CAPÍTULO 7


EXTRACTO 14…el hijo de Zájar, cómodamente instalado en un rincón de la cama, adornó la sesión con ocasionales lecturas de la Enciclopedia médica popular, que Maliánov le había entregado para tenerlo tranquilo. Viecherovski, notablemente elegante en contraste con el sudoroso y desgreñado Weingarten, escuchó y miró con curiosidad al extraño chico, enarcando muy altas las rojas cejas. Todavía no había dicho nada de peso… hizo un par de preguntas que a Maliánov (y no sólo a Maliánov) le parecieron impertinentes. Por ejemplo, sin motivo alguno, le preguntó a Zájar si tenía conflictos frecuentes con sus inspectores, y a Glújov si le gustaba ver televisión. (Resultó que Zájar nunca tenía conflictos con nadie, así era su personalidad, y que a Glújov le gustaba ver la televisión, y no sólo le gustaba, sino que no podía resistirla.)

En verdad, Glújov le gustó a Maliánov. En general, a Maliánov no le agradaba ver a personas nuevas en compañía de los de antes; siempre temía que mostrasen algún mal comportamiento, y que se sintiera molesto por ellos. Pero Glújov estaba bien. Era muy afable y nada amenazador… un hombrecito flaco, de nariz respingada, de ojos rojizos ocultos tras gruesos lentes. Cuando llegó, bebió, feliz, la copa de vodka que le ofreció Weingarten, y se entristeció a las claras cuando se enteró de que era la última que había en la casa. Cuando se le interrogó, escuchó a cada uno con atención, inclinó la cabeza hacia la derecha, como un profesor, y también miró hacia la derecha.

— No, no — respondió con tono de disculpa—. No, nada de eso me sucedió a mí. Por favor, ni siquiera puedo imaginarme algo por el estilo. ¿Mi tesis? Me temo que es demasiado ajena a ustedes: «La influencia cultural de EE.UU. en Japón: intento de análisis cualitativo y cuantitativo». Sí, mis dolores de cabeza parecen ser una idiosincrasia; hablé de ellos con grandes doctores… un caso raro, dicen.

En términos generales, fracasaron con Glújov, pero no importaba, era bueno que estuviese allí. Era un tipo con los pies en la tierra. Bebió con vigor, y quiso más; comió caviar con alborozo infantil, prefería el té de Ceilán, y sus lecturas favoritas eran las novelas de misterio. Miró al extraño niño con reservada aprensión, de vez en cuando rió con incertidumbre, escuchó los delirantes relatos con simpatía nada común, y se rascó detrás de ambas orejas, mientras murmuraba:

—¡Sí, es sorprendente, increíble!

En una palabra, en Glújov todo estaba claro para Maliánov. Por cierto que de él no se obtendrían nuevas informaciones, ni consejos.

Weingarten, como sucedía siempre que Viecherovski estaba cerca, redujo de perfil. Y hasta pareció más presentable, y dejó de gritar y llamar «amigo» a la gente. Pero se comió los últimos granos del caviar negro.

Si no se contaban las breves respuestas a las preguntas de Viecherovski, Zájar no dijo nada. Ni siquiera liego a narrar su propia historia: Weingarten se encargó de eso. Y dejó de censurar a su hijo, y sonrió en forma lastimera cuando escuchó las útiles citas sobre enfermedades de distintos órganos delicados.

Por consiguiente, guardaron silencio, sentados. Sorbieron té frío. Fumaron. Las ventanas de la casa de enfrente brillaban como oro fundido, la hoz de plata de la luna nueva pendía en el cielo azul oscuro, y por la ventana entraba un seco ruido restallante… debían de estar quemando otra vez cajones viejos en la calle. Weingarten agitó su atado de cigarrillos, atisbo dentro de él, lo arrugó y preguntó con suavidad:

—¿A quién le quedan cigarrillos?

— Toma, sírvete — repuso Zájar en voz baja. Glújov tosió e hizo repiquetear la cucharilla en el vaso.

Maliánov miró a Viecherovski. Seguía sentado en su silla, con la pierna estirada y cruzada en el tobillo, estudiándose las uñas de la mano derecha. Maliánov miró a Weingarten. Weingarten fumaba y observaba a Viecherovski por sobre la punta ardiente del cigarrillo. Zájar contemplaba a Viecherovsky, y Glújov. A Maliánov se le ocurrió que la situación era tonta. En realidad, ¿qué esperamos de él? Bien, es un matemático. Bien, un gran matemático. Bueno, digamos que es un enorme matemático… un matemático mundialmente famoso. ¿Y? Somos como un puñado de chicos. ¡Dios! Estamos perdidos en el bosque y miramos confiados al hombre simpático, y parpadeamos. Oh, él nos sacará del bosque.

— Bien, en lo fundamental esas son todas las ideas que tenemos sobre el asunto — dijo Weingarten—. Como ven, están adquiriendo forma por lo menos dos posiciones. — Hablaba como si se dirigiera al grupo, pero sólo miraba a Viecherovski—. Dmitri siente que deberíamos explicar todos estos acontecimientos en el marco de los fenómenos naturales conocidos. Yo considero que nos vemos ante la intervención de fuerzas que nos son desconocidas por nosotros. Es decir: lo igual cura a lo igual, lo fantástico con lo fantástico.

La tirada sonó increíblemente a fraudulenta. No, no podía decir sencillamente: estamos perdidos, señor, sáquenos. No, tenía que resumir las cosas: nosotros también hemos estado pensando. Y ahora está sentado ahí como un tonto. Maliánov tomó la tetera y dejó a Val con su vergüenza. No escuchó la conversación mientras hacía correr el agua y ponía la marmita. Cuando volvió, Viecherovski hablaba con lentitud, examinándose con cuidado las uñas de la mano izquierda.

— …y por eso me parece que tu punto de vista es más exacto. En realidad, lo fantástico debe ser explicado por lo fantástico. Sospecho que todos ustedes cayeron en la esfera de interés de… llamémosla una supercivilización. Creo que esa se ha convertido en la denominación normal de una inteligencia muchos grados más poderosa que la inteligencia humana.

Weingarten hizo una inspiración profunda, exhaló humo y asintió, con expresión importante y concentrada.

— El motivo de que necesiten detener sus investigaciones en particular — continuó Viecherovski— no es sólo un problema complejo, sino, además, académico. El caso es que la humanidad, sin siquiera sospecharlo, ha atraído la atención de esa inteligencia, y dejado de ser un sistema contenido en sí mismo. En apariencia, sin sospecharlo, hemos pisado los callos a cierta supercivilización, y esa supercivilización, parece, ha decidido regular nuestros progresos como le parezca conveniente.

— Fil — dijo Maliánov—. Espera. ¿Tampoco tú lo ves? ¿Qué demonios de supercivilización es esa? Una supercivilización que nos acosa como un gatito ciego. ¿A qué vienen todas esas tonterías sin sentido? ¿Mi investigador y el coñac? ¿Las mujeres de Zájar? ¿Dónde está el principio fundamental de la razón: la conveniencia y la economía?

— Esos son detalles — replicó Viecherovski con suavidad—. ¿Por qué medir la conveniencia no humana en términos humanos? Y además recuerda con qué fuerza te golpeas la mejilla para matar a un mosquito insignificante. Un golpe como ese podría matar fácilmente a todos los mosquitos de la vecindad.

Weingarten agregó:

— O por ejemplo. ¿Cuál es la conveniencia de construir un puente sobre un río, desde el punto de vista de una trucha?

— Bueno, no sé —dijo Maliánov—. Pero no tiene sentido.

Viecherovski esperó un rato, y luego, seguro de que Maliánov había dejado de hablar, prosiguió:

— Quisiera destacar lo siguiente. (Cuando el asunto se formula de esa manera, los problemas personales de uno pasan a segundo plano.) Hablamos del destino de la humanidad. Bien, tal vez no en el sentido fatal de la palabra, pero de todos modos, del destino de su dignidad. Así que ahora nuestra meta no consiste sólo en proteger tu revertasa, Val, sino el futuro de la biología de todo nuestro planeta. ¿O me equivoco?

Por primera vez en presencia de Viecherovski, Val se infló hasta sus proporciones habituales. Asintió con suma energía, pero dijo algo que Maliánov no esperaba. Dijo:

— Sí, así es. Todos entendemos que aquí no estamos hablando de nosotros nada más. Hablamos de cientos de proyectos de investigación. Quizá de miles. Qué digo… ¡del futuro de la investigación en general!

— Y bien — dijo Viecherovski con fuerza—, tenemos por delante una batalla. El arma de ellos es el secreto, por lo cual la nuestra será la publicidad. Lo primero que debemos hacer es contarlo todo a nuestros amigos que, por una parte, posean suficiente imaginación para creernos, y por otra, bastante autoridad para convencer a sus colegas que ocupan altos puestos en la ciencia. De ese modo entraremos en contacto con el gobierno en forma oblicua, y conseguiremos acceso a los medios de comunicación de masas. Entonces podremos informar a toda la humanidad, si es necesario. Lo primero que hicieron fue correctísimo. Recurrieron a mí. Por mi parte, trataré de convencer a varios matemáticos que al mismo tiempo son importantes administradores. Como es natural, empezaré por nuestra propia gente, y luego pasaré a los matemáticos extranjeros.

Estaba animado, erguido, y hablaba, hablaba, hablaba. Mencionó nombres, títulos, puestos; definió con claridad a quién debía ver Maliánov y a quién tenía que recurrir Weingarten. Cualquiera habría dicho que hacía días que planeaba eso. Pero cuanto más hablaba más deprimido se mostraba Maliánov. Y cuando Viecherovski, con una agitación en todo sentido indecente, pasó a la parte dos de su programa, la apoteosis — en que la humanidad, unida por la alarma general, combate contra el enemigo supercivilizado, cuerpo a cuerpo, en todo el planeta—, bien, Maliánov sintió que ya no podía mas, se levantó, fue a la cocina a preparar té fresco. Viecherovski, sí. Gran cerebro. El pobre tipo debe de estar aterrorizado también. Esta no es una simple discusión sobre telepatía. Pero la culpa es nuestra: Viecherovski esto, Viecherovski lo otro. Viecherovski es nada más que un tipo común. Un hombre listo, sí, una figura importante, pero no más que eso. Mientras se hable de abstracciones, es enorme, pero cuando se trata de la vida real… Le dolía que Viecherovski se hubiese puesto enseguida de parte de Val, y ni siquiera hubiese querido escucharlo. Maliánov tomó la tetera y regresó a la habitación.

Como es natural, Weingarten se dedicaba a aporrear a Viecherovski. Un respeto profundo es un respeto profundo, pero cuando un hombre vomita tonterías, de nada sirve el respeto. Tal vez Viecherovski cree que está tratando con idiotas absolutos. Quizá Viecherovski tiene guardados en alguna parte un par de académicos autorizados y débiles mentales que saludarán con entusiasmo esta noticia, luego de una o dos botellas. El, Weingarten, no tenía académicos como esos. El, Weingarten, tenía a su viejo amigo Dmitri Maliánov, de quien esperaba alguna simpatía definida, en especial porque Maliánov se encontraba en el mismo aprieto. ¿Y qué pasaba… acogía con entusiasmo su relato de congojas? ¿Con interés? ¿Con la menor simpatía? ¡Un cuerno! Lo primero que dijo fue que Weingarten mentía… y a su manera, Maliánov tiene razón. A Weingarten le aterroriza el pensar siquiera abordar a su jefe con una historia como ésa, aunque su jefe sea todavía un hombre joven, no esté osificado, y se muestre bien dispuesto hacia cierta noble locura en la ciencia. No conoce la situación de Viecherovski, pero él, Weingarten, no tiene la intención de pasarse el resto de sus días ni siquiera en el más lujoso de los loqueros.

—¡Los ordenanzas vendrán y nos llevarán a todos! — dijo Zájar, lastimero—. Eso está claro. Para ustedes estará bien, pero a mí me tildarán, además, de maniático sexual.

— Espera, Zájar — dijo Weingarten con irritación—. ¡No, Fil, no te reconozco! Supongamos que todo lo que decimos sobre instituciones para enfermos mentales es una exageración. ¡Aun así, eso será el final de nuestras carreras de científicos, inmediatamente! ¡Nuestra reputación quedará arruinada! Y además, maldito sea, aunque encontrásemos en la Academia una o dos almas que simpatizaran con nosotros, ¿cómo podrían ir al gobierno a llevarle estos desvaríos? ¿Quién querría correr ese riesgo? ¿Sabes el tipo de presión que sería necesario ejercer sobre un hombre para que se arriesgase a eso? Y por la humanidad, nuestros queridos cohabitantes del planeta Tierra… — Weingarten agitó la mano y miró a Maliánov con sus ojos color de oliva—. Sírveme un poco de té caliente — dijo—. Publicidad… la publicidad es un arma de doble filo, sabes. — Y comenzó a sorber su té, frotándose la nariz con el dorso del velludo brazo.

—¿Quién quiere un poco más? — preguntó Maliánov.

Trató de no mirar a Viecherovski. Sirvió té a Zájar, a Glújov. A sí mismo. Se sentó. Sentía mucha pena por Viecherovski, y la situación le resultaba incómoda. Val tenía razón: la reputación de un hombre de ciencia es una cosa frágil. Un solo discurso fallido, ¿y dónde queda tu reputación, Filíp Pávlovich Viecherovski?

Este se encontraba acurrucado en su silla, la cara entre las manos. Era insoportable.

— Sabes, Fil, es probable que tus sugestiones, tu plan de acción, sean correctos en teoría — dijo Maliánov—. Pero ahora no necesitamos teorías. Necesitamos un plan que pueda realizarse en circunstancias reales. Tú dices: una humanidad unida. ¿Sabes? es posible que tu plan pueda ejecutarlo alguna forma de vida, pero no la nuestra, no los terráqueos, quiero decir. Nuestra gente jamás creería en algo como eso. ¿Sabes cuándo creeremos en una supercivilización? Cuando esa supercivilización descienda a nuestro nivel y comience a rociarnos con bombas desde chirriantes naves espaciales. Entonces, creeremos, entonces nos uniremos, pero ni aún así enseguida. Es probable que primero nos lancemos algunas salvas unos a otros.

—¡Así es, precisamente! — convino Weingarten con voz desagradable, y prorrumpió en una breve carcajada.

Nadie dijo nada.

— Y de cualquier modo mi jefe es una mujer — dijo Zájar—. Mujer amable, muy dulce, ¿pero cómo puedo hablarle de esto? ¿De mí, quiero decir?

Todos siguieron sentados en silencio, sorbiendo té. Luego Glújov habló con suavidad.

—¡Qué espléndido té! De veras, eres un especialista, Dmitri: Hace siglos que no bebo un té así. Sí… es claro, todo esto es difícil y poco claro. Por otro lado, miren el cielo, que hermosa luna. Té, un cigarrillo… ¿qué más necesita un nombre? ¿Una buena serie de detectives en la televisión? No sé. Ahora bien, tú Dmitri, estás haciendo algo relacionado con las estrellas, con los gases interestelares. En verdad, ¿por qué te metes con eso? Piénsalo. Algo quiere que no hurgues en esos problemas. Bien, la respuesta es sencilla: no lo hagas. Bebe té, mira la televisión. Los cielos no son para hurgarlos… son para admirarlos. Y entonces el chico de Zájar anunció en voz alta:

—¡Eres un bribón!

Maliánov pensó que se refería a Glújov. Pero no. El chico, entrecerrando los ojos como un adulto, miraba a Viecherovski, y lo amenazaba con un dedo cubierto de chocolate.

— Sh, sh, — susurró Zájar, impotente. De súbito Viecherovski aparto las manos del rostro y volvió a su posición anterior: repantigado en la silla, con las piernas estiradas y cruzadas en los tobillos. En su cara había una sonrisa.

— Bien — dijo—, me alegra demostrar que la hipótesis del camarada Weingarten nos lleva a un callejón sin salida, eso resulta claro a simple vista. Es fácil ver que la hipótesis sobre la Unión de los Nueve nos llevará al mismo callejón sin salida, lo mismo que la misteriosa inteligencia que se oculta en las profundidades del mar, o cualquier otra fuerza racional. Sería muy bueno que todos ustedes se detuvieran por un minuto para pensar y convencerse de que lo que digo es correcto.

Maliánov revolvió su té y pensó: ¡El maldito! ¡Cómo nos ensartó! ¿Por qué? ¿A qué viene la farsa? Weingarten miraba hacia adelante, los ojos se le abultaban poco a poco, sus gordas mejillas sudorosas se contraían, amenazadoras. Glújov miraba a cada uno por turno, y Zájar esperaba con paciencia… el drama de la pausa del minuto se le escapaba por completo. Viecherovski volvió a hablar.

— Nota. A fin de explicar acontecimientos fantásticos tratamos de usar conceptos que, por fantásticos que fuesen, seguían correspondiendo al reino del entendimiento contemporáneo. Eso no dio nada. Absolutamente nada. Val nos lo demostró de manera convincente. Por lo tanto, es evidente que no tiene sentido aplicar conceptos exteriores al reino del entendimiento contemporáneo. Digamos, por ejemplo, Dios… o cualquier otra cosa. ¿Conclusión?

Weingarten, nervioso, se secó el rostro con la camisa y atacó afiebradamente el té. Maliánov preguntó, con tono ofendido:

—¿Quiere decir que nos hiciste hacer el papel de tontos adrede?

—¿Qué otro remedio me quedaba? — replicó Viecherovski, levantando hasta el cielo raso las malditas cejas rojas—. ¿Probarles que ir a las autoridades sería inútil? ¿Qué carecía de sentido formular el problema como lo hacían? La Unión de los Nueve o Fu Manchú… ¿qué diferencia hay? ¿Qué se puede discutir ahí? Fuese cual fuere la respuesta que obtuviesen, no podía haber una acción práctica basada en ella. Cuando la casa de uno se incendia o es destruida por un huracán o arrastrada por una inundación… uno no piensa en investigar qué le sucedió con exactitud a la casa; piensa en cómo vivirá, dónde vivirá y qué hará a continuación.

— Está tratando de decir… — empezó Maliánov.

— Digo que no les sucedió nada interesante. Aquí no hay nada en que interesarse, nada que estudiar, nada que analizar. Toda esa búsqueda de causas no es otra cosa que un derroche de curiosidad ociosa. No deberían pensar en el tipo de prensa que los oprime; tendrían que pensar en cómo comportarse bajo la presión. Y pensar en eso es mucho más complejo que fantasear acerca del rey Asoka, ¡porque de ahora en adelante cada uno de ustedes está solo! Nadie los ayudará. Nadie les dará consejos. Nadie decidirá por ustedes. Ni los académicos, ni el gobierno, ni siquiera la humanidad progresista… Val lo dejó perfectamente aclarado.

Se puso de pie, se sirvió un poco de té y regresó a su silla… intolerablemente confiado, sereno, elegantemente negligente, todavía parecido a un noble en una recepción diplomática de palacio.

El chico leyó en voz alta:

— «Si el paciente no sigue las órdenes del médico, no toma sus medicinas y abusa del alcohol, más o menos cinco o seis años después la fase secundaria de la enfermedad es seguida por la tercera y última etapa.»

Zájar suspiró.

—¿Pero por qué? ¿Por qué yo?

Viecherovski depositó la taza en el platillo, con un leve repiqueteo, y el conjunto en la mesa, a su lado.

— Porque nuestra era sigue vestida de negro — explicó, secándose los labios equinos, de color gris rosado, con un níveo pañuelo blanco—. Todavía usa sombrero de copa, y aún seguimos corriendo, y cuando el reloj marca la hora de la inacción y la hora de despedirse de las ocupaciones cotidianas, llega el momento de la división, y ya no soñamos con nada…

— Al demonio contigo — dijo Maliánov, y Viecherovski lanzó remilgadas risotadas marcianas.

Weingarten tomó del cenicero una colilla bastante larga, se la metió entre los gruesos labios, encendió un fósforo, y durante un rato continuó sentado, los ojos, bizcos, concentrados en la punta ardiente.

— En verdad — murmuró—, ¿tiene importancia qué poder es… mientras sea más poderoso que los humanos? — Inhaló—. Un pulgón aplastado por un ladrillo y un pulgón aplastado por una moneda… pero yo no soy un pulgón. Puedo elegir.

Zájar lo miró, esperanzado, pero Weingarten no agregó nada más. Elegir, pero Maliánov. Eso se dice con facilidad.

—¡Eso se dice con facilidad… elegir! — comenzó a decir Zájar, pero Glújov empezó a hablar. Zájar lo miró, esperanzado.

— Pero es evidente — dijo Glújov con sentimiento poco habitual—. ¿No resulta claro lo que deben elegir? Por supuesto que no los telescopios y los tubos de ensayo. ¡Qué se ahoguen con sus telescopios! ¡Y los gases de difusión! ¡Hay qué vivir, amar, sentir la naturaleza… sentirla de veras, no hurgar en ella! Ahora, cuando miro un árbol o un arbusto, sé que es mi amigo, que existimos el uno para el otro, que nos necesitamos.

—¿Ahora? — preguntó Viecherovski en voz alta.

Glújov se interrumpió, tartamudeando.

—¿Perdón?

— Nos hemos conocido, ¿sabes, Vladen? — dijo Viecherovski—. ¿Recuerdas? ¿Estonia, la escuela de lingüística matemática? El sauna, la cerveza.

— Sí, sí —dijo Glújov bajando los ojos—. Sí.

— Entonces eras muy distinto — declaró Viecherovski.

— Bueno, entonces… — empezó a decir Glújov—. Los barones envejecen, ¿sabes?

— Los barones también luchan — replicó Viecherovski—. No fue hace tanto tiempo.

Glújov extendió las manos en silencio.

Maliánov no entendió nada de ese interludio, pero había algo en él, algo desagradable, siniestro, lo que se decían tenía algún motivó. Y en apariencia Zájar había entendido, a su manera. Maliánov percibió algún insulto para él en el breve intercambio de palabras, porque de pronto, con aspereza poco común, casi con furia, le gritó a Viecherovski:

—¡Mataron a Snegovoi! A ti te resulta fácil hablar, Filíp, ¡no te tienen agarrado de la garganta, no te pasa nada!

Viecherovski asintió.

— Sí —dijo—. No me pasa nada. Yo estoy bien, y Vladen, aquí presente, también está bien. ¿No es cierto, Vladen?

El hombrecito tranquilo, de ojos de conejo detrás de las gruesas lentes con marco de acero, volvió a extender las manos en silencio. Luego se puso de pie, eludiendo la mirada de todos, y dijo:

— Perdónenme, amigos, pero es hora de que me vaya. Se hace tarde.



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