Todo esto sucedió hace mucho tiempo, durante las primeras décadas de la Segunda República, cuando yo no era más que un muchacho de la Panonia Superior. La vida entonces era muy sencilla, al menos para nosotros. Vivíamos en una aldea en el bosque, en la margen derecha del Danubio. Mis padres, mi abuela, mi hermana Friya y yo. Mi padre, Tyr (de quien heredé el nombre), era herrero. Mi madre daba clases en nuestra casa y mi abuela era la sacerdotisa del pequeño templo de Juno Teutónica que se encontraba cerca.
Era una vida muy tranquila. Aún no se había inventado el automóvil (todo esto ocurrió alrededor del año 2650 y nosotros aún usábamos carros o carromatos tirados por caballos) y casi no habíamos salido nunca de la aldea. Una vez al año, en el día de Augusto (todavía celebrábamos el día de Augusto), nos vestíamos con nuestras mejores ropas y mi padre sacaba del establo nuestro gran carruaje de estructura de hierro, que había construido con sus propias manos, y nos dirigíamos al gran municipio deVindobona, a dos horas de viaje, a escuchar a la banda imperial interpretar valses en la plaza de Vespasiano. Después de aquello tomábamos pasteles con nata en el gran hotel que había cerca y jarras de cerveza de cerezas para los mayores. Más tarde, emprendíamos el camino de regreso. Actualmente, el bosque por supuesto ha desaparecido, nuestra pequeña aldea ha sido engullida por el municipio cada vez más grande, y el lugar donde estaba nuestra casa queda a veinte minutos en coche del centro de la ciudad. Pero en aquel tiempo era una gran excursión, nuestro gran acontecimiento anual.
Ahora sé que Vindobona sólo es una pequeña ciudad de provincias que, comparada con Londinium, Lutecia o la propia ciudad de Roma, no es nada en absoluto. Pero para mí entonces era la capital del mundo. Su esplendor me dejaba pasmado, maravillado.
Subíamos a la cúspide de la gran columna del basileo Andrónico que erigieron los griegos ochocientos años atrás, para conmemorar su victoria sobre César Maximiliano durante la Guerra Civil, en la época en que se dividió el Imperio, y contemplábamos la ciudad entera. Y mi madre, que había crecido enVindobona, nos lo mostraba todo: el edificio del Senado, el teatro de ópera, el acueducto, la universidad, los diez puentes, el templo de Júpiter Teutónico, el palacio del procónsul, el palacio mucho más grande que Trajano VII se construyó para el vertiginoso período en que Vindobona fue prácticamente la segunda capital del Imperio y así, una cosa tras otra. Durante los días siguientes, en mis sueños brillaban los recuerdos de lo que había visto en Vindobona, y mi hermana y yo tarareábamos valses mientras dábamos vueltas por los tranquilos senderos del bosque.
Hubo un año apasionante en que hicimos el viaje dos veces. Fue en 2647, cuando yo tenía diez años, y puedo recordarlo con exactitud porque fue el año en que murió el Primer Cónsul. Me estoy refiriendo a C. Junio Escévola, el fundador de la Segunda República. Mi padre se inquietó mucho cuando llegaron las noticias de su muerte. «Ahora va a haber una crisis, nadie sabe lo que pasará, recordad lo que os digo», decía una y otra vez. Pregunté a mi abuela lo que quería decir con eso y ella me dijo: «A tu padre le preocupa que vuelva el Imperio, ahora que el anciano ha muerto». Yo no entendía por qué andaba tan preocupado con eso. Para mí tanto daba la República como el Imperio, el cónsul que el emperador. Pero para mi padre se trataba de algo muy importante. Y cuando algún tiempo después, ese mismo año, el nuevo Primer Cónsul llegó a Vindobona en su recorrido del vasto Imperio, provincia tras provincia, con el objetivo de garantizar a todo el mundo que la República era estable y se mantenía intacta, mi padre sacó el carruaje para asistir a su procesión triunfal. Así que ese año, hice una segunda visita a la capital.
Medio millón de personas, según dijeron, acudió al centro de Vindobona para aplaudir al nuevo Primer Cónsul. Se trataba de Marcelo Túrrito, claro. Probablemente les venga a la mente el anciano calvo y rechoncho de las monedas del pasado siglo veintisiete que aún aparece de vez en cuando entre la calderilla. Pero el hombre que yo vi aquel día (tan sólo alcancé a vislumbrarlo fugazmente, durante una fracción de segundo, cuando pasaba el carruaje consular, pero todavía resplandece el recuerdo en mi mente setenta años después), era esbelto y de porte viril, con una mandíbula prominente, unos ojos fieros y oscuros y el cabello grueso y rizado. Alzamos los brazos según el viejo saludo romano y le gritamos con toda la energía que nuestros pulmones nos permitieron: «¡Salve, Marcelo! ¡Larga vida al Cónsul!».
(Por cierto que no lo gritamos en latín, sino en germánico. Yo estaba muy sorprendido por eso. Mi padre me explicó después que había sido así siguiendo las propias órdenes del Primer Cónsul. Él quería mostrar su amor por el pueblo promocionando todas las lenguas regionales, incluso en las celebraciones públicas como aquélla. Los galos lo habían aclamado en galo, los britanos en britano, los lusitanos en lo que fuera que ellos hablaran allí y, mientras se encontraba de viaje por las provincias teutónicas, quería que lo aclamáramos en germánico. Sé que aún hoy existen algunas personas que creen que eso fue una idea terrible, porque condujo al resurgimiento de todo tipo de actividades separatistas regionales en el Imperio. Estas personas nos recuerdan que fue precisamente un tipo de fervor regionalista lo que derivó en el desmembramiento del Imperio cien años atrás. Sin embargo, para los hombres como mi padre, fue un brillante golpe político, y vitoreó al nuevo Primer Cónsul con tremenda exuberancia y vigor germánicos. Pero mi padre se las arreglaba para ser un acérrimo regionalista al mismo tiempo que un incondicional republicano.Tengan en cuenta que, a pesar de las feroces objeciones de mi madre, él insistió en llamar a sus hijos según los antiguos dioses teutónicos en lugar de ponernos los habituales nombres romanos de los que era partidario todo el mundo en Panonia).
Aparte de visitar Vindobona una vez al año, o dos en esa ocasión, yo nunca fui a ningún otro sitio. Cacé, pesqué, nadé, ayudé a mi padre en la herrería, ayudé a mi abuela en el templo y aprendí a leer y a escribir en la escuela de mi madre. Algunas veces, Friya y yo nos íbamos a pasear por el bosque que, en aquellos tiempos, era oscuro, denso y misterioso. Y así es como dio la casualidad de que me encontré con el último de los cesares.
Se suponía que, en lo más profundo del bosque, había una casa encantada. Marco Aurelio Schwarzchild, el hijo del sastre, un muchacho travieso, peculiar y algo bizco, fue quien hizo que me interesara por ella. Me contó que había habido allí un refugio de caza en la época de los cesares y que el sangriento fantasma de un emperador que resultó muerto en un accidente de caza podía verse al mediodía, la hora de su muerte, persiguiendo el fantasma de un lobo que daba vueltas y más vueltas alrededor de la casa.
—Yo mismo lo he visto —decía—. Me refiero al fantasma del emperador. Llevaba puesta una corona de laurel y todo lo demás, y su rifle estaba tan pulido que brillaba como el oro.
No le creí. No creí que tuviera siquiera el coraje de acercarse a la casa encantada, y por supuesto, que hubiera visto el fantasma. Marco Aurelio Schwarzchild era el tipo de muchacho al que no creerías si dijera que estaba lloviendo, incluso aunque te estuvieras empapando bajo las nubes mientras lo decía. Por una parte yo no creía en fantasmas, al menos no mucho. Mi padre me había dicho que era una estupidez pensar que los muertos todavía andaban merodeando por el mundo de los vivos. Por otra, pregunté a mi abuela si alguna vez había muerto un emperador en un accidente de caza y ella se rió y me dijo que no, nunca: la Guardia Imperial habría arrasado la aldea y quemado los bosques si eso hubiera ocurrido alguna vez.
Pero lo que nadie ponía en duda era la existencia de la casa, encantada o no. Todo el mundo en la aldea la conocía. Se decía que se encontraba en cierta zona oscura del bosque, donde los árboles eran tan viejos que sus ramas estaban tupidamente entrelazadas. Casi nadie había ido nunca allí. La casa estaba en ruinas y, además, hechizada, indudablemente hechizada. De modo que era mejor no acercarse.
Se me ocurrió que si el lugar había sido un refugio de caza imperial y había sido abandonado precipitadamente después de algún desafortunado incidente y nunca había sido visitado desde entonces, era posible que aún hubiera en él alguna chuchería de los cesares, pequeñas estatuillas de dioses o camafeos de la familia real, cosas así. Mi abuela coleccionaba pequeños objetos antiguos de esa clase. Su cumpleaños se acercaba y yo quería hacerle un bonito regalo. Es posible que a mis amigos del pueblo les acobardara fisgonear por la casa encantada, pero por qué iba a acobardarme a mí. Después de todo, yo no creía en fantasmas.
Aunque, si lo pensaba dos veces, no me apetecía nada ir allí solo. Esto no era cobardía, sino tan sólo sentido común, algo de lo que, incluso entonces, yo disponía en buena medida. El bosque estaba lleno de raíces descubiertas, ocultas bajo las hojas caídas. Si tropezabas con una de ellas y te herías la pierna, podías quedarte allí mucho tiempo antes de que pasara alguien que pudiera ayudarte. También era más difícil que te perdieras si alguien iba contigo y recordabais junto las señales que ibas dejando. Y, además, alguna vez se había hablado de lobos. Yo pensaba que la probabilidad de encontrarse con uno no era mucho mayor que la de encontrarme con fantasmas, pero de todas formas, me parecía una idea sensata que alguien me acompañara por aquella zona del bosque. Así que me llevé a mi hermana.
He de confesar que no le dije que se suponía que la casa estaba encantada. Friya, que entonces tendría unos nueve años, era muy valiente para ser una muchacha, pero pensé que el asunto de los fantasmas podía disuadirla. Lo que le dije fue que aquella vieja casa podía esconder tesoros imperiales. Y, si así fuera, podría escoger alguna de las joyas que encontráramos.
Por si acaso, nos metimos en el bolsillo un par de imágenes sagradas para que nos protegieran: Apolo para ella, para iluminarnos cuando atravesáramos los oscuros bosques, y Woden para mí, pues era el dios preferido de mi padre. (Mi abuela siempre había querido que él rezara a Júpiter Teutónico, pero él nunca lo hizo, alegando que Júpiter Teutónico era un dios que se inventaron los romanos para pacificar a nuestros ancestros. Esto irritaba a mi abuela, naturalmente. «Pero nosotros somos romanos», le decía ella. «Sí, lo somos», contestaba mi padre, «pero también somos teutones; por lo menos yo, y no tengo intención de olvidarlo».)
Una hermosa mañana de sábado, en primavera, Friya y yo, justo después del desayuno, salimos sin decir nada a nadie sobre adonde nos íbamos. El primer tramo del sendero del bosque nos resultaba familiar, lo habíamos recorrido a menudo. Pasamos por el Manantial de Agripina, que en épocas medievales se creía que tenía propiedades mágicas, y después por las tres estatuas, deterioradas y erosionadas, del hermoso muchacho que se suponía que había sido el primer amante del emperador Adriano, hacía dos mil años. Después pasamos por el árbol de Baldur, que mi padre decía que era sagrado, aunque murió antes de que yo fuera suficientemente adulto como para asistir a los rituales de medianoche que él y algunos de sus amigos celebraban allí. (Yo creo que la generación de mi padre fue la última que se tomó en serio la vieja religión teutónica.)
Y a continuación nos adentramos en un territorio más profundo y oscuro. Allí los senderos no eran más que vagas veredas. Marco Aurelio me había dicho que se suponía que teníamos que girar a la izquierda, a la altura de un enorme y viejo roble de hojas muy brillantes. Todavía andaba buscándolo cuando Friya dijo:
—Hemos de girar por aquí.
Y allí estaba el roble de hojas brillantes. Yo no se lo había mencionado, pero quizá también las muchachas de nuestra aldea se contaran entre ellas historias sobre la casa encantada. Aunque nunca me enteré de por qué sabía Friya que teníamos que ir por allí.
Seguimos y seguimos hasta que desaparecieron incluso las veredas, y acabamos vagando por el puro bosque. Los árboles eran muy viejos y sus ramas se entrelazaban por encima de nosotros de manera que la luz del sol apenas llegaba hasta el suelo. Pero no se veía casa alguna, fuera encantada o de otra clase, ni cualquier signo que indicara que por allí habían pasado seres humanos. Llevábamos horas caminando. Me puse en la mano el ídolo deWoden que guardaba en el bolsillo y miré con suma atención cada árbol o roca de aspecto extraño que veíamos, tratando de registrarlos en mi cerebro como señales para el camino de regreso.
Parecía inútil continuar, y peligroso por añadidura. Habría dado la vuelta hacía mucho tiempo si Friya no me hubiese acompañado, pero yo no quería parecer un cobarde a sus ojos, y ella seguía adelante, incansable, estimulada —supongo—, por la perspectiva de encontrar un bonito broche o collar para ella en la casa vieja, y sin mostrar el más leve signo de cansancio o miedo. Pero finalmente, yo ya tuve bastante.
—Si no encontramos nada en los próximos cinco minutos… —dije.
—Allí —dijo Friya—. Mira.
Miré a donde apuntaba con el dedo. Al principio, no vi más que bosque. Pero entonces, apenas visible detrás de una cortina de ramaje frondoso, advertí lo que pudo haber sido el tejado inclinado de madera de un rústico refugio de caza. ¡Sí! ¡Sí, allí estaba! Vi el frontispicio festoneado, vi los postes del tejado, visiblemente tallados.
De manera que era verdad que el refugio secreto del bosque existía, la vieja casa encantada. Presa de frenética excitación, empecé a correr hacia ella, mientras Friya me perseguía valientemente para darme alcance.
Y entonces vi al fantasma.
Era una figura viejísima, frágil, demacrada, de barba blanca, y tenía el largo cabello, también blanco, hecho una maraña de nudos y enredos. Estaba cubierto de harapos. Caminaba despacio hacia la casa, arrastrando los pies. Era una figura encorvada y temblorosa que trataba de sujetar un gran montón de leña contra su pecho. Lo tenía prácticamente encima antes de darme cuenta.
Durante un largo instante nos miramos con fijeza el uno al otro, y no sé decir cuál de los dos estaba más aterrorizado. Entonces él dio un pequeño suspiro y dejó caer toda la leña al suelo, cayéndose encima como si estuviera muerto.
—¡Marco Aurelio tenía razón! —murmuré—. ¡Hay un fantasma de verdad!
Friya me lanzó una mirada que debió de ser una mezcla de desdén, burla y, por si fuera poco, verdadero enfado, pues ésa era la primera noticia que tenía ella de la existencia del fantasma, que yo, obviamente, había tratado de ocultarle por todos los medios.
—Los fantasmas no se caen ni se desmayan, ¡tonto! Sólo es un anciano asustado.
Y se acercó hasta él sin vacilar un momento.
Lo llevamos como pudimos hasta el interior de la casa, aunque él iba tambaleándose todo el camino y se cayó más de media docena de veces. El lugar no era una ruina absoluta, pero se aproximaba. Había polvo por todas partes. Los muebles parecía que se fueran a caer en pedazos si los tocabas y había tapices hechos jirones. Sin embargo, por detrás de toda la mugre, pudimos imaginarnos lo bonito que debió de ser en su día. Había pinturas desvaídas en las paredes, algunas esculturas, una colección de armas y una armadura que valdría una fortuna.
Él estaba aterrorizado.
—¿Sois de los guardias? —preguntaba. Hablaba latín—. ¿Habéis venido a arrestarme? Yo sólo soy el vigilante, ya lo veis. No soy peligroso. Sólo soy el vigilante. —Los labios le temblaban—. ¡Larga vida al Primer Cónsul! —gritó con voz débil y ronca.
—Nosotros sólo estábamos paseando por el bosque —le dije—. No tienes que tener miedo de nosotros.
—Sólo soy el vigilante —decía una y otra vez.
Lo pusimos sobre un sofá. Había un manantial fuera de la casa y Friya fue a por agua y le pasó una esponja por las mejillas y la frente. Parecía medio muerto de hambre, así que fisgoneamos por la casa en busca de alguna cosa que darle de comer, pero no había apenas nada: algunos frutos secos y bayas en un cuenco, algunos pedazos de carne ahumada que parecían tener un siglo de viejos, y un trozo de pescado que tenía mejor aspecto, aunque no mucho. Le preparamos un plato y él comió lentamente, muy lentamente, como si no estuviera acostumbrado a la comida. Entonces cerró los ojos sin decir una palabra. Por un momento pensé que había muerto, pero no. Tan sólo se había quedado dormido. Mi hermana y yo nos miramos el uno al otro sin saber qué hacer.
—Déjalo tranquilo —susurró Friya, y estuvimos deambulando por la casa mientras esperábamos que se despertara. Con cuidado, tocamos las esculturas, soplamos el polvo de las pinturas. No había duda. Allí había habido grandeza imperial. En uno de los aparadores de arriba encontré algunas monedas viejas, de aquellas con la efigie del emperador y que ya no estaba permitido usar. Vi también alguna alhaja, un par de collares y una daga con incrustaciones de piedras preciosas. Los ojos de Friya brillaron ante la visión de los collares y los míos ante la del puñal, pero dejamos todo donde estaba. Una cosa es robarle a un fantasma y otra muy distinta a un anciano vivo.Y no nos habían criado para ser ladrones.
Cuando bajamos para ver cómo estaba, nos lo encontramos incorporado, con aspecto débil y aturdido pero no tan asustado. Friya le ofreció un poco más de carne ahumada, pero él sonrió y negó con la cabeza.
—¿Sois de la aldea? ¿Cuántos años tenéis? ¿Cómo os llamáis?
—Ella es Friya —dije yo—. Yo me llamo Tyr. Ella tiene nueve años y yo doce.
—Friya. Tyr. —Se rió—. Hubo una época en que esos nombres no estaban permitidos, ¿eh? Pero los tiempos han cambiado. —Por sus ojos asomó un súbito destello de vitalidad, aunque sólo fue por un instante. Nos sonrió íntimamente, con confianza—. ¿Sabéis de quién era este lugar? ¡Del emperador Magencio! ¡Era de él! Éste era su refugio de caza. ¡Del propio César! Se quedaba aquí cuando había ciervos y cazaba hasta hartarse, después se iba a Vindobona, al palacio de Trajano, y allí se celebraban unas fiestas como no podéis imaginar, corrían ríos de vino y las piernas de venado daban vueltas en el asador, ah… ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué tiempos!
Empezó a toser y a jadear. Friya le pasó el brazo por los delgados hombros.
—No debería hablar mucho, señor. No tiene fuerzas.
—Tienes razón. Tienes razón. —Le dio unas palmaditas en la mano. La suya era como la de un esqueleto—. Cuánto tiempo hace de esto ya… Pero aquí estoy yo, tratando de mantener este lugar, en caso de que César quisiera volver a cazar aquí, sólo en caso… —Su mirada era ahora de tormento, de dolor—.Ya no hay ningún cesar, ¿verdad? ¡Primer Cónsul! ¡Salve! ¡Salve Junio Escevola! —Su voz se quebraba al alzarla.
—El cónsul Junio ha muerto, señor —le dije—. Marcelo Túrrito es ahora el nuevo cónsul.
—¿Muerto? ¿Escevola? ¿Es eso verdad? —Se encogió de hombros—. Oigo tan pocas noticias. Yo sólo soy el vigilante, ya sabéis. Nunca abandono mi puesto. Lo guardo en caso… en caso…
Pero por supuesto, él no era el vigilante. Friya nunca creyó que lo fuese; ella había apreciado en seguida el parecido entre aquel marchito anciano y la magnífica figura de César Magencio en la pintura que había detrás de él, en la pared. Tenías que olvidarte de la edad (el emperador no podría tener mucho más de treinta años cuando se pintó el retrato), y del hecho de que el emperador vestía el uniforme oficial, lleno de medallas, y el anciano iba cubierto de andrajos, pero ambos tenían la misma barbilla pronunciada, la nariz aguileña, los mismo ojos penetrantes de azul gélido. Era el rostro real, desde luego. Yo no me había dado cuenta, pero las muchachas tienen la vista más ágil para estas cosas. Aquel descarnado anciano era el hermano más joven del emperador Magencio. Era Quinto Fabio César, el último superviviente de la antigua Casa Imperial y, en consecuencia, el verdadero emperador. Y había permanecido escondido desde la caída del Imperio hasta el final de la Segunda Guerra de Reunificación.
Pero no nos contó nada de esto hasta nuestra tercera o cuarta visita. Nosotros seguimos fingiendo que no era más que un simple anciano que se había quedado allí encallado tras el derrocamiento del viejo régimen y, sencillamente, trataba de hacer su trabajo, pese a las dificultades de la edad y ante la posibilidad de que algún día la familia real recuperara el poder y deseara usar de nuevo su refugio de caza.
Pero empezó a hacernos obsequios y eso, finalmente, lo llevó a reconocer su verdadera identidad.
A Friya le regaló un collar hecho de finas cuentas azuladas.
—Es de AEgyptus —explicó—. Tiene miles de años de antigüedad. Habéis estudiado a AEgyptus en la escuela, ¿no? ¿Sabíais que fue un gran imperio mucho antes de que lo fuera Roma? —Y con sus manos temblorosas se lo puso alrededor del cuello.
Ese mismo día, a mí de dio una bolsa de piel en la que encontré cuatro o cinco puntas de flecha hechas de piedra rosácea que habían sido meticulosamente afiladas por los bordes. Las contemplé embelesado.
—Son de Nova Roma —explicó—. Donde vive el pueblo de piel roja. Al emperador Magencio le encantaba Nova Roma, especialmente el Lejano Oeste, donde pastan las manadas de bisontes. Él iba allí casi todos los años a cazar. ¿Veis los trofeos? —Y la verdad es que la oscura y mohosa habitación estaba cubierta con cabezas de animales, con la de un descomunal bisonte de espesa lana marrón y ondulada fulminándonos con la mirada desde lo alto.
Le llevábamos comida, salchichas y pan negro que cogíamos de casa, fruta fresca y cerveza. No le gustaba la cerveza y nos preguntó con bastante timidez si podríamos llevarle vino en su lugar. «Soy romano, como sabéis», nos recordó. Conseguir vino no era fácil, ya que en nuestra casa no se tomaba y un muchacho de doce años no podía pasarse por una bodega a comprar nada sin que las malas lenguas se pusieran en movimiento. Al final, robé un poco del templo en el que ayudaba a mi abuela. Era un vino fuerte y dulce, del tipo que se usaba en las ceremonias, pero él lo agradeció. Al parecer, una anciana pareja que vivía en la parte más alejada del bosque había estado cuidando de él durante algunos años, pero en las últimas semanas no habían aparecido por allí y él había tenido que arreglárselas solo. Y con poca suerte, a juzgar por lo delgado que estaba. Temía que hubieran caído enfermos o hubieran muerto, pero cuando yo le pregunté dónde vivían para poder averiguar si se encontraban bien, empezó a sentirse incómodo y se negó a contestarme. Me extrañó. Si yo entonces hubiera sabido quién era y que la vieja pareja debían de ser personas que se mantenían leales al Imperio, lo habría entendido. Pero yo aún no había descubierto la verdad.
Friya me la espetó aquella tarde, cuando regresábamos a casa.
—¿Crees que es el hermano del emperador, Tyr? ¿O el emperador mismo?
—¿Qué?
—Ha de ser uno u otro. Tiene la misma cara.
—No sé de qué me estás hablando, hermana.
—Del retrato grande de la pared, tonto. Del emperador. ¿Es que no te has dado cuenta de que es exactamente igual que él?
Creí que se había vuelto loca, pero cuando regresamos a la semana siguiente, miré atentamente la pintura y después a él. Y luego la pintura de nuevo y pensé «Sí, es posible que mi hermana tenga razón».
Lo que resultó determinante fueron las monedas que nos dio aquel día.
—No puedo pagaros con dinero de la República por todo lo que me habéis traído —dijo—, pero quedaos con esto. No podréis gastarlas, pero creo que aún son valiosas para algunas personas. Como reliquias históricas. —Su tono era amargo. De una bolsa raída de terciopelo raído sacó media docena de monedas, algunas de cobre y otras de plata—. Éstas son monedas de Magencio —dijo. Eran como las que habíamos visto mientras fisgábamos en las vitrinas de arriba en nuestra primera visita y que tenían el mismo rostro de la pintura, el de un hombre joven, enérgico y con barbas—.Y estas otras son más viejas, son monedas del emperador Laureólo, de cuando yo era un muchacho.
—¡Vaya! Pero ¡si es como usted! —solté yo.
Y la verdad es que era así. No tan delgado, y con el cabello y las barbas muy cuidadas, pero por lo demás, el rostro del anciano real de aquellas monedas podría haber sido el de nuestro amigo el vigilante. Lo miré a él y luego las monedas que tenía en la mano, y después otra vez a él. Empezó a temblar. Yo volví a mirar la pintura colgada en la pared, detrás de nosotros.
—No —dijo débilmente—. No, no, estáis equivocados… no me parezco a él… en absoluto… —Los hombros le temblaban, y empezó a llorar. Friya le sirvió vino, lo que lo serenó un poco. Cogió las monedas que yo tenía y las miró en silencio durante un largo rato, moviendo la cabeza con tristeza. Finalmente me las devolvió—. ¿Puedo confiaros un secreto? —nos preguntó, y, a continuación, se explayó con su historia. La verdad que había mantenido oculta en sus entrañas durante todos aquellos largos años.
Nos habló de una deslumbrante infancia, casi sesenta años atrás, en la época maravillosa entre las dos Guerras de Reunificación: una vida mágica, viajando incesantemente de un palacio a otro, desde Roma a Vindobona, desde Vindobona a Constantinopla, desde Constantinopla hasta Nishapur. Él era el menor y el más mimado de los cinco príncipes reales; su padre había muerto joven, ahogado en una absurda proeza natatoria, y cuando su abuelo, Laureólo Augusto murió, el trono imperial lo heredó su hermano Magencio. Él se convertiría en un gobernador provincial en alguna parte cuando creciera, quizá en Siria o Persia, pero por el momento, no tenía otra ocupación que disfrutar de su dorada existencia.
Fue entonces cuando le llegó la muerte al emperador Laureólo y Magencio le sucedió. Casi en seguida empezaron los cuatro años de horror que duró la Segunda Guerra de Reunificación, cuando los tenebrosos y despiadados coroneles que despreciaban el relajado viejo Imperio se alzaron, y lo hicieron mil pedazos, lo reconstruyeron como República y arrojaron a los cesares del poder. Naturalmente, mi hermana y yo conocíamos la historia, pero para nosotros era un relato en el que la virtud y el honor triunfaban sobre la corrupción y la tiranía. Para Quinto Fabio, que lloraba mientras nos lo contaba desde su propio punto de vista, la caída del Imperio no sólo había sido una desgarradora tragedia personal, sino también un terrible desastre para el mundo entero.
Por buenos pequeños republicanos que fuéramos, nuestros corazones se partían de dolor por las cosas que nos contaba: las escenas de la agonía de su familia, el joven emperador Magencio atrapado en su propio palacio, abatido a disparos junto a su esposa y sus hijos a la entrada de los baños imperiales; Camilo, el segundo hermano, que había sido príncipe de Constantinopla, perseguido a través de las calles de Roma al amanecer y salvajemente asesinado en la escalinata del templo de Castor y Pólux; el príncipe Flavio, el tercer hermano, escapando de la capital en un carromato de campesinos bajo un montón de uvas y estableciendo un gobierno en el exilio en Neápolis, sólo para ser capturado y ejecutado antes de que hubiera transcurrido una semana desde que accediera al trono. Lo que llevó a la sucesión al príncipe Augusto, de dieciséis años, que había estudiado en la Universidad de Lutecia. Su nombre era apropiado, pues así como el primer emperador había sido un Augusto, también lo había de ser el último, dos mil años después. Reinó durante tres días antes de que los hombres de la Segunda República lo hallaran y lo colocaran delante del pelotón de fusilamiento.
De todos los príncipes reales, sólo quedaba Quinto Fabio. Pero en medio de toda la confusión, lo pasaron por alto. Era apenas un muchacho y, aunque técnicamente él era el nuevo cesar, nunca se le ocurrió reclamar el trono. Los partidarios monárquicos lo vistieron con ropas de campesino y lo sacaron a escondidas de Roma, mientras la capital estaba ardiendo, y lo lanzaron a lo que se convertiría en toda una vida de exilio.
—Siempre he tenido sitios donde quedarme —nos contaba—. En ciudades apartadas donde no había acabado de imponerse la República, en provincias alejadas, en lugares de los que nunca habréis oído hablar. La República me buscó durante un tiempo, pero nunca lo hizo muy bien, y entonces empezó a circular la historia de que había muerto. De los huesos de algún muchacho que se encontraron entre las ruinas del palacio de Roma se dijo que eran míos. Después de eso, pude moverme con bastante libertad, aunque siempre en la pobreza, siempre en secreto.
—¿Y cuándo llegaste aquí? —pregunté yo.
—Hace casi veinte años. Mis amigos me hablaron de este refugio de caza, más o menos intacto aún, como lo había estado durante la época de la revolución. Nadie se acercaba nunca a él, de manera que podía vivir aquí sin ser molestado. Eso es lo que he hecho y eso es lo que haré, me quede el tiempo que me quede. —Alcanzó el vino pero las manos le temblaban tanto que Friya se lo cogió y ella misma le sirvió una copa. Se lo bebió de un solo trago—. ¡Ay niños, niños, qué mundo os habéis perdido! ¡Qué locura fue la destrucción del Imperio! ¡Qué grandeza había entonces!
—Nuestro padre dice que las cosas nunca han ido tan bien para la gente corriente como bajo la República —dijo Friya.
Yo le di una patada en el tobillo y ella me miró con gesto avinagrado.
Quinto Fabio dijo tristemente:
—No quiero ser irrespetuoso, pero vuestro padre sólo tiene en consideración su propia aldea. A nosotros se nos enseñó a contemplar el mundo en su totalidad. El Imperio, el imperio que abarcaba todo el globo. ¿Vosotros creéis que la intención de los dioses fue la de ofrecer el Imperio a cualquiera? ¿A cualquiera que se hiciera con el poder y se autoproclamara Primer Cónsul? Ah, no, no. Los cesares fueron elegidos excepcionalmente para mantener la Pax Romana, la paz universal de que ha disfrutado todo el planeta durante tanto tiempo. Bajo nosotros no había más que paz, eterna e inquebrantable una vez que el Imperio alcanzó su máxima expresión. Pero ahora que ya no están los cesares, ¿cuánto tiempo creéis que durará la paz? Si un hombre puede hacerse con el poder, también podrá hacerlo otro, y otro. Habrá cinco Primeros Cónsules al mismo tiempo, recordad mis palabras. O cincuenta. Y cada provincia querrá ser un Imperio en sí misma. Recordad mis palabras, niños. Recordad mis palabras.
Nunca había oído una traición semejante en toda mi vida. O algo tan desatinado.
¿La Pax Romana? ¿Qué Pax Romana? Nunca existió nada parecido, en realidad. Al menos, no durante mucho tiempo. El viejo Quinto Fabio quería hacernos creer que el Imperio había conseguido una para ininterrumpida e inquebrantable y que así la había mantenido durante veinte siglos. ¿Y qué pasó pues durante la Guerra Civil, cuando la mitad griega del Imperio luchó durante cincuenta años contra la otra mitad, latina? ¿O en las dos Guerras de Unificación? ¿Y acaso no hubo constantemente levantamientos menores en todo el Imperio (difícilmente encontraríamos un siglo sin uno de ellos), en Persia, la India, en Britania o en la África Etiópica? No, pensé, lo que nos estaba contando sencillamente no era cierto. La larga vida del Imperio había sido un período de constante y brutal opresión en el que los espíritus de todas las personas fueron sometidos en todas partes, mediante la fuerza militar. La Pax Romana real era algo que había existido sólo en épocas modernas, bajo la Segunda República. Eso es lo que mi padre me había enseñado.Y yo lo creía a pie juntillas.
Pero Quinto Fabio era un anciano, encerrado en los sueños de su propia y maravillosa infancia perdida. Quedaba lejos de mis propósitos discutir con él sobre asuntos de este tipo. Me limité a sonreír y a asentir con la cabeza y le servía más vino cuando su copa se quedaba vacía. Y Friya y yo nos quedamos allí sentados, encandilados, mientras nos iba contando, una hora tras otra, lo que había significado ser un príncipe de sangre real durante los últimos días del Imperio, antes de que la auténtica grandeza desapareciera definitivamente del mundo.
Cuando nos marchamos aquel día, aún nos dio más regalos.
—Mi hermano era un gran coleccionista —dijo—. Tenía casas enteras llenas de tesoros. Todo ha desaparecido ya, menos lo que veis aquí, de lo que nadie se ha acordado. ¿Quién sabe lo que será de estas cosas cuando yo me vaya? Pero quiero que guardéis esto. Habéis sido muy amables conmigo. Para que os acordéis de mí. Y para que recordéis lo que una vez existió y ya se ha perdido.
A Friya le dio un pequeño anillo de bronce, abollado y rayado, con una cabeza de serpiente, que dijo que había pertenecido al emperador Claudio durante los primeros días del Imperio. A mí me dio una daga, no aquella con joyas incrustadas que yo había visto arriba, sino otra también bonita, con una extraña hoja ondulada, procedente de un reino salvaje en una isla del océano Pacífico. Y para los dos nos dio una bonita estatuilla de suave alabastro blanco, tallada por algún maestro artesano de épocas antiguas, y que representaba a Pan tocando su flauta.
La estatuilla era el regalo perfecto de cumpleaños para la abuela. Se la dimos al día siguiente. Pensamos que le gustaría, ya que todos los antiguos dioses de Roma le eran muy queridos, pero para nuestra sorpresa y consternación, pareció sobresaltarse y enfadarse. Ella la contempló con ojos brillantes y fieros, como si le hubiéramos dado un sapo ponzoñoso.
—¿De dónde habéis sacado esto? ¿De dónde?
Miré a Friya, para advertirle que no diera muchas explicaciones. Pero como solía ocurrir, ella se me adelantó.
—Lo encontramos, abuela. Lo desenterramos.
—¿Lo desenterrasteis?
—En el bosque —tercié yo—.Vamos allí todos los sábados.Ya lo sabes. Pasamos el tiempo dando vueltas. Había un viejo montón de tierra… estábamos escarbando y vimos algo brillante…
Ella le dio una y otra vuelta en sus manos. Nunca la había visto tan preocupada.
—¡Juradme que ha sido así como la habéis encontrado! ¡Venid! ¡Ante el altar de Juno! Quiero que me lo juréis ante la diosa, y después quiero que me llevéis a ese montón de tierra.
Friya me lanzó una mirada de pánico.
Con vacilación yo dije:
—Puede que no volvamos a encontrarlo, abuela. Te lo dije, estábamos dando vueltas… la verdad es que no nos fijamos mucho en dónde estábamos…
Se me subieron los colores y además empecé a tartamudear. No es fácil mentir con credibilidad a tu abuela.
Ella me alargó la estatuilla con la base hacia mí.
—¿Veis estas marcas de aquí? ¿Este pequeño emblema? Es el emblema imperial, Tyr. Es la marca de los cesares. Esta talla perteneció una vez al emperador. ¿Esperas que me crea que hay un tesoro imperial sencillamente enterrado bajo montones de tierra en el bosque? ¡Vamos, ante el altar! ¡Jurad!
—Tan sólo queríamos darte un bonito regalo de cumpleaños, abuela —dijo Friya con dulzura—. No queríamos hacer nada malo.
—Naturalmente que no, niños. Decidme ahora, ¿de dónde ha salido esta cosa?
—De la casa encantada del bosque —dijo ella, y yo asentí con la cabeza en señal de confirmación. ¿Qué podíamos hacer? Nos habría llevado ante el altar a jurar.
Estrictamente hablando, Friya y yo traicionamos a la República. Incluso nosotros mismos lo sabíamos, desde el momento en que nos dimos cuenta de quién era de verdad aquel anciano. Los cesares estaban proscritos desde que cayó el Imperio. Todo el mundo con cierto grado de parentesco de sangre con el emperador estaba condenado a muerte, para que nadie pudiera alzarse y reclamar el trono años después.
Se decía que un puñado de miembros menores de la familia real había conseguido escapar, y proporcionarles ayuda o consuelo suponía una grave infracción.Y quien nosotros habíamos descubierto en el bosque no era un simple primo segundo o un sobrino tercero, era el propio hermano del emperador. De hecho, era el mismísimo y legítimo emperador a ojos de quienes creían que el Imperio nunca había acabado. Y nuestro deber era entregarlo a la justicia. Pero él era tan viejo, tan amable, tan débil. No entendíamos de qué manera podía suponer una amenaza para la República. Aunque él creyera que la Revolución había sido algo demoníaco, y que solamente bajo un cesar escogido por los dioses el mundo podía disfrutar de una paz verdadera.
Eramos niños. No entendíamos qué riesgos estábamos corriendo o a qué peligros estábamos exponiendo a nuestra familia.
Las cosas se pusieron tensas en nuestra casa durante los días siguientes. Nuestra abuela y nuestra madre susurraban conversaciones que no podíamos escuchar. Y entonces, una noche en que las dos estaban hablando con mi padre mientras Friya y yo permanecíamos confinados en nuestra habitación, pudimos oír palabras fuertes e incluso algunos gritos. Después se produjo un silencio largo y frío seguido de más discusiones misteriosas. Luego, las cosas volvieron a la normalidad. Mi abuela nunca puso la estatuilla de Pan en su colección de pequeñas reliquias de los viejos tiempos, ni tampoco se volvió a hablar nunca del tema.
Nos dábamos cuenta de que era en el emblema imperial donde estaba la causa del alboroto. Pero incluso así, no acabábamos de comprender cuál era el problema. Yo siempre había creído que nuestra misma abuela era una partidaria del Imperio. Mucha gente de su edad lo era; y después de todo, ella era una amante de las tradiciones, una sacerdotisa de Juno Teutónica, a quien no le gustaba el culto restablecido de los viejos dioses germánicos que se había extendido en épocas recientes («dioses paganos», los llamaba ella), y había discutido con papá acerca de su insistencia en explicárnoslos a nosotros como él había hecho. De manera que a ella debería haberle agradado tener alguna cosa que hubiera pertenecido a los cesares. Pero como ya he dicho, nosotros sólo éramos unos niños. No tuvimos en cuenta el hecho de que la República trataba con dureza a cualquiera que practicara el «cesarismo». O que, fueran cuales fuesen las creencias políticas privadas de mi abuela, mi padre era el señor incuestionable de nuestro hogar, y un devoto republicano.
—Creo que habéis estado hurgando por los alrededores de aquella vieja casa en ruinas del bosque —dijo mi padre más o menos una semana después—. Permaneced alejados de ella. ¿Me oís? Alejados.
Y eso es lo que haríamos, pues se trataba lisa y llanamente de una orden. Nunca desobedecíamos las órdenes de nuestros padres.
Pero entonces, algunos días más tarde, oí algo a los muchachos mayores de la aldea acerca de una incursión a la casa encantada. Era evidente que Marco Aurelio Schwarzchild había estado hablando sobre el fantasma del rifle brillante a otras personas además de a mí. «Somos cinco contra uno», oí que decía uno. «Deberíamos ser capaces de dar cuenta de él, sea fantasma o no.»
—Pero ¿y qué pasa si tiene un rifle fantasma? —preguntó uno de ellos—. Un rifle fantasma no es para tomarlo a broma.
—Los rifles fantasmas no existen —dijo el que había hablado en primer lugar—. Es un rifle de verdad. Y no nos será difícil quitárselo a un fantasma.
Yo se lo conté todo a Friya.
—¿Que deberíamos hacer? —le pregunté.
—Ir a advertirle. Le van a hacer daño,Tyr.
—Pero papá dijo que…
—Aun así. El anciano tendrá algún sitio adonde ir y esconderse. Si no, su sangre caerá sobre nuestra conciencia.
No había manera de discutir con ella. O la acompañaba a la casa del bosque en aquel momento o se marcharía ella sola. Yo no tenía elección. Rogué a Woden que no se enterara mi padre, o que nos perdonara si lo hacía, y nos adentramos en el bosque. Pasamos por el Manantial de Agripina, junto a la estatua del hermoso muchacho, dejamos atrás el árbol de Baldur y cogimos el sendero que ya nos resultaba familiar al llegar al roble de las hojas brillantes.
—Algo va mal —dijo Friya, al aproximarnos al refugio de caza—. Lo noto.
Friya tenía una extraña forma de intuir las cosas. Advertí el temor en sus ojos y yo mismo sentí miedo.
Nos acercamos despacio, con cautela. No había rastro de Quinto Fabio y, al llegar a la puerta del refugio, vimos que estaba entreabierta y fuera de sus goznes, como si la hubieran forzado. Friya me cogió el brazo con la mano y nos miramos el uno al otro. Respiré profundamente.
—Espérame aquí —le dije y entré.
La escena era aterradora. El lugar había sido saqueado, los muebles destrozados, las vitrinas volcadas y las esculturas hechas pedazos. Alguien había hecho trizas todas las pinturas. La colección de armas y la armadura habían desaparecido.
Fui de una habitación a otra, buscando a Quinto Fabio. No estaba allí, pero había manchas de sangre sobre el suelo de la habitación principal, todavía frescas, todavía pegajosas.
Friya estaba esperando en el porche, temblando, reprimiendo las lágrimas.
—Hemos llegado demasiado tarde —le dije.
No habían sido los muchachos de la aldea, naturalmente. No era posible que ellos hubieran hecho tal destrozo. Aunque me sentía demasiado asqueado (y seguramente también Friya) como para decirnos nada, me di cuenta de que la abuela debía de haberle dicho a nuestro padre que habíamos encontrado una pieza de un tesoro imperial en la vieja casa y él, buen ciudadano como era, se lo habría comunicado a la guardia. Éstos habrían ido a hacer sus investigaciones, se habrían encontrado con Quinto Fabio y lo habrían reconocido como un cesar, como lo había hecho Friya. De modo que mis ansias por llevarle un bonito regalo a la abuela habían provocado la perdición del anciano. Supongo que no le quedaba mucho, tan frágil como se veía, pero la culpa por lo que yo, inconscientemente, le ocasioné es algo que me ha acompañado desde entonces.
Algunos años más tarde, cuando el bosque ya casi había desaparecido por completo, la vieja casa ardió accidentalmente. Yo era entonces un joven y contribuí a apagar el fuego. Durante una pequeña pausa en la faena, le dije al capitán del cuerpo de bomberos, un guardia retirado llamado Lucencio.
—Fue un refugio de caza imperial en su tiempo, ¿no?
—Hace mucho tiempo, sí.
Lo observé con prudencia al resplandor de las llamas titilantes. Era un hombre mayor, de la generación de mi padre.
Con precaución, le dije:
—Cuando era pequeño, circulaba una historia sobre uno de los hermanos del último emperador, que se había escondido aquí.
Aquello pareció cogerle desprevenido. Parecía sorprendido y, por un momento, preocupado.
—¿Así que oíste esa historia?
—Me pregunto si habría algo de verdad en ella. Que fuera un cesar, quiero decir.
Lucencio apartó la mirada.
—Sólo era un viejo vagabundo. Eso es todo —dijo en un tono apagado—. Un viejo y mentiroso vagabundo. Quizá contó fantásticas historias a algunos niños crédulos, pero eso es todo lo que era: un vagabundo viejo, mugriento y mentiroso. —Me dirigió una peculiar mirada y, a continuación, se marchó a todo correr para reñir a uno que estaba desenrollando una manguera de forma incorrecta.
Un mugriento y viejo vagabundo quizá sí, pero no creo que fuera un mentiroso.
Aquella pobre y vieja reliquia del Imperio ha permanecido vivo en mis recuerdos hasta hoy, y ahora que yo mismo soy un anciano, tan viejo como él lo era entonces, entiendo algo de lo que decía. No es que crea, como él, que deba haber un cesar para que la paz esté garantizada, pues hasta los cesares son hombres, de la misma manera que lo son los Primeros Cónsules que los han reemplazado. Pero cuando él argumentaba que la época del Imperio había sido sobre todo un período de paz, es posible que no estuviera del todo equivocado, incluso a pesar de que la guerra distaba mucho de ser ignorada en los días imperiales.
Ya que ahora creo que la guerra puede, en ocasiones, ser también una forma de paz: que las Guerras Civiles y las Guerras de Reunificación fueron las luchas de un Imperio amenazado que trataba de volver a unirse para que la paz pudiera reanudarse. Estas cosas no son tan simples. La Segunda República no es tan virtuosa como pensaba mi padre ni, según creo, tampoco el viejo Imperio fue tan corrupto. Lo único que parece cierto y fuera de toda duda es que la hegemonía mundial de Roma durante esos pasados dos mil años y después, bajo la República, pese a los problemas que nos ha supuesto ocasionalmente, nos ha evitado tumultos peores. ¿Qué hubiera ocurrido si no hubiera existido Roma? ¿Qué habría pasado si cada región hubiera tenido la libertad de levantarse en guerra contra sus vecinos con la esperanza de crear el tipo de Imperio que los romanos fueron capaces de construir. ¡Imagínense qué locura! Pero los dioses nos dieron a los romanos, y los romanos nos dieron la paz; no una paz perfecta, pero la mejor paz, quizá, que un mundo imperfecto podía permitirse. O, al menos, eso es lo que yo creo ahora.
En cualquier caso, los cesares están muertos, como también lo están todas aquellas personas sobre las que he escrito aquí, incluso mi hermana pequeña, Friya. Y aquí estoy yo, un anciano de la Segunda República, reflexionando sobre el pasado y tratando de extraer alguna enseñanza de él. Aún conservo la extraña daga que me dio Quinto Fabio, la que tenía un aspecto bárbaro y con la hoja curiosamente ondulada, y que procedía de alguna isla del océano Pacífico. De vez en cuando la cojo y la contemplo. Brilla con un especial antiguo esplendor bajo la luz de la lámpara. La vista me falla demasiado ya para ver el diminuto emblema imperial que alguien grabó en su empuñadura. Tampoco puedo ver las pequeñas letras S P Q R[1] que están inscritas en la hoja. Lo único que sé es que el miembro de alguna tribu de cabellos alborotados que hizo esa extraña y temible arma, las grabó allí, ya que también él era un ciudadano del Imperio romano. Como, en cierto modo lo seguimos siendo todos nosotros, incluso ahora, en los días de la Segunda República. Como lo somos todos nosotros.