Tercera parte — Los psicanos

1

Gervaise Farrell no estuvo seguro de lo que le había despertado.

Se hallaba de costado, mirando fijamente y como en sueños hacia las altas ventanas, más allá de las cuales el océano azul negro, en la frialdad de la mañana, aparecía estriado con las blancas crestas de sus olas. Entre él y la luz, unas huellas de pisadas sobre la alfombra verde pálido mostraban una leve y plateada serie de trazas. La habitación estaba en silencio… ¿Qué era lo que le había perturbado? Se sintió relajado, sin que le asaltara la pesadilla de la pistola rozándole la muñeca y del cuerpo muerto que presionaba sobre él, sangrante — y manchándole las ropas con la sangre que él había vertido.

Los pensamientos de Farrell se apartaron de aquel horrible recuerdo ocurrido en la habitación de la portería de la Residencia y se enfocaron en las brillantes escenas de su matrimonio, cinco días antes. Lástima que Lissa se hubiera mostrado tan impaciente, pues un viaje a la Tierra y toda una esplendorosa ceremonia en el edificio del Capitolio de Berlín Oeste habría sido algo como para recordarlo toda la vida. Sin embargo, el hecho de haberse casado en su guarnición y no haberse tomado un permiso de luna de miel había sido acogido favorablemente en las altas esferas. La impaciencia de Melissa había sido una lisonja en sí misma, aunque su subsiguiente comportamiento hubiera resultado ligeramente decepcionante. Obviamente, ella tendría que recibir una gentil y cuidadosa tutela antes de que su magnífico cuerpo hubiera dado de sí lo mejor. El pensamiento de sus maravillosos senos en el hueco de sus manos le produjo una sensación de tremendo deseo que le hizo estremecer. Se volvió de espaldas y descubrió entonces la causa de su malestar. Melissa se había ido de la cama.

Miró fijamente al techo. Aquella era la tercera vez que en los cinco días que llevaba casado con ella se había despertado solo en el lecho, y ya comenzaba a resultarle extraño. Se levantó en silencio, entró en el gabinete personal de Melissa y lo encontró vacío. Continuó y abrió el cuarto de baño situado a continuación. Melissa estaba metida en el baño, encorvada en el mayor silencio y de sus mejillas se desprendía un torrente de lagrimas.

—¡Cariño! — y corrió hacia ella —. ¿Qué pasa?

—¡Nada! — Lissa se incorporó instantáneamente y sonrió.

Para Farrell, aquella reacción parecía completamente fuera de lo natural. Algo monstruoso pasaba en un nivel profundo de su mente.

—Estás enferma… ¿qué es lo que te ocurre?

—No es nada — continuó Lissa sonriendo desesperadamente —. Los nervios, tal vez. Ahora me encuentro perfectamente.

—Pero eso te ocurre todas las mañanas — dijo Farrell en tono acusatorio.

—No seas tonto.

Melissa intentó pasar junto a su cuerpo desnudo. El la detuvo por un hombro con una mano y con la otra la acarició, por encima de la delgada película negra de su camisón de dormir, hasta la cintura. Las venas de sus pechos resplandecían de azul a la luz del amanecer y los enhiestos pezones estaban teñidos de marrón.

Bajo los pies de Farrell el suelo del cuarto de baño se movió en una forma loca y sus manos comenzaron a propinar a Lissa una tanda de bofetadas crueles y rencorosas, con toda su conciencia ahogada en el áspero resollar de sus pulmones, jadeantes como una vieja máquina.

Cuando volvió a su juicio, llevó a Lissa al dormitorio, la dejó en la cama con una helada compasión y la tapó con las sábanas, cubriendo así las moradas huellas del torso de la joven. Tomó un cigarro de una caja de la mesita de noche y lo encendió con dedos temblorosos. Melissa sollozaba inconsolable y con una curiosa falta de esfuerzo, lo que sugirió a Farrell que ella parecía aliviada por lo que había ocurrido.

—¿Quién es el padre? — preguntó Farrell tratando de suavizar la voz.

—Todo esto pertenece ya al pasado. Quiero olvidar su nombre.

—Ya veo — Farrell miró fijamente la blanca ceniza del cigarro. Piérdelo.

—¡Nunca! — exclamó ella con una repentina risotada casi histérica. En aquel momento su marido tuvo miedo de ella.

—No tienes alternativa.

—¿De veras?

Farrell pensó en las reacciones de su familia, su exaltada e inmisericorde familia, y en los obstáculos que ya se habían interpuesto a su paso conforme marchaba por el largo camino que sólo él conocía para llegar a la Suprema Presidencia.

—Está bien — dijo finalmente —. Quédate con ese bastardo. Pero te diré algo… No sabes el favor que le harías si te lo quitaras de encima ahora mismo.


Halbert Farrell nació en el hospital de la Base de Cerulea en las primeras horas de la mañana de un cálido día de setiembre, y dos días más tarde, tras un parto fácil y sin complicaciones, Melissa estuvo en condiciones de abandonar el hospital y marcharse a la blanca villa que su marido había construido en los acantilados al sur de El Centro.

Gervaise Farrell festejó la llegada de la criatura con el gran entusiasmo que le había hecho justamente famoso en todas las fuerzas armadas. En raras ocasiones y cuando fue necesario, justificó la prematura llegada del bebé, a sus oficiales y jefes compañeros, recordándoles que había estado viviendo bajo el mismo techo de Melissa durante dos meses antes del matrimonio. Había posado orgullosamente para las cámaras en la división de relaciones públicas del ejército, sosteniendo y alzando al pequeño por encima de la cabeza o sobre la balconada de su hogar.

No dejó nunca que Halbert se escapase de su lado y Melissa le vigilaba constantemente con ojos turbados. Por la época en que el niño cumplió un año, Lissa ya tenía el aspecto y la mirada abstraída de una mujer en plena retirada de la vida.

2

Quizás la presencia de su profesora le hubiera salvado. Hal Farrell no estaba seguro; pero lo esperó con toda la vehemencia de que era capaz un niño de seis años de edad.

Al tener que bajar a la sala de estar, tenía que pasar por la puerta abierta de su propio dormitorio. Vaciló momentos antes de llegar, pareciéndole que la garganta se le secaba ante la presencia de la oblonga estancia. Los nuevos versos, que adquirió aquel día a Billy Seuphor por un cuarto de estelar, asaltaron su mente. A despecho de las garantías, Bil y se lo había cedido negociando el precio, y las palabras que contenía el librito de versos parecían haber perdido su cualidad mágica.

Pero eran aquellos versos todo lo que tenía y los consideraba como algo reverente.


Uno, dos, tres, No puedes tocarme,

En el nombre de Jay Cres,

¡No puedes tocarme!


Al pronunciar la última palabra, dio un salto como un gamo y pasó por la puerta de su alcoba escaleras abajo con sus pies desnudos que apenas tocaban el suelo de los escalones. Se detuvo en la entrada de la oblonga sala de estar, para tranquilizar su agitada respiración, y oyó la clara voz de la señorita Palgrave.

—Sé que Hal es un chico altamente impresionable, coronel Farrell estaba ella diciendo, pero en eso radica toda la cuestión. Estoy segura de que formar parte del grupo dramático juvenil le ayudaría a relajarse. Después de todo, el actuar en el teatro ha sido siempre una excelente terapia para…

—¡Terapia! — le interrumpió Farrell, con una carcajada indignada —. Mi hijo no es un niño con problemas.

No estoy afirmando que lo sea, coronel. Se trata de que tiene una extraordinaria aptitud para el lenguaje y eso sería una buena vía de escape para él. Usted sabe que las notas que obtiene en la comprensión verbal y en la lectura son algo que está más allá de…

—Hal puede hablar y leer todo cuanto quiera aquí en casa, señorita Palgrave.

—Pero sería bueno que el niño saliese un poco más — intervino entonces la madre de Hal, mientras le latía el corazón excitadamente.

—Apreciamos mucho su interés, señorita Palgrave — continuó su padre con firmeza —, pero creemos que entendemos los especiales problemas de nuestro hijo mejor que, con el debido respeto, alguien que le ve sólo una hora diaria.

Dándose cuenta del tono tajante de la voz de su padre, Hal comprendió que tenía que entrar inmediatamente si quería decir buenas noches, mientras que la señorita Palgrave estuviese presente. Abrió la puerta. Las tres personas adultas se hallaban sentadas alrededor de la mesa circular del café. La señorita Palgrave volvió hacia él sus ojos castaños, sonriendo, y con un aspecto extrañamente diferente a cuando se hallaba en clase.

—Yo… quiero irme ahora a la cama — dijo, permaneciendo en el umbral.

—Es todavía temprano — dijo su padre, mientras levantaba los ojos de su taza de café y su madre, con gesto helado, se estiraba para alcanzar otro trozo de pastel, con una mirada triste en su pálido rostro. ¿Estás cansado?

—¡Sí! Bien… buenas noches.

—Un momento, amiguito — le dijo su padre riendo, sobresaliendo la blancura de parte de sus ojos en el oscuro semblante —. ¿Dónde te dejas el beso de las buenas noches?

Hal se dio cuenta de que su plan había fal ado. Se dirigió primero a su madre. Ella le retuvo durante un momento contra su terso y abultado pecho, sintiendo el firme movimiento de sus mandíbulas que nunca parecían tener descanso, de día y de noche. Los labios de Lissa estaban espesos y dulzones cuando le besó. Se volvió a su padre, quien ostentosamente le sostuvo en el aire rozándole con el áspero mentón la mejilla, mientras le susurraba al oído las temidas palabras.

—Están arriba esperándote… yo les vi.

El chico miró de reojo a su madre, silenciosamente, esperando que ella lo hubiera oído; pero ella estaba eligiendo otro trozo de pastel con muda concentración. Hacia tiempo ya, recordó Hal, que ella parecía creerle cuando le dijo lo que su padre decía; y se habían producido terribles disputas; pero entonces la ente de su madre se hallaba como perdida en cualquier parte y había cesado de intentarlo.

—Buenas noches, Hal — le dijo la señorita Palgrave. El muchacho deseó de todo corazón que se lo hubiera llevado con ella —. Te veré temprano y listo como siempre en la mañana del lunes.

—Buenas noches.

Hal abandonó la estancia lentamente y subió escaleras arriba hacia su dormitorio. Estaba a oscuras, excepto por el leve resplandor reflejado de la luz del rellano de la escalera. Cantó entre dientes una vez su nueva canción, corrió hacia la cama y se envolvió entre las sábanas. El dormitorio daba la sensación de ser algo agradable en aquel resplandor de color naranja; pero agudizó el oído y a los pocos segundos oyó una voz bien conocida procedente de la planta baja, la de su padre abriendo la puerta de la sala de estar, cruzando el salón para apagar las luces. La luz del rellano se apagó con un chasquido y la habitación pareció quedar inmersa en la más completa oscuridad. Hal no hizo el menor ruido, ni intentó encender la luz de su dormitorio. Ya estaba bien familiarizado con el castigo que se le imponía a los chicos que tenían miedo de la oscuridad.

Se tapó la cabeza con las sábanas, y en el acto comenzó a escuchar el leve silbido burbujeante que, como se le había dicho, era de los que ya estaban de pie a su alrededor, las mujeres y hombres sin cabeza que salían de las paredes.

Hal sabía que eran de verdad. De pie a todo su alrededor, sus ropas estaban empapadas de sangre que brotaba de unos tubos que tenían en el cuello. La primera vez que les vio salir fuera de las paredes creyó que había sido una pesadilla, y se lo dijo a su padre, buscando seguridad. La cara de su padre se había puesto seria y sombría, acusadora. «Los niños que han nacido en. el pecado», le había dicho, «están rodeados por gentes sin cabeza todas las noches, como un castigo por el mal»

Siempre, desde entonces, Hal había podido oírles, incluso estando completamente despierto, teniendo el convencimiento de que él era ciertamente un niño malo y perverso.

Una tarde, en que comunicaron malas noticias de la guerra, cuando la primera bomba robot se había deslizado a través de las pantallas de seguridad de la Federación e hizo estallar un planeta, su padre había bebido mucho, murmurando entrecortados sollozos en su espantosa borrachera, y supo que los hombres y mujeres sin cabeza eran solamente una pesadilla. Pero para entonces, Hal ya sabia muchas cosas de una forma diferente…

Acurrucado como una solitaria pelota bajo las sábanas, sintió la presencia de aquellas fantasmales figuras rodearle la cama una vez más y de nuevo sobrevivió llamando a su protector.

Mack tenía una peculiar y equívoca posición en el designio de la existencia de Hal. Era tan real como las gentes sin cabeza, y con todo irreal, puesto que podía ser llamado o borrado a voluntad; era una persona separada, pero a veces, él y Hal eran la misma persona. Mack tenía el cabello negro; solemne, inmensamente poderoso, con unos brazos tan fuertes casi como todo el cuerpo de Hal y no tenía miedo de nada en todo el universo, ni incluso de los pitsicanos, ni tampoco de los visitantes nocturnos.

Las gentes sin cabeza podían llegar y entrar en la habitación, pero nunca intentaban hacer nada más, porque. Hal/Mack portaba un extraño y terrible rifle que jamás fal1aba la puntería, incluso cuando lo disparaba con una mano, tirando de Hal de la otra para ponerlo a buen recaudo.

Consiguiendo llegar tan cerca de la satisfacción como siempre le fue posible hacerlo, Hal fue cayendo en un sueño sin descanso.


Fue despertado por el toque frío de unos dedos que le rodeaban el pecho, levantándole del cálido ambiente de la cama.

—He cambiado de opinión — gritó Hal, revolviéndose —. No quiero ninguno.

—¿Ningún qué?

—Helado…

Hal se calló al reconocer a su madre. Sintiendo vagamente que había escapado por poco a un espantoso peligro, le permitió a ella que le colocara sus especiales calzoncillos y el resto de las ropas, mientras bostezaba, parpadeando, tratando de emerger como una crisálida a la luz de un nuevo día.

—Yo me arreglaré los zapatos, tú me los dejas demasiado flojos…

—Está bien, hijo, pero date prisa.

Sintiendo una especial emoción en la voz de su madre, la miró más de cerca. Su cara regordeta estaba más pálida que nunca y sus ojos enrojecidos. Miró el reloj y vio que apenas eran algo más de las seis.

—¿Lissa?

—Sí, hijo…

—¿Qué es lo que pasa?

—Nada. Yo… tu tía Bethia viene hacia aquí para estar con nosotros. ¿No te parece estupendo?

—Supongo que sí — repuso Hal incierto.

Bethia era cuatro años mayor que él y se resentía de tuviera un título de tía respecto a él. La había visto una vez por año, al menos, y no estaba particularmente ansioso de verla de nuevo.

—¿Viene también el abuelo Grenoble?

—No. — La palabra surgió de su madre como un sollozo y súbitamente se dio cuenta de que había algo taro en aquello.

—¿Es que ha muerto?

—Sí.

Hal pensó en la distante e incomprensible figura de su abuelo.

—¿Quién le mató?

—¡Hal! — exclamó su madre sacudiéndole por un brazo —. La gente se muere sin que nadie la mate.

—¿De veras?

Hal consideró aquella idea brevemente y después la dejó a un lado, como otra de las mentiras sobre las cuales parecía estar basada la totalidad de la estructura de la sociedad de los adultos. La vida, para Hal, no tenía fin, a menos que lo impidiera alguna fuerza. Alguna oscura fuerza. Dejó que le llevaran escaleras abajo, y que le dieran leche caliente y un plato de proteínas. No había la menor señal de su padre. Pocos minutos más tarde, un coche cerrado del ejército, conducido por un soldado con ojos cargados de sueño, llegó a la casa. Hal tomó asiento en la parte trasera con su madre y ambos fueron conducidos, sin tener que dar ninguna indicación; hecho que consideró Hal como si se tratase de una máquina en movimiento, la maquinaria absurda y sin sentido del mundo de los mayores. Se arrebujó junto a su madre y observó como los fragmentos del cinturón lunar iban desvaneciéndose por la llegada de la aurora al cielo, mientras que el vehículo continuaba su camino por el norte hacia El Centro, entre el mar y la tierra firme.

Repentinamente, Mack estuvo con él, o él era Mack (Hal nunca estaba seguro de cuál era de los dos) y se encontró sorprendido porque no advirtió peligro en nada. Después recordó que Mack había estado apareciendo más frecuentemente en los últimos tiempos y cada vez que lo hacía, se advertía una satisfacción de urgencia como la que produce un enorme trabajo que queda por realizar. Era de Mack de quien había aprendido a llamar a su madre Lissa — así era como pensaba en ella cuando estaba como Hal/Mack — pero utilizaba aquel nombre con la menor frecuencia posible, ya que parecía trastornarle a ella.

Aquella vez la presencia de Mack fue más fuerte que nunca, y Hal hizo lo que el Doctor Schroter le habla sugerido durante una sesión en la clínica. Intentó aproximarse más a Mack, hundirse completamente en el interior de su mente, hasta conseguir que los pensamientos de Mack fueran los suyos propios. La primera cosa que descubrió fue que Mack veía a la madre de Hal en una forma diferente. Ella estaba mucho más delgada que en la vida real y sus ojos estaban llenos de vida y ella podía reír. Había también una sensación de amor más voluptuosa de lo que Hal pudiera considerar a fondo.

Fascinado, se sumergió a si mismo mucho más allá. Comenzó a sentir la fuerza controlada de Mack, corriendo por sus venas. Los horizontes mentales avanzaban y se retiraban, formando parte de la panoplia de misterios y maravillas que constituía el universo. Hal/Mack respiraban con firmeza y con excitación, buscando algo más y más lejos. Vieron naves del espacio volando sobre alas negras, hombres enzarzados en combate y en seguida llegó la sensación de dolor y Hal se retiró acobardado…

La sensación familiar de la orina cálida bañándole los órganos genitales le hizo volver a la realidad. Luchó contra el flujo por un momento y después se rindió, estremeciéndose conforme la tensión parecía abandonar su cuerpo.

—¡Oh, Hal! — exclamó su madre con voz ansiosa —. ¿Estás asustado otra vez?

—Déjame solo… me encuentro bien.

Hal sabía que ella descubriría la mentira tan solo con examinar los paños absorbentes de su ropa interior; pero cualquier cosa era preferible a otra discusión sin esperanza. La solución de su madre para cualquier problema era un trozo de pastel. Hal hizo un gesto al ver que su madre rebuscaba en los bolsillos de su abrigo.

—Aquí tienes, hijo. ¿Quieres chocolate? No tuviste tiempo para tomar un buen desayuno.

—Gracias.

Tomó el obsequio mecánicamente.

—Tu abuelo estaba enfermo y era viejo, Hal. No quiero que te asustes por…

—No estoy asustado — repuso Hal con vehemencia —. No podría importarme menos. ¡ Bah!

—¡Hal! ¡No hables así!

—Pero es la verdad. Si estaba tan enfermo y tan viejo, es mejor…

—¡Así aprenderás!

Hal se encogió de hombros conforme le quitaron la chocolatina de sus dedos, sin oponer resistencia, y un momento después oyó cómo su madre la sacaba de su envoltorio de papel crujiente. Hal se acomodó a su gusto en la tapicería del vehículo y cerró los ojos.


El conductor les llevó sin vacilación a la parte trasera del gran edificio hexagonal y aparcó el vehículo a la entrada de la suite privada. Había muchas luces encendidas todavía y la casa parecía hervir de actividad, a despecho de lo temprano de la hora. Hal salió del coche y se quedó temblando ante la fría brisa de la madrugada, mientras que su madre hablaba en voz baja al chófer como si tuviera que hacer algún oscuro arreglo. A Hal le disgustaba inmensamente la Residencia del Administrador, y normalmente utilizaba cualquier excusa para evitar ir allí.

—Señora Farrell — dijo uno de los hombres que trabajaron para su abuelo, al aparecer en la puerta —. Antes que nada permítame darle mi más sentido pésame y ofrecerle mi condolencia y la de todo el personal.

—Gracias. Mi esposo dijo que fue…

—Sí, señora, de repente. Le ocurrió durante el sueño y no tuvo dolor alguno. He enviado un taquigrama al Presidente Gough y estamos esperando…

Hal se apartó mentalmente de la conversación. Siguió a las personas mayores al interior de la casa, tomó asiento en un gran sillón, e inspeccionó, con diversos grados de curiosidad, a aquella serie de hombres desconocidos, mientras que su madre se alejó acompañada de otros. Nadie le preguntó por el abrigo y dedujo que su visita a la gran casa sería de corta duración. Su madre volvió a poco, se arrodilló junto al sillón y le miró con ojos cansados.

—Tu padre ha encontrado a alguien que estará contigo y con Bethia en casa, por lo que ahora van a llevaros de vuelta.

Hal hizo un gesto afirmativo y se levantó del sillón. Se dirigió hacia la puerta por donde había entrado; pero su madre le llevó en la dirección opuesta, hacia la entrada principal. Por lo que Hal se esforzó en recordar, nunca había pasado por el vestíbulo de la entrada principal y se quedó asombrado de cuán familiar le resultaba. Familiar y temible. Una premonición le hizo un nudo en el estómago al mirar alrededor de la columnata de mármol.

Se abrió una puerta trasera en el vestíbulo y su tía Bethia apareció llevando una pequeña maleta en la mano. A Hal le pareció demasiado alta y compuesta para sus diez años de edad. Sus cabellos estaban fuertemente recogidos hacia atrás, brillantes y lisos como una superficie helada. Se acercó a él y los ojos le brillaron con una devoradora luminosidad. Hal decidió que no le gustaba que ella se quedara con él.

—¡Hola, Bethia!

Hal escuchó su propia voz saliendo de su boca con verdadero asombro. Era Mack quien estaba hablando. Se retiró de la presencia de Bethia soltándose de la mano de su madre. A su lado, se abrió una puerta y en ella apareció la alta figura de su padre que parecía rellenar todo el marco. No había nada visible en la pequeña habitación, detrás de su padre, excepto una pequeña mesa con quemaduras de cigarrillos por los bordes. Hal sintió de nuevo como se abría su vejiga. Se dio prisa para salir a la calle y vio el coche amarillo de su padre, en forma de pétalo, al final de la escalera. Corrió hacia él, abrió la portezuela, se metió dentro, cerró con fuerza y se hundió en el asiento trasero. Unas imágenes fragmentadas giraron en su mente al escuchar la voz de su padre pidiendo disculpas a aquel grupo de hombres desconocidos. Un minuto más tarde, su padre abrió la portezuela, dejó que entrara Bethia y ocupó el asiento delantero.

—¡Vaya, te has lucido! — exclamó su padre malhumorado, mientras arrancaba el motor. Los ojos le brillaban por el espejo retrovisor —. ¡Vaya pantomima! ¿ Qué es lo que tienes ahora, gusanito?

Hal permaneció silencioso, mientras que su vejiga vaciada se contraía dolorosamente. Miró de reojo a Bethia, esperando de ella la completa humillación; pero su rostro tenía un aspecto compasivo.

—¿No quieres hablar, eh? — Los labios de su padre apenas si se movían al pronunciar las palabras —. Veremos como te sientes tras todo un día en la cama.

Hal hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como una burla desafiante a su padre; pero su corazón tembló ante la idea de todo un día y una noche más encerrado en el dormitorio a oscuras, rodeado de aquellas figuras pacientes vestidas con ropas ensangrentadas. Se cubrió la cara con las manos. Un sollozo entrecortado le surgió de la garganta, al tiempo que sentía la mano de su tía deslizarse entre los botones de su abrigo. Se volvió a estremecer conforme los delicados dedos de Bethia se abrieron paso bajo la camisa hasta alcanzar la piel del estómago y descendían sin vacilación hasta el paño empapado de orina de sus calzoncillos. Hubo un momento de suave presión y los dedos se retiraron, dejando tras de sí una impresión de fuerza y de cálida seguridad. Hal se revolvió en el asiento, mirando fijamente sin palabras a aquel perfil perfecto y soñador.

Para cuando el coche llegó a la casa, se había dormido.

3

Mientras esperaba el desayuno, Hal sacó la hoja de noticias del día de la máquina fax. La hoja estaba tan húmeda que se le enroscó entre los dedos. Había presionado el botón de LLAMADA PARA REPARACIONES de la máquina antes de acordarse de que su enlace por radio, que hubiera hecho venir a un técnico para repararla, no funcionaba y que se había llegado a una situación de casi volverse imposible cualquier servicio. Llevándose la hoja con cuidado, volvió a la cocina, la extendió sobre la mesa y se sentó a leerla.

La página estaba casi repleta de noticias del servicio de Inteligencia del Departamento de Guerra y de otros tópicos corrientes. A Hal le parecía qué las noticias iban poniéndose cada vez de peor cariz a lo largo de los dieciocho años de su vida; pero últimamente se había extendido un nuevo y fuerte pesimismo procedente del exterior. Cuando fue a El Centro a su clase de Biblia, pudo apreciar la angustiosa sensación de desesperanza que barría las calles, al igual que un viento huracanado y amenazante.

No era posible ocultar el hecho de que el conflicto que ya duraba sesenta y cinco años sé aproximaba a su final y que el género humano ya tenía señalado su punto de completa extinción. La máquina de propaganda de la Federación todavía funcionaba, pero de una forma negativa, por lo que nadie sabía cuantas colonias se habían perdido o. abandonado del número de cien originalmente en poder de la Federación, si bien el número exacto tenía poca importancia. La gente corriente podía leer su destino en realidades que ya eran viejas en los tiempos de Homero; los alimentos eran menos variados y mucho más caros, los repuestos de la maquinaria escasos o imposibles de obtener y los agiotistas y especuladores adquirían por doquier grandes cantidades de géneros útiles para enriquecerse de la noche a la mañana. Y mientras decrecía la duración media de la vida, el índice de crecimiento demográfico había alcanzado un nivel impresionante.

A Hal le disgustaba leer noticias de la guerra. Le producía el sentimiento de una ciega urgencia, de enormes trabajos dejados sin hacer, el llegar a estados insoportables de la existencia. Así y todo, no cesaba continuamente de ojear las hojas de la fax y de escuchar y ver las emisiones de la radio y Ja televisión. Los nombres de extraños planetas producían en su mente una misteriosa nostalgia o un súbito recuerdo, agitándose confusos sentimientos como un torbellino. A veces, aquellas fragmentadas imágenes se conformaban para componer un aspecto completo de alejados paisajes y siempre aquellas sensaciones aumentaban y aumentaban hasta parecer que su cabeza estaba próxima a estallar. Sin embargo, lo que parecía exigirse de él permanecía en la sombra. Hal estaba siendo inducido y educado para ingresar en el ejército; pero fue rechazado por muchas razones, incluyendo su pobre visión ocular y su escasez de peso en relación con su cuerpo de un metro ochenta de estatura.

Durante un tiempo las clases de Biblia parecían haberle provisto de un agradable pasatiempo e incluso un fin determinado, especialmente cuando descubrió que bajo la exterior certidumbre de sus tutores, se escondía la duda y el temor. Hal sabia que su alma era inmortal, pero ninguna avanzada teología pudo afirmar su fe y eventualmente su calmosa indiferencia ante la muerte como un abstracto concepto, o como una dura prueba, en particular o en general — hacía que todos los demás volvieran los ojos hacia él. «Eres un lisiado emocional», le dijo una vez un ministro de rosadas mejillas y por lo general flemático, dirigiéndole una mirada de disgusto. «La tazón de que no tengas miedo a morir es que nunca has estado vivo.»


Reuniendo sus erráticos pensamientos, Hal se concentró en aquella hoja recién sacada. La principal historia que sobresalía era la de otra ciudad que había sido literalmente arrasada, la tercera en aquel año.

Con la contracción de las fronteras de la Federación, se había hecho practicable la intensificación de las pantallas de flujo de neutrones que hacían imposible el paso de cualquier dispositivo nuclear sin que se produjese una detonación espontánea. Pero los pitsicanos, aparentemente, habían ido aprendiendo a burlar toda clase de defensas; una teoría era la de que las últimas bombas robot eran, en efecto, factorías de refinamiento de minerales diseminadas por el espacio que producían los materiales fisionables, al tiempo de llegar terca de su objetivo. Entonces, la Federación tenía que volver a la interceptación física de tales ingenios. Para este fin su flota era muy buena, aunque no lo bastante para evitar que las naves soltaran todo un hormiguero de proyectiles del más alto rendimiento.

El segundo relato de la hoja de aquel día consistía en que el general Malan había sido retirado de su puesto como jefe del Proyecto Talkback, que empleaba a medio millón de hombres, con un presupuesto anual que se contaba por miles de mil ones. Malan había sido el último de una larga sucesión de hombres que había forcejeado en una de las misiones más desesperadas de la guerra; la de intercambiar un simple pensamiento con los pitsicanos. Las transmisiones taquiónicas de aquellos seres extraños eran controladas hasta donde era posible, y su lenguaje hacía tiempo que había sido descifrado y analizado. A todo lo largo de las inmensas fronteras de la Federación, existían fantásticos transmisores que no cesaban de emitir mensajes en la lengua pitsicana muy adentro del territorio enemigo; pero jamás se había conseguido la menor respuesta de ningún género.

La interrogación de los prisioneros se hacía absolutamente imposible, porque obedeciendo a la misma ética feroz que les disponía a destrozar los prisioneros humanos y destruirlos, hasta el último niño, los pitsicanos jamás habían permitido que nadie les capturase vivos. Una gran parte del presupuesto del Proyecto Talkback se destinó a desarrollar los medios precisos para hacer prisioneros vivos a los pitsicanos; pero ninguna técnica de las intentadas había tenido éxito. Se habían capturado algunos de aquellos endiablados seres extraños sin signos aparentes exteriores de daño físico, pero resultaron ser tan inútiles como los otros, creyéndose que su sistema nervioso, soberbiamente desarrollado, tenía la facultad sencillamente de que ellos mismos dejasen de vivir a voluntad. Era como si su mentalidad no pudiese acomodarse a la idea de la coexistencia del pitsicano y el hombre. Cuando los miembros de las dos culturas se encontraban, tenían que morir, unos u otros, en cuestión de segundos.

Hal estaba ensimismado con la lectura de la hoja y las noticias, cuando el incómodo vacío de su estómago le recordó que el desayuno se retrasaba demasiado. Se dirigió al refrigerador; pero allí no había nada disponible que no tuviese que ser cocinado. Deseando que la edad de los sirvientes no hubiera pasado nunca, o que Bethia estuviera en casa de vacaciones en la Universidad, anduvo errante por la cocina unos minutos. La idea de tener que prepararse cualquier cosa se le ocurrió una o dos veces, pero su profundo disgusto para cualquier trabajo le llevó a dejar la cuestión de lado inmediatamente.

Finalmente, llegó al pie de la escalera y llamó a su madre. No hubo respuesta. Frunció el ceñó mientras consultaba su reloj. Era ya media mañana. Subió corriendo las escaleras con sus largas piernas que pasaban los escalones de cuatro en cuatro. Abriendo la puerta de la habitación a oscuras, se detuvo en el umbral y olfateó el aire con sospecha, mientras una increíble idea parecía tomar forma en su mente. Cuando sus ojos se hubieron adaptado al ambiente sombrío de la alcoba, descubrió los brazos de su madre, pálidos y desmadejados contra, el color más subido de las ropas de la cama. Hal se aproximó a ella y vio el tubo de plástico de sedantes tirado por el suelo. Lo recogió y por el peso se dio cuenta de que estaba vacío.

—¿Madre? — preguntó arrodillándose y encendiendo la luz —. ¿Lissa?

—Hal. . — Su voz parecía provenir de la lejanía —. Déjame dormir, Hal.

—No puedo dejar que mueras.

Los ojos de Lissa se volvieron hacia él; pero estaban inertes, cerrados por el efecto de las drogas.

—¿Morir? Esto es algo… que tú puedes hacer por… La primera vez en tu… — Lissa pareció rendirse ante aquel esfuerzo y sus ojos se cerraron.

Hal se puso en pie.

—Voy a telefonear a papá, en la Base.

—Tu padre está… — El fantasma de una emoción se filtró a través de aquel rostro que había sido una vez tan bello, ahogado entonces en la gordura —. Tu padre no esta…

—Dime, Lissa.

Hal esperó, apretándose los nudillos contra sus piernas temblorosas; pero ella se habla escapado ya de él. La tocó en la frente. Estaba muy fría. Tomó el teléfono, lo puso aparte descolgado y abandonó la habitación. En su dormitorio había otra extensión del teléfono y marcó el número de la oficina de su padre, pero colgó antes de obtener respuesta. ¿Dejar morir a Lissa? ¿Era por su propia voluntad? Ya no habría más luchas sin fin entre ella y su padre, ni más mutua destrucción, como dos reptiles monstruosos enroscados juntos y mirándose fijamente el uno al otro con ojos de curiosidad y de incomprensión; ni más atardeceres de glotonería constante tras las ventanas en sombras, de amargas noches con su padre murmurando que a ella le hubiera complacido el que nunca se hubiera vuelto a otras mujeres…

Se sentó en su buró y comenzó a arreglar una serie de pequeñas tarjetas escritas con su fina caligrafía. Eran notas tomadas para el libro que había comenzado a escribir a principios de aquel año, tras haber abandonado el colegio. El Milagro de la Inspiración, como había titulado ostentosamente el libro, jugaba un doble papel en su vida. Escribiéndolo, parecía ser la mejor aproximación y con todo la más dolorosa evasión a la misión a que se había entregado, y el venderlo podría ser el primer paso hacia su independencia financiera sin la cual no habría existido forma de escapar de su padre.

En el total silencio de la casa, unas diminutas corrientes de aire parecían silbarle en los oídos como las olas de una tormenta sobre la playa y las palabras escritas en las tarjetas eran como extraños símbolos, desprovistos de significado. Respirando profundamente, se forzó a sí mismo a concentrarse, cerrando el paso de la imagen de su madre. Las tarjetas se deslizaron entre sus dedos.


William Blake (1757–1827), poeta inglés y artista. Una de las últimas expresiones finales de Blake, mientras agonizaba, fue la de que la poesía era un don procedente del infinito. Incluso en sus últimos momentos deseaba buscar papel y lápiz y, cuando su esposa le pidió que descansara, gritó: «Pero no es mía… no es mía.»


John Keats (1795–1821), poeta lírico inglés. Dijo, describiendo a Apolo en su tercer libro de Hiperión, que aquello le había llegado por casualidad o por arte de magia (como si alguien me lo hubiera regalado). Admitió que la belleza de la expresión no la había reconocido sino después de que estuviese escrita. Causó profundo asombro, porque parecía que aquel trabajo fuese debido a otra persona.


Viktor Elkan (2142–2238), matemático marciano y escritor. Dijo de sus módulos de transformación famosos por la taquiónica: «La matemática no es mía. Tampoco pertenece a ningún otro hombre; pero no puedo darle crédito. Las cifras aparecieron tras de mis ojos y las puse por escrito presa de verdadero frenesí. Cuando acabé me encontraba débil y sudoroso, no por el esfuerzo de la creación, sino por mi temor de que los símbolos se me retirasen de la mente antes de haberlos puesto por escrito.


Para futura investigación: Robert Louis Stevenson (y los enanos duendes) afirmó que todo su trabajo creativo lo había hecho para él… Mozart. «No tengo en mi imaginación las partes sucesivamente; pero las oigo como si allí estuvieran todas al mismo tiempo.» Kekule y la molécula del benceno. La concepción instantánea de la escultura de luz de Delgado.


Transcurrió una hora antes de que Hal dejase a un lado las tarjetas y pusiese una hoja de papel en su máquina de escribir. La gran verdad que había planeado extraer de sus investigaciones parecía estar cerca de él más que nunca. Pudo darse cuenta de su proximidad, de su inminencia. Era como una brillante luminaria que surgiera en su espíritu. Sus dedos se movieron rápidamente sobre las teclas de la máquina, mientras una enorme tensión preorgásmica le crecía dentro, jadeando más y más y aumentando de ritmo los latidos de su corazón. Observaba con fascinación como sus dedos se movían por las teclas de la máquina.

—¡Melissa!

Aquel grito de su padre procedente del rellano de la escalera fue para él como una granada que hubiera explotado.

Hal ni siquiera le había oído entrar en la casa. Saltó de la silla, aturdido y lamentando que aquella luz interior se hubiera desvanecido casi al instante. La silla cayó tras él y un segundo más tarde se abría la puerta del dormitorio. Gervaise Farrell entró con su rostro moreno casi negro en algunas partes por la sombra de la barba que el más cuidadoso afeitado no hubiera podido disimular. Sus ojos se detuvieron un momento en Hal y después se alejó.

—¿Dónde está tu madre?

—En cama — repuso Hal con voz pétrea.

Intentó añadir algo más, pero no pudo encontrar las palabras adecuadas y antes de que pudiera hablar, su padre había desaparecido, farfullando palabras obscenas entre dientes. Hal esperó sin moverse. La puerta se abrió de nuevo y esta vez su padre entró deteniéndose junto al buró. Hal se quedó sorprendido de que un torrente de 1agrimas le cayera por las mejillas.

—Está muerta. Tu madre está muerta.

—Papá, yo…

Hal luchó por encontrar palabras adecuadas, pero su garganta rehusaba darles forma. Como siempre, cada vez que tenía un encuentro con su padre bajo una tensión cualquiera, una confusión de vértigo pareció deshacer su poder de pensar, y sintió como sus mejillas se enrojecían. Intentó dominar la situación; pero se empeoró y su cara estaba totalmente enrojecida, de color de escarlata, latiéndole dolorosamente las sienes.

—¿Qué es lo que…? — Su padre se le aproximó más aun —. Tú lo sabes.

—Papá, yo… yo quería,…

—¿Por qué no hiciste algo? ¿Por qué no me llamaste? ¡Haber hecho cualquier cosa! ¡Algo! — Su padre se encaminó rápidamente hacia la puerta y se giró un instante —. Bastardo inútil — dijo con desprecio, como si le escupiera las palabras a la cara. Entonces se marchó cerrando la puerta.

—Ella quería morir… — le gritó Hal, sorprendido ante la discordante infantilidad de su propia voz; pero incapaz de controlarla, como si las palabras se le escaparan —. Ella quería marcharse y alejarse de ti…

Se produjo un largo silencio y Hal empezó a pensar que su padre se había marchado escaleras abajo. Entonces se dio cuenta que la puerta se abría de nuevo lentamente, pulgada a pulgada. Se echó hacia atrás instintivamente.

—Tú lo sabías — las palabras de su padre sonaron entonces como un látigo de acero que le golpeara en el rostro. Antes de que ella muriera.


Su padre se dirigió hacia él con las piernas rígidas y las manos agarrotadas como las garras de una fiera dispuesta a matar. Hal miró a su alrededor buscando una vía de escape; pero se encontró arrinconado en una esquina. Saltó hacia atrás, y entonces, rugiendo de desesperación, se lanzó contra la figura que avanzaba, con los brazos girando como aspas. Su padre recibió los puñetazos sin siquiera parpadear. Una de las manos de Farrell sujetó las solapas de la chaqueta de su hijo y con la otra comenzó a golpearle con salvaje brutalidad una y otra vez, con golpes medidos, calculados, como en un rito de muerte, como si buscara con ellos purificarse a sí mismo.

Pareció transcurrir una eternidad antes de que Hal pudiera quedar sumergido en la inconsciencia.

4

El primer ataque directo sobre Mnemosyne llegó al año siguiente de la muerte de Lissa.

Un navío espacial de un millón de toneladas llegó como una tromba procedente de las profundidades del espacio a la increíble velocidad de 20.000 veces la de la luz, dos veces la velocidad tope jamás alcanzada por las naves de la Federación. Los abanicos entrecruzados del radar taquiónico del planeta captaron la señal de la nave pitsicana, cuando se encontraba a diez años luz de distancia. En circunstancias normales, habrían tenido tiempo suficiente para reaccionar; pero la fantástica y aterradora velocidad del intruso significaba que cruzaría la órbita del planeta en veintiocho minutos.

Aquella nave representaba algo nuevo en la estrategia pitsicana; sin embargo, aquellos que se encontraban al mando del sistema de defensas translunares pudieron obtener un buen numero de conclusiones inmediatamente. Su dirección, a 180º de Pitsica, indicaba que la Federación había, sido embolsada y su fabulosa velocidad solo pudo haber sido el resultado de haber construido el navío translumínico a distancias de cientos de años luz, mostrando que la red extendida por el mortal enemigo era cosa de mucho cuidado. Semejante velocidad demostraba, asimismo, que la nave, o era conducida automáticamente o tripulada por suicidas, puesto que aquellos 30.OOOC imposibilitaban su normalización en cualquier instante determinado.

Finalmente, a razón de un año luz por cada 2,8 minutos, hubiera hecho imposible para los pitsicanos el utilizar cualquier clase de armamento; la nave en sí misma, era el arma destructora. Una comprobación realizada por un computador confirmó que interceptaría la órbita de Cerulea en el preciso instante en que el planeta ocupara el mismo espacio, por lo que tampoco se requería armamento alguno. Un millón de toneladas, en colisión con el planeta, tocando algún fragmento lunar o incluso rozando la atmósfera a 30.000C, convertiría una sustancial proporción de su masa en energía, lo bastante como para destruir los seis planetas del sistema de Cerulea.

Solo un puñado de planetas de la Federación habrían tenido la probabilidad de sobrevivir a semejante ataque. Cerulea vivía porque en el, breve tiempo disponible estaba en condiciones de detonar más de ocho mil ingenios nucleares en el paso de la nave-proyectil, creando así una barrera gaseosa muchas veces más densa que el medio interestelar a través del cual viajaba. La nave así erosionada esparciría su energía en forma de fuegos desintegradores a través de dos años luz de distancia antes de que sus unidades energéticas fallaran, y al, cambiar de módulo taquiónico al vuelo relativista se desvanecerla en el distante pasado de la Galaxia.

En Cerulea mismo la población civil estaba completamente al margen de lo que había ocurrido, puesto que las trazas dejadas en los, cielos por la catástrofe de la nave pitsicana, tardarían un año en aparecer; pero entre los militares de la Base se produjo una actividad febril, a medida que se iban considerando las implicaciones del ataque. Existían dos posibilidades, ninguna de las cuales era agradable de contemplar. O bien los. pitsicanos habían señalado a Cerulea como centro de operaciones para seguir la guerra, o bien un ciego azar les había llevado a comprobar la potencia y el alcance de su nueva arma, cosa que desde el punto de vista humano, resultaba lo peor. La última posibilidad apenas si resultaba más alentadora que la primera; porque el mismísimo hecho de la supervivencia de Cerulea proclamaba que el planeta era un objetivo vital.


El ruido que hizo su padre al levantarse durante la noche y salir para la Base dio a Hal el indicio de que allí se estaban desarrollando graves acontecimientos. Apoyó el cuerpo sobre el codo, encendió la luz y se aproximó el reloj a la cara forzando sus ojos a enfocar borrosamente la esfera. Eran poco más de las tres de la mañana. Completamente despierto, escuchaba el paciente y sordo ruido rítmico del oleaje contra los arrecifes existentes bajo la villa. Sus gafas estaban en un cajón al otro lado del dormitorio; pero, no teniendo el menor deseo de leer nada, dejó vagar su imaginación. En la misma ciudad y en todas las casitas edificadas a lo largo de la costa, hombres, mujeres y. niños estarían dormidos, navegando con la nave de sus sueños en la oscura marea de la noche, sin preocuparse de que las olas eran como el reloj de sus vidas. Allí estaba siempre el gran enigma… que la brevedad de la vida del hombre no le impulsara a una continua y hormigueante actividad. La capacidad de entregarse, de rendirse al sueño, la pequeña muerte de cada día, en una de las mejores intimaciones de la inmortalidad que Hal podía, concebir. Pero, si el espíritu del hombre era, inmortal, ¿cuál era el propósito y la finalidad del pasajero resplandor quo representaba la existencia física?

Un centenar de años de vida, diez años, en año, medidos y comparados con las eternidades por venir, hacían que tal duración fuese igual, una qué otra, pero así y todo producía dolor el pensamiento de que los guerreros pitsicanos apestaran sobre la faz de Cerulea, llevando la muerte a todos sus hombres, sus mujeres y sus criaturas. ¿Podría ser que algún aspecto de la vida física trascendiese a toda otra consideración? La evolución, tal vez. La corriente contraentrópica hacia mayores y más altos grados de organización, conduciendo… conduciendo… La respiración de Hal se hizo jadeante y su corazón le latía pesadamente, conforme su mente se esforzaba por la búsqueda del concepto que, de alguna forma, hubiera de dar la justificación de la totalidad de su vida.

Hal Farrell cerró los ojos.


El bello torbellino de flores y pétalos contra el fondo del espacio, que se mueve, corre, se estremece y gira en colores, de los cuales el espectro visible percibe solo una diminuta fracción… y la masa-madre lo lleva todo por todas partes, vasta, temible, eterna…


En la entidad cegadora como un sol que es el superegón, un millar de imágenes-identidad se funden e intercambian continuamente. Los pensamientos, como cristales prismáticos, afilados como diamantes, lanzan, sus destellos a través de la superficie de la mente universal.

—El primer instrumento puede quedar perdido para nosotros.

—Tavernor puede ser trasladado al nivel de conciencia inmediatamente.

—Eso no puede permitirse.

—Es algo prematuro… seria preferible otra prórroga de cinco años en interés de la compatibilidad física.

—Hay tiempo suficiente. Actuaremos ahora. No se puede demorar.

—Convenido. Actuaremos ahora.

Y los mil colores continúan sus destellos, aumentando y disminuyendo hasta desvanecerse, y las rociadas de electrones giran a través de las mareas galácticas de la radiación electromagnética, salpicando. el espacio circundante con un mil ón, de colores diferentes y sin nombre…


Mack Tavernor abrió los ojos.

5

Tavernor echó a un lado las sábanas de la cama y se levantó.

Tomando las gafas del cajón, se las puso y fue a colocarse de pie ante el gran espejo del dormitorio. Sabía exactamente el aspecto que debería tener, puesto que los recuerdos de Hal eran también los suyos, pero así y todo sintió la necesidad de comprobar el estado del cuerpo en que se encontraba a si mismo, para reorientar su espíritu y su carne. El espejo le devolvió la imagen de una figura alta, estrecha de hombros, de cabello lacio y con una cara larga y nerviosa. Tenía el pecho ligeramente cóncavo y sus miembros con la mínima capacidad y desarrollo musculares, con los codos y rodillas como nudos hechos en una cuerda. Conforme la imagen del espejo respondía a sus movimientos, Tavernor se sintió sobrecogido de temor por su propia ineptitud. ¿Qué se suponía debería hacer entonces?

Veinte años habían transcurrido desde su «muerte». ¡Veinte años! Aquel lapso de tiempo había sido tan grande y había tanto que hacer… Comprobó desconcertado que no había comprendido la mecánica actuante en el propósito del super-egón. En su mente existía la noción de que su completa identidad se había transferido, de alguna forma, instantáneamente, si no en el cerebro de una criatura recién nacida, al menos en el de Hal como niño.

Pero quizás hubiera sido necesario esperar hasta que el cerebro hubiese madurado suficientemente con sus completas circunvoluciones y hasta que el sistema nervioso periférico se encontrase lo suficientemente complejo y acabado. De cualquier modo, ¿qué podía haber hecho un niño? ¿Qué iría a hacer un joven de diecinueve años?. ¿Corno iba él a convencer a los generales de cabeza dura del COMSAC de que su débil esperanza de derrotar a los pitsicanos consistía simplemente en el abandono de la nave-mariposa? Y que los insustanciales resultados de los estatorreactores interestelares se estaban alimentando de las almas inmortales de los hombres…

Tavernor sintió súbitamente que las piernas le temblaban. Se sentó en el borde de la cama y trató de controlar el temblor de sus miembros. Como un egón, él había aceptado los conceptos y las experiencias del plano egón con poco más que un asombroso y maravillado estado intelectual frío, pero en el interior del cuerpo de un muchacho subdesarrollado, aunque el conocimiento era casi mayor del que pudiera manejar. Todo era también… inmenso. Se puso ambas manos en la cara para detener el temblor de los dedos. El movimiento nervioso continuó incontrolado y lentamente fue dándose cuenta de que el ganar terreno para dominar su frágil y raquítico cuerpo iba a ser cosa difícil y una tarea casi imposible.

En su vida anterior a veces había tenido el leve barrunto de su buena suerte al disponer de una poderosa fortaleza física y una estupenda salud y aparentemente una constitución sin nervios, y entonces se dio cuenta de que nunca había apreciado las dificultades con que vivían los demás. ¿Seria normal su comportamiento actual? Rebuscó entre la niñez de Hal y creyó encontrar la respuesta. El caos lamentable de su sistema nervioso tendía a hacerse peor, por lo que vio en el espejo distorsionado de los recuerdos de Hal, y los personajes que habían conformado su vida veinte años antes. Gervaise Farrell, una fría y espantable imagen, dispensando su furia con sádica perversidad calculada y medida. Lissa… — destruyéndose por una glotonería sin fronteras, dejando que su vida se extinguiera deshecha. Bethia, entonces en sus veinte años y pico.

El pensamiento de Bethia introdujo la primera nota de calma en su tribulación. Los recuerdos de Hal le dijeron que ella estaba como residente en la Universidad de Cerulea, haciendo su doctorado sobre investigaciones de la Sicohistoria. La joven había crecido convirtiéndose en una esbelta y casi perfecta belleza de mujer, con sus ojos de mirada franca e inquisitiva y que siempre habían confundido a Hal, sintiéndose incómodo ante aquel mirar. A pesar de ello, Bethia revelaba a veces ciertos rasgos de su niñez, la princesita de un cuento de hadas con un toque de magia en sus dedos y los ojos fijos en un perdido horizonte, instantes aquellos en que Halla había amado tímidamente y sin esperanza. Los propios, recuerdos de Tavernor respecto a Bethia cuando niña reforzaban la imagen de Hal en ella como alguien a quien las ordinarias leyes de la naturaleza y de la conducta humana apenas si podían aplicarse. Si él tenía que decir la verdad a cualquiera, seria solo a Bethia.

Gradualmente, Tavernor pudo ir controlando su nerviosismo. Cerró la luz, se acostó nuevamente y se quedó mirando fijamente por la ventana aquella corriente enjoyada de los cielos de Mnemosyne hasta que el sueño acudió otra vez a sus ojos.


Abriendo los ojos a la luz de la mañana, Tavernor experimentó un desconcertante momento de desorientación. Lo borroso en los detalles de las vigas del techo, por encima de la cama, le recordó que tenía necesidad de usar las gafas, para que su entorno circundante estuviese encajado donde debería estar. Se levantó en el acto y se dirigió al cuarto de baño. La casa estaba silenciosa y vacía, lo que sugería obviamente que algo importante había retenido a Farrell toda la noche en la Base.

Mientras se lavaba, volvió a examinarse de nuevo en el espejo, fascinado por el contraste entre su nuevo cuerpo y el que había conocido unas cuantas horas antes de tiempo subjetivo. Las experiencias del plano egón tenían un aire de algo sin tiempo respecto a ellas, lo que sugirió que podían haber tenido lugar en microsegundos y que sus diecinueve años de «almacenamiento» en la mente inconsciente de Hal habían pasado como un sueño. Forzó los hombros hacia atrás y comenzó a respirar siguiendo el método yoga que ensancharía su caja torácica, al tiempo que regulaba sus nervios.

Mientras se vestía, sintió una percepción de debilidad, que le produjo la natural alarma, hasta darse cuenta de que sencillamente su nuevo cuerpo estaba hambriento. Bajó a la cocina y puso algunos huevos sintéticos y unos filetes en la sartén, y mientras se freían se dirigió hacia la máquina fax en busca de una nueva hoja de noticias. De nuevo, la hoja aparecía mojada. La destornilló desmontando el panel de servicio frontal y tras estudiarlo un momento, ajustó el circuito de recirculación del vapor al ritmo preciso. Un minuto más tarde maniobró en el dial en busca de una nueva hoja. Entonces surgió otra seca y en perfectas condiciones. Se la llevó a la cocina en el. preciso momento en que la luz roja de la instalación determinaba que la comida estaba lista.

Tavernor encontró aquel alimento proteínico difícil de engullir a pesar de los continuos tragos de leche — Hal había vivido a base de productos cereales —, pero persistió en su empeño. La subsiguiente molestia del estómago la descartó poniendo en ejercicio sus conocimientos del pranayama, regulando la respiración para mejorar el deficiente sistema respiratorio que había heredado. Su cuerpo nunca sería tan fuerte como antes; pero iba a dedicarle la máxima atención y cuidado, como el que pudiera prestar a una maquina ineficiente.

Estaba poniendo los platos en la máquina de lavar, cuando un coche pasó ante la ventana de la cocina. Momentos más tarde, Gervaise Farrell entraba en ella. Tenía los ojos hinchados. Tavernor le miró con curiosidad, sorprendido del poco odio que sentía ni cualquier otra emoción. Su mirada a la eternidad le había hecho cambiar en muchas cosas.

—Hazme un poco de café — dijo Farrell apartando la mirada mientras hablaba.

—Está bien — Tavernor manipuló en la cafetera y el otro hombre tomó asiento —. Una dura noche, ¿eh?

Farrell estaba ojeando la hoja de noticias.

—No me digas que la máquina fax ha sido arreglada…

—¡Ah! Sí.

—¡Cristo! Esto lo muestra — dijo con voz sombría sacudiendo la cabeza —. ¡Lo han hecho ahora!

—¿Qué pasa con ese ahora? — preguntó aprensivamente Tavernor.

—Date prisa con el café.

—¿Es que hay algo nuevo en el desarrollo de la guerra?

Farrell le miró sorprendido, ante la pregunta, y en una extraña forma, casi agradecido.

—¿Vas a tomar parte en ella, eh? Espero que seas capaz de derrotar a los pitsicanos con el Antiguo Testamento…

—¿Están, pues, en esta región?

Farrell vaciló y después se encogió de hombros.

—La situación general es, al parecer; que estamos rodeados por ellos.

—Lo parece, ¿no?

Y Tavernor sintió que su cuerpo comenzaba a temblar de nuevo, lamentando haber dicho algo.

—Se supone que es un secreto; pero el pánico está a punto de desatarse de todas formas… Las últimas semanas intentaron destruirnos con uno de esos enormes proyectiles que tienen. Volaba a 30.000C y hubo que emplear casi todo nuestro potencial translunar para detenerlo.

Farrell se echó hacia atrás en su asiento y sonrió con disgusto.

—¿Cuál es tu análisis de la situación, general?

Tavernor estaba demasiado sorprendido con la noticia para darse cuenta del sarcasmo.

—O saben que el cuartel general del COMSAC está aquí, o que nosotros acabamos de advertirlo.

—Muy bien — aprobó Farrell en un tono que se aproximaba a la amistad; pero la perplejidad de su mirada había aumentado de forma ostensible —. ¿Y cuál será el próximo paso?

—La evacuación en masa. Retirarse a las estrellas próximas a la Tierra.

—Eso llevaría mucho tiempo; pero hay además un factor de complicación. Los pitsicanos han avanzado mucho en la supresión de las emisiones taquiónicas, aunque hemos detectado ecos alrededor de todo el planeta. Las partículas han esparcido la mayor parte de su energía y sus velocidades se aproximan al infinito, por lo que no estamos seguros; pero tiene que haber un cerco de naves pitsicanas que nos rodea por todas partes. Las flotas están ahora en camino, pero les llevará seis días el que lleguen a nuestra frontera, y así, si los pitsicanos están dispuestos … — y Farrell acabó su discurso, como si hubiera perdido súbitamente todo interés en aquella conversación entre padre e hijo.

—Entonces tendremos que salir y buscarlos por nuestra cuenta — dijo Tavernor llenando una taza de café que puso sobre la mesa.

—No podemos salirles al encuentro. A distancias estelares, la única forma útil de verlo es sin taquiones, y si los pitsicanos han aprendido a suprimirlos o absorber las partículas emitidas por nuestras lámparas taquiónicas de radar…

Tavernor se sintió desconcertado, tanto por lo que Farrell estaba diciendo como por lo que implicaba aquello.

—A mí me parece — dijo lentamente — que el COMSAC se está cansando… — y está aterrado.

—¿Es eso lo que piensas, tigre? — repuso Farrell tomando el café a sorbos y apartando la taza con disgusto.

Tavernor comenzó a replicar; pero entonces sus mejillas comenzaron a sonrojarse otro legado de Hal — por alguna extraña ligazón biológica, situándose en desventaja respecto a Farrell. Cuanto más se esforzaba en suprimir el rubor, más enrojecía su rostro. Se dirigió a toda prisa a la cocina, seguido por la risa de Farrell, y después corrió hacia el teléfono de su dormitorio. El número de la Universidad de Cerulea estaba impreso en la memoria de Hal, por lo que lo marcó rápidamente mientras sus mejillas se fueron enfriando. Tras diversas conexiones, una mujer del Departamento de Sicóhistoria le informó que la doctora Bethia Grenoble no estaría en la Universidad hasta la tarde y que seguramente se hallaría leyendo en la biblioteca Eisenhower de El Centro. Tavernor buscó el número y finalmente conectó con Bethia.

—Bethia Grenoble al habla — repuso con voz fría y ligeramente molesta.

—Hola, Bethia — por un instante a Tavernor le pareció extraño que aquella voz de persona adulta correspondiese a la niñita con la que había compartido el dormitorio, pareciéndole que había ocurrido el día antes —. Hola, Bethia, soy Hal.

—¡Oh! ¡Hal! — contestó esta vez con mayor desagrado —. ¿Qué querías?

—Tengo que hablarte. Es muy importante.

Se produjo una larga pausa.

—¿Tiene que ser hoy?

—Sí.

—Bien, ¿de qué se trata?

—No puedo decirlo por teléfono — dijo Tavernor dominando su voz que crecía de excitación hasta convertirse en algo desagradable —. Me, gustaría que vinieses. Tengo que verte.

Bethia suspiró audiblemente.

—Muy bien, Hal. Volveré a la Universidad después del almuerzo. Supongamos que tú llamas a la biblioteca sobre las dos y volvemos en coche, en donde podremos hablar. ¿De acuerdo?

—Me parece estupendo.

Bethia colgó el teléfono antes de que Tavernor tuviese la oportunidad de decir alguna cosa más. Bajó la escalera y encontró, a Farrell sentado en una butaca con las piernas estiradas en la sala de estar, medio dormido y con, una botella de ginebra sobre la, mesa junto a él.

Tavernor tosió.

—¿Vas a utilizar el coche esta tarde?

—¿Por qué?

—Me gustaría que me lo dejaras prestado un rato.

—Bien — dijo Farrell indiferente —. Estréllalo si quieres.

Y en sus ojos apareció una nostálgica mirada, como si quisiera penetrar en el pasado, o en el futuro en que nadie tendría ya que existir.


Era una tarde brillante; peto ligeramente opresiva. Los objetos y los edificios parecían haber adquirido potencialidad, como si brillaran con una luz procedente de ellos mismos y el aire permanecía alborotado. Blancos jirones de nubes arrastrándose por el cielo denunciaban las rápidas corrientes de los vientos a grandes altitudes.

Tavernor conducía cuidadosamente, dejando a sus sentidos manifestarse a rienda suelta. Incluso con la reducida e inferior visión de sus nuevos ojos, estaba viendo a Mnemosyne como nunca la había visto antes. Las percepciones de su cuerpo eran básicamente las mismas que siempre había sentido; pero así y todo, era posible interpretar todas las señales en una forma ligeramente distinta. Particularmente notable era la forma en que ciertos colores, como el verde de una mancha de hierba o el azul helado reflejado del cielo en una ventana, ponían en relación parecidas respuestas emocionales y recuerdos de imágenes de sus recuerdos. La diferencia, según pudo comprobar, se hallaba entre un poeta y un mecánico.

Conforme el coche se aproximaba a El Centro, notó la forma en que la vieja ciudad apenas si se había alterado en veinte años, y como la Base Militar se había expandido en todas direcciones. Su doble valla era visible en varios sitios cerca de la carretera de la costa, bastante antes de llegar a la ciudad. Los anónimos edificios, más allá de las vallas, resplandecían con novedades electrostáticas y sin embargo parecían sobrios al propio tiempo. Tavernor supuso que se trataba de otra manifestación de sus nuevos sentidos.

Llegó a la biblioteca Eisenhower exactamente a las dos, en el preciso momento en que Bethia descendía por la escalinata de acceso, llevando el coche hasta el mismo bordillo de la acera. Ella le dedicó la sombra de una sonrisa, en la cual Tavernor vio como a una chiquilla, y la llamó. Ella le respondió con una voz melodiosa.

—¿Cómo es que llegas a tiempo, Hal, estás enfermo algo?

Tavernor sacudió la cabeza. Estaba descubriendo que el haber heredado los recuerdos de Hal no era lo mismo que saberlo todo respecto a Hal. No había seguridad en la falta de puntualidad, por ejemplo, pero la actitud de Bethia no dejaba duda en la forma en que ella le consideraba. Mientras que lo pensaba, Bethia dio la vuelta al coche hacia la portezuela, la abrió y le hizo un gesto para que dejara el volante.

—Bien, quítate de ahí — le dijo impaciente.

—Estoy conduciendo yo — afirmó Tavernor, sintiéndose aliviado de la forma en que las palabras surgían de su garganta sin ninguna traza de nervios.

Bethia se encogió de hombros.

—Está bien, si es que quieres correr el riesgo de destrozar el coche. Voy a sentarme atrás, sin embargo. Es más seguro.

Tavernor casi soltó la carcajada. Farrell también habíase burlado respecto a estropear el vehículo, pero el pensamiento imagen de Hal sobre sí mismo no sugería que fuese un mal conductor. Existían unos cuantos recuerdos de colisiones desafortunadas, la mayor parte de las cuales eran causadas por gentes faltas de cuidado. El coche era del tipo de impulsión por turbina, con volante, que Tavernor prefería a los de efecto sobre el terreno, a causa de su mejor control. Se lanzó con destreza en el tráfico, colocando las sucesivas marchas sin esfuerzo y se dirigió hacia el sur, por el bulevar principal, a lo largo de la bahía, acelerando en cuanto lo permitió el tránsito y controlando aquella poderosa máquina con la precisa certeza posible que sólo puede conseguirse cuando el conductor comprende bien el rendimiento y las funciones límite de cada componente.

La exhibición iba encaminada a modificar la opinión que Bethia tenía de él, y para darse a sí mismo el tiempo de acostumbrarse a la turbadora metamorfosis de Bethia como mujer. Además, existía el problema de lo que tenía que decirle. ¿ Cómo podría conseguir que alguien creyese la historia que tenía que contar? Mirando a su alrededor mientras conducía, Tavernor supo con media parte de su mente que el espacio entre la superficie de Mnemosyne y el cinturón lunar del planeta hervía de egones, la insustancial materia de la conciencia racial; pero la otra media parte tropezaba con que el concepto resultaba demasiado disparatado para ser aceptado. El había estado allí, a menos que no se tratase de un espejismo. Apartó su mente del problema y de aquella forma de pensar, ya que sólo podía conducirle a la locura.

—Muy bien, Hal — dijo Bethia tras él —. Estoy impresionada. ¿ Es que has estado tomando lecciones de un conductor de carreras?

—No.

—Pues así lo parece; pero como no vayas algo más despacio llegaremos a la Universidad antes de que hayamos podido, hablar algo.

—Por supuesto, Bethia.

Tavernor disminuyó ostensiblemente la marcha.

Habían ya dejado El Centro detrás y entonces se encontraron en la carretera de enlace del sur que se dirigía tierra adentro desde la línea de los acantilados. Tavernor vio un camino secundario delante de él y a la izquierda, se internó un corto trecho y aparcó el coche sobre el césped amarillento, con el morro apuntando hacia el océano.

—Esto no es parte de lo tratado — dijo Bethia con cierta alarma en su voz —. Tengo mucho trabajo que hacer esta tarde.

Bethia vestía una simple túnica verdosa, que le recordaba algo a Tavernor, a sus tres años de edad, excepto que estaba sobre un cuerpo maduro que combinaba la femineidad con un aspecto de soberbia belleza física. Sus cabellos eran como el roble pulido con destellos de castaño y oro, y sus ojos le observaban con un amigable menosprecio que Tavernor encontró desalentador. Se hallaba seguro en su consternación y en sus temores de no ser capaz de convencerla o que tal vez hubiese una traza de orgullo herido en su condición masculina.

—Te ruego que escuches lo que tengo que decirte… pronto estarás en la Universidad, no nos levará mucho rato.

—Bien, veamos de qué se trata.

—Bethia — dijo volviéndose hacia ella, intentando inculcarle la máxima concentración —. ¿Recuerdas a un hombre que se llamaba Mack Tavernor?

Ella apartó la vista inmediatamente.

—¿Por qué me has traído aquí?

—¿Le recuerdas?

—Sí.

—Bien, de eso es de lo que quería hablarte.

Tavernor se sentía totalmente desesperado ante la convicción de que ella le soltaría la carcajada en pleno rostro.

—Veras, yo… — se interrumpió al comprobar que los ojos fascinados de Bethia miraban fijamente a algo que había tras él, algo que sobresalía del mar, allí donde no había más que el cielo vacío. Casi sin querer, Tavernor volvió la cabeza.

Llenando el horizonte hasta el cenit, como la radiante luz metálica de una luna vista a pleno día… y lejos, pero tan inconcebiblemente enorme que atravesaba las diversas capas de nubes… estaba la forma de una espantosa y terrorífica nave de guerra de los pitsicanos.

6

Hubo unos momentos en que Tavernor pensó que iba a morir.

Su corazón parecía haber dejado de latir por completo, conforme el choque producido estallaba a través del sistema nervioso heredado, y el horizonte pareció girar como si estuviera borracho; después, con un enorme esfuerzo total de todo su ser, recobró el dominio de sí mismo. Se quedó clavado en el asiento y comenzó a respirar lentamente, conforme aquella aparición se movía con lentitud y en absoluto silencio a través del cielo, borrando el sol y desapareciendo después por la altiplanicie del oeste.

—¡Santo Dios! — exclamó angustiada Bethia —. ¿Qué es eso?

—Una nave de guerra de los pitsicanos — farfulló penosamente Tavernor, aunque su mente estaba confusa con mil preguntas.

—¿Cómo podía ser? ¿Dónde estaban las defensas del planeta? Una nave enemiga procedente del espacio exterior y dentro de un año luz de distancia de Mnemosyne se hubiera volatilizado en cuestión de segundos. Mala como era la situación de la guerra, hubiera apostado la vida a: que ningún intruso pudiera haber penetrado el cinturón lunar, a menos que después de meses de intentarlo lo hubiera conseguido no sin dejarse ilotas enteras perdidas en el empeño. Y allí estaba la nave pitsicana atravesando la alta atmósfera con la calma y la tranquilidad con que lo haría en cualquiera de sus propios mundos.

—¿Y qué significa eso?

—Eso es lo que me gustaría saber.

Tavernor miró al norte, hacia El Centro y la Base Militar. Los apiñados rectángulos de los distantes edificios brillaban quietamente a la luz del atardecer, sin que existiera el menor signo de actividad fuera de lo normal. Ningún signo, en absoluto, de cualquier movimiento, incluso en las carreteras y pasajes de servicio. Dio entonces media vuelta a la llave de contacto. Oyó la rotación chirriante de la puesta en marcha del coche, pero sin respuesta del motor del vehículo. En el panel del coche todos los instrumentos aparecían inmóviles. Sintió la urgente necesidad de comprobar la batería del coche; pero una sombría intuición hizo el intento innecesario.

—¡Mira, Hal! — exclamó Bethia estupefacta, más que atemorizada —. ¡Por allí! ¡Hay más!

Mirando hacia arriba, vio la presencia de un número de plateados destellos ea el cielo, a una altura orbital. Después; sus ojos detectaron otro movimiento a niveles más bajos del aire. Estelas de vapor entrecruzadas borraban el azul del cielo visible entre las nubes. Las estelas parecían generadas por el rápido descenso de aquellos puntos plateados, lo que significaba que la gigantesca nave anterior había sembrado el cielo con aparatos de pronto aterrizaje en la superficie. Una invasión, pensó, pero… ¿por qué molestarse? Aquello no se parecía al furtivo ataque en que sus padres habían resultado muertos, y entonces… ¿por qué no bombardear sencillamente el planeta, reducirlo a polvo, irradiarlo o usar cualquier otro de los medios relativamente simples que hubiesen borrado todas las trazas de vida?

—Sal del coche — dijo Tavernor —. Tendremos que caminar.

—¿Caminar? Pero… ¿por qué?

—El coche ya no se moverá más.

Tavernor salió del vehículo y abrió la portezuela para que saliera Bethia.

—Mira en las carreteras… no hay ningún coche que se mueva.

Tavernor apuntó hacia el camino, donde se veían cuatro automóviles más. Tres de ellos tenían el capó levantado y sus ocupantes se afanaban mirando los motores. Junto a ellos, dos niños pequeños saltaban excitadamente, apuntando hacia el cielo. Tavernor sintió un doloroso nudo en el estómago. La muerte para ellos sería como el comienzo de sus vidas reales, según ya sabía; pero las criaturas chillarían de terror y de dolor antes de que se abriera aquella puerta. En su interior se destapó el odio a los pitsicanos, motor de su vida anterior.

—No comprendo — susurró Bethia, inclinándose en el asiento trasero y alargando la mano en busca de la llave de contacto.

—Vamos.

Tavernor la cogió de la muñeca y con toda la fuerza de que pudo disponer la sacó del coche.

—¡Hal! ¿Qué estás haciendo?

—Ahórrate el aliento — le dijo Tavernor cogiéndola por el brazo y comenzando a andar rápidamente —. ¿Qué es lo que piensas que los pitsicanos tengan para estar en condiciones de haber llegado de esta forma? Han tenido que desarrollar un nuevo juguete de los suyos… algo que… un campo magnético, tal vez… que inhibe la transferencia de los electrones en los metales. Esa es la causa de que no haya habido ni alarma ni defensa. No tenemos nada más importante que una ametralladora que no dependa de la electricidad.

—¿Pero es posible que…?

—Tiene que ser posible; lo han conseguido, ¿verdad? Hubo un tiempo en que nosotros pudimos haber sido los primeros.

Tavernor apenas si podía echar fuera de sí las palabras que le venían a la imaginación, lo que la humanidad se había hecho a sí misma, con la maldita invención de las naves-mariposa. Al pasar cerca del coche de los niños, llamó a los padres para que dejasen el coche abandonado y se dirigieran a los árboles de la base de la altiplanicie, para seguir marchando hacia el sur. La cara del padre apareció por encima de la cubierta del motor, con una expresión en blanco, volviendo seguidamente a su faena inútil. Tavernor apartó los ojos de las asombradas caritas de los niños y siguió caminando. No había tiempo para quedarse y perder el tiempo en discutir.

—Oye… ¿que, es lo que te hace pensar que sepas tanto de todo esto? — preguntó Bethia —. ¿Y a dónde vamos, de todas formas?.

—De vuelta a la villa. Sólo está de aquí, a poco más de dos mil as y Farrell… mi padre… tiene allí tres o cuatro rifles.

—¿Y de qué van a servir?

Bethia estaba indignada y con la cara encendida por el rubor, incapaz de apreciar la significación de lo que estaba ocurriendo. Tavernor casi llegó a irritarse con ella; después recordó que era imposible para una persona civil, como ella, tener idea de lo que era un guerrero pitsicano en acción. Ella nunca, había caminado por las ciudades y los pueblos que dejaban atrás los mortales enemigos de la raza humana.

—Los rifles nos proveerán de alimento si conseguimos alejarnos hacia el sur y escapar de que nos reduzcan a polvo.

De nuevo le volvió el pensamiento a la mente. ¿Por qué no estaba ya toda la zona reducida a cenizas y borrada toda la vida existente en, ella? Bethia forcejeaba para separarse de él, con la, cara pálida de furia.

—No voy a los bosques contigo, Hal Farrell. Si piensas…

Ella dejó de hablar al golpearle Tavernor en el hombro y alejarla de sí. Revolviéndose, la joven se lanzó contra él. Al abrazarse luchando, Tavernor comprobó en el acto que ella era la más fuerte de los dos; pero el entrenamiento que había recibido en el combate, en otro tiempo de su vida, guió sus manos. La cogió por la muñeca y le hizo automáticamente una llave que la obligó a seguir de nuevo hacia adelante.

—Siento esto, Bethia; pero sé lo que estoy haciendo.

Ella le miró con un odio silencioso y Tavernor sintió un perverso estremecimiento de satisfacción. Mientras caminaban, el aire comenzó a rugir con los estampidos sónicos distantes. Miró hacia atrás y vio las negras naves en forma de mosquito de los pitsicanos triturándolo todo en El Centro. La ciudad y la Base Militar se hallaban bajo las naves de ataque, indefensas, y que sin duda tenían que haber sido diseñadas para operar dentro del campo de inhibición. Algunas buscaban sitio en donde depositarse alrededor de la ciudad. Sin hacer caso del jadeo de sus pulmones, Tavernor urgió a Bethia a correr más de prisa todavía.

Para cuando llegaron a la blanca villa, sita entre la carretera y los acantilados, sudaba a mares y las piernas le temblaban como el azogue. Maldiciendo su debilidad física, empujo a Bethia en el porche y abrió la puerta con la mayor rapidez. Farrell le salió al encuentro con un rifle de deporte en las manos. Sus morenas facciones tenían un extraño aspecto de inmovilidad.

—Voy a coger un rifle y alguna comida — exclamó Tavernor.

—Puedes quedarte como huésped — dijo Farrell con voz vacilante, echándose hacia un lado.


Al pasar junto a él, Tavernor percibió el olor a ginebra. Entró en la sala de estar, tomó un rifle y cuatro cajas de cartuchos de la vitrina de las armas y volvió al recibidor.

… parece haberse vuelto loco — estaba diciendo Bethia que miró deliberadamente a Tavernor —. Yo preferiría quedarme aquí hasta que veamos qué es lo que ocurre.

—Tú puedes quedarte también… — no creo que haya mucha diferencia en intentar correr — replicó Farrell.

—Estamos huyendo — dijo Tavernor —. Es nuestra única oportunidad.

—Yo me quedo — repuso Bethia, aproximándose más a Farrell.

—Créeme, Bethia, tenemos que huir de aquí — dijo Tavernor con impaciencia —. Tú no sabes cómo son esos monstruos. Repasarán todos los edificios, sin dejar uno, sin dejar nada a su paso.

Farrell soltó una carcajada.

—Escucha al combatiente veterano! ¿ Qué es lo que sabes tú de esas cosas, hijito?

—Sé que harías mejor en tomar otro rifle diferente, si es que piensas disparar. Ese que llevas dispara balas de fuego superficial que actúan por una carga eléctrica… pero las cargas eléctricas son una cosa del pasado, por lo que a nosotros concierne.

Farrell levantó el rifle con una mano, apuntó a la puerta frontal y tiró del gatillo. Se oyó un leve chasquido. Miró duramente a Tavernor y se dio prisa en meterse en, la sala de estar.

—Ya tomaremos alguna comida en cualquier parte. Vamos, Bethia.

Tavernor abrió la puerta y la empujó para salir fuera. Ella sacudió la cabeza negativamente. Volvió de nuevo a sujetarle una muñeca y a empujarla delante de él hasta llegar a la calle. Se produjo un ruido metálico que le era familiar: el de un rifle al ser cargado para disparar. Se volvió lentamente.

—¿Qué te parece éste, general? ¿Funcionará bien?

—Farrell tenía en las manos otro rifle y apuntaba a la cara de Tavernor.

—Te estás poniendo ridículo — dijo Tavernor con cuidado. Empujó a Bethia lejos de sí — No necesitas emplear un rifle para detenerme, ¿verdad, padre?

Y recargó el énfasis de la ultima palabra con, el completo conocimiento de su repercusión en el otro hombre. Unos destellos de incredulidad surgieron en los ojos de Farrell. Puso el rifle contra la pared, con exagerado cuidado y llegó hasta donde estaba Tavernor, con las manos dispuestas a estrangularle. Tavernor dejó caer su rifle a un lado e instintivamente se puso en guardia en la postura agachada en que había sido entrenado tantas veces, síntesis de la óptima forma de combatir en los tradicionales combates de la madre Tierra.

Con la cara expresando una infernal alegría, Farrell se lanzó directamente hacia Tavernor, evitando su propia defensa. Tavernor le detuvo en seco con directos lanzados hacia el corazón y la garganta. Gracias a la imperfecta coordinación del cuerpo de Hal, ninguno de los dos golpes habían producido exactamente el efecto deseado, pero fueron lo suficiente como para poner a Farrell de rodillas.

Farrell sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo, mirando al suelo fijamente.

—¿Qué… crees… que eres…?

Se puso en pie con esfuerzo, se dio un masaje en la garganta y volvió de nuevo al ataque. Esta vez lo hizo con la clara determinación de sacar ventaja de su superior fuerza. Rodeó a Tavernor una vez, con ojos acusadores y después se lanzó en tromba. Tavernor recibió el peso de la carga; pero se escabulló en el momento preciso, guiando así el cuerpo de Farrell que se estrelló en el suelo, de forma tal que todo el aire pareció escapar de sus pulmones. El mismo movimiento puso a Tavernor en pie, y se echó sobre Farrell. Sus dedos pulgares encontraron rápidamente las grandes venas de la garganta de Farrell y su mente latía ante las imágenes tan odiadas… las figuras sin cabeza que rodeaban la cama de un niño asustado, la esbelta silueta de Kris Shelby y las de los otros que habían muerto en los bosques, una pistola automática, que le había perforado el pecho a balazos, Lissa aplastada como una polilla…

—¿Qué es esto? — murmuró Farrell casi somnoliento, cara a cara en la proximidad del combate —. ¿Hal? ¡¡Hal!!

—Yo no soy Hal — exclamó Tavernor salvajemente —. Mi nombre es Mack Tavernor.

Los ojos de Farrell se dilataron con la tremenda e increíble sorpresa.

—¡Detente, Hal! — gritó angustiada la voz de Bethia —. ¡Lo estás matando!

Tavernor se había olvidado de ella. Mirando hacia arriba vio el pánico en el rostro de la joven y aflojó la argolla que asfixiaba la garganta de Farrell. Se puso en pie y estaba levantando a su vez a Farrell cuando un ensordecedor lamento como el de un alma en pena llenó el aire circundante.

El suelo tembló y el cielo se oscureció mientras una nave pitsicana se materializaba sobre la carretera enfrente de la casa, bajo el efecto de la máxima deceleración, y los retrocohetes levantaban nubes de tierra y piedras que les envolvieron por completo en el lugar en que se hallaban.

Tavernor agarró el rifle mientras corrían a guarecerse en la casa. Recogió el rifle de Farrell y con él golpeó la puerta. El atronador silbido de los reactores quedó cortado bruscamente, con un chasquido burbujeante, y la casa se llenó de silencio, sólo interrumpido por el ruido de las ventanas cuyos cristales se habían roto por las piedras. Moviéndose como un hombre en sueños, como si, quisiera correr a través de un pastoso y claro jarabe, Tavernor se dirigió a la puerta de la sala de estar y miró de soslayo por las contraventanas. La nube de polvo estaba asentándose en el exterior y entonces pudo observar las figuras extraterrestres que descendían de 4as escotillas abiertas del aparato pitsicano.

Se volvió hacia el vestíbulo. Farrell estaba mirándole como atontado y Bethia parecía no darse cuenta de nada. Estaba de pie, absolutamente inmóvil, con los labios entreabiertos y la vista perdida y ausente. «Está inmersa en un shock», pensó Tavernor, alegrándose por el momento, ya que así no sería un impedimento en los próximos pasos a dar. Tiró de Farrell hasta la sala de estar y le puso el rifle en las manos.

Algo se movió junto al exterior de la ventana.

Giró rápidamente sobre sus pies y vio la alargada figura negra y reluciente de un pitsicano oteando el interior. Una suave neblina envolvente, producida por una especie de pulverizador, surgía por encima de su caja craneana y empañó el cristal a los pocos instantes; pero Tavernor, por la primera vez en muchos años, captó de una ojeada las dos bocas para respirar, agitándosele en los hombros y la boca para comer verticalmente dispuesta en el abdomen central. Disparó a la altura de su cintura y la ventana saltó hecha añicos, mientras la bala se alojó en el centro de la cabeza del pitsicano. El ser extraterrestre cayó hacia atrás; pero no antes de haber arrojado un objeto metálico por el hueco de la ventana.

Tavernor dio un paso hacia aquel objeto que silbaba furiosamente, con la intención de arrojarlo a la calle y que detonase en el exterior; sin embargo no pudo alcanzarlo.

La habitación pareció girar a su alrededor una vez que hubo caído en el suelo. Tavernor cayó de bruces, incapaz de mover un solo músculo. Cerca de él, oyó cómo Bethia y Farrell se desplomaban igualmente. Intentó volver la cabeza y comprobó que le resultaba imposible realizar el más pequeño movimiento. El gas procedente de la granada le había producido una completa parálisis; como un preludio de la muerte. Conforme el amargo conocimiento del fracaso le inundaba su ser, Tavernor intentó cerrar los ojos; pero los párpados permanecieron abiertos. Y así esperó morir.

Unos segundos más tarde, unas sombras se movían por la sección del suelo que podía distinguir y oyó cómo las contraventanas eran arrancadas de cuajo y abiertas. Unos pies negros de cuatro dedos con trazas de nervaduras entre los huesos, aparecieron en su campo visual, sintiéndose a renglón seguido levantado del suelo y puesto de pie. Dos pitsicanos le mantenían erguido y otros hicieron igual con Bethia y Farrell. La neblina que expelían sus cuerpos llenó casi por completo la habitación, inundándolo todo con una, fétida humedad, condensando y lubricando sus pulmones expuestos al exterior, así como otros órganos de los extraterrestres. Mientras se movían, unos extraños maullidos y raros sonidos procedían de sus bocas en los hombros, mezclados con el entrechocar metálico de sus armas.

Tavernor observó el rostro de Bethia, mientras que él y Farrell quedaban alineados en la pared más próxima, tratando de imaginarse qué estaría sucediendo tras aquel bello rostro inmóvil. Al menos, el ya había visto a los pitsicanos de cerca, aunque nunca en condiciones que pusieran al descubierto su repugnante apariencia. Cada uno de aquellos monstruos medía unos siete pies de altura, pareciéndose groseramente a un tipo humano en la configuración general, excepto por un par de brazos que surgían de su cuerpo a media altura del pecho. Tales brazos secundarios parecían en gran manera atrofiados y estaban usualmente escondidos junto a la repugnante abertura vertical de la boca para comer. La musculatura era ligera y confinada en su mayor parte a los brazos y piernas compuestos articuladamente en tres secciones o segmentos. Los órganos vitales estaban situados en posición externa alrededor de la espina central, como unos sacos de goma negros y azul pálido que se estremecían y brillaban húmedos en la pulverizada neb1ina que arrojaban y que simulaba la atmósfera pitsicana. Y siempre emitiendo un fétido olor a ranciedad dulzona que Tavernor jamás pudo ser capaz de extinguir de su olfato…

Por las ventanas abiertas entraron tres pitsicanos más y, con una parte de su mente, Tavernor pudo advertir que no iban armados. Las voces lloronas de los extraños crecieron de intensidad, para desvanecerse poco a poco. De pie en el centro de la habitación, los tres recién llegados examinaron a los humanos con turbios ojos que giraban y se movían independientemente en la plana caja craneal desprovista de otra característica. En la parte central baja del vientre, funcionaba una ruidosa válvula, esparciendo un excrementó blanco y gris que iba siendo lavado por sus pulverizadores. Se produjo un silencio y con él el cese de todo movimiento. Durante todo un minuto, los pulmones y los hombros de los pitsicanos permanecieron rígidos, como transformados en monolitos negros lavados pacientemente por una ligera lluvia.

Finalmente, uno de ellos apuntó a Farrell con una mano y los guerreros que le sostenían de pie se movieron. Farrell fue echado al suelo boca abajo. Uno de los guerreros desenfundó un largo cuchillo de su atuendo militar y puso la punta en la base del cráneo del hombre postrado, barrenándolo y partiéndole la espina dorsal. Entonces ambos se marcharon, sin el menor gesto, dejando unos charcos en el lugar que habían ocupado.

Tavernor estalló de furia contenida interiormente, sin poder articular palabra, contra los pitsicanos, maldiciéndolos por tan prolongado ritual del acto de matar a un ser humano. Pensó que el balazo que disparó al exterior tendría que haber tenido mejor uso. «Lo siento Bethia», pensó, al ver que otro de los extraños desarmados hacía gestos dirigiéndose a ella.

Entonces ocurrió algo increíble.

Con suavidad y el más exquisito cuidado, y con toda la apariencia de una gran ternura, los dos guerreros que sostenían a Bethia levantaron su rígido cuerpo y lo sacaron por la ventana hacia el lugar en donde habían aterrizado. Tavernor intentó gritar; pero su paralizada garganta no emitió sonido alguno. Viendo a Bethia desaparecer de su vista, se quedó tan sorprendido que apenas si se dio cuenta de que a el también lo levantaban y lo sacaban fuera de la estancia.

Después de setenta años de estado de guerra, en los que habían asesinado a más de dos billones de seres humanos, los pitsicanos hacían sus dos primeros prisioneros vivos.

7

Hubo veces en que Tavernor observaba el cuerpo desnudo de Bethia con un deseo que surgía, no de la sexualidad, sino de su sentimiento de soledad y aislamiento. Despertó de un sueño sin descanso a un mundo de formas sombrías y sin significado, en una oscuridad movediza y al sonido de la lluvia. Pero, a veces, distinguía un cuadrado distante del que surgía un resplandor amarillento. Bethia se movía en su interior, con lentitud y abstraídamente, con la perfección de desnudez que se traducía en zonas de gran luminosidad alternándose con sombras por las paredes de cristal que les separaba. Disminuida por la perspectiva, ella podría haber sido el lánguido habitante de un acuarium, o incluso una figura abstracta, móvil, reflejo de la llama de un fuego que ardiese en un corazón de cristal.

En tales ocasiones, Tavernor encendía su propia luz; pero sólo conseguía aumentar su soledad, ya que Bethia no parecía nunca mirar en su. dirección…


El navío pitsicano sé hallaba inmóvil en algo cercano a su máxima configuración de masa útil.

Conforme el viaje progresaba, las secciones delanteras irían siendo desmanteladas, reducidas a trozos de chatarra con los que alimentar los convertidores de popa. La tasa de autoconsumo iría siendo grandemente incrementada si el perfil del vuelo demostraba ser irregular, implicando retardos que condujesen la nave por debajo de la zona de velocidad de 0.6C. Con una masa total de un mil ón de toneladas o más, moviéndose a velocidades superlumínicas, cualquier ligero cambio de ruta implicaba un prodigioso gasto de la preciosa masa de reacción, Por esta razón, los cosmonautas pitsicanos elegían volar en vastas curvas laxodrómicas[2]. Y allí donde el rumbo tenía que ser modificado, empleaban, hasta donde resultaba practicable, campos gravitacionales estelares, a veces pasando como sombras fantasmales por los mundos recubiertos de hielo de los límites más externos de los sistemas solares y en otras cruzando órbita tras órbita para pasar a pocos millones de millas de los infiernos de calor de las estrellas.

En los primeros días de su confinamiento en prisión, Tavernor no hacía otra cosa que recordar tales hechos, puesto que no tenía evidencia sensorial de tales movimientos. Según podía apreciar, la sección de la nave donde había sido alojado era una habitación circular de unas cien yardas de longitud por unas cincuenta de altura. Una lluvia artificial chapoteaba constantemente procedente de conductos situados sobre su cabeza, recogida después, presumiblemente para un sistema de recirculación, por canales dispuestos en la cubierta. Visibles a través de las movedizas cortinas de agua, estaban en continua alerta las figuras de huso de los pitsicanos, a veces febrilmente activas y otras increíblemente inmóviles, como unas pesadillas realizadas en obsidiana.

El5cubo de cristal en que vivía tendría como unos veinte pies de lado. Estaba calentado y disponía de una cama, una mesa y una silla, con facilidades higiénicas. Todos aquellos artículos habían sido diseñados para uso humano, pero de manufactura extraterrestre. No había ningún otro artefacto en el cubo, excepto una microbiblioteca, que daba la impresión de ser de origen humano, aunque sin nombres en los «casettes». Estos contenían la suficiente escritura como para haberle permitido estar leyendo durante la vida entera corriente de cualquier ser humano.

Bethia vivía en otro cubo idéntico, a poco menos de un centenar de yardas de distancia. La existencia de los cubos le bahía proporcionado a Tavernor todo un shock, ante la comprobación que tanto Bethia como e1 habían sido capturados vivos. Mientras se hallaron en tránsito desde la villa hasta la nave nodriza, se había convencido a sí mismo de que todo aquello no era más que una aberración temporal por parte de los pitsicanos, para dilatar cruelmente el golpe de gracia. Pero aquellas celdas de cristal obviamente habían sido preparadas con anticipación. Los pitsicanos tenían que saber, sin duda, que iban a hacer dos prisioneros mucho antes de atacar el planeta. Y, entonces, la nave les estaba transportando a un destino que sólo podía hallarse en la zona del espacio controlado por los pitsicanos. Pero… — ¿por qué?

¿Por qué?

El interrogante no cesaba de vagar por el cerebro de Tavernor, mientras yacía silencioso en el rectángulo de plástico que constituía la cama, esperando la comida que, según calculó, debía corresponder al almuerzo. Su reloj le había sido quitado junto con toda la ropa. En el cubo de cristal no existían relojes de ninguna clase; pero la comida que esperaba era la intermedia de las tres que le traían durante cada ciclo de luz/oscuridad. Un sonido en la entrada del cubo le avisó que la comida había llegado. Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta interior. La exterior ya había sido abierta y un pitsicano se hallaba en el espacio intermedio, poniendo su bandeja de alimentos en el suelo. Diversos reflejos se movían con aceitosa lentitud en el complicado cuerpo del ser extraterrestre y las bocas respiratorias se agitaban sobre los hombros.

Tavernor examinó a aquella extraña criatura a través del cristal, para estar seguro de que era la misma que le había traído las otras comidas. Permaneció de pie un momento frente a él, con sus nublados ojos fijos en los suyos y, como anteriormente, tuvo una sensación de horror. Aquel bípedo provisto de aquellos ojos sin vida era un miembro de las especies que habían demostrado ser superiores a la humanidad en la forma en que los hombres comprendían: la fuerza tecnológica de las armas. Pero por la misma razón, había demostrado su evidente inferioridad, porque el Hombre — sin importar su pasada historia — no hubiera exterminado al único vecino inteligente en el Cosmos para satisfacer simplemente su continua envidia y resentimiento. El estudio implicado en las tablas modificadas de van Hoerner era tan ampliamente envolvente que los hombres hubieran aceptado la presencia de los pitsicanos como medio de intercambio cultural. Todo el inmenso Proyecto Talkback, y su único objetivo, había sido el poder intercambiar un simple pensamiento y, entonces, Tavernor comprendió la desesperada necesidad de hacerlo. Si los pitsicanos situados al otro lado del cristal del cubo hubieran hecho un signo, un gesto de reconocimiento de Tavernor como un compañero de viaje en el espacio-tiempo, después…

El extraño se volvió y se alejó con su marcha peculiar parecida al aire de un camello por el desierto, causado por la complicada acción de sus piernas divididas en tres segmentos. Observándole de cerca, Tavernor vio la retorcida cicatriz en la parte de atrás de su brazo izquierdo en funciones, y conoció que era el mismo de antes. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Ningún hombre antes que él había tenido la oportunidad de estudiar vivo a un pitsicano, y aunque los resultados de sus modestos experimentos jamás fuesen conocidos en la Tierra, aquella actividad mental le preservaba de volverse loco.

Cuando se abrió la puerta interior, Tavernor se llevó la bandeja a la mesa, tirando de la tapa de aquellas latas de conserva que se autocalentaban. Todas las etiquetas habían sido quitadas de los recipientes; pero eran obviamente de manufactura humana, y sabia que contenían una comida bien equilibrada. Los pitsicanos daban la impresión de conocer muy bien la naturaleza de las exigencias alimenticias de los humanos y, de forma irónica, el cuerpo que había tomado de Hal se encontraba entonces en mejor estado de salud que nunca. La constante respiración abdominal le había desarrollado la caja torácica; y una, adecuada. alimentación de proteínas y un cuidadoso ejercicio le habían ido desarrollando progresivamente sus músculos, fortaleciéndolos, aunque todavía no mostraban su verdadera fuerza.

Mientras que las latas de comida estaban calentándose, se volvió para mirar a través del espacio intermedio, mojado por la lluvia, a la celda de Bethia. También llegó la comida para ella; pero el proceso seguido era diferente. Como de costumbre, tres pitsicanos habían entrado en el cubo de cristal y rodearon su cama. La primera vez que había sucedido, Tavernor se había ensangrentado los dedos intentando abrir la puerta para acudir en su ayuda. Pero entonces comenzó a descubrir la razón: los pitsicanos la forzaban a alimentarse. A semejante distancia era imposible saber si ella rehusaba positivamente el alimento o simplemente es que había perdido todo interés en tomarlo.

Tavernor observó impasible como la curiosa pantomima se desarrollaba de nuevo. Bethia no había vuelto a ser ella misma desde el momento en que los pitsicanos descendieron sobre Mnemosyne y quedó aparentemente sumida en un permanente shock síquico. Era, en fin de cuentas, la lógica y natural reacción propia de una mujer sensible; pero así y todo, le recordaba la Bethia de tres años, que conoció al principio, aquella niña extrañamente precoz que con tanta facilidad caía en una especie de trance con sus bellos ojos como perdidos en horizontes alejados del mundo en que vivía. Una cuidadosa busca en los recuerdos de la memoria de Hal, allí almacenados, indicaba que la Bethia adulta no tenía historia de tales trances, por lo que sin duda debieron haberse ido desvaneciendo a medida que transcurrieron los años. Tal teoría fue la mejor que Tavernor pudo obtener de su limitado conocimiento de la sicología; pero la encontró vagamente insatisfactoria. Bethia, por lo que de ella sabía, era dueña de un alto grado de elasticidad mental, fuera de lo común, habiendo además en ella algo más respecto a aquella mística comunión con el infinito, algo turbador y que se escapaba a toda percepción.

La tapadera de una lata se abrió; significando que su contenido estaba ya dispuesto para ser comido. Tavernor retiró la vista del cuadro que ofrecía el cubo de Bethia, borrado por el agua, y comenzó a tomar su comida. Mientras comía, estudió su propia celda por centésima vez. Era una complicada obra de ingeniería. Un cable conductor de energía estaba conectado a la parte baja de un hilo en los bordes y, desde allí, otro más fino conducía a una unidad especial en forma de caja puesta en el techo. Aquella unidad del tipo que fuese, parecía reducir la humedad e incrementar el contenido del oxígeno del aire pitsicano, alimentando la mezcla modificada dentro de su celda por medio de válvulas dispuestas en el techo. Tanto la puerta interior como la exterior eran accionadas por electricidad y controladas desde algún sitio invisible. Tavernor las había examinado durante sus primeras horas en la celda; pero le había sido imposible descubrir qué fuerza las mantenía ensambladas. Eran lo bastante fuertes y a prueba de evasión.

Cuando acabó su comida, llevó la bandeja y las cuatro latas vacías a la entrada y las colocó entre las dos puertas. Dispuso las latas de forma que quedasen a un lado de la bandeja, y colocó una de ellas de forma que quedase a punto de caer, después se volvió y tomó asiento en la única silla que disponía. Unos pocos minutos más tarde, la puerta exterior se abrió y el pitsicano emergió, entre la neblina ambiental. Se detuvo para levantar la bandeja y el precario equilibrio estuvo a punto de hacerle caer. El pitsicano puso de nuevo la bandeja en el suelo, recuperó el envase caído y se alejó sin mirar siquiera al interior de la celda.

Tavernor se, frotó la barbilla pensativamente y se echó en la cama. No tenía idea de como serían los demás pitsicanos; pero el que le había traído la comida era — por comparación humana — no demasiado bril ante. Había caído cinco veces seguidas en la pequeña trampa tendida con las latas. Los pitsicanos, indudablemente, no deberían medir la inteligencia en la misma forma que lo hacían los humanos, pero la capacidad para aprender rápidamente de la experiencia era, en estimación de Tavernor, algo tendente a ser uno de sus vitales ingredientes. Consideró la posibilidad de que sus apresadores estuvieran determinadamente evaluando su propio intelecto en el contexto del absurdo de los recipientes, y se imaginó qué harían de él. Era el viejo problema de los primeros contactos culturales.

Por otra parte, los pitsicanos, en su promedio podían ser casi unos retrasados mentales, por todo lo que ya sabía respecto a su raza. No existía una necesidad real para su inteligencia. De ser distribuidos como entre los humanos, algunas clases de sociedad funcionarían más eficientemente si estaban compuestas por siervos sin mente, guiados por unos cuantos brillantes demagogos. Los pitsicanos podían hallarse en tal caso: una hoja finamente afilada para la destrucción de todas las demás formas de la vida. Quizás aquello fuese la clave de su conducta. Podía ser que no solamente se dedicaran a la exterminación de la humanidad, sino también a suprimir el universo entero de cualquier ser sensible, y quedarse ellos como sus únicos ocupantes. ¿Una sicosis a escala cósmica?

Tavernor — se removía sin descanso en la cama. Si la hipótesis era correcta… ¿sería el Hombre muy diferente del pitsicano en sus últimas ambiciones? Los cosmobiólogos, o aquellos que eran optimistas respecto a la posibilidad de supervivencia de la civilización terráquea, habían estimado que una cultura humana pudiera extenderse por toda la Vía Láctea en un tiempo mucho más corto que la edad de la propia galaxia, situando colonias de colonias de otras colonias, como había sucedido en el caso del Mediterráneo en los tiempos de la antigüedad clásica. Por mucho que lo intentaba, Tavernor era incapaz de ser objetivo respecto al concepto: si una vida tuviese que expandirse por la galaxia, prefería que fuese la del hombre. Un pitsicano preferiría que fuese la pitsicana. Por tanto, ¿quién era un psicópata? Todo lo que cualquier ser inteligente podía hacer era procurar que su propia especie permaneciese hasta lo último y contra cualquier otra que llegase a enfrentarse con ella, creyendo implícitamente en su propio destino…

Odiando a los pitsicanos más que nunca, Tavernor se encontró incapaz de conciliar el sueño. Sin la comodidad de las ropas para cubrirse el cuerpo, el dormir no era fácil y la soledad volvía a su mente con más fuerza que nunca también. A veces sentía algo parecido a lo experimentado en el breve tiempo que permaneció en el plano egón. Sus padres, Lissa y Shelby estaban vivos allá; pero no había intentado encontrarlos; aquello no parecía importante para la fría e impersonal mente de un egón. Se quedó poco a poco adormecido, pensando tristemente que no valía la pena haber nacido…


La enorme nave comenzó su descenso, o su equivalente orbital, al vigésimo tercer día de vuelo. Dos días antes, Tavernor había experimentado un ligero mareo conforme la nave, al abandonar el módulo taquiónico, se había situado en deceleración simulada, lo que proveía de peso real a los cuerpos, cambiando a la verdadera deceleración. Había estado observando cuidadosamente cualquier cambio en la rutina que indicase que se había completado el viaje. El primer signo llegó cuando un grupo de pitsicanos rodearon el cubo de cristal y lo sujetaron, con herramientas adecuadas, en sus esquinas contra el suelo. Lo anclaron en la cubierta y poco más de una hora después, la nave entraba en la condición de caída libre.

Ya estaba en órbita de un planeta pitsicano, y el pensamiento dio a Tavernor una cierta, aunque sombría, satisfacción. No importaba qué fuese lo que pensaban hacer con él, aquello significaba al menos el fin de una situación horrible y el terminar con la espantosa soledad del cubo de cristal. Al principio había rechazado la idea de utilizar la microbiblioteca, sintiendo que ello representaba una sutil aceptación de los planes que los pitsicanos hubieran hecho respecto a él; pero pronto descubrió que no podría soportar el permanecer con la mente vacía. Comenzó a leer al azar, sin tomar interés en su contenido, usando las palabras como medio de evitar el pensamiento propio. El limite de visión existente más allá de las paredes de cristal de su celda aparecía turbado aquí y allá por las formas negras deambulando de un sitio a otro de los pitsicanos, dando la impresión de que pudiera haber sido el fondo de un mar cálido y enlodado.


Ejercitando su cuerpo lentamente desarrollado, durante varias horas al día, entretenía parte de su vida; pero al fin tuvo que echar mano de aquella biblioteca condensada.

La larga espera ya había llegado a su fin. Se movía adelante y hacia atrás por su celda encristalada, haciendo gestos a Bethia cada vez que suponía que ella miraba en su dirección. Pero ella permanecía sentada en la mesa anclada y no daba la menor señal de respuesta. En Tavernor creció la necesidad de ocuparse de ella. La distancia y el efecto de distorsión de los cristales mojados hacía difícil estar seguro de nada, pero ella parecía haber perdido peso en el viaje. Se movía raramente y en las infrecuentes ocasiones en que cruzaba su celda se observaba una extraña indiferencia en su paso.

Tras unos minutos en caída libre, los pitsicanos volvieron, trasladándose con fácil destreza en la condición de ingravidez, sujetando un flexible cable en un sitio por debajo de la base del cubo de Tavernor. Instalaron una serie de cables conductores de energía, desde lo que parecía ser un generador portátil, y desconectaron los antiguos alambres de los anteriores dispositivos de control que rodeaban al cubo, reemplazándolos con los nuevos. Mientras lo hacían, las puertas dieron un chasquido, se estremecieron inciertas un instante, para volver a encajar rígidamente en el lugar que les correspondía.

El cable flexible se estiró súbitamente y la celda comenzó a moverse hacia una luz blanca que se mostraba a distancia, todavía atada a su sección de la cubierta. La celda de Bethia se movió en la misma dirección, rodeada por unas figuras que se movían con lentitud. La luz que tenía al frente fue creciendo de intensidad y Tavernor comprobó que se trataba de un tragaluz. Su cubo se movió por delante del de Bethia, pasó junto a un arco de poca altura de metal, y se detuvo en un espacio reducido, decidiendo que se trataba de un aparato volador secundario, procedente de la gigantesca nave-nodriza. Se inclinó tan cerca del portillo como le fue posible, ignorando la protesta de su inexperto estómago y miró hacia fuera.

El mundo pitsicano era un orbe sin características especiales, pero de una cegadora blancura, completamente envuelto por una capa de nubes. Se dio cuenta en el acto que desde la superficie del planeta sería imposible poder observar las estrellas. El día consistiría en un general esclarecimiento de los vapores envolventes y la noche, un retorno a la oscuridad, no aliviada por la presencia de los puntos de brillo celestial que proporcionan las estrellas, causantes de que los primeros hombres mirasen hacia arriba llenos de asombro y maravilla. Tavernor sintió una sombría desesperación ante la desaparición del último vestigio de la superioridad del Hombre respecto a los pitsicanos. Después del primer salto al espacio desde la Tierra, el viajar por el cosmos había sido fácil. El planeta podría haber sido diseñado para aquel ex profeso propósito, con una transparente atmósfera que pusiera al descubierto y mostrase los tesoros que allí yacían esperando, y una luna tan grande que virtualmente era otro mundo colgado, dentro de un tiro de honda, astronómicamente considerado, y otros planetas al alcance fácil de un buen telescopio para confirmar las promesas del cielo nocturno.

Pero los pitsicanos no habían conocido ninguna de aquellas ventajas. Para ellos, tuvo que haber sido sólo un ciego impulso a salir hacia el exterior o una calmosa determinación para justificar la Ley de la Medianía, por la que su mundo no podía hallarse solo en la Creación. Bajo las mismas circunstancias, Tavernor estaba seguro, el Hombre pudo haber quedado atrapado en el planeta de su nacimiento. Se volvió de la visión de la portañola y vio que el cubo de Bethia había sido apartado y colocado a pocos pies del suyo. Estaba todavía sentada en la mesa, braceando entre ella y la silla. Su cuerpo tenía un aspecto de delgadez. Se lanzó hacia un sitio más próximo de la celda y el movimiento hizo que Bethia levantase la cabeza. Entonces se encontró mirando al rostro demacrado y pálido de una mujer extraña. Ella le miraba de una forma impersonal. Así permaneció por breves momentos y después bajó la cabeza, mientras que sus hermosos cabellos le envolvían los hombros.

¡Bethia!. — grito —. ¡Todavía estamos vivos!

Las palabras rebotaron inútilmente con una serie de ecos dentro de la celda, como las imágenes de Lissa que simultáneamente brotaron de su mente. Intentó golpear con todas sus fuerzas la pared encristalada de su prisión, no consiguiendo otra cosa que flotar hacia atrás, mientras que la nave auxiliar se desprendía de la nave-nodriza. Comenzó a decelerar inmediatamente y Tavernor tocó el suelo, con la certeza de que Bethia no tenía la menor gana de verle. Se tumbó en la cama y observó la brillante luz reflejada procedente del portillo, mientras que el aparato seleccionaba su ruta de descenso al planeta. Se hicieron visibles algunas estrellas por encima de la alta atmósfera y acto seguido comenzó a sentir las vibraciones propias del tirón de la gravedad del mundo que yacía abajo. Fue descendiendo suavemente, hasta que de súbito todo quedó sumido en la oscuridad. La nave auxiliar fue bajando milla tras mil a entre aquella nube gradualmente más espesa.

Tavernor casi no se dio cuenta del golpe final, que le avisó de haber tocado el suelo. Acababa de comprobar que los trances espontáneos de Bethia tenían el poder de embargarle de una gran incomodidad.

Le recordaron la forma en que las negras formas de aquellos seres extraños que le habían capturado se quedaban rígidas y heladas, mientras que sus ojos borrosos se quedaban fijos en otros horizontes.

8

El campo de aterrizaje de los pitsicanos, era diferente de lo que Tavernor había esperado.

En el descenso a través de la oscura y húmeda atmósfera, la luz de la única claraboya había ido disminuyendo tan persistentemente, que llegó a convencerle de que, a nivel del suelo, la visibilidad estaría próxima al punto cero. Pero, cuando se abrió la escotilla, comprobó que la cubierta de nubes tenía varios cientos de pies de altura y, a despecho de las cortinas de lluvia, era posible ver a una distancia de dos o tres mil as. El cemento de la pista de aterrizaje se alargaba en la distancia, entrecruzado por el constante movimiento de vehículos de todo género, una visión sorprendentemente familiar que ya conocía de un centenar de planetas de la Federación. — Más allá de la llanura de cemento se observaba ligeramente la presencia del follaje verde en grandes laderas que se alzaban hasta las nubes. Aquello podían ser colinas de poca altura o el comienzo de una cadena montañosa.

Cerca del aparato auxiliar, esperaba un camión cubierto, rodeado por pitsicanos; algunos de ellos iban vestidos con su indumentaria guerrera, mientras que otros aparecían totalmente desnudos. El camión, también, podía haber sido el producto de un mundo de la Federación. En el cerebro de Tavernor se removía angustioso el pensamiento de Bethia; pero el ingeniero que había en él no pudo evitar dedicarse a estudiar los diferentes vehículos y su equipo, notando como sus diseñadores habían logrado las mismas soluciones a problemas universales que tenían su contrapartida en la Tierra. El camión que esperaba resultaba particularmente interesante. Su plataforma de carga tenía dos depresiones cuadradas alineadas con dispositivos de sujeción, lo que sugería que había sido construido para transportar los cubos de cristal de la nave auxiliar. Tavernor almacenó tales conocimientos en su fichero mental, junto a otras observaciones de las celdas en que habían permanecido prisioneros él y Bethia en tan largo viaje cósmico.

Los pitsicanos sujetaron con cables los cubos en la plataforma interior del camión de transporte, procediendo después a la misma tarea de conectar los cables y demás accesorios eléctricos a un generador existente en la parte frontal de vehículo. La sorpresa de Tavernor aumentaba conforme les observaba. Los análisis de muestras de la atmósfera pitsicana, retenidos en un equipo capturado, mostraron a los científicos de la Tierra que no era una buena mezcla para los seres humanos; pero sí podía ser respirada por una semana o más, antes de que apareciesen síntomas desagradables. Los pitsicanos deberían, sin duda, tener la misma información, puesto que después de todo, podían moverse libremente en mundos habitados por los humanos, pero así y todo, continuaron tratando a sus prisioneros con una solicitud casi excesiva que Tavernor encontró vagamente turbadora.

Una vez hechas todas las conexiones, los cubos fueron instalados en el camión, mientras que una muchedumbre de aquellos seres extraños les rodeaban al parecer con un animado interés. Bethia permanecía echada sobre la mesa; pero Tavernor observó las negras figuras, con los ojos sombríos. Estando excitados, los pitsicanos eran menos agradables que nunca; los brazos secundarios se apartaban de las hendiduras verticales de las bocas de comer y se agitaban débilmente, mientras que unos excrementos blancos y grises se escapaban, desparramándose, de sus intestinos bajos. Tavernor se alegró de que el espesor del cubo le preservase de oír cualquier clase de sonido que pudieran estar haciendo. Pero al propio tiempo, sentía incómodamente que él era el extraño sobre aquel mundo lluvioso y sombrío. Miró fijamente a los pitsicanos, hasta que la puerta de cierre del camión los apartó de su vista.

El vehículo se alejó, apreciándose unos diez minutos de conducción suave. Existía muy poco espacio entre los cubos y los lados sin ventanas del camión. Ningún extraño les acompañaba dentro de la caja del vehículo. Tavernor imaginó que era la primera vez que no se sentían vigilados desde su captura. Intentó abrir las puertas del cubo; encontró que estaban tan fuertes e inmóviles como en oca siones anteriores y después hizo cuanto pudo por atraer la atención de Bethia.

Tras haber golpeado fuertemente en la pared durante varios minutos, ella se levantó de la mesa y se quedó en pie de cara a él a través del cristal mojado de su prisión, cayéndole las luces del techo sobre sus hombros y senos y el oscuro triángulo del pelo del pubis, componiendo todo ello una neblinosa composición de arquetípica femineidad. Tavernor le hizo unas frenéticas señales con las manos, pero ella se volvió y caminó insegura hacia la cama, legando a la conclusión de que ni siquiera le había visto. Aumentó en él su preocupación por ella junto a un sentido de la responsabilidad, ya que él había sido quien hiciera que fuese a la villa en el punto exacto en donde los pitsicanos tomaron tierra para buscar a sus prisioneros. De no haberlo hecho, ella estaría muerta, como todos los demás habitantes de Mnemosyne o estaría a punto de estarlo para entonces; pero la muerte habría sido un escape del plano egón y preferible a lo que ahora iban a encontrar. Como Lissa, Bethia parecía poseer una debilidad latente en su voluntad de vivir. La joven se debilitaba a ojos vistas, bajo la presión de las circunstancias, y los pitsicanos ni siquiera habían revelado en lo más mínimo sus planes para deducir lo que les esperaba en el futuro.

Tavernor apretó los puños desesperado y sin esperanzas, y comenzó a pasear de un lado a otro de su celda, hasta que finalmente el camión dio un traqueteo y sus motores se apagaron. Cuando se bajó la puerta de cierre posterior, comprobó que habían viajado por una suave neblina. El techo de nubes se cernía a poca altura y la visión quedaba limitada a pocos cientos de yardas hacia abajo y a ambos lados de un enorme edificio sin ventanas. Sus macizas paredes eran de piedra azul y la estructura moldeada en la falda de la colina. En el lado más elevado donde el camión se había detenido, media solo un piso de altura, pero una abertura cuadrada en la pared revelaba unas profundidades cavernosas de niveles descendientes. El edificio daba el aspecto de no tener nada de funcional. Podía ser muy bien una especie de prisión para una estación de investigaciones xenológicas, a estilo pitsicano.

La puerta bajada del camión formaba una plataforma que se hallaba a nivel con la parte baja de la abertura cuadrada, abierta en el muro. Unos pitsicanos aparecieron desde el interior, entraron en el camión y ataron más cables a las partes bajas de los cubos encristalados de los dos prisioneros. Tavernor fue retirado primero, sintiendo el latido de su corazón aumentar de tono a medida que iba adentrándose lentamente en la oscuridad de aquel enigmático edificio. Entonces, por fin, tendría una noción de lo que pudieran ser las intenciones de sus aprehensores.

Conforme sus ojos se fueron ajustando a la pobre iluminación, vio que el cubo estaba siendo arrastrado por un piso desnudo y liso. Al otro extremo le esperaba una inmensa cavidad vacía, subdividida por unas macizas columnas de metal. Una valía alta corría a lo largo del borde de las columnas, con retazos rectangulares aquí y allá sobre el suelo que sugería la supresión reciente de unas máquinas. Tavernor pensó si aquel edificio era alguna especie de taller que había sido convertido en otra cosa. Pero… ¿para qué propósito? ¿Sería que los pitsicanos, que antes jamás habían hecho prisioneros, no disponían de facilidades?

Divisó de un vistazo dos depresiones cuadradas en el suelo delante de él, depresiones alineadas que ya le eran familiares como anteriormente en la nave — nodriza; Entre ellas, existía una pared bajo de la cual salían unos cables eléctricos. Tavernor creyó comprender súbitamente una parte de los planes de los pitsicanos.

El y Bethia iban a ser guardados en aquella caverna artificial por una gran extensión de tiempo; tal vez por el resto de sus vidas.

A Tavernor no se le ocurrió razón alguna para que los pitsicanos fueran a proporcionarles tales medios de supervivencia y obviamente 4e instalaciones permanentes. Su mente comenzó a formar teorías basadas en sospechas alrededor de los hechos observados. Podría ser que los pitsicanos tuvieran la idea de conservar una pareja de la raza humana vencida para sus archivos, como una curiosidad histórica. ¿Como una exposición viviente? También podría darse el caso de estudiar la conducta humana para comenzar a hacer funcionar una colonia de cautivos… Volvió los ojos hacia el cubo de cristal de Bethia. Ella permanecía tendida en la cama, inmóvil y sin dar la menor señal de vida, aparentemente desligada y ausente de las negras figuras que silenciosamente se movían a su alrededor.

Mientras observaba, su propio cubo cayó, con un chasquido, en la depresión existente en el suelo y el de ella fue arrastrado fuera de su vista tras el muro central. Dos de aquellos seres habían comenzado a asegurar el anclaje de la celda encristalada antes de que Tavernor cayese en la cuenta de que el muro había sido puesto allí con el propósito específico de negarle a Bethia y a él la mínima satisfacción de verse recíprocamente. La vida, de entonces en adelante, iba a consistir en un silencio solitario de días y noches encerrado en una caja de cristal, comiendo de latas de conserva y mirando fijamente a través de las nubladas transparencias a aquellas formas de pesadilla moviéndose en la semioscuridad, sin saber si Bethia estaba viva o muerta al otro lado del muro…

Un odio terrible agarrotó los músculos de Tavernor, impidiéndole tomar acción alguna contra lo que realmente no podía actuar. Golpeó haciendo señas a las arrodilladas figuras de los pitsicanos, tirando con furia, hasta destrozarse las uñas, de la hoja de cristal intermedia entre las puertas. Entonces vio que los extraterrestres estaban a punto de conectar el cubo a su nueva fuente de energía. La última vez que lo hicieron, las puertas se habían estremecido momentáneamente.

Corrió hacia el centro del cubo y se lanzó contra la puerta interior en el preciso momento en que ésta emitía un perceptible temblor. Se tiró contra ella con toda la velocidad que su frágil estructura le permitía. Sintió un agudo dolor en el hombro y un fuerte golpe en el pecho desnudo, y súbitamente se encontró en el exterior, entre las enormes y gimientes formas de huso de los pitsicanos.


La lobreguez del ambiente comenzó a girar en torno a él mientras sus pulmones luchaban por respirar aquel frío y húmedo aire. Un pitsicano le rodeó para detenerle; pero Tavernor le golpeó en los pulmones con ambas manos. El pitsicano se desplomó inerte. Comprendió que no se trataba de un guerrero, ya que de haberlo sido sus pulmones hubiesen estado protegidos. Se volvió en el momento en que un guerrero, esta vez de veras, le alcanzaba. Intentó golpearle con el pie en la parte alta, con sus órganos arracimados, de su cuerpo inferior, pero fal ó y perdió el equilibrio. Pensó que el pitsicano aprovecharía la oportunidad para apuñalarle o dispararle; pero, por el contrario, le tomó por los brazos y le ayudó a levantarse. Tavernor se apoderó del cuchillo del pitsicano y evitó la presión de los dedos del monstruo, dándole un puñetazo en la cara con el revés de la mano. Luego echó a correr.

Otro pitsicano se le acercó con los brazos abiertos y le bastó con extender el largo cuchillo para ensartarle en el arma. Los brazos secundarios se agitaron débilmente contra su muñeca conforme se desplomaba al suelo. Saltó por encima de él y se abrió paso entre otros dos pitsicanos; alcanzó el otro cubo y segó los cables de energía con un simple golpe del cuchillo. La corriente que le llegó a través de la hoja pareció lanzarle contra las puertas de la celda de Bethia. Se volvió jadeando, preparándose a defender la entrada, y entonces descubrió que nadie le perseguía. Al mismo tiempo, comprobó asombrado que su progreso a través de los pitsicanos había resultado demasiado fácil, ninguno le había golpeado siquiera. Era como si todos hubieran recibido estrictas órdenes de no producirle el menor daño…

—¡Mack! — exclamó Bethia, incorporándose un poco sobre un codo.

Tenía la cara pálida y triste.

—Esta es la última oportunidad que tengo de hablarte, Bethia y no hay mucho tiempo — Tavernor hablaba de prisa, mientras permanecía arrodillado junto a la cama y había tomado entre las suyas una mano de la bella joven —. Es… es muy importante para ti seguir viviendo. Y también para mí. Creo que los pitsicanos están planeando conservarnos vivos. Vivos, Bethia, y quiero que me prometas que tú… — hizo una pausa, dándole vueltas en la mente a la simple palabra con que le había llamado —. ¿Cómo me has llamado?

—¿Tú eres Mack Tavernor, verdad?

—¿Cómo… como lo sabías?

—Oí lo que dijiste a tu padre… y desde entonces… los antiguos sueños… pensé que nunca volverían… ¿Es todo eso verdad, Mack?

Sus ojos aparecían vivos como nunca antes los había visto Tavernor. Su rostro era el de la Bethia niña.

Tavernor aprobó con un gesto de su cabeza y presionó los fríos dedos de la joven contra sus labios.

—Estuve muerto, Bethia, Créeme.

—¿Y hay un sol blanco y cegador? ¿Un sol que habla?

—Sí, es cierto. Algún día seremos parte de ese sol.

—¡Mack! — exclamó Bethia sentándose, mientras le apretaba las manos con una fuerza inesperada de sus dedos —. Sácame de esta celda. Tengo que marcharme.

Tavernor miró a través del muro transparente. Algunos de los pitsicanos aparecían inmóviles como estatuas heladas, pero otros corrían a través de aquel sombrío y lóbrego ambiente.

—No sé, Bethia… ¿Qué oportunidad puede haber? Tú sabes que estamos en un mundo pitsicano…

Dejó de hablar, sobrecogido por la amplia sonrisa de la joven, cálida y maravillosa.

—Una vez me pediste que corriera contigo hacia los bosques, Mack — dijo ella vibrante, y sus ojos brillaban con un resplandor en donde se adivinaba la compasión —. Ahora existe otro bosque sólo a unos cientos de yardas de nosotros; aprovechemos la oportunidad que podemos tener en este momento, no importa lo pequeña que sea.

Tavernor recordó súbitamente la forma en que había mirado a Bethia niña, y pensó que la capacidad de producir criaturas como aquella Bethia era la última justificación para todo. La sensación volvió de nuevo y fue de verdadera exaltación: supo entonces lo que era volar muy lejos de toda consideración individual de la vida y de la muerte.

—Está bien — repuso agradecido —. Vamos.

Ayudó a Bethia a ponerse en pie y corrieron hacia las puertas. Más pitsicanos habían cercado el cubo de cristal; pero recordó la extraña desgana a hacerle daño antes. La neblina había caído en torno al edificio, al exterior; si pudiesen pasar más allá del camión que les trajo, podrían tener la oportunidad de correr y esconderse en el bosque cercano. Empuñando el cuchillo pitsicano con fuerza, se lanzó fuera de las puertas y contra el muro de contención que se le oponía, formado por los negros cuerpos de los pitsicanos. Cayeron frente a él y el espejismo de la esperanza comenzó a brillar locamente en su cabeza; después, sintió que la mano de Bethia se escapaba de las suyas.

—Lo siento, Mack parecía gritar ella.

Su pálida figura corrió en dirección opuesta, retorciéndose y esquivando la garra de las negras manos que se oponían a su paso.

—¡Bethia! — Tavernor gritó enloquecido su nombre, al verla a donde se dirigía.

Pero ya estaba ella escalando la valla de contención a una velocidad sobrenatural. Se detuvo un instante de pie en el raíl del tope superior, como un crucifijo luminoso, y después se dejó caer al espacio.

Tavernor se cubrió la cara con las manos al oír estrellarse el cuerpo sobre el suelo de cemento, lejos, muy lejos…


Sorprendentemente fue Tavernor el primero que se recobró. El impacto de la caída de Bethia pareció dejar paralizados a los pitsicanos, hasta incluso dejar que sus grandes ojos quedasen por un momento sin parpadear. Tavernor se abrió camino a codazos entre ellos y corrió hacia la valla. Los alambres le cortaron los pies al subir por ella; pero alcanzó el tope y se inclinó sobre el raíl. Bethia yacía, como un pañuelo arrugado, a una distancia de unos cincuenta pies por lo menos debajo, a la sombra de las oscuras máquinas.

Tavernor permaneció sobre el raíl y corrió por encima hacia la próxima columna, en el momento en que los pitsicanos alcanzaban la valla. Se abrazó a ella y se deslizó hacia abajo a poca distancia de sus perseguidores de la parte exterior. La intersección del suelo y la columna redujo su esfuerzo y casi cayó hacia atrás. Los pitsicanos consiguieron sujetarle: pero luchó frenéticamente contra ellos desde el otro lado de la valía y continuó descendiendo mientras que la ruda granulosidad de la columna le hería la piel desnuda. Al llegar al suelo definitivamente, corno hacia Bethia, y se tiró junto a su cuerpo roto. Su rostro se había relajado, sumido ya en el sueño eterno. Puso su cabeza entre sus manos y un amargo sollozo se le anudó en la garganta…

—¿Mack? — preguntó con voz infantil la joven, Surgiendo apenas sus palabras a través de sus labios destrozados.

—Estoy aquí, Bethia.

—Quédate conmigo, Mack. No les dejes que… Llévame de nuevo contigo hasta que no haya probabilidad de que me devuelvan a la vida…

—Pero… ¿por qué, Bethia? ¿Por qué lo hiciste?

Se abrieron los ojos de la joven, con un gran esfuerzo, y sus labios se movieron con lentitud. Tavernor acercó su oído a la boca de Bethia y escuchó el último y doloroso aliento que pronunciaba aquella frase increíble. Cuando los pitsicanos le alcanzaron, estaba todavía junto al cuerpo de Bethia. Su cuchillo estaba tirado en cualquier punto del suelo; pero defendió aquel cuerpo sin vida con sus manos desnudas hasta que una granada estalló a sus pies. Conforme su consciencia se alejaba de su mente, las últimas palabras de Bethia le martilleaban una y otra vez con el ir y venir del oleaje de los mares de Mnemosyne.

—Soy un nuevo tipo de ser humano, Mack, y los pitsicanos sabían que tenían que conservarme viva.

9

Muchas horas más tarde, el cuerpo herido y vendado de Tavernor permanecía inmóvil sobre el plástico de la cama en el interior de la celda encristalada de la caverna. Se quejaba débilmente como si su mente hiciese la transición de la profunda inercia de su inconsciencia drogada a k quietud receptiva de un sueño normal. Paisajes de ensueño, de colores imposibles y complejos, temblaban, se revolvían y giraban inaccesiblemente a su alrededor.

Un sol cegador le hablaba con la voz de William Ludlam.

—¡Bien hecho, Mack Tavernor! — dijo.

—¡Por favor! — gritó —. No comprendo.

—Lo comprenderás.

Un rostro apareció en el centro del sol, bello, infantil y de mujer al propio tiempo. Era Bethia.

—Duerme bien, Mack — le dijo ella —. Tienes otro mundo por delante de ti.

Tavernor se lanzó hacia ella, en la forma en que lo hace un egón, pero estaba encerrado en la prisión de su propio cuerpo.

—Pobre … tenía que hacerlo. Otros antes que yo nacieron para morir; pero fueron prematuros… — El Camino no podía ser abierto.

—¿El camino?

—Sí,… yo soy el Camino.

Y la gloria del sol-egón centelleaba a su alrededor.

—Sigo sin comprenderlo.

—El Hombre ha estado incompleto. Pero ahora está en camino de ser completado, ahora que la mente individual de un hombre sobre el plano físico puede comunicar con la masa-madre a través de mí.

—¡A través de ti!

Y Tavernor recordó súbitamente la faz velada de mujer que había observado en breves instantes durante sus dolorosos contactos entre su existencia egón y la sombra de la proto-vida.

—Entonces… ¿eras tu la que me llamaba… y no Lissa?

—Así es…

—Pero si tú podías hacer eso…

—La capacidad estaba latente. Mi vida en Mnemosyne no fue sino un estadio intermedio, y su solo propósito era la evolución de una nueva clase de egón. Yo fui el primer ser humano nacido con el potencial de desarrollar un egón que tiene el poder integral de comunicar con los hombres vivos. Yo soy el Camino.

Bethia parecía sonreír, conforme la mente de Tavernor se levantaba de las sombras de la incomprensión, vacilante primero y después triunfante a través de nuevos niveles de conocimiento.

—La evolución… Entonces, tu eres… diferente…

—Mi cuerpo era diferente. El super-egón del cual ahora soy una parte, ha mirado más allá del presente y ha pronosticado la necesidad de preparar a la humanidad para su última prueba. Los egones, como ya sabes, tienen una existencia física; pero están tan atenuados que la energía de la entera masa-madre era suficiente como para turbar la estructura de un simple gen. El intento final de alterar el curso del desarrollo del Hombre fue hecho cuando mi abuelo fue concebido. Y, como resultado, nací yo — ligeramente por delante del programa evolutivo con un sistema nervioso equivalente al de los pitsicanos, o quizás mejor.

—Quieres decir que los pitsicanos pueden… — Tavernor se encontró incapaz de hablar, ante la primera sombría comprensión de lo que la guerra de los pitsicanos había producido en su mente.

—Sí. Los pitsicanos han estado completados por miles de años, capaces de comunicarse directamente y de forma continua con su propio mundo mental. La estructura de su mente no es compatible con la del Hombre, por lo que podrían haber estado luchando contra la humanidad hasta la muerte, incluso sin la amenaza de las naves-mariposa.

—De nuevo esas naves — suspiró Tavernor.

—Sí. Tienes razón para odiar a los pitsicanos, Mack, pero piensa cómo tenemos que mirarles. Ningún horror puede descubrirnos ante sus ojos; somos como unos repugnantes portadores de la muerte, de piel pálida. Y su masa-egón les advirtió que el instinto del Hombre les inducía a ocupar todo el volumen del espacio, llenándolo con sus negras alas que eventualmente hubieran barrido la verdadera vida de la Galaxia, robando a los pitsicanos su inmortalidad. Ellos se dedicaron, pues, a evitar esto y su masa-madre les guió en cada paso del camino, mientras que el Hombre estaba destrozando su propia masa-madre, apartándola, privándola incluso del vago contacto posible en tal estadio de desarrollo evolutivo. Yo nací por delante del plan establecido en el programa de evolución; pero en otros aspectos esto ocurrió muy tarde. Demasiado tarde…

—Y… los pitsicanos estaban advertidos de tu presencia en el mundo — imaginó Tavernor.

—En efecto, lo estaban, a través y por mediación de su masa-egón. Por eso se apoderaron de Mnemosyne, y por qué yo tenía que estar aislada. Ellos tenían miedo de que yo pudiera resultar muerta por accidente e hicieron lo posible por mantenerme viva, no por otros setenta u ochenta años como tú temías, sino hasta que hubiera desaparecido el último de los seres humanos, y toda su raza.

—Esa posibilidad ha sido ahora descartada y, armado con el conocimiento de su naturaleza verdadera, el Hombre puede ahora vencer en la guerra contra los pitsicanos. Nunca fue posible introducir una nave armada a través de sus pantallas detectoras; pero los hombres estuvieron usando contra ellos mismos sus más temibles armas. Ahora es necesario llegar hasta los mundos pitsicanos con naves-mariposa desarmadas, y pasarlos a través de las masas-egón de los pitsicanos. Esto reduciría a los pitsicanos a confiar en su inteligencia poco brillante y sin auxilio.

Tavernor estaba sorprendido.

—Pero tanta muerte… verdadera muerte… ¿Quieres acaso…?

—No será necesaria — repuso Bethia gentilmente —. La guerra está de hecho terminada. La madre-masa pitsicana les ha preparado para el fracaso. Están evacuando toda esta zona completa del espacio. Será extremadamente difícil que los hombres y los pitsicanos vuelvan jamás a encontrarse… en el plano físico.

El júbilo estal ó como una luz de artificio en la mente de Tavernor, hasta que su brillo quedó disminuido.

—Pero… ¿cómo podrá el COMSAC convencerse de todo esto? ¿Quién se lo dirá?

—Todavía no ves la verdad, Mack — le dijo entonces Bethia sonriendo entre su resplandeciente gloria —. El Hombre ha cruzado el umbral. Yo ya he alimentado esta información en miles de los más notables cerebros de la Federación. Ya ha sido aceptada y están completamente de acuerdo. De ahora en adelante todos los seres humanos estarán en condiciones de tener acceso al conocimiento y a la sabiduría de la consciencia total de la raza. Vienen ahora unos tiempos maravillosos y excitantes, Mack. El hombre puede tener otras luchas; pero no serán nada importante y que no pueda resolver.

Incapaz de hablar una palabra, Tavernor luchó por agarrar aquellas inmensidades de espacio-tiempo. Entonces, sobrepasando de alguna forma su extraordinaria grandiosidad, le vino a la memoria el pálido y roto cuerpo de Bethia y la relación humana que él nunca experimentaría. Supo entonces que sus pensamientos eran los de Bethia.

—Esperaré — prometió —. Yo… yo nunca amaré a nadie más.

—Tú no puedes amarme, Mack. Yo nunca amaré a nadie… Yo soy el Camino.

—Pero…

—Pero, ¿por qué piensas que los pitsicanos no te mataron junto a Gervaise Farrell? Mi abuelo tuvo dos hijos, uno de ellos mi padre, y el otro Howard Grenoble. La preponderancia genética fue recesiva en Howard y en Lissa… tu madre. Sólo es parcialmente recesiva en ti — los pitsicanos también estaban advertidos de eso y se hará después dominante en tus hijos o en los demás. La Humanidad necesita tus genes, Mack, para ayudarla en el próximo paso de su evolución, y eso es un deber que no puedes eludir. Recuerda que tus hijos e hijas serán también los míos…


Tavernor se despertó bruscamente, temblando en el frío y húmedo aire del mundo pitsicano. Se levantó dolorosamente y miró a su alrededor. El interior del cubo estaba lleno de niebla y la presencia de la atmósfera extraterrestre del interior le dijo que el suministro de las instalaciones inmediatas había sido cortado.

Intentó abrir las puertas del cubo y éstas se abrieron fácilmente, permitiéndole salir al exterior sin esfuerzo. El suelo estaba frío bajo sus pies desnudos y el sombrío edificio totalmente desierto olía mal. En el acto comprobó que los pitsicanos se habían marchado.

Caminó alrededor de la pared divisoria y miró al interior del cubo de Bethia. Su cuerpo, ya descartado en su presencia física, resplandecía con una cegadora blancura más allá de las transparencias neblinosas y él se apartó rápidamente de allí. En el exterior del edificio, el mundo estaba en una completa quietud, excepto por la escasa y perceptible presencia de las nubes que lo envolvían todo. Tavernor se estremeció de nuevo y se dio cuenta de que había mucho trabajo que hacer. Tenía que localizar los almacenamientos de alimentos y hallar la forma de mantener su celda caliente hasta que llegase una nave de la Federación; pero eso podría llevarle todavía mucho tiempo. Las naves-mariposa serían totalmente descartadas y los conductores de las grandes masas de reacción no podrían ser construidos tan rápidamente. Además, tenía que preparar una tumba decorosa para el cuerpo de Bethia.

No podía ni imaginarse el dolor que le esperaba para hacerse a la idea de haberla perdido; pero el futuro se extendía frente a él en la Eternidad…

Un futuro que estaría mas allá de la más fantástica imaginación del Hombre.

FIN
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