Una figura solitaria caminaba sigilosa hacia la distante luz. Nadie podía oírla, el eco de sus pisadas era absorbido por la vasta negrura que la rodeaba. Bertrem se abandonó a una momentánea turbación al contemplar las interminables hileras de libros y pergaminos que formaban parte de las Crónicas de Astinus y narraban la historia de su mundo, la historia de Krynn.
«Es como ser engullido por el tiempo», pensó con un suspiro, mientras observaba los silenciosos documentos. Cruzó su mente un repentino deseo de ser transportado a un lugar lejano, donde no tuviera que afrontar la ardua tarea que le aguardaba.
«Estos volúmenes contienen toda la sapiencia del orbe —se dijo en actitud meditabunda—. Sin embargo, nunca hallé un indicio capaz de facilitarme la intrusión en la mente de su autor».
Bertrem se detuvo junto a la puerta a fin de asumir el valor necesario. Sus ondeantes ropajes de Esteta se ordenaron en torno a su figura, cayendo en pliegues correctos y regulares. No obstante, su estómago rehusó seguir el ejemplo de la túnica y daba violentos saltos en sus entrañas. Se acarició con la mano el cuero cabelludo, un gesto nervioso y evocador de una época en que la elección de su oficio aún no le había costado la pérdida de sus cabellos.
«¿Qué le preocupaba?», se preguntó desalentado; aparte, por supuesto, del respeto que le infundía entrar a ver al Maestro, algo que no había hecho desde… desde… Un escalofrío recorrió su cuerpo. En efecto, desde que el joven mago estuviera a punto de morir en el umbral de la Gran Biblioteca durante la última guerra.
Guerra… cambios, eso era lo que había significado. Al igual que su ropa, el mundo parecía haberse apaciguado en su derredor, pero presentía nuevas metamorfosis, como le ocurriera dos años atrás. Deseaba poder impedirlas…
Bertrem volvió a suspirar. «No voy a impedir nada si me quedo plantado en la oscuridad», se amonestó. Se sentía incómodo, como si lo acechara una horda de fantasmas. Una brillante luz refulgía al otro lado de la puerta, esparciéndose por las rendijas hacia el vestíbulo. Tras lanzar una fugaz mirada a las sombras de los libros, pacíficos cadáveres que reposaban en sus tumbas, el Esteta accionó el picaporte y penetró en el estudio de Astinus de Palanthas. Aunque estaba dentro, éste no le habló, ni siquiera alzó la vista.
Atravesando con paso comedido la rica alfombra de lana de oveja que yacía extendida sobre el suelo marmóreo, Bertrem fue a detenerse ante el gran escritorio de madera bruñida. Durante unos minutos no despegó los labios, absorto en la contemplación de la mano con que el historiador guiaba la pluma de uno a otro lado del pergamino, a un ritmo rápido y regular.
—¿Y bien, Bertrem? —lo interrogó Astinus sin cesar de escribir.
El Esteta leyó las letras que, aunque invertidas para él, eran claras y fáciles de descifrar.
En el día de hoy, Hora de Vigilancia Nocturna subiendo hacia el 29, Bertrem ha entrado en mi estudio.
—Crysania, de la casa de Tarinius, desea veros, Maestro. Afirma que la esperáis. —Su voz se estranguló en un susurro, debido al enorme esfuerzo que había realizado para articular tan breves palabras.
Astinus continuó su labor.
—Maestro —aventuró Bertrem con voz queda, temblando ante su propia osadía—. No sabíamos qué hacer, después de todo es la hija de Paladine y nos resultó imposible negarle la admisión. Lo que…
—Condúcela a mis aposentos privados —ordenó el cronista sin cejar en su empeño ni mirar a su interlocutor.
La lengua de Bertrem se incrustó en su paladar con tal fuerza que quedó momentáneamente sin habla. Las letras fluían de la pluma sobre el blanco pergamino.
En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 28, Crysania de Tarinius ha acudido a su cita con Raistlin Majere.
—¡Raistlin Majere! —exclamó el Esteta, liberada su lengua por el pasmo y el horror—. ¿Debemos permitir que entre?
Astinus alzó al fin los ojos, y la irritación frunció su entrecejo. Al interrumpirse los fluidos trazos de su pluma un silencio sobrenatural envolvió la estancia, a la vez que Bertrem palidecía. El rostro del cronista podía tildarse de atrayente aunque de un modo atemporal, ajeno a las facciones habituales de los hombres. Después de verle nadie recordaba sus rasgos salvo sus ojos, aquellos ojos oscuros, alertas, penetrantes y en constante movimiento que parecían contemplarlo todo sin un parpadeo. A través de sus pupilas comunicaba un vasto universo de impaciencia, que recordó a Bertrem el paso inexorable del tiempo. Mientras ellos hablaban discurrían preciosos minutos de la Historia sin que nadie los registrara.
—Perdonadme, Maestro. —El Esteta se inclinó en una humilde reverencia y retrocedió presuroso por el estudio, cerrando la puerta al salir. Una vez en el exterior se enjugó el sudor que goteaba por su calva y se internó en los pasillos marmóreos, callados, de la Gran Biblioteca de Palanthas.
Astinus se detuvo en el umbral de su residencia privada para contemplar a la mujer que lo esperaba en su interior.
Situada en el ala occidental de la Gran Biblioteca, la morada del historiador era pequeña y, al igual que todas las salas del recinto, se hallaba repleta de libros encuadernados de los modos más diversos imaginables, que atestaban los estantes adosados al muro y vertían sobre la zona central de habitáculos un ligero olor a moho, como un mausoleo que hubiera permanecido sellado a lo largo de los siglos. El mobiliario era escaso, prístino. Las sillas, de madera trabajada en exquisitas tallas, resultaban duras e incómodas y estaban distribuidas por la cámara en torno a una mesa baja, próxima a la ventana, que no adornaba ningún objeto y reflejaba ahora la luz del sol poniente en su lisa y negra superficie. Reinaba en la habitación un orden perfecto, incluso la leña del hogar —las noches primaverales eran frescas en esta región septentrional— yacía amontonada con tal pulcritud que se asemejaba a una pira funeraria.
Aun así, pese a la pureza y primitivismo que dimanaba del aposento privado del cronista, el lugar parecía un mero espejo donde se dibujaba la belleza fría e indefinible de la mujer que allí aguardaba, sentada, con las manos unidas en el regazo.
Crysania de Tarinius adoptaba una actitud paciente. No se estremecía, ni siquiera suspiraba al contemplar la máquina del tiempo alimentada por agua que se alzaba en un rincón. Tampoco leía, aunque Astinus estaba seguro de que Bertrem le había ofrecido un libro. No recorría la estancia ni examinaba los pocos ornamentos que se alineaban en las vitrinas destinadas a los volúmenes más valiosos. Estaba sentada en una rígida e inclemente silla con los ojos, claros y brillantes, fijos en los ribetes encarnados de las nubes que se alzaban sobre las montañas como si quisiera guardar en su retina el espectáculo del primer, o acaso el último, crepúsculo de Krynn.
Tan absorta se hallaba en la visión que se desplegaba al otro lado de la ventana que Astinus entró sin que se percatase. La examinó el cronista con intenso interés, algo que no era inusitado en él pues solía escrutar a todo ser viviente con la misma mirada insondable. Lo que ya resultó más insólito fue la conmiseración y el hondo dolor que cruzó por un momento su rostro al observar a la mujer.
Astinus registraba la Historia. Lo había hecho desde los albores del tiempo, viéndola pasar ante sus ojos y reproduciéndola en sus libros. No podía predecir el futuro, éste era jurisdicción de los dioses, pero sabía interpretar los signos del cambio, esos indicios que tanto habían inquietado a Bertrem. Oía, en su erguida postura, el goteo del agua que fluía por el ingenio medidor del tiempo. Si abría su palma en el chorro, cesaría su discurrir, mas los minutos seguirían pasando.
El cronista centró su atención en la mujer, de quien mucho había oído hablar pese a no conocerla en persona. Tenía el cabello oscuro, de un negro azulado similar al del mar cuando se remansa por la noche. Lo llevaba peinado hacia atrás a partir del centro de la cabeza, sujeto mediante una horquilla de madera desprovista de adornos. Este severo estilo no favorecía sus facciones delicadas ya que destacaba su palidez, su rostro vacío del color de la vida. Sus ojos grises parecían demasiado grandes, y la sangre no bañaba sus labios.
En su adolescencia, sus sirvientes trenzaban y ondulaban aquella melena negra de acuerdo con la moda del momento, insertando agujas de plata u oro y adornándola con engarces de ricas joyas. Teñían sus pómulos con zumo de bayas, y la ataviaban con lujosos vestidos rosa pálido o azul indefinido. Sus pretendientes esperaban turno para agasajarla.
Los ropajes que ahora vestía eran blancos, como correspondía a una sacerdotisa de Paladine, y lisos, aunque confeccionados con fina tela. No exhibía más adorno que un cinturón de oro que ceñía su delgado talle, además del Medallón del Dragón de Platino propio de los seguidores del dios del Bien. Rodeaba su cabeza una holgada capucha alba que realzaba la marmórea frialdad de su tez.
El adjetivo «marmórea» se le antojó a Astinus muy adecuado, con una salvedad: el mármol podía calentarse bajo el influjo del sol.
—Yo te saludo, Hija Venerable de Paladine —dijo el cronista, dando un paso al frente y cerrando la puerta a su espalda.
—Saludos, Astinus —respondió Crysania de Tarinius a la vez que se levantaba.
Mientras avanzaba en su dirección el historiador se sorprendió ante la rapidez y longitud, casi masculinas, de sus zancadas, discordes a su entender con su delicado porte. También su apretón de manos fue firme y enérgico, algo poco usual en las mujeres de Palanthas, que no solían estrechar las palmas de sus congéneres y se limitaban a ofrecer las yemas de los dedos.
—Quiero agradecer tu gesto al perder unos minutos de tu valioso tiempo para actuar como parte neutral en este encuentro. Sé que te disgusta interrumpir tus estudios —declaró Crysania con voz gélida.
—Mientras no sea inútil el sacrificio no me importa en absoluto —respondió el cronista, reteniendo su mano y traspasándola con los ojos—. Debo admitir, no obstante, que lamento esta situación.
—¿Por qué? —La sacerdotisa examinó su rostro atemporal en actitud perpleja. De pronto, comprendió y esbozó una sonrisa, que no animó sus facciones más de lo que la luna pudiera avivar una helada capa de nieve invernal—. No crees que venga, ¿verdad?
Astinus dio un respingo, soltando la palma de la mujer como si se hubiera desvanecido su interés por su mera existencia. Alejóse de ella, avanzó hacia la ventana y se asomó a la ciudad de Palanthas, cuyos blancos edificios resplandecían bajo la caricia de los últimos rayos del sol con una fascinadora belleza. Sólo había una excepción, sólo una mole permanecía intocada por el astro rey incluso en los momentos más luminosos del día.
Fue en esta edificación donde se posaron los ojos del cronista. Erguida en el centro de la hermosa ciudad, sus torres de piedra negra se retorcían en pos del cielo a la vez que sus minaretes, recientemente reconstruidos por el poder de la magia, lanzaban rojizos destellos en el crepúsculo y, al hacerlo, asumían la apariencia de unos dedos espectrales que trataran de izarse sobre un cementerio profanado.
—Hace dos años entró en la Torre de la Alta Hechicería —recordó Astinus, con voz desapasionada, al comprobar que Crysania se unía a él en la ventana—. Franqueó sus puertas en medio de la noche, la única luna que surcaba el firmamento era aquella que ninguna luz proyecta. Atravesó el Robledal de Shoikan, un bosque de árboles malditos que ningún mortal, ni siquiera los kenders, osan jalonar. Se abrió camino hasta la cancela donde aún yacía suspendido el cuerpo del mago perverso que, al exhalar su último suspiro, envolvió la Torre en una maldición y se arrojó desde sus almenas, ensartándose en la verja como un temible centinela. Pero cuando él arribó, el guardián se inclinó ante su figura, las puertas se abrieron sin oponer la menor resistencia y Raistlin se recluyó entre tan misteriosos muros. En todo este tiempo nadie ha observado ningún movimiento ni indicio de vida. Él no ha salido y, si ha admitido a alguien, su acceso pasó desapercibido a los palanthianos. ¿Y tú esperas que aparezca aquí?
—Es el Amo del Pasado y del Presente —afirmó Crysania encogiéndose de hombros—. Al venir no hizo sino cumplir los augurios.
Astinus la contempló asombrado.
—¿Conoces su historia?
—Por supuesto —contestó tranquila la sacerdotisa, clavando en el cronista una fugaz mirada y desviando de nuevo los ojos hacia la Torre, que comenzaba a fundirse con las sombras nocturnas—. Un buen general siempre estudia al enemigo antes de entablar la lucha. Ningún detalle relativo a Raistlin Majere puede escapárseme, y sé que esta noche se presentará.
Crysania siguió atisbando la enigmática Torre con el mentón alzado, sus labios exangües cerrados en una línea recta y las manos enlazadas en la espalda.
El rostro del historiador asumió una súbita gravedad y, tras unos instantes de meditación en los que sus ojos parecieron entelarse, dijo con la voz carente de emociones que le caracterizaba:
—Estás muy segura de ti misma, Hija Venerable de Paladine. ¿Por qué?
—Mi dios me ha hablado —fue la concluyente respuesta de Crysania, que no apartaba la vista de la oscura mole—. En un sueño se dibujó en mi mente el Dragón de Platino y me reveló que el Mal, después de ser desterrado del mundo, había regresado encarnado en Raistlin Majere, el mago de Túnica Negra. Nos enfrentamos a un terrible peligro, y me ha sido concedido el honor de combatirlo. —A medida que hablaba su semblante marmóreo se fue animando, y un fulgor de claridad envolvió sus ojos grises—. ¡Será la prueba de mi fe a la que he suplicado someterme! Ya en mi niñez presentí que estaba destinada a realizar una gran hazaña, un servicio importante al mundo y sus pobladores. Ahora tengo mi oportunidad.
La severidad se iba adueñando del rostro de Astinus, hasta que al fin inquirió de forma abrupta:
—¿Paladine se dirigió a ti en estos términos?
Crysania, percibiendo la desconfianza de aquel hombre, selló sus labios. El fino surco que se esbozó en su frente fue la muestra visible de su ira, además de una calma, aún más estudiada, con que pronunció sus próximas palabras.
—Lamento haber mencionado esta revelación, Astinus, discúlpame. Se trata de un diálogo entre mi dios y yo, algo sagrado que nunca debe discutirse. Sólo lo he sacado a relucir para demostrarte que el maligno hechicero no dejará de venir. No puede evitarlo, es Paladine quien se lo ordena.
Tanto se enarcaron las cejas del historiador que casi desaparecieron en su cano cabello.
—Ese «maligno hechicero», tal como tú le llamas, sirve a una divinidad tan poderosa como Paladine: Takhisis, la Reina de la Oscuridad. O quizá no debería emplear el verbo «servir» refiriéndome a él —apostilló con una sonrisa irónica.
La frente de la sacerdotisa se relajó, y ésta recuperó la serenidad al responder:
—El Mal se vuelve contra sí mismo y el Bien vencerá de nuevo, del mismo modo que se impuso en la Guerra de la Lanza. Derrotasteis entonces a Takhisis y a sus dragones y, con la ayuda de Paladine, yo triunfaré contra la perversidad al igual que Tanis, el Semielfo, el héroe que expulsó de Krynn a la Reina Oscura.
—Si Tanis, el Semielfo, obtuvo aquella victoria fue gracias al concurso de Raistlin Majere —replicó Astinus imperturbable—. ¿O acaso es ésa una parte de la leyenda que prefieres ignorar?
Ningún atisbo de emoción alteró la plácida expresión de la sacerdotisa. Sin cesar de sonreír, indicó al cronista con el dedo extendido hacia la calle:
—Míralo, ahí viene.
El sol se ocultó tras las lejanas montañas y el cielo, iluminado por un postrer resplandor, asumió unas bellas tonalidades purpúreas. Unos criados entraron en silencio en la alcoba para encender la fogata, que prendió sin sobresalto, como si el historiador le hubiera enseñado a mantener intacto el reposo de la Gran Biblioteca. Crysania volvió a sentarse en la incómoda silla, juntando de nuevo las manos en su regazo. Su semblante denotaba la frialdad y calma habituales, si bien un tenue fulgor en sus ojos grises revelaba la intensa excitación de su pálpito.
Nacida en el seno de la noble y acaudalada familia Tarinius de Palanthas, una familia casi tan antigua como la ciudad misma, Crysania había gozado del bienestar que el dinero y el rango suelen otorgar. Inteligente, poseedora de una férrea voluntad, podría haberse convertido en una mujer testaruda y caprichosa de no haber alimentado sus sabios y amantes progenitores el enérgico talante de su hija para que floreciera bajo la forma de una inquebrantable confianza en sí misma. En toda su vida, Crysania había cometido tan sólo un acto susceptible de disgustar a sus padres, pero de tal naturaleza que les había causado un hondo pesar. Había rehusado contraer matrimonio con un apuesto y aristocrático joven, llevada por el deseo de consagrar su existencia al servicio de unos dioses largo tiempo olvidados.
Oyó por vez primera las palabras del clérigo Elistan cuando éste visitó Palanthas tras concluir la Guerra de la Lanza. Su nueva religión, que no era sino una manifestación de las creencias más ancestrales, se extendía como la pólvora por Krynn desde que la leyenda atribuyera a su fe un papel decisivo en la derrota de los reptiles perversos y sus amos, los Señores de los Dragones.
Mientras lo escuchaba, su actitud estaba teñida de escepticismo. Aquella mujer se había criado entre relatos en los que se explicaba cómo las divinidades habían castigado a Krynn con el Cataclismo, derribando la montaña de fuego para asolar la tierra y hundir la ciudad sagrada de Istar bajo el Mar Sangriento. Más tarde, según el rumor popular, los dioses volvieron la espalda a sus criaturas y rechazaron cualquier vínculo con ellas. Crysania estaba dispuesta a oír cortésmente a Elistan, pero guardaba argumentos contrarios a sus afirmaciones y deseaba exponérselos.
Al conocerlo recibió una impresión favorable. Elistan se hallaba por entonces en pleno apogeo, era un ser atractivo y fuerte pese a su edad algo avanzada y se asemejaba a aquellos antiguos clérigos que batallaron —así lo contaban las leyendas— con el caballero Huma. Al iniciarse la velada Crysania encontró motivos para admirarle y al concluir se arrodilló a sus pies sollozando de gozo, convencida de que su alma había dado con el ancla que le faltaba.
El mensaje de su arenga fue que los dioses no habían abandonado a los hombres. Fueron éstos quienes se alejaron de las divinidades, exigiendo en un alarde de orgullo lo que el gran Huma había pretendido obtener a través de la humildad. Al día siguiente Crysania dejó hogar, riquezas, servidumbre, padres y cortejadores para mudarse al frío y reducido habitáculo sobre el que Elistan quería construir el nuevo templo de Palanthas.
Ahora, dos años después, la muchacha se había convertido en una de las Hijas Venerables de Paladine, una de las pocas elegidas que habían sido juzgadas dignas de conducir a la Iglesia en sus nuevos balbuceos. Esta paciente institución necesitaba de sangre fuerte y joven para propagarse, como respaldo de la energía y vitalidad que tan generosamente le había instilado Elistan. Al parecer el dios al que éste había servido con abnegada lealtad se disponía a llamarle a su regazo, y cuando sucediera el triste evento había de ser Crysania quien realizase su trabajo o, al menos, ésta era la creencia generalizada.
La sacerdotisa sabía que estaba preparada para aceptar el liderazgo de la Iglesia, pero ¿era suficiente? Como le había confesado a Astinus, presintió desde su tierna infancia que estaba en su destino ofrecer al mundo un importante servicio. Guiar a los fieles en tareas rutinarias, ahora que la guerra había concluido, se le antojaba aburrido e incluso mundano, razón por la que suplicaba a menudo a Paladine que le asignase una tarea realmente espinosa. Anhelaba sacrificarlo todo, incluso la vida, en aras de su fidelidad al dios del Bien.
Y, al fin, sus plegarias obtenían respuesta. En estos momentos esperaba, presa de una ansiedad que no lograba disimular. Ni siquiera el encuentro con aquel hombre, al decir de muchos la más poderosa fuerza del Mal en Krynn, le inspiraba el más ínfimo temor. De habérselo permitido su exquisita educación habría torcido el labio en una mueca desdeñosa. ¿Qué perversidad podía resistirse a la inquebrantable espada de su fe? ¿Qué malevolencia era capaz de traspasar su refulgente armadura?
Como un caballero que se dirigiera a una justa coronado con la guirnalda de su amor, sabedor de que no podía perder con tales prebendas ondeando al viento, Crysania mantuvo su mirada fija en la puerta y aguardó los clarines que anunciaban el torneo. Cuando se abrió la pesada hoja apretó aún más sus manos, que mantenía enlazadas y en reposo, animada por una gran excitación.
Entró Bertrem y sus ojos se clavaron en Astinus, que se encontraba inmóvil como una columna de piedra en una rígida butaca junto al fuego.
—El mago Raistlin Majere —declaró, más su voz se quebró en la última sílaba. Quizás evocaba la última vez que había introducido a este visitante, el día en que Raistlin apareció en la escalinata de la Gran Biblioteca moribundo y vomitando sangre. El cronista frunció el ceño frente a la falta de control del Esteta, quien se escabulló hacia el pasillo con toda la rapidez que le permitieron los volátiles pliegues de su túnica.
En un gesto involuntario, Crysania contuvo el aliento. Al principio no vio sino una sombra de negrura en el umbral, como si la misma noche hubiera tomado forma en la entrada. El impreciso contorno hizo una pausa.
—Adelante, viejo amigo —lo invitó Astinus con aquella voz desnuda de emociones.
Una tibia aureola rodeaba a la sombra, las llamas del hogar reverberaban en el negro terciopelo de su túnica. El fulgor se esparció en diminutas chispas, provocadas por el reflejo de la luz sobre las hebras de plata con que estaban bordadas las runas de la capucha, hasta que el sombrío ente fue tomando el aspecto de una figura envuelta en oscuros ropajes. Durante unos breves instantes el único indicio de que semejante criatura poseyera atributos humanos lo constituyó una mano esquelética apoyada en un bastón de madera. Coronaba la vara una bola de cristal, sostenida por la garra tallada de un Dragón Dorado.
Cuando la figura se introdujo en la estancia, la sacerdotisa sintió el aguijón del desencanto. ¡Había rogado a Paladine que le impusiera una tarea difícil! ¿A qué mal recalcitrante había de enfrentarse en aquella criatura? Ahora que podía verla con total claridad no distinguió sino un hombre enjuto, frágil, con los hombros ladeados, que parecía necesitar de su bastón para caminar a causa de una debilidad invencible. Conocía su edad, no sobrepasaba los veintinueve años, y, sin embargo, se movía como un humano de noventa que tuviera que andar despacio a fin de sostenerse sobre sus piernas.
«¿Qué prueba de mi fe entraña el hecho de vencer a este desecho? —recriminó la muchacha a Paladine—. No tengo que actuar para derrotarlo, el mal que anida en sus entrañas lo devora sin mi participación».
Situándose frente a Astinus, de espaldas a Crysania, Raistlin descubrió su cabeza al desprenderse de la capucha.
—Saludos, ser inmortal —dijo a Astinus con voz queda.
—Saludos, Raistlin Majere —respondió el cronista sin levantarse. Ribeteaba su voz una nota sarcástica, como si compartiera con el mago una broma secreta—. Permite que te presente a Crysania, de la casa de Tarinius.
Raistlin se volvió y ahora sí, ahora Crysania dio un respingo a la vez que un terrible dolor en el pecho le impedía articular las palabras e, incluso, respirar. Unas agujas invisibles pero punzantes traspasaban las yemas de sus dedos, un frío inexplicable convulsionó su cuerpo. Se arrebujó en su asiento sin poder evitarlo, con las manos agarrotadas y las uñas hundidas en la mortecina carne.
No veía ante ella más que un par de ojos dorados que brillaban desde las profundidades del abismo. Sus órbitas se asemejaban a un vacuo espejo que nada había de revelar del alma que cobijaban. Y las pupilas… la sacerdotisa las contempló en un rapto de terror. En medio de los áureos resplandores se dibujaban ¡sendos relojes de arena! En cuanto al rostro, no resultaba más halagüeño. Desfigurada por el sufrimiento, marcada por la torturada existencia que aquel ser había llevado durante siete años, desde que las duras pruebas en la Torre de la Alta Hechicería despojaran a su cuerpo del hálito de la vida y revistieran su piel de unos tintes metálicos, la faz del hechicero era una máscara impenetrable, tan insensible como la garra que adornaba el bastón.
—Hija Venerable de Paladine —susurró el humano con respeto y quizás un atisbo de reverencia.
Crysania se sobresaltó. Estaba perpleja, no era esto lo que esperaba.
Por alguna razón, la mujer no pudo moverse. La mirada del mago la tenía atenazada, y se preguntó con desasosiego si no la habría sumido en un hechizo. Como si hubiera adivinado su zozobra, él recorrió la alcoba y se detuvo frente a su silla en una actitud tranquilizadora de tal manera que, al alzar la vista, sus dorados ojos se le antojaron más cordiales pese al reflejo oscilante de las llamas.
—Hija Venerable de Paladine —repitió Raistlin, envolviéndola su voz en una suavidad comparable tan sólo a la aterciopelada negrura de su túnica—. Espero que te encuentres bien —añadió, pero ahora la sacerdotisa percibió un timbre de cínico sarcasmo. No le importó, sin embargo, pues para un desafío sí estaba preparada. Su tono respetuoso la había sorprendido, admitió enojada consigo misma, pero ahora, por fin, se había sobrepuesto a su momentánea flaqueza. Tras ponerse en pie, a su mismo nivel, aferró sin proponérselo el Medallón de Paladine y el contacto del frío metal le infundió valor.
—Creo que es superfluo este intercambio absurdo de formulismos sociales —lo espetó Crysania, recobrada la cordura—. Hemos apartado a Astinus de sus estudios, y sé que agradecerá que discutamos nuestro asunto con la mayor celeridad posible.
—No podría estar más de acuerdo —accedió el mago de la Túnica Negra con una ligera mueca del labio superior que cabía interpretar como una sonrisa—. He venido en respuesta a tu llamada. ¿Qué quieres de mí?
Crysania intuyó que su oponente se burlaba de ella y, acostumbrada a ser tratada con veneración en su círculo religioso, su ira fue en aumento. Lo estudió unos momentos con una nueva frialdad en sus ojos, y declaró:
—Estoy aquí para advertirte, Raistlin Majere, de que Paladine conoce tus diabólicos designios. Actúa con prudencia o te destruirá.
—¿Cómo? —preguntó tajante el hechicero, y sus ojos brillaron con una luz extraña, intensa—. ¿Cómo va a destruirme? —insistió—. ¿Se valdrá acaso de relámpagos de fuego? ¿De inundaciones mágicas? ¿O quizá derrumbará otra montaña ígnea?
Dio otro paso hacia la muchacha, quien se apartó sin perder la calma para situarse junto a la misma butaca que antes ocupara. Agarrando firmemente el alto respaldo, la rodeó y se encaró una vez más con el mago.
—Es de tu perdición de lo que te estás mofando —le respondió con voz pausada.
Raistlin torció más aún la boca, pero siguió hablando como si no hubiera oído sus palabras.
—¿Elistan? —pronunció en un siseo—. ¿Enviará a Elistan para aniquilarme? —Se encogió de hombros—. No, por supuesto que no. Se murmura que el sagrado clérigo de Paladine se siente cansado, débil, moribundo…
—¡No! —lo interrumpió Crysania y al instante se mordió el labio, disgustada por haberse dejado embaucar y exteriorizar sus emociones. Dio un prolongado suspiro, que le devolvió la compostura—. Los caminos de Paladine no pueden cuestionarse ni desdeñarse como tú pretendes hacer —dijo en gélida actitud, pero no pudo evitar que su voz flaqueara de manera casi imperceptible al añadir—: La salud de Elistan, por otra parte, no es asunto de tu incumbencia.
—Me interesa más su estado de lo que tú supones —repuso el mago con lo que a Crysania se le antojó una sonrisa despreciativa.
La sacerdotisa sentía palpitar el corazón en sus sienes. Concluida su frase, Raistlin salvó la silla que les separaba a fin de aproximarse a la joven, tanto que ésta no pudo sustraerse al calor sobrenatural que irradiaba su cuerpo a través de las lóbregas vestiduras. Olió el aroma empalagoso, pero no obstante agradable, que envolvía al mago como una aureola, un olor especiado… «¡Los componentes de sus hechizos!», comprendió de pronto. La idea le causaba náuseas así que, acariciando el Medallón de Paladine hasta sentir en su carne los cincelados cantos, interpuso de nuevo cierta distancia.
—Paladine se me apareció en un sueño —anunció altiva.
Raistlin prorrumpió en carcajadas. Pocos eran los que le habían oído reír, y esos pocos recordarían siempre los siniestros ecos en sus peores pesadillas. Aguda, afilada como una daga, aquella manifestación negaba la bondad, neutralizaba todo cuanto de honesto y auténtico tiene el mundo.
—He hecho lo que he podido para desviarte de la senda que intentas seguir —concluyó Crysania, escudriñándolo con un desdén que endureció sus ojos grises hasta teñirlos de un azul acerado—. Te he advertido porque era mi deber. Tu destrucción queda ahora en manos de los dioses.
De forma súbita, quizá consciente del arrojo inamovible con que la mujer le hacía frente, Raistlin dejó de reír. La observó atentamente, y sus ojos se encogieron en dos rendijas de luz dorada antes de ensancharse su rostro en una expresión de goce tan extraña, tan secreta, que Astinus se levantó de su asiento al presenciar aquel intercambio de fuerzas. El cuerpo del cronista bloqueó el resplandor de las llamas, y su sombra se proyectó sobre ambos. Raistlin dio un salto repentino, brusco, al mismo tiempo que se volvía hacia el insondable personaje a fin de clavarle una mirada furibunda.
—Cuidado, viejo amigo. ¿Pretendes interferirte en el curso de la Historia? —inquirió amenazador.
—Nunca haría tal cosa, como bien sabes —fue la respuesta—. Yo me limito a ver y registrar, soy neutral en todo acontecimiento. Conozco tus maquinaciones, tus planes, al igual que los de cuantas criaturas viven en el mundo. Por eso te ruego que me escuches, Raistlin, y que atiendas a mi aviso. Esta mujer es una elegida de los dioses, su título bien lo indica.
—¿Elegida de los dioses? Las divinidades nos aman a todos ¿no es cierto, Hija Venerable? —preguntó el hechicero dirigiéndose a Crysania. El timbre de su voz era ahora tan aterciopelado como la textura de su túnica—. ¿No está escrito en los Discos de Mishakal? ¿No son ésas las enseñanzas de Elistan?
—Sí —contestó la muchacha recelosa, segura de que se avecinaba una nueva burla por parte de aquel enemigo de los dioses del Bien. Pero el rostro metálico de Raistlin permaneció serio, asumiendo, de pronto, la apariencia de un erudito inteligente, sabio y ponderado—. Sí, está escrito. Me alegra descubrir que has leído el mensaje de los Discos, aunque resulta evidente que nada has aprendido de ellos. ¿Has olvidado lo que se dice en…?
Astinus la impidió proseguir.
—He pasado demasiado tiempo fuera de mi estudio —la atajó, y cruzó el suelo marmóreo hacia la puerta de la antecámara—. Llamad a Bertrem cuando queráis partir. Adiós, Hija Venerable de Paladine. Me despido de ti, viejo amigo.
El cronista manipuló el picaporte y el plácido silencio de la biblioteca penetró en el aposento, inundando su frescor a Crysania. Sintió la dama que aquella ráfaga le restituía el ánimo, y relajó la mano que tenía apretada en torno al Medallón. Con un movimiento grácil, aunque formal, respondió al saludo de Astinus, imitada por Raistlin.
Cuando se hubo cerrado la puerta tras el historiador, ambos permanecieron callados largo rato. Fue Crysania quien, sintiendo el poder de Paladine en sus venas, rompió el silencio para reanudar la conversación.
—No recordaba que fuiste tú y quienes viajaban contigo quienes recuperasteis los Discos sagrados. Es natural, pues, que los leyeras. Me gustaría discutir contigo su contenido de un modo más extenso pero, en todas nuestras futuras transacciones, deberás mostrar mayor respeto al referirte a Elistan —le ordenó más que le rogó.
Enmudeció estupefacta, contemplando cómo el enteco cuerpo del mago parecía desmoronarse ante sus ojos.
Convulsionado por espasmos de tos, doblado el pecho hacia adelante, Raistlin hacía denodados esfuerzos para respirar. Se bamboleaba y, de no ser por el bastón en el que se apoyaba, habría caído al suelo. Ignorando su aversión y repugnancia, Crysania alargó el brazo con un gesto instintivo, y, con las manos extendidas sobre los hombros enfermos, murmuró una plegaria curativa. Bajo sus palmas abiertas, el contacto de la túnica negra era suave y cálido en contraste con los músculos agarrotados, que denotaban el dolor de su oponente. La piedad invadió su corazón.
Raistlin se desembarazó de ella apartándola a un lado. Su tos se mitigó poco a poco y, cuando se restableció su pulso, la observó despreciativo y la imprecó:
—Te prohíbo que malgastes tus oraciones en mí, Hija Venerable. —Extrajo un pañuelo de bolsillo y se lo pasó por los labios. Antes de que volviera a guardarlo, no obstante, Crysania advirtió que estaba manchado de sangre—. El mal que me aqueja no tiene remedio —explicó—. Es el sacrificio, el precio que pagué por mi magia.
—No comprendo —balbuceó la sacerdotisa. Crispó las manos al evocar la aterciopelada tibiez de sus ropajes y, sin saber por qué, cruzó los dedos tras la espalda.
—¿De verdad? —inquirió Raistlin a la vez que penetraba su alma con aquellos inefables ojos dorados—. ¿Qué has sacrificado tú a cambio de tu poder?
Un tenue rubor, apenas visible bajo las agonizantes llamas, cubrió los pómulos de Crysania, del mismo modo que la boca del hechicero se enrojeció durante el ataque de tos. Alarmada por la intrusión de aquel ser en sus entrañas, desvió la mirada para posarla de nuevo en la ventana. La noche se cernía sobre Palanthas. Solinari, la luna argéntea, se perfilaba como una rendija de luz en la negrura mientras que su gemela Lunitari, la luna encarnada, no había surgido todavía en el firmamento. «Y la negra —se preguntó sin poder evitarlo—, ¿dónde está? ¿Puede verla realmente?».
—Debo irme —afirmó el mago con un molesto carraspeo—. Estos espasmos me debilitan, necesito descansar.
—Es natural. —Crysania había recobrado el sosiego, los últimos vestigios de sus emociones se recogieron en lo más profundo de su ser y pudo hacer frente de nuevo a la enigmática criatura—. Te agradezco que hayas acudido a mi cita…
—Pero no hemos concluido nuestra charla —la atajó Raistlin sin violencia—. Me gustaría que me concedieras la oportunidad de demostrarte que los resquemores de tu dios son infundados. Voy a hacerte una sugerencia: visítame en la Torre de la Alta Hechicería, allí me verás entre mis libros y entenderás el alcance de mis estudios. Cuando lo hagas se apaciguarán tus miedos. Como bien se nos enseña en los Discos, sólo tememos aquello que ignoramos.
Se aproximó a Crysania, y los ojos de la mujer estuvieron a punto de salirse de sus órbitas. Intentó alejarse, totalmente atónita, pero ella misma se había ido arrinconando hacia la ventana.
—No puedo entrar en la Torre —aventuró, asfixiada por la vecindad amenazadora del mago. Apenas sin aliento hizo ademán de alejarse, si bien el bastón que él blandía delante de ella le impidió todo movimiento. Resignada, concluyó su frase—: Los hechizos que guardan la mole no permiten franquear su umbral.
—Salvo a quienes yo quiero admitir —replicó Raistlin. Estiró entonces la mano y aferró la de la muchacha—. Eres muy valiente, Hija Venerable de Paladine —comentó—. No tiemblas al sentir mi contacto.
—Mi dios me protege —contestó Crysania desdeñosa.
El hechicero esbozó una sonrisa cálida y oscura a un tiempo, secreta como si estuviera destinada a sellar su complicidad. Aquella mueca fascinó a Crysania, quien dejó que la atrajera hacia sí. Transcurridos unos momentos él aflojó su garra y, colocando el bastón contra el respaldo de una silla, descansó sus esqueléticos dedos sobre la capucha blanca que rodeaba la delicada cabeza de la sacerdotisa. Ahora sí, ahora Crysania se estremeció, pero no acertaba a repeler su mano ni tampoco a hablar, tan sólo era capaz de contemplarlo asaltada por un pánico que no estaba en su mano superar ni aprehender.
Sujetándola firmemente, Raistlin rozó con sus labios ensangrentados la frente de la joven a la vez que farfullaba unas palabras ininteligibles. Luego la soltó sin más preámbulos.
Crysania se tambaleó con desmayo. Se llevó, aún mareada, la mano al lugar donde los labios de su interlocutor habían estampado la hiriente huella, que ardía en su piel como una marca de fuego.
—¿Qué has hecho? —exclamó en un jadeo entrecortado—. ¡No puedes sumirme en un encantamiento! Mi fe me protege…
—Por supuesto —repuso él sin dejarla terminar. El mago suspiró y en su semblante se dibujó una expresión de pesar, el pesar de aquellos que se saben incomprendidos y son objeto de constantes sospechas—. Me he limitado a transmitirte la fuerza mágica que te permitirá atravesar el Robledal de Shoikan. No resultará fácil —apareció de nuevo su sarcasmo—, pero sin duda tu fe te sostendrá.
Levantando la capucha sobre su cabeza, de tal modo que le ocultaba casi los ojos, Raistlin se despidió mediante un leve ademán de la sacerdotisa y se encaminó hacia la puerta con paso vacilante. Bajo el atento escrutinio de la Hija Venerable de Paladine, tiró del cordón de la campanilla y al instante acudió Bertrem, tan raudo que ella adivinó que había estado apostado al otro lado durante su plática. Apretó los labios y lanzó al Esteta una furibunda mirada, tan cargada de ira que éste palideció pese a ignorar el crimen cometido y se enjugó la húmeda frente con la manga de su vestidura.
Raistlin echó a andar en dirección hacia el pasillo, pero Crysania lo detuvo.
—Quiero disculparme por no haber confiado en ti —le dijo con suave acento—. Y también reiterar mi gratitud por tu presencia.
—Yo debo pedirte perdón por mi lengua desatada —repuso él girando la cabeza—. Adiós, Hija Venerable. Si no te asusta penetrar en el universo de la sabiduría ve a la Torre dentro de dos noches, cuando Lunitari se alce en la bóveda celeste.
—Allí nos encontraremos —le aseguró Crysania sin titubear, observando complacida cómo el terror demudaba el semblante de Bertrem. Tras despedirse con una fugaz sonrisa, depositó la mano en el respaldo de una trabajada butaca.
El hechicero abandonó la alcoba seguido por el Esteta, que cerró la puerta al salir.
Sola en la caldeada y silenciosa estancia, la sacerdotisa hincó las rodillas frente al asiento.
—¡Gracias, Paladine! —invocó—, acepto el desafío. ¡No te fallaré, no tendrás queja de mí!