Jean Rabe El Dragón Azul

Prólogo El rojo de la codicia

Malystryx, la hembra Roja, estaba en la cima de la montaña más alta, en medio de un árido desierto. Desde esta posición privilegiada sobre las antiguas Planicies de Goodlund podía supervisar una amplia extensión de su territorio. Las volutas de humo que salían de los cavernosos ollares nublaban sus enormes y oscuros ojos. Un par de cuernos idénticos, acabados en punta, se proyectaban en una suave curva a ambos lados de su cráneo. Sus escamas, grandes como el escudo de un caballero, resplandecían como brasas ardientes a la luz del ocaso.

Los contados individuos que aceptaban acudir allí, a su guarida favorita —como los Caballeros de Takhisis que a la sazón se encontraban ante ella— lo hacían para alardear de su valor. Los ríos de lava de los volcanes circundantes discurrían peligrosamente cerca de los escarpados senderos que conducían a la madriguera. Criaturas sobrenaturales deambulaban por las sombrías cuestas, y, una vez que los visitantes llegaban a la cima, debían resistir al intenso calor o perecer.

Los noventa hombres que estaban allí, bajo las órdenes de la gobernadora general, habían sido escogidos por su valor, astucia y lealtad. Malys tenía una pobre opinión de los humanos, pero consideraba que estos especímenes eran sin duda superiores a aquellos que había matado en las incontables aldeas que había saqueado tras apoderarse de esa región de Ansalon.

—Me pertenecéis —dijo Malys a los caballeros.

Sus palabras resonaron como un viento ominoso. Las llamas escapaban de sus descomunales fauces y crepitaban con furia.

—Pide lo que quieras —respondió el oficial al mando mientras daba un paso al frente e inclinaba la cabeza.

Era un hombre joven que había destacado por su valor en numerosas batallas, bajo la atenta mirada de la gobernadora general. Se comportaba con seguridad y aplomo en presencia de la gran hembra de dragón, aunque ésta le inspiraba un temor reverencial.

Lucía la armadura negra de los caballeros, con el lirio de la muerte estampado en el peto. De uno de los pétalos salía un rizo rojo: una llama ascendente que significaba que su compañía había jurado lealtad a Malys. El joven caballero estaba en posición de firmes, con los hombros dolorosamente erguidos y los brazos a los lados, rectos como flechas. Sus ojos se encontraron con las humeantes órbitas de los del dragón, cuya mirada sostuvo sin pestañear. Malys abrió la boca apenas lo suficiente para envolverlo en su tórrido aliento. El caballero no se inmutó, aunque su cara se perló de sudor.

—Tú eres... —comenzó Malys.

—Subcomandante Rurak Gistere —respondió el caballero.

—Rurak —repitió el dragón—. Gistere. —Pronunciadas por esa voz sonora y sobrenatural, las palabras parecían aterradoras. La hembra Roja inclinó ligeramente la cabeza y lo miró de arriba abajo. Ya lo había estudiado con interés mientras encabezaba la procesión de caballeros sobre la planicie, pero ahora quería turbarlo, comprobar si se acobardaría bajo su intenso escrutinio.

Cuando sus ojos se encontraron con los del caballero, Malys emitió un suave gruñido. Pero el hombre no se amilanó, y ella notó con satisfacción que no le temblaban los labios ni las manos. Sin duda era un caballero bien entrenado e intrépido. O quizá peligrosamente imprudente. En cualquiera de los dos casos, Malys llegó a la conclusión de que serviría a sus propósitos.

—Rurak Gistere —volvió a decir, esta vez demorándose en cada sílaba y permitiendo que los volcanes repitieran con su eco el grave timbre de su voz.

—¿Sí, gran Malystryx?

—Quítate la armadura.

Los demás caballeros la miraron con ojos desorbitados, pero Rurak Gistere permaneció impasible. La hembra Roja se regocijó ante las numerosas preguntas mudas que veía reflejadas en la cara de los demás humanos. ¿Devoraría a Rurak? ¿Lo torturaría? ¿Quién sería el siguiente? Sin embargo, le alegró comprobar que, a pesar de su evidente temor, los caballeros permanecían en su sitio mirándola con atención.

Rurak mantuvo su heroica compostura. Se quitó los guanteletes y los dejó en el suelo. Continuó con el yelmo y la holgada capa negra, que dobló cuidadosamente y colocó sobre los guanteletes. Acto seguido se desprendió de los espaldarones, las brafoneras y los codales. Por fin le llegó el turno al peto. Debajo llevaba una túnica manchada de sudor, que también se quitó para dejar al descubierto un torso brillante y musculoso.

—Ya es suficiente —dijo Malys.

Rurark volvió a ponerse en posición de firmes y a mirar al dragón a los ojos.

Malys levantó una pata y movió la garra como si llamara a un perro.

—Acércate más, Rurak Gistere —silbó.

El caballero sorteó las piezas de la armadura y se acercó al hocico de la hembra Roja.

—No. Mucho más cerca.

Ahora el caballero estaba a menos de treinta centímetros de la pata del dragón y por primera vez dio señales de debilidad. Su labio inferior tembló de forma casi imperceptible, pero Malys decidió perdonarle esa pequeña falta. Tenía que reconocer que era el sujeto más idóneo para sus planes.

La hembra Roja se sentó sobre sus patas traseras. Su sombra cayó sobre Rurak, refrescándolo ligeramente, y el caballero pensó que era una penosa forma de aliviar el calor. Malys sacudió la cola frente a su hocico y pareció estudiarla durante unos instantes. Luego arrancó una de las escamas más pequeñas de la punta y la escrutó seriamente con sus ojos humeantes.

—Arrodíllate —silbó Malys.

El joven caballero se apresuró a complacerla. Entonces la Roja murmuró palabras tan exóticas y misteriosas que ninguno de los presentes pudo descifrarlas. Tenían una melodiosa resonancia, y, mientras su voz se oía monótona y luego se aceleraba, el calor apretó aun más sobre la planicie. Las llamas brotaban de las fosas nasales de la bestia, rizando los bordes de la pequeña escama.

Rurak se sentía mareado y febril; no recordaba haber pasado tanto calor en toda su vida. Le latía la cabeza, y apretó los dientes para no gritar mientras las oleadas de calor ascendían y descendían por sus extremidades. Tenía la impresión de que su sangre hervía y su piel comenzaba a derretirse. Miró fijamente a las llamas que besaban los bordes de la escama y flameaban alrededor de los ollares de la hembra Roja. Vio unas figuras volando alrededor de Malys; criaturas aladas de color rojo y anaranjado, que parecían versiones en miniatura del dragón. Era una visión a un tiempo fascinante y aterradora, y continuó contemplando a los diminutos dragones que avanzaban a su encuentro. La hembra Roja acercó la escama al caballero y luego, súbitamente, la apretó contra el pecho de éste. La piel de Rurak crepitó y estalló, y, a pesar de su entrenamiento y resolución, el joven dejó escapar un grito de dolor. Los minúsculos dragones de fuego revolotearon sobre la escama mientras ésta le quemaba la carne y se fundía con su cuerpo, uniéndose a los músculos de su pecho. Ahora la escama recordaba un pequeñísimo escudo. El calor de las llamas tiñó de blanco los contornos.

Rurak se dobló hacia adelante y manoteó el suelo. El dolor era desgarrador y lo consumía. Tenía la garganta seca y, aunque respiraba con avidez, era incapaz de inspirar aire suficiente para llenar sus pulmones abrasados. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se retorció ante Malystryx y rezó a Takhisis, la diosa ausente, para que lo llevara consigo. Pero la muerte no llegó. Poco a poco, los latidos de sus sienes se acállaron, su respiración se serenó y fue capaz de incorporarse sobre las rodillas. El calor seguía siendo bochornoso, pero ya no se sentía como si ardiera en una hoguera. Hizo un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie y pocos segundos después volvió a adoptar la posición de firmes.

Te he honrado, Rurak Gistere, como sólo he hecho con unos pocos hombres de este mundo. Rurak la miró con expresión atónita. Los labios del dragón no se movían, pero su voz resonaba en el interior de la cabeza del caballero. Una parte de mí estará siempre contigo para hacerte superior a los humanos. A partir de ahora, rara vez necesitarás dormir. Descubrirás que eres más fuerte, más lúcido; tus sentidos estarán más aguzados y tu mente más clara. Estamos unidos, Rurak Gistere, y gracias a nuestro vínculo podré ver lo que tú veas, oír lo que tú oigas. Eres auténticamente mío.

—Tuyo para lo que ordenes —dijo Rurak en voz alta.

—Guiarás a estos caballeros más allá de mis tierras, hasta el lugar que los hombres llaman Solamnia. —Esta vez las palabras eran audibles para que las escucharan los caballeros formados detrás de Rurak—. Sabré qué ocurre allí, y obtendré ese conocimiento a través de ti. Tú y tus hombres viajaréis de aldea en aldea y os mezclaréis con los humanos que tienen poder. Descubriréis hacia dónde marchan los refugiados de Ansalon y quién está incitando a la población a rebelarse contra los señores supremos y los Caballeros de Takhisis. También escogeréis a aquellos con las cualidades necesarias para convertirse en mis aliados.

—Como ordenes —respondió Rurak.

—Buscad personas sanas e inteligentes, con maldad en el alma. Quizá yo pueda darles buen uso. Sólo humanos. Yo te indicaré adonde llevarlos.

—Entiendo, Malystryx. —Rurak hizo acopio de valor y echó un rápido vistazo a la escama. Estaba brillante y roja como la sangre, pero ya no resplandecía. Palpó los contornos e introdujo una uña en la pequeña brecha que quedaba entre la escama y la piel—. ¿Siempre tendré que llevar esto? —se atrevió a preguntar.

—Nunca podrás arrancártela... a menos que desees morir.

Rurak Gistere asintió con un gesto y comenzó a ponerse la armadura. Miró por última vez los enormes ojos del dragón y vio su propia imagen reflejada en ellos. Luego dio media vuelta y condujo a sus hombres cuesta abajo.

Malys asomó la cabeza por encima del abismo y contempló a los Caballeros de Takhisis descendiendo por la tortuosa senda. No alcanzaba a ver a Rurak, pero sabía que estaba al frente. Sabía todo lo que hacía porque ahora era capaz de ver a través de sus ojos. Vio que nadie caminaba delante de él. Vio las rocas que esquivaba, los ríos de lava que saltaba con agilidad.

Malys ronroneó, satisfecha, cerró los ojos e imaginó algo frío.


No había nada más que resplandeciente tierra blanca en todas las direcciones, desde las llanuras de la costa, otrora cubiertas de arbustos y hierba, hasta la cuesta este de la imponente cordillera que atravesaba el territorio de Ergoth del Sur. Los vientos helados azotaban la región, levantando espesos bancos de niebla y pequeños remolinos de nieve que cambiaban de forma constantemente. A diferencia de las tierras del lejano oeste, Ergoth del Sur se había convertido en un auténtico iceberg.

El feroz amo del lugar —el señor supremo Gellidus, a quien los hombres llamaban Escarcha— estaba sentado a la orilla de un pequeño lago congelado. Con la sola excepción de sus ojos, dos remansos de color verde azulado, el dragón era tan blanco como su territorio. De vez en cuando sus escamas brillaban aquí y allí con vetas azules y plateadas, un reflejo del cielo que a ratos se dejaba ver entre el grueso manto de nubes.

El majestuoso dragón ni siquiera pestañeaba; estaba totalmente inmóvil, con las alas apretadas a los lados y la cola enrollada sobre los cuartos traseros. Su cresta, una escamosa orla que partía de sus enormes y escarchadas fauces, brillaba tanto como los cinco cuernos curvos que se proyectaban sobre la cabeza, semejantes a carámbanos invertidos.

Gellidus contempló el lago y llenó sus pulmones con el bendito aire gélido. Luego lo dejó escapar con un bufido, barriendo la nieve que cubría el agua congelada.

El hielo recién descubierto brillaba, centelleaba, y por un instante pareció fluir, como si estuviera derritiéndose. Luego se volvió más brillante y adquirió una pálida tonalidad rosada, igual que cuando reflejaba el sol del amanecer los días en que las nubes no eran tan espesas. Pero era mediodía y el hielo tenía varios centímetros de espesor; no había peligro de que se derritiera. El color rosado se transformó en un radiante resplandor anaranjado, después en un rojo cálido semejante al de unas brasas mortecinas. Por fin cobró un intenso color sangre y reflejó la cara de Malystryx.

Gellidus contempló con fascinación e interés la imagen mágica del gigantesco dragón. La Roja le devolvió la mirada desde centenares de kilómetros de distancia.

¿Cuál es tu respuesta?, apremió Malystryx.

Gellidus oyó las palabras en su cabeza; era parte de la magia que el monstruoso dragón usaba para comunicarse. Con sus treinta metros de largo, la hembra tenía dos veces su tamaño y podía aplastarlo sin el más mínimo esfuerzo. Su fuego podía derretir fácilmente el hielo del territorio de Gellidus. Cuando el vapor se disipara, en las llanuras sólo quedaría su cadáver retorcido y chamuscado.

—Me uniré a ti —dijo Gellidus. Su voz era sonora e inquietante, como el gélido viento que soplaba en los valles de su tierra. Pero no era tan autoritaria como la de la Roja—. Trabajaré contigo. No me enfrentaré a ti.

Malys curvó los labios en un amago de sonrisa y un rugido resonó dentro de la cabeza blanca. La Roja parecía satisfecha. Las llamas danzaban entre unos dientes tan blancos como la piel de Gellidus y rodeaban la cabeza de la Roja como un resplandeciente halo.

—Y aceptaré ser tu consorte, Malys —continuó el Dragón Blanco.

La Roja asintió.

De acuerdo, Gellidus. Juntos haremos temblar Ansalon. Mis planes ya están en marcha y pronto te comunicaré cuál es el grandioso papel que desempeñarás en ellos.

—Me siento honrado —respondió el Dragón Blanco—. ¿Nos reuniremos?

Pronto, se limitó a responder la Roja. En las Praderas de Arena, en el reino llamado Duntollik.

—Territorio neutral —dijo él—. Eres muy prudente.

Entonces sintió que la mente del dragón se separaba de la suya y vio cómo el resplandor rojo en las heladas aguas del lago se volvía anaranjado y luego rosado. Instantes después, el hielo volvió a ser blanco como la leche y el reconfortante viento frío arrastró la nieve sobre la superficie pulida.

Gellidus detestaba someterse a otros dragones. Era un señor supremo, amo indisputable de Ergoth del Sur. Cuando él había llegado allí, el continente de los elfos kalanestis tenía un clima templado. Había grandes extensiones de tierras cubiertas de hielo de las que podría haberse apoderado con facilidad, pero estaban habitadas por unos pocos Bárbaros de Hielo, y Gellidus pretendía gobernar a una población más amplia. Tras conquistar Ergoth del Sur, hacía casi dos décadas, había trabajado para modificar el clima y el terreno de acuerdo con sus gustos austeros y fríos. Rápidamente había tomado el mando de Daltigoth, la antigua capital. Y con la misma celeridad la había entregado a los ogros, después de apoderarse de sus riquezas. El valle de Foghaven también había caído, y con él el legendario lugar de descanso de Huma, héroe de la Tercera Guerra de los Dragones.

Los ogros de la zona estaban a las órdenes de Gellidus. Habían ofrecido su lealtad y sus servicios al dragón a cambio de sus insignificantes vidas y de una pequeña cantidad de poder. Los thanois —grotescos hombres-morsa— también estaban bajo su dominio. Gellidus había capturado a los thanois al sur de las Praderas de Arena y los había llevado consigo para emplearlos como guardias o mensajeros.

Casi todos los kalanestis, los Elfos Salvajes que antaño habitaban las tierras de la isla, habían huido hacía más de una década. Pero todavía quedaban algunos al oeste del reino del dragón, más allá de las montañas de Fingaard. Aunque el clima era inclemente y el viento furioso, allí estaban relativamente a salvo de las zarpas del dragón. No es que Gellidus fuera demasiado holgazán para conquistar esa parte del continente, aunque el señor supremo llevaba una vida bastante sedentaria. Sencillamente, el Blanco había decidido conceder a los humanos un paraíso seguro. Así tendría algo que mirar, algo que estudiar, un lugar para aterrorizar en el futuro, cuando estuviera aburrido.

Gellidus se incorporó sobre sus patas, cortas y rechonchas, y extendió la cola, que tenía varios metros de longitud y terminaba en una cresta plana como una aleta. Los pliegues de su grueso cuello se alisaron, y el dragón miró fijamente el lago congelado antes de romper el hielo con las patas delanteras y sumergirlas en el agua gélida. De inmediato sumergió también el resto del cuerpo y se dejó envolver por el reconfortante frío glacial.

El Blanco no era el primer consorte de Malys. Ese privilegio correspondía a Khellendros, la Tormenta sobre Krynn, que ahora acaparaba los pensamientos del dragón.

—Khellendros usa caballeros —susurró Malys para sí—, aunque no con tanta habilidad e inteligencia como yo.

Con frecuencia, la Roja pensaba en el Azul, que reclamaba para sí los Eriales del Septentrión y la ciudad de Palanthas. La hembra Roja lo consideraba el más astuto y poderoso de sus subordinados.

—¿Qué trama? —pensó en voz alta. Apoyó una pata en el suelo de tierra de la planicie y comenzó a trazar un extraño símbolo. El polvo flotó alrededor del diagrama y el aire vibró con una energía fría y azul.

Khellendros, quiero hablar contigo... Aquí.

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