SEGUNDA PARTE — EL VAGAMUNDO

VI

Mogien saltó de la silla antes de que la bestia tocara suelo, corrió hacia el etnólogo y lo abrazó como a un hermano. Su voz vibró con deleite y alivio:

— ¡Por la lanza de Hendin, Señor de las Estrellas! ¿Por qué andas totalmente desnudo en este desierto? ¿Cómo has hecho para llegar tan al sur, si te diriges hacia el norte? ¿Estás…? — Mogien encontró los ojos de Yahan y su voz murió.

— Yahan es mi siervo — explicó Rocannon.

Mogien no repuso. Tras una evidente lucha interior comenzó a sonreír, y por fin estalló en carcajadas.

— ¿Has aprendido nuestras costumbres para robarme los sirvientes, Rokanan? Pero ¿quién te robó tus ropas?

— Olhor lleva más de una piel — dijo Kyo, acercándose con su paso diminuto a través de la hierba —. ¡Salud, Señor del Fuego! te oí en mi mente.

— Kyo nos ha conducido hasta ti — dijo Mogien —. Desde que desembarcáramos en la costa de Fiern, diez días atrás, no volvió a decir palabra. Pero anoche, sobre la orilla del estrecho, cuando surgió Lioka, escuchó con atención, bajo la luz de la luna, y dijo «hacia allá». Amanecido el día, volamos hacia donde él nos indicara y así te hemos hallado.

— ¿Dónde está Iot? — preguntó Rocannon, al ver que sólo Raho sostenía las riendas de las bestias.

— Muerto — repuso Mogien, sin cambiar de expresión —. Los Olgyior nos atacaron entre la niebla, en la playa. Tenían sólo piedras, no armas; pero eran muchos. Mataron a Iot y tú te perdiste. Nos ocultamos en una cueva, en los acantilados, hasta que las bestias pudieran volar nuevamente. Raho fue a merodear y oyó la historia de un extranjero que soportaba el fuego sin arder y que llevaba una piedra azul. De modo que cuando las bestias volaron, nos dirigimos hacia el fuerte de Zgama; al no hallarte, pusimos fuego a sus techos hediondos, espantamos los rebaños hacia el bosque y comenzamos a buscarte por la costa del estrecho.

— La joya, Mogien — interrumpió Rocannon —, el Ojo del Mar… he tenido que comprar nuestras vidas con él. Lo he entregado.

— ¿La joya? — exclamó Mogien, con los ojos fijos —. ¿El collar de Semley? ¿Te has desprendido de él? ¡No para comprar tu vida! A ti, ¿quién puede hacerte daño? ¿Para comprar una vida inútil, la de este medio hombre desobediente? ¡Has vendido bien barata mi herencias…! ¡Toma! ¡Aquí está! ¡No es tan fácil perderla! — arrojó algo al aire con una carcajada, lo cogió y se lo tendió a Rocannon, que inmóvil vio de pronto en su mano la piedra azul, brillante, la maciza cadena de oro.

— Ayer nos encontramos con dos Olgyior, y uno muerto, sobre la otra ribera del estrecho; nos detuvimos para preguntarles acerca de un viajero desnudo que tendrían que haber visto, por fuerza, de camino con su inútil sirviente. Uno de ellos bajó la cabeza y nos contó la historia, así es que cogí la joya de manos del otro. También su vida, porque hubo pelea. Entonces supimos que habías atravesado el estrecho. Y Kyo nos condujo directamente a ti. Pero ¿por qué ibas hacia el norte, Rokanan?

— Iba… iba en busca de agua.

— Hay un arroyo hacia el oeste — intervino Raho —. Lo divisé antes de veros a vosotros.

— Hacia allí, pues. Yahan y yo no hemos bebido ni una gota desde anoche.

Montaron. Y con Raho, Kyo en su antiguo puesto, junto a Rocannon. La hierba batida por el viento se alejó de ellos, que, suspendidos entre la vasta planicie y el sol, volaron hacia el sudoeste.

Acamparon junto al arroyo, que corría cristalino y lento entre matas sin flor. Por fin Rocannon pudo quitarse el traje protector y vestirse con al prendas de Mogien. Comieron duro pan, traído de Tolen, raíces de peya y cuatro gazapos alados que cazaran Raho y Yahan, feliz otra vez al volver a coger un arco. Los seres vivientes de la llanura, en su mayoría, volaban por encima de las flechas, pero se dejaban atrapar por las monturas en el vuelo, pues no huían. Incluso las bestezuelas verdes, moradas y amarillas — kilar era su nombre — parecidas a insectos, aunque en rigor perteneciesen a la especie marsupial, no mostraban miedo allí sino que desplegaban su curiosidad rondando las cabezas de los viajeros, observándolos con sus redondos ojos dorados, posándose sobre una mano o una rodilla, rozándolos en el vuelo. Toda la enorme llanura herbosa se mostraba falta de vida inteligente. Mogien aseguró que no hablan visto trazas de hombres ni de otros seres, durante su vuelo.

— Hemos creído ver algo, anoche, cerca del fuego — dijo Rocannon, dubitativo, porque, ¿qué habían visto en realidad? Kyo miró al etnólogo, desde su lugar junto a la lumbre; Mogien se desprendió el cinturón que portaba las dos espadas y nada dijo.

Levantaron el campamento al alba y durante todo el día marcharon con el viento entre llanura y sol. Volar sobre la planicie era tan grato como duro había sido andar por ella. Así transcurrió el día siguiente, y poco antes de la noche, mientras miraban por alguno de los arroyuelos que muy de trecho en trecho quebraban la superficie herbosa, Yahan giró sobre la silla y gritó en el viento:

— ¡Olhor! ¡Mira al frente!

Lejos, en el horizonte sur, una línea grisácea y entrecortado rompía la suavidad de la planicie.

— ¡Las montañas! — exclamó Rocannon, y al mismo tiempo oyó que, a su espalda, Kyo respiraba entrecortadamente, como con temor.

En el siguiente día de vuelo vieron que las praderas se elevaban en ondulaciones graduales y suaves collados; amplias olas en un mar inmóvil. Por encima de sus cabezas, las nubes se apiñaban hacia el norte y a lo lejos el terreno se mostraba cambiante, quebrado, creciente en la oscuridad. Al anochecer las montañas estaban claras aún; mientras la planicie ya se había hundido en las sombras, los apenas visibles picos de las lejanas cimas del sur brillaban, dorados. Por detrás surgió la luna Lioka, el gran astro amarillo, e inició su carrera presurosa. También brillaban Feni y Feli, marchando imponentes de este a oeste; la cuarta, Heliki, se mostró luego para darse a la persecución de las otras, radiante en sus fases continuadas y breves, creciendo y decreciendo. Rocannon yacía de espaldas sobre la hierba alta y oscura, contemplando la ininterrumpida y luminosa complejidad de aquella danza lunar.

Por la mañana, cuando, junto con Kyo, estaba a punto de montar, Yahan le advirtió, de pie junto a la cabeza de la bestia alada:

— Cabalga con cuidado hoy, Olhor. — La bestia emitió un rugido hondo, que parecía corroborar las palabras del joven, y al que hizo eco la montura de Mogien.

— ¿Qué las inquieta?

— ¡El hambre! — repuso Kyo que mantenía tensas las riendas de su blanca bestia —. Se hartaron de la carne de los ganados de Zgama, pero desde que iniciamos el viaje por esta llanura no han olido gran cosa y esas bestezuelas aladas no son más que un bocado. Cíñete la capa, Señor Olhor, porque si llega al alcance de sus mandíbulas, serás la cena de tu propia montura.

Yaho, cuyo cabello castaño y oscura piel daban testimonio de la atracción que una de sus abuelas había ejercido en algún noble Angyar, era más brusco y burlón que la mayoría de los hombres normales. Mogien jamás lo había regañado por ello y la rudeza de Raho no ocultaba su apasionada lealtad hacia su señor. Hombre ya maduro, pensaba que aquel viaje era una empresa descabellada, pero a la vez sólo se cuidaba de acompañar a su joven amo en cualquier peligro que se presentara.

Yahan tendió las riendas a Rocannon y se apartó de la bestia gris, que brincó en el aire como una flecha. Todo ese día los tres animales volaron infatigables hacia los cotos que presentían o husmeaban en el sur; el viento del norte los favorecía. Por debajo de la barrera flotante de montañas, romos cerros montuosos y oscuros se divisaban ahora con claridad. Surgían aquí y allá bosquecitos y sotos, como islas en el mar, inmenso de hierba. Los sotos se fueron convirtiendo en montes separados por superficies verdes, y antes del anochecer el pequeño grupo arribó a un lago rodeado de juncias, entre colinas boscosas. Con rapidez y cautela los dos normales liberaron a las bestias de arreos y monturas y las dejaron marchar. Una vez en el aire, bramando y con las alas vertiginosas en su batir, cogieron tres direcciones distintas y desaparecieron sobre las colinas.

— Volverán cuando estén satisfechas — dijo Yahan a Rocannon —, O cuando el Señor Mogien haga oír su silbido sordo.

— En ocasiones traen consigo alguna hembra… de las salvajes — agregó Raho para ilustrar al etnólogo, lego en estos temas.

Mogien y sus siervos se dispersaron para cazar cualquier presa que pudiesen hallar; Rocannon arrancó algunas raíces de peya y, envueltas en sus propias hojas, las metió entre las cenizas de la lumbre para que se asaran. Se había convertido en un experto del aprovechamiento de los dones de la tierra y esto le hacía feliz; los días de vuelos prolongados desde el alba hasta el crepúsculo, de hambre nunca saciada, de dormir sobre el suelo desnudo, en el viento primaveral, lo habían purificado y se sentía abierto a cualquier sensación, a todas las impresiones. Se puso de pie; vio que Kyo se había aproximado a la orilla del lago y allí estaba su figura diminuta, tan grácil como las juncias que crecían en el agua. El Fian tenía fijos los ojos en las montañas grisáceas del sur, que en sus picos reunían todas las nubes y el silencio del firmamento. Al llegar junto a él, Rocannon advirtió en su rostro una sombra desolada y ansiosa a la vez; sin volverse, con voz débil y temblorosa, Kyo dijo:

— Olhor, tienes la joya contigo, nuevamente.

— Aún trato de librarme de ella — repuso Rocannon, con una mueca.

— Tendrás que dar más que oro y piedras preciosas… ¿Qué podrás dar, Olhor, allá entre el frío, en los lugares altos, en los lugares grises? Del fuego al hielo…

Rocannon le oyó y, aunque tenía los ojos fijos en él, no vio que sus labios se movieran. Un estremecimiento le recorrió, y cerró su mente para evitar el contacto con un extraño poder que penetraba en su ser íntimo, en el núcleo mismo de su identidad. Tras un minuto de silencio, Kyo giró la cabeza, sereno y sonriente, y habló con su voz calmosa de siempre:

— Al otro lado de estas colinas hay Fiia, al otro lado de los bosques, en los valles verdes. Mi pueblo busca los valles, también aquí, la luz del sol y los sitios llanos. Encontraremos las aldeas en pocos días más de vuelo.

Estas fueron buenas nuevas para los otro cuando Rocannon las transmitió.

— He pensado que no hallaríamos seres con habla aquí. ¡Una tierra tan bella y rica y vacía! — comentó Raho.

En tanto que observaba una pareja de kilar revoloteando como amatistas sobre el lago, Mogien recordó:

— No siempre ha estado vacía. Mi pueblo la cruzó mucho tiempo ha, en la época anterior a los héroes, antes de que Hallan o el elevado Oynhall fueran construidos, antes de que Hendin asestara su golpe y de que Kirfiel muriese en la colina de Orren. Vinimos desde el sur, en botes con cabezas de dragón en la proa; en Angien hallamos un pueblo salvaje que se ocultaba en bosques y cuevas, un pueblo de caras blancas. Tú conoces la canción, Yahan, la Balada de Orho-gien:

Cabalgan en el viento,

marchan sobre la hierba,

rozan el mar oscuro,

siempre en pos de Brehen,

estrella luminosa,

siguiendo el sendero de la radiante Lioka…

— El camino de Lioka va de sur a norte. Y la canción dice cómo, en batallas duras, nosotros, los Angyar, luchamos y vencimos a los cazadores salvajes, los Olgyior, los únicos de nuestra raza en Angien; porque ambos pueblos hemos sido una raza, los Liuar. Pero la balada no habla de estas montañas. Es un poema antiguo; quizá se haya perdido el comienzo. O quizá mi pueblo partió desde estas colinas. Esta tierra es bella; bosques para cazar, colinas para el ganado y alturas para asentar una fortaleza. Aunque aquí no se ven trazas de seres humanos…

Esa noche Yahan no pulsó su lira de plata; todos durmieron intranquilos, tal vez porque las monturas se habían ido y porque el silencio de las colinas era de muerte, como si ninguna criatura osase moverse durante la noche.

Al día siguiente, acordes todos en que el suelo era demasiado pantanoso junto al lago, decidieron trasladarse, sin prisas, deteniéndose para cazar y coger hierbas secas. Al atardecer llegaron a un collado; en la zona más elevada, bajo la hierba, se advertían restos de alguna construcción; nada quedaba en pie ya, pero pudieron adivinar que había sido el emplazamiento de las cuadras de una pequeña fortaleza, tan antigua que ninguna leyenda hablaba de ella. Acamparon, allí; las monturas los habrían de hallar con facilidad a su regreso.

Muy avanzada la larga noche, Rocannon se despertó incorporándose. No brillaba más luna que la menuda Lioka; la lumbre se había extinguido, pues no habían establecido vigilancia. Mogien estaba de pie a unos cinco metros de distancia, inmóvil, una forma alta, de contornos vagos a la luz de las estrellas. Soñoliento, Rocannon le echó una mirada mientras se preguntaba por qué razón la capa le hacía aparecer tan alto y delgado. La capa de los Angyar flotaba siempre en tomo a los hombros, abierta como el techo de una pagoda, e incluso cuando no llevaba su capa, Mogien era identificable por la anchura de su tórax. ¿Por qué estaba allí de pie, tan aislado, abatido y sombrío?

El rostro giró con lentitud y no era el rostro de Mogien.

— ¿Quién está ahí? — preguntó Rocannon, de pie ahora, y su voz sonó recia en el silencio de muerte. Junto a él, Raho despertó; mirando alrededor, cogió el arco y saltó en pie. Por detrás de la alta figura algo se movió apenas: otra sombra igual. En torno de ellos, sobre las ruinas cubiertas de hierba, a la luz de las estrellas, se erguían altas, magras y silenciosas formas, enfundadas en sus capas, las cabezas gachas. Junto a las cenizas frías de la lumbre, sólo se hallaban Raho y el etnólogo.

— ¡Señor Mogien! — gritó Raho.

No hubo respuesta.

— ¿Dónde está Mogien? ¿Quiénes sois vosotros? ¡Hablad!

Las sombras no respondieron, pero comenzaron a adelantarse. Raho arrojó una flecha. Tampoco ahora hubo palabras, pero el círculo fantasmal se dilató, las capas llamearon y el ataque se precipitó desde todas las direcciones; las sombras avanzaban a brincos altos y lentos. Rocannon luchaba como si lo hiciera para despertar de un mal sueño, pues eso debía ser la lentitud, el silencio, todo era irreal y ni siquiera percibía el contacto de aquellas extremidades, porque llevaba su traje protector. Oyó la voz desesperada de Raho, llamando a su amo. Los atacantes habían abatido a Rocannon, superiores como eran en peso y número; antes de que pudiera rechazarlos desde el suelo, se sintió izado y se columpiaba cabeza abajo y una sensación de náusea lo poseía. Mientras, entre contorsiones, intentaba liberarse de aquellas manos, colinas y bosques fluctuaban oscilantes lejos muy lejos de él. Una violenta sensación de vértigo le inundaba y se aferró con ambas manos a las delgadas extremidades de aquellos seres. Todos lo rodeaban, lo sostenían con sus manos y el aire estaba lleno de negras alas batientes.

La situación se prolongaba más y más; siguió luchando por emerger de aquella monotonía de terror, en tanto continuaban a su alrededor las voces suaves y sibilantes, el aleteo reiterado que lo sacudía sin cesar. Luego el movimiento se convirtió en un deslizarse sesgadamente y el oriente radiante se precipitó hacia él y la tierra también y las manos suaves y firmes que lo sostenían se abrieron y cayó. No estaba herido; sólo atontado e incapaz de mantenerse en pie. Se quedó tendido con brazos y piernas abiertos, mirando a su alrededor.

Bajo su cuerpo, un piso de pulidos y frágiles mosaicos. A la izquierda, a la derecha y por encima de él se elevaba un muro, plateado en la luz de la mañana, alto, recto y limpio, como si estuviera hecho de acero. Por detrás, se levantaba la vasta mole de un edificio, y por delante, a través de una puerta abierta, vio una calle de casas plateadas y sin ventanas, en perfecta alineación todas semejantes; una pura perspectiva geométrica en la claridad sin sombras del amanecer. Era una ciudad, y no una aldea de la época de piedra ni una fortaleza de la edad de bronce; era una gran ciudad, y era grandiosa, sólida y exacta, producto de una tecnología desarrollada. Rocannon se sentó; su sensación de vértigo seguía aún.

Con la claridad creciente logró captar ciertos contornos en la penumbra del patio, ciertos bultos amorfos en principio; una línea de reluciente amarillo. Un sacudimiento quebró su estado: estaba viendo el oscuro rostro bajo la mata de cabello dorado. Los ojos de Mogien estaban abiertos, fijos en el cielo, no parpadeaban. Sus cuatro compañeros yacían rígidos con los ojos abiertos. El rostro de Raho se convulsionaba en una mueca horrible. Incluso Kyo, a quien se habría creído invulnerable en su fragilidad, estaba tendido de espaldas y sus grandes ojos reflejaban la palidez del cielo.

Pero todos respiraban en profundas, silenciosas y espaciadas inspiraciones; Rocannon buscó con su oído en el pecho de Mogien y oyó los latidos, muy débiles y lentos, como si llegaran desde muy lejos.

De pronto silbó el aire a sus espaldas, e instintivamente se echó de bruces, tan inmóvil como los cuerpos parados de sus compañeros. Unas manos, cogiéndolo de hombros y piernas, lo volvieron de espaldas al suelo y se halló ante un rostro de amplias facciones, sombrío y dulce. La cabeza oscura no tenía cabellos y tampoco cejas; los ojos, de un color amarillo oro, asomaban entre anchos párpados carentes de pestañas; pequeña y delicada en sus trazos, la boca estaba cerrada con firmeza. Las suaves y fuertes manos tiraban de sus mandíbulas para abrirle la boca.

Otra figura alta se inclinó sobre él; sofocado, tosió mientras algo se deslizaba por su garganta: agua tibia, sucia y nauseabunda. Las dos altas criaturas lo soltaron y se puso en pie, escupiendo y gritando:

— ¡Estoy bien, dejadme!

Pero ya le habían dado la espalda. Se detuvieron junto a Yahan: uno forzaba las mandíbulas del joven, el otro le vertía en la boca un chorro de agua de una gran redoma plateada.

Eran altos, muy delgados, semihumanoides; fuertes y delicados, se movían con cierta torpeza Y lentitud sobre la tierra, que no era su elemento. Su estrecho tórax se proyectaba entre los músculos, en los hombros, de largas y suaves alas que caían, curvas, a sus espaldas, como capas grises. Las piernas eran delgadas y cortas y las nobles cabezas oscuras se inclinaban hacia adelante, como empujadas por las alas.

El Manual de Rocannon se hallaría bajo las aguas cubiertas de niebla del canal, pero su memoria lo evocó: Formas de vida de alto nivel de inteligencia: Especie no confirmada (?): se dice que grandes humanoides habitan amplias ciudades (?). y ahora era él quien tenía la suerte de confirmarlo, de poner por primera vez los ojos sobre una especie nueva, una nueva cultura avanzada, un nuevo miembro para la Liga. La limpia e impecable belleza de los edificios, la impersonal caridad de las dos grandes figuras angélicas que trajeran al agua, su silencio majestuoso, todo aquello le sobrecogía. En ningún mundo había visto una raza similar a ésta. Se acercó a ambas criaturas, que estaban vertiendo agua en la boca de Kyo, y les preguntó con tímida cortesía:

— ¿Habláis la lengua común, señores alados?

Ni siquiera repararon en él, sino que prosiguieron su ronda, con el paso torpe, hacia Raho, en cuya boca contraída echaron agua; el líquido se derramó por las mejillas del sirviente. Los alados se volvieron hacia Mogien y Rocannon los siguió:

— ¡Escuchadme! — clamó enfrentándolos, pero se detuvo; había comprendido con estupor que los grandes ojos dorados estaban ciegos, que aquellos seres eran ciegos y sordos: no le contestaban ni le miraban y se alejaron erguidos, aéreos, envueltos del cuello hasta los tobillos en sus tersas alas. Y la puerta se cerró con suavidad tras ellos.

Como saliendo de una pesadilla, Rocannon se acercó a cada uno de sus compañeros con la esperanza de que aquel estado de parálisis desapareciese. No advirtió cambios. En cada uno comprobó la persistencia de la respiración lenta y el débil latido; en todos, excepto uno. El pecho de Raho estaba silencioso, su cara, contraída en una mueca penosa, estaba fría. El agua que le dieran los alados mojaba sus mejillas.

La ira se alzó por entre el asombro reverencial de Rocannon. ¿Por qué aquellos hombres angélicos les trataban, a él y a sus amigos, como si fuesen animales salvajes prisioneros? Se apartó de sus compañeros y atravesó el patio hacia la puerta que daba a la calle de la increíble ciudad.

Nada se movía. Todas las puertas permanecían cerradas. Altos, sin ventanas, uno junto a otro, los frentes plateados dejaban ver su silencio en la luz temprana del sol.

Rocannon contó seis travesías antes de llegar hasta el cabo de la calle: una pared, cinco metros de altura que se extendían hacia los lados, sin discontinuidades. No exploró la calle periférica para buscar una salida, pues adivinaba que no la habría. ¿Para qué necesitaban los seres alados una ciudad con puertas? Por la calle radial regresó hacia el edificio del centro, del que había salido, el único edificio distinto y más alto que las elevadas casas de plata, dispuestas en hileras geométricas. Penetró en el patio. Todas las casas estaban cerradas las calles limpias y vacías, el cielo desierto; no había más ruido que el de sus propios pasos.

Golpeó la puerta del extremo más lejano en el patio. Ninguna respuesta. Pero a la primera presión de su mano, la puerta se abrió.

En el interior reinaba una oscuridad tibia, una dulce agitación sibilante, sensaciones de altura y vastedad. Una forma larga se balanceó a su lado, luego se detuvo silenciosa. En el rayo de luz del primer sol de la que la puerta dejaba entrar, Rocannon vio los ojos amarillos de aquella criatura, parpadeando. La luz solar los cegaba. Sin duda volaban y recorrían sus calles de plata sólo en la oscuridad.

Ante aquella mirada insondable, Rocannon adoptó la actitud que los exoetnólogos denominaban «ICA» — iniciador de comunicación abierta —: en una pose teatral, receptiva, preguntó en galáctico:

— ¿Quién es vuestro jefe?

Dicha con énfasis, por lo común la pregunta obtenía alguna respuesta. Sin embargo nada hubo esta vez. El ser alado tenía sus ojos fijos en el intruso; parpadeó por una vez con una impasibilidad que iba más allá del desdén, cerró los ojos y permaneció quieto, aparentemente dormido.

La visión del etnólogo se iba adecuando a la casi oscuridad; descubrió en el ámbito tibio y abovedado grupos y filas de cuerpos longilíneos, todos inmóviles y con los párpados cerrados.

Caminó entre ellos y ninguno hizo un movimiento.

Muchos años atrás, en Davenant, su planeta natal, recordaba haber caminado a través de un museo lleno de estatuas; era entonces un niño que atisbaba los rostros estáticos de los antiguos dioses haineses.

Armándose de su valor, se acercó a uno de ellos ¿o ellas?, bien podían ser hembras y le tocó el brazo. Los ojos dorados se abrieron y el hermoso rostro se volvió hacia él, oscuro y alto en la penumbra.

— ¡Hassa! — reclamó el ser alado, que, con una rápida inclinación, le besó un hombro y retrocedió luego tres pasos; otra vez se envolvió en sus alas y cerró los ojos, inmóvil Rocannon desistió de la idea de comunicarse con ellos en aquel momento y a tientas buscó una salida a través de la pacífica, dulce, oscuridad de la vasta sala. La halló, al cabo de unos instantes, y era una puerta que desde el suelo llegaba hasta el techo elevadísimo; al otro lado se abría un ámbito más claro, donde la luz accedía a través de orificios estrechos que desde el cielo raso filtraban un halo dorado y polvoriento. Las paredes laterales, curvas, se empinaban hasta una cúpula ceñida. Parecía un pasaje circular que rodeaba la médula, el corazón de la ciudad radial misma. La pared interna mostraba una magnífica decoración compuesta por un abigarrado diseño de triángulos y hexágonos, repetido hasta la cúpula. Revivía en Rocannon el entusiasmo etnológico por desentrañar las pautas de una raza. Aquel pueblo era maestro en el arte de la arquitectura. Todas las superficies del enorme edificio eran perfectas, cada unión impecable; la concepción hacia gala de esplendidez y sutil factura. Sólo una cultura muy avanzada podía haber logrado todo eso. Pero el etnólogo jamás se había topado con una raza de elevado nivel cultural tan poco comunicativa. Después de todo, ¿por qué los habían llevado hasta allí a él y a sus compañeros? ¿Quizá en su silenciosa y angelical arrogancia habrían salvado a los vagabundos de algún peligro de la noche? ¿O usarían a otras especies a modo de esclavos? Si así era, resultaba extraño que hubiesen ignorado la aparente inmunidad de Rocannon al agente paralizante que obraba en Mogien y los demás.

Quizá se comunicaran por completo sin palabras, pero se inclinó a pensar, en aquel increíble palacio, que las explicaciones provendrían de la existencia de un tipo de desarrollo intelectual que estaba más allá de cualquier perspectiva humana, simplemente. Avanzó por el pasaje hasta hallar en la pared interior una tercera puerta, de escasísima altura, tanto, que debió inclinarse para franquearla; un ser alado debería arrastrarse al atravesarla.

Otra vez la misma tibia, amarillenta y dulzona atmósfera. Pero allí predominaban la agitación, los roces y susurros, junto con un constante y suave murmullo de voces y leves movimientos de innumerables cuerpos y alas. Arriba, muy arriba, el ojo de la cúpula dominaba la escena, amarillo. Una amplia rampa describía una suave espiral adosada a la pared, hasta la parte superior de la bóveda. Aquí y allá, sobre dicha rampa, se advertía cierta agitación, y, por dos veces, la figura desplegó en lo alto sus alas, volando sin ruido a través del gran cilindro colmado de aire dorado y polvoriento. Cuando se disponía a cruzar la estancia, hacia la rampa, algo se precipitó desde la mitad de la espiral y cayó a tierra con un golpe seco. El etnólogo observó que se trataba de un cuerpo alado; aunque el impacto había deshecho el cráneo no se veía sangre. Era un cuerpo pequeño y, en apariencia, las alas no estaban totalmente desarrolladas.

Prosiguió su camino, tercamente, e inició la ascensión por la rampa.

A unos diez metros del suelo, advirtió un nicho triangular en el muro, en el que estaban acuclilladas varias de las extrañas criaturas, pequeñas y con las alas plegadas. Había nueve, agrupadas en forma regular en tres grupos de tres, equidistantes, en torno de un pálido bulto; a Rocannon le llevó cierto tiempo advertir que era una de las bestias aladas de Hallan, con los ojos abiertos, ausentes; estaba viva y paralizada. Las boquitas de delicado trazo de los nueve pequeños alados se inclinaban hacia el animal una y otra vez, besándolo, besándolo.

Otro golpe resonó en el piso de la sala. Esta vez Rocannon vio con claridad el cuerpo que se deslizaba en un vuelo inmóvil; era el cuerpo seco y mustio de un kilar.

Desanduvo el camino a través del adornado pasaje circular y cruzó tan pronta y suavemente como pudo entre las figuras durmientes de la sala de entrada. Salió al patio. Estaba vacío. La luz blanca del sol caía de lado y brillaba sobre el piso. Sus compañeros ya no estaban. Las crías los habían arrastrado al salón abovedado, para succionarlos hasta la desecación.

VII

A Rocannon se le doblaban las piernas. Se sentó en el piso pulido y rojo, intentando reprimir su terror y sus náuseas y pensar qué podía hacer. Qué hacer. Debía regresar a la bóveda y hallar el modo de sacar de allí a Mogien, Yahan y Kyo. Ante el pensamiento de volver junto a las esbeltas y angélicas figuras cuyas nobles cabezas contenían cerebros degenerados o especializados, pero al nivel de los insectos, se le erizaron los cabellos en la nuca; con todo, debía hacerlo. Sus amigos estaban allí y él debía liberarlos. ¿Estarían las larvas y sus custodios tan dormidos como para no atacarle? Desechó las preguntas inútiles. Antes que nada tendría que inspeccionar todo el contorno de la pared exterior, porque si no hallaba una puerta todo esfuerzo sería en vano. No podría llevarse a sus amigos por encima de un muro de casi cinco metros de altura.

Probablemente existían tres castas, pensó mientras bajaba por la calle silenciosa y perfecta: nodrizas para las casas en la bóveda, constructores y cazadores en las salas más externas, y en aquellas casas quizá viviesen los individuos fértiles, que desovaban e incubaban los huevos. Las dos que habían llevado agua a los prisioneros debían de ser nodrizas, que conservaban vivas a las presas paralizadas hasta el momento en que las larvas las succionaran. Le habían dado agua a Raho, aun cuando estaba muerto. ¿Cómo no había comprendido que eran mentalmente subnormales? Había querido creerlos inteligentes porque los había visto angelicales, humanos. «¿Especie destructiva?», dijo con tono salvaje y como para su perdido Manual. En ese momento algo cruzó la calle, en la esquina siguiente; era una criatura baja, marrón, que en la irreal perspectiva de fachadas idénticas no se podía definir como grande o pequeña. Sin duda no era habitante de la ciudad. Por lo visto los ángeles-insecto tenían parásitos que infectaban su bella colmena. Prosiguió su marcha con paso rápido y decidido en el silencio profundo, llegó hasta el muro exterior y torció hacia la izquierda.

A pocos pasos de él uno de los animales marrones estaba agazapado. Incluso erguido, le llegaría apenas a la altura de las rodillas. Como la mayoría de los animales de bajo nivel de inteligencia del planeta, carecía de alas. Estaba agazapado, lleno de terror, y el etnólogo lo evitó, tratando de no despertar su desconfianza, y continuó la marcha. En todo lo que su vista alcanzaba, no había accesos en la pared curva.

— ¡Señor! — gritó una voz débil, desde algún lugar —. ¡Señor!

— ¡Kyo! — exclamó Rocannon girándose mientras su voz reverberaba entre las paredes. Nada se movía. Muros blancos, sombras negras, líneas rectas, silencio.

El animalito oscuro se acercó brincando.

— ¡Señor! — gritaba con voz débil —. ¡Señor, oh, ven, ven! ¡Oh, ven, Señor!

Rocannon se detuvo, con los ojos desorbitados. La diminuta criatura se había sentado sobre sus poderosas corvas, frente a él; jadeaba y los latidos de su corazón agitaban su pecho peludo, contra el que oprimía sus manecillas negras. Unos ojos negros, llenos de pavor, miraban con fijeza el rostro de Rocannon. El extraño ser repitió, en Lengua Común, trémulo:

— Señor…

Rocannon se hincó; sus ideas bullían ante la visión; por fin logró articular, con suavidad:

— No sé cómo llamarte.

— ¡Oh, ven! — repitió la voz trémula —. ¡Señores…, señores, ven!

— Los otros señores… ¿mis amigos?

— Amigos — repitió la criatura —, amigos, castillo. Señores, castillo, fuego, bestia alada, día, noche, fuego. ¡Oh, ven!

— Voy — contestó Rocannon.

El animalito comenzó a brincar y él lo siguió. Bajaron por la calle radial, torcieron por una de las laterales hacia el norte y dieron con una de las doce puertas de la bóveda. Allí, en el patio de mosaicos rojos, yacían sus compañeros, tal como los dejara poco antes. Más tarde, cuando tuvo tiempo de pensar, comprendió que había salido de la bóveda por otra puerta y así había perdido a sus amigos.

Otras cinco criaturas marrones aguardaban allí, reunidas en un grupo casi ceremonioso junto a Yahan. Rocannon volvió a hincarse, para disimular la diferencia de altura, e hizo una reverencia tan profunda como su posición se lo permitía.

— Salud, pequeños señores — dijo.

— Salud, salud — respondieron los peludos seres.

Uno de ellos, con listas negras en torno al hocico se presentó:

— Kiemhrir.

— ¿Tú eres Kiemhrir? — todos se inclinaron, imitando la reverencia de Rocannon — Yo soy Rokanan Olhor. Hemos venido desde el norte, de Angien, del castillo de Hallan.

— Castillo — dijo Caranegra; su voz aguda temblaba; como reflexionando, se rascó la cabeza —. Días, noche, años, años — dijo —. Los Señores marcharon. Años, años, años… Kiemhrir no marcharon. — Miró al etnólogo con ojos esperanzados.

— ¿Los Kiemhrir… permanecieron aquí? — Preguntó Rocannon.

— ¡Permanecieron! — gritó Caranegra con una voz de sorprendente volumen —. ¡Permanecieron! ¡Permanecieron! — Y los demás repitieron la palabra con evidente placer.

— Día — dijo Caranegra con decisión, señalando el sol —, señores llegan… ¿Van?

— Sí, querríamos irnos. ¿Podéis ayudarnos?

— ¡Ayudar! — dijo el Kiemhrir, aferrando la palabra con aquel tono de deleite y avidez —. Ayudarlos. ¡Quédate, Señor!

Rocannon, pues, se quedó: sentado observó cómo los Kiemhrir se entregaban a su tarea. Caranegra silbó e inmediatamente una docena más de sus semejantes aparecía brincando, con precaución. El etnólogo se preguntaba dónde habrían hallado lugares para ocultarse y vivir dentro de la matemática perfección de la ciudad colmena; pero era evidente que lo habían logrado. Y también tenían sus lugares de aprovisionamiento: uno de ellos traía entre sus manecitas negras una forma redondeada y blanca que parecía un huevo; era una cáscara vacía, ahora haciendo las veces de redoma; Caranegra la cogió con cuidado y la destapó. Dentro había un fluido denso y transparente, con el que mojó las punzadas de los hombros de los durmientes; los otros, con dulzura y temor, levantaron las cabezas de los tres hombres y él vertió unas gotas del líquido en sus bocas. Pero no tocó a Raho. Los Kiemhrir no hablaban entre sí, sino que se comunicaban con silbidos o gestos muy silenciosos y con un enternecedor aire de cortesía.

Caranegra volvió junto a Rocannon y le dijo como para confortarlo:

— Quédate, Señor.

— ¿Esperar? Si, sin duda.

— Señor — dijo el Kiemhrir con un gesto hacia el cuerpo de Raho.

— Muerto — explicó Rocannon.

— Muerto, muerto — repitió la criatura. Se tocó la base del cuello y el etnólogo asintió.

El patio rodeado de muros plateados se colmaba de una luz cálida. Yahan, que yacía junto a Rocannon, exhaló un hondo suspiro.

Los Kiemhrir se sentaron sobre sus corvas, en semicírculo detrás de su jefe, a quien Rocannon preguntó:

— Pequeño señor, ¿puedo saber tu nombre?

— Nombre — susurró el animalito; todos los demás estaban inmóviles —. Liuar — dijo, utilizando la misma antigua palabra que Mogien empleara al referirse a nobles y normales como un todo, es decir, a los que el Manual denominaba Especie II —. Liuár, Fiia, Gdemiar: nombres. Kiemhrir: no nombre.

Rocannon asintió preguntándose cuál seria el significado de la expresión. El vocablo «kieniherl kiemhrir» era en rigor, infería él, un adjetivo, con el significado de flexible o veloz.

A sus espaldas, Kyo, ya recuperado el ritmo respiratorio, se incorporó; el etnólogo se dirigió hacia él. Los animalitos sin nombre observaban con sus negros ojos atentos y caímos. Yahan se puso de pie y por último lo hizo Mogien, a quien debían de haber administrado una dosis mayor del agente paralizante, pues, en un primer momento, fue incapaz hasta de levantar una mano. Uno de los Kiemhrir, con gran timidez, explicó mediante gestos que serían buenos para Mogien masajes en brazos y piernas, cosa que Rocannon puso en práctica en tanto explicaba lo ocurrido y dónde estaban.

— El tapiz — murmuró Mogien.

— ¿Qué dices? — preguntó Rocannon con suavidad, pensando que el joven estaba aún aturdido y por ello desvariaba.

— El tapiz de Hallan… los gigantes alados.

Entonces Rocannon recordó que había estado con Haldre, en el Gran Salón de Hallan, bajo un tapiz que representaba guerreros de cabellos rubios luchando contra figuras aladas.

Kyo, que había observado a los Kiemhrir, tendió su mano. Caranegra brincó hasta él y apoyó su manecita negra y sin pulgar sobre la palma larga y delicada de Kyo.

— Señores de las palabras — dijo el Fian suavemente —. Amantes de palabras, los devoradores de palabras, los sin nombre, los brincadores de larga memoria. ¿Aún recordáis las palabras de las gentes altas, oh, Kiemhrir?

— Aún — repuso Caranegra.

Con ayuda de Rocannon, Mogien se puso en pie; se le veía demacrado, pero firme. Estuvo quieto por un instante, junto a Raho, cuyo rostro aparecía devastado bajo la poderosa y blanca luz solar. Luego el joven Angyar dio las gracias a los Kiemhrir, y, en respuesta a una pregunta del etnólogo, dijo que ya se sentía con fuerzas.

— Si no hay salidas, podremos cavar algún hueco de sostén en los muros y saltar — propuso Rocannon.

— Silba a las monturas, Señor — pidió Yahan.

Parecía muy complejo preguntar a los Kiemhrir si el silbato llegaría a despertar a las criaturas de la bóveda. Pero en vista de que los seres alados parecían ser enteramente nocturnos, optaron por afrontar el posible riesgo. Mogien extrajo un diminuto silbato, atado debajo de su capa con cadenilla, y emitió una señal que Rocannon no alcanzó a oír, pero que hizo retorcerse a los Kiemhrir.

En el término de veinte minutos una gran sombra se proyectó sobre la cúpula, en su torno y se lanzó hacia el norte para regresar al cabo de unos pocos minutos más, pero esta vez con un compañero. Ambos animales se dejaron caer en el patio, entre un despliegue de alas: la montura rayada y la gris de Mogien; la blanca, en cambio, no llegaría jamás. Debía de ser la que Rocannon hallara en la rampa entre la rancia y polvorienta atmósfera dorada de la cúpula, alimento para las larvas de los ángeles.

Los Kiemhrir estaban aterrorizados con la presencia de las bestias aladas. La gentileza, la mesurada cortesía de Caranegra se habían diluido en un pánico apenas controlado cuando Rocannon quiso agradecerle y darle su adiós.

— ¡Oh, vuela, Señor! — decía con una mueca lastimera, manteniéndose a buena distancia de las garras de las monturas; de modo que no demoraron la partida.

A una hora de camino de la ciudad-colmena, todas sus ropas y pieles utilizadas como camas y el resto de su equipo estaba aún esparcido por tierra, junto a las cenizas frías del fuego. Al otro lado de la colina yacían tres seres alados muertos y junto a ellos las dos espadas de Mogien, una, quebrado el acero cerca de la empuñadura. Mogien se había despertado en el momento en que los alados se inclinaban sobre Yahan y Kyo. Uno lo había mordido.

— Ya no pude hablar — relató. Pero se había resistido y dado muerte a tres antes de que la parálisis lo abatiese —. Oí la voz de Raho, llamándome. Por tres veces me llamó y no pude brindarle ayuda.

Y se quedó allí, sentado entre las ruinas cubiertas de hierba, aquellas que habían sobrevivido a nombres y leyendas; la espada rota descansaba sobre sus rodillas y ya no habló más.

Alzaron una pira de ramas y pajas, sobre la que pusieron el cadáver de Raho, traído desde la ciudad, y a su costado su arco de caza y las flechas. Yahan preparó la lumbre y Mogien pegó fuego al túmulo funerario. Montaron en las bestias aladas y se elevaron, Mogien con Kyo a la grupa, Rocannon con Yahan, confundidos en el humo y el calor del fuego que ardía a la luz del mediodía en la cima de una colina de una tierra extraña.

Por largo rato siguieron divisando la débil columna de humo, delgada a sus espaldas, mientras volaban.

Los Kiemhrir les habían explicado con claridad que debían alejarse y que debían ocultarse durante la noche, porque de lo contrario los alados les darían caza en la oscuridad. Hacia el atardecer descendieron junto a un arroyo en un profundo desfiladero boscoso y acamparon cerca de una caída de agua. Había humedad, pero el aire era fragante y musical y aligeraba sus espíritus. Para la cena hallaron un bocado delicioso, un animal con caparazón, acuático, que se movía con lentitud, de exquisito sabor. Pero Rocannon no pudo comer: en las articulaciones y en la cola había trazas de pelo. Eran ovovivíparos, como muchos de los animales de aquella tierra, como los Kiemhrir quizá.

— Cómetelos tú, Yahan. No puedo devorar algo que tal vez llegaría a hablarme — dijo, colérico y hambriento, y fue a sentarse cerca de Kyo.

El Fian sonrió, en tanto que se frotaba la punzada del hombro.

— Si pudieras llegar a oír a todas las cosas…

— Yo, por lo menos, moriría de hambre.

— Bien, las criaturas verdes son mudas — dijo el Fian, acariciando el tronco rugoso de un árbol que se inclinaba sobre el arroyo. En esa zona los árboles, coníferas en su totalidad, estaban a punto de florecer y el bosque se cubría con el suave polen disperso en el viento. Todas las flores se valían del viento para la polinización, tanto las de los prados como las de los árboles: no había insectos ni corolas de pétalos variopintos. La primavera de aquel mundo innominado era verde, toda verdes profundos y verdes pálidos con grandes nubes de polen dorado.

Mogien y Yahan se echaron a dormir cuando llegó la oscuridad, tendidos junto a las cenizas tibias. No dejaron lumbre encendida por temor a que atrajese a los alados. Como Rocannon había supuesto, Kyo era más resistente que los hombres y ya estaba por completo repuesto de los efectos del paralizante; ambos se sentaron en la orilla del arroyo, entre la oscuridad, y hablaron.

— Te he oído saludar a los Kiemhrir como si los conocieras — observó Rocannon.

Y el Fian repuso:

— Lo que uno de nosotros recordaba en mi aldea, Olhor, todos lo recordaban. Así es como tantas historias y murmuraciones y mentiras y verdades nos son conocidas; y nadie sabe cuán grande es la antigüedad de muchas de esas cosas…

— ¿Pero nada sabías de los alados?

En un primer instante pareció que Kyo Ignoraría la pregunta, pero finalmente dijo:

— Los Fiia no tienen memoria para el temor, Olhor. ¿Para qué? Hemos elegido. La noche, las cuevas y las espadas de metal se las hemos dejado a los gredosos cuando nuestro camino se apartó del de ellos y escogimos los verdes valles, la luz del sol, el cuenco de madera. Y por eso somos una media-raza. Y hemos olvidado, ¡hemos olvidado mucho! — Más que en ocasiones anteriores, aquella noche la voz del Fian era firme, urgente, y resonaba clara entre el rumor del arroyo que corría debajo de ellos y entre el ruido de los saltos de agua al fondo del desfiladero —. En cada día de viaje hacia el sur he cabalgado por los relatos que mi gente aprende en la niñez, en los valles de Angien. Y he hallado que todos esos relatos eran verdaderos. Los pequeños devoradores de palabras, los Kiemhrir, poblaban las canciones que nos hemos transmitido de mente en mente; pero no los alados. Los amigos, pero no los enemigos. La luz del sol, no la oscuridad. Y yo soy compañero de Olhor, quien marcha hacia el sur, hacia la leyenda, sin llevar espada. He cabalgado con Olhor, que busca oír la voz de su enemigo, que ha viajado a través de la gran oscuridad, que ha visto el mundo suspendido como una piedra azul en la oscuridad. Sólo soy una media-persona. No puedo ir más allá de las colinas. ¡No iré a los lugares elevados contigo, Olhor!

El etnólogo apoyó su mano con delicadeza sobre el hombro de Kyo. El Fian quedó en silencio. Permanecieron allí, sentados, escuchando el sonido del arroyuelo, la caída de agua en la noche, viendo el brillo gris de las estrellas sobre la corriente, bajo ráfagas arremolinadas de polen, en el helado frío de las montañas del sur.

Al día siguiente, durante el vuelo, vieron por dos veces, hacia el este, las cúpulas y las calles radiales de ciudades-colmena. Esa noche montaron doble guardia; a la noche siguiente ya se hallaban muy arriba, en las colinas; una lluvia fría los azotó durante toda la noche y durante el vuelo del día siguiente. Cuando las nubes de lluvia se abrieron, había montañas dominando las colinas, a ambos lados. Otra noche de inquieta guardia y fría los sorprendió en una elevación, entre las ruinas de una torre antigua. A la mañana siguiente, temprano, atravesaron un desfiladero que los condujo hacia la luz del sol y a un valle amplio que se extendía hacia el sur, en medio de cordones montañosos, alejados en la bruma.

A su derecha ahora, mientras volaban sobre el valle, como si fuese una verde carretera, se erguían los picos elevados en hileras remotas y sombrías. El viento era penetrante y dorado y las monturas se deslizaban en él como hojas a la luz del sol. Sobre la verde concavidad aterciopelado, por debajo de ellos, en la que parecían esmaltados pequeños grupos de arbustos y algunos bosquecillos, flotaba un velo estrecho y gris. La montura de Mogien giró en el instante en que Kyo señaló hacia abajo y, en el viento dorado, descendieron hacia la aldea extendida entre una colina y un arroyo, bañada por el sol, con sus pequeñas chimeneas arrojando humo. Un rebaño pastaba en los alcores cercanos. En el centro del irregular círculo de casas, todas abiertas, con grandes ventanas y patios soleados, se alzaban cinco árboles altos; junto a ellos tocaron tierra los viajeros, y los Fiia les salieron al encuentro, tímidos y sonrientes. Aquellos aldeanos casi no hablaban Lengua Común y, lo que es más, casi no tenían costumbre de hablar en voz alta. Pero, con todo, fue como un regreso al hogar penetrar en sus casas aireadas, comer en cuencos de madera pulida, refugiarse por una noche de la intemperie en aquella gozosa hospitalidad. Un Pueblo extraño, tangencial, gracioso, evasivo: media-raza había llamado Kyo a su propia gente. Pero era evidente que Kyo no era ya uno más entre ellos; aunque con las ropas que le habían dado se movía y gesticulaba como los aldeanos, en todo momento sobresalía por completo de entre ellos. ¿Sería porque como extranjero no podía dialogar en la mente con libertad, o quizá porque, tras su relación con Rocannon, había cambiado, se había convertido en un ser distinto, más solitario, doliente y completo?

Los Fiia les hicieron una descripción de aquella tierra. Más allá de la franja que bordeaba el valle por el oeste se extendía el desierto, dijeron; hacia el sur continuaba el valle que se abría al este de las montañas y las acompañaba hasta que el propio cordón montañoso torcía hacía el este.

— ¿Podremos atravesarlo? — preguntó Mogien.

Los pequeños huéspedes respondieron entre sonrisas:

— Sin duda, sin duda.

— ¿Y sabéis qué hay más allá de los pasos?

— Los pasos están a mucha altura, mucho frío — dijo, cortés, un Fian.

Los viajeros permanecieron en la aldea durante dos noches, para descansar, y partieron con sus alforjas llenas de comida que los Fiia les regalaron. Luego de dos días más de viaje llegaron a otra aldea de aquellas diminutas gentes, donde una vez más fueron recibidos con tanta cordialidad que el suyo podría haber sido no el arribo de unos extranjeros, sino un regreso aguardado con largueza. Tan pronto como las monturas descendieron, un grupo de hombres y mujeres se acercó a recibirles, saludando a Rocannon, primero en desmontar, con un «salud, Olhor» que lo dejó maravillado; y la admiración seguía aun después de repetirse a sí mismo que esa palabra significaba «Vagamundo», cosa que él era evidentemente. Pero, claro, había sido Kyo quien le adjudicara ese nombre.

Luego de otro día de viaje tranquilo, más avanzados en el recorrido del valle, preguntó a Kyo:

— ¿No tenías entre tu gente un nombre propio, Kyo?

— Me llamaban «pastor» o «hermano menor» o «corredor». Yo era muy veloz en la carrera.

— Pero ésos son apodos, descripciones, como Olhor O Kiemhrir. Vosotros los Fiia sois muy afectos a poner nombres. A cada uno lo saludáis con un apodo: señor de las estrellas, portador de espadas, el de los cabellos de sol, señor de las palabras… Creo que los Angyar aprendieron de vosotros ese gran amor por el apodo. Y a pesar de todo, vosotros no tenéis nombres.

— Señor de las Estrellas, viajero de lejanías, cabellos de ceniza, portador de la joya — dijo Kyo sonriente —; ¿qué es un nombre, pues?

— ¿Cabellos de ceniza? ¿Es que he encanecido?… No sé muy bien qué es un nombre. El nombre que me dieron al nacer era Gaverel Rocannon. En el momento en que lo digo, no describo nada; sólo he dado mi nombre. Y cuando veo un nuevo tipo de árbol en esta tierra te pregunto, o se lo pregunto a Yahan o a Mogien, ya que tú pocas veces respondes, cuál es su nombre. Siento algo como una molestia, si no sé el nombre.

— Bien, ése es un árbol; como yo soy un Fian, como tú eres un… ¿qué?

— ¡Pero ésas son clasificaciones, Kyo! En las aldeas que hemos visto, he preguntado cómo se llaman las montañas occidentales, el cordón que se yergue sobre sus vidas desde que han nacido hasta que mueren, y me han respondido «ésas son montañas, Olhor».

— Y lo son — dijo Kyo.

— ¡Pero hay otras montañas: el cordón más bajo, al este, a lo largo de este mismo valle! ¿Cómo distingues un cordón de otro, un ser de otro, sin nombres?

El Fian, palmeando rítmicamente sus rodillas, fijó los ojos en las cimas altas que ardían en la profunda luz del poniente. Tras unos instantes, Rocannon comprendió que no habría respuesta.

Los vientos se tornaron más cálidos y los días se prolongaban, pues avanzaba la estación calurosa; entretanto continuó el vuelo hacia el sur. La doble carga que soportaban las monturas les impedía volar con mucha velocidad y a menudo se detuvieron por un día o dos para cazar y permitir que las bestias aladas cazasen. Pero por fin vieron que las montañas torcían en un círculo convergente con el cordón costero por el este, cerrándoles el paso. El valle se detuvo frente a una vastedad de colinas. Más arriba emergían manchas verdes y parduscas, los valles de la montaña; luego el gris de rocas y taludes y, por último, a medio camino entre tierra y cielo, la luminosa blancura de las altas cimas batidas por la borrasca.

Entre las colinas hallaron una aldea Fian. El viento se cernía frío desde las alturas que dominaban el frágil poblado, esparciendo humo azul entre las luces y sombras del lento atardecer. Como otras veces, fueron recibidos con gozosa animación y agasajados con agua y carne fresca y verduras en cuencos de madera, en la tibieza de una casa, en tanto que chiquillos vivaces limpiaban sus capas de polvo y alimentaban y reconfortaban a las bestias aladas. Después de la cena, cuatro muchachas de la aldea bailaron para ellos, sin música. Y sus movimientos eran leves y rápidos, tanto que parecían seres etéreos en aquel juego cambiante y huidizo de brillos y oscuridades frente a las ascuas de la lumbre. Rocannon dirigió una sonrisa complacida hacia Kyo que, como siempre, estaba sentado junto a él. El Fian devolvió la mirada, con seriedad, y dijo:

— Aquí me quedaré, Olhor.

Rocannon contuvo sus palabras de réplica, continuaba la danza con sus pasos ingrávidos, sus formas móviles ante la luz del fuego. Una música de silencios se entretejía entre ellos y un apartamiento entre sus mentes. La luz tembló sobre las paredes de madera y se hizo más débil.

— Se ha dicho que el Vagamundo podrá escoger sus compañeros. Por un tiempo.

No supo si había hablado él, Kyo o su memoria. Las palabras estaban en su mente y en la de Kyo. Esfumadas sus sombras de las paredes, las bailarinas se separaron y el cabello suelto de una de ellas brilló un instante. La danza que no tenía música había finalizado, las bailarinas que no tenían más nombre que luz y sombra estaban inmóviles. Del mismo modo, entre Kyo y él había finalizado una alianza, en la quietud y el silencio.

VIII

Por debajo de las alas de su cabalgadura, que batían pesadamente, Rocannon vio una masa de rocas desprendidas, un declive caótico de piedras que caían; se inclinó hacia adelante y la punta del ala izquierda de su bestia rozó las rocas en el esfuerzo por ascender hacia el frío. Llevaba ceñidas a sus muslos las correas de ataque, porque las corrientes y ráfagas desequilibraban a la montura; del frío se protegía con su traje. Montado detrás de él, envuelto en todas las capas y pieles de que ambos disponían, Yahan había atado sus tobillos a la montura, porque no confiaba en sus fuerzas para mantenerse bien asido. Mogien, cabalgando delante en su bestia menos cargada, soportaba el frío y la altura mucho mejor que Yahan y batallaba contra los picos con un rudo regocijo.

Quince días habían transcurrido desde que abandonaran la última aldea Fian, donde se despidieron de Kyo, e iniciaron la travesía de las colinas y los cordones montañosos menores en busca de algún paso bajo. Los Fiia no les habían indicado ninguna dirección. Ante las alusiones al cruce de las montañas, habían callado con actitud cohibida.

En los primeros días todo se presentó favorable, pero en cuanto comenzaron a ascender las monturas dieron rápidas muestras de cansancio, pues el aire enrarecido no les aportaba la gran cantidad de oxígeno que quemaban durante el vuelo. Al subir más aún, hallaron el frío y las traicioneras tormentas de las alturas. En los últimos tres días no habían avanzado más que quince kilómetros y la mayor parte de la distancia la cubrieron a ciegas. Los hombres estaban hambrientos, porque habían dejado a las monturas las mayores raciones de carne; aquella mañana Rocannon les había dejado terminar con los últimos trozos que quedaban en la alforja, porque si no lograban completar la travesía de las montañas tendrían que retornar hacia los bosques, donde hallarían caza y reposo y, luego, todo volvería a comenzar. Creían ahora estar en el camino adecuado para el paso, pero desde las cimas, hacia el este, soplaba un viento helado y el cielo se tornaba blanco y amenazante. Mogien volaba delante y Rocannon obligaba a su montura a seguirlo. Porque en aquella cruel etapa final de la travesía de las grandes montañas, Mogien era el jefe y él su seguidor. Había olvidado la razón por la que quisiera cruzar aquellas montañas; sólo recordaba que debía hacerlo, que debía ir hacia el sur. Pero en cuanto a la energía y el valor para hacerlo, dependía de Mogien.

— Creo que éste es tu dominio — había dicho al joven la noche anterior, durante la discusión de su itinerario.

Mogien, con una amplia mirada hacia las cumbres y los abismos, rocas y piedras y cielo, repuso, con su habitual tono de rápida seguridad señorial:

— Este es mi dominio.

Ahora los llamaba y Rocannon se inclinó para confortar a su montura, mientras atisbaba por entre las ráfagas heladas, en busca de un corte en el interminable caos de laderas abruptas. Allí había un ángulo, un saliente en el techo del planeta; desaparecía de pronto el amontonamiento de rocas y por debajo se iba abriendo un espacio blanco: el paso. A ambos lados los picos barridos por el viento se alzaban hasta la capa de densas nubes. Rocannon podía ver el rostro de Mogien, impertérrito, y oír su grito con voz de falsete, el alarido de batalla del guerrero victorioso. Siguió detrás de Mogien sobre el blanco valle que dormía bajo blancas nubes. La nieve comenzó a arremolinarse en torno a ellos, sin caer, danzando en su propio medio natural, su propia cuna, una danza de secos aleteos. Hambrienta y sobrecargada, la montura jadeaba a cada movimiento de sus grandes alas. Mogien había retrocedido para no perderse entre los torbellinos de nieve, pero aún continuaba al frente y ellos le seguían.

Entre los temblorosos copos se advertía un leve brillo y, gradualmente, despuntó una límpida radiación dorada. Como oro pálido, los puros campos de nieve dejaron ver sus declives. De pronto todo se perdió de los ojos de los viajeros y las bestias forcejearon en un enorme abismo. Muy abajo, muy lejos, definidos y pequeños, se tendían valles, lagos, la reluciente lengua de un glaciar, verdes manchas de vegetación. La bestia alada, tras un esfuerzo excepcional, comenzó a caer con las alas alzadas; caía como una piedra y Yahan no contuvo un grito de terror en tanto que Rocannon cerraba los ojos, expectante.

Las alas batieron de nuevo, con un ruido seco; batieron otra vez. La caída se convirtió en un penoso avance y por último se detuvo. El animal, tembloroso, se echó a tierra en un valle cubierto de rocas. Muy cerca, la montura gris de Mogien intentaba tumbarse mientras su jinete, riendo, desmontaba:

— ¡Lo hemos atravesado! ¡Lo hemos conseguido! — Se les acercó con el rostro oscuro y animado resplandeciente de triunfo —. ¡Ahora ambos flancos de la montaña son mis dominios, Rokanan!… Aquí acamparemos esta noche. Mañana las bestias podrán cazar, allá, entre los árboles, y nosotros bajaremos andando. Ven, Yahan.

Yahan estaba encogido en la montura, incapaz de moverse. Mogien lo alzó de la silla y lo ayudó a tenderse al amparo de una piedra saliente, aunque brillara el sol hasta tarde en aquel lugar, no entibiaba mucho más que la Gran Estrella, una partícula de cristal en el firmamento, al sudoeste, y el viento frío aún soplaba. Mientras Rocannon desensillaba las bestias, el noble Angyar se aplicaba a hacer todo lo que podía para que su sirviente entrara en calor. Nada había en aquel lugar que les permitiese alimentar un fuego, pues estaban muy por encima de la línea de vegetación. Rocannon se quitó su protector e hizo que Yahan se lo pusiera, sin oír las débiles y temerosas protestas del normal; luego se envolvió en capas y pieles. Jinetes y bestias se agruparon para mantenerse mutuamente abrigados y compartieron un poco de agua y alguna hogaza de los Fiia. La noche se elevaba de las tierras lejanas y desvanecidas en la oscuridad. Las estrellas brincaron en el cielo bruno y las dos lunas resplandecían al alcance de la mano.

Tarde en la noche Rocannon despertó sobresaltado. Sólo la luz de las estrellas. Silencio. Frío mortal. Yahan estaba cogido de su brazo y susurraba algo, febrilmente; sacudía su brazo y susurraba. Rocannon miró hacia donde el joven le señalaba: encima de ellos, sobre la piedra, había una sombra, una superficie sin estrellas.

Como la sombra que ambos vieran en las praderas, mucho más al norte, ésta era enorme y de contornos indefinidos. Mientras Rocannon la observaba, las estrellas comenzaron a brillar débiles a través de la forma oscura, y luego la sombra se había desvanecido, sólo quedaba aire negro y transparente. A la izquierda del lugar en que se mostrara, relucía Heliki, pequeña en su fase menguante.

— Ha sido la luz de la luna, Yahan — lo tranquilizó —. Duérmete, tienes fiebre.

— No — dijo la voz calmosa de Mogien, a su lado —. No era la luna, Rokanan. Era mi muerte.

Yahan se incorporó, sacudido por la fiebre:

— ¡No, Señor! ¡No la tuya; no puede ser! La he visto antes, en las llanuras, cuando tú no estabas con nosotros… ¡También Olhor la ha visto!

Reunidos sus últimos restos de sentido común y mesura científica, las últimas migajas de las normas de la antigua vida, Rocannon habló con tono autoritario:

— No digáis tonterías.

Mogien no hizo caso de él.

— La he visto en las llanuras, buscándome. Y por dos veces en las colinas, mientras marchaba en mi demanda, a nuestro paso. ¿De quién será sino mía? ¿Tu muerte, Yahan? ¿Eres un Señor, un Ana? ¿Usas acaso la segunda espada?

Desesperado, Yahan trataba de replicar, pero Mogien prosiguió:

— No puede ser la muerte de Rokanan, porque él marcha por su camino. Un hombre puede morir en cualquier parte, pero un señor morirá su propia muerte, su verdadera muerte sólo en sus dominios. Ella le aguarda en el lugar que corresponde, el campo de batalla, un salón o el final de un camino. Y éste es mi lugar. De estas montañas ha venido mi gente y yo he regresado. Mi segunda espada se ha quebrado en la pelea. Pero oye, muerte mía: ¡yo soy Mogien, el heredero de Hallan! ¿Sabes ahora quién soy?

El viento agudo y helado recorría las rocas. Las piedras se erguían sobre ellos y las estrellas centelleaban muy en lo alto. Una de las bestias aladas se agitó con un resuello.

— Calla — dijo Rocannon —. Todo eso son tonterías. Calla y duerme…

Pero él mismo no pudo ya dormir. Y cuando se levantó, al alba, vio a Mogien sentado, apoyada la espalda en el flanco de su montura, silencioso y presto a partir, la mirada fija en las tierras aún cubiertas de noche.

Al llegar la luz dejaron libres a las bestias para que fueran a cazar en los bosques que crecían más abajo y ellos iniciaron el descenso a pie. Todavía estaban muy arriba, lejos de la vegetación, y no correrían peligro si el tiempo se mantenía claro. Pero antes de una hora comprendieron que Yahan no podría seguir adelante; el descenso no era en exceso duro, pero los días de intemperie, poco descanso y malas comidas lo habían extenuado y no podía proseguir la marcha, que a menudo exigía esfuerzos para trepar o dejarse deslizar. Un día más de descanso con la protección del traje de Rocannon tal vez le habría dado las fuerzas necesarias para seguir adelante, pero ello significaba otra noche en la altura, sin fuego, ni reparo, ni alimentos. Mogien enfrentaba los riesgos sin detenerse a sopesarlos y sugirió a Rocannon que se quedaran allí, él y Yahan, en un hueco soleado, mientras buscaba una vía menos ardua para el descenso o, de no hallarla, un lugar abrigado y sin nieve.

Al quedar solos, Yahan pidió agua en medio de su sopor. Las redomas estaban vacías. Rocannon le pidió que le aguardara allí y descendió por una pared rocosa hasta una saliente donde, quince metros más abajo, había un poco de nieve. La pendiente era más ardua de lo que le pareciera y se detuvo jadeante sobre un peñasco, aspirando con avidez el aire leve; el corazón le batía esforzado.

En un primer momento el ruido le pareció el flujo de su propia sangre; luego, cerca de su mano vio un hilo de agua. Una corriente delgada, exhalando vapor en su curso, rodeaba la base de un manchón de nieve dura y sombreada. Buscó la fuente del hilo de agua y divisó una negra abertura bajo un peñón, una cueva. Una cueva era la mejor posibilidad de abrigo que tendrían, dijo su mente racional, pero hablaba desde las lindes de un tropel de sentimientos oscuros, no racionales: pánico. Y allí quedó inmóvil, atrapado por el más violento de los temores que conociera.

A su alrededor la luz inane del sol bañaba las rocas grises. Las cimas de las montañas estaban ocultas por los peñascos cercanos, y la tierras, hacía el sur, embozadas en un manto de nubes. En aquella grisácea cúpula del planeta, nada alentaba, excepto él mismo y una oscura boca entre las peñas.

Transcurrió largo rato antes de que se pusiera en pie y marchara remontando el curso del arroyo envuelto en vapores. Allí, en la naciente, habló a la presencia que lo aguardaba — y bien lo sabía él — dentro del agujero sombrío.

— He venido — dijo.

Algo se agitó en la oscuridad y el morador de la caverna se presentó en la entrada.

Parecía un gredoso, diminuto y pálido; como los Fiia tenía ojos claros y era frágil; se asemejaba a ambos pueblos, a ninguno. El cabello era blanco. Su voz no era voz, porque resonaba en la mente de Rocannon, mientras sus oídos no percibían más que el débil silbido del viento: y no había palabras. Pero aun así le preguntó qué buscaba.

— No lo sé — dijo el hombre, en voz alta, lleno de terror.

Pero su deseo firme respondió en silencio por él:

— Iré hacia el sur en busca de mi enemigo para destruirlo.

El viento elevó sus silbidos; a sus pies el agua tibia gorgoteaba. Rápida, ágilmente, el morador de la caverna se hizo a un lado y Rocannon, inclinándose, penetró en las sombras.

¿Qué entregaras a cambio de lo que te he concedido?

¿Qué debo entregar, Anciano?

Lo que te sea más querido y con mayor esfuerzo entregues.

Nada mío tengo en este mundo. ¿Qué puedo dar?

Una cosa, una vida, una oportunidad; un ojo, una esperanza, un retorno: no es preciso saber el nombre. Pero gritarás su nombre en voz alta cuando haya desaparecido. ¿Lo entregas libremente?

Libremente, Anciano.

Silencio y el soplo del viento. Rocannon inclinó la cabeza y emergió de la oscuridad. Mientras ascendía, una luz roja hirió de lleno sus ojos: un rojo amanecer sobre el mar de nubes, gris y escarlata.

Yahan y Mogien dormían en el hueco, arrebujados en sus capas y sus pieles, inmóviles, cuando Rocannon se inclinó sobre ellos.

— Despertad — les dijo suavemente.

Yahan se incorporó; su cara estaba demacrada, con una expresión infantil, más visible en la patética luz roja del amanecer.

— ¡Olhor! Creímos… te hablas ido… creímos que habrías caído…

Mogien sacudió su cabeza rubia para disipar el sueño y observó a Rocannon durante un largo minuto. Luego le dijo con voz ronca y suave:

— Bienvenido, Señor de las Estrellas, compañero. Hemos esperado por ti aquí mismo. — He descubierto… He hablado con…

Mogien alzó una mano.

— Has regresado, me regocijo con tu llegada. ¿Iremos hacia el sur?

— Sí.

— Bien — dijo Mogien. En ese momento no le resultó extraño a Rocannon que Mogien, quien por tanto tiempo había sido su guía, ahora se dirigiese a él como a un gran señor.

Mogien hizo resonar su silbato, pero a pesar de que aguardaron largos minutos, las cabalgaduras no acudieron al llamado. Comieron el último y duro trozo de pan de los Fiia y se pusieron de pie. El abrigo del traje protector había beneficiado a Yahan, y Rocannon insistió en que el joven lo llevara; aun cuando necesitaba comida y un descanso profundo para recuperar sus fuerzas. Yahan podía ahora moverse y debían hacerlo, pues tras aquel rojo amanecer vendría una borrasca. La marcha no extrañaba peligro, pero sí cansancio. A media mañana vieron llegar a una de las bestias aladas: la gris de Mogien, que volaba desde el bosque lejano, allá abajo. La cargaron con las sillas, arneses y pieles que hasta ese momento habían transportado ellos; el animal voló por debajo, por arriba, siempre cercano, haciendo oír de cuando en cuando un maullido, quizá una llamada a su compañero que aún cazaba o seguía merodeando entre los árboles.

Hacia el mediodía arribaron a un tramo difícil: la cara de una escarpadura que sobresalía como un escudo y sobre la cual tendrían que arrastrarse, ligados con una cuerda.

— Desde el aire podrías descubrir un camino mejor, Mogien — sugirió Rocannon —. Cuánto daría porque la otra bestia hubiese acudido. — Experimentaba un sentimiento de urgencia; ansiaba estar fuera de aquellas laderas grises e imponentes, verse entre los árboles, oculto.

— La bestia estaba muy fatigada cuando la dejamos ir; quizá no haya cazado nada aún. Esta llevaba menos peso al cruzar la montaña. Veré qué extensión tiene la escarpa. Tal vez mi montura pueda llevarnos a los tres si es un trayecto breve.

Al sonido del silbato, la bestia alada, con la ciega obediencia que siempre llenaba de admiración a Rocannon en aquel carnívoro tan enorme y feroz, revoloteó en círculo sobre sus cabezas y aterrizó con gracia elástica sobre las rocas donde su amo la aguardaba. Mogien montó de un salto y dio el grito de partida; en su cabello rubio brillaba el último rayo de sol que se filtraba por entre bancos de nubes espesas.

El viento frío los azotaba sin descanso. Yahan se acuclilló en un ángulo de la roca, con los ojos cerrados. Sentado, Rocannon perdió la vista en la distancia, en el remoto horizonte donde se adivinaba la brillantez menguante del mar. No escudriñaba el inmenso e indefinido paisaje que surgía y se ocultaba entre las nubes veloces, sino que observaba un punto, hacia el sur y apenas al este, un lugar fijo. Cerró los ojos. Escuchó y oyó.

Era un extraño don el que había recibido del morador de la caverna, el guardián del manantial cálido en la montaña sin nombre; un don que no había solicitado. Allá, en la oscuridad junto a la profunda naciente tibia, se le había concedido una habilidad de los sentidos que los hombres de su raza y de la Tierra comprobaron y llegaron a estudiar en otras especies, aunque ellos mismos fueran ciegos y sordos para ella, con excepción de pocos casos y fugaces circunstancias. Al volver a su ámbito normal, pudo medir la totalidad del poder que el morador del manantial poseía y le había otorgado. Había aprendido a escuchar las mentes de una raza, una especie de criaturas; entre todas las voces de todos los mundos, una voz: la de su enemigo.

Con Kyo había habido un inicio de habla mental; pero no quiso conocer las mentes de sus compañeros cuando ellos desconocían la suya. La comprensión debía ser mutua, cuando existían la lealtad y el amor.

Pero podía localizar y en la distancia a aquellos que habían asesinado a sus amigos y quebrantado el pacto de paz. Sentado sobre la estribación granítico de una montaña desconocida, oía los pensamientos de hombres que se movían en edificios situados en colinas lejanas, miles de metros abajo y cientos de kilómetros adelante. No sabía cómo distinguir entre las voces y estaba aturdido por cien distintos lugares y posiciones; escuchaba como un niño, sin discriminación. Todo el que nacía con ojos y oídos debía aprender a ver y a escuchar, a elegir un aspecto o un elemento de entre la complejidad del mundo, a seleccionar significados de entre un tumulto de ruidos. Rocannon, en otros planetas, había tenido noticias de la existencia de ese don que el morador del manantial poseía, el don de abrir el poder telepático; y el Anciano había enseñado a Rocannon cómo dirigir y limitar ese poder, pero no había habido tiempo para practicar, para perfeccionar su utilización. La cabeza del etnólogo giraba con el entrechocarse de pensamientos y sensaciones de miles de extranjeros apiñados en su cráneo. No había palabras. Escuchar con la mente era la expresión que los Angyar marginales al don, empleaban para referirse ese sentido. Lo que Rocannon «oía» no eran frases sino intenciones, deseos, emociones, localizaciones físicas y direccionalidades de los sentidos y el pensamiento de muchísimos hombres mezclados y superpuestos a través de su propio sistema nervioso, terribles ráfagas de miedo y envidia, ramalazos de contento, abismos de sueño, un vértigo torturante y salvaje de semicomprensión, de semipercepción. Y, de pronto, de entre el caos, algo se destacó con nitidez total, como un contacto más definido que el de una mano que se apoyara en su piel desnuda. Alguien se encaminaba hacia él: un hombre que había captado su mente. Junto con esta certeza surgieron impresiones menores de velocidad, de encierro, de curiosidad y de temor.

Rocannon abrió los ojos, fijos delante de él, como si quisiera ver allí mismo el rostro de aquel hombre cuya existencia había percibido.

Se hallaba cerca; Rocannon estaba cierto de que estaba cerca y de que se acercaba más y más. Pero nada se veía; sólo aire y nubes amenazantes. Unos secos y diminutos copos de nieve rondaron con el viento. A su izquierda se hinchaba el enorme bloque de piedra que les cerraba el paso. Yahan se le había acercado y lo observaba con una mirada temerosa. Pero no podía tranquilizar a Yahan, porque esa presencia lo absorbía y el contacto continuo era imprescindible.

— Hay… allí hay una nave aérea — murmuró con esfuerzo, como un sonámbulo —. ¡Allí! En el punto señalado nada había: aire, nubes.

— Allí — susurró Rocannon.

Yahan miró otra vez hacia el lugar indicado y gritó. Mogien, en su gris montura, volaba en el viento muy lejos del risco; detrás de él, entre celajes, había aparecido una gran forma negra que se cernía o avanzaba con lentitud. Mogien cruzó una corriente sin ver, con el rostro vuelto hacia la pared de piedra, buscando a sus compañeros, dos figuras insignificantes sobre un borde diminuto en la extensión de rocas y nubes.

La forma negra se agigantó, mientras avanzaba entre el tableteo de sus hélices martillando el silencio de las alturas. Rocannon no veía con claridad, pero sentía al hombre, intensamente, al hombre que se le revelaba en el incomprensible contacto de las mentes; y también estaba el miedo, hondo y desafiante. Le ordenó a Yahan que se ocultara, pero él mismo no pudo moverse. El helicóptero descendió, vacilante, arremolinando con sus hélices jirones de nubes. Aunque lo viera acercarse, Rocannon veía también desde dentro del aparato, sin saber que veía, percibiendo dos pequeñas figuras sobre la montaña, temerosas, temerosas… Un relámpago de luz, un ardiente golpe, dolor, dolor en su propia carne, intolerable. El contacto mental quedó quebrantado, se disipó. Volvía a ser él mismo, de pie sobre la piedra, oprimiéndose el pecho con la mano derecha, jadeante frente a la visión cada vez más cercana del helicóptero con sus hélices chirriando, su morro armado de rayos láser apuntándole.

Desde la derecha, desde el abismo de aire y nubes, surgió una enorme bestia gris en cuya grupa un hombre lanzó su grito como una carcajada triunfante. Un movimiento de las grandes alas grises puso bestia y jinete frente a la máquina que se precipitaba a toda velocidad, en picado. Hubo un estrépito, como el final de un alarido; luego, el aire quedó vacío.

Los dos hombres en la roca miraban inmóviles. No llegaba ningún sonido desde abajo. Espirales de nubes se desvanecían en el abismo.

— ¡Mogien!

Rocannon gritó el nombre. En voz alta. No hubo respuesta. Había sólo dolor, y miedo, y silencio.

IX

La lluvia golpeaba con fuerza por encima del techo de vigas. El aire de la habitación era oscuro y límpido.

Junto a su lecho se inclinaba una mujer, cuyo rostro le era conocido, un rostro orgulloso, gentil, coronado de oro.

Quiso decirle que Mogien había muerto, pero no pudo articular las palabras. Y luego experimentó una penosa confusión; ahora recordaba que Haldre de Hallan era una anciana de cabellos blancos y que la mujer de cabellos de oro que conociera tiempo atrás estaba muerta; y además, él la había visto una sola vez, en un planeta a ocho años-luz de distancia, muchos años antes, cuando él era un hombre llamado Rocannon.

Intentó hablar. Pero ella no se lo permitió, y le hablaba en Lengua Común, aunque con alguna diferencia fonética:

— Calla, mi Señor. — Estaba sentada a su la. do; con voz suave le dijo lo que él aguardaba —. Este es el Castillo de Breygna. Has llegado aquí con otro hombre, entre la nieve, de las alturas de las montañas. Estabas casi a las puertas de la muerte y aún estás herido. Habrá tiempo…

Había mucho tiempo, y se deslizaba vago y en paz entre el sonido de la lluvia.

Al día siguiente, o tal vez al otro, Yahan se llegó hasta él cojeando, con la cara marcada por las quemaduras de la nieve. Pero había en él otro cambio menos comprensible; era su actitud, sumisa y rendida. Después de un corto diálogo, incómodo, Rocannon preguntó:

— ¿Tienes miedo de mí, Yahan?

— Trataré de no tenerlo, Señor — tartamudeó el joven.

Cuando estuvo en condiciones de bajar hasta el salón del castillo, el mismo respeto, el mismo temor reverencial se reflejaba en todos los restos que se volvían hacia él, rostros animosos y cordiales. Cabellos de oro, piel oscura, gentes de elevada estatura, la vieja cepa de la que los Angyar eran sólo una tribu, partida mucho tiempo atrás hacia el norte, por mar: éstos eran los Liuar, los Señores de la Tierra, que desde entonces vivían en la memoria de todas las razas, tanto al pie de las colinas como en las anchas llanuras del sur.

En su primer momento pensó que los desconcertaba su aspecto distinto, su cabello oscuro y piel blanca; pero Yahan también era de tez clara y oscuros cabellos, y nadie experimentaba temor ante Yahan. A él le brindaban el trato de señor entre los señores, lo que constituía motivo de regocijo y de aturdimiento para el antiguo siervo de Hallan. Pero a Rocannon lo consideraban señor por encima de todos los señores, perteneciente a una casta distinta.

Había una persona que le hablaba como a un hombre. La Señora Ganye, hija política y heredera del anciano señor del castillo, había enviudado pocos meses antes; su rubio hijito pasaba con ella la mayor parte del día. Aunque tímido, el niño no temía a Rocannon, y más bien se sentía atraído por él y le preguntaba sobre las montañas y las tierras del norte y el mar. Rocannon respondía a todas sus preguntas. La madre escuchaba, serena y bella como la luz del sol, en ocasiones volviendo hacia el hombre su rostro sonriente, el mismo que él reconociera al verlo por primera vez.

Por fin le preguntó qué pensaban de él en el Castillo de Breygna y ella respondió con candidez:

— Piensan que eres un dios.

Era el vocablo que recordaba haber oído ya en la aldea de Tolen: pedan.

— No lo soy — dijo, hosco.

Ganye sonrió.

— ¿Por qué lo piensan? — inquirió —. ¿Los dioses de los Liuar tienen cabellos grises y manos tullidas? — El rayo láser del helicóptero lo había alcanzado en la muñeca derecha y había perdido el uso de la mano casi por completo.

— ¿Por qué no? — dijo Ganye con su sonrisa cándida y majestuosa —. Pero la razón es que tú has bajado de la montaña.

Rocannon consideró esa explicación.

— Dime, Señora Ganye, ¿sabes algo acerca de… el guardián del manantial?

Sus facciones cobraron un aire grave.

— Sólo conocemos leyendas sobre esas gentes. Mucho tiempo ha transcurrido, nueve generaciones de Señores de Breygna, desde que Iollt el Largo se dirigió hacia las alturas y descendió cambiado. Sabemos que te has encontrado con ellos, con los Ancianos.

— ¿Cómo lo habéis sabido?

— En el sueño de tu fiebre has hablado del precio, del don otorgado y de su precio. También Iollt lo pagó… ¿Ese precio ha sido tu mano derecha, Señor Olhor? — preguntó Ganye, con repentina timidez, en tanto que levantaba su mirada hacia él.

— No. Habría dado mis dos manos para conservar lo que he perdido.

Se levantó y caminó hasta la ventana de la habitación de la torre. Desde allí podía contemplar el espacioso territorio entre las montañas y el mar distante. Abajo, al pie de las altas colinas sobre las que se asentaba el Castillo de Breygna, describía sus meandros un río, ancho y brillante entre las lomas, desvanecido luego en brumosas lejanías, en las que se adivinaba una aldea, campos, torres, un castillo, reapareciendo una vez más, luminoso entre azules aguaceros y jirones de sol.

— Esta es la más hermosa tierra que he visto en mi vida — dijo. Aún pensaba en Mogien, quien no vería ya aquel paisaje.

— Para mí no es tan hermosa hoy como lo fuera en otro tiempo.

— ¿Por qué, Señora Ganye?

— ¡Por los Extranjeros!

— Háblame de ellos, Señora.

— Llegaron cuando ya moría el último invierno, muchos, cabalgando por el viento en grandes naves, blandiendo armas que queman. Nadie puede decir de qué tierra vienen; no hay leyendas sobre ellos. Ahora toda la tierra entre el río Viam y el mar les pertenece. Han echado de sus campos y asesinado a las gentes de ocho dominios. En estas colinas nosotros somos prisioneros; no nos atrevemos ni siquiera a llegar a nuestros antiguos pastos con el ganado. En un comienzo hemos luchado contra los Extranjeros. Ganhing, mi marido, ha muerto bajo sus armas que queman. — Por un segundo su mirada se desvió hasta la mano quemada e inútil del etnólogo; por un segundo calló —. En… en el tiempo del primer deshielo fue muerto y aún no ha tenido su venganza. Nosotros hemos inclinado la cabeza y hemos evitado esos campos. ¡Nosotros, los Señores de la Tierra! Y no hay un hombre que haga pagar a esos Extranjeros por la muerte de Ganhing.

Magnífica ira, pensó Rocannon, que volvía a oír las trompetas perdidas de Hallan en aquella voz.

— Pagarán, Señora Ganye; pagarán un alto precio. Aun cuando sabías que no soy un dios, ¿me has considerado un hombre por entero común?

— No, Señor — respondió —. No por entero.


Transcurrieron los días, los largos días del prolongado verano. Las laderas de los picos que dominaban el Castillo de Breygna azulearon; las cosechas, en los campos, llegaron a su sazón, fueron recogidas, hubo otra siembra y volvía a madurar el grano cuando una tarde Rocannon se sentó junto a Yahan, en el patio de la cuadra, donde dos bestias aladas jóvenes recibían entrenamiento.

— Partiré hacia el sur, Yahan. Tú permanecerás aquí.

— ¡No, Olhor! ¡Déjame ir…!

Yahan se interrumpió; quizá recordaba aquella playa neblinosa, donde en su anhelo de aventura había desobedecido a Mogien. Rocannon sonrió:

— Solo lo haré mejor. No llevará mucho tiempo, ocurra lo que ocurra.

— Pero yo soy tu fiel sirviente, Olhor, te he jurado fidelidad. Déjame ir, te lo suplico.

— Los juramentos se quiebran cuando se han perdido los nombres. Has prometido fidelidad a Rokanan, al otro lado de las montañas. En esta tierra no hay siervos y no hay ningún hombre llamado Rokanan. Como amigo te pido, Yahan, que nada más digas, ni a mí ni a ninguna otra persona; sólo ensíllame la bestia de Hallan mañana, al alba.

Lealmente, antes de que despuntara el día, Yahan le aguardaba en la cuadra, sosteniendo las bridas de la única montura de Hallan que había sobrevivido: la gris rayada de negro. El animal había llegado a Breygna unos días después que ellos, semihelado y hambriento. Ahora estaba rozagante, lleno de fuerzas, ronroneando y batiendo su cola listada.

— ¿Llevas tu segunda piel, Olhor? — preguntó Yahan en un murmullo, mientras ligaba los correajes de batalla de la montura —, dicen que los Extranjeros lanzan fuego a quienquiera que cabalgue cerca de sus tierras.

— Sí, la llevo.

— ¿Y ninguna espada?

— No, ninguna espada. Oye, Yahan, si no regreso, busca en la alforja que he dejado en mi cuarto. Hay alguna tela, con… con marcas y pinturas de la tierra. Si alguien de mi gente llegara aquí, se la darás, ¿verdad? También el collar está allí. — Su rostro se ensombreció distante la mirada —. Dáselo a la Señora Ganye. Si no regreso para hacerlo yo mismo. Adiós, Yahan; deséame buena suerte.

— Que tu enemigo muera sin hijos — dijo Yahan, ferozmente, llenos los ojos de lágrimas, Y entregó las riendas. La bestia saltó hacia el cielo tibio y descolorido del alba veraniega, giró con un poderoso batir de sus alas y, penetrando en el viento del norte, se perdió sobre las colinas. Yahan la miró, inmóvil… Desde una alta ventana de la Torre de Breygna, otro rostro, suave y oscuro, también la miró desvanecerse, y seguía allí largo tiempo después, cuando ya el sol se había alzado.

Era un viaje extraño. Rocannon marchaba hacia un lugar que nunca había visto, pero que conocía por dentro y por fuera a través de las distintas impresiones de cientos de mentes distintas. Aun cuando la telepatía no implicaba visión, transmitía sensaciones táctiles, percepción de espacio y de relaciones espaciales, de tiempo, de movimiento y posición. Durante horas y horas había analizado esas sensaciones, en cien días de práctica, mientras permanecía inmóvil en su habitación del Castillo de Breygna. Así había adquirido, aunque no visual ni verbalizado, un conocimiento exacto de cada edificio y de toda la superficie de la base enemiga. Y de la percepción directa y de las extrapolaciones que ésta le permitía efectuar, había deducido qué era la base, por qué estaba allí, cómo entrar en ella y dónde hallar lo que necesitaba.

Pero fue muy difícil, tras la prolongada e intensa práctica, no utilizar su telepatía al acercarse a sus enemigos: cortarla, amordazaría, confiarse sólo a sus ojos, oídos e intelecto. El incidente en la ladera de la montaña le había hecho comprender que, a poca distancia, individuos sensitivos podían llegar a captar su presencia, siquiera en forma vaga, como una premonición indefinible. El había arrastrado al piloto del helicóptero hacia la montaña, aunque probablemente éste jamás había llegado a saber qué lo obligaba a volar en aquella dirección o por qué se sentía forzado a abrir fuego contra los hombres que allí veía. Ahora, al entrar solo en la enorme base, Rocannon no quería atraer la atención de nadie sobre su presencia. No, porque venía como un ladrón en la noche.

A la puesta del sol había atado su montura en un claro, junto a una colina, y luego de varias horas de caminar se acercaba a un grupo de edificios al otro lado de una amplia pista de lanzamiento, el campo de aterrizaje de los cohetes espaciales. Sólo había uno y poco lo utilizaban ahora que todos los hombres y el material requerido estaban allí. No se sostenía una guerra con cohetes de velocidad lumínica cuando el planeta civilizado más cercano estaba a una distancia de ocho años-luz.

La base era enorme, terroríficamente enorme cuando se veía con los ojos, pero el mayor espacio de terreno y edificios estaba destinado al alojamiento de los hombres. Los rebeldes tenían el grueso de su ejército allí. Mientras la Liga perdía el tiempo escudriñando y sometiendo su planeta de origen, ellos apostaban a la muy probable eventualidad de no ser hallados en éste, un mundo sin nombre entre todos los mundos de la galaxia. Rocannon sabía que algunas de las gigantescas barracas estaban vacías otra vez; un contingente de soldados y técnicos habían partido días atrás para tomar posesión — y él lo había adivinado — de un planeta que estaba conquistado o al que habían persuadido para que se les uniese como aliado. Los soldados no arribarían a aquel mundo sino en diez años. Los faradianos se sentían muy seguros de sí mismos; todo debía estar funcionando a la perfección en su guerra. Todo lo que habían necesitado para echar a pique la seguridad de la Liga de todos los Mundos era una base bien oculta y sus seis potentes armas.

Rocannon eligió una noche en la que, de las cuatro lunas, sólo el pequeño asteroide capturado, Heliki, estuviese en el cielo antes de la medianoche. El diminuto satélite brillaba sobre las colinas mientras él se acercaba a una hilera de hangares, como un punto negro en el mar gris de cemento, pero nadie lo vio y no telecaptó a nadie en las cercanías. No había vallas y muy escasos guardias. La vigilancia era cumplida por máquinas que, en extensiones de años-luz, rastreaban el espacio en torno al sistema Fomalhaut. Después de todo, ¿qué podían temer de los aborígenes de la Edad de Bronce de aquel pequeño planeta sin nombre?

Heliki brillaba en su apogeo cuando Rocannon abandonó la sombra de los hangares. Y estaba en la mitad de su ciclo menguante cuando el etnólogo llegó a su meta: las seis naves hiperlumínicas. Como seis inmensos huevos de ébano descansaban una junto a otra bajo una alta cubierta, una red de camuflaje. A los lados de las naves, como juguetes, se erguían algunos árboles del linde del bosque de Viam.

Ahora tenía que utilizar su telepatía, estuviese o no a seguro. Inmóvil, con extremas precauciones, se detuvo en la sombra de un grupo de árboles, tratando de mantener ojos y oídos alerta; desde allí investigó las naves ovoidales, por fuera y por dentro. En cada una — lo había sabido en Breygna — un piloto estaba presto día y noche para partir, quizá hacia Faraday, en caso de emergencia.

Para los seis pilotos, emergencia significaba una sola cosa: el Centro de Control, a unos siete kilómetros del lugar, en el límite este de la base, había sido saboteado o bombardeado. En tal caso, cada uno de ellos debía poner a salvo su nave, utilizando sus propios controles, ya que aquellas HL tenían controles, como cualquier otro vehículo espacial, independientes de computadoras y fuentes de energía externas y vulnerables. Pero volar en esas naves era un suicidio; ningún ser viviente sobrevivía a un «viaje» a velocidad hiperlumínica. De modo que aquellos pilotos, además de matemáticos de alta especialización, eran fanáticos de la inmolación. Constituían un grupo selecto. Pero aun así, los dominaba el hastío de estar sentados y esperar su improbable halo de gloria. Esa noche Rocannon sintió, en una de las naves, la presencia de dos hombres. Ambos estaban absortos. Entre ellos había una superficie marcada de cuadros. Rocannon había percibido esa misma sensación durante muchas noches anteriores, y su mente racional había inferido tablero de ajedrez; ahora registró la nave contigua. Estaba vacía.

Avanzó rápidamente por el campo gris, entre los árboles talados, hacia la quinta nave de la línea; trepó por su rampa y franqueó el acceso abierto. Por dentro no se parecía a ningún otro vehículo espacial. Era un conjunto abigarrado de hangares para cohetes, rampas de lanzamiento, computadores, reactores, un laberinto apretado y mortal de conductos para misiles. En razón de que la nave no avanzaba en el espaciotiempo común, no tenía proa ni popa, ni lógica ninguna. Tampoco pudo interpretar el lenguaje de los signos. Y no había ninguna mente viva, cercana, para utilizarla como guía. Empleó veinte minutos en la búsqueda del centro de control; lo hizo en forma metódica, reprimiendo su pánico, obligándose a no emplear su telepatía, para que el piloto ausente no se sintiera inquieto.

Sólo por un instante, una vez que hubo hallado el centro de control y el transmisor instantáneo y se sentó frente a él, permitió que su telepatía se deslizara hacia la nave que descansaba al este. Allí captó la vívida sensación de una mano vacilante sobre un alfil blanco. Abandonó inmediatamente esa escena. Tras anotar las coordenadas en que estaba centrado el emisor del aparato, las cambió a las coordenadas de la Base de Estudios Exoetnológicos para el Área Galáctica 8, de la Liga, en Kerguelen, en el planeta Nueva Georgia del Sur: las únicas coordenadas que sabía de memoria. Activó el canal de transmisión y empezó a teclear.

Tan pronto como sus dedos (sólo la mano izquierda, torpemente) tocaban cada tecla, la letra aparecía, en forma simultánea, en una pequeña pantalla negra en un cuarto de una ciudad de un planeta situado a ocho años-luz de distancia:


URGENTE AL PRESIDIUM DE LA LIGA. La base de guerra de naves HL de los rebeldes faradianos está en Fomalhaut II, Continente Sudoeste, 28° 28' norte, 121° 40' oeste, a unos 3 Km. de un río importante. Base oscurecida, pero visibles sus cuatro edificios cuadrangulares, veinticinco grupos de barracas y hangar sobre pista de aterrizaje, Sentido E-O. Las seis HL no están en la base, sino en un claro al SO de la pista, en el límite de un bosque; camufladas con red absorción luz. No atacar indiscriminadamente; aborígenes inocentes. Aquí, Gaverel Rocannon, del Estudio Etnográfico de Fomalhaut, único sobreviviente de la expedición, transmitiendo desde una HL enemiga, en tierra. Quedan cinco horas de oscuridad.


Pensó en añadir: «dadme un par de horas para alejarme», pero no lo hizo. Si lo apresaran al salir, los faradianos podrían tomar precauciones y trasladar las HL. Desconectó el emisor y cambió las coordenadas a su anterior posición. Mientras avanzaba por las pasarelas de los corredores sombríos, estableció contacto telepático con la nave contigua. Los jugadores de ajedrez estaban de pie, se movían. Echó a correr, solo en los penumbrosos cuartos y pasillos desconocidos. Creyó haber errado el camino, pero desembocó en el acceso; se precipitó por la rampa, al aire libre, en loca carrera a lo largo de la interminable longitud de la nave, luego a través de la siguiente nave y, por fin, la oscuridad del bosque.

Ya bajo los árboles, no pudo correr, porque le faltaba el aliento y las negras ramas no permitían el paso de la luz de la luna. Tan velozmente como le era posible, desanduvo su camino en torno a la base, hasta la pista de aterrizaje, luego hacia el sendero que lo había traído, a campo traviesa, ahora con el auxilio del plenilunio de Heliki, y, luego de una hora, con la luz naciente de Feni. Le pareció que no lograba avanzar a través de la campiña oscura y el tiempo corría, vertiginoso. Si bombardeaban la base mientras él estuviese en las cercanías, la onda expansiva o el fuego lo alcanzarían y, entre las sombras, trataba de dominar el temor irreprimible hacia esa luz que podría estallar a sus espaldas y destruirlo. Pero ¿por qué no venían, por qué se demoraban?

No despuntaba aún el día cuando llegó a la colina en que había dejado su montura. La bestia, inquieta por la larga noche de inmovilidad en un lugar de buena caza, lo recibió con un gruñido. Rocannon se apoyó en su lomo tibio, le acarició las orejas, pensando en Kyo.

Tras recuperar el aliento montó y ordenó al animal que caminara. Pero la bestia, echada como una esfinge, se negaba a ponerse en pie. Por último se incorporó, con monótonos maullidos de protesta, y marchó hacia el norte a pasos de exasperante lentitud. Colinas y campos, aldeas abandonadas, árboles quemados se hacían visibles a su alrededor, pero hasta que la luz del sol no se esparció por las colinas del este la bestia alada no se decidió a volar. Por fin se elevó, halló una corriente de aire favorable y sus alas se desplegaron en la clara y brillante luz del amanecer. Una y otra vez Rocannon volvía la mirada. Detrás de él, nada que no fuera la tierra apacible, la niebla en la ribera oeste del río. Su sentido telepático le dio cuenta de los pensamientos y sensaciones, de los sueños y el despertar de sus enemigos; todo se desarrollaba con normalidad.

Había hecho todo lo que estuvo a su alcance. Fue una tontería pensar que podría hacer algo. ¿Qué era un hombre solo contra un pueblo, empeñado en una guerra? Rendido, rumiando su cruda derrota, cabalgaba hacia Breygna, único lugar al que podía ir. Ya no se preguntó por qué la Liga demoraba su ataque. No vendrían. Habrían pensado que su mensaje era un engaño, una trampa. O, quizá, no había utilizado las coordenadas correctas; un solo signo errado y su mensaje se habría perdido en el vacío donde no existía tiempo ni espacio. Y para eso había muerto Raho, había muerto Iot, había muerto Mogien: para que se enviara un mensaje a ninguna parte. Y él estaba exiliado allí por el resto de su vida, inútil, un extranjero en un mundo ajeno.

No era importante, después de todo. El no era más que un hombre. El destino de un hombre no tiene importancia.

«Si es así, ¿qué es lo importante?»

No podía tolerar el recuerdo de aquellas palabras imborrables. Miró hacia atrás, otra vez, para apartar de su mente la imagen del rostro de Mogien… Con un grito se cubrió con su brazo lisiado para evitar la luz intolerable; el elevado árbol blanco de fuego creció, sin sonido, en la campiña que quedaba a su espalda.

Entre el estrépito y las ráfagas, la cabalgadura rugió desbocada y bajó a tierra, ciega de terror. Rocannon desciñó sus correas y se echó al suelo, la cabeza oculta entre los brazos. Pero no logró aislarse: no de la luz, sino de la oscuridad, de la oscuridad que encegueció su mente, del conocimiento en su propia carne de la muerte instantánea de mil hombres. Muerte, muerte, muerte una y otra vez en una fracción de segundo, en su propio cuerpo, en su cerebro. Y luego, silencio.

Levantó la cabeza; escuchó y sólo se oía silencio.

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