—Ya veo… —dijo el vampiro, pensativo, y lentamente cruzó la habitación hacia la ventana. Durante largo rato, se quedó allí contra la luz mortecina de la calle Divisadero y los focos intermitentes del tránsito. El muchacho pudo ver entonces los muebles del cuarto con mayor claridad: la mesa redonda de roble, las sillas. Una palangana colgaba de una pared con un espejo. Puso su portafolio en la mesa y esperó.
—Pero, ¿cuánta cinta tienes aquí? —preguntó el vampiro y se dio la vuelta para que el muchacho pudiera verle el perfil—. ¿Suficiente para la historia de una vida?
—Desde luego, si es una buena vida. A veces entrevisto hasta tres o cuatro personas en una noche si tengo suerte. Pero tiene que ser una buena historia. Eso es justo, ¿no le parece?
—Sumamente justo —contestó el vampiro—. Me gustaría contarte la historia de mi vida. Me gustaría mucho.
—Estupendo —dijo el muchacho. Y rápidamente sacó el magnetófono de su portafolio y verificó las pilas y la cinta—. Realmente tengo muchas ganas de saber por qué cree usted en esto, por qué usted…
—No —dijo abruptamente el vampiro—. No podemos empezar de esa manera. ¿Tienes ya el equipo dispuesto?
—Sí —dijo el muchacho.
—Entonces, siéntate. Voy a encender la luz.
—Yo pensaba que a los vampiros no les gustaba la luz —dijo el muchacho—. Sí usted cree que la oscuridad ayuda al ambiente… —Pero en ese momento dejó de hablar. El vampiro lo miraba dando la espalda a la ventana. El muchacho ahora no podía distinguir la cara e incluso había algo en su figura que lo distraía. Empezó a decir algo, pero no dijo nada. Y luego echó un suspiro de alivio cuando el vampiro se acercó a la mesa y extendió la mano al cordón de la luz.
De inmediato la habitación se inundó de una dura luz amarilla. Y el muchacho, mirando al vampiro, no pudo reprimir una exclamación. Sus dedos bailotearon por la mesa para asirse al borde.
—¡Dios santo! —susurró, y luego, contempló, estupefacto, al vampiro.
El vampiro era totalmente blanco y terso como si estuviera esculpido en hueso blanqueado; y su rostro parecía tan exánime como el de una estatua, salvo por los dos brillantes ojos verdes, que miraban al muchacho tan intensamente como llamaradas en una calavera. Pero, entonces, el vampiro sonrió, casi anhelante, y la sustancia blanca y tersa de su rostro se movió con las líneas infinitamente flexibles pero mínimas de los dibujos animados.
—¿Ves? —preguntó en voz queda.
El muchacho tembló y levantó una mano como para defenderse de una luz demasiado poderosa. Sus ojos se movieron lentamente sobre el abrigo negro elegantemente cortado que sólo había podido vislumbrar en el bar, los extensos pliegues de la capa, la corbata de seda negra anudada al cuello y el resplandor del cuello blanco, que era tan blanco como la piel del vampiro. Miró el abundante pelo negro del vampiro, las ondas que estaban peinadas hacia atrás encima de las orejas, los rizos que apenas tocaban los bordes del cuello blanco.
—Bien, ¿aún me quieres entrevistar? —preguntó el vampiro.
El muchacho abrió la boca antes de poder contestar. Movió afirmativamente la cabeza.
—Sí —dijo por fin.
El vampiro tomó asiento lentamente frente a él e, inclinándose, le dijo cortés, confidencialmente:
—No tengas miedo. Simplemente haz funcionar las cintas.
Y luego se estiró por encima de la mesa. El muchacho retrocedió y le corrió el sudor a ambos costados de la cara. El vampiro le agarró un hombro con una mano y le dijo:
—Créeme, no te haré daño. Quiero esta oportunidad. Es más importante para mí de lo que te puedes imaginar. Quiero que empieces.
Retiró la mano y se sentó cómodamente, esperando.
El chico tardó un momento en secarse la frente y los labios con un pañuelo, en tartamudear que el micrófono estaba listo, en apretar los botones y decir que el aparato ya estaba en funcionamiento.
—Usted no siempre fue un vampiro, ¿verdad? —preguntó.
—No —contestó el vampiro—, era un hombre de veinticinco años cuando me convertí en un vampiro, y eso sucedió en mil setecientos noventa y uno.
El chico quedó perplejo por la precisión de la fecha y la repitió, antes de preguntar:
—¿Y eso cómo sucedió?
—Hay una respuesta muy simple. No creo que me gustara dar una respuesta tan fácil —dijo el vampiro—. Prefiero contar la historia verdadera…
—Sí —dijo rápidamente el muchacho. Se pasaba una y otra vez el pañuelo por los labios.
—Hubo una tragedia… —comenzó a decir el vampiro—. Fue mi hermano menor. Murió. —Y entonces se detuvo, y el chico se aclaró la garganta y se secó la cara nuevamente antes de meterse el pañuelo casi con impaciencia en el bolsillo.
—No le hace sufrir, ¿no? —preguntó tímidamente.
—¿Te parece? —preguntó el vampiro—. No. —Sacudió la cabeza—. Sólo se trata de que he contado esta historia a una sola persona. Y eso sucedió hace tiempo. No, no me hace sufrir…
»… Entonces vivíamos en Luisiana. Habíamos recibido tierra para colonizar y pusimos dos plantaciones de índigo en el Mississippi, muy cerca de Nueva Orleans…
—Ah, por eso el acento… —comentó en voz baja el chico. Por el momento, el vampiro le echó una mirada vaga.
—¿Tengo acento? —preguntó, y empezó a reírse. Y el chico, aturdido, contestó rápidamente.
—Lo noté en el bar cuando le pregunté cómo se ganaba la vida. No es más que un leve acento en las consonantes, eso es todo. Nunca me imaginé que fuera francés.
—Está bien —le aseguró el vampiro—. No estoy tan sorprendido como parezco. Sólo es que, de tanto en tanto, lo olvido. Pero deja que continúe…
—Por favor… —dijo el chico.
—Te hablaba de las plantaciones. En realidad, tuvieron mucho que ver con mi transformación en vampiro. Pero ya llegaré a eso. Nuestra vida era lujosa y primitiva al mismo tiempo. Y nosotros la encontrábamos sumamente atractiva. Allí vivíamos mucho mejor de lo que jamás podríamos haber vivido en Francia. Tal vez la mera inmensidad de Luisiana nos lo hacía parecer, pero, al parecer que así era, lo era. Recuerdo los muebles importados que atestaban la casa —el vampiro sonrió—. Y el clavicordio; era un encanto. Mi hermana solía tocarlo. En los atardeceres del verano, ella se sentaba ante las teclas dando la espalda a las grandes puertas vidrieras. Y todavía puedo recordar esa música rápida, quebradiza, y la visión del pantano elevándose detrás de mi hermana, los cipreses ahítos de musgo flotando contra el cielo. Y estaban los ruidos del pantano, un coro de criaturas, y el canto de los pájaros. Pienso que nos encantaba. Hacía que los muebles de palo rosado fueran más preciosos, que la música fuera más delicada y deseable. Inclusive cuando la vistaria rompió las contraventanas de las ventanas del ático y sus zarcillos se abrieron paso por el ladrillo blanqueado en menos de un año.
»… Sí, nos encantaba. A todos menos a mi hermano. Creo que nunca lo oí quejarse de algo, pero yo sabía cómo se sentía. Mi padre ya había muerto entonces y yo era el cabeza de familia. Y tenía que defenderlo constantemente de mi madre y de mi hermana. Ellas querían llevarlo a hacer visitas o a fiestas en Nueva Orleans, pero él detestaba esas cosas. Creo que dejó de ir a todos los sitios antes de tener doce años. Lo que le interesaba era orar, la oración y las vidas de los santos en libros forrados de cuero.
»Por último, le construí un oratorio alejado de la casa y él empezó a pasar allí casi todo el día, y a menudo los atardeceres. Fue algo irónico, en realidad. Era tan distinto a nosotros, tan distinto a todos, ¡y yo era tan normal! Yo no tenía ninguna característica excepcional —aseguró, sonriendo—. A veces, en la tarde, yo iba a verlo y lo encontraba en el jardín cerca del oratorio, sentado y absolutamente sosegado en un banco de piedra. Y yo le contaba mis problemas, las dificultades que tenía con los esclavos, todo lo que desconfiaba del superintendente o del tiempo o de mis agentes…, todos los problemas que constituían el cuerpo y el alma de mi existencia. Y él me escuchaba, hacía pocos comentarios, siempre solícitos, de modo que, cuando yo me alejaba de él, tenía la clara impresión que él me había resuelto todos los interrogantes. No pensaba que le pudiera negar nada y juré que, por más que se me partiera el alma, él entraría en el sacerdocio cuando llegara ese momento. Por supuesto, estuve equivocado.
El vampiro se detuvo en su relato.
Por un momento, el chico siguió mirándolo y luego se sobresaltó como si acabara de despertar de un sueño; forcejeó como si no pudiera encontrar las palabras apropiadas.
—Ah…, ¿no quería ser sacerdote? —preguntó. El vampiro lo estudió como tratando de discernir el significado de su pregunta. Luego dijo:
—Quiero decir que yo estaba equivocado con respecto a mí mismo, con no negarle nada. —Sus ojos se dirigieron a la pared más lejana y se fijaron en el marco de la ventana—. Empezó a tener visiones.
—¿Visiones de verdad? —preguntó el muchacho, pero nuevamente su voz vaciló como si estuviera pensando en otra cosa.
—No lo pensé así —contestó el vampiro—. Sucedió cuando tenía quince años. Entonces él ya era muy apuesto. Tenía una piel muy fina y grandes ojos azules. Era robusto, no delgado como ahora soy y fui yo entonces… Pero sus ojos… Era como si, cuando lo miraba a los ojos, yo estuviera a solas en el límite del mundo…, en una playa del océano barrida por el viento. Lo único que había era el suave rumor de las olas. Pero —dijo con los ojos aún fijos en el marco de la ventana— empezó a tener visiones. Al principio, sólo me lo insinuó, y dejó por completo de comer. Vivía en el oratorio. A cualquier hora del día o de la noche, yo lo podía encontrar arrodillado sobre la losa delante del altar. Y descuidó el mismo oratorio. Dejó de encender las velas y de cambiar los lienzos del altar y hasta de barrer la hojarasca. Una noche me alarmé seriamente cuando me quedé al lado del rosal mirándolo durante toda una hora en la que jamás movió las rodillas ni jamás bajó los brazos, que tenía estirados, formando una cruz. Todos los esclavos pensaban que estaba loco —dijo el vampiro, y alzó el entrecejo como interrogándose—. Yo estaba convencido de que solamente… se trataba de fanatismo. Que, en su amor a Dios, quizás había ido demasiado lejos. Entonces me contó de sus visiones. Santo Domingo y la Virgen María lo habían ido a ver al oratorio. Le habían dicho que tenía que vender sus propiedades en Luisiana, todo lo que poseía, y utilizar ese dinero para hacer en Francia la obra de Dios. Mi hermano iba a ser un gran dirigente religioso e iba a devolver su antiguo fervor al país y cambiar el curso de la batalla contra el ateísmo y la Revolución. Por supuesto, no tenía dinero propio. Yo debía vender nuestras plantaciones y nuestras casas en Nueva Orleans y entregarle el dinero.
Una vez más el vampiro hizo una pausa. Y el muchacho quedó inmóvil, mirándolo, perplejo.
—Ah…, perdóneme —susurró—. ¿Qué hizo? ¿Vendió las plantaciones?
—No —dijo el vampiro, y su rostro estaba sereno, como desde el principio—. Me reí de él. Y él… se puso furioso. Insistió en que la orden provenía de la mismísima Virgen. ¿Quién era yo para ignorarla? ¿Quién? —se preguntó en voz baja, como si lo estuviera pensando nuevamente—. ¿Quién, por cierto? Y, cuanto más quiso convencerme, más me reía yo. Era un absurdo, le dije, el producto de una mente inmadura e incluso mórbida. El oratorio era una equivocación, le dije; lo haría derribar de inmediato. Él iría a la escuela en Nueva Orleans y se sacaría de la cabeza esas ideas extrañas. No recuerdo todo lo que dije. Pero recuerdo la sensación. Detrás de toda esta negativa desdeñosa de mi parte, había un disgusto latente y una gran desilusión. Yo estaba amargamente desilusionado. No le creía una sola palabra.
—Pero eso es comprensible —dijo rápidamente el muchacho cuando el vampiro hizo una pausa: se ablandó la expresión de perplejidad de su rostro—. Quiero decir: ¿le hubiera creído alguien?
—¿Es tan comprensible? —el vampiro miró al entrevistador—. Pienso que tal vez haya sido un egoísmo cruel. Déjame explicarme. Yo adoraba a mi hermano, como ya te dije, y a veces creía que era un santo viviente. Lo alenté en sus oraciones y meditaciones, y como dije, estaba dispuesto a que se fuera de mi lado para que entrara en el sacerdocio. Y si alguien me hubiera contado de un santo en Ars o en Lourdes que tenía visiones, le habría creído. Yo era católico; creía en los santos. Encendía velas delante de sus estatuas de mármol en las iglesias. Conocía sus imágenes, sus símbolos, sus nombres. Pero no lo creí; no en mi hermano. No sólo no creí que tuviera visiones, no lo pude considerar posible un solo instante. Ahora bien, ¿por qué? Porque era mi hermano. Podía ser santo, podía ser extraño, pero Francisco de Asís, no. Mi hermano, no. Mi hermano no podía serlo. Eso es egoísmo, ¿te das cuenta?
El entrevistador lo pensó antes de contestar y entonces asintió con la cabeza y dijo que sí, que pensaba que así era.
—Quizá tenía visiones —dijo el vampiro.
—¿Entonces usted…, usted no afirma saber… ahora… si las tenía o no?
—No, pero sé muy bien que jamás vaciló un segundo en sus convicciones. Eso lo sé y lo sabía entonces, esa noche, cuando salió de mi habitación furioso y dolorido. Jamás vaciló un instante. Y, a los pocos minutos, estaba muerto.
—¿Cómo? —preguntó el entrevistador.
—Simplemente traspasó las puertas vidrieras, salió a la galería y se quedó un momento en lo alto de las escalinatas de ladrillo. Entonces, se cayó. Estaba muerto cuando llegó al fondo. Con el cuello roto —dijo el vampiro, y se sacudió la cabeza con consternación, pero su rostro aún estaba sereno.
—¿Usted lo vio caer? —preguntó el chico—. ¿Perdió pie?
—Yo no lo vi, pero dos sirvientes lo vieron. Dijeron que levantó la vista, como si acabara de ver algo en el cielo. Entonces todo su cuerpo se adelantó barrido por el viento. Uno de ellos dijo que estaba a punto de decir algo cuando cayó. Yo también pensé que iba a decir algo, pero en ese preciso momento me di vuelta y di la espalda a la ventana. Yo estaba de espaldas cuando oí el ruido. —El vampiro echó una mirada al magnetófono—. No pude perdonármelo. Me sentí responsable de su muerte —dijo—. Y todos los demás también parecieron pensarlo.
—Pero, ¿cómo pudieron pensarlo? Usted dijo que hubo gente que lo vio caer.
—No fue una acusación directa. Simplemente, sabían que había sucedido algo desagradable entre nosotros. Que habíamos discutido minutos antes del accidente. Los sirvientes nos habían oído, mi madre nos había oído. Mi madre no dejaba de preguntarme lo que había sucedido y por qué mi hermano, que era tan tranquilo, había estado gritando. Luego mi hermana se sumó al interrogatorio y, naturalmente, yo me negué a dar razones. Me negué a decir nada. Estaba tan amargamente sorprendido y me sentía tan miserable que no tuve paciencia con nadie; sólo tomé la vaga decisión de que nadie se enterara de sus visiones. No sabrían que, al final, en vez de convertirse en santo, se había transformado sólo en un fanático… Mi hermana se fue a la cama en vez de ocuparse del funeral, y mi madre dijo a todo el vecindario que algo espantoso había sucedido en mi cuarto y que yo no lo quería contar a nadie; y hasta la policía me interrogó, debido a mi propia madre. Por último, vino a verme el cura y exigió saber lo que había pasado. No se lo dije a nadie. Sólo fue una discusión, dije. Yo no estaba en la galería cuando se cayó, protesté, y todos me miraron como si lo hubiera matado. Y yo sentí que lo había matado. Me senté en la sala, al lado de su ataúd, pensando: «Lo he matado». Lo miré a la cara hasta que aparecieron manchas delante de mis ojos, y casi me desmayé. Se había destrozado la nuca en el pavimento y su cabeza tenía una forma extraña sobre la almohada. Me obligué a contemplarla, a estudiarla, simplemente porque casi no podía soportar el dolor y el olor a podredumbre, y sentí la tentación, una y otra vez, de abrirle los ojos. Todos éstos eran pensamientos e impulsos demenciales. El pensamiento fundamental era: me había reído de él, no le había creído; no había sido bueno con él. Había caído por culpa mía.
—Todo eso sucedió, ¿verdad? —susurró el muchacho—. Me está contando algo… que es verdad.
—Sí —dijo el vampiro, mirándolo con sorpresa—. Quiero seguir contándotelo —aseguró, pero, cuando su mirada pasó del muchacho a la ventana, sólo demostró lejano interés en el entrevistador, que parecía sumido en silenciosas contradicciones.
—Pero… usted dijo que no sabía de sus visiones; que usted, un vampiro…, no podía saber con plena y total seguridad si…
—Quiero hacer las cosas en orden. Quiero contarte las cosas tal como fueron sucediendo. No, no sabía nada de las visiones. Ni lo supe nunca —afirmó; y, nuevamente, esperó hasta que el chico dijo:
—Sí, por favor, continúe…
—Pues entonces quise vender las plantaciones. No quise volver a ver jamás esa casa ni el oratorio. Finalmente las alquilé a una agencia que las trabajaría por mi cuenta y me administraría las cosas, de modo que nunca tendría necesidad de ir allí.
Y llevé a mi hermana y a mi madre a una de las casas de Nueva Orleans. Por supuesto, no podía escapar ni por un instante de mi hermano. Únicamente podía pensar en su cuerpo pudriéndose bajo tierra. Estaba enterrado en el cementerio de Saint-Louis, de Nueva Orleans, y yo hacía todo lo posible por evitar tener que traspasar esa entrada, pero aún pensaba en él constantemente. Borracho o sobrio, veía su cuerpo en el ataúd y no lo podía soportar. Una y otra vez soñé que él estaba arriba de esa escalinata y que lo tomaba del brazo, le hablaba con bondad, le pedía que volviese a su cuarto, le decía suavemente que creía en él, que debía rezar para que yo tuviera fe. En el ínterin, los esclavos de Pointe du Lac (ésa era mi plantación) empezaron a hablar de ver su fantasma en la galería, y el superintendente no podía mantener el orden. La gente de la sociedad le hacía preguntas ofensivas a mi hermana sobre el incidente, y ella se puso histérica. Simplemente pensó que debía reaccionar de esa forma y lo hizo. Yo bebía todo el tiempo y estaba lo menos posible en casa. Vivía como un hombre que quería morir pero que no tenía el valor de matarse. Caminaba a solas por las calles y los callejones de los negros; me caía al suelo en los cabarets, me negué dos veces a batirme en duelo, más por apatía que por cobardía, y, verdaderamente, deseaba que me asesinasen. Y entonces fui atacado. Pudo haber sido cualquiera. Y yo presentaba una invitación abierta a marineros, ladrones, maniáticos, a cualquiera. Pero se trató de un vampiro. Me atrapó a unos pasos de mi casa una noche y me dejó dándome por muerto, o así lo pensé.
—¿Quiere decir… que le chupó la sangre? —preguntó el muchacho.
—Sí —se rió el vampiro—. Me chupó la sangre. Así se hace.
—Pero usted vivió —dijo el joven—. Usted dijo que lo dejó dándolo por muerto.
—Bueno, me desangró casi hasta el punto de la muerte, lo que para él era suficiente. Me pusieron en cama tan pronto como me encontraron, confundido y realmente ignorante de lo que me había sucedido. Supongo que pensé que la bebida al final me había producido un ataque. Ahora esperaba morirme y no tenía interés en comer, beber ni hablar con el médico. Mi madre mandó buscar al sacerdote. Tenía fiebre y le conté todo al cura, todo acerca de las visiones de mi hermano y de lo que yo había hecho. Recuerdo que me aferré de su brazo, haciéndole jurar una y otra vez que no se lo contaría a nadie. Yo sé que no lo maté —le dije por último al sacerdote—, pero ahora que él está muerto no puedo vivir. No después de la manera en que lo traté.
»—Eso es ridículo —me contestó—. Por supuesto, usted pude vivir. Usted no tiene nada de malo salvo las ganas de hacerse mal a sí mismo. Su madre lo necesita, para no mencionar a su hermana. Y, en cuanto a ese hermano suyo, él puede estar seguro de que estaba poseído por el demonio.
»Me quedé tan perplejo cuando dijo esto que no pude protestar. El demonio producía visiones, continuó explicándome él. El demonio seguía reptando. Todo el país francés estaba bajo la influencia del diablo y la Revolución había sido su máximo triunfo. Nada podría haber salvado a mi hermano salvo el exorcismo, las oraciones, ayunos y unos hombres que lo agarraran cuando el demonio enfureciera su cuerpo y quisiera arrojarlo por los aires.
»—El demonio lo empujó por la escalera; es algo perfectamente evidente —declaró—. Usted no habló con su hermano en esa habitación; usted habló con Satán.
»Pues bien, eso me enfureció. Antes yo creía que había llegado a un límite, pero no era así. Continuó hablando del demonio, del vudú entre los esclavos y de casos de posesión en otras partes del mundo. Y perdí el dominio de mí mismo. Destrocé la habitación y casi lo mato.
—Pero sus fuerzas… El vampiro… —dijo el chico.
—Yo estaba fuera de mí —explicó—. Hacía cosas que no podría haber hecho en mi estado normal. Ahora la escena es confusa, pálida, fantástica. Pero recuerdo que lo saqué por las puertas de atrás de la casa, le hice cruzar el patio y le golpeé la cabeza hasta que casi lo mato contra la pared de ladrillos de la cocina. Cuando al final me calmé y estaba casi tan exhausto como la muerte, me desangraron. ¡Los imbéciles! Pero iba a decir otra cosa: fue entonces cuando concebí mi nuevo ego. Quizá lo había visto reflejado en el cura. Su actitud de desprecio ante mi hermano reflejó la mía propia; su crítica inmediata y vacua sobre el demonio; su negativa a concebir siquiera la idea de que la santidad le había pasado tan cerca.
—Pero creía en la posesión del demonio.
—Ésa es una idea mucho más mundana —dijo el vampiro de inmediato—. La gente que deja de creer en Dios, o en la bondad, sigue creyendo en el demonio. No sé por qué. No; sé muy bien por qué. El mal siempre es posible. Y la bondad es eternamente difícil. Pero debes comprender; la posesión en realidad es otra manera de decir que alguien está loco. Así era como pensaba ese cura. Estoy seguro de que había vislumbrado la locura. Tal vez se había colocado directamente encima de una locura rampante y la había proclamado como una posesión. No tienes que ver a Satán cuando se lo exorciza. Pero estar ante la presencia de un santo…, creer que el santo ha tenido una visión… No, es egoísmo, es nuestra negativa a creer que puede suceder a nuestro lado.
—Nunca lo pensé de esa manera —dijo el joven—. ¿Y qué le pasó a usted? Dijo que lo desangraron para curarlo, y eso lo debe de haber dejado a un paso de la fosa.
El vampiro se rió.
—Sí, por cierto que así fue. Pero el vampiro regresó esa noche. ¿Ves?, quería Pointe du Lac, mi plantación.
»Era muy tarde; después de que mi hermana se quedara dormida. Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer. Entró por el patio, abriendo sin hacer un solo ruido las puertas vidrieras; un hombre alto de piel blanca, una masa de pelo rubio y con una cualidad grácil, casi felina en los movimientos. Y, cautelosamente, puso un mantón sobre los ojos de mi hermana y bajó el pabilo de la lámpara. Ella quedó dormitando al lado de la palangana y del pañuelo con que había estado refrescándome la frente, y no se movió ni un instante en toda la noche. Pero, para entonces, yo ya había cambiado mucho.
—¿Cuál fue ese cambio? —preguntó el entrevistador. El vampiro suspiró. Se recostó contra la silla y miró las paredes.
—Al principio creí que se trataba de otro médico o de alguien llamado por la familia para que hablara conmigo. Pero de inmediato se me desvanecieron esas sospechas. Él se acercó a mi cama y se agachó de modo que su rostro quedó a la luz de la lámpara, y vi que no era un ser humano normal. Sus ojos verdes destellaban de incandescencia y las largas manos blancas que colgaban a sus costados no pertenecían a un ser humano. Pienso que lo supe todo en aquel preciso instante, y lo que él me contó fue únicamente su consecuencia natural. Lo que quiero decir es que cuando lo vi, cuando vi su aureola extraordinaria y supe que era una criatura que yo jamás había visto, quedé reducido a la nada. Ese ego que no podía aceptar la presencia de un ser humano extraordinario a su lado, quedó destrozado. Todas mis concepciones, incluso mi culpabilidad y el deseo de morir, me parecieron absolutamente sin importancia. ¡Me olvidé por completo de mí mismo! —dijo, tocándose suavemente el pecho con el puño—. Me olvidé por completo de mí. Y, en ese mismo instante, supe en toda su dimensión el significado de la posibilidad. A partir de entonces, sólo experimenté una creciente sensación de prodigio. Cuando me hablaba y me decía en qué me podía llegar a transformar, cómo había sido su propia vida y lo que sería, mi pasado se hizo añicos. Vi mi vida como separada de mí; la vanidad, la arrogancia, el escapismo constante de una pequeña incomodidad a otra, el culto hipócrita a Dios y la Virgen y la caterva de santos que llenaban mis libros de oración, nada de eso tenía la más mínima importancia, pues sólo era una existencia estrecha, materialista y egoísta. Y vi mis dioses verdaderos…, los dioses de la mayoría de los hombres: la comida, la bebida y la seguridad en el conformismo. Cenizas.
El rostro del muchacho estaba tenso, con una mezcla de confusión y aturdimiento.
—¿Y entonces decidió convertirse en un vampiro? —preguntó.
El guardó un momento de silencio.
—Decidir… no parece la palabra correcta. Sin embargo, no puedo decir que fuera inevitable desde el instante en que apareció en mi dormitorio. No, por cierto, no fue inevitable. Y tampoco puedo decir que yo lo decidí. Permíteme decir que, cuando terminó de hablar, ya no era posible que yo tomara una decisión diferente y que luego seguí mi camino sin echar una sola mirada atrás. Salvo por una.
—¿Salvo por una? ¿Cuál?
—Mi último amanecer —dijo el vampiro—. Esa mañana, yo todavía no era un vampiro. Y presencié mi última madrugada.
»La recuerdo claramente; sin embargo, pienso que antes no me había acordado de ningún amanecer. Recuerdo que primero la luz llegó a las puertas vidrieras, algo pálido detrás de las cortinas de lazo, y luego un rayo cada vez más grande y más brillante se paseó entre las hojas de los árboles. Por último, el sol traspasó las mismas ventanas y el lazo quedó en sombras desde el suelo de piedra y, en todas partes, se veía la forma de mi hermana, que aún dormía, sombras de la cortina en el mantón sobre sus hombros y cabeza. Tan pronto como sintió el calor, se quitó el mantón de encima, pero sin despertarse, y luego el sol brilló sobre ella, que apretó los párpados. El resplandor alcanzó la mesa donde descansaba su cabeza sobre los brazos, y la luz destelló, ardiente, en el agua de la jarra. Y la pude sentir en mis manos, sobre el marco de la ventana, y luego en mi rostro. Me quedé en cama pensando en todo lo que me había dicho el vampiro y fue entonces cuando me despedí del alba y me fui a convertir en un vampiro. Fue… mi último amanecer.
El vampiro volvió a mirar la ventana. Y, cuando dejó de hablar, el silencio fue tan súbito que al muchacho le pareció oírlo. Luego pudo escuchar los ruidos de la calle. El ruido de un camión era ensordecedor. El cordón de la luz tembló debido a las vibraciones. Luego el camión dejó de oírse.
—¿Lo extraña? —preguntó luego en voz baja.
—Realmente no —dijo el vampiro—. Hay tantas otras cosas… Pero, ¿en qué estábamos? ¿Quieres saber cómo sucedió, cómo me convertí en vampiro?
—Sí —dijo el joven—. ¿Cómo fue el cambio, exactamente?
—No te lo puedo contar tal cual fue —dijo el vampiro—. Te lo puedo relatar con palabras que harán evidente para ti el valor que tiene para mí. Pero no te lo puedo contar con exactitud, del mismo modo que no podría contarte la experiencia del sexo si nunca la has tenido.
El muchacho pareció estar a punto de hacer otra pregunta, pero, antes de poder hacerla, el vampiro continuó hablando:
—Como te dije, Lestat, mi instructor, quería mi plantación. Una razón muy mundana, por cierto, para darme una vida que durará hasta el fin del mundo, pero él no era una persona que discriminara. Él no consideraba a la pequeña población de vampiros del mundo como un club selecto. Él tenía sus problemas humanos, un padre ciego que no sabía que su hijo era un vampiro y que no debía averiguarlo. La vida en Nueva Orleans se le había vuelto muy difícil, considerando sus necesidades y la obligación de cuidar a su padre, y quería tener Pointe du Lac.
»Al atardecer siguiente fuimos a la plantación, escondimos al padre ciego en el dormitorio principal y yo procedí a realizar el cambio. No puedo decir que consistió en un solo paso realmente, aunque uno, por supuesto, era el paso después del cual no era posible el retorno. Pero había varias acciones que hacer y la primera era la muerte del superintendente. Lestat lo atacó mientras dormía. Yo tenía que mirar y aprobar, es decir, presenciar la muerte de una vida humana como prueba de mi decisión y parte de mi cambio. Esto resultó ser lo más difícil para mí. Te he dicho que yo no sentía miedo respecto a mi propia muerte, ni siquiera un prejuicio contra el suicidio. Pero sentía inmensa consideración por la vida de los demás y, hacía poco tiempo, la muerte me había horrorizado debido al fallecimiento de mi hermano. Tuve que presenciar cómo se despertaba el superintendente. Trató de desembarazarse de Lestat con ambas manos, fracasó y luego se quedó luchando bajo el peso de Lestat, y, por último, se quedó tieso, seco de sangre. Y murió. Pero no murió de inmediato. Estuvimos en su angosto dormitorio casi toda una hora viéndolo morir. Fue parte de mi cambio, como te dije. Lestat no lo hubiera hecho de otro modo. Luego fue necesario que nos libráramos del cadáver del superintendente. Yo estaba casi descompuesto. Débil y febril, tenía pocas reservas, y acarrear el cuerpo con esos propósitos me causó náuseas. Lestat se reía y me decía, sarcásticamente, que yo también me sentiría diferente cuando fuera vampiro. Y que también me reiría. Se equivocó en eso. Nunca me río de la muerte, aunque con tanta frecuencia y regularidad yo sea su causante.
»Pero deja que relate las cosas en orden. Tuvimos que subir por el camino del río hasta que llegamos al campo abierto y allí dejamos al superintendente. Le desgarramos la chaqueta, le robamos el dinero y nos aseguramos de que tuviera licor en su boca. Yo conocía a su mujer, que vivía en Nueva Orleans, y sabía el estado de desesperación en que caería cuando se descubriese el cadáver. Pero, más que lástima por ella, yo me dolí que jamás se fuera a enterar de lo que había sucedido, que su marido no había estado borracho ni había sido atacado en el camino por ladrones. Cuando golpeamos el cuerpo cubriéndolo de magulladuras, me sentí más y más excitado. Por supuesto, debes darte cuenta de que todo ese tiempo el vampiro Lestat fue extraordinario. Para mí no era más humano que un ángel bíblico. Pero bajo su influencia, mi encantamiento con él era limitado. Yo veía mi transformación en vampiro desde dos puntos de vista. El primero era simplemente de encantamiento. Lestat me había abrumado en mi lecho de muerte. Pero el otro punto de vista era mi desacorde autodestrucción. Mi deseo de estar absolutamente maldito. Esa fue la puerta abierta por la cual Lestat había entrado en las dos primeras ocasiones. Ahora yo no me estaba destruyendo a mí mismo sino a terceros: el superintendente, su mujer, su familia. Me arrepentí y podría haberme escapado de Lestat; mi cordura estaba absolutamente destrozada, pero él presintió, con un instinto infalible, lo que estaba sucediendo. Un instinto infalible… —El vampiro reflexionó—. Déjame decirte lo que es el poderoso instinto de un vampiro, para quien hasta el cambio más imperceptible en las expresiones faciales de un ser humano es tan evidente como un gesto. Lestat tenía un instinto sobrenatural. Me empujó al carruaje y azotó los caballos. “Quiero morir —empecé a murmurar—. Esto es insoportable. Quiero morir. Usted tiene el poder de matarme. Déjeme morir.” Me negué a mirarlo, a ser encantado por la mera belleza de su apariencia. Pronunció mi nombre muy suavemente y se rió. Como te he comentado, estaba completamente decidido a tener mi plantación.
—Pero, ¿le hubiera permitido escaparse? —preguntó el muchacho—. ¿En alguna circunstancia?
—No lo sé. Conociendo a Lestat como yo, diría que me hubiera matado antes de dejarme ir. Pero eso era lo que yo quería, ¿ves? No le importó. No, eso era lo que yo creía que quería. Tan pronto como llegamos a la casa, me apeé del carruaje y subí, como un zombi, las escaleras de ladrillo por donde mi hermano había caído. Hacía meses que la casa estaba desocupada, ya que el superintendente tenía su propia casa. El calor y la humedad de Luisiana ya habían dejado sus huellas en los escalones. En cada uno había hierbas y hasta pequeñas flores silvestres. Recuerdo que sentí la humedad cuando me senté en el último escalón y miré hacia abajo e incluso descansé la cabeza en el ladrillo y toqué con mis manos las pequeñas flores silvestres con tallos como de cera. Arranqué un manojo con una mano.
»—Quiero morir. Máteme. Máteme —dije al vampiro—. Ahora soy culpable de asesinato. Así no puedo vivir.
»Se rió con la impaciencia de la gente que escucha las mentiras de los demás. Y luego, de improviso, me atacó como lo había hecho con el otro hombre. Luché contra él desesperadamente. Puse mis botas contra su pecho y le pateé con toda la fuerza que pude, sintiendo sus dientes clavados en mi garganta y la fiebre golpeándome las sienes. Y, con un movimiento de todo su cuerpo, demasiado rápido para que yo lo viera, súbitamente estaba de pie, mirándome desdeñosamente, desde el pie de la escalera.
»—Pensé que querías morir, Louis —dijo.
El muchacho hizo un sonido abrupto y suave cuando el vampiro pronunció su nombre. El vampiro se percató y dijo rápidamente:
—Sí, ése es mi nombre. Bien; me quedé echado, enfrentado a mi propia cobardía y fatuidad —dijo—. Quizá con ese enfrentamiento tan directo, yo, con el tiempo, pudiera haber ganado el valor necesario para suicidarme y no quedarme gimiendo y rogando a otros que lo hicieran por mí. Me vi revolviéndome, languideciendo en mi sufrimiento cotidiano, al que encontré tan necesario como el arrepentimiento en el confesionario; esperando verdaderamente que la muerte me encontrara inconsciente y merecedor del perdón eterno. Y también me vi a mí mismo al tope de la escalera, exactamente donde había estado mi hermano, dejando luego caer mi cuerpo hasta chocar contra el suelo.
»Pero no hubo tiempo para adquirir ese valor. O debo decir que no hubo tiempo en el plan de Lestat para ninguna otra cosa que no fuera su plan.
»—Ahora, escúchame, Louis —dijo, y se sentó a mi lado en los escalones; sus movimientos fueron tan elegantes y personales que, de inmediato, me hizo pensar en un amante.
»Retrocedí. Pero me puso el brazo derecho encima y me acercó a su pecho. Jamás había estado tan cerca de él y, en la luz mortecina, pude ver el magnífico esplendor de sus ojos y la máscara sobrenatural de su piel. Cuando traté de moverme, me apretó los labios con los dedos y me dijo:
»—Quédate quieto. Ahora te voy a desangrar hasta que casi mueras, y quiero que estés quieto, tan quieto que puedas oír el flujo de tu misma sangre en mis venas. Son tu conciencia y tu voluntad las que deben mantenerte vivo.
»Quise rechazarlo, pero hizo tal presión con sus dedos que me dominó y, tan pronto como dejé mi abortado intento de rebelión, hundió sus dientes en mi cuello.
Al muchacho se le agrandaron los ojos. Se había hundido cada vez más en su silla mientras hablaba el vampiro y ahora tenía la cara tensa, los ojos entrecerrados, como si estuviera aprestándose a lanzar un golpe.
—¿Alguna vez has perdido gran cantidad de sangre? —preguntó el vampiro—. ¿Has tenido esa sensación?
Los labios del muchacho formaron el sonido no, pero no le salió ningún sonido por la boca. Carraspeó.
—No —dijo.
—Las velas ardían en la sala del piso superior, donde habíamos planeado la muerte del superintendente. Una lámpara de petróleo oscilaba con la brisa en la galería. Toda esta luz se hizo una sola y empezó a brillar como si una presencia dorada flotara encima, suspendida en el hueco de la escalera, suavemente enredada en las barandillas, girando y contrayéndose como el humo.
»—Escucha, mantén los ojos abiertos —me susurró Lestat, con sus labios moviéndose apretados contra mi cuello. Recuerdo que ese movimiento de labios me puso de punta todos los pelos de mi cuerpo; envió una comente sensual por mi cuerpo que no fue muy diferente al placer de la pasión…
Meditó, con los dedos apenas doblados bajo la barbilla y el índice que parecía golpear suavemente.
—El resultado fue que al cabo de unos minutos, yo estaba paralizado por la debilidad. Aterrado, descubrí que ni siquiera podía hablar. Lestat aún me aferraba, por supuesto, y el peso de su brazo era como una barra de hierro. Sentí que retiraba los dientes con tal celeridad que los dos agujeros parecieron enormes; y sentí dolor. Y entonces se agachó sobre mi cabeza indefensa y, quitándome el brazo derecho de encima, se mordió su propia muñeca. La sangre se derramó encima de mi camisa y de mi abrigo y él la contempló con ojos brillantes y entrecerrados. Pareció que la miraba durante una eternidad, y el resplandor de la luz ahora colgaba detrás de su cabeza como el trasfondo de una aparición. Pienso que supe lo que pensaba hacer antes de que lo hiciera. Y yo esperaba, en mi estado indefenso, como si lo hubiera estado esperando hacía años. Me puso su muñeca ensangrentada contra los labios y dijo con firmeza, con algo de impaciencia:
»—Louis, bebe.
»Y lo hice.
»—Con calma —me susurró—. Más aprisa —dijo luego.
»Yo bebí, chupando la sangre de la herida, experimentando por primera vez desde mi infancia el placer de chupar los alimentos, con el cuerpo concentrado en una sola fuente vital. Entonces sucedió algo.
El vampiro se apoyó en el respaldo de la silla y frunció un poco el entrecejo.
—Qué patético resulta describir cosas que verdaderamente no pueden describirse —dijo, y su voz fue casi un susurro. El muchacho quedó inmóvil, como si estuviera congelado—. Lo único que vi fue esa luz cuando chupaba la sangre. Y entonces esa cosa… fue un sonido. Al principio un rugido apagado y luego como el tam-tam de un tambor cada vez más frecuente, como si una criatura inmensa se me viniera encima lentamente a través de un bosque oscuro y desconocido, golpeando un gigantesco tambor. Y luego se oyó el sonido de otro tambor, como si otro gigante se acercara detrás del primero, concentrado en su propio tambor, sin prestar la más mínima atención al ritmo del anterior. El sonido se hizo cada vez más fuerte, hasta que pareció no sólo llenar mis oídos sino todos mis sentidos; estaba latiendo en mis labios, mis dedos, en la piel de mis sienes, en mis venas. Sobre todo, en mis venas, un tambor y luego otro tambor; y entonces, de improviso, Lestat alzó la muñeca y yo abrí los ojos y, en aquel instante, me tuve que dominar para no agarrarle la muñeca y ponérmela de nuevo en la boca a cualquier costo; me dominé porque me di cuenta de que el tambor había sido mi corazón y el segundo tambor había sido el suyo. —El vampiro suspiró—. ¿Comprendes?
El muchacho empezó a hablar y luego sacudió la cabeza:
—No, quiero decir…, sí —dijo—. Quiero decir, yo…
—Por supuesto —dijo el vampiro apartando la mirada.
—Espere, espere —dijo el entrevistador, sobrecogido por la excitación—. La cinta casi ha terminado. Tengo que ponerla del otro lado.
El vampiro lo miró mientras efectuaba la operación.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó el muchacho. Tenía la cara húmeda y se la secó rápidamente con el pañuelo.
—Lo vi todo como un vampiro —dijo, con su voz ahora casi distante, como un poco distraído; luego se recuperó—.
Lestat estaba al pie de la escalera y lo vi como no me había sido posible verlo antes. Antes me había parecido blanco, espantosamente blanco, casi tanto que en la noche parecía luminoso. Y ahora lo veía lleno de su propia vida y su propia sangre; estaba radiante, no luminoso. Y luego vi que no sólo Lestat había cambiado, sino que todo había cambiado.
»Fue como si fuera la primera vez que podía ver colores y formas. Estaba tan extasiado con los botones de la chaqueta negra de Lestat que no miré a ninguna otra cosa durante largo rato. Entonces Lestat empezó a reírse y escuché su risa como jamás la había oído antes. Aún recordaba su corazón como el resonar de un tambor y, luego, aquella su risa metálica. Era algo confuso, pues cada sonido corría hacia el próximo sonido como la mezcla de resonancias de una campana, hasta que aprendí a distinguirlos. Y luego se superponían, cada uno muy suave, pero distintos; aumentando, pero discretamente, como lejanas campanas. —El vampiro sonrió, deleitado—. Lejanas campanas.
»—Deja de mirar mis botones —me dijo Lestat—. Vete a los árboles. ¡Sácate de encima todos los excrementos humanos de tu cuerpo y no te enamores tanto de la noche como para perder tu camino!
»Ésa, por supuesto, fue una orden sabia. Cuando vi la luna sobre las piedras, me enamoré tanto de ella que me quedé allí casi una hora. Pasé por el oratorio de mi hermano sin pensar siquiera en él, y de pie entre los algodoneros y los robles, oí la noche como si fuera un coro de mujeres susurrantes, todas invitándome con sus pechos. En cuanto a mi cuerpo, aún no estaba enteramente convertido y, tan pronto como me acostumbré a los sonidos y las visiones, me empezó a doler. Todos mis fluidos humanos debían salir de mí. Estaba muriendo como ser humano; sin embargo, estaba totalmente vivo como vampiro. Y, con mis sentidos despiertos, tuve que presidir la muerte de mi cuerpo con cierta incomodidad y luego con algo de miedo. Volví corriendo a la sala, donde Lestat ya estaba trabajando con unos documentos de la plantación, revisando los gastos y los beneficios del último año.
»—Eres un hombre rico —me dijo cuando entré.
»—Algo me está sucediendo —grité.
»—Te estás muriendo, eso es todo; no seas tonto. ¿No tienes una lámpara de petróleo? ¡Con todo este dinero y ni siquiera puedes comprar aceite de ballena para la lámpara! Dame esa linterna.
»—¡Me muero! —grité—. ¡Me muero!
»—Le pasa a todo el mundo —persistió negándose a ayudarme. Cuando lo recuerdo, aún lo detesto por eso. No porque yo tuviera miedo, sino porque me podría haber ayudado a prestar atención a esos acontecimientos con más reverencia. Me podría haber calmado y dicho que contemplase mi propio fallecimiento con la misma fascinación con que había contemplado la noche. Pero no lo hizo. Lestat jamás fue el vampiro que yo soy.
El vampiro no dijo esto con jactancia. Lo dijo como si con toda evidencia no pudiera ser de ninguna otra manera.
—Alors —dijo con un suspiro—, me moría rápidamente; lo que significaba que mi capacidad de miedo disminuía con la misma celeridad. Simplemente lamento no haber prestado más atención al proceso. Lestat se comportaba como un perfecto imbécil.
»—¡Oh, por el amor del demonio! —empezó a gritar—. ¿Te das cuenta de que no he preparado nada para ti? Qué tonto he sido.
»Estuve tentado en decir: “Pues lo eres”, pero no dije nada.
»—Tendrás que acostarte conmigo esta mañana. No te he preparado un ataúd.
El vampiro se rió:
—La alusión al ataúd tocó una veta mía de terror que pienso que absorbió toda la capacidad de miedo que me quedaba. Luego sólo sentí la leve alarma de tener que compartir un ataúd con Lestat. El estaba en ese momento en el dormitorio de su padre, despidiéndose de él, diciéndole que regresaría por la mañana.
»—Pero, ¿adonde vas? ¿Por qué tienes que vivir con semejante horario? —quiso saber el anciano, y Lestat se impacientó. Antes había sido cortés con él; tanto que era casi enfermizo, pero ahora se enfadó:
»—¿Acaso no cuido de ti? —preguntó—. ¡Te he conseguido un techo mejor del que tú jamás me diste a mí! ¡Si quiero dormir todo el día y beber toda la noche, lo haré, demonios!
»El anciano se puso a gemir. Únicamente mi extraña sensación de agotamiento me impidió protestar. Miraba la escena a través de la puerta abierta, fascinado por los colores del marco y el alboroto luminoso de colores en el rostro del viejo. Sus venas azules palpitaban bajo la piel rosa y grisácea. Incluso el amarillo de sus dientes me resultó atrayente y casi quedé hipnotizado por el temblor de sus labios.
»—¡Qué hijo, qué hijo! —dijo, sin sospechar, por supuesto, la verdadera naturaleza de su hijo—. Pues bien, entonces, vete. Yo sé que en algún sitio tienes una mujer; vas a verla apenas el marido se va de la casa. Dame el rosario. ¿Qué ha pasado con mi rosario?
»Lestat dijo algo blasfemo y le entregó el rosario…
—Pero… —interrumpió el muchacho.
—¿Sí? —preguntó el vampiro—. Me temo que no te permito hacer suficientes preguntas, ¿verdad?
—Le iba a preguntar… Los rosarios tienen cruces, ¿no es así?
—¡Oh, el rumor de las cruces! —se rió el vampiro—. ¿Te refieres a que les tenemos miedo a las cruces?
—O que no las pueden mirar…, según yo creía —dijo el entrevistador.
—Un absurdo, amigo mío, un absurdo total. Yo puedo mirar lo que se me ocurra. Y me gusta bastante mirar los crucifijos.
—¿Y el rumor de las cerraduras? ¿Que ustedes pueden… vaporizarse y pasar por ellas?
—Ojalá fuera así —se rió el vampiro—. Qué cosa más encantadora. Me gustaría pasar por toda clase de cerraduras y sentir el gusto de sus formas especiales. Pero no —movió la cabeza—. ¿Cómo se diría hoy? ¿Un bulo?
El muchacho se rió, pese a todo. Luego se puso serio.
—No tendrías que ser tan tímido conmigo —dijo el vampiro—. ¿De qué se trata?
—La historia sobre las estacas traspasando el corazón —dijo el muchacho y se le encendieron un poco las mejillas.
—Lo mismo —dijo el vampiro—. Un soberano disparate —agregó lentamente, como acariciando las sílabas, y el muchacho sonrió—. No hay ningún poder mágico de ninguna naturaleza. ¿Por qué no fumas uno de tus cigarrillos? Veo que los tienes en el bolsillo de la camisa.
—Oh, muchas gracias —dijo el muchacho, como si fuera una sugerencia maravillosa. Pero apenas se lo llevó a los labios, vio que sus manos temblaban tanto que rompió la frágil carterilla de cerillas.
—Deja que yo lo haga —dijo el vampiro. Y tomando las cerillas rápidamente encendió el cigarrillo del entrevistador. Éste inhaló con los ojos fijos en los dedos del vampiro, que se alejó con un suave crujido de ropas.
—Hay un cenicero en la palangana —dijo, y el muchacho fue nerviosamente a cogerlo. Miró las pocas colillas que allí había, y luego, al ver el cubo de basuras abajo, vació el cenicero y rápidamente lo puso sobre la mesa. Sus dedos humedecieron el cigarrillo cuando lo posó en el cenicero.
—¿Es éste su cuarto? —preguntó.
—No —dijo el vampiro—. Es un cuarto cualquiera.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó el muchacho. El vampiro pareció estar mirando el humo debajo de la lámpara.
—Ah…, regresamos a Nueva Orleans a toda prisa —dijo—. Lestat tenía su ataúd en una habitación miserable cerca de las murallas.
—¿Y usted se metió en su ataúd?
—No tuve otra posibilidad. Oh, le rogué a Lestat que me dejara quedar en el armario, pero dijo que no era seguro. El ataúd se cerraba bien desde dentro y la gente no se sentía tentada a mirar esa clase de cosas. Y me dijo que entrara. Yo no pude soportar la idea; pero, cuando discutimos, me di cuenta de que no era miedo. Era una extraña toma de conciencia. Toda mi vida había temido los lugares cerrados. Nacido y criado en casas francesas con altos techos y grandes ventanas, tenía miedo de quedarme encerrado. Incluso me sentía incómodo en el confesionario de la iglesia. Era un miedo bastante normal. Y, cuando protesté a Lestat, me di cuenta de que, en realidad, no lo sentía más. Únicamente lo estaba recordando. Lo tenía como hábito, como una deficiencia de capacidad de reconocer mi libertad actual, tan fascinante.
»—Te estás portando mal —dijo Lestat por último—. Y ya es casi el alba. Tan pronto como te golpee el sol, te quemará, te transformará en carbón. Pero no debieras tener este miedo. Pienso que eres como un hombre que ha perdido un brazo o una pierna e insiste en que puede sentir dolor donde antes había estado el brazo o la pierna.
»Pues eso fue lo más positivo, inteligente y útil que Lestat dijo en mi presencia, y me hizo ver la realidad.
»—Bien, yo me meto ahora mismo en el ataúd —dijo con un tono más desdeñoso—, y tú te pondrás encima, si sabes lo que te conviene.
»Y lo hice. Me puse encima de él, absolutamente confuso por mi falta de miedo, y lleno de disgusto por estar tan pegado a él, pese a lo hermoso y fascinante que era. Y él cerró la tapa. Luego me preguntó si estaba completamente muerto. El cuerpo me latía y molestaba por todas partes.
»—Entonces, no lo estás —dijo—. Cuando lo estés, sólo lo oirás cambiar, pero no sentirás nada. Para la noche, ya estarás muerto. Ahora duerme.
—¿Y tenía razón? ¿Estaba usted… muerto cuando se despertó?
—Sí, cambiado, debo confesarlo. Es obvio que estoy vivo, pero mi cuerpo se había muerto. Tardó un tiempo en estar completamente limpio de sus fluidos y de materia que ya no necesitaba, pero estaba muerto. Y, cuando tomé conciencia de ellos, entré en otro estadio de divorcio de mis emociones humanas. Lo primero que se me hizo evidente, cuando Lestat y yo pusimos el ataúd en un carruaje y robamos otro ataúd de un depósito, fue que Lestat ya no me gustaba. Aún me faltaba mucho para ser su par, pero me sentí infinitamente más cerca de él que antes de la muerte de mi cuerpo. No puedo realmente aclararte esto muy bien, por la razón obvia de que ahora tú estás como yo antes de que se me muriera el cuerpo. No puedes comprender. Pero, antes de morirme, Lestat había sido la experiencia más abrumadora que yo jamás había tenido. Tu cigarrillo se ha convertido en un cilindro de ceniza.
—¡Oh! —El muchacho aplastó el filtro en el cenicero—. ¿Quiere decir que cuando se cubrió el abismo entre los dos, él perdió… su encanto? —preguntó, con sus ojos fijos en el vampiro, y tomó con sus manos otro cigarrillo y lo encendió con mucha más facilidad que antes.
—Así es —dijo el vampiro con un placer evidente—. El viaje de regreso a Pointe du Lac fue fascinante. Y la charla constante de Lestat fue la experiencia más aburrida y deseo-razonadora que jamás tuve. Por supuesto, como ya dije, distaba mucho de ser su par. Tenía que vérmelas con mis miembros muertos…, para usar una comparación. Y me enteré de que esa misma noche tendría que llevar a cabo mi primera muerte.
El vampiro extendió la mano a través de la mesa y suavemente quitó una ceniza de la chaqueta del muchacho, quien miró la operación con alarma.
—Perdona —dijo el vampiro—. No quería asustarte.
—Perdóneme a mí —dijo el entrevistador—. Tuve la sensación, de improviso, de que su brazo era más largo… de lo normal. ¡Llegó hasta aquí, y usted ni se movió!
—No —dijo el vampiro, volviendo a poner los dedos sobre sus rodillas cruzadas—. Me moví con demasiada rapidez como para que tú lo pudieras ver. Fue una ilusión.
—¿Y se movió hacia adelante? Pero no lo hizo. Estaba sentado igual que ahora, con la espalda apoyada en el respaldo.
—No —repitió firmemente el vampiro—, Me moví hacia adelante tal cual te dije. Mira, lo haré de nuevo —y lo hizo una vez más mientras el entrevistador lo miraba con una mezcla de confusión y miedo—. Pues aún no me viste —dijo el vampiro—. Pero si ahora miras mi brazo estirado, realmente no es tan largo —y levantó el brazo con el índice señalando al cielo, como si fuera un ángel a punto de decir la Palabra del Señor—. Tú has experimentado una diferencia fundamental entre lo que ves y lo que yo veo. Mi gesto me pareció lánguido y bastante lento. Y el sonido de mi dedo contra tu abrigo fue bastante audible. Pero no he querido asustarte, aunque quizá con esto puedas darte cuenta de que mi viaje de regreso a Pointe du Lac fue un festejo de experiencias nuevas, ya que la mera oscilación de una rama en el viento era un deleite.
—Sí —dijo el muchacho, pero aún estaba visiblemente conmovido. El vampiro lo miró un momento y luego dijo:
—Te estaba diciendo…
—Sobre su primer asesinato —dijo el chico.
—Sí; sin embargo, debo contarte primero que la plantación era un verdadero pandemonio. Habían encontrado el cadáver del superintendente, y el anciano ciego en el dormitorio principal, y nadie podía explicar la presencia del ciego. Además, no habían podido encontrarme en Nueva Orleans. Mi hermana se puso en contacto con la policía y, cuando llegamos, ya había varios agentes en el lugar. Ya estaba bastante oscuro, naturalmente. Y Lestat me explicó rápidamente que no debía dejar que la policía me viera en la más mínima luz, en especial cuando mi cuerpo estaba en ese estado tan poco satisfactorio; por tanto, caminé con ellos por la avenida de robles, delante de la casa de la plantación, ignorando sus sugestiones de que entrara. Les expliqué que había estado en Pointe du Lac la noche anterior y que el anciano ciego era mi huésped. En cuanto al superintendente, no estaba allí sino que había ido a Nueva Orleans por motivos de trabajo.
»Después de que eso estuvo arreglado, y en cuyo proceso mi nuevo distanciamiento me sirvió de forma admirable, me encontré con el problema de la plantación. Mis esclavos estaban en un estado de total confusión y nadie había trabajado en todo el día. Entonces teníamos una gran planta para la manufactura de tintura de índigo, y la dirección del superintendente había sido de suma importancia. Pero yo tenía varios esclavos extremadamente inteligentes que podían haber hecho su trabajo con la misma eficiencia desde hacía mucho tiempo, de haber reconocido yo su inteligencia y de no haberle tenido miedo a sus modales y aspectos africanos. Ahora los estudié con claridad y les entregué la dirección de la plantación. Al mejor le di la casa del superintendente. Dos de las mujeres jóvenes serían sacadas del campo y traídas a la casa grande para que cuidasen del padre de Lestat, y les dije que yo quería la mayor intimidad posible; que no serían recompensadas únicamente por su trabajo sino por dejarme a mí y a Lestat absolutamente a solas. En ese momento no me di cuenta de que esos esclavos serían los primeros, y posiblemente los únicos, en sospechar que Lestat y yo no éramos seres ordinarios. No me di cuenta de que su experiencia con lo sobrenatural era mucho más grande que la de los blancos. Para mí, ellos aún eran salvajes infantiles, apenas domesticados por la esclavitud. Pero deja que continúe con mi historia. Te iba a contar de mi primera muerte. Lestat la arregló con su característica falta de sentido común.
—¿La arregló? —preguntó el muchacho.
—Jamás tendría que haber empezado con seres humanos. Pero eso fue algo que luego tuve que aprender solo. Lestat me llevó directamente a los pantanos una vez que se fue la policía y los esclavos estuvieron en sus casas. Era muy tarde y las cabañas de los esclavos estaban totalmente a oscuras. Pronto dejamos atrás las luces de Pointe du Lac y yo me puse muy nervioso. Era lo mismo nuevamente: miedos recordados, confusión. Lestat, de haber tenido la más mínima inteligencia, me podría haber explicado las cosas con paciencia y buenos modos: que no debía sentir miedo al pantano, que era absolutamente invulnerable a los insectos y a las serpientes, que me debía concentrar en mi nueva capacidad de ver en la oscuridad. En cambio, me ponía nervioso con exigencias. Únicamente se interesaba en nuestras víctimas y en terminar mi iniciación lo antes posible.
»Y cuando, por último, llegamos a las víctimas, me instó a que actuara. Se trataba de un pequeño campamento de esclavos escapados. Lestat los había visitado antes y quizás había exterminado a una cuarta parte de ellos espiando desde la oscuridad hasta que alguno se alejaba del fuego, o bien atacándolos durante el sueño. No sabían nada de la presencia de Lestat. Tuvimos que esperar más de una hora antes de que uno de los hombres —eran todos hombres— se alejara del descampado y penetrara unos pasos en el bosque. Se desabrochó los pantalones y se puso a hacer una simple necesidad física. Cuando se dio vuelta para irse, Lestat me sacudió y dijo:
»—Cógelo.
El vampiro sonrió ante los ojos atónicos del entrevistador.
—Pienso que sentí tanto horror como te sucedería a ti —dijo—. Pero entonces no sabía que podía matar animales en vez de humanos. Le dije rápidamente que no podía hacerlo. Y el esclavo me oyó hablar. Se dio vuelta, de espaldas a la fogata distante, y miró en la oscuridad. Luego, rápida y silenciosamente, sacó un largo cuchillo de su cintura. Estaba desnudo, salvo por los pantalones y el cinturón; era un hombre joven, alto, de fuertes brazos y aspecto ágil. Dijo algo en su francés patois y entonces dio un paso adelante. Me di cuenta de que aunque yo lo podía ver claramente en la oscuridad, él no nos podía ver. Lestat se puso detrás de él con una rapidez que me sorprendió, y lo agarró del cuello mientras le inmovilizaba el brazo izquierdo. El esclavo lanzó una exclamación y trató de librarse de Lestat. Éste le hundió los dientes y el esclavo se inmovilizó como picado por una serpiente. Cayó de rodillas y Lestat se alimentó rápidamente mientras los demás esclavos se acercaban corriendo.
»—Me enfermas —me dijo cuando regresó a mi lado. Era como si fuésemos insectos negros totalmente disimulados en la noche, observando el movimiento de los esclavos, quienes, ignorantes de nuestra presencia, descubrieron el cadáver, lo arrastraron y se desplegaron por el bosque, buscando al atacante.
»—Vamos, tenemos que capturar otro antes de que regresen al campamento —dijo. Y, rápidamente, nos lanzamos en pos de un hombre que se había separado de los demás. Yo aún estaba terriblemente agitado, convencido de que no podría atacarlo, y sin sentir ninguna necesidad de hacerlo. Había muchas cosas, como te digo, que Lestat podría haber hecho y dicho. Podría haber enriquecido mi experiencia de muchas maneras, pero no lo hizo.
—¿Qué podría haber hecho? —preguntó el muchacho—. ¿Qué quiere decir?
—Matar no es una acción común —dijo el vampiro—. Uno no se sacia simplemente con sangre. —Sacudió la cabeza—. Seguro que es la consideración de que se trata de la vida de otro; y, a menudo, la experiencia de la pérdida de esa vida por medio de la sangre, lentamente. Es una y otra vez la experiencia de la pérdida de mi propia vida, la que experimenté cuando le chupé la sangre a Lestat de la muñeca y sentí que su corazón latía junto al mío. Es una y otra vez la celebración de esa experiencia —dijo esto con la máxima seriedad, como si discutiera con alguien que opinaba otra cosa—. Creo que Lestat jamás vivió eso, aunque no sé cómo pudo ser así. Quizá lo vivió algo, pero muy poco, según creo, de lo que tendría que haber vivido. En cualquier caso, no se molestó en hacerme recordar lo que yo había sentido cuando me aferré a su muñeca y no quise dejarla; ni tampoco en elegir un sitio donde yo pudiera experimentar mi primer ataque con alguna medida de tranquilidad y dignidad. Salió disparado hacia lo primero que encontró, como si tuviera algo detrás empujándolo a hacer las cosas lo antes posible. Una vez que hubo atrapado al esclavo, lo atenazó y le descubrió el cuello.
»—Hazlo —dijo—. Ahora no puedes echarte atrás.
»Abrumado por la repulsión, obedecí. Me arrodillé al lado del hombre agachado, que trataba, inútilmente, de defenderse. Le puse ambas manos en los hombros y me lancé a su cuello. Mis dientes apenas empezaban a cambiar y tuve que rasgarle la piel y no agujerearla; pero, una vez que hice la herida, la sangre brotó. Y una vez que eso sucedió, una vez que estuve bebiendo…, todo lo demás desapareció.
»Lestat y el pantano y el ruido del campamento distante no significaron nada. Lestat podría haber sido un insecto, zumbando, brillando y desapareciendo. El acto de chupar me hipnotizó; la cálida lucha del hombre tranquilizaba la tensión de mis manos y, de vuelta, reapareció el sonido del tambor, sólo que esta vez perfectamente al unísono con el sonido de mi corazón. Los dos resonaban en cada fibra de mí ser, hasta que el sonido empezó a volverse cada vez más lento y cada uno era un suave retumbar que parecía que iba a continuar hasta el infierno. Me estaba extasiando, y entonces Lestat me arrancó de mi sopor:
»—¡Está muerto, imbécil! —dijo con su encanto y tacto característicos—. ¡No puedes beber cuando están muertos! ¡Tenlo en cuenta!
»Me puse frenético un instante, fuera de mí, e insistí en que el corazón del hombre aún latía, y yo ardía de ganas de volver a libar su sangre. Le pasé las manos por el pecho y lo tomé de las muñecas. Le habría mordido las muñecas si Lestat no me hubiese levantado y dado una bofetada. El golpe fue sorprendente. No fue doloroso del modo común. Fue un choque sensacional, de otra especie; un golpe en las sensaciones, de manera que me confundí y me encontré indefenso y con los ojos abiertos, de espaldas contra un ciprés y la noche lanzando sus insectos contra mis oídos.
»—Morirás si haces eso —dijo Lestat—. Te llevará a la muerte si te aferras a él en la muerte. Y ahora has bebido demasiado. Te pondrás enfermo.
»Su voz rechinaba. De pronto sentí la necesidad de atacarlo, pero empecé a sentirme mal. Tenía un dolor demoledor en el estómago, como si un remolino me chupara las entrañas desde adentro. Era la sangre que pasaba demasiado rápido a mi propia sangre, pero yo no lo sabía. Lestat se movió en la noche como un gato y yo lo seguí con la cabeza palpitando. El dolor en el estómago continuaba cuando llegamos a Pointe du Lac.
»Cuando nos sentamos en la sala, Lestat se puso a jugar un solitario sobre la madera pulida de la mesa y yo me quedé mirándolo con desprecio. El murmuraba tonterías. Me acostumbraría a matar, decía; no sería nada. No debía derrumbarme. Reaccionaba demasiado, como si mi parte “mortal” no se hubiera ido. Me acostumbraría a todo en un santiamén.
»—¿Lo crees? —le pregunté por último. Yo realmente no tenía interés en su respuesta. Comprendí las diferencias que había entre ambos. Para mí, la experiencia de matar había sido un cataclismo. Lo mismo que chuparle la muñeca a Lestat. Esas experiencias me abrumaron tanto y cambiaron de tal modo mi opinión sobre todo lo que me rodeaba, desde la imagen de mi hermano que colgaba de la pared de la sala hasta la visión de una sola estrella por la ventana, que no me podía imaginar que otro vampiro las tomase como cosas de todos los días. Yo había sufrido una alteración permanente; lo sabía. Y lo que sentí más profundamente por todas las cosas, incluso por el sonido de las barajas que eran alineadas allí, frente a mí, era respeto. Lestat sentía lo contrario. O no sentía nada. Era de una calaña de la que no se podía sacar nada de calidad. Tan aburrido como un mortal, tan superficial e infeliz como cualquier mortal; parloteaba encima de su juego de naipes, rebajando mi experiencia, completamente bloqueado para la más mínima posibilidad de tener experiencias propias. A la mañana siguiente me di cuenta de que yo era su completo superior y que me había engañado miserablemente al tenerlo como maestro. Debía guiarme por las lecciones necesarias, si había alguna lección verdadera, y yo debía tolerar en él una mentalidad que era blasfema con la misma vida. Sentí desprecio. Únicamente tenía hambre de experiencias nuevas, de todo lo que era tan hermoso y devastador como mi muerte. Y vi que si iba a sacar el máximo provecho de la experiencia ahora disponible, debía concentrar todo mi poder de aprendizaje. Lestat no servía para nada.
»Bien pasada la medianoche, me puse por último de pie y salí a la galería. La luna se mostraba inmensa por encima de los cipreses, y la luz de los candelabros temblaba más allá de las puertas abiertas. Los anchos pilares y las paredes de yeso de la casa habían sido blanqueados, los suelos de madera estaban limpios, y una llovizna de verano había aclarado la noche, y la había dejado brillante de gotas de agua. Me apoyé en el pilar de la galería; mi cabeza tocaba los zarcillos tiernos de un jazmín que crecía en batalla constante con una visteria. Y pensé en lo que se extendía delante de mí a lo largo y ancho del mundo y del tiempo, y decidí vivirlo con delicadeza y reverencia, aprender de cada cosa lo mejor. No estaba seguro de lo que esto significaba. ¿Entiendes cuando digo que no quise andar deprisa por mi experiencia, que lo que sentí como vampiro era demasiado poderoso para usarlo mal?
—Sí —dijo deprisa el joven—. Parece como si hubiera estado enamorado.
Al vampiro le brillaron los ojos.
—Exacto. Es como el amor —sonrió—. Y deja que te cuente mis pensamientos de esa noche para que puedas saber que existen graves diferencias entre vampiros, y cómo llegué a tener un enfoque distinto del de Lestat. Debes comprender que no lo desprecié porque no podía vivir la experiencia. Simplemente no pude entender cómo se podían dejar a un lado esas sensaciones. Pero entonces Lestat hizo algo que me mostraría cómo proceder con mi aprendizaje.
»Tenía un respeto más que normal por las riquezas de Pointe du Lac. Había quedado muy satisfecho con la belleza de la porcelana que usó para la cena de su padre, y le gustó tocar las cortinas de terciopelo y seguir con el pie los diseños de las alfombras. Y, entonces, de una de las alacenas sacó una copa y dijo:
»—¡Qué extraños son los cristales! —Cuando dijo esto con un deleite impío, yo lo estudié con ojo severo, pues me disgustó intensamente—. Quiero enseñarte un truco —prosiguió—. Si es que te gusta el cristal.
»Y después de colocar la copa en la mesa de juego, salió a la galería donde yo estaba y nuevamente cambió sus modales por los de un animal furtivo, con los ojos espiando la oscuridad detrás de las luces de la casa y bajo las ramas de los robles. En un instante, saltó por encima de la barandilla y luego se lanzó a la oscuridad para cazar algo con ambas manos. Cuando volvió, abrí la boca porque vi que se trataba de una rata.
»—No seas imbécil —me dijo—. ¿Acaso nunca has visto una rata?
»Era una rata inmensa y con una cola larga. La tenía del pescuezo para que no pudiera morder.
»—Las ratas pueden ser bastante buenas —dijo. Y llevó la rata hasta la copa de vino, le cortó el cuello y llenó rápidamente el vaso con la sangre. Lanzó la rata por encima de la barandilla y Lestat levantó la copa llena, con aire de triunfo.
»—Quizá tengas que vivir de ratas de vez en cuando, así que no pongas esa cara —dijo—. Ratas, gallinas, ganado. Si viajas en barco, lo mejor son las ratas, si no quieres que hagan una búsqueda por todo el barco y encuentren tu ataúd. Lo mejor es limpiar bien ese barco de ratas. —Y entonces bebió de la copa con la misma delicadeza que si se tratara de borgoña; hizo una mueca—. Se enfría tan rápido…
»—¿Quieres decir que podemos vivir de los animales? —le pregunté.
»—Así es —dijo, y entonces arrojó la copa a la chimenea; yo miré los pedazos—. No te importa, ¿no? —señaló el cristal roto con una sonrisa sarcástica—. Espero que no, porque no hay mucho que puedas hacer si te importa.
»—Si me importa, te puedo sacar a ti y a tu padre de Pointe du Lac —dije; y creo que ésta fue la primera vez que demostré mi enojo.
»—¿Por qué habrías de hacerlo? —me preguntó con falsa alarma—. Aún no sabes todo…, ¿o sí? —Se rió y caminó por la habitación; pasó los dedos por el borde de satén del clavicordio—. ¿Quieres tocar?
»Yo dije algo como “no toques eso”, y él se rió de mí.
»—Lo tocaré si así lo quiero —dijo—. Por ejemplo, tú no sabes todas las maneras en que puedes morir. Y morirse ahora sería una gran calamidad, ¿no?
»—Debe de haber alguien en el mundo que me pueda enseñar esas cosas —dije—. Por cierto, ¡no eres el único vampiro! Y tu padre quizá tenga unos setenta años. No puede ser que hayas sido vampiro desde hace mucho tiempo, de modo que alguien te debe de haber enseñado…
»—¿Y piensas que puedes encontrar vampiros tú solo? Te podrán ver llegar, pero tú no los verás, amigo mío. No, no creo que tengas muchas opciones en este momento. Yo soy tu maestro y tú me necesitas, y no hay mucho que puedas hacer al respecto. Y ambos tenemos gente que debemos cuidar. Mi padre necesita un médico y tú tienes el problema de tu madre y de tu hermana. No te hagas ilusiones sobre confesarles que eres un vampiro. Simplemente cuida de ellas y de mi padre, lo que significa que mañana por la noche lo mejor será que mates rápido y te ocupes de la plantación. Y ahora a la cama. Ambos dormiremos en la misma habitación, pues representa menos riesgos.
»—No, tú búscate un dormitorio —dije—. No tengo la menor intención de compartir la misma habitación contigo.
»Se puso furioso.
»—No hagas esa imbecilidad. Louis. Te lo advierto. No puedes hacer nada para defenderte una vez que sale el sol. Habitaciones separadas significa el doble de riesgos, el doble de precauciones y el doble de posibilidades de llamar la atención.
»Luego dijo un montón de cosas para asustarme y obligarme a hacer lo que él quería, pero fue como si hablara con las paredes. Lo observé atentamente, pero no le escuchaba. Me pareció frágil y estúpido, un hombre hecho de ramitas secas y con una voz aguda, debilucha.
»—Duerme solo —dije, y apagué las velas una a una.
»—Ya casi es de mañana —insistió él.
»—Entonces, enciérrate —dije, y levanté mi ataúd y bajé las escaleras de ladrillos. Pude oír que cerraba las puertas de arriba y corría las cortinas. El cielo estaba pálido pero todavía lleno de estrellas, y otra leve llovizna se produjo con la brisa que venía del río, humedeciendo las piedras. Abrí la puerta del oratorio de mi hermano, barrí las rosas que casi cerraban el paso, y puse el ataúd en el suelo de piedra, delante del altar. Casi podía distinguir las imágenes de los santos en las paredes.
»—Paul —dije en voz baja, dirigiéndome a mi hermano—, por primera vez en mi vida, no siento nada por ti, nada por tu muerte; y, por primera vez, siento todo por ti; siento la pena de tu pérdida como jamás supe sentirla.
»—Ya ves —el vampiro se dirigió al muchacho—. Por primera vez yo era completa y cabalmente un vampiro. Cerré las ventanas y puse el cerrojo a la puerta. Entonces me metí en mi ataúd forrado de satén; apenas podía ver el brillo del género en la oscuridad, y me encerré. Así es como me convertí en vampiro.
—Y allí estaba usted —dijo el muchacho después de una pausa—, junto a otro vampiro al que no podía soportar.
—… Pero tenía que quedarme a su lado —le contestó el vampiro—. Como ya te he dicho, me tenía en sus manos. Sugería que había muchas cosas que yo desconocía y que sólo él me las podía decir. Pero, en realidad, lo más importante que me enseñó fueron cosas prácticas y no muy difíciles de aprender solo: cómo podíamos viajar en barco, por ejemplo, haciendo transportar nuestros ataúdes como si contuvieran los restos de un ser querido a quien se llevaba a enterrar: cómo nadie se animaría a abrir el ataúd y cómo podíamos levantarnos de noche a cazar ratas… Cosas por el estilo. Y luego estaban las tiendas y los comerciantes que él conocía, que nos admitían a altas horas para vendernos la ropa más elegante de París. Y los agentes dispuestos a convenir asuntos financieros en restaurantes y cabarets. Y de todas esas cuestiones mundanas, Lestat fue un maestro apropiado. Yo no pude saber qué clase de hombre había sido en la vida. Ni me importaba, porque, por todas las apariencias, él ahora era un hombre como yo, lo que no me incumbía mucho salvo cuando me hacía la vida más llevadera que de no haber estado presente. Tenía un gusto impecable, aunque mi biblioteca para él era “una pila de polvo”, y se enfureció más de una vez con sólo verme leer un libro o escribir notas en un cuaderno.
»—Eso es un disparate mortal —me decía. Y gastaba tanto dinero en arreglar espléndidamente Pointe du Lac que hasta yo, que nada me importaba el dinero, me sorprendí. Y con los visitantes que llegaban a Pointe du Lac, algunos viajeros que venían por el camino del río, a caballo o en carruajes y pedían hospitalidad para pasar la noche, trayendo cartas de presentación de otros plantadores de Nueva Orleans, era tan gentil y amable que me facilitaba las cosas. Por lo tanto, me encontraba atado a él, y escandalizado cada vez más con su crueldad.
—Pero, ¿no molestaba a esa gente? —preguntó el chico.
—Ah, sí, a menudo. Pero te contaré un pequeño secreto que se aplica no sólo a los vampiros sino a los generales, los soldados y los reyes. La mayoría de nosotros preferimos ver morir a alguien que ser objeto de rudeza bajo nuestros techos. Es extraño…, sí, pero muy cierto, te lo aseguro. Ese Lestat salía a cazar seres humanos todas las noches. Yo lo sabía. Pero si él hubiera sido rudo y desagradable con mi familia, mis huéspedes o mis esclavos, yo no lo podría haber soportado. Pero no lo fue nunca. Parecía deleitarse con los visitantes. Decía que no debíamos fijarnos en gastos en lo que concernía a nuestras familias. Y me pareció que le daba lujos a su padre hasta un grado casi ridículo. Al ciego había que decirle continuamente lo finas y costosas que eran sus chaquetas y sus ropas y qué buenos cortinados importados se le habían puesto en la cama, y qué vinos franceses y españoles teníamos en la bodega, y cuánto había dado la plantación en un año de mala cosecha, cuando en toda la costa se hablaba de dejar el índigo y cosechar azúcar. Pero, en otras ocasiones, reñía al anciano, como ya te mencionaré. Se ponía hecho una furia y el anciano tartamudeaba como un niño.
—¿No te cuido acaso con un esplendor de príncipes? —le gritaba Lestat—. ¿No te doy todos los gustos? ¡Deja de decirme que quieres ir a la iglesia o que yo vea a tus amigos! ¡Qué disparate! Tus viejos amigos se han muerto. ¡Por qué no te mueres y me dejas en paz a mí y a mi dinero!
»El anciano sollozaba y decía que esas cosas poco le importaban en la vejez. Se hubiera quedado feliz con su pequeña granja. A menudo quiso preguntarle dónde estaba su granja, de dónde habían llegado a Luisiana, para tener alguna pista del lugar en donde Lestat podía conocer a otro vampiro. Pero no me animé a sacar a relucir esas cosas, porque el viejo se pondría a llorar y Lestat se enfurecería. Pero esos ataques no eran más frecuentes que los períodos de una bondad casi empalagosa, cuando Lestat le llevaba a su padre una bandeja con la cena y lo alimentaba pacientemente mientras le hablaba del tiempo y de las noticias de Nueva Orleans, o de las actividades de mi madre y de mi hermana. Era evidente que había un gran abismo entre padre e hijo, tanto en educación como en refinamiento, pero no pude averiguar cómo había sucedido. Y, con respecto a todo ese asunto, yo me armé de la mayor frialdad posible.
»La existencia, como he dicho, era posible. Siempre había la promesa detrás de sus labios burlones de que sabía grandes cosas o cosas terribles, que tenía comunicación con esferas sobrenaturales que yo ignoraba. Y todo el tiempo me despreciaba y me atacaba por mi amor a la vida, mi renuncia a matar y la casi pesadilla que representaba ese acto para mí. Se rió a carcajadas cuando yo descubrí que me podía mirar en un espejo y que las cruces no me hacían el menor efecto. Y se mofaba poniéndose el dedo sobre los labios cuando yo le preguntaba acerca de Dios o del demonio.
»—Una noche me gustaría conocer al demonio —me dijo una vez con una sonrisa maligna—. Lo perseguiría de aquí hasta los bosques del Pacífico. Yo soy el demonio.
»Y cuando me aterroricé al oír aquello, se deshizo en carcajadas. Pero lo que sucedió fue que simplemente por el disgusto que me provocaba llegué a ignorarlo y, no obstante, a estudiarlo con una fascinación distante y objetiva. A veces me encontré mirándole la muñeca de donde yo había sacado mi vida de vampiro, y me quedaba tan inmóvil que mi mente parecía abandonar mi cuerpo, o, mejor, mi cuerpo parecía transformarse en mi mente; y entonces él me miraba con una ignorancia terca acerca de lo que yo quería saber. Y me sacudía y me desconcertaba. Soporté todo esto con una impasibilidad que yo antes no había conocido en mi vida mortal, y llegué a comprender que se trataba de una parte de mi naturaleza de vampiro; que me podía sentar en mi casa de Pointe du Lac y pensar durante horas en la vida mortal de mi hermano, y que podía verla breve y clara en la oscuridad, comprendiendo ahora la pasión vana y sin sentido con que yo me había condolido de su pérdida y me había lanzado sobre los demás seres humanos. Toda esa confusión era entonces como la de unos bailarines frenéticos en medio de la niebla. Y entonces, en esta extraña naturaleza de vampiro, sentí una profunda tristeza. Pero no meditaré acerca de ello. No quiero darte la impresión de que meditaba, porque eso me hubiera parecido una pérdida inmensa; yo miraba a mí alrededor, a todos los mortales que conocía, y veía toda la vida como algo precioso; condenaba todas esas pasiones y culpas infructíferas con que la dejaban escapar por los dedos como arena. Fue entonces, como vampiro, que llegué a conocer a mi hermana. Prefería la vida de la ciudad a la plantación; era algo que necesitaba para conocer su propio tiempo vital y su propia belleza y llegar a casarse, y no meditar sobre el hermano muerto o sobre mi alejamiento, ni convertirse en una enfermera de mi madre. Y les proporcioné todo lo que necesitasen o quisiesen; estuve atento al deseo más superficial y nimio de ellas. Mi hermana se reía de mi transformación cuando nos encontrábamos de noche y salíamos a caminar por las aceras angostas de madera, por la hilera de árboles bajo la luna, saboreando el olor del azahar y el calor acariciante, hablando durante horas de sus pensamientos y sueños más secretos, esas pequeñas fantasías que no se animaba a contar a nadie y que a mí me las susurraba cuando a solas nos sentábamos en la sala a media luz. Y yo la veía como a una criatura dulce, palpable, relumbrante, preciosa, que pronto crecería, envejecería y moriría, alguien que no podía perder esos momentos que en su intangibilidad nos prometía tan equívocamente, tan erróneamente… la inmortalidad; como si fuera un derecho de nacimiento el que no pudiéramos darnos cuenta de ello sino en el momento de la vida en que tenemos tanto pasado atrás como futuro por delante. Cuando, en realidad, todo momento debe conocerse para entonces ser saboreado inmediatamente.
»Esto me fue posible comprenderlo debido al distanciamiento, a la sublime soledad con que Lestat y yo nos movíamos por el mundo de los seres mortales. Y todos los problemas materiales no nos importaban. Debería contarte la naturaleza práctica de todo esto.
»Lestat siempre había sabido robar a sus víctimas elegidas ropas suntuosas y otros signos de extravagancia. Pero los grandes problemas del secreto le habían resultado una tremenda batalla. Yo sospechaba que debajo de esa pátina de caballero era absolutamente ignorante, incluso de los asuntos financieros más simples. Pero yo no lo era. Entonces él podía conseguir dinero en cualquier momento y yo podía invertirlo. Si no estaba metiendo la mano en el bolsillo de un muerto en un callejón, estaba entonces en las mesas de juego de los salones más elegantes de la ciudad, usando su capacidad de vampiro para ganar dólares y oro a los jóvenes hijos de plantadores que se engañaban con su simpatía y su amistad. Pero eso jamás le había dado la clase de vida que pretendía; entonces me había metido en la vida sobrenatural para poder conseguir un gerente y un inversionista, cuyas capacidades profesionales de la vida mortal le podían brindar un elemento fundamental para su vida.
»Pero deja que te describa Nueva Orleans como era entonces, para que puedas comprender la simplicidad de nuestras vidas. No había ninguna ciudad en Norteamérica como Nueva Orleans. No sólo estaba llena de franceses y españoles de todas categorías, que habían formado su propia aristocracia, sino que habían llegado todas las variedades de inmigrantes, principalmente irlandeses y alemanes. Entonces no sólo estaban los esclavos, realmente fantásticos con sus vestimentas tribales y sus costumbres, sino la clase creciente de gente libre de color, esa gente maravillosa de nuestro propio mestizaje y de las islas, que produjo una casta magnífica y única de artesanos, artistas, poetas y famosas bellezas femeninas. Y estaban los indios, que en verano llenaban los muelles vendiendo hierbas y obras de artesanía. Y en medio de todo esto, en medio de esta Babilonia de idiomas y colores, estaba la gente del puerto, los marineros de los barcos, que venían en gran número a gastarse el dinero en las salas de fiesta, a comprar por una sola noche a las mujeres hermosas, oscuras y blancas, a cenar lo mejor de las cocinas francesa y española y a beber los vinos importados de todo el mundo. Luego, además de todo eso, al cabo de unos años de mi transformación, aparecieron los norteamericanos, que construyeron la ciudad al norte del Barrio Francés, con magníficas mansiones griegas que en la noche brillaban como templos. Y, por supuesto, los plantadores, siempre los plantadores, que llegaban a la ciudad en landos deslumbrantes a comprar vestidos de fiesta y objetos de plata, y gemas; a llenar las callejuelas angostas hasta la vieja Ópera Francesa y el Théátre d’Orleans y la catedral de San Luis, de cuyas puertas salían los cánticos de la misa los domingos y resonaban por encima de las multitudes de la Place d’Armes, por encima del ruido y el alboroto del Mercado Francés, por encima de los velámenes fantasmagóricos y silenciosos de los barcos en las aguas del Mississippi, que golpeaban contra los muelles, sobre el nivel de la misma Nueva Orleans, de modo que los barcos parecían flotar en el cielo.
»Así era Nueva Orleans: un lugar magnífico y mágico para vivir. Un lugar en el cual un vampiro, ricamente vestido y caminando con gracia por los charcos de luz de una lámpara de aceite, no atraía más la atención en las noches que cientos de otras exóticas criaturas; si es que atraía alguna, si es que alguien susurraba detrás de un portal: “Oh, ese hombre… ¡qué pálido, cómo relumbra…, cómo se mueve! ¡No es natural!”. Una ciudad en la que el vampiro podía desaparecer antes de que alguien pudiera terminar de decir esas palabras, buscando los callejones en los que podía ver como un gato, en los bares a oscuras donde los marineros dormían con sus cabezas apoyadas en las mesas, en hoteles con habitaciones de altísimos techos donde una figura solitaria podía sentarse, con sus pies sobre un almohadón bordado, con sus piernas cubiertas con medias, su cabeza inclinada bajo la luz mortecina de una única vela, sin jamás ver la gran sombra que se movía por las flores de yeso del techo, sin ver lo largos dedos blancos que se acercaban a apagar la frágil llama.
»Es extraordinario, aunque no fuera por nada más, que muchos de esos hombres y mujeres dejaran detrás de ellos un monumento, una estructura de mármol y piedra y ladrillo que aún permanece de pie, de modo que cuando desaparecieron las lámparas de aceite y los edificios de oficinas llenaron las manzanas de Canal Street, algo irreducible de belleza y romance permaneció; quizá no en todas las calles, pero sí en tantas que el paisaje es para mí siempre el paisaje de aquellos tiempos. Y cuando camino por las calles —iluminadas por las estrellas— del Quarter o del Garden District, nuevamente vuelvo a aquella época. Supongo que ésa es la naturaleza de los monumentos, ya sea una pequeña casa o una mansión de columnas corintias y rejas de hierro forjado. El monumento no dice que este o aquel hombre caminó por aquí. No, es lo que él sintió en un momento lo que continúa en su sitio. La luna que aparecía sobre Nueva Orleans aún aparece. Mientras los monumentos sigan en pie, seguirá apareciendo igual. El sentimiento, al menos aquí… y allí… continúa siendo el mismo.
El vampiro pareció triste. Suspiró como si dudara de lo que acababa de decir.
—¿De qué hablaba? —preguntó de improviso, como si estuviera un poco cansado—. ¿De qué era? Ah, sí de dinero. Lestat y yo teníamos que hacer dinero. Y te contaba que él podía robar. Pero lo que importaba era la inversión posterior. Debíamos utilizar lo que acumulábamos. Pero me he anticipado. Yo mataba animales. Pero ya volveré a ese tema en un momento. Lestat mataba seres humanos todo el tiempo, a veces dos o tres por la noche; a veces más. Bebía de uno nada más que para satisfacer una sed momentánea y luego pasaba a otro. Cuanto mejor era el humano, solía decir en su modo vulgar, más le gustaba. Una jovencita, ése era su plato favorito para las primeras horas del atardecer; pero la matanza triunfal para Lestat era un joven. Un joven de más o menos tu edad lo atraía en especial.
—¿Yo? —susurró el muchacho; apoyado en los codos, se inclinó hacia adelante para mirar fijamente a los ojos del vampiro; luego se volvió a echar para atrás.
—Sí —dijo el vampiro, como si no hubiera observado el cambio de expresión en el joven—. Pues mira, ellos representaban para Lestat la mayor pérdida, porque estaban en la antesala de la máxima posibilidad de vida. Por supuesto, Lestat no lo comprendía. Yo llegué a comprenderlo. Lestat no entendía nada.
»Te daré un ejemplo perfecto de lo que le gustaba a Lestat. Al norte, por el río, estaba la plantación Freniere, una magnífica extensión de tierra que tenía grandes esperanzas de hacer una fortuna con el azúcar poco después de que se hubiera inventado el proceso de refinamiento. En esto hay algo perfecto e irónico; esa tierra que yo amaba producía azúcar refinada. Digo esto con más tristeza de lo que creo que te imaginas. Esa azúcar refinada es un veneno. Fue la esencia de la vida de Nueva Orleans, tan dulce que puede ser fatal, tan ricamente provocativa que todos los demás valores se pueden olvidar… Pero te estaba diciendo que por el río vivían los Freniere, una antigua familia que en esa generación había producido cinco jovencitas y un joven. Pues tres de esas mujeres estaban destinadas a no casarse, pero dos de ellas aunaran lo bastante jóvenes, y todas dependían del único varón. Él iba a dirigir la plantación del mismo modo que yo lo hacía para mi madre y mi hermana; iba a negociar las bodas, hacer los ahorros cuando toda la riqueza del lugar estuviera en peligro, debido a una mala cosecha de caña, y luchar y mantener a distancia al universo entero. Lestat decidió que lo quería a él. Y cuando únicamente el destino casi se burla de Lestat, se puso fuera de sí. Arriesgó su propia vida para conseguir al muchacho Freniere, quien se había comprometido en un duelo. En una fiesta, había insultado a un joven criollo español. En realidad, el incidente no tenía la menor importancia, pero como la mayoría de los criollos, éste estaba dispuesto a morir por nada. Ambos estaban dispuestos a morir por nada. El hogar francés se convulsionó. Debes comprender que Lestat lo sabía perfectamente. Ambos habíamos estado en la plantación de los Freniere; él, cazando esclavos y ladrones de gallinas; yo, animales.
—¿Mataba usted únicamente animales?
—Así es, pero ya volveré a ese tema, como te he dicho. Ambos conocíamos la plantación y yo me había permitido uno de los grandes placeres de un vampiro: el de espiar a la gente sin que se den cuenta. Conocía a las hermanas Freniere como a los magníficos rosales que crecían alrededor del oratorio de mi hermano. Eran un grupo único de mujeres. Cada una, a su manera, era tan inteligente como el hermano; y una de ellas, la llamaré Babette, no sólo era inteligente como el hermano, sino mucho más sabia. No obstante, ninguna de ellas había sido educada para cuidar la plantación; ninguna comprendía ni siquiera las cosas más simples de su estado financiero. Todas eran enteramente dependientes del joven Freniere. Y todas lo sabían. Y entonces, llenas de amor por él, de una fe apasionada que cualquier amor conyugal que pudieran llegar a experimentar sólo sería un pálido reflejo de su amor por el hermano, fue tan grande su desesperación como el ansia de supervivencia. Si Freniere moría en el duelo, la plantación fracasaría. Su frágil economía, y una vida de esplendores montada en una perenne hipoteca de la cosecha del siguiente año, únicamente estaban en sus manos. Te puedes imaginar entonces el pánico y el dolor del hogar Freniere la noche en que el hijo fue al pueblo para jugarse la vida. Y ahora imagínate a Lestat, con sus dientes castañeteando como el demonio de una ópera cómica porque no iba a poder matar al joven Freniere…
—¿Quiere decir… que usted lo sentía por las mujeres Freniere?
—Totalmente —dijo el vampiro—. Su situación era terrible. Y lo sentía por el muchacho. Esa noche se encerró en el estudio de su padre y redactó su testamento. Sabía absolutamente bien que si perecía a las cuatro de la mañana siguiente, su familia caería con él. Deploraba su situación pero no podía hacer nada al respecto. Evitar el duelo sólo podía significarle la ruina social, pero eso posiblemente le hubiera sido imposible. El otro joven lo hubiera perseguido hasta obligarlo a pelear. Cuando a medianoche dejó la plantación contempló el rostro de la muerte con la presencia de un hombre que, sabiendo que sólo tenía un camino por delante, ha resuelto seguirlo con perfecta valentía. Mataría al joven español o moriría. Era algo impredecible, pese a sus habilidades. Su rostro reflejaba una profundidad de sentimiento y de sabiduría que yo jamás he visto en las caras de las víctimas de Lestat. Tuve mis encontronazos con Lestat aquí y allí. Hacía meses que yo evitaba que matase al joven, y ahora quería matarlo antes de que pudiera hacerlo el español.
»Íbamos a caballo, corriendo detrás del joven Freniere, en dirección a Nueva Orleans. Lestat quería alcanzarlo; yo quería alcanzar a Lestat. Pues bien, como te he dicho, el duelo estaba fijado para las cuatro de la mañana, en el borde del pantano, cerca de la puerta norte de la ciudad. Y al llegar allí, poco antes de las cuatro, apenas teníamos tiempo de regresar a Pointe du Lac; es decir, que nuestras propias vidas estaban en peligro. Yo estaba enfurecido con Lestat como jamás lo había estado, y él estaba decidido a tener al muchacho.
»—¡Dale una oportunidad! —insistía yo, agarrándome de Lestat antes de que pudiera acercarse al joven. Era pleno invierno, muy frío y húmedo en los pantanos y una masa de lluvia helada caía sobre el descampado donde se efectuaría el duelo. Por supuesto yo no sentía esos elementos tal como te pudiera suceder a ti; no me afectaban ni me amenazaban con temblores o enfermedades mortales. Pero los vampiros sienten el frío tanto como los mortales, y la sangre de una víctima es, a menudo, el alivio rico y sensual del frío. Pero lo que me preocupaba esa mañana no era el frío que sentía, sino la excelente cobertura de la oscuridad, lo cual hacía a Freniere extremadamente vulnerable al ataque de Lestat. Lo único que tenía que hacer era alejarse un paso de sus dos amigos en dirección al pantano y Lestat lo atacaría. Por tanto, yo luchaba físicamente con Lestat tratando de inmovilizarlo.
—Pero, ante todo eso, ¿sentía usted distancia, frialdad?
—Hummmm… —suspiró el vampiro—. Sí, los sentía y, además, una furia suprema. Para mí, saciarse con la sangre de toda una familia, era el acto supremo de Lestat, su prueba de total desprecio y desconsideración por todo lo que tendría que haber visto, con la profundidad de un vampiro. Por tanto, lo mantuve en la oscuridad, donde me escupía e insultaba. El joven Freniere cogió la espada que le entregó su amigo y padrino y salió a la hierba resbaladiza y húmeda a encontrarse con su oponente. Hubo una breve conversación y luego comenzó el duelo. En unos instantes, había terminado. Freniere había herido mortalmente al otro muchacho con una rápida estocada al pecho. Y el vencido se arrodilló en la hierba, sangrante, moribundo, gritando algo ininteligible a Freniere. El triunfador simplemente se quedó quieto en su sitio. Todos pudieron ver que no había alegría en esa victoria. Freniere contemplaba la muerte como a una abominación. Sus compañeros avanzaron con las linternas en las manos, pidiéndole que se fuera lo antes posible, dejando al moribundo. Mientras tanto, el herido no permitía que nadie lo tocase. Y entonces, cuando el grupo de Freniere se dio media vuelta, los tres caminando apesadumbrados hacia los caballos, el hombre en el suelo sacó una pistola. Quizás únicamente yo pude verlo en la profunda oscuridad. Pero, de cualquier modo, pegué un grito avisando a Freniere del peligro y me lancé a coger el arma. Y eso fue todo lo que necesitó Lestat. Mientras yo estaba perdido en mis torpezas, avisando a Freniere y tratando de coger la pistola, Lestat con sus años de experiencia y su mayor velocidad, agarró al vencedor y lo arrastró bajo los cipreses. Dudo de que sus amigos jamás se hayan enterado de lo que pasó. La pistola había desaparecido, el herido se había desvanecido y yo corría por el pantano gritándole a Lestat.
»Entonces los vi. Freniere estaba echado sobre las raíces retorcidas de un ciprés, con sus botas hundidas en el agua enlodada, y Lestat aún estaba encima de él, con una mano sobre la de Freniere, que aún tenía la espada. Fui a levantar a Lestat, y su mano derecha me lanzó un golpe con una velocidad que no pude ver; no supe lo que me había pasado hasta que me encontré yo también en el agua; y, por supuesto, para cuando me hube recuperado, Freniere estaba muerto. Lo vi allí echado, con los ojos cerrados y los labios sellados, como si estuviera durmiendo.
»—¡Maldito seas! —le grité a Lestat. Y entonces me puse de pie. El cuerpo de Freniere empezó a hundirse en las aguas. Primero la cara y luego el cuerpo quedaron completamente cubiertos. Lestat estaba jubiloso; me recordó secamente que apenas teníamos una hora para regresar a Pointe du Lac y juró vengarse de mí.
»—Si no me gustara la vida de plantador sureño, acabaría contigo esta misma noche —me amenazó—. Yo sé una manera de hacerlo. Tendría que echar tu caballo en el pantano. ¡Allí tendría que cavar un pozo y hundirte! —Y se marchó al galope.
»Pese a todos los años que han pasado, aún siento una furia contra él como un líquido hirviendo en mis venas. Entonces vi lo que significaba para él ser un vampiro.
—No era más que un asesino —dijo el chico, con una voz que reflejaba parte de la emoción del vampiro—. No tenía la menor consideración por nada.
—No, para él ser vampiro significaba venganza. Venganza contra la misma vida. Cada vez que mataba a alguien le representaba una venganza. No era de sorprenderse, entonces, que no apreciara nada. Los placeres de la vida de vampiro no estaban disponibles para él, porque estaba concentrado en una venganza maniática contra la vida mortal que había abandonado. Consumido por el odio, miraba hacia atrás. Consumido por la envidia, nada le agradaba, salvo si podía arrebatárselo a los demás; y, una vez que lo poseía, se quedaba frío e insatisfecho, sin amor por esa cosa, y entonces partía a la búsqueda de algo más: la venganza, ciega, estéril y despreciable.
»Pero te he hablado de las hermanas Freniere. Eran casi las cinco y media cuando llegamos a la plantación. El alba llegaría poco después de las seis, pero yo fui a su casa. Entré subrepticiamente en la galería inferior y las vi a todas reunidas en la sala; ni siquiera se habían puesto ropa de cama. Las velas estaban casi consumidas y ellas, sentadas como en un velorio, esperaban el mensaje. Estaban todas vestidas de negro, como era la costumbre en esa casa, y en la oscuridad las formas oscuras de sus vestidos se unían por debajo de sus cabellos negros y lustrosos, de modo que en el resplandor de las velas, sus rostros parecían ser los de cinco suaves y brillantes apariciones, cada una personalmente triste, cada una espléndidamente valiente. Pero sólo la cara de Babette parecía realmente decidida. Era como si ya hubiera resuelto hacerse cargo de las obligaciones de su casa si su hermano moría. Y su rostro tenía la misma expresión que había aparecido en el rostro de su hermano cuando montó para dirigirse al duelo. Lo que ella tenía por delante era casi imposible. Lo que había por delante era la muerte definitiva, de la que Lestat era culpable. Entonces hice algo que me hizo correr un grave riesgo.
»Me presenté ante ella. Lo conseguí haciendo jugar mi sombra con la luz de su vela. Como puedes ver, mi cara es muy blanca y tiene una superficie que refleja mucho, como de mármol lustrado.
—Sí —asintió el muchacho, y pareció aturdido—. Me pregunto si… Pero, ¿qué sucedió?
—Te preguntas si yo era un hombre apuesto cuando estaba vivo —dijo el vampiro; el muchacho asintió con la cabeza—. Lo era. Nada estructural cambió en mí. Sólo que no sabía que era apuesto. La vida se arremolinaba a mí alrededor con una ventolera de pequeñas preocupaciones, como ya te he dicho. Yo no veía nada, ni siquiera en un espejo…, en especial en un espejo…, con un ojo libre. Pero esto es lo que sucedió. Me acerqué al marco de la ventana y dejé que la luz tocara mi rostro. Y lo hice en un momento en que Babette tenía la mirada puesta en la ventana. Entonces, apropiadamente, desaparecí.
»A los pocos segundos, todas las hermanas supieron que una “extraña criatura” estaba cerca, una criatura fantasmagórica, y las dos sirvientas esclavas se negaron totalmente a investigar el asunto. Esperé afuera con impaciencia lo que quería que sucediese; por último, Babette tomó el candelabro, despreciando el miedo de todas las demás, y salió a la galería a ver lo que había allí. Sus hermanas se agolparon en la puerta como grandes pájaros negros, pensando que su hermano había muerto y que ella había visto su fantasma. Por supuesto, debes comprender que Babette, con su fortaleza, jamás atribuyó lo que había visto a la imaginación o los fantasmas… Dejé que caminara por la oscura galería antes de hablarle. Y aun entonces, sólo le dejé ver la forma vaga de mi cuerpo al lado de una de las columnas.
»—Dile a tus hermanas que se retiren —le susurré—. He venido a contarte de tu hermano. Haz lo que te digo.
»Ella se quedó un instante inmóvil y luego se dirigió a mí y trató de verme en la oscuridad.
»—Tengo muy poco tiempo. No te haré el menor daño —le dije.
»Entonces, obedeció. Diciendo que no era nada, les ordenó que cerraran la puerta, y ellas obedecieron como la gente que no sólo necesita alguien que la dirija, sino que está deseando obedecer. Entonces salí a la luz de las velas de Babette.
Al muchacho se le abrieron los ojos. Se llevó una mano a los labios.
—¿La miró tal como… me está mirando a mí? —preguntó.
—Lo preguntas con una inocencia… —dijo el vampiro—. Sí, supongo que sí. Pero con las velas siempre tengo un aspecto menos sobrenatural. Y a ella no traté de convencerla de que era una criatura normal.
»—Sólo dispongo de unos minutos —le dije—. Pero lo que tengo que comunicarte es de la mayor importancia. Tu hermano luchó con coraje y ganó el duelo… Pero espera. Debes saberlo ahora: ha muerto. La muerte fue proverbial con él, la asaltante nocturna contra la que nada pudo hacer su bondad o valentía. Pero esto no es lo principal que he venido a contarte. Es lo siguiente: puedes dirigir la plantación y salvarla. Lo único que necesitas es que nadie te convenza de lo contrario. Debes ocupar su lugar pese a todas las opiniones, a todas las palabras convencionales sobre el sentido común y lo que debe ser. No debes escuchar a nadie. La misma tierra está aquí ahora igual que ayer, cuando tu hermano dormía en ella. Nada ha cambiado. Debes tomar su lugar. Si no lo haces, la tierra se perderá y la familia se perderá. Seréis cinco mujeres condenadas a una mísera pensión que viviréis la mitad o menos de lo que os puede brindar la vida. Aprende lo que debes saber. No te detengas ante nada hasta que tengas las respuestas. E imagina mi visita como la prueba de tu valentía, siempre que desfallezcas. Debes tomar las riendas de tu propia vida. Tu hermano ha muerto.
»Pude ver, por la expresión de su cara, que escuchaba cada palabra mía. De haber habido tiempo, me hubiera hecho preguntas, pero me creyó cuando le dije que no lo había. Luego utilicé toda la habilidad para dejarla lo más rápido posible y parecer que había desaparecido. Del otro lado del jardín, vi su rostro iluminado por la vela. La vi intentando verme en la oscuridad, mirando para un sitio y otro. Y luego la vi hacer la señal de la cruz y volvió adentro con sus hermanas. El vampiro sonrió:
—En toda la costa nada se dijo acerca de una extraña aparición a Babette Freniere, pero después del primer duelo y de las tristes conversaciones entre las mujeres solitarias, ella se convirtió en el escándalo de la región porque decidió dirigir su plantación. Acumuló una inmensa dote para su hermana menor y, a los pocos años, ella misma se casó. Y Lestat y yo casi ni intercambiábamos palabra.
—¿Continuó viviendo en Pointe du Lac?
—Así es. Yo no podía estar seguro de que Lestat ya me hubiera dicho todo lo que yo necesitaba saber. Y yo necesitaba disimular. Mi hermana se casó en mi ausencia, por ejemplo, mientras yo sufría el «paludismo». Y algo similar me sucedió el día del funeral de mi madre. Mientras tanto, Lestat y yo nos sentábamos cada noche a cenar con el anciano y hacíamos ruido con nuestros cuchillos y tenedores, y él nos decía que comiéramos todo lo que teníamos en nuestros platos y que no bebiéramos demasiado vino. Con cientos de miserables dolores de cabeza, yo recibía a mi hermana en el dormitorio a oscuras, con las mantas hasta la barbilla. Les pedía a ella y a su marido que disculpasen la falta de luz, puesto que me hacía daño en los ojos, y les entregaba grandes sumas de dinero para que las invirtieran en nombre de todos. Por suerte, su marido era un idiota; inofensivo, pero un imbécil: el producto de cuatro generaciones de matrimonios entre primos hermanos.
»Pero aunque estas cosas iban bien, empezamos a tener problemas con los esclavos. Ellos sí eran suspicaces. Y como ya he indicado, Lestat mataba a quien se le ocurría. En consecuencia, siempre había rumores de extrañas muertes en esa parte de la costa. Pero lo que motivó esas murmuraciones fue lo que ellos veían de nosotros. Y yo lo oí un atardecer cuando estaba entre las sombras cerca de las cabañas de los esclavos.
»Ahora, permíteme que te explique el carácter de esos esclavos. Corría el año 1797; hacía cuatro años que Lestat y yo vivíamos en una paz relativa; yo invertía el dinero que él adquiría, aumentando las tierras, comprando pisos y casas en Nueva Orleans, que él alquilaba. Y el trabajo de la plantación producía poco más que una excusa para nuestras inversiones. Dije “nuestras”. Eso es incorrecto. Jamás firmé nada con Lestat y, como te darás cuenta, yo todavía estaba legalmente vivo. Pero, en 1797, esos esclavos no tenían el carácter que has visto en las películas y las novelas del Sur. No era gente de piel oscura y palabras obedientes, mal vestidas, que hablaban un dialecto inglés. Eran africanos. Y eran insulares; es decir, algunos de ellos provenían de Santo Domingo. Eran muy negros y absolutamente extraños; hablaban sus lenguas africanas y hablaban el patois francés; y, cuando cantaban, cantaban canciones africanas que convertían los campos en algo exótico que siempre me había dado miedo en mi vida mortal. En suma, ellos aún no habían sido destruidos por completo como africanos. La esclavitud era la maldición de sus vidas, pero aún no habían sido robados de lo que era característicamente suyo. Toleraban el bautismo y las modestas vestimentas que les imponían las leyes católicas francesas, pero, por las tardes, transformaban sus ropas baratas en disfraces delirantes, hacían joyas con huesos de animales y pedazos descartados de metal que pulían como si fuera oro; y las cabañas de los esclavos de Pointe du Lac eran un país extranjero, una costa africana después del anochecer, en el cual ni el más intrépido superintendente se animaba a deambular. Pero los vampiros no se asustaban.
»No hasta una noche de estío, cuando paseando entre las sombras, escuché por las puertas abiertas de la cabaña del capataz negro una conversación que me convenció de que Lestat y yo dormíamos con grave peligro. Los esclavos sabían que no éramos seres normales. En tonos susurrantes, las criadas, que vislumbré a través de una grieta, contaron cómo nos vieron cenar con los platos vacíos, llevándonos copas vacías a los labios, riéndonos, con nuestros rostros blancos y fantasmales a la luz de los candelabros, y el pobre ciego era un tonto indefenso en nuestro poder. A través de las cerraduras, habían visto el ataúd de Lestat, y, una vez, él había castigado sin misericordia a una de ellas por espiar por las ventanas de su dormitorio que daban a la galería.
»—Allí no hay ninguna cama —se confiaron una a la otra—. Duerme en el ataúd, lo sé.
»Estaban todos convencidos de lo que éramos. En cuanto a mí, una tarde me habían visto salir del oratorio, que ahora era poco más que una masa de ladrillos y enredaderas, llena de visterias en flor en la primavera, rosas silvestres en el verano y el musgo brillante sobre las viejas persianas despintadas, que jamás se habían abierto, y con las arañas tejiendo en los pétreos arcos. Por supuesto, yo simulaba visitarlo en memoria de mi hermano, pero, por sus palabras, estaba claro que ya no creían más en esa mentira. Y ahora no sólo nos atribuían las muertes de los esclavos encontrados en el campo y en los pantanos, y también las muertes de reses y caballos, sino todos los demás acontecimientos misteriosos y extraños; incluso las inundaciones y tormentas, que eran las armas de Dios en su batalla personal contra Louis y Lestat. Lo que es peor: no pensaban escaparse. Nosotros éramos demonios, y nuestro poder, ineludible. No, nosotros debíamos ser destruidos. Y en esa reunión, de la que me convertí en un participante invisible, había un grupo de esclavos de Freniere.
»Eso significaba que los rumores se extenderían por toda la costa. Y aunque yo creía firmemente que toda la costa no podía caer presa de una histeria colectiva, no sentí la menor gana de correr ese riesgo. Me apresuré a volver a la plantación a decirle a Lestat que nuestro papel de plantadores sureños había terminado. Tendría que ceder su látigo de esclavista y su servilletera de oro y regresar a la ciudad.
»Naturalmente, se resistió. Su padre estaba gravemente enfermo y quizá no sobreviviese mucho más. No tenía la menor intención de escapar de unos estúpidos esclavos.
»—Los mataré a todos —dijo serenamente—, de a tres y de a cuatro. Algunos se escaparán y eso estará bien.
»—Estás diciendo disparates. El hecho es que quiero que te vayas de aquí.
»—¡Tú quieres que me vaya! ¡Tú! —se mofó; estaba construyendo un castillo de naipes en la mesa de la sala con un mazo de cartas francesas muy finas—. Tú, un vampiro llorón y cobarde que se arrastra por la noche matando gatos y ratas y mirando velas durante horas como si se tratara de gente, y que se queda bajo la lluvia como un zombie hasta que se te empapan las ropas y hiedes a viejos baúles escondidos en el desván, y tienes el aspecto de un idiota estupefacto en el zoológico.
»—No tienes nada más que decirme —contesté—, y tu insistencia en el desorden nos ha puesto a los dos en peligro. Yo podría vivir en ese oratorio y ver cómo la casa se cae a pedazos. ¡Porque no me importa nada! —le dije, y era la verdad—. Pero tú debes poseer todas las cosas que no tuviste en la vida y hacer de la inmortalidad una tienda de basuras en la cual los dos nos convirtamos en algo grotesco. ¡Ahora, vete a ver a tu padre y dime cuánto le falta de vida, porque ése es el tiempo que aquí te quedarás, y únicamente si los esclavos no se rebelan antes contra nosotros!
»Me dijo que fuera yo a ver a su padre, ya que era quien siempre estaba “mirando”. Y lo hice. El anciano realmente se moría. Yo no había sufrido la muerte de mi madre, porque se había muerto de repente una tarde. Se la había encontrado con su canasta de coser, sentada en el patio; se había muerto como quien se duerme. Pero ahora yo contemplaba una muerte natural que era demasiado lenta, con dolores, y la cabeza clara. Y siempre me había gustado el anciano; era bueno y simple, y tenía muy pocas exigencias. De día, se sentaba en la galería dormitando y oyendo los pájaros; por las noches, cualquier charla nuestra le hacía compañía. Podía jugar al ajedrez, sintiendo meticulosamente cada pieza y recordando toda la situación en el tablero con una precisión admirable; y aunque Lestat nunca jugaba con él, yo lo hacía a menudo. Ahora estaba echado, tratando de respirar, con la frente ardiendo y la almohada húmeda de sudor. Y, mientras gemía y pedía que le llegara la muerte, Lestat, en el otro cuarto, empezó a tocar el clavicordio. Le cerré la tapa de golpe y casi le atrapo los dedos.
»—¡No tocarás mientras se muere tu padre!
»—¡Al diablo que no! —me replicó—. ¡Tocaré el tambor, si quiero!
»Y cogiendo una gran bandeja de plata de una mesa, la empezó a golpear con una cuchara.
»Le dije que se detuviera y que lo obligaría a dejar de hacerlo. Y entonces los dos dejamos de hacer ruido, porque el anciano lo llamaba por su nombre. Decía que debía hablar con Lestat antes de morir. Le dije a Lestat que lo fuera a ver. El sonido de su llanto era terrible.
»—¿Por qué debo ir? Me he ocupado de él todos estos años. ¿No es eso suficiente?
»Y sacó del bolsillo un cortaplumas y se empezó a limpiar las largas uñas.
»Mientras tanto, te debo decir que yo era consciente de la presencia de los esclavos en la casa. Estaban vigilando y escuchando. Yo esperaba que el viejo muriera a los pocos minutos. En una o dos oportunidades anteriores, varios esclavos habían tenido sospechas o dudas, pero nunca de esa manera. De inmediato llamé a Daniel, el esclavo a quien le había dado el cargo y la posición de superintendente. Pero mientras lo esperaba, pude oír al anciano hablándole a Lestat; éste estaba sentado con las piernas cruzadas, limpiándose las uñas, con las cejas arqueadas y concentrado en lo que estaba haciendo.
»—Fue la escuela —decía el anciano—. Oh, yo sé que tú te acuerdas… ¿Qué te puedo decir…? —gimió.
»—Mejor será que lo digas —dijo Lestat—, porque estás al borde de la muerte.
»El anciano dejó escapar un ruido terrible, y sospecho que yo también emití un sonido. Realmente, yo detestaba a Lestat. En ese momento pensé en hacerlo salir de la habitación.
»—Pues tú lo sabes, ¿no es así? Hasta un tonto como tú lo sabe —dijo Lestat.
»—Jamás me perdonarás, ¿verdad? No ahora, ni siquiera después de muerto —dijo el anciano.
»—¡No sé de qué estás hablando! —protestó Lestat.
»A mí se me estaba terminando la paciencia y el anciano se agitaba cada vez más. Le rogaba a Lestat que le escuchara. El asunto me hizo temblar. En el ínterin, Daniel había venido y en el instante en que lo vi supe que estaba irremisiblemente perdido en Pointe du Lac. De haber prestado más atención, hubiera percibido señales de ello mucho antes. Me miró con ojos de vidrio. Yo era un monstruo para él.
»—El padre de monsieur Lestat está muy enfermo. Moribundo —dije, ignorando su expresión—. No quiero que haya ruidos esta noche; los esclavos deben permanecer en sus cabañas. Está por llegar un médico.
»Me miró como si yo estuviera mintiendo. Y entonces sus ojos se alejaron de mí, curiosa y fríamente, y se dirigieron a la puerta del anciano. Su rostro sufrió tal cambio que me puse de pie de inmediato y yo también miré. Era Lestat, al pie de la cama, limpiándose furiosamente las uñas y sonriendo de tal manera que sus dos grandes colmillos se le veían perfectamente.
El vampiro se detuvo y se le movían los dos hombros con una risa silenciosa. Miraba al muchacho, y éste parecía cohibido ante la mesa. Pero ya había mirado fijamente la boca del vampiro. Había visto que sus labios tenían una textura diferente a la de su piel, que eran sedosos y delicadamente delineados, como los de cualquier persona, pero mortíferamente blancos; y había vislumbrado los blancos dientes. Pero el vampiro tenía un modo de sonreír tan cuidadoso que jamás los exponía completamente; y el chico ni había pensado en los colmillos hasta ese momento.
—Te puedes imaginar —dijo el vampiro— lo que eso significaba. Tuve que matarlo.
—¿Que tuvo qué? —dijo el muchacho.
—Tuve que matar al esclavo. Empezó a correr. Hubiera alarmado a todos los demás. Quizá pudiera haber sido arreglado de otro modo, pero yo no tuve tiempo. Entonces, corrí tras él y lo alcancé. Pero entonces, al encontrarme haciendo lo que no había hecho durante cuatro años, me detuve. Ése era un hombre. En la mano tenía su cuchillo de mango de hueso para defenderse. Pero se lo quité fácilmente y se lo hundí en el corazón. Cayó al instante de rodillas, desangrándose, con los dedos alrededor de la hoja. Y la visión de la sangre, su olor, me enloquecieron. Creo que gemí en voz alta. Pero no me acerqué; no pude hacerlo. Entonces recuerdo haber visto la figura de Lestat a través del espejo del aparador.
»—¿Por qué hiciste eso? —me preguntó. Me di vuelta para mirarlo a la cara, decidido a que no me viera en ese estado de debilidad. El anciano deliraba, continuó diciéndome; no podía acabar de comprender lo que decía el anciano.
»—Los esclavos… lo saben… Debes ir a las cabañas y vigilarlos —pude decirle—. Yo me ocuparé de tu padre.
»—Mátalo —dijo Lestat.
»—¡Estás loco! —le contesté—. ¡Es tu padre!
»—¡Ya sé que es mi padre! —dijo Lestat—. Por eso no puedo matarlo. ¡No puedo matarlo! Si pudiera lo habría hecho hace mucho tiempo, ¡maldito sea! —Se retorció las manos—. Tenemos que irnos de aquí. Y mira lo que has hecho matando a éste. No hay tiempo que perder. Su mujer estará aquí aullando dentro de unos momentos… ¡o enviará a alguien aún peor!
El vampiro suspiró.
—Eso era verdad. Lestat tenía razón. Yo podía oír a los esclavos reuniéndose en la cabaña de Daniel, esperándolo. Daniel había sido lo suficientemente valiente como para entrar en la casa embrujada. Si no regresaba, los esclavos serían presa del pánico y se transformarían en una multitud peligrosa. Le dije a Lestat que los calmara, que usara toda su autoridad como amo blanco y que no los alarmase con sustos; entonces, entré en el dormitorio y cerré la puerta. Y sufrí otro golpe en esa noche traumática. Porque yo jamás había visto al padre de Lestat en ese estado.
»Estaba sentado, inclinado hacia adelante, hablándole a Lestat, rogándole a Lestat que le contestase; diciéndole que comprendía mejor su amargura que el mismo Lestat. Y era un cadáver viviente. Nada animaba su cuerpo hundido, salvo una voluntad determinada; por ende, sus ojos, debido a su resplandor, estaban todavía más hundidos en su cráneo, y sus labios, con los temblores, afeaban aún más su boca amarilla. Me senté al pie de la cama, sufriendo de verlo en ese estado, y le di mi mano. No te puedo contar lo que me conmovió su aspecto. Porque cuando traigo la muerte, es algo rápido e inconsciente y que deja a la víctima como en un sueño encantado. Pero esto era el decaimiento lento, el cuerpo negándose a rendirse al vampiro del tiempo que lo había desangrado durante años sin fin.
»—Lestat —dijo él—, por una sola vez, no seas malo conmigo. Por una sola vez, sé para mí el muchacho que fuiste. Mi hijo —lo dijo una y otra vez—. Mi hijo, mi hijo…
»Y entonces, dijo algo que no pude oír sobre la inocencia y la destrucción de la inocencia. Pero pude ver que no deliraba como Lestat había dicho, sino que poseía un terrible estado de lucidez. La carga del pasado estaba dentro de sí con toda su fuerza; y el presente, que sólo era la muerte, contra la que luchaba con toda su voluntad, nada podía hacer para aliviar esa carga. Pero yo sabía que podía engañarlo usando toda mi capacidad. Acercándome a él, le susurré la palabra:
»—Padre.
»No era la voz de Lestat, era la mía, un suave susurro. Pero se calmó de inmediato, y pensé que moriría. Pero se aferró a mis manos, como si lo estuvieran chupando las grandes olas negras del océano y sólo yo pudiera salvarlo. Ahora habló de un maestro rural, cualquier nombre, que había visto en Lestat a un pupilo brillante y que le había pedido llevarlo a un monasterio para su educación. Se maldijo por haber traído de vuelta a Lestat a su casa, por quemar los libros.
»—Debes perdonarme por ello, Lestat —sollozó.
»Le apreté la mano, esperando que eso fuera una respuesta, pero repitió su ruego una y otra vez.
»—Ahora tienes todo para vivir, ¡pero eres frío y brutal como yo fui con el trabajo, el frío y el hambre! Lestat, debes recordar. Eres el más bueno de todos. Dios me perdonará si tú me perdonas.
»Pero, en ese momento, el verdadero Lestat apareció en la puerta. Le hice un gesto para que guardara silencio, pero no lo vio. Entonces tuve que ponerme de pie rápidamente para que su padre no pudiera oír su voz a esa distancia. Los esclavos se habían escapado de su presencia.
»—Pero están allí fuera; se han reunido en la oscuridad. Los oigo —dijo Lestat; y luego echó una mirada al anciano—. Mátalo, Louis —me dijo, y su voz fue el primer ruego que le había escuchado; y se puso hecho una furia—. ¡Hazlo!
»—Acércate a su almohada —contesté— y dile que le perdonas todo, que le perdonas haberte sacado de la escuela cuando todavía eras un niño. Díselo inmediatamente, ahora mismo.
»—¿Por qué? —dijo Lestat, haciendo una mueca, y su cara pareció más cadavérica—. ¡Sacarme de la escuela! ¡Maldito sea! ¡Mátalo! —dijo, dejando escapar un rugido de desesperación.
»—No —dije yo—, tú lo perdonas o lo matas tú mismo. Vamos. Mata a tu propio padre.
»El anciano rogó que le dijéramos lo que estábamos diciendo. Y llamó:
»—Hijo, hijo.
»Y Lestat bailó como el enloquecido Rumpelstiltskin a punto de traspasar el suelo con el pie. Fui hasta el ventanal. Pude ver y oír a los esclavos congregándose alrededor de la casa de Pointe du Lac, formando redes en la oscuridad, aproximándose.
»—Tú eras José entre tus hermanos —dijo el anciano—. El mejor de todos, pero ¿cómo lo podía yo saber? Lo supe cuando te fuiste, cuando pasaron todos esos años y ellos no me ayudaron en nada, no me dieron ninguna paz. Y entonces tú regresaste y me sacaste de la finca, pero no eras el mismo. No eras el mismo muchacho.
»Me volví a Lestat y prácticamente lo arrastré hasta la cama. Nunca lo había visto tan débil y al mismo tiempo enfurecido.
Se soltó de mí y se arrodilló cerca de la almohada, echándome una mirada de odio. Yo me mantuve firme y le susurré:
»—¡Perdónalo!
»—Está bien, padre. Debes tranquilizarte. No tengo nada contra ti —dijo, y su voz aguda se sobrepuso a la furia que lo dominaba.
»El anciano se apoyó en la almohada murmurando unas palabras de alivio, pero Lestat ya se había ido. Se detuvo en la puerta, con las manos sobre las orejas.
»—Ya vienen —susurró, dándose vuelta para poder verme—. Mátalo. Por Dios.
»El anciano jamás supo lo que le había sucedido. Jamás se despertó de su estupor. Lo desangré lo suficiente, abriéndole una herida grande para que muriese sin sentir mi pasión oscura. Yo no podía soportar ese pensamiento. Sabía que no importaría si encontraban el cadáver en ese estado porque yo ya estaba harto de Pointe du Lac y de Lestat y de toda esa identidad como amo ridículo de Pointe du Lac. Incendiaría la casa y tendría la fortuna que había acumulado con diferentes nombres justo para cuando llegara el momento oportuno.
»Mientras tanto, Lestat atacó a los esclavos. Dejaría detrás de él tal ruina y devastación que nadie podría saber a ciencia cierta lo que había sucedido esa noche en Pointe du Lac. Y yo fui con él. Anteriormente, su ferocidad siempre había sido misteriosa, pero ahora yo descubrí mis colmillos ante los seres humanos que escapaban de mi presencia; mi avance superaba su velocidad patética y torpe, mientras descendía el velo de la muerte o el velo de la locura. El poder y la prueba del vampiro era inexpugnables, de modo que los esclavos huyeron en todas direcciones. Y fui yo quien regresó a las escalinatas a incendiar Pointe du Lac.
»Lestat vino corriendo detrás.
»—¿Qué estás haciendo? ¡Estás loco! —gritó; pero no había manera de apagar las llamas—. ¡Se han ido y tú estás destruyendo todo, todo! —Y se paseó alrededor de la magnífica sala, entre su frágil esplendor.
»—Saca tu ataúd. ¡Tienes tres horas hasta el alba! —le grité. La mansión es una pira funeraria.
—¿Podría haberle hecho daño el fuego? —preguntó el muchacho.
—¡Por cierto! —dijo el vampiro.
—¿Volvió al oratorio? ¿Era un lugar seguro?
—No, de ninguna manera. Unos cincuenta y cinco esclavos estaban en la zona. Muchos de ellos no preferían la vida de un liberto y lo más seguro era que fueran a Freniere o a la plantación Bel Jardín. Yo no tenía la más mínima intención de quedarme allí esa noche. Pero había poco tiempo para hacer alguna otra cosa.
—Esa mujer…, Babette… —dijo el muchacho. El vampiro sonrió.
—Sí, fui a ver a Babette. Ahora vivía en Freniere con su joven marido. Tenía tiempo suficiente para cargar mi ataúd en el carruaje y llegar adonde estaba ella.
—Pero, ¿y Lestat? El vampiro suspiró.
—Lestat fue conmigo. Tenía la intención de irse a Nueva Orleans y trataba de persuadirme de que yo hiciera lo mismo. Pero cuando se dio cuenta de que pensaba esconderme en Freniere, optó por eso también. Quizá jamás hubiéramos podido llegar a Nueva Orleans. Empezaba a amanecer. Los ojos mortales no lo podían ver, pero Lestat y yo sí.
»En cuanto a Babette, yo la había visitado una vez más. Como te dije, había escandalizado a la costa quedándose sola en la plantación, sin un hombre en la casa, sin ni siquiera una anciana. El mayor problema de Babette fue que podía alcanzar el éxito económico únicamente a costa del aislamiento y del ostracismo social. Tenía tal sensibilidad que la riqueza en sí no le importaba nada; una familia, hijos…, eso era lo importante para Babette. Aunque fue capaz de mantener la plantación, el escándalo la estaba desgastando. En su interior, estaba cediendo. Sin permitirle que me mirase, una noche la vi en su jardín. Le dije en mi voz más suave que yo era la misma persona de antes. Que conocía su vida y sus sufrimientos.
»—No esperes que la gente te comprenda —le dije—. Son unos imbéciles. Quieren que te retires debido a la muerte de tu hermano. Usarían tu vida como si fuese aceite para la lámpara. Debes desafiarlos con pureza y confianza.
»Me escuchó en silencio. Le dije que debía dar una fiesta de beneficencia. Y esa beneficencia sería religiosa. Podía elegir un convento en Nueva Orleans, cualquiera, y dar allí una fiesta filantrópica. Invitaría a los amigos más íntimos de su madre difunta para que actuasen de chaperones y ella haría todo esto con una total confianza en sí misma. Sobre todo, una confianza perfecta. Lo único importante era la confianza en sí misma y la pureza.
»Pues Babette pensó que esto era algo genial.
»—No sé quién eres y tú no me lo dices —dijo ella (era verdad, yo no lo decía)—. Pero sólo me puedo imaginar que eres un ángel.
»Y me rogó verme la cara. Es decir, me lo rogó a la manera de la gente como Babette, quienes en realidad no sienten inclinación de rogar nada a nadie. No se trata de que Babette fuera orgullosa. Simplemente era fuerte y honesta, lo que en la mayoría de las veces hace del ruego… Veo que quieres preguntarme algo —dijo el vampiro, y se detuvo.
—Oh, no —dijo el muchacho, que quería esconder su intención de preguntar.
—No debes tener miedo de preguntarme nada. Si me escondiera algo demasiado íntimo… —continuó; y, cuando el vampiro dijo esto, se le oscureció el rostro por un instante, frunció el entrecejo y sus cejas formaron un hoyuelo que apareció arriba de su ceja izquierda como si alguien hubiera puesto un dedo, lo que le dio un especial aspecto de preocupación profunda—. Si escondiera algo demasiado íntimo como para que tú preguntaras al respecto, en primer lugar no lo mencionaría —dijo.
El muchacho se encontró mirando fijamente los ojos del vampiro, y las cejas, que eran como finos alambres negros en la piel tierna de los párpados.
—Pregúntame —dijo el muchacho.
—Usted habla de Babette —dijo el joven— como si su sentimiento para con ella fuera especial.
—¿Te di la impresión de que no podía sentir? —preguntó el vampiro.
—No, de ninguna manera. Es evidente que usted sintió algo por el anciano. Se quedó a reconfortarlo cuando usted mismo estaba en peligro. Y lo que sintió por el joven Freniere cuando Lestat quería matarlo… Todo esto usted lo ha explicado. Pero me estaba preguntando… ¿Sentía algo especial por Babette? ¿Acaso ese sentimiento por Babette fue el que hizo que usted tratara de proteger al joven Freniere?
—Quieres decir amor —dijo el vampiro—. ¿Por qué has vacilado en decirlo?
—Porque usted habló de sentimientos distantes —replicó el muchacho.
—¿Piensas que los ángeles son distantes? —preguntó el vampiro.
El chico lo pensó un momento.
—Sí —dijo.
—¿Y los ángeles son incapaces de amar? —preguntó el vampiro—. ¿Acaso los ángeles no contemplan el rostro de Dios con un amor total?
El chico pensó un momento.
—Amor o adoración —dijo.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó pensativo el vampiro—. ¿Cuál es la diferencia? —insistió, y no se trató de una pregunta dirigida a su interlocutor, sino que se lo preguntó a sí mismo—. Los ángeles sienten amor y orgullo…, el orgullo de la Caída… y odio. Las poderosas emociones abrumadoras que sienten la personas distantes en las que la emoción y la voluntad son una sola cosa —dijo finalmente; ahora miró la mesa, como si lo estuviera pensando y no estuviera enteramente satisfecho de sus palabras—. Por Babette, yo sentía… una emoción profunda. No es la más fuerte que he sentido por un ser humano. —Levantó la vista y miró al muchacho—. Pero fue muy intensa. Babette, a su manera, fue para mí un ser humano ideal…
Se movió en la silla; la capa se agitó suavemente a su alrededor, y él volvió la cara hacia la ventana. El chico verificó el estado de las cintas. Luego sacó otra de su portafolio y, pidiéndole perdón al vampiro, la colocó en la máquina.
—Perdóneme que le haya preguntado algo tan personal. No querría… —dijo con ansiedad al vampiro.
—No preguntaste nada por el estilo —dijo el vampiro, mirándolo de improviso—. Fue una pregunta correcta. Yo siento amor y sentí algo de amor por Babette, aunque no el amor más grande que jamás haya sentido. Pero hubo un anuncio en Babette.
»Para volver a mi historia, la fiesta de beneficencia de Babette fue un éxito y le aseguró su vuelta a la vida social. Generosamente, su dinero disipó muchas dudas en las mentes de las familias de sus galanes, y se casó. En las noches de verano, yo solía visitarla sin dejar que me viera o supiera que yo estaba allí. Iba a vigilar su felicidad y, al verla feliz, yo también era feliz.
»Y aquella noche del incendio fui con Lestat a ver a Babette. El hubiera matado a las Freniere mucho tiempo antes, de no haberlo detenido yo. Y pensó que eso era lo que yo pensaba hacer.
»—¿Y qué paz conseguiríamos con ello? —pregunté yo—. Tú dijiste que yo era un idiota. ¿Acaso piensas que no sé por qué me transformaste en un vampiro? No podías vivir solo, no podías solucionar las cosas más simples. Hace años que yo dirijo todo mientras tú te quedas sentado con un falso aire de superioridad. No tienes nada más que decirme sobre la vida. No te necesito ni me puedes ser útil. Tú eres quien me necesita, y si tocas a uno solo de los esclavos de Freniere, te sacaré del medio. Será una batalla entre los dos y no es necesario señalarte que tengo más inteligencia en un solo dedo que tú en todo tu cuerpo. Haz lo que te digo.
»Bien; esto lo dejó asombrado, aunque sin razón, y protestó diciendo que aún tenía muchas cosas que decirme; de cosas y tipos que yo podía matar y que me causarían una muerte súbita, y de lugares en el mundo a los que jamás tenía que ir, y más por el estilo; un absurdo que apenas pude tolerar. Pero no tenía tiempo para él. Las luces del hogar del superintendente estaban encendidas en casa de los Freniere aquella noche; estaba tratando de calmar el nerviosismo entre los esclavos escapados y los propios. Y las llamas de Pointe du Lac aún podían verse contra el cielo. Babette estaba vestida y ocupándose de sus asuntos; había enviado carruajes y esclavos a Pointe du Lac a ayudar a combatir el fuego. Los esclavos escapados y asustados eran mantenidos a distancia de los otros, y nadie, en ningún momento, consideró sus historias como algo más que una tontería de esclavos. Babette sabía que había sucedido algo siniestro y temía un asesinato, jamás lo sobrenatural. Estaba en su estudio anotando el incendio en el diario de la plantación cuando la encontré. Era casi de madrugada. Sólo tenía unos pocos minutos para convencerla de que me ayudara. Primero le hablé, negándome a que se diera vuelta, y ella me escuchó con calma. Le dije que debía tener una habitación para descansar.
»—Nunca te he hecho daño. Ahora te pido una llave y tu promesa de que nadie tratará de entrar en ese cuarto hasta la noche. Entonces te lo contaré todo.
»Yo ya estaba casi desesperado. El cielo estaba palideciendo. Lestat estaba en el huerto con los ataúdes.
»—Pero, ¿por qué has venido a verme a mí esta noche? —me preguntó.
»—¿Y por qué no? —le dije—. ¿Acaso no te ayudé en el momento crítico en que más necesitabas guía, cuando tú sola eras la fuerte entre aquellos que eran débiles y que dependían de ti? ¿No te di buenos consejos en dos oportunidades? ¿Y no he cuidado de tu felicidad desde entonces?
»Podía ver la figura de Lestat en la ventana. Estaba presa del pánico.
»—Dame esa llave —insistí—. No permitas que nadie entre hasta la caída del sol. Te juro que jamás te haré daño.
»—Y si no lo hago…, si creo que tú eres un emisario del demonio… —dijo ella entonces, y quiso volver la cara. Alcancé la vela y la apagué. Me vio de pie dando la espalda a la ventana gris.
»—Si no lo haces y crees que soy un emisario del demonio, moriré —dije—. Dame esa llave. Podría matarte ahora si quisiera, ¿no es así?
»Y me acerqué a ella y me mostré de cuerpo entero; ella dio un respingo y un paso atrás y se agarró al brazo del sillón.
»—Pero no lo haría. Prefiero morir a matarte. Y moriré si no me das esa llave, como te ruego.
»Lo logré. No sé lo que pensó. Pero me dio una de las grandes habitaciones-alacena donde se añejaba el vino, y estoy seguro de que nos vio a mí y a Lestat llevando los ataúdes. No sólo cerré la puerta con llave sino que levanté una barricada.
»Lestat estaba levantado cuando me desperté al siguiente atardecer.
—Entonces, ella cumplió su palabra.
—Sí; sólo que había hecho algo más: no sólo había respetado nuestra puerta cerrada sino que la había vuelta a cerrar desde afuera.
—¿Y las historias de los esclavos…? Ella las había oído.
—Así fue. No obstante, Lestat fue el primero en notar que estábamos encerrados. Se enfureció. Había pensado irse a Nueva Orleans lo antes posible. Ahora sospechaba de mí.
»—Sólo te necesitaba cuando mi padre vivía —dijo, y trató desesperadamente de encontrar una salida; el lugar era una mazmorra—. Ahora no te voy a tolerar nada. Te lo advierto.
»Ni siquiera quería darme la espalda. Me quedé sentado tratando de oír las voces en la habitación de arriba, deseando que se callara, sin quererle confiar en ningún instante mis sentimientos por Babette o mis esperanzas.
»Asimismo, pensaba en otra cosa. Me preguntaste sobre sentimientos y frialdad. Uno de sus aspectos —distanciamiento y sentimiento, debería decir— es que puedes pensar dos cosas al mismo tiempo. Puedes pensar que no estás seguro y que puedes morir, y puedes pensar en algo muy abstracto y remoto. Y eso fue exactamente lo que me sucedió. En ese momento yo pensaba en silencio y con profundidad en la amistad sublime que podríamos haber tenido con Lestat; qué pocos impedimentos podría haber habido, y todo lo que podríamos haber compartido. Quizá la proximidad de Babette fue lo que me hizo pensar en eso; porque, ¿como podría realmente haber conocido a Babette salvo, por supuesto, de una sola manera definitiva; tomarle la vida, unirme a ella en un abrazo mortal, cuando mi alma se uniría con su corazón y se nutriría de él? Pero mi alma quería conocer a Babette sin mi necesidad de matar, sin robarle todo aliento de vida, toda gota de sangre. Pero Lestat, ¡cómo podríamos habernos conocido de haber sido él un hombre de carácter, un hombre aunque sólo fuera de algunos pensamientos! Las palabras del anciano volvieron a mí: Lestat, un alumno brillante, un amante de los libros que habían sido quemados. Yo sólo conocía al Lestat que despreciaba mi biblioteca, que la llamaba una pila de polvo, que ridiculizaba constantemente mis lecturas, mis meditaciones.
»Me di cuenta entonces de que la casa se aquietaba. De tanto en tanto sonaban unos pasos y crujían los tablones, por cuyas hendeduras se filtraba una claridad fantástica e irreal. Podía ver a Lestat tocando las paredes de ladrillo con su duro rostro de vampiro convertido en una máscara retorcida de frustración humana. Yo estaba seguro de que ahora debíamos separarnos; de que, si fuera necesario, yo debía poner un océano entre los dos. Y me di cuenta de que lo había tolerado todo ese tiempo debido a mis dudas. Me engañé pensando que me quedaba por el anciano y por mi hermana y su marido. Pero me quedé con Lestat porque temía no conocer secretos esenciales que, como vampiro, yo solo debía descubrir, y, lo que es más importante, porque él era el único de mi especie que yo conocía. Jamás me había contado su conversión en vampiro o dónde podía encontrar a alguien de mi especie. Esto entonces me afligía mucho. Del mismo modo que lo había hecho durante cuatro años. Lo odiaba y quería abandonarlo; sin embargo, ¿podía hacerlo?
»En el ínterin, mientras yo pensaba todo esto. Lestat continuó con sus diatribas: no me necesitaba; no iba a tolerar más nada, y mucho menos una amenaza de los Freniere. Teníamos que estar listos para cuando se abriera esa puerta.
»—Recuerda —me dijo finalmente—: Velocidad y fortaleza; no nos pueden igualar en eso. Y el miedo. Recuerda siempre dar miedo. ¡Ahora no seas un sentimental! ¡Nos harás perder todo!
»—¿Quieres continuar a solas después de esto? —le pregunté. Quería que él dijese que sí. Yo no tenía la valentía. O al menos, no conocía mis sentimientos.
»—¡Quiero ir a Nueva Orleans! —dijo—. Simplemente te advertía que no te necesito más. Pero, para escapar de aquí, nos necesitamos. ¡Ni siquiera sabes empezar a usar tus poderes! ¡No tienes un sentido innato de lo que eres! Usa tus poderes persuasivos si viene esa mujer. Pero si viene acompañada de otros, entonces, prepárate a actuar como lo que eres.
»—¿Qué soy? —le pregunté, porque eso nunca me había parecido tan misericordioso como en ese momento—. ¿Qué soy?
»Él se disgustó totalmente. Se llevó las manos a la cabeza.
»—Prepárate… —dijo, ahora, haciendo relucir sus magníficos dientes— ¡a matar! —De improviso, miró los tablones del techo—. Se van a dormir, ¿los oyes?
»En un silencio prolongado, Lestat seguía caminando y yo continuaba sentado allí meditando, devanándome los sesos acerca de lo que debía hacer o decirle a Babette; o, aún más profundamente, buscando la respuesta a una pregunta más difícil: ¿qué sentía yo por Babette? Después de largo rato, una luz relumbró debajo de la puerta. Lestat estaba a punto de saltar encima de quien apareciera. Era Babette, que entró sola, con una lámpara. No vio a Lestat, que se quedó detrás de ella y mirándome fijamente.
»Jamás la había visto como entonces: tenía el pelo arreglado para acostarse, y era una masa de ondas oscuras detrás de su camisón blanco. Y su cara estaba llena de tensión y terror. Esto le daba una apariencia febril, y sus grandes ojos castaños parecían aún más intensos. Como te he dicho, yo amaba su fortaleza y su honestidad, la grandeza de su alma. Y no sentía pasión por ella tal como podrías sentirla tú. Pero la encontré más atractiva que ninguna mujer que conociera en mi vida mortal. Incluso en el severo camisón, sus brazos y sus pechos eran redondos y suaves y más me pareció un alma fascinante vestida que una carne rica y misteriosa. Yo, que soy duro y preciso y concentrado en un solo propósito, me sentí atraído irresistiblemente por ella: sabiendo que sólo culminaría en la muerte, me alejé al instante, preguntándome si cuando miraba a mis ojos, ella los encontraba muertos y examines.
»—Tú eres quien se acercó anteriormente a mí —dijo ella como si no hubiera estado segura—. Y eres el amo de Pointe du Lac. ¡Lo eres!
»Yo sabía, cuando ella habló, que debía haber oído las historias más generosas sobre la noche anterior y que no me sería posible convencerla de ninguna mentira. Había utilizado mi aparición sobrenatural en dos ocasiones para presentarme a ella; ahora no podía ocultar ese hecho ni restarle importancia.
»—No quiero hacerte daño —le dije—. Únicamente necesito un carruaje y unos caballos… Anoche dejé los caballos pastando.
»Ella no parecía escuchar mis palabras; se acercó más, decidida a verme en el círculo de su luz.
»Y entonces vi a Lestat detrás de ella. Sus sombras se fundían en una sola sobre la pared de ladrillos; estaba ansioso y era peligroso.
»—¿Me proporcionarás el carruaje? —insistí. Ahora me miraba con la lámpara en alto; y, cuando quise desviar la mirada, vi que su rostro cambiaba. Quedó inmóvil, en blanco, como si estuviera perdiendo la conciencia. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Se me ocurrió que de alguna manera le había producido un trance sin el menor esfuerzo de mi parte.
»—¿Quién eres? —susurró—. Vienes del infierno. ¡Venías de parte del demonio cuando llegaste ante mí!
»—¡El demonio! —le contesté. Esto me afligió más de lo que imaginé que podía hacerlo. Si se lo creía, entonces creería que mis consejos habían sido malos; pondría todo en duda otra vez. Su vida era rica y buena, y yo sabía que ella no debía hacer eso. Como toda la gente fuerte, ella sufría, en cierta medida, de soledad; era una marginada, una secreta infiel de alguna índole. Y el equilibrio en que vivía podía trastocarse si ponía en duda su propia bondad. Me miró con un horror manifiesto.
Fue como si, horrorizada, se hubiera olvidado de su propia vulnerabilidad. Y ahora Lestat, que era atraído a la debilidad como un muerto de sed al agua, la cogió de la muñeca, y ella gritó y dejó escapar la lámpara. Las llamas se esparcieron sobre el petróleo derramado, y Lestat la empujó hacia la puerta abierta.
»—¡Consigue el carruaje! —le dijo—. Lo consigues ahora mismo, y los caballos también. Estás en peligro mortal; ¡no hables de demonios!
»Apagué las llamas con los pies y seguí a Lestat gritándole que la dejara. Él la tenía por las muñecas y ella estaba furiosa.
»—Despertarás a toda la casa si no te callas —me dijo él—. ¡Y yo la mataré! Consigue el carruaje… Llévanos; habla con el chico del establo —le dijo, sacándola por la fuerza al aire libre.
»Nos movimos lentamente por el patio a oscuras; mi disgusto era casi insoportable; Lestat iba adelante y, entre los dos, Babette, que avanzaba de espaldas, con sus ojos escrutando la oscuridad para vernos.
»—¡No os conseguiré nada! —dijo ella.
»Yo cogí a Lestat del brazo y le dije que me dejara hacer las cosas a mí.
»—Ella revelará nuestra identidad a todo el mundo a menos que me dejes hablar con ella —le susurré.
»—Entonces, domínate —dijo disgustado—. Sé fuerte y no te enternezcas.
»—Sigue adelante mientras hablo con ella… Vete a los establos y consigue el carruaje y los caballos. ¡Pero no mates a nadie!
»Yo no sabía si me obedecería o no, pero se alejó rápidamente cuando me acerqué a Babette. Su rostro expresaba una mezcla de furia y resolución.
»Ella dijo:
»—Aléjate de mí, Satán.
»Y entonces me quedé allí ante ella, mudo, mirándola nada más y manteniéndole la mirada tal como ella hacía con la mía. Su odio hacia mí me quemaba como el fuego.
»—¿Por qué me dices eso? —le pregunté—. ¿Fueron malos los consejos que te di? ¿Te hice algún daño? Vine a ayudarte, a darte fuerzas. Sólo pensé en ti cuando no tenía la menor necesidad de hacerlo.
»Ella sacudió la cabeza.
»—Pero, ¿por qué, por qué me hablas así? —preguntó ella—. Sé lo que hiciste en Pointe du Lac; ¡allí has vivido como un demonio! ¡Los esclavos están llenos de historias! Durante todo el día, los hombres han estado en el camino del río de Pointe du Lac; mi marido estuvo allí. Él vio la casa en ruinas, los cuerpos de los esclavos diseminados por los huertos, por los campos. ¿Qué eres tú? ¿Por qué me hablas bondadosamente? ¿Qué pretendes de mí?
»Ella se aferró a los pilares del porche y se balanceó para adelante y para atrás en la escalera. Algo se movió arriba en la ventana iluminada.
»—Ahora no te puedo dar las respuestas —le dije—. Créeme cuando te digo que vine a ti con la única intención de hacer el bien. Y que anoche no te habría traído preocupaciones ni problemas de haber podido evitarlo.
El vampiro se detuvo.
El muchacho quedó con el cuerpo hacia adelante y los ojos muy abiertos. El vampiro estaba helado, con la mirada en blanco, hundido en sus propios pensamientos, en sus recuerdos. Y, súbitamente, el joven bajó la mirada, como si fuera el acto respetuoso que le correspondía hacer. Volvió a mirar al vampiro y luego desvió sus ojos, con el rostro tan compungido como el del vampiro; y entonces empezó a decir algo, pero se detuvo.
El vampiro lo miró y estudió; de modo que el chico se ruborizó y volvió a desviar la mirada ansiosamente. Pero levantó sus ojos y miró entonces los del vampiro. Tragó saliva, pero le mantuvo la mirada.
—¿Es esto lo que quieres? —susurró el vampiro— ¿Es esto lo que quieres oír?
Sin hacer ruido, apartó su silla y caminó hasta la ventana. El muchacho se quedó como de piedra, mirando sus anchos hombros y la larga capa.
—No me contestas. No te estoy dando lo que quieres, ¿verdad? Querías una entrevista. Algo para la radio.
—Eso no tiene importancia. ¡Tiraré las cintas si usted así lo quiere! —El muchacho se puso en pie—. No puedo decir que comprendo todo lo que usted me dice. Sabría que estoy mintiendo si lo dijera. Por tanto, ¿cómo le puedo pedir que continúe, salvo para decir que lo que comprendo…, lo que comprendo es diferente de todo lo que haya comprendido antes?
—Dio un paso en dirección al vampiro. Éste parecía estar mirando la calle Divisadero. Entonces giró la cabeza lentamente y miró al joven y sonrió. Su rostro estaba sereno y casi afectuoso. Y el entrevistador, de improviso, se sintió incómodo. Se metió las manos en los bolsillos y volvió a la mesa. Luego miró vacilante al vampiro y dijo:
—¿Podría… continuar, por favor?
El vampiro dio media vuelta con los brazos cruzados y se apoyó en la ventana.
—¿Por qué? —preguntó.
El muchacho no supo qué contestar.
—Porque quiero escucharle. —Se encogió de hombros—. Porque quiero saber lo que sucedió.
—Muy bien —dijo el vampiro con la misma sonrisa bailoteándole en los labios. Regresó a su silla y se sentó frente al muchacho, cambió un poco la posición del magnetófono y dijo—: Un aparato maravilloso, realmente…, pues permite que continúe.
»Debes comprender que lo que entonces sentía por Babette era un deseo de comunicación más fuerte que cualquier otro deseo que sentía…, salvo por el deseo físico de… sangre. Era tan intenso que me podía hacer sentir la profundidad de mi capacidad de soledad. Cuando antes había hablado con ella, había habido una comunicación breve pero directa que era tan simple y satisfactoria como la de dar la mano a una persona, estrechársela, dejándola ir suavemente. Todo eso en un momento de gran necesidad o aflicción. Pero ahora estábamos confundidos. Para Babette, yo era un monstruo y eso me parecía espantoso, y hubiera hecho cualquier cosa para que cambiara de parecer. Le dije que los consejos que le había dado eran correctos, que ningún instrumento del demonio podía hacer algo correcto aunque quisiera.
»—¡Lo sé! —me dijo.
»Pero con eso ella quería decir que no podía confiar más en mí que en el mismo demonio. Me acerqué, pero ella retrocedió. Levanté la mano y ella se encogió, aferrándose a la barandilla.
»—Pues bien, entonces —dije, sintiendo una profunda exasperación—. ¿Por qué me protegiste anoche? ¿Por qué has venido a verme a solas?
»Lo que vi en su rostro era astucia. Tenía una razón, pero no me la revelaría de ningún modo. Le era imposible hablarme libre y abiertamente, brindarme la comunicación que yo deseaba. Me sentí afligido al mirarla. Ya era tarde y yo podía ver y oír que Lestat había entrado en el sótano y retirado nuestros ataúdes. Y yo necesitaba irme. Aparte de sentir otras necesidades… La necesidad de matar y de beber. Pero no era eso lo que me afligía. Era algo más, algo mucho peor. Era como si esa noche fuera la única de miles de noches, un mundo sin fin, una noche encorvándose sobre otra noche hasta hacer un gran arco del que no podía ver el final, una noche en la que yo andaba bajo el frío y las estrellas insensibles. Pienso que desvié la mirada y me puse una mano sobre los ojos. De improviso me sentí débil y oprimido. Pienso que hacía algún sonido en contra de mi voluntad… Y entonces, en ese paisaje vasto y desolado de la noche, donde yo estaba a solas y Babette sólo era una ilusión, vi súbitamente una posibilidad que jamás había considerado, una posibilidad de la cual había huido, absorto como estaba con el mundo, con todos mis sentidos de vampiro, enamorado del color, la forma, el sonido, el canto y la suavidad y las variaciones infinitas. Babette se movía, pero no le presté atención. Sacaba algo del bolsillo, y era su gran llavero. Subía los escalones. “Déjala, ir”, pensé.
»—Criatura del demonio —susurró—. Aléjate de mí, Satán —repitió. La miré. Estaba inmovilizada en los escalones, mirándome con sus grandes ojos suspicaces. Había alcanzado la lámpara que colgaba de la pared y la tenía en sus manos, mirándome, cogiéndola como a una cartera valiosa.
»—¿Piensas que vengo de parte del demonio? —le pregunté.
»Ella movió rápidamente los dedos de la mano izquierda alrededor de la manija de la lámpara y con la mano derecha hizo la señal de la cruz, y pronunció las palabras latinas apenas audibles para mí; su rostro emblanqueció y se arquearon sus cejas cuando no se produjo el menor cambio debido a eso.
»—¿Esperabas que me deshiciera en una nube de humo?
—le pregunté, acercándome, porque ahora la veía objetivamente debido a mis pensamientos—. ¿Y adonde me iría? —le pregunté—. ¿Al infierno de donde vine? ¿Con el demonio a quien represento? —Me quedé al pie de la escalinata—. Suponte que te diga que no sabes nada del demonio. ¡Suponte que ni siquiera sabes si existe!
»En el paisaje de mis pensamientos, yo había visto al demonio y ahora yo pensaba en el demonio. Desvié la mirada. Ella no me escuchaba tal como tú ahora me escuchas. Ella no escuchaba. Miré las estrellas. Lestat estaba listo, yo lo sabía. Era como si hiciera años que estaba listo con el carruaje. Tuve la súbita sensación de que mi hermano estaba allí y hacía años que estaba y que me hablaba en voz baja, pero excitada. Y lo que me decía era desesperadamente importante, pero se alejaba de mí con la misma rapidez con que lo decía, como el ruido de las ratas en los tablones de una casa inmensa. Hubo un sonido crujiente y un estallido de luz.
»—¡No sé si vengo o no del infierno! ¡No sé quién soy! —le grité a Babette, y mi voz ensordeció mis propios oídos—. ¡Voy a vivir hasta el fin de los tiempos y ni siquiera sé quién soy!
»Pero la luz relumbró delante de mí; era la lámpara que ella había encendido con una cerilla y que ahora alzaba de modo que no le podía ver la cara. Por un instante, sólo pude ver la luz y luego el gran peso de la lámpara me golpeó en el pecho con mucha fuerza, y el vidrio se hizo añicos en los ladrillos, y las llamas rugieron en mi cara, en mis piernas. Lestat gritaba en la oscuridad:
»—¡Apágalas, apágalas, idiota! ¡Te consumirán!
»Y sentí que algo me arropaba violentamente en mi ceguera. Era la chaqueta de Lestat. Me había caído indefenso contra el pilar, tan indefenso del fuego y del golpe recibido como del conocimiento de que Babette quería destruirme y del conocimiento de que yo no sabía en absoluto quién era.
»Todo esto sucedió en cuestión de segundos. El fuego se apagó y yo quedé de rodillas en la oscuridad con mis manos en los ladrillos. En las escaleras, Lestat tenía nuevamente a Babette, y salí disparado en su dirección cogiéndolo del cuello y empujándolo hacia atrás. Se volvió hacia mí, enfurecido, y me pateó; pero me agarré a él y lo empujé hasta el pie de la escalinata. Babette estaba petrificada. Vi su silueta oscura contra el cielo y el brillo de sus ojos.
»—¡Vámonos, entonces! —gritó Lestat, poniéndose de pie; Babette se llevó la mano a la garganta. Mis ojos afectados se esforzaron por verla. Sangraba en el cuello.
»—¡Recuerda! —le dije—. ¡Podría haberte matado! ¡O permitido que él lo hiciera! No lo hice. Me llamaste demonio. Estás equivocada.
—Entonces, usted detuvo a Lestat justo a tiempo —dijo el joven.
—Así es. Lestat podía matar y beber en un instante. Pero yo había salvado la vida física de Babette. Yo no me iba a enterar de eso sino hasta más tarde.
»En una hora y media —estaba contando ahora el vampiro—, Lestat y yo estábamos en Nueva Orleans, con nuestros caballos casi muertos de cansancio y el carruaje estacionado en una callejuela a una manzana del nuevo hotel español. Lestat tenía a un anciano aferrado del brazo y le puso cincuenta dólares en la mano.
»—Consíguenos una suite —le ordenó— y pide champán. Di que es para dos caballeros y paga por adelantado. Y cuando regreses te daré otros cincuenta dólares. Te advierto que te estaré vigilando.
»Sus ojos relampagueantes tenían petrificado al hombre. Yo sabía que lo mataría tan pronto como regresara con las llaves del hotel. Y lo hizo. Me senté en el carruaje observando cómo el hombre se iba debilitando y finalmente moría; su cuerpo se derrumbó como una bolsa de patatas cuando Lestat lo soltó.
»—Adiós, dulce príncipe —dijo Lestat—, y aquí están tus cincuenta dólares.
»Y le puso el dinero en el bolsillo como si fuera una broma.
«Entonces nos metimos por las puertas traseras del hotel y subimos a la sala lujosa de nuestra suite. El champán relucía en un cubo helado. Había dos copas en la bandeja de plata. Yo sabía que Lestat llenaría una copa y se quedaría mirando el pálido color amarillo. Y yo, un hombre en trance, me senté mirándolo como si nada que él pudiera hacer tuviera la menor importancia. “Tengo que abandonarlo o morir —pensé—. Sería muy dulce morir. Sí, morir.” Antes había querido morir. Ahora deseaba morir. Lo vi con una gran claridad, con una calma mortal.
»—¡Estás volviéndote un morboso! —dijo súbitamente Lestat—. Es casi el alba.
»Abrió las cortinas y pude ver los tejados contra el oscuro cielo azul y, encima, la gran constelación de Orión.
»—¡Vete a matar! —dijo Lestat, y abrió la ventana. Se montó sobre el marco y oí que sus pies se posaban suavemente en el techo al lado del hotel. Iba a buscar los ataúdes o, al menos, uno de ellos. Se me despertó la sed como una fiebre y lo seguí. Mi deseo de morir era constante, como un pensamiento puro en la mente, desprovisto de emoción. No obstante, necesitaba alimentarme. Te he señalado que entonces no mataba gente. Caminé por el tejado en busca de ratas.
—Pero, ¿por qué… dijo usted que Lestat no debería haberlo iniciado con seres humanos? ¿Quiso decir…, quiere decir que fue una opción estética, no moral?
—De habérmelo preguntado entonces, te hubiera dicho que era estética, que quería comprender la muerte por etapas. Que la muerte de un animal me brindaba tanto placer y experiencia que sólo había empezado a comprenderla, y que deseaba guardar la experiencia de una muerte humana para mi comprensión madura. Pero era moral. Porque en realidad todas las decisiones estéticas son morales.
—No comprendo —dijo el muchacho—. Yo pensaba que las decisiones estéticas podían ser absolutamente inmorales. ¿Y el dicho común sobre un artista que abandona mujer e hijos para poder pintar? ¿O Nerón tocando el arpa mientras ardía Roma?
—Ambas fueron decisiones morales. Ambas sirvieron a un bien superior en la mente del artista. El conflicto estalla entre la moral del artista y la moral de la sociedad, no entre la estética y la moral. Pero a menudo esto no es comprendido; y entonces aparece la pérdida, la tragedia. Un artista que roba pinturas de una tienda, por ejemplo, se imagina haber tomado una decisión inevitable pero inmortal y luego se ve a sí mismo como caído en desgracia; la consecuencia es la desesperación y una miserable irresponsabilidad, como si la moralidad fuera un gran mundo de cristal que puede ser absolutamente destrozado por un acto. Pero ésta no era mi preocupación máxima en ese entonces. Yo creía que mataba animales nada más que por razones estéticas y enfrentaba el gran interrogante moral de si, por mi propia naturaleza, yo estaba condenado.
»Porque, ¿ves?, aunque Lestat jamás me había dicho nada de los demonios o del infierno, yo creía que estaba condenado cuando me fui con él, del mismo modo que Judas debe haberlo creído cuando se puso el nudo alrededor del cuello. ¿Comprendes?
El chico no dijo nada. Quiso hablar pero no lo hizo. Por un instante, sus mejillas se llenaron de rubor.
—¿Y lo estaba? —murmuró.
El vampiro se quedó sentado, sonriente, con una pequeña sonrisa que bailoteó en sus labios como la luz. Ahora el chico lo miraba como si lo viese por primera vez.
—Quizás… —dijo el vampiro echándose para atrás y cruzando las piernas— debiéramos tratar cada cosa por turno. Tal vez debiera continuar con mi historia.
—Sí, por favor —dijo el entrevistador.
—Esa noche, yo estaba agitado, como te dije. Había intuido el interrogante como vampiro y ahora me abrumaba completamente y, en ese estado, no tenía ganas de vivir. Pues eso me produjo, como sucede con los humanos, grandes ganas de satisfacer los deseos físicos. Ya te he dicho lo que matar significa para los vampiros; te puedes imaginar, por lo que te he dicho, la diferencia entre una rata y un ser humano.
»Bajé por una calle después de que Lestat y yo caminásemos manzanas enteras. Entonces las calles estaban enlodadas, y toda la ciudad, muy oscura, en comparación con las ciudades actuales. Las luces eran como faros en un mar negro. Incluso con la lenta aparición de la mañana, sólo los tejados y los altos pórticos de las casas salían de la oscuridad y, para un hombre mortal, las calles eran como negros abismos. “¿Estoy condenado? ¿Provengo del infierno? ¿Mi naturaleza es satánica?” Me lo preguntaba una y otra vez. Y si lo era, ¿por qué entonces me rebelaba contra ella, y me disgustaba cuando Lestat mataba? Y todo el tiempo, cuando el deseo de morir me hacía ignorar la sed, ésta se volvía más fuerte; mis venas eran verdaderas redes de dolor en mi carne; me temblaban las sienes y, al final, no lo pude soportar más. Hecho trizas por el deseo de no participar —de morirme de hambre, de deshacerme en pensamientos—, por un lado, y las ganas de matar, por otro, me encontré en una calle vacía y desolada y oí el llanto de una niña.
»Ella estaba dentro de una casa. Me acerqué a las paredes tratando, con mi habitual objetividad, de comprender sólo la naturaleza de su llanto. Estaba afligida y doliente y absolutamente sola. Hacía tanto tiempo que lloraba que pronto dejaría de hacerlo de puro agotamiento. Pasé la mano por la ventanilla de la puerta y abrí el picaporte. Allí estaba sentada en la cama, en la oscura habitación, al lado de una mujer muerta, una mujer que hacía días que estaba muerta. El cuarto estaba lleno de maletas y de baúles, como si un montón de gente se hubiese aprestado a viajar; pero la mujer estaba medio vestida, con el cuerpo ya en descomposición, y no había nadie más que la niña. Pasaron unos instantes antes de que me viera, pero cuando lo hizo empezó a decirme que debía hacer algo por ayudar a su madre. Sólo tenía unos cinco años como máximo y su cara estaba manchada por las lágrimas y la suciedad. Era muy delgada. Me rogó que la ayudase. Tenían que tomar un barco, dijo, antes de que llegara la plaga; su padre las esperaba. Empezó a sacudir a su madre y a llorar del modo más patético y desesperado; y luego me volvió a mirar y se puso a llorar a lagrimones.
»Ahora debes comprender que yo estaba ardiendo de la necesidad física de beber. No podría haber pasado un día más sin alimento. Pero había alternativas, las ratas abundaban en las calles y en algún sitio muy cercano aullaba un perro indefenso. Podría haberme ido de esa habitación y me podría haber alimentado y regresado luego. Pero el interrogante me atenazaba: “¿Estoy condenado? Si es así, ¿por qué sentir lástima por ella, por su rostro débil? ¿Por qué deseo tocar sus brazos delgados y pequeños, tenerla en mis rodillas con la cabeza contra mi pecho, mientras le acaricio sus sedosos cabellos? ¿Por qué hago esto? Si estoy maldito, debo matarla. Sólo tendría que desear transformarla en comida para una existencia maldita, porque, al estar condenado, debo odiarla”.
»Y, cuando pensé esto, vi el rostro de Babette contorsionado por el odio en el momento de tomar la lámpara y encenderla, y vi a Lestat en mi mente y lo odié. Y, sí, me sentí condenado, y eso es un infierno; en ese instante, me agaché y me eché sobre el cuello suave y pequeño y, al oír su débil grito, susurré, aun cuando ya tenía la sangre en mis labios:
»—Es sólo un momento y ya no habrá más dolor.
»Pero ella estaba aferrada a mí y pronto no pude decir nada. Durante cuatro años no había saboreado la sangre humana; durante cuatro años no la había realmente conocido y entonces oí el latido de su corazón con ese ritmo terrible. ¡Y qué corazón! No el corazón de un hombre o un animal sino el corazón de una niña que latía cada vez más fuerte negándose a morir, repicando primero como una débil llamada a la puerta, llorando: “No moriré, no moriré, no puedo morir, no puedo morir…”. Creo que me puse de pie aún aferrado a ella, con el corazón empujando a mi corazón, más rápido y sin esperanza de cesar, con la rica sangre manando demasiado rápida para mí, y la habitación girando. Y entonces, pese a mí mismo, me quedé mirando, por encima de su cabeza agachada y su boca abierta, el rostro mortecino de su madre; ¡y, a través de sus párpados semicerrados, sus ojos brillaron como si estuviera viva! Aparté de mí a la niña. Estaba como una muñeca desarticulada. Y al tratar de escapar de la madre, vi que una figura familiar llenaba la ventana. Era Lestat, que se movió riéndose, con su cuerpo agachado como bailando en la calle enlodada. »—Louis, Louis —me dijo burlón y señalándome con un largo y flaco dedo, como si me hubiera pescado en el acto. Y pasó por el marco de la ventana, me empujó a un lado y sacó de la cama el cuerpo hediondo de la madre y simuló bailar con ella.
—¡Dios santo! —dijo el muchacho.
—Sí, yo podría haber dicho lo mismo —dijo el vampiro. Tropezó con la niña cuando empujaba a la madre dando grandes vueltas, cantando y bailando; el pelo de la madre caía sobre su cara, y su cabeza cayó hacia atrás y un líquido negro le salió de la boca. Él la tiró al suelo. Yo salí por la ventana y corrí por la calle. Él corrió tras de mí.
»—¿Tienes miedo, Louis? —gritó—. ¿Tienes miedo, Louis? La niña está viva, Louis, la dejaste respirando. ¿Regreso y la transformo en una vampira? Podrías usarla, Louis, y piensa en todos los vestidos bonitos que le podríamos comprar. ¡Espera, Louis, espera!
»Y entonces corrió detrás de mí hasta el hotel, por los tejados donde yo esperaba perderlo de vista, hasta que entré por la ventana de nuestra sala y, enfurecido, la cerré de un golpe. Él la golpeó; tenía los brazos abiertos como un pájaro que quiere traspasar los cristales. Y golpeó el marco. Yo estaba totalmente fuera de mí. Caminé alrededor de la habitación buscando alguna manera de liquidarlo. Me imaginé su cuerpo consumido por el fuego en el tejado. Había perdido por completo la razón, de modo que era una furia destructora. Y cuando traspasó el cristal roto, luchamos como jamás habíamos luchado. Fue el infierno el que me detuvo, la idea del infierno, la idea de ser dos almas en el infierno, dos almas que se aferraban en el odio. Perdí mi confianza, mi propósito, mi ímpetu. Caí al suelo y él quedó de pie encima de mí, con los ojos fríos, aunque tenía el pecho agitado.
»—Eres un imbécil, Louis —dijo; su voz era serena, tan serena que me volvió a la realidad—. Está saliendo el sol —agregó con el pecho levemente agitado por la pelea, y los ojos entornados cuando miró por la ventana; nunca lo había visto así, pues la pelea le había hecho salir su mejor parte a la superficie—. Métete en tu ataúd —me dijo sin la menor señal de enfado—. Pero mañana por la noche… hablaremos.
»Bien; yo quedé más que levemente sorprendido. ¡Que Lestat quisiera conversar conmigo! No me lo podía imaginar. En realidad, Lestat y yo jamás habíamos hablado. Pienso que te he descrito con precisión nuestras peleas verbales, nuestros encuentros disgustados.
—Estaba desesperado por el dinero, por sus propiedades —dijo el muchacho—. ¿O es que tenía miedo de estar tan solo como usted?
—Se me ocurrieron esas cosas. Incluso se me ocurrió que Lestat pensaba matarme de alguna manera que yo no conocía. ¿Ves?, en ese tiempo yo no estaba seguro de por qué me despertaba cada tarde, de si era automático cuando me abandonaba ese sueño mortal, ni de por qué, a veces, sucedía antes que en otras ocasiones. Era una de las cosas que Lestat no me explicaba. Y, a menudo, él se levantaba antes que yo. Era superior a mí en todas esas cosas, como te he indicado. Y esa mañana cerré el ataúd con una especie de desesperación.
»Sin embargo, ahora debería explicar que cerrar el ataúd es siempre perturbador. Es como aplicarse una anestesia moderna antes de ser operado. Hasta un error casual de parte de un intruso puede significar la muerte.
—Pero, ¿cómo podría haberlo matado él? No podría haberlo expuesto a la luz sin exponerse a sí mismo.
—Es verdad; pero al levantarse antes que yo, podría haber clavado las tapas del ataúd. O prenderle fuego. Lo principal era que yo no sabía lo que él podía hacer. Aún no sabía lo que podría haber hecho.
»Pero entonces no había nada que yo pudiera hacer al respecto, y, con pensamientos acerca de la mujer y la niña muertas aún en la cabeza, no tenía más energías para discutir con él. Y por si fuera poco, tuve, encima, sueños miserables.
—¡Usted sueña! —exclamó el chico.
—A menudo —dijo el vampiro—. A veces deseo no poder hacerlo. Porque como ser mortal nunca tuve unos sueños tan prolongados y lúcidos; y tampoco tuve pesadillas tan retorcidas. En los primeros tiempos, esos sueños me absorbían tanto que, con frecuencia, luchaba para no despertarme y poder quedarme echado a veces durante horas, pensando en esos sueños, hasta que había pasado la mitad de la noche; y, aturdido por ellos, trataba de comprender su significado. Eran, desde muchos puntos de vista, tan inextricables como los de los mortales. Por ejemplo, soñaba con mi hermano, que estaba a mi lado en un estado entre la vida y la muerte y que me pedía ayuda. Y, a menudo, soñaba con Babette; y frecuentemente —casi siempre— había un trasfondo de gran tierra baldía en mis sueños, esa tierra baldía de la noche que yo había visto cuando Babette me maldijo, como te he contado. Era como si todas las figuras caminaran y hablaran en la mansión desolada de mi alma perdida. No recuerdo lo que soñé ese día, quizá porque sé muy bien lo que Lestat y yo discutimos al atardecer siguiente. Veo que estás ansioso por saberlo.
»Pues, como he dicho, Lestat me sorprendió con su nueva serenidad, su consideración. Pero esa tarde no me desperté para encontrarlo en esa disposición; no al principio. Había unas mujeres en la sala. Las velas eran pocas y estaban repartidas en la pequeña mesa con la cena. Lestat tenía un brazo alrededor de una de las mujeres y la besaba. Ella estaba muy ebria y era muy hermosa, una gran muñeca de mujer con una cofia cuidada cayéndole por los hombros desnudos y por los pechos parcialmente descubiertos. La otra mujer estaba sentada a la mesa, bebiendo un vaso de vino. Pude ver que los tres habían cenado (Lestat simulaba cenar… Quedarías sorprendido de cómo la gente no nota que un vampiro sólo simula comer). Y la mujer a la mesa estaba aburrida. Todo esto me agitó. No sabía lo que Lestat se traía entre manos. Si entraba en la habitación, esa mujer tornaría su atención hacia mí. Y no me podía imaginar lo que sucedería, salvo que Lestat pensaba matarlas a las dos. La mujer en el sofá junto a él ya bromeaba acerca de sus besos, su frialdad, su carencia de deseo. Y la mujer a la mesa los miraba con unos ojos negros que parecían llenos de satisfacción; cuando Lestat se puso de pie y le puso las manos sobre los blancos brazos desnudos, se animó. Agachado para besarla, él me vio a través de la rendija de la puerta. Y sus ojos se fijaron en mí un instante y luego tornó a hablar con las damas. Se agachó y apagó las velas de la mesa.
»—Está demasiado oscuro aquí —dijo la mujer en el sofá.
»—Déjanos solos —dijo la otra mujer.
»Lestat tomó asiento y la llamó para que se sentara en sus rodillas. Y ella lo hizo, pasando su brazo izquierdo por la nuca de él, y con su mano derecha acariciándole los rubios cabellos.
»—Tu piel está helada —dijo ella, retrocediendo un poco.
»—No siempre —dijo Lestat, y entonces hundió la cara en el cuello de ella.
»Yo contemplaba todo esto, fascinado. Lestat era magistralmente inteligente y completamente vicioso, pero yo no sabía cuan inteligente era hasta que hundió sus dientes en ese cuello y le apretó la garganta con un dedo, mientras su otro brazo la estrechaba fuertemente, de modo que bebió hasta saciarse sin que la otra mujer se diera cuenta de nada.
»—Tu amiga no tiene aguante para el vino —dijo, depositando a la mujer inconsciente, con sus brazos cruzados en la mesa, bajo la cabeza.
»—Es una tonta —dijo la otra mujer, que se había acercado a la ventana y miraba las luces de la ciudad. Entonces Nueva Orleans era una ciudad de muchos edificios bajos, como probablemente sepas. Y en noches claras como ésa, las farolas de la calle se veían hermosas desde los altos ventanales de ese nuevo hotel español; y las estrellas de aquellos tiempos colgaban bajas, con el brillo que hoy lucen sobre el mar.
»—Yo puedo calentar esa fría piel tuya mejor que ella.
»Se volvió hacia Lestat, y debo confesar que sentí alivio al no tener que ocuparme de ella. Pero él no pensaba hacer nada tan simple.
»—¿Te parece? —le dijo.
»Le tomó una mano y ella exclamó:
»—Oh, ahora estás caliente.
—¿Quiere decir que la sangre lo había calentado? —preguntó el muchacho.
—Oh, sí —dijo el vampiro—. Después de matar, un vampiro tiene el cuerpo caliente como el tuyo ahora.
Y el vampiro iba a continuar hablando, pero, al mirar al muchacho, sonrió.
—Como te estaba diciendo… Lestat tenía a la mujer de la mano y dijo que la otra lo había calentado. Su cara, por supuesto, estaba ruborizada, muy alterada. La acercó aún más y ella lo besó, señalando entre risas que él era un verdadero horno de pasiones.
»—Ah, pero el precio es alto —dijo él, simulando tristeza—. Tu bonita amiga… —Se encogió de hombros—. La dejé agotada.
»Y dio un paso atrás como invitando a la mujer a acercarse a la mesa. Y ella lo hizo con una mueca de superioridad en sus pequeñas facciones. Se agachó a ver a su amiga, pero entonces perdió el interés, hasta que vio algo. Era una servilleta. Había cogido las últimas gotas de sangre de la herida en el cuello. Ella la levantó tratando de ver en la oscuridad.
»—Déjate caer el pelo —dijo suavemente Lestat. Y ella dejó caer la servilleta y, deshaciéndose las trenzas, su cabello cayó, rubio y sedoso, sobre su espalda.
»—Es suave —dijo él—, tan suave… te imaginaba así, echada en una cama de seda.
»—Las cosas que dices… —se burló ella, y le dio la espalda juguetonamente.
»—¿Sabes qué clase de cama? —preguntó él. Y ella se rió y dijo que la cama de él; era lo que se imaginaba. Volvió a mirarlo cuando Lestat avanzó. Y él, sin apartar su vista de ella un instante, tocó suavemente el cuerpo de su amiga, que cayó hacia atrás de la silla y quedó en el suelo con los ojos abiertos. La mujer dio un respingo. Se alejó rápidamente del cadáver y casi derrumbó una mesita. El candelabro cayó y se apagó.
»—Apaga la luz… y vuelve a apagar la luz —dijo él en voz baja. Y luego la abrazó como un insecto rabioso y le hundió los dientes en la garganta.
—Pero, ¿en qué pensaba usted mientras veía todo eso? —preguntó el entrevistador—. ¿Quiso detenerlo del mismo modo en que trató de hacerlo con Freniere?
—No —dijo el vampiro—. No podría haberlo hecho. Y debes entender que yo sabía que Lestat mataba seres humanos todas las noches. Los animales no le daban ninguna satisfacción. Contaba con los animales en caso de que todo lo demás fracasara, pero nunca como opción. Si yo sentía simpatía por las mujeres, eso estaba hundido en la profundidad de mi propia confusión. Aún podía sentir el débil martilleo del corazón de esa criatura muerta de hambre; todavía ardían en mí los interrogantes de mi propia naturaleza dividida. Me repelía el hecho de que Lestat hubiese preparado ese espectáculo para mi beneficio, esperando a que yo me despertara para matar a las mujeres. Y me volví a preguntar si podría deshacerme de él, y odié mi propia debilidad más que nunca.
»En el ínterin, él puso sus hermosos cuerpos sobre la mesa y paseó por el cuarto encendiendo las velas de los candelabros hasta que la iluminación pareció la adecuada para una boda.
»—Entra, Louis —dijo—, me hubiera gustado que tuvieras una pareja, pero sé cuan especial eres para elegir las propias. Pobres mademoiselles Freniere que arrojan lámparas. Hacen que una fiesta no sea muy cómoda, ¿no te parece? En especial en un hotel.
»Sentó a la muchacha rubia de modo que su cabeza reposó en el respaldo de damasco de la silla; y la mujer morena quedó con la cabeza sobre los pechos; había palidecido y sus facciones ya tenían un aspecto rígido, como si fuera una de esas mujeres a las que el fuego de su personalidad las hace hermosas. Pero la otra sólo parecía dormitar, y no tenía la seguridad de que estuviera muerta. Lestat le había abierto dos heridas; una en la garganta y otra arriba de su pecho izquierdo, y de ambas manaban sangre. Lestat le levantó una muñeca y, cortándola con un cuchillo, llenó dos copas y me rogó que me sentara.
»—Te voy a dejar —le dije de inmediato—. Quiero decírtelo ahora mismo.
»—Ya lo pensé —dijo, apoyándose en el respaldo—. Y pensé que me harías un anuncio florido. Dime lo monstruoso que soy, lo vulgar y miserable.
»—No emitiré juicios sobre ti. No me interesas. Ahora me interesa mi propia naturaleza y he llegado a creer que ya no puedo confiar en que tú me digas la verdad sobre ella. Tú utilizas el conocimiento para tu poder personal —le dije; y supongo que al igual que la gente que hace un anuncio semejante, no esperaba que me diera una respuesta honesta; no lo esperaba de ningún modo.
»Esencialmente, yo estaba escuchando mis propias palabras. Pero entonces vi que su rostro era el mismo con que me había dicho que hablaríamos. Me estaba escuchando. De pronto, me encontré sin argumentos. Sentí con más dolor que nunca el abismo que existía entre los dos.
»—¿Por qué te convertiste en un vampiro? —le espeté—. ¡Y qué vampiro eres! Vengativo y que goza con tomar la vida humana cuando ni la necesita. Esta chica…, ¿por qué la mataste cuando con una sola ya era suficiente? ¿Y por qué la asustaste antes de matarla? ¿Y por qué la has tirado en esta postura grotesca, como si tentaras a los dioses para que te fulminaran por tu blasfemia?
»Todo esto lo oyó sin pronunciar palabra, y en la pausa siguiente me volví a sentir en desventaja. Era como si él vislumbrase la insinceridad, el despecho de todo ello. Simplemente se quedó sentado mirándome con la misma expresión impávida. Entonces, yo declaré:
»—Sé que después de dejarte, trataré de averiguarlo todo. Viajaré por todo el mundo, si tengo que hacerlo, para encontrar otros vampiros. Sé que deben existir: no conozco ninguna razón para que no existan en grandes cantidades. Y estoy seguro de que encontraré vampiros con quienes tendré más en común que contigo. Vampiros que entiendan el conocimiento como yo y que hayan usado su superior naturaleza de vampiros para aprender secretos que tú ni siquiera podrías imaginarte. Si tú no me lo dices todo, entonces yo mismo lo averiguaré o me lo dirán ellos dondequiera que los encuentre.
»El sacudió la cabeza.
»—¡Louis —dijo—, tú estás enamorado de tu naturaleza humana! Buscas los fantasmas de tu ser interior. Freniere, tu hermana…, todo eso te representa imágenes de lo que eras y de lo que quisieras seguir siendo. Y, en tu romance con la vida mortal, ¡estás matando tu naturaleza de vampiro!
»De inmediato, le objeté sus palabras.
»—Mi naturaleza de vampiro ha sido la mayor aventura de mi vida; todo lo anterior fue confuso, nublado; pasé por la vida mortal como un ciego que salta de un objeto a otro. Únicamente cuando me transformé en un vampiro sentí respeto por primera vez en mi vida. Jamás vi un ser humano vivo, palpitante, hasta que me convertí en un vampiro; nunca supe lo que era la vida hasta que se derramó en un trago rojo por mis labios y mis manos!
»Me encontré mirando a las mujeres; la morena ahora iba tomando un terrible color azulado. La rubia aún respiraba.
»—¡No está muerta! —dije súbitamente.
»—Lo sé. Déjala en paz —dijo. Le levantó la muñeca, le hizo otra herida y volvió a llenar las copas—. Todo lo que dices tiene sentido —continuó tomando un trago—. Eres un intelectual. Yo nunca lo he sido. Todo lo que sé lo he aprendido de escuchar hablar a los hombres, no de los libros. Nunca fui lo suficiente a la escuela. Pero no soy ningún estúpido y debes escucharme, porque estás en peligro. Tú no conoces tu naturaleza de vampiro. Eres como un adulto que al recordar su infancia se da cuenta de que nunca la ha apreciado. Como hombre, tú no puedes volver al jardín de infancia y jugar con tus juguetes, pidiendo que te den amor y cuidados nuevamente sólo porque ahora sabes lo que valen. Lo mismo te sucede con tu naturaleza humana. La has dejado atrás. Ya no miras “a través de un cristal oscuro”. Pero no puedes regresar al cálido mundo humano con tus nuevos ojos.
»—¡Eso ya lo sé! —dije—. ¿Pero cuál es tu naturaleza? Si puedo vivir de la sangre de los animales, ¿por qué no vivir de ella sin pasar por el mundo llevando la miseria y la muerte a los seres humanos?
»—¿Te hace feliz? —preguntó él—. Andas por la noche alimentándote de ratas como un miserable y luego miras por la ventana de Babette, lleno de cuidado, y, no obstante, indefenso como la diosa que fue por la noche a espiar a Endimión durmiendo y no lo pudo poseer. Y suponte que pudieras tenerla en tus brazos y ella te mirara sin horror ni disgusto. Entonces, ¿qué? ¿Unos pocos años para poder verla sufrir todas las miserias de la mortalidad y luego morir ante tus propios ojos? ¿Eso te hace feliz? Es una locura, Louis. Es en vano. Y lo que realmente tienes por delante es una naturaleza de vampiro, lo que significa matar. Porque te garantizo que si esta noche caminas por las calles y atacas a una mujer tan rica y hermosa como Babette y le chupas la sangre hasta que se derrumbe a tus pies, ya no tendrás más ganas de ver el perfil de Babette al lado del candelabro ni de escuchar por la ventana el sonido de su voz. Estarás satisfecho, Louis como se supone que debes estarlo, con toda la vida que puedes tener por delante; y cuando se vaya, tendrás hambre de lo mismo, y lo mismo y lo mismo siempre. El rojo de esta copa será igual de rojo; las rosas del empapelado de la pared estarán dibujadas tan delicadamente como ahora. Y verás la luna del mismo modo, y lo mismo el chisporroteo de una vela. Y con esa misma sensibilidad que adoras, verás a la muerte en toda su belleza, a la vida tal como sólo se conoce en el mismo punto que la muerte. ¿No lo comprendes, Louis? Tú, único entre todas las criaturas, puedes contemplar a la muerte con esa impunidad. Tú…, únicamente…, bajo la luna…, ¡puedes golpear la mano de Dios!
»Se echó para atrás y vació su copa, y sus ojos pasaron por la mujer inconsciente. Sus pechos palpitaban y movió las cejas como si estuviera por recuperar el conocimiento. Un gemido escapó de sus labios.
»Él nunca me había hablado así, y yo pensaba que no sería capaz de hacerlo ahora:
»—Los vampiros somos asesinos —dijo—. Depredadores cuyos ojos que todo lo ven deben procurarles la debida objetividad, la capacidad de contemplar la vida en su totalidad, no con una pena lastimera sino con la excitante satisfacción de estar al final de esa vida, de participar en el plan divino.
»—Así es como tú lo ves —protesté.
»La muchacha volvió a gemir; tenía el rostro muy blanco. Rodó su cabeza contra el respaldo de la silla.
»—Así es como es —me contestó—. ¡Tú hablas de encontrar a otros vampiros! ¡Los vampiros son asesinos! ¡No quieren tu sensibilidad! Te verán llegar antes de que tú los puedas ver y verán tus fallos y, sin confiar en ti, tratarán de matarte. Buscarían matarte aunque fueras como yo. Porque ellos son depredadores solitarios y no buscan más compañía que los felinos en las selvas. Son celosos de su secreto y de su territorio; y, si encuentras a uno o dos viviendo juntos, sólo será por seguridad. Y uno será el esclavo del otro, del modo en que tú lo eres mío.
»—No soy tu esclavo —le dije. Pero incluso cuando hablaba me di cuenta de que así había sido.
»—Así es como aumentan los vampiros: por medio de la esclavitud. ¿De qué otra manera, si no? —preguntó. Volvió a coger la muñeca de la chica y ella gritó cuando el cuchillo la cortó. Abrió lentamente sus ojos mientras él llenaba una copa. Hizo un guiño y trató de mantenerlos abiertos. Era como si un velo le cubriera los ojos—. Estás cansada, ¿verdad? —le preguntó él; ella lo miró como si en realidad no pudiera verlo—. ¡Cansada! —insistió él, acercándose y mirándola a los ojos—. Quieres dormir.
»—Sí —murmuró ella. Y él la levantó y la llevó al dormitorio.
»Nuestros ataúdes estaban sobre la alfombra y contra la pared; había una cama con una manta de terciopelo. Lestat no la depositó en la cama; la bajó lentamente hasta su ataúd.
»—¿Qué estás haciendo? —le pregunté cuando llegué a la puerta. La chica miraba alrededor como una niña aterrorizada.
»—No… —gemía. Y entonces, cuando él cerró la tapa, pegó un grito. Continuó gritando dentro del ataúd.
»—¿Por qué haces eso, Lestat? —pregunté.
»—Me gusta hacerlo —dijo—. Disfruto. No digo que a ti te tiene que gustar. Cuida tus gustos de esteta y de amante de cosas superiores. Mátalos velozmente si quieres, ¡pero hazlo! ¡Aprende que eres un asesino! ¡Ah!
»Levantó las manos, disgustado. La chica había dejado de gritar. Él puso una pequeña silla de patas curvas al lado del ataúd y, cruzando las piernas, contempló la tapa del cajón. El suyo era un ataúd barnizado de negro, no un simple cajón rectangular como los de ahora, sino con manijas en ambas puntas y más ancho donde el cuerpo iba con las manos cruzadas sobre el pecho. Sugería la forma humana. Lo abrió y la chica se sentó, atónita, con los ojos fuera de las órbitas y sus labios azules y temblorosos.
»—Acuéstate, amor —y la empujó; ella quedó echada, al borde de la histeria, y se movió desesperada en el ataúd como un pez, como si su cuerpo pudiera escaparse por los costados, por el fondo.
»—¡Es un ataúd, un ataúd! —gritó—. ¡Dejadme salir!
»—Pero, con el tiempo, todos debemos acabar en ataúdes —le dijo él—. Quédate quieta, amor. Este es tu ataúd. La mayoría de nosotros jamás llegamos a saber cómo es. Y tú lo sabes.
»Yo no podía saber si la chica lo escuchaba o si estaba perdiendo la razón. Pero ella me vio en la puerta y se quedó quieta y miró a Lestat y luego a mí.
»—¡Ayúdeme! —me dijo.
»Lestat me miró.
»—Esperaba que sintieras estas cosas instintivamente como yo —dijo—. Cuando te entregué tu primera víctima, pensé que tendrías ganas de una segunda y luego de más; que irías tras las vidas humanas como detrás de una copa llena, del mismo modo que yo. Pero no lo hiciste. Y supongo que todo este tiempo no te corregí porque débil me convenías más. Te observaba acechando en la noche, mirando caer la lluvia. Fácil de manejar, pues eres un débil, Louis. Eres un blanco fácil. Tanto para los vampiros como para los seres humanos. Lo que sucedió con Babette nos hizo peligrar a los dos. Es como si quisieras que nos destruyesen.
»—No puedo soportar lo que estás diciendo —dije, dándole la espalda. Los ojos de la muchacha se me clavaban en la carne. Ella seguía echada, mirándome todo el tiempo mientras hablábamos.
»—¡Tú no puedes soportarlo! —dijo él—. Anoche te vi con esa niña. ¡Tú eres tan vampiro como yo!
»Se puso de pie y se encaminó hacia mí, pero la chica se levantó y él se dio media vuelta para empujarla nuevamente.
»—¿Piensas que tendríamos que convertirla en vampiro? ¿Compartir nuestras vidas con ella? —preguntó.
»Al instante, contesté:
»—No.
»—¿Por qué? ¿Porque no es más que una puta? —preguntó él—. Y una puta realmente cara —aseguró.
»—¿Puede vivir? ¿O ha perdido demasiado? —le pregunté.
»—¡Emocionante! —dijo—. No puede vivir.
»—Entonces, mátala.
»Ella empezó a gritar. Él se quedó sentado. Yo me di la vuelta. Lestat sonreía, y la muchacha, apoyando la cabeza contra la seda del ataúd, comenzó a sollozar. Su razón la había abandonado casi por completo; lloraba y rezaba a la Virgen para que la salvara, ahora con las manos sobre la cara, ahora sobre la cabeza, con su muñeca derramando sangre sobre el pelo y la seda. Me agaché sobre el ataúd. Estaba muriendo, era verdad; sus ojos le ardían, pero la piel de alrededor ya estaba azulada. De pronto sonrió:
»—No me dejarás morir, ¿verdad? —susurró—. Me salvarás.
»Lestat extendió una mano y la cogió de la muñeca.
»—Es demasiado tarde, querida —dijo—. Mírate la muñeca, el pecho.
»Y luego le tocó la herida de la garganta. Ella se llevó las manos a la garganta y quedó atónita, con la boca abierta, el grito estrangulado. Miré a Lestat. No podía comprender por qué hacía eso. Su rostro era tan suave como el mío, más animado por la sangre, pero frío y sin emoción.
»No se reía como un villano de opereta ni buscaba el sufrimiento de la chica como si la crueldad lo alimentase. Simplemente, la observaba.
»—Nunca quise ser mala —decía ella sollozando—. Sólo hice lo que tenía que hacer. No permitiréis que esto me suceda. No puedo morir así, ¡no puedo! —lloraba, con sollozos secos y débiles—. Dejadme ir. Tengo que ir a ver al cura. Dejadme ir.
»—Pero mi amigo es un cura —dijo Lestat, sonriente, como si acabara de ocurrírsele una broma—. Éste es tu funeral, querida. ¿Ves?, estabas en una cena y te moriste. Pero Dios te ha dado otra oportunidad de ser absuelta. ¿No te das cuenta? Cuéntale tus pecados.
»Ella al principio sacudió la cabeza y luego volvió a mirarme con sus ojos suplicantes.
»—¿Es verdad? —murmuró.
»—Muy bien —dijo Lestat—. Supongo que no te arrepientes, querida. ¡Tendré que cerrar el ataúd!
»—¡Basta ya, Lestat! —le grité.
»La muchacha volvió a gritar y ya no pude soportar más la escena. Me agaché y la tomé de una mano.
»—No puedo recordar mis pecados —dijo cuando le miré las muñecas, dispuesto a terminar con ella.
»—No debes tratar de hacerlo. Únicamente dile a Dios que te arrepientes —dije— y entonces te morirás y todo habrá terminado.
»Se echó y cerró los ojos. Le clavé los dientes en la muñeca y empecé a desangrarla. Se movió una vez como si durmiera y pronunció un nombre; y luego, cuando sentí que su corazón alcanzaba una lentitud hipnótica, me separé de ella, mareado, confundido por un instante, y mis manos se aferraron al marco de la puerta. La vi como en un sueño. Las velas relumbraban en un costado de mis ojos. La vi echada absolutamente inmóvil. Y Lestat estaba a su lado como un deudo. Tenía el rostro impasible.
»—Louis —me dijo—, ¿no comprendes? Sólo tendrás paz cuando hagas esto todas las noches de tu vida. No hay nada más. ¡Pues esto es todo!
»Su voz fue casi tierna cuando habló, y se levantó y me puso ambas manos en los hombros. Entré en la sala, incómodo ante su contacto, pero no lo suficientemente decidido como para separarme de él.
»—Ven conmigo. Salgamos a la calle. Es tarde. No has bebido bastante. Deja que te muestre lo que eres. ¡Realmente! Perdona si hice una chapuza con todo esto, si dejé demasiadas cosas en manos de la naturaleza. ¡Vamos!
»—No lo puedo aguantar, Lestat —le dije—. Elegiste mal a tu compañero.
»—Pero, Louis —replicó—, ¡si no lo has intentado siquiera!
El vampiro dejó de hablar. Estudiaba al entrevistador. Pero el muchacho, atónito, no dijo nada.
—Era verdad lo que me dijo. No había bebido lo suficiente y, conmovido por el miedo de la muchacha, dejé que me llevara fuera del hotel y bajamos las escaleras. La gente llegaba del salón de fiestas de la calle Conde, y la calle, angosta, estaba muy concurrida. Había cenas en los hoteles y las familias de los plantadores estaban alojadas en la ciudad en gran número, y las pasamos como en una pesadilla. Mi dolor era insoportable. Nunca como ser humano había sentido semejante dolor mortal. Se debía a que todas las palabras de Lestat habían tenido sentido para mí. Sólo conocía la paz cuando mataba, únicamente en ese minuto; y no había dudas en mi mente de que matar algo inferior a seres humanos sólo producía una vaga añoranza, el descontento que me había acercado a los humanos, que me había hecho contemplar sus vidas como a través de un cristal. Yo no era un vampiro. Y, en mi dolor, me pregunté irracionalmente, como un niño: «¿No podría volver a ser humano?». Incluso cuando la sangre de la muchacha aún estaba caliente y sentía todavía esa fortaleza y esa excitación físicas, me hice la pregunta. Los rostros de los humanos me pasaban como llamas de velas bailoteando en oleajes oscuros. Me hundía en la oscuridad. Estaba cansado de añoranzas. Giraba y giraba en la misma esquina, mirando estrellas y pensando: «Sí, es verdad. Sé que lo que él dice es verdad, que cuando mato, desaparece la añoranza; y no puedo soportar esa verdad, no puedo».
»De improviso, sobrevino unos de esos momentos fascinantes. La calle estaba completamente en silencio. Nos habíamos alejado de la zona céntrica de la ciudad vieja y estábamos cerca del puerto. No había luces, sólo el resplandor del fuego de un hogar en una ventana y el sonido distante de la gente riéndose. Pero allí no había nadie. Nadie cerca de nosotros. De pronto percibí la brisa del río y el aire cálido de la noche y sentí a Lestat a mi lado, tan inmóvil que podría haber sido de piedra. Sobre la larga y baja fila de tejados puntiagudos asomaban las recias formas de los robles en grandes hileras oscuras y ondulantes, bajo las estrellas cercanas. Por el momento, el dolor desapareció; la confusión desapareció. Cerré los ojos y oí el viento y el suave sonido del agua en el río. Fue suficiente, por un momento. Y supe que no duraría, que se alejaría de mí como algo arrancado de mis brazos, que yo iría detrás de eso, más desesperadamente solitario que cualquier criatura para recuperarlo. Y entonces, una voz a mi lado retumbó, profunda en el silencio de la noche, diciendo:
»—Haz lo que te ordena tu naturaleza. Esto sólo es una muestra. Haz lo que te pide tu naturaleza.
»Y el momento desapareció. Me quedé como la muchacha en la sala del hotel, mareado y listo para la menor sugerencia. Asentía con la cabeza a cuanto Lestat me aseguraba.
»—El dolor es terrible para ti —dijo—. Lo sientes como ninguna otra criatura porque eres un vampiro. No quieres que continúe.
»—No —le contesté—, me siento como capturado por él, entrelazado con él y sin peso, atrapado como en una danza.
»—Eso y más. —Su mano apretó la mía—. No lo evites; ven conmigo.
»Me llevó rápidamente por la calle. Dándose vuelta cada vez que yo vacilaba, extendía su mano, con una sonrisa en sus labios, y su presencia era tan maravillosa como en la noche que se me había aparecido en mi vida mortal y me dijo que seríamos vampiros.
»—El mal es un punto de vista —me susurró ahora—. Somos inmortales. Y lo que tenemos ante nosotros son las fiestas suntuosas que la conciencia no puede apreciar y que los seres humanos no pueden conocer sin arrepentirse. Dios asesina y nosotros también; indiscriminadamente. El arrasa a ricos y pobres y nosotros hacemos lo mismo; porque ninguna criatura es igual a nosotros, ninguna tan parecida a Él como nosotros, ángeles oscuros no confiados a los límites hediondos del infierno sino paseando por Su tierra y todos Sus reinos. Esta noche quiero un niño. Yo soy como una madre… ¡Quiero un niño!
»Tendría que haber sabido lo que deseaba. No lo sabía. Me tenía hipnotizado, encantado. Jugaba conmigo como lo había hecho cuando yo era un mortal; me guiaba. Me decía:
»—Tu dolor terminará.
»Habíamos llegado a una calle de ventanas iluminadas. Era un lugar de pensiones de marineros y de portuarios. Entramos por una puerta angosta; y entonces, en el pasillo de piedra en el que podía oír mi propia respiración como el viento, avanzó pegado a la pared hasta que su sombra se superpuso a la sombra de otro hombre, sus cabezas gachas y juntas, sus susurros como el crujido de las hojas secas.
»—¿Qué es?
»Me acerqué a él cuando volvió, temeroso de que la excitación que sentía en mí desapareciese. Y vi nuevamente el paisaje de pesadilla que había visto cuando hablé con Babette; sentí el frío de la soledad, el frío de la culpabilidad.
»—¡Ella está aquí! —dijo él—. La herida. ¡Tu hija!
»—¿De qué hablas? ¿Qué estás diciendo?
»—La has salvado —me susurró—. Yo lo sabía. Dejaste frente a la ventana abierta a ella y a su madre muerta, y la gente que pasaba por la calle la trajo aquí.
»—La niña…, ¡la pequeña! —dije. Pero él ya me llevaba por la puerta hasta el final de la larga hilera de camas de madera, cada una con un niño bajo una angosta sábana blanca; había un candil al fondo de la sala, donde una enfermera estaba inclinada sobre un escritorio. Caminamos por el pasillo entre las hileras.
»—Niños muertos de hambre, huérfanos —dijo Lestat—. Hijos de la plaga y de la fiebre.
»Se detuvo. Yo vi a la pequeña en una cama. Y luego vino el hombre y habló con Lestat; ¡qué cuidado por la pequeña dormida! Alguien lloraba en la habitación. La enfermera se puso de pie y se apresuró.
»Y entonces el médico se agachó y arropó a la niña con la manta. Lestat había sacado dinero del bolsillo y lo puso sobre el pie de la cama. El médico dijo lo contento que estaba por el hecho de que nosotros hubiéramos ido a buscarla. Explicó que la mayoría de ellos eran huérfanos; venían en los barcos; a veces huérfanos demasiado pequeños para decir qué cadáver era el de su madre. Pensaba que Lestat era el padre.
»Y, en unos pocos instantes, Lestat corría por las calles con ella; la blancura de la manta brillaba contra su capa negra; e incluso para mi visión experta, mientras corría detrás de él, a veces parecía como si la manta flotara en medio de la noche sin que nadie la sostuviera, una forma movediza volando en el viento como una hoja vertical y enviada por un pasaje, tratando de encontrar el viento y al mismo tiempo volando.
»Finalmente conseguí alcanzarlo cuando llegamos a las lámparas cerca de la Place d’Armes. La niña descansaba pálida sobre su hombro; sus mejillas aún llenas como cerezas, aunque estaba desangrada y próxima a la muerte. Abrió los ojos, o más bien sus párpados se corrieron hacia atrás, y bajo las largas cejas vi unas rayas blancas.
»—Lestat, ¿qué estás haciendo? ¿A dónde la llevas? —le pregunté.
»Pero yo lo sabía. Se encaminaba al hotel y pretendía llevarla a nuestra habitación.
»Los cadáveres estaban tal cual los habíamos dejado; uno meticulosamente echado en el ataúd como si un sepulturero se hubiera ocupado de la víctima; el otro en la silla, delante de la mesa. Lestat pasó a su lado como si no los viese, mientras que yo los contemplé con fascinación. Todas las velas se habían consumido y la única luz venía de la luna y de la calle. Pude ver su perfil helado y resplandeciente cuando puso a la niña sobre la almohada.
»—Ven aquí, Louis; tú no te has alimentado lo suficiente. Lo sé —dijo con la misma voz calma y serena que había usado toda la noche con tanta habilidad; me tomó de la mano, y la suya estaba cálida y punzante—. ¿La ves, Louis, cuan dulce y saludable parece, como si la muerte no le hubiera arrancado la frescura? ¡La voluntad de vivir es tan poderosa! ¿Recuerdas cómo la querías tener cuando la viste en esa habitación?
»Me resistí. No quería matarla. No había querido hacerlo la noche anterior. Y entonces, de improviso, recordé dos cosas conflictivas y me sentí golpeado por el dolor: recordé el poderoso palpitar de su corazón contra el mío y tuve deseos de poseerlo; unos deseos tan fuertes que di la espalda a la cama y hubiese salido corriendo de la habitación si Lestat no me hubiera agarrado; y recordé el rostro de su madre y ese momento de horror cuando dejé caer a la criatura y él entró en la habitación. Pero ahora no se estaba burlando de mí; me estaba confundiendo.
»—Tú la quieres, Louis. ¿No ves que una vez que la has poseído, entonces puedes poseer a quien quieras? Anoche la deseaste, pero no tuviste el valor suficiente, y por eso ahora ella está viva.
»Pude sentir que lo que él decía era verdad. Pude volver a sentir el éxtasis de tener su pequeño corazón latiendo.
»—Es demasiado fuerte para mí… su corazón; no cede —le dije.
»—¿Es tan fuerte? —dijo, y sonrió; me acercó a la niña—. Cógela, Louis —me instó—. Yo sé que tú la deseas.
»Y lo hice. Me acerqué a la cama y la observé. El pecho apenas se le movía y una de sus manitas estaba enredada en su cabello largo y rubio. No pude soportarlo, mirándola, queriendo que no muriera y deseándola al mismo tiempo; y, cuanto más la miraba, más podía saborear su piel, sentir mi brazo cayendo por debajo de su espalda y atrayéndola hacia mí, sentir su cuello suave. Suave, suave, eso era lo que era, suave. Traté de decirme que era mejor que muriera —¿en qué se iba a convertir?—, pero ésas fueron ideas mentirosas. ¡Yo la deseaba! Y, por lo tanto, la tomé en mis brazos y puse su mejilla ardiente contra la mía, su cabello cayendo encima de mis muñecas y acariciando mis cejas; el dulce aroma de una niña, poderoso y pulsante pese a la enfermedad y la muerte. Gimió entonces, se sacudió en su sueño y eso fue superior a lo que podía soportar. La mataría antes de permitirle despertar, y yo lo sabía. Busqué su cabello y oí que Lestat me decía extrañamente:
»—Nada más que un pequeño rasguño. Es un cuello pequeño.
»Y yo le obedecí.
»No te repetiré lo que fue, salvo que me excitó del mismo modo que antes, como siempre hace el matar, sólo que más; se me doblaron las rodillas y casi caigo en la cama, mientras la desangraba, y aquel corazón latía como si jamás cesara de hacerlo. Y, de repente, cuando yo seguía y seguía… esperando, con todos mis instintos, que empezara a detenerse, lo que significaba la muerte, Lestat me la arrancó.
»—¡Pero si no está muerta! —susurré. Pero ya todo había terminado. Los muebles de la habitación emergieron de la oscuridad. Me senté perplejo, mirándola, demasiado debilitado para moverme, con mi cabeza reposando en la cabecera de la cama, y mis manos aferradas a la manta de terciopelo. Lestat la estaba despertando diciéndole un nombre:
»—Claudia, Claudia, escúchame; despierta, Claudia. —La llevó fuera del dormitorio, y su voz en la sala era tan baja que apenas le oía—. Estás enferma, ¿me oyes? Debes hacer lo que te digo para estar bien.
»Y entonces, en la pausa siguiente, me di cuenta de todo. Me di cuenta de lo que estaba haciendo; que se había cortado la muñeca y que se la estaba ofreciendo, y que ella estaba bebiendo.
»—Así es, querida; más —le decía—. Debes beber para curarte.
»—¡Maldito seas! —grité, y él me hizo callar con una mirada aterradora. Se sentó en el sofá con ella aferrada a su muñeca. Vi la mano blanca de ella asida de su manga y pude ver el pecho tratando de respirar y su rostro desfigurado, de un modo como jamás lo había visto. Dejó escapar un gemido y él le susurró que continuara; y, cuando me acerqué, me volvió a echar una mirada como diciendo: “Te mataré”.
»—Pero, ¿por qué, Lestat? —le dije.
»Entonces él trató de desprenderse de la niña y ella no lo dejaba. Con sus dedos aferrados a la mano y al brazo de Lestat, ella mantenía la muñeca en su boca mientras se le escapaban gemidos.
»—Basta ya, basta ya —le dijo. Evidentemente, le dolía. La empujó y la agarró de los hombros. Ella trató desesperadamente de alcanzar su muñeca, pero no pudo; y entonces lo miró con la más absoluta perplejidad. Él se apartó con la mano escondida. Luego se ató un pañuelo en la muñeca y se acercó a la cuerda de llamar a la servidumbre. Le dio un fuerte tirón, con sus ojos aún fijos en ella.
»—¿Qué has hecho, Lestat? —le pregunté—. ¿Qué has hecho?
»La miré. Ella estaba sentada, revivida, llena de vida, sin la menor señal de palidez o debilidad, con las piernas estiradas sobre el damasco, y su vestido blanco, suave y pequeño como el atuendo de un ángel alrededor de sus formas pequeñas. Miraba a Lestat.
»—Yo no —le dijo él—, nunca más. ¿Comprendes? Pero te enseñaré lo que debes hacer.
»Cuando traté de que me mirara y me explicara lo que estaba haciendo, me empujó a un lado. Me dio tal golpe en el brazo que reboté contra la pared. Alguien llamaba a la puerta. Yo sabía lo que iba a hacer. Una vez más traté de detenerle, pero giró con tal rapidez que no alcancé a ver cuando me pegó. Cuando lo vi, yo estaba echado sobre una silla y él abría la puerta.
»—Sí, entra por favor. Hemos tenido un accidente —le dijo al joven esclavo. Y luego, al cerrar la puerta, lo cogió por detrás y el muchacho nunca supo lo que le había sucedido. E incluso cuando se arrodilló sobre el cuerpo, bebiendo, hizo un gesto llamando a la niña, quien saltó del sofá y fue a arrodillarse a su lado y tomó la muñeca que se le ofrecía, empujando rápidamente las mangas de la camisa. Rugió como si quisiera devorar esa carne, y entonces Lestat le enseñó lo que debía hacer. Él tomó asiento y dejó que ella bebiera el resto, de modo que, cuando llegó el momento, se agachó y dijo:
»—Basta, se está muriendo… Nunca debes seguir bebiendo después de que se detiene el corazón, o volverás a enfermarte, enfermarte de muerte. ¿Entiendes?
»Pero ella había bebido lo suficiente y tomó asiento a su lado, recostándose contra el respaldo del largo sofá. El muchacho murió a los pocos segundos. Me sentía agotado y descompuesto, como si la noche hubiera durado mil años. Me quedé mirándolos; la niña se acercó a Lestat y se apoyó en él cuando éste le pasó un brazo por el hombro, aunque sus ojos indiferentes seguían fijos en el cadáver. Luego me miró.
»—¿Dónde está mi mamá? —preguntó la niña en voz baja. Su voz era igual a su belleza física, clara como una campanilla de plata. Era sensual. Toda ella era sensual. Tenía los ojos tan grandes y claros como Babette. Comprenderás que yo apenas tenía conciencia de lo que todo esto significaría. Sabía lo que podría significar, pero estaba estupefacto. Entonces Lestat se puso de pie, la levantó y se acercó a mí.
»—Ella es nuestra hija —dijo—. Va a vivir con nosotros.
»La miró radiante, pero sus ojos estaban fríos, como si todo fuera una broma horrible; entonces me miró y su rostro demostró convicción. La empujó en mi dirección. Ella se puso sobre mis rodillas, y yo la abracé sintiendo lo suave que era, la suavidad de su piel, como la piel de una fruta cálida, de ciruelas calentadas por el sol; sus grandes ojos luminosos se fijaron en mí con confiada curiosidad.
»—Éste es Louis y yo soy Lestat —le dijo él, poniéndose a su lado. Ella miró en derredor y dijo que era una habitación bonita, muy bonita, pero que quería a su mamá. Él sacó un peine y empezó a peinarla, con los rizos en la mano para no tirar de sus cabellos; su pelo se desenredó y parecía de seda. Era la niña más hermosa que yo jamás había visto y ahora deslumbraba con el fuego frío de un vampiro. Sus ojos eran los ojos de una mujer. Se volvería blanca y solitaria como nosotros, pero no perdería sus formas. Comprendí ahora lo que Lestat había dicho de la muerte, lo que significaba. Le toqué el cuello, donde dos heridas rojas sangraban un poco.
»—Tu mamá te ha dejado con nosotros. Ella quiere que seas feliz —le decía él con una confianza inconmensurable—. Ella sabe que te podemos hacer muy feliz.
»—Quiero un poco más —dijo ella, mirando el cadáver en el suelo.
»—No, esta noche, no. Mañana por la noche —dijo Lestat. Y fue a retirar a la dama de su ataúd. La niña saltó de mis rodillas y yo la seguí. Se quedó observando mientras Lestat puso en la cama a las dos mujeres y al esclavo. Les subió la manta hasta la barbilla.
»—¿Están enfermos? —preguntó la niña.
»—Sí, Claudia —dijo él—. Están enfermos y están muertos. ¿Ves?, ellos mueren cuando bebemos de ellos.
»Se acercó a ella y la volvió a abrazar. Nos quedamos los dos con ella en medio. Yo estaba hipnotizado por su presencia, por ella transformada, por cada gesto suyo. Ya no era más una niña; era una vampira.
»—Ahora Louis iba a abandonarnos —dijo Lestat, moviendo sus ojos de mi rostro al de ella—. Se iba a ir. Pero ahora no lo hará. Porque quiere quedarse y ocuparse de ti y hacerte feliz. —Me miró—. Vas a cuidar de ella, ¿verdad, Louis?
»—¡Tú, hijo de perra! —le espeté—. ¡Maldito!
»—¡Semejante lenguaje delante de nuestra hija! —dijo él.
»—Yo no soy vuestra hija —dijo ella con su voz de plata—. Soy la hija de mi mamá.
»—No, querida, ya no —le dijo él; miró a la ventana y luego cerró el dormitorio y puso la llave en la cerradura—. Eres nuestra hija; la hija de Louis y la mía, ¿comprendes? Bien, ¿con quién quieres dormir? ¿Con Louis o conmigo? Quizá quieras dormir con Louis. Después de todo, cuando estoy cansado… no soy tan bueno.
El vampiro se detuvo. El muchacho no dijo nada.
—¡Una niña vampira! —susurró finalmente. El vampiro echó una mirada como sorprendido, aunque el muchacho no se había movido. Miró hacia el magnetófono como si se tratase de algo monstruoso.
El muchacho se percató de que la cinta estaba a punto de acabar. Rápidamente, abrió su portafolio y sacó una nueva cinta, colocándola torpemente en su sitio. Miró al vampiro cuando apretó el botón. El rostro del vampiro parecía cansado, con sus mejillas más prominentes, y ahora faltaba poco para las diez. El vampiro se enderezó, sonrió y preguntó con calma:
—¿Estamos listos para continuar?
—¿Le hizo eso a la pequeña nada más que para que usted no lo abandonara? —preguntó el muchacho.
—Eso es difícil de precisar. Fue una declaración. Estoy convencido de que Lestat era una persona que prefería no pensar ni hablar de sus motivaciones o creencias, ni siquiera consigo mismo. Una de esas personas que deben actuar. Una persona de ésas debe ser golpeada bastante antes de que se abra y confiese que hay un método y un pensamiento en su manera de vivir. Eso es lo que sucedió esa noche con Lestat. Había sido arrinconado hasta donde tuvo que descubrir, incluso a sí mismo, por qué vivía y cómo lo hacía. El mantenerme a su lado, eso sin duda era parte de lo que lo arrinconó. Pero, sin duda, quería que yo me quedara. Conmigo vivía de una forma en la que jamás podría haber vivido solo. Y, como te he dicho, siempre tuve el cuidado de no darle el título de ninguna propiedad; algo que lo enfurecía. No podía convencerme de que lo hiciera. —De repente, el vampiro se rió—. ¡Mira todas las demás cosas de las que me convenció! Qué extraño. Me podía convencer de que matara a un niño, pero no de compartir mi dinero. —Sacudió la cabeza—. Pero no se trató en realidad de avaricia, como puedes ver. El miedo que le tenía era lo que me volvía tan avaro con él.
—Usted habla de él como si estuviera muerto. Usted dice que Lestat fue esto o era aquello. ¿Está muerto? —preguntó el muchacho.
—No lo sé —dijo el vampiro—. Pienso que tal vez lo esté. Pero ya llegaré a eso. Estábamos hablando de Claudia, ¿verdad? Hay algo más que quisiera contarte sobre los motivos que esa noche tuvo Lestat. Él no confiaba en nadie. Era como un gato, según su propia confesión, un depredador solitario. No obstante, esa noche se había tenido que comunicar conmigo; hasta cierto punto se había descubierto al decirme la verdad. Había abandonado su tono de burla, de condescendencia. Por un momento había olvidado su furia perpetua. Y esto para Lestat era exponerse. Cuando estábamos solos en las calles oscuras, sentí con él una comunión como no la había sentido desde mi muerte. Más bien pienso que metió a Claudia en el vampirismo por venganza.
—Venganza no sólo contra usted sino contra el mundo entero —comentó el muchacho.
—Sí. Como he dicho, los motivos de Lestat para cualquier cosa siempre giraban en torno a la venganza.
—¿Empezó con su padre? ¿En la escuela?
—No lo sé. Lo dudo —dijo el vampiro—. Pero quiero continuar hablando.
—Oh, por favor, continúe. ¡Tiene que continuar! Quiero decir, que son apenas las diez —el entrevistador mostró su reloj.
El vampiro lo miró y luego sonrió al muchacho. El rostro del joven sufrió un cambio. Palideció como si hubiera sido víctima de un ataque.
—¿Aún me tienes miedo? —preguntó el vampiro.
El muchacho no dijo nada, pero se alejó un poco del borde de la mesa. Estiró el cuerpo, sus pies rozaron las tablas y luego se contrajeron.
—Yo pensaría que serías un tonto si no lo tuvieras —dijo el vampiro—. Pero no lo tengas. ¿Continuamos?
—Por favor —dijo el muchacho. Hizo un gesto en dirección a la grabadora.
—Pues —dijo el vampiro— nuestra vida sufrió un gran cambio con mademoiselle Claudia, como te puedes imaginar. Su cuerpo murió, pero sus sentidos se despertaron tanto como los míos. Y busqué en ella señales de esto. Pero durante los primeros días no me di cuenta de cuánto la quería, de cuánto quería hablar con ella y estar con ella. Al principio, sólo pensaba en protegerla de Lestat. La metía en mi ataúd todas las mañanas, no le quitaba la vista de encima y trataba de que estuviera con él lo menos posible. Eso era lo que Lestat quería y dio muy pocas señales de que le pudiera llegar a hacer algún daño.
»—Una niña muerta de hambre es un espectáculo horroroso —me dijo—. Y un vampiro muerto de hambre es algo aún peor.
»Se oirían sus gritos en París, decía, si la encerraba para que muriese. Pero todo lo decía por mí, para tenerme más atado, con miedo de irme solo. No me imaginaba la posibilidad de irme con Claudia. Era una niña. Necesitaba cuidados.
»Y encontraba placer en atenderla. Ella se olvidó de inmediato de sus cincos años de vida mortal. O al menos así lo parecía, ya que era misteriosamente tranquila y reservada. Y, de tanto en tanto, yo temía que hasta hubiese perdido los sentidos, que la enfermedad de su vida mortal, combinada con el gran traumatismo del vampirismo, le pudieran haber robado la razón; pero eso estuvo muy lejos de la realidad. Simplemente, era tan diferente a Lestat o a mí que yo no la podía entender; porque, aunque era pequeña, ya era una fiera asesina capaz de una búsqueda incesante de sangre con la imperiosidad de un niño. Y aunque Lestat aún me amenazaba con hacerle daño, a ella no se lo hacía, sino que era cariñoso, orgulloso de su hermosura, ansioso por enseñarle que debíamos matar para vivir y que nosotros no podíamos morir jamás.
»Entonces la plaga fulminó la ciudad, como ya te he dicho, y él la llevaba a los cementerios hediondos donde las víctimas de la peste y de la fiebre amarilla yacían apiladas mientras los ruidos de las palas no cesaban ni de día ni de noche.
»—Ésta es la muerte —le dijo él, señalando el cuerpo descompuesto de una mujer—, algo que nosotros no podemos sufrir. Nuestros cuerpos permanecerán como ahora, frescos y vivos; pero no debemos vacilar en traer la muerte, porque así vivimos.
»Y Claudia lo miraba con sus ojos inescrutables.
»Si en esos primeros años no hubo comprensión, tampoco hubo la posibilidad del miedo. Muda y hermosa, asesinaba. Y yo, transformado por las órdenes de Lestat, ahora salía a cazar seres humanos en grandes cantidades. Pero no era su muerte por sí sola la que me aliviaba del dolor que había sentido en las quietas y negras noches de Pointe du Lac, cuando me sentaba a solas con la compañía de Lestat y de su padre; eran sus grandes y cambiantes posibilidades en las calles, que jamás se silenciaban, con los centros nocturnos que nunca cerraban las puertas, las fiestas que duraban hasta el alba, la música y las risas que salían de todas las ventanas; la gente que me rodeaba en todas partes, mis víctimas llenas de latidos, ya no vistas con el gran amor que yo había sentido por mi hermana y por Babette sino con necesidad e indiferencia a la vez. Y los mataba, matanzas infinitamente variadas y a grandes distancias, cuando caminaba con la visión y los ligeros movimientos de un vampiro por su ciudad aburguesada y alegre. Mis víctimas me rodeaban, seduciéndome, invitándome a sus cenas, sus carruajes, sus burdeles. Sólo me quedaba un poco, lo suficiente para tomar lo que debía tomar, tranquilizado por la gran melancolía con que la ciudad me entregaba una infinidad de magníficos desconocidos.
»Porque de eso se trataba. Me alimentaba de desconocidos. Me acercaba únicamente lo suficiente para ver su belleza latente, la expresión única, la voz nueva y apasionada. Y luego mataba antes de que esos sentimientos pudieran aparecer en mí, y ese miedo, esa pena.
»Claudia y Lestat podían cazar y seducir, permanecer largo tiempo en compañía de la víctima condenada, gozando el espléndido humor en su inocente amistad con la muerte. Pero yo aún no lo podía soportar. Por tanto, para mí la población creciente era una misericordia, un bosque en el que estaba perdido, incapaz de detenerme, girando demasiado rápido para el pensamiento o el dolor, aceptando una y otra vez la invitación a la muerte rápida en vez de prolongarla.
»Mientras tanto, vivíamos en una de mis residencias españolas en la Rué Royale, un piso extenso y lujoso sobre una tienda que alquilaba a un sastre; detrás había un jardín escondido; una pared nos aseguraba contra la calle, con persianas fijas de madera y una puerta enrejada y firme; era un lugar de mucho más lujo y seguridad que Pointe du Lac. Nuestros sirvientes eran gente de color, libertos que nos dejaban a solas antes del amanecer y se iban a sus propios hogares. Y Lestat compraba las últimas importaciones de Francia y España: lámparas de cristal y alfombras orientales, biombos de seda con pájaros del paraíso pintados, canarios que trinaban en grandes jaulas doradas con cúpulas y delicados dioses griegos de mármol, y vasos chinos hermosamente dibujados. Yo no necesitaba el lujo más de lo que antes lo había necesitado, pero quedé fascinado con esta nueva inundación de arte y artesanía; podía contemplar los intrincados diseños de las alfombras durante horas, o mirar cómo el brillo de una lámpara cambiaba los sombríos colores de un cuadro holandés.
»Claudia encontraba maravilloso todo eso; lo hacía con la tranquila reverencia de una niña nada malcriada, y quedó encantada cuando Lestat contrató a un pintor para que hiciera en las paredes de su dormitorio un bosque mágico de unicornios y pájaros dorados y árboles llenos de frutos por encima de ríos deslumbrantes.
»Un desfile incontable de sastres, zapateros y modistas venían a nuestro piso a vestir a Claudia con lo mejor en la moda infantil; en consecuencia, ella siempre estaba como una visión, no sólo de belleza infantil, con sus cejas pobladas y su glorioso pelo rubio, sino del buen gusto de bonetes finamente acabados y pequeños guantes de lazo, fantásticos abrigos y capas de terciopelo y vestidos blancos de grandes mangas. Lestat jugaba con ella como si fuera una magnífica muñeca; y yo jugaba con ella de la misma forma; y fueron sus ruegos los que me obligaron a abandonar mis colores negros y adoptar chaquetas de dandy y corbatines de seda y suaves abrigos grises y guantes y capas negras. Lestat opinaba que el color más indicado para vampiros era siempre el negro; posiblemente fue el único principio estético que mantuvo con firmeza, pero no se oponía a nada que trasluciera estilo y exceso. Le encantaba el aspecto que los tres teníamos en nuestro palco en la nueva Frenen Opera House o en el Théàtre d’Orleans, a los que concurríamos con la mayor asiduidad posible. Lestat sentía tal pasión por Shakespeare que me sorprendía, aunque a menudo dormitaba en las óperas y se despertaba justo a tiempo para invitar a alguna dama encantadora a una cena tardía, durante la cual usaría toda su habilidad para conseguir que ella se enamorara locamente de él; y luego la despachaba violentamente al cielo o al infierno y regresaba a casa con su anillo de diamantes para Claudia.
»Y en toda esa época, yo educaba a Claudia, susurrándole en su pequeño oído como una concha marina que toda nuestra vida eterna era inútil si no veíamos la belleza a nuestro alrededor, la creación de los mortales; yo sondeaba constantemente la profundidad de su mirada quieta cuando leía los libros que le daba, murmuraba la poesía que le enseñaba y tocaba con un toque leve pero confiado sus propias canciones extrañas pero coherentes en el piano. Podía quedarse horas mirando las imágenes de un libro o escuchándome leer, con tal quietud que su visión me irritaba, me hacía bajar el libro y mirarla a través de la habitación iluminada; entonces, se movía, era una muñeca que se vivificaba y decía con su voz más suave que siguiera leyendo.
»Y entonces empezaron a suceder cosas extrañas. Porque aunque todavía era una pequeña niña tranquila, yo la encontraba aferrada al brazo de un sillón leyendo las obras de Aristóteles o Boecio o una nueva novela que acababa de llegar allende el Atlántico. O intentando una música de Mozart que habíamos escuchado la noche anterior, con un oído infalible y una concentración que la hacía fantasmagórica cuando se sentaba allí hora tras hora descubriendo la música; la melodía, luego el bajo y finalmente uniendo todo. Claudia era un misterio. No era posible saber lo que sabía y lo que no sabía. Y observarla era algo escalofriante. Se sentaba solitaria en la esquina oscura, esperando al caballero o a la mujer amable que la encontrasen, con sus ojos más indiferentes que los de Lestat. Como una niña petrificada de miedo, susurraba sus ruegos de ayuda a los mecenas gentiles y admirativos, y, cuando la sacaban de la plaza, sus brazos se fijaban alrededor de sus cuellos, con la lengua entre los dientes y la visión congelada por el hambre consumidor. Ellos encontraban pronto la muerte en esos primeros años, antes de que aprendiera a jugar con ellos, a guiarlos a la tienda de muñecas o al café donde la obsequiaban con humeantes tazas de chocolate o de té para colorear sus pálidas mejillas, tazas que ella tiraba, esperando, como si celebrase silenciosamente sus amabilidades terribles.
»Pero cuando eso terminaba, ella era mi compañera, mi pupila; y las prolongadas horas pasadas a mi lado consumían cada vez con más rapidez el conocimiento que yo le brindaba. Compartía conmigo una comprensión tranquila que no podía incluir a Lestat. A la madrugada, se echaba a mi lado, con su corazón latiendo contra el mío. Y, en muchas oportunidades, cuando la miraba —cuando ella estaba sumergida en su música o en su pintura y no sabía que yo estaba presente—, pensaba en esa singular experiencia que había tenido con ella y con nadie más; que yo la había asesinado, le había arrebatado la vida, había bebido toda la sangre de su vida en un abrazo fatal que había dado a tantos otros, otros que ahora yacían moldeados por la tierra húmeda. Pero ella vivía, vivía para pasarme los brazos por el cuello y apretar su pequeña frente contra mis labios y poner sus ojos brillantes delante de los míos hasta que nuestras cejas se confundían; y, riéndonos, bailábamos por la habitación como en un vals violento. Padre e Hija. Amante y Amada. Te puedes imaginar lo satisfactorio que era que Lestat no nos envidiara, que simplemente sonriera desde lejos, esperando a que ella se acercara a él. Entonces la sacaba a la calle y me saludaban desde el pie de la ventana y se iban a compartir lo que compartían: la cacería, la seducción, la matanza.
»Pasaron años de esta manera. Años y años y años. No obstante, tuvo que pasar algún tiempo antes de que me percatase de un hecho obvio acerca de Claudia. Supongo, por la expresión de tu cara, que ya sabes de qué se trata y te preguntas por qué yo no lo había supuesto. Sólo te puedo decir que el tiempo no es lo mismo para mí ni lo era entonces para nosotros. Un día no se unía a otro formando una fuerte cadena; más bien la luna se elevaba encima de olas superpuestas.
—¡Su cuerpo! —exclamó el entrevistador—. No crecería jamás.
El vampiro asintió.
—Sería una niña demoníaca para siempre —dijo, y su voz fue suave como si se sorprendiese de ello—. Igual que yo soy el mismo hombre joven que cuando morí. ¿Y Lestat? Lo mismo. Pero su mente… era la mente de un vampiro. Y yo traté de saber cómo se acercaba a la madurez femenina. Empezó a hablar más, aunque jamás dejó de ser una persona reflexiva, y podía escucharme pacientemente durante horas sin interrupción. Sin embargo, más y más su cara de muñeca pareció poseer dos ojos absolutamente adultos; y la inocencia pareció perderse de algún modo entre muñecas olvidadas, y la pérdida de una cierta paciencia. Había algo fatalmente sensual en ella cuando se tiraba en el sofá con un camisón pequeñito de lazo y perlas; se convirtió en una seductora fantasmal y poderosa; su voz se volvió más cristalina y dulce que nunca, aunque tenía una resonancia que era de mujer, una agudeza que a veces impresionaba. Después de días de acostumbrada quietud, de repente se oponía a las predicciones de Lestat acerca de la guerra; o, bebiendo sangre de una copa de cristal, decía que no había libros en la casa, que deberíamos conseguir más aunque tuviéramos que robarlos; y luego, fríamente, me hablaba de una librería de la que había oído hablar, en una mansión palaciega en el Faubourg Sainte-Marie. Allí había una mujer que coleccionaba libros como si fueran piedras o mariposas disecadas. Me preguntaba si yo me podía meter en el dormitorio de la mujer.
»Me quedaba estupefacto en esas ocasiones; su mente era imprevisible, desconocida. Pero luego se sentaba en mis rodillas y me acariciaba el pelo suavemente, susurrándome al oído que yo nunca iba a crecer como ella, hasta que supiera que matar era lo más serio del mundo, no los libros ni la música…
»—Siempre la música… —me susurraba.
»—Muñeca, muñeca —le decía yo.
»Pues eso era lo que era. Una muñeca mágica. La risa y el intelecto infinito y luego la cara de redondas mejillas, la boca como una flor.
»—Déjame que te vista, deja que te peine —le decía como una vieja costumbre, consciente de su sonrisa y de que me miraba con un velo de aburrimiento en su expresión.
»—Haz lo que quieras —me decía al oído cuando me agachaba a prenderle sus botones de perlas—. Pero esta noche mata conmigo. Nunca me has dejado verte matar, Louis.
»Entonces quiso un ataúd propio, lo que me hirió más de lo que le permití darse cuenta. Me fui después de haberle dado mi consentimiento de caballero. ¿Cuántos años había dormido con ella como si fuera parte de mí? No lo sabía. Pero entonces la encontré cerca del convento de las Ursulinas, una huérfana perdida en la oscuridad, y, de improviso, corrió hacia mí y se aferró a mi cuerpo con una desesperación humana.
»—No lo quiero si te hace sufrir —me confió en voz tan baja que si un ser humano nos hubiese abrazado, no podría haberla escuchado ni sentido su aliento—. Siempre me quedaré contigo. Pero debo verlo, ¿comprendes? Un ataúd para una niña.
»íbamos a ir a ver al fabricante de ataúdes. Una obra, una tragedia en un solo acto: yo la dejaría en la pequeña sala y confesaría en la antecámara que ella se moriría. Ella debía tener lo mejor, pero no debía saberlo; y el fabricante, conmovido por la tragedia, se lo debía hacer, viéndola ahí vestida de blanco, dejando escapar una lágrima pese a todos sus años.
»—Pero, ¿por qué…, Claudia? —le rogué yo.
»Detestaba hacer eso, detestaba jugar al gato y al ratón con el indefenso ser humano. Pero, sin más esperanzas, era su amante y la llevé allí y la senté en el sofá, donde quedó con las manos cruzadas, con su pequeño sombrero inclinado, como si no supiera lo que nosotros murmurábamos al lado. El fabricante era un viejo hombre de color, muy educado, quien rápidamente me apartó a un costado para que “la niña” no nos oyera.
»—Pero, ¿por qué debe morir? —me preguntó, como si yo fuera el Dios que lo había dictaminado.
»—Su corazón… No puede vivir —dije, y las palabras cobraron en mí un poder peculiar, una afligida resonancia.
»La emoción en la cara del hombre, angosta y llena de arrugas, me preocupó; se me ocurrió algo, una cualidad de la luz, el sonido de algo…, una niña llorando en una habitación hedionda. Entonces, él abrió otra de sus grandes habitaciones y me mostró los ataúdes de laca negra y plata; lo que ella quería. Y, de repente, me encontré alejándome de él, de la casa de ataúdes, llevándola de la mano por la calle.
»—He hecho el pedido —le dije—. ¡Me vuelve loco!
»Respiré el aire fresco de la calle como si estuviera sofocado, y entonces vi su rostro sin compasión, que estudiaba el mío fijamente. Me tomó de la mano con su manita enguantada.
»—Lo quiero tener, Louis —me explicó pacientemente.
»Y entonces, una noche, subió las escaleras del fabricante, con Lestat a su lado, a buscar el ataúd, y dejó al fabricante sin saber lo que le había pasado, muerto sobre las pilas polvorientas de papeles de su escritorio. Y el ataúd estaba en nuestro dormitorio, donde lo contempló durante horas cuando era nuevo, como si la cosa se moviera o estuviera viva o descubriera poco a poco su misterio, tal como hacen las cosas cuando cambian. Pero ella no dormía allí. Dormía conmigo.
»Tuvo otros cambios. No les puedo dar una fecha ni ponerlos en orden cronológico. No mataba de forma indiscriminada. Tenía curiosidades que la atraían. La pobreza empezó a fascinarla; le rogaba a Lestat o a mí que la lleváramos en algún carruaje por el Faubourg St. Marie a las zonas del puerto donde vivían los inmigrantes. Parecía obsesionada con las mujeres y los niños. Todo esto me lo contaba Lestat, divertido, porque yo detestaba ir y a veces no me podían convencer con ningún argumento. Claudia mató uno por uno a los miembros de una familia. Había pedido entrar en el cementerio de la ciudad suburbana de Lafayette, y allí andaba entre las altas lápidas de mármol a la búsqueda de esos desesperados que, al no tener donde dormir, se gastaban lo poco que tenían en una botella de vino y se metían en una bóveda. Lestat estaba impresionado, abrumado. ¡Qué imagen tenía de ella! La llamaba “la muerte infantil”, “la hermana muerte” y “una muerte dulce” y, para mí, él tenía el término burlón de “¡muerte misericordiosa!”, y lo decía haciendo una reverencia y batiendo palmas, como una vieja comadre a punto de confiar un chisme excitante. ¡Oh, cielos misericordiosos! Yo quería estrangularlo.
»Pero no había peleas. Cada uno estaba en lo suyo. Teníamos nuestras normas. Los libros llenaban nuestro extenso piso del suelo al techo con hileras de luminosos volúmenes de piel, mientras Claudia y yo satisfacíamos nuestros apetitos naturales y Lestat se concentraba en sus lujosas adquisiciones. Hasta que ella empezó a hacer preguntas.
El vampiro se detuvo. Y el muchacho pareció tan ansioso como antes, como si la paciencia le costara un esfuerzo tremendo. Pero el vampiro había entrelazado sus largos dedos blancos, como en la iglesia, y luego los presionó. Fue como si se hubiera olvidado por completo del entrevistador.
—Lo tendría que haber sabido —dijo—; era inevitable, y yo tendría que haber reconocido los indicios. Porque yo estaba tan atado a ella…, la amaba de forma tan absoluta; era mi compañera de todas las horas, la única compañera que tenía, aparte de la muerte. Pero una parte mía era consciente de un enorme golfo de oscuridad que se cernía en nuestras proximidades, como si siempre caminásemos al borde de un abismo y viéramos de pronto que ya era demasiado tarde si hacíamos un movimiento en falso o nos concentrábamos demasiado en nuestros pensamientos. A veces, el mundo físico a mí alrededor me parecía insustancial, salvo en la oscuridad. Como si estuviera a punto de abrirse una grieta en la tierra y yo pudiera ver esa gran grieta rompiéndose en la Rué Royale y todos los edificios se hicieran polvo en la catástrofe. Pero lo peor de todo fue que eran como transparentes, translúcidos, como telones hechos de seda. Ah…, me distraje. ¿Qué digo? Que ignoré esos indicios en ella, que me aferré desesperadamente a la felicidad que ella me había brindado, y que aún me brindaba, e ignoré todo lo demás.
»Pero éstos fueron los indicios. Sus relaciones con Lestat se enfriaron. Se quedaba horas mirándolo. Cuando él hablaba, a menudo no le contestaba. Y uno casi no podía darse cuenta de si se trataba de desprecio o de que no le oía. Y nuestra frágil tranquilidad doméstica se hizo trizas debido a la furia de Lestat. No tenía que ser amado, pero no se lo podía ignorar; y en una ocasión, hasta se le arrojó encima gritando que le pegaría. Me encontré en la desagradable situación de tener que pelearme con él como lo habíamos hecho antes de que ella llegara.
»—Ya no es más una niña —le susurré—. No sé lo que es. Es una mujer.
»Le pedí que no lo tomara muy en serio y él simuló desdén y la ignoró a su vez. Pero una tarde entró perplejo y me contó que ella lo había seguido. Aunque se negara a ir con él a matar, lo había seguido.
»—¿Qué le pasa? —me gritó él, como si yo fuera el causante de su vida y debiera saberlo.
»Y entonces, una noche nuestros sirvientes desaparecieron. Dos de las mejores criadas que habíamos tenido, una mujer y su hija. El cochero fue enviado a su casa y volvió para informar que habían desaparecido. Y entonces apareció el padre a nuestra puerta golpeando el llamador. Se quedó en la acera de ladrillo mirándome con la suspicacia que tarde o temprano aparecía en los rostros de los mortales que nos conocían desde hacía algún tiempo: la sospecha de una antesala de la muerte. Traté de explicarle que no habían estado en la casa, ni la madre ni la hija, y que debíamos empezar de inmediato su búsqueda.
»—¡Es ella! —me susurró Lestat desde las sombras tan pronto como cerré la puerta—. Ella les ha hecho algo y nos ha puesto en peligro a todos.
»Y subió corriendo la escalera de caracol. Yo sabía que ella se había ido, que se había escapado mientras yo estaba en la puerta, y también sabía algo más: que un vago hedor cruzaba el patio desde la cocina cerrada, un hedor que difícilmente se mezclaba con la miel: el hedor de los cementerios. Oí que Lestat bajaba cuando me acerqué a las persianas cerradas, pegadas con herrumbre al pequeño edificio. Allí jamás se preparaba comida, no se hacía ningún trabajo, de modo que yacía como una vieja bóveda de ladrillo bajo la madreselva. Se abrieron las persianas; los clavos se habían oxidado y oí que Lestat retenía la respiración cuando entramos en esa oscuridad absoluta. Allí estaban echadas sobre los ladrillos, madre e hija juntas, el brazo de la madre alrededor de la cintura de la hija, la cabeza de la hija contra el pecho de la madre, ambas sucias con excrementos y llenas de insectos. Una gran nube de mosquitos se levantó cuando se movieron las persianas y los alejé de mí con un disgusto convulsivo. Las hormigas reptaban imperturbables sobre los párpados y las bocas de la pareja muerta; y, a la luz de la luna, pude ver el mapa infinito de senderos plateados de caracoles.
»—¡Maldita sea! —exclamó Lestat, y yo lo tomé del brazo y lo mantuve a mi lado usando toda mi fuerza.
»—¿Qué piensas hacer con ella? —insistí—. ¿Qué puedes hacer? Ya no es más una niña que hace lo que le decimos, simplemente porque se lo decimos. Debemos enseñarle.
»—¡Ella sabe! —Se apartó de mí y limpió su abrigo—. ¡Ella sabe! ¡Hace años que sabe lo que tiene que hacer! ¡Lo que se puede arriesgar y lo que no se puede! ¡No le permitiré hacer esto sin mi permiso! No lo toleraré.
»—Entonces, ¿eres el amo de todos nosotros? No le enseñaste eso. ¿Acaso lo iba a colegir de mi tranquila sumisión? Creo que no. Ella se cree igual a nosotros. Te digo que debes razonar con ella, instruirla para que respete lo que es nuestro. Todos nosotros lo debemos respetar.
»Se fue, obviamente concentrado en lo que yo acababa de decirle, aunque no me lo admitiera. Y llevó su venganza a la ciudad. No obstante, cuando regresó, ella todavía no había llegado. Se sentó apoyado en el brazo del sillón de terciopelo y extendió sus largas piernas en el asiento.
»—¿Las enterraste? —me preguntó.
»—Han desaparecido —dije. Ni siquiera me animé a decir que había quemado sus restos en el viejo horno de la cocina—. Pero ahora tenemos que lidiar con el padre y el hermano —le dije. Temí su malhumor. Deseé planear algo de inmediato que nos resolviera todo el problema. Pero entonces él dijo que el padre y el hermano no existían ya, que la muerte había ido a cenar a su pequeña casa, cerca del puerto, y que se había quedado a dar las gracias cuando terminaron.
»—El vino —dijo pasándose un dedo por los labios—; los dos habían bebido demasiado vino. Me encontré golpeando la cerca —se rió—. Pero no me gusta este mareo. ¿Te gusta?
»Y cuando me miró, tuve que sonreírle, porque el vino le estaba produciendo efecto y estaba alegre; y, en ese momento, cuando su rostro estaba amable y razonable, me acerqué y le dije al oído:
»—Oigo que Claudia golpea a la puerta. Sé bueno con ella. Ya todo ha terminado.
»Ella entró entonces con el lazo de su sombrero desprendido y sus bolitas llenas de lodo. Los observé con tensión. Lestat tenía una mueca en los labios; y ella se mostraba tan ignorante de él como si no estuviera allí. Tenía un ramo de crisantemos blancos en sus brazos, un ramo tan grande que parecía aún más pequeña que en la realidad. Se le deslizó el sombrero hacía atrás, colgó un instante de su hombro y cayó al suelo. Y por todo su cabello pude ver pétalos de crisantemos blancos.
»—Mañana es fiesta de Todos los Santos, ¿lo sabéis? —preguntó.
»—Sí —le dije.
»Es el día en Nueva Orleans en que todos los creyentes van a los cementerios a arreglar las tumbas de sus seres queridos. Limpian las paredes de yeso de las bóvedas, limpian los nombres grabados en el mármol. Y finalmente llenan las tumbas de flores. En el cementerio de St. Louis, que estaba muy próximo a nuestra casa, en el que estaban enterradas todas las grandes familias de Luisiana, en el que estaba enterrado mi propio hermano, incluso había pequeños bancos de hierro puestos ante las tumbas para que las familias pudieran sentarse y recibir a otras familias que habían ido al cementerio con el mismo propósito. Era un festival en Nueva Orleans; podía parecer una celebración de la muerte a los viajeros que no lo comprendían, pero era una celebración de la vida eterna.
»—Compré esto a uno de los vendedores —dijo Claudia. Su voz era suave e indefinible. Sus ojos se mostraban opacos y carentes de emoción.
»—¡Para las dos que dejaste en la cocina! —dijo Lestat con furia. Ella lo miró por primera vez, pero no dijo nada. Se quedó mirándolo como si jamás lo hubiera visto. Y luego dio varios pasos en su dirección y lo miró como si aún estuviera examinándolo. Me acerqué. Pude sentir la rabia de Lestat y la frialdad de Claudia. Ella se dirigió a mí, y luego, pasando la vista de uno al otro, preguntó:
»—¿Cuál de vosotros dos lo hizo? ¿Cuál de vosotros me hizo lo que soy?
»Yo no podría haberme quedado más atónito con cualquier otra cosa que hubiera hecho o dicho. Y, sin embargo, fue inevitable que de ese modo se rompiera el prolongado silencio. Ella pareció estar muy poco preocupada por mí. Tenía la mirada fija en Lestat.
»—Tú hablas de nosotros como si siempre hubiéramos existido tal cual somos ahora —dijo ella, con su voz suave, medida, el tono infantil mezclado con la seriedad de la mujer—. Tú hablas de los demás como mortales; de nosotros, como vampiros. Pero no siempre las cosas fueron así. Louis tenía una hermana mortal; yo la recuerdo. Y hay una foto de ella en el baúl.
¡Lo he visto mirándola! Él era tan mortal como ella y como yo, igual. ¿Por qué, si no, este tamaño, estas formas? —Abrió los brazos y dejó caer los crisantemos al suelo.
»Pronuncié su nombre. Pienso que quise distraerla. Fue imposible. La marea se había soltado. Los ojos de Lestat ardían con una profunda fascinación, con un placer maligno.
»—Tú nos hiciste así, ¿verdad? —lo acusó ella.
»Él levantó las cejas con una sorpresa burlona.
»—¿Lo que sois? —preguntó—. ¡Y seríais alguna otra cosa de lo que sois! —juntó las rodillas y se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes cuánto tiempo hace? ¿Te puedes imaginar a ti misma? ¿Debo buscar a una mendiga vieja para mostrarte cuál sería tu aspecto mortal si yo te hubiera dejado sola?
»Ella se alejó de él, se quedó un instante como si no tuviera idea de adonde ir y luego se acercó a la silla al lado de la chimenea; encaramándose allí, se acurrucó como una niña indefensa. Puso las rodillas contra su pecho; tenía el abrigo de pana abierto y su vestido de seda le tapaba las rodillas. Miró las cenizas de la chimenea, pero no había nada indefenso en su mirada. Sus ojos tenían una vida independiente, como si su cuerpo estuviera poseído.
»—¡Podrías estar muerta si fueras mortal! —insistió Lestat, encolerizado por su silencio; estiró las piernas y puso las botas en el suelo—. ¿Me oyes? ¿Por qué me preguntas esto ahora? ¿Por qué armas semejante alboroto? Siempre has sabido que eras una vampira.
»Y continuó hablando de ese modo, repitiendo lo que había dicho tantas veces: conoce tu naturaleza, mata, sé lo que eres. Pero todo esto pareció extrañamente fuera de lugar. Porque Claudia no tenía problemas con matar. Ella se apoyó en el respaldo y dejó caer la cabeza hasta donde lo podía ver, directamente frente a ella. Lo estudiaba nuevamente como si fuera una marioneta.
»—¿Tú me lo hiciste? ¿Cómo? —preguntó entrecerrando los ojos—. ¿Cómo lo hiciste?
»—¿Y por qué habría de decírtelo? Es mi poder.
»—¿Por qué sólo tuyo? —preguntó ella con la voz gélida y los ojos vacuos—. ¿Cómo se hace? —exigió, súbitamente enfurecida.
»Fue algo eléctrico. Él se levantó del sofá y yo lo hice de inmediato, enfrentándome con él.
»—¡Detenía! —me dijo; se estrujó las manos—. ¡Haz algo con ella! ¡No la puedo soportar!
»Y entonces se dirigió a la puerta, pero volviéndose se acercó de modo que quedó por encima de ella, dejándola bajo su sombra. Ella lo miró sin miedo, recorriendo su cara con total indiferencia.
»—Yo puedo deshacer lo que hice. A ti y a él —le dijo señalándome con un dedo—. Alégrate de ser lo que eres ¡O te romperé en mil pedazos!
Tras una pausa, el vampiro continuó:
—Pues bien, la paz de la casa quedó destruida, aunque hubo tranquilidad. Los días pasaban y ella no hacía preguntas, aunque ahora estudiaba con fruición los libros de ocultismo, de brujas y de magia. Y de vampiros. Esto era casi todo fantasía, ¿comprendes? Mitos, cuentos, a veces simples narraciones de horror. Pero ella lo leía todo. Leía hasta el alba, de modo que yo tenía que ir a buscarla y traerla al lecho.
»Lestat, mientras tanto, contrató a un mayordomo y a una criada, así como a un equipo de obreros para que le construyeran una gran fuente en el patio, con una ninfa de piedra que derramase aguas eternas a través de una gran concha. Hizo traer peces de colores y nenúfares, para que descansasen sobre la superficie y se deslizaran en las aguas siempre en movimiento.
»Una mujer lo había visto matar en el camino de Nyades que iba al pueblo de Carrolton, y hubo historias de ello en los periódicos, asociándolo con una casa embrujada cerca de Nyades y Melpomene; todo lo cual lo deleitaba. Durante un tiempo fue el fantasma del camino de Nyades, aunque al final los diarios dejaron de prestarle atención; y entonces cometió otro asesinato horrendo en otro lugar público y puso en funcionamiento a la imaginación de Nueva Orleans. Pero todo eso tenía cierto aspecto medroso. En cuanto a él, seguía pensativo, suspicaz; se me acercaba constantemente preguntándome dónde estaba Claudia, a dónde había ido, lo que estaba haciendo.
»—Ella está bien —le aseguraba yo, aunque estaba separado de ella y dolido como si hubiera sido mi novia. Apenas me prestaba atención entonces, como antes había hecho con Lestat. Ya veces se iba cuando yo le hablaba.
»—¡Mejor que esté bien! —dijo con maldad.
»—¿Y qué harás si no lo está? —le pregunté con más temor que intención agresiva.
»Me miró con sus fríos ojos grises.
»—Cuida de ella, Louis. ¡Habla con ella! —dijo—. Todo estaba perfecto, y, ahora, esto. No hay ninguna necesidad de ello.
»Pero preferí que ella se acercase a mí. Y lo hizo. Era una tarde temprano, cuando me acababa de despertar. La casa estaba a oscuras. La vi de pie al lado de los ventanales; tenía puesta una blusa de grandes mangas y miraba con las cejas bajas el movimiento vespertino de la rué Royale. Pude oír a Lestat en su cuarto, y el ruido del agua en su palangana. Llegó el débil aroma de su colonia y se alejó como el sonido de la música del café, dos pisos más abajo.
»—No me dices nada —dijo ella en voz baja; no me había percatado de que ella supiera que yo había abierto los ojos. Me acerqué a ella y me hinqué a su lado—. Tú me lo dirás, ¿verdad? —insistió—. ¿Cómo lo hizo?
»—¿Es eso lo que realmente quieres saber? —le pregunté, estudiándole el rostro—. ¿O más bien por qué te lo hicieron a ti… y lo que tú eras antes? No comprendo lo que quieres decir con ese “cómo”, porque si quieres decir cómo se hizo, tú, a tu vez, podrías hacerlo…
»—Ni siquiera sé qué estás diciendo —dijo, con algo de frialdad; luego dio media vuelta hacia mí y me puso las manos en la cara—. Mata conmigo esta noche —me dijo, con tanta sensualidad como una amante—. Y dime lo que sabes. ¿Qué somos nosotros? ¿Por qué no somos como los demás? —preguntó, y miró a la calle.
»—No conozco las respuestas a tus preguntas —le dije. Su cara se contorsionó súbitamente como si tratase de escucharme en medio de un ruido ensordecedor. Y entonces sacudió la cabeza.
»Pero yo continué:
»—Me pregunto las mismas cosas que tú. Yo no las sé. ¿Cómo fui hecho? Te contaré que… que Lestat me hizo. Pero la fórmula la desconozco.
»Su cara seguía en tensión. Allí estaba viendo yo las primeras señales del miedo, o de algo peor y más profundo que el miedo.
»—Claudia —le dije, poniendo mis manos sobre las suyas y posándolas suavemente sobre mi piel—. Lestat no tiene nada importante que decirte. No hagas esas preguntas. Hace incontables años que eres mi compañera en mi búsqueda de todo lo que se puede saber de la vida mortal y de la creación mortal. Ahora no seas mi compañera en esta ansiedad. Él no nos puede dar las respuestas. Y yo no poseo ninguna.
»Pude ver que ella no lo podía aceptar, pero no había previsto su retirada convulsa, la violencia con que se tiró del pelo un instante y luego se detuvo como si su gesto fuera inútil, estúpido. Me llenó de aprensión. Ella miraba al cielo. Estaba brumoso, sin estrellas; las nubes llegaban por la parte del río. Ella hizo un súbito gesto con los labios, como si se los hubiera mordido, luego se dirigió a mí y, aún susurrante, me dijo:
»—Entonces, él me hizo…, él lo hizo… ¡Tú no lo hiciste!
»Hubo algo horrendo en su expresión y me retiré de ella antes de haber tenido la intención de hacerlo. Me quedé frente a la chimenea y encendí una vela delante del alto espejo. Y allí, de repente, vi algo que me dejó perplejo, algo que, en la oscuridad, me pareció una máscara espantosa; luego tomó su realidad tridimensional: un viejo cráneo. Lo miré. Tenía un ligero color a tierra, pero había sido limpiado.
»—¿Por qué no me contestas? —preguntó ella.
»Oí que se abría la puerta de la habitación de Lestat. Él saldría de inmediato a matar. O al menos a encontrar su víctima. Yo no lo haría. Yo dejaba que las primeras horas de la noche se acumularan con tranquilidad, así como el hambre se acumulaba en mí, hasta que el deseo se hacía demasiado fuerte y yo me entregaba a todo de manera más completa, más ciega. Oí claramente que ella repetía su pregunta, que quedó flotando en el aire como un eco de una campana…, y sentí latir mi corazón.
»—Él me hizo, por supuesto. Él mismo lo dijo. Pero tú me escondes algo. Algo que él soslaya cuando se lo pregunto. ¡Dice que jamás podría haberlo hecho sin tu ayuda!
»Me encontré mirando fijamente el cráneo y oyéndola como si sus palabras me azotasen para obligarme a dar media vuelta y enfrentarme a los latigazos. La idea se me ocurrió más como un golpe frío que como un pensamiento: que ahora nada quedaba de mí sino ese cráneo. Me di vuelta y, a la luz de la lámpara, vi sus ojos como dos llamaradas oscuras en su rostro blanco. Una muñeca de la que alguien había arrancado cruelmente los ojos y los había reemplazado con un fuego demoníaco. Me encontré acercándome a ella, susurrando su nombre, formándose un pensamiento en mis labios y luego muriendo; cerca de ella, luego lejos de ella, recogiendo su abrigo y su sombrero. Vi un guante diminuto en el suelo, en las sombras, y, por un momento, pensé que era una mano diminuta, cortada.
»—¿Qué te pasa…? —Se me acercó mirándome a la cara—. ¿Qué es lo que siempre ha estado pasando? ¿Por qué miras de ese modo el cráneo, el guante?
»Hizo esta pregunta con delicadeza…, pero no con la suficiente. Había un leve cálculo en su voz, una indiferencia inalcanzable.
»—Te necesito —le dije sin querer decirlo—. No puedo soportar el perderte. Eres la única compañera que he tenido en la inmortalidad.
»—Pero, ¡por cierto que debe haber otros! ¡Sin duda no somos los únicos vampiros de la Tierra! —le oí decir, como yo lo había dicho, se lo oí con mis propias palabras, que volvían a mí en la marea de su toma de conciencia, de su búsqueda.
»Pero no hay dolor —pensé de improviso—. Hay urgencia, una urgencia despiadada.
»—¿Acaso no eres como yo? —preguntó, mirándome de frente—. ¡Tú me has enseñado todo lo que sé!
»—Lestat te enseñó a matar. —Recogí el guante—. Aquí tienes, vamos…, salgamos. Quiero salir…
»Yo tartamudeaba y traté de ponerle los guantes. Levanté la gran masa de rizos de sus cabellos y los arreglé sobre el cuello del abrigo.
»—¡Pero tú me enseñaste a ver! —me dijo—. Tú me enseñaste las palabras ojos de vampiro —continuó ella—. Tú me enseñaste a beberme el mundo, a tener hambre de algo más que…
»—Nunca quise que esas palabras ojos de vampiro tuvieran el significado que tú les das —le dije—. Suenan distintas cuando tú las pronuncias. —Ella me tiraba de la manga tratando de que yo la mirase—. Vamos —le dije—. Tengo que mostrarte algo…
»Y rápidamente la hice pasar por el corredor y las escaleras en espiral y a través del patio a oscuras. Pero yo no sabía lo que tenía que mostrarle ni a dónde me dirigía. Únicamente que tenía que ir, con un instinto sublime y condenado.
»Pasamos deprisa por la ciudad en las primeras horas de la noche; el cielo mostraba ahora un pálido violeta y las nubes habían desaparecido; el aire a nuestro alrededor era fragante, aun cuando nos alejamos de los jardines espaciosos hacia esas callejuelas angostas y pobres donde las flores estallan en las grietas de las piedras y las inmensas adelfas brotan con gruesos y resinosos tallos blancos y rosados, como una hierba monstruosa, en los terrenos baldíos. Oía el staccato de los pasos de Claudia a mi lado mientras se apresuraba siguiéndome, sin pedirme en ningún momento que aminorara la marcha; y finalmente llegó con su cara de infinita paciencia a una calle angosta y oscura donde aún había unas pocas casas francesas antiguas entre las fachadas españolas, unas antiguas casitas con el yeso carcomido. Yo había encontrado la casa con un esfuerzo ciego, consciente de que siempre había sabido dónde estaba y que siempre la había evitado; que siempre había girado en el farol de la esquina sin querer pasar por la ventana baja donde había oído llorar a Claudia por primera vez. La casa estaba en silencio. Más hundida que en aquellos tiempos, la entrada cruzada por cuerdas para colgar la ropa, las hierbas altas entre los bajos cimientos, las dos ventanas rotas y emparchadas con telas. Toqué las persianas.
»—Aquí fue donde te vi por primera vez —le dije, pensando contárselo todo para que ella comprendiese, pero sintiendo aún la frialdad de su mirada, de su expresión—. Te oí llorar. Estabas en esa habitación con tu madre. Y tu madre estaba muerta. Hacía días que lo estaba y tú no lo sabías. Te aferrabas a ella, gimiendo…, llorando lastimeramente, y vi tu cuerpo blanco, febril y hambriento. Tratabas de despertarla de la muerte, te aferrabas a ella en busca de calor, por miedo. Era casi la mañana y… —Me llevé las manos a las sienes—. Abrí las persianas… Entré en la habitación. Sentí lástima por ti. Lástima, pero también… algo más.
»Vi que abría los labios, los ojos.
»—Tú… ¿te alimentaste de mí? —susurró—. ¡Yo fui tu víctima!
»—Sí —le dije—. Lo hice.
»Hubo un momento tan elástico y doloroso que fue casi insoportable. Se quedó inmóvil en las sombras, y sus ojos inmensos se concentraron en la oscuridad; el aire cálido se elevó de repente, suavemente. Entonces dio media vuelta. Oí el sonido de sus zapatos mientras corría. Y corrió, corrió… Me quedé petrificado, oyendo los sonidos cada vez más débiles. Y, entonces, giré; se desató en mí el miedo, miedo creciente, enorme e insuperable, y corrí detrás de ella. Era impensable que no pudiera alcanzarla, que no la alcanzara de inmediato y le dijera que la amaba, que debía tenerla, debía conservarla. Y cada segundo que corrí por la callejuela a oscuras era como alejarme de mí gota a gota; mi corazón latía, hambriento, latiendo y resonando y rebelándose contra el esfuerzo. Hasta que, súbitamente, me detuve. Ella estaba bajo un farol de la calle, mirando, muda, como si no me conociera. La tomé de la pequeña cintura con ambas manos y la levanté hasta la luz. Ella me estudió con su rostro contorsionado, la cabeza de costado como si no quisiera mirarme directamente, como si debiera reflejar una abrumadora sensación de repulsión.
»—Tú me mataste —susurró—. ¡Tú me robaste la vida!
»—Sí —le dije, cogiéndola de la mano para poder sentir los latidos de su corazón—. Más bien traté de hacerlo. Beberte la vida. Pero tenías un corazón como ningún otro que yo hubiera oído, un corazón que latía y latía hasta que tuve que dejarte, tuve que alejarte de mí a menos que aceleraras mi pulso hasta causar mi muerte. Y Lestat me encontró; a mí, a Louis, el sentimental, el tonto, dándose un banquete con una niña de cabellos dorados, una Inocente Sagrada, una niña pequeñita. Te trajo del hospital donde te habían llevado y yo nunca supe lo que pensaba hacer, salvo lo que intuí. “Tómala, termínala”, dijo él. Volví a sentir la pasión. Oh, ya sé que te he perdido ahora para siempre. ¡Lo puedo ver en tus ojos! Me miras como a los mortales, desde lejos, desde una fría región de autosuficiencia que no puedo entender. Pero yo lo hice. Volví a sentir por ti un hambre vil e insoportable, quise tu martilleante corazón, esta mejilla, esta piel. Eras rosada y fragante como los niños mortales, dulce con la pizca de sal y de polvo. Te volví a poseer. Y cuando pensé, sin que eso me importara, que tu corazón me mataría, él nos separó y, abriéndose su propia muñeca, te dio de beber. Y tú bebiste. Bebiste y bebiste hasta que casi lo desangraste y él quedó debilitado. Pero entonces ya eras una vampira. Esa misma noche, bebiste sangre humana y, desde entonces, lo has hecho cada noche.
»Su rostro no había cambiado. Su piel era como la cera de las velas; únicamente sus ojos tenían vida. No había nada más que decirle. La bajé al suelo.
»—Te tomé la vida —dije—. El te la devolvió.
»—Y aquí está —dijo entre dientes—. ¡Y os odio a los dos!
El vampiro se detuvo.
—Pero, ¿por qué se lo contó usted? —preguntó el muchacho después de una pausa respetuosa.
—¿Cómo podía no decírselo? —El vampiro lo miró con cierta perplejidad—. Tenía que saberlo. Tenía que sopesar una cosa con la otra. No era como si Lestat le hubiera sacado toda la vida como lo había hecho conmigo; yo la había atacado. ¡Se hubiera muerto! No hubiera tenido ninguna vida mortal. Pero ¿qué importancia tiene? Para todos nosotros es una cuestión de años. ¡Morir! Entonces lo que ella vio más gráficamente fue lo que sabían todos los hombres: que la muerte llega inevitable a menos que uno elija… ¡esto!
Abrió las manos y se miró las palmas.
—¿Y la perdió? ¿Se fue?
—¡Irse! ¿Adonde podría haberse ido? Era una niña no más grande que esto. ¿Quién la hubiera hospedado? ¿Hubiera encontrado una tumba, como un mítico vampiro, para echarse entre los gusanos y las hormigas y para levantarse y vagar por algún pequeño cementerio y sus alrededores? Pero ésa no fue la razón para que no se fuera. Había algo en ella que estaba pegado a mí como toda ella podría haberlo estado. Lo mismo le sucedía a Lestat. ¡No podían soportar vivir solos! ¡Necesitábamos nuestra compañía! Una multitud de mortales nos rodeaba, empujando, ciegos, preocupados, y eran los consortes de la muerte. “Unidos en el odio”, me dijo ella después con calma. La encontré en el hogar vacío recogiendo los gajos pequeños de una alhucema. Me sentí tan aliviado de verla allí que hubiera hecho cualquier cosa, hubiera dicho cualquier cosa. Y cuando la oí que me preguntaba si le contaría todo lo que yo sabía, lo hice, contento. Porque todo el resto no era nada comparado con ese viejo secreto: que yo le había arrebatado la vida. Le conté de mí lo que te he contado a ti. Cómo llegó Lestat y lo que sucedió la noche que él la sacó del hospital. No hizo preguntas y, de tanto en tanto, alzaba la mirada de esas flores. Entonces, cuando hube terminado y estaba allí sentado mirando aquella calavera miserable de la chimenea y oyendo el suave sonido de los pétalos de las flores que caían en su falda y sintiendo un dolor sordo en mis miembros y en mi cabeza, ella me dijo:
»—¡No te detesto a ti!
»Me desperté. Ella saltó de los altos almohadones de damasco y vino hacia mí, cubierta por el aroma de las flores y con pétalos en las manos.
»—¿Es éste el aroma de una niña mortal? —me susurró—. Louis, amado.
»Recuerdo haberla abrazado y puesto mi cabeza en su pequeño pecho, aplastando sus hombros de pájaro, y sus manos pequeñas acariciando mi pelo, tranquilizándome, abrazándome.
»—Yo fui mortal para ti —dijo, y cuando alcé la vista, la vi sonriente; pero la suavidad de sus labios era evanescente y, en un momento, su mirada pasó de largo como alguien escuchando una música distante, importante—. Tú me diste tu beso inmortal —dijo, pero no a mí sino a sí misma—. Tú me amaste con tu naturaleza de vampiro.
»—Te amo ahora con mi naturaleza humana, si es que alguna vez la tuve —le dije.
»—Ah, sí… —contestó ella, aún pensativa—. Sí, ése es tu fallo y la razón de por qué tu rostro se puso tan triste cuando dije, como dicen los mortales: “Te odio”; y la razón de por qué me miras ahora así: la naturaleza humana. Yo no tengo naturaleza humana. Y ninguna historia del cadáver de la madre y de habitaciones de hotel donde los niños pueden aprender las monstruosidades que yo sé. Yo no tengo nada. Tus ojos se entristecen cuando te digo esto. No obstante, tengo tu lengua. Tu pasión por la verdad. Tú necesitas llevar la aguja de la mente hasta el corazón de las cosas, como el pico de un colibrí, que golpea con tal rapidez y salvajismo que los mortales piensan que no tiene patitas diminutas, que jamás se puede posar, que siempre va de una búsqueda a otra llegando al corazón de las cosas. Yo soy más tu ego de vampiro que tú mismo. Y ahora el sueño de sesenta y cinco años ha terminado.
»¡El sueño de sesenta y cinco años ha terminado! Se lo oí, incrédulo, sin querer creer que ella sabía y había querido decir exactamente lo que había dicho. Porque había pasado justamente ese tiempo desde esa noche en que yo tratara de dejar a Lestat y fracasara; y me enamorara de ella y olvidara mi hormigueante cerebro, mis espantosas preguntas. Ahora ella tenía las espantosas preguntas a flor de labios y debía saber. Caminó lentamente por la habitación y tiró la alhucema estrujada a su alrededor. Rompió el tallo quebradizo y se lo llevó a los labios. Y, habiendo escuchado toda la historia, dijo:
»—Entonces, él me hizo… para que fuera tu compañera. Ninguna cadena te podría haber sujetado en su soledad y él no te podía dar nada. Él no me da nada… Antes lo encontraba encantador, me gustaba su manera de caminar, la manera en que tocaba las piedras con su bastón y cómo me tenía en sus brazos. Y el abandono con que mataba, que era como yo lo sentía. Pero ya no lo encuentro encantador. Y tú nunca lo has encontrado así. Hemos sido sus marionetas, tú y yo; tú, quedándote para cuidar de mí, y yo, siendo tu compañera. Ya es hora de terminar con esto, Louis. Ya es hora de dejarlo.
»Hora de dejarlo.
»Hacía tanto tiempo que no pensaba en ello, que no soñaba con ello…; me había acostumbrado a él, como si fuera una condición de la misma vida. Pude oír un vago ruido, lo que significaba que él había entrado con el carruaje; que pronto estaría en las escaleras. Pensé en lo que siempre sentía cuando lo oía llegar, una vaga ansiedad, una vaga necesidad. Entonces, la idea de quedar libre de él para siempre pasó por mi mente como el agua que había olvidado; olas y olas de agua fresca. Entonces le dije en voz baja que él estaba llegando.
»—Lo sé —dijo con una sonrisa—. Lo oí cuando dio vuelta a la esquina.
»—Pero él jamás nos dejará ir —le susurré, aunque había comprendido las implicaciones de sus palabras; su sentido de vampira era agudo. Se puso en garde magníficamente—. Tú no lo conoces si piensas que nos dejará ir —le dije, alarmado ante su confianza—. No nos dejará ir.
»Y ella, sonriente, dijo:
»—Oh…, ¿en serio?
»Entonces —prosiguió el vampiro tras una pausa—, acordamos hacer planes. De inmediato. A la noche siguiente vino mi agente con sus acostumbradas quejas sobre cómo hacer negocios a la luz de una vela miserable y recibió mis órdenes explícitas acerca de un crucero por el océano. Claudia y yo partiríamos en el primer barco que se hiciera a la mar y no importaba qué puerto fuera el destino. Y era de máxima importancia que se embarcara un gran arcón, un arcón que tendría que ser llevado con cuidado desde nuestra casa durante el día y puesto a bordo, no en la bodega sino en nuestra cabina. Y luego estaban los arreglos para Lestat. Yo había pensado dejarle las rentas de varias tiendas y casas en la ciudad y una pequeña compañía constructora que operaba en el Faubourg Marigny. Firmé inmediatamente estos papeles. Yo quería comprar nuestra libertad: convencer a Lestat de que nosotros únicamente queríamos hacer un viaje juntos y que él podía quedarse viviendo en el estilo al que estaba acostumbrado; contaría con su propio dinero y no tendría necesidad de venir a buscarme para nada. Durante todos esos años, yo había hecho que dependiera de mí. Por supuesto, exigía sus fondos como si yo únicamente fuera su banquero, y me agradecía con las palabras más mordaces que conocía; pero detestaba su dependencia. Yo esperaba distraer sus sospechas satisfaciendo su codicia. Convencido de que él podía leer la menor emoción en mi rostro, sentí más que miedo. No creía que fuera posible escaparnos de él. ¿Comprendes lo que eso significa? Actué como si lo creyese, pero no era así.
»Claudia, en el interin, cortejaba con el desastre; su ecuanimidad me abrumaba mientras leía sus libros de vampiros y le hacía preguntas a Lestat. Permanecía indiferente ante los cáusticos arrebatos de éste; a veces hacía la misma pregunta una y otra vez en formas diferentes y considerando cuidadosamente cualquier pequeña información que él pudiera dejar escapar, pese a sí mismo.
»—¿Qué vampiro te convirtió a ti? —le preguntaba sin sacar la vista de sus libros y dejando los párpados bajos para evitar sus miradas furibundas—, ¿Por qué nunca hablas de él? —continuaba preguntando, como si sus furiosas objeciones no existieran. Parecía inmune a la irritación de Lestat.
»—¡Sois unos codiciosos, vosotros dos! —dijo él la noche siguiente, mientras caminaba por toda la habitación, y miró a Claudia con ojos vengativos; ella estaba en su rincón, en el círculo de luz de una vela, con los libros a su alrededor—. ¡La inmortalidad no es suficiente para vosotros! ¡No! ¡Le miraríais los dientes al caballo regalado por el mismo Dios! Se le podría ofrecer a cualquier hombre de la calle y aceptaría de inmediato…
»—¿Es lo que hiciste tú? —preguntó ella con suavidad, moviendo apenas los labios.
»—Pero tú, tú tienes que saber la razón de ello. ¿Quieres que termine? ¡Te puedo dar la muerte con más facilidad de la que tuve al darte tu vida de ahora!
»Se dirigió hacia ella, y la frágil llama de Claudia me arrojó encima la sombra de Lestat. Formó una aureola sobre su cabeza rubia y dejó su cara, salvo por la mejilla brillante, en la oscuridad.
»—¿Quieres la muerte?
»—La conciencia no es la muerte —susurró ella.
»—¡Contéstame! ¿Quieres la muerte?
»—Y tú das todas esas cosas. Proceden de ti. La muerte y la vida —dijo ella, riéndose de él.
»—Sí —dijo él—. Lo hago.
»—Tú no sabes nada —le dijo ella seriamente, y su voz era tan baja que el más mínimo ruido de la calle la podía interrumpir, alejar sus palabras, y me encontré haciendo un esfuerzo por escucharla desde mi posición, recostado en el respaldo de la silla—. Supongamos que el vampiro que te creó a ti no sabía nada, y el vampiro que creó a ese vampiro tampoco sabía nada y el vampiro anterior, tampoco, y así hasta que la nada procede de la nada, hasta que no hay más que nada. Y nosotros debemos vivir con el conocimiento de que no hay conocimiento.
»—¡Sí! —exclamó él súbitamente, con su voz impregnada de algo distinto a la furia.
»Quedó en silencio. Ella también. Él dio media vuelta lentamente, como si yo hubiera hecho algún movimiento que lo hubiese alertado, como si me hubiese levantado detrás de él. Me hizo recordar cómo giran los seres humanos cuando sienten mi aliento en su piel y, de repente, saben que allí donde pensaban estar completamente solos no lo están…, y luego ese momento de espantosa sospecha, antes de que vean mi rostro y abran la boca. Ahora me miraba y yo apenas podía ver el movimiento de sus labios. Y entonces lo sentí. Tenía miedo. Lestat tenía miedo.
»Ella lo miraba con la misma mirada, sin la menor emoción ni pensamiento.
»—Tú la infestaste con esto… —susurró él.
»Encendió una cerilla con un ruido súbito, prendió las velas de la chimenea, levantó las pantallas opacas de las lámparas y paseó por la habitación encendiendo las luces hasta que la pequeña llama de Claudia quedó abatida; se apoyó de espaldas contra la chimenea, mirando de luz en luz, como si ellas restableciesen una especie de paz, y dijo:
»—Voy a salir.
»Ella se puso de pie apenas él pisó la calle; de improviso, se detuvo en medio de la habitación y se estiró, y su pequeña espalda se arqueó, con los brazos rígidos hasta sus puñitos y los ojos absolutamente cerrados un instante, y luego abriéndolos como si se despertara de un sueño. Hubo algo obsceno en su gesto; la habitación pareció temblar con el miedo de Lestat, e hizo un eco de su última respuesta. Ella se puso alerta. Debo de haber hecho algún movimiento involuntario para alejarme de ella, porque vino hasta el brazo de mi silla y, poniendo su mano sobre mí libro, un libro que hacía horas que no leía, me dijo:
»—Ven conmigo.
»—Tenías razón. Él no sabe nada. No nos puede decir nada —le dije.
»—¿Pensaste alguna vez que lo podría hacer? —me preguntó con el mismo tono de voz—. Encontraremos a otros de nuestra especie. Los encontraremos en Europa central. Allí es donde viven en gran número. Los relatos, tanto de ficción como los de verdad, llenan volúmenes con esas cantidades. Estoy convencida de que todos los vampiros provienen de allí, si es que provienen de algún sitio. Le hemos aguantado demasiado tiempo. Vamos. Y deja que la carne instruya a la mente.
»Pienso que sentí un temblor de deleite cuando ella pronunció esas palabras. “Y deja que la carne instruya a la mente.”
»—Deja el libro a un costado y mata —me susurró.
»La seguí por las escaleras y el patio, y, por una callejuela, pasamos a otra calle. Entonces, se dio vuelta con los brazos extendidos para que la alzara en brazos, aunque, por supuesto, no estaba cansada; sólo quería estar cerca de mi oído, agarrarse de mi cuello.
»—No le he contado mi plan: el viaje, el dinero —le dije, consciente de que había algo en ella más allá de mi comprensión, y ella, casi sin peso, siguió en mis brazos.
»—Él mató al otro vampiro —dijo ella.
»—No, ¿por qué dices eso? —le pregunté. Pero no me afligió que dijera eso; removió mi alma como si fuera un charco de agua quieta hasta entonces. Sentí como si ella me estuviera removiendo lentamente para algo; como si fuera el piloto de nuestra lenta caminata por la calle a oscuras.
»—Porque ahora lo sé —dijo ella con autoridad—. El vampiro lo transformó en un esclavo y él lo mató. Lo mató antes de que supiera lo que quizá sabe ahora, y, entonces, presa del pánico, te hizo su esclavo. Y tú has sido su esclavo.
»—En realidad, no… —le susurré; sentí que apretaba sus mejillas contra mis sienes; estaba fría y necesitaba matar—. No un esclavo. Una especie de cómplice estúpido —le confesé, me confesé a mí mismo, con mucha rabia en las entrañas y palpitación en las sienes, como si se me contrajesen las venas y mi cuerpo se convirtiera en un mapa de venas torturadas.
»—No, un esclavo —insistió ella con su voz grave y monótona, como si estuviera pensando en voz alta y sus palabras fueran revelaciones, letras de un crucigrama—. Y yo liberaré a los dos.
»Me detuve. Apretó su mano contra la mía, pidiéndome que continuara. Caminábamos por la ancha calle al lado de la catedral, hacia las luces de la plaza Jackson; el agua corría rápida por la alcantarilla en medio de la calle, plateada a la luz de la luna.
»Ella dijo:
»—Lo mataré.
»Me quedé inmóvil al final de la calleja. Sentí que se movía en mis brazos; bajó como si lograra algo liberándose de mí sin la torpe ayuda de mis manos. La puse en la acera de piedra. Le dije que no, sacudí la cabeza. Tuve la sensación que te he descrito antes de que los edificios a mi alrededor —el cabildo, la catedral, los apartamentos a lo largo de la plaza— eran todos como la seda, y una ilusión, y se rasgarían de repente, con un viento horrible, y una grieta se abriría en la tierra, que era la única realidad.
»—Claudia —le dije, apartando mi mirada.
»—¿Y por qué no matarlo? —dijo ahora, alzando la voz hasta que chilló—. ¡No me sirve para nada! ¡No le puedo sacar nada! Y él me causa dolor, ¡algo que no toleraré!
»—¿Y si no es tan inútil? —le dije. Pero la vehemencia era falsa. Desesperada. ¡Estaba tan alejada de mí, con sus pequeños hombros erguidos y decididos, y su paso rápido, como una niñita que, al salir los domingos con sus padres, quiere caminar adelante y simular que está sola!—. ¡Claudia! —llamé, y la alcancé de inmediato; le toqué la pequeña cintura y sentí que se endurecía como el hierro—. ¡Claudia, tú no lo puedes matar!
—le susurré; ella dio unos pasos atrás, saltando, resonando en las piedras y salió a la calle abierta. Un cabriolé pasó a nuestro lado y oímos unas carcajadas y el ruido de los caballos y las ruedas. Luego la calle quedó en silencio. La seguí por ese espacio inmenso hasta las puertas de la plaza Jackson, donde se aferró a las rejas. Me acerqué a ella.
»—No me importa lo que sientas, lo que digas; no puedes hablar seriamente de matarlo —le dije.
»—¿Y por qué no? ¿Piensas que es tan fuerte? —me preguntó, con los ojos fijos en la estatua, como dos inmensos pozos de luz.
»—¡Es más fuerte de lo que te imaginas! ¡Más fuerte de lo que sueñas! ¿Cómo piensas matarlo? No puedes competir con su destreza. ¡Tú lo sabes! —le dije, casi rogándole, pero pude darme cuenta de que estaba absolutamente imperturbable, como un niño que mira fascinado la vitrina de una tienda de juguetes.
»Movió de pronto la lengua entre los dientes y se tocó el labio inferior con una rápida lamida que me provocó un pequeño sobresalto. Saboreé sangre. Sentí algo palpable e indefenso en mis manos. Quería matar. Podía oír y oler a los humanos en los senderos de la plaza, moviéndose en el mercado, caminando por el muelle. Estaba a punto de cogerla, hacerla que me mirase, sacudirla, de ser necesario, obligarla a escucharme, cuando se volvió hacia mí con sus grandes ojos líquidos.
»—Te quiero, Louis —me dijo.
»—Entonces, escúchame, Claudia, te lo ruego —susurré, aferrándome a ella, alerta de pronto por una cercana serie de susurros, y la lenta y creciente articulación de las conversaciones humanas por encima de los sonidos entremezclados de la noche—. Te destruirá si tratas de matarlo. No hay manera de que puedas hacer eso con seguridad. No conoces la manera. Y, poniéndote en su contra, lo perderás todo. Claudia, no puedo soportar eso.
»Hubo una sonrisa casi imperceptible en sus labios.
»—No, Louis —murmuró—. Lo puedo matar. Y ahora te quiero contar algo más, un secreto entre tú y yo.
»Sacudí la cabeza, pero ella se apretó aún más contra mí y bajó los párpados, de modo que sus frondosas cejas casi me acariciaban las mejillas.
»—El secreto es, Louis, que deseo matarlo. Lo disfrutaré.
»Me arrodillé a su lado, mudo, y sus ojos me estudiaban como lo habían hecho con tanta frecuencia en el pasado; y, luego, ella dijo:
»—Mato a seres humanos todas las noches. Los seduzco, los acerco a mi lado con un hambre insaciable, una constante búsqueda sin fin de algo…, algo que no sé lo que es… —Se puso los dedos sobre los labios y los apretó, y su boca se abrió a medias y pude ver el brillo de sus dientes—. No me importa nada de dónde vienen, ni a dónde van, si no los he encontrado en mi camino. ¡Pero él no me gusta! Quiero que muera y lo tendré muerto. Lo disfrutaré.
»—Pero, Claudia, no es mortal. Es inmortal. Ninguna enfermedad lo puede afligir. La edad no lo abruma. ¡Amenazas una vida que puede llegar al fin del mundo!
»—¡Ah, sí, eso es precisamente! —dijo ella con un miedo reverencial—. Una vida que podría haber vivido durante siglos. ¡Qué sangre, qué poderío! ¿Piensas que tendré su poder y el mío cuando se lo arrebate?
»Entonces, me enfurecí. Me puse de pie súbitamente y me separé de ella. Podía oír el susurro de los humanos a mí alrededor. Susurraban del padre y de la hija, de esa frecuente visión de devoción amorosa. Me di cuenta de que hablaban de nosotros.
»—No es necesario —le dije a ella—. Supera cualquier necesidad, todo sentido común, toda…
»—¡Qué! ¿Humanidad? Es un asesino —murmuró—. Un depredador solitario —repitió el propio término de Lestat, burlándose—. No interfieras conmigo ni quieras saber cuándo pienso hacerlo ni te interpongas entre nosotros… —Entonces levantó las manos para hacerme callar y tomó las mías con mucha fuerza, con sus pequeños dedos apretando, torturando mi piel—. Si lo haces, ocasionarás mi destrucción con tu interferencia. No se me puede desalentar.
»Y se alejó en un remolino de lazos de sombrero y ecos de pasos. Me di vuelta, sin prestar atención a la dirección que tomaba, deseando que la ciudad me tragara, consciente ahora del hambre que crecía hasta abrumar mi razón. Casi detesté tener que ponerle punto final. Necesitaba dejar que la lujuria y la excitación destruyeran toda mi conciencia, y pensé en matar una y otra vez, caminando lentamente por esa calle y la siguiente, moviéndome inexorablemente hacia la muerte, diciendo: “Es un hilo que me empuja por el laberinto. No tiro del hilo. El hilo tira de mí…”. Me quedé inmóvil en la rué Conti, escuchando un rugido sordo, un sonido conocido. Eran los esgrimistas, arriba, en el salón, avanzando en el piso de madera, precipitándose, adelante, atrás, y el entrechocar plateado de las espadas. Me apoyé en una pared desde donde los podía ver a través de las altas ventanas desnudas: los jóvenes batiéndose en la noche, el brazo izquierdo curvo como el brazo de un bailarín, la gracia acercándose a la muerte, la gracia lanzándose al corazón; las imágenes del joven Freniere empuñando ahora hacia adelante la hoja de plata, o siendo empujada por ella hasta el infierno. Alguien había llegado a la calle por los angostos escalones de madera; un chico, un chico tan joven que estaba colorado y encendido por la esgrima, y bajo su elegante abrigo gris y su camisa de seda flotaba el dulce aroma de la colonia y las sales. Pude sentir su calor cuando salió a la luz mortecina de la calle. Se reía consigo mismo, hablando casi imperceptiblemente, con su pelo castaño cayéndosele sobre los ojos mientras caminaba, sacudiendo la cabeza, con los rizos que subían y bajaban. Y entonces se detuvo en seco, con sus ojos fijos en mí. Miró y sus párpados temblaron un poco y se rió nerviosamente.
»—Perdóneme —dijo a continuación en francés—. ¡Me asustó!
»Y cuando se movió para hacer una reverencia ceremoniosa y quizá pasar a mi lado, se quedó inmóvil y la sorpresa le cruzó el rostro. Pude ver latir su corazón en la carne rósea de sus mejillas, oler el súbito sudor de su cuerpo fuerte y joven.
»—Me viste a la luz del farol —le dije—. Y mi cara te pareció la máscara de la muerte.
»Abrió los labios y los cerró e, involuntariamente, asintió, con los ojos deslumbrados.
»—¡Vete! —le dije—. ¡Rápido!
El vampiro hizo otra pausa, y luego se movió como si quisiera continuar. Pero estiró sus largas piernas debajo de la mesa y, echándose para atrás, se llevó las manos a la cabeza haciendo una gran presión en sus sienes.
El entrevistador, que estaba acurrucado y con los brazos cruzados, se relajó. Miró las cintas y luego al vampiro.
—Pero usted mató a alguien esa noche.
—Todas las noches —dijo el vampiro.
—¿Por qué lo dejó ir, entonces? —preguntó el chico.
—No lo sé —dijo el vampiro, pero no empleó el tono de no saberlo, realmente, sino de no querer comentarlo—. Pareces cansado —dijo el vampiro—. Pareces tener frío.
—No tiene importancia —dijo rápidamente el muchacho—. La habitación está un poco destemplada. No me importa. Usted no tiene frío, ¿verdad?
—No. —El vampiro sonrió y, entonces, sus hombros se sacudieron con una súbita risa.
Pasó un momento en el que el vampiro pareció estar pensando y el muchacho estudiando el rostro del vampiro. Los ojos del vampiro se posaron en el reloj del entrevistador.
—Ella no tuvo éxito, ¿no es así? —preguntó en voz baja el muchacho.
—¿Qué te imaginas, honestamente? —preguntó el vampiro. Se había vuelto a apoyar en el respaldo de la silla. Miró fijamente al muchacho.
—Que ella…, como usted dice…, fue destruida —dijo el muchacho, y pareció sentir las palabras, de modo que tragó saliva después de haber dicho destruida—. ¿Fue así?
—¿No piensas que ella lo pudiera lograr? —preguntó el vampiro.
—Él era tan poderoso… Usted mismo dijo que nunca supo el poder que tenía, los secretos que conocía. ¿Cómo podía ella estar segura de matarlo? ¿Cómo lo intentó?
El vampiro miró al muchacho largo rato, con una expresión ilegible para el joven entrevistador, que se encontró mirando para otro lado como si los ojos del vampiro fueran luces ardientes.
—¿Por qué no bebes de la botella que tienes en el bolsillo? —preguntó el vampiro—. Te dará calor.
—Oh, eso… —dijo el muchacho—. Estaba a punto de… El vampiro se rió.
—¡Y pensaste que sería una falta de educación! —dijo, y se dio una súbita palmada en la pierna.
—Es verdad —dijo el muchacho, y se encogió de hombros, ahora sonriente. Sacó un pequeño frasco del bolsillo de su chaqueta, abrió la tapa dorada y tomó un trago. Levantó la botella en dirección al vampiro.
—No —dijo el vampiro e hizo un gesto con la mano para rechazar la oferta.
Entonces volvió a ponerse serio y continuó hablando.
—Lestat tenía un músico amigo en la rué Dumaine. Lo habíamos visto en un recital en casa de Madame LeClair, que también vivía allí, pues en aquel entonces era una calle que estaba muy de moda; y esta Madame LeClair, con quien también Lestat se divertía de vez en cuando, le había encontrado al músico una habitación en una mansión cercana, donde Lestat lo visitaba a menudo. Te conté que jugaba con sus víctimas, se hacía amigo de ellas, las seducía hasta que confiaban en él y le tenían simpatía, antes de matarlas. Aparentemente, jugaba con este muchacho, aunque su amistad había durado más que ninguna de las anteriores que yo había visto. El joven componía buena música y a menudo Lestat traía nuevas partituras a casa y tocaba las canciones en el gran piano de nuestra sala. El chico tenía talento, pero se podía ver que su música no tendría éxito porque era demasiado perturbadora. Lestat le daba dinero y se pasaba las tardes con él; con frecuencia lo llevaba a restaurantes a los que el joven no podría haberse permitido el lujo de ir por su cuenta, y le compraba todas las partituras y los lápices para que escribiera su música.
»Como te dije, esa amistad había durado mucho más que cualquiera de las anteriores de Lestat. Y yo no podía saber si en realidad se había hecho amigo de un mortal, pese a sí mismo, o si simplemente planeaba una gran traición y una crueldad especiales. Varias veces había indicado a Claudia y a mí que pensaba matar directamente al muchacho, pero no lo había hecho. Y, por supuesto, nunca le hice esa pregunta porque no valía la pena el escándalo que hubiera armado. ¡Lestat, encariñado con un mortal! Probablemente hubiera roto los muebles de la sala en un ataque de furia.
»A la noche siguiente —después de la que acabo de describirte—, me irritó miserablemente pidiéndome que fuera con él al piso del músico. Estaba evidentemente simpático, en uno de esos días en que quería mi compañía. Cuando se divertía, le sucedía eso. Deseaba ver una buena obra de teatro, una ópera, un ballet, y siempre quería que lo acompañase. Pienso que debo de haber visto Macbeth con él unas quince veces, íbamos a cada actuación, incluso a las de aficionados, y Lestat luego caminaba a casa, repitiendo líneas conmigo e incluso gritando a los transeúntes con un dedo estirado: “Mañana, y mañana, y mañana”, hasta que nos evitaban como si estuviésemos ebrios.
Pero esta efervescencia era febril y muy susceptible de terminar en un santiamén; nada más que una o dos palabras de simpatía de mi parte, alguna sugerencia de que había encontrado agradable su compañía, podían borrar esas situaciones durante meses. Incluso años. Pero ahora se acercó a mí muy simpático y me pidió que lo acompañara al cuarto del joven. Hasta me apretó el brazo cuando me lo pidió. Y yo, aburrido, paralizado, le di una excusa miserable —pensando únicamente en Claudia, en el agente, en el desastre inminente—. Lo podía sentir y me pregunté si él no lo sentía. Y, por último, recogió un libro del suelo y me lo arrojó, gritando:
»—¡Lee entonces tus malditos poemas! ¡Púdrete!
»Y se alejó hecho una furia.
»Esto me preocupó. No te puedes imaginar lo que me preocupó. Quería que él siguiera frío, impasible, distante. Resolví rogarle a Claudia que se olvidara del asunto. Me sentí impotente y terriblemente cansado. Pero la puerta de Claudia estuvo cerrada hasta que salió y yo sólo la había visto un segundo mientras Lestat hablaba, una visión de lazos y hermosura mientras se ponía el abrigo; nuevamente las mangas anchas y un lazo violeta en el pecho, sus medias blancas de hilo bajo el dobladillo de su pequeño vestido y sus zapatitos de un blanco inmaculado. Me lanzó una mirada distante al salir.
»Cuando regresé más tarde, saciado y por un rato demasiado perezoso como para que me molestaran mis pensamientos, empecé a sentir gradualmente que ésa sería la noche. Ella lo intentaría esa noche.
»No te puedo decir cómo lo supe. Había cosas en el piso que me molestaban, me alertaban. Claudia se encerró en la sala trasera. Y me pareció escuchar otra voz, un susurro. Claudia jamás traía a nadie al piso; nadie, salvo Lestat, lo hacía. Él sí traía a sus mujeres. Pero supe que allí había alguien; sin embargo, no me llegó ningún olor, ningún sonido preciso. Luego, hubo aromas de comida y bebida. Y los crisantemos estaban en la jarra de plata; flores que para Claudia significaban la muerte.
»Luego vino Lestat, cantando algo entre dientes. Su bastón hizo un ruido continuo en la barandilla de la escalera de caracol. Vino por el largo pasillo, con su rostro encendido por la matanza, y los labios rojos, y puso su música en el piano.
»—¿Lo maté o no lo maté? —me hizo la pregunta, señalándome con un dedo—. ¿Qué opinas?
»—No lo hiciste —dije torpemente—. Porque me invitaste a ir contigo y jamás compartes conmigo tus muertes.
»—Ah, pero… ¡lo maté porque me enfureciste rechazando mi invitación! —dijo, y levantó de un golpe la tapa del teclado.
»Pude ver que continuaría en esa vena hasta la madrugada. Estaba excitado. Lo miré tocando la música, pensando, ¿Puede morir? ¿Puede realmente morir? ¿Y ella piensa hacerlo? En un momento, quise ir a verla y decirle que abandonara todo, incluso el proyectado viaje, y que viviéramos como hasta entonces. Pero tuve la sensación de que ya no habría marcha atrás. Desde el día en que ella había empezado a hacerle preguntas, esto —fuera lo que fuese— era inevitable. Y sentí un peso encima de mí clavándome en la silla.
»Hizo dos acordes con las manos. Tenía un gran alcance y, en una vida mortal, hubiera sido un buen pianista. Pero tocaba sin sentimiento, siempre estaba fuera de la música, sacándola del piano como por arte de magia, por el virtuosismo de sus sentidos y su dominio de vampiro; la música no salía a través de él, no era arrancada por él mismo.
»—Y bien, ¿lo maté o no lo maté? —volvió a preguntarme.
»—No, no lo hiciste —le respondí, aunque fácilmente podría haber asegurado lo contrario. Me concentraba en mantener la máscara.
»—Tienes razón. No lo hice —dijo—. Me excita estar a su lado, pensarlo una y otra vez: lo puedo matar y lo haré, pero no ahora. Y luego lo dejaré y encontraré a alguien que se le parezca lo más posible. Si tuviera hermanos…, los mataría uno a uno —dijo, con una especie de rugido burlón—. A Claudia le gustan las familias. Hablando de familias, supongo que lo has oído. Se supone que la casa Freniere está encantada; no pueden conservar ningún superintendente y los esclavos se escapan inevitablemente uno tras otro.
»Esto era algo de lo que yo no quería oír hablar. Babette había muerto joven, demente; al final, no le permitían caminar por las ruinas de Ponte du Lac, porque ella insistía en que allí había visto al diablo y que lo debía encontrar; oí hablar de ello. Y luego vinieron las noticias del funeral. Yo había pensado de tanto en tanto ir a verla, tratar de encontrar algún medio de rectificar lo que había hecho; en otras ocasiones, pensé que el tiempo todo lo curaría. En mi nueva vida de matanzas nocturnas, me había alejado de la intimidad sentida con ella o con mi hermana o con cualquier mortal. Y observé la tragedia finalmente como desde un palco del teatro, emocionado de tanto en tanto, pero nunca lo suficiente como para bajarme por las barandillas y sumarme a los actores en el escenario.
»—No hables de ella —le dije.
»—Muy bien. Hablaba de la plantación. No de ella. ¡Ella! Tu dama amorosa, tu fantasía —me sonrió—. ¿Sabes?, al final todo salió como yo quería, ¿no es así? Pero te cuento de mi joven amigo y cómo…
»—Ojalá tocaras su música —dije en voz baja, sin agresividad, pero lo más persuasivo posible.
»A veces esto funcionaba con Lestat. Si yo le decía algo específicamente correcto, se ponía a hacerlo. Y entonces lo hizo; con una leve mueca, como diciendo: “Tú, tonto”, empezó a tocar la música. Oí las puertas de la sala trasera y los pasos de Claudia por el corredor. “No vengas, Claudia —pensé yo, sintiéndola—, aléjate antes de que todos quedemos destrozados.” Pero ella vino y se detuvo ante el espejo del pasillo. Pude oírla abrir la pequeña mesa tocador y luego el susurro de su peine. Tenía un perfume floral. Me di vuelta lentamente para verla cuando apareciese en la puerta, aún de blanco, y se encaminara por la alfombra hacia el piano en silencio. Se quedó al lado del teclado, con sus manos sobre la madera, su mentón sobre las manos y los ojos fijos en Lestat.
»Pude ver el perfil de Lestat y la pequeña cara de Claudia más allá, mirándolo.
»—¿Qué pasa ahora? —dijo él, doblando la página y dejando que su mano le cayera sobre la pierna—. Me irritas. ¡Tu mera presencia me irrita!
»Volvió la vista a la página.
»—¿De verdad? —dijo ella con su voz más dulce.
»—Sí. Y te diré algo más. He conocido a alguien que sería mucho mejor vampiro que tú.
»Esto me dejó perplejo. Pero no tuve necesidad de decirle que continuara.
»—¿Entiendes lo que quiero decir? —prosiguió.
»—¿Se supone que lo dices para asustarme? —preguntó ella.
»—Eres una malcriada porque eres la única niña —dijo él—. Necesitas un hermano. O, más bien, yo necesito un hermano. Me aburrís vosotros dos. Unos vampiros egoístas, meditabundos, que agobiáis nuestras propias vidas. No me gusta.
»—Supongo que podríamos poblar el mundo de vampiros, sólo nosotros tres —dijo ella.
»—¿Lo crees? —dijo él, sonriente, y en su voz hubo una nota de triunfo—. ¿Piensas que lo podrías hacer? Supongo que Louis te ha contado cómo se hace o lo que él piensa que se debe hacer. Vosotros no tenéis ese poder. Ninguno de los dos.
»Esto pareció perturbarla. Era algo que ella no había previsto. Lo estudiaba. Pude ver que no se lo creía por completo.
»—¿Y quién te dio ese poder? —preguntó ella en voz baja, pero con un dejo de sarcasmo.
»—Eso, querida mía, es algo que jamás sabrás. Porque hasta el Erebus en que vivimos debe tener su aristocracia.
»—Eres un mentiroso —dijo ella con una corta carcajada y, en el instante en que él volvió a posar los dedos en el teclado, prosiguió—: Pero tú dificultas mis planes.
»—¿Tus planes?
»—Vine en son de paz a ti, aunque seas el padre de las mentiras. Tú eres mi padre —dijo ella—. Quiero hacer las paces contigo. Quiero que las cosas sean como antes.
»Entonces él fue el incrédulo. Me echó una mirada, luego la miró a ella.
»—Eso puede ser. Pero entonces deja de hacerme preguntas. Deja de seguirme. Deja de buscar vampiros en todas las callejuelas. ¡No hay otros vampiros! Aquí es donde vives y aquí es donde debes quedarte. —Pareció confuso un momento, como si el volumen de su propia voz lo confundiera—. Cuidaré de ti. Tú no necesitas nada.
»—Y tú no sabes nada y, por eso, detestas mis preguntas. Todo está en claro. Por tanto, tengamos paz porque no podemos tener nada más. Tengo un regalo para ti.
»—Espero que sea una mujer hermosa con unos atractivos que tú jamás tendrás —dijo él, y la miró de arriba abajo.
»Ella cambió de cara. Fue como si casi perdiera un dominio que jamás la había visto perder. Pero entonces movió la cabeza y, estirando un brazo pequeño y redondo, le tiró de la manga.
»—He hablado en serio. Estoy harta de discutir contigo. El infierno es odio, gente que vive en odio eterno. Nosotros no estamos en el infierno. Puedes aceptar el regalo o no. No me importa. Pero terminemos de una vez por todas con este problema. Antes de que Louis, disgustado, nos abandone a ambos.
»Lo obligó a que dejara el piano, bajó la tapa de madera sobre el teclado e hizo girar el taburete para que los ojos de Lestat le siguieran hasta la puerta.
»—Hablas en serio. Un regalo. ¿Qué quieres decir con un regalo?
»—No te has alimentado lo suficiente. Lo puedo ver por tu color, por tus ojos. Nunca estás lo bastante alimentado a esta hora. Digamos que te puedo hacer disfrutar mucho. Dejad que los niños vengan a mí —susurró ella y se fue. Él me miró. Yo no dije nada. Era como si hubiera estado intoxicado. Noté la curiosidad en su rostro, la sospecha. La siguió por el pasillo. Y luego oí que emitía un largo y consciente gemido, una mezcla perfecta de hambre y lujuria.
»Cuando llegué a la puerta, y tardé un rato, él estaba agachado sobre el sofá. Allí había dos niños, echados entre los cojines suaves de terciopelo, totalmente abandonados al sueño como hacen los niños, con las bocas sonrojadas abiertas, sus caras redondas y pequeñas, suaves. Tenían la piel húmeda, radiante; los rizos del más moreno caían sobre su frente, húmedos y pegados a la piel. De inmediato vi, por su ropa idéntica y pobre, que se trataba de huérfanos. Y se habían devorado lo que les habían servido con nuestra mejor vajilla. El mantel estaba salpicado de vino y una pequeña botella estaba en medio de los platos y los cubiertos grasientos. Pero en la habitación había un aroma que no me gustó. Me acerqué, para ver mejor a los dos pequeños dormidos, y pude ver que tenían los cuellos desnudos pero que nadie los había tocado. Lestat se había agachado al lado del más moreno; era, de lejos, el más hermoso. Podría haber sido elevado a la cúpula pintada de una catedral. No tenía más de siete años, pero poseía una belleza perfecta que es asexual y angelical. Lestat le pasó suavemente la mano por el cuello pálido y luego rozó los labios sedosos. Dejó escapar un suspiro que tenía una anticipación deseosa, dulce, dolorosa.
»—Oh…, Claudia… —suspiró—. Te has lucido. ¿Dónde los encontraste?
»Ella no dijo nada. Se había vuelto a un sillón oscuro y estaba sentada entre dos grandes cojines, con sus piernas estiradas, los tobillos cayendo de modo que no se podían ver las plantas de sus hermosos zapatos sino los costados curvos, sus ornamentos delicados.
»Miraba a Lestat.
»—Ebrios con brandy —dijo—. Una copita —y señaló la mesa—. Pensé en ti cuando los vi… Pensé que si los compartía contigo, me perdonarías.
»Él se quedó encantado con el piropo. La miró, estiró una mano y la tomó del fino tobillo.
»—¡Tontita! —susurró, y se rió; pero entonces se calló como no queriendo despertar a los niños condenados. Le hizo a ella un gesto íntimo, seductor—. Ven a sentarte a su lado. Tú coges éste y yo el otro. Ven.
»La abrazó cuando ella pasó a su lado y la puso al lado del otro niño. Acarició el pelo húmedo del niño, le pasó los dedos por los párpados redondos y por el borde de las cejas. Y luego puso toda su mano suave sobre la cara del niño y le acarició las sienes, las mejillas y el mentón, masajeando la piel joven. Se había olvidado de que estábamos allí, pero retiró la mano y se quedó inmóvil un instante, como si su deseo lo marease. Miró al techo y luego puso manos a la obra. Dobló lentamente la cabeza del niño sobre el sofá y los párpados del niño se pusieron tensos un segundo y un gemido escapó de sus labios.
»Los ojos de Claudia estaban fijos en Lestat, aunque levantó la mano izquierda y lentamente desabrochó los botones del niño que estaba a su lado y metió la mano bajo la mísera camisa y sintió la piel desnuda. Lestat hizo otro tanto; pero súbitamente, su mano cobró vida propia, se deslizó bajo la camisa y rodeó el cuerpo del niño en un cálido abrazo, acercándoselo de modo que su cara quedó hundida en el cuello del niño. Movió los labios por el cuello y el pecho y los diminutos pezones. Entonces, pasó su otro brazo por la camisa abierta, de modo que el niño quedó indefenso, lo apretó aún más entre sus brazos y le hundió los dientes en la garganta. La cabeza del niño cayó hacia atrás, se le soltaron los rizos, y nuevamente dejó escapar un leve gemido y movió los párpados, pero no los abrió. Y Lestat se arrodilló, con el niño apretado contra él, chupando, con su propia espalda arqueada y rígida. Su cuerpo se movía hacia atrás y hacia adelante, transportando al niño, y sus gemidos prolongados subían y bajaban siguiendo el ritmo de su lenta oscilación, hasta que, de repente, todo su cuerpo se puso tenso y sus manos parecieron buscar algún medio para alejarse del niño, como si éste fuese una carga inútil que colgara de él; y por último abrazó al niño nuevamente y, lentamente, lo recostó en los mullidos cojines, chupando menos, ahora casi de forma inaudible.
»Se apartó. Sus manos presionaron al niño. Se arrodilló con la cabeza hacia atrás, y sus largos cabellos rubios cayeron despeinados. Y entonces, lentamente, se echó en el suelo, doblándose, la espalda contra la pata del sillón.
»—Ah…, Dios —susurró con la cabeza hacia atrás y los párpados semicerrados. Pude ver que el color le subía por las mejillas, le llegaba a las manos. Una mano se apoyó en su rodilla, temblorosa y luego cayó inmóvil.
»Claudia no se había movido. Permanecía como un ángel de Botticelli al lado del niño ileso. El cuerpo del otro niño ya se había encogido, el cuello como un tallo fracturado, la cabeza pesada cayendo ahora en un ángulo torpe, el ángulo de la muerte, sobre el almohadón.
»Pero algo estaba mal. Lestat miraba al techo. Pude ver su lengua entre los dientes. Estaba demasiado inmóvil, como si intentase decir algo, pasar la barrera de los dientes y tocarse los labios. Pareció temblar de forma convulsiva… Entonces se relajó pesadamente; no obstante, no se movió. Un velo había caído sobre sus claros ojos grises. Miraba al techo. Y un sonido partió de su garganta. Salí de las sombras del corredor, pero Claudia dijo con tono decidido:
»—¡Vuelve atrás!
»—… Louis… —dijo él, por fin lo pude oír—, Louis…, Louis…
»—¿No te gusta, Lestat? —le preguntó ella.
»—Algo está mal —murmuró él, y abrió los ojos como si hablara con un esfuerzo colosal; no se podía mover, no se podía mover para nada—. ¡Claudia! —Aspiró aire nuevamente y sus ojos rodaron en dirección a ella.
»—¿No te gusta la sangre de los niños?… —preguntó ella en voz baja.
»—Louis… —susurró él, levantando por último la cabeza por un instante: volvió a caer en el sofá—. Louis, es…, es… ajenjo. Demasiado ajenjo. Me ha envenenado. Louis… —trató de levantar una mano. Me acerqué más y sólo la mesa nos separó.
»—¡Atrás! —repitió ella; y entonces saltó del sofá y se acercó a él, mirándolo a la cara como él había mirado a los niños—. Ajenjo, padre —dijo ella—. ¡Y láudano!
»—¡Demonio! —le dijo él—. Louis…, ponme en mi ataúd. —Trató de levantarse—. ¡Ponme en mi ataúd!
»Su voz fue ronca, apenas audible. La mano tembló, se levantó y cayó.
»—Yo te pondré en tu ataúd, padre —dijo ella como si lo estuviera calmando—. Te pondré allí para siempre.
»Y entonces, de abajo de los almohadones del sofá, sacó un cuchillo de cocina.
»—¡Claudia! ¡No hagas eso! —le dije yo. Pero ella me miró con una virulencia como nunca le había visto en su expresión. Y, mientras yo me quedaba paralizado, ella le abrió la garganta y él dejó escapar un grito agudo y sofocado.
»—¡Dios mío! —gritó—. ¡Dios!
»La sangre manó sobre su camisa, por el abrigo. Manó como jamás podría haberlo hecho de un ser humano; toda la sangre con que se había alimentado antes del niño y la del niño; y movía la cabeza haciendo un sonido burbujeante. Ella le hundió el cuchillo en el pecho y él se agachó hacia adelante, con la boca abierta, sus colmillos al descubierto, las dos manos tratando, convulsivas, de asir el cuchillo, revoloteando alrededor del mango. Levantó la vista hasta mí, con el pelo sobre los ojos.
»—¡Louis! ¡Louis!
»Dejó escapar un gran gemido y cayó de costado en la alfombra. Ella se quedó mirándolo. La sangre corría por todos lados como agua. El gruñía, tratando de levantarse, con un brazo encogido debajo de su pecho y el otro moviéndose por el suelo. Y, entonces, de repente, ella se arrojó sobre él y, aferrándose de su cuello con ambas manos, le hundió los dientes mientras él se defendía.
»—¡Louis! ¡Louis! —gimió una vez más, luchando, intentando desesperadamente alejarla; pero ella quedó encima de él, y su cuerpo, levantado por el hombro de Lestat, se sacudió y cayó nuevamente hasta que se separó; y, cuando encontró el suelo, se alejó rápidamente de él, con sus manos en los labios. Mi cuerpo estaba convulso por lo que acababa de presenciar, y me sentía incapaz de seguir mirando.
»—Louis —dijo ella, pero yo sólo sacudí la cabeza; por un instante, toda la casa pareció oscilar; pero ella insistía—. Louis, mira lo que le pasa.
»Había dejado de moverse. Estaba echado de espaldas. Y todo el cuerpo le temblaba, se le secaba; la piel estaba gruesa y arrugada y tan blanca que se le veían todas las pequeñas venas. Quedé perplejo, pero no pude apartar la vista, ni siquiera cuando la forma de los huesos empezó a asomar, sus labios retrocedieron hasta los dientes, la piel de la nariz se secó y mostró dos grandes agujeros. Pero sus ojos siguieron iguales, mirando enloquecidos al techo, con el iris bailoteando de una punta a la otra, mientras la carne se hundía hasta los huesos y se convertía en un pergamino que tapaba al esqueleto. Por último, puso los ojos en blanco y así quedó, sólo una masa de rizado cabello rubio, un abrigo, un par de botas brillantes y ese horror que había sido Lestat; y yo lo miré, desesperado.
»Durante largo rato. Claudia simplemente se quedó allí. La sangre había empapado la alfombra, ensombreciendo las flores bordadas. Brillaba pegajosa y negra sobre los suelos. Había manchado el vestido, los zapatos blancos, las mejillas de Claudia. Se limpió con una servilleta arrugada, trató de limpiarse las manchas del vestido y, entonces, me dijo:
»—¡Louis, debes ayudarme a sacarlo de aquí!
»—No —contesté. Y le di la espalda; ella seguía con el cadáver a sus pies.
»—¿Estás loco, Louis? ¡No puede quedarse aquí! —me dijo—. Y los niños. ¡Debes ayudarme! El otro ha muerto del ajenjo. ¡Louis!
»Yo sabía que tenía razón, que era necesario. No obstante, me pareció algo imposible.
»Tuvo que rogarme; casi me llevó de la mano. Encontramos el horno de la cocina aún repleto con los huesos de la madre y la hija que ella había asesinado; un acto peligroso, una estupidez. Entonces ella metió los cadáveres en un saco y lo arrastró por las piedras del patio hasta el coche. Yo mismo até el caballo, dejando dormir al soñoliento cochero, y conduje el carruaje a las afueras de la ciudad, rápidamente, en dirección al pantano St. Jean, que se extendía hasta el lago Pontchartrain. Ella se sentó a mi lado, en silencio, hasta que pasamos las puertas iluminadas de las pocas casas rurales y el camino se angostó y se volvió escabroso; el pantano se extendía a ambos lados y era como un muro al parecer impenetrable de cipreses y de enredaderas. Podía oler el hedor de los vegetales podridos, oír el ronroneo de los animales.
»Claudia había enfundado el cuerpo de Lestat en una sábana porque yo no lo quise ni tocar, y luego, para horror mío, le había esparcido encima los crisantemos de largos tallos. Por tanto tenía un dulce aroma funerario cuando por último lo metí en el carruaje. Casi no pesaba, de tan fláccido que quedó, como algo hecho de cuerdas y trapos. Y me lo puse al hombro y avancé por las aguas negras, el agua que chapoteaba y llenaba mis botas; mis pies buscaban un sendero bajo esas aguas, lejos de donde había dejado a los dos niños. Entré cada vez más profundo con los despojos de Lestat, aunque no sabía por qué. Y, finalmente, cuando apenas podía vislumbrar el pálido espacio del camino y el cielo que peligrosamente se aproximaba al alba, dejé que su cuerpo se resbalara de mis brazos y cayera al agua. Me quedé allí, traumatizado, mirando la forma amorfa de la sábana blanca debajo de esa superficie de lodo. El estupor que me había abrumado desde que abandonáramos la rué Royale amenazó con desvanecerse y dejarme de repente mirando, pensando: “Esto es Lestat. Esto es todo lo que queda de la transformación y el misterio; muerto, ido a la oscuridad eterna”. Sentí de súbito un empujón, como si una fuerza me rogara que descendiese junto a él, me hundiera en el agua negra y jamás regresara. Fue algo fuerte y claro, aunque, en comparación con las voces ordinarias, sólo me pareció un murmullo. Habló sin lenguaje, diciendo: “Tú sabes lo que debes hacer. Húndete en la oscuridad. Déjate ir por completo”.
»Pero, en ese instante, oí la voz de Claudia. Me llamaba por mi nombre. Me di vuelta y por las enredaderas retorcidas, la vi pequeña y distante, como una llama blanca en el camino débilmente iluminado.
»Más tarde, a la madrugada —prosiguió—, Claudia me abrazó y puso su cabeza contra mi pecho en la intimidad del ataúd; me susurró que me amaba; que ahora quedaríamos libres de Lestat para siempre.
»—Te amo, Louis —me repitió una y otra vez hasta que la oscuridad cayó finalmente sobre nosotros y misericordiosamente nos borró toda conciencia.
»Cuando me desperté, ella estaba revisando las cosas de Lestat. Fue una tarea silenciosa, metódica, pero llena de una furia ciega. Sacó los contenidos de los gabinetes, vació cajones sobre las alfombras, sacó una por una sus chaquetas de los roperos; revisó cada bolsillo, tirando las monedas y las entradas al teatro y los pedacitos de papel. Me quedé en la puerta de su dormitorio, atónito, observándola. El ataúd de Lestat estaba allí, lleno de bufandas y pedazos de tapicería. Sentí la compulsión de abrirlo. Tuve el deseo de encontrarlo allí.
»—¡Nada! —exclamó finalmente ella con disgusto en la voz, y metiendo las ropas en el ataúd—. ¡Ni una pista de dónde provenía, de quién lo había creado! Ni una señal.
»Me miró como implorando mi simpatía. Desvié la mirada. No podía mirarla. Volví al dormitorio, esa habitación llena con mis libros y las cosas que había salvado de mi hermana y de mi madre, y me senté en la cama. La pude oír en la puerta, pero no la miré.
»—¡Merecía morir! —me dijo.
»—Entonces nosotros merecemos morir. De la misma manera. Cada noche de nuestras vidas —le contesté—. Aléjate de mí —fue como si mis palabras fueran mis pensamientos, y mi mente únicamente fuera una amorfa confusión—. Te cuidaré porque tú no cuidas de ti misma. Pero no te quiero cerca. Duerme en ese ataúd que te has comprado. No te me acerques.
»—Te dije que lo iba a hacer. Te lo dije… —recordó ella. Su voz nunca había sonado tan frágil, como el tintineo de una campanilla. La miré, perplejo pero inconmovible. Su cara no parecía su cara. Jamás nadie había puesto tal agitación en el rostro de una muñeca.
»—¡Louis, te lo dije! —dijo ella con los labios temblorosos—. Lo hice por nosotros. Para que pudiéramos ser libres.
»No pude soportar su presencia. Su hermosura, su presunta inocencia y esa terrible agitación. Pasé a su lado, quizás empujándola un poco, no lo sé. Y casi había llegado a las barandillas de la escalera cuando oí un sonido extraño.
»En todos los años de nuestra vida en común nunca había oído ese sonido. Nunca más desde esa distante noche en que la había encontrado, cuando era una niña mortal, aferrada a su madre. ¡Estaba llorando!
»Me hizo retroceder contra mi voluntad. No obstante, parecía tan inconsciente, tan desesperada, como si ella no pretendiera que nadie la oyese o no le importara que la oyese el mundo entero. La encontré echada en mi cama, donde tan a menudo me sentaba a leer, con sus rodillas encogidas y todo su cuerpo temblando a fuerza de sollozos. El sonido era terrible. Era más sentido, más espantoso que el llanto mortal que había tenido. Me senté lenta, suavemente, a su lado y le puse una mano sobre el hombro. Levantó la cabeza, sorprendida, con los ojos abiertos y la boca temblorosa. Tenía la cara cubierta de lágrimas, lágrimas que estaban teñidas de sangre. Sus ojos brillaban y el débil toque de rojo manchaba su pequeña mano. No parecía darse cuenta de ello, no parecía verlo. Se alzó el pelo de la frente. Entonces su cuerpo se estremeció con un sollozo prolongado, sordo y necesitado.
»—Louis…, si te pierdo, no tengo nada —susurró—. Desharía lo hecho para recuperarte. No lo puedo hacer.
»Me abrazó, subiéndose encima de mis rodillas, llorando contra mi corazón. Mis manos no tenían ganas de tocarla, pero entonces se movieron como si yo no pudiera detenerlas para abrazarla y acariciarle el cabello.
»—No puedo vivir sin ti… —susurró—. Preferiría morir a vivir sin ti. Moriría del mismo modo que él. No puedo soportar que me mires como lo hiciste. ¡No puedo soportar que no me ames!
»Sus sollozos se hicieron más fuertes, más amargos, hasta que por último me agaché y besé su cuello y sus mejillas suaves. Ciruelas invernales. Ciruelas de un bosque encantado donde la fruta jamás cae de las ramas. Donde las flores jamás se marchitan y mueren.
»—Muy bien, querida mía… —le dije—. Muy bien, amor mío… —y al decir esto la mecí suavemente, lentamente, en mis brazos hasta que se durmió, murmurando algo sobre nuestra eterna felicidad, libres para siempre de Lestat, empezando la gran aventura de nuestras vidas.
»La gran aventura de nuestras vidas —prosiguió, tras una pausa—. ¿Qué significa morir cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? ¿Y qué es “el fin del mundo” salvo una frase?; porque ¿quién sabe siquiera lo que es el mundo? Yo ya he vivido dos siglos, he visto las ilusiones de uno hechas trizas por otro, he sido eternamente joven y eternamente viejo, carente de ilusiones, viviendo de momento a momento de una manera que me hizo imaginar un reloj de plata repiqueteando en el vacío; con la superficie pintada, las manecillas delicadamente talladas sin que nadie las mirara, iluminado por una luz que no era luz, como la luz con la que Dios creó al mundo antes de que creara la luz. Latiendo, latiendo, latiendo, con la precisión del reloj, en una habitación tan vasta como el universo.
»Yo estaba caminando de nuevo por las calles; Claudia se había ido a matar por su lado; el perfume de su pelo y de su vestido aferrado a mis dedos, a mi abrigo, y mis ojos se movían muy por delante como el rayo pálido de una linterna. Me encontré en la catedral. ¿Qué significa morir cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? Pensaba en la muerte de mi hermano, en el incienso y el rosario. De repente sentí el deseo de estar en el cuarto fúnebre, escuchando el sonido de las voces de las mujeres, que suben y bajan con los Aves, el ruido de los rosarios, el olor de la cera. Pude recordar las lamentaciones. Era algo palpable, como si fuera ayer, detrás de una puerta. Me vi caminando rápido por un corredor y abriendo suavemente la puerta.
»La gran fachada de la catedral se levantó en una enorme masa oscura del otro lado de la plaza, pero las puertas estaban abiertas y adentro pude ver una luz suave, trémula. Era la tarde del sábado y la gente iba a la confesión para la misa del domingo y la comunión. Las velas ardían en los candelabros. Al final de la nave, el altar se elevaba entre las sombras cubierto de flores blancas. Había sido en la iglesia vieja, en este mismo lugar, donde habían traído a mi hermano para el último servicio antes de ir al cementerio. Y, súbitamente, me di cuenta de que yo no había vuelto a ese sitio desde entonces, que nunca había pasado de nuevo por esos escalones de piedra, cruzado el atrio y pasado por esas puertas abiertas.
»No tenía miedo. En todo caso, deseaba que pasara algo, que esas piedras temblaran cuando yo cruzara el atrio en sombras y viera el distante tabernáculo en el altar. Recordé que había pasado en una ocasión cuando las vidrieras estaban radiantes y los cánticos resonaban en Jackson Square. Entonces había vacilado, preguntándome si había algún secreto que Lestat no me hubiese revelado, algo que pudiera destruirme si entraba. Sentí ganas de entrar, pero había rechazado la idea, deshaciéndome de la fascinación de las puertas abiertas, la multitud de gente haciendo una sola voz. Yo tenía algo para Claudia, una muñeca que le llevaba, una muñeca que había sacado de la vitrina a oscuras de una juguetería, y la había puesto dentro de una gran caja con cintas y papel delicado. Una muñeca para Claudia. Recuerdo haberla apretado contra mí, oyendo las fuertes vibraciones del órgano detrás, con mis ojos entrecerrados debido al gran resplandor de las velas.
»Entonces pensé en ese momento; el miedo que sentí de la mera visión del altar, del sonido del Pange Lingua. Y nuevamente pensé, persistente, en mi hermano. Podía ver el ataúd yendo por el pasillo central, la procesión de los fieles detrás. Ahora no sentí miedo. Como te dije, en todo caso sentí ganas de tener algún temor, de encontrar alguna razón para tener miedo cuando avanzaba lentamente a lo largo de los altos muros ensombrecidos. Hacía frío y estaba húmedo pese al verano. La idea de la muñeca de Claudia volvió a mí. ¿Dónde estaba esa muñeca? Claudia había jugado con ella durante años. De improviso me puse a buscar esa muñeca en el recuerdo, del modo absurdo y frenético de quien busca algo en una pesadilla, llegando a puertas que no se abren o cajones que no se cierran, sin saber por qué su esfuerzo parece tan desesperado, por qué la súbita visión de una silla con un mantón encima le inspira tanto horror.
»Yo estaba en la catedral. Una mujer salió del confesionario y pasó la larga cola de quienes aguardaban. Un hombre, que tendría que haberse acercado, se quedó inmóvil, y mi ojo, sensible incluso a mi condición vulnerable, notó el hecho y me di vuelta para verlo. Me miraba. Rápidamente le di la espalda. Lo oí entrar en el confesionario y cerrar la puerta. Caminé por el pasillo del costado y entonces, más debido al agotamiento que a la convicción, me acerqué a un banco lateral y tomé asiento. Casi hice la genuflexión por antiguo hábito. Tenía la mente tan confusa y atormentada como la de cualquier mortal. “Oye y ve”, me dije a mí mismo. Y con este acto de voluntad, mis sentidos emergieron del tormento. A mi alrededor, en la penumbra, oí el susurro de las oraciones, el leve repiqueteo de los rosarios; el suave gemido de la mujer que se hincó en la duodécima estación. Del mar de bancos de madera se elevó el olor de las ratas. Una rata solitaria se movía en las inmediaciones del altar, una rata en el gran altar de madera tallada de la Virgen María. Los candelabros de oro brillaban en el altar; un gran crisantemo blanco de repente se dobló sobre su tallo; había gotas brillantes en sus pétalos, una fragancia amarga subía de los vasos, de los altares frontales y de los altares laterales, de las estatuas de vírgenes y Cristos y santos. Contemplé las estatuas; de pronto, y de forma completa, me obsesioné con los perfiles exánimes, los ojos fijos, las manos vacías, los dobleces congelados. Entonces mi cuerpo sufrió tal convulsión que se dobló hacia adelante y mi mano se aferró al banco siguiente. Era un cementerio de formas muertas, de efigies funerales y de ángeles de piedra. Levanté la vista y me vi a mí mismo en una visión casi palpable, subiendo los escalones del altar, abriendo el diminuto tabernáculo sacrosanto, alcanzando con manos monstruosas el cáliz consagrado y tomando el Cuerpo de Cristo y arrojando sus blancas hostias sobre la alfombra y luego pisando las hostias sagradas delante del altar, dando la Sagrada Comunión al polvo. Me puse de pie y me quedé contemplando esa visión. Supe perfectamente bien su significado.
»Dios no vivía en esa iglesia; esas estatuas daban una imagen de la nada. Yo era el sobrenatural en esa catedral. ¡Yo era el único no mortal que estaba consciente bajo ese techo! Soledad. La soledad hasta el borde de la locura. La catedral se deshizo en mi visión; los santos se sobrecogieron y cayeron. Las ratas comían la Sagrada Eucaristía y anidaban en los antepechos de las ventanas. Una rata solitaria, con un rabo enorme, estaba royendo y gruñendo en el mantel del altar hasta que cayeron los candelabros sobre las losas cubiertas por el moho. Me quedé de pie, intocado. Sin morir. Súbitamente, agarré la mano de yeso de la Virgen y la vi romperse en mi mano; dejé esa mano sobre mi palma y con la presión de mi dedo se convirtió en polvo.
»Y de repente, a través de las ruinas, a través de la puerta abierta por la que podía ver la tierra baldía en todas direcciones, incluso el gran río helado y atrapado por las ruinas incrustadas de los navíos, por esas ruinas llegaba una procesión fúnebre, una banda de hombres pálidos, blancos, y de mujeres, monstruos con ojos brillantes y vestimentas al viento, y el ataúd crujiendo sobre las ruedas de madera, las ratas correteando sobre el mármol roto y agrietado, la procesión avanzando; y entonces pude ver a Claudia en esa procesión, con sus ojos fijos detrás de un fino velo negro, una mano enguantada sobre un negro misal y la otra sobre el ataúd que se movía a su lado. Y allí, en ese ataúd, vi con horror el esqueleto de Lestat, debajo de una tapa de cristal, con la piel arrugada y presionada sobre la mismísima textura de sus huesos, y sus ojos como unos agujeros, y su cabello rubio y ondulado sobre la seda blanca.
»La procesión se detuvo. Los fieles siguieron su camino, llenando, silenciosos, las polvorientas hileras de bancos. Y Claudia, dándose vuelta con su libro, lo abrió y levantó el velo negro de su rostro, sus ojos fijos en mí cuando su dedo dobló la página.
»—Y ahora estás condenado en la tierra —susurró, y su susurro hizo un eco en las ruinas—. Y ahora estás condenado en la tierra, que ha abierto su boca para recibir la sangre de tu hermano. Mientras labres esta tierra, a partir de ahora no le darás fortaleza. Serás un fugitivo y un vagabundo en la tierra…, y la venganza contra quien te mate será siete veces siete.
»Le grité; grité y el grito se elevó desde las profundidades de mi ser como una inmensa fuerza negra que rompía mis costillas y enviaba mi cuerpo rodando contra mi voluntad. Un gemido espantoso salió de los penitentes, un coro que creció cada vez más alto cuando me di vuelta para ver a todos a mí alrededor, empujándome en el pasillo contra los mismos costados del ataúd. Me di la vuelta para recuperar el equilibrio y me encontré apoyado en él con ambas manos. Y permanecí allí contemplando no los restos de Lestat, sino el cuerpo de mi hermano mortal. Una quietud cayó como si el velo hubiera caído sobre todos y disuelto sus formas debajo de sus silenciosos dobleces. Allí estaba mi hermano, joven y rubio y dulce como había sido en la vida, tan real y cálido que jamás lo podría haber recordado así; estaba tan perfectamente recreado, era tan perfecto en todos sus detalles… Sus cabellos rubios estaban peinados encima de su frente, los ojos los tenía cerrados como si durmiera, sus dedos suaves estaban aferrados al crucifijo sobre el pecho, y sus labios se veían tan rosados y sedosos que casi no pude soportar verlos y no tocarlos. Y justo cuando estiré la mano para tocarlos, la visión se disolvió.
»Aún estaba sentado en la catedral ese sábado por la tarde, rodeado por el espeso olor de la cera en el aire inmóvil. La mujer de las estaciones había desaparecido y reinaba más oscuridad que antes a mí alrededor. Un niño apareció con la negra casaca de monaguillo, con un largo apagador dorado. Ponía el pequeño cono sobre una vela y luego sobre otra, y sobre otra. Yo estaba estupefacto. Me miró y se alejó como para no molestar a un hombre profundamente concentrado en la oración. Y entonces, cuando él avanzaba hacia el próximo candelabro, sentí una mano sobre mi hombro.
»Que dos seres humanos pudieran acercarse tanto a mí sin que los oyese, sin que me importase, me indicó en mi interior que yo estaba en peligro, pero no me importó. Levanté la mirada y vi que se trataba del sacerdote canoso.
»—¿Quiere la confesión? —me preguntó—, Estaba por cerrar la iglesia.
»Entrecerró los ojos detrás de sus gruesos lentes. La única luz provenía ahora de los pequeños vasos rojos con velas que ardían delante de los santos, y las sombras subían por los altos muros.
»—Usted tiene problemas, ¿verdad? ¿Le puedo ayudar en algo?
»—Es demasiado tarde, demasiado tarde —le susurré, y me puse de pie para irme.
»Se apartó de mí, al parecer sin notar aún nada de mi aspecto que lo pudiera alarmar, y me dijo bondadosamente, como para tranquilizarme:
»—No, aún hay tiempo. ¿Quiere venir al confesionario?
»Por un momento lo miré. Sentí la tentación de sonreír. Entonces se me ocurrió aceptar. Pero incluso cuando lo seguía por el pasillo, en las sombras del vestíbulo, sabía que no sería nada, que era una locura. No obstante, me arrodillé en el pequeño cubículo de madera, con mis manos cruzadas y él se sentó dentro del confesionario y abrió la ventanilla para mostrarme el esbozo mortecino de su perfil. Lo miré un momento. Y entonces dije, levantando la mano para hacer la señal de la cruz.
»—Bendígame, padre, porque he pecado, he pecado tan a menudo y hace tanto tiempo que no sé cómo cambiar ni cómo confesar ante Dios todo lo que he hecho.
»—Hijo, Dios es infinito en su capacidad de misericordia —me dijo—. Díselo a El de la mejor manera que conozcas y desde el fondo de tu corazón.
»—Asesinatos, padre, muerte tras muerte: la mujer que murió hace dos noches en Jackson Square. Yo la maté. Y a miles de otros antes que a ella, uno o dos por noche, padre, durante setenta años. He caminado por las calles de Nueva Orleans como el Segador Maldito y me he alimentado de vida humana para mantener mi propia existencia. No soy un mortal, padre; soy inmortal y condenado, como los ángeles puestos en el infierno por Dios. Soy un vampiro.
»El cura me miró:
»—¿Qué es esto? ¿Una especie de deporte para usted? ¿Una broma? ¡Aprovechándose de un anciano!
»Salió del confesionario con un portazo. Rápidamente abrí la puerta y lo vi de pie.
•»—Joven, ¿no tiene usted temor de Dios? ¿Sabe usted el significado del sacrilegio?
»Me miró furioso. Entonces me acerqué, lenta, muy lentamente, y, al principio, pareció mirarme indignado; luego, confuso, dio un paso atrás. La iglesia estaba vacía, oscura; el sacristán se había retirado y las velas ardían, fantasmales, en los altares más distantes. Producían como una especie de corona, encima de su cabeza cana y de su cara.
»—¡Entonces, no hay misericordia! —dije, y, de repente, le puse las manos sobre los hombros.
»Lo mantuve en un abrazo sobrenatural, del que no podía esperar apartarse, y lo acerqué aún más a mi cara. Abrió la boca horrorizado.
»—¿Ve usted lo que soy? ¿Por qué, si Dios existe, permite que yo exista? —le dije—. ¡Y usted habla de sacrilegios!
»Hundió sus uñas en mis manos tratando de liberarse, y el misal cayó al suelo, y su rosario repiqueteó entre los dobleces de su sotana. Fue como si luchara contra las estatuas animadas de los santos. Estiré los labios hacia atrás y le mostré mis dientes virulentos:
»—¿Por qué permite Él que yo viva?
»Su cara me enfureció, su miedo, su desprecio, su furia. Vi todo eso; era el mismo odio que me había tenido Babette, y él me susurró, pero con pánico mortal:
»—¡Déjame, demonio!
»Lo dejé, contemplando con fascinación siniestra cómo se alejaba, moviéndose por el pasillo central como si caminara entre la nieve. Y entonces me lancé en pos de él tan rápidamente que en un instante lo abracé con mis brazos estirados, y lo envolví con mi capa en la oscuridad. Hizo un último intento desesperado por desasirse, mientras me maldecía y llamaba en su ayuda a Dios en el altar. Y entonces lo agarré en los primeros escalones de la barandilla de la Comunión y allí lo di vuelta para que me viera, y le hundí los dientes en el cuello.
El vampiro se detuvo.
Un minuto antes, el entrevistador había estado a punto de prender un cigarrillo. Pero ahora se quedó sentado con las cerillas en una mano y el cigarrillo en la otra, inmóvil como un maniquí de vitrina, mirando al vampiro. Éste tenía la vista fija en el suelo. Se dio vuelta de repente, le quitó las cerillas al muchacho de la mano, encendió una y se la ofreció. El chico se inclinó. Inhaló y expulsó el humo rápidamente. Destapó la botella y tomó un largo trago, con sus ojos siempre fijos en el vampiro.
Nuevamente fue paciente, a la espera de que el vampiro reanudara el hilo de la narración.
—No recordaba la Europa de mi infancia. Ni siquiera el viaje a América, en realidad. Que yo hubiera nacido era una idea abstracta. No obstante, ejercía una atracción en mí tan poderosa como Francia puede tenerla para un hombre de las colonias. Yo hablaba francés, leía francés, recordaba haber esperado los informes sobre la Revolución y leído los reportajes de las victorias de Napoleón en los diarios franceses. Recuerdo la rabia que sentí cuando él vendió la colonia de Luisiana a los Estados Unidos. Yo no sabía cuánto del mortal francés aún vivía en mí. En realidad, ya había desaparecido, pero yo sentía un inmenso deseo de ver Europa y de conocerla, lo que me venía no sólo de haber leído toda su literatura y filosofía, sino también de una sensación de haber sido formado en Europa con más profundidad y agudeza que el resto de los norteamericanos. Yo era un creóle que quería ver dónde había comenzado todo.
»Y entonces, en ese momento, me concentré en ello, empezando a sacar de mis armarios y baúles todo lo que no me fuera esencial. Y la verdad es que muy pocas cosas me eran esenciales. La mayor parte se quedaría en la casa de la ciudad, a la que estaba seguro de retornar tarde o temprano, aunque sólo fuera para pasar mis posesiones a otra parecida y así empezar una nueva vida en Nueva Orleans. No podía concebir la idea de irme para siempre. Pero tenía mi corazón y mis pensamientos en Europa.
»Empecé a darme cuenta por primera vez de que podría ver el mundo, si así lo deseaba. Que era, como había dicho Claudia, libre de ir a donde quisiera.
»Mientras tanto, ella hizo un plan. Su idea más decidida era que primero debíamos ir a Europa central, donde los vampiros parecían ser más numerosos. Ella estaba segura de que allí podríamos encontrar algo que nos instruyera, nos explicara nuestros orígenes. Pero parecía ansiosa por algo más que respuestas: quería una comunión con los de su propia especie. Lo mencionaba sin cesar:
»—Mi propia especie… —y lo decía con una entonación diferente a la que yo podría haber usado.
»Me hizo sentir el abismo que nos separaba. En los primeros años de nuestra vida en común, yo había pensado que ella era como Lestat, empeñada en su instinto de matar, aunque compartiera mis gustos en todo lo demás. Ahora sabía que ella era más inhumana de lo que jamás podríamos haber soñado ni Lestat ni yo. Ni la más remota concepción la vinculaba con la simpatía por la existencia humana. Quizás esto explica por qué —pese a todo lo que yo había hecho o dejado de hacer—, ella se aferraba a mí. Yo no era de su especie. Simplemente, lo más cercano a ella.
—Pero, ¿no era posible —preguntó el muchacho de repente— enseñarle los resortes del corazón humano del mismo modo que usted le enseñó todo lo demás?
—¿Para qué? —preguntó francamente el vampiro—. ¿Para que sufriera como yo? Oh, te aseguro que debería haberle enseñado algo para impedir que matara a Lestat. Lo tendría que haber hecho por mi propio bien. Pero, ¿ves?, yo había perdido confianza en todo. Una vez caído en desgracia, no tenía confianza en nada.
El muchacho asintió con la cabeza.
—No era mi intención interrumpirle. Usted estaba por llegar a algo —dijo.
—Únicamente a que me fue posible olvidarme de lo que le había sucedido a Lestat concentrándome en Europa. Y la idea de que hubiera otros vampiros también me inspiraba. Ni por un instante había sido cínico acerca de la existencia de Dios. Simplemente estaba alejado de ella. Era un sobrenatural andando por el mundo natural.
»Pero teníamos otro asunto importante antes de partir a Europa. Oh, por cierto, sucedió algo importante. Empezó con el músico. Vino la tarde en que yo estaba en la catedral y volvería a la noche siguiente. Yo había despedido a los criados y le fui a abrir en persona. Su aspecto me sorprendió de inmediato.
»Estaba mucho más delgado de lo que recordaba. Y muy pálido, con un brillo húmedo en el rostro que sugería la fiebre. Y tenía un aspecto absolutamente miserable. Cuando le dije que Lestat se había ido, al principio se negó a creerme y empezó a insistir en que Lestat le tenía que haber dejado algún mensaje, algo. Y luego subió por la rué Royale, hablando solo como si apenas se diera cuenta de que había gente a su alrededor. Lo seguí hasta un farol de gas.
»—Te dejó algo —dije, y rápidamente busqué mi cartera en el bolsillo. No sabía cuánto tenía, pero pensé dárselo a él. Eran varios centenares de dólares. Se los puse en las manos. Eran tan flacas que le pude ver las venas azules pulsando bajo la piel acuosa. Entonces se entusiasmó, y sentí que el asunto era algo más que el dinero.
»—Entonces, él habló de mí. ¡Le dijo a usted que me diera esto! —dijo, aferrado al dinero como si fuera una reliquia—. ¡Le debe haber dicho algo más!
»Me miró con sus ojos hinchados, atormentados. No le contesté de inmediato porque, en ese instante, vi las heridas en su cuello. Dos marcas rojas como rasguños a la derecha, justo encima del cuello sucio de la camisa. El dinero temblaba en su mano; estaba ajeno al tránsito de la tarde, a la gente que pasaba a nuestro lado.
»—Guárdalo —susurré—. Él habló de ti; dijo que era importante que continuaras con tu música.
»Me miró como anticipando algo más.
»—¿De verdad? ¿Y dijo algo más? —me preguntó.
»No supe qué decirle. Hubiera inventado algo que lo podría haber aliviado y mantenido alejado de mí. Me resultó doloroso hablar de Lestat; las palabras se me evaporaban en los labios. Y las heridas del cuello me dejaron perplejo. Al final, le dije tonterías al muchacho: que Lestat le deseaba un buen porvenir, que regresaría, que la guerra parecía inminente, que tenía negocios allí pendientes… El joven se aferraba a cada palabra mía como si no pudiera tener suficiente y me empujara a hablar para oír lo que él quería escuchar. Estaba temblando; el sudor le salía por la frente y, como pidiendo más, súbitamente se mordió el labio y me habló:
»—Pero ¿por qué se fue? —preguntó, como si nada de lo dicho fuera suficiente.
»—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué necesitabas de él? Estoy seguro de que él me habría…
»—¡Él era mi amigo! —me dijo de improviso, y subió el volumen de su voz con indignación reprimida.
»—Tú no te sientes bien —le dije—. Necesitas descansar. Hay algo… —y entonces le señalé, atento a cada movimiento suyo, las heridas del cuello— en tu cuello.
»Ni siquiera sabía lo que le estaba diciendo. Sus dedos encontraron el lugar, lo frotaron.
»—¿Qué importancia tiene? No sé. Los insectos están en todas partes —dijo, desviando la mirada—. ¿Le dijo algo más?
»Durante largo rato lo vi alejarse por la rué Royale: una figura frenética, delgada, vestida de negro, a quien abría paso la masa que circulaba por allí.
»De inmediato le conté a Claudia de sus heridas en el cuello.
»Fue nuestra última noche en Nueva Orleans. Subiríamos a bordo del barco justo antes de medianoche del día siguiente y partiríamos de madrugada. Habíamos acordado caminar juntos hasta allí. Ella se mostraba muy solícita y había algo especialmente triste en su rostro, algo que no la había dejado desde que llorara.
»—¿Qué pueden significar esas marcas? —me preguntó entonces—. ¿Que se alimentó del muchacho cuando éste dormía? ¿Que éste se lo permitió? No me lo puedo imaginar…
»—Sí, debe de tratarse de eso —dije, pero sin estar convencido. Entonces recordé unas palabras que Lestat le dijera a Claudia acerca de que conocía a un joven que podría ser un vampiro mucho mejor que ella. ¿Había pensado hacer eso? ¿Había pensado crear otro más de nosotros?
»—Ahora ya no tiene importancia —me recordó ella. Teníamos que despedirnos de Nueva Orleans. Nos alejamos de las multitudes de la rué Royale. Mis sentidos estaban bien alerta, negándose a decir que ésta era nuestra última noche.
»La vieja ciudad francesa había sido quemada en gran parte hacía ya mucho tiempo, y la arquitectura de esos días era como la actual, española, lo que significaba que a medida que caminábamos lentamente por la misma calle angosta donde un coche tenía que detenerse para dejar paso a otro, pasábamos ante paredes blanqueadas y grandes entradas que revelaban distantes patios iluminados como paraísos parecidos al nuestro, y cada uno parecía ofrecer una promesa, un misterio sensual. Grandes bananeros cubrían las galerías de los patios interiores y las masas de helechos y flores se amontonaban a la entrada. Arriba, en la oscuridad, había figuras sentadas en los balcones, de espaldas a las puertas abiertas, y sus voces bajas y el rumor de sus abanicos eran apenas audibles por encima de la brisa del río; y sobre los muros crecía la visteria y las enredaderas, tan espesas que nos podíamos cepillar contra ellas cuando pasábamos y nos deteníamos ocasionalmente en este o aquel lugar para recoger una rosa luminosa o un tallo de madreselva. A través de los altos ventanales veíamos una y otra vez el juego de las luces de las lámparas contra los techos de yeso ricamente ornamentados, y a menudo la iridiscencia de un candelabro de cristal. De vez en cuando, una figura vestida de gala aparecía en las barandillas, y veíamos el brillo de las joyas en su cuello, su perfume agregaba un aroma lujurioso a las flores.
»Nosotros teníamos nuestras esquinas, jardines y calles favoritos, pero inevitablemente alcanzábamos las afueras de la ciudad vieja y veíamos el pantano. Vehículo tras vehículo nos pasaban viniendo del Bayou Road en dirección al teatro o la ópera. Pero ahora las luces ciudadanas estaban detrás y sus olores mezclados estaban ahogados por el espeso hedor de la descomposición del pantano. La mera visión de los árboles altos, movedizos, con sus miembros ahítos de musgo, me hacía pensar en Lestat. Pensaba en él como había pensado en el cuerpo de mi hermano. Lo veía hundirse profundamente entre las raíces de los cipreses y los robles, esa horrible forma marchita envuelta en la sábana blanca. Me pregunté si las criaturas de los abismos lo rechazaban, sabiendo instintivamente lo que era aquella cosa emparchada, agrietada y virulenta; o si se arrastraban encima en el agua enlodada, pinchando su antigua carne seca de los huesos.
»Me alejé de los pantanos, volví al corazón de la ciudad vieja, y el suave apretón de la mano de Claudia me reconfortó. Ella había hecho un ramo de lo recogido en todos los muros de los jardines, y lo tenía contra la pechera de su vestido amarillo, con su rostro enterrado en aquel perfumado recuerdo. Entonces me dijo, con un susurro tal que tuve que agacharme para oírlo:
»—Louis, estás preocupado. Tú conoces el remedio. Deja que la carne… que la carne instruya a la mente.
»Me dejó la mano y la miré alejarse, dándose vuelta una vez para susurrarme la misma orden.
»—Olvídalo. Deja que la carne instruya a la mente…
»Me hizo recordar aquel libro de poemas que yo tenía en las manos cuando ella me dijo esas palabras por primera vez, y vi el verso escrito sobre la página:
Sus labios eran rojos, su aspecto era libre, sus rizos eran tan amarillos como el oro, su piel era tan blanca como la lepra. Ella era la pesadilla, la-muerte-en-vida que espesa la sangre del hombre con el frío.
»Ella me sonrió desde una esquina distante, una pizca de seda amarilla visible un momento en la angosta oscuridad; luego desapareció. Mi compañera, para siempre…
»Me fui entonces a la rué Domaine y pasé rápidamente ante las ventanas a oscuras. Una lámpara se extinguió muy lentamente detrás de una gruesa pantalla de lazo, y la sombra del diseño se expandió sobre el ladrillo, se debilitó y luego terminó en la oscuridad.
»Continué adelante, acercándome a la casa de Madame Le Clair, oyendo los violines chillones pero distantes de la sala de arriba y luego la aguda risa metálica de los invitados. Me quedé frente a la casa, en las sombras, viendo a un puñado de ellos moviéndose en las habitaciones iluminadas; de ventana a ventana caminaba un huésped, con un vino en la copa pálido como el limón, y su cara miraba la luna como si buscara algo desde una mejor posición, y finalmente la encontró en la última ventana, con su mano sobre el oscuro cortinado.
»Delante había una puerta abierta en el muro de ladrillos y una luz caía sobre el pasillo al que daba acceso. Me moví en silencio por la calleja angosta y me encontré con los espesos aromas de la cocina que subían por el aire más allá de la puerta. El olor, apenas nauseabundo para un vampiro, de la comida hecha. Entré. Alguien acababa de cruzar el patio y la puerta trasera. Pero entonces vi otra figura. Estaba al lado del fuego de la cocina: una negra delgada con un pañuelo brillante en la cabeza; sus facciones estaban como talladas de una manera exquisita y brillaba a la luz como una figura esculpida en diorita. Revolvió la comida en la olla. Atrapé el perfume dulce de las especies y el verde frescor de la mejorana y del laurel, y luego en una oleada, vino el hedor horrible de la carne cocinada, la sangre y la carne descomponiéndose en los fluidos hirvientes. Me acerqué y la vi bajar su larga cuchara de hierro y se quedó con las manos sobre sus caderas generosas; la blancura de su delantal acentuaba su talle pequeño y fino. Los jugos de la olla hacían espuma y escupían sobre los carbones encendidos de abajo. El oscuro olor de la mujer me llegó; su perfume picante, más fuerte que el de la mezcla de la olla, me pareció casi prohibido cuando me apoyé en las paredes de las enredaderas. Arriba los violines agudos empezaron un vals y los pisos de madera crujieron con las parejas de bailarines. El jazmín del muro me rodeó y luego se alejó como el agua que deja la playa impecable y limpia. Y nuevamente sentí su perfume salado. Se había ido a la puerta de la cocina y tenía su largo cuello graciosamente inclinado mientras miraba debajo de la ventana iluminada.
»—¡Monsieur! —me dijo, y salió entonces al rayo de luz amarilla. Ésta cayó sobre sus grandes pechos redondos y sus largos brazos sedosos, y sobre la larga y fría belleza de su cara—. ¿Está buscando la fiesta, señor? —preguntó ella—. La fiesta es arriba…
»—No, querida, no estaba buscando la fiesta —le dije al salir de las sombras—. Te estaba buscando a ti.
»Todo —prosiguió el vampiro— estaba preparado cuando me desperté a la tarde siguiente: el baúl de ropa estaba camino del barco, así como la caja que contenía el ataúd. Los criados se habían ido; los muebles estaban cubiertos de lienzos blancos. La visión de los pasajes y de una colección de notas de crédito bancario y algunos otros papeles, todo metido en una gruesa cartera, hizo que el viaje saliera a la luz brillante de la realidad. Habría dejado de matar de haber sido posible y, por tanto, me ocupé de ello a hora temprana al igual que Claudia; y cuando se acercaba el momento de irnos, me encontré a solas en el piso esperándola. Había tardado demasiado para mi estado de nervios. Temía por ella, aunque podía engañar a cualquiera y hacerse ayudar si se encontraba demasiado lejos de la casa. Muchas veces había convencido a desconocidos de que la trajeran a la misma puerta de su “padre”, quien les agradecía profusamente por haber devuelto a su hija perdida.
»Cuando llegó, lo hizo corriendo, y cuando dejé mi libro, me imaginé que se había olvidado de la hora. Creería que era más tarde de lo que era en realidad. Por mi reloj de bolsillo aún teníamos una hora. Pero, apenas llegó a la puerta, supe que estaba equivocado.
»—¡Louis, las puertas! —dijo sin aliento; su pecho estaba agitado, tenía una mano sobre el corazón. Corrió por el pasillo, conmigo detrás, y, cuando me hizo una señal desesperada, cerré las puertas que daban a la galería.
»—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué te ocurre?
»Pero se acercó a las ventanas de la calle, las largas ventanas francesas que jamás se abrían a los angostos balcones sobre la calle. Levantó la pantalla de la lámpara y rápidamente apagó las velas de un soplido. La habitación quedó a oscuras y luego se iluminó poco a poco con las luces de la calle. Claudia se quedó de pie y agitada, con una mano sobre el pecho, y, entonces, me cogió de la mano y me llevó hasta la ventana.
»—Alguien me ha seguido —me susurró entonces—. Lo podía oír manzana tras manzana detrás de mí. ¡Al principio pensé que no era nada! —Hizo una pausa para recuperar el aliento; su cara estaba blanca por la luz azulada que llegaba de las ventanas de enfrente—. Louis, es el músico —musitó.
»—Pero, ¿qué importancia puede tener? Debe de haberte visto con Lestat.
»—Louis, está allí abajo. Mira por la ventana. Trata de verlo.
»Ella parecía muy conmovida, casi temerosa. Como si no pudiera soportar que la vieran por la ventana. Salí al balcón, aunque mantuve mi mano cogida a la suya mientras ella se escondía tras los cortinados y me la apretaba como si temiera por mí. Eran las once de la noche y la rué Royale en ese momento estaba tranquila. Las tiendas estaban cerradas y el público del teatro había desaparecido. Una puerta se cerró en algún sitio a mi derecha y vi que un hombre y una mujer salían rápidamente y se dirigían hacia la esquina. Sus pasos se alejaron. No podía ver a nadie, no podía sentir a nadie. Sólo podía oír la respiración agitada de Claudia. Algo se movió en la casa; di un respingo y entonces reconocí el aleteo y el movimiento de los pájaros. Nos habíamos olvidado de los pájaros. Pero Claudia se había sobresaltado peor que yo y se me acercó.
»—No hay nadie, Claudia… —empecé a decirle.
»Y entonces vi al músico.
»Había estado tan inmóvil en la puerta de la mueblería que no me había percatado de su presencia, y él debe de haber querido que así fuera. Porque entonces levantó la mirada hacia mí y su rostro brilló en la oscuridad como una luz. La frustración y el temor se habían borrado por completo de sus facciones severas; sus grandes ojos oscuros me contemplaban desde su carne blanca. Se había convertido en un vampiro.
»—Lo veo —le murmuré a Claudia, con mis labios lo mas cerrados posible, y mis ojos fijos en los suyos.
»Sentí que ella se acercaba aún más a mí; le temblaba la mano, el corazón le latía en la palma de la mano. Dejó escapar un gemido cuando lo vio. Pero, en ese mismo momento, algo me dejó helado cuando lo miré y no se movió. Porque oí unos pasos en el pasillo de abajo. Oí el ruido de los goznes de la puerta. Y luego nuevamente esos pasos, deliberados, sonoros, familiares. Esos pasos avanzaban ahora por la escalera de caracol. Claudia dejó escapar un leve grito y de inmediato lo sofocó con una mano. El vampiro en la puerta de la tienda no se había movido. Y yo conocía esos pasos en la escalera. Conocía esos pasos en el porche. Era Lestat, que abría la puerta y la cerraba de un portazo como si quisiera arrancarla de sus goznes. Claudia se metió en un rincón, con el cuerpo agachado como si alguien le hubiera dado un fuerte golpe. Sus ojos se movían frenéticos, yendo de mí a la figura en la calle. Los golpes en la puerta eran cada vez más fuertes. Y entonces oí su voz:
»—¡Louis! —me llamó—. ¡Louis! —rugió tras la puerta. Y entonces se produjo la rotura de la ventana de la sala trasera. Pude oír que, de adentro, se abría el picaporte. Rápidamente, agarré la lámpara, traté de encender una cerilla y la rompí a causa de mi nerviosismo; finalmente conseguí la llama que quería y aferré el pequeño recipiente de keroseno.
»—Aléjate de la ventana. Cállate —le dije a Claudia, y ella me obedeció como si la orden súbita y sonora la liberara de un paroxismo de miedo—. Y enciende las demás lámparas. De inmediato.
»La oí llorar mientras encendía las cerillas. Lestat se acercaba por el pasillo.
»Y entonces apareció en la puerta. Dejé escapar un suspiro y, sin quererlo, di varios pasos atrás cuando lo vi. Pude oír que Claudia lloraba. Era Lestat, sin duda, restaurado e intacto en el marco de la puerta, con su cabeza inclinada hacia adelante y los ojos fuera de las órbitas como si estuviera ebrio y necesitara del marco de la puerta para no caer hacia adelante. Su piel era una masa de cicatrices, una horrenda envoltura de carne herida, como si cada arruga de su “muerte” le hubiera dejado una huella. Estaba arrugado y marcado como por golpes al azar y sus ojos, una vez verdes y claros, estaban ahora llenos de venillas de hemorragias.
»—No te muevas…, por el amor de Dios… —susurré—. Te la arrojaré. Te quemaré vivo —le dije; y, en ese mismo instante, pude oír un ruido a mi izquierda, algo que raspaba y raspaba la fachada de la casa. Era el otro. Vi entonces sus manos en el hierro forjado del balcón. Claudia lanzó un grito penetrante cuando el músico arrojó su peso contra los cristales.
»No te puedo contar lo que entonces sucedió. No me es posible reconstruirlo tal como sucedió. Recuerdo haber arrojado una lámpara a Lestat; se rompió a sus pies y las llamaradas se elevaron de inmediato de la alfombra. Yo tenía una antorcha en las manos, un gran pedazo de sábana que había arrancado del sofá y encendido con las llamas. Pero luché con él antes de eso, pateando y golpeando salvajemente su gran fortaleza. Y en algún sitio detrás de mí se oían los aullidos de pánico de Claudia. Y la otra lámpara estaba rota. Y los cortinados de las ventanas ardían. Recuerdo que, en un momento, las ropas de Lestat estaban empapadas de keroseno y que golpeaba frenéticamente las llamas. Estaba torpe, enfermo, incapaz de mantener el equilibrio. Pero, cuando me agarró, tuve que morderle los dedos para que me soltara. Empezaron los ruidos en la calle, gritos, el sonido de una campana. La habitación se había convertido rápidamente en un infierno y, en un relumbrón de luz, vi a Claudia luchando contra el otro vampiro. Él parecía incapaz de agarrarla, como un ser humano torpe tratando de agarrar un pájaro. Recuerdo haber rodado de un lado para el otro con Lestat en las llamas, haber sentido el calor sofocante en la cara, haber visto las llamas en la espalda de Lestat cuando me quedé debajo de él. Y entonces apareció Claudia en la confusión y lo golpeó una y otra vez hasta que se le rompió el mango del atizador, y pude oír los gruñidos de Claudia al son de los golpes, como el ímpetu de un animal inconsciente. Lestat seguía aferrado; su cara era una mueca de dolor. Y allá, echado sobre la mullida alfombra, estaba el otro, y la sangre le manaba de la cabeza.
»No sé con exactitud qué es lo que sucedió entonces. Pienso que me hice con el atizador y le di un fuerte golpe en el costado de la cabeza. Recuerdo que él parecía imparable, invulnerable a los golpes. El calor, por entonces, deshacía mis ropas y había hecho presa del vestido de Claudia; la subí a mis brazos y corrí por el pasillo tratando de apagar las llamas con mi cuerpo. Recuerdo haberme sacado el abrigo y golpeado las llamas en el espacio abierto; unos hombres pasaron a mi lado corriendo y subieron las escaleras. Una gran multitud llenaba la entrada del patio y alguien estaba en el techo de la cocina de ladrillos. Yo tenía a Claudia en mis brazos y pasé corriendo entre la gente, ignoré las preguntas, empujándolos, haciéndoles abrir paso. Y entonces quedé libre, solo con ella, oyéndola respirar agitada y sollozarme al oído, corriendo enceguecido por la rué Royale, por la primera calleja lateral, corriendo y corriendo hasta que no hubo otro sonido que el de mis pasos. Y el de su aliento. Y nos quedamos allí, el hombre y la niña, chamuscados y doloridos y respirando hondo en la quietud de la noche.