CAPITULO IV Delfín

Hubo que resolver muchos asuntos y hacer numerosos preparativos antes de que el Rey pudiera alejarse de su capital; también estaba la cuestión de quién debía ir con él a Roke. Irian y Tehanu, por supuesto, y Tehanu quería que su madre fuera con ella también. Ónix decía que Aliso debía ir sin duda con ellos, y también el mago de Paln, Seppel, puesto que el Saber Popular de Paln tenía mucho que ver con esos asuntos de cruces entre la vida y la muerte. El Rey eligió a Tosía para que fuera el capitán del Delfín, como lo había hecho ya otras veces. El Príncipe Sege se ocuparía de los asuntos de Estado durante la ausencia del Rey, con un grupo previamente escogido de concejales, como también lo había hecho ya antes.

Así que ya estaba todo arreglado, o al menos eso pensaba Lebannen hasta que Tenar acudió a él dos días antes de que partieran y le dijo: —Hablarás de guerra y de paz con los dragones, y de temas incluso más allá de todo eso, dice Irian, temas que conciernen al equilibrio de todas las cosas en Terramar. La gente de las Tierras de Kargad debería escuchar estas discusiones y dar su opinión.

—Tú serás su representante.

—Yo no. Yo no soy un súbdito del Supremo Rey. La única persona aquí que puede representar a su gente es su hija.

Lebannen dio un paso hacia atrás alejándose de ella, se volvió un poco para no enfrentarla, y por fin dijo con una voz ahogada por el esfuerzo de hablar sin furia: —Tú sabes que ella no es la persona idónea para hacer semejante viaje.

—Yo no sé nada de eso.

—No tiene educación alguna.

—Es inteligente, hábil y valiente. Es consciente de lo que su rango le exige. No ha sido entrenada para gobernar, pero ¿qué puede aprender encerrada ahí en la Casa del Río con sus sirvientas y algunas cortesanas?

—¡Podría empezar por hablar nuestra lengua!

—Ya lo está haciendo. Yo le haré de intérprete cuando lo necesite.

Después de una breve pausa Lebannen habló cuidadosamente: —Entiendo tu preocupación por tu gente. Pensaré en lo que puede hacerse. Pero la princesa no tiene lugar en este viaje.

—Tehanu e Irían dicen ambas que debería venir con nosotros. El Maestro Ónix dice que, tal como Aliso de Taon, el hecho de que haya sido enviada aquí justo en este momento no puede ser casualidad.

Lebannen se alejó aún más. Su tono de voz seguía siendo severamente paciente y cortés: —No puedo permitirlo. Su ignorancia y su falta de experiencia la convertirían en una carga muy pesada. Y no puedo ponerla en peligro. Las relaciones con su padre…

—En su ignorancia, como tú dices, nos enseñó cómo responder a las preguntas de Ged. Eres tan irrespetuoso con ella como su padre. Hablas de ella como de una cosa sin sentido. —El rostro de Tenar estaba pálido de ira—. Si temes ponerla en peligro, pídele que sea ella quien lo decida.

Hubo silencio una vez más. Lebannen habló con la misma calma estoica, sin mirarla directamente a los ojos. —Si tú y Tehanu y Orm Irian creéis que esa mujer debería venir con nosotros a Roke y Ónix está de acuerdo con vosotras, yo acepto vuestro juicio, aunque creo que es un error. Por favor, dile que si desea venir, puede hacerlo.

—Eres tú quien debe decirle eso.

Se quedó en silencio. Después salió de la habitación sin pronunciar una palabra.

Pasó cerca de Tenar, y aunque no la miró pudo verla claramente. Se la veía vieja y preocupada, y le temblaban las manos. Sintió pena por ella, se avergonzaba de su grosería, y se sentía aliviado de que nadie más hubiera sido testigo de aquella escena; pero estos sentimientos eran simplemente chispas en la inmensa oscuridad de la furia que sentía por ella, por la princesa, por todos y todo lo que hablara de aquella obligación falsa, de aquel deber grotesco que se le imponía. Cuando salió de la habitación abrió de un tirón el cuello de su camisa como si éste estuviera ahogándolo.

Su mayordomo, un hombre lento y sereno llamado Bondadoso, no esperaba que regresase tan pronto ni que apareciese por aquella puerta y se sobresaltó, mirándolo fijamente y asustado. Lebannen le devolvió la mirada, agregó cierta frialdad y dijo: —Manda llamar a la Suprema Princesa para que se reúna conmigo aquí esta tarde.

—¿A la Suprema Princesa?

—¿Acaso hay más de una? ¿No sabes que la hija del Supremo Rey es nuestra invitada?

Asombrado, Bondadoso tartamudeó una disculpa, que Lebannen interrumpió:

—Yo mismo iré hasta la Casa del Río. —Y abandonó la habitación a grandes zancadas, seguido, entorpecido, y gradualmente controlado por los intentos del mayordomo para que redujera la velocidad, al menos lo suficiente como para que pudiera reunirse un séquito adecuado, para que pudieran traerse los caballos desde el establo, para que pudieran posponerse hasta la tarde las audiencias que pedían algunos solicitantes que esperaban en el Salón Largo, y cosas por el estilo. Todas sus obligaciones, todos sus deberes, todas las trampas y los obstáculos, los ritos y las hipocresías que lo hacían Rey tiraban de él, aspirándolo y empujándolo hacia abajo como arenas movedizas hasta sofocarlo.

Cuando le trajeron su caballo desde el jardín del establo, se subió a la silla de montar tan bruscamente que el caballo percibió su mal humor y dio unos pasos hacia atrás y se encabritó, obligando a los mozos de cuadra y a los encargados a echarse a su vez hacia atrás. Ver cómo un círculo se ampliaba a su alrededor le dio a Lebannen una violenta satisfacción. Enfiló con su caballo directamente hacia el pórtico sin esperar a que montaran sus caballos los hombres de su séquito. Los condujo a un trote constante a través de las calles de la ciudad, bastante por delante de todos ellos, consciente del dilema del joven oficial que se suponía tenía que precederlo diciendo: «¡Abrid camino para el Rey!», pero que había sido dejado atrás y ahora no se atrevía a colocarse por delante de él.

Se acercaba el mediodía; las calles y las plazas de la ciudad estaban calurosas y despejadas y casi desiertas. Al oír el sonido de los cascos de los caballos, la gente se apresuraba a salir a las puertas de pequeñas y oscuras tiendas para mirar y reconocer y saludar al Rey. Las mujeres sentadas en sus ventanas abanicándose y cotilleando unas con otras miraban hacia abajo y saludaban con la mano, y una de ellas le arrojó una flor. Los cascos de su caballo resonaban sobre los ladrillos de una amplia plaza bañada por el sol que estaba vacía excepto por un perro de cola enroscada que se ale-jaba trotando con tres patas, indiferente a la realeza. Desde esa plaza el Rey cogió un estrecho pasaje que llevaba hacia el camino pavimentado junto al Serrenen, y siguieron por allí, a la sombra de los sauces debajo de la antigua muralla de la ciudad, hasta llegar a la Casa del Río.

De alguna manera, el paseo le había cambiado el humor. El calor, el silencio y la belleza de la ciudad, el hecho de sentir la presencia de innumerables vidas detrás de las paredes y de los postigos, la sonrisa de la mujer que le había tirado una flor, la mezquina satisfacción que le había producido el mantenerse por delante de todos sus guardias y creadores de suntuosidad, y luego, finalmente, el aroma y la frescura del paseo junto al río y el patio en sombras de la casa en la que había pasado días y noches de paz y de placer, todo aquello lo alejaba un poco de su furia. Se sentía como separado de sí mismo, ya no poseído sino vaciado.

Los primeros jinetes de su séquito llegaban justo entonces al patio, mientras él bajaba de su caballo, que estaba contento de poder estar por fin a la sombra. Entró en la casa dejándose caer entre lacayos adormilados como una piedra en un estanque cristalino, provocando una sucesión de círculos de consternación y pánico que se abrían rápidamente. Dijo: —Decidle a la princesa que estoy aquí.

La Dama Ópalo del Antiguo Reino de Ilien, actualmente a cargo de las damas de compañía de la princesa, apareció rápidamente, lo saludó con cortesía, le ofreció refrescarse, se comportó casi como si su visita no la sorprendiera lo más mínimo. Esta afabilidad lo apaciguó por un lado y lo irritó un poco por otro. ¡Interminable hipocresía! Pero ¿qué iba a hacer la Dama Ópalo, que lo miraba boquiabierta como un pez colgado (al igual que una de las damas de compañía de la princesa) si el Rey había venido inesperadamente a ver a la princesa?

—Siento tanto que la señora Tenar no esté aquí en este momento —dijo—. Es mucho más fácil conversar con la princesa con su ayuda. Pero la princesa está haciendo admirables progresos con la lengua.

Lebannen se había olvidado del problema del idioma. Aceptó la bebida fría que le ofrecieron y no dijo nada. La Dama Ópalo entabló una conversación trivial con la ayuda de otras damas, entendiendo muy poco de lo que decía el Rey. Este había comenzado a darse cuenta de que probablemente se esperaría que le hablara a la princesa en compañía de todas sus damas, lo cual era realmente lo apropiado. Fuera lo que fuese que tuviera intención de decirle, ahora se había vuelto imposible decírselo. Estaba a punto de ponerse de pie y disculparse, cuando una mujer cuya cabeza y hombros estaban ocultos tras un velo rojo circular apareció por la puerta del salón, cayó de golpe de rodillas, y dijo:

—¿Por favor? ¿Rey? ¿Princesa? ¿Por favor?

—La princesa os recibirá en sus aposentos, Majestad —interpretó la Dama Ópalo. Le hizo señas a un lacayo, quien escoltó al Rey escaleras arriba, a lo largo de un vestíbulo, a través de una antesala, a través de una gran habitación oscura que parecía estar totalmente atiborrada de mujeres con velos rojos, hasta que finalmente salieron a una terraza que daba al río. Allí estaba la figura que él recordaba: el inmóvil cilindro rojo y dorado.

La brisa del agua hacía temblar y rielar los velos, de modo que la figura no parecía sólida sino delicada, oscilante, temblorosa, como el follaje del sauce. Era como si se encogiera, se achicara. Le estaba haciendo una reverencia. El se inclinó ante ella. Ambos se irguieron y permanecieron en silencio.

—Princesa —dijo Lebannen, con un sentimiento de irrealidad, escuchando su propia voz—, estoy aquí para pedirte que vengas con nosotros a Roke.

La princesa no respondió. Lebannen vio los sutiles velos rojos abriéndose en un óvalo mientras ella los apartaba con sus manos. Unas manos de dedos largos y piel dorada se separaron para revelar su rostro en la sombra roja. No podía ver sus facciones con claridad. Era casi tan alta como él y sus ojos lo miraban fijamente.

—Mi amiga Tenar —dijo—, dice para ver Rey con Rey, rostro con rostro. Yo digo sí, lo haré.

Entendiendo a medias, Lebannen volvió a hacer una reverencia. —Me honras, estimada dama.

—Sí —dijo ella—. Te honro.

Él dudo. Aquél era un terreno completamente diferente. El de ella.

La princesa estaba allí de pie, erguida e inmóvil, los ribetes dorados de su velo temblaban, sus ojos lo miraban desde la sombra.

—Tenar, y Tehanu, y Orm Irian, coinciden en que convendría que la Princesa de las Tierras de Kargad estuviera con nosotros en la Isla de Roke. De modo que yo te pido que vengas con nosotros.

—Que venga.

—A la Isla de Roke.

—En barco —dijo ella, y de repente dejó escapar un pequeño sonido quejumbroso. Luego agregó—: Lo haré. Sí, que venga.

Él no sabía qué decir. Dijo: —Gracias, estimada dama.

Ella inclinó una vez la cabeza, de igual a igual.

Él hizo una reverencia. La dejó como le habían enseñado a retirarse en presencia de su padre el príncipe en ocasiones formales en la corte de Enlad, no dándole la espalda sino caminando hacia atrás.

Ella se quedó de pie frente a él, sosteniendo aún su velo abierto hasta que él llegó hasta la puerta. Luego dejó caer sus manos, y los velos se cerraron, y él la oyó jadear y espirar con fuerza, como si se sintiera liberada de un acto de voluntad que había sido sostenido incluso más allá de su propia resistencia.

Valiente, la había llamado Tenar. Él no llegaba a comprenderlo, pero sabía que había estado en presencia del coraje. Toda la furia que lo había invadido antes, que lo había llevado hasta allí, había desaparecido, se había esfumado. No se había sentido aspirado hacia allí ni asfixiado, sino que había aparecido de repente frente a una roca, en un lugar alto en el aire despejado, frente a una verdad.

Salió atravesando el salón lleno de mujeres con velos, perfumadas y murmurando, mujeres que se encogían ante él y se retiraban a la oscuridad. Escaleras abajo, conversó un poco con la Dama Ópalo y con las demás, y le dijo unas palabras amables a una pequeña dama de compañía, de unos doce años, que la dejaron boquiabierta. Habló distendido con los hombres de su séquito que lo esperaban en el patio. Montó pausadamente su alto caballo gris. Cabalgó silenciosa y pensativamente de regreso al Palacio de Maharion.


Aliso escuchó con fantástica aprobación que iba a navegar una vez más hasta Roke. Cuando estaba despierto, su vida se había convertido en algo tan extraño para él, más de ensueño que sus sueños, que tenía pocos deseos de cuestionar o protestar. Si su destino era navegar de isla en isla el resto de su vida, que así fuera; sabía que ahora no habría nada que se pareciera a regresar a casa. Por lo menos estaría en compañía de las damas Tenar y Tehanu, en presencia de las cuales se sentía muy tranquilo. Y el mago Ónix también había sido muy amable con él.


Aliso era un hombre tímido y Ónix uno muy reservado, y había que acortar la distancia que causaba toda la diferencia de conocimientos y estatus que había entre ellos; pero Ónix había acudido a él varias veces simplemente para hablar de un hombre de arte a otro, mostrando un respeto por las opiniones de Aliso que desconcertaban a su modestia. Pero Aliso no pudo negar su confianza; y así, cuando se acercaba la hora de partir, le hizo a Ónix la pregunta que le había estado preocupando.

—Es respecto al gatito —dijo con vergüenza—. No me siento bien llevándolo con nosotros. Tenerlo encerrado durante tanto tiempo. Es algo antinatural para una criatura tan joven. Y pienso, qué será de él…

Ónix no le preguntó a qué se refería. Simplemente preguntó: —¿Todavía te ayuda a mantenerte alejado del muro de piedras?

—Bueno, muchas veces sí.

Ónix dijo: —Necesitas algo de protección hasta que lleguemos a Roke. He estado pensando… ¿Has hablado aquí con el mago Seppel?

—El hombre de Paln —dijo Aliso, con un ligero malestar en su voz.

Paln, la isla más grande al oeste de Havnor, tenía la reputación de ser un lugar extraño. La gente de allí hablaba hárdico con un acento muy peculiar, utilizando muchas palabras propias. Sus señores, en tiempos remotos, les habían negado lealtad a los reyes de Enlad y de Havnor. Sus hechiceros no iban a Roke para entrenarse en su arte. El Saber Popular de Paln, que se basaba mucho en los Antiguos Poderes de la Tierra, era generalmente considerado peligroso si no siniestro. Hacía mucho tiempo, el Mago Gris de Paln había llevado la desgracia a su isla por invocar a las almas de los muertos para que les dieran consejos a él y a sus señores, y esa historia era parte de la educación de cualquier hechicero: «Los vivos no deben tomar consejos de los muertos». Había habido más de un duelo de hechicería entre un hombre de Roke y un hombre de Paln; en uno de esos combates de hacía dos siglos, había sido depositada sobre la gente de Paln y Semel una peste que había dejado desoladas a la mitad de las ciudades y de las tierras de labranza. Y quince años atrás, cuando el mago Cob había empleado el Saber Popular de Paln para pasar de la vida a la muerte, el Archimago Gavilán había utilizado todo su poder para destruirlo y enmendar el mal que aquél había causado.

Aliso, como casi todos los demás en la corte y en el Consejo del Rey, había evitado educadamente al mago Seppel.

—Le he pedido al Rey que deje que venga con nosotros a Roke —dijo Ónix.

Aliso parpadeó.

—Ellos saben más que nosotros acerca de estos asuntos —dijo Ónix—. Gran parte de nuestro arte de la Invocación viene del Saber Popular de Paln. Thorion era un maestro de este arte… El actual Maestro de Invocaciones de Roke, Marca de Venway, no quiere utilizar ninguna parte de su arte que venga de ese saber. Utilizado indebidamente, sólo ha causado daños. Pero puede que tal vez fuera simplemente nuestra ignorancia lo que nos llevó a hacer un uso indebido de ese conocimiento. Todo se remonta a tiempos muy lejanos; puede que haya partes de ese saber que hayamos perdido. Seppel es un hombre sabio y un mago. Creo que debería venir con nosotros. Creo que podría ayudarte a ti, si tú puedes confiar en él.

—Si él tiene tu confianza —dijo Aliso—, tiene también la mía.

Cuando Aliso hablaba con la facilidad de palabra propia de la gente de Taon, Ónix solía sonreír un poco secamente. —Tu juicio es tan bueno como el mío, Aliso, en este oficio —dijo—. O mejor. Espero que lo utilices. Pero te llevaré con él.

Y así fue que bajaron juntos a la ciudad. El lugar en el que Seppel se alojaba estaba en una parte antigua, cerca de los astilleros, justo cuando terminaba la Calle Constructor Naval; había allí una pequeña colonia de gente de Paln, que había sido traída para trabajar en los astilleros del Rey, puesto que eran muy buenos constructores de barcos. Las casas eran muy antiguas, pegadas una a la otra, con puentes entre tejado y tejado que daban al Gran Puerto de Havnor una segunda red aérea de calles muy por encima de las pavimentadas.

Las habitaciones de Seppel, subiendo tres pisos de escalera, eran oscuras y cerradas en el calor de ese ya final de verano. Los llevó un empinado tramo más arriba, sobre el tejado. Estaba unido a otros tejados por un puente en cada lado, de manera que había un cruce regular y una calle principal que lo atravesaban. Había toldos montados junto a los bajos parapetos, y la brisa del puerto refrescaba el aire en sombras. Allí se sentaron, sobre unas alfombrillas de lona a rayas, en la esquina que era el trozo de tejado de Seppel, y les dio un té frío y un poco amargo.

Era un hombre de baja estatura y de unos cincuenta años, su cuerpo era redondo, tenía los pies y las manos pequeños, los cabellos, un poco rizados y rebeldes, y llevaba, lo cual era raro entre hombres del Archipiélago, una barba, recortada muy corta, sobre sus oscuras mejillas y mandíbula. Sus modales eran agradables. Hablaba con un acento entrecortado y cantarín, suavemente.

El y Ónix hablaron, y Aliso los escuchó durante un buen rato. Su mente iba a la deriva cada vez que hablaban acerca de gente o de asuntos de los que él no sabía nada. Miró sobre los tejados y los toldos, vio jardines en los tejados lejanos y unos puentes arqueados y tallados, miró hacia el Norte, en donde estaba el Monte Onn, una gran cúpula de un gris claro sobre las neblinosas colinas del verano. Volvió a aquel tejado cuando oyó que el mago de Paln decía: —Puede ser que ni siquiera el Archimago haya podido curar por completo la herida del mundo.

La herida del mundo, pensó Aliso: sí. Miró a Seppel más atentamente, y Seppel le lanzó una mirada. Teniendo en cuenta la apariencia tranquila de aquel hombre, su mirada era penetrante.

—Tal vez no sea solamente nuestro deseo de vivir para siempre lo que ha mantenido abierta la herida —dijo Seppel—, sino el deseo de morir de los muertos.

Una vez más, Aliso escuchó las extrañas palabras y sintió que las reconocía sin comprenderlas. Una vez más, Seppel le lanzó una mirada como buscando una respuesta.

Aliso no dijo nada, y tampoco Ónix habló. Seppel dijo finalmente: —Cuando estás en la frontera, Maestro Aliso, ¿qué es lo que te piden ellos?

—Ser libres —respondió Aliso; su voz era sólo un susurro.

—Libres —murmuró Ónix.

Otra vez silencio. Dos niñas y un niño pasaron corriendo por el tejado, riendo y gritando: «¡Derribar al siguiente!». Jugaban uno de los interminables juegos de persecución a los que se dedicaban los niños en el laberinto de calles y canales y escaleras y puentes de su ciudad.

—Tal vez fuera un mal trato desde el comienzo —dijo Seppel, y cuando Ónix lo miró como preguntándole algo, agregó—: Verw nadan.

Aliso sabía que las palabras eran del Habla Antigua, pero no conocía su significado.

Miró a Ónix, cuyo rostro estaba muy serio. Ónix solamente dijo: —Bueno, espero que podamos llegar a la verdad de todo esto, y pronto.

—En la colina en la que yace la verdad —dijo Seppel.

—Me alegro de que vayas a estar allí con nosotros. Mientras tanto, aquí está Aliso, que es invocado a la frontera noche tras noche y busca algo de tregua. Le dije que tal vez tú supieras alguna manera de ayudarlo.

—¿Y tú aceptarías ser tocado por la hechicería de Paln? —le preguntó Seppel a Aliso. El tono de su voz era apenas irónico. Sus ojos eran brillantes e intensos como el azabache.

Los labios de Aliso estaban secos. —Maestro —dijo—, en mi isla decimos que el hombre que se ahoga no pregunta cuánto cuesta la soga. Si puedes mantenerme alejado de ese lugar, aunque sólo sea por una noche, tendrás las gracias de mi corazón, por pequeño que sea eso en comparación con semejante obsequio.

Ónix lo miró con una leve y graciosa sonrisa.

Seppel no sonrió en absoluto. —Las gracias son algo poco común, en mi oficio —dijo—. Haría bastante por recibirlas. Creo que puedo ayudarte, Maestro Aliso. Pero tengo que advertirte que la soga es bastante cara.

Aliso inclinó la cabeza.

—Llegas a la frontera en sueños, no por voluntad propia, ¿no es cierto?

—Eso es lo que creo.

—Sabia respuesta. —La profunda mirada de Seppel lo aprobaba—. ¿Quién conoce claramente su propia voluntad? Pero si es en sueños como llegas hasta allí, yo puedo alejarte de ese sueño por un tiempo. Y por un precio, como dije antes.

Aliso lo miró desconcertado.

—Tu poder.

Aliso no le entendió al principio. Luego dijo: —Mi don, ¿quieres decir? ¿Mi arte?

Seppel asintió con la cabeza.

—Soy simplemente un enmendador —dijo Aliso después de un rato—. No es un gran poder al que renunciar.

Ónix hizo un gesto como para protestar, pero miró el rostro de Aliso y no dijo nada.

—Es tu forma de ganarte la vida.

—Una vez fue mi vida. Pero eso ha terminado.

—Tal vez tu don regrese a ti cuando lo que tenga que ocurrir haya ocurrido. No puedo prometértelo. Intentaré restaurar lo que pueda de lo que saque de ti. Pero ahora todos estamos caminando en la noche, sobre un terreno que no conocemos. Cuando llegue el día, puede que sepamos dónde nos encontramos, o puede que no. Ahora bien, si te salvo de tu sueño a ese precio, ¿me lo agradecerás?

—Lo haré —dijo Aliso—. ¿Qué es el pequeño bien que puedo hacer con mi don comparado con el gran mal que puede causar mi ignorancia? Si me salvas del miedo en el que vivo ahora, el miedo de poder causar ese mal, te lo agradeceré por el resto de mi vida.

Seppel suspiró profundamente. —Siempre he oído decir que las arpas de Taon tocan muy bien —dijo y miró a Ónix—. ¿Y Roke no tienen ningún inconveniente? —preguntó, y volvió a adoptar su tono de voz levemente irónico.

Ónix negó con la cabeza, pero ahora parecía estar muy serio.

—Entonces iremos a la cueva en Aurun. Esta noche si queréis.

—¿Por qué allí? —preguntó Ónix.

—Porque no soy yo sino la Tierra quien ayudará a Aliso. Aurun es un lugar sagrado, lleno de poder. Aunque la gente de Havnor se ha olvidado de eso, y lo utiliza únicamente para profanarlo.

Ónix se las arregló para intercambiar unas palabras en privado con Aliso antes de seguir a Seppel escaleras abajo. —No tienes necesidad de seguir con esto, Aliso —le dijo—. Pensé que confiaba en Seppel, pero ahora no lo sé.

—Confiaré en él —le respondió Aliso. Entendía las dudas de Ónix, pero lo que había dicho lo había dicho de verdad, que haría cualquier cosa por liberarse del miedo a causar un mal terrible. Cada vez que había sido llevado otra vez en sueños hasta aquel muro de piedras, había sentido que algo estaba intentando entrar en el mundo a través de él, y que así lo haría si él escuchaba las llamadas de los muertos, y cada vez que los escuchaba, se sentía más débil y le resultaba más difícil resistirse a su llamada.

Los tres hombres recorrieron un largo camino atravesando las calles de la ciudad en el corazón del atardecer. Salieron a campo abierto, al sur de la ciudad, en donde unas colinas enormes y rugosas bajaban hasta la bahía, un pobre trozo de campo para aquella rica isla: unos trozos de tierra cenagosa entre las crestas de las colinas, un pequeño terreno cultivable sobre sus lomos rocosos. En aquella parte, la muralla de la ciudad era muy vieja, construida sin argamasa y con rocas sacadas de las colinas, y detrás de ella no había suburbios pero en cambio sí algunas granjas.

Anduvieron por un camino difícil que subía zigzagueando la primera cresta y seguía por su cumbre hacia el este, hacia las colinas más altas. Allí arriba, desde donde podían ver toda la ciudad que se extendía como una neblina dorada hacia el norte, el camino se ensanchaba a su izquierda hasta convertirse en un laberinto de sendas. Siguiendo recto llegaron de repente a una gran grieta en el suelo, un hueco negro de seis metros o más, justo atravesando su camino.

Era como si la espina dorsal de roca de la tierra hubiera sido partida por un retorcimiento y nunca más hubiera sanado. Los rayos del sol del oeste entraban a raudales por la boca de la cueva e iluminaban un poco las superficies verticales de las rocas interiores, pero por debajo de eso sólo se veía oscuridad.

Había una curtiduría en el valle debajo de la colina, hacia el sur. Los curtidores habían ido llevando sus desperdicios hasta allí y los habían arrojado dentro de la grieta, descuidadamente, de manera que a todo su alrededor había un montón de basura rancia, trozos de cuero a medio curtir, y una peste a podredumbre y a orina. Había otro olor, éste de las profundidades de la cueva, que iban percibiendo a medida que se acercaban al borde escarpado: un olor terroso, frío y seco que hizo retroceder a Aliso.

—¡Esto es lo que lamento, esto es lo que lamento! —exclamó el mago de Paln en voz alta, mirando la basura a su alrededor y hacia abajo los tejados de la curtiduría con una expresión extraña. Pero después de un rato habló a Aliso con su habitual modo suave—: Ésta es la cueva o la grieta llamada Aurun, que conocemos por nuestros más antiguos mapas en Paln, en donde también se la llama la Boca de Paor. Solía hablarle a la gente, cuando llegaron aquí por primera vez, desde el Oeste. Hace mucho tiempo. Los hombres han cambiado. Pero la grieta es lo que era antes. Aquí puedes dejar tu carga, si eso es lo que quieres.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Aliso.

Seppel lo condujo hasta el extremo sur de la gran grieta, en donde se estrechaba hasta unirse en rugosidades de rocas agrietadas. Le dijo que se recostara boca abajo en donde pudiera ver las profundidades de la oscuridad que se extendía cada vez más y más hacia abajo. —Aférrate a la tierra —le dijo—. Eso es todo lo que tienes que hacer. Aunque se mueva, aférrate a ella.

Aliso se recostó allí mirando hacia abajo entre los muros de piedra. Sintió que las rocas se le clavaban en el pecho y en la cadera al recostarse sobre ellas; oyó que Seppel comenzaba a cantar en voz muy alta con palabras que él sabía eran del Lenguaje de la Creación; notó el calor del sol atravesándole los hombros, y olió el hedor a carroña de la curtiduría. Luego, el aliento de la cueva salió de las profundidades con una acritud tan intensa que le hizo perder su propio aliento y la cabeza comenzó a darle vueltas. La oscuridad comenzó a subir hacia él. El suelo se le movió debajo, un suelo de rocas que temblaba, y él se aferró a él, escuchando cantar a aquella voz, respirando el aliento de la tierra. La oscuridad ascendió y se apoderó de él. Perdió el sol.

Cuando regresó, el sol estaba bajo en el poniente, una bola roja en la neblina sobre las costas occidentales de la bahía. Vio a Seppel sentado cerca de él en el suelo, parecía cansado y consternado, su larga sombra negra se proyectaba sobre el suelo rocoso entre las largas sombras de las rocas.

—Aquí estás —dijo Ónix.

Aliso se dio cuenta de que estaba acostado de espaldas, con la cabeza sobre las rodillas de Ónix, una roca se le clavaba en la columna vertebral. Se incorporó, mareado, disculpándose.

Partieron tan pronto como logró caminar, porque les quedaban algunas millas por recorrer y estaba claro que ni él ni Seppel podrían mantener un ritmo acelerado. Cuando llegaron a la Calle Constructor Naval la noche ya había caído por completo. Seppel les dijo adiós, mirando de modo escrutador a Aliso mientras se detenían a la luz de la puerta cercana de una taberna. —He hecho lo que me has pedido —le dijo, con aquella misma mirada triste.

—Y yo te lo agradezco —le respondió Aliso, y tendió al mago su mano derecha, tal como era costumbre entre la gente de las Enlades. Después de un momento, Seppel la tocó con su mano; y así se separaron.

Aliso estaba tan cansado que apenas podía conseguir que sus piernas se movieran. El sabor extraño y ácido del aire de la cueva todavía impregnaba su boca y su garganta, y hacía que se sintiera liviano, mareado, hueco. Cuando por fin llegaron al palacio, Ónix quiso acompañarlo hasta su habitación, pero Aliso dijo que se encontraba bien y que solamente necesitaba descansar.

Entró en su habitación y Tirón llegó moviéndose con entusiasmo y sacudiendo la cola para saludarlo. —Ah, ahora ya no te necesito —dijo Aliso, agachándose para acariciar el suave y brillante lomo gris. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Era simplemente que estaba muy cansado. Se acostó en la cama, y el gato subió también de un salto y se acurrucó ronroneando en su hombro.

Y se durmió: un sueño negro, vacío, sin sueños que pudiera recordar, ninguna voz diciendo su nombre, ninguna colina de hierba seca, ningún sombrío muro de piedras, nada.


Caminando por los jardines del palacio durante la noche antes de que partieran navegando hacia el Sur, Tenar se sentía muy triste y preocupada. No quería emprender el viaje hacia Roke, la Isla de los Sabios, la Isla de los Magos. (Hechiceros-malditos, decía en kargo una voz en su mente.) ¿Qué podía hacer ella allí? Quería regresar a su hogar en Gont, con Ged. A su propia casa, su trabajo, su querido hombre.


Se había apartado de Lebannen. Lo había perdido. El Rey era cortés, afable, e implacable.

¡Cómo les temían los hombres a las mujeres!, pensó, caminando entre las rosas en flor. No como individuos, sino a las mujeres cuando hablaban juntas, trabajaban juntas, cuando salían en defensa unas de otras. Allí los hombres veían conspiraciones, tratos secretos, coacciones, trampas.

Por supuesto que tenían razón. Era probable que las mujeres, como mujeres, tomaran las riendas de la siguiente generación, no de ésta; ellas entretejían los eslabones que los hombres veían como cadenas, los lazos que los hombres veían como algo que los hacía prisioneros. Ella y Seserakh estaban por supuesto aliadas contra él y preparadas para traicionarlo, si verdaderamente él no era nada a menos que fuera independiente. Si era solamente aire y fuego, si no llevaba consigo el peso de la tierra, ni el agua paciente…

Pero ésa era más bien Tehanu y no Lebannen. Ella no era terrenal, su Tehanu, el alma alada que había venido a quedarse un tiempo con ella y que pronto, Tenar lo sabía muy bien, se alejaría de ella. Del fuego al fuego.

E Irian, con quien se iría Tehanu. ¿Qué podría hacer esa criatura fuerte y feroz con una vieja casa que necesitaba ser barrida, y un viejo que necesitaba ser cuidado? ¿Cómo podría Irian entender cosas como ésas? ¿Qué significaba para ella, un dragón, que un hombre debe asumir su deber, casarse, tener hijos, llevar el yugo de la tierra?

Al verse sola e inútil entre seres de tan grande destino, no propio de un humano, Tenar cedió completamente ante la añoranza. Añoranza no solamente por Gont. ¿Por qué no podía estar aliada con Seserakh, que podía ser una princesa de la misma manera que ella había sido una sacerdotisa, pero que no iba a irse volando con alas ardientes, puesto que era profunda y completamente una mujer de la tierra?

¡Y hablaba la misma lengua que Tenar! Tenar la había torturado pacientemente en hárdico, había quedado encantada con su rapidez para aprender, y se daba cuenta justo ahora de que el verdadero placer había sido simplemente hablar kargo con ella, escuchando y diciendo palabras que albergaban toda su infancia perdida.

Cuando llegó al camino que iba hacia los estanques de peces debajo de los sauces, vio a Aliso. Con él había un niño pequeño. Estaban hablando silenciosa, seriamente. Siempre se alegraba de ver a Aliso. Se compadecía de él por todo el dolor y el miedo que sentía y honraba su paciencia para soportarlos. Le gustaba su rostro sincero y apuesto, y su facilidad de palabra. ¿Qué daño podía hacer el hecho de agregar una o dos notas de gracia a la forma de hablar corriente? Ged había confiado en él.

Al detenerse a cierta distancia, para no interrumpir la conversación, vio como él y el niño se arrodillaban en el camino, mirando por entre los arbustos. En ese momento, el gatito de Aliso salió de debajo de un arbusto. No les prestó atención, y comenzó a caminar por la hierba, una pata detrás de la otra, con el vientre bajo y los ojos encendidos, cazando una polilla.

—Puedes dejar que se quede fuera toda la noche, si quieres —le decía Aliso al niño—. Aquí no puede perderse ni hacerse daño. Le gusta mucho estar al aire libre. Pero esto para él es como toda Havnor, ¿sabes?, estos grandes jardines. O puedes dejarlo libre por las mañanas. Y luego, si quieres, puede dormir contigo.

—Eso me gustaría —dijo el niño, tímidamente decidido.

—Entonces necesita tener su caja de arena en tu habitación, ¿sabes? Y un cuenco con agua, para que nunca esté sediento.

—Y comida.

—Sí, por supuesto; una vez al día. No mucha. Es un poco glotón. Tiende a pensar que Segoy creó las islas para que Tirón pudiera llenar su vientre.

—¿Atrapa peces en el estanque? —El gato estaba entonces cerca de uno de los estanques de carpas, sentado sobre la hierba y mirando para todos lados; la polilla se había ido volando.

—Le gusta mirarlos.

—A mí también —dijo el niño. Se pusieron de pie y caminaron juntos hacia los estanques.

Tenar se sintió profundamente conmovida. Había cierta inocencia en Aliso, pero era la inocencia de un hombre, no una inocencia infantil. Tendría que haber tenido hijos propios. Hubiera sido un muy buen padre.

Pensó en sus propios hijos, y en sus pequeños nietos, aunque la mayor de Manzana, Pippin, ¿era posible?, ¿Pippin estaba a punto de cumplir los doce años? ¡Sería nombrada éste o el próximo año! Oh, era hora de ir a casa. Era hora de visitar el Valle Septentrional, llevarle un regalo de nombramiento a su nieta y juguetes para los bebés, asegurarse de que Chispa en su desasosiego no estuviera podando demasiado los perales otra vez, sentarse un rato y hablar con su buena hija Manzana… El nombre verdadero de Manzana era Hayohe, el nombre que le había dado Ogión… El recuerdo de Ogión llegaba como siempre con una punzada de amor y de nostalgia. Vio la chimenea de la casa de Re Albi. Vio a Ged sentado allí junto al fuego. Vio cómo volvía su oscuro rostro para hacerle una pregunta. Ella le contestó, en voz alta, en los jardines del Nuevo Palacio de Havnor a cientos de millas de distancia de esa chimenea:

—¡Tan pronto como pueda!

Por la mañana, una clara y despejada mañana estival, todos bajaron hasta el puerto para abordar el Delfín. La gente de la Ciudad de Havnor convirtió aquél en un día festivo, avanzando en tropel descalzos por las calles y los muelles, atascando los canales con las pequeñas balsas de troncos a las que llamaban barcos, salpicando la gran bahía con barcos de velas y botes, todos ondeando banderas brillantes; y había banderas y banderines también en las torres de las grandes casas y en los palos de pancartas en los puentes altos y en los bajos. Al pasar entre aquellas alegres multitudes, Tenar pensó en aquel lejano día en que ella y Ged llegaron navegando a Havnor, trayendo de regreso a casa la Runa de la Paz, el Anillo de Elfarran. Había portado ese anillo en su mano, y lo había llevado en alto de manera que la plata brillara con la luz del sol y de ese modo la gente pudiera verlo, y ellos habían gritado con entusiasmo y le habían extendido sus brazos como si todos quisieran abrazarla. Pensar en eso la hizo sonreír. Estaba sonriendo cuando subía por la pasarela y se inclinaba ante Lebannen.

El la saludó con la formalidad tradicional digna de un capitán de barco:

—Señora Tenar, bienvenida a bordo.

Y ella respondió, movida por un impulso que no supo reconocer bien: —Te lo agradezco, hijo de Elfarran.

El la miró por un instante, asustado al oír ese nombre. Pero Tehanu venía detrás de ella, y él repitió aquel saludo formal: —Dama Tehanu, bienvenida a bordo.

Tenar siguió avanzando hacia la proa del barco, recordando que había allí un rincón cerca de un cabestrante en donde un pasajero podía estar cerca de los marineros sin estar en medio y molestarlos y no obstante contemplar todo lo que sucedía en la atestada cubierta y fuera del barco.

Había un alboroto en la calle principal que desembocaba en el puerto: estaba llegando la Suprema Princesa. Tenar vio con satisfacción que Lebannen, o tal vez su mayordomo, se había ocupado de que la llegada de la princesa fuera convenientemente grandiosa. Unos escoltas a caballo le abrían paso a través de la multitud; los animales resoplaban y chacoloteaban con elegancia y estilo. Unos altos penachos rojos, como los que llevaban los guerreros kargos en sus cascos, se agitaban en lo alto del carruaje cerrado y adornado con dorados que había llevado a la princesa a través de la ciudad, así como también sobre las cabezas de los cuatro caballos grises que tiraban de él. Un grupo de músicos que había estado esperando en la orilla empezó a tocar la trompeta, el tambor y la pandereta. Y los curiosos, al descubrir que tenían ante ellos a una princesa a la que vitorear y mirar con atención, gritaron con entusiasmo, y se acercaron tanto como los jinetes y los guardias a pie se lo permitieron, boquiabiertos y llenos de elogios, alabanzas, y algunos saludos para Seserakh. «¡Viva la Reina de los kargos!», vociferaban algunos, y otros: «No es ella». Y otros: «Miradlas, van todas de rojo, espléndidas como rubíes, ¿cuál es ella?». Y otros: «¡Viva la Princesa!».

Tenar vio a Seserakh, por supuesto con un velo que la cubría desde el sombrero hasta los pies, inconfundible por su altura y su porte, descender del carruaje y navegar, majestuosa como un barco, hasta la pasarela. Dos de sus criadas con velos más cortos andaban con pasos rápidos detrás de ella, seguidas por la Dama Ópalo de Ilien. A Tenar se le cayó el alma a los pies. Lebannen había decretado que no se llevarían ni sirvientes ni seguidores en aquel viaje. No era ni un crucero ni un viaje de placer, había dicho con severidad, y los que fueran a bordo tenían que tener una buena razón para estar allí. ¿Acaso Seserakh no había entendido eso? ¿O se aferraba tanto a sus tontas campesinas que se proponía desafiar al Rey? Ése sería un comienzo verdaderamente desafortunado para aquel viaje.

Pero a los pies de la pasarela el cilindro rojo con bordes dorados se detuvo y se dio la vuelta. Extendió las manos hacia adelante, manos de piel dorada brillando con anillos de oro. La princesa abrazó a sus doncellas, despidiéndose claramente de ellas. También abrazó a la Dama Ópalo con el comportamiento majestuoso propio de la realeza y de la nobleza en público. Luego, la Dama Ópalo condujo en manada a las doncellas de regreso hasta el carruaje, mientras la princesa se daba la vuelta otra vez para subir a la nave.

Hubo una pausa. Tenar pudo ver cómo aquella columna roja y dorada sin rasgos respiraba hondo. Esta se enderezó y pareció aún más alta.

Comenzó a subir por la pasarela, lentamente, puesto que la marea había ascendido un poco y el ángulo era bastante considerable, pero con una dignidad muy segura que mantuvo a la multitud en silencio, fascinada, observando.

Llegó a la cubierta y se detuvo allí, frente al Rey.

—Suprema Princesa de las Tierras de Kargad, bienvenida a bordo —dijo Lebannen con voz sonora.

En ese momento la multitud comenzó a exclamar: ¡Bravo por la Princesa! ¡Que viva la Reina! ¡Muy bien hecho, Rojita!».

Lebannen dijo algo a la princesa que las exclamaciones hicieron inaudible para todos los demás. La columna roja se volvió hacia la multitud que estaba en la orilla e hizo una reverencia, con la espalda rígida pero con elegancia.

Tehanu la había estado esperando cerca de donde estaba el Rey, y ahora se acercaba para hablar con ella y acompañarla hasta el camarote en la popa del barco, por donde desaparecieron los pesados pero ondeantes velos rojos y dorados. La multitud vitoreaba y gritaba con más fuerza que nunca. «¡Regresad, Princesa! ¿Dónde está la Rojita? ¿Dónde está nuestra dama? ¿Dónde está la Reina?»

Tenar miró hacia abajo, hacia donde estaba el Rey. A través de sus recelos y del pesar que llevaba en su corazón, brotó en ella una risa. Pensó, pobre muchacho, ¿qué harás ahora? Se han enamorado de ella apenas han tenido la oportunidad de verla, y a pesar de que no pueden verla… ¡Oh, Lebannen, estamos todos aliados en tu contra!.

El Delfín era un barco bastante grande, preparado para llevar a un rey con bastantes comodidades; pero, por encima de todo, estaba hecho para navegar, para volar con el viento, para llevarlo a donde necesitara ir y lo más rápido posible. Los aposentos eran un tanto escasos cuando iban en él solamente la tripulación, los oficiales, el Rey y unos pocos acompañantes. En este viaje a Roke, los aposentos eran muy escasos. La tripulación, con toda seguridad, sufría la misma incomodidad habitual, durmiendo en las recovas de menos de un metro de altura en la bodega de proa; pero los oficiales tenían que compartir un miserable agujero negro debajo de la torre de proa. En cuanto a los pasajeros, las cuatro mujeres estaban en el que era normalmente el camarote del Rey, que ocupaba la estrecha anchura de la torre de popa del barco, mientras que el camarote que estaba debajo de éste, que generalmente era ocupado por el capitán del barco y uno o dos oficiales más, era compartido por el Rey, los dos magos, Aliso y Tosía. Tenar pensó que la probabilidad de desdicha y mal humor era ilimitada. La primera y más apremiante probabilidad, sin embargo, era que la Suprema Princesa iba a caer enferma.

Navegaban aguas abajo por la Gran Bahía con el más suave de los vientos, las aguas en calma, el barco se deslizaba como cisne en un estanque; pero Seserakh se encogía en su litera, gritando desesperada siempre que miraba a través de sus velos y veía la soleada y pacífica vista de aguas tranquilas, la serena estela blanca del barco, a través de las grandes ventanas de la popa. —Subirá y bajará —se quejó en kargo.

—No sube y baja en absoluto —le dijo Tenar—. ¡Usa tu cabeza, princesa!

—Se trata de mi estómago, no de mi cabeza —gimoteó Seserakh.

—Nadie puede marearse con este clima. Simplemente tienes miedo.

—Madre —protestó Tehanu, entendiendo el tono de su voz aunque no sus palabras—. No la regañes. Es horrible estar enfermo.

—¡No está enferma! —dijo Tenar. Estaba absolutamente convencida de la veracidad de lo que decía—. Seserakh, no estás enferma. Tienes miedo a marearte. Contrólate. Sal a la cubierta un minuto. Tehanu, intenta convencerla. ¡Piensa en lo que sufrirá si realmente nos topamos con un mal clima!

Entre las dos lograron poner de pie a Seserakh y meterla en su cilindro de velos rojos, sin los cuales por supuesto no podía aparecer ante los ojos de los hombres; la engatusaron y empujaron con sigilo hasta hacerla salir del camarote, y posarse sobre el trozo de cubierta justo al lado de la puerta, a la sombra, en donde todas pudieron sentarse en hilera sobre un suelo blanco como el hueso, impecable, y mirar el mar azul y brillante.

Seserakh separó lo suficiente sus velos para poder ver justo delante de ella; pero miraba principalmente su regazo, con un ocasional vistazo al agua, breve y aterrorizado, después del cual cerraba los ojos y luego volvía a mirar su regazo.

Tenar y Tehanu hablaron un poco, señalando barcos que pasaban, pájaros, una isla. —Es precioso. ¡Me había olvidado de cuánto me gusta navegar! —dijo Tenar.

—A mí me gusta si puedo olvidarme del agua —dijo Tehanu—. Es como volar.

—Ah, vosotros los dragones —dijo Tenar.

Estaba hablando con ligereza, pero no lo dijo sin pensar. Era la primera vez que le decía algo parecido a su hija. Se dio cuenta de que Tehanu había vuelto la cabeza para mirarla con el ojo con el que podía ver. El corazón de Tenar latía con fuerza. —Aire y fuego —dijo.

Tehanu no dijo nada. Pero su mano, la esbelta mano oscura, no la garra, se extendió, cogió la mano de Tenar y la estrechó con fuerza.

—No sé lo que soy, madre —susurró con su voz que raramente era más que un susurro.

—Yo sí —dijo Tenar. Y su corazón latía con más fuerza aún que antes.

—Yo no soy como Irian —dijo Tehanu. Estaba intentando confortar a su madre, tranquilizarla, pero en su voz había cierta ansia, unos celos anhelantes, un profundo deseo.

—Espera, espera y lo descubrirás —le respondió su madre, a quien le costaba hablar—. Sabrás qué hacer… sabrás lo que eres… cuando llegue el momento.

Estaban hablando tan suavemente que la princesa no podía oír lo que decían, si es que podía entenderlo. Se habían olvidado de ella. Pero ella había alcanzado a oír el nombre de Irían y, apartando los velos con sus largas manos y volviéndose hacia ellas, sus ojos mirando brillantes desde la cálida sombra roja, preguntó:

—¿Irían, ella está?

—Un poco más adelante, por ahí. —Tenar señaló el resto del barco.

—Toma coraje. ¿Ah?

Después de un momento Tenar dijo: —No necesita tomarlo, creo. No tiene miedo.

—Ah —dijo la princesa.

Sus ojos brillantes miraban fijamente desde las sombras toda la extensión del barco, hacia la proa, en donde Irian estaba de pie junto a Lebannen. El Rey señalaba algo por delante de ellos, haciendo gestos, hablando con entusiasmo. Se reía, e Irían, de pie junto a él, tan alta como él, también reía.

—El rostro descubierto —murmuró Seserakh en kargo. Y luego en hárdico, con aire pensativo, casi imperceptiblemente—: No tiene miedo.

Cerró sus velos y se quedó allí sentada, sin rasgos, inmóvil.


Las largas costas de Havnor seguían azules detrás de ellos. El Monte Onn flotaba impreciso y alto en el norte. Las columnas negras de basalto de la Isla de Omer se elevaban sobre el lado derecho del barco mientras éste atravesaba los Estrechos de Ebavnor hacia el Mar Interior. El sol estaba radiante, el viento fresco, otro día con buen clima. Todas las mujeres estaban sentadas debajo del toldo de lona que los marineros habían amañado para ellas junto al camarote de popa. Las mujeres traían buena suerte en un barco, y los marineros se desvivían por proporcionarles pequeñas e ingeniosas comodidades y facilidades. Porque los magos podían traer buena suerte o, de igual manera, mala suerte a un barco, los marineros también los trataban muy bien; su toldo fue amañado en un rincón del alcázar, desde donde tenían una muy buena vista. Las mujeres tenían cojines de terciopelo sobre los que sentarse (proporcionados por la previsión del Rey, o la de su mayordomo); los magos tenían bolsas de lona, que les iban también muy bien.


Aliso se encontró siendo tratado y considerado como uno de los magos. No podía hacer nada al respecto, aunque se sentía un poco avergonzado por si Ónix y Seppel llegaban a pensar que estaba atribuyéndose igualdad ante ellos, y también le preocupaba porque ahora ya ni siquiera era un hechicero. Su don había desaparecido. No tenía ninguna clase de poder. Lo reconocía con tanta certeza como hubiera reconocido la pérdida de su vista, la parálisis de su mano. Ahora no hubiera podido recomponer un cántaro roto, a menos que fuera con pegamento; y lo hubiera hecho mal, porque nunca había tenido que hacerlo.

Y además del arte que había perdido había algo más, algo más grande que el arte, que había desaparecido. Su pérdida lo dejaba, tal como lo había hecho la muerte de su esposa, en medio de un vacío en el que no existía ni existiría nunca ninguna alegría ni nada nuevo. Nada podía suceder, nada podía cambiar.

Puesto que no había sido consciente de aquel aspecto más importante de su don hasta que lo hubo perdido, meditaba sobre él, preguntándose cuál sería su naturaleza. Era como saber el camino que debía seguir, pensaba, como saber cuál era la dirección que debía tomar para llegar a casa. No era algo que uno pudiera identificar ni algo sobre lo que pudiera decirse demasiado, sino una conexión de la que dependía todo lo demás. Sin ella se sentía desolado. Era un inútil.

Pero al menos no hacía daño. Sus sueños eran fugaces, irrelevantes. Nunca lo llevaban a aquellos tristes páramos, la colina de hierba muerta, el muro. No había voces que lo llamaran desde la oscuridad.

Pensaba a menudo en Gavilán, deseando poder hablar con él: el Archimago que había gastado todo su poder y que, habiendo sido grande entre los grandes, vivía ahora su vida en la pobreza y en la indiferencia. Sin embargo, el Rey deseaba ardientemente demostrarle su honor; de modo que la pobreza de Gavilán era por elección. Tal vez, pensó Aliso, los ricos y los plebeyos importantes no hubieran tenido compasión con un hombre que hubiera perdido su verdadera riqueza, su camino.

Ónix lamentaba claramente haber dejado que Aliso hiciera aquel trato o acuerdo. Siempre había sido muy cortés con Aliso, pero ahora lo trataba con respeto y reparos, mientras que su comportamiento con el mago de Paln se había vuelto un poco distante. El propio Aliso no sentía resentimiento alguno hacia Seppel y no desconfiaba de sus intenciones. Los Antiguos Poderes eran los Antiguos Poderes. Uno los utilizaba asumiendo el riesgo. Seppel le había dicho lo que tendría que pagar, y él lo había aceptado. No había entendido exactamente lo caro que iba a ser ese precio; pero eso no era culpa de Seppel. Era suya, por no haberle atribuido nunca a su don el valor del que era merecedor.

De modo que allí estaba, sentado con los dos magos, pensando en sí mismo como en una moneda falsa comparada con el oro de los otros dos, pero escuchándolos con toda su mente; porque ellos confiaban en él y hablaban abiertamente, y su conversación le ofrecía una educación con la que nunca había soñado siendo hechicero.

Sentados allí, a la clara y brillante sombra del toldo de lona, hablaban de un trato, un trato más grande que el que él había hecho para acabar con sus sueños. Ónix dijo más de una vez las palabras del Habla Antigua que Seppel había pronunciado en el tejado: Verw nadan. Mientras hablaban, poco a poco Aliso sacó la conclusión de que el significado de aquellas palabras era algo así como una elección, una división, que hacía dos cosas de una. Hacía mucho, mucho tiempo, antes de que existieran los Reyes de Enlad, antes de que se escribiera en hárdico, tal vez antes de que existiera la lengua hárdica, cuando solamente existía el Lenguaje de la Creación, parecía que la gente había hecho una especie de elección, había renunciado a un gran poder o posesión para ganar otro.

La conversación que tenían los magos acerca de este tema era difícil de seguir, no tanto porque escondieran algo sino porque ellos mismos buscaban a tientas cosas perdidas en el turbio pasado, en la época anterior a la memoria. Las palabras del Habla Antigua llegaban a su conversación por necesidad, y a veces Ónix hablaba todo el tiempo en esa lengua. Pero Seppel solía contestarle en hárdico. Seppel era parco en las palabras de la Creación. Una vez levantó su mano para evitar que Ónix siguiera hablando y, ante la mirada de sorpresa y de duda del mago de Roke, dijo suavemente: —Las palabras de conjuro actúan.

Alcatraz, el maestro de Aliso, también había llamado a las palabras del Habla Antigua palabras de conjuro. «Cada una es una acción de poder —le había dicho—. La palabra verdadera hace que la verdad sea.» Alcatraz había sido tacaño con las palabras de conjuro que conocía, pronunciándolas únicamente cuando era necesario, y cuando escribía cualquier runa que no fuera una de las más comunes que se solían escribir en hárdico, la borraba casi al mismo tiempo que la terminaba. Muchos hechiceros eran igualmente cuidadosos, ya fuera para guardar su conocimiento para sí mismos o porque respetaban el poder del Lenguaje de la Creación. Incluso Seppel, mago como era, con un conocimiento y un entendimiento mucho más amplios de esas palabras, prefería no utilizarlas en su conversación, sino limitarse al lenguaje común que, aunque admitiera mentiras y errores, también permitía incertidumbre y retractación.

Tal vez ésa había sido parte de la gran elección que los hombres habían hecho en tiempos remotos: renunciar al conocimiento innato del Habla Antigua, la cual compartieron alguna vez con los dragones. ¿Sería eso lo que habían hecho, se preguntaba Aliso, para tener una lengua propia, una lengua adecuada para la humanidad, con la que pudieran mentir, engañar, estafar e inventar maravillas que nunca habían existido y que nunca existirían?

Los dragones no hablaban otra lengua que no fuera el Habla Antigua. Sin embargo, siempre se decía que los dragones mentían. ¿Sería así?, se preguntó. Si las palabras de conjuro eran palabras verdaderas, ¿cómo podría utilizarlas un dragón para mentir?

Seppel y Ónix habían llegado a una de las largas, relajadas, y reflexivas pausas de su conversación. Al ver que Ónix estaba, de hecho, al menos medio dormido, Aliso le preguntó al mago de Paln en voz muy baja: —¿Es cierto que los dragones pueden mentir con las palabras verdaderas?

El hombre de la isla de Paln sonrió. —Ésa, decimos nosotros en Paln, es la misma pregunta que Ath le hizo a Orm hace mil años, en las ruinas de Ontuego. «¿Puede mentir un dragón?», preguntó el mago. Y Orm respondió: «No». Y luego respiró sobre él, quemándolo hasta convertirlo en cenizas… Pero ¿vamos a creernos la historia, teniendo en cuenta que el único que pudo haberla contado es Orm?

Infinitas son las controversias de los magos, se dijo Aliso, pero no en voz alta.

Ónix se había quedado definitivamente dormido, su cabeza se había inclinado hacia atrás contra el mamparo, su rostro grave y tenso se había relajado.

Seppel habló, su voz incluso más suave que de costumbre. —Aliso, espero que no te arrepientas de lo que hicimos en Aurun. Sé que nuestro amigo piensa que no te advertí claramente.

Aliso dijo sin dudarlo: —Estoy contento.

Seppel inclinó su oscura cabeza.

Aliso dijo entonces: —Sé que intentamos mantener el Equilibrio. Pero los Poderes de la Tierra van por su cuenta.

—Y la suya es una justicia que resulta difícil de entender a los hombres.

—Así es. Intento ver por qué era justamente eso, mi arte, quiero decir, a lo que tenía que renunciar para librarme de ese sueño. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

Seppel no respondió durante un buen rato, y luego lo hizo con una pregunta. —¿No fue acaso por tu arte que llegaste al muro de piedras?

—Nunca —dijo Aliso con seguridad—. No tenía más poder para ir allí, si lo deseaba, que para evitar ir.

—Entonces ¿cómo llegaste hasta allí?

—Mi esposa me llamó, y mi corazón fue hacia ella.

Una pausa aún más larga. El mago dijo: —Otros hombres han perdido amadas esposas.

—Eso fue lo que le dije a mi Señor Gavilán. Y él me dijo: «Es cierto, y sin embargo el lazo que une a los verdaderos amantes es lo más cercano que conocemos a algo que perdure para siempre».

—Del otro lado del muro de piedras, no hay lazos que perduren.

Aliso miró al mago, el rostro moreno, amable, de mirada penetrante. —¿Por qué?

—La muerte rompe esos lazos.

—Entonces ¿por qué los muertos no mueren?

Seppel lo miró fijamente, atónito.

—Lo siento —dijo Aliso—, hablo mal en mi ignorancia. Lo que quiero decir es esto: la muerte rompe el lazo que une el alma con el cuerpo, y el cuerpo muere. Regresa a la tierra. Pero el espíritu tiene que ir a ese lugar oscuro, y utilizar una apariencia del cuerpo, y quedarse allí, ¿durante cuánto tiempo?, ¿para siempre? ¿En el polvo y la oscuridad, sin luz, ni amor, ni entusiasmo, ni nada? No puedo soportar pensar en Lirio en ese lugar. ¿Por qué tiene que estar allí? ¿Por qué no puede estar… —le costaba hablar— …estar libre?

—Porque el viento no sopla allí —dijo Seppel. Su mirada era muy extraña, su voz áspera—. Ha dejado de soplar, por el arte del hombre.

Siguió mirando fijamente a Aliso, pero comenzó a verlo de verdad sólo paulatinamente. La expresión de sus ojos y de su rostro cambió. Miró hacia otro lado, hacia la hermosa curva blanca de la vela de proa que subía, llena de aliento del viento del noroeste. Volvió a mirar a Aliso. —Sabes tanto como yo de este asunto, amigo mío —dijo casi con su habitual suavidad—. Pero tú lo sabes en tu cuerpo, en tu sangre, en el latido de tu corazón. Y yo solamente sé palabras. Viejas palabras… Así que será mejor que lleguemos pronto a Roke, en donde tal vez los hombres sabios puedan decirnos lo que necesitamos saber. O si ellos no pueden hacerlo, tal vez lo hagan los dragones. O quizás seas tú quien nos enseñe el camino.

—¡Eso sí que sería algo así como el hombre ciego que llevó a los videntes hasta el borde del precipicio! —dijo Aliso con una carcajada.

—Ah, pero si ya estamos al borde del precipicio, y con los ojos cerrados —dijo el mago de Paln.

Lebannen encontró el barco demasiado pequeño para contener la enorme inquietud que lo llenaba. Las mujeres se sentaban bajo su pequeño toldo y los magos se sentaban debajo del suyo como patos en hilera, pero él se paseaba de un lado para otro, impaciente, por los estrechos confines de la cubierta. Sentía que era su impaciencia y no el viento lo que hacía que el Delfín navegara con tanta prisa hacia el sur, pero nunca era lo suficientemente deprisa que él hubiera querido. Quería que la travesía llegara ya a su fin.

—¿Recordáis la flota de camino a Wathort? —dijo Tosía, reuniéndose con él mientras estaba de pie junto al timonel, estudiando el mapa y el mar abierto frente a ellos—. Esa fue una vista grandiosa. ¡Treinta barcos alineados!

—Desearía que fuera a Wathort adonde tuviéramos que ir —dijo Lebannen.

—A mí nunca me gustó Roke —reconoció Tosía—. No hay ni un viento ni una corriente de verdad en veinte millas a la redonda de sus costas, sólo hay corrientes y vientos creados por los magos. Y las rocas al norte de la isla nunca están dos veces en mismo lugar. Y la ciudad está llena de tramposos y de cambiadores de forma. —Escupió, competentemente, a sotavento—. ¡Preferiría encontrarme otra vez con el viejo Cornada y con sus esclavistas!

Lebannen asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Ese era a menudo el placer de la compañía de Tosía: decía lo que a Lebannen le parecía mejor no decir él mismo.

—¿Quién era aquel hombre, el mudo? —preguntó Tosía—, ¿el que mató a Halcón en el muro?

—Egre. Un pirata que se convirtió en comerciante de esclavos.

—Eso es. El te reconoció, allí en Sorra. Fue directo a por ti. Siempre me pregunté cómo.

—Porque una vez me tomó como esclavo.

No era fácil sorprender a Tosía, pero el marinero lo miró con la boca abierta, evidentemente no le creía, pero no era capaz de decirlo, y por lo tanto se había quedado sin nada que decir. Lebannen disfrutó del efecto un minuto y luego sintió pena por él.

—Cuando el Archimago me llevó con él en busca de Cob, fuimos primero hacia el sur. Un hombre en la Ciudad de Hort nos traicionó con los mercaderes de esclavos. Golpearon al Archimago en la cabeza, y yo salí corriendo pensando que podría alejarlos de él. Pero era a mí a quien perseguían, yo era vendible. Me desperté encadenado en una galera camino de Sowl. El Archimago me rescató antes de que pasara la siguiente noche. Los hierros se cayeron todos como trozos de hojas muertas, y le dijo a Egre que no volviera a hablar hasta que encontrara algo que valiera la pena decir… Entró en aquella galera como una gran luz sobre el agua… Nunca supe lo que era él hasta entonces.

Tosía reflexionó sobre aquello durante un rato. —¿Les quitó las cadenas a todos los esclavos? ¿Por qué los demás no mataron a Egre?

—Tal vez lo llevaron hasta Sowl y lo vendieron —dijo Lebannen.

Tosía reflexionó un rato más. —Entonces ésa es la razón por la que querías tan fervientemente acabar con el comercio de esclavos.

—Es una de las razones.

—No puede decirse que sea algo que mejore el carácter, como regla —observó Tosía. Estudió el mapa del Mar Interior que estaba clavado en la pizarra., a la izquierda del timonel—. La Isla de Way —comentó—. De donde es la mujer dragón.

—Te mantienes alejado de ella, me he dado cuenta.

Tosía frunció los labios, aunque no silbó, puesto que estaba a bordo de un barco. —¿Sabéis esa canción que mencioné, acerca de la Muchacha de Belilo? Pues bien, nunca pensé en ella como algo más que un cuento. Hasta que la vi a ella.

—Dudo que fuera a comerte, Tosía.

—Sería una muerte gloriosa —dijo el marino, un poco ácidamente.

El Rey rió.

—¿Para qué arriesgarse innecesariamente? —dijo Tosía.

—No temas.

—Tú y ella hablabais allí tan libres y relajados. A mí me da la sensación de que estuvieras sintiéndote cómodo con un volcán… Sin embargo te digo que no me importaría ver un poco más de ese presente que te enviaron los kargos. Hay algo allí que vale la pena ser visto, a juzgar por los pies. Pero ¿cómo sacarla de esa carpa? Los pies son magníficos, pero me gustaría un poco más de tobillo, para empezar.

Lebannen sentía su rostro volverse cada vez más adusto, y se dio la vuelta para evitar que Tosía lo viera.

—Si alguien me diera un paquete como ése —prosiguió Tosía mirando fijamente el mar—, yo lo abriría.

Lebannen no pudo controlar un ligero movimiento de impaciencia. Tosía lo vio; era rápido. Sonrió con su irónica sonrisa y no dijo nada más.

El capitán del barco había salido a cubierta, y Lebannen entabló conversación con él. —Parece un poco espeso más adelante, ¿verdad? —dijo.

El capitán asintió con la cabeza. —Se ven turbiones hacia el sur y hacia el oeste. Estaremos en ellos esta noche.

El mar se fue poniendo cada vez más picado a medida que la tarde iba avanzando, los bondadosos rayos del sol cogieron un matiz como metálico, y había ráfagas de viento que soplaban desde un lado y luego desde otro. Tenar le había dicho a Lebannen que la princesa le tenía miedo al mar y al hecho de sentirse mal a bordo, y él lanzó una o dos miradas al camarote de popa, esperando no ver ninguna figura con velos rojos entre los patos en hilera. Sin embargo, eran Tenar y Tehanu las que se habían ido de cubierta; la princesa aún estaba allí, e Irian estaba sentada a su lado. Hablaban muy seriamente. ¿De qué demonios tenía que hablar una mujer dragón de Way con una mujer de harén de Hur-at-Hur? ¿Qué lenguaje tenían en común? Parecía tan necesario responder esas preguntas que Lebannen caminó hacia la popa.

Cuando llegó allí, Irian levantó la vista para mirarlo y sonrió. Tenía un rostro fuerte, sincero, una amplia sonrisa; ella iba descalza por elección, no se preocupaba por su vestimenta, dejaba que el viento le enmarañara los cabellos; en conjunto no parecía más que una hermosa campesina, de corazón caliente, inteligente e ignorante, hasta que se la miraba a los ojos. Eran de un color ámbar ahumado, y cuando miraba a Lebannen a los suyos, tal como lo estaba haciendo ahora, él no podía hacer lo mismo. Bajaba la vista.

Había dejado claro que no habría ninguna ceremonia de corte a bordo del barco, ni reverencias ni cortesías, nadie debía ponerse de pie cuando él se acercara; pero la princesa se había puesto de pie. Eran, tal como Tosía había observado, unos pies hermosos, no pequeños, pero con el arco alto, fuertes y delicados. Miró aquellos dos píes delgados sobre la madera blanca de la cubierta. Levantó la vista y vio que la princesa estaba haciendo lo mismo que había hecho la última vez que habían estado de ese modo cara a cara: estaba separando sus velos de manera que él, y nadie más que él, pudiera ver su rostro. Se quedó atónito ante aquella severa belleza, casi trágica, la belleza del rostro en aquellas sombras rojas.

—¿Está, está todo bien, princesa? —preguntó, tartamudeando, algo que hacía muy raramente.

Ella respondió: —Mi amiga Tenar dijo, respira viento.

—Sí —dijo él, un poco al azar.

—¿Crees que hay algo que tus magos puedan hacer por ella, tal vez? —preguntó Irían, descruzando sus largas extremidades y poniéndose de pie ella también. Ella y la princesa eran mujeres altas.

Lebannen estaba tratando de distinguir de qué color eran los ojos de la princesa, puesto que podía verlos. Eran azules, pensó, pero como ópalos azules albergaban otros colores en ellos, o tal vez fuera la luz del sol atravesando el rojo de sus velos. —¿Algo que se pueda hacer por ella?

—Desea tanto no sentirse mal. Sufrió mucho en el viaje desde las Tierras de Kargad hasta Havnor.

—No tendré de miedo —dijo la princesa. Lo miraba fijamente, directo a los ojos como desafiándolo a… ¿a qué?

—Por supuesto —dijo él—, por supuesto. Le preguntaré a Ónix. Seguro que hay algo que pueda hacer. —Hizo una reverencia incompleta para ambas y salió disparado en busca del mago.

Ónix y Seppel lo discutieron y luego consultaron a Aliso. Un sortilegio contra el malestar que provocaba el mar estaba más en el campo de los hechiceros, los enmendadores, los curadores, que en el de los magos poderosos y eruditos. En aquel momento, Aliso no podía hacer nada, por supuesto, pero era posible que se acordara de un hechizo… No se acordaba, puesto que nunca había soñado con ir al mar hasta que comenzaron sus problemas. Seppel confesó que él mismo siempre se sentía mal a bordo de barcos pequeños o con mal tiempo. Finalmente Ónix fue hasta el camarote de popa y le pidió perdón a la princesa: él mismo no tenía la habilidad necesaria para ayudarla, y no tenía nada más que ofrecerle, y le pedía disculpas por ello, que un hechizo o un talismán que uno de los marineros, al oír hablar de su grave situación (los marineros lo oían todo), había insistido en que le diera.

La mano de dedos largos de la princesa emergió de entre los velos rojos y dorados. El mago colocó en ella un pequeño y extraño objeto de color blanco y negro: un alga marina seca alrededor del esternón de un pájaro. —Un petrel, porque vuelan con la tormenta —dijo Ónix, avergonzado.

La princesa inclinó su cabeza invisible y murmuró unas gracias en kargo. El fetiche desapareció dentro de sus velos. Se retiró al camarote. Ónix, al encontrar al Rey muy cerca, se disculpó con él. Ahora el barco daba enérgicos bandazos obedeciendo a unas ráfagas fuertes e irregulares sobre un mar picado, y dijo: —Yo podría, ya sabes, Su Majestad, decirles una palabra a los vientos…

Lebannen sabía bien que había dos escuelas de pensamiento en cuanto al manejo del clima: la antigua, la de los Hombres con Bolsa que ordenaban a los vientos que sirvieran a sus barcos como los pastores les ordenan a sus perros que corran para aquí y para allá, y otra la noción más novedosa, como mucho con unos pocos siglos de antigüedad, la de la escuela de Roke, la de que el viento de magia podía ser levantado por una verdadera necesidad, pero era mejor dejar que soplaran los vientos del mundo. Lebannen sabía que Ónix era un defensor devoto de las maneras de Roke. —Haz lo que te parezca mejor, Ónix —dijo el Rey—. Si todo parece indicar que nos espera una noche realmente mala… Pero si no son más que unos pocos turbiones…

Ónix levantó la vista y miró la punta del mástil, en donde una o dos briznas de fuego flavo habían vacilado en el crepúsculo oscurecido por las nubes. Unos truenos retumbaron colosalmente en la negrura que se abría ante ellos, todos atravesando el Sur. Detrás de ellos empalidecían las últimas luces del día, trémulas sobre las aguas. —Muy bien —respondió el mago, medio melancólicamente, y bajó al pequeño y atestado camarote.


Lebannen estaba casi siempre fuera de ese camarote, durmiendo en la cubierta las pocas veces que dormía. Esa noche no era una noche de sueño para nadie en el Delfín. No se trataba de un solo turbión, sino de una cadena de violentas tormentas de finales del verano que estaban a punto de estallar en el sudoeste, y entre la terrible conmoción de un mar deslumbrado por los relámpagos, los estruendos de los truenos que parecían estar a punto de partir el barco en dos, y las enloquecidas ráfagas de tormenta que no dejaban de darle bandazos y de balancearlo de un lado para otro haciéndole dar unos extraños saltos, entre todo aquello, la noche resultó ser muy larga y estruendosa.

Ónix consultó a Lebannen una vez: ¿debía decirle algo al viento? Lebannen miró al capitán como buscando una respuesta, pero éste se limitó a encogerse de hombros. Él y su tripulación ya estaban bastante ocupados, aunque despreocupados. El barco no tenía problemas. En cuanto a las mujeres, se decía que estaban sentadas tranquilamente en su camarote, jugando; Irían y la princesa habían salido hacía un rato a la cubierta, pero a veces era difícil mantenerse de pie y se habían dado cuenta de que estaban estorbando a la tripulación, de modo que se habían retirado. El informe de que estaban jugando llegó con el niño del cocinero, a quien habían enviado para ver si querían algo de comer. Habían dicho que comerían cualquier cosa que el muchacho pudiera traerles.

Lebannen se descubrió poseído por la misma intensa curiosidad que había sentido aquella tarde. No cabía duda de que las lámparas estaban encendidas en el camarote de popa, puesto que su calor brotaba dorado en la espuma y en la carrera de la estela del barco. Casi llegada la medianoche, fue hasta la popa y llamó a la puerta.

Irían abrió. Después del resplandor y la negrura de la tormenta, la luz de la lámpara en el camarote parecía cálida y firme, a pesar de que las lámparas se balanceaban y proyectaban sombras que también se balanceaban; y lo desconcertó sentir una notable sensibilidad para los colores, los diferentes colores de las ropas de las mujeres, sus pieles, oscura o pálida o dorada, sus cabellos, negros o grises o leonados, sus ojos, los ojos de la princesa mirándolo fijamente, asustados, mientras cogía un pañuelo o un trozo de tela para ponerse delante del rostro.

—¡Oh! ¡Creíamos que era el muchacho del cocinero! —exclamó Irían riendo.

Tehanu lo miró y preguntó con su habitual timidez y camaradería: —¿Hay algún problema?

De repente se dio cuenta de que estaba de pie en la puerta de aquel camarote mirándolas fijamente, prácticamente mudo, como alguien que trae un mensaje de fatalidad.

—No, nada de eso. ¿Estáis todas bien? Siento que esté todo tan borrascoso…

—No creemos que seas responsable del tiempo —dijo Tenar—. Nadie podía dormir, así que la princesa y yo les estábamos enseñando a las demás un juego kargo.

El Rey vio dados de marfil de cinco lados desparramados sobre la mesa, probablemente fueran de Tosía.

—Nos hemos estado apostando islas —dijo Irían—. Pero Tehanu y yo estamos perdiendo. Los kargos ya han ganado Ark e Ilien.

La princesa había bajado el pañuelo; estaba sentada mirando a Lebannen con resolución, sumamente tensa, como podría mirarlo un joven espadachín antes de una pelea de esgrima. En el calor del camarote, iban todas con los brazos y los pies desnudos, pero la conciencia del rostro de la princesa descubierto, lo atraía como un imán atrae a un alfiler.

—Siento que esté todo tan borrascoso —dijo otra vez, estúpidamente, y cerró la puerta. Al darse la vuelta oyó que todas se reían.

Fue hasta donde estaba el timonel y se puso a su lado. Mirando la oscuridad racheada y lluviosa, iluminada por los distantes relámpagos intermitentes, aún tenía en la retina el camarote de popa, la caída negra de los cabellos de Tehanu, la sonrisa afectuosa y burlona de Tenar, los dados sobre la mesa, los brazos redondos de la princesa, de color miel, igual que la luz de la lámpara, su garganta a la sombra de sus cabellos, aunque no podía recordar haberle mirado los brazos ni la garganta sino únicamente la cara, sus ojos llenos de desafío, de desesperación. ¿A qué le tenía miedo aquella muchacha? ¿Acaso pensaba que él quería lastimarla?

Una o dos estrellas brillaban en lo alto del cielo, hacia el sur. Fue hasta su camarote, colgó descuidadamente una hamaca, puesto que las literas estaban llenas, y durmió durante algunas horas. Se despertó antes del amanecer, más inquieto que nunca, y subió a la cubierta.

El día llegó tan despejado y tranquilo como si no hubiera existido nunca ninguna tormenta. Lebannen caminó hasta la barandilla delantera, allí se detuvo y vio los primeros rayos del sol cayendo sobre el agua, y se acordó entonces de una vieja canción:

¡Oh, mi alegría!

Antes de existir la brillante Ea, antes que Segoy

creara las islas,

soplaba el viento de la mañana en el mar,

¡Oh, mi alegría, ser libre!

Era el fragmento de una balada o canción de cuna de su infancia. Era todo lo que podía recordar de ella. La melodía era dulce. La cantó suavemente y dejó que el viento se llevara las palabras de sus labios.

Tenar salió del camarote y, al verlo, se acercó a él. —Buen día, mi querido señor —le dijo, y él la saludó afectuosamente, recordando vagamente que había estado enfadado con ella pero sin saber por qué lo había estado ni cómo pudo haberlo estado.

—¿Vosotros los kargos ganasteis Havnor anoche? —pregunto.

—No, puedes quedarte con Havnor. Nos fuimos a dormir. Las jóvenes aún están allí, cabeceando. ¿Y así, cómo se dice, divisaremos Roke hoy?

—¿Avistar Roke, quieres decir? No, no hasta mañana por la mañana muy temprano. Pero antes del mediodía deberíamos estar en el Puerto de Zuil. Si es que nos dejan llegar hasta la isla.

—¿A qué te refieres?

—Roke se defiende de visitas indeseadas.

—Ah, Ged me habló acerca de eso alguna vez. Estaba en un barco, intentando regresar a Roke por mar, y enviaron un viento en su contra, él lo llamaba el viento de Roke.

—¿En su contra?

—Fue hace mucho tiempo. —Sonrió divertida ante la incredulidad del Rey, su renuencia a pensar que alguien pudiera haberse enfrentado a Ged alguna vez—. Cuando era un muchacho que se había entrometido con la oscuridad. Eso fue lo que me dijo él.

—Cuando era un hombre todavía se entrometía con ella.

—Ahora ya no —dijo Tenar, serena.

—No, ahora somos nosotros quienes tenemos que hacerlo. —Su rostro se había ensombrecido—. Desearía saber en qué nos estamos entrometiendo. Estoy seguro de que las cosas se están moviendo hacia algún lugar de gran oportunidad o de gran cambio, tal como lo predijo Ogión, tal como Ged le dijo a Aliso. Y estoy seguro de que Roke es el lugar en el que tenemos que estar para encontrarnos con esa oportunidad o con ese cambio. Pero, más allá de eso, no hay ninguna certeza, nada. No sé a qué nos enfrentamos. Cuando Ged me llevó a la tierra oscura, nosotros conocíamos a nuestro enemigo. Cuando llevé la flota hasta Sorra, sabía cuál era el mal que quería deshacer. Pero ahora… ¿Son los dragones nuestros enemigos o nuestros aliados? ¿Qué es lo que ha salido mal? ¿Qué es lo que debemos hacer o deshacer? ¿Podrán decírnoslo los Maestros de Roke? ¿O nos mandarán su viento en contra?

—¿Por miedo a…?

—Por miedo al dragón. Al que conocen. O al que no conocen…

El rostro de Tenar también estaba serio, pero lentamente se fue dibujando en él una sonrisa.

—¡Lo seguro es que les traes un buen baturrillo! —dijo—. Un hechicero con pesadillas, un mago de Paln, dos dragones y dos kargos. Los únicos pasajeros respetables de este barco sois tú y Ónix.

Lebannen no pudo reírse. —Si tan sólo él estuviera con nosotros —dijo.

Tenar posó su mano sobre el brazo del Rey. Comenzó a hablar y luego se detuvo.

El posó su mano sobre la de ella. Se quedaron así, en silencio, durante un rato, uno al lado del otro, mirando a lo lejos el mar agitado.

—Hay algo que la princesa quiere contarte antes de que lleguemos a Roke —dijo Tenar—. Es una historia de Hur-at-Hur. Allí, en su desierto, ellos recuerdan cosas. Creo que esto se remonta a antes que nada de lo que hayas escuchado nunca, a no ser la historia de la Mujer de Kemay. Tiene que ver con los dragones… Sería muy amable de tu parte que la invitaras, para que ella no tenga que pedírtelo.

Consciente del cuidado y la cautela con la que Tenar le había hablado, tuvo un momento de impaciencia, un atisbo de vergüenza. Vio, a lo lejos hacia el sur y sobre las aguas, el curso de una galera que iba de camino a Kamery o a Way, el destello tenue y pequeño de sus movimientos. —Por supuesto. ¿A mediodía estará bien?

—Gracias.


Cerca del mediodía, envió a un joven marinero al camarote de popa para pedirle a la princesa que se reuniera con el Rey en la cubierta de proa. Ella salió de inmediato, y puesto que el barco tenía tan sólo quince metros de longitud, Lebannen pudo observarla en todo el camino que recorrió hasta llegar hasta él: no era una caminata muy larga, aunque quizás para ella sí lo fuera. Porque no era un cilindro sin formas lo que se acercaba hacia él, sino una alta y joven mujer. Llevaba unos suaves pantalones blancos, una larga camisa de un color rojo apagado y una corona de oro de la que colgaba un velo rojo muy fino que le cubría el rostro y la cabeza. El velo ondeaba con el viento del mar. El joven marinero la condujo, esquivando los diversos obstáculos y subiendo y bajando por la abarrotada y estrecha cubierta llena de aparejos. Caminaba lenta y arrogantemente. Iba descalza. Todos los ojos que había en aquel barco estaban posados sobre ella.

Llegó hasta la cubierta de proa y se detuvo.

Lebannen le hizo una reverencia. —Es un honor tenerte entre nosotros, princesa.

Ella hizo a su vez una profunda reverencia con la espalda recta y dijo: —Gracias.

—Espero que no te sintieras muy mal anoche.


Ella posó su mano sobre el amuleto que llevaba colgado del cuello, un pequeño hueso atado con algo negro, y se lo enseñó. —Kerez akath akatharwa erevi —dijo. Él sabía que la palabra akath en kargo significaba hechicero o hechicería.

Había ojos por todos lados, ojos en las escotillas, ojos en lo alto del cordaje, ojos que eran como augurios, como barrenas.

—Acércate, si quieres. Pronto podremos ver la Isla de Roke —le dijo él, a pesar de que no existía ni la más remota posibilidad de ver ni un atisbo de Roke hasta el amanecer. Con una mano debajo de su codo aunque sin tocarla realmente, la condujo hacia arriba por la empinada inclinación de la cubierta hasta llegar a la punta de la proa, en donde entre un cabestrante, la inclinación del bauprés, y la barandilla a babor había un pequeño triángulo de cubierta que, cuando uno de los marineros se hubo escabullido por fin con el cable que estaba arreglando, quedó para ellos. Estaban más a la vista que nunca para todos los ojos del barco, pero podían darles la espalda: siendo dueños de esta manera de toda la privacidad de la que puede gozar la realeza.

Una vez hubieron ganado aquel pequeño refugio, la princesa dio media vuelta, lo miró de frente, y se quitó el velo del rostro. Él se había propuesto preguntarle qué podía hacer por ella, pero la pregunta parecía tanto inadecuada como irrelevante. No dijo nada.

Ella dijo: —Señor Rey, en Hur-at-Hur yo soy feyagat. En la Isla de Roke seré hija del rey de las Tierras de Kargad. Para ser eso, no soy feyagat. Voy con rostro desnudo. Si quieres.

Después de un momento, él le respondió: —Sí. Sí, princesa. Eso está…, eso está muy bien.

—¿Te complace?

—Mucho. Sí. Gracias, princesa.

—Barrezú —dijo ella, una aceptación regia de su agradecimiento.

Su dignidad lo avergonzaba. Su rostro estaba como encendido de rojo cuando apartó el velo; ahora no había en él color alguno. Pero ella seguía de pie, erguida e inmóvil, y reunió fuerzas para hablar una vez más.

—También —dijo—. Además. Mi amiga Tenar.

—Nuestra amiga Tenar —dijo él con una sonrisa.

—Nuestra amiga Tenar. Dice que debo decir a Rey Lebannen de Vedurnan.

El Rey repitió la palabra.

—Hace mucho hace mucho tiempo, la gente karga, la gente de hechicería, la gente dragón, ¿eh? ¿Sí? Toda la gente una, todas hablan uno, una, ¡oh! ¡Wuluah mekrevt!

—¿Una lengua?

—¡Ah! ¡Sí! ¡Una lengua! —En su apasionado intento por hablar en hárdico, por contarle lo que quería contarle, estaba perdiendo su cohibimiento; le brillaban los ojos y el rostro—. Pero luego, gente dragón dice: «Dejar, dejar todas cosas. ¡Volar!». Pero gente nosotros, nosotros dice: «No, quedar. Quedar todas cosas. ¡Habitar!». Entonces nos separamos, ¿eh?, gente dragón y gente nosotros. Entonces ellos hacen el Vedurnan. Éstos para dejar, éstos para quedar. ¿Sí? Pero para quedar todas cosas, tenemos dejar esa lengua. Esa lengua gente dragón.

—¿El Habla Antigua?

—¡Sí! Entonces gente nosotros, dejamos esa lengua Habla Antigua, y quedamos todas cosas. Y gente dragón deja todas cosas, pero queda eso, queda esa lengua. ¿Eh? ¿Seyneha? Este es el Vedurnan. —Sus largas y hermosas manos hacían elocuentes gestos mientras observaba el rostro de él con gran esperanza de que la entendiera—. Nosotros vamos al este, este, este. Gente dragón va al oeste, oeste. Nosotros habitamos, ellos vuelan. Algunos dragones vienen este con nosotros, pero no quedan lengua, olvidan y olvidan volar. Como la gente karga. La gente karga habla lengua karga, no lengua dragón. Todos quedan Vedurnan, Este, Oeste. ¿Seyneha? Pero en…

No supo cómo explicarse, y juntó las manos de su «este» y de su «oeste», y Lebannen dijo: —¿En el medio?

—¡Ah! ¡Sí! ¡En el medio! —Rió por el placer de encontrar la palabra—. En el medio, ¡vosotros! ¡Gente hechicera! ¿Eh? Vosotros, gente del medio, hablar lengua hárdica pero también, además, quedan para hablar lengua Habla Antigua. Vosotros la aprendéis. Como yo aprendo hárdico, ¿eh? Aprender a hablar. Luego, luego, esto es lo malo. La cosa mala. Luego vosotros decir, en esa lengua de hechicería, en esa lengua de Habla Antigua, decir: Nosotros no morir. Y así es. Y se rompe el Vedurnan.

Sus ojos eran como un fuego azul. Después de un momento preguntó:

—¿Seyneha?

—No estoy seguro de estar entendiendo.

—Vosotros quedar vida. Vosotros quedar. Demasiado tiempo. Vosotros nunca dejar. Pero morir… —Desplegó las manos en un enorme gesto de apertura como si arrojara algo muy lejos, en el aire, sobre el agua.

Lebannen sacudió la cabeza con pesar.

—Ah —dijo ella. Pensó unos instantes, pero ninguna palabra salió de su boca. Dándose por vencida, movió sus manos con las palmas hacia abajo en una pantomima de renuncia—. Tengo aprender más palabras —dijo.

—Princesa, el Maestro de las Formas de Roke, el Maestro del Bosquecillo… —La miró buscando comprensión, y volvió a comenzar—. En la Isla de Roke, hay un hombre, un gran mago, que es kargo. Puedes decirle a él lo que me has dicho a mí… en tu propia lengua.

Ella escuchó atentamente y asintió con la cabeza. Luego dijo: —El amigo de Irian. De mi corazón hablaré con este hombre. —Se le iluminó la cara ante aquella idea.

Esto conmovió a Lebannen. Y dijo: —Siento mucho que te hayas sentido sola aquí, princesa.

Ella lo miró, atenta y luminosa, pero no respondió.

—Espero que, a medida que vaya pasando el tiempo, a medida que vayas aprendiendo el idioma…

—Aprendo rápido —dijo ella. Él no supo si se trataba de una declaración o de una predicción.

Estaban mirándose fijo a los ojos.

Ella volvió a su postura majestuosa y habló formalmente, tal como lo había hecho al principio: —Agradezco que haber escuchado a mí, Señor Rey. —Bajó suavemente la cabeza y se tapó los ojos como señal formal de respeto e hizo una vez más la reverencia con la rodilla doblada, diciendo alguna fórmula convencional en kargo.

—Por favor —dijo él—, dime lo que has dicho.

Ella hizo una pausa, dudó, pensó, y respondió: —Vuestros, vuestros, eh, ¿pequeños reyes?, ¡hijos! Hijos, vuestros hijos, dejar que sean dragones y reyes de dragones. ¿Eh? —En su rostro se dibujó una sonrisa radiante, dejó caer el velo sobre él, se apartó cuatro pasos, dio media vuelta y se alejó, ágil y con pie firme recorriendo toda la extensión del barco. Lebannen permaneció allí de pie, como si el relámpago de la noche anterior lo hubiera alcanzado finalmente.

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