué decir ni por qué lo diría; sólo la plenitud de la experiencia me alivió casi hasta el borde de las lágrimas. Eso era lo que yo más temía.
»No sabía dónde estábamos; únicamente que alguna vez había pasado por allí: una calle de antiguas mansiones, de muros de jardín y portales de cocheras y torres en lo alto y ventanas de cristal bajo arcos de piedra. Casas de otros siglos, árboles nudosos, esa tranquilidad súbita y espesa que significa que las masas han quedado fuera; un puñado de mortales habitan esa vasta región de habitaciones de altos techos; la piedra absorbe el sonido de la respiración, el espacio de vidas enteras.
»Ahora Armand estaba encima de un muro, con su brazo contra la rama saliente de un árbol y su mano extendida para ayudarme; y en un instante yo estaba a su lado y el follaje mojado me acarició el rostro. Encima, pude ver piso tras piso hasta una torre que apenas se veía en la lluvia negra y continua.
»—Escúchame, vamos a subir a esa torre —me dijo Armand.
»—Yo no podré… Es imposible…
»—No has empezado siquiera a conocer tus poderes. Puedes subir fácilmente. Recuerda que, si caes, no te lesionarás. Haz lo que yo hago. Pero atención a los siguiente: hace cien años que me conocen los habitantes de esta casa y piensan que soy un espíritu; por tanto, si alguien te ve por casualidad, o tú los ves a través de esas ventanas, recuerda lo que creen que eres y no demuestres interés o se sentirán defraudados y confundidos. ¿Me oyes? Estás perfectamente a salvo.
»Yo no estaba seguro de qué era lo que más me aterrorizaba: el subir por esos muros o que creyeran que era un fantasma; pero no tuve tiempo para inventarme excusas ingeniosas. Armand había empezado a subir, sus botas encontraban las grietas entre las piedras, sus manos eran tan seguras como garras en las hendiduras; yo lo seguía, apretado contra la pared, sin animarme a mirar abajo, agarrado, para descansar un instante, al arco ancho y esculpido encima de una ventana. Miré al interior: por encima del fuego, vi un hombro oscuro y una mano moviendo el atizador; una figura que se movía completamente ignorante de que la miraban. Y desapareció. Subimos cada vez más alto hasta que llegamos a la ventana de la misma torre. Armand la abrió de inmediato; sus largas piernas desaparecieron por el marco y yo lo seguí y sentí sus brazos alrededor de mis hombros.
»Di un suspiro de alivio, pese a mí mismo, cuando estuve en la habitación, frotándome las palmas de las manos, mirando aquel lugar extraño y húmedo. Abajo, los techos estaban plateados y, aquí y allá, se elevaban las torres a través de las frondosas y enormes copas de los árboles. A lo lejos, brillaba la rota cadena de la avenida. La habitación parecía tan húmeda como la noche. Armand hizo un fuego.
»De una gran pila de muebles, eligió sillas y las hizo leña fácilmente, pese al grosor de sus piezas. Había algo grotesco en él, acentuado por su gracia y la serenidad imperturbable de su rostro blanco. Hizo lo que cualquier vampiro podía hacer: romper esos gruesos pedazos de madera; sin embargo, hizo únicamente lo propio del vampiro. No parecía haber nada humano en él; incluso sus facciones apuestas y su pelo moreno se convertían en los atributos de un ángel terrible, que sólo compartía con el resto de nosotros un parecido superficial. El abrigo hecho a medida era un espejo. Y aunque me sentí atraído por él, con más fuerza quizá de lo que jamás me había sentido atraído por criatura alguna, salvo por Claudia, me fascinó de una manera próxima al miedo. No me sorprendió, cuando terminó, que pusiera una pesada silla de roble a mi disposición, pero que él se retirara a la chimenea y allí se sentara, calentándose las manos ante el fuego mientras las llamas le arrojaban sombras rojas a su cara.
»—Puedo oír a los habitantes de la casa —dije. El calor sentaba muy bien. Pude sentir que se secaba el cuero de mis botas.
»—Entonces sabes que yo también puedo oírlos —me dijo en voz baja, y aunque no hubo ni una pizca de reproche, me di cuenta de las implicaciones de mis propias palabras.
»—¿Y si vienen? —insistí, estudiándolo.
»—¿No te das cuenta, por mi manera de estar aquí, que no vendrán? —me preguntó—. Podemos quedarnos sentados aquí toda la noche sin jamás hablar de ellos. Quiero que sepas que si en este momento aún hablamos de ellos se debe a que tú te has referido a ellos.
»Y, como no contesté nada, y quizá parecí un tanto derrotado, me dijo que hacía mucho tiempo que habían cerrado la torre y que no la habían vuelto a pisar; y, si de hecho veían el humo en la chimenea por la ventana, ninguno de ellos se aventuraría a subir hasta el día siguiente.
»Vi entonces que había unos cuantos estantes de libros a un costado de la chimenea, y un escritorio. Encima de éste había unas hojas de papel dobladas, un tintero y varios lapiceros. Pude imaginarme que la habitación sería un sitio cómodo cuando no hubiera tormenta o después de que el fuego secara el ambiente.
»—¿Ves? —dijo Armand—, realmente no tienes necesidad de las habitaciones del hotel. En realidad, tienes necesidad de muy poco. Pero cada uno de nosotros debe decidir lo que quiere. La gente de esta casa me ha puesto un nombre; sus encuentros conmigo han sido causa de conversación durante veinte años. Son instantes aislados del tiempo que nada significan para mí. No me pueden hacer daño y yo uso su casa para estar solo. Nadie en el Théàtre des Vampires sabe que vengo aquí. Es mi secreto.
»Lo había mirado con suma atención cuando hablaba, y se me volvieron a ocurrir las ideas que me habían venido aquella noche en la celda del teatro. Los vampiros no envejecen y me pregunté qué diferencia habría entre su rostro juvenil y su aspecto de hacía cien años o aún más; porque su cara, aunque no acentuada por las lecciones de la madurez, no era una máscara. Sólo supe que me sentía tan atraído por él como lo había estado antes, y, de alguna manera, las palabras que entonces pronuncié fueron un subterfugio.
»—Entonces, ¿qué te ata al Théàtre des Vampires? —le pregunté.
»—Una necesidad, naturalmente. Pero he encontrado lo que necesito —dijo—. ¿Por qué me esquivas?
»—Jamás te he esquivado —dije, tratando de ocultar la excitación que me produjeron sus palabras—. Tú comprendes que debo proteger a Claudia; que ella sólo me tiene a mí. O al menos sólo me tenía a mí hasta…
»—Hasta que Madeleine fue a vivir con vosotros…
»—Sí… —dije.
»—Pero ahora Claudia te ha dejado en libertad y, sin embargo, tú te quedas con ella y te atas a ella como su querido.
»—No, no es mi querida; tú no comprendes —dije—. Más bien es mi niña y no sé cómo puede dejarme en libertad… —Eran ideas que se me habían ocurrido con gran frecuencia—. No sé si la hija tiene el poder de liberar al padre. No sé si no estaré atado a ella todo el tiempo que…
»Me detuve. Iba a decir “que viva’’. Pero me di cuenta de que se trataba de un vacío lugar común de los mortales. Ella viviría para siempre del mismo modo que yo. Pero, ¿no les sucedía eso a los padres mortales? Sus hijas vivían para siempre porque los padres morían antes. De repente me encontré perdido, pero consciente todo el tiempo de cómo me escuchaba Armand; que me escuchaba de una manera en que nosotros soñamos que los demás escuchan, y su rostro parecía reflejar todo lo que yo decía. No se abalanzaba para aprovechar mi pausa más breve, para señalar la comprensión de algo antes de que se hubiera terminado de expresar el pensamiento, o para discutir, con un impulso rápido e irresistible; todas esas cosas que a menudo imposibilitan el diálogo.
»Y al cabo de un largo intervalo, dijo:
»—Te quiero. Te quiero más que a nada en el mundo.
»Por un instante, no creí lo que había oído. Me pareció increíble. Me quedé desesperadamente desarmado. La visión muda de que viviéramos juntos se extendió hasta anular cualquier otra consideración en mi mente.
»—Dije que te quería. Te quiero más que a nada en el mundo —repitió con un sutil cambio de expresión. Y entonces tomó asiento, esperando, aguardando. Su cara estaba tan tranquila como siempre, la frente blanca y pulida bajo el mechón de pelo negro, sin una traza de cuidado, y sus ojos reflejándose en los míos, los labios inmóviles—. Tú quieres esto de mí y, sin embargo, no vienes a mí —dijo—. Hay cosas que quieres saber y no preguntas. Ves a Claudia alejándose de ti y, no obstante, pareces incapaz de evitarlo. Y, entonces, quieres darte prisa, pero no haces nada.
»—No conozco mis propios sentimientos. Quizá son más claros para ti que para mí…
»—¡Ni siquiera has empezado a conocer todo el misterio que eres! —dijo él.
»—Pero al menos tú te conoces perfectamente. Yo no puedo decir eso de mí —dije—. La quiero pero no estoy próximo a ella. Quiero decir que cuando estoy contigo, como ahora, me doy cuenta de que no sé nada de ella, nada de nadie.
»—Ella es una época para ti, una época de tu vida. En caso de que rompas con ella, romperás con la única persona viva que ha compartido el tiempo contigo. Tú le temes a eso; temes al aislamiento, la carga, la inmensidad de la vida eterna.
»—Sí, eso es verdad, pero sólo en parte. Esa época no significa mucho para mí. Ella la cargó de significado. Otros vampiros deben experimentar lo mismo y sobreviven ese paso de cien épocas.
»—Ellos no lo sobreviven —dijo él—. El mundo estaría lleno de vampiros si así fuera. ¿Cómo piensas que he llegado a ser el más viejo de aquí o de cualquier otra parte?
»Yo lo había pensado y, por tanto, me aventuré a decir:
»—¿Mueren por la violencia?
»—No, casi nunca. No es necesario. ¿Cuántos vampiros crees que tienen el valor suficiente para la inmortalidad? Para empezar, tienen las nociones más vagas acerca de la inmortalidad. Porque, al convertirse en inmortales, quieren que todas las formas de su vida sean fijas e incorruptibles: los carruajes hechos en el mismo estilo; vestimentas con el corte mejor; hombres ataviados y hablando del modo que siempre han comprendido y valorado; cuando en realidad, todas las cosas cambian menos el vampiro; todo salvo el vampiro está sujeto a una corrupción y a una distorsión constantes. Muy pronto, con esa mente inflexible, y a veces incluso con la mente más flexible, esta inmortalidad se transforma en una condena penitenciaria, en un manicomio de figuras y formas que son desesperadamente ininteligibles y sin valor. Un atardecer, un vampiro se levanta y se da cuenta de lo que ha temido quizá durante décadas: que simplemente no quiere vivir más. Que cualquier estilo o moda o forma de existencia que le hiciera atractiva la inmortalidad ha desaparecido de la faz de la tierra. Y no queda nada que ofrezca la libertad de la desesperación, con la excepción del acto de matar. Y el vampiro sale a morir. Nadie encontrará sus restos. Nadie sabrá que ha desaparecido. Y muy a menudo, nadie a su alrededor, en caso de que aún busque la compañía de otros vampiros, nadie sabrá que él está desesperado. Habrá dejado de hablar de él o de cualquier otra cosa hace mucho tiempo. Desaparecerá.
»Me quedé sentado e impresionado por la obvia verdad de sus palabras y, no obstante, al mismo tiempo, todas mis entrañas se rebelaron contra esa posibilidad. Tomé conciencia de la profundidad de mi esperanza y de mi terror. ¡Qué diferentes eran esos sentimientos alienantes que te he descrito de esa horrenda desesperación de pérdida! Había algo indignante y repulsivo en ella. No la podía aceptar.
»—Pero tú no te permitirías caer en semejante estado. Mírate —le estaba diciendo yo—. Si no quedara una sola obra de arte en el mundo…, y hay miles…, si no hubiera una sola belleza natural, si el mundo se redujera a una única celda vacía y una vela tenue, no puedo dejar de imaginarte estudiando esa vela, concentrado en esa luz trémula, en el cambio de sus colores… ¿Cuánto tiempo te podría sostener eso…? ¿Qué posibilidades crearía? ¿Estoy equivocado? ¿Acaso soy un idealista enloquecido?
»—No —dijo él; hubo una breve sonrisa en sus labios, un flujo evanescente de placer; pero continuó hablando—. Tú te sientes obligado con un mundo que amas porque ese mundo para ti sigue intacto. Es concebible que tu sensibilidad se convierta en un instrumento de la locura. Hablas de obras de arte y de bellezas naturales. Ojalá yo tuviera el poder del artista para vivificar para ti la Venecia del siglo XV, el palacio de mi amo, el amor que yo le tenía cuando era un chico mortal y el amor que él sentía por mí cuando me convirtió en un vampiro. Oh, si pudiera revivir esos tiempos para ti y para mí… únicamente un instante. ¿Cuánto valdría? ¡Y cuánto me entristece que el tiempo no apague la memoria de esa época y que se haga más rico y más mágico a la luz del mundo que hoy veo!
»—¿Amor? ¿Existió el amor entre ti y el vampiro que te creó? —pregunté y me incliné hacia adelante.
»—Así es —dijo—. Un amor tan fuerte que no pudo permitir que yo envejeciera y muriera. Un amor que esperó paciente hasta que tuve fuerzas suficientes para nacer a la oscuridad. ¿Quieres decirme que no hubo vínculo de amor entre ti y el vampiro que te creó?
»—Ninguno —dije rápidamente. No pude reprimir una amarga sonrisa.
»Él me estudió.
»—Entonces, ¿por qué te concedió estos poderes? —me preguntó.
»Me apoyé en el respaldo de mi asiento.
»—¡Tú piensas que estos poderes son un don! —dije—. Por cierto que sí. Perdona, pero me sorprende que en tu complejidad seas tan profundamente simple —me reí.
»—¿Debes insultarme? —sonrió. Y su manera de hablar me confirmó lo que acababa de decir. Parecía tan inocente… Yo estaba empezando a entenderlo.
»—No, no por mí —dije, y se me aceleró el pulso cuando lo miré—. Tú eres todo lo que soñé cuando me convertí en vampiro. ¡Tú consideras estos poderes como un don! —repetí—. Pero, dime…, ¿sientes ahora amor por aquel vampiro que te brindó la vida eterna? ¿Lo sientes ahora?
»Pareció pensarlo y luego dijo lentamente:
»—¿Qué importancia tiene? Pienso que no he sido muy afortunado en sentir amor por muchas personas o muchas cosas. Pero sí, lo quiero. Quizá no lo quiera como tú piensas. Pareciera que me puedes confundir sin mayor esfuerzo. Tú eres un misterio. Yo ya no necesito más a aquel vampiro.
»—Se me brindó la vida eterna, con una percepción superior, y la necesidad de matar —expliqué rápidamente— porque el vampiro que me creó quería la casa que yo poseía y mi dinero. ¿Comprendes una cosa semejante? —pregunté—. Ah, pero hay tanto detrás de mis palabras. Se me revela lentamente, de forma tan incompleta… ¿Ves?, es como si hubieras abierto una puerta para mí y la luz cayera en esa puerta y yo quisiera llegar a ella, abrirla del todo para entrar en la región que tú dices que existe más allá. Cuando en realidad, ¡no lo creo! El vampiro que me creó fue realmente todo aquello que yo creía que era malo; ¡era tan miserable, tan literal, tan desprovisto de todo, tan inevitable, eternamente desilusionante, como yo creía que tenía que ser el mal! ¡Pero tú, tú eres algo completamente ajeno a esa concepción! Abre la puerta para mí, ábrela de par en par. Cuéntame de ese lugar en Venecia, de ese amor con la condena eterna. Quiero saberlo.
»—Te engañas. Ese palacio no significa nada para ti —dijo él—. La puerta que ves conduce hasta mí, a que vengas a vivir conmigo tal como ahora soy. Soy un demonio con infinitas gradaciones y sin culpa.
»—Sí, exactamente —murmuré.
»—Y eso te hace infeliz —dijo—. Tú, que viniste a mi celda y dijiste que sólo quedaba un pecado, el asesinato consciente de una vida humana.
»—Sí… —dije—. ¡Cómo te debes haber reído de mí…!
»—Jamás me reí de ti —dijo él—. No puedo darme el lujo de reírme de ti. A través de ti, me puedo salvar a mí mismo de la desesperación que te he descrito como nuestra muerte. A través de ti, debo vincularme con el siglo XEX y llegar a comprenderlo de una manera que me revitalice, algo que necesito desesperadamente. A ti te he esperado en el Théàtre des Vampires. Si conociera a un ser humano de esa sensibilidad, ese dolor, ese enfoque, lo convertiría en un vampiro al instante. Pero eso se puede hacer rara vez. No, he tenido que esperar y vigilarte. Y ahora lucharé por ti. ¿Ves con qué crueldad me enamoro? ¿Es esto lo que tú denominas amor?
»—Oh, pero estarías cometiendo un gravísimo error —dije, mirándolo a los ojos. Sus palabras empezaban a revelármelo. Jamás había sentido que mi propia frustración fuera tan nítida. Era inconcebible que yo pudiera satisfacerlo. No podía satisfacer a Claudia. Jamás había podido satisfacer a Lestat. Y a mi propio hermano mortal, Paul, ¡de qué forma miserable lo había desilusionado!
»—No, debo ponerme en contacto con la época —me dijo con calma—. Y lo puedo hacer por tu intermedio… No aprender cosas de ti que puedo ver en un momento en cualquier galería de arte o leer en una hora en el libro más extenso… Tú eres el espíritu, el corazón —insistió.
»—No, no. —Me llevé las manos a la cabeza; estaba al borde de lanzar una carcajada amarga e histérica—. ¿No te das cuenta? Yo no soy el espíritu de mi época. Tengo problemas con todo y siempre los he tenido. ¡Nunca me he sentido a gusto en ninguna parte ni con nadie!
»Era demasiado doloroso, demasiado perfecto y verdadero. Pero su rostro se iluminó apenas con una sonrisa irresistible. Parecía estar a punto de reírse de mí y, entonces, se le empezaron a mover los hombros con esa risa.
»—Pero, Louis —me dijo en voz baja—. Ése es el mismísimo espíritu de tu época. ¿No lo ves? Todos se sienten como tú. Tu caída de la gracia y de la fe ha sido la caída de este siglo.
»Me quedé perplejo y, durante largo rato, contemplé el fuego. Había consumido toda la leña y era una tierra baldía de cenizas latentes, un paisaje gris y rojo que se hubiera pulverizado ante el empuje del atizador. No obstante, estaba muy caliente y aún despedía una luz poderosa. Vi mi vida en una completa perspectiva.
»—… Y los vampiros del Théàtre… —dije en voz baja.
»—Ellos reflejan la edad del cinismo, que no puede abarcar la muerte de las posibilidades, una fatua indulgencia refinada en la parodia de lo milagroso; una decadencia cuyo último refugio es el ridículo de uno mismo, una desesperanza formal. Tú los viste; tú los has conocido toda tu vida. Tú reflejas tu época de un modo distinto. Tu reflejo es un corazón roto.
»—Esto es la infelicidad. Una infelicidad que no acabas de comprender.
»—No lo dudo. Dime cómo te sientes ahora, qué te priva de la felicidad. Dime por qué, durante siete días, no has venido a verme aunque estabas ansioso de hacerlo. Dime lo que te ata a Claudia y a la otra mujer.
»Sacudí la cabeza.
»—No sabes lo que me preguntas. Me resultó inmensamente difícil convertir a Madeleine en una vampira. Quebranté una promesa hecha a mí mismo de no hacerlo jamás, de que mi soledad jamás me llevaría a eso. No considero que nuestra vida sea un don y un poder. La veo como una maldición. No tengo el valor de morir. ¡Pero hacer otro vampiro! ¡Darle este sufrimiento a otro ser, condenar a todos esos hombres y mujeres a la muerte porque luego mi vampiro los matará! No cumplí una promesa. Y, al hacerlo…
»—Pero si te representa algún consuelo…, estoy seguro de que te das cuenta de que yo tuve algo que ver.
»—… Lo hice para liberarme de Claudia, para estar libre y poder ir a ti… Sí, me doy cuenta. Pero la última responsabilidad es mía —dije.
»—No, quiero decir directamente. ¡Yo te obligué a hacerlo! Estaba cerca de ti la noche en que lo hiciste. Utilicé mi mayor poder para convencerte. ¿No lo sabías?
»— ¡No!
» Agaché la cabeza.
»—Yo habría transformado a esa mujer en una vampira —dijo él—, pero pensé que sería mejor que tú te ocuparas de eso. De otro modo, no dejarías a Claudia. Debías saber que lo deseabas…
»—¡Detesto lo que hice! —dije.
»—Entonces, detéstame a mí, no a ti.
»—No, tú no comprendes. ¡Tú casi destruiste lo que valoras en mí cuando eso sucedió! Te resistí con todas mis fuerzas cuando ni siquiera sabía que era tu poder lo que me influía. ¡Algo casi murió en mí! ¡Casi fui destruido cuando apareció Madeleine!
»—Pero eso ya no está muerto, esa pasión, esa humanidad, como tú quieras llamarlo. Si no estuvieras con vida, ahora no habría lágrimas en tus ojos. No habría furia en tu voz —dijo él.
»Por el momento, no pude contestar. Simplemente asentí con la cabeza. Luego traté de volver a hablar:
»—Jamás debes obligarme a hacer algo en contra de mi voluntad. Jamás debes utilizar ese poder… —tartamudeé.
»—No —dijo de inmediato—. No debo hacerlo. Mi poder se detiene en algún punto de tu interior, en algún portal. Allí no tengo ningún poder. No obstante…, esta creación de Madeleine está hecha. Tú quedas libre.
»—Y tú satisfecho —dije, recuperando el dominio de mí mismo—. No quiero ser grosero. Tú me tienes en tu poder. Yo te quiero. Pero estoy en falta. ¿Estás satisfecho?
»—¿Cómo puedo dejar de estarlo? —preguntó él—. Por supuesto que estoy satisfecho.
»Me puse de pie y fui a la ventana. Los últimos rescoldos agonizaban. La luz salía del cielo gris. Oí que Armand me seguía hasta la ventana. Podía sentirlo a mi lado. Mis ojos se acostumbraron cada vez más a la luminosidad del cielo, de modo que pude ver su perfil y sus ojos finos en la lluvia que caía. El sonido de la lluvia estaba en todas partes y era en todas partes diferente: flotaba en el canal del tejado, repiqueteaba en las tejas, caía suavemente por los distintos niveles de las ramas de los árboles, chapoteaba en la piedra del alféizar delante de mis manos. Una suave mezcla de sonido humedecía y coloreaba la noche.
»—¿Me perdonas… por obligarte a hacer esa vampira?
—me preguntó.
»—No necesitas mi perdón.
»—Tú lo necesitas —dijo él—. Por tanto, yo lo necesito.
—Su rostro, como siempre, estaba completamente en calma. »—¿Cuidará ella a Claudia? ¿Aguantará? —pregunté.
»—Es perfecta. Está loca, pero por el momento es perfecta. Cuidará a Claudia. Jamás ha vivido sola un solo momento; para ella es natural estar dedicada a terceros. No necesita razones especiales para amar a Claudia. Sin embargo, aparte de sus necesidades, tiene razones especiales. El aspecto hermoso de Claudia, la tranquilidad de Claudia, el dominio y la serenidad de Claudia. Juntas son perfectas. Pero pienso… que deben abandonar París lo antes posible.
»—¿Por qué?
»—Tú sabes por qué: Santiago y los demás vampiros las vigilan y tienen grandes sospechas. Todos los vampiros han visto a Madeleine. Le temen porque ella sabe de ellos y ellos no la conocen. No dejan en paz a nadie que sepa algo de ellos.
»—¿Y el chico, Denis? ¿Qué piensas hacer con él?
»—Ha muerto —contestó.
»Quedé atónito. Tanto de sus palabras como de su calma.
»—¿Tú lo mataste? —pregunté.
»Dijo que sí con la cabeza. Y yo no dije nada. Pero sus grandes ojos oscuros parecieron en trance conmigo, con la emoción, el trauma que no traté de ocultar. Su sonrisa sutil y suave pareció atraerme, su mano se cerró sobre la mía en el marco húmedo de la ventana y sentí que mi cuerpo giraba para hacerle frente, como si no estuviera dominado por mí sino por él.
»—Era mejor —me concedió—. Ahora debemos irnos…
»Y miró calle abajo.
»—Armand —dije—, yo no puedo…
»—Louis, sígueme —susurró; y luego, en el marco, se detuvo—. Aunque te cayeras en el empedrado de abajo —dijo—, sólo quedarías lesionado por muy poco tiempo. Te curarías con tal rapidez y perfección que en pocos días no tendrías la menor señal; tus huesos se curan igual que la piel; que este conocimiento te sirva para poder hacer lo que en realidad puedes. Bajemos.
»—¿Qué puede matarme? —pregunté.
» Volvió a detenerse.
»—La destrucción de tus restos —dijo él—. ¿No lo sabes? El fuego, la desmembración… El calor del sol. Nada más. Puedes quemarte, sí, pero eres elástico. Eres inmortal.
»Yo miraba la llovizna plateada que caía en la oscuridad. Entonces apareció una luz bajo las ramas de un gran árbol y los pálidos rayos descubrieron la calle. El empedrado mojado, el gancho de hierro de la campana del carromato, las hiedras aferradas al muro. El gran bulto negro del carruaje rozó las hiedras y entonces la luz palideció; la calle pasó del amarillo al plateado y desapareció de golpe, como si los oscuros árboles se la tragasen. O, más bien, como si todo hubiera sido sustraído desde la oscuridad. Me sentí mareado. Sentí que el edificio se movía. Armand, sentado en el marco, me observaba.
»—Louis, ven conmigo esta noche —murmuró de improviso con tono de urgencia.
»—No —dije en voz baja—, es demasiado pronto. Todavía no las puedo dejar.
»Lo vi darse vuelta y mirar el cielo. Pareció suspirar, pero no lo oí. Sentí su mano próxima a la mía en el marco.
»—Muy bien… —dijo.
»—Un poco más de tiempo… —dije yo. Y él asintió con la cabeza y palmeó mi mano como para decirme que estaba bien. Luego pasó las piernas y desapareció. Vacilé un instante, alarmado por los latidos de mi corazón. Pero entonces pasé por el marco de la ventana y comencé a seguirlo sin animarme a mirar para abajo.
El vampiro reanudó el hilo de su relato:
—Era casi el alba cuando abrí la puerta del hotel. La luz de las lámparas flameaba en las paredes. Y Madeleine, con aguja e hilo en sus manos, se había dormido al lado de la chimenea. Claudia estaba inmóvil mirándome desde los helechos en la ventana, en las sombras. Tenía un peine en las manos. Le brillaba el pelo.
»Me quedé de pie absorbiendo todo lo que allí me impresionaba, como si todos los placeres sensuales de esas habitaciones me traspasaran como oleadas y el cuerpo se llenara de esas cosas, tan diferentes de la atracción de Armand y de la torre donde había estado. Aquí había algo cómodo y era perturbador. Busqué mi silla. Me senté y me llevé las manos a las sienes. Entonces vi que Claudia estaba a mi lado, y sentí sus labios en mi frente.
»—Has estado con Armand —dijo ella—. Quieres irte con él.
»Levanté la vista. ¡Qué hermosa y suave era! Y, súbitamente, tan mía. No vacilé en mis ganas de tocarle las mejillas, acariciarle suavemente las cejas; familiaridades que no había tomado desde la noche de nuestra pelea.
»—Te volveré a ver; no aquí, en otros sitios. Siempre sabré dónde estás —dije.
»Me pasó los brazos por el cuello. Me apretó, y cerré los ojos y hundí la cara en sus cabellos. Le cubrí de besos el cuello. Le cogí los brazos. Se los besé, le besé las suaves curvas de la carne, las muñecas, las palmas de las manos. Sentí que sus dedos me acariciaban el pelo, la cara.
»—Lo que tú quieras —prometió—. Lo que tú quieras.
»—¿Estás contenta? ¿Tienes lo que quieres? —le pregunté.
»—Sí, Louis. —Me apretó contra su vestido y sus dedos me tocaron la nuca—. Tengo cuanto quiero. Pero, ¿tú realmente sabes lo que quieres?
»Me movió la cabeza y tuve que mirarla a los ojos.
»—Temo por ti —insistió—. Quizás estés cometiendo un error. ¿Por qué no te vas de París con nosotras? —dijo de repente—. Tenemos el mundo por delante. Ven con nosotras.
»—No —dije y me separé de ella—. Tú quieres que todo vuelva a ser como con Lestat. Eso jamás se podrá repetir. Y no sucederá.
»—Será algo nuevo y diferente con Madeleine. No pido que se repita el pasado. Fui yo quien le puso punto final —dijo ella—. Pero realmente, ¿sabes lo que estás eligiendo con Armand?
»Le di la espalda. En la antipatía que ella le tenía había algo misterioso y terco. En su fracaso de comprenderlo, ella repetiría que él le deseaba la muerte, lo que yo no creía que fuera cierto. No se daba cuenta de algo que yo sabía: él no podía desearle la muerte porque yo no la deseaba. Pero, ¿cómo se lo podía explicar sin sonar a algo pomposo y ciego, dado el amor que yo le tenía?
»—Es algo que se debe hacer. Es el camino a seguir —dije, como si todo se me aclarara ante la presión de las dudas de Claudia—. Sólo él puede darme las fuerzas para ser lo que soy. No puedo seguir viviendo dividido y consumido por el dolor. O me voy con él o muero —dije—. Y hay algo más que es irracional e inexplicable y que únicamente me satisface a mí…
»—¿Qué es…? —preguntó ella.
»—Que lo quiero —dije.
»—Sin duda, lo quieres —murmuró ella—. Pero tú eres capaz de quererme incluso a mí.
»—Claudia, Claudia… —la abracé y sentí su peso sobre mi rodilla. Se apoyó en mi pecho.
»—Únicamente espero que cuando me necesites, me puedas encontrar… —susurró ella—. Que pueda volver a ti… Te he herido tantas veces. Te he dado tanto sufrimiento…
»Sus palabras se apagaron. Quedó inmóvil. Sentí su peso y pensé: “Dentro de poco tiempo, no la tendré más. Ahora simplemente quiero abrazarla. Siempre ha habido tanto placer en algo tan simple… Su peso encima de mí, esta mano descansando en mi cuello…”.
»Una lámpara se apagó en alguna parte. Pareció que del aire húmedo y fresco, de improviso, se hubiera sustraído esa luz. Yo estaba al borde del sueño. De haber sido mortal, me habría contentado con dormirme allí mismo. Y en ese cómodo y soñoliento estado, tuve una sensación extraña, casi humana: que el sol me despertaría cálidamente y que tendría esa visión rica y normal de los helechos a la luz del sol, y de los rayos del sol en las gotas de lluvia. Me permití el lujo de esa sensación. Tenía los ojos entrecerrados.
»Tiempo después he tratado con frecuencia de recordar esos momentos. He tratado una y otra vez de recordar exactamente lo que en esas habitaciones empezó a molestarme, y tendría que haberme molestado. Cómo, al no haber estado alerta, estaba insensible de algún modo a los cambios que deben haberse verificado. Mucho después, dolido y robado y amargado más allá de lo imaginable, repasé esos momentos, esos soñolientos momentos anteriores al alba, cuando el reloj latía de forma casi imperceptible sobre la chimenea y el cielo palidecía cada vez más; y lo único que podía recordar —pese a la desesperación con que fijaba y alargaba ese tiempo, pese a que con mis manos detenía las manecillas de ese reloj—, lo único que podía recordar era el cambio suave de la luz.
»En guardia, jamás hubiera permitido que sucediera. Abotargado con precauciones más graves, no me percaté de nada. Una lámpara que se apagaba, una vela que se extinguía con el temblor de su propio charco de cera caliente. Con los ojos semicerrados, tuve entonces la sensación de oscuridad inmediata, de que me encerraban en la oscuridad.
»Y entonces abrí los ojos sin pensar en lámparas ni en velas. Pero fue demasiado tarde. Recuerdo haberme puesto de pie, haber sentido la mano de Claudia que caía a mi costado, y la visión de un grupo de hombres y mujeres vestidos de negro que entraban en las habitaciones; sus vestimentas parecieron apagar todas las luces de cualquier adorno o superficie laqueada; parecieron abrumar toda luz. Giré en contra de ellos, grité a Madeleine; la vi despertarse de golpe, aterrorizada, aferrada al brazo del sofá, y luego de rodillas cuando llegaron ante ella. Santiago y Celeste se acercaban a nosotros, y, detrás de ellos, Estelle y los otros cuyos nombres no sabía, y llenaban todos los espejos y se unían para formar muros amenazantes y móviles. Le grité a Claudia que corriera, después de haberme ido hasta la puerta de atrás. La hice pasar de un empujón y luego me detuve y lancé un puntapié cuando se acercó Santiago.
»Aquella débil posición defensiva que había mostrado contra él en el Barrio Latino no era nada comparada con la fuerza que entonces demostré. Quizá jamás pelearía bien en defensa de mis propias convicciones. Pero el instinto de proteger a Claudia y Madeleine fue abrumador. Recuerdo haber lanzado a Santiago hacia atrás de un puntapié; luego golpeé a aquella hermosa y poderosa Celeste que trató de pasar por mi lado. Los pasos de Claudia resonaron distantes en la escalera de mármol. Celeste me atacó, me clavó las uñas en la cara hasta que me brotó la sangre y me corrió hasta el cuello. La pude ver brillando con el rabillo del ojo. Ataqué a Santiago, abrazado a él, consciente de las fuerzas de esos brazos que se aferraban a mí, de esas manos que intentaban llegar a mi cuello.
»—Lucha, Madeleine —grité, pero lo único que pude escuchar fueron sus sollozos. Entonces la vi en un remolino; era una cosa fija, aterrada y rodeada de vampiros. Ellos se reían con esa risa vampírica vacía, que es como de lata o de campanillas. Santiago se llevó las manos a la cara. Mis dientes le habían sacado sangre. Lo golpeé en el pecho, en la cabeza; el dolor me atravesó el brazo; algo me agarró del pecho, como dos brazos, que me quité de encima, y oí el ruido de cristales rotos detrás de mí. Pero algo más, alguien más, se aferró a mi brazo y me tiró con una fuerza tenaz.
»No recuerdo haberme debilitado. No recuerdo ningún momento preciso en que la fuerza de alguien me haya vencido. Recuerdo que simplemente estaba en inferioridad numérica. Desesperado, debido a la cantidad y la persistencia en mi contra, me inmovilizaron, me rodearon y me sacaron de las habitaciones. Llevado por los vampiros, me obligaron a recorrer el pasillo. Y luego caí por los escalones, libre por un momento ante las puertas angostas del fondo del hotel, sólo para volver a estar rodeado y agarrado por ellos. Pude ver el rostro de Celeste muy cerca de mí, y, de haber podido, la hubiera cortado con los dientes. Yo sangraba profusamente y me tenían agarrado tan fuerte de una muñeca que esa mano no la sentía. Madeleine estaba a mi lado, sollozando en silencio. Nos metieron a ambos en un carruaje. Me golpearon una y otra vez, pero no perdí el conocimiento. Recuerdo haberme aferrado tenazmente a la conciencia, sintiendo los golpes en la nuca, sintiendo que tenía la nuca llena de sangre que me bajaba por el cuello cuando estaba echado en el suelo del vehículo. Pensaba únicamente: “Puedo sentir que se mueve el carruaje; estoy con vida; estoy consciente”.
»Y, tan pronto como nos metieron a rastras en el Théàtre des Vampires, grité llamando a Armand.
»Me dejaron ir, trastabillé en los escalones del sótano, una horda detrás de mí y otra delante, empujándome con manos amenazadoras. En un momento, le pegué a Celeste, y ella gritó, y alguien me golpeó por detrás.
»Entonces vi a Lestat, y ese golpe fue el más fuerte de todos. Lestat, de pie en medio del recinto, erguido, con sus ojos grises agudos y enfocados, la boca alargada con una sonrisa sardónica. Como siempre, estaba impecablemente vestido y espléndido con su rico abrigo negro y las telas finas. Pero las cicatrices aún marcaban cada milímetro de su piel blanca. ¡Y cómo distorsionaban su cara apuesta, dura! Tenía unas líneas finas y profundas que cortaban la delicada piel encima del labio, en los párpados, en la frente pulida. Y los ojos le brillaban con una furia silenciosa que parecía imbuida de vanidad, una horrenda vanidad incesante que decía: “¡Ved lo que soy!”.
»—¿Es éste? —preguntó Santiago, empujándome.
»Pero Lestat giró bruscamente en su dirección y dijo en voz baja pero ronca:
»—Te dije que quería a Claudia, ¡la niña! ¡Ella fue!
»Y entonces vi que se le movía la cabeza involuntariamente con sus palabras y que estiraba una mano como buscando el brazo de una silla, pero la cerró cuando se recompuso y me miró a los ojos.
»—Lestat —dije, viendo que tenía algunas posibilidades de salvación—, ¡estás vivo! ¡Estás con vida! Diles cómo nos trataste…
»—No —dijo y sacudió la cabeza con furia—, tú volverás conmigo, Louis.
»Por un momento no pude creer lo que acababa de oír. Una parte mía más sana, más desesperada, me dijo: “Razona con él”, incluso cuando una risa siniestra le brotó de los labios.
»—¡Estás loco!
»—Te devolveré la vida —dijo, y los ojos le temblaron con la angustia de sus palabras, el pecho agitado y esa mano moviéndose nuevamente y cerrándose impotente en la oscuridad—. Tú me prometiste —le dijo a Santiago— que lo podía volver a llevar a Nueva Orleans. —Y entonces, cuando miró a uno, y a otro, y a otro, se le agitó aún más la respiración—. ¡Claudia!, ¿dónde está? ¡Ella me lo hizo! ¡Os lo dije!
»—Tiempo al tiempo —dijo Santiago. Y cuando se acercó a Lestat, éste dio un paso atrás y casi perdió el equilibrio. Encontró el brazo de sillón que necesitaba y se aferró a él, cerró los ojos y recuperó el dominio de sí mismo.
»—Pero él la ayudó, la asistió… —dijo Santiago, acercándosele. Lestat levantó la mirada.
»—No —dijo—. Louis, debes regresar a mi lado. Hay algo que debo decirte… sobre aquella noche en el pantano… —Pero se detuvo y volvió a mirar en derredor como si estuviera enjaulado, herido, desesperado.
»—Escúchame, Lestat —dije—, tú la dejas ir, la dejas en libertad… y yo… volveré contigo —dije, y las palabras sonaron vacías, metálicas. Traté de dar un paso en su dirección, de hacerle leer mis ojos, hacer que de ellos emanara mi poder como dos rayos de luz. Él me miraba; me estudiaba, luchando todo el tiempo contra su propia fragilidad. Celeste me cogió de la muñeca—. Tú se lo debes decir —continué diciendo—: Cómo nos tratabas; que no conocíamos las leyes; que ella no sabía de la existencia de otros vampiros.
»Yo pensaba sin cesar mientras esa voz mecánica salía de mí: “Armand volverá esta noche, Armand tiene que volver. Él pondrá fin a todo esto; no permitirá de ningún modo que esto siga”.
»Se oyó el ruido de algo que arrastraban por el suelo. Pude oír el llanto exhausto de Madeleine. Miré en derredor y la vi en una silla y, cuando ella vio mis ojos, su miedo pareció aumentar. Trató de levantarse pero no se lo permitieron.
»—Lestat —dije—, ¿qué quieres de mí? Te lo daré…
»Y entonces vi lo que hacía ruido. Lestat también lo había visto. Era un ataúd con grandes cerrojos de hierro lo que arrastraban en la habitación. Comprendí de inmediato.
»—¿Dónde está Armand? —dije, desesperado.
»—Ella me lo hizo, Louis. Ella me lo hizo. Tú no, ¡ella tiene que morir! —dijo Lestat, y su voz enronqueció como si le costara un gran esfuerzo hablar—. Sacad eso de aquí. Él viene conmigo a casa —le dijo con furia a Santiago. Santiago se rió, y Celeste también, y la risa contagió a todos los demás.
»—Me lo prometiste —dijo Lestat.
»—Yo no te prometí nada —dijo Santiago.
»—Te han engañado —le dije con amargura cuando abrieron la tapa del ataúd—. ¡Como a un idiota! Debes conseguir a Armand. Él es el jefe —le grité. Pero no pareció entender.
»Lo que entonces sucedió fue desesperado, nebuloso y miserable; yo los pateaba, trataba de liberar los brazos, les aullaba que Armand no les permitiría hacer lo que estaban haciendo, que no osaran hacerle daño a Claudia. No obstante, me metieron en el ataúd; mi esfuerzo frenético sólo sirvió para hacerme olvidar los sollozos de Madeleine, sus alaridos espantosos y el miedo de que en cualquier momento se le sumaran los gritos de Claudia. Recuerdo haberme levantado contra la tapa que me aplastaba y haberla mantenido un momento antes de que la cerraran encima de mí y trabasen los candados con gran ruido de metales y llaves.
»Unas palabras antiguas volvieron a mí, un Lestat estridente y sonriente en aquel sitio distante, ajeno a los peligros, donde nosotros tres habíamos peleado juntos: “Un niño hambriento es un espectáculo horrendo… Un vampiro hambriento es aún peor. Oirían sus gritos hasta en París”. Mi cuerpo empapado de sudor y tembloroso quedó tieso en el ataúd sofocante, y me dije: “Armand no permitirá que esto suceda; no hay ningún lugar en que me puedan esconder y quedar seguros”.
»Levantaron el ataúd, hubo ruidos de pasos, y comenzó una oscilación de lado a lado. Mis brazos estaban apretados contra los costados de la caja, y cerré los ojos quizá por un instante. Me dije a mí mismo que no debía tocar los costados ni sentir el estrecho margen de aire entre mi rostro y la tapa; noté que el ataúd se movía cuando los pasos llegaron a los escalones. En vano traté de distinguir los gritos de Madeleine, porque me pareció que lloraba por Claudia, que la llamaba como si ella nos pudiera ayudar: “Llama a Armand; él debe volver esta noche”, pensé con desesperación. Únicamente el pensamiento de la horrible humillación de oír mi propio grito encerrado conmigo, inundando mis oídos pero encerrado conmigo, me hizo evitar que lo hiciera.
»Pero otra idea se apoderó de mí incluso cuando aún fraseaba esas palabras: “¿Y si no viene? ¿Y si en algún sitio de aquella mansión tenía un ataúd escondido al que volvía…?”. Y entonces mi cuerpo pareció escapar de repente, sin aviso previo, del dominio de mi mente, y golpeé contra las maderas que me rodeaban, luché por darme vuelta y poner toda la fuerza de mi espalda contra la tapa del ataúd. Pero no pude hacerlo; era demasiado estrecho y mi cabeza volvió a caer contra las planchas; el sudor me empapó la espalda y los costados.
»Dejaron de oírse los gritos de Madeleine. Lo único que oía eran los pasos y mi propia respiración. “Entonces, él vendrá mañana por la noche —sí, mañana por la noche— y ellos se lo dirán y él nos encontrará y nos liberará.” El ataúd se movía. Un olor a humedad me llenó la nariz; su frescura se hizo palpable a través del calor cerrado del ataúd; y, entonces, al olor a humedad se sumó el olor a tierra. Pusieron el ataúd en el suelo. Me dolieron los miembros y me froté los brazos con las manos, tratando de no tocar la tapa del ataúd para no sentir lo próxima que estaba, temeroso de que mi propio miedo degenerara en pánico, en terror.
»Pensé que entonces me dejarían solo, pero no lo hicieron. Estaban cerca, atareados, y me llegó a la nariz otro olor que era crudo y desconocido. Entonces, cuando estaba echado, inmóvil, me di cuenta de que estaban poniendo ladrillos y que el olor provenía del cemento. Lenta, cuidadosamente, subí una mano para secarme la cara. “Muy bien, entonces, mañana por la noche”, razoné conmigo mismo, y mis hombros parecieron crecer y apretarse contra los costados del ataúd. “Vendrá mañana; y, hasta entonces, éstos son, simplemente, los confines de mi propio ataúd, el precio que he pagado por todo esto noche tras noche.”
»Pero las lágrimas me brotaron de los ojos y me vi golpeando la madera. La cabeza se me iba de un lado al otro y sólo pensaba en mañana y en la noche posterior. Y entonces, como para distraerme de toda esa locura, pensé en Claudia, sólo para sentir sus brazos en mi cuerpo a la luz mortecina de aquellas habitaciones del Hotel Saint-Gabriel, y sólo pude imaginarme la curva de su mejilla a la luz, el movimiento lánguido y suave de sus cejas, la superficie sedosa de sus labios. Se me puso tenso el cuerpo y di puntapiés contra las tablas. Había desaparecido el ruido de los ladrillos y se alejaban los pasos de los vampiros. Grité su nombre: “¡Claudia!”, hasta que me dolió todo el cuello. Hundí las uñas en las palmas de mis manos, y lentamente, como una corriente helada, la parálisis del sueño se apoderó de mí. Traté de llamar a Armand, tonta, desesperadamente, apenas consciente de la pesadez cada vez mayor de mis párpados y de mis manos inmóviles y de que él también estaría durmiendo en algún sitio, que él también descansaba en su cuarto. Lo intenté una última vez. Mis ojos vieron la oscuridad, mis manos sintieron la madera. Pero estaba débil. Y entonces no hubo nada más.
»Me despertó una voz —prosiguió el vampiro—. Era distante pero clara. Pronunció mi nombre dos veces. Por un instante no supe dónde estaba. Había estado soñando; algo desesperado que amenazaba con desaparecer por completo sin dejar la menor pista acerca de lo que había sido; y era algo terrible que yo estaba ansioso por dejar escapar. Entonces abrí los ojos y sentí la tapa del ataúd. Recordé dónde estaba en el mismo instante en que, misericordiosamente, supe que era Armand quien me llamaba. Le contesté, pero mi voz estaba encerrada conmigo y era ensordecedora. En un momento de terror, pensé: “Me está buscando y no puedo decirle que estoy aquí’’. Pero entonces escuché que me hablaba y que me decía que no tuviera miedo. Y oí un fuerte ruido. Y otro. Y hubo un sonido de algo que se rompía y luego la caída tumultuosa de los ladrillos. Me pareció que varios golpearon el ataúd. Entonces oí que los levantaba uno por uno. Sonó como si estuviera arrancando los candados por los tornillos.
»Se rompió la madera dura de la tapa. Un punto de luz brilló ante mis ojos. Respiré a través del mismo y sentí que el sudor me empapaba la cara. La tapa se abrió y, por un instante, quedé enceguecido; luego me senté viendo la luz brillante de una lámpara a través de mis dedos.
»—Deprisa —me dijo—. No hagas el menor ruido.
»—Pero, ¿adonde vamos? —pregunté. Pude ver un pasillo de ladrillos que llegaba hasta la puerta que él había roto. A lo largo del pasillo, había puertas herméticamente cerradas, tal como había estado ésta. De inmediato tuve una visión de ataúdes detrás de esos ladrillos, de vampiros muriéndose de hambre y pudriéndose allí. Pero Armand me levantó y me volvió a decir que no hiciera ruido; nos arrastramos por el pasillo. Se detuvo ante una puerta de madera y entonces apagó la lámpara. Por un instante todo quedó a oscuras hasta que, por debajo de la puerta, apareció una luz. Abrió la puerta con tanto cuidado que los goznes no hicieron el menor chirrido. Ahora yo podía oír mi propia respiración y traté de acallarla. Entramos por el pasillo inferior que llevaba a su celda. Pero corrí detrás de él y me di cuenta de una horrible verdad. Él me estaba rescatando a mí, pero a mí únicamente. Estiré una mano para detenerlo, pero él me empujó para que lo siguiera. Sólo cuando estuvimos en el callejón al lado del Théàtre des Vampires, pude detenerlo. Y aun entonces, estaba a punto de continuar andando. Empezó a sacudir la cabeza antes de que le hablara.
»—¡No puedo salvarla! —exclamó.
»—Realmente, ¡no esperarás que me vaya sin ella! ¡Ellos la tienen allí! —Yo estaba horrorizado—. ¡Armand, debes salvarla! ¡No tienes otra posibilidad!
»—¿Por qué me dices eso? —me contestó—. Simplemente, no tengo el poder; lo debes comprender. Se levantarán contra mí. No hay ninguna razón para que no lo hagan. Louis, te lo repito, no puedo salvarla. Sólo arriesgaré perderte. Tú no puedes volver.
»Me negué a admitir que eso pudiera ser verdad. Mi única esperanza era Armand. Pero, en verdad, puedo decir que yo había superado el miedo. Lo único que sabía era que tenía que rescatar a Claudia o morir en el intento. Fue algo realmente simple y no un asunto de valentía. Asimismo, yo sabía, y lo podía ver en la pasividad de Armand, en la manera de hablar, que él me seguiría si yo volvía, que no trataría de evitar que fuera.
»Yo tenía razón. Corrí de vuelta al pasillo y estuvo detrás de mí en un santiamén; nos dirigimos a la escalera que daba al salón. Pude oír a los demás vampiros. Pude oír toda clase de sonidos, hasta el tránsito de París, que resonaba como una congregación en la bóveda superior. Y entonces, cuando llegué al rellano de la escalera, vi a Celeste en la puerta del salón. Tenía una de las máscaras de escena en la mano. Simplemente, me contemplaba. No parecía alarmada. En realidad, parecía extrañamente indiferente.
»Si me hubiera atacado, si hubiera hecho sonar la alarma, yo podría haber comprendido. Pero no hizo nada. Dio un paso atrás y entró en el salón, al parecer disfrutando de los sutiles movimientos de su falda; pareció girar por el simple placer de mover la falda y, haciendo un gran círculo, llegó al centro del salón. Se llevó la máscara a la cara y dijo en voz baja detrás de la calavera pintada:
»—Lestat…, es tu amigo Louis que te llama. Mira bien, Lestat.
»Dejó caer la máscara y se oyeron unas carcajadas. Vi entonces que todos estaban en el salón, en las sombras, sentados aquí y allí, juntos. Lestat, en un sillón, estaba sentado con los hombros encogidos y su rostro miraba en dirección opuesta a la mía. Parecía que tenía algo en las manos, algo que no pude ver; lentamente, levantó la vista y sus rizos rubios le cayeron en la cara. Sus ojos demostraban miedo. Era innegable. Miró a Armand. Este se movió por el salón con pasos lentos y seguros y todos los vampiros se alejaron de él, vigilantes.
»—Bonsoir, monsieur —le dijo Celeste, con la máscara delante, como un espectro. El no le prestó atención. Miró a Lestat.
»—¿Estás satisfecho? —le preguntó.
»Los ojos grises de Lestat miraron a Armand con sorpresa y sus labios trataron de formar una palabra. Pude ver que se le llenaban los ojos de lágrimas.
»—Sí… —murmuró, mientras su mano luchaba con el objeto que trataba de esconder debajo de su abrigo negro; pero entonces me miró y las lágrimas le rodaron por el rostro—. Louis —dijo con la voz profunda y rica, en lo que pareció ser una batalla insoportable—, por favor, debes escucharme. Tienes que volver… —y entonces, agachando la cabeza, hizo una mueca de vergüenza.
»Santiago se reía en alguna parte. Armand le dijo en voz baja a Lestat que se debía ir, dejar París; que era un paria.
»Y Lestat quedó sentado con los ojos cerrados, la cara transfigurada de dolor. Parecía el doble de Lestat, alguien herido, una criatura debilitada que yo jamás había conocido.
»—Por favor —dijo, y su voz era elocuente y amable cuando me imploraba—. ¡No puedo hablar contigo aquí! No te puedo hacer comprender. Vendrás conmigo… por un tiempo nada más… ¿hasta que yo me recupere?
»—Esto es una locura… —dije, y de repente me subí las manos a las sienes—. ¿Dónde está ella? —Miré sus rostros quietos, pasivos; esas sonrisas inescrutables—. Lestat… —le hice dar media vuelta, tomándolo de la lana negra de sus solapas.
»Y entonces vi el objeto en sus manos. Supe de qué se trataba. En un instante se lo arranqué de las manos y me quedé mirándolo. Era una cosa frágil de seda, era… el vestido amarillo de Claudia. Se llevó una mano a los labios y desvió la cabeza. Se le escaparon unos sollozos reprimidos, suaves, cuando tomó asiento mientras lo miraba, mientras miraba el vestido. Moví lentamente los dedos por encima de las lágrimas, vi las manchas de sangre y mis manos se cerraron temblorosas cuando lo aplasté contra mi pecho.
»Durante largo rato simplemente me quedé inmóvil; el tiempo no contaba para mí ni para esos vampiros movedizos, con una risa suave y etérea que me llenaba los oídos. Recuerdo haber pensado que quería taparme los oídos con las manos, pero no dejé escapar el vestido, no pude dejar de tratar de hacerlo tan pequeño hasta que quedó escondido en mis manos. Recuerdo que ardía una hilera de candelabros, una hilera despareja contra la pared pintada. Una puerta estaba abierta a la lluvia y todas las velas trepidaban y se movían en el viento, como si las llamas fueran levantadas de su cabo. Pero se aferraban a la cera y seguían ardiendo. Supe que Claudia estaba tras aquella puerta. Las velas se movieron. Los vampiros las habían cogido. Santiago tenía una vela; me hizo una reverencia y me invitó a traspasar el umbral. Apenas era consciente de su presencia. No me importaba nada ni él ni ninguno de los demás. Algo en mi interior me dijo: “Si te preocupan, te volverás loco; y, en realidad, carecen de importancia. Ella sí importa. ¿Dónde está? Encuéntrala”. La risa de los vampiros era distante y parecía tener color y forma pero no formar parte de nada.
»Entonces vi algo a través del portal abierto, algo que había visto antes, hacía mucho, muchísimo tiempo. Nadie sabía que lo había visto antes. No, Lestat lo sabía, pero no importaba. Ahora no lo reconocería ni lo entendería. Que yo y él hubiéramos visto esa cosa, los dos de pie en la puerta de esa cocina de ladrillos en la rué Royale, dos cosas encogidas que habían tenido vida, madre e hija abrazadas, la pareja asesinada en el suelo de la cocina. Pero estas dos que yacían bajo la suave lluvia eran Madeleine y Claudia, el hermoso pelo rojo de Madeleine se mezclaba con el rubio de Claudia, que se estremecía y brillaba en el viento que pasaba por la puerta abierta. Lo único viviente que no había sido quemado era el pelo, no el largo y vacío vestido de terciopelo, no la pequeña camisa manchada de sangre con sus lazos blancos. Y la cosa ennegrecida, quemada, que era Madeleine aún tenía la estampa de su rostro vivo y la mano que se aferraba a la niña era totalmente como la mano de una muñeca. Pero la niña, la antigua, niña, mi Claudia, era cenizas.
»Di un grito, un grito salvaje y amenazador que salió de las entrañas de mi ser, elevándose como el viento en ese espacio angosto, el viento que sacudía la lluvia que caía sobre esas cenizas, golpeando las huellas de una pequeña mano contra los ladrillos, el pelo rubio que se elevaba, esos sueltos mechones que flotaban, volando hacia arriba. Recibí un golpe cuando aún gritaba, y me aferré a algo que creí que era Santiago. Lo golpeaba, lo destruía, retorcía esa sonriente cara blanca con unas manos de las que él no se podía liberar, manos contra las que luchó, gritando y mezclando sus gritos con los míos. Sus pies pisaron esas cenizas cuando le di un gran empujón; mis ojos seguían enceguecidos por la lluvia, por mis lágrimas, hasta que él se alejó de mí y fue entonces cuando él estiró su brazo para atajarme y pude verlo: era Armand contra quien yo luchaba. Armand, que me empujaba y me alejaba de esa pequeña fosa y me metía en el remolino de colores del salón, de los gritos, de las voces entremezcladas, de esa risa plateada, penetrante.
»Y Lestat me llamaba:
»—¡Louis, espérame; Louis, debo hablarte!
»Pude ver los ojos profundos y marrones cerca de mí. Me sentí débil y vagamente consciente de que Claudia y Madeleine estaban muertas, y su voz decía suavemente, quizá sin sonidos:
»—No pude evitarlo, no pude evitarlo…
»Ellas estaban muertas, simplemente muertas. Y yo perdía el conocimiento. Santiago aún estaba cerca de ellas, viendo aquel cabello en el viento, barrido encima de los ladrillos; aquellos rizos sueltos. Pero yo perdía ya el conocimiento…
»No pude llevarme sus cuerpos conmigo, no los pude sacar. Armand me pasó un brazo por la espalda y el otro bajo mi brazo, y me llevaba por algún lugar vacío y con ecos. Se levantaban los olores de la calle y allí había unos carruajes brillantes detenidos. Me pude ver corriendo claramente por el boulevard des Capucines con un pequeño ataúd bajo el brazo, la gente abriéndome paso, docenas de personas poniéndose de pie, las mesas llenas del café al aire libre y un hombre levantando su brazo. Parece que allí tropecé, yo, el Louis a quien Armand conducía a algún sitio, y una vez más vi sus ojos pardos fijos en mí y sentí ese mareo, ese hundimiento. No obstante, caminé, me moví, vi el brillo de mis propios zapatos en el pavimento.
»—¿Está tan loco como para pedirme a mí esas cosas? —preguntaba yo de Lestat, con mi voz chillona y enfadada, e incluso aquel sonido me daba algún alivio. Yo me reía, me reía a carcajadas—. ¡Está absolutamente loco para hablarme a mí de esa manera! ¿Lo oíste? —pregunté. Y los ojos de Armand me dijeron: “Cálmate”. Quise decir algo de Madeleine y Claudia y volví a sentir que me empezaba ese grito en el interior, ese grito que derribaba todo a su paso. Apreté los dientes para dejarlo adentro, porque hubiera sido tan sonoro y tan pleno que me destruiría si le permitía escapar.
»Entonces concebí todo con demasiada claridad. Ahora caminábamos, esa caminata beligerante y ciega que hacen los hombres cuando están borrachos perdidos y llenos de odio por los demás, cuando al mismo tiempo se sienten invencibles. Yo caminaba de esa forma por Nueva Orleans la noche en que conocí por primera vez a Lestat, esa ebria caminata que es un desafío a todas las cosas, que está milagrosamente segura de sus pasos y encuentra un camino siempre. Vi las manos de un borracho que encendían milagrosamente una cerilla. La llama tocó la pipa, chupó el humo. Yo estaba ante el escaparate de un café. El hombre chupaba la pipa. No estaba borracho. Armand estaba a mi lado esperando. Estábamos en el boulevard des Capucines, lleno de gente. ¿O se trataba del boulevard du Temple? No estaba seguro. Me indignó que sus cuerpos permanecieran aún allí, en ese lugar tan vil. ¡Vi el pie de Santiago tocando esa cosa quemada y negra que había sido mi niña! Yo lloraba con los dientes apretados. El hombre se levantó de la mesa y el vapor se expandió por el vidrio delante de su cara.
»—Aléjate de mí —le decía yo a Armand—. Maldito seas, no te me acerques. Te lo advierto, no te me acerques…
»Me alejaba por la avenida y pude ver que un hombre y una mujer se ponían a un costado dándome paso, el hombre con un brazo levantado para proteger a la mujer.
»Entonces, empecé a correr. La gente me veía correr. Me pregunté cómo me veían, una cosa salvaje y pálida que se movía demasiado rápido para sus ojos. Recuerdo que cuando me detuve, estaba débil y enfermo y me ardían las venas como si me estuviera muriendo de hambre. Pensé en matar, y la idea aquélla me sirvió de revulsión. Estaba sentado en los escalones de una iglesia, ante una de esas pequeñas puertas laterales, talladas en la piedra, y cerradas cada noche. La lluvia había amainado. O lo parecía. Y la calle estaba fúnebre y tranquila, aunque a lo lejos pasó un hombre con un paraguas negro y brillante. Armand estaba a cierta distancia, bajo los árboles. Detrás parecía haber una gran extensión de árboles y de hierbas mojadas, y de bruma que se levantaba como si el suelo estuviera caliente.
»Pensando en el malestar de mi estómago, de mi cabeza y de la garganta, pude volver, poco a poco, a un estado de calma. Para cuando estas cosas desaparecieron y me volvía a sentir bien, tuve conciencia de todo lo que había sucedido, de la gran distancia a que estábamos del teatro, y de que los restos de Madeleine y de Claudia todavía estaban allí… Víctimas de un holocausto, abrazadas. Y me sentí decidido y muy próximo a mi propia destrucción.
»—No lo pude evitar —me dijo en voz baja, al oído, Armand. Levanté la mirada para ver su cara sombríamente triste. Desvió la mirada como si pensara que era inútil tratar de convencerme de eso. Pude sentir su tristeza abrumadora, su casi derrota. Tuve la sensación de que si satisfacía toda mi furia contra él, él haría poco por defenderse. Y pude sentir ese distanciamiento, esa pasividad suya como algo penetrante que estaba en la raíz de su insistencia:
»—Yo no podría haberlo evitado.
»—¡Oh, tú podrías haberlo evitado! —dije en voz baja—. Sabes perfectamente bien que lo podrías haber hecho. ¡Tú eras el jefe! Tú eras el único que conocía las limitaciones de su propio poder. Ellos las desconocían. No comprendían. Tu comprensión superaba la de ellos.
»Siguió evitando mi mirada. Pero pude ver el efecto que le causaron mis palabras. Pude ver el agotamiento en su rostro, la tristeza opaca y pesada de sus ojos.
»—Tú tenías autoridad sobre ellos. ¡Te temían! —continué diciendo—. Los podrías haber detenido de haber estado dispuesto a utilizar ese poder, incluso más allá de los límites que conocías. No quisiste violar tu propio sentido de ti mismo. ¡Tu propia y preciosa concepción de la verdad! Te entiendo perfectamente. ¡Veo en ti el reflejo de mí mismo!
»Sus ojos se movieron lentamente hasta encontrarse con los míos. Pero no dijo nada. El dolor en su rostro era terrible. Estaba desesperado por el dolor, y al borde de una terrible emoción que quizá no pudiera dominar. El temía esa emoción. Yo no. El sentía mi dolor con su poder sobrenatural que superaba al mío. Yo no sentía su dolor. No me importaba en absoluto.
»—Te comprendo demasiado bien… —dije—. Esa pasividad mía ha sido el meollo de todo, el verdadero mal. Esa debilidad, esa negación a comprometer una moralidad estúpida y fragmentada, ¡ese orgullo espantoso! Debido a eso, permití que me convirtieran en lo que soy, cuando sabía que estaba mal. Por eso, permití que Claudia se convirtiera en la vampira en que se convirtió. Por eso, permanecí a un costado y dejé que matara a Lestat cuando sabía que estaba mal, y eso mismo fue su condena. Y Madeleine, Madeleine… Dejé que llegara a esto cuando jamás tendría que haber permitido que se convirtiera en una criatura como nosotros. ¡Sabía que estaba equivocado! Pues bien, te digo que ya no soy más esa criatura pasiva, débil, que ha tejido mal tras mal hasta que la telaraña se volvió tan vasta y densa, mientras que yo sigo siendo su ridícula víctima. ¡Se ha terminado! Ahora sé lo que debo hacer. Y te lo advierto por la misericordia que me demostraste sacándome de esa fosa en la que estaba enterrado y donde hubiera muerto: no vuelvas a tu celda en el Théàtre des Vampires. No te acerques allí.
»No esperé a oír su respuesta —relató el vampiro—. Tal vez nunca intentó dármela. No lo sé. Lo dejé sin volver la vista atrás. Si me siguió, no me percaté de ello, ni traté de saberlo. No me importó.
»Me retiré al cementerio de Montmartre. Por qué elegí ese lugar, no lo sé, salvo que no estaba lejos del boulevard des Capucines; y Montmartre era casi rural entonces, oscuro y tranquilo comparado con el resto de la urbe. Vagabundeando por las casas bajas con sus huertos, maté sin la más mínima satisfacción, y luego busqué el ataúd donde pasaría ese día en el cementerio. Saqué los restos con mis propias manos y me eché en un lecho que hedía, que tenía el hedor de la muerte. No puedo decir que eso me diera comodidad, pero me brindó quizá lo que buscaba. Encerrado en esa oscuridad, oliendo la tierra, lejos de todos los humanos y de todas las formas humanas y vivientes, me entregué a todo lo que entorpecía e invadía mis sentidos; es decir, me entregué a mi dolor.
»Pero eso fue breve.
»Cuando el sol frío y gris del invierno desapareció para dar paso a la noche, ya estaba despierto, sintiendo que el sopor desaparecía, tal como sucede en invierno, y noté que las cosas vivientes y oscuras que habitaban el ataúd se movían a mi alrededor, escapando ante mi resurrección. Salí lentamente bajo la débil luna, saboreando el frío, el pulido total de la lápida de piedra que moví para salir. Caminando por las tumbas y fuera del cementerio, repasé un plan que tenía en la cabeza, un plan en el cual estaba dispuesto a jugarme la vida con toda la poderosa libertad de un ser al que realmente no le importa esa vida, de un ser que tiene la fortaleza extraordinaria de estar dispuesto a morir.
»En un huerto vi algo que sólo había sido algo vago en mis pensamientos hasta que lo tuve en mis manos. Era una pequeña guadaña, con su curva hoja aún sucia de hierbas verdes del último trabajo, y, una vez que la hube limpiado y que pasé el dedo por la hoja cortante, fue como si se aclarara mi plan y pudiera dar rápidamente los demás pasos: conseguir un carruaje y un conductor que cumpliera mis órdenes durante el día —deslumbrado por el dinero que le daría y las promesas de más ganancias—; sacar del Hotel Saint-Gabriel mi ataúd y trasladarlo al interior del carruaje; procurarme todas las demás cosas que podía necesitar. Y luego estaban las largas horas de la noche, cuando debía simular beber con mi conductor y hablar con él y obtener toda su costosa cooperación para que me llevara al alba desde París a Fontainebleau. Dormir dentro del vehículo, ya que mi salud delicada me obligaba a que no me molestasen bajo ninguna circunstancia. Esta intimidad era tan importante que estaba más que dispuesto a agregar una suma generosa a la cantidad ya pagada, simplemente si ni siquiera tocaba el picaporte de la puerta hasta que yo saliera del carruaje.
»Y cuando estuviera convencido de que estaba de acuerdo y lo suficientemente borracho como para ignorar casi todo menos las riendas para el viaje a Fontainebleau, entraríamos lenta, cautelosamente, en la calle del Théàtre des Vampires, y esperaríamos a una distancia prudencial hasta que el cielo empezara a aclarar.
»Cuando mi plan estuvo en marcha, y me acerqué al teatro, éste seguía cerrado y protegido contra el día inmediato. Me acerqué cuando el aire y la luz me dijeron que tenía unos quince minutos para ejecutar mi plan. Yo sabía que, encerrados, los vampiros del teatro ya estaban en sus ataúdes. Y que incluso si uno de los vampiros estaba a punto de irse a dormir, no oiría las primeras maniobras mías. Rápidamente coloqué los leños al lado de la puerta cerrada. Hundí los clavos, que entonces cerraron esas puertas desde afuera. Un transeúnte se percató de lo que yo estaba haciendo, pero siguió su camino, creyendo que quizás estaba cerrando el establecimiento con el permiso del propietario. No lo sé. Sin embargo, sabía que antes de que terminara quizá me encontrara con los taquilleros, con los acomodadores y con los que barrían, y que quizá permanecieran en el interior, vigilando el sueño de los vampiros.
»Pensaba en esos hombres cuando llevé el carruaje hasta la misma callejuela de Armand y lo dejé estacionado allí; me llevé dos pequeños barriles de queroseno hasta la puerta de Armand.
»La llave abrió con facilidad, tal como esperaba, y una vez en el interior del pasillo inferior, abrí la puerta de su celda para cerciorarme de que él no estaba allí. El ataúd había desaparecido. De hecho, todo había desaparecido menos los muebles, incluyendo la cama del muchacho difunto. Rápidamente abrí un barril y, empujando el otro por las escaleras, me di prisa en mojar las vigas con queroseno y en empapar las puertas de madera de las demás celdas. El olor era fuerte, más fuerte y más poderoso que cualquier ruido que pudiera haber hecho para alertar a alguien. Y aunque me quedé absolutamente inmóvil al pie de las escaleras con el barril y la guadaña, escuchando, no oí nada, nada de esos guardias que yo suponía que estaban allí, nada de los vampiros. Aferrado al mango de la guadaña, me aventuré lentamente hasta que estuve ante la puerta que daba al salón. Nadie estaba allí para verme verter el queroseno en los sillones o en los cortinados; nadie me vio vacilar un instante ante la puerta del pequeño patio donde habían sido asesinadas Claudia y Madeleine. ¡Oh, cuánto quise abrir esa puerta! Me tentó tanto que casi me olvido del plan. Casi dejo caer los barriles y abro la puerta. Pero pude ver la luz a través de las grietas de la madera vieja de esa puerta. Y supe que debía seguir adelante. Madeleine y Claudia ya no estaban allí. Estaban muertas. ¿Y qué hubiera hecho de haber abierto esa puerta, de haberme enfrentado con esos restos, con ese pelo despeinado, sucio? No había tiempo, no tenía sentido. Corrí por los pasillos que antes no había explorado, bañé con queroseno antiguas puertas, seguro de que los vampiros estaban allí encerrados; entré en el mismo teatro, donde una luz fría y gris que venía de la puerta principal me hizo apresurar, y produje una gran mancha oscura en los cortinados de terciopelo del telón, en las sillas, en las cortinas de la entrada.
»Y, por último, terminado el barril y dejado a un lado, saqué la antorcha casera que había hecho, le acerqué una cerilla a los trapos mojados con queroseno y prendí fuego a las sillas. Las llamas lamieron su gruesa seda. Moví la antorcha en mi carrera hacia el escenario y encendí ese oscuro telón con un solo golpe rápido.
»En pocos segundos, todo el teatro ardió como con la luz del día, toda su estructura pareció chirriar y gruñir cuando el fuego subió por las paredes, chupando el gran arco del proscenio, los adornos de yeso de los palcos. Pero no tuve tiempo para admirar el espectáculo, para saborear el olor y el sonido, la visión de los escondrijos y rincones que salían a la luz en la furiosa iluminación que muy pronto los consumiría. Volví corriendo al piso inferior, prendiendo fuego con mi antorcha al sofá del salón, las cortinas, todo lo que ardiera.
»Alguien gritó en los pisos superiores, en habitaciones que yo nunca había visto. Oí el inequívoco sonido de una puerta que se abría. Pero era demasiado tarde, me dije aferrando la antorcha y la guadaña. El edificio era pasto de las llamas. Serían destruidos. Corrí hacia las escaleras y un grito distante resonó por encima de los rugidos de las llamas; mi antorcha acarició las vigas empapadas de queroseno y las llamas envolvieron las antiguas maderas, rizándose ante el techo mojado. Era el grito de Santiago, estaba seguro; y entonces, cuando llegué al piso inferior, lo vi allá arriba, detrás de mí, bajando las escaleras; el humo llenaba el hueco de la escalera a su alrededor, y él tenía los ojos llorosos y la garganta sofocada; sus manos estaban extendidas en mi dirección mientras murmuraba:
»—¡Tú, maldito seas…!
»Y yo me quedé sobrecogido; entrecerré los ojos para defenderme del humo, sentí que me lagrimeaban, irritados, pero sin dejar de enfocar ni por un instante su imagen, pues el vampiro usaba ahora todo su poder para atacarme con tal rapidez que se haría invisible. Cuando esa cosa oscura que era su ropa se acercó, blandí la guadaña y vi que le daba en el cuello. Sentí el impacto en su cuello, y lo vi caer a un costado, buscando con sus manos la espantosa herida. El aire estaba lleno de gritos, de alaridos; un rostro blanco brilló encima de Santiago, una máscara de terror. Algún otro vampiro corrió por el pasillo delante de mí hacia la puerta secreta del pasillo. Pero yo me quedé allí mirando a Santiago, viéndolo levantarse pese a la herida. Volví a esgrimir la guadaña, golpeándolo con facilidad. Y no hubo herida. Nada más que dos manos buscando una cabeza que ya no estaba allí.
»Y la cabeza, con la sangre que manaba del resto del cuello, y los ojos que miraban despavoridos bajo las vigas ardiendo, y el pelo oscuro y sedoso empapado de sangre, cayó a mis pies. Le di un fuerte puntapié con la bota y la envié volando por el pasillo. Corrí tras ella con la antorcha y la guadaña mientras levantaba los brazos para protegerme de la luz del día que inundaba las escaleras hasta la callejuela.
»La lluvia caía en agujas brillantes sobre mis ojos, que se esforzaron por ver el contorno oscuro del carruaje que relumbró contra el cielo. El conductor dormido se sacudió con mis órdenes, su torpe mano fue instintivamente al látigo y el carruaje salió disparado cuando abrí la portezuela; los caballos avanzaron rápidos mientras yo abría la tapa del ataúd; mi cuerpo cayó a un lado, mis manos quemadas bajaron por la protectora seda fría, la tapa cayó y reinó la oscuridad.
»El paso de los caballos aceleró su ritmo cuando nos alejamos de la esquina donde ardía el edificio. No obstante, aún podía oler el humo, me sofocaba, me irritaba los ojos y los pulmones, y tenía la frente quemada por la primera luz difusa del sol.
»Pero nos alejábamos del humo y de los gritos. Nos íbamos de París. Lo había logrado. El Théàtre des Vampires era devorado por el fuego.
»Cuando sentí que se me caía la cabeza de sueño, imaginé una vez más a Claudia y Madeleine abrazadas en ese patio sórdido, y les dije en voz baja, agachándome hasta las imaginarias cabezas de pelo rizado que brillaban a la luz de la lámpara:
«—No pude traeros. No pude traeros. Pero ellos yacerán arruinados y muertos en vuestro derredor. Si el fuego no los consume, será el sol. Si no se queman, entonces la gente que vaya a combatir el fuego los verá y los expondrá a la luz del sol. Os lo prometo: todos morirán como vosotras habéis muerto; todo aquel que esté allí esta madrugada, morirá. Y ésas son las únicas muertes en mi larga vida que considero exquisitas y buenas.
»Volví dos noches después —relató el vampiro—. Tenía que ver el sótano inundado donde cada ladrillo estaba calcinado, destrozado; donde unas pocas vigas esqueléticas apuntaban al cielo como estacas. Esos murales monstruosos que una vez habían rodeado el salón eran ahora fragmentos deshechos: una cara pintada aquí, un trozo de ala de ángel allá; eso era lo único identificable que quedaba.
»Con los periódicos vespertinos, me abrí paso hasta el fondo de un pequeño café al otro lado de la calle. Allí, bajo la luz mortecina de las lámparas y el espeso humo de cigarros, leí las notas sobre el siniestro. Se encontraron pocos cuerpos en el teatro incendiado, pero en todas partes había ropas y disfraces desparramados, como si los famosos actores de vampiros hubieran escapado del teatro hacía mucho tiempo. En otras palabras, únicamente los vampiros más jóvenes habían dejado sus huesos; los antiguos habían sufrido una consumición total. Ninguna mención de testigos o de algún sobreviviente. ¿Cómo podría haberlos habido?
»Sin embargo, algo me preocupó considerablemente. Yo no temía a ningún vampiro que se pudiera haber escapado. No tenía ganas de cazarlos en caso de haberlo conseguido. Estaba seguro de que había muerto la mayoría de los integrantes del grupo. Pero, ¿por qué no había habido guardias humanos? Yo estaba seguro de que Santiago había mencionado guardias y supuse que eran acomodadores y porteros que preparaban el teatro antes de las actuaciones. Y me había dispuesto a enfrentarlos con la guadaña. Pero no habían estado allí. Era extraño. Y lo extraño no me tranquilizaba mucho.
»Pero, por último, cuando dejé los diarios a un costado y volví a pensar en esas cosas, no me importó más ese elemento extraño. Lo importante era que yo estaba absolutamente solo, más solo de lo que jamás había estado en mi vida. Que Claudia había desaparecido para siempre. Y yo tenía menos razones para vivir que nunca. Y menos ganas.
»No obstante, mi pesadumbre no me abrumó, no me invadió, no me convirtió en esa criatura miserable y quebrada en que temía transformarme. Quizá no fuera posible aguantar el dolor que había sentido cuando vi los restos de Claudia. Quizá no fuera posible saber eso y sobrevivir por mucho tiempo. A medida que las horas pasaban, a medida que el humo en el café se hacía más espeso y que caía y subía el telón del pequeño escenario iluminado por una lámpara, en el que cantaban mujeres robustas, con la luz brillando sobre sus joyas baratas, y resonaban sus voces ricas y profundas, a menudo plañideras, exquisitamente tristes, me pregunté vagamente cómo sería sentir esta pérdida, esta indignación, y verse justificado en ellas, ser merecedor de simpatía, de aliento. Yo no hubiera contado mi dolor a ninguna criatura. Mis propias lágrimas no significaban nada para mí.
»¿Adonde ir entonces si no me moría? Fue extraño cómo me llegó la respuesta. Extraño cómo salí entonces del café y di una vuelta alrededor del teatro incendiado y, al final, me dirigí a la ancha Avenue Napoleón y por ella hasta el palacio del Louvre. Fue como si ese palacio me llamara y, sin embargo, jamás había estado dentro de sus muros. Había pasado mil veces delante de su extensa fachada, deseando poder visitarlo como un ser mortal por sólo un día y pasear entonces por esos salones y ver sus magníficos cuadros. Ahora lo haría en posesión únicamente de una vaga noción de que en las obras de arte podía encontrar alivio; de que yo no podía brindar nada fatal a lo que era inanimado y, sin embargo, magníficamente poseído del espíritu de la vida misma.
»En algún sitio de la Avenue Napoleón, oí detrás de mí el paso inconfundible de Armand. Me hacía llegar señales, me hacía saber que estaba cerca. Pero no hice otra cosa que aminorar el paso y dejar que se me pusiera a la par. Durante largo rato, caminamos sin pronunciar palabra. No me animaba a mirarlo. Por supuesto, no había dejado de pensar en él ni por un instante; como si fuéramos humanos y Claudia hubiese sido mi amor, al final podría haber caído en los brazos de él debido a la necesidad de compartir un dolor común tan fuerte, tan absorbente. Ahora el dique amenazaba quebrarse, pero no se rompió. Yo estaba entumecido y caminaba como tal.
»—Ya sabes lo que he hecho —dije por último; habíamos salido de la avenida y ahora podía ver allá delante la larga fila de columnas dobles contra la fachada del Museo Real—. Sacaste tu ataúd, como te advertí…
»—Sí —me contestó. Sentí un alivio súbito e inequívoco al escuchar su voz. Me debilitó. Pero, simplemente, yo estaba demasiado lejos del dolor, demasiado cansado.
»—Y, sin embargo, estás aquí a mi lado. ¿Quieres vengarlos?
»—No —dijo él.
»—Eran tus compañeros, tú eras su jefe —dije—. ¿No les avisaste que yo estaba tras ellos, del mismo modo que yo te avisé?
»—No —dijo.
»—Pero seguro que me detestas por ello. Sin duda respetas alguna norma, alguna lealtad de alguna especie.
»—No —dijo en voz baja.
»Me sorprendió la lógica de sus respuestas, aunque no las podía explicar ni comprender.
»Algo se me aclaró en las remotas regiones de mis propias consideraciones incesantes.
»—Había guardias; estaban los acomodadores que dormían en el teatro. ¿Por qué no estaban allí cuando entré? ¿Por qué no estaban allí para proteger a los vampiros?
»—Porque eran empleados míos y los despedí. Los eché —dijo Armand.
»Me detuve. Estaba imperturbable cuando lo miré de frente, y tan pronto como se encontraron nuestros ojos deseé que el mundo no fuera una negra ruina vacía con cenizas y muertes. Deseé que fuera fresco y hermoso y que ambos viviéramos y nos pudiéramos dar amor.
»—¿Tú hiciste eso sabiendo lo que yo pensaba hacer?
»—Así es —dijo.
»—¡Pero tú eras su jefe! Confiaban en ti. Creían en ti. ¡Vivían contigo! —dije—. No comprendo cómo tú… ¿Por qué?
»—Piensa la respuesta que más te guste —dijo con calma y sensatez, como si no quisiera herirme con ninguna acusación o desdén sino mostrarme lo literal de sus palabras—. Puedo pensar en muchas. Piensa en la que necesites y créela. Es igual a cualquiera. Te daré la razón verdadera de lo que hice, que es la menos auténtica: estaba por irme de París. El teatro me pertenecía. Por tanto, los despedí…
»—Pero, con lo que sabías…
»—Te lo dije; fue la razón real y la menos verdadera —me dijo con paciencia.
»—¿Me destruirías con la misma facilidad con que permitiste su destrucción? —le pregunté.
»—¿Por qué habría de hacerlo?
»—¡Dios Santo! —susurré.
»—Has cambiado mucho —dijo—. Pero de cierta manera, eres el mismo.
»Seguí caminando y me detuve ante la entrada del Louvre. Al principio me pareció que sus muchas ventanas eran oscuras y plateadas con la luz de la luna y la llovizna. Pero entonces me pareció ver una luz débil que se movía en el interior, como si un guardia caminara entre esos tesoros. Y tercamente fijé mis pensamientos en él, en ese guardián, calculando cómo un vampiro podía atacarlo, arrebatarle la vida y la linterna, y las llaves. El plan era una confusión. Era incapaz de planes. Sólo había hecho un único plan en mi vida y lo había terminado.
»Y entonces, por último, me rendí. Volví a Armand y dejé que sus ojos penetraran en los míos y lo dejé acercarse como si quisiera hacerme su víctima. Bajé la cabeza y sentí su brazo firme sobre mi hombro. Y, súbitamente, recordando las palabras de Claudia que casi habían sido sus últimas palabras —la admisión de que ella sabía que yo podía amar a Armand porque había sido capaz incluso de amarla a ella—, esas palabras me parecieron ricas e irónicas, más llenas de significado de lo que ella se pudo haber imaginado.
»—Sí —le dije en voz baja—, éste es el máximo mal: que hasta podamos llegar tan lejos como amarnos, tú y yo. ¿Y quién más nos podría mostrar una partícula de amor, una pizca de compasión o misericordia? ¿Quién más, conociéndonos como nosotros nos conocemos, podría hacer algo más que destruirnos? Y, sin embargo, nos podemos amar.
»Durante largo rato se quedó mirándome, acercándose inclinando su cabeza poco a poco a un lado, y abriendo los labios como a punto de hablar. Pero sólo sonrió y sacudió la cabeza suavemente para confesar que no comprendía.
»Yo ya no pensaba más en él. Tuve uno de esos raros momentos en que parecí no pensar en nada. Mi mente era informe. Vi que se había detenido la lluvia. Vi que el aire estaba claro y frío. Que la calle estaba iluminada. Y quise entrar en el Louvre. Formé palabras para decírselo a Armand, preguntarle si podía ayudarme a hacer todo lo necesario para pasar la noche en el Louvre.
»Consideró que era una petición muy simple. Únicamente dijo que se preguntaba por qué había esperado yo tanto tiempo.
»Nos fuimos de París poco tiempo después —siguió relatando el vampiro—. Le dije a Armand que quería regresar al Mediterráneo; no a Grecia, como había soñado tanto tiempo, sino a Egipto. Quería ver el desierto y, más importante todavía, quería ver las pirámides y las tumbas de los reyes. Quería tomar contacto con esos ladrones de tumbas que saben más de ellas que los académicos, y quería descender a las tumbas todavía vírgenes y ver cómo estaban enterrados esos reyes, y las pinturas en los muros. Armand estaba más que dispuesto. Y partimos de París a primera hora de un atardecer, sin el menor indicio de ceremonia.
»Yo había hecho una cosa que debo anotar. Había vuelto a mis habitaciones en el Hotel Saint-Gabriel. Tenía el propósito de llevarme algunas pertenencias de Claudia y de Madeleine y colocarlas en ataúdes y hacerlas enterrar en el cementerio de Montmartre. No lo hice. Me quedé un rato en las habitaciones, donde todo estaba en orden y arreglado por los empleados, de modo que parecía que Claudia y Madeleine podían regresar en cualquier momento. En una mesita estaba el bordado de Madeleine junto a sus ovillos. Miré eso y todo lo demás, y mi tarea me pareció absurda. En consecuencia, me retiré.
»Pero algo me había pasado allí; o, más bien, algo de lo que yo había sido vagamente consciente se aclaró entonces. Aquella noche yo había ido al Louvre para encontrar algún placer trascendente que me aliviara el dolor y me hiciera olvidar por completo incluso de mí mismo. Eso me había sostenido. Ahora, cuando estaba a las puertas del hotel esperando el carruaje que me llevaría a encontrarme con Armand, vi la gente que caminaba por allí —la incesante muchedumbre de la avenida, las damas y caballeros elegantes, los vendedores de periódicos, los carruajes de equipaje, los conductores de vehículos—, y todo lo vi bajo una nueva luz. Antes, todo el arte había tenido para mí la promesa de una comprensión más profunda del corazón humano. Ahora el corazón humano no significaba nada. No lo denigré. Simplemente, me olvidé de él. Las magníficas pinturas del Louvre para mí no estaban relacionadas íntimamente con las manos que las habían pintado. Estaban cortadas y sueltas como niños convertidos en piedra. Como Claudia, separada de su madre, preservada durante décadas enteras con perlas y oro tallado. Como las muñecas de Madeleine. Y, por supuesto, como Claudia y Madeleine y yo mismo, todos seríamos reducidos a cenizas.