Segunda Parte EN EL SHENANDOAH

CAPITULO X

Una bruma veraniega flotaba sobre el valle borrando los perfiles; el calor hacía temblar el aire sobre los campos. Era un día sin bordes nítidos. La brisa que se movía por el valle era tibia y suave. El maíz estaba espléndido, más alto que un hombre. El trigo, marrón dorado, respondía a cada cambio del viento; todo el campo se movía al mismo tiempo, como si fuera un solo organismo flexionando un músculo, aflojando tensiones quizá. Detrás del maíz los terrenos se quebraban y bajaban para encontrarse con el río, que parecía tranquilo e inmóvil. El río estaba transparente como un cristal, pero desde el segundo piso del hospital, por un efecto de la luz, el agua parecía color óxido y sólida, un metal opacado por descuido.

Molly contemplaba el río, tratando de imaginar su viaje por las colinas. Dejó que su mirada volviera al muelle y el barco que estaba allí, pero los árboles lo ocultaban. Su cara y su cuello estaban cubiertos de sudor. Levantó sus cabellos de la nuca, donde estaban pegados a la piel.

— ¿Nerviosa? —Miriam deslizó su brazo por la cintura de Molly.

Molly descansó un instante su cabeza contra la mejilla de Miriam y volvió a enderezarse.

—Podría ser.

—Yo lo estoy —dijo Miriam.

—Yo también —dijo Marta, acercándose a la ventana y cogiendo el brazo de Molly—. Ojala no nos hubiesen elegido.

Molly asintió.

—Pero no será mucho tiempo.

El cuerpo de Marta estaba caliente junto al suyo y se alejó de la ventana. El apartamento consistía en tres habitaciones contiguas a las que se habían quitado los tabiques; era largo y estrecho, con seis ventanas, y por ninguna de ellas entraba la brisa del atardecer. Seis camitas se alineaban contra las paredes; eran estrechas, blancas, austeras.

—Deja que te peine ahora —gritó Melissa desde el otro extremo de la habitación.

Durante la última media hora había estado peinando y trenzando sus propios cabellos y se volvió con gesto elegante. Vestida con una corta túnica blanca, un cinturón rojo y sandalias de paja de maíz, estaba lozana y encantadora. Sus cabellos se amontonaban sobre su cabeza, y entrelazada con ellos había una cinta roja que iba bien con el oscuro nudo de trenzas. Las hermanas Miriam eran inventivas y artísticas, las que imponían las modas, y ésta era la última creación de Melissa, que sería copiada por las otras hermanas antes de que terminara la semana.

Marta rió encantada, se sentó y observó cómo los hábiles dedos de Melissa comenzaban a dar forma a sus cabellos. Una hora después, cuando salieron de su cuarto, andando en parejas, se movían como un organismo único, y eran tan parecidas como espigas de trigo.

Otros grupitos se dirigían también al auditorio. Las hermanas Luisa saludaron con la mano y sonrieron; un grupo de hermanos Ralph pasaron corriendo, con sus largos cabellos sujetos con una cinta, al estilo indio; las hermanas Nora se hicieron a un lado y dejaron pasar al grupo de Miriam. Parecían asombradas y muy respetuosas. Molly les sonrió y vio que sus hermanas también sonreían; todas compartían igualmente su orgullo.

Cuando alcanzaron el camino más ancho, que llevaba a la escalera del auditorio, vieron a varias criadoras espiándolas por encima de un macizo de rosas. Sus caras desaparecieron y las hermanas se volvieron al mismo tiempo, ignorándolas, olvidándolas instantáneamente. Allí estaban los hermanos Barry, pensó Molly» y trató de distinguir a Ben. Seis pequeñas Claras corrieron hacia ellas, se detuvieron de golpe y miraron con fijeza a las hermanas Miriam hasta que subieron las escaleras y entraron en el auditorio.

La fiesta tendría lugar en el nuevo auditorio, donde las sillas habían sido remplazadas por largas mesas, que estaban llenando de golosinas que sólo se servían en los días de fiesta anuales: el Día del Primer Nacido; el Día de la Fundación; el Día de la Inundación… Molly contuvo el aliento cuando vio, a través de las puertas abiertas, el aspecto del otro lado del auditorio; el sendero que llevaba al río había sido decorado con antorchas de sebo y arcos de ramas de pino. Otra ceremonia tendría lugar en el muelle, después de la fiesta. Ahora la música llenaba el auditorio, y hermanas y hermanos bailaban en un extremo mientras los niños correteaban entre ellos, jugando a sus propios juegos, que parecían tener reglas antojadizas. Molly vio a sus hermanas menores persiguiéndose con ahínco y sonrió. Diez años antes podían haber sido ella y Miri, Melissa, Meg y Marta. Y Miriam hubiese estado en otra parte, habiendo sido eludida una y otra vez, retorciéndose las manos por la frustración o golpeando con un pie en el suelo, enfadada, porque sus hermanitas no se comportaban bien. Era dos años mayor y la responsabilidad le pesaba mucho.

La mayor parte de las mujeres llevaba túnicas con cinturones de colores vivos, y sólo las hermanas Susan habían elegido faldas que barrían el suelo cuando giraban, tomadas de la mano o sueltas, como una flor que se abriera y se cerrara. Los hombres llevaban túnicas más largas y de corte más severo que las de las mujeres, y cinturones con nudos de los que colgaban bolsillos de piel, cada uno decorado con el símbolo de la familia de hermanos a la que pertenecía el portador. Una cabeza de ciervo aquí, una serpiente enrollada allá, o un pájaro volando o un alto pino…

Los hermanos Jeremy habían inventado una intrincada danza, más calma que la de la flor, pero que requería concentración y resistencia. Sudaban cuando Molly se acercó a observarlos. Había seis hermanos Jeremy, y Jeremy sólo tenía dos años más que los otros; no se podía discernir ninguna diferencia entre ellos. En la confusión de cuerpos que se retorcían, Molly no pudo distinguir cuál era Jed, que sería uno de sus compañeros de viaje por el río metálico.

La música cambió y Molly y sus hermanas se lanzaron a la pista. El crepúsculo se transformó en noche y se encendieron las luces eléctricas; las bombillas estaban cubiertas de globos azules, amarillos, rojos, verdes. La música sonó con más fuerza y más y más bailarines giraron, mientras otros grupos de hermanos y hermanas se acercaban a las mesas festivas. Los pequeños hermanos Kirby se echaron a llorar al unísono y alguien se los llevó para acostarlos. Las hermanitas Miriam guardaban silencio ahora, como ratones; apoyadas contra la pared comían pastel con los dedos. Todas habían elegido pastel rosa con adornos rosa que se pegaban a sus dedos, sus mejillas, sus barbillas. Estaban bañadas en sudor y manchadas de suciedad donde se habían restregado brazos y piernas. — ¡Miradlas! —exclamó Miri. —Ya crecerán —dijo Miriam y, por un momento, Molly sintió un dolor que no pudo identificar. Luego, las hermanas Miriam se precipitaron juntas hacia las mesas, se consultaron y discreparon acerca de lo que elegirían, y finalmente terminaron con platos llenos de golosinas idénticas: trozos de corderito o pastas rellenas de salchicha, boniatos fritos bañados con miel, habas brillantes con salsa de vinagre y bizcocho.

Molly miró nuevamente a las hermanitas que se apoyaban cansadas contra la pared. No más pastel rosa con adornos rosa, pensó tristemente. Una de las hermanitas le sonrió tímidamente; ella devolvió la sonrisa y luego fue con las demás a buscar un asiento, a comer y a aguardar las ceremonias.

Roger, que era el mayor de todos ellos, era el maestro de ceremonias. Dijo:

—Un brindis para nuestros hermanos y nuestra hermana que al amanecer se alejarán a la búsqueda, no de nuevas tierras para conquistar, no de aventuras para probar su valor, no de oro y plata, sino del bien más preciado de todos… información. Información que todos necesitamos, ¡que hará posible la eclosión de mil capullos, de un millón! Mañana se marcharán siendo nuestros hermanos y nuestra hermana; dentro de un mes volverán para ser nuestros maestros. ¡Jed! ¡Ben! ¡Harvey! ¡Thomas! ¡Lewis! ¡Molly! Adelantaos y dejad que nosotros, vuestra familia, brindemos por el inapreciable regalo que nos traeréis.

Molly sintió que sus mejillas ardían de placer mientras se abría camino entre la multitud, que ahora se había puesto de pie y aplaudía con entusiasmo. En el frente de la habitación se reunió con los demás en el escenario y aguardó que cesaran los aplausos y los vítores. Vio a sus hermanitas, de pie sobre sus sillas y aplaudiendo frenéticamente; sus caras estaban rojas y sucias… Se echarán a llorar, pensó. No podrán soportar tanta excitación.

—Y ahora —dijo Roger— tenemos un regalo para cada uno de vosotros…

El regalo de Molly fue una bolsa impermeable para llevar sus cuadernos de bocetos, sus lápices y sus plumas. Era la primera vez que poseía algo que sus hermanas no compartían, algo únicamente suyo. Sintió brotar las lágrimas y no oyó el resto de la ceremonia, no se enteró de los otros regalos y, de pronto, los llevaban hacia el muelle y la sorpresa final: un gallardete que flameaba en el mástil del barquito que los llevaría hasta Washington. El gallardete era del color del cielo veraniego, un azul tan claro que durante el día se confundiría con el del cielo, y, en el medio, lucía una franja diagonal de plata resplandeciente. Un dosel cubría la proa del barco; también era azul y plateado.

Hubo otro brindis, vino que cosquilleaba y hacía girar la cabeza, y después otro, y ahora Roger reía al decir:

—La fiesta continuará, pero nuestros valientes exploradores se retirarán.

Jed meneó la cabeza y Roger rió de nuevo.

—No puedes elegir, hermano. Tu último brindis estaba tratado y dentro de una hora estarás profundamente dormido, para que empieces el viaje fresco y descansado. Sugiero que los hermanos y hermanas se lleven a casa a sus estrellas y los ayuden a llegar sanos y salvos a la cama.

Entre risas, los viajeros fueron reunidos por sus hermanos y hermanas. Molly protestaba débilmente mientras sus hermanas la conducían y la arrastraban hacia su habitación.

—Empacaré tus cosas —dijo Miriam examinando el bolso que le habían regalado—. ¡Qué bonito es esto! Mira, está todo grabado…

La desvistieron y cepillaron sus cabellos, y Miri acarició su espalda y friccionó sus hombros, y Melissa dio besos de hada en su cuello mientras desataba la cinta que sujetaba sus trenzas.

Molly sintió que una agradable inercia se apoderaba de ella y sólo pudo sonreír y suspirar mientras sus hermanas la preparaban para acostarse. Después, dos de ellas extendieron la esterilla y aguardaron allí mientras las otras la conducían en esa dirección, todas riendo al ver su andar vacilante, la forma en que casi se le doblaban las rodillas y sus intentos por mantener los ojos abiertos. En la esterilla la acariciaron y deleitaron hasta que se alejó flotando de ellas, y entonces la llevaron hasta su propia cama y la cubrieron con la delgada manta de verano, y Miry se inclinó y besó tiernamente sus párpados.

CAPITULO XI

Al terminar la primera hora, la vida en la barca ya era rutinaria. Los gritos se habían perdido en la distancia y sólo quedaban el río silencioso, los bosques y campos silenciosos y el golpeteo regular de los remos.

Se habían entrenado durante semanas y ahora los seis estaban endurecidos y trabajaban bien juntos. Lewis, que había diseñado el barco, estaba delante, montando guardia por si aparecían peligros imprevistos. Tres de los hermanos y Molly remaban en el primer turno y Ben estaba sentado en la proa, detrás de Lewis.

Había una zona cubierta, en la proa, gracias al dosel, y una sección permanentemente cerrada a popa, con cuatro literas. La parte delantera podía cerrarse tan herméticamente como la de atrás. Cada pulgada de espacio disponible había sido aprovechada, sobre todo para alimentos, ropa de recambio, medicamentos y bolsos impermeables para ser llenados con documentos, mapas, cualquier cosa de valor que encontraran.

Molly remaba y observaba la costa. Habían dejado atrás la zona familiar del valle con sus campos cultivados; el paisaje estaba cambiando. El valle se estrechaba, después se ensanchaba, después volvía a estrecharse, con altos acantilados a la izquierda y pendientes arboladas a la derecha. En la mañana silenciosa los árboles estaban inmóviles; no se oía más ruido que el golpeteo de los remos.

Sus hermanas estarían en las cocinas, procesando alimentos, esta semana, pensó Molly, mientras miraba los remos entrando en el agua clara. Riéndose juntas, moviéndose juntas. Quizá ya la echarían de menos…

Se echó hacia atrás, levantó el remo, lo sumergió de nuevo.

— ¡Roca! ¡A las diez, veinte metros! —gritó Lewis.

Modificaron fácilmente el rumbo y la rodearon.

— ¡A las nueve, veinte metros!

Thomas, que estaba frente a Molly, tenía espaldas anchas y sus cabellos rubios eran tan lisos como la paja. Una ligera brisa los levantaba y los dejaba caer una y otra vez. Sus músculos se movían con fluidez y el sudor los hacía brillar. Molly pensó que podría hacer un buen dibujo, un estudio de musculatura. Se volvió y dijo algo a Harvey, que estaba al otro lado de la barca, y ambos rieron.

El sol estaba alto y el calor pegaba en sus caras, junto con la brisa que creaban al moverse por el agua, lenta pero firmemente. Molly sintió el sudor en su labio superior. Pronto tendrían que detenerse para instalar el dosel. Ofrecería algo de resistencia al viento, pero habían decidido que las ventajas eran mayores que las desventajas; el viaje se había planeado para proporcionar el máximo de seguridad y comodidad, y ninguna de las dos debía ser sacrificada a la velocidad.

Otros habían bajado por el río hasta el Shenandoah. Había escollos más adelante y luego un camino sin obstáculos hasta el río ancho y desconocido. Y esa tarde Molly cedería su lugar en los remos y comenzaría su verdadera misión, un diario en imágenes del viaje, incluyendo todos los cambios necesarios en los mapas.

Trataron de usar la vela, pero el viento del valle era caprichoso y decidieron esperar un poco, hasta el Potomac quizá, y probarla allí. Se detuvieron, instalaron el dosel y descansaron. Después volvieron a los remos y Molly se sentó sola, con su cuaderno de dibujo y los mapas del río junto a sí. Sus manos estaban tiesas y se alegró de poder descansar. Finalmente, empezó a dibujar.

Llegaron a los primeros rápidos a última hora de la tarde y los atravesaron sin dificultad. Desembocaron en el Shenandoah y viraron hacia el norte. Cuando descansaron estaban todos deprimidos y ni siquiera Jed encontró algo de qué reír ni bromas para hacer.

Durmieron en la barca, que se balanceaba suavemente en el agua. Molly pensó en sus hermanas, ahora, en sus camitas blancas, y en la esterilla, enrollada y guardada. Luchó por no llorar a causa de su soledad. Una brisa alta agitó las copas de los árboles e imaginó que estaban murmurando. Sintió deseos de estirarse y tocar a alguno de los hermanos; tanto daba cuál fuera. Suspiró y oyó que alguien susurraba su nombre. Era Jed. Se deslizó en su estrecha litera y se quedaron dormidos fuertemente abrazados.

La segunda noche todos se aparearon y se consolaron mutuamente antes de poder dormir.

Al día siguiente se vieron obligados a detenerse a causa de los rápidos y de una cascada.

—Esto sí que no está en el mapa —dijo Molly, de pie en la orilla con Lewis.

El río había sido ancho y fácil y el valle estaba cubierto de matorrales y árboles jóvenes, donde antes habían crecido el trigo y el maíz. Luego los farallones se acercaban a la corriente, que se volvía más honda y más estrecha y corría a más velocidad. Y en algún momento posterior a la publicación de esos mapas, uno de los farallones había vacilado y dejado caer enormes peñascos y piedras que ahora ahogaban al río en lo que alcanzaba la vista. Las aguas se habían extendido, llenando el valle de lado a lado. Y se oía el ruido de una cascada más adelante.

—Debemos estar cerca de la confluencia de las dos ramas del Shenandoah —dijo Molly, volviéndose para mirar los farallones—. Probablemente a unos tres kilómetros como máximo, en aquella dirección.

Señaló el farallón que había detrás de ambos.

Lewis asintió.

—Tendremos que retroceder hasta que encontremos un lugar que permita sacar la barca del agua, e ir por tierra.

Molly consultó su mapa.

—Mira este camino. Aquí llega casi hasta el río, luego pasa por un par de colinas y después vuelve al río. Podremos sobrepasar la cascada. A este lado sólo hay farallones, desde aquí a la rama norte. Ni camino, ni sendero ni nada.

Lewis ordenó almorzar y después de comer y descansar invirtieron la dirección de la barca y comenzaron a remar contra la corriente, manteniéndose cerca de la costa, tratando de encontrar el camino. La corriente era rápida, y por primera vez se apercibieron de que el camino de vuelta, luchando contra la corriente, sería muy duro.

Molly descubrió el lugar por donde pasaba el viejo camino entre dos colinas. Se acercaron y encontraron un sitio donde la barca podía ser sacada del agua y preparada para un recorrido por tierra. Habían traído ruedas y ejes y hachas para cortar árboles y hacer un carretón, y cuatro de los hermanos comenzaron a desempacar lo que necesitaban.

Cuidadosamente doblados aparecieron gruesos pantalones largos y camisas de manga larga y botas, protección contra los rasguños más que contra el frío, que no esperaban durante el viaje. Molly y Lewis se cambiaron rápidamente y se alejaron buscando la mejor manera de llegar hasta el camino por el monte bajo.

Esa noche tendrían que dormir en el bosque, pensó Nolly de pronto, y sintió un estremecimiento. Sus hermanas levantarían la mirada de su trabajo, inquietas, se mirarían y volverían a su tarea sin muchas ganas, tocadas por el mismo temor que ella sentía. Si hubiese estado a su alcance habrían acudido, incapaces de explicar por qué, pero impulsadas por una fuerza irresistible.

Tuvieron que volver atrás varias veces antes de encontrar la forma de llevar la barca hasta el camino. Cuando volvieron al río, los otros ya habían preparado el carretón y la barca estaba atada encima. Habían encendido fuego y estaban calentando agua para el té. Ahora todos llevaban pantalones largos y botas.

—No podemos detenernos —dijo Lewis impaciente, mirando el fuego—. Nos quedan cuatro horas hasta la noche y tendríamos que llegar hasta el camino y acampar antes.

Ben dijo con calma:

—Podemos empezar mientras Molly bebe el té y come queso. Está fatigada y debe descansar.

Ben era el médico. Lewis se encogió de hombros.

Molly los observó mientras se colocaban los arneses. Sostenía un jarro de té y un pedazo de queso color marfil antiguo, y a sus pies el fuego se estaba apagando. Se alejó un poco; sentía calor con los pantalones gruesos y la camisa. Estaban empezando a mover la barca, cuatro tirando juntos, Thomas empujando desde atrás. La miró y sonrió y la barca pasó por encima de una piedra, se levantó y siguió su camino hacia la izquierda y hacia arriba.

Molly llevó el té y el queso hasta la orilla del río, se quitó las botas y se sentó, metiendo los pies en el agua tibia. Había una razón para que cada uno de ellos hiciese este viaje; lo sabía y no se sentía superflua. Las hermanas Miriam eran las únicas que podían recordar y reproducir exactamente lo que veían. Desde su primera infancia habían sido adiestradas para desarrollar ese don. Era lamentable que las hermanas Miriam fueran menudas; había sido elegida sólo por esa habilidad, no por su fuerza u otras posibilidades, como los hermanos, pero nadie dudaba de que era tan necesaria como cualquier otro.

El agua parecía más fresca ahora y comenzó a quitarse la ropa. Entró en el río y nadó, dejando que el agua fluyera por sus cabellos, lavara su piel, la tranquilizara. Cuando salió, el fuego estaba casi agotado, y usando su jarro lo apagó cuidadosamente, volvió a vestirse y luego comenzó a seguir la huella dejada por los hermanos y la pesada barca.

De pronto, y sin advertencia alguna, sintió que estaba siendo observada. Se detuvo, escuchando, tratando de ver algo en el bosque, pero no había más sonido entre los árboles que el murmullo de las hojas en lo alto. Se dio la vuelta. Respiró hondo y echó a andar nuevamente. No era miedo, se dijo firmemente, y se apresuró. No había nada que temer. Ningún animal, nada. Sólo los insectos que cavaban habían sobrevivido: hormigas, termitas… Trató de seguir pensando en hormigas…, ahora eran las polinizadoras…, y se descubrió mirando una y otra vez hacia los árboles que ondulaban.

El calor era opresivo y parecía que los árboles se iban acercando, acercando, aunque nunca estaban más cerca. Era que estaba sola, por primera vez en su vida, se dijo. Realmente sola, inalcanzable, intocable. Era la soledad lo que la obligaba a correr entre las matas aplastadas y cortadas. Y pensó: por eso los hombres se volvían locos en los siglos pasados. Se volvían locos de soledad, por no conocer el consuelo de hermanos y hermanas que eran un solo ser, con los mismos pensamientos, las mismas alegrías, los mismos deseos.

Estaba corriendo, jadeante, y se obligó a detenerse y respirar hondo unos minutos. Se apoyó contra un árbol y aguardó hasta que su pulso se aquietó. Después empezó a andar de nuevo, a buen paso pero sin permitirse correr. Pero hasta que no vio a los hermanos su miedo no desapareció.

Esa noche acamparon en medio del deteriorado camino, en lo más profundo del bosque. Los árboles se cerraban encima de ellos, borrando el cielo, y su pequeña hoguera parecía débil y pálida en la inmensa oscuridad que los oprimía desde todos lados. Molly yacía rígida, quieta, tratando de oír algo, cualquier cosa, un sonido que dijera que no estaban solos en el mundo, que ella no estaba sola en el mundo. Pero no hubo ningún sonido.

La tarde siguiente Molly dibujó a los hermanos. Estaba sentada sola, disfrutando del sol y el agua que se había vuelto calma y profunda. Pensó en los hermanos, en cuan diferentes eran unos de otros, y sus dedos empezaron a dibujarlos de una manera en que nunca había dibujado antes, que nunca había visto.

Le gustaba el aspecto de Thomas. Sus músculos eran largos y suaves, sus pómulos altos y prominentes dividían netamente su cara. Dibujó su cara usando sólo líneas rectas que sugerían los planos de sus mejillas, la nariz estrecha y larga, el mentón puntiagudo. Parecía joven, más joven que las hermanas Miriam, aunque tenían diecinueve años y él veintiuno.

Cerró los ojos y visualizó a Lewis. Muy alto, más de un metro ochenta. Muy fornido. Dibujó una forma parecida a una roca, una cabeza larga y una cara que parecía fluir, redonda, carnuda, sin armazón óseo visible, salvo por su gran nariz. La nariz no le satisfizo. Cerró los ojos y después de un momento borró la que había dibujado y puso otra ligeramente desviada y un poco ganchuda. Todo era demasiado exagerado, lo sabía, pero, de algún modo, al exagerar lo había retratado.

Harvey era alto y más bien delgado. Y con pies grandes y largos, pensó, sonriendo a la figura que surgía en su cuaderno. Manos grandes, ojos redondos como sortijas. Uno sabía, pensó, que tenía que ser torpe, tropezar, tirar cosas.

Jed era fácil. Redondo; cada línea era una curva. Manos pequeñas, casi delicadas, huesos pequeños. Rasgos pequeños centrados en la cara, demasiado juntos.

Ben era el más difícil. Bien proporcionado, salvo por la cabeza, más grande que la de los demás; no era tan musculoso como Thomas. Y su cara era meramente una cara, no tenía ningún rasgo marcado. Dibujó sus cejas más espesas de lo que eran y le hizo entornar los ojos, como hacía cuando escuchaba con atención. Estudió el dibujo con los ojos entrecerrados. No estaba bien. Demasiado duro. Demasiado firme, demasiada personalidad, pensó. Dentro de diez años se parecería más al dibujo que ahora.

— ¡Escollos! ¡A las doce, veinte metros! —gritó Lewis.

Sintiéndose culpable, Molly pasó la hoja del cuaderno y comenzó a dibujar el río y sus peligros.

CAPITULO XII

Ben estaba actualizando sus anotaciones médicas. Lewis terminaba el diario del día. Thomas, sentado en la popa de la barca, miraba fijamente el camino recorrido. Ben lo había estado vigilando cuidadosamente durante los tres últimos días, sin saber qué esperar, inquieto ante el cambio de actitud que Thomas ni siquiera trataba de disimular.

Escribió: “La separación de nuestros hermanos y hermanas ha sido para nosotros más dura de lo que esperábamos. Sugiero que en futuras expediciones se envíen pares de similares, siempre que sea posible.”

¿Qué harían si Thomas enfermaba?, pensó. Ni siquiera en el hospital tenían facilidades para atender enfermos mentales. La locura era una amenaza para la comunidad, una amenaza para los hermanos y hermanas, que sufrían tanto como el enfermo. Hacía tiempo que la familia había decidido que ninguna amenaza para la comunidad podía subsistir. Si cualquier hermano o hermana sufría una enfermedad mental, su presencia no debía ser tolerada. Y ésa, se dijo secamente Ben, era la ley. Pero su pequeño grupo no podía permitirse el lujo de perder un par de manos, y ésa era la realidad. ¿Qué hacer cuando la ley y la realidad chocaban?

Después de echar una mirada a Molly, Ben agregó otra nota: “Sugiero que los futuros grupos incluyan el mismo número de mujeres y hombres.” Sabía que se había sentido más sola que cualquiera de ellos. Había observado como llenaba página tras página de su cuaderno de dibujo y se preguntó si eso había sustituido en alguna medida la presencia de sus hermanas. Quizá cuando Thomas se enfrentara con su verdadera tarea ya no se quedaría con la mirada perdida durante largos períodos, ni daría un respingo cuando alguien lo tocaba o decía su nombre.

—Tendremos que modificar nuestras raciones alimenticias —dijo Lewis—. Contamos cinco días para esta etapa del viaje y han sido ocho. ¿Quieres que contemos las provisiones, Ben?

Ben asintió.

—Mañana, cuando terminemos la jornada, haré un inventario. Habrá que disminuir las cantidades. —Sabía que no debían hacerlo. Hizo otra anotación: “Sugiero duplicar las raciones calóricas.”

La mano de Molly se deslizó y quedó colgando de la litera. Ben se había propuesto acostarse con ella esta noche, pero no importaba. Estaban todos demasiado cansados, hasta para el consuelo del sexo. Ben suspiró y apoyó su cuaderno de notas. La última luz desaparecía del cielo. Sólo se oía el golpeteo de las ondas contra la quilla de la barca y el sonido de respiraciones profundas que venía de la popa. El aire estaba muy fresco. Ben aguardó a que Thomas se durmiera y después se acostó.

Molly soñaba que la barca se volcaba, que era incapaz de salir a la superficie, de encontrar un lugar donde la barca no le cortara el camino. El agua era amarillo pálido, su piel se volvía dorada y sabía que si se quedaba quieta un instante se transformaría en una estatua dorada, que quedaría para siempre en el fondo del río. Nadó más rápido, desesperada por respirar, dolorida, debatiéndose, entregándose al pánico. Luego unas manos se extendieron hacia ella, sus propias manos, blancas como la nieve, y trató de agarrarlas. Las manos, ahora eran docenas, se cerraban, se abrían, se cerraban. No la alcanzaban, y finalmente ella gritaba: “¡Aquí estoy!” Y el agua se precipitaba a llenarla. Comenzaba a hundirse, helada, sólo su mente funcionaba, a causa del terror, formando una y otra vez el grito de protesta que sus labios no podían pronunciar.

—Tranquila, Molly. No pasa nada. —Finalmente una voz serena entró en sus oídos, y despertó sobresaltada de la pesadilla—. No pasa nada, Molly. Estás bien.

Estaba muy oscuro.

— ¿Ben? —susurró Molly.

—Sí. Estabas soñando.

Ella se estremeció y le hizo sitio, para que pudiera acostarse a su lado. Estaba temblando; el aire de la noche se había vuelto muy frío desde su llegada al Potomac. Ben estaba tibio, su brazo la sujetaba con fuerza y su otra mano era suave y cálida acariciando su cuerpo.

No hicieron ruido para no despertar a los demás cuando sus cuerpos se unieron en el abrazo sexual, y después Molly volvió a dormirse, fuertemente abrazada a él.

Durante el día siguiente, los signos de la gran devastación aumentaron; algunas casas habían ardido, otras habían sido derribadas por tormentas. Los suburbios estaban cubiertos de árboles y matas. Los escombros dificultaban su viaje; barcos hundidos y puentes derrumbados transformaban al río en un laberinto en el que medían sus progresos en metros y centímetros. Nuevamente descubrieron que no podían usar la vela.

Lewis y Molly estaban juntos en la proa, alertas a los peligros sumergidos, gritando a veces al unísono, a veces individualmente, advirtiendo los escollos; ninguno guardaba silencio durante más de uno o dos minutos por vez.

Súbitamente, Molly señaló y gritó:

— ¡Peces! ¡Hay peces!

Miraron maravillados el banco de peces, y la barca derivó hasta que Lewis gritó:

— ¡Obstáculo! ¡A las once, diez metros!

Remaron con fuerza y los peces desaparecieron, pero su depresión se alivió. Mientras remaban hablaron de cómo pescar algo para la cena, de secar pescado para el viaje de retorno, de la agitación en el valle cuando supieran que, después de todo, los peces habían sobrevivido.

Ninguna de las ruinas que habían visto desde el río les había preparado para la escena desolada que les esperaba en los suburbios de Washington. Molly había visto fotografías de ciudades bombardeadas —Dresde, Hiroshima— y aquí la destrucción parecía igualmente total. Las calles estaban sepultadas bajo los escombros, aquí y allá había enredaderas cubriendo la montaña de hormigón, y los árboles habían echado raíces muy por encima del terreno, uniendo los montones de ladrillos y bloques de mármol. Siguieron por el río hasta que se volvió infranqueable, y esta vez los rápidos habían sido creados por el hombre: viejos autos oxidados, un puente demolido, un cementerio de autobuses…

—Fue inútil… —murmuró Thomas—. Todo esto. Inútil.

—Quizá no —dijo Lewis—. Tiene que haber bóvedas subterráneas, sótanos, almacenes incombustibles… Quizá no.

—Inútil —dijo Thomas de nuevo.

—Amarremos y tratemos de averiguar dónde estamos —dijo Ben. Era casi de noche; no podrían hacer nada hasta la mañana—. Empezaré la cena. Molly, ¿puedes distinguir algo en los mapas?

Ella meneó la cabeza, con los ojos fijos en la pesadilla que había frente a ellos. ¿Quién había hecho esto? ¿Por qué? Era como si la gente se hubiese reunido para destruir un lugar que, al final, les había fallado completamente.

— ¡Molly! —la voz de Ben era cortante—. Todavía queda algún punto de referencia, ¿no?

Ella se estremeció y dio la espalda a la ciudad. Ben miró a Thomas y después a Harvey, que observaba el río.

—Lo hicieron a propósito —dijo Harvey—. Al final debían de estar todos locos, obsesionados por la idea de la destrucción.

Lewis dijo: —Si podemos saber dónde estamos, encontraremos los depósitos. Todo esto —agitó las manos— fue hecho por salvajes. Son daños superficiales. Los depósitos estarán intactos.

Molly giraba lentamente, examinando el paisaje de forma panorámica. Después dijo —Tendría que haber dos puentes más y después estaremos al pie de la colina del Capitolio. Serán tres o cuatro kilómetros.

—Bien —dijo Ben en voz baja—. Muy bien. Quizá no esté tan mal en el centro. Thomas, échame una mano.

Durante la noche la barca se balanceó mientras diferentes personas, fatigadas pero imposibilitadas de dormir, iban y venían, buscando apoyo de uno en otro.

Todos se levantaron antes del amanecer. Comieron rápidamente, y con las primeras luces echaron a andar entre los escombros, en dirección al centro de Washington. En efecto, la destrucción parecía menor allí que en los suburbios. Después se dieron cuenta de que aquí los edificios estaban más separados; los espacios abiertos daban la ilusión de que había menos ruinas. Y además era obvio que alguien había tratado de limpiar los escombros.

—Dividámonos en parejas —dijo Lewis, tomando nuevamente el mando—. Nos encontraremos aquí a mediodía. Molly y Jed, por aquí. Ben y Thomas, por allá. Harvey y yo iremos por allí.

Señaló mientras hablaba y los otros asintieron. Molly había localizado sus objetivos: el edificio de Correos, las oficinas del Senado, el edificio de la Administración central…

—Hemos sido ingenuos —dijo súbitamente Thomas, mientras Ben y él se acercaban al derruido edificio de Correos—. Pensamos que habría unos pocos edificios en pie, con las puertas abiertas. Lo único que tendríamos que hacer sería entrar, abrir un par de cajones y sacar lo que necesitamos. Y seríamos héroes al volver a casa. Qué estupidez, ¿no?

—Ya hemos encontrado mucho… —dijo Ben con calma.

—Lo que hemos aprendido es que no lo podemos hacer así —replicó Thomas en tono cortante —. No lograremos nada.

Rodearon el edificio. El frente estaba bloqueado; por el costado una pared se había derrumbado y el interior estaba hundido y chamuscado.

El cuarto edificio en que trataron de entrar también había ardido, pero sólo estaba parcialmente destruido. Allí encontraron oficinas, escritorios, archivos.

— ¡Archivos de la pequeña industria! —dijo Thomas de golpe, alejándose de los archivadores para mirar excitado a Ben.

Ben meneó la cabeza.

— ¿Y qué?

—Pasamos por una habitación donde había listines de teléfonos. ¿Dónde estaba? —Nuevamente, Ben parecía no entender y Thomas rió—. ¡Listines de teléfonos! ¡Allí estarán los depósitos! ¡Las fábricas! ¡Los almacenes!

Encontraron la habitación donde varios listines estaban amontonados en el suelo, y Thomas comenzó a examinarlos cuidadosamente uno por uno. Ben cogió otro y comenzó a abrirlo.

—Con cuidado —advirtió Thomas—. El papel está quebradizo. Salgamos de aquí.

— ¿Ese servirá? —preguntó Ben señalando el listín que llevaba Thomas.

—Sí, pero necesitamos el edificio central de la compañía telefónica. Quizá Molly pueda encontrarlo.

Esa tarde, el siguiente día y el otro continuaron la búsqueda de información útil. Molly puso al día su mapa de Washington, localizando los edificios que podían contener cosas útiles, marcando los edificios peligrosos, las zonas inundadas; muchos sótanos estaban llenos de agua maloliente. También dibujó muchos de los esqueletos con los que tropezaban continuamente. Los bocetó tan desapasionadamente como dibujaba los edificios y las calles.

El cuarto día encontraron el edificio central de la compañía telefónica. Thomas se instaló en una de las oficinas y comenzó a revisar los listines de las ciudades del Este, retirando cuidadosamente las páginas que podían ser útiles. Ben dejó de preocuparse por él.

El quinto y el sexto día llovió, una lluvia tupida y gris que inundó las zonas más bajas e hizo subir el agua por encima del nivel de los sótanos en algunos edificios. Si la lluvia continuaba mucho tiempo toda la ciudad quedaría inundada, como evidentemente había sucedido muchas veces en el pasado. Luego el cielo se aclaró y los vientos cambiaron, girando al norte. Temblando de frío, continuaron su búsqueda.

Mientras dibujaba, Molly pensó: millones de personas, cientos de millones de personas, todas muertas. Dibujó el derruido monumento a Washington, la estatua rota de Lincoln y las palabras de la inscripción que quedaban en el pedestal: “Una nación indi…” También dibujó el esqueleto del edificio de la Corte Suprema…

No acamparon en la ciudad; dormían todas las noches en la barca. Estaban reuniendo demasiado material para llevarlo consigo; cada tarde, cuando se iban de la ciudad, se llevaban cargamentos de documentos, libros, mapas, estadísticas, y después de cenar, cada uno revisaba su parte del material, tratando de ordenarlo. Tomaron notas detalladas acerca del estado de los edificios que exploraban, lo que contenían, la utilidad de los materiales que conservaban. La próxima expedición podría ponerse a trabajar inmediatamente.

Estaban los esqueletos, algunos encima de los escombros, otros medio enterrados, otros en los edificios. Con cuánta facilidad podían ignorarlos, reflexionó Ben. Otra especie, ya extinguida, una lástima. A otra cosa.

La novena noche tomaron decisiones definitivas acerca de lo que llevarían en la barca. Encontraron una habitación intacta en un edificio parcialmente destruido y almacenaron allí los sobrantes de materiales para el próximo grupo.

Al décimo día zarparon hacia el hogar, esta vez remando contra la corriente, con una brisa fresca que soplaba desde el noroeste y llenando la gran vela que no habían podido usar hasta ahora. Lewis ató el timón y el viento los empujó río arriba.

¡Vuela, vuela!, exhortó silenciosamente Molly a la barca. Estaba en la proa, anunciando los peligros, algunos de ellos antes de que fueran visibles. Allí había un tronco de árbol, recordaba, y después una locomotora, un banco de arena… Por la tarde, el viento cambió y sopló del norte, y tuvieron que arriar la vela para no correr el riesgo de encallar. Gradualmente, la excitación que todos sentían un rato antes, dejó lugar a la férrea determinación y finalmente a una estúpida paciencia, y cuando se detuvieron para pasar la noche todos sabían que habían recorrido poco más de la mitad de la distancia que habían viajado en esa misma etapa rumbo a la ciudad.

Esa noche Molly soñó con figuras que danzaban. Alegremente corrió hacia ellos con los brazos extendidos; sus pies no tocaban la tierra mientras se precipitaba para alcanzarlas. Luego el aire se espesó y tembló y las figuras se distorsionaron, y cuando una de ellas la miró, el contorno de su cara estaba mal, sus rasgos estaban mal, un ojo demasiado alto, la boca deformada. Molly se detuvo contemplando el grotesco rostro. Se sentía impulsada hacia él a través del aire espeso que lo deformaba todo. Luchó, tratando de retroceder, pero sus pies se movieron, su cuerpo los siguió y sintió que el aire se cerraba a su alrededor, sofocándola. La caricatura de su propia cara hizo una mueca y la figura extendió hacia ella brazos que parecían serpientes. Molly despertó sobresaltada y por unos instantes no supo dónde estaba. Alguien gritaba.

Se dio cuenta de que era Thomas, y Ben y Lewis forcejeaban con él, lo sacaban de su litera y lo llevaban a proa, debajo del dosel. Harvey fue a popa y gradualmente volvió el silencio, pero pasó mucho tiempo antes de que Molly volviera a dormirse.

Al tercer día, el viaje de vuelta se había transformado en una pesadilla. El viento era más peligroso que útil y no volvieron a intentar izar la vela. La corriente era fuerte, el agua barrosa. Debía de haber llovido mucho más tierra adentro que en Washington. Además, el aire seguía siendo frío hasta mediodía, cuando el sol calentaba demasiado para las ropas abrigadas que se habían puesto antes. Cuando se ponía el sol, hacía demasiado frío para las ropas livianas que se habían puesto después de comer. Siempre tenían demasiado calor o demasiado frío.

Ben y Lewis se alejaron de los demás y contemplaron la puesta de sol desde un montículo, junto al río.

—Tienen hambre, eso es parte del problema —dijo Ben, y Lewis asintió—. Además, Molly tiene la regla y no deja que nadie se le acerque. Anoche casi le rompe la cabeza al pobre Harvey.

—Harvey no me preocupa —dijo Lewis.

—Ya lo sé. No sé si Thomas podrá volver. Anoche le di tranquilizantes con la cena. No sé qué puede pasar de un día al siguiente.

—No podemos arrastrar un peso muerto hasta casa —dijo Lewis, ceñudo—. Aun con un racionamiento estricto, tendremos problemas con la comida. Aunque esté tranquilizado tendrá que comer, y alguien remará en su lugar…

—Lo llevaremos de vuelta —dijo Ben y, súbitamente, se hizo cargo del mando—. Necesitaremos estudiarlo, aunque tengamos que llevarlo con un chaleco de fuerza.

Durante un momento, ambos guardaron silencio.

—Es la separación, ¿verdad? —Lewis miró hacia el sur, hacia el hogar—. Nadie previo algo así. ¡No somos como ellos! Tendremos que destruir el pasado, los libros de historia, todo. Nadie previo esto. Si volvemos, tendremos que hacerles entender lo que nos sucede cuando nos alejamos de los nuestros.

—Volveremos —dijo Ben—. Y por eso necesito a Thomas. ¿Quién podría haber previsto esto? Ahora que tenemos consciencia de que somos muy distintos de ellos, investigaremos más. Me pregunto qué otras diferencias inesperadas pueden aparecer.

Lewis se puso en pie.

— ¿Volvemos?

—Iré dentro de un minuto.

Vio cómo Lewis se deslizaba por la pendiente y entraba en la barca; luego volvió a mirar el cielo. Los hombres habían subido allí, pensó admirado, y no entendía para qué. Solos o en grupos pequeños, habían ido a tierras desconocidas, cruzado anchos mares, trepado a montañas que ningún pie humano había hollado. Y no entendía para qué habían hecho esas cosas. ¿Qué impulso los había alejado de los suyos para perecer solos o rodeados de extraños? Todas las casas derruidas que habían visto, como la vieja granja Sumner en el valle, diseñadas para una, dos, tres personas, donde vivía tan poca gente, que se aislaba deliberadamente de los suyos. ¿Por qué?

La familia usaba el aislamiento como castigo. Un niño desobediente a quien se dejaba solo en una habitación pequeña durante diez minutos, emergía arrepentido, sin traza de rebeldía. Habían utilizado el aislamiento para castigar a David. Los doctores conocían la historia completa de los últimos meses que David había pasado entre ellos. Cuando se transformó en una amenaza lo habían aislado de forma permanente. Un castigo terrible. Y sin embargo, esos otros hombres del distante pasado habían buscado la soledad y Ben no entendía por qué.

CAPITULO XIII

Hacía dos días que estaba lloviendo; el viento soplaba a treinta nudos y aumentaba.

—Tendremos que sacar la barca del agua —dijo Lewis.

Habían cubierto la barca con telas enceradas, pero el agua se filtraba y de vez en cuando una ola reventaba contra la quilla y entraba. Con más y más frecuencia, cosas pesadas rozaban el casco y lo golpeaban.

Molly bombeaba y visualizaba el río detrás de ellos. Hacía unas horas habían visto un banco; desde entonces no habían encontrado un lugar donde desembarcar a salvo.

—Una hora —dijo Lewis, como si respondiera a sus pensamientos—. En una hora podríamos volver a ese banco.

— ¡No podemos quedarnos aquí! —Le respondió Harvey—. ¡No seas idiota! ¡Nos vamos a hundir!

— ¡No volveré!

— ¿Qué te parece, Ben? —preguntó Lewis.

Estaban apiñados en la proa; Molly estaba en la parte central, dándole a la bomba, tratando de olvidar sus músculos doloridos. La barca se estremeció con un nuevo impacto y Ben asintió.

—No podemos quedarnos aquí. Tampoco será un paseo volver a bajar.

—Intentémoslo —dijo Lewis, poniéndose en pie.

Estaban todos mojados, tenían frío y sentían miedo. Tenían a la vista los remolinos del Shenandoah, donde desembocaba en el Potomac, y esos mismos remolinos que casi los habían hundido en la primera etapa del viaje, ahora amenazaban con partir la barca en dos.

No podrían acercarse al Shenandoah hasta que la inundación cesara.

—Thomas, releva a Molly en la bomba. Y recuerda, Thomas, ¡no pienses en nada más que en bombear! ¡Y sigue haciéndolo!

Molly se puso de pie y siguió achicando hasta que Thomas estuvo en su sitio, pronto para continuar sin interrupción. Cuando se dirigió al remo de popa, Lewis dijo: —Ve a proa.

Volvieron a colocar los remos; la lluvia los golpeaba y Thomas le dio a la bomba con más fuerza. El agua les mojaba los pies, y cuando soltaron las amarras la barca se inclinó. El agua que había dentro se balanceaba.

— ¡Tronco! ¡Viene muy rápido! ¡A las ocho! —gritó Molly.

La barca viró y se lanzó hacia adelante y se deslizaba por el río, yendo más rápido que el tronco, que había quedado a su izquierda.

— ¡Tocón! ¡A las doce! ¡Veinte metros!

Molly apenas tuvo tiempo de gritar las palabras. Se desviaron a la izquierda y pasaron volando junto al tocón. La inundación lo había cambiado todo. El tocón estaba en tierra cuando habían pasado por allí. La corriente ganaba fuerza y lucharon para no desviarse.

— ¡Árbol! ¡A la una! ¡Veinte metros!

Viraron de nuevo y ahora el tronco que los seguía se acercó peligrosamente.

— ¡Tronco! ¡A las nueve! ¡Tres metros!

Y así siguieron en la cegadora lluvia, corriendo ante una costa recién creada, manteniéndose emparejados con el enorme tronco que giraba a su lado. Súbitamente, Molly vio el banco y gritó: — ¡Tierra! ¡A las dos! ¡Veinte metros!

Se dirigieron directamente a la costa. La barca se arrastró sobre algo que estaba oculto en las aguas barrosas y la parte delantera giró nuevamente hacia el río. Se balanceó violentamente y el agua entró por la borda. Lewis y Ben saltaron rápidamente y con el agua hasta el pecho vadearon hasta la costa, arrastrando la barca, que se deslizó sobre el barro y las piedras, y entonces los demás saltaron al agua y la arrastraron más arriba, hasta que quedó en seco, torcida pero a salvo, por el momento.

Molly se tendió en el lodo, jadeando, hasta que Lewis dijo: —Tenemos que llevarla más arriba. El río está subiendo.

Llovió toda la noche y tuvieron que mover la barca por segunda vez. Luego la lluvia paró y salió el sol, y esa noche heló.

Ben volvió a disminuir las raciones. La tormenta les había costado cinco días más, y como el río corría más rápido cuando volvieron a él, su progreso era más lento que nunca.

Thomas era el que estaba peor, pensó Ben. Estaba encerrado en sí mismo, hundido en una depresión de la que nadie podía sacarlo. Jed era quien lo seguía. Con el tiempo, sin duda, sus síntomas serían tan graves como los de Thomas. Harvey estaba irritable; se había vuelto taciturno y desconfiaba de todos. Sospechaba que Ben y Lewis robaban alimentos y los vigilaba atentamente a la hora de la comida. Molly estaba demacrada y parecía embrujada; sus ojos iban siempre hacia el sur, hacia el hogar, y parecía estar escuchando, siempre escuchando. Lewis se dedicaba a preservar la barca, pero cuando dejaba de trabajar su gran cara tenía la misma expresión: escuchaba, vigilaba, aguardaba. Ben no podía juzgar sus propios cambios. Pero sabía que existían. A menudo levantaba bruscamente los ojos, seguro de que alguien había pronunciado suavemente su nombre, pero no había nadie cerca, nadie le prestaba atención. A veces tenía la sensación de que existía un peligro que no veía, algo suspendido sobre él que le hacía mirar al cielo, buscar en los árboles. Pero nunca pudo ver nada…

De pronto se preguntó cuándo se había detenido toda la actividad sexual. En Washington, o inmediatamente después de la partida. Había decidido que así no servía. Era demasiado difícil fingir que los otros hombres eran sus hermanos; finalmente resultaba muy poco satisfactorio. De algún modo, había sido mejor con Molly, aunque no fuera más que porque no había tenido que fingir, pero aun eso había fracasado. Dos personas tratando de transformarse en una, y ninguna de las dos sabía bien qué quería o necesitaba la otra. O quizá el hambre mataba el deseo sexual. Escribió en sus cuadernos de notas.

Molly, observándolo, sintió como si un muro transparente la separara de todos los seres vivos de la Tierra. Nada podía atravesar el muro, nada podía tocarla, y aunque la sensación le había causado un terror, siempre presente, ahora sólo la confundía. Cada día estaban un poco más cerca de casa y, curiosamente, no parecía ser por sus propios esfuerzos, sino a causa de una irresistible atracción. Eran impotentes para no volver. La atracción era firme y los arrastraba, tal como ellos habían arrastrado la barca por la ribera para salvarla de la inundación. Sus acciones eran intuitivas. ¿Y el terror? Ella no conocía su origen, sólo que las ondas de terror la recorrían inesperadamente y, cuando sucedía se sentía débil y helada. Sentía cómo se endurecían sus músculos faciales durante esos momentos y tenía conciencia de que su corazón saltaba, se detenía, se apresuraba.

Y con frecuencia, cuando había estado remando mucho tiempo, sucedía otra cosa y sentía un alivio. En esos momentos recibía unas extrañas visiones, extraños pensamientos que parecían imposibles de traducir en palabras. Miraba a su alrededor, maravillada, y el mundo que veía era desconocido, las palabras que hubiese usado para describirlo inútiles; sólo el color podría servir, el color y la línea y la luz. El terror desaparecía y una dulce paz la llenaba. Gradualmente, la paz dejaba lugar a la fatiga y el hambre y el miedo, y luego podía burlarse de sí misma y de sus visiones y, mientras se burlaba, desear que volvieran a ocurrir.

A veces, cuando estaba a proa vigilando los escollos, era como si estuviese sola con el río, que parecía tener una voz y una infinita sabiduría. La voz murmuraba demasiado suavemente para distinguir las palabras, pero los ritmos eran inequívocos: hablaba. Un día lloró porque no entendía lo que le estaba diciendo. La mano de Ben en su hombro la despertó y lo miró sin verlo.

— ¿Tú también lo oyes? —preguntó, en voz tan baja como él rió.

— ¿Qué? —El parecía demasiado brusco, demasiado duro, y se alejó de él—. ¿Qué quieres decir?

—Nada, nada. Estoy cansada.

— ¡Molly, no oigo nada! ¡Y tú no oíste nada! Vamos a descansar, a estirar las piernas. Bebe un poco de té.

—Muy bien —dijo ella y lo siguió. Pero se detuvo—. ¿Qué es lo que hemos oído, Ben? No ha sido el río, ¿verdad?

— ¡Te he dicho que no he oído nada! —Se alejó de ella y se puso a proa, para guiar a los hombres que remaban.

Cuando tomaron la última curva del río y llegaron a los campos familiares, habían estado alejados de sus hermanos y hermanas durante cuarenta y nueve días. Thomas y Jed estaban inconscientes por los fármacos. Los otros remaban mecánicamente, hambrientos, con los ojos opacos, obedeciendo a un impulso más fuerte que la orden del cuerpo de detenerse. Cuando las barcas pequeñas se acercaron y otras manos cogieron las sogas y los remolcaron hasta el muelle, continuaron mirando hacia adelante, sin creer aún, soñando un sueño recurrente en el que esto sucedía una y otra vez.

Molly fue puesta en pie y llevada a la costa. Miró con fijeza a sus hermanas, que eran extrañas para ella. Y eso también era un sueño recurrente, una pesadilla. Vaciló y agradeció la oscuridad que descendió sobre ella.

La luz del sol iluminaba suavemente la habitación cuando Molly abrió los ojos; era muy temprano y el aire era fresco y puro. Había flores por todas partes. Había asteres y crisantemos púrpura, amarillo, blanco cremoso. Había dalias del tamaño de platos, rosa fuerte, escarlata. La cama estaba absolutamente inmóvil; el agua no golpeaba contra ella, no se balanceaba. Se sintió limpia, caliente, seca.

—Me ha parecido oírte —dijo alguien.

Molly miró al otro lado de la cama. Miri o Meg o… No sabía quién era.

—Marta ha ido a buscar tu desayuno —dijo la chica.

Miriam se acercó y se sentó en la cama.

— ¿Cómo estás?

—Estoy bien. Me levantaré.

—No; desde luego que no. Primero el desayuno, después un masaje y manicura y cualquier otra cosa que pueda hacer que te sientas cómoda y entonces, si no vuelves a dormirte, podrás levantarse. —Miriam rió cariñosamente cuando Molly intentó incorporarse y se dejó caer nuevamente.

—Has dormido dos días seguidos —dijo Miri o Meg o quienquiera que fuese—. Barry vino cuatro veces a ver cómo estabas. Dijo que tienes que dormir y comer todo lo que puedas.

Había vagos recuerdos de incorporarse, beber caldo, ser bañada, pero los recuerdos eran confusos.

— ¿Los otros están bien? —preguntó.

—Están todos muy bien —dijo Miriam, calmándola.

— ¿Y Thomas?

—Está en el hospital, pero se pondrá bien.

Durante muchos días la trataron como a un bebé; sus manos llenas de ampollas cicatrizaron y dejó de dolerle la espalda y recuperó parte del peso que había perdido.

Pero había cambiado, pensó, estudiándose en el gran espejo que había en la habitación. Por supuesto, aún estaba delgada y demacrada. Miró el rostro liso de Miri y supo que la diferencia estaba en otro lado. Miri parecía vacía. Cuando la animación desaparecía, cuando ya no estaba riendo o hablando, no había nada allí. Su rostro era una máscara que no ocultaba nada.

— ¡Nunca más dejaremos que te alejes de nosotras! —susurró Marta, acercándose a ella. Las otras aprobaron con vehemencia.

—Pensaba en ti cada día, cada minuto —dijo Miri.

—Y todas juntas pensábamos en ti cada noche, después de la cena. Nos sentábamos en círculo, en la esterilla, y pensábamos en ti —dijo Melissa.

—Especialmente cuando pasó tanto tiempo —dijo Miri en un murmullo—. Teníamos tanto miedo. Te llamábamos y te llamábamos silenciosamente, pero todas juntas. Te llamábamos una y otra vez, para que volvieras a casa.

—Os oía —dijo Molly. Su voz sonó áspera. Vio que Miriam meneaba la cabeza mirando a las hermanas y éstas callaron—. Todos os oíamos llamar. Nos trajisteis a casa.

No le habían preguntado nada del viaje, de Washington, de los cuadernos de dibujo que habían desempacado y debían de haber visto. Varias veces había comenzado a hablar del río, de las ruinas, y cada vez había fracasado. No había modo de hacerles entender. Ahora tendría que ponerse a trabajar con los bocetos, usándolos como guía y dibujando en detalle lo que había visto, el viaje, desde el principio hasta el final. Pero no quería hablar de eso. En cambio, hablaban del valle y de lo que había sucedido durante las siete semanas de ausencia de Molly. Nada, pensó. Absolutamente nada. Toda era como había sido siempre.

Las hermanas habían sido excusadas de sus tareas, para ayudar a la recuperación de Molly. Charlaban y cotilleaban, se pusieron al día con la costura, pasearon y leyeron juntas, y a medida que Molly recuperaba sus fuerzas, jugaron juntas en la esterilla, en el centro de la habitación. Molly no tomaba parte en los juegos. A fines de semana, cuando extendieron la esterilla, Miriam sirvió copitas de vino ambarino y brindaron por Molly y la llevaron a la esterilla con ellas. Su cabeza giraba agradablemente y miró a Miriam, quien le sonrió.

Cuán hermosas son las hermanas, pensó, cuan sedosos sus cabellos, qué suave su piel; cada cuerpo era inmaculado, perfecto.

—Has estado lejos tanto tiempo —susurró Miriam.

—Hay algo que aún está allá, en el río —dijo Molly tontamente, sintiendo ganas de llorar.

—Tráelo aquí, cariño. Estírate y trae de vuelta todas las partes de ti.

Y lentamente se estiró para coger esa otra parte de sí misma, la parte que había observado y escuchado y le había proporcionado paz. Esa era la parte que había construido el muro duro y transparente, pensó distante. El muro había sido construido para protegerla, y ahora lo estaba derribando de nuevo.

Sintió que se deslizaba por el río volando sobre las aguas, que ora eran pardas y formaban remolinos, ora eran verdes y lisas e invitadoras, ora espuma blanca cuando chocaban contra las rocas… Se apresuró por el río y trató de hallar ese otro ser para ahogarlo y volver a ser un todo con sus hermanas… Encima de su cabeza los árboles murmuraban y debajo de ella el agua susurraba respuestas y ella estaba en el medio, sin tocar nada, y supo que cuando encontrara a ese otro ser tendría que matarlo, destruirlo totalmente, porque si no, los murmullos no desaparecerían nunca. Y pensó en la paz que había hallado y en las visiones que había tenido.

¡Todavía no!, gritó silenciosamente, y detuvo su carrera por el río y una vez más estaba en la habitación de sus hermanas. Todavía no, pensó nuevamente, en silencio. Abrió los ojos y le sonrió a Miriam, que la observaban ansiosamente.

— ¿Estás bien ahora? —preguntó Miriam.

—Todo está bien —dijo Molly y en algún lugar pensó que oía esa otra voz murmurando suavemente antes de desaparecer. Se estiró y rodeó el cuerpo de Miriam con los brazos y la atrajo a la esterilla y acarició su espalda, su cadera, su muslo.

—Todo está bien —murmuró de nuevo.

Más tarde, mientras las demás dormían, se puso de pie, temblando, junto a la ventana, y miró hacia el valle. El otoño había llegado muy temprano. Cada año llegaba un poco antes. Pero la gran habitación estaba tibia; su temblor no era consecuencia de la estación ni del aire nocturno. Pensó en los juegos de la esterilla y se le llenaron los ojos de lágrimas. Las hermanas no habían cambiado. El valle no había cambiado. Pero todo era diferente. Sabía que algo había muerto. Otra cosa había nacido y eso la atemorizaba y la aislaba más que la distancia y el río.

Miró las formas borrosas en las camas y se preguntó si Miriam sospechaba. El cuerpo de Molly había respondido; había reído y llorado con las otras y si una parte de sí misma no se había comprometido, otra parte, viva y vigilante, no había interferido.

Podría haberlo hecho, pensó. Podría haber destruido la otra parte, con la ayuda de Miriam y de las hermanas. Tendría que haberlo hecho, pensó y se estremeció de nuevo. Sus pensamientos eran caóticos; algo había venido a vivir con ella, algo vagamente amenazador que, sin embargo, podía darle la paz. Es el comienzo de la locura, pensó, agitada. Se volvería incoherente, gritaría por nada, trataría de hacer daño a los demás o a sí misma. Ó quizá iba a morir. Paz eterna. Pero lo que había sentido no era sólo la ausencia del dolor y el miedo, sino la paz que se siente después de un gran logro.

Y supo que era importante dejar venir las visiones, encontrar tiempo para estar sola y permitirles que la llenaran. Pensó en las hermanas, desesperada; nunca volverían a permitirle estar sola. Juntas eran algo completo; la ausencia de una descompletaba a las demás. La llamarían y la llamarían.

CAPITULO XIV

La cosecha ya había sido recogida; las manzanas colgaban rojas y pesadas en los árboles y los arces resplandecían como antorchas contra el infinito cielo azul. Los sicomoros y los abedules estaban dorados y el rojo de los zumaques se oscurecía hasta volverse casi negro. Por las mañanas, cada hoja de hierba estaba helada: brillaba hasta que el sol derretía el hielo. La pasión de los colores otoñales nunca había sido tan intensa, pensó Molly. ¡Cómo cambiaba la luz debajo de los arces! ¡Y el pálido resplandor que rodeaba a los sicomoros!

— ¿Molly? —La voz de Miriam la alejó de la ventana y se volvió, sin ganas—. Molly, ¿qué estás haciendo?

—Nada. Pensando en el trabajo de hoy. Miriam hizo una pausa.

— ¿Te llevará mucho más tiempo? Te echamos de menos.

—Creo que no —dijo Molly, dirigiéndose a la puerta. Miriam se movió ligeramente; su movimiento fue suficiente para que Molly volviera a detenerse.

—Dos o tres semanas más —dijo apresuradamente Molly, que no deseaba sentir la mano de Miriam en su brazo.

Miriam asintió. Había pasado el momento en que podría haber tocado a Molly, haberla abrazado. Estaba desconcertada. Una y otra vez, cuando deseaba abrazar a Molly, el momento pasaba, como había pasado ahora y se mantenían a distancia, sin tocarse.

Molly la dejó en la habitación y Miriam se dirigió al hospital.

— ¿Estás muy ocupado? —Preguntó, en la puerta de la habitación de Ben—. Me gustaría hablar contigo.

— ¿Miriam? —La inflexión fue automática, como el ligero gesto de asentimiento de ella. Sólo Miriam acudiría sola; una hermana más joven hubiese sido acompañada por ella—. Entra. Es por lo de Molly, ¿no?

—Sí. —Ella cerró la puerta y se sentó frente al escritorio, que estaba cubierto de papeles, notas, el cuaderno de anotaciones médicas que había llevado en el viaje. Ella miró los papeles y después al hombre y pensó que él también estaba diferente. Como Molly. Como todos los que se habían alejado.

—Me dijiste que volviera si no mejoraba. Está peor que antes. Hace infelices a todas las hermanas. ¿Puedes hacer algo por ella?

Ben suspiró, se recostó en su silla y miró el cielorraso.

—Llevará tiempo.

Miriam meneó la cabeza.

—Ya me lo imaginaba. ¿Cómo están Thomas y Jed? ¿Cómo estás tú?

—Mejorando —dijo Ben sonriendo apenas—. Ella también se pondrá bien. Créeme, Miriam; así será.

Miriam se inclinó hacia él.

—No te creo. No creo que quiera volver a nosotras. Se resiste. Si de ahora en adelante va a estar así, preferiría que no hubiese vuelto. Es muy difícil para las otras hermanas.

Estaba muy pálida y le temblaba la voz; le dio la espalda a Ben.

—Hablaré con ella —dijo Ben.

Miriam sacó un papel del bolsillo. Lo abrió y lo puso encima del escritorio.

—Mira esto. ¿Qué significa?

Eran las caricaturas de los hermanos que Molly había hecho al comienzo del viaje. Ben las estudió, la suya en particular. ¿Realmente tendría una expresión tan seria? ¿Tan decidida? Y seguramente sus cejas no eran tan gruesas y amenazadoras.

—Se está burlando de nosotros. No tiene derecho a reírse así de sus hermanos —dijo Miriam—. Pasa todo el tiempo observando, observando a sus hermanas mientras trabajan y juegan. No participa si no le doy vino y aun entonces siento una diferencia. Siempre está observando. A todos.

Ben alisó el dibujo y preguntó: — ¿Qué te propones, Miriam?

—No lo sé. Haz que deje de trabajar en los dibujos del viaje. Eso mantiene su cabeza en el viaje, en lo que sucedió. Haz que se una a sus hermanas en sus tareas cotidianas, como antes. No dejes que se aísle durante horas en ese cuartito.

—Tiene que estar sola para hacer los dibujos —dijo Ben—. Como yo tengo que estar solo para escribir mi informe y Lewis tiene que estar solo para juzgar la capacidad de la barca y los cambios que necesita.

—Pero tú y Lewis y los otros lo hacéis porque debéis; ella lo hace porque quiere. ¡Quiere estar sola! Busca excusas para quedarse sola y trabaja en otras cosas, no sólo en los dibujos del viaje. ¡Haz que te deje entrar en ese cuarto, y que te muestre lo que ha estado haciendo!

Ben asintió lentamente: —Iré a verla hoy —dijo.

Cuando Miriam se marchó, Ben estudió nuevamente los dibujos, sonriendo. Ciertamente los había captado, pensó. Cruel, fría y fielmente. Dobló el papel, lo guardó en su bolsillo y pensó en Molly y en los demás.

Había mentido acerca de Thomas. No había vuelto a la normalidad y quizá no volvería nunca. Dependía casi totalmente de sus hermanos. Se negaba a separarse de ellos, aun momentáneamente y dormía con uno u otro todas las noches. Jed estaba un poco mejor, pero también él necesitaba aliento constante.

Lewis no parecía afectado por el viaje. Había salido de esta vida y había vuelto a entrar en ella casi con indiferencia. Harvey estaba nervioso, pero menos que la semana anterior y mucho menos que cuando había vuelto a reunirse con sus hermanos. Eventualmente, se pondría bien.

Y él, Ben. ¿Cómo está Ben?, se preguntó burlón. Decidió que se había recuperado.

Fue a hablar con Molly. Le habían dado una habitación en la zona administrativa del hospital. Golpeó ligeramente a la puerta y entró antes de que le respondiera. Las puertas eran cerradas en muy pocas oportunidades durante el día, pero parecía natural que ella lo hiciera, tal como le parecía natural a él cerrar la suya mientras trabajaba. La miró un momento. ¿Había deslizado algo debajo del papel que había en el tablero de dibujo? No estaba seguro. Molly estaba sentada de espaldas a la ventana, frente al tablero inclinado.

—Hola, Ben.

— ¿Puedes dedicarme unos minutos?

—Sí. Te manda Miriam, ¿verdad? Pensé que lo haría.

—Tus hermanas están muy preocupadas por ti.

Ella miró el tablero y tocó un papel.

Había cambiado, pensó Ben. Nadie podría confundirla con Miriam u otra de las hermanas. Rodeó la mesa y miró el dibujo. Su cuaderno estaba abierto en una hoja llena de apresurados bocetos de edificios, calles destruidas, montañas de escombros. Por un momento tuvo la curiosa sensación de estar allí, viendo la devastación, la tragedia de una época perdida; Molly tenía el poder de poner las imágenes de su mente en el papel. Se volvió y miró las colinas que ahora eran manchas de color iluminadas por el sol.

Mirándolo, Molly pensó: ni Thomas ni Jed querían hablar con ella. Thomas la huía como si tuviera la peste y Jed recordaba otras cosas, cosas urgentes que tenía que hacer; Harvey hablaba mucho y no decía nada. Y Lewis estaba demasiado ocupado.

Pero con Ben podía hablar, pensó. Podían revivir juntos el viaje, podían tratar de entender qué había sucedido, porque lo que le había sucedido a ella le había sucedido a él también. Lo veía en su cara, en la forma en que había dado la espalda bruscamente a su dibujo. Había algo dentro de él dispuesto a despertar, dispuesto a susurrar, si él lo permitía, igual que le susurraba a ella y había cambiado el mundo que veía. A ella no le hablaba con palabras sino con colores, con símbolos que no entendía, con sueños, con visiones que pasaban velozmente por su cabeza. Lo miró, allí de pie con el sol iluminándolo. La luz daba en su brazo de forma tal que cada vello era dorado, un bosque de árboles dorados en una llanura marrón. El se movió y el crepúsculo en la llanura hizo que los árboles se volvieran negros.

—Hermanita —comenzó él, y ella sonrió y meneó la cabeza.

—No me llames así —dijo—. Llámame… lo que quieras, pero así no.

Lo había puesto nervioso; frunció el ceño y su rostro perdió toda expresión.

—Molly —dijo—. Llámame Molly.

Pero ahora, él no sabía qué era lo que iba a decirle. La diferencia estaba en su expresión, pensó súbitamente. Su físico era idéntico al de Miriam y las otras hermanas; lo que cambiaba era la expresión. ¿Parecía más madura, más templada? No era eso, pero era algo parecido. Decidida. Más profunda.

—Quiero verte regularmente durante un tiempo —dijo Ben bruscamente. No era lo que había empezado a decir; ni siquiera había pensado semejante cosa.

Molly asintió lentamente.

El dudaba, todavía, sin saber qué más decir.

—Dime cuándo —dijo dulcemente Molly.

—Lunes, miércoles y sábados, después de comer —dijo bruscamente. Tomó nota en su cuaderno.

— ¿Empezamos hoy? ¿O espero hasta el miércoles?

Se estaba burlando de él, pensó irritado y cerró el cuaderno de un golpe. Giró y se dirigió hacia la puerta.

—Hoy —dijo.

La voz de Molly lo detuvo en la puerta.

— ¿Crees que me estoy volviendo loca, Ben? Es lo que piensa Miriam.

El se quedó con la mano en el picaporte, sin mirarla. La pregunta lo sobresaltó. Debía tranquilizarla, lo sabía, decir algo calmante, algo acerca de la gran preocupación de Miriam, algo.

—Inmediatamente después de comer —dijo bruscamente, y se marchó.

Molly recuperó el papel que había deslizado debajo del dibujo de Washington y lo estudió un rato con los ojos entrecerrados. Era el valle, distorsionado para que cupieran el viejo molino, el hospital y la granja Sumner, alineados de forma que sugirieran una vinculación. Pero no estaba bien, y ella no sabía por qué. Había unas marcas disimuladas donde habría gente en el dibujo: un grupo en el molino, más en la entrada del hospital, un grupo en el campo detrás de la vieja casa. Borró las marcas y boceto muy ligeramente una figura única, un hombre, de pie en el campo. Dibujó otra figura, una mujer, yendo del hospital hacia la casa. El problema eran los tamaños, pensó. Los edificios, especialmente el molino, eran tan grandes, las figuras tan chicas, empequeñecidas por las cosas que habían hecho. Pensó en los esqueletos que había visto en Washington; un cuerpo reducido a los huesos era aún más pequeño. Haría sus figuras enflaquecidas, casi esqueléticas, despojadas…

Súbitamente arrancó el papel, lo arrugó formando una pelota y lo tiró a la papelera. Se cubrió la cara con las manos.

Celebrarían una “Ceremonia de los Perdidos” para ella, pensó vagamente. Las hermanas serían consoladas por los demás y la fiesta duraría hasta el amanecer, mientras todos demostraban su solidaridad ante la terrible pérdida. A la luz del sol naciente, las hermanas sobrevivientes unirían sus manos formando un círculo y después de eso, dejaría de existir para ellas. Ya no las atormentaría con su rareza, con su distancia. Nadie tenía derecho a causar infelicidad a los hermanos y hermanas, pensó. Nadie tenía derecho a existir si su existencia era una amenaza para la familia. Esa era la ley.

Se reunió con sus hermanas para almorzar en la cafetería y trató de compartir su alegría mientras hablaban de la fiesta de presentación de las hermanas Julie esa noche.

—Recordadlo —dijo Meg riendo maliciosamente—; por muchas ofertas que recibamos, no aceptéis ningún brazalete. Y quien vea primero a los hermanos Clark, que les ponga un brazalete, antes de que puedan detenerla.

Rió roncamente. Dos veces habían tratado de atrapar a los hermanos Clark y dos veces otras hermanas les habían ganado. Esta noche se separarían y se apostarían a lo largo del sendero que llevaba al auditorio, para aguardar a los jóvenes hermanos Clark, cuyas mejillas aún tenían pelusa, que habían entrado en el mundo adulto sólo el otoño pasado.

—Todos gritarán “¡Trampa!” —dijo Miriam, protestando débilmente.

—Ya lo sé —dijo Meg, riendo de nuevo.

Melissa rió con ella y Marta sonrió mirando a Molly.

—Tú aguarda en el sendero junto al molino. —Sus ojos despedían chispas—. Tengo los brazaletes prontos. Son rojos, con seis campanillas plateadas. ¡Cómo sonará, el que obtenga el brazalete!

Las seis campanillas significaban que todas las hermanas invitaban a todos los hermanos.

Por toda la cafetería había grupos como el suyo, pensó Molly mirando a su alrededor. Pequeños grupos de gente, todos conspirando, planeando sus conquistas con alegría, armando trampas… Todos idénticos, pensó, como muñecos.

Las hermanas Julie tenían cabellos rubios y largos, sostenidos por tiaras de flores rojas. Habían elegido túnicas largas que arrastraban por detrás y se levantaban en la parte delantera, con drapeados que subrayaban deliciosamente sus pechos. Eran tímidas, sonrientes; decían poco y no comían nada. Tenían catorce años.

Molly alejó sus ojos de ellas y sintió angustia. Hace seis años había estado allí de pie, sonrojada, atemorizada y orgullosa, llevando el brazalete de los hermanos Henry. Los hermanos Henry, pensó súbitamente. Su primer hombre había sido Henry, y lo había olvidado. Miró el brazalete que había en su brazo izquierdo y volvió a desviar la vista. Una de las hermanas había llegado primero a Clark y más tarde Molly y sus hermanas jugarían en la esterilla con los hermanos Clark. Aún tan suaves; sus caras eran tan suaves como las de las Julie.

La gente estaba tratando de igualar los brazaletes ahora y hubo muchas risas mientras todos se demoraban por las largas mesas, buscando pretextos para examinar mutuamente sus brazaletes.

— ¿Por qué no has venido esta tarde a mi oficina?

Molly se dio la vuelta y encontró a Ben a su lado.

—Lo olvidé —dijo.

—No lo olvidaste.

Molly miró hacia abajo y vio que Ben sólo llevaba su propio brazalete. Era liso, de hierba, tejido sin adornos, sin el símbolo de los hermanos. Lentamente, sin mirarlo, comenzó a arrancar las campanillas de su propio brazalete y cuando sólo quedó una lo quitó de su brazo y lo puso en el de él. Por un momento él se resistió, pero luego tendió la mano y el brazalete se deslizó por encima de sus nudillos y el hueso de su muñeca. Sólo entonces Molly lo miró a la cara. Era una máscara… dura, desconocida, atemorizadora. Si pudiera arrancar la máscara, pensó, encontraría algo diferente.

Abruptamente Ben asintió, se dio la vuelta y la dejó. Lo miró alejarse. Miriam y las otras se enfadarían, pensó. Ahora sobraría un hermano Clark. No importaba; pero Miriam había contado con que todas participarían y ahora habría uno de más.

Las hermanas Julie bailaban con los hermanos Lawrence, de a dos, y Molly sintió una punzada de tristeza. Lewis era fértil y quizá otros de su grupo lo fueran también. Si una de las hermanas Julie concebía y era enviada al recinto de las criadoras, su próxima fiesta sería la Ceremonia de los Perdidos. Las observó y no se dio cuenta de cuál era Lewis, cuál Lawrence, Lester…

Bailó con Barry, después con Meg y Justin, después con Miriam y Clark y de nuevo con Meg y Melissa y dos hermanos Jeremy, pero no con Jed, de pie contra la pared y observando ansiosamente a sus hermanos. Los otros hermanos tenían muchos brazaletes en las muñecas. Pobre Jed, pensó Molly y casi deseó haberle dado el suyo.

Se sentó con Marta y Curtís y comió un bocadillo de carne picada y bebió un poco más del vino ambarino que hacía girar deliciosamente su cabeza. Luego bailó con una de las hermanas Julie, que tenía un aspecto solemne, ahora que se acercaba el momento. Muy pronto, los hermanos Lawrence las reclamarían por el resto de la noche.

La música cambió. Uno de los hermanos Lawrence reclamó a la chica con quien había bailado Molly.

Molly sintió un golpecito en el brazo y se volvió para encontrarse con Ben. No sonreía. Le tendió el brazo y bailaron, sin hablar, sin sonreír. La llevó bailando hasta una mesa donde se detuvieron y le dio un vasito de vino. Bebieron en silencio y después salieron del auditorio. Molly vio apenas la cara de Miriam mientras se marchaban. Desafiante, irguió más aún la espalda, levantó la cabeza y salió a la fría noche con Ben.

CAPITULO XV

—Me gustaría sentarme un rato junto al río —dijo ella.

— ¿Tienes frío? —preguntó Ben, y cuando Molly dijo que sí, buscó capas para ambos.

Molly observó las aguas pálidas, cambiantes, siempre cambiantes y siempre las mismas y sintió a Ben muy cerca, sin tocarla, sin hablar. Unas tenues nubes se perseguían ante la luna casi llena. Pronto estaría llena, la luna de las cosechas, el final del veranillo. La luna estaba tan bien delineada, era tan poco ambigua, pensó. Un tazón deformado, como un artefacto hecho por manos inexpertas que mejorarían con la práctica.

En el río, la luna se movía, se separaba en líneas largas y brillantes que se partían y volvían a unirse, formaban una ancha banda luminosa y volvían a quebrarse. Al golpear contra la costa la voz del río era dulce, llena de secretos.

— ¿Tienes frío? —volvió a preguntar Ben. Su rostro estaba pálido a la luz de la luna; sus cejas parecían más oscuras que a la luz del día, más recias, más pesadas. Quizá fruncía el ceño mientras la miraba; era difícil saberlo. Ella dijo que no con la cabeza y él volvió a mirar el río.

El río estaba vivo, pensó Molly, y cuando creías que lo conocías cambiaba y mostraba otro aspecto, otro estado de ánimo. Esta noche estaba prometedor, lleno de proyectos y aunque sabía que las promesas eran falsas, oía la voz persuasiva que le susurraba cosas, sentía la atracción del río.

Y Ben pensó en el río hinchado durante la inundación, cubriendo gravilla y rocas, deshaciéndose en espuma contra los peñascos. Vio nuevamente la pequeña hoguera en la orilla y la figura de la chica junto al fuego, recortada contra el agua brillante mientras los hermanos arrastraban la barca cuesta arriba.

—Siento no haber ido hoy —dijo ella de pronto, en voz baja—. Llegué casi hasta tu puerta y no seguí adelante. No sé por qué.

Una carcajada llegó desde el auditorio y él deseó que se hubiesen alejado más antes de detenerse. Una nube cubrió la cara de la luna y el río se volvió negro; sólo quedó su voz y el olor peculiar del agua fresca. — ¿Tienes frío? —volvió a preguntar él, como si la luz de la luna hubiese tenido una tibieza ahora perdida. Ella se acercó más a Ben.

—Cuando volvíamos —dijo dulcemente— oía que el río me hablaba, y los árboles y las nubes. Supongo que serían el cansancio y el hambre, pero los oía realmente, aunque la mayoría de las veces no entendía sus palabras. ¿Tú los oías, Ben?

El meneó la cabeza, y aunque ahora no podía verlo, con la nube que cubría la cara de la luna, ella supo que negaba las voces. Suspiró.

— ¿Qué pasaría si tuvieras una idea, algo que quisieras hacer tú solo? —preguntó ella después de un momento.

Ben se movió, inquieto.

—Sucede —dijo cuidadosamente—. Lo discutimos y, en general, salvo que haya una buena razón, escasez de equipo o de provisiones, algo así, quien tiene la idea la lleva adelante.

Ahora la nube había liberado a la luna; su luz parecía más brillante después de la breve oscuridad. — ¿Y si los otros no ven el interés de la idea? —preguntó Molly.

—Eso significaría que carece de valor, y nadie querría perder tiempo en ella.

—Pero ¿y si fuera una cosa que no se pudiera explicar exactamente, algo que no se pudiera decir con palabras?

— ¿Qué es lo que quieres preguntarme, Molly? —preguntó Ben, volviéndose hacia ella. Su cara estaba tan pálida como la luna, tenía sombras oscuras en vez de ojos y su boca negra no sonreía. La miró y la luna se reflejó en sus ojos y pareció luminosa, como si la luz viniera de su interior, y él comprendió que Molly era bellísima. Nunca se había dado cuenta de eso, y ahora le chocó que se formara el pensamiento, que se viera obligado a reconocerlo.

De golpe, Molly se puso en pie.

—Te lo mostraré —dijo—. En mi cuarto.

Anduvieron hasta el hospital uno junto al otro, sin tocarse, y Ben pensó: claro que las hermanas Miriam eran bellísimas, la mayoría de las hermanas lo eran. Igual que la mayoría de los hermanos eran guapos. Era algo dado. No tenía significado.

Ella bajó la cortina de la ventana de su cuartito y dejó la capa en la silla, junto a la mesa de dibujo. Luego sacó unos dibujos y los separó. Finalmente, le dio uno.

Era una mujer, desconocida pero vagamente familiar. Sara, comprendió; cambiada, pero Sara. Junto a ella, unos espejos se prolongaban hasta el infinito y en cada espejo había otra mujer, cada uno era Sara, pero no había dos iguales. Aquí la boca se contraía, allí sonreía, otra reía abiertamente, otra tenía cabellos grises y arrugas… Miró a Molly, atónito.

Ella le dio otro dibujo. Había un árbol, nada más. Un árbol que nacía en un peñasco. Una cosa imposible, que lo inquietó.

Otro dibujo. Ella se lo tendió. Una barquita en un enorme mar que llenaba la hoja de margen a margen. Había una figura solitaria en la barca, tan pequeña que era insignificante, imposible de identificar.

Los dibujos lo inquietaban. Miró a Molly, que estaba al otro lado de la mesa; lo observaba atentamente. Parecía afiebrada, sus mejillas estaban rojas y sus ojos demasiado brillantes.

—Necesito ayuda, Ben —dijo en voz baja y suplicante—. Tienes que ayudarme.

— ¿Qué?

—Ben, tengo que pintar esas cosas. No sé por qué, pero tengo que hacerlo. Y otras más. Pero no puede ser con lápiz y tinta. Necesito colores, luz. ¡Por favor!

Estaba llorando. Ben la miró sorprendido. ¿Este era su secreto, entonces? ¿Quería pintar? Suprimió el impulso de sonreírle, como a un niño que suplica lo que ya es suyo.

Ella leyó su expresión, se sentó y apoyó la cabeza sobre la capa. Cerró los ojos.

—Miriam entiende y mis hermanas también —dijo con tono fatigado, y ahora el color de sus mejillas desapareció y adquirió un aspecto joven y fatigado—. No me dejarán hacerlo.

— ¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en pintar?

—Yo… no les gustan las sensaciones que les causan mis dibujos. Piensan que son peligrosos. Miriam lo piensa y las demás también lo pensarán.

Ben miró la barquita en el interminable océano.

—Pero no tienes por qué pintar éste, ¿no? ¿No puedes hacer otra cosa?

Ella meneó la cabeza. Sus ojos seguían cerrados.

—Si alguien tiene el corazón enfermo, no lo tratas de los oídos porque es más fácil…

Ahora lo miró y no se estaba burlando de él.

— ¿Has hablado con Miriam?

—Cogió algunos dibujos de los hermanos que hice durante el viaje. No le gustaron. Se los guardó. No tengo que hablar con ella ni con las otras. Sé lo que dirán. Sólo les causo preocupaciones, ahora.

Pensó en ellas con los hermanos Clark en la esterilla, riendo, bebiendo vino ambarino, acariciando los suaves cuerpos de hombre niño. No era sexo de grupo, pensó de pronto. Eran varones y hembras separados en trozos, como la luna que se rompía en el río. Las hermanas eran un organismo femenino; los hermanos Clark otro organismo, masculino, y cuando se unieran, el organismo femenino no quedaría totalmente satisfecho porque esa noche no estaba completo. Faltaba una parte del cuerpo, hacía mucho que faltaba. Y esa parte causaba un dolor fantasmal, como un miembro amputado.

—Molly. —La voz de Ben era suave. Le tocó el brazo y ella dio un respingo—. Ven conmigo a mi cuarto. Es muy tarde. Pronto amanecerá.

—No te sientas obligado —dijo ella—. Decidí no decirte nada, por eso no fui hoy a tu oficina. Después, esta noche, pensé que tenía que decírtelo, porque necesito ayuda. Pero no te sientas obligado.

Casi de mala gana, Ben dijo: —Ven conmigo, Molly. A mi cuarto. Quiero que vengas.

CAPITULO XVI

La nieve caía perezosa, silenciosamente; no había viento y el cielo estaba tan bajo que parecía posible tocarlo. La nieve se amontonaba en las superficies, en las ramas de los árboles, en las agujas de los pinos y los cedros. Se había deslizado por la separación que había entre una tubería y el techo del hospital, formando un muro de nieve que pronto se derrumbaría por su propio peso. La nieve cubría la tierra, impoluta, pura, capa sobre capa, de modo que en los lugares donde ningún sol intermitente la derretía y ningún viento la agitaba, su profundidad alcanzaba dos metros, dos metros y medio, tres metros. En medio de la blancura, sombreado en grises y azules, el río parecía negro. Las nubes eran tan densas que la luz que había en la tierra parecía subir desde la nieve. La luz era débil y, a la distancia, la nieve, el cielo y el aire se unían y no había fronteras.

No había fronteras, pensó Molly. Todo era uno. Estaba en la ventana. Detrás de ella aguardaba un caballete en el que había un cuadro, pero ahora no podía pensar en él. La nieve, la extraña luz que venía desde abajo, la unidad de la escena la absorbían.

— ¡Molly!

Se volvió. Miriam estaba en la puerta, llevando todavía el abrigo, con nieve en los hombros y en la capucha.

—Digo que Meg tuvo un accidente. ¿No me oías?

— ¿Accidente? ¿Cómo? ¿Qué pasó?

Miriam la contempló un instante y meneó la cabeza.

—No lo sabías, ¿verdad?

Molly se sintió desorientada, como si fuera una extraña que hubiese llegado recientemente y no comprendiera nada. El cuadro le pareció chillón, feo, sin sentido. Ahora sentía el dolor y el miedo de Meg y la presencia de las hermanas calmándola. La necesitaban, pensó con claridad, y no comprendió por qué, y Meg se desvaneció de sus pensamientos.

— ¿Dónde está? —preguntó—. ¿Qué sucedió? Iré contigo.

Miriam la miró y meneó la cabeza.

—No vengas —dijo—; quédate aquí.

Y se marchó.

Cuando Molly averiguó donde estaba Meg y fue a la habitación del hospital, para acompañar a sus hermanas, no la dejaron entrar.

Ben miró a sus hermanos y se encogió de hombros ante la pregunta: ¿qué iban a hacer con Molly? ¿Exiliarla, como habían exiliado a David? ¿Aislarla en una habitación del hospital? ¿Alojarla con las criadoras…, las madres? ¿Ignorar el problema? Habían discutido todas las alternativas, y ninguna los satisfacía.

—Nada indica que esté mejorando —dijo Barry—. Nada indica que desee llevar una vida normal.

—Como no hay precedentes para una cosa como ésta, lo que decidamos tendrá que ser acertado —dijo Bruce con calma—. Ben: es tu paciente. No has dicho nada. Estabas seguro de que si pintaba mejoraría, pero no ha sido así. ¿Tienes alguna otra sugerencia?

—Cuando pedí autorización para dejar mi trabajo en el laboratorio y estudiar psicología, me fue negada. El resto de los que fuimos a Washington nos hemos recuperado, funcionalmente —añadió con sequedad—. Salvo Molly. No sabemos lo suficiente para entender por qué, ni cómo tratarla, ni si se recuperará alguna vez. Yo digo: démosle tiempo. No es necesaria en la escuela; que pinte. Démosle una habitación para ella y dejémosla en paz.

Barry meneaba la cabeza.

—La psicología es un callejón sin salida para nosotros —dijo—. Revive el culto del individuo. Cuando una unidad funciona, sus miembros se curan solos. En cuanto a dejarla en el hospital… Es una fuente constante de dolor y confusión para sus hermanas. Meg se pondrá bien, pero Molly no se enteró de que su hermana se había caído y se había roto un brazo. Sus hermanas la necesitaban y no respondió. Todos sabemos y estamos de acuerdo en que nuestro deber es salvaguardar el bienestar de la unidad, no el de los individuos que la componen. Si hay un conflicto entre esas dos opciones, debemos abandonar al individuo. Está claro. La única cuestión es cómo.

Ben se puso de pie y fue hacia la ventana. Miró el alojamiento de las criadoras, al otro lado del seto. Allí no, pensó con vehemencia. Nunca la aceptarían. Hasta podrían matarla, si la ponían entre ellas. Sólo había pasado un mes desde que habían celebrado la Ceremonia de los Perdidos para Janet, que ahora estaba entre las criadoras, y a quien se estaba sometiendo a un condicionamiento hipnótico y con fármacos para obligarla a aceptar su nueva condición de hembra fértil, que daría a luz a un niño cuantas veces los médicos lo consideraran necesario. Y los nuevos niños eran trasladados al hospital en cuanto nacían, y las criadoras tenían tiempo de reponerse, de fortificarse para hacerlo una vez más y otra y otra…

—No tendría sentido ponerla allí —dijo Bob, acercándose a Ben—. Sería mejor reconocer que no hay solución y recurrir a la eutanasia. Sería menos cruel. Ben sintió una opresión en el pecho y se volvió hacia sus hermanos. Tenían razón, pensó, distante.

—Si vuelve a suceder —dijo lentamente, no muy seguro de la dirección en que iban sus pensamientos—, volveremos a tener una reunión terrible, como ésta, y volveremos a discutir las mismas alternativas inútiles.

Barry asintió.

—Lo sé. Eso es lo que me provoca pesadillas. Cada día necesitamos más gente para recolectar, para reparar los caminos, para hacer expediciones a las ciudades. Podría haber más casos como el de Molly.

—Dejadla a mi cuidado —dijo Ben abruptamente—, La pondré en la vieja granja Sumner. Haremos la Ceremonia de los Perdidos y la declararemos muerta. Las hermanas Miriam cerrarán el círculo y dejarán de sufrir. Y yo podré estudiar sus reacciones.

—Hace frío en la casa —dijo Ben—, pero la estufa la calentará. ¿Te gustan estas habitaciones?

Habían recorrido toda la casa y Molly había elegido el ala del segundo piso, que daba al río. Tenía grandes ventanas sin cortinas, y la fría luz de la tarde llenaba la habitación, pero en verano sería tibia y le daría el sol, y siempre se podía observar el río. La habitación adjunta debía de haber sido el cuarto de los niños, o un cuarto de vestir, pensó. Era más pequeña, con altas ventanas dobles que llegaban casi hasta el techo. Pintaría allí. Había un balconcito fuera.

Ya se oía la música que llenaba el valle al comenzar la ceremonia. Se bailaría, se comería y se bebería mucho vino.

—No hay electricidad —dijo ásperamente Ben—. Los cables están mal. Los arreglaremos en cuanto se derrita la nieve.

—Eso no me importa. Me gustan las lámparas y el fuego del hogar. Puedo quemar leña en la estufa.

—Los hermanos Andrew te traerán leña y todo lo que necesites. Dejarán todo en la galería.

Molly fue hasta la ventana. El sol, cubierto por unas finas nubes, colgaba en la cima de la colina. Comenzaría a deslizarse hacia el otro lado y pronto estaría oscuro. Por primera vez en su vida estaría sola por la noche. Dio la espalda a Ben, contemplando el río y pensando en la vieja casa, tan alejada de los otros edificios del valle, escondida por árboles y arbustos que habían crecido tanto como los árboles.

Si tenía una pesadilla y su sueño era inquieto, o gritaba, nadie la oiría, no habría nadie a su lado para calmarla y consolarla.

—Molly. —La voz de Ben seguía siendo áspera, como si estuviera muy enfadado con ella, y ella no entendía por qué estaba enfadado—. Si sientes miedo, puedo quedarme contigo esta noche…

Entonces ella se volvió y lo miró con la cara en sombras; la luz fría y la nieve y el cielo gris quedaban detrás de ella, y Ben supo que no sentía miedo. Sintió lo mismo que aquella noche en el río: ella era bellísima y la luz de la habitación venía de ella, de sus ojos.

—Eres feliz, ¿verdad? —le preguntó maravillado.

Ella asintió.

—Encenderé fuego en el hogar. Y después acercaré una silla y me sentaré y miraré las llamas y escucharé su música, y después de un rato iré a acostarme y quizá lea un rato, hasta tener sueño… —Le sonrió—. Todo está bien, Ben. Me siento…, no sé cómo me siento. Como si me hubiese quitado un gran peso de encima. Ya no lo siento y me noto ligera y libre y, sí, hasta feliz. Quizá esté loca. Quizá eso sea lo que significa volverse loca.

Volvió a la ventana.

— ¿Son felices las criadoras? —preguntó después de un momento.

—No.

— ¿Cómo viven?

—Te encenderé el fuego. La chimenea está bien; la revisé.

— ¿Qué les sucede, Ben?

—Se les da un curso, para que aprendan a ser madres. Creo que esa vida termina por gustarles.

— ¿Se sienten libres?

El había empezado a poner leños en el hogar y dejó caer uno que hizo mucho ruido, mientras se ponía en pie.

—Nunca dejan de sufrir por la separación —dijo—. Lloran hasta dormirse cada noche, y toman drogas todo el tiempo, y hay sesiones de condicionamiento para obligarlas a aceptarlo, pero cada noche lloran hasta dormirse. ¿Es eso lo que querías oír? Querías pensar que son tan libres como tú ahora, libres para estar solas, para hacer lo que les da la gana, sin responsabilidades para con los demás. ¡Pero no es así! Las necesitamos y las usamos del único modo posible, para que las hermanas que no son fértiles sufran el menor daño posible. Y cuando ya no pueden criar, si están sanas, trabajan en la guardería. Y si no están sanas, las ponemos a dormir. ¿Es eso lo que querías oír?

— ¿Por qué me has dicho eso? —susurró ella, palidísima.

— ¡Para que no te hagas ilusiones acerca de este nidito! Podemos usarte, ¿entiendes? Mientras seas útil a la comunidad se te permitirá vivir aquí, como una princesa. Mientras seas útil.

— ¿Útil? ¿Cómo? Nadie quiere ver mis cuadros. Y ya he terminado los mapas y los dibujos del viaje.

—Voy a disecar cada uno de tus pensamientos, cada uno de tus deseos, cada uno de tus sueños. Voy a descubrir qué te sucedió, qué fue lo que hizo que te separaras de tus hermanas, qué fue lo que te impulsó a transformarte en un individuo, y cuando lo descubra, sabremos cómo impedir que suceda de nuevo.

Ella lo contempló y ahora sus ojos ya no eran luminosos; tenían grandes sombras oscuras, quedaban ocultos. Dulcemente, se liberó de las manos de Ben que sujetaban sus hombros.

—Examínate a ti mismo, Ben. Observa cómo escuchas voces que nadie más puede oír. Examínate a ti mismo. ¿Quién más se enfada por la forma en que tratamos a las criadoras? ¿Por qué luchaste por salvar mi vida, cuando el bien de la comunidad exigía que me pusieran a dormir, como a una criadora agotada? ¿Quién más que tú se interesa por ver mis cuadros? ¿Quién más preferiría estar aquí, en esta habitación fría y oscura, con una loca, en vez de participar en la celebración? Nuestro apareamiento no es gozoso, Ben. Cuando nos abrazamos hacemos una cosa dura, amarga, cruel, que nos llena de tristeza, y ninguno de los dos sabe por qué. Examínate a ti mismo, Ben, y después hazlo conmigo y mira si hay una causa que puedas desenterrar y destruir sin destruir también a los portadores.

Salvajemente la atrajo a sí y apretó con fuerza la cara de Molly contra su pecho, para que no pudiera seguir hablando. Ella no se resistió.

—Mentiras, mentiras —murmuró él—. Estás loca.

Apoyó su mejilla sobre los cabellos de Molly y los brazos de la muchacha se movieron por su espalda para abrazarlo. El se alejó y le dio la espalda. Ahora la habitación estaba totalmente oscura y ella no era más que una sombra entre sombras.

—Me marcho —dijo él bruscamente—. No tendrás dificultades para encender el fuego aquí. He encendido la estufa de abajo y el calor subirá pronto. No tendrás frío.

Ella no dijo nada y él salió apresuradamente del cuarto. Una vez fuera, echó a correr por la nieve y corrió hasta que no pudo correr más y le faltó el aliento. Se volvió para mirar la casa; ya no era visible, la ocultaban los árboles negros.

CAPITULO XVII

Ahora lloviznaba y ya no había viento. Las cumbres de las colinas estaban ocultas tras las nubes y el río escondido tras la niebla. Se oía el firme golpeteo de los martillos, amortiguado por la lluvia, pero tranquilizador. Bajo el cobertizo había gente trabajando, construyendo la tercera barca. El año anterior habían sido granjeros, maestros, técnicos, científicos; este año construían una barca.

Ben contemplaba la lluvia. La breve tregua terminó y el viento aulló por el valle, arrastrando olas de lluvia. La escena desapareció y sólo quedó la lluvia golpeando en la ventana.

Molly se preguntaría si iría a verla, pensó. La ventana tembló bajo la creciente fuerza del viento. ¡Basta!, pensó. No; no se preguntaría nada. Ni siquiera se daría cuenta de su ausencia. Tan súbitamente como había empezado, el viento se calmó y el cielo se abrió tanto que el sol casi proyectó sombras. Para ella era lo mismo que él estuviera, o no, pensó. Mientras hablaba con él, mientras respondía a sus preguntas, pintaba o dibujaba o limpiaba los pinceles. A veces, cuando estaba inquieta, lo hacía andar con ella, siempre por las colinas, dentro de los bosques, lejos del valle habitado donde su presencia estaba prohibida. Lo mismo que hubiera hecho estando sola.

Pronto sus hermanos se reunirían con él en un encuentro formal que le habían solicitado y tendría que fijar una fecha para entregar el informe que ni siquiera había comenzado. Miró el cuaderno de apuntes en la mesa y se volvió nuevamente hacia la ventana. El cuaderno de apuntes estaba lleno; ya no tenía nada que preguntarle, nada más que extraer de ella, y sabía tan poco como en otoño.

En su bolsillo había un paquetito de sasafrás, el primero de la estación, un regalo para ella. Harían té y se sentarían ante el fuego, saboreando la fragante bebida caliente. Se acostarían y él hablaría del valle, de la expansión del laboratorio, del progreso de las embarcaciones, de los planes para clonar exploradores y trabajadores que pudieran reparar caminos o construir puentes y hacer lo necesario para abrir la ruta a Washington, a Filadelfia, a Nueva York. Ella preguntaría por sus hermanas, que estaban trabajando en libros de texto, copiando cuidadosamente ilustraciones, mapas, gráficos, y asentiría gravemente cuando él respondiera, y su mirada se dirigiría a sus cuadros que nadie en el valle podía o quería entender. Ella hablaría de cualquier cosa, respondería a cualquier pregunta que él hiciera, excepto sobre los cuadros.

Entendía lo que hacía tan poco como él, y eso estaba en sus notas. Se sentía obligada a pintar, a hacer tangibles esas visiones que eran borrosas y ambiguas, y hasta hirientes. La compulsión era más fuerte que sus deseos de vivir, pensó amargamente. Y ahora sus hermanos se reunirían con él y decidirían acerca de ella.

¿Le ofrecerían un saco de semillas y la acompañarían río abajo?

Unas nubes oscuras bajaron de las montañas, interrumpiendo la débil luz, y de nuevo el viento azotó la ventana y la bombardeó con gotas de lluvia. Ben estaba de pie, observando la tormenta, cuando sus hermanos entraron en la habitación y se sentaron.

—No perderemos tiempo —dijo Barry, tal como hubiese hecho Ben en su lugar—. No ha mejorado, ¿verdad?

Ben se sentó, para completar el círculo, y meneó la cabeza.

—En efecto, más bien está peor de lo que estaba cuando volvió a casa —continuó Barry—. El aislamiento ha hecho que su enfermedad se extienda, se intensifique, y al visitarla en su aislamiento, aunque fuese temporariamente, has permitido que su enfermedad te contagie.

Ben miró a sus hermanos, sorprendido y confuso. ¿No le habían proporcionado ninguna clave, ninguna pista de que pensaban eso? Se dio cuenta de que al hacerse esa pregunta estaba respondiendo a otra. Tendría que haberlo sabido. Es una unidad que funcionaba bien, no había secretos. Meneó la cabeza lentamente y habló con cuidado.

—Durante un tiempo creí estar enfermo yo también, pero continué funcionando según nuestro ritmo y nuestras necesidades, me deshice de los pensamientos que me perturbaban. ¿De qué modo os he ofendido?

Barry meneó la cabeza, impaciente.

Por un momento, Ben sintió la infelicidad de los otros.

—Tengo una teoría acerca de Molly, que quizá se aplique también a mí. —Los otros aguardaron—. Antes de nosotros, siempre hubo un período en la infancia en que el desarrollo del ego se producía naturalmente, y si todo iba bien durante ese período, se formaba un individuo, separado de sus padres. Para nosotros ese desarrollo no es necesario ni posible, porque nuestros hermanos y hermanas impiden la necesidad de una existencia separada y se forma, en cambio, una conciencia única. Hay estudios muy antiguos sobre gemelos idénticos que reconocían esa unidad o conciencia de grupo, pero los investigadores no estaban preparados para entender el mecanismo. Se le prestó poca atención y se lo estudió poco.

Ben se puso de pie y fue hacia la ventana. Ahora llovía con fuerza.

—Sugiero que todos llevamos latente en nuestro interior la capacidad para el desarrollo de un ego individual. Queda inactivo cuando pasa el momento fisiológico para su emergencia espontánea, pero en el caso de Molly, y quizá en el de otros, si hay un estímulo suficiente en condiciones adecuadas, el desarrollo se inicia.

— ¿Y las condiciones adecuadas serían la separación de hermanos y hermanas en circunstancias difíciles? —preguntó Barry, pensativo.

—Creo que sí. Pero ahora —dijo Ben, urgido— lo importante es dejarlo desarrollarse y ver qué sucede. Yo no puedo predecir su conducta futura. No sé qué debo esperar cada día.

Barry y Bruce se miraron y miraron a los demás. Ben trató de interpretar sus miradas, pero no pudo. Sintió frío y se volvió para mirar la lluvia.

—Decidiremos mañana —dijo Barry—. Pero sea la que sea nuestra decisión acerca de Molly, hay otra que hemos tomado y es inalterable. No debes seguir viéndola, Ben. Por tu propio bien y por el nuestro, debemos prohibir que la visites.

Ben asintió, mostrándose de acuerdo.

—Tendré que avisarla —dijo.

Al oír el tono de su voz, Barry volvió a mirar a los otros hermanos y asintió de mala gana.

— ¿Por qué estás tan sorprendido? —Preguntó Molly—. Esto tenía que suceder.

—Te he traído un poco de té —dijo Ben bruscamente.

Molly cogió el paquete y lo miró largo rato.

—Tengo un regalo para ti —dijo en voz baja—. Te lo iba a dar en otro momento, pero… Iré a buscarlo.

Se fue y volvió rápidamente con un paquetito de no más de quince centímetros de lado. Era un papel plegado, y cuando se lo abría tenía varias caras, todas variaciones sobre la de Ben. En el centro había una maciza cabeza de hombre con gruesas cejas y ojos penetrantes, rodeado por cuatro más, suficientemente parecidos para mostrar que estaban emparentados.

— ¿Quiénes son?

—El del medio es el anciano que era el dueño de esta casa. Encontré fotografías en el ático. Este es su hijo, el padre de David, y éste es David. Este eres tú.

—O Barry, o Bruce, o cualquiera de los anteriores —dijo secamente Ben. No le gustaba el retrato compuesto. No le gustaba mirar las caras de hombres que habían vivido vidas tan diferentes e inexplicables y que se parecían tanto a él.

—Creo que no —dijo Molly, mirando el retrato con los ojos entornados y mirando luego a Ben—. Tus hermanos tienen algo diferente en los ojos; sólo ven hacia afuera. Tú y los otros hombres del dibujo podéis mirar en dos direcciones.

Súbitamente rió y lo llevó hacia el fuego.

—Pero déjalo. Tomaremos nuestro té con pastas. Me traen más de lo que puedo comer y he ahorrado mucho. ¡Será una fiesta!

—No quiero té —dijo Ben. Sin mirarla, observando las llamas del hogar, preguntó—: ¿Nunca te importa nada?

— ¿Importarme?

Ben oyó el sufrimiento, agudo, innegable. Cerró los ojos.

— ¿Tendría que llorar y aullar y golpearme la cabeza contra la pared? ¿Tendría que suplicarte que no me dejes, que te quedes conmigo para siempre? ¿Tendría que arrojarme desde la ventana más alta de la casa? ¿Ponerme pálida y marchitarme como una flor de otoño, muerta por causa del frío que no entiende? ¿Cómo tendría que demostrarte que me importa, Ben? Dime qué tengo que hacer.

El sintió la mano de Molly en su mejilla, abrió los ojos y descubrió que le ardían.

—Ven conmigo, Ben —dijo ella dulcemente—. Y quizá después lloremos juntos, cuando nos despidamos.

—Prometemos no hacerle daño —dijo Barry en voz baja—. Si necesita de alguno de nosotros, la cuidaremos. Se le permitirá vivir su vida en la granja Sumner. Nunca exhibiremos ni permitiremos que otros exhiban sus cuadros, pero los preservaremos cuidadosamente para que nuestros descendientes puedan estudiarlos y entender las decisiones que hemos tomado hoy.

Hizo una pausa y después añadió: —Además, Ben, nuestro hermano, acompañará al contingente que bajará por el río para instalar un campamento que usarán los futuros exploradores. —Levantó la vista del papel que tenía ante sí.

Ben asintió con gravedad. Las decisiones eran justas y compasivas. Compartía la angustia de sus hermanos y sabía que sus sufrimientos no cesarían hasta que volvieran las barcas y pudieran celebrar la Ceremonia de los Perdidos por él. Sólo entonces volverían a quedar libres.

Molly observó las barcas, deslizándose por el río. Ben estaba de pie en la proa de la primera y el viento agitaba sus cabellos. No se volvió para mirar hacia la granja Sumner hasta que la barca tomó la primera curva, que la haría desaparecer; entonces vio brevemente su cara pálida y después desapareció.

Molly siguió de pie junto a las anchas ventanas mucho tiempo después de la desaparición de las barcas. Recordaba la voz del río, las voces que le respondían desde los árboles, la forma en que el viento movía las altas copas sin agitar ni una hoja de hierba. Recordaba el silencio y la oscuridad que los oprimían por las noches, tocándolos, poniéndolos a prueba, saboreándolos a ellos, los intrusos. Y su mano se deslizó hacia su vientre y apretó su carne, la nueva vida que crecía dentro de ella.

El calor del verano dejó paso a las prematuras heladas de septiembre; las barcas retornaron y en la proa estaba otro. Los árboles ardieron en rojos y dorados, nevó, y en enero Molly dio a luz a su hijo, sola y sin ayuda, y miró a la criatura que estaba en el hueco de su brazo y le sonrió.

—Te quiero —susurró tiernamente—. Y te llamarás Mark.

Durante las últimas etapas de su embarazo, Molly se dijo casi a diario que mañana enviaría un mensaje a Barry, que se sometería a la autoridad y permitiría que la llevaran al alojamiento de las criadoras. Ahora, mirando al bebé sonrosado, con los ojos tan apretadamente cerrados que parecía no tenerlos, comprendió que nunca lo entregaría.

Cada mañana los hermanos Andrew traían leña, un cesto con provisiones, cualquier cosa que hubiera pedido, dejaban todo en la galería y se marchaban: no veía a nadie, más que a la distancia. En cuanto Mark pudo entender sus palabras, comenzó a inculcarle la necesidad de guardar silencio cuando los hermanos Andrew estaban cerca. Cuando creció y empezó a preguntar “por qué” continuamente, tuvo que decirle que los hermanos Andrew lo alejarían de ella, lo pondrían en una escuela y no volverían a verse. Fue la primera y última vez que lo vio aterrorizado, y después de eso guardó silencio igual que ella cuando los jóvenes médicos estaban por allí.

Aprendió pronto a andar y a hablar; empezó a leer a los cuatro años, y durante largos períodos se enroscaba frente al fuego con uno de los libros quebradizos de la biblioteca de abajo. Algunos eran libros para niños, otros no; parecía no importarle. Jugaban al escondite por toda la casa y, cuando el tiempo era bueno, por la cuesta que había detrás de la casa, fuera del alcance de la vista de la gente del valle, que en ningún caso iban al bosque, a menos que se les ordenara hacerlo. Molly le cantaba y le contaba cuentos de los libros; cuando agotaron los libros, inventó otros. Un día, Mark le contó un cuento a ella, que rió, encantada; después de eso, se turnaron. Mientras ella pintaba, él dibujaba o pintaba también. Con más y más frecuencia jugaba con la arcilla del río que ella le traía y hacía formas que secaban al sol, en el balcón.

Cuando creció se alejaron más por la colina. Un día, en el verano de sus cinco años, se quedaron varias horas en el bosque. Molly le señalaba los helechos y las hepáticas, llamándole la atención sobre la forma en que el sol cambiaba los colores de las delicadas hojas verdes, oscurecía los verdes oscuros hasta volverlos casi negros.

—Es la hora —dijo finalmente.

El meneó la cabeza.

—Vayamos hasta arriba, y miremos todo el mundo.

—La próxima vez —dijo ella—. Traeremos el almuerzo e iremos hasta arriba. La próxima vez.

— ¿Lo prometes?

—Lo prometo.

Volvieron andando lentamente, deteniéndose con frecuencia para examinar una rosa, una planta nueva, la corteza de un antiguo árbol, cualquier cosa que les llamara la atención. Al llegar al límite del bosque se detuvieron y miraron cuidadosamente a su alrededor, antes de dejar la protección de los árboles. Después corrieron hacia la puerta de la cocina, cogidos de la mano y, riendo, trataron de entrar al mismo tiempo.

—Estás creciendo demasiado —gritó Molly, y lo dejó pasar.

Mark se detuvo de golpe, tiró de su mano y se volvió para huir. Uno de los hermanos Barry entró a la cocina desde el salón y otro cerró la puerta y se quedó detrás de ellos. Los otros tres entraron silenciosamente en la cocina y contemplaron incrédulos al niño.

Finalmente, uno habló: — ¿Es de Ben?

Molly asintió. Su mano aferraba a Mark con tanta fuerza que le hacía daño. El se mantuvo a su lado, mirando atemorizado a los hermanos.

— ¿Cuándo? —preguntó el hermano.

—Hace cinco años, en enero.

El portavoz suspiró.

—Tendrás que venir con nosotros, Molly. El niño también.

Ella negó con la cabeza y se sintió paralizada por el terror.

— ¡No! ¡Dejadnos en paz! ¡No le hacemos daño a nadie! ¡Dejadnos en paz!

—Es la ley —dijo ásperamente el hermano—. Lo sabes tan bien como nosotros.

— ¡Lo prometisteis!

—El arreglo que hicimos no preveía esto. —Se acercó un paso más a ella. Mark se soltó de su mano y se arrojó contra el médico.

— ¡Deja a mi madre! ¡Vete! ¡No le hagas daño a mi madre!

Alguien cogió a Molly sujetándole los brazos y otro a Mark y lo levantó mientras pateaba furiosamente, gritando todo el tiempo.

— ¡No le hagáis daño! —gritó Molly, luchando por liberarse. Apenas sintió el pinchazo de la inyección. Vagamente escuchó un último grito de angustia de Mark; después no hubo nada.

CAPITULO XVIII

Molly parpadeó y volvió a cerrar los ojos a causa del resplandor de una capa de nieve que lo cubría todo. Se quedó quieta y trató de recordar dónde estaba, quién era, cualquier cosa. Cuando volvió a abrir los ojos, el resplandor volvió a cegarla. Se sentía como si hubiese despertado después de un largo sueño, plagado de pesadillas, que se volvía más impreciso a medida que intentaba recordarlo. Alguien le dio un codazo.

—Te helarás aquí —dijo alguien. Molly se volvió para mirar a la mujer, una desconocida—. Venga, entra.

Entonces se inclinó y la miró con atención.

—Oh, has vuelto, ¿eh?

Cogió a Molly de un brazo y la guió hasta un edificio tibio. Otras mujeres levantaron los ojos distraídamente y después volvieron a inclinarse sobre su costura. Algunas estaban obviamente embarazadas. Algunas tenían los ojos turbios, sin expresión, y no hacían nada.

La mujer que ayudaba a Molly la llevó hasta una silla y se mantuvo a su lado el tiempo suficiente para decir: —Quédate aquí un rato. Dentro de poco empezarás a recordar. —Después se alejó, se sentó en una de las máquinas y se puso a coser.

Molly observó el suelo y esperó a que volvieran los recuerdos; durante un largo rato sólo existió el terror de una pesadilla de la que sólo recordaba las emociones, no los detalles.

La habían atado a una mesa, muchas veces, pensó, y le habían hecho cosas que no recordaba. En otra ocasión, algunas mujeres la habían sujetado y le habían hecho cosas. Se estremeció violentamente y cerró los ojos. El recuerdo retrocedió. Mark, pensó de pronto, con mucha claridad. ¡Mark! Dio un salto y miró a su alrededor, angustiada. La mujer que la había protegido vino apresuradamente y cogió su brazo.

—Mira, Molly, volverán a dormirte si creas problemas. ¿Entiendes? Quédate quieta hasta el recreo y entonces hablaré contigo.

— ¿Dónde está Mark? —susurró Molly.

La mujer echó una mirada a su alrededor y dijo en voz muy baja —Está bien. ¡Siéntate! Ahí viene una enfermera.

Molly volvió a sentarse y miró fijamente el suelo hasta que la enfermera, después de echar un vistazo, se fue de la habitación. Mark estaba bien. Había hielo. Invierno. Entonces ya tenía seis años. No recordaba nada del final del verano, del otoño. ¿Qué le habían hecho?

Las horas que faltaban para el recreo fueron dolorosamente lentas. Ocasionalmente, una u otra de las mujeres la miraba y había conocimiento en su mirada, no las miradas indiferentes que le habían dirigido antes. Se estaba corriendo la voz de que había vuelto y la vigilaban, quizá para saber qué haría, quizá para darle la bienvenida, quizá por alguna razón que no sospechaba. Miraba al suelo. Tenía los puños apretados, las uñas clavadas en las palmas. Los aflojó. La habían llevado a una habitación de hospital, pero no al hospital de siempre, al de las criadoras. La habían examinado cuidadosamente. Recordaba inyecciones, preguntas, píldoras… Era muy borroso. Sus puños volvieron a cerrarse.

—Ven, Molly. Beberemos té y te diré lo que pueda.

— ¿Quién eres?

—Sondra. Ven.

Tendría que haberlo sabido, pensó Molly siguiendo a Sondra. Recordó súbitamente la ceremonia que se había celebrado por Sondra, que sólo tenía tres o cuatro años más que ella. Ella misma debía de tener nueve o diez años, pensó.

El té era una bebida amarillo pálido que no pudo identificar. Después de beber un sorbo lo dejó y miró la ventana que había al otro lado del vestíbulo.

— ¿En qué mes estamos?

—En enero. —Sandra bebió su té, se inclinó y dijo en voz baja—: Oye, Molly, te han quitado las drogas y te vigilarán durante las próximas semanas para ver cómo te portas. Si causas problemas volverán a darte alguna cosa. Has sido condicionada. No luches contra ello y todo irá bien.

A Molly le parecía que sólo entendía la mitad de lo que decía Sondra. Volvió a mirar el vestíbulo; aquí los sillones eran cómodos y había mesas a intervalos convenientes. Había grupos de tres o cuatro mujeres que charlaban y, de vez en cuando, la miraban. Algunas le sonrieron; otra le guiñó un ojo. Había treinta mujeres en la habitación, pensó incrédula: ¡treinta criadoras!

— ¿Estoy embarazada? —preguntó de pronto, apretando las manos contra el vientre.

—Creo que no. Si lo estás, es de muy poco tiempo, pero lo dudo. Lo han intentado todos los meses, desde que llegaste, pero no prendió. Dudo que haya prendido la última vez.

Molly se recostó en su butaca y cerró los ojos con fuerza. Eso es lo que le hacían en la mesa. Sintió que unas lágrimas corrían por sus mejillas y no pudo detenerlas. Entonces el brazo de Sondra rodeó sus hombros y la estrechó.

—A todas nos afectó así, Molly. Es la separación, el estar sola por primera vez. No te acostumbrarás, pero aprendes a soportarlo y después de un tiempo no duele tanto.

Molly meneó la cabeza; no podía hablar. No, pensó con claridad; no era la separación, era la humillación de ser tratada como un objeto, de ser drogada y después usada, obligada a colaborar en ese procedimiento. —Ahora tenemos que volver —dijo Sondra—. No tendrás que hacer nada por un par de días, lo suficiente para controlar tus reacciones y habituarte a todo.

—Aguarda, Sondra. Dijiste que Mark está bien.

¿Dónde está?

—En la escuela, con los demás. No le harán daño, ni nada. Son muy buenos con todos los niños. Lo recuerdas, ¿verdad?

Molly asintió.

— ¿Lo clonaron?

Sondra se encogió de hombros.

—No lo sé. Creo que no. —Hizo una mueca y se apretó el vientre. Parecía vieja y cansada y, excepto por el vientre abultado, demasiado delgada.

— ¿Cuántas veces has estado embarazada? —Preguntó Molly—. ¿Cuánto hace que estás aquí?

—Siete, contando esta vez —contestó Sondra sin vacilar—. Me trajeron hace veinte años.

Molly la miró y después meneó la cabeza. Ella tenía nueve o diez años, cuando habían llorado a Sondra.

— ¿Cuánto hace que estoy aquí? —murmuró finalmente.

—Molly, vas demasiado rápido. Trata de descansar el primer día.

— ¿Cuánto hace?

—Un año y medio. Ahora, vamos.

Durante toda la tarde estuvo sentada en silencio y los recuerdos se volvieron ligeramente menos borrosos, pero había perdido un año y medio. Había desaparecido de su vida como si alguien hubiese hecho un pliegue y los dos extremos que ahora se tocaban excluyeran lo que había sucedido en la zona plegada, un año y medio.

Entonces, tenía siete años. Siete, ya no era un nene. Meneó la cabeza. Por la tarde, uno de los médicos se paseó por la habitación, deteniéndose a hablar con varias mujeres. Se acercó a Molly y ella dijo: —Buenas tardes, doctor —como las demás.

— ¿Cómo te sientes, Molly?

—Bien, gracias.

El médico se alejó.

Molly volvió a mirar al suelo. Se sentía como si hubiera observado el breve interludio desde una gran distancia, incapaz de alterar ninguno de sus matices. Condicionamiento, pensó. Eso era lo que Sondra había querido decir. ¿De qué otro modo la habrían condicionado? ¿Para que separara voluntariamente las piernas cuando se acercaban con sus instrumentos, con el esperma cuidadosamente almacenado? Se obligó a abrir los dedos y a flexionarlos. Le dolían de apretarlos tanto.

Súbitamente levantó los ojos, pero el médico había desaparecido. ¿Quién era? Por un momento, se sintió mareada y luego la habitación dejó de girar. Lo había llamado doctor, ni siquiera había pensado en que no tenía nombre. ¿Sería Barry? ¿Bruce? Otra parte de su condicionamiento, pensó amargamente. Las criadoras eran parias, ya ni tenían derecho a diferenciar a un clon de otro. El Doctor. La Enfermera. Volvió a inclinar la cabeza.

Después de unos días, la rutina se volvió fácil. Se les daban soporíferos por la noche y estimulantes por la mañana, disimulados en el té amarillo que Molly no bebía. Algunas mujeres lloraban por la noche, otras sucumbían rápidamente al té drogado y dormían profundamente. Había mucha actividad sexual; tenían sus esterillas, como todo el mundo. Durante el día trabajaban en los diversos departamentos de confección de vestidos. A última hora de la tarde disponían de tiempo libre, libros para leer, juegos en el vestíbulo e instrumentos musicales.

—En realidad no está mal —dijo Sondra unos días después del despertar de Molly—. Nos cuidan, nos cuidan muy bien. Si te lastimas un dedo vienen corriendo y te vigilan como si fueras un bebé. No está mal.

Molly no respondió. Sondra era alta y estaba muy gorda, en el sexto mes; sus ojos estaban a veces brillantes y alerta y otras opacos y ciegos. “Ellos” vigilaban a Sondra, pensó Molly, y a la menor señal de depresión o inquietud cambiaban la dosis y mantenían su correcto funcionamiento.

—A la mayoría de las nuevas no las mantienen dormidas tanto tiempo como a ti —dijo Sondra otra vez—. Supongo que es porque la mayoría de nosotras teníamos sólo catorce o quince años cuando llegamos y tú eras mayor.

Molly asintió. Eran niñas, fácilmente transformables en máquinas criadoras que pensaban que, en realidad, su vida no era tan mala. Salvo por la noche, cuando la mayoría lloraba por sus hermanas.

— ¿Para qué quieren tantos bebés? —Preguntó Molly—. Creíamos que estaban reduciendo los bebés humanos, no aumentándolos.

—Necesitan obreros, constructores de caminos y de represas. Necesitan materiales de las ciudades, cosas químicas, sobre todo. También hemos oído que están haciendo más clones con cada niño. Necesitan un ejército para construir sus caminos y mantener los ríos navegables.

— ¿Cómo sabes tanto de lo que sucede? Siempre pensamos que nos mantenían muy aisladas.

—No hay secretos en el valle —dijo Sondra, complacida—. Algunas chicas trabajan en la guardería, otras en las cocinas y oyen cosas.

— ¿Y Mark? ¿Has oído algo acerca de él?

Sondra se encogió de hombros.

—No sé nada de él —dijo—. Es un chico como los demás, supongo. Sólo que no tiene hermanos. Dicen que vagabundea mucho solo.

Trataría de verlo, pensó. Más tarde o más temprano lo vería por encima del macizo de rosas. Antes de que llegara ese momento fue convocada a la oficina del doctor.

Siguió dócilmente a la enfermera y entró en la oficina. El doctor estaba detrás del escritorio.

—Buenas tardes, Molly.

—Buenas tardes, doctor —dijo y se preguntó, ¿era Barry o Bruce o Bob…?

— ¿Las otras mujeres te tratan bien?

—Sí, Doctor.

Una serie de preguntas seguidas por “Sí, Doctor” o “No, Doctor”. Dónde acabaría esto, pensó, y se sintió inquieta.

— ¿Hay algo que necesites o desees?

— ¿Podría tener un bloc de dibujo?

Algo cambió y supo que ésta era la razón de la visita. Había cometido un error; quizá la habían condicionado para que no volviera a pensar en dibujar, para que no volviera a pensar en sus cuadros… trató de recordar qué le habían dicho, qué le habían hecho. Nada. Pero no debía haber pedido eso, pensó de nuevo. Un error.

El Doctor abrió el cajón de su escritorio y sacó su cuaderno de dibujo y una carbonilla. Los empujó por encima del escritorio hacia ella.

Desesperadamente, Molly trató de recordar. ¿Qué esperaba él? ¿Qué se suponía que haría ella? Lentamente extendió el brazo hacia el cuaderno y por un momento sintió que le temblaba la mano y que su estómago se encogía y se preparaba a vomitar. Las sensaciones pasaron, pero había detenido el movimiento hacia adelante y miró su mano. Ahora sabía. Se humedeció los labios y comenzó a mover nuevamente la mano. Las sensaciones reaparecieron un instante, apenas para que pudiera registrarlas, y después desaparecieron. No miró al Doctor, que la observaba atentamente. Volvió a humedecerse los labios. Ahora casi tocaba el cuaderno. Bruscamente, retiró la mano, saltó de su silla y miró por toda la habitación, con una mano sujetando el estómago y la otra apretada contra la boca.

Echó a correr hacia la puerta, pero la voz del hombre la detuvo: —Ven, siéntate, Molly. Ahora estarás bien.

Cuando volvió a mirar el escritorio, el cuaderno y la carbonilla habían desaparecido. De mala gana volvió a sentarse, temiendo que tuviera otros trucos preparados, temiendo el inevitable error que cometería… y entonces, ¿otro año y medio en el limbo? ¿Toda la vida en el limbo? No miró al Doctor.

Le hizo algunas preguntas indiferentes más y le ordenó que se retirara. Mientras volvía a su habitación, comprendió por qué las criadoras no trataban de escapar, por qué nunca hablaban a los clones, aunque sólo un macizo de flores las separaba de ellos.

Todo marzo fue ventoso y lluvioso, con diluvios helados que duraban varios días. Las lluvias de abril fueron más ligeras, pero el río continuó subiendo durante casi todo el mes, a causa del agua del deshielo que bajaba de las colinas. Mayo empezó frío y húmedo, pero a mediados de mes el sol empezó a calentar y los labradores a trabajar en los campos.

Pronto, pensó Molly, de pie detrás del recinto de las criadoras, mirando a las colinas. Los saúcos estaban floreciendo y detrás de ellos los cornejos resplandecían. Los árboles estaban revestidos de hojas nuevas y la tierra perdía rápidamente su aspecto de esponja mojada. Pronto, repitió, y volvió adentro, a su mesa de costura.

Tres veces había cruzado la zona habitada del valle. La primera vez había vomitado violentamente; la siguiente, prevenida, había luchado contra las náuseas y el terror y casi se había desvanecido al pasar junto al hospital de los clones. La tercera vez su reacción había sido menos poderosa y las mismas sensaciones habían pasado velozmente por su interior, como si un recuerdo hubiese sido estimulado momentáneamente. Quizá tuviera otras reacciones, aún más drásticas, ante la granja Sumner, pensó; pero ahora ya sabía que no tenía por qué aceptar sus reflejos condicionados. Pronto, pensó nuevamente, inclinándose sobre su costura.

Cuatro veces la habían llevado a la sala de criadoras del hospital, le habían colocado un indicador de temperatura y cuando la temperatura estuvo bien, la Enfermera había llegado con su bandeja y había dicho alegremente: —Intentémoslo de nuevo, ¿eh, Molly? —Y, obedeciendo, Molly había abierto las piernas y se había quedado quieta mientras le insertaban el esperma con el instrumento frío y brillante.

—Ahora, acuérdate de que no debes moverte por un rato —decía entonces la Enfermera, alegre y eficaz, y la dejaba inmóvil en la estrecha camilla. Dos horas más tarde le permitía vestirse y marcharse. Cuatro veces, pensó amargamente. Una cosa, un objeto, aprieta este botón y saldrá aquello, todo como estaba previsto y a tiempo.

Abandonó el recinto de las criadoras en una noche oscura y sin luna. Llevaba una gran bolsa de la lavandería que había ido llenando, lenta, secretamente, durante casi tres meses. No había nadie despierto; no había nada peligroso en el valle, ni quizá en el mundo entero, pero se apresuró, evitando el sendero, manteniéndose en la hierba que ahogaba el ruido de sus pasos. Los espesos matorrales que rodeaban la granja Sumner creaban una oscuridad que era como un agujero en el espacio, una negrura que tragaría todo lo que se acercase. Vaciló y después buscó el camino entre los árboles y los arbustos, hasta que entró en la casa.

Todavía faltaban dos horas para el amanecer, una hora o más, hasta que descubrieran su ausencia. Dejó la bolsa en la galería y rodeó la casa hasta llegar a la puerta de la cocina, que se abrió sin resistencia. No le pasó nada al entrar y exhaló un suspiro de alivio. Es que nadie había supuesto que podría venir hasta aquí. Subió tanteando por la escalera hasta su antigua habitación; seguía tal como la había dejado, pensó al principio, pero algo estaba mal, algo había cambiado. Estaba demasiado oscuro para ver nada, pero la sensación de cambio persistía y buscó la cama para sentarse y aguardar el alba, para ver el cuarto, ver sus cuadros.

Cuando pudo ver, contuvo el aliento. Alguien había separado sus cuadros, los había apoyado contra las paredes, sobre las sillas, sobre el viejo escritorio que nunca había usado. Fue a la habitación de al lado, donde pintaba, y allí en el banco que usaba Mark para la arcilla, en vez de la media docena de toscas figuras que había moldeado, había docenas de objetos de arcilla: potes, cabezas, animales, peces, un pie, dos manos… Sintiéndose débil, Molly se apoyó contra el marco de la puerta y lloró.

La habitación estaba luminosa cuando se alejó de la puerta. Se había entretenido demasiado; tenía que darse prisa. Bajó corriendo las escaleras, salió de la casa, recogió su bolsa y comenzó a subir por la colina. Sesenta metros más arriba se detuvo y comenzó a buscar el sitio que había encontrado una vez con Mark; un claro protegido por matas de zarzamora y un borde de roca. Desde allí veía la casa, pero no podía ser vista. Las matas habían crecido y el lugar estaba aún más oculto de lo que recordaba. Cuando lo halló, se dejó caer al suelo, sintiéndose aliviada. El sol estaba alto; ya sabrían que se había marchado. Dentro de poco algunos de ellos vendrían hasta la granja Sumner, no porque esperaran encontrarla allí, sino porque eran meticulosos.

Vinieron a mediodía, pasaron una hora buscando por la casa y el patio y después se marcharon. Probablemente ahora podría volver a la casa sin peligro, pensó, pero no se movió de su refugio en la colina. Volvieron, poco antes del atardecer y pasaron más tiempo, recorriendo los mismos lugares donde habían buscado antes. Ahora sí, podía volver. Nunca salían cuando oscurecía, salvo en grupos; no supondrían que anduviera sola por la oscuridad.

Se puso de pie, tratando de aflojar los músculos acalambrados de sus piernas y su espalda. La tierra estaba húmeda y allí estaba fresco, porque no daba el sol.

Estaba acostada en la cama. Sabía que lo oiría cuando entrara en la casa, pero no podía dormir, apenas dormitar soñando inquieta: Ben, acostado con ella; Ben, sentado frente al fuego, bebiendo té rosado y fragante; Ben mirando su cuadro y palideciendo… Mark subiendo las escaleras a toda velocidad, moviendo las piernas en todas las direcciones, con una expresión decidida en el rostro. Mark en cuclillas, con una sola hoja de helecho frente a él, estudiándola absorto, observando que aún estaba enroscada en una punta, pareciendo desear que se abriera mientras la estaba mirando. Mark, con sus manecitas gordezuelas y sucias, mojadas y brillantes, empujando la arcilla hacia un lado, alisándola, empujándola en otra dirección, frunciendo el ceño, olvidando su presencia…

Súbitamente se sentó, plenamente despierta. Había llegado a la casa. Sintió cómo la escalera crujía ligeramente bajo la presión de sus pies. El se detuvo y escuchó. Debe de sentir que estoy aquí, pensó ella, y su corazón latió más rápido. Fue hacia la puerta del taller y lo aguardó allí.

Mark tenía una vela. Por un momento no la vio. Apoyó la vela en la mesa y sólo entonces miró cautelosamente a su alrededor.

—Mark —llamó ella suavemente—. ¡Mark!

La cara del chico estaba iluminada por la vela. Es la cara de Ben, pensó ella, con algo de la mía. Entonces la cara se contrajo y cuando dio un paso para acercarse a él, retrocedió.

— ¿Mark? —dijo Molly de nuevo, pero ahora sentía una mano dura y fría que le apretaba el corazón y hacía que respirar fuese doloroso. ¿Qué le habían hecho? Avanzó otro paso.

— ¿Por qué has venido aquí? —gritó él de pronto—. ¡Este es “mi” cuarto! ¿Por qué has vuelto? ¡Te odio!

Eso gritaba Mark.

CAPITULO XIX

La mano fría apretó con más fuerza. Molly tanteó, buscando el marco de la puerta detrás de ella y lo agarró con fuerza.

— ¿Por qué vienes aquí? —susurró—. ¿Por qué?

— ¡Es culpa tuya! Lo estropeaste todo. Se ríen de mí y me encierran…

—Y sigues viniendo aquí. ¿Por qué?

Súbitamente el niño fue como un rayo hacia el banco de trabajo y tiró todo lo que había en él. El elefante, las cabezas, el pie, las manos, todo se estrelló contra el suelo y él saltó sobre los pedazos, sollozando de forma incoherente, gritando sonidos que no eran palabras. Molly no se movió. El escándalo cesó tan bruscamente como había comenzado. Mark miró el polvo gris, los fragmentos que quedaban.

—Te diré por qué vuelves —dijo Molly en voz baja. Todavía asía con fuerza el marco de la puerta—. Te castigan encerrándote en un cuartito, ¿no? Y a ti no te da miedo. En el cuartito puedes oírte, ¿verdad? Con los ojos de tu mente ves la arcilla, las piedras que moldearás. Ves la forma que surge y es casi como si sólo estuvieras liberándola, permitiéndole que exista. El otro yo que te habla sabe dónde está la forma en la arcilla. Te lo dice por medio de tus manos, de sueños, de imágenes que sólo tú puedes ver. Y ellos te dicen que eso es una enfermedad, que está mal, que es una desobediencia. ¿No?

Ahora él la miraba.

— ¿No? —repitió ella. El asintió: —Mark, ellos no lo entenderán nunca. No oyen a ese otro yo que está siempre susurrando. No pueden ver las imágenes. Nunca oirán ni verán a ese otro yo. Los hermanos y hermanas lo abruman. El susurro se vuelve más débil, las imágenes más borrosas, hasta que desaparecen y el otro yo se rinde. Quizá muera. —Calló un momento, lo miró y después dijo suavemente—: Vienes aquí porque aquí encuentras a ese otro yo, tal como yo encuentro al mío. Y eso es más importante que cualquier cosa que puedan darte, o quitarte.

El niño miró el suelo, los restos del destrozo que había hecho y se secó la cara con el brazo.

—Mamá —dijo y calló.

Entonces Molly se movió. De algún modo llegó a él antes de que pudiese volver a hablar y lo abrazó muy fuerte, y él la abrazó y los dos lloraron.

—Perdón por haber roto todo.

—Harás otras cosas.

—Quería enseñártelas.

—Lo he visto todo. Eran muy buenas. Especialmente las manos.

—Eran duras. Los dedos quedaron raros, pero no pude evitar que fueran raros.

—Las manos son lo más difícil de todo.

Finalmente, él se alejó un poco de ella y Molly lo soltó. Volvió a secarse la cara.

— ¿Te vas a esconder aquí?

—No. Vendrán a buscarme.

— ¿Por qué has venido?

—Para cumplir una promesa —dijo ella suavemente—. ¿Te acuerdas de nuestro último paseo por la colina, cuando tú querías trepar hasta arriba y yo dije, la próxima vez? ¿Te acuerdas?

—Tengo un poco de comida que podemos llevar —dijo él entusiasmado—. La escondo aquí, así cuando tengo hambre puedo comer algo.

—Bueno. La usaremos. Nos pondremos en camino en cuanto amanezca.

Era un hermoso día con nubes altas y transparentes en el norte y el resto del cielo limpio, tan claro que cortaba la respiración. Cada colina, cada montaña lejana mostraba su nítido contorno; todavía no había bruma y la brisa era tibia y suave. El silencio era tan total que la mujer y el niño se resistían a romperlo con palabras y andaban en silencio. Cuando se detuvieron a descansar, ella le sonrió y él le devolvió la sonrisa y después se acostó con las manos debajo de la cabeza y miró el cielo.

— ¿Qué llevas en tu mochila? —preguntó después, mientras trepaban. Ella le había dado un pequeño paquete y llevaba la bolsa de la lavandería, atada a la espalda.

—Ya lo verás —dijo Molly—. Una sorpresa.

Más tarde, él dijo: —Está más lejos de lo que parecía, ¿no? ¿Llegaremos antes de que anochezca?

—Mucho antes —dijo ella—. Pero está lejos. ¿Quieres descansar de nuevo?

El asintió y se sentaron debajo de una pícea. Las píceas estaban bajando de las montañas, pensó ella, recordando en detalle antiguos mapas forestales de la región.

— ¿Sigues leyendo mucho? —preguntó.

Mark se movió incómodo, miró el cielo, miró los árboles y después respondió con un gruñido neutro.

—Yo también lo hacía —dijo ella—. La vieja casa está llena de libros, ¿verdad? Pero están tan quebradizos que tienes que tener mucho cuidado. Todas las noches, después de que te durmieras, yo me instalaba a leer todo lo que había en la casa.

— ¿Leíste el de los indios? —Preguntó, poniéndose boca abajo y apoyando la cabeza en las manos—. Sabían hacer de todo, hogueras, canoas, tiendas, todo.

—Y hay uno acerca de unos chicos, una especie de club, que solían ir a acampar y volvieron a aprender los métodos de los indios —dijo ella, soñadora.

— ¿Y lo que puedes comer en el bosque y esas cosas? Sí, ése lo leí.

Anduvieron, descansaron, hablaron de los libros de la vieja casa, de las cosas que Mark quería hacer, treparon un poco más y a última hora de la tarde llegaron a la cima de la montaña, y contemplaron todo el valle, hasta el río Shenandoah, a lo lejos.

Molly encontró un lugar nivelado y protegido y Mark vio finalmente la sorpresa que le había preparado: mantas, conservas, fruta, carne, seis panecillos de maíz y mazorcas para asar en el fuego. Después de comer hicieron camas con la pinocha. Mark se envolvió en su manta y bostezó.

— ¿Qué es ese ruido? —preguntó después.

—Los árboles —dijo dulcemente Molly—. El viento se mueve allá arriba, aunque acá no podamos sentirlo y los árboles y el viento se cuentan secretos.

Mark rió y volvió a bostezar.

—Están hablando de nosotros —dijo. Molly sonrió en la oscuridad—. Casi oigo sus palabras.

—Somos los primeros seres humanos que ven en mucho tiempo —dijo ella—. ¡Probablemente estarán asombrados de que todavía quede alguno!

— ¡Yo tampoco volveré! —gritó Mark. Habían terminado de comer el pan de maíz y las manzanas secas y el fuego estaba apagado y cuidadosamente alisado.

—Escúchame, Mark. Volverán a meterme en el recinto de las criadoras. ¿Comprendes? No podré volver a salir. Me darán medicamentos que me tendrán callada y no conoceré a nadie. Esa sería mi vida allí. Pero ¿y tú? Tú tienes mucho que aprender. Lee todos los libros de la vieja casa, aprende todo lo que puedas en ellos. Y un día, quizá decidas marcharte, pero no hasta que seas un hombre, Mark.

—Me quedaré contigo.

Ella meneó la cabeza.

— ¿Recuerdas las voces de los árboles? Cuando te sientas solo, ve al bosque y deja que los árboles te hablen. Quizá también escuches mi voz. Si prestas atención, no estaré lejos.

— ¿Dónde vas?

—Río abajo, por el Shenandoah, a buscar a tu padre. Allí no me molestarán.

Había lágrimas en los ojos de Mark, pero no las derramó. Levantó su mochila y pasó los brazos por los arneses. Comenzaron a bajar. A mitad de camino del valle se detuvieron.

—Desde aquí ya se ve el valle —dijo Molly—. No seguiré contigo.

El no la miró.

—Adiós, Mark.

— ¿Los árboles me hablarán aunque tú no estés?

—Siempre. Si prestas atención. Los otros miran hacia las ciudades para salvarse y las ciudades están arruinadas, muertas. Pero los árboles están vivos y cuando los necesites te hablarán. Te lo prometo, Mark.

El niño se acercó a Molly y la abrazó con fuerza.

—Te quiero —dijo. Luego se volvió y siguió bajando por la ladera y ella lo miró hasta que las lágrimas nublaron sus ojos y lo perdió de vista.

Aguardó hasta que él hubo salido del bosque y empezó a atravesar el valle. Entonces se dio la vuelta y echó a andar hacia el sur, hacia el Shenandoah. Durante toda la noche, los árboles murmuraron cosas. Cuando despertó, supo que los árboles la habían aceptado; no dejaron de murmurar, como hacían antes, cuando se movió. Por encima y por debajo y a través de sus voces, oía la voz del río, todavía lejana, y más atrás aún, estaba segura de escuchar la voz de Ben, cada vez más fuerte a medida que se acercaba a él. Ya olía el aroma fresco del agua, y las voces del río, de los árboles y de Ben se mezclaban, diciéndole que se diera prisa. Corrió jubilosamente hacia él. El la abrazó y juntos flotaron hacia lo más profundo de las frescas y dulces aguas.

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