Primera parte. Ángeles exterminadores

Existen enfermedades que caminan en la oscuridad; y existen ángeles exterminadores, que vuelan envueltos en los cortinajes de lo inmaterial y poseen una naturaleza carente de comunicación; a los que no vemos, pero cuya fuerza sentimos y bajo cuya espada sucumbimos.

JEREMY TAYLOR, A Funeral Sermon


1 EL MAESTRO

– Sólo un café, por favor.

La camarera enarcó sus cejas, dibujadas a lápiz.

– ¿No te apetece comer nada? -preguntó. Tenía un acento muy marcado, parecía defraudada.

Simon Lewis no podía reprocharle nada, pues seguramente aquella mujer esperaba una propina mejor de la que iba a obtener por una simple taza de café. Pero él no tenía la culpa de que los vampiros no comiesen. A veces, cuando iba a un restaurante, pedía comida con la única intención de ofrecer una apariencia de normalidad, pero a última hora de un martes por la noche, con el Vesalka prácticamente vacío, le pareció que no merecía la pena tomarse la molestia.

– Sólo el café.

Encogiéndose de hombros, la camarera recogió el menú plastificado y se marchó a preparar el pedido. Simon se recostó en la dura silla de plástico y miró a su alrededor. El Vesalka, un restaurante situado en la esquina de la calle Nueve con la Segunda Avenida, era uno de sus lugares favoritos en el Lower East Side, un viejo restaurante de barrio empapelado con fotografías en blanco y negro, donde permitían que alguien se pasara el día entero sentado siempre y cuando fuera pidiendo un café cada media hora. Servían además la que había sido su sopa rusa de remolacha preferida en una época que ahora le quedaba muy lejana.

Era mediados de octubre y acababan de instalar la decoración típica de Halloween, entre la que destacaba un tambaleante cartel que rezaba «¡Susto o sopa de remolacha!» y un recortable de cartón que representaba a un vampiro llamado conde Blintzula. En otros tiempos, Simon y Clary habían encontrado de lo más graciosa aquella decoración festiva de baratillo, pero el conde, con sus colmillos falsos y su capa negra, ahora no le hacía ni pizca de gracia a Simon.

Simon miró por la ventana. Era una noche gélida y el viento levantaba las hojas que cubrían el suelo de la Segunda Avenida como si fueran puñados de confeti. Se fijó en una chica que pasaba por la calle, una chica con una gabardina ceñida por un cinturón y melena negra agitada por el viento. La gente se volvía a su paso para mirarla. En el pasado, Simon también se quedaba mirando a chicas como aquélla, preguntándose adónde irían o con quién habrían quedado. Nunca era con chicos como él, eso lo sabía con certeza.

Excepto que aquélla sí. La campanilla de la puerta del restaurante sonó en el momento en que Isabelle Lightwood hacía su entrada. Sonrió al ver a Simon y se dirigió hacia él, despojándose de la gabardina y doblándola sobre el respaldo de la silla antes de tomar asiento. Debajo de la gabardina lucía lo que Clary calificaría como «uno de los conjuntos típicos de Isabelle»: un vestido corto y ceñido de terciopelo, medias de redecilla y botas altas. En la parte superior de la bota izquierda llevaba un cuchillo escondido que sólo Simon podía ver; pero aun así, todos los presentes en el restaurante se quedaron mirando cómo tomaba asiento y se echaba el pelo hacia atrás. Isabelle llamaba la atención como un espectáculo de fuegos artificiales.

La bella Isabelle Lightwood. Cuando Simon la conoció, dio por sentado que una chica como aquélla nunca tendría tiempo para un tipo como él. Y acertó casi del todo. A Isabelle le gustaban los chicos que sus padres desaprobaban, y en su universo eso significaba habitantes del mundo subterráneo: hadas, hombres lobo y vampiros. Que llevaran los dos últimos meses saliendo le sorprendía, por mucho que su relación se limitase a encuentros puntuales como aquél. Y aun así, no podía evitar preguntarse si estarían saliendo si él no se hubiese transformado en vampiro, si su vida no se hubiese visto alterada por completo.

Isabelle se retiró un mechón de pelo de la cara y lo recogió detrás de la oreja con una resplandeciente sonrisa.

– Estás guapo.

Simon observó su imagen reflejada en el cristal de la ventana del restaurante. La influencia de Isabelle se hacía evidente en los cambios que había experimentado su aspecto desde que empezaron a salir. Isabelle le había obligado a abandonar las sudaderas con capucha para sustituirlas por cazadoras de cuero y a cambiar las zapatillas deportivas por botas de diseño. Que, por cierto, salían a trescientos dólares el par. Además, se había dejado el pelo largo y ahora le llegaba casi a los ojos y le cubría la frente, aunque ese peinado era más por necesidad que por Isabelle.

Clary se burlaba de su nueva imagen; aunque, a decir verdad, todo lo relacionado con la vida amorosa de Simon lindaba con lo cómico para Clary. Le costaba creer que estuviera saliendo en serio con Isabelle. Claro estaba que también le costaba creerse que estuviera saliendo a la vez, y con el mismo nivel de seriedad, con Maia Roberts, una amiga de ambos que resultó ser una chica lobo. Y la verdad era que tampoco entendía cómo Simon aún no le había contado nada a la una sobre la existencia de la otra.

Simon no sabía muy bien cómo había sucedido todo. A Maia le gustaba ir a su casa a jugar a la Xbox -en la comisaría de policía abandonada donde vivía la manada de seres lobo no tenían ninguna de aquellas cosas-, y no fue hasta su tercera o cuarta visita que ella se despidió de él con un beso. Simon se había quedado boquiabierto y había llamado en seguida a Clary para consultarle si debía explicarle lo sucedido a Isabelle. «Primero aclárate con respecto a lo que hay entre Isabelle y tú -le dijo-. Y después cuéntaselo.»

Pero resultó ser un mal consejo. Había transcurrido un mes y seguía sin estar seguro sobre lo que había entre Isabelle y él y, en consecuencia, no le había dicho nada. Y cuanto más tiempo pasaba, más complicado se le hacía tener que contárselo. Hasta el momento le había funcionado bien así. Isabelle y Maia no eran amigas y apenas coincidían. Pero por desgracia para él, la situación estaba a punto de cambiar. La madre de Clary y su eterno amigo, Luke, iban a casarse en cuestión de semanas, y tanto Isabelle como Maia estaban invitadas a la boda, un panorama que a Simon le resultaba más aterrador que la posibilidad de ser perseguido por las calles de Nueva York por una banda de furiosos cazadores de vampiros.

– ¿Y bien? -dijo Isabelle, despertándolo de su ensueño-. ¿Por qué hemos quedado aquí y no en Taki’s, donde podrías tomarte una copa de sangre?

Simon se encogió con desagrado ante el elevado volumen de la voz de Isabelle, que no era sutil en absoluto. Pero, por suerte, no la había oído nadie, ni siquiera la camarera que reapareció en aquel momento, depositó ruidosamente una taza de café delante de Simon, le echó una ojeada a Izzy y se marchó sin preguntarle qué quería tomar.

– Me gusta este sitio -dijo él-. Clary y yo solíamos venir por aquí cuando ella iba a clase en Tisch. Tienen una sopa de remolacha estupenda y buenos blinis, una especie de albóndigas dulces de queso, y además está abierto toda la noche.

Pero Isabelle no estaba escuchando nada de lo que le decía, sino que miraba más allá de donde estaba sentado Simon.

– ¿Qué es eso?

Simon siguió la dirección de su mirada.

– Es el conde Blintzula.

– ¿El conde Blintzula?

Simon se encogió de hombros.

– Es la decoración de Halloween. El conde Blintzula es un personaje infantil. Igual que el conde Chocula, o el vampiro de «Barrio Sésamo». -Sonrió al ver que la chica no sabía de qué le hablaba-. Sí, el que enseña a contar a los niños.

Isabelle movió la cabeza de un lado a otro.

– ¿Me estás diciendo que hay un programa de televisión en el que sale un vampiro que enseña a contar a los niños?

– Lo entenderías si lo vieras -murmuró Simon.

– No, si la verdad es que, en realidad, tiene una base mitológica -dijo Isabelle, dispuesta a iniciar una disertación típica de una cazadora de sombras-. Hay leyendas que afirman que los vampiros están obsesionados por contarlo todo, y que si derramas un puñado de granos de arroz delante de ellos, se ven obligados a dejar lo que quiera que estén haciendo para ponerse a contarlos de uno en uno. No es verdad, claro está, igual que todo ese asunto de los ajos. Pero los vampiros no tienen por qué andar por ahí dando clases a niños. Los vampiros son terroríficos.

– Gracias -dijo Simon-. Pero esto no va en serio, Isabelle. Es sólo un conde. Y le gusta contar. La cosa es más o menos así: «¿Qué ha comido hoy el conde, niños? Una galleta de chocolate, dos galletas de chocolate, tres galletas de chocolate…».

La puerta del restaurante se abrió y entró una ráfaga de aire frío, junto con un nuevo cliente. Isabelle se estremeció y se envolvió en su pañuelo negro de seda.

– No me parece muy realista que digamos.

– Y qué preferirías, algo como «¿Qué ha comido hoy el conde, niños? Un pobre aldeano, dos pobres aldeanos, tres pobres aldeanos…».

– Calla. -Isabelle se anudó finalmente el pañuelo al cuello, se inclinó hacia adelante y cogió a Simon por la muñeca. Sus enormes ojos oscuros cobraron vida de repente, esa vida que únicamente cobraban cuando cazaba demonios o estaba pensando en ello-. Mira hacia allí.

Simon siguió la dirección de su mirada. Había dos hombres de pie junto a la vitrina de los productos de repostería: pastelitos recubiertos de azúcar glas, bandejas repletas de rugelach y galletas danesas rellenas de crema. Pero ninguno de los dos parecía interesado en la comida. Eran bajitos y su aspecto resultaba tan lúgubre que daba la impresión de que sus pómulos sobresalían como cuchillos de aquellos lívidos rostros. Ambos tenían el pelo gris y fino, ojos de color gris claro e iban vestidos con sendos abrigos de color pizarra, ceñidos con cinturón, que arrastraban hasta el suelo.

– ¿Qué crees que son? -preguntó Isabelle.

Simon entornó los ojos para mirarlos. Y los dos hombres se quedaron mirándolo a su vez, con los ojos desprovistos de pestañas, un par de agujeros huecos.

– Parecen malvados gnomos de la pradera.

– Son subyugados humanos -dijo Isabelle entre dientes-. Pertenecen a un vampiro.

– ¿Cuando dices «pertenecen» te refieres a…?

Isabelle emitió un bufido de impaciencia.

– Por el Ángel, no sabes nada de nada acerca de los de tu especie, ¿verdad? Ni siquiera sabes cómo se crea un vampiro.

– Me imagino que cuando una mamá vampiro y un papá vampiro se quieren…

Isabelle hizo una mueca.

– Venga, vamos, sabes de sobras que los vampiros no necesitan el sexo para reproducirse, pero me apuesto lo que quieras a que no tienes ni idea de cómo funciona la cosa.

– Pues claro que lo sé -replicó Simon-. Soy vampiro porque bebí de la sangre de Raphael antes de morir. Si bebes su sangre y mueres te conviertes en vampiro.

– No exactamente -dijo Isabelle-. Eres vampiro porque bebiste de la sangre de Raphael, después te mordieron otros vampiros y luego moriste. En algún momento del proceso tienen que morderte.

– ¿Por qué?

– La saliva de vampiro tiene… propiedades. Propiedades transformadoras.

– Qué asco -dijo Simon.

– No me vengas ahora con ascos. Aquí el que tiene la saliva mágica eres tú. Los vampiros se rodean de humanos y se alimentan de ellos cuando van escasos de sangre… como si fueran máquinas expendedoras andantes -comentó Izzy con repugnancia-. Cabría pensar que eso los debilitaría por falta de sangre, pero la saliva de vampiro tiene propiedades curativas: aumenta su concentración de glóbulos rojos, los hace más fuertes y más sanos y los ayuda a vivir más tiempo. De ahí que no sea ilegal que los vampiros se alimenten de humanos. En realidad, no les hacen daño. Aunque, claro está, de vez en cuando los vampiros deciden que les apetece algo más que un simple tentempié, que quieren un subyugado… y es entonces cuando empiezan a alimentar a los humanos que muerden con pequeñas cantidades de sangre de vampiro, para mantenerlos dóciles, para que se sientan conectados a su amo. Los subyugados adoran a sus amos y les encanta servirlos. Su único deseo es estar a su lado. Como cuando tú estabas en el Dumont. Te sentías atraído hacia los vampiros cuya sangre habías consumido.

– Raphael… -dijo Simon; su tono de voz era sombrío-. Si quieres que te diga la verdad, ya no siento una necesidad apremiante de estar con él.

– No, eso desaparece cuando te conviertes totalmente en vampiro. Los que veneran a sus amos y son incapaces de desobedecerlos son los subyugados. ¿No lo entiendes? Cuando volviste al Dumont, el clan de Raphael te vació por completo y moriste, y fue entonces cuando te convertiste en vampiro. Pero de no haberte vaciado, de haberte dado más sangre de vampiro, habrías acabado convirtiéndote en un subyugado.

– Todo esto es muy interesante -dijo Simon-. Pero no explica por qué ésos siguen ahí plantados mirándonos.

Isabelle les echó un vistazo.

– Te miran a ti. Tal vez sea porque su amo ha muerto y andan buscando a otro vampiro que quiera hacerse cargo de ellos. Podrías tener mascotas. -Sonrió.

– O -dijo Simon- tal vez hayan venido a comer unas patatas fritas.

– Los humanos subyugados no comen. Viven de una mezcla de sangre de vampiro y sangre de animal. Eso los mantiene en un estado de vida aplazada. No son inmortales, pero envejecen muy lentamente.

– Lo que es una verdadera lástima -dijo Simon, observándolos- es que cuiden tan poco su aspecto.

Isabelle se enderezó en su asiento.

– Vienen hacia aquí. En seguida nos enteraremos de qué es lo que quieren.

Los subyugados humanos avanzaban como si se desplazaran sobre ruedas. Era como si no dieran pasos, como si se deslizasen sin hacer ruido. Cruzaron el restaurante en cuestión de segundos y cuando llegaron a la mesa donde estaba sentado Simon, Isabelle había extraído ya de su bota un afilado estilete. Lo depositó sobre la mesa, con la hoja brillando bajo la luz fluorescente del local. Era un cuchillo de sólida plata oscura, con cruces grabadas a fuego a ambos lados de la empuñadura. Las armas diseñadas para repeler vampiros solían lucir cruces, partiendo del supuesto, se imaginaba Simon, de que la mayoría de los vampiros eran cristianos. ¿Quién se habría imaginado que ser seguidor de una religión minoritaria podía resultar tan ventajoso?

– Ya os habéis acercado demasiado -dijo Isabelle cuando los dos subyugados se detuvieron junto a la mesa, con los dedos a escasos centímetros del cuchillo-. Decidnos qué queréis, pareja.

– Cazadora de sombras -dijo la criatura de la izquierda hablando con un sibilante susurro-. No te conocíamos en esta situación.

Isabelle enarcó una de sus delicadas cejas.

– ¿Y qué situación es ésta?

El segundo subyugado señaló a Simon con un dedo largo y grisáceo. La uña que lo remataba era afilada y amarillenta.

– Tenemos asuntos que tratar con el vampiro diurno.

– No, no es verdad -dijo Simon-. No tengo ni idea de quiénes sois. No os había visto nunca.

– Yo soy Walker -dijo la primera criatura-. Y éste es Archer. Estamos al servicio del vampiro más poderoso de Nueva York. El jefe del clan más importante de Manhattan.

– Raphael Santiago -dijo Isabelle-. En cuyo caso debéis saber ya que Simon no forma parte de ningún clan. Es un agente libre.

Walker esbozó una lívida sonrisa.

– Mi amo confiaba en que eso cambiara.

Simon miró a Isabelle a los ojos. Y ella se encogió de hombros.

– ¿No os ha contado Raphael que desea mantenerse alejado del clan?

– Tal vez haya cambiado de opinión -sugirió Simon-. Ya sabes cómo es. De humor variable. Voluble.

– No sé. La verdad es que no lo he vuelto a ver desde aquella vez en que le amenacé con matarlo con un candelabro. Y lo llevó bien. Ni siquiera se encogió.

– Fantástico -dijo Simon. Los dos subyugados seguían mirándolo. Sus ojos eran de un color gris blanquecino, parecido al de la nieve sucia-. Si Raphael desea tenerme en el clan, es porque quiere algo de mí. Podríais empezar por explicarme de qué se trata.

– No estamos al corriente de los planes de nuestro amo -dijo Archer empleando un tono arrogante.

– Entonces nada -dijo Simon-. No pienso ir.

– Si no deseas acompañarnos, estamos autorizados a emplear la fuerza para obligarte -dijo Walker.

Fue como si el cuchillo cobrara vida y saltara hasta la mano de Isabelle; se había hecho con él sin apenas moverse. Se puso a juguetear con él.

– Yo no lo haría, de estar en vuestro lugar.

Archer le enseñó los dientes.

– ¿Desde cuándo los hijos del Ángel se han convertido en guardaespaldas de los habitantes del mundo subterráneo? Te imaginaba por encima de este tipo de negocios, Isabelle Lightwood.

– No soy su guardaespaldas -declaró Isabelle-. Soy su novia. Lo que me da derecho a darte una patada en el culo si lo molestas. Así es como están las cosas.

¿Novia? Simon se quedó tan perplejo que la miró sorprendido, pero Isabelle seguía con la mirada fija en los dos subyugados; sus ojos echaban chispas. Por un lado, no recordaba que Isabelle se hubiera referido nunca a sí misma como su novia. Por otro, que aquello fuera lo que más le había sorprendido aquella noche, mucho más que ser convocado a una reunión por el vampiro más poderoso de Nueva York, era sintomático de lo extraña que se había vuelto su vida.

– Mi amo -dijo Walker, en lo que probablemente consideraba un tono de voz tranquilizador- tiene una propuesta que hacerle al vampiro diurno.

– Se llama Simon. Simon Lewis.

– Al señor Simon Lewis. Te prometo que, si te dignas acompañarnos y escuchar a mi amo, encontrarás una propuesta de lo más ventajosa. Juro por el honor de mi amo que no sufrirás daño alguno, vampiro diurno, y que si deseas rechazar la oferta de mi amo, serás libre de hacerlo.

«Mi amo, mi amo.» Walker pronunciaba aquellas palabras con una mezcla de adoración y pavor reverencial. Simon se estremeció por dentro. Debía de ser horrible estar vinculado a alguien de aquel modo y carecer de voluntad propia.

Isabelle estaba negando con la cabeza y le decía «no» moviendo sólo los labios. Probablemente tenía razón. Isabelle era una cazadora de sombras excelente. Llevaba desde los doce años cazando demonios y malvados habitantes del mundo subterráneo -malignos vampiros, hechiceros practicantes de la magia negra, hombres lobo que habían entrado en estado salvaje y eran capaces de comerse a cualquiera- y con toda seguridad era mejor en su trabajo que cualquier otro cazador de sombras de su edad, con la excepción de su hermano Jace. Y de Sebastian, pensó Simon, que era mejor incluso que ellos. Pero estaba muerto.

– De acuerdo -dijo-. Iré.

Isabelle abrió los ojos de par en par.

– ¡Simon! -exclamó protestando.

Los dos subyugados se frotaron las manos, como los villanos de un cómic. Aunque, en realidad, no era el gesto en sí lo que resultaba espeluznante, sino que lo hubieran hecho simultáneamente y de la misma manera, como marionetas cuyas cuerdas han sido manipuladas para sincronizarlas.

– Excelente -dijo Archer.

Isabelle dejó caer el cuchillo sobre la mesa con un golpe seco y se inclinó hacia adelante, y el brillante pelo negro rozó la superficie.

– Simon -dijo en un apremiante susurro-. No seas estúpido. No tienes por qué ir con ellos. Raphael es un imbécil.

– Raphael es un vampiro superior -dijo Simon-. Su sangre me convirtió en vampiro. Es mi… comoquiera que lo llamen.

– Señor, creador, engendrador… Hay millones de nombres para eso -dijo Isabelle, restándole importancia-. Y tal vez sea cierto que fue su sangre lo que te convirtió en vampiro. Pero no fue eso lo que te convirtió en un vampiro diurno. -Sus miradas se cruzaron por encima de la mesa. «Fue Jace quien te convirtió en un vampiro diurno.» Pero jamás pensaba pronunciar aquello en voz alta; eran muy pocos los que conocían la verdad, la historia que había convertido a Jace en lo que era, y también a Simon como consecuencia de ello-. No tienes por qué hacer lo que él te dice.

– Por supuesto que no -dijo Simon, bajando la voz-. Pero si me niego a ir, ¿crees que Raphael dejará correr este asunto? No, no lo hará. Seguirán viniendo a por mí. -Miró de reojo a los subyugados, que daban la impresión de estar de acuerdo con sus palabras, aunque tal vez no fueran más que imaginaciones suyas-. Me acosarán por todos lados. Cuando salga por ahí, en el colegio, en casa de Clary…

– ¿Y qué? ¿Acaso no podría apañárselas Clary? -Isabelle levantó las manos-. De acuerdo. Pero al menos déjame que vaya contigo.

– Eso sí que no -la interrumpió Archer-. Esto no es apto para cazadores de sombras. Es un asunto exclusivo de los Hijos de la Noche.

– Yo no…

– La Ley nos da derecho a solucionar nuestros asuntos en privado -declaró Walker con frialdad-. Con los de nuestra propia especie.

Simon se quedó mirándolos.

– Concedednos unos minutos, por favor -dijo-. Me gustaría hablar con Isabelle.

Se produjo un momento de silencio. La vida en el restaurante seguía su curso habitual. Acababa de finalizar la sesión en el cine que había una manzana más abajo y empezaban las prisas de última hora, las camareras corriendo de un lado a otro, sirviendo humeantes platos de comida a la clientela; las parejas reían y charlaban en las mesas; los cocineros preparaban los pedidos detrás del mostrador. Nadie los estaba mirando a ellos ni se daba cuenta de que algo extraño sucedía. Simon se había acostumbrado ya a los hechizos, pero cuando estaba con Isabelle, seguía sin poder evitar sentirse a veces como si estuviera atrapado detrás de una pared invisible de cristal, apartado del resto de la humanidad y de sus quehaceres diarios.

– De acuerdo -dijo Walker, retirándose un poco-. Pero recuerda que a mi amo no le gusta que le hagan esperar.

Se situaron junto a la puerta, indiferentes a las ráfagas de aire frío que les azotaban cada vez que alguien entraba o salía, y allí permanecieron rígidos como estatuas. Simon se volvió hacia Isabelle.

– No pasará nada -dijo-. No me harán ningún daño. No pueden hacerme ningún daño. Raphael sabe lo de… -Hizo un gesto incómodo señalándose la frente-. Esto.

Isabelle extendió la mano y le retiró el pelo de la frente, con una caricia más aséptica que tierna. Frunció el ceño. Simon había observado la Marca en el espejo en innumerables ocasiones, para conocer bien su aspecto. Era como si alguien hubiera cogido un pincel fino y hubiera dibujado un trazo muy simple en su frente, justo por encima del espacio que quedaba entre los ojos. La forma se alteraba de vez en cuando, como las imágenes en movimiento que crean las nubes, pero siempre era nítida, negra y de apariencia peligrosa, como una señal de advertencia escrita en otro idioma.

– ¿Funciona… de verdad? -preguntó Isabelle, casi en un susurro.

– Raphael cree que funciona -respondió Simon-. Y no tengo motivos para pensar que no vaya a ser así. -Le cogió la muñeca para apartarle la mano de la cara-. No pasará nada, Isabelle.

Ella suspiró.

– Mi experiencia me dice que esto no es una buena idea.

Simon le apretó la mano.

– Vamos. ¿Tú no sientes curiosidad por saber qué puede querer Raphael?

Isabelle le dio unos golpecitos cariñosos en la mano y se recostó en su asiento.

– Avísame en cuanto regreses. Llámame a mí antes que a nadie.

– Lo haré. -Simon se levantó y cerró la cremallera de su chaqueta-. Y hazme un favor, ¿quieres? Dos favores, de hecho.

Isabelle lo miró con reserva.

– ¿Cuáles?

– Clary mencionó que esta noche iría al Instituto. Si por casualidad te tropiezas con ella, no le digas adónde he ido. Se preocuparía sin motivo.

Isabelle puso los ojos en blanco.

– Muy bien, de acuerdo. ¿Y el segundo favor?

Simon se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

– Prueba la sopa de remolacha antes de irte. Es estupenda.


Walker y Archer no eran precisamente los compañeros más habladores del mundo. Guiaron a Simon en silencio por las calles del Lower East Side, manteniéndose en todo momento varios pasos por delante de él con su curioso andar deslizante. Empezaba a ser tarde, pero las aceras de la ciudad seguían llenas de gente que salía del trabajo y corría hacia su casa para cenar, cabizbajos, con el cuello del abrigo levantado para protegerse del gélido aire. En St. Mark’s Place había tenderetes donde vendían de todo, desde calcetines baratos hasta bocetos a carboncillo de Nueva York, pasando por barritas de incienso. Las hojas crujían en el suelo como huesos secos. El ambiente olía al humo que desprendían los tubos de escape mezclado con el aroma de la madera de sándalo y, por debajo de eso, a humanidad: piel y sangre.

A Simon se le encogió el estómago. Solía guardar en su habitación unas cuantas botellas de sangre animal -había instalado una neverita en el fondo del armario, en un lugar donde su madre no podía verla- por si en algún momento sentía hambre. La sangre era asquerosa. Creía que acabaría acostumbrándose a ella, incluso que llegaría a apetecerle, pero a pesar de que le servía para aplacar sus ataques de hambre, no tenía nada que ver con lo mucho que en su día había disfrutado del chocolate, los burritos vegetarianos o el helado de café. Aquello no dejaba de ser sangre.

Pero tener hambre era peor. Tener hambre significaba oler cosas que no deseaba oler: la sal de la piel, el aroma dulce y maduro de la sangre exudando de los poros de desconocidos. Todo aquello le hacía sentirse hambriento y tremendamente mal consigo mismo. Se encorvó, hundió los puños en los bolsillos de la chaqueta e intentó respirar por la boca.

Al llegar a la Tercera Avenida giraron a la derecha y se detuvieron delante de un restaurante cuyo cartel rezaba: «CAFÉ DEL CLAUSTRO. JARDÍN ABIERTO TODO EL AÑO». Simon pestañeó al ver el cartel.

– ¿Qué estamos haciendo aquí?

– Es el lugar de reunión que ha elegido nuestro amo -respondió Walker, sin alterarse.

– Vaya. -Simon estaba perplejo-. Creía que el estilo de Raphael era más bien de concertar reuniones en lo alto de una catedral no consagrada o en el interior de una cripta repleta de huesos. Nunca me lo imaginé como un tipo aficionado a frecuentar restaurantes de moda.

Los dos subyugados se quedaron mirándolo.

– ¿Algún problema con eso, vampiro diurno? -preguntó Archer finalmente.

Simon tuvo la sensación de que acababa de recibir una oscura reprimenda.

– No, ningún problema.

El interior del restaurante era oscuro y una barra con encimera de mármol recorría una pared de un extremo al otro. Ni camareros ni personal de ningún tipo se acercó a ellos cuando atravesaron la sala en dirección a la puerta que había al fondo, ni cuando cruzaron dicha puerta para salir al jardín.

Muchos restaurantes de Nueva York tenían jardín, pero pocos permanecían abiertos a aquellas alturas del año. En este caso, se trataba de un patio de manzana rodeado de edificios. Las paredes estaban decoradas con pinturas murales de efecto trompe l’oeil que evocaban floridos jardines italianos. Los árboles, con el follaje otoñal rico en matices dorados y cobrizos, estaban adornados con ristras de luces blancas, mientras que las estufas de exterior repartidas entre las mesas desprendían un resplandor rojizo. Una pequeña fuente situada en el centro del patio salpicaba melodiosamente su agua.

Había una única mesa ocupada, y no por Raphael. En la mesa, pegada al muro, había una mujer delgada tocada con un sombrero de ala ancha. Mientras Simon la observaba con perplejidad, la mujer levantó una mano para saludarlo. Simon se volvió para mirar a sus espaldas y, naturalmente, no vio a nadie más. Walker y Archer se habían puesto de nuevo en movimiento; confuso, Simon los siguió, atravesaron el patio y se detuvieron a escasa distancia de donde estaba sentada la mujer.

Walker la saludó con una profunda reverencia.

– Ama -dijo.

La mujer sonrió.

– Walker -dijo-. Y Archer. Muy bien. Gracias por traerme a Simon.

– Un momento -dijo Simon, mirando una y otra vez a la mujer y a los dos subyugados-. Tú no eres Raphael.

– Pues claro que no. -La mujer se quitó el sombrero. Se derramó sobre sus hombros una abundante melena de cabello rubio plateado, brillante bajo el resplandor de las luces de Navidad. Su rostro era pálido y ovalado, precioso, dominado por unos enormes ojos verde claro. Llevaba guantes largos de color negro, blusa negra de seda, falda de tubo y un pañuelo negro anudado al cuello. Resultaba imposible adivinar su edad… o la edad que debía de tener cuando se había convertido en vampira-. Soy Camille Belcourt. Encantada de conocerte.

Le tendió una mano enguantada.

– Me habían dicho que iba a reunirme con Raphael -dijo Simon, sin aceptar el saludo-. ¿Trabajas para él?

Camille Belcourt se echó a reír, una risa cantarina como la fuente.

– ¡Naturalmente que no! Aunque hubo un tiempo en que él sí trabajaba para mí.

Y Simon recordó entonces. «Creía que el vampiro jefe era otro», le había dicho a Raphael en una ocasión, en Idris, hacía ya una eternidad.

«Camille no ha regresado aún con nosotros -le había replicado Raphael-. Yo ejerzo sus funciones en su lugar.»

– Eres el vampiro jefe -dijo Simon-. Del clan de Manhattan. -Se volvió hacia los subyugados-. Me habéis engañado. Me dijisteis que iba a reunirme con Raphael.

– Te dijimos que ibas a reunirte con nuestro amo -dijo Walker. Tenía los ojos enormes y vacíos, tan vacíos que Simon se preguntó si de verdad aquellos dos tipos habían pretendido engañarlo o simplemente estaban programados como robots para decir lo que su ama les había dicho que dijeran y eran incapaces de salirse del guión-. Y aquí la tienes.

– Así es. -Camille obsequió a sus subyugados con una resplandeciente sonrisa-. Y ahora marchaos, Walker, Archer. Tengo que hablar a solas con Simon. -Algo había en su forma de pronunciar aquellas palabras, tanto su nombre como la expresión «a solas», que fue para Simon como recibir una caricia furtiva.

Los subyugados se retiraron después de hacer una reverencia. Cuando Walker se volvió para marcharse, Simon vio de refilón una marca oscura en su cuello, con dos puntos más oscuros en su interior. Los puntos más oscuros eran pinchazos, rodeados por un pingajo de carne seca. Sintió un escalofrío.

– Por favor -dijo Camille, indicándole una silla a su lado-. Siéntate. ¿Te apetece un poco de vino?

Incómodo, Simon tomó asiento en el borde de la dura silla metálica.

– La verdad es que no bebo.

– Claro -dijo ella, toda simpatía-. Eres un novato, ¿no? No te preocupes. Con el tiempo aprenderás a consumir vino y otras bebidas. Hay incluso algunos, entre los más ancianos de nuestra especie, capaces de consumir comida humana con escasos efectos adversos.

¿Escasos efectos adversos? La expresión no le gustó lo más mínimo a Simon.

– ¿Va a llevarnos mucho tiempo este asunto? -preguntó, echándole un vistazo a su teléfono móvil, que le decía que eran ya más de las diez y media-. Tengo que volver a casa.

«Porque mi madre está esperándome.» Aunque, a decir verdad, aquella mujer no tenía por qué enterarse de ese detalle.

– Has interrumpido mi cita con mi chica -dijo Simon-. Me pregunto de qué va esto tan importante.

– Sigues viviendo con tu madre, ¿verdad? -dijo ella, dejando la copa en la mesa-. ¿No te parece curioso que un vampiro tan poderoso como tú se niegue a abandonar el hogar para sumarse a un clan?

– De modo que has interrumpido mi cita para burlarte de mí porque sigo viviendo en casa. ¿No podrías haber hecho eso una noche que no hubiese quedado con nadie? O sea, la mayoría de las noches.

– No me río de ti, Simon. -Se pasó la lengua por el labio inferior, como si saboreara el vino que acababa de beber-. Quiero saber por qué no has entrado a formar parte del clan de Raphael.

«Que es como decir tu clan, ¿no es eso?»

– Tuve la fuerte sensación de que Raphael no quería que entrase -replicó Simon-. Básicamente vino a decirme que me dejaría tranquilo si yo lo dejaba tranquilo. De modo que decidí dejarlo tranquilo.

– Lo has hecho. -Sus ojos verdes relucían.

– Nunca quise ser vampiro -dijo Simon, preguntándose por qué estaría contándole todo aquello a esa desconocida-. Quería llevar una vida normal. Cuando descubrí que me había convertido en un vampiro diurno, creí que podría seguir con la misma vida. O como mínimo, algo que se le asemejase. Puedo ir a la escuela, vivir en casa, ver a mi madre y a mi hermana…

– Siempre y cuando no comas delante de ellas -dijo Camille-. Siempre y cuando ocultes tu necesidad de sangre. Nunca te has alimentado de un humano, ¿verdad? Sólo consumes sangre de bolsa. Rancia. De animal. -Arrugó la nariz.

Simon pensó en Jace y alejó la idea de su cabeza.

– No, no lo he hecho nunca.

– Lo harás. Y en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarlo. -Se inclinó hacia adelante y su claro cabello le acarició la mano-. No puedes ocultarte esta verdad eternamente.

– ¿Dime qué adolescente no miente a sus padres? -dijo Simon-. De todos modos, no entiendo qué te importa a ti todo eso. De hecho, sigo sin comprender qué hago aquí.

Camille volvió a inclinarse hacia adelante. Y al hacerlo, se abrió el escote de su blusa de seda negra. De haber seguido siendo humano, Simon se habría sonrojado.

– ¿Me dejarás verla?

Simon notó que los ojos se le salían literalmente de las órbitas.

– ¿Ver el qué?

Camille sonrió.

– La Marca, niño estúpido. La Marca del Errante.

Simon abrió la boca y la cerró acto seguido. «¿Cómo lo sabe?» Eran muy pocos los que conocían la existencia de la Marca que Clary le había hecho en Idris. Raphael le había indicado que era una cuestión de máximo secreto y como tal la había considerado Simon.

Pero la mirada de Camille era tremendamente verde y fija, y por algún motivo desconocido, Simon deseaba hacer lo que ella quería que hiciese. Su forma de mirarlo tenía algo que ver con ello, la musicalidad de su voz. Levantó la mano y se retiró el pelo para que pudiese examinarle la frente.

Camille abrió los ojos de par en par, separó los labios. Se acarició levemente el cuello, como queriendo verificar con ese gesto la cadencia de un pulso inexistente.

– Oh -dijo-. Eres afortunado, Simon. Muy afortunado.

– Es un maleficio -dijo él-. No una bendición. Lo sabes, ¿no es verdad?

Los ojos de ella centellearon.

– «Y Caín le dijo al Señor: mi culpa es demasiado grande para soportarla.» ¿Es más de lo que puedes soportar, Simon?

Simon se recostó en su asiento, dejando que el flequillo volviera a su lugar.

– Puedo soportarlo.

– Pero no quieres. -Recorrió el borde de la copa con un dedo enguantado sin despegar los ojos de Simon-. ¿Y si yo pudiera ofrecerte un modo de sacar provecho de lo que tú consideras un maleficio?

«Diría que por fin estás llegando al motivo por el que me has hecho venir aquí, lo cual ya es algo.»

Y Simon dijo en voz alta:

– Te escucho.

– Has reconocido mi nombre en cuanto lo has oído, ¿verdad? -dijo Camille-. Raphael me mencionó en alguna ocasión, ¿no es así? -Tenía un acento muy débil, que Simon no conseguía ubicar.

– Dijo que eras la jefa del clan y que él ejercía tus funciones durante tu ausencia. Que actuaba en tu nombre… a modo de vicepresidente o algo por el estilo.

– Ah. -Se mordió con delicadeza el labio inferior-. Aunque, de hecho, eso no es del todo cierto. Me gustaría contarte la verdad, Simon. Me gustaría hacerte una oferta. Pero primero tienes que darme tu palabra con respecto a una cosa.

– ¿Con respecto a qué?

– Con respecto a que todo lo que suceda aquí esta noche permanecerá en secreto. Nadie puede saberlo. Ni siquiera Clary, tu amiguita pelirroja. Ni ninguna de tus otras amigas. Ninguno de los Lightwood. Nadie.

Simon se recostó de nuevo en su asiento.

– ¿Y si no quiero prometértelo?

– Entonces puedes irte, si así lo deseas -dijo ella-. Pero de hacerlo, nunca sabrás lo que deseo contarte. Y será una pérdida de la que te arrepentirás.

– Siento curiosidad -dijo Simon-. Pero no estoy seguro de que mi curiosidad sea realmente tan grande.

Una chispa de sorpresa y simpatía iluminó los ojos de Camille y tal vez incluso, pensó Simon, también de cierto respeto.

– Nada de lo que tengo que decirte los atañe a ellos. No afectará ni a su seguridad ni a su bienestar. El secretismo es para mi propia protección.

Simon la miró con recelo. ¿Estaría hablando en serio? Los vampiros no eran como las hadas, que no podían mentir. Pero tenía que reconocer que sentía curiosidad.

– De acuerdo. Te guardaré el secreto, a menos que piense que algo de lo que me cuentas podría poner en peligro a mis amigos. En ese caso, la cosa cambia, no habría trato.

La sonrisa de Camille era gélida; era evidente que no le gustaba que desconfiasen de ella.

– Muy bien -dijo-. Me imagino que, necesitando tu ayuda como la necesito, pocas alternativas me quedan. -Se inclinó hacia adelante, su esbelta mano jugueteaba con el pie de la copa de vino-. He estado liderando el clan de Manhattan, sin problema alguno, hasta hace muy poco. Teníamos unos cuarteles generales preciosos en un viejo edificio del Upper East Side anterior a la guerra, nada que ver con ese hotel que parece un nido de ratas donde Santiago tiene ahora encerrada a mi gente. Santiago (o Raphael, como tú lo llamas) era mi subcomandante. Mi compañero más fiel, o eso creía. Una noche descubrí que estaba asesinando humanos, que los conducía hasta un viejo hotel de la zona latina de Harlem y bebía su sangre por puro divertimento. Dejaba sus huesos en el contenedor de la basura de fuera. Corría riesgos estúpidos, quebrantaba la Ley del Acuerdo. -Tomó un sorbo de vino-. Cuando decidí ponerle las cosas claras, comprendí que Santiago ya le había contado a todo el clan que yo era la asesina, que la transgresora era yo. Me había tendido una emboscada. Quería asesinarme para hacerse con el poder. Huí, acompañada únicamente por Walker y Archer a modo de guardaespaldas.

– ¿Y durante todo este tiempo ha dicho que hacía las veces de jefe sólo hasta que tú regresaras?

Ella hizo una mueca.

– Santiago es un mentiroso redomado. Desea mi regreso, seguro… para asesinarme y hacerse de verdad con el poder del clan.

Simon no estaba muy seguro de lo que Camille deseaba oír. No estaba acostumbrado a ver a mujeres adultas mirándolo con los ojos llenos de lágrimas y contándole la historia de su vida.

– Lo siento -dijo por fin.

Ella se encogió de hombros, un gesto muy expresivo que lo llevó a preguntarse si quizá su acento era francés.

– Eso pertenece al pasado -dijo Camille-. He permanecido escondida en Londres todo este tiempo, buscando aliados, esperando el momento oportuno. Hasta que oí hablar de ti. -Levantó la mano-. No puedo explicarte cómo fue, juré guardar el secreto. Pero desde aquel momento supe que tú eras lo que había estado esperando.

– ¿Qué es lo que yo era? ¿Qué soy, vamos?

Se inclinó hacia adelante y le acarició la mano.

– Raphael te teme, Simon, y así tiene que ser. Eres uno de los suyos, un vampiro, pero no puede hacerte daño ni matarte; no puede levantar un dedo contra ti sin que la ira de Dios caiga sobre su cabeza.

Se produjo un silencio. Simon oía sobre sus cabezas el zumbido eléctrico de las luces de Navidad, el agua salpicando en la fuente de piedra del centro del patio, el murmullo del sonido de la ciudad. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

– Lo has dicho.

– ¿El qué, Simon?

– Esa palabra. «La ira de…» -La palabra mordía y quemaba su boca, como siempre sucedía.

– Sí. «Dios.» -Retiró la mano, pero continuó mirándolo con calidez-. Nuestra especie tiene muchos secretos, y podría contarte y enseñarte muchos de ellos. Descubrirás que no estás condenado.

– Señora…

– Camille. Debes llamarme Camille.

– Sigo sin comprender qué quieres de mí.

– ¿No lo ves? -Negó con la cabeza y su brillante melena bailó alrededor de su rostro-. Quiero que te unas a mí, Simon. Que te unas a mí contra Santiago. Irrumpiremos juntos en ese hotel plagado de ratas. En cuanto sus seguidores vean que estás conmigo, lo abandonarán y volverán a mí. Estoy segura de que debajo de ese miedo que él les inspira, siguen siéndome fieles. En cuanto nos vean juntos, su miedo desaparecerá y volverán a nuestro lado. El hombre no puede luchar contra lo divino.

– No sé -dijo Simon-. En la Biblia, Jacob luchó contra un ángel y venció.

Camille lo miró levantando las cejas.

Simon se encogió de hombros.

– Soy de escuela hebrea.

– «Y Jacob le puso a aquel lugar el nombre de Peniel: porque he visto a Dios cara a cara.» Ya ves que no eres el único que conoce las Escrituras. -La seriedad de su mirada había desaparecido y estaba sonriéndole-. Tal vez no seas consciente de ello, vampiro diurno, pero mientras luzcas esa Marca, eres el brazo vengador del Cielo. Nadie puede plantarte cara. Y, a buen seguro, ningún vampiro.

– ¿Me tienes miedo? -preguntó Simon.

Se arrepintió casi al instante de su pregunta. Los ojos verdes de Camille se oscurecieron como nubarrones.

– ¿Yo? ¿Miedo de ti? -Pero recobró en seguida la calma, su rostro se tranquilizó, su expresión se aplacó-. Por supuesto que no -dijo-. Eres un hombre inteligente. Estoy convencida de que entenderás la sabiduría de mi propuesta y te unirás a mí.

– ¿Y en qué consiste exactamente tu propuesta? Me refiero a que entiendo la parte en la que nos toca enfrentarnos a Raphael. Y después de eso, ¿qué? Porque la verdad es que no odio a Raphael, ni quiero quitármelo de encima por el mero hecho de quitármelo de encima. Me deja tranquilo. Es lo que siempre he querido.

Camille unió las manos por delante de ella. En el dedo medio, por encima del tejido del guante, llevaba un anillo de plata con una piedra azul.

– Te parece que eso es lo que quieres, Simon. Crees que Raphael está haciéndote un favor dejándote tranquilo, como dices tú. Pero en realidad está exiliándote. En este momento crees que no necesitas a ninguno de los de tu especie. Te sientes satisfecho con tus amigos, humanos y cazadores de sombras. Te sientes satisfecho escondiendo botellas de sangre en tu habitación y mintiéndole a tu madre respecto a tu verdadera identidad.

– ¿Cómo sabes…?

Continuó hablando, ignorándolo por completo.

– Pero ¿qué pasará de aquí a diez años, cuando supuestamente deberías tener veintiséis? ¿Y de aquí a veinte años? ¿O treinta? ¿Crees que nadie se dará cuenta de que ellos envejecen y cambian y tú no?

Simon no dijo nada. No quería reconocer que no había pensado en un futuro tan lejano. Que no quería pensar en un futuro tan lejano.

– Raphael te ha convencido de que los demás vampiros son como veneno para ti. Pero no tiene por qué ser así. La eternidad es demasiado larga como para pasarla solo, sin otros de tu misma especie. Sin otros que te comprendan. Eres amigo de los cazadores de sombras, pero nunca serás uno de ellos. Siempre serás distinto, un intruso. Pero puedes ser uno más de los nuestros. -Y cuando se inclinó otra vez hacia adelante, su anillo proyectó una luz blanca que taladró los ojos de Simon-. Poseemos miles de años de sabiduría que podríamos compartir contigo, Simon. Podrías aprender a guardar tu secreto; a comer y a beber, a pronunciar el nombre de Dios. Raphael te ha ocultado cruelmente esta información, te ha inducido incluso a creer que no existe. Pero existe. Y yo puedo ayudarte.

– Si yo te ayudo a ti antes -dijo Simon.

Camille sonrió, mostrando sus blancos y afilados dientes.

– Nos ayudaremos mutuamente.

Simon se echó hacia atrás. La silla de hierro era dura e incómoda y de pronto se sintió cansado. Bajó la vista hacia sus manos y vio que sus venas se habían oscurecido, que se abrían como arañas por encima de los nudillos. Necesitaba sangre. Necesitaba hablar con Clary. Necesitaba tiempo para pensar.

– Estás conmocionado -dijo ella-. Lo sé. Son muchas cosas que digerir. Te concederé todo el tiempo que necesites para tomar una decisión a este respecto, y respecto a mí. Pero no disponemos de mucho tiempo, Simon. Mientras yo siga en esta ciudad, soy un peligro para Raphael y sus secuaces.

– ¿Secuaces? -A pesar de todo, Simon esbozó una leve sonrisa.

Camille se quedó perpleja.

– ¿Sí?

– Es sólo que… «Secuaces» es como decir «malhechores» o «acólitos». -Ella siguió mirándolo sin entender nada. Simon suspiró-. Lo siento. Seguramente no has visto tantas películas malas como yo.

Camille frunció el ceño y apareció en él una finísima arruga.

– Me dijeron que eras un poco peculiar. Tal vez sea simplemente porque no conozco a muchos vampiros de tu generación. Pero me da la sensación de que estar con alguien tan… tan joven, será bueno para mí.

– Sangre nueva -dijo Simon.

Y al oír aquello, Camille sonrió.

– ¿Estás dispuesto, entonces? ¿A aceptar mi oferta? ¿A empezar a trabajar juntos?

Simon levantó la vista hacia el cielo. Las ristras de luces blancas anulaban las estrellas.

– Mira -dijo-. Aprecio mucho tu oferta, de verdad. -«Mierda», pensó. Tenía que existir alguna manera de decir aquello sin parecer que estaba rechazando acompañar a una chica al baile de fin de curso. «En serio, me siento, muy adulado por tu propuesta, pero…» Camille, igual que sucedía con Raphael, hablaba con rigidez, con formalidad, como si fuera la protagonista de un cuento de hadas. Tal vez estaría bien intentar hacer lo mismo. De modo que dijo-: Necesito algo de tiempo para tomar mi decisión. Estoy seguro de que lo entiendes.

Ella le sonrió con delicadeza, mostrándole tan sólo la punta de los colmillos.

– Cinco días -dijo-. No más. -Extendió hacia él su mano enguantada. Algo brillaba en su interior. Era un pequeño vial de cristal, del tamaño de una muestra de perfume, aunque contenía un polvo de un color marrón indefinido-. Tierra de cementerio -le explicó-. Rompe esto y sabré con ello que me convocas. Si no me convocas en cinco días, enviaré a Walker para que le des tu respuesta.

– ¿Y si la respuesta es no? -preguntó Simon.

– Me sentiré defraudada. Pero nos separaremos como amigos. -Apartó la copa de vino-. Adiós, Simon.

Simon se levantó. La silla emitió un chirriante sonido metálico al ser arrastrada por el suelo, un sonido excesivo. Tenía la impresión de que debía decir alguna cosa más, pero no sabía qué. Parecía, de todas maneras, que aquello era una despedida. Y decidió que prefería quedar como uno de esos siniestros vampiros modernos con malos modales que correr el riesgo de verse arrastrado de nuevo hacia la conversación. Por lo tanto, se marchó sin decir nada más.

Cuando cruzó el restaurante, pasó junto a Walker y Archer, que estaban apoyados en la barra de madera, con los hombros encorvados debajo de los largos abrigos grises. Sintió la fuerza de sus miradas sobre él y se despidió de ellos moviendo los dedos de la mano, un gesto que oscilaba entre un saludo amistoso y una despedida vulgar. Archer le enseñó los dientes -dientes humanos normales y corrientes- y emprendió camino hacia el jardín, con Walker pisándole los talones. Simon observó que ocupaban dos sillas enfrente de Camille, que no levantó la vista hasta que estuvieron instalados. Las luces blancas que hasta aquel momento iluminaban el jardín se apagaron de repente -no de una en una, sino todas a la vez- y Simon se encontró mirando un desorientador espacio oscuro, como si alguien hubiese desconectado las estrellas. Cuando los camareros se dieron cuenta y salieron corriendo a solucionar el problema, inundando de nuevo el jardín con aquella luz clara, Camille y sus subyugados humanos habían desaparecido.


Simon abrió la puerta de su casa -una más de la larga hilera de casas idénticas con fachada de ladrillo que flanqueaban su manzana en Brooklyn- y la empujó un poco, forzando el oído.

Le había dicho a su madre que iba a ensayar con Eric y sus compañeros de grupo para un bolo que tenían el sábado. En otra época, su madre se habría limitado a creerlo y allí habría terminado la cosa; Elaine Lewis siempre había sido una madre permisiva y jamás había impuesto toques de queda ni a Simon ni a su hermana, ni había insistido en que llegaran pronto a casa al salir del colegio. Simon estaba acostumbrado a estar rondando por ahí hasta las tantas con Clary, a entrar en casa con su propia llave y a desplomarse en la cama a las dos de la mañana, una conducta que no había despertado excesivos comentarios por parte de su madre.

Pero la situación había cambiado. Había estado casi dos semanas en Idris, el país de origen de los cazadores de sombras. Se había esfumado de casa sin ofrecer excusas ni explicaciones. Había sido necesaria la intervención del brujo Magnus Bane para realizarle a la madre de Simon un hechizo de memoria, de tal modo que ella no recordaba en absoluto aquellos días de ausencia. O, como mínimo, no los recordaba de forma consciente. Porque su comportamiento había cambiado. Se mostraba recelosa, revoloteaba a su alrededor, lo observaba en todo momento, insistía en que estuviera de vuelta a casa a una determinada hora. La última vez que había regresado a casa después de estar con Maia, Simon había encontrado a Elaine en el recibidor, sentada en una silla de cara a la puerta, cruzada de brazos y con una expresión de rabia contenida.

Aquella noche oyó su respiración incluso antes de verla. Pero ahora sólo oía el débil sonido de la televisión del salón. Debía de haber estado esperándolo levantada, viendo seguramente un maratón de aquellos dramas hospitalarios que tanto le gustaban. Simon cerró la puerta a sus espaldas y se apoyó en ella, intentando reunir la energía necesaria para mentir.

Resultaba muy duro no comer con la familia. Por suerte, su madre se iba temprano a trabajar y volvía tarde, y Rebecca, que estudiaba en la Universidad de Nueva Jersey y sólo aparecía de vez en cuando por casa para hacer la colada, no andaba por allí lo suficiente como para haberse podido percatar de nada extraño. Cuando él se levantaba por la mañana, su madre ya se había marchado, dejando en el mostrador de la cocina el desayuno y la comida que con tanto cariño le preparaba. Simon la tiraba luego en cualquier papelera que encontrara de camino al colegio. Lo de la cena era más complicado. Las noches en las que coincidía con su madre, daba vueltas a la comida en el plato y después fingía que no tenía hambre o que quería llevarse la cena a su habitación para comer mientras estudiaba. Un par de veces se había obligado a comer para contentar a su madre, y después había pasado horas en el baño, sudando y vomitando hasta eliminarlo todo por completo de su organismo.

Odiaba tener que mentirle. Siempre había sentido un poco de lástima por Clary, por la tensa relación que mantenía con Jocelyn, la madre más sobreprotectora que había conocido. Pero ahora se habían cambiado las tornas. Desde la muerte de Valentine, Jocelyn había relajado su control sobre Clary hasta el punto de convertirse en una madre casi normal. Sin embargo ahora, cuando Simon estaba en casa, sentía en todo momento el peso de la mirada de su madre, como una acusación que la seguía a dondequiera que fuese.

Se enderezó, dejó caer el macuto de tela junto a la puerta y se encaminó al salón dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. El televisor estaba encendido, el telediario bramando. Michael Garza, el presentador del canal local, informaba sobre una historia de interés humano: un bebé que habían encontrado abandonado en un callejón junto a un hospital del centro de la ciudad. Simon se quedó sorprendido; su madre odiaba los telediarios. Los encontraba deprimentes. Miró de reojo el sofá y la sorpresa se esfumó. Su madre se había quedado dormida, las gafas sobre la mesita, un vaso medio vacío en el suelo. Simon podía oler el contenido incluso desde aquella distancia, seguramente era whisky. Sintió una punzada de dolor. Su madre casi nunca bebía.

Simon entró en el dormitorio de su madre y regresó con una colcha de ganchillo. Su madre continuó durmiendo, con la respiración lenta y regular. Elaine Lewis era una mujer menuda como un pajarito, con una aureola de pelo rizado negro, pincelado de gris, que se negaba a teñir. Trabajaba durante el día para una organización medioambiental sin ánimo de lucro y casi siempre vestía prendas con motivos animales. Llevaba en aquel momento un vestido con un estampado de delfines y olas y un broche que en su día había sido un pez de verdad, bañado en resina. Mientras cubría a su madre con la colcha, a Simon le dio la impresión de que su ojo lacado le lanzaba una mirada acusadora.

Su madre se agitó entonces, apartando la cabeza.

– Simon -susurró-. Simon, ¿dónde estás?

Acongojado, Simon soltó la colcha y se incorporó. Tal vez debería despertarla para que supiese que estaba bien. Pero entonces empezarían las preguntas que no quería responder y vería aquella expresión de dolor en su rostro que no podía soportar. Dio media vuelta y se encaminó a su habitación.

Se dejó caer sobre la cama y, sin siquiera pensarlo, cogió el teléfono de la mesita de noche y se dispuso a marcar el número de Clary. Pero se detuvo un instante y se quedó escuchando el tono de marcación. No podía contarle lo de Camille. Había prometido mantener en secreto la oferta de la vampira y, pese a que no creía estar en deuda con Camille, si algo había aprendido en el transcurso de los últimos meses, era que renegar de las promesas hechas a criaturas sobrenaturales no era en absoluto una buena idea. Pero deseaba escuchar la voz de Clary, igual que le sucedía siempre que tenía un mal día. Tal vez pudiera lamentarse con ella sobre su vida amorosa, un asunto que hacía reír a más no poder a Clary. Se tumbó de nuevo en la cama, se acomodó sobre la almohada y marcó el número de Clary.

2 CAYENDO

– Así ¿qué? ¿Te has divertido esta noche con Isabelle? -Clary, con el teléfono pegado a la oreja, avanzaba con cuidado de una larga barra de equilibrios a otra. Las barras de equilibrios estaban montadas a seis metros de altura, colgadas de las vigas de la buhardilla del Instituto, donde estaba instalada la sala de entrenamiento. El objetivo de aprender a caminar por las barras era dominar el sentido del equilibrio. Y Clary las odiaba. Su miedo a las alturas la ponía enferma, a pesar de que llevaba atada a la cintura una cuerda flexible que supuestamente le impediría estamparse contra el suelo en caso de que se produjese una caída-. ¿Le has contado ya lo de Maia?

Simon respondió con un débil sonido evasivo que Clary interpretó como un «no». Se oía música de fondo y se lo imaginó tendido en la cama, con el equipo de música a bajo volumen. Parecía agotado, ese agotamiento que calaba en los huesos y que daba a entender que su tono de voz frívolo no estaba en consonancia con su estado anímico. Al principio de la conversación, Clary le había preguntado varias veces si se encontraba bien, pero él se había limitado a restarle importancia a su preocupación.

Entonces ella le espetó:

– Estás jugando con fuego, Simon. Confío en que lo sepas.

– Pues no lo sé. ¿De verdad te parece tan importante? -La voz de Simon sonó entonces quejumbrosa-. En ningún momento he hablado ni con Isabelle ni con Maia acerca de la exclusividad de nuestra relación.

– Déjame decirte algo sobre las chicas en general. -Clary se sentó en la barra de equilibrios con las piernas colgando. Las ventanas en forma de media luna de la buhardilla estaban abiertas y entraba por ellas el gélido aire nocturno, enfriando su piel sudada. Siempre había pensado que los cazadores de sombras se entrenaban vestidos con su resistente equipo de cuero, pero resultó que lo empleaban únicamente para una formación posterior, cuando ya practicaban con armas. Para el entrenamiento que estaba realizando -ejercicios destinados a aumentar su flexibilidad, velocidad y sentido del equilibrio-, Clary iba vestida con una simple camiseta de tirantes y un pantalón con goma en la cintura que le recordaba la vestimenta que se utiliza en los quirófanos-. Aunque no hayáis hablado sobre exclusividad, se volverán locas si algún día llegan a descubrir que estás saliendo con otra a la que, además, ellas conocen, y no se lo has dicho. Es una regla básica para salir con chicas.

– ¿Y por qué se supone que yo debería conocer esta regla?

– Porque todo el mundo la conoce.

– Creía que estabas de mi lado.

– ¡Y estoy de tu lado!

– Y entonces ¿por qué no te muestras más comprensiva?

Clary cambió el teléfono de oreja y observó las sombras que se abrían por debajo de ella. ¿Dónde estaba Jace? Había ido a buscar otra cuerda y había dicho que volvía en cinco minutos. Si la sorprendía hablando por teléfono allá arriba la mataría, seguro. Jace supervisaba pocas veces su entrenamiento -lo hacían normalmente Maryse, Robert o alguno de los otros miembros del Cónclave de Nueva York hasta que encontrasen un sustituto para el antiguo tutor del Instituto, Hodge-, pero cuando lo hacía, se lo tomaba muy en serio.

– Porque -respondió- tus problemas no son en realidad problemas. Estás saliendo a la vez con dos chicas guapas. Piénsalo bien. Eso son… problemas típicos de una estrella del rock.

– Tener los problemas típicos de una estrella del rock será probablemente lo más cerca que pueda estar nunca de ser una estrella del rock de verdad.

– Nadie te dijo que bautizaras a tu banda con el nombre de Molde Jugoso, amigo mío.

– Ahora nos llamamos Pelusa del Milenio -dijo Simon en tono de protesta.

– Mira, piénsatelo antes de la boda. Si ambas creen que van a asistir contigo a la boda y descubren que estás saliendo a la vez con las dos, te matarán. -Se levantó-. Y la boda de mi madre se irá a paseo y entonces será ella quien te mate a ti. De modo que morirás dos veces. Bueno, tres, ya que técnicamente…

– ¡En ningún momento le he dicho a ninguna de las dos que vaya a ir a la boda con ellas! -La voz de Simon sonó presa del pánico.

– Ya, pero están esperando a que se lo digas. Las chicas tienen novio para eso. Para tener a alguien que las lleve a actos aburridos. -Clary avanzó hasta el extremo de la barra de equilibrios con la mirada fija en las sombras que la luz mágica proyectaba abajo. En el suelo había un antiguo círculo de entrenamiento pintado con tiza; parecía una diana-. En cualquier caso, ahora tengo que saltar de esta horrible barra y muy posiblemente abocarme a una muerte atroz. Hablamos mañana.

– Recuerda que tengo ensayo con la banda a las dos. Nos vemos allí.

– Hasta entonces. -Colgó y se guardó el teléfono en el interior del sujetador; la ropa de entrenamiento era tan ligera que no tenía bolsillos, ¿qué otra solución le quedaba?

– ¿Tienes pensado quedarte toda la noche allá arriba? -Jace irrumpió en el centro de la diana y levantó la vista hacia ella. Iba vestido con el equipo de lucha, no con la ropa de entrenamiento que llevaba Clary, y su cabello rubio destacaba en la negrura. Se había oscurecido levemente desde finales de verano y había adquirido un matiz de oro oscuro, algo que, en opinión de Clary, le quedaba incluso mejor. Se sentía absurdamente feliz de conocerlo ya lo bastante como para percatarse de aquellos sutiles cambios en su aspecto.

– Creía que ibas a subir -le gritó ella desde arriba-. ¿Cambio de planes?

– Es una larga historia -le respondió él, sonriente-. ¿Y bien? ¿Quieres practicar volteretas?

Clary suspiró. Practicar volteretas quería decir lanzarse al vacío desde la barra y utilizar la cuerda flexible para sujetarse mientras se apoyaba en las paredes para empujarse y dar volteretas. Era el modo de aprender a dar vueltas sobre sí misma, lanzar patadas y esquivar golpes sin tener que preocuparse por la dureza del suelo y los moratones. Había visto cómo lo hacía Jace, que parecía un ángel cuando volaba por los aires, girando sobre sí mismo y revolviéndose con la preciosa elegancia de un bailarín clásico. Pero ella se retorcía como un escarabajo de la patata en cuanto veía que se acercaba al suelo, y el hecho de que en su cabeza supiese que no iba a impactar contra él, no servía de nada.

Empezaba a preguntarse si tenía alguna importancia que hubiese nacido cazadora de sombras; tal vez era demasiado tarde para convertirse en una más de ellos, en una que fuera plenamente operativa. O tal vez fuera que el don que había convertido a Jace y a ella en lo que eran estaba distribuido de forma desigual entre ellos, de tal modo que él se había quedado con todos los atributos físicos y ella con… bueno, con poca cosa.

– Vamos, Clary -dijo Jace-. Salta. -Clary cerró los ojos y saltó. Se sintió por un momento suspendida en el aire, libre de cualquier cosa. Pero acto seguido la gravedad se apoderó de ella y se precipitó hacia el suelo. Recogió por instinto brazos y piernas y mantuvo los ojos cerrados con fuerza. La cuerda se tensó y Clary rebotó y subió hacia arriba antes de volver a caer. No abrió los ojos hasta que la velocidad aminoró y se encontró balanceándose en el extremo de la cuerda, a un metro y medio por encima de Jace, que sonreía.

– Bien -dijo Jace-. Tan elegante como la caída de un copo de nieve.

– ¿He gritado? -preguntó ella con franca curiosidad-. Mientras caía, quiero decir.

Jace movió afirmativamente la cabeza.

– Por suerte no hay nadie en casa; cualquiera hubiera pensado que estaba asesinándote.

– ¡Ja! Si ni siquiera puedes alcanzarme. -Lanzó una patada al aire y empezó a girar perezosamente en el mismo.

La mirada de Jace se iluminó.

– ¿Quieres apostarte algo?

Clary conocía aquella expresión.

– No -respondió con rapidez-. Sea lo que sea lo que vayas a hacer…

Pero ya lo había hecho. Cuando Jace actuaba con velocidad, sus movimientos eran prácticamente invisibles. Clary vio que se llevaba la mano al cinturón y a continuación sólo vio el destello de alguna cosa. Y cuando la cuerda que tenía por encima de la cabeza se partió, oyó el sonido de un tejido rasgándose. Liberada y tan sorprendida que le resultaba imposible gritar, fue a parar directamente a los brazos de Jace. El peso echó a Jace hacia atrás y ambos cayeron sobre las colchonetas del suelo, Clary encima de él. Jace le sonrió.

– Esto ha estado mucho mejor -dijo-. Ni un solo grito.

– No he tenido oportunidad. -Estaba sin aliento, y no sólo por el impacto de la caída. Estar sentada a horcajadas encima de Jace, y sentir el cuerpo de él contra el suyo, le provocaba sequedad en la boca y aceleraba el ritmo de sus pulsaciones. Había pensado que su reacción física a él, las reacciones físicas del uno respecto al otro, se mitigarían a medida que fueran conociéndose, pero no era así. De hecho, la cosa iba a peor cuanto más tiempo pasaba con él… o a mejor, suponía, según cómo se mirase la cosa.

La estaba mirando con sus ojos de color oro oscuro; se preguntó si aquel tono se había intensificado desde su encuentro en Idris con Raziel, el Ángel, a orillas del lago Lyn. Pero no podía preguntárselo a nadie: aunque todo el mundo sabía que Valentine había invocado al Ángel, y que el Ángel había curado a Jace de las heridas que Valentine le había causado, sólo Clary y Jace sabían que Valentine había hecho algo más que simplemente herir a su hijo adoptivo. Había apuñalado a Jace en el corazón como parte de la ceremonia de invocación… lo había apuñalado y sujetado en sus brazos mientras moría. Por deseo de Clary, Raziel había devuelto a Jace de la muerte. La enormidad de todo ello seguía sorprendiendo a Clary y, se imaginaba ella, también a Jace. Habían acordado no contarle jamás a nadie que Jace había muerto, por breve que hubiese sido su muerte. Era su secreto.

Jace le retiró a Clary el pelo de la cara.

– Bromeo -dijo-. No lo haces tan mal. Lo conseguirás. Deberías haber visto las volteretas que daba Alec al principio. Me parece que una vez se dio incluso un buen golpe en la cabeza.

– Seguro que sí -dijo Clary-. Pero por entonces no tendría más de once años. -Lo miró de reojo-. Me imagino que tú siempre has dominado a las mil maravillas estos temas.

– Es que yo ya nací maravilloso. -Le acarició la mejilla con la punta de los dedos, tan levemente que ella se estremeció. Clary no dijo nada; Jace hablaba en broma, pero en cierto sentido era cierto. Jace había nacido para ser lo que ahora era-. ¿Hasta qué hora puedes quedarte esta noche?

Ella le sonrió.

– ¿Hemos acabado el entrenamiento?

– Me gustaría pensar que hemos terminado ya la parte obligatoria de la sesión. Aunque me apetecería practicar algunas cosas… -Se disponía a cambiar de posición cuando se abrió la puerta y entró Isabelle, con los altos tacones de sus botas martilleando el suelo de madera.

Al ver a Jace y a Clary tumbados en el suelo, enarcó las cejas.

– Besuqueándoos, por lo que veo. Se suponía que estabais de entrenamiento.

– Nadie ha dicho que pudieras entrar sin llamar, Iz. -Jace no se movió, sino que simplemente giró la cabeza para quedarse mirando a Isabelle con una expresión que era una mezcla de enfado y cariño. Clary, sin embargo, se levantó rápidamente y empezó a alisarse la ropa.

– Esto es la sala de entrenamiento. Es un espacio público. -Isabelle se estaba despojando de uno de sus guantes de terciopelo rojo-. Acabo de comprármelos en Trash and Vaudeville. De rebajas. ¿No los encontráis preciosos? ¿No os gustaría tener un par? -Movió los dedos en dirección a ellos.

– No sé -respondió Jace-. Creo que no pegarían con mi atuendo.

Isabelle le dirigió una mueca.

– ¿Os habéis enterado de lo del cazador de sombras que han encontrado muerto en Brooklyn? El cuerpo estaba destrozado, de modo que aún no saben de quién se trata. Me imagino que es allí adonde han ido papá y mamá.

– Sí -dijo Jace, sentándose-. Reunión de la Clave. Me crucé con ellos cuando salían.

– No me has comentado nada -dijo Clary-. ¿Es por eso que has tardado tanto en volver con la cuerda?

Jace asintió.

– Lo siento. No quería asustarte.

– Lo que quiere decir -añadió Isabelle- es que no quería estropear esta atmósfera tan romántica. -Se mordió el labio-. Sólo espero que no se trate de ningún conocido.

– No lo creo. Dejaron el cuerpo en una fábrica abandonada… Llevaba varios días allí. De haberse tratado de algún conocido, nos habríamos percatado de su desaparición. -Jace se recogió el pelo detrás de las orejas. Miraba a Isabelle con cierta impaciencia, pensó Clary, como si le molestase que hubiera sacado aquel tema a relucir. Le habría gustado que se lo hubiese comentado a ella nada más llegar, aunque con ello hubiese echado a perder el ambiente que reinaba entre los dos. Clary era consciente de que gran parte de lo que Jace hacía, gran parte de lo que todos ellos hacían, los ponía con frecuencia en contacto con la realidad de la muerte. Los Lightwood estaban aún, cada uno a su manera, llorando la desaparición de su hijo menor, Max, que había muerto simplemente por estar en el lugar inapropiado en el momento inadecuado. Resultaba extraño. Jace había aceptado sin rechistar su decisión de dejar el Instituto y dedicarse a entrenar, pero evitaba comentar con ella los peligros que comportaba la vida de un cazador de sombras.

– Voy a vestirme -anunció, y se encaminó hacia la puerta que daba acceso al pequeño vestuario adjunto a la sala de entrenamiento. Era muy sencillo: paredes de madera clara, un espejo, una ducha y perchas para la ropa. Junto a la puerta había un banco con un montón de toallas. Clary se duchó rápidamente y se vistió con su ropa de calle: medias, botas altas, una falda vaquera y un jersey nuevo de color rosa. Mirándose al espejo, se dio cuenta de que las medias tenían un agujero y de que su cabello pelirrojo mojado estaba enmarañado. Nunca tendría el aspecto perfecto y acicalado que lucía siempre Isabelle, pero a Jace no parecía importarle.

Cuando regresó a la sala de entrenamiento, Isabelle y Jace habían dejado de hablar sobre cazadores de sombras muertos para pasar a algo que, por lo que se veía, era aún más horripilante a ojos de Jace: que Isabelle saliera con Simon.

– No puedo creerme que te llevara a un restaurante de verdad. -Jace estaba ya de pie, recogiendo las colchonetas y el material de entrenamiento, mientras Isabelle permanecía apoyada a la pared jugando con sus guantes nuevos-. Me imaginaba que su concepto de cita pasaba por tenerte allí mirando cómo juega a World of Warcraft con los idiotas de sus amigos.

– Yo soy una más de entre los idiotas de sus amigos -apuntó Clary-. Gracias.

Jace le sonrió.

– En realidad no era un restaurante. Era más bien un bar. Y servían una sopa de color rosa que quería que probase -dijo Isabelle, pensativa-. Se mostró muy cariñoso.

En aquel momento, Clary se sintió culpable por no haberle contado lo de Maia.

– Me ha dicho que os habíais divertido.

La mirada de Isabelle se trasladó rápidamente hacia ella. Su expresión era especial, como si estuviese ocultando alguna cosa, pero aquel matiz desapareció antes de que Clary pudiera estar del todo segura de haberlo visto.

– ¿Has hablado con él?

– Sí, me ha llamado hace un momento. Sólo para ver cómo estaba. -Clary hizo un gesto de indiferencia.

– Entiendo -dijo Isabelle, cuya voz sonaba de pronto enérgica y fría-. Pues sí, como iba diciendo, se mostró muy cariñoso. Aunque tal vez un poco demasiado cariñoso. Puede acabar resultando pesado. -Guardó los guantes en el bolsillo-. De todas maneras, no es nada permanente. No es más que un rollo, por ahora.

El sentido de culpabilidad de Clary se esfumó.

– ¿Habéis hablado sobre el tema de no salir con otros?

Isabelle se quedó horrorizada.

– ¡Por supuesto que no! -Y a continuación bostezó, estirando los brazos por encima de la cabeza, con gesto felino-. Me voy a la cama. Nos vemos, tortolitos.

Y se marchó, dejando a su paso una calinosa bruma de perfume de jazmín.

Jace miró a Clary. Había empezado a aflojarse las hebillas de su equipo, que se cerraba en las muñecas y en la espalda, formando un escudo protector por encima de sus prendas.

– Supongo que tienes que volver a casa.

Ella asintió de mala gana. Conseguir que su madre accediera a que iniciara su formación como cazadora de sombras había generado de entrada una discusión larga y desagradable. Jocelyn se había mantenido en sus trece, argumentando que se había pasado la vida tratando de mantener a Clary alejada de la cultura de los cazadores de sombras, que consideraba, además de violenta, peligrosa, aislacionista y cruel. Clary le había explicado que la situación había cambiado desde que Jocelyn era joven y que, de todos modos, tenía que aprender a defenderse.

– Espero que no sea sólo por Jace -le había dicho finalmente Jocelyn-. Sé muy bien lo que es estar enamorada. Quieres estar allí donde está tu amor y hacer lo mismo que él hace, pero, Clary…

– Yo no soy tú -había replicado Clary, luchando por controlar su rabia-, los cazadores de sombras no son el Círculo, y Jace no es Valentine.

– Yo no he mencionado a Valentine.

– Pero es lo que estás pensando -había dicho Clary-. Por mucho que Valentine fuera quien criara a Jace, éste no se le parece en nada.

– Espero que así sea -había dicho Jocelyn en voz baja-. Por el bien de todos. -Y al final había cedido, aunque imponiendo algunas reglas.

Clary no viviría en el Instituto, sino con su madre en casa de Luke; Jocelyn recibiría informes semanales por parte de Maryse que le garantizaran que Clary estaba aprendiendo y no solamente, suponía Clary, comiéndose con los ojos a Jace el día entero, o haciendo lo que fuera que preocupara tanto a su madre. Y Clary no pasaría las noches en el Instituto, nunca jamás.

– Nada de dormir en casa del novio -había declarado con firmeza Jocelyn-. Y me da lo mismo que esa casa sea el Instituto. Ni hablar.

«Novio.» Seguía sorprendiéndole la mención de esa palabra. Durante mucho tiempo le había parecido completamente imposible que Jace pudiera llegar a ser su novio, que pudieran ser otra cosa que no fuera hermano y hermana, y enfrentarse a eso había resultado duro y terrible. No volver a verse más, habían decidido, habría sido mejor que aquello, y habría sido como morir. Pero después, por obra y gracia de un milagro, habían quedado libres. Habían transcurrido ya seis semanas y Clary no se había cansado aún de aquella palabra.

– Tengo que volver a casa -dijo-. Son casi las once y mi madre se pone histérica si sigo aquí pasadas las diez.

– De acuerdo. -Jace depositó en la bancada su equipo, o mejor dicho, la parte superior del mismo. Debajo llevaba una camiseta fina y Clary vislumbró las Marcas, como tinta difuminada bajo un papel mojado-. Te acompañaré hasta la puerta.

Atravesaron el silencioso Instituto. En aquel momento no había hospedado en el edificio ningún cazador de sombras procedente de otra ciudad, y con Hodge y Max desaparecidos para siempre, y Alec de viaje con Magnus, Clary tenía la sensación de que los Lightwood que quedaban allí eran como los ocupantes de un hotel prácticamente vacío. Le gustaría que los demás miembros del Cónclave frecuentaran más a menudo el lugar, pero se imaginaba que en aquellos momentos preferían concederles un poco de tiempo a los Lightwood. Tiempo para recordar a Max, y tiempo para olvidar.

– ¿Has tenido últimamente noticias de Alec y de Magnus? -preguntó-. ¿Se lo están pasando bien?

– Eso parece. -Jace sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo pasó a Clary-. Alec no para de enviarme fotos pesadas. Con comentarios del tipo: «Ojalá estuvieras aquí… pero no lo digo en serio».

– No te lo tomes a mal. Se supone que tienen que ser unas vacaciones románticas. -Fue pasando las fotografías guardadas en el teléfono de Jace sin parar de reír. Alec y Magnus delante de la Torre Eiffel, Alec con tejanos, como siempre, y Magnus con un jersey de rayas marineras, pantalones de cuero y la típica boina. En Florencia, en los jardines de Boboli, Alec de nuevo con sus tejanos y Magnus con una capa veneciana que le quedaba enorme y sombrero de gondolero en la cabeza. Parecía el Fantasma de la Ópera. Delante del Prado, Magnus con una brillante chaqueta torera y botas de plataforma, con Alec en el fondo dándole de comer tranquilamente a una paloma.

– Te lo quito antes de que llegues a la parte de la India -dijo Jace, recuperando el teléfono-. Magnus envuelto en un sari. Hay cosas inolvidables.

Clary rió con ganas. Habían llegado al ascensor, que abrió su estrepitosa puerta de reja después de que Jace pulsara el botón. Clary entró, con Jace pisándole los talones. En el instante en que el ascensor empezó a bajar -Clary pensaba que jamás se acostumbraría al estremecedor bandazo que acompañaba el inicio del descenso-, Jace se acercó a Clary en la penumbra y la atrajo hacia él. Ella le acarició el torso, palpando la dura musculatura que ocultaba la camiseta, y el latido del corazón de Jace por debajo. El brillo de sus ojos destacaba a pesar de la tenue luz.

– Siento no poder quedarme -murmuró.

– No lo sientas. -El matiz quebrado de su voz la tomó por sorpresa-. Jocelyn no quiere que seas como yo. Y la comprendo.

– Jace -dijo ella, perpleja por la amargura de su voz-, ¿estás bien?

Pero en lugar de responderle, la besó, atrayéndola hacia él. La empujó contra la pared del ascensor, con el metal del frío espejo pegándose a la espalda de ella, las manos de él rodeándole la cintura, buscando debajo del jersey. A ella le encantaba cómo la abrazaba. Con delicadeza, pero nunca con un exceso de suavidad que le hiciera sentir que controlaba la situación más que ella. Ninguno de los dos era capaz de controlar sus sentimientos, y a Clary le gustaba eso, le gustaba sentir el corazón de Jace palpitando con fuerza junto al suyo, le gustaba cómo murmuraba él pegado a su boca cuando ella le devolvía sus besos.

El ascensor se detuvo con un traqueteo y a continuación la puerta se abrió. Clary contempló la nave vacía de la catedral, la luz trémula de una hilera de candelabros que recorría el pasillo central. Se abrazó a Jace, contenta de que la escasa luz del ascensor le impidiera ver su cara ardiente reflejada en el espejo.

– Tal vez podría quedarme -susurró-. Sólo un poquito más.

Él no dijo nada. Clary notó la tensión en su cuerpo y también se tensó. Pero era algo más que la pura presión del deseo. Jace estaba temblando, su cuerpo entero se estremecía cuando enterró la cara en el hueco de su cuello.

– Jace -dijo ella.

Entonces él la soltó, de repente, y dio un paso atrás. Tenía las mejillas encendidas, los ojos enfebrecidos.

– No -dijo él-. No quiero darle a tu madre un motivo más para que me odie. Ya es bastante con que me considere casi la reencarnación de mi padre…

Se interrumpió antes de que Clary pudiera decirle: «Valentine no era tu padre». Jace se cuidaba habitualmente mucho de referirse a Valentine Morgenstern por su nombre, y si alguna vez mencionaba a Valentine, nunca lo hacía como «mi padre». Era un tema que no solían tocar y Clary nunca había reconocido ante Jace que lo que le preocupaba a su madre era que en el fondo fuera igual que Valentine, pues sabía que sólo sugerírselo le haría mucho daño. Clary hacía todo lo posible para mantenerlos separados.

Se alejó de ella antes de que pudiera impedírselo y abrió la puerta del ascensor.

– Te quiero, Clary -dijo sin mirarla. Tenía la vista fija en la iglesia, en las hileras de velas encendidas, su brillo dorado reflejado en sus ojos-. Más de lo que nunca… -Se interrumpió-. Dios. Más de lo que probablemente debería. Lo sabes, ¿verdad?

Clary salió del ascensor y se situó delante de Jace. Deseaba decirle miles de cosas, pero él ya había apartado la vista y pulsado el botón que devolvería el ascensor a las plantas del Instituto. Empezó a protestar, pero el ascensor se movía ya después de que las puertas se cerraran con su característico estrépito. Clary se quedó mirándolas por un instante; en su superficie había una imagen del Ángel, con las alas extendidas y los ojos mirando hacia arriba. El Ángel estaba pintado por todas partes.

La voz de Clary resonó en el espacio vacío.

– Yo también te quiero -dijo.

3 SIETE VECES

– ¿Sabes lo que es tremendo? -dijo Eric, depositando sus baquetas-. Tener un vampiro en la banda. Es lo que nos llevará a la cima.

Kirk dejó a su vez el micrófono y puso los ojos en blanco. Eric hablaba siempre de llegar a la cima con el grupo y hasta el momento todo se había quedado en nada. Lo mejor que habían hecho era un bolo en la Knitting Factory… al que sólo habían asistido cuatro personas. Y una de ellas era la madre de Simon.

– Pues ya me dirás cómo si no tenemos permiso para contarle a nadie que es un vampiro.

– Una lástima -dijo Simon. Estaba sentado sobre uno de los altavoces, al lado de Clary, que estaba enfrascada enviándole un mensaje de texto a alguien, seguramente a Jace-. Aunque nadie te creería, de todos modos. Mira, aquí me tienes, a plena luz de día. -Levantó los brazos para señalar los rayos de sol que entraban a través de los agujeros del tejado del garaje de Eric, su lugar de ensayo habitual.

– En cierto sentido, todo esto hace mella en nuestra credibilidad -dijo Matt, retirándose de los ojos un mechón pelirrojo y mirando a Simon con los ojos entrecerrados-. Tal vez si te pusieras unos colmillos falsos…

– No necesita colmillos falsos -dijo Clary malhumorada, dejando el teléfono-. Tiene colmillos de verdad. Ya los habéis visto.

Y era cierto. Simon había tenido que enseñar los colmillos cuando le dio la noticia a la banda. Al principio pensaron que había sufrido un golpe en la cabeza o una crisis nerviosa. Pero en cuanto les mostró los colmillos, quedaron convencidos. Eric había reconocido incluso que aquello no le sorprendía especialmente.

– Siempre he sabido que los vampiros existen, colega -había dicho-. Si no, ¿cómo sería posible que haya gente conocida que siempre tenga la misma pinta, incluso cuando tienen, por ejemplo, cien años de edad, como David Bowie? Es porque son vampiros.

Simon había dicho basta y no les había contado que Clary e Isabelle eran cazadoras de sombras. No era él quien debía revelar su secreto. Y tampoco sabían que Maia era una chica lobo. Simplemente pensaban que Maia e Isabelle eran dos tías buenas que inexplicablemente habían accedido a salir con Simon. Sus colegas lo achacaban a lo que Kirk denominaba su «embrujo de vampiro sexy». A Simon le daba igual lo que sus amigos pudieran decir, siempre y cuando no metieran la pata y le comentaran a Maia o a Isabelle la existencia de la otra. Hasta el momento había salido airoso invitándolas a bolos distintos, y nunca habían coincidido.

– ¿Y si enseñaras los colmillos en escena? -sugirió Eric-. Sólo una vez, tío. Muéstraselos al público.

– Si lo hiciera, el líder del clan de vampiros de Nueva York os mataría a todos -dijo Clary-. Lo sabéis, ¿no? -Movió la cabeza en dirección a Simon-. No puedo creer que les hayas contado que eres un vampiro -añadió, bajando la voz para que sólo pudiera oírla Simon-. Son idiotas, por si no te habías dado cuenta.

– Son mis amigos -murmuró Simon.

– Son tus amigos, y son idiotas.

– Mi intención es que la gente que me quiere conozca la verdad sobre mí.

– ¿Ah sí? -dijo Clary, algo seca-. ¿Y cuándo piensas contárselo a tu madre?

Pero antes de que a Simon le diera tiempo a responder, alguien llamó con fuerza a la puerta del garaje, que se abrió un instante después, con la luz del sol otoñal inundando el interior del espacio. Simon levantó la vista, pestañeando. En realidad era un reflejo que le había quedado de cuando era humano. Ahora, sus ojos necesitaban tan sólo una décima de segundo para adaptarse a la oscuridad o a la luz.

En la entrada del garaje había un chico; su silueta se perfilaba a contraluz. Tenía un papel en la mano, que miró con incertidumbre. A continuación, levantó la vista en dirección a los miembros de la banda.

– Hola -dijo-. ¿Es aquí donde ensaya el grupo Mancha Peligrosa?

– Ahora nos llamamos Lémur Dicótomo -dijo Eric, dando un paso al frente-. ¿Y tú quién eres?

– Me llamo Kyle -respondió el chico, agachándose para pasar por debajo de la puerta del garaje. Cuando se enderezó, se echó hacia atrás el mechón de cabello castaño que le caía sobre los ojos y le entregó el papel a Eric-. He visto que andabais buscando un cantante.

– ¡Jo! -exclamó Matt-. Ese anuncio lo publicamos hará cosa de un año. Lo había olvidado por completo.

– Sí -dijo Eric-. Por aquel entonces tocábamos otro tipo de cosas. Ahora prácticamente no hacemos nada vocal. ¿Tienes experiencia?

Kyle -Simon se fijó que era muy alto, aunque en absoluto flacucho- se encogió de hombros.

– La verdad es que no. Pero dicen que canto bien. -Tenía un acento lento y un poco arrastrado, más típico de los surfistas que de un sureño.

Los miembros de la banda se miraron dudando. Eric se rascó la oreja.

– ¿Nos concedes un segundo, tío?

– Por supuesto. -Kyle salió del garaje e hizo descender la puerta a sus espaldas. Simon oyó que se ponía a silbar. Le pareció que era She’ll Be Comin’ Round the Mountain, aunque no sonaba del todo afinado.

– No sé -dijo Eric-. No estoy muy seguro de si alguien nuevo nos vendría bien ahora. Me refiero a que no podemos contarle lo del vampiro, ¿no creéis?

– No -contestó Simon-. No podéis.

– Pues vaya -dijo Matt-. Es una lástima. Necesitamos un cantante. Kirk canta de pena. Lo digo sin ánimo de ofender, Kirk.

– Que te jodan -espetó Kirk-. Yo no canto de pena.

– Sí, tío -dijo Eric-. Das una pena que no veas…

Pienso -opinó Clary interrumpiéndolos y subiendo la voz-, que deberíais hacerle una prueba.

Simon se quedó mirándola.

– ¿Por qué?

– Porque está buenísimo -dijo Clary, sorprendiendo a Simon con el comentario. La verdad era que a él no le había llamado la atención en absoluto, aunque quizá no fuera el más indicado para juzgar la belleza masculina-. Y vuestra banda necesita un poco de sex appeal.

– Gracias -dijo Simon-. Muchas gracias en nombre de todos.

Clary bufó con impaciencia.

– Sí, sí, todos sois muy guapos. Sobre todo tú, Simon. -Le dio unos golpecitos cariñosos en la mano-. Pero Kyle está tremendo. Es lo único que digo. Mi opinión objetiva como mujer es que si incorporaseis a Kyle a la banda, duplicaríais vuestra cifra de admiradoras femeninas.

– Lo que significa que tendríamos dos fans en vez de una sola -dijo Kirk.

– ¿Y ésa quién es? -Matt sentía una curiosidad genuina.

– La amiga del primo pequeño de Eric. ¿Cómo se llama? Aquella que está loca por Simon. Viene a todos nuestros bolos y le cuenta a todo el mundo que es su novia.

Simon puso mala cara.

– Tiene trece años.

– No es más que un resultado de tu embrujo de vampiro sexy, tío -dijo Matt-. Eres irresistible para las mujeres.

– Por el amor de Dios -dijo Clary-. Eso del embrujo de vampiro sexy no existe. -Señaló a Eric-. Y no se te ocurra decir que Embrujo de Vampiro Sexy podría ser el nuevo nombre del grupo o te…

En aquel momento se abrió de nuevo la puerta del garaje.

– ¿Chicos? -Volvía a ser Kyle-. Mirad, si no queréis hacerme una prueba, no pasa nada. Si habéis cambiado vuestro sonido… basta con que me lo digáis y me largo.

Eric ladeó la cabeza.

– Pasa. Te echaremos un vistazo.

Kyle entró en el garaje. Simon se quedó mirándolo, intentando calibrar qué era lo que podía empujar a Clary a calificarlo de «tío bueno». Era alto, ancho de hombros y delgado, con pómulos marcados, pelo negro y largo que le cubría la frente y se rizaba a la altura del cuello y una piel morena que no había perdido aún el bronceado veraniego. Sus largas y espesas pestañas, que cubrían unos alucinantes ojos verde avellana, le hacían parecer una estrella de rock afeminada. Iba vestido con una camiseta ceñida de color verde y pantalón vaquero, y llevaba los brazos tatuados, no con Marcas, sino con tatuajes normales y corrientes. Era como si un pergamino escrito en su piel desapareciera en el interior de las mangas de la camiseta.

Simon se vio obligado a reconocerlo. No era horrendo.

– ¿Sabéis qué? -dijo por fin Kirk, rompiendo el silencio-. Es verdad. Está muy bueno.

Kyle pestañeó y se volvió hacia Eric.

– ¿Queréis que cante o no?

Eric desenganchó el micrófono del pie y se lo entregó.

– Adelante -dijo-. Pruébalo.


– No ha estado nada mal -dijo Clary-. Cuando sugerí lo de incluir a Kyle en el grupo lo decía en broma, pero la verdad es que sabe cantar.

Estaban andando por Kent Avenue, de camino a casa de Luke. El cielo se había oscurecido para pasar de azul a gris, preparándose para el crepúsculo, con las nubes pegadas a ambas orillas del East River. Clary recorría con su mano enguantada la valla con eslabones de cadena que los separaba del malecón de hormigón agrietado, haciendo vibrar el metal.

– Lo dices porque piensas que está bueno -dijo Simon.

Clary se rió y los característicos hoyuelos aparecieron en su cara.

– Tampoco es que esté tan bueno. No es precisamente el tío más bueno que he visto en mi vida. -Que, imaginó Simon, debía de ser Jace, por mucho que Clary hubiera tenido el detalle de no mencionarlo-. Pero creo sinceramente que sería buena idea tenerlo en el grupo. Si Eric y los demás no pueden decirle que eres un vampiro, tampoco se lo dirán a nadie más. Y con un poco de suerte, dejarán correr esa idea estúpida. -Estaban a punto de llegar a casa de Luke; el edificio estaba al otro lado de la calle, las ventanas iluminadas contrastaban con la oscuridad incipiente. Clary se detuvo junto a un trozo roto de la valla-. ¿Te acuerdas cuando matamos aquí mismo a un puñado de demonios raum?

– Jace y tú matasteis a unos cuantos demonios raum. Y yo casi vomito -recordó Simon, aunque tenía la cabeza en otra parte; estaba pensando en Camille, sentada enfrente de él en aquel jardín diciéndole: «Eres amigo de los cazadores de sombras, pero nunca serás uno de ellos. Siempre serás distinto, un intruso». Miró de reojo a Clary, preguntándose qué diría si le explicase la reunión que había mantenido con la vampira y la oferta que ésta le había hecho. Lo más probable era que se quedara horrorizada. El hecho de que a Simon no pudieran hacerle daño no había impedido que Clary dejara de preocuparse por su seguridad.

– Ahora ya no te asustarías -dijo ella en voz baja, como si estuviera leyéndole los pensamientos-. Ahora tienes la Marca. -Sin despegarse de la valla, se volvió para mirarlo-. ¿Se ha dado cuenta alguien de que tienes la Marca? ¿Te han hecho preguntas al respecto?

Simon negó con la cabeza.

– Me la tapa el pelo y, además, se ha borrado mucho. ¿Lo ves? -Se retiró el pelo de la frente.

Clary le tocó la frente y la Marca en forma curva allí trazada. Lo miró con tristeza, igual que aquel día en el Salón de los Acuerdos en Alacante, cuando inscribió en su piel el hechizo más antiguo del mundo.

– ¿Te duele?

– No, qué va. -«Y Caín le dijo al Señor: Mi culpa es demasiado grande para soportarla»-. Ya sabes que no te culpo de nada, ¿verdad? Me salvaste la vida.

– Lo sé. -Tenía los ojos brillantes. Retiró la mano de la frente de Simon y se pasó el dorso del guante por la cara-. Maldita sea. Odio llorar.

– Pues será mejor que vayas acostumbrándote -dijo él. Y al ver que Clary abría los ojos como platos, añadió apresuradamente-: Lo digo por la boda. ¿Cuándo es? ¿El sábado que viene? Todo el mundo llora en las bodas.

Ella rió.

– ¿Y qué tal están tu madre y Luke?

– Asquerosamente enamorados. Es horrible. Bueno, da lo mismo… -Le dio a Simon una palmadita en el hombro-. Tengo que entrar. ¿Nos vemos mañana?

Él se lo confirmó con un gesto afirmativo.

– Por supuesto. Hasta mañana.

Se quedó viéndola cruzar la calle y subir la escalera que daba acceso a la puerta principal de casa de Luke. «Mañana.» Se preguntó cuánto tiempo hacía que no pasaba varios días seguidos sin ver a Clary. Se preguntó qué debía de sentirse siendo un fugitivo y errando sobre la tierra, como Camille había dicho. Como Raphael había dicho. «La voz de la sangre de tu hermano me clama a mí desde la tierra.» Él no era Caín, que había matado a su hermano, pero el maleficio creía que lo era. Resultaba extraño estar siempre esperando perderlo todo, sin saber si acabaría sucediendo, o no.

La puerta se cerró detrás de Clary. Simon siguió bajando Kent Avenue en dirección a la parada de metro de Lorimer Street. Había oscurecido casi por completo, el cielo era ahora una espiral de gris y negro. Simon oyó el chirriar de unos neumáticos a su espalda, pero no se volvió. A pesar de las grietas y las alcantarillas, los coches circulaban por la calle como locos. No fue hasta que la furgoneta azul se colocó a su altura y rechinó cuando se detuvo, que se volvió para mirar.

El conductor de la furgoneta arrancó las llaves del contacto, parando en seco el motor, y abrió la puerta. Era un hombre, un hombre alto vestido con un chándal con capucha de color gris y zapatillas deportivas, la capucha bajada hasta tal punto que le ocultaba prácticamente toda la cara. Saltó del asiento del conductor y Simon vio que llevaba en la mano un cuchillo largo y reluciente.

Posteriormente, Simon pensaría que debería haber echado a correr. Era un vampiro y, por lo tanto, más rápido que cualquier humano. Podía dejar atrás a cualquiera. Debería haber echado a correr, pero le pilló por sorpresa; se quedó inmóvil mientras el hombre, cuchillo en mano, se dirigía hacia él. El hombre dijo algo con un tono de voz grave y gutural, algo en un idioma que Simon no conocía.

Simon dio un paso atrás.

– Mira -dijo, llevándose la mano al bolsillo-. Te doy mi cartera…

El hombre arremetió contra Simon apuntando a su pecho con el cuchillo. Simon bajó la vista con incredulidad. Era como si todo sucediese a cámara lenta, como si el tiempo se prolongase. Vio el extremo del cuchillo pegado a su pecho, la punta rasgando el cuero de su chaqueta… y después desviándose hacia un lado, como si alguien le hubiera agarrado la mano a su atacante y tirado de ella. El hombre gritó al verse lanzado por los aires como una marioneta. Simon miró frenéticamente a su alrededor, pues estaba seguro de que alguien tenía que haber visto u oído aquel alboroto, pero no apareció nadie. El hombre seguía gritando, retorciéndose como un loco, y entonces su sudadera se rasgó por delante, como si una mano invisible hubiera tirado de ella.

Simon se quedó horrorizado. El torso de aquel hombre estaba llenándose de heridas enormes. Su cabeza cayó hacia atrás y de su boca, como si fuera una fuente, empezó a brotar sangre. De pronto dejó de gritar… y cayó, como si la mano invisible lo hubiese soltado, liberándolo. Se estampó contra el suelo, haciéndose añicos como el cristal, rompiéndose en mil pedazos brillantes que inundaron la acera.

Simon cayó de rodillas. El cuchillo que pretendía matarlo estaba allí mismo, a su alcance. Era todo lo que quedaba de su atacante, salvo el montón de relucientes cristales que el viento ya había empezado a disipar. Tocó uno con cuidado.

Era sal. Se miró las manos. Estaba temblando. Sabía qué había pasado y por qué.

«Y el Señor le dijo: Quienquiera que matare a Cain, siete veces será castigado.»

Y aquello era siete veces un castigo.

Apenas consiguió llegar a la cuneta antes de doblegarse de dolor y empezar a vomitar sangre.


Simon supo que había calculado mal en el mismo momento en que abrió la puerta. Creía que su madre ya estaría dormida, pero resultó que no. Estaba despierta, sentada en un sillón de cara a la puerta, el teléfono en la mesita a su lado, y en seguida se fijó en que llevaba la chaqueta manchada de sangre.

No gritó, para sorpresa suya, sino que se llevó la mano a la boca.

– Simon.

– No es sangre mía -dijo él en seguida-. Estábamos en casa de Eric y Matt ha tenido una hemorragia nasal…

– No quiero escucharlo. -Rara vez utilizaba aquel tono tan cortante; le recordó a Simon la manera de hablar de su madre durante los últimos meses de enfermedad de su padre, cuando la ansiedad cortaba su voz como un cuchillo-. No quiero escuchar más mentiras.

Simon dejó las llaves en la mesita que había al lado de la puerta.

– Mamá…

– No haces más que contarme mentiras. Estoy cansada del tema.

– Eso no es verdad -dijo él, sintiéndose fatal, consciente de que su madre estaba en lo cierto-. Pero en estos momentos están pasándome muchas cosas.

– Lo sé. -Su madre se levantó; siempre había sido una mujer delgada, pero ahora estaba en los huesos, y su pelo oscuro, del mismo color que el de él, con más canas que lo que él recordaba-. Ven conmigo, jovencito. Ahora.

Perplejo, Simon la siguió hacia la pequeña cocina decorada en luminosos tonos amarillos. Su madre se detuvo al entrar y señaló en dirección a la encimera.

– ¿Te importaría explicarme esto?

Simon notó que se le quedaba la boca seca. Sobre la encimera, formadas como una fila de soldados de juguete, estaban las botellas de sangre que guardaba en la pequeña nevera que había instalado en el fondo del armario. Una estaba medio vacía; las demás, llenas del todo, el líquido rojo del interior brillando como una acusación. Su madre había encontrado también las bolsas de sangre vacías que Simon había lavado y guardado en el interior de una bolsa de plástico para tirarlas a la basura. Y las había dejado también allá encima, a modo de grotesca decoración.

– Al principio pensé que era vino -dijo Elaine Lewis con voz temblorosa-. Después encontré las bolsas. De modo que abrí una de las botellas. Es sangre, ¿verdad?

Simon no dijo nada. Era como si se hubiese quedado sin voz.

– Últimamente te comportas de una forma muy rara -prosiguió su madre-. Estás fuera a todas horas, no comes, apenas duermes, tienes amigos que no conozco, de los que jamás he oído hablar. ¿Te crees que no me entero cuando me mientes? Pues me entero, Simon. Pensaba que tal vez andabas metido en drogas.

Simon encontró por fin su voz.

– ¿Y por eso has registrado mi habitación?

Su madre se sonrojó.

– ¡Tenía que hacerlo! Pensaba… pensaba que si encontraba drogas, podría ayudarte, meterte en un programa de rehabilitación, pero ¿esto? -Gesticuló con energía en dirección a las botellas-. Ni siquiera sé qué pensar sobre esto. ¿Qué sucede, Simon? ¿Te has metido en algún tipo de secta?

Simon negó con la cabeza.

– Entonces, cuéntamelo -dijo su madre; sus labios temblaban-. Porque las únicas explicaciones que se me ocurren son horribles y asquerosas. Simon, por favor…

– Soy un vampiro -dijo Simon. No tenía ni idea de cómo lo había dicho, ni siquiera por qué. Pero ya estaba dicho. Las palabras se quedaron colgando en el aire como un gas venenoso.

La madre de Simon sintió que le fallaban las piernas y se derrumbó en una silla de la cocina.

– ¿Qué has dicho? -dijo en un suspiro.

– Soy un vampiro -repitió Simon-. Hace cerca de dos meses que lo soy. Siento no habértelo contado antes. No tenía ni idea de cómo hacerlo.

La cara de Elaine Lewis se había quedado blanca como el papel.

– Los vampiros no existen, Simon.

– Sí, mamá -dijo-. Existen. Mira, yo no pedí ser un vampiro. Fui atacado. No me quedó otra elección. Lo cambiaría todo si estuviera en mi mano hacerlo. -Pensó en el folleto que Clary le había dado hacía ya tanto tiempo, aquel en el que hablaba sobre cómo contárselo a tus padres. Por aquel entonces le pareció una analogía graciosa; pero no lo era en absoluto.

– Crees que eres un vampiro -dijo aturdida la madre de Simon-. Crees que bebes sangre.

– Bebo sangre -dijo Simon-. Bebo sangre animal.

– Pero si eres vegetariano. -Su madre estaba a punto de echarse a llorar.

– Lo era. Pero ya no lo soy. No puedo serlo. Vivo de la sangre. -Simon notaba una fuerte tensión en la garganta-. Nunca le he hecho ningún daño a un humano. Nunca he bebido la sangre de nadie. Sigo siendo la misma persona. Sigo siendo yo.

Le daba la impresión de que su madre luchaba por controlarse.

– Y tus nuevos amigos… ¿son también vampiros?

Simon pensó en Isabelle, en Maia, en Jace. No podía hablarle a su madre sobre cazadores de sombras y seres lobo. Era demasiado.

– No. Pero… saben que yo lo soy.

– ¿Te… te han dado drogas? ¿Te han hecho algo? ¿Algo que te produzca estas alucinaciones? -Parecía como si no hubiera oído su respuesta.

– No, mamá; todo esto es real.

– No es real -musitó ella-. Tú crees que es real. Oh, Dios mío. Simon. Lo siento mucho. Debería haberme dado cuenta. Conseguiremos ayuda. Encontraremos a alguien. Un médico. Da igual lo que cueste…

– No puedo ir a un médico, mamá.

– Sí, claro que puedes. Necesitas que te ingresen en alguna parte. En un hospital, tal vez…

Extendió el brazo hacia su madre.

– Intenta sentir mi pulso -le dijo.

Ella se quedó mirándolo, perpleja.

– ¿Qué?

– Que intentes sentir mi pulso -dijo-. Ven. Si lo encuentras, estupendo. Iré contigo al hospital. De lo contrario, tendrás que creerme.

La madre de Simon se secó las lágrimas y le cogió lentamente la muñeca. Después de tanto tiempo cuidando de su esposo durante su larga enfermedad, sabía tomar el pulso tan bien como cualquier enfermera. Presionó el interior de la muñeca con el dedo índice y esperó.

Simon observó el cambio en la expresión de la cara de su madre, de la tristeza y la contrariedad a la confusión, y después al terror. Elaine se levantó, le soltó la mano y se alejó de él. Sus ojos oscuros se abrieron como platos.

– ¿Qué eres?

Simon sintió náuseas.

– Ya te lo he dicho. Soy un vampiro.

– Tú no eres mi hijo. Tú no eres Simon. -Estaba temblando-. ¿Qué tipo de ser viviente no tiene pulso? ¿Qué tipo de monstruo eres? ¿Qué le has hecho a mi hijo?

– Soy Simon… -Avanzó un paso hacia su madre.

Y su madre gritó. Nunca la había oído gritar de aquella manera, y no quería oírla gritar así nunca más. Fue un sonido horripilante.

– Apártate de mí. -Su voz se quebró-. No te acerques. -Y empezó a susurrar-: Barukh ata Adonai sho’me’a t’fila

Estaba rezando, comprendió Simon, sintiendo una sacudida. Sentía tanto terror que estaba rezando para que se fuera, para que desapareciera. Y lo peor de todo era que él podía sentirlo. El nombre de Dios se tensó en su estómago y le provocaba un atroz dolor de garganta.

Pero su madre tenía todo el derecho del mundo a rezar. Él estaba maldito. No pertenecía a este mundo. ¿Qué tipo de ser viviente no tenía pulso?

– Mamá -musitó-. Para ya, mamá.

Ella se quedó mirándolo, con los ojos abiertos de par en par, y los labios sin parar de moverse.

– Mamá, no te enfades así. -Oyó su propia voz como si sonara a lo lejos, cálida y tranquilizadora, la voz de un desconocido. Habló mirando fijamente a su madre a los ojos, capturando la mirada de ella como el gato capturaría al ratón-. No ha pasado nada. Te quedaste dormida en el sillón de la sala de estar. Tenías una pesadilla cuando llegué a casa y yo te decía que era un vampiro. Pero es una locura. Eso no podría pasar nunca.

Su madre había dejado de rezar. Pestañeó.

– Estoy soñando -repitió.

– Es una pesadilla -dijo Simon. Se acercó a ella y le pasó el brazo por encima del hombro. Ella no hizo ningún ademán de retirarse. Dejó caer la cabeza, como un niño agotado-. Sólo un sueño. Nunca encontraste nada en mi habitación. No ha pasado nada. Estabas durmiendo, eso es todo.

Le cogió la mano a su madre. Ella dejó que la guiara hacia la sala de estar, donde la instaló en el sillón. Sonrió cuando Simon la cubrió con una manta y luego cerró los ojos.

Simon entró de nuevo en la cocina y de manera rápida y metódica metió las botellas y las bolsas de sangre en una bolsa de basura. La cerró con un nudo y la llevó a su habitación, donde cambió la chaqueta manchada de sangre por otra y guardó rápidamente algunas cosas en un petate. Apagó la luz y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.

Cuando pasó por la sala de estar, su madre ya se había dormido. Le acarició la mano.

– Estaré fuera unos días -susurró-. Pero no estarás preocupada. No esperarás mi regreso. Creerás que he ido a ver a Rebecca. No es necesario que llames. Todo va bien.

Retiró la mano. En la penumbra, su madre parecía a la vez más mayor y más joven de lo habitual. Acurrucada bajo la manta, era menuda como una niña, pero observó en su cara arrugas que no recordaba haber visto antes.

– Mamá -musitó.

Le acarició la mano y ella se removió. No quería despertarla, de modo que la soltó y avanzó sin hacer ruido hacia la puerta, cogiendo de paso las llaves que antes había dejado en la mesa.


En el Instituto reinaba el silencio. Últimamente siempre reinaba el silencio. Aquella noche, Jace había decidido dejar la ventana abierta para oír los sonidos del tráfico, el gemido ocasional de las sirenas de las ambulancias y el graznido de las bocinas que circulaban por York Avenue. Podía oír cosas que los mundanos no podían oír, y aquellos sonidos se filtraban en la noche y penetraban sus sueños… la ráfaga de aire desplazada por la moto aerotransportada de un vampiro, la vibración de una fantasía alada, el aullido lejano de los lobos en noches de luna llena.

Ahora lucía en cuarto creciente y proyectaba luz suficiente como para poder leer acostado en la cama. Tenía la caja de plata de su padre abierta delante de él y estaba repasando su contenido. Allí seguía una de las estelas de su padre, y una daga de caza con empuñadura de plata con las iniciales SWH grabadas en ella y -lo que resultaba más interesante para Jace- un montón de cartas.

En el transcurso de las últimas seis semanas, se había impuesto la misión de intentar leer una carta cada noche para tratar de conocer al que fuera su padre biológico. Y poco a poco había empezado a emerger una imagen, la de un joven pensativo con padres exigentes que se había visto atraído hacia Valentine y el Círculo porque parecían ofrecerle la oportunidad de poder destacar en el mundo. Había seguido escribiéndole a Amatis incluso después de divorciarse, un hecho que ella nunca mencionó. En aquellas cartas quedaba patente su desencanto con respecto a Valentine y la repugnancia que le inspiraban las actividades del Círculo, aunque rara vez, si es que existía alguna, mencionaba a la madre de Jace, Céline. Tenía sentido -a Amatis no le apetecería oír hablar de su sustituta-, pero aun así Jace no podía evitar odiar un poco a su padre por ello. Si no quería a la madre de Jace, ¿por qué se había casado con ella? Y si tanto odiaba al Círculo, ¿por qué no lo había abandonado? Valentine era un loco, pero como mínimo se había mantenido fiel a sus principios.

Y luego, claro está, Jace se sentía fatal por preferir a Valentine antes que a su padre de verdad. ¿Qué tipo de persona debía de ser por ello?

Una llamada a la puerta le despertó de aquel ejercicio de autorrecriminación. Se levantó para ir a abrir, esperando que fuera Isabelle que llegaba para pedirle alguna cosa o para quejarse de algo.

Pero no era Isabelle. Era Clary.

No iba vestida como siempre. Llevaba una camiseta de tirantes escotada de color negro, una blusa blanca abierta por encima y una falda corta, lo bastante corta como para mostrar las curvas de sus piernas hasta medio muslo. Se había recogido en trenzas su pelirrojo cabello, dejando algunos rizos sueltos que le caían por las sienes, como si en el exterior lloviera levemente. Le sonrió al verlo y arqueó las cejas. Eran cobrizas, igual que las delicadas pestañas que enmarcaban sus ojos verdes.

– ¿No piensas dejarme entrar?

Jace miró hacia un lado y otro del pasillo. No había nadie, afortunadamente. Cogió a Clary por el brazo, tiró de ella hacia dentro y cerró la puerta. Se apoyó en el umbral a continuación y dijo:

– ¿Qué haces aquí? ¿Va todo bien?

– Todo va bien. -Se quitó los zapatos y se sentó en la cama. La falda ascendió con aquel gesto, mostrando una mayor superficie de sus muslos. Jace estaba perdiendo la concentración-. Te echaba de menos. Y mi madre y Luke se han ido a dormir. No se darán cuenta de que he salido.

– No deberías estar aquí. -Aquellas palabras surgieron como una especie de gruñido. Odiaba tener que pronunciarlas, pero sabía que necesitaba decirlo, por razones que ella ni siquiera sabía. Y que esperaba que nunca llegara a saber.

– De acuerdo, si quieres que me vaya, me iré. -Se levantó. Sus ojos eran de un verde brillante. Dio un paso para acercarse a él-. Pero ya que he venido hasta aquí, por lo menos podrías darme un beso de despedida.

La atrajo hacia él y la besó. Había cosas que tenían que hacerse, aunque no fuera buena idea hacerlas. Ella se doblegó entre sus brazos como delicada seda. Le acarició el pelo, deshaciéndole las trenzas hasta que la melena cayó sobre los hombros de Clary, como a él le gustaba. Recordó que la primera vez que la vio ya quiso hacerle aquello, y que había ignorado la ocurrencia por considerarla una locura. Ella era una mundana, una desconocida, y no tenía ningún sentido desearla. Y después la besó por primera vez, en el invernadero, y casi se volvió loco. Habían bajado allí y habían sido interrumpidos por Simon, y jamás en su vida había deseado con tantas ganas matar a alguien como en aquel momento deseó matar a Simon, por mucho que su cabeza supiera que el pobre Simon no había hecho nada malo. Pero lo que sentía no tenía nada que ver con el intelecto, y cuando se había imaginado a Clary abandonándolo por Simon, se había puesto enfermo y había sentido más miedo del que nunca pudiera haberle inspirado un demonio.

Y después Valentine les había explicado que eran hermano y hermana, y Jace se había dado cuenta de que existían cosas peores, cosas infinitamente peores, que el hecho de que Clary pudiera abandonarlo por otro: saber que la forma en que la amaba era cósmicamente errónea; que lo que le parecía la cosa más pura y más irreprochable de su vida se había mancillado sin remedio. Recordó que su padre le había dicho que cuando caían los ángeles, caían angustiados, porque habían visto en su día el rostro de Dios y jamás volverían a verlo. Y que había pensado que comprendía muy bien cómo podían llegar a sentirse.

Pero todo aquello no le había llevado a desearla menos; simplemente había convertido su deseo en tortura. A veces, la sombra de aquella tortura caía sobre sus recuerdos cuando la besaba, como estaba sucediendo en aquel momento, y le llevaba a abrazarla aún con más fuerza. Ella emitió un sonido de sorpresa, pero no protestó, ni siquiera cuando él la cogió en brazos para llevarla hasta su cama.

Se tumbaron juntos sobre ella, arrugando algunas de las cartas. Jace apartó de un manotazo la caja para dejar espacio suficiente para los dos. El corazón le latía con fuerza contra sus costillas. Nunca antes habían estado juntos en la cama de aquella manera, realmente no. Había habido aquella noche en la habitación de ella en Idris, pero apenas se habían tocado. Jocelyn se encargaba de que nunca pasaran la noche juntos en casa de uno o del otro. Jace sospechaba que él no era muy del agrado de la madre de Clary, y no la culpaba por ello. De estar en su lugar, probablemente él habría pensado lo mismo.

– Te quiero -susurró Clary. Le había quitado la camisa y recorría con la punta de los dedos las cicatrices de la espalda de él y la cicatriz en forma de estrella de su hombro, gemela a la de ella, una reliquia del ángel cuya sangre ambos compartían-. No quiero perderte nunca.

Él deslizó la mano hacia abajo para deshacer el nudo de la blusa de ella. Su otra mano, apoyada en el colchón, tocó el frío metal del cuchillo de caza; debía de haberse caído en la cama junto con el resto del contenido de la caja.

– Eso no sucederá jamás.

Ella lo miró con ojos brillantes.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Su mano apresó la empuñadura del cuchillo. La luz de la luna que entraba por la ventana iluminó el filo.

– Estoy seguro -dijo, e hizo descender el cuchillo. La hoja rasgó su carne como si fuera papel, y cuando la boca de ella se abrió para formar una sorprendida «O» y la sangre empapó el frontal de su blusa blanca, Jace pensó: «Dios mío, otra vez no».


Despertarse de la pesadilla fue como estamparse contra un escaparate. Sus cortantes fragmentos seguían taladrando a Jace incluso cuando consiguió liberarse, respirando con dificultad. Cayó de la cama, deseando instintivamente huir de aquello, y chocó contra el suelo de piedra con rodillas y manos. Por la ventana abierta entraba un aire helado, que le hacía temblar pero que le despejó por fin, llevándose con él los últimos vestigios del sueño.

Se miró las manos. Estaban limpias de sangre. La cama estaba hecha un lío, las sábanas y las mantas convertidas en un amasijo como resultado de las vueltas y más vueltas que había dado, pero la caja que contenía las pertenencias de su padre seguía en la mesita de noche, en el mismo lugar donde la había dejado antes de echarse a dormir.

Las primeras veces que había sufrido la pesadilla, se había despertado y vomitado. Ahora trataba de no comer antes de irse a dormir y su cuerpo se vengaba atormentándolo con espasmos de mareo y fiebre. Y uno de aquellos espasmos lo sacudió en aquel momento, se acurrucó y respiró con dificultad hasta que pasó.

Cuando hubo acabado, apoyó la frente en el frío suelo de piedra. El sudor empezaba a enfriarle el cuerpo, tenía la camisa pegada a la piel y se preguntó si aquellos sueños acabarían matándolo. Lo había intentado todo para acabar con ellos: pastillas y brebajes para dormir, runas de sueño y runas de paz y curación. Pero nada funcionaba. Los sueños devoraban su mente como veneno y no podía hacer nada para aplacarlos.

Incluso despierto, le resultaba difícil mirar a Clary. Ella siempre lo había comprendido mejor que nadie y no podía ni imaginarse qué pensaría si se enteraba del contenido de sus sueños. Se puso de costado en el suelo y miró la caja sobre la mesita de noche, iluminada por la luz de la luna. Y pensó en Valentine. Valentine, que había torturado y encarcelado a la única mujer a la que había amado, que había enseñado a su hijo -a sus hijos- que amar algo equivale a destruirlo para siempre.

Su cabeza daba vueltas sin parar mientras se repetía aquellas palabras para sus adentros, una y otra vez. Se habían convertido para él en una especie de cántico y, como sucede con cualquier cántico, las palabras habían empezado a perder su significado individual.

«No soy como Valentine. No quiero ser como él. No seré como él. No.»

Vio a Sebastian -Jonathan, en realidad-, su casi hermano, que le sonreía a través de una maraña de pelo blanco como la plata, con los negros ojos brillando con un júbilo despiadado. Y vio su cuchillo clavarse en Jonathan y liberarse, y el cuerpo de Jonathan caer rodando en dirección al río, y su sangre mezclándose con las malas hierbas y la vegetación de la orilla.

«No soy como Valentine.»

No sentía haber matado a Jonathan. De tener la oportunidad, volvería a hacerlo.

«No seré como él.»

Evidentemente, no era normal matar a alguien -y mucho menos, a tu hermano adoptivo- y no sentirlo en absoluto.

«No seré como él.»

Pero su padre le había enseñado que matar sin piedad era una virtud, y tal vez fuera cierto que no es posible olvidar lo que los padres te enseñan. Por mucho que quieras olvidarlo.

«No seré como él.»

Tal vez la gente no podía cambiar nunca.

«No.»

4 EL ARTE DE LOS OCHO MIEMBROS

«AQUÍ SE CONSAGRA EL ANHELO DE LOS GRANDES CORAZONES Y DE LAS COSAS NOBLES QUE SE ALZAN POR ENCIMA DE LA MAREA, LA PALABRA MÁGICA QUE INICIA A LA MARAVILLA ALADA, LA SABIDURÍA RECABADA QUE JAMÁS HA MUERTO.»

Eran las palabras grabadas sobre las puertas principales de la Biblioteca Pública de Brooklyn, en la Grand Army Plaza. Simon estaba sentado en la escalinata, contemplando la fachada. La inscripción resplandecía con su pesado dorado sobre la piedra, las palabras cobraban vida por un instante cuando los faros de los coches las iluminaban.

La biblioteca había sido uno de sus lugares favoritos cuando era pequeño. Por un lateral había una entrada aparte para niños que, durante muchos años, fue su punto de reunión con Clary cada sábado. Se hacían con un montón de libros y se iban al Jardín Botánico, que estaba justo al lado, y allí podían pasarse horas leyendo, tendidos en la hierba, y el sonido del tráfico era tan sólo un zumbido constante en la distancia.

No estaba seguro de cómo había ido a parar allí aquella noche. Había huido de su casa lo más de prisa posible y se había dado cuenta en seguida de que no tenía adónde ir. No podía arriesgarse a ir a casa de Clary, pues se quedaría horrorizada al enterarse de lo que había hecho y querría que volviese a casa para solucionarlo. Eric y los demás chicos no entenderían nada. A Jace no le caía simpático y, además, no podía entrar en el Instituto. Era una iglesia, y la razón por la que los nefilim vivían allí era precisamente para evitar a criaturas como él. Al final había comprendido a quién podía acudir, pero la idea le resultaba tan desagradable que había tardado un buen rato en armarse de valor para hacerlo.

Oyó el sonido de la moto antes incluso de verla, el rugido del motor avanzando entre el tráfico fluido de Grand Army Plaza. La moto derrapó en el cruce y subió a la acera, retrocedió a continuación y se lanzó escalera arriba. Simon se hizo a un lado cuando el vehículo se plantó a su lado y Raphael soltó el manillar.

La moto se calló al instante. Las motos de los vampiros estaban impulsadas por espíritus demoníacos y respondían como mascotas a los deseos de sus propietarios. A Simon le resultaban espeluznantes.

– ¿Querías verme, vampiro diurno? -Raphael, tan elegante como siempre, con chaqueta negra y un pantalón vaquero de aspecto caro, desmontó y dejó la moto apoyada en la barandilla de la escalera de acceso a la biblioteca-. Será mejor que tengas un buen motivo -añadió-. Espero no haber venido hasta Brooklyn por nada. A Raphael Santiago no le gustan los barrios de extrarradio.

– Estupendo. Veo que empiezas a hablar de ti mismo en tercera persona. ¿No es eso un síntoma de megalomanía incipiente o algo así?

Raphael se encogió de hombros.

– O me cuentas lo que tengas que contarme, o me largo. De ti depende. -Miró su reloj-. Dispones de treinta segundos.

– Le he dicho a mi madre que soy un vampiro.

Raphael levantó las cejas. Eran muy finas y muy oscuras. En momentos más críticos, Simon había llegado a preguntarse si se las dibujaría a lápiz.

– ¿Y qué ha pasado?

– Me ha dicho que era un monstruo y ha intentado rezar contra mí. -El recuerdo le provocó un regusto de sangre amarga en la garganta.

– ¿Y después?

– Y después no estoy seguro del todo de lo que ha pasado. He empezado a hablarle con una voz extraña y tranquilizadora, le he dicho que nada de aquello había sucedido en realidad y que todo había sido un sueño.

– Y te ha creído.

– Me ha creído -confirmó Simon a regañadientes.

– Por supuesto -dijo Raphael-. Porque eres un vampiro. Tenemos ese poder. El encanto. La fascinación. El poder de la persuasión, podría llamarse. Puedes convencer a los humanos mundanos de casi todo. Si aprendes a utilizar tu habilidad como es debido.

– Pero yo no quería utilizarlo con ella. Es mi madre. ¿Existe algún modo de quitarle eso, algún modo de solucionarlo?

– ¿Solucionarlo para que vuelva a odiarte? ¿Para que piense que eres un monstruo? Me parece una forma muy curiosa de solucionar un asunto.

– Me da lo mismo -replicó Simon-. ¿Hay algún modo?

– No -respondió alegremente Raphael-. No lo hay. Y conocerías ya todas estas respuestas de no haber desdeñado a tus semejantes como lo has hecho hasta ahora.

– Tienes razón. Ahora compórtate como si yo te hubiera rechazado. Como si no hubieras intentado matarme…

Raphael se encogió de hombros.

– Era cuestión de política. Nada personal. -Se recostó en la barandilla y se cruzó de brazos. Llevaba guantes negros de motorista. Simon se vio obligado a reconocer que su aspecto era impresionante-. Dime, por favor, que no me has hecho venir hasta aquí para contarme toda esta historia tan aburrida sobre tu hermana.

– Mi madre -le corrigió Simon.

Raphael agitó la mano en un gesto que quería restarle importancia a su error.

– Da igual. Una de las mujeres de tu vida te ha rechazado. No será la última vez, te lo aseguro. ¿Y por qué me has molestado para contármelo?

– Quería saber si podía instalarme en el Dumont -dijo Simon, pronunciando la frase a toda velocidad para no poder retractarse de lo dicho. Le costaba creer lo que estaba pidiendo. Sus recuerdos del hotel de los vampiros eran recuerdos de sangre, terror y dolor. Pero era un lugar adonde ir, un lugar donde instalarse y donde nadie iría a buscarlo, con lo que no se vería obligado a volver a casa. Era un vampiro. Tener miedo de un hotel lleno de otros vampiros era una estupidez-. No tengo adónde ir.

A Raphael le brillaron los ojos.

– Ajá -dijo, con un tono triunfante que no le agradó mucho a Simon-. Veo que ahora quieres algo de mí.

– Eso imagino. Aunque me resulta espeluznante que eso te emocione tanto, Raphael.

Raphael resopló.

– Si te instalas en el Dumont, no te dirigirás a mí como Raphael, sino como Amo, Señor o Gran Líder.

Simon se armó de valor.

– ¿Y Camille?

– ¿A qué te refieres? -dijo Raphael.

– Siempre me contaste que en realidad no eras el jefe de los vampiros -dijo Simon sin alterarse-. Y cuando estuvimos en Idris me mencionaste a una mujer llamada Camille. Dijiste que aún no había regresado a Nueva York. Pero me imagino que, cuando lo haga, ella será la ama, o como quieras llamarlo.

La mirada de Raphael se oscureció.

– Me parece que tu línea de investigación no me gusta, vampiro diurno.

– Tengo derecho a saber cosas.

– No -dijo Raphael-. No lo tienes. Has acudido a mí preguntándome si puedes instalarte en mi hotel porque no tienes adónde ir. No porque quieras estar con los de tu especie. Nos rehúyes.

– Un hecho que, como ya te he mencionado, tiene que ver con aquella ocasión en la que intentaste matarme.

– El Dumont no es un centro de reinserción para vampiros reacios -prosiguió Raphael-. Vives entre humanos, te paseas a plena luz de día, tocas en un estúpido grupo… Sí, no te creas que no sé todo eso. No aceptas lo que en realidad eres, en ningún sentido. Y mientras eso siga así, no serás bienvenido en el Dumont.

Simon recordó cuando Camille le dijo: «En cuanto sus seguidores vean que estás conmigo, lo abandonarán y volverán a mí. Estoy segura de que debajo de ese miedo que él les inspira, siguen siéndome fieles. En cuanto nos vean juntos, su miedo desaparecerá y volverán a nuestro lado».

– ¿Sabes? -dijo-. He tenido otras ofertas.

Raphael lo miró como si se hubiera vuelto loco.

– ¿Ofertas de qué?

– Ofertas… simplemente -dijo Simon con voz débil.

– Eres malísimo en asuntos políticos, Simon Lewis. Te sugiero que no vuelvas a intentarlo.

– De acuerdo -dijo Simon-. Vine aquí para contarte algo y ahora no pienso hacerlo.

– Me imagino que además piensas tirar el regalo de cumpleaños que me habías comprado -dijo Raphael-. Una tragedia. -Se acercó a su moto y en cuanto pasó una pierna por encima del vehículo para sentarse en él, el motor cobró vida. Del tubo de escape empezaron a salir chispas rojas-. Si vuelves a importunarme, vampiro diurno, que sea por un motivo mejor. O no te lo perdonaré.

Y con eso, la moto salió disparada y empezó a volar. Simon echó la cabeza hacia atrás para ver cómo Raphael, igual que el ángel del que recibía su nombre, se enfilaba hacia el cielo dejando tras de sí una estela de fuego.


Clary se sentó con su bloc de dibujo sobre las rodillas y mordisqueó pensativa la punta del lápiz. Había dibujado a Jace docenas de veces -se imaginaba que era su versión de los comentarios sobre el novio que hacían la mayoría de las chicas en su diario íntimo-, pero nunca había conseguido captarlo bien del todo. Para empezar, resultaba casi imposible que se estuviera quieto, por lo que había pensado que ahora, mientras estaba dormido, sería el momento perfecto. Pero seguía sin quedarle como ella quería. No parecía él.

Con un suspiro de exasperación, tiró el bloc sobre la manta y dobló las rodillas, atrayéndolas hacia su cuerpo. Se quedó mirándolo. No esperaba que se quedase dormido. Habían ido a Central Park para comer y entrenar al aire libre aprovechando que aún hacía buen tiempo. Había hecho una de esas cosas. En la hierba, junto a la manta, había diversas cajas de la comida para llevar que habían comprado en Taki’s. Jace había comido poco; había estado removiendo con desgana su caja de tallarines de sésamo y había acabado dejándola en la hierba y tumbándose en la manta a contemplar el cielo. Clary se había quedado sentada observándolo, viendo cómo las nubes se reflejaban en sus ojos, fijándose en el perfil de los músculos de los brazos que mantenía cruzados detrás de la cabeza, en el fragmento de piel perfecta que quedaba al descubierto entre el extremo de su camiseta y el cinturón de su vaquero. Había deseado alargar el brazo y deslizar la mano por su vientre duro y plano; pero lo que había acabado haciendo, en cambio, había sido desviar la mirada y coger su bloc. Cuando se había vuelto otra vez, lápiz en mano, él tenía los ojos cerrados y respiraba de forma suave y regular.

Iba ya por el tercer boceto y no había conseguido ni un dibujo que le satisficiera. Mirándolo, se preguntó por qué demonios no conseguiría dibujarlo. La luz era perfecta; la luminosidad suave y broncínea del mes de octubre depositaba un lustre dorado claro sobre su piel y su cabello, dorados ya de por sí. Sus párpados cerrados estaban rodeados de un tono más oscuro de oro que su pelo. Tenía una mano doblada sobre el pecho, la otra abierta a su lado. Dormido, su rostro aparecía relajado y vulnerable, más suave y menos anguloso que cuando estaba despierto. Tal vez fuera ése el problema. Era tan difícil verlo relajado y vulnerable, que se hacía complicado capturar sus contornos cuando lo estaba. Resultaba… desconocido.

Jace se movió en aquel preciso instante. Había empezado a emitir pequeños jadeos en su sueño, con los ojos corriendo de un lado a otro detrás de los párpados. Su mano se estremeció, se tensó sobre su pecho, y se sentó, tan de repente que casi tumbó a Clary al hacerlo. Abrió los ojos de golpe. Permaneció aturdido por un instante; se había quedado pasmosamente blanco.

– ¿Jace? -Clary no logró esconder su sorpresa.

Él se quedó con los ojos centrados en ella; un segundo después la atraía hacia él sin el menor atisbo de su habitual delicadeza; la colocó sobre su regazo y la besó con pasión, con las manos enredándose entre el pelo de ella. Clary sintió el fuerte martilleo del corazón de Jace y se sonrojó. Estaban en un parque público y la gente estaría mirándolos, pensó.

– Caray -dijo él, retirándose, con una sonrisa en sus labios-. Lo siento. Supongo que no te lo esperabas.

– Ha sido una sorpresa agradable. -Su voz sonó grave y ronca incluso en sus propios oídos-. ¿Qué soñabas?

– Soñaba contigo. -Enrolló en un dedo un mechón del cabello de ella-. Siempre sueño contigo.

Sin despegarse de su regazo, las piernas entrelazadas con las de él, Clary dijo:

– ¿Ah, sí? Pues parecía que tuvieras una pesadilla.

Jace ladeó la cabeza para mirarla.

– A veces sueño con que te has ido -dijo-. Sigo preguntándome cuándo te darás cuenta de que podrías estar mejor sin mí y me abandonarás.

Clary le acarició la cara con la punta de los dedos, deslizándolos con delicadeza por sus pómulos, hasta alcanzar la forma curva de su boca. Jace nunca decía cosas así a nadie, excepto a ella. Alec e Isabelle sabían, porque vivían con él y lo querían, que debajo de su armadura protectora de humor y fingida arrogancia, seguía sufriendo el dolor provocado por los hirientes fragmentos de los recuerdos de su infancia. Pero sólo con ella lo expresaba en voz alta. Clary negó con la cabeza; con el gesto, el pelo le cayó sobre la frente y se lo retiró con impaciencia.

– Me gustaría poder hablar como lo haces tú -dijo-. Todo lo que dices, las palabras que eliges… son perfectas. Siempre encuentras la cita adecuada, o la frase correcta para que yo pueda creer que me quieres. Si no puedo convencerte de que nunca te abandonaré…

Él le cogió la mano.

– Repítelo, simplemente.

– Nunca te abandonaré -dijo Clary.

– ¿Pase lo que pase? ¿Haga lo que haga?

– Nunca dejaría de creer en ti -dijo-. Jamás. Lo que siento por ti… -Se atrancó-. Es lo más grande que he sentido en mi vida.

«Maldita sea», pensó. Sonaba de lo más estúpido. Pero Jace no era de la misma opinión; le sonrió con melancolía y dijo:

L’amor che move il sole e l’altre stelle.

– ¿Es latín?

– Italiano -dijo él-. Dante.

Clary le pasó el dedo por los labios y él se estremeció.

– No hablo italiano -dijo en voz baja.

– Significa -dijo él- que el amor es la fuerza más poderosa del mundo. Que el amor puede conseguir cualquier cosa.

Clary retiró la mano, dándose cuenta entonces de que él la miraba con los ojos entrecerrados. Unió las manos por detrás de la nuca de él, se inclinó y rozó sus labios, no con un beso, sino con una simple caricia. Fue suficiente. Notó el pulso de Jace acelerarse y él se inclinó hacia adelante, intentando robar un beso de su boca, pero ella negó con la cabeza, mientras su cabello los rodeaba como una cortina que los escondía de los ojos de todos los presentes en el parque.

– Si estás cansado, podríamos volver al Instituto -dijo ella en un susurro-. Echar la siesta. No hemos dormido juntos en la misma cama desde… desde Idris.

Sus miradas se encontraron, y ella supo que los dos estaban recordando lo mismo. La clara luz filtrándose por la ventana de la pequeña habitación de invitados de Amatis, la desesperación de su voz. «Sólo quiero acostarme a tu lado y despertarme a tu lado, sólo una vez, aunque sólo sea una vez en mi vida.» Aquella noche entera, acostados el uno junto al otro, sólo sus manos tocándose. Desde aquella noche se habían tocado mucho más, pero nunca habían pasado la noche juntos. Jace sabía que Clary estaba ofreciéndole algo más que una siesta en una de las habitaciones vacías del Instituto. Y ella estaba segura de que Jace podía leerlo en sus ojos, aunque ella no estuviera del todo segura de cuánto estaba ofreciéndole. Pero no importaba. Jace nunca le pediría nada que ella no quisiera darle.

– Quiero. -La pasión que vio en sus ojos, el matiz ronco de su voz, le decían que Jace no mentía-. Pero… no podemos. -La cogió con firmeza por las muñecas y las hizo descender, sujetando sus manos entre ellos, formando una barrera.

Clary abrió los ojos de par en par.

– ¿Por qué no?

Jace respiró hondo.

– Hemos venido aquí para entrenar, y deberíamos hacerlo. Si pasamos dándonos el lote todo el tiempo que deberíamos estar entrenando, acabarán por no permitirme que te entrene.

– ¿Y no se suponía, de todos modos, que iban a contratar a alguien para que se dedicase a tiempo completo a mi formación?

– Sí -respondió él, incorporándose y tirando de ella para que se levantase-, y me preocupa que si coges la costumbre de pegarte el lote con tus instructores, acabes también pegándote el lote con él.

– No seas sexista. Tal vez me encuentren una instructora.

– En ese caso, tienes mi permiso para pegarte el lote con ella, siempre y cuando pueda mirar.

– Estupendo. -Clary sonrió, agachándose para doblar la manta que habían llevado para sentarse-. Lo único que te preocupa es que contraten un instructor masculino y esté más bueno que tú.

Jace enarcó las cejas.

– ¿Más bueno que yo?

– Podría pasar -dijo Clary-. En teoría, ya sabes.

– En teoría, el planeta podría partirse ahora mismo por la mitad, dejándome a mí a un lado y a ti en el otro, separados trágicamente y para siempre, pero eso tampoco me preocupa. Hay cosas -dijo Jace, con su típica sonrisa torcida- que son demasiado improbables como para andar comiéndose el tarro por ellas.

Le tendió la mano; ella se la cogió y juntos cruzaron el césped y se encaminaron hacia una arboleda situada al final del East Meadow que sólo los cazadores de sombras parecían conocer. Clary sospechaba que estaba encantada, ya que Jace y ella entrenaban a menudo allí y nadie los había interrumpido nunca, a excepción de Isabelle o de Maryse.

En otoño, Central Park era un bullicio de color. Los árboles que rodeaban el prado lucían sus colores más intensos y envolvían el verde con abrasadores matices dorados, rojos, cobrizos y anaranjados. Hacía un día precioso para dar un paseo romántico por el parque y besarse en uno de sus puentes de piedra. Pero eso no iba a suceder. Era evidente que, por lo que a Jace se refería, el parque era una extensión al aire libre de la sala de entrenamiento del Instituto y que estaban allí para que Clary realizara diversos ejercicios que tenían que ver con conocimiento del entorno, técnicas de huida y evasión, y matar cosas con las manos.

En condiciones normales, le habría apasionado la idea de aprender a matar cosas con las manos. Pero seguía estando preocupada por Jace, por muy frívolas que fueran sus bromas. No dormía bien y le daba la impresión de que evitaba encontrarse a solas con ella excepto para las sesiones de entrenamiento. No podía quitarse de encima la fastidiosa sensación de que algo iba mal. Si al menos existiera una runa que le obligara a decirle lo que en realidad sentía. Pero jamás se le ocurriría crear una runa así, se recordó rápidamente. No sería ético utilizar su poder para intentar controlar a otra persona. Y además, desde que había creado en Idris la runa de alianza, su poder se había quedado aparentemente aletargado. No sentía ninguna necesidad de dibujar antiguas runas, ni había tenido visiones de nuevas runas que poder crear. Maryse le había comentado que en cuanto su formación estuviese ya en marcha, intentarían buscar un especialista en runas para que le diese clases particulares, pero hasta el momento nada de aquello se había materializado. Ni le importaba mucho, la verdad. Tenía que confesar que no estaba muy segura de si le importaría que su poder desapareciese para siempre.

– Habrá ocasiones en las que te tropezarás con un demonio y no dispondrás de armas de combate -estaba diciéndole Jace mientras paseaban por debajo de una hilera de árboles cargados de hojas cuyos colores pasaban por toda la gama de verdes hasta alcanzar un resplandeciente tono dorado-. Si eso te sucede, que no cunda el pánico. Tienes que recordar que el arma eres tú. En teoría, cuando hayas terminado tu formación, deberías ser capaz de abrir un boquete en una pared de una patada y de noquear a un alce con un simple puñetazo.

– Jamás le daría un puñetazo a un alce -dijo Clary-. Están en peligro de extinción.

Jace esbozó una leve sonrisa y se volvió para mirarla. Habían llegado al claro de la arboleda, una pequeña área despejada rodeada de árboles. En los troncos de los árboles había runas talladas, lo que lo señalaba como lugar de los cazadores de sombras.

– Existe un antiguo estilo de lucha que se conoce como Muay Thai -dijo Jace-. ¿Has oído hablar de él?

Clary negó con la cabeza. El sol brillaba con fuerza y casi tenía calor con el pantalón de chándal y la sudadera. Jace se quitó la chaqueta y se volvió hacia ella, flexionando sus esbeltas manos de pianista. Con la luz otoñal, sus ojos adquirían un color oro intenso. Marcas de velocidad, agilidad y fuerza se emparraban por sus brazos, desde las muñecas hasta sus prominentes bíceps, para desaparecer bajo las mangas de la camiseta. Clary se preguntó por qué se habría tomado la molestia de marcarse de aquella manera, como si ella fuera un enemigo al que tener en cuenta.

– He oído el rumor de que el nuevo instructor que llegará la semana que viene es maestro de Muay Thai -dijo él-. Y de sambo, lethwei, tomoi, krav maga, jujitsu y otra cosa cuyo nombre francamente no recuerdo pero que va de matar a la gente con palos pequeños o algo por el estilo. Lo que quiero decir es que él o ella no estará acostumbrado a trabajar con alguien de tu edad y con tan poca experiencia, de modo que pienso que si te enseño algunos puntos básicos, se mostrará más generoso contigo. -Le puso las manos en las caderas-. Y ahora, ponte de cara a mí.

Clary hizo lo que le pedía. Situados el uno frente al otro, la cabeza de ella le llegaba a la barbilla de él. Dejó descansar las manos en los bíceps de Jace.

– El Muay Thai se conoce como «el arte de los ocho miembros». Y ello es debido a que como elementos de ataque no sólo utilizas los puños y los pies, sino también las rodillas y los codos. Primero se trata de inmovilizar a tu oponente y después, de golpearlo con todos y cada uno de tus elementos de ataque hasta tumbarlo.

– ¿Y eso funciona con los demonios? -preguntó Clary, levantando las cejas.

– Con los menores sí. -Jace se acercó a ella-. Y muy bien. Extiende ahora el brazo y agárrame por la nuca.

Hacer lo que acababa de ordenarle era imposible si no se ponía de puntillas. No por primera vez, Clary maldijo para sus adentros el hecho de ser tan bajita.

– Ahora levanta la otra mano y repite el movimiento, de tal modo que tus manos se entrelacen por detrás de mi cuello.

Lo hizo. La nuca de Jace estaba caliente por efecto del sol y su suave cabello le hacía cosquillas en los dedos. Con el cuerpo del uno pegado al otro, Clary sentía el anillo que llevaba colgado de una cadena al cuello presionando entre ellos como un guijarro prisionero entre dos manos.

– En un combate de verdad, tendrías que moverte mucho más rápido -dijo Jace. A menos que fuesen imaginaciones de Clary, diría que su voz había sonado algo insegura-. Tenerme cogido así te sirve para hacer palanca. Ahora utilizarás esa palanca para tirar hacia adelante y darles inercia a los golpes que des hacia arriba con la rodilla…

– Caramba, caramba -dijo una voz fría y con un tono que daba a entender que se lo estaba pasando en grande-. ¿Sólo seis semanas y ya andáis peleándoos? Con qué rapidez se esfuma el amor entre los mortales.

Clary soltó a Jace y dio media vuelta, aunque ya sabía quién era. La reina de la corte seelie apareció bajo la sombra de dos árboles. De no haber sabido Clary que estaba allí, se preguntó si la habría detectado, aun incluso con la Visión. La reina iba vestida con un traje largo, verde como la hierba, y su cabello, que le caía por encima de los hombros, era del color de una hoja seca. Era tan bella y tan temible como una estación moribunda. Clary nunca había confiado en ella.

– ¿Qué hacéis aquí? -Fue Jace quien habló, entrecerrando los ojos-. Este lugar pertenece a los cazadores de sombras.

– Y yo tengo noticias de interés para los cazadores de sombras. -Cuando la reina dio un elegante paso al frente, los rayos de sol se filtraron entre los árboles e iluminaron la diadema de frutos del bosque dorados que llevaba en la cabeza. Clary se preguntaba a veces si la reina planificaba con tiempo sus dramáticas apariciones y, en caso de hacerlo, cómo lo haría-. Se ha producido otra muerte.

– ¿Qué tipo de muerte?

– Otro de los vuestros. Un nefilim muerto. -La verdad fue que la reina lo anunció con cierto deleite-. Han encontrado el cuerpo bajo el Oak Bridge al amanecer. Como sabéis, el parque es dominio mío. Un asesinato humano no es de mi incumbencia, pero no parece una muerte de origen mundano. Han llevado el cadáver a la corte para que lo examinen mis forenses. Y han dictaminado que el mortal fallecido es uno de los vuestros.

Clary miró en seguida a Jace, recordando la noticia sobre la muerte de otro cazador de sombras que habían recibido hacía tan sólo dos días. Adivinó que Jace estaba pensando lo mismo que ella; se había quedado pálido.

– ¿Dónde está el cuerpo? -preguntó.

– ¿Te preocupa mi hospitalidad? Está esperando en mi corte, y os garantizo que le proporcionaremos todo el respeto que le ofreceríamos a un cazador de sombras vivo. Ahora que uno de los míos tiene un lugar en el Consejo al lado de los vuestros, no podéis dudar ya de nuestra buena fe.

– Como siempre, la buena fe y milady van de la mano. -El sarcasmo de la voz de Jace era evidente, pero la reina se limitó a sonreír. Le gustaba Jace, Clary siempre lo había pensado, de ese modo con el que a las hadas les gustaban las cosas bonitas por el simple hecho de ser bonitas. Por otro lado, ella sabía que no era del agrado de la reina, y el sentimiento era mutuo-. ¿Y por qué nos dais el mensaje a nosotros y no a Maryse? La costumbre obliga a…

– Oh, las costumbres. -La reina renegó de las costumbres con un gesto-. Vosotros estabais aquí. Me ha parecido más oportuno.

Jace volvió a mirarla entrecerrando los ojos y abrió su teléfono móvil. Con un gesto le indicó a Clary que se quedara donde estaba y se alejó un poco de allí. Clary le oyó que decía «¿Maryse?» cuando le respondieron al teléfono, pero luego su voz quedó amortiguada por los gritos de los terrenos de juego colindantes.

Con una sensación de pavor frío, volvió a mirar a la reina. No había visto a la Dama de la corte de seelie desde su última noche en Idris, y en aquella ocasión no podía decirse que Clary se hubiese mostrado precisamente educada con ella. Dudaba que la reina hubiese olvidado aquello o la hubiese perdonado por ello. «¿De verdad rechazarías un favor de la reina de la corte de seelie?»

– Me han dicho que Meliorn ha conseguido un escaño en el Consejo -dijo Clary-. Debéis de estar satisfecha.

– Lo estoy. -La reina la miró, divertida-. Me siento cumplidamente encantada.

– Entonces -dijo Clary-, ¿nada de rencores?

La sonrisa de la reina se volvió gélida en las comisuras de su boca, como la escarcha que cubría la orilla del estanque.

– Supongo que te refieres a mi oferta, que tan groseramente rechazaste -dijo-. Como bien sabes, mi objetivo se cumplió de todos modos; la que salió perdiendo, y me imagino que la mayoría estaría de acuerdo conmigo, fuiste tú.

– Yo no quería aquel trato. -Clary intentó, sin conseguirlo, que su voz no sonara cortante-. La gente no puede hacer siempre lo que vos queráis.

– No pretendas echarme un sermón, niña. -La reina siguió con la mirada a Jace, que deambulaba bajo los árboles, teléfono en mano-. Es bello -dijo-. Entiendo por qué lo amas. Pero ¿te has preguntado alguna vez qué es lo que le atrae a él de ti?

Clary no respondió; le pareció que no tenía nada que decir.

– Os une la sangre del Cielo -dijo la reina-. La sangre llama a la sangre, y eso corre por debajo de la piel. Pero amor y sangre no son la misma cosa.

– Acertijos -dijo Clary enfadada-. ¿De verdad queréis decir alguna cosa cuando habláis así?

– Él está unido a ti -dijo la reina-. Pero ¿te ama?

Clary notó que se le retorcían las manos. Deseaba poder probar con la reina alguno de los nuevos golpes de ataque que había aprendido, pero sabía que no era en absoluto una buena idea.

– Sí.

– ¿Y te desea? Porque amor y deseo no siempre van unidos.

– Eso no es de vuestra incumbencia -replicó Clary escuetamente, pero se dio cuenta de que la reina le clavaba los ojos como si fueran agujas.

– Tú lo quieres como nunca has querido a nadie. Pero ¿siente él lo mismo? -La suave voz de la reina era inexorable-. Él podría tener todo aquello o a todo aquel que le plazca. ¿No te preguntas por qué te ha elegido a ti? ¿No te preguntas si se arrepiente de ello? ¿Ha cambiado con respecto a ti?

Clary notó las lágrimas escociéndole en los ojos.

– No, no ha cambiado. -Pero pensó en la cara de Jace en el ascensor la otra noche, y en cómo le había dicho que se marchara a su casa cuando ella le ofreció quedarse.

– Me dijiste que no deseabas llegar a un pacto conmigo, porque nada había que yo pudiera aportarte. Dijiste que no había nada en este mundo que quisieras. -La reina tenía los ojos brillantes-. ¿Sigues pensando lo mismo cuando te imaginas la vida sin él?

«¿Por qué me hacéis esto?», deseaba gritar Clary, pero no dijo nada porque vio que la reina de las hadas miraba más allá de donde ella estaba, y acto seguido sonrió y dijo:

– Sécate las lágrimas porque ya vuelve. No le hará ningún bien verte llorar.

Clary se frotó apresuradamente los ojos con el dorso de la mano y se volvió. Jace se acercaba a ellas, con mala cara.

– Maryse y Robert ya van hacia los Tribunales -dijo-. ¿Dónde está la reina?

Clary se quedó mirándolo, sorprendida.

– Está aquí… -empezó a decir, pero al volverse se interrumpió. Jace tenía razón. La reina se había ido y únicamente un remolino de hojas a los pies de Clary indicaba el lugar donde se había posado.


Simon, con su chaqueta acolchada bajo la cabeza a modo de almohada, estaba acostado contemplando el tejado plagado de agujeros del garaje de Eric, embargado por una sensación de nefasta fatalidad. Tenía a sus pies el macuto, el teléfono pegado a la oreja. En aquel momento, la familiaridad de la voz de Clary en el otro lado de la línea era lo único que le impedía derrumbarse por completo.

– Lo siento mucho, Simon. -Adivinó que estaba en algún lugar de la ciudad por el sonido del tráfico amortiguando su voz-. ¿De verdad estás en el garaje de Eric? ¿Lo sabe él?

– No -respondió Simon-. En este momento no hay nadie en casa y yo tenía la llave del garaje. Me ha parecido un buen lugar. ¿Y tú dónde estás, por cierto?

– En la ciudad. -Para los habitantes de Brooklyn, Manhattan sería siempre «la ciudad». No existía otra metrópolis-. Estaba entrenando con Jace, pero él ha tenido que volver al Instituto para no sé qué asunto de la Clave. Voy de camino a casa de Luke. -Se oyó el bocinazo de un coche-. ¿Quieres venir a casa? Podrías dormir en el sofá de Luke.

Simon dudó. Tenía buenos recuerdos de la casa de Luke. Desde que conocía a Clary, Luke siempre había vivido en una vivienda destartalada pero simpática que ocupaba el piso superior de la librería. Clary tenía una llave, y ella y Simon habían pasado allí horas agradables leyendo los libros que «cogían prestados» de la tienda o viendo películas antiguas en la tele.

Pero las cosas habían cambiado mucho.

– A lo mejor mi madre podría hablar con tu madre -dijo Clary, preocupada por el silencio de Simon-. Hacerle comprender.

– ¿Hacerle comprender que soy un vampiro? Clary, creo que ya lo entiende, de un modo siniestro. Pero eso no significa que vaya a aceptarlo o que esté de acuerdo con ello.

– Pero tampoco puedes seguir haciendo que lo olvide, Simon -dijo Clary-. Esa solución no te funcionará eternamente.

– ¿Por qué no? -Sabía que estaba mostrándose irrazonable, pero acostado en el duro suelo, rodeado de olor a gasolina y del susurro de las arañas paseándose por sus telas en los rincones del garaje, sintiéndose más solo que nunca, la razón le parecía algo tremendamente remoto.

– Porque de lo contrario tu relación con ella no sería más que una mentira. Nunca podrías volver a casa…

– ¿Por qué no? -preguntó, interrumpiéndola con severidad-. Forma parte de la maldición, ¿verdad? «Fugitivo y errante serás.»

A pesar de los ruidos del tráfico y del sonido de las conversaciones de la gente que tenía a su alrededor, Simon oyó que Clary respiraba hondo.

– ¿Piensas que eso tendría que contárselo también? -dijo-. ¿Que me señalaste con la Marca de Caín? ¿Que soy, básicamente, una maldición andante? ¿Crees que va a querer eso en su casa?

Los sonidos de fondo se acallaron; Clary debía de haberse refugiado en el umbral de una casa. Se dio cuenta de que contenía las lágrimas cuando le dijo:

– Lo siento mucho, Simon. Sabes que lo siento…

– No es culpa tuya. -De repente se sentía extremadamente agotado. «Estupendo, primero aterrorizas a tu madre y luego haces llorar a tu mejor amiga. Un día de bandera para ti, Simon.»-. Mira, es evidente que en estos momentos no debería andar mezclándome con gente. Voy a quedarme aquí y ya me encontraré con Eric cuando vuelva a su casa.

Clary emitió un sonido parecido a una risa entre tantas lágrimas.

– ¿Acaso Eric no cuenta como gente?

– Te mantendré informada -dijo Simon, dudoso-. Te llamo mañana, ¿de acuerdo?

– Nos vemos mañana. Prometiste acompañarme a probarme vestidos, ¿lo recuerdas?

– Caray -dijo-, eso es que debo de quererte de verdad.

– Lo sé -dijo ella-. Y yo también te quiero.

Simon apagó el teléfono y se recostó en el suelo, con el aparato pegado a su pecho. Resultaba gracioso, pensó. Ahora podía decirle a Clary «Te quiero» después de haber estado años luchando por pronunciar esas palabras y ser incapaz de que salieran de su boca. Y ahora que ya no tenían la misma intención, resultaba fácil.

A veces se preguntaba qué habría ocurrido de no haber existido nunca un Jace Wayland. Si Clary nunca hubiera descubierto que era una cazadora de sombras. Pero alejó aquel pensamiento de su cabeza, no tenía sentido continuar por aquel camino. El pasado no podía cambiarse. Sólo le quedaba seguir adelante. Aunque no tenía ni idea de qué implicaba seguir adelante. No podía quedarse para siempre en el garaje de Eric. Incluso con su actual estado de humor, reconocía que aquél era un lugar miserable. No tenía frío -de hecho, ya no sentía ni el frío ni el calor-, pero el suelo estaba duro y estaba costándole conciliar el sueño. Ojalá pudiera embotar sus sentidos. El sonido del tráfico le impedía descansar, igual que el desagradable tufo a gasolina. Pero lo que más le corroía era la preocupación por lo que hacer a continuación.

Había tirado la mayor parte de sus reservas de sangre y llevaba el resto en su mochila; tenía suficiente para unos cuantos días más, pero después tendría problemas. Eric, dondequiera que estuviera, dejaría a Simon quedarse en su casa, pero aquella solución acabaría con una llamada de los padres de Eric a la madre de Simon. Y teniendo en cuenta que su madre lo creía con su hermana, aquello no le haría ningún bien.

Días, pensó. Ésa era la cantidad de tiempo de la que disponía. Antes de quedarse sin sangre, antes de que su madre empezara a preguntarse dónde estaba y llamase a Rebecca para interesarse por él. Antes de que su madre empezara a recordar. Ahora era un vampiro. Supuestamente, la eternidad era suya. Pero disponía sólo de días.

Había ido con mucho cuidado. Había intentado con todas sus fuerzas seguir con lo que consideraba una vida normal: colegio, amigos, su casa, su habitación. Había sido mucha tensión, pero la vida era eso. Las demás opciones le parecían tan desapacibles y solitarias que no soportaba siquiera planteárselas. La voz de Camille resonó entonces en su cabeza. «Pero ¿qué pasará de aquí a diez años, cuando supuestamente deberías tener veintiséis? ¿Y de aquí a veinte años? ¿O treinta? ¿Crees que nadie se dará cuenta de que ellos envejecen y cambian y tú no?»

La situación que se había creado, la que con tanto cuidado había esculpido tomando como modelo su antigua vida, nunca habría podido ser permanente, pensó en aquel momento con una sensación de ahogo en el pecho. Nunca hubiera funcionado. Se había aferrado a sombras y recuerdos. Volvió a pensar en Camille, en su oferta. Ahora le sonaba mucho mejor que antes. La oferta de una comunidad, por mucho que no fuera la comunidad que él hubiera deseado. Disponía únicamente de un día más antes de que ella reclamara su respuesta. ¿Y qué le diría? Hasta aquel momento había creído saberlo, pero ya no estaba tan seguro.

Un sonido rechinante lo despertó de su ensueño. La puerta del garaje empezaba a levantarse y la luz iluminó el oscuro interior. Simon se incorporó, con el cuerpo de pronto en pleno estado de alerta.

– ¿Eric?

– No. Soy yo, Kyle.

– ¿Kyle? -dijo Simon sin entender nada, antes de empezar a recordar: el chico al que habían decidido incorporar como cantante solista. A punto estuvo Simon de dejarse caer de nuevo al suelo-. Oh, sí. Pero los chicos no están, si esperabas ensayar…

– No pasa nada. No es por eso que he venido. -Kyle entró en el garaje, pestañeando por la oscuridad, con las manos hundidas en los bolsillos traseros de su vaquero-. Tú eres… comoquiera que te llames, el bajista, ¿no es eso?

Simon se levantó, sacudiéndose el polvo de la ropa.

– Soy Simon.

Kyle miró a su alrededor, frunciendo el ceño con perplejidad.

– Creo que ayer me olvidé aquí mis llaves. Las he buscado por todas partes. Mira, aquí están. -Se agachó detrás de la batería y salió de allí un segundo después, blandiendo triunfante un manojo de llaves. Iba vestido más o menos como el día anterior, con una camiseta azul debajo de una cazadora de cuero y una medalla dorada de algún santo colgada al cuello, con el pelo oscuro enredado-. Y bien -dijo Kyle, apoyándose en uno de los altavoces-. ¿Estabas durmiendo aquí? ¿En el suelo?

Simon movió afirmativamente la cabeza.

– Me han echado de casa. -No era exactamente cierto, pero fue lo único que se le ocurrió.

Kyle asintió, comprendiéndolo.

– ¿Tu madre ha descubierto tu alijo de hierba? Eso jode.

– No, qué va… nada de hierba. -Simon se encogió de hombros-. Tenemos diferentes opiniones respecto a mi estilo de vida.

– ¿Se ha enterado de lo de tus dos novias? -Kyle sonrió. Era guapo, había que reconocerlo, pero a diferencia de Jace, que sabía perfectamente lo guapo que era, Kyle daba la impresión de no haberse peinado en un montón de semanas. Su aspecto recordaba el de un cachorrillo simpático, y eso lo hacía atractivo-. Me lo contó Kirk. Mejor para ti, tío. Yo… yo tampoco vivo en casa -siguió Kyle-. Me marché hará cosa de dos años. -Se cruzó de brazos e inclinó la cabeza. Bajó la voz-. No he hablado con mis padres desde entonces. Me apaño bien solo, pero… te entiendo.

– Esos tatuajes -dijo Simon, tocándose los brazos-. ¿Qué significan?

Kyle extendió los brazos.

Shaantih shaantih shaantih -dijo-. Son mantras de las Upanishads. Sánscrito. Oraciones por la paz.

En condiciones normales, a Simon le habría parecido pretencioso tatuarse en sánscrito. Pero ahora ya no.

Shalom -dijo.

Kyle pestañeó.

– ¿Qué?

– Significa paz -dijo Simon-. En hebreo. Se me ha ocurrido que sonaba similar.

Kyle se quedó mirándolo. Daba la impresión de que estaba deliberando. Dijo por fin:

– Tal vez te parezca una locura…

Simon se puso rígido.

– Pues no sé. Mi definición de locura se ha vuelto bastante flexible en el transcurso de los últimos meses.

– … pero tengo un apartamento. En Alphabet City. Y mi compañero de piso acaba de dejarlo. Tiene dos habitaciones, podrías acoplarte en la suya. Tiene una cama y todo lo necesario.

Simon dudó. Por un lado, no conocía en absoluto a Kyle, y trasladarse a vivir al apartamento de un perfecto desconocido le parecía una maniobra estúpida y de proporciones épicas. A pesar de sus tatuajes pacifistas, Kyle podía ser un asesino en serie. Por otro lado, como no conocía en absoluto a Kyle, nadie lo buscaría allí. ¿Y qué pasaría si Kyle resultase ser un asesino en serie?, pensó con amargura. Sería peor para Kyle que para él, igual que lo había sido para aquel atracador la otra noche.

– ¿Sabes? -dijo-. Me parece que voy a tomarte la palabra, si te parece bien.

Kyle asintió.

– Si quieres venir a la ciudad conmigo, tengo la furgoneta aparcada ahí fuera.

Simon se agachó para recoger su macuto y se lo colgó del hombro. Guardó el teléfono móvil en el bolsillo y abrió las manos, para indicar con el gesto que ya estaba listo.

– Cuando quieras.

5 EL INFIERNO LLAMA AL INFIERNO

El apartamento de Kyle resultó ser una sorpresa agradable. Simon esperaba un mugriento piso sin ascensor en un bloque de la Avenida D, con cucarachas subiendo por las paredes y una cama construida con un colchón de espuma y cartones de leche. Pero en realidad, el apartamento de Kyle era un aseado pisito de dos habitaciones con un pequeño salón, un montón de estanterías y las paredes llenas de fotografías de famosas playas de surfistas. Y aunque Kyle cultivaba algunas plantas de marihuana en la escalera de incendios… no podía tenerse todo en esta vida.

La habitación de Simon era como una caja vacía. Quienquiera que la ocupara antes no había dejado nada en ella excepto un futón. Tenía las paredes desnudas, el suelo también estaba desnudo y había una única ventana a través de la cual Simon vio el cartel luminoso del restaurante chino de la acera de enfrente.

– ¿Te gusta? -preguntó Kyle desde el umbral de la puerta, sus ojos verdes muy abiertos y amistosos.

– Es estupenda -respondió Simon sinceramente-. Justo lo que necesitaba.

El objeto más caro del apartamento era el televisor de pantalla plana del salón. Se dejaron caer en el sofá y se entretuvieron mirando programas malos mientras el sol se ponía en el exterior. Kyle era un buen tío, decidió Simon. No se metía en sus asuntos, no era curioso, no formulaba preguntas. No le había pedido nada a cambio de la habitación. Era simplemente un tipo simpático. Simon se preguntó si habría olvidado ya cómo eran los seres humanos normales y corrientes.

Después de que Kyle se marchara a trabajar en un turno de noche, Simon entró en su habitación, se dejó caer en el colchón y se quedó escuchando el tráfico que circulaba por la Avenida B.

Había estado obsesionado con imágenes de la cara de su madre desde que se había ido: cómo lo había mirado con miedo y odio, como si fuera un intruso en su casa. Aun sin necesidad de respirar, pensar en aquello seguía causándole una sensación de opresión en el pecho. Pero ahora…

De pequeño siempre le había gustado viajar, porque visitar un lugar nuevo equivalía a estar lejos de todos sus problemas. Y ahora, incluso allí, con sólo un río separándolo de Brooklyn, los recuerdos que habían estado corroyéndole como el ácido -la muerte del atracador, la reacción de su madre a la verdad de su condición- parecían confusos y remotos.

Tal vez el secreto fuera ése, pensó. Moverse sin parar. Como un tiburón. Ir a donde nadie pueda encontrarte. «Fugitivo y errante serás en la tierra.»

Pero eso sólo funcionaba si no te importaba dejar atrás a nadie.

Aquella noche durmió a rachas. A pesar de ser un vampiro diurno, su necesidad natural era dormir de día, y estuvo combatiendo inquietud y pesadillas antes de despertarse tarde con los rayos de sol entrando por la ventana. Después de vestirse con ropa limpia de su mochila, salió de la habitación y encontró a Kyle en la cocina, friendo huevos con beicon en una sartén de Teflón.

– Hola, compañero de piso -dijo Kyle, saludándolo alegremente-. ¿Te apetece desayunar?

Ver comida le provocó náuseas a Simon.

– No, gracias. Tomaré sólo café. -Se encaramó a uno de los taburetes, que estaba algo torcido.

Kyle empujó hacia él un tazón descascarillado.

– El desayuno es la comida más importante del día, hermano. Aunque sea casi mediodía.

Simon puso las manos alrededor del tazón y notó el calor penetrando su fría piel. Buscó algún tema de conversación, algo que no tuviera que ver con lo poco que comía.

– No te lo pregunté ayer: ¿Cómo te ganas la vida?

Kyle cogió un trocito de beicon de la sartén y le dio un mordisco. Simon se fijó en que la medalla dorada que llevaba colgada al cuello tenía una cenefa de hojas y las palabras «Beati bellicosi». Beati, sabía Simon, era una palabra que tenía algo que ver con los santos; Kyle debía de ser católico.

– Mensajero en bicicleta -dijo, masticando-. Es increíble. Voy por toda la ciudad, lo veo todo, hablo con todo el mundo. Mucho mejor que el instituto.

– ¿Dejaste los estudios?

– Acabé la secundaria. Prefiero la escuela de la vida. -A Simon le hubiera sonado ridículo si no fuera porque Kyle dijo lo de «escuela de la vida» igual que decía cualquier otra cosa, con total sinceridad-. ¿Y tú? ¿Algún plan?

«Oh, ya sabes. Vagar por la tierra, sembrando la muerte y la destrucción entre inocentes. Tal vez beber un poco de sangre de vez en cuando. Vivir eternamente, aunque sin divertirme jamás. Sólo lo normal.»

– En estos momentos funciono sobre la marcha.

– ¿Te refieres a que no quieres ser músico? -preguntó Kyle.

Para el alivio de Simon, su móvil sonó antes de que tuviera que responder aquella pregunta. Hurgó en su bolsillo y miró la pantalla. Era Maia.

– Hola -dijo saludándola-. ¿Qué tal?

– ¿Piensas ir esta tarde con Clary a la prueba del vestido? -le preguntó; su voz chisporroteaba en el otro extremo de la línea. Lo más probable era que llamara desde los cuarteles generales de su manada en Chinatown, donde la cobertura no era precisamente estupenda-. Me explicó que te había pedido que la acompañaras.

– ¿Qué? Oh, sí. Sí. Allí estaré. -Clary le había pedido a Simon que la acompañara a la prueba de su vestido de dama de honor, para así después ir juntos a comprar cómics y sentirse, según sus propias palabras, «un poco menos niña cursi emperifollada».

– Pues me apunto. Tengo que darle a Luke un mensaje para la manada y, además, me da la impresión de que hace siglos que no te veo.

– Lo sé. Y lo siento de verdad…

– No pasa nada -dijo ella-. Pero tendrás que decirme qué piensas ponerte para ir a la boda, porque de lo contrario no pegaremos ni con cola.

Colgó, dejando a Simon mirando el teléfono. Clary tenía razón. El día de la boda sería el Día-D, y estaba deplorablemente poco preparado para la batalla.

– ¿Una de tus novias? -preguntó Kyle con curiosidad-. La pelirroja del garaje, ¿era una de ellas? Era muy mona.

– No. Ésa es Clary; es mi mejor amiga. -Simon se guardó el móvil en el bolsillo-. Y tiene novio. Ella sí que tiene novio, de los de verdad. La bomba nuclear de los novios. Créeme.

Kyle sonrió.

– Sólo preguntaba. -Dejó la sartén del beicon, vacía, en el fregadero-. ¿Y cómo son tus dos chicas?

– Son muy, muy… distintas. -En ciertos aspectos, pensó Simon, eran polos opuestos. Maia era tranquila y asentada; Isabelle vivía las emociones al máximo. Maia era una luz firme y regular en la oscuridad; Isabelle era una estrella reluciente que giraba sin cesar en el vacío-. Las dos son estupendas. Guapas e inteligentes…

– ¿Y no se conocen? -Kyle se apoyó en la encimera-. ¿En absoluto?

Simon se encontró dando explicaciones: cómo después de su regreso de Idris (aunque sin mencionar el nombre del lugar), las dos habían empezado a llamarlo porque querían salir con él. Y que él había salido con ambas porque las dos le gustaban. Y que sin querer había iniciado un romance con las dos, y que nunca encontraba el momento de explicarle a la una que se estaba viendo con la otra. Y que la cosa había ido creciendo como una bola de nieve y ahora ahí estaba él, sin querer hacerle daño a ninguna, pero sin saber tampoco cómo continuar.

– Pues si quieres mi opinión -dijo Kyle, volviéndose para tirar al fregadero lo que le quedaba de café-, tendrías que elegir a una de las dos y dejar de hacer el perro. Que conste que no es más que mi opinión.

Como estaba de espaldas a él, Simon no podía verle la cara y se preguntó por un segundo si Kyle estaría enfadado de verdad. Su voz sonaba extrañamente seria. Pero cuando Kyle se volvió, su expresión era tan sincera y amigable como siempre. Simon pensó que serían imaginaciones suyas.

– Lo sé -dijo-. Tienes razón. -Miró en dirección a su habitación-. ¿Estás seguro de que te va bien que me instale aquí? Puedo largarme cuando quieras…

– Me va bien. Quédate todo el tiempo que necesites. -Kyle abrió un cajón de la cocina y hurgó en su interior hasta que encontró lo que andaba buscando: un juego de llaves sujeto con una goma elástica-. Un juego para ti. Eres totalmente bienvenido, ¿entendido? Tengo que ir a trabajar, pero puedes quedarte por aquí si quieres. Juega al Halo o haz lo que te apetezca. ¿Estarás aquí cuando vuelva?

Simon se encogió de hombros.

– Seguramente no. Tengo que ir a las tres a esa prueba del vestido.

– Estupendo -dijo Kyle, echándose al hombro un macuto y dirigiéndose a la puerta-. Diles que te confeccionen algo en rojo. Es tu color.


– Y bien -dijo Clary, saliendo del probador-. ¿Qué opinas?

Giró sobre sí misma para ver qué tal. Simon, que mantenía el equilibrio en una de las incómodas sillas blancas de Karyn’s, la tienda especializada en vestidos de novia, cambió de postura, hizo una mueca y dijo:

– Estás bien.

Estaba más que bien. Clary era la única dama de honor de su madre y gracias a ello había podido elegir el vestido que más le gustase. Había seleccionado uno muy sencillo, de seda color oro con tirantes finos que encajaba a la perfección con su cuerpo menudo. La única joya que luciría sería el anillo de los Morgenstern, colgado al cuello mediante una cadenita. La cadena, de plata y muy sencilla, resaltaba la forma de su clavícula y la curvatura de su cuello.

Hacía tan sólo unos meses, ver a Clary vestida para una boda habría conjurado en Simon una mezcla de sentimientos: oscura desesperación -Clary nunca lo amaría- y una excitación tremenda -o tal vez sí, si conseguía reunir el valor suficiente para declararle sus sentimientos-. Ahora, sólo lo hacía sentirse un poco nostálgico.

– ¿Bien? -repitió Clary-. ¿Eso es todo? ¡No me lo puedo creer! -Se volvió hacia Maia-. ¿Qué opinas tú?

Maia había dejado correr las incómodas sillas y estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en una pared decorada con tiaras y largos velos de tul. Tenía la videoconsola de Simon apoyada en una rodilla y estaba prácticamente absorta en su partida de Grand Theft Auto.

– A mí no me preguntes -dijo-. Odio los vestidos. Si pudiera, acudiría a la boda con tejanos.

Y era cierto. Simon rara vez había visto a Maia con otra cosa que no fuera una combinación de vaqueros y camiseta. En este sentido, era todo lo contrario a Isabelle, que iba con vestido y tacones incluso en los momentos más inadecuados. (Aunque desde que la viera quitarse de encima a un demonio vermis con el tacón de aguja de una bota, ya no le preocupaba tanto ese tema.)

Sonó entonces la campanilla de la puerta del establecimiento y entró Jocelyn, seguida de Luke. Ambos llegaban con humeantes tazas de café y Jocelyn miraba a Luke, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Simon recordó que Clary había comentado que estaban asquerosamente enamorados. Él no lo encontraba asqueroso, aunque a buen seguro se debía a que no eran sus padres. Se les veía muy felices y él lo encontraba encantador.

Jocelyn abrió los ojos de par en par al ver a Clary.

– ¡Cariño, estás preciosa!

– ¡Claro, qué vas a decir tú! Eres mi madre -dijo Clary, sonriendo de todos modos-. ¿Es eso un café solo por casualidad?

– Sí. Considéralo un detalle para decirte que sentimos llegar tarde -dijo Luke, entregándole la taza-. Nos liamos. Los temas del catering… -Saludó con un ademán a Simon y Maia-. Hola, chicos.

Maia inclinó la cabeza. Luke era el jefe de la manada de lobos de la ciudad, de la que Maia era miembro. Pese a que él había dejado atrás la costumbre de que lo llamasen «Amo» o «Señor», Maia seguía mostrándose respetuosa en su presencia.

– Te traigo un mensaje de la manada -dijo Maia, dejando a un lado la videoconsola-. Tienen algunas preguntas sobre la fiesta de la Fundición…

Mientras Maia y Luke se enfrascaban en una conversación sobre la fiesta que la manada de lobos celebraría en honor del matrimonio de su lobo principal, la propietaria de la tienda de vestidos de novia, una mujer alta que se había dedicado a leer revistas detrás del mostrador mientras los adolescentes charlaban, se percató de que la gente que de verdad iba a pagar por los vestidos acababa de llegar y corrió a saludarlos.

– Acabo de recibir el vestido y tiene un aspecto maravilloso -dijo efusivamente, cogiendo a la madre de Clary por el brazo y guiándola hacia la trastienda-. Venga a probárselo. -Y viendo que Luke iba tras ellos, lo apuntó con un dedo amenazador-. Usted se queda aquí.

Luke, al ver a su prometida desaparecer a través de unas puertas basculantes blancas decoradas con motivos de campanas de boda, se quedó perplejo.

– Los mundanos piensan que el novio no debe ver el vestido de la novia antes de la ceremonia -le recordó Clary-. Da mala suerte. Seguramente le parece extraño que hayas venido a la prueba.

– Pero Jocelyn quería mi opinión… -Luke se interrumpió y movió la cabeza hacia un lado y el otro-. La verdad es que las costumbres de los mundanos son de lo más peculiares. -Se dejó caer en una silla e hizo una mueca de dolor cuando se le clavó en la espalda una de las rosetas de su ornamentación-. ¡Ay!

– ¿Y las bodas de los cazadores de sombras? -preguntó Maia con curiosidad-. ¿Tienen también sus propias costumbres?

– Sí -respondió Luke-, pero la nuestra no será la típica ceremonia de los cazadores de sombras. En éstas no se plantea la situación en que uno de los contrayentes no sea un cazador de sombras.

– ¿De verdad? -Maia estaba sorprendida-. No lo sabía.

– En la ceremonia de matrimonio de los cazadores de sombras se trazan runas permanentes en el cuerpo de los contrayentes -dijo Luke. Mantenía un tono de voz sosegado, pero su mirada era triste-. Runas de amor y compromiso. Pero es evidente que los que no son cazadores de sombras no pueden llevar las runas del Ángel, por lo que Jocelyn y yo nos intercambiaremos anillos.

– ¡Qué fastidio! -declaró Maia.

Luke sonrió ante el comentario.

– No tanto. Casarme con Jocelyn es lo que siempre quise y las particularidades de la ceremonia en sí me dan lo mismo. Además, los tiempos cambian. Los nuevos miembros del Consejo han hecho muchos progresos para convencer a la Clave de que tolere este tipo de…

– ¡Clary! -Era Jocelyn desde la trastienda-. ¿Puedes venir un segundo?

– ¡Un segundo! -gritó Clary, apurando su café-. Voy volando. Me da la impresión de que tenemos que solventar una urgencia de vestimenta.

– Buena suerte. -Maia se levantó y le devolvió la consola a Simon antes de agacharse para darle un beso en la mejilla-. Tengo que irme. He quedado con unos amigos en La Luna del Cazador.

Olía agradablemente a vainilla. Pero bajo aquel olor, como siempre, Simon olió el aroma salino de la sangre, mezclado con ese ácido matiz tan peculiar a limón de los seres lobo. La sangre de los subterráneos olía distinta según su especie: las hadas olían a flores muertas; los brujos, a cerilla quemada, y los vampiros, a metal.

En una ocasión, Clary le había preguntado a qué olían los cazadores de sombras.

– A la luz del sol -le había respondido.

– Nos vemos, chico. -Maia se enderezó, le alborotó un poco el pelo a Simon y se marchó. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Clary taladró a Simon con la mirada.

– Debes solucionar tu vida amorosa antes del sábado -dijo-. Hablo en serio, Simon. Si no se lo dices tú a ellas, lo haré yo.

Luke los miró con perplejidad.

– ¿Decirle a quién qué?

Clary movió la cabeza en dirección a Simon.

– Estás jugando con fuego, Lewis. -Y después de esa declaración, dio media vuelta y echó a andar, levantándose la falda de seda. A Simon le hizo gracia ver que debajo del vestido seguía con sus zapatillas deportivas de color verde.

– Es evidente-dijo Luke- que aquí pasa algo de lo que no estoy al corriente.

Simon lo miró.

– A veces pienso que es el lema de mi vida.

Luke enarcó las cejas.

– ¿Ha pasado algo?

Simon se quedó dudando. No podía contarle a Luke los detalles de su vida amorosa, pues Luke y Maia pertenecían a la misma manada y los integrantes de las manadas de seres lobo guardaban entre ellos una fidelidad mayor aún que la de los miembros de las bandas callejeras. Sería poner a Luke en una posición muy incómoda. Aunque la verdad era que Luke podía ser también un recurso. Como líder de la manada de lobos de Manhattan tenía acceso a todo tipo de información y conocía a la perfección la política de los subterráneos.

– ¿Has oído hablar de una vampira llamada Camille?

Luke emitió un prolongado silbido.

– Sé quién es. Lo que me sorprende es que tú lo sepas también.

– Es la jefa del clan de los vampiros de Nueva York. Algo sé sobre ellos -dijo Simon, con cierta rigidez.

– No lo sabía. Creía que querías vivir como un humano en la medida de lo posible. -La voz de Luke no traslucía enjuiciamiento, sólo curiosidad-. Cuando el anterior líder me pasó el mando de la manada de la ciudad, Camille había delegado en Raphael. No creo que nadie supiera exactamente adónde se marchó después. Pero me parece que es más bien una leyenda. Una vampira extraordinariamente antigua, por lo que tengo entendido. Famosa por su crueldad y su ingenio. Podría darle incluso un buen baño a la comunidad de las hadas.

– ¿La has visto alguna vez?

Luke negó con la cabeza.

– Creo que no. ¿A qué viene tanta curiosidad?

– Raphael la mencionó -respondió Simon con cierta vaguedad.

Luke arrugó la frente.

– ¿Has visto a Raphael últimamente?

Pero antes de que a Simon le diera tiempo a responder, sonó de nuevo la campanilla de la puerta y, para sorpresa de Simon, apareció Jace. Clary no había mencionado que fuera a acudir allí.

De hecho, se dio cuenta entonces, Clary no había mencionado mucho a Jace en los últimos tiempos.

Jace miró a Luke primero, y a continuación a Simon. Dio la impresión de que le sorprendía un poco encontrarlos allí, aunque no era fácil asegurarlo. Pese a que Simon se imaginaba que cuando estaba a solas con Clary Jace le ofrecía una gama completa de expresiones faciales, la cara que ponía siempre que estaba con gente era de una inexpresividad terrible.

– Parece -le había comentado en una ocasión a Isabelle- como si estuviera pensando alguna cosa, pero que si fueras a preguntarle qué, te atizaría un puñetazo en la cara.

– Pues no le preguntes -le había dicho Isabelle, como si pensara que Simon decía una ridiculez-. Nadie ha dicho que tengáis que ser amigos.

– ¿Está Clary por aquí? -preguntó Jace, cerrando la puerta. Se le veía cansado. Tenía ojeras y, a pesar de que el aire de otoño era fresco, ni siquiera se había molestado en ponerse una chaqueta. El frío ya no afectaba a Simon, pero ver a Jace con sus vaqueros y una camiseta térmica le produjo casi un escalofrío.

– Está ayudando a Jocelyn -le explicó Luke-. Pero puedes esperar aquí con nosotros.

Jace observó inquieto las paredes cargadas de velos, abanicos, tiaras y colas de vestidos de novia con perlas cultivadas incrustadas.

– Todo es… tan blanco.

– Pues claro que es blanco -dijo Simon-. Son cosas para bodas.

– Para los cazadores de sombras, el blanco es el color de los funerales -explicó Luke-. Pero para los mundanos, Jace, es el color de las bodas. Las novias visten de blanco para simbolizar su pureza.

– Creía que Jocelyn había dicho que su vestido no sería blanco -apuntó Simon.

– Bueno -dijo Jace-, supongo que eso ya es agua pasada.

Luke se atragantó con el café. Pero antes de que pudiera decir -o hacer- nada, Clary apareció de nuevo. Se había recogido el pelo con unos pasadores de brillantitos, dejando algunos rizos sueltos alrededor de su rostro.

– No sé -estaba diciendo mientras se acercaba a ellos-. Karyn se ha ocupado de mí y me ha arreglado el pelo, pero no tengo muy claro lo de estos pasadores…

Se interrumpió en cuanto vio a Jace. Su expresión dejó claro que tampoco ella lo esperaba. Abrió la boca, sorprendida, pero no dijo nada. Jace, por su lado, se había quedado mirándola, y por una vez en su vida Simon fue capaz de leer como un libro abierto la expresión de la cara de Jace. Era como si el mundo entero hubiera desaparecido, excepto Clary y él; la miraba con un anhelo y un deseo tan descarado que incluso incomodó a Simon, que tenía la sensación de haber interrumpido un momento de intimidad entre ellos.

Jace tosió para aclararse la garganta.

– Estás preciosa.

– Jace. -Clary estaba perpleja-. ¿Va todo bien? Tenía entendido que no podías venir debido a la reunión del Cónclave.

– Es verdad -dijo Luke-. Me he enterado de lo del cuerpo del cazador de sombras que encontraron en el parque. ¿Hay alguna novedad?

Jace negó con la cabeza, sin dejar de mirar a Clary.

– No. No es miembro del Cónclave de Nueva York, pero está todavía pendiente de identificación. De hecho, no han identificado ninguno de los cuerpos. Los Hermanos Silenciosos están ahora examinándolos.

– Eso está bien. Los Hermanos averiguarán quiénes son -dijo Luke.

Jace no contestó nada. Seguía mirando a Clary, y era una mirada extrañísima, pensó Simon, la mirada que dedicarías al ser amado que nunca, jamás, podría llegar a ser tuyo. Se imaginaba que Jace pudo sentirse en su día así respecto a Clary, pero ¿ahora?

– ¿Jace? -dijo Clary, avanzando un paso hacia él.

Jace apartó la mirada.

– La chaqueta que te presté ayer en el parque -dijo él-. ¿La tienes aún?

Más perpleja si cabe, Clary señaló en dirección al respaldo de la silla donde estaba colgada la prenda en cuestión, una chaqueta de ante marrón de lo más normal.

– Está allí. Pensaba llevártela después de…

– De acuerdo -dijo Jace, cogiéndola e introduciendo rápidamente los brazos en las mangas, como si de repente tuviera prisa-, ya no tendrás que hacerlo.

– Jace -dijo Luke, con su característico tono de voz sosegado-, después iremos a cenar a Park Slope. Nos encantaría que nos acompañaras.

– No puedo -replicó Jace, subiéndose la cremallera-. Esta tarde tengo entrenamiento. Será mejor que vaya tirando.

– ¿Entrenamiento? -repitió Clary-. Pero si ya entrenamos ayer.

– Hay quien tiene que entrenar a diario, Clary. -Jace no lo dijo enfadado, pero sí con cierta dureza, y Clary se sonrojó-. Nos vemos luego -añadió sin mirarla y se encaminó casi corriendo hacia la puerta.

Cuando se cerró a sus espaldas, Clary se arrancó enfadada los pasadores del pelo, que cayó en suaves ondas sobre sus hombros.

– Clary -dijo Luke cariñosamente. Se levantó-. Pero ¿qué haces?

– Mi pelo. -Se arrancó el último pasador, con fuerza. Tenía los ojos brillantes y Simon adivinó que estaba haciendo esfuerzos por no llorar-. No quiero llevarlo así. Parezco una niña tonta.

– No, en absoluto. -Luke le cogió los pasadores y los depositó sobre una de las mesitas auxiliares blancas-. Mira, las bodas ponen nerviosos a los hombres. No le des importancia.

– De acuerdo. -Clary intentó sonreír. A punto estuvo de conseguirlo, pero Simon sabía que no creía lo que acababa de decirle Luke. Y no la culpaba por ello. Después de la mirada que acababa de ver en la cara de Jace, Simon tampoco le creería.


A lo lejos, la iluminación del restaurante de la Quinta Avenida recordaba una estrella destacando sobre los matices azulados del crepúsculo. Simon caminaba por la avenida al lado de Clary; Jocelyn y Luke iban unos pasos por delante de ellos. Olvidado ya el vestido, Clary volvía a ir con sus habituales pantalones vaqueros y se había abrigado con una gruesa bufanda blanca. De vez en cuando, se llevaba la mano al cuello para juguetear con el anillo que llevaba colgado de la cadenita, un gesto nervioso del que, como Simon sabía, ni siquiera era consciente.

A la salida de la tienda, Simon le había preguntado qué le pasaba a Jace, pero ella no le había respondido. Había eludido el tema y le había empezado a formular preguntas, sobre cómo estaba, sobre si había hablado ya con su madre y sobre cómo llevaba lo de estar instalado en el garaje de Eric. Cuando le explicó que había empezado a compartir piso con Kyle, se quedó sorprendida.

– Pero si apenas lo conoces -dijo-. Podría ser un asesino en serie.

– Eso mismo pensé yo. Inspeccioné todo el apartamento, y si tiene por algún lado un depósito lleno de armas, no lo he visto aún. De todas maneras, me parece un tipo bastante sincero.

– ¿Y cómo es el apartamento?

– Está muy bien para estar en Alphabet City. Tendrías que pasarte luego a verlo.

– Esta noche no -dijo Clary, un poco ausente. Volvía a juguetear con el anillo-. ¿Qué te parece mañana?

«¿Vas a ir a ver a Jace?», pensó Simon, pero no insistió en el tema. Si Clary no quería hablar al respecto, no pensaba obligarla.

– Ya hemos llegado. -Le abrió la puerta del restaurante y les sorprendió una oleada de cálido aroma a souvlaki.

Encontraron sitio en un reservado junto a una de las pantallas planas de televisión que llenaban las paredes. Se apretujaron en él mientras Jocelyn y Luke charlaban animados y sin parar sobre sus planes de boda. Al parecer, los miembros de la manada de Luke se habían sentido insultados por no haber sido invitados a la ceremonia -aun teniendo en cuenta que la lista de invitados era minúscula- e insistían en llevar a cabo su propia celebración en una fábrica reconvertida de Queens. Clary escuchaba, sin decir nada; llegó la camarera y les entregó unas cartas forradas con un plástico tan duro que podrían servir perfectamente a modo de armas. Simon dejó la suya sobre la mesa y miró por la ventana. En la acera de enfrente había un gimnasio y a través del cristal se veía a la gente haciendo ejercicio en el interior, en las cintas de correr, con los brazos balanceándose de un lado a otro y los cascos pegados a las orejas. «Tanto correr para no llegar a ningún lado -pensó-. La historia de mi vida.»

Intentó alejar sus pensamientos de aquellos rincones oscuros y casi lo consiguió. Estaba ante una de las escenas más frecuentes de su vida: un rincón tranquilo en un restaurante, él con Clary y su familia. Luke siempre había sido como de la familia, incluso antes de estar a punto de casarse con la madre de Clary. Simon tendría que haberse sentido como en casa. Intentó forzar una sonrisa, cuando se dio cuenta de que la madre de Clary acababa de preguntarle algo y él ni la había oído. Los sentados a la mesa lo miraban con expectación.

– Lo siento -dijo-. No… ¿Qué has dicho?

Jocelyn esbozó una paciente sonrisa.

– Clary me ha contado que tenéis un nuevo miembro en el grupo.

Simon sabía que se lo preguntaba por simple educación. Educación tal y como la entendían los padres cuando fingían tomarse en serio las aficiones de sus hijos. Con todo y con eso, la madre de Clary había asistido a alguna de sus actuaciones, aunque fuera sólo para llenar un poco el local. Se preocupaba por él; siempre lo había hecho. En los escondrijos más oscuros y recónditos de su mente, Simon sospechaba que Jocelyn siempre había comprendido sus sentimientos hacia Clary y se preguntó si no habría preferido que su hija se hubiese decantado por otro, por alguien a quien pudiera controlar. Sabía que Jace no era del todo de su agrado. Quedaba patente incluso en su manera de pronunciar su nombre.

– Sí -dijo-. Kyle. Es un tipo un poco raro, pero superagradable. -Invitado por Luke a ampliar el asunto de las rarezas de Kyle, Simon les explicó cosas sobre el apartamento de Kyle, obviando el detalle de que ahora era también su apartamento, sobre su trabajo como mensajero en bicicleta y sobre la gracia que le había hecho descubrir que en el buzón de correos de su casa sólo ponía «Kyle», sin apellido, como si fuera tan famoso como Cher o Madonna-. Y cultiva plantas raras en el balcón -añadió-. No es maría… lo he comprobado. Son unas plantas con hojas plateadas…

Luke frunció el ceño, pero antes de que le diera tiempo a decir nada, reapareció la camarera con una enorme cafetera plateada. Era joven, con el cabello decolorado recogido en dos trenzas. Cuando se inclinó para llenar la taza de Simon, una de las trenzas le rozó a él el brazo. Olió su sudor, y por debajo, su sangre. Sangre humana, el aroma más dulce del mundo. Sintió una tensión en el estómago que empezaba a resultarle familiar. Y una sensación gélida se apoderó de él. Estaba hambriento y lo único que tenía en casa de Kyle era sangre a temperatura ambiente que ya empezaba a separarse del plasma, una perspectiva nauseabunda, incluso para un vampiro.

«Nunca te has alimentado de un humano, ¿verdad? Lo harás. Y en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarlo.»

Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la camarera se había ido y Clary lo miraba con curiosidad desde el otro lado de la mesa.

– ¿Va todo bien?

– Sí. -Cogió la taza de café. Temblaba. Por encima de ellos, la televisión seguía emitiendo el noticiario de la noche.

– Qué asco -dijo Clary, mirando la pantalla-. ¿Lo estáis oyendo?

Simon siguió su mirada. El reportero mostraba la expresión que los reporteros solían mostrar cuando informaban sobre algo especialmente lúgubre.

«Esta mañana ha sido encontrado un bebé abandonado en un callejón adjunto al hospital Beth Israel -decía-. Se trata de un recién nacido de raza blanca, sano y de tres kilos de peso. Fue descubierto atado a una sillita de bebé para coche detrás de un contenedor de basura -continuó el reportero-. Lo más perturbador del caso es la nota escrita a mano que ha sido hallada debajo de la mantita que cubría al niño suplicando a las autoridades hospitalarias que le realizaran la eutanasia al pequeño porque “no tengo fuerzas para hacerlo yo misma”. La policía informa de que es probable que la madre del bebé sea una vagabunda o una mujer mentalmente perturbada y afirma disponer ya de “pistas prometedoras”. Se ruega a quien pueda tener información sobre el bebé, se dirija al teléfono de urgencias de la policía…»

– Es horrible -dijo Clary, apartando la vista de la pantalla y estremeciéndose-. No puedo entender cómo hay gente capaz de tirar a sus hijos como si fueran basura…

– Jocelyn -dijo Luke, con la voz ronca de preocupación. Simon miró en dirección a la madre de Clary. Estaba blanca como el papel y daba la impresión de que estaba a punto de vomitar. Retiró el plato que tenía delante, se levantó de la mesa y corrió hacia el baño. Al cabo de un instante, Luke dejó su servilleta en la mesa y corrió tras ella.

– Oh, mierda. -Clary se llevó la mano a la boca-. No puedo creer que haya dicho lo que acabo de decir. Soy una imbécil.

Simon no entendía nada.

– ¿Qué pasa?

Clary se hundió en su asiento.

– Mi madre pensaba en Sebastian -dijo-. Quiero decir Jonathan. Mi hermano. Supongo que lo recuerdas.

Hablaba en tono sarcástico. Ninguno de ellos olvidaría jamás a Sebastian, cuyo verdadero nombre era Jonathan, que había asesinado a Hodge y a Max, y ayudado a Valentine a casi ganar una guerra que habría significado la destrucción de todos los cazadores de sombras. Jonathan, con sus abrasadores ojos negros y su sonrisa afilada como un cuchillo. Jonathan, cuya sangre sabía como ácido de batería la vez que Simon lo mordió. Y no se arrepentía de ello.

– Pero tu madre no lo abandonó -dijo Simon-. Se empeñó en criarlo aun sabiendo que en su interior había algo horrible y malvado.

– Pero lo odiaba -dijo Clary-. No creo que lo haya superado nunca. Imagínate odiar a tu propio bebé. Antes, cada año, el día del cumpleaños del niño, sacaba una caja donde guardaba todas sus cosas de bebé y lloraba. Creo que lloraba por el hijo que habría tenido… si Valentine no hubiera hecho lo que hizo.

– Y tú habrías tenido un hermano -dijo Simon-. Uno de verdad. No un psicópata asesino.

A punto de echarse a llorar, Clary apartó el plato.

– Me encuentro mal -dijo-. ¿Sabes como cuando tienes hambre pero eres incapaz de comer?

Simon lanzó una mirada a la camarera del pelo decolorado; estaba apoyada en la barra del restaurante.

– Sí -dijo-. Lo sé.


Luke acabó regresando a la mesa, pero sólo para decirles a Clary y a Simon que iba a acompañar a Jocelyn a casa. Les dejó algo de dinero, que ellos utilizaron para pagar la cuenta antes de salir del restaurante y dirigirse a Galaxy Comics, en la Séptima Avenida. Pero ni el uno ni el otro consiguieron concentrarse lo suficiente como para disfrutarlo, de modo que se separaron con la promesa de volver a verse al día siguiente.

Simon se adentró en la ciudad con la capucha cubriéndole la cabeza y su iPod retumbando en sus oídos. La música siempre había sido su manera de aislarse de todo. Cuando llegó a la Segunda Avenida y continuó Houston abajo, había empezado a lloviznar y tenía un nudo en el estómago.

Tomó entonces First Street, que estaba prácticamente desierta, una franja de oscuridad entre las potentes luces de la Primera Avenida y la Avenida A. Cómo seguía con el iPod en marcha, no los oyó acercarse por detrás hasta que los tuvo casi encima. El primer indicio de que algo iba mal fue la visión de una sombra proyectada en la acera, superponiéndose a la suya. Y a aquélla se le sumó otra sombra, ésta a su otro lado. Se volvió…

Y vio que tenía a dos hombres detrás. Ambos iban vestidos exactamente igual que el atracador que lo había atacado la otra noche: chándal gris con capucha gris ocultándoles la cara. Estaban tan pegados a él que podían tocarlo sin el menor problema.

Simon saltó hacia atrás, con una potencia que lo dejó sorprendido. Su fuerza de vampiro era tan reciente, que todavía seguía conmocionándolo. Cuando, un instante después, se encontró colgado en el pórtico de entrada de una de aquellas típicas casas de arenisca rojiza, a unos metros de distancia de los atracadores, se quedó tan asombrado de verse allí que no pudo ni moverse.

Los atracadores avanzaron hacia él. Hablaban el mismo idioma gutural que el primer atracador que, Simon empezaba a sospechar, nunca fue en realidad un atracador. Los atracadores, por lo que sabía, no trabajaban en bandas, y era poco probable que el primer atacante tuviera amigos criminales que hubieran decidido vengarse de la muerte de su compañero. Estaba claro que aquello era otra cosa.

Llegaron a la entrada, atrapándolo en la escalera. Simon se arrancó de las orejas los cascos del iPod y levantó rápidamente los brazos.

– Mirad -dijo-, no sé de qué va esto, pero será mejor que me dejéis tranquilo.

Los atracadores se limitaron a mirarlo. O, como mínimo, Simon se imaginó que estarían mirándolo. Bajo la sombra de sus capuchas resultaba imposible verles la cara.

– Tengo la sensación de que alguien os ha enviado a por mí -dijo-. Pero es una misión suicida. En serio. No sé lo que os pagan, pero no es suficiente.

Una de las figuras vestidas de chándal se echó a reír. La otra había hundido la mano en el bolsillo y había sacado algo. Algo que relucía en negro bajo la luz de las farolas.

Una arma.

– Oh, tío -dijo Simon-. No lo hagas, de verdad te lo digo. Y no bromeo. -Dio un paso atrás, ascendiendo un peldaño. Tal vez si conseguía alcanzar la altura necesaria, podría saltar por encima de ellos, o entre ellos. Cualquier cosa antes que permitir que lo atacasen. No se veía capaz de enfrentarse a lo que podía significar aquello. Otra vez no.

El hombre levantó el arma. Se oyó el clic del gatillo.

Simon se mordió el labio. El pánico había provocado la aparición de sus colmillos. Una punzada de dolor recorrió su cuerpo.

– No…

Cayó del cielo un objeto oscuro. Al principio, Simon pensó que era algo que se había precipitado desde las ventanas de arriba, un aparato de aire acondicionado que se había desprendido o alguien tan perezoso que tiraba la basura a la calle desde su piso. Pero lo que cayó era una persona… una persona cayendo con puntería, objetivo y elegancia. La persona aterrizó encima del atracador, aplastándolo contra el suelo. La pistola se desprendió de su mano y el hombre gritó, un sonido tenue y agudo.

El segundo atacante se agachó para recoger el arma. Y antes de que a Simon le diese tiempo a reaccionar, el tipo había apuntado y apretado el gatillo. La boca de la pistola se iluminó con el resplandor de una chispa.

Y la pistola estalló. Estalló y el atracador explotó con ella, a tanta velocidad que ni siquiera pudo gritar. Buscaba una muerte rápida para Simon, y lo que recibió a cambio fue una muerte más rápida si cabe. Se hizo añicos como el cristal, como los colores de un caleidoscopio. La explosión fue amortiguada -el simple sonido del aire desplazado por el cuerpo- y después no se oyó nada más, excepto una leve llovizna de sal cayendo como lluvia sólida sobre la acera.

A Simon se le nubló la vista y se derrumbó en la escalera. Sentía un potente zumbido en los oídos y notó entonces que alguien lo agarraba por las muñecas y lo zarandeaba.

– ¡Simon! ¡Simon!

Levantó la vista. La persona que lo sujetaba y lo zarandeaba era Jace. No iba con su equipo de lucha, sino todavía con vaqueros y con la chaqueta que le había recogido antes a Clary. Estaba despeinado, y sus prendas y su cara manchadas con suciedad y hollín. Tenía el pelo mojado por la lluvia.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -le preguntó Jace.

Simon miró hacia un lado y otro de la calle. Seguía desierta. El asfalto brillaba, negro, mojado y vacío. El otro atacante había desaparecido.

– Tú -dijo, todavía un poco aturdido-. Tú has saltado contra los atracadores…

– No eran atracadores. Estaban siguiéndote desde que saliste del metro. Alguien los envió. -Jace hablaba con completa seguridad.

– ¿Y el otro? -preguntó Simon-. ¿Qué ha sido de él?

– Se ha esfumado. -Jace chasqueó los dedos-. Ha visto lo que le ha pasado a su amigo y ha desaparecido. No sé qué eran exactamente. No eran demonios, pero tampoco humanos del todo.

– Sí, eso ya me lo he imaginado, gracias.

Jace lo miró fijamente.

– Eso… lo que le ha pasado al atracador, has sido tú, ¿verdad? Tu Marca. -Le señaló la frente-. La vi ardiendo en color blanco antes de que ese tipo… se disolviese.

Simon no dijo nada.

– He visto muchas cosas -dijo Jace. Pero, para variar, no había sarcasmo en su voz, ni burla-. Pero jamás había visto nada igual.

– Yo no lo he hecho -dijo Simon en voz baja-. Yo no he hecho nada.

– No has tenido por qué hacerlo tú -dijo Jace. Sus ojos dorados destacaban brillantes en su rostro cubierto de hollín-. «Porque escrito está: mía es la venganza. Yo pagaré, dice el Señor.»

6 DESPERTAD A LOS MUERTOS

La habitación de Jace estaba tan aseada como siempre: la cama perfectamente hecha, los libros de las estanterías dispuestos en orden alfabético, notas y libros de texto cuidadosamente apilados sobre el escritorio. Incluso las armas, apoyadas contra la pared, estaban ordenadas por tamaño, desde un sable imponente hasta un pequeño conjunto de dagas.

Clary, en el umbral de la puerta, contuvo un suspiro. La pulcritud estaba muy bien. Se había acostumbrado ya a ella. Era, siempre había pensado, el modo que tenía Jace de controlar los elementos de una vida que, de lo contrario, estaría dominada por el caos. Había vivido tanto tiempo sin saber quién -o incluso qué- era en realidad, que no podía tomarse a mal que dispusiera en meticuloso orden alfabético su colección de poesía.

Pero podía tomarse a mal -y se lo tomaba a mal- el hecho de que él no estuviese allí. Si al salir de la tienda de vestidos de novia no había regresado a casa, ¿adonde había ido? Una sensación de irrealidad se apoderó de ella a medida que observaba la habitación. Era imposible que aquello estuviera pasando, o eso creía. Sabía cómo iba lo de las rupturas porque había oído a otras chicas quejarse al respecto. Primero la separación, el rechazo gradual a devolver las notas o las llamadas. Los mensajes vagos diciendo que nada iba mal, que su pareja sólo quería un poco más de espacio personal. Después el discurso de «No eres tú, soy yo». Y finalmente las lágrimas.

Nunca había pensado que nada de todo aquello pudiera aplicarse a ella y a Jace. Lo suyo no era normal, ni estaba sujeto a las reglas normales de las relaciones y las rupturas. Se pertenecían por completo el uno al otro, y siempre sería así, y eso era todo.

Pero ¿y si todo el mundo pensaba lo mismo? ¿Hasta el momento en que caían en la cuenta de que eran iguales que los demás y todo lo que creían real se hacía añicos?

Un resplandor plateado llamó su atención. Era la caja que Amatis le había entregado a Jace, decorada con su delicado dibujo con motivos de aves. Clary sabía que Jace había estado examinando su contenido, leyendo poco a poco las cartas, repasando notas y fotografías. No le había comentado mucho al respecto y ella tampoco había querido preguntar. Sabía que los sentimientos que albergaba hacia su padre biológico eran algo con lo que sólo él mismo tendría que hacer las paces.

Pero se sintió atraída hacia la caja. Recordó a Jace en Idris, sentado en la escalinata de acceso al Salón de los Acuerdos, con la caja en su regazo. «Si pudiera dejar de amarte», le había dicho. Acarició la tapa de la caja y sus dedos localizaron el cierre, que se abrió sin dificultad. En su interior había papeles, fotografías antiguas. Sacó una y se quedó mirándola, fascinada. En la fotografía aparecían dos personas, una mujer y un hombre jóvenes. Reconoció de inmediato a la mujer como la hermana de Luke, Amatis. La chica contemplaba al joven irradiando la luz del primer amor. El chico era guapo, alto y rubio, aunque sus ojos eran azules, no dorados, y sus facciones, menos angulosas que las de Jace… pero aun así, saber quién era -el padre de Jace- le produjo a Clary un nudo en el estómago.

Dejó rápidamente la fotografía de Stephen Herondale y estuvo a punto de cortarse el dedo con la hoja de un fino cuchillo de caza que estaba cruzado en el interior de la caja. Su empuñadura estaba decorada con motivos de aves. La hoja estaba manchada de óxido, o de lo que parecía óxido. No debieron de limpiarla bien. Cerró en seguida la caja y se fue; un sentimiento de culpa pesaba sobre sus hombros.

Había pensado en dejar una nota, pero, después de decidir que sería mejor esperar a poder hablar con Jace en persona, cerró la puerta y recorrió el pasillo hasta llegar al ascensor. Antes había llamado a la puerta de la habitación de Isabelle, pero al parecer tampoco ella estaba en casa. Incluso las antorchas de luz mágica de los pasillos parecían alumbrar menos de lo habitual. Tremendamente deprimida, Clary fue a pulsar el botón del ascensor, y se dio cuenta entonces de que estaba iluminado. Alguien subía al Instituto desde la planta baja.

«Jace», pensó de inmediato, y su pulso se aceleró. Pero, naturalmente, no podía ser él. Sería Izzy, o Maryse, o…

– ¿Luke? -dijo sorprendida en cuanto se abrió la puerta del ascensor-. ¿Qué haces aquí?

– Lo mismo podría preguntarte yo. -Salió del ascensor y cerró la puerta a sus espaldas. Llevaba una chaqueta de franela forrada de borrego que Jocelyn había estado intentando que tirara desde que empezaron a salir. Estaba bien, pensaba Clary, que Luke no cambiara prácticamente en nada, pasara lo que pasara en su vida. Le gustaba lo que le gustaba, y eso era todo. Aunque fuera aquella vieja chaqueta de aspecto andrajoso-. Pero creo que ya sé la respuesta. ¿Está por aquí?

– ¿Jace? No. -Clary se encogió de hombros, tratando de no revelar su preocupación-. No pasa nada. Ya nos veremos mañana.

Luke dudó un momento.

– Clary…

– Lucian. -La gélida voz que se oyó a sus espaldas pertenecía a Maryse-. Gracias por venir tan rápidamente.

Luke se volvió para saludarla.

– Maryse.

Maryse Lightwood acababa de aparecer en el umbral de la puerta, con la mano apoyada en el marco. Llevaba guantes, unos guantes de color gris claro a conjunto con su traje chaqueta gris. Clary se preguntó si Maryse tendría pantalones vaqueros. Nunca había visto a la madre de Isabelle y de Alec vestida con otra cosa que no fueran trajes chaqueta o ropa formal.

Clary notó que se le subían los colores. A Maryse no parecían importarle sus idas y venidas, aunque en realidad Maryse nunca había reconocido la relación de Clary con Jace. Resultaba difícil culparla de ello. Maryse estaba tratando aún de superar la muerte de Max, que se había producido hacía únicamente seis semanas, y lo estaba haciendo sola, mientras Robert Lightwood seguía en Idris. Tenía en la cabeza cosas más importantes que la vida amorosa de Jace.

– Yo ya me iba -dijo Clary.

– Te acompañaré a casa en coche cuando haya acabado aquí -dijo Luke, posando la mano en su hombro-. Maryse, ¿algún problema si Clary se queda con nosotros mientras hablamos? Porque preferiría que se esperase.

Maryse negó con la cabeza.

– Ningún problema, supongo. -Suspiró, pasándose las manos por el cabello-. Créeme, no me apetecía en absoluto molestarte. Sé que en una semana te casas… Felicidades, por cierto. No sé si te había felicitado ya.

– No lo habías hecho -dijo Luke-, y te lo agradezco. Muchas gracias.

– Sólo seis semanas. -Maryse esbozó una débil sonrisa-. Un noviazgo fugaz.

La mano de Luke se tensó sobre el hombro de Clary, la única muestra de su desazón.

– Me imagino que no me has hecho venir hasta aquí para felicitarme por mi compromiso, ¿verdad?

Maryse negó con la cabeza. Parecía muy cansada, pensó Clary, y su pelo negro, recogido en un moño alto, mostraba matices grises que nunca antes le había visto.

– No. Supongo que te has enterado de lo de los cuerpos que han encontrado a lo largo de la última semana, ¿verdad?

– Los de los cazadores de sombras muertos, sí.

– Esta noche hemos encontrado otro. En el interior de un contenedor de basura cerca de Columbus Park. El territorio de tu manada.

Luke enarcó las cejas.

– Sí, pero los demás…

– El primer cuerpo fue encontrado en Greenpoint. Territorio de los brujos. El segundo flotando en un estanque de Central Park. Dominio de los brujos clarividentes. Ahora en el territorio de los lobos. -Miró fijamente a Luke-. ¿Qué te hace pensar todo esto?

– Que alguien que no está muy satisfecho con los nuevos Acuerdos intenta fomentar la discordia entre los subterráneos -respondió Luke-. Te aseguro que mi manada no ha tenido nada que ver con esto. No sé quién anda detrás del tema, pero es una burda patraña, si quieres conocer mi opinión. Confío en que la Clave lo solucione y termine con ello.

– Y hay más -dijo Maryse-. Ya hemos identificado los dos primeros cadáveres. Ha llevado su tiempo, pues el primero estaba tan quemado que resultaba casi imposible reconocerlo y el segundo estaba en avanzado estado de descomposición. ¿Adivinas quiénes eran?

– Maryse…

– Anson Pangborn -dijo ella- y Charles Freeman. De los cuales, debería destacar, no habíamos oído hablar desde la muerte de Valentine…

– Pero es imposible -la interrumpió Clary-. Luke mató a Pangborn en agosto… en casa de Renwick.

– Mató a Emil Pangborn -dijo Maryse-. Anson era el hermano menor de Emil. Ambos estaban juntos en el Círculo.

– Igual que Freeman -dijo Luke-. ¿Así que alguien anda matando no sólo a cazadores de sombras, sino además a antiguos miembros del Círculo? ¿Y abandona sus cuerpos en territorio de los subterráneos? -Movió la cabeza de un lado a otro-. Es como si alguien estuviera tratando de reorganizar a algunos de los… miembros más recalcitrantes de la Clave. Para que se replanteen los nuevos Acuerdos, quizá. Deberíamos haberlo previsto.

– Me imagino -dijo Maryse-. Ya me he reunido con la reina seelie y le he enviado un mensaje a Magnus. Dondequiera que esté. -Puso los ojos en blanco; de un modo sorprendente, Maryse y Robert habían aceptado con mucha elegancia la relación de Alec con Magnus, pero Clary sabía que Maryse, al menos, no se la tomaba muy en serio-. Sólo pensaba que tal vez… -Suspiró-. Estoy agotada últimamente. Tengo la sensación de que ni siquiera soy capaz de pensar. Confiaba en que tuvieras alguna idea acerca de quién podría ser el autor de todo esto, alguna idea que no se me haya ocurrido aún a mí.

Luke negó con la cabeza.

– Alguien que le guarde rencor al nuevo sistema. Pero podría tratarse de cualquiera. Me imagino que en los cuerpos no se ha encontrado ningún tipo de pista…

Maryse suspiró.

– Nada concluyente. Ojalá los muertos pudieran hablar, ¿verdad, Lucian?

Fue como si Maryse hubiera levantado una mano y corrido una cortina delante de la visión de Clary; todo se volvió oscuro, excepto un único símbolo, que destacó como un cartel luminoso en un negro cielo nocturno.

Por lo que parecía, su poder no había desaparecido.

– Y si… -dijo lentamente, levantando la vista para mirar a Maryse-. ¿Y si pudieran hacerlo?


Mientras se miraba en el espejo del baño del pequeño apartamento de Kyle, Simon no pudo evitar preguntarse de dónde había salido aquel rollo de que los vampiros no podían verse reflejados en los espejos. Él se veía a la perfección en la superficie abombada: pelo castaño alborotado, grandes ojos marrones, piel blanca y sin cicatrices. Se había limpiado la sangre del corte en el labio, aunque la herida había cicatrizado ya por completo.

Sabía, objetivamente, que convertirse en vampiro lo había hecho más atractivo. Isabelle le había explicado que sus movimientos se habían vuelto elegantes y que eso hacía que lo que antes parecía despeinado, resultara ahora atractivamente desgreñado, como si acabara de salir de la cama. «De la cama de otra», había destacado ella, un detalle que, Simon le dijo, ya había entendido, gracias.

Pero cuando él se miraba no veía nada en absoluto de todo aquello. La transparente blancura de su piel le disgustaba, como había sucedido siempre, igual que las venitas oscuras que se formaban como arañas en sus sienes, una consecuencia más de no haber comido. Se veía extraño y distinto a sí mismo. Tal vez el rollo ese de que cuando te convertías en vampiro no podías verte en el espejo no fuera más que una vana ilusión. Tal vez fuera simplemente que dejabas de reconocer el reflejo que tenías enfrente.

Una vez aseado, volvió a la sala de estar, donde Jace estaba acostado en el sofá leyendo un maltrecho ejemplar de El señor de los anillos que pertenecía a Kyle. Lo dejó en la mesita en cuanto entró Simon. Volvía a tener el pelo mojado, como si se hubiera acercado al fregadero de la cocina para lavarse la cara.

– Entiendo que te guste estar aquí -dijo, moviendo el brazo para hacer un gesto con el que abarcar la colección de pósters de películas y libros de ciencia ficción de Kyle-. Se ve una fina capa de gilipollez cubriéndolo todo.

– Gracias, te lo agradezco. -Simon le lanzó una mirada a Jace. De cerca, bajo la luz intensa de la bombilla pelada del techo, Jace parecía… enfermo. Las ojeras que Simon había visto bajo sus ojos eran mucho más pronunciadas y tenía la piel tirante sobre los huesos. Observó además que le temblaba un poco la mano cuando se apartó el pelo de la frente, en un gesto típico de él.

Simon sacudió la cabeza como si con ello pretendiera despejar sus ideas. ¿Desde cuándo conocía tan bien a Jace como para identificar qué gestos eran típicos de él? No eran precisamente amigos.

– Tienes una pinta horrible -dijo.

Jace pestañeó.

– Me parece un momento curioso para iniciar un concurso de insultos, pero si insistes, seguramente se me ocurrirá algo mejor.

– No, lo digo en serio. No tienes buen aspecto.

– Y esto me lo dice un tipo que tiene el sex-appeal de un pingüino. Mira, soy consciente de que tal vez sientes celos porque el Señor no te trató con la mano de escultor con la que me trató a mí, pero eso no es motivo para que…

– No pretendo insultarte -le espetó Simon-. Te lo digo en serio: pareces enfermo. ¿Cuánto hace que no comes nada?

Jace se quedó pensativo.

– ¿Desde ayer?

– ¿Estás seguro?

Jace se encogió de hombros.

– Bueno, no lo juraría sobre un montón de Biblias, pero creo que fue ayer.

Simon había inspeccionado el contenido de la nevera de Kyle cuando examinó el apartamento y había poca cosa que ver. En la nevera sólo había una lima seca, algunas latas de refresco, carne de ternera picada e, inexplicablemente, un único Pop Tart. Cogió las llaves que había dejado encima del mostrador de la cocina.

– Vamos -dijo-. En la esquina hay un supermercado. Iremos a comprar comida.

Jace puso cara de ir a llevarle la contraria, pero se encogió de hombros.

– De acuerdo -dijo, con ese tono que emplea aquel a quien no le importa adónde ir o adónde lo lleven-. Vámonos.

Ya en la escalera exterior, Simon cerró la puerta con las llaves a las que aún estaba acostumbrándose, mientras Jace examinaba la lista de nombres correspondientes en los timbres de los distintos pisos.

– Ése es el tuyo, ¿no? -preguntó, señalando el 3A-. ¿Cómo es que sólo pone «Kyle»? ¿Acaso no tiene apellido?

– Kyle quiere ser una estrella de rock -dijo Simon, bajando ya la escalera-. Creo que le gusta eso de darse a conocer sólo con el nombre. Como Rihanna.

Jace lo siguió, encorvando un poco la espalda para protegerse del viento, aunque no hizo el menor movimiento para subirse la cremallera de la chaqueta de ante que le había cogido a Clary.

– No sé de qué me hablas.

– Seguro que no.

Cuando doblaron la esquina de la Avenida B, Simon miró a Jace de reojo.

– Cuéntame -dijo-. ¿Estabas siguiéndome? ¿O ha sido sólo una coincidencia asombrosa que estuvieras por casualidad en el tejado del edificio justo al lado de donde fui atacado?

Jace se detuvo en la esquina, a la espera de que cambiara el semáforo. Por lo que se veía, incluso los cazadores de sombras estaban obligados a obedecer las leyes de tráfico.

– Estaba siguiéndote.

– ¿Y ahora viene cuando me cuentas que estás secretamente enamorado de mí? El encanto del vampiro ataca de nuevo.

– Eso del encanto del vampiro no existe -dijo Jace, repitiendo de forma turbadora el anterior comentario de Clary-. Y estaba siguiendo a Clary, pero se metió en un taxi y no puedo seguir los taxis. De modo que di media vuelta y te seguí a ti. Por hacer algo.

– ¿Que estabas siguiendo a Clary? -repitió Simon-. Voy a darte un buen consejo: a las chicas no les gusta que las persigan.

– Se había dejado el teléfono en el bolsillo de mi chaqueta -replicó Jace, dando golpecitos al lado derecho de la prenda, donde, supuestamente, seguía el teléfono-. Pensé que si averiguaba adónde iba, podría dejárselo para que lo encontrara.

– O -dijo Simon- podías haberla llamado a casa y decirle que tenías su teléfono y ella habría venido a recogerlo.

Jace no dijo nada. El semáforo se puso verde y cruzaron la calle en dirección al supermercado. Aún estaba abierto. Los supermercados de Manhattan no cerraban nunca, pensó Simon, un buen cambio con respecto a Brooklyn. Manhattan era un buen lugar para un vampiro. Podía hacer las compras por la noche y nadie lo miraba mal.

– Estás evitando a Clary -comentó Simon-. Me imagino que no querrás explicarme por qué.

– No, no quiero -dijo Jace-. Considérate afortunado por haber estado siguiéndote, pues de lo contrario…

– ¿De lo contrario, qué? ¿Otro atracador muerto? -Simon captó la amargura de su propia voz-. Ya viste lo que pasó.

– Sí. Y vi tu mirada en ese momento. -El tono de voz de Jace se mantenía neutral-. No era la primera vez que te pasaba, ¿verdad?

Simon se encontró explicándole a Jace lo de la figura en chándal que lo había atacado en Williamsburg y cómo había dado por sentado que se trataba de un simple atracador.

– Una vez muerto, se convirtió en sal -dijo para finalizar-. Igual que el segundo tipo. Supongo que será algo bíblico. Columnas de sal. Como la esposa de Lot.

Habían llegado al supermercado; Jace empujó la puerta para abrirla y Simon lo siguió, después de coger un carrito plateado de la hilera que había junto a la puerta. Lo empujó por uno de los pasillos y Jace siguió sus pasos, perdido en sus pensamientos.

– Me imagino que la pregunta a formular es la siguiente -dijo Jace-: ¿Tienes idea de quién podría querer matarte?

Simon se encogió de hombros. Ver tanta comida le provocaba náuseas y recordaba lo hambriento que estaba, aunque nada de lo que vendían allí saciaría su hambre.

– Quizá Raphael. Parece que me odia. Y ya me quería muerto antes de…

– No es Raphael -dijo Jace.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque Raphael sabe lo de tu Marca y no sería tan estúpido como para atacarte directamente de esa manera. Sabe muy bien lo que sucedería. Quienquiera que te vaya detrás, es alguien que te conoce lo bastante como para saber dónde puedes estar, pero que desconoce la existencia de la Marca.

– De ser así, podría ser cualquiera.

– Exactamente -dijo Jace, y sonrió. Por un momento, casi volvió a ser él.

Simon movió la cabeza de lado a lado.

– Oye, tú, ¿sabes qué quieres comer o simplemente esperas que siga empujando el carrito por los pasillos porque te divierte?

– Eso por un lado -dijo Jace-, y por el otro, es que no conozco muy bien lo que venden en las tiendas de alimentación de los mundanos. Normalmente cocina Maryse o pedimos comida hecha. -Se encogió de hombros y cogió al azar una pieza de fruta-. ¿Esto qué es?

– Un mango. -Simon se quedó mirando a Jace. A veces era como si los cazadores de sombras fueran de otro planeta.

– Me parece que nunca había visto una cosa de éstas sin cortar -reflexionó Jace-. Me gustan los mangos.

Simon cogió el mango y lo puso en el carrito.

– Estupendo. ¿Qué más quieres?

Jace se lo pensó un momento.

– Sopa de tomate -dijo por fin.

– ¿Sopa de tomate? ¿Quieres sopa de tomate y un mango para cenar?

Jace hizo un gesto de indiferencia.

– La verdad es que la comida me trae sin cuidado.

– De acuerdo. Lo que tú quieras. Espérame aquí. Vuelvo en seguida.

«Cazadores de sombras», remugó Simon para sus adentros mientras daba la vuelta a la esquina del pasillo de las latas de sopa. Eran como una estrafalaria amalgama de millonarios, gente que nunca tenía que pensar en la parte material de la vida -como hacer la compra o utilizar las máquinas expendedoras de billetes de metro- y soldados además, con una autodisciplina rígida y un entrenamiento constante. Tal vez les resultara más fácil ir por la vida con orejeras, pensó mientras elegía una lata de sopa de la estantería. Tal vez les fuera más útil concentrarse única y exclusivamente en la imagen global, que, cuando su trabajo consistía en tratar de mantener al mundo libre del mal, era una imagen global de tamaño considerable.

De regreso al pasillo donde había dejado a Jace, empezando casi a sentirse comprensivo con su situación, se detuvo en seco. Jace estaba apoyado en el carrito, jugando con algo entre sus manos. De lejos, Simon no podía distinguir qué era, pero tampoco podía acercarse más porque dos adolescentes le bloqueaban el paso, paradas en medio del pasillo riendo y cuchicheando entre ellas como suelen hacer las chicas. Evidentemente, se habían vestido para parecer mayores de veintiún años, con tacones altos, minifalda, sujetadores con relleno y sin chaquetas que las protegieran del frío.

Olían a lápiz de labios. A lápiz de labios, polvos de talco y sangre.

Naturalmente, a pesar de que hablaban bajito, él podía oírlas a la perfección. Estaban hablando de Jace, de lo bueno que estaba, retándose entre ellas a acercarse a hablar con él. Y comentaban acerca de su pelo y también sus abdominales, aunque Simon no lograra entender cómo podían verle los abdominales a través de la camiseta. «Mierda -pensó-. Esto es ridículo.» Estaba a punto de pedirles que lo dejaran pasar, cuando una de ellas, la más alta y con el pelo más oscuro de las dos, echó a andar en dirección a Jace, tambaleándose ligeramente sobre sus tacones de plataforma. Jace levantó la vista al notar que se le acercaban y la miró con cautela. De repente, Simon cayó presa del pánico al imaginarse que tal vez Jace la confundía con una vampira o algún tipo de subterráneo y sacaba allá mismo alguno de sus cuchillos serafines y acababan los dos arrestados.

Pero no tendría que haberse preocupado. Jace acababa de levantar una ceja. La chica le dijo algo, casi sin aliento; él se encogió de hombros con un gesto de indiferencia; ella le puso algo en la mano y salió corriendo de nuevo hacia su amiga. Salieron tambaleándose del establecimiento, riendo como tontuelas.

Simon se acercó a Jace y dejó la lata de sopa en el carrito.

– ¿De qué iba todo esto?

– Creo -respondió Jace- que me ha preguntado si podía tocar mi mango.

– ¿Te ha dicho eso?

Jace se encogió de hombros.

– Sí, y después me ha dado su teléfono. -Con expresión de indiferencia, le enseñó a Simon el papel y lo tiró al carrito-. ¿Nos vamos ya?

– No pensarás llamarla, ¿verdad?

Jace lo miró como si se hubiese vuelto loco.

– Olvida lo que te he dicho -dijo Simon-. Siempre te pasan cosas de éstas, ¿no? ¿Que las chicas te aborden así?

– Sólo cuando no estoy hechizado.

– Sí, porque entonces las chicas no te ven, ya que eres invisible. -Simon movió la cabeza-. Eres una amenaza pública. No deberían dejarte salir solo.

– Los celos son una emoción muy fea, Lewis. -Jace esbozó aquella sonrisa torcida que en condiciones normales habría provocado en Simon el deseo de pegarle. Pero no esta vez. Acababa de ver el objeto con el que estaba jugando Jace, y al que seguía dando vueltas entre sus dedos como si fuera algo precioso, peligroso, o ambas cosas a la vez. Era el teléfono de Clary.


– Sigo sin estar seguro de que sea buena idea -dijo Luke.

Clary, con los brazos cruzados sobre su pecho para resguardarse del frío de la Ciudad Silenciosa, lo miró de reojo.

– Tal deberías haber dicho eso antes de venir hasta aquí.

– Estoy seguro de haberlo dicho. Varias veces. -La voz de Luke resonó en los pilares de piedra que se elevaban por encima de sus cabezas, entrelistados con ristras de piedras semipreciosas: ónice negro, jade verde, cornalina rosa y lapislázuli. Las antorchas sujetas a los pilares desprendían luz mágica de color plata, iluminando los mausoleos que flanqueaban las paredes con una claridad blanca que resultaba casi dolorosa de mirar.

La Ciudad Silenciosa había cambiado muy poco desde la última vez que Clary había estado en ella. Seguía resultándole ajena y extraña, aunque ahora las runas que se extendían por los suelos en forma de espirales y dibujos cincelados incitaban su mente con indicios de sus significados en lugar de resultarle totalmente incomprensibles. Después de llegar allí, Maryse había dejado a Clary y a Luke en aquella cámara de recepción, pues prefería conferenciar a solas con los Hermanos Silenciosos. Nada garantizaba que fueran a permitir que los tres vieran los cuerpos, le había advertido Maryse a Clary. Los muertos nefilim caían dentro de la competencia de los guardianes de la Ciudad de Hueso y nadie más tenía jurisdicción sobre ellos.

Aunque pocos guardianes quedaban. Valentine los había matado a casi todos durante su búsqueda de la Espada Mortal, dejando sólo con vida a los pocos que no se encontraban en la Ciudad Silenciosa en aquel momento. Desde entonces, se habían sumado nuevos miembros a la orden, pero Clary dudaba de que en el mundo quedaran más de diez o quince Hermanos Silenciosos.

El discordante chasqueo de los tacones de Maryse sobre el suelo de piedra les avisó de su regreso antes de que ella hiciera su aparición; un togado Hermano Silencioso seguía su estela.

– Estáis aquí -dijo, como si Clary y Luke no estuvieran en el mismo lugar exacto donde los había dejado-. Éste es el hermano Zachariah. Hermano Zachariah, ésta es la chica de la que te he hablado.

El Hermano Silencioso se retiró levemente la capucha de la cara. Clary reprimió una expresión de sorpresa. Su aspecto no recordaba el del hermano Jeremiah, que tenía los ojos huecos y la boca cosida. El hermano Zachariah tenía los ojos cerrados y sus altos pómulos marcados con la cicatriz de una única runa negra. Pero no tenía la boca cosida y tampoco le pareció que llevara la cabeza afeitada. Aunque, con la capucha, resultaba difícil discernir si lo que veía eran sombras o pelo oscuro.

Sintió que su voz alcanzaba su mente.

«¿Crees de verdad que puedes hacer esto, hija de Valentine?»

Clary notó que se le subían los colores. Odiaba que le recordasen de quién era hija.

– Estoy seguro de que sus logros ya han llegado a tus oídos -dijo Luke-. Su runa de alianza nos ayudó a finalizar la Guerra Mortal.

El hermano Zachariah se levantó la capucha para que le ocultase la cara.

«Venid conmigo al Ossuarium.»

Clary miró a Luke, esperando ver en él un gesto de asentimiento y apoyo, pero tenía la mirada fija al frente y jugueteaba con sus gafas como solía hacer siempre que se sentía ansioso. Con un suspiro, Clary echó a andar detrás de Maryse y del hermano Zachariah. El hermano avanzaba tan silencioso como la niebla, mientras que los tacones de Maryse sonaban como disparos sobre el suelo de mármol. Clary se preguntó si el gusto de Isabelle por el calzado imposible tendría un origen genético.

Realizaron un sinuoso recorrido entre los pilares y pasaron por la gigantesca plaza de las Estrellas Parlantes, donde los Hermanos Silenciosos le habían explicado en su día a Clary la relación que ésta tenía con Magnus Bane. Más allá había un portal abovedado con un par de enormes puertas de hierro. Sus superficies estaban decoradas con runas grabadas al fuego que Clary reconoció como runas de paz y muerte. Encima de las puertas había una inscripción en latín que le hizo desear haber pensado en coger sus apuntes. Iba deplorablemente retrasada en latín para ser una cazadora de sombras; en su mayoría, lo hablaban como si fuera su segundo idioma.

Taceant Colloquia. Effugiat risus. Hic locus est ubi mors gaudet succurrere vitae.

– «Que la conversación se detenga. Que la risa cese» -leyó en voz alta Luke-. «Éste es el lugar donde los muertos disfrutan enseñando a los vivos.»

El hermano Zachariah apoyó una mano en la puerta.

«El fallecido asesinado más recientemente está listo para vosotros. ¿Estáis preparados?»

Clary tragó saliva, preguntándose en qué se habría metido.

– Estoy preparada.

Se abrieron las puertas y entraron en fila. En el interior había una sala grande y sin ventanas con paredes de impecable mármol blanco. Eran muros uniformes, a excepción de los ganchos de los que colgaban instrumentos de disección plateados: relucientes escalpelos, objetos que parecían martillos, serruchos para cortar huesos, y separadores de costillas. Y en las estanterías había utensilios más peculiares si cabe: herramientas que parecían sacacorchos gigantescos, hojas de papel de lija y frascos con líquidos de todos los colores, entre los cuales destacaba uno verdusco etiquetado como «ácido» y que parecía hervir a borbotones.

En el centro de la estancia había una hilera de mesas altas de mármol. En su mayoría estaban vacías. Pero tres de ellas estaban ocupadas, y sobre dos de estas tres Clary vio una forma humana cubierta por una sábana blanca. En la tercera mesa había otro cuerpo, con la sábana bajada justo por debajo de las costillas. Desnudo de cintura para arriba, se veía un cuerpo claramente masculino y, casi con la misma claridad, se veía que era un cazador de sombras. La piel pálida del cadáver estaba totalmente cubierta de Marcas. Siguiendo la costumbre de los cazadores de sombras, los ojos del hombre estaban vendados con seda blanca.

Clary tragó saliva para reprimir la sensación de náuseas y se acercó al cadáver. Luke la acompañó, posándole una protectora mano en el hombro; Maryse se colocó delante de ellos, observándolo todo con sus curiosos ojos azules, del mismo color que los de Alec.

Clary extrajo del bolsillo su estela. La frialdad del mármol traspasó el tejido de su camisa cuando se inclinó sobre el muerto. De cerca, empezó a observar detalles: tenía el cabello pelirrojo cobrizo y era como si una enorme garra le hubiese cortado la garganta a tiras.

El hermano Zachariah extendió el brazo y retiró la seda que cubría los ojos del muerto. Estaban cerrados.

«Puedes empezar.»

Clary respiró hondo y acercó la punta de la estela a la piel del brazo del cazador de sombras muerto. Recordó, con la misma claridad que recordaba las letras de su nombre, la runa que había visualizado antes, en la entrada del Instituto. Empezó a dibujar.

De la punta de su estela surgieron en espiral las líneas negras de la Marca, como siempre… aunque notaba la mano pesada, la estela arrastrándose, como si estuviera escribiendo sobre barro en lugar de sobre piel. Era como si el utensilio se sintiera confuso, como si se moviera a veloces saltos sobre la superficie de la piel muerta, buscando el espíritu vivo del cazador de sombras que ya no estaba allí. Mientras dibujaba, a Clary se le revolvió el estómago, y cuando hubo terminado y retirado la estela, estaba sudando y mareada.

Pasó un largo rato sin que nada sucediera. Entonces, con una brusquedad terrible, el cazador de sombras muerto abrió de repente los ojos. Eran azules, el blanco salpicado por puntos rojos de sangre.

Maryse sofocó un grito. Era evidente que en ningún momento había creído que la runa fuera a funcionar.

– Por el Ángel.

El muerto emitió un sonido de respiración parecido a un traqueteo, el sonido que emitiría alguien que intentara respirar con el cuello cortado. La piel rasgada de su cuello vibró como las agallas de un pez. Levantó el pecho y su boca se abrió para decir:

– Duele.

Luke maldijo para sus adentros y miró a Zachariah, pero el Hermano Silencioso se mostraba impasible.

Maryse se acercó más a la mesa, con la mirada de pronto afilada, casi predatoria.

– Cazador de sombras -dijo-. ¿Quién eres? Exijo saber tu nombre.

La cabeza del hombre se agitó de un lado al otro. Levantó las manos y las dejó caer, convulsionándose.

– El dolor… Haz que pare el dolor.

A Clary casi se le cayó la estela de la mano. Aquello era mucho más atroz de lo que se había imaginado. Miró a Luke, que se alejaba de la mesa, horrorizado.

– Cazador de sombras. -El tono de Maryse era imperioso-. ¿Quién te hizo esto?

– Por favor…

Luke daba vueltas por la sala, de espaldas a Clary. Por lo que parecía, estaba buscando algo entre las herramientas de los Hermanos Silenciosos. Clary se quedó helada cuando vio la mano enguantada de gris de Maryse salir disparada hacia el hombro del cadáver y clavarle los dedos.

– ¡En nombre del Ángel, te ordeno que me respondas!

El cazador de sombras emitió un sonido ahogado.

– Subterráneo… vampiro…

– ¿Qué vampiro? -preguntó Maryse.

– Camille. La vieja… -Sus palabras se interrumpieron cuando la boca del muerto derramó una gota de sangre negra coagulada.

Maryse se quedó sin aliento y retiró en seguida la mano. Y en aquel momento reapareció Luke, con el frasco de líquido ácido verde que Clary había visto antes. Con un único gesto, levantó el tapón y derramó el ácido por encima de la Marca del brazo del cadáver, erradicándola por completo. El cadáver emitió un solo grito cuando la carne chisporroteó y volvió a derrumbarse sobre la mesa, con la mirada fija y mirando lo que quiera que fuese que le había animado durante aquel breve período, evidentemente finalizado.

Luke depositó el frasco vacío sobre la mesa.

– Maryse -dijo con un matiz de reproche-. No es así como tratamos a nuestros muertos.

Maryse estaba pálida, y sus mejillas salpicadas de rojo.

– Tenemos un nombre. Tal vez podamos evitar más muertes.

– Hay cosas peores que la muerte. -Luke extendió la mano hacia Clary, sin mirarla-. Ven, Clary. Creo que es hora de marcharnos.


– ¿De verdad que no se te ocurre nadie más que pueda querer matarte? -preguntó Jace, y no por primera vez. Habían repasado la lista varias veces y Simon empezaba a cansarse de que le formulara sin cesar la misma pregunta. Eso sin mencionar que sospechaba que Jace no le prestaba mucha atención. Después de haberse comido la sopa que Simon le había comprado -fría, tal como iba en la lata, con una cuchara, algo que Simon no podía evitar pensar que debía de resultar asqueroso-, estaba apoyado en la ventana, la cortina un poco corrida para poder ver el tráfico de la Avenida B y las ventanas iluminadas de los apartamentos de la acera de enfrente. Simon podía ver cómo la gente cenaba, miraba la televisión y charlaba sentada a la mesa. Cosas normales que hacía la gente normal. Le hacía sentirse extrañamente vacío.

– A diferencia de lo que pasa contigo -dijo Simon-, no hay mucha gente a la que yo no le caiga bien.

Jace ignoró el comentario.

– Creo que me estás ocultando algo.

Simon suspiró. No había querido decir nada sobre la oferta de Camille, pero en vista de que alguien estaba intentando matarlo, por poco efectivo que fuese, tal vez el secreto no fuera tan prioritario. Le explicó, pues, lo sucedido en su reunión con la mujer vampiro y entonces Jace sí lo observó con atención.

Cuando hubo terminado, Jace dijo:

– Interesante, pero tampoco es probable que sea ella quien intenta matarte. Para empezar, conoce la existencia de tu Marca. Y no estoy seguro de que fuera a gustarle mucho que la pillaran quebrantando los Acuerdos de esta manera. Cuando los subterráneos llegan a esas edades, normalmente saben cómo mantenerse alejados de cualquier problema. -Dejó la lata de sopa-. Podríamos volver a salir -sugirió-. Veamos si intentan atacarte una tercera vez. Si pudiéramos capturar a uno de ellos, tal vez…

– No -dijo Simon-. ¿Por qué siempre andas tratando de que te maten?

– Es mi trabajo.

– Es un riesgo implícito en tu trabajo. O lo es al menos para la mayoría de los cazadores de sombras. Pero para ti es como si fuera el objetivo.

Jace hizo un gesto de indiferencia.

– Mi padre siempre decía… -Se interrumpió; su expresión se endureció-. Lo siento, quería decir Valentine. Por el Ángel. Cada vez que me refiero a él de este modo, tengo la sensación de estar traicionando a mi verdadero padre.

Simon, muy a pesar suyo, sintió lástima de Jace.

– Veamos, ¿durante cuánto tiempo has creído que era tu padre? ¿Dieciséis años? Eso no desaparece en un día. Y tienes que tener en cuenta que nunca conociste al que fue tu verdadero padre. Que además está muerto. Por lo tanto, no lo traicionas para nada. Considérate, simplemente, como alguien que durante un tiempo ha tenido dos padres.

– No se pueden tener dos padres.

– Claro que sí -dijo Simon-. ¿Quién dice que no se pueda? Te compraremos un libro de esos que venden para los niños. Timmy tiene dos papás. Aunque no creo que tengan ninguno titulado Timmy tiene dos papás y uno de ellos era malo. Esa parte tendrás que solucionarla tú solito.

Jace puso los ojos en blanco.

– Fascinante -dijo-. Conoces las palabras, sabes que están todas en inglés, pero cuando las unes para que formen frases, no tienen ningún sentido. -Tiró ligeramente de la cortina de la ventana-. No pretendía que lo entendieras.

– Mi padre está muerto -dijo Simon.

Jace se volvió hacia él.

– ¿Qué?

– Ya me imaginaba que no lo sabías -dijo Simon-. Y sé que no ibas a preguntármelo, igual que también sé que no estás especialmente interesado en nada que tenga que ver conmigo. Pero sí. Mi padre está muerto. Ya ves, tenemos algo en común. -Agotado de repente, se recostó en el sofá. Se sentía enfermo, mareado y cansado, un agotamiento profundo que le calaba en los huesos. Jace, por otro lado, parecía poseído por una energía inagotable que a Simon le resultaba un poco inquietante. Tampoco le había resultado fácil verle comer aquella sopa de tomate. Le recordaba demasiado a la sangre como para sentirse cómodo.

Jace se quedó mirándolo.

– ¿Cuánto tiempo hace que tú no… comes? Tienes mal aspecto.

Simon suspiró. No tenía otra opción, después de insistir tanto en que Jace comiera algo.

– Espera -dijo-. En seguida vuelvo.

Se levantó del sofá, entró en su habitación y cogió la última botella de sangre que le quedaba y que guardaba bajo la cama. Intentó no mirarla… la sangre separada del plasma daba asco. Agitó con fuerza la botella mientras volvía a la sala, donde Jace seguía mirando por la ventana.

Apoyado en la encimera de la cocina, Simon le quitó el tapón a la botella de sangre y le dio un trago. En condiciones normales, nunca bebía esa cosa delante de la gente, pero en ese caso se trataba de Jace, y le daba absolutamente igual lo que Jace opinara. Además, Jace ya le había visto beber sangre en otras ocasiones. Por suerte, Kyle no estaba en casa. Habría sido complicado explicarle aquello a su nuevo compañero de piso. A nadie le hacía gracia un tipo que guardaba sangre en la nevera.

En aquel momento lo miraban dos Jace: uno, el Jace de verdad; el otro, su reflejo en el cristal de la ventana.

– No puedes saltarte comidas, ¿lo sabías?

Simon se encogió de hombros.

– Ya estoy comiendo.

– Sí -dijo Jace-, pero eres un vampiro. Para ti, la sangre no es como comida. La sangre es… sangre.

– Muy ilustrativo. -Simon se dejó caer en el sillón que había delante del televisor; aunque en su día debió de estar tapizado con un terciopelo dorado claro, el tejido había acabado adquiriendo un sucio tono grisáceo-. ¿Sueles tener más pensamientos profundos de este estilo? ¿La sangre es sangre? ¿Una tostadora es una tostadora? ¿Un Cubo Gelatinoso es un Cubo Gelatinoso?

Jace hizo un gesto de indiferencia.

– Está bien. Ignora mi consejo. Ya te arrepentirás de ello.

Pero antes de que Simon pudiera replicar, oyó que se abría la puerta de entrada. Fulminó a Jace con la mirada.

– Es mi compañero de piso, Kyle. Compórtate.

Jace le lanzó una sonrisa encantadora.

– Yo siempre me comporto.

Simon no tuvo oportunidad de responderle como le habría gustado, pues un segundo después, Kyle entraba en la sala de estar, entusiasmado y lleno de energía.

– Tío, hoy he estado dando vueltas por toda la ciudad -dijo-. Casi me pierdo, pero ya sabes lo que dicen. Bronx arriba, Battery abajo… -Miró a Jace, dándose cuenta con retraso de que había alguien más allí-. Oh, hola. No sabía que estabas con un amigo. -Le tendió la mano-. Me llamo Kyle.

Jace no respondió de igual manera. Sorprendiendo a Simon, Jace se había quedado completamente rígido, con los ojos amarillo claro entrecerrándose, y el cuerpo entero exhibiendo aquel estado de vigilia de los cazadores de sombras que conseguía transformarlo de un adolescente normal en algo completamente distinto.

– Interesante -dijo-. ¿Sabes? Simon no me había mencionado que su nuevo compañero de piso fuera un hombre lobo.


Clary y Luke realizaron en silencio el viaje de regreso a Brooklyn en coche. Clary miraba por la ventanilla y veía Chinatown pasar de largo, y después el puente de Williamsburg alumbrado como una cadena de diamantes destacando sobre el cielo nocturno. A lo lejos, por encima de las aguas negras del río, se veía Renwick’s, iluminado como siempre. Daba la impresión de estar de nuevo en ruinas, ventanas oscuras y vacías como los huecos de los ojos en una calavera. La voz del cazador de sombras muerto susurraba en su cabeza:

«El dolor… Haz que pare el dolor».

Se estremeció y tiró de la chaqueta que llevaba sobre los hombros para cubrirse un poco más. Luke la miró de reojo, pero no dijo nada. No fue hasta que detuvo el vehículo delante de su casa y apagó el motor, que se volvió hacia ella y le dijo:

– Clary. Lo que acabas de hacer…

– Ha estado mal -dijo ella-. Sé que ha estado mal. Yo también estaba allí. -Se restregó la cara con la manga de la chaqueta-. Adelante, échame la bronca.

Luke miró por la ventanilla.

– No pienso echarte ninguna bronca. No sabías lo que iba a pasar. Joder, yo también creía que funcionaría. No te habría acompañado de no haberlo creído.

Clary sabía que aquellas palabras deberían hacerle sentirse mejor, pero no fue así.

– Si no le hubieses echado ácido a la runa…

– Pero lo hice.

– Ni siquiera sabía que podía hacerse. Destruir una runa de ese modo.

– Si consigues desfigurarla lo suficiente, puedes llegar a minimizar o destruir su poder. A veces, en el transcurso de una batalla, el enemigo intenta quemar o rebanar la piel del cazador de sombras para privarle del poder de sus runas -dijo Luke, sin prestar mucha atención a sus propias palabras.

Clary notó que le temblaban los labios y cerró la boca con fuerza para detener el temblor. A veces olvidaba los aspectos más angustiosos de la vida del cazador de sombras: «Esta vida de cicatrices y muerte», como Hodge había dicho en una ocasión.

– No volveré a hacerlo -dijo.

– ¿Qué es lo que no volverás a hacer? ¿Crear esa runa en particular? No me cabe la menor duda de que no volverás a hacerlo, pero no estoy seguro de que eso solucione el problema. -Luke tamborileó con los dedos sobre el volante-. Posees un talento, Clary. Un talento enorme. Pero no tienes la menor idea de lo que ese talento significa. Careces por completo de formación. No sabes apenas nada sobre la historia de las runas, ni sobre lo que han significado para los nefilim a lo largo de los siglos. Eres incapaz de diferenciar una runa concebida para el bien de otra concebida para el mal.

– Pues bien contento que estabas por dejarme utilizar mi poder cuando creé la runa de alianza -dijo ella enfadada-. Entonces no me dijiste que no creara runas.

– No estoy diciéndote que no puedas utilizar tu poder. De hecho, creo que el problema es más bien que rara vez lo empleas. No se trata tampoco de que uses tu poder para cambiarte el color del esmalte de uñas o para que llegue el metro cuando a ti te convenga. Hay que utilizarlo tan sólo en estos ocasionales momentos de vida o muerte.

– Las runas sólo vienen a mí en esos momentos.

– A lo mejor es así porque nadie te ha enseñado aún cómo funciona tu poder. Piensa en Magnus: su poder es una parte más de él. Tú ves el tuyo como algo ajeno a ti. Como algo que te sucede. Pero no es así. Es una herramienta y tienes que aprender a utilizarla.

– Jace me dijo que Maryse quiere contratar a un experto en runas para que trabaje conmigo, pero parece que todavía no lo ha encontrado.

– Sí -dijo Luke-. Me imagino que Maryse tiene otras cosas en la cabeza. -Sacó la llave del contacto y permaneció un momento en silencio-. Perder un hijo del modo en que perdió a Max… -dijo-. Me cuesta imaginármelo. Tendría que perdonar su conducta. Si a ti te pasara algo, yo…

Se interrumpió.

– Tengo ganas de que Robert regrese ya de Idris -dijo Clary-. No entiendo por qué tiene que pasar todo este trago ella sola. Debe de ser horrible.

– Muchos matrimonios se rompen después de la muerte de un hijo. La pareja no puede evitar echarse la culpa de lo sucedido, o echarle la culpa a uno de los dos. Me imagino que la ausencia de Robert se debe precisamente a que necesita espacio, o a que Maryse lo necesita.

– Pero ellos se quieren -dijo Clary, atónita-. ¿No es eso el amor? ¿Estar allí para apoyar a tu pareja, pase lo que pase?

Luke miró en dirección al río, a las aguas oscuras que avanzaban lentamente bajo la luz de la luna otoñal.

– A veces, Clary -dijo-, el amor no es suficiente.

7 PRAETOR LUPUS

La botella se deslizó entre las manos de Simon y cayó al suelo, haciéndose añicos y proyectando fragmentos en todas direcciones.

– ¿Que Kyle es un hombre lobo?

– Por supuesto que es un hombre lobo, retrasado -dijo Jace. Miró entonces a Kyle-. ¿No es cierto?

Kyle no dijo nada. La expresión jovial y relajada se había esfumado de su rostro. Sus ojos verdes parecían duros y planos como el cristal.

– ¿Quién me lo pregunta?

Jace se apartó de la ventana. No había nada abiertamente hostil en su conducta, pero su imagen daba a entender una clara amenaza. Tenía los brazos colgando en sus costados, pero Simon recordó otras ocasiones en las que había vista a Jace entrar de manera explosiva en acción sin que sucediera aparentemente nada entre pensamiento y respuesta.

– Jace Lightwood -respondió-. Del Instituto Lightwood. ¿A qué manada has prestado juramento?

– ¡Dios! -exclamó Kyle-. ¿Eres un cazador de sombras? -Miró a Simon-. Aquella pelirroja tan mona que estaba contigo en el garaje… también es cazadora de sombras, ¿verdad?

Simon, completamente desprevenido, asintió con la cabeza.

– Hay quien piensa que los cazadores de sombras no son más que un mito. Como las momias y los genios -dijo Kyle, sonriéndole a Jace-. ¿Puedes conceder deseos?

El hecho de que Kyle acabara de calificar de «mona» a Clary no sirvió precisamente para que se granjeara la simpatía de Jace, cuyo rostro se había tensado de manera alarmante.

– Eso depende -dijo-. ¿Deseas un puñetazo en la cara?

– Tranquilo, tranquilo -dijo Kyle-. Y yo que pensaba que últimamente estabais superentusiasmados por los Acuerdos…

– Los Acuerdos implican a vampiros y licántropos con alianzas claras -lo interrumpió Jace-. Dime a qué manada has prestado juramento o, de lo contrario, tendré que asumir que eres un mal bicho.

– De acuerdo, ya basta -dijo Simon-. Vosotros dos, dejad ya de actuar como si estuvierais a punto de pegaros. -Miró a Kyle-. Tendrías que haberme dicho que eras un hombre lobo.

– Vaya, no me había percatado de que tú me hayas contado que eres un vampiro. Tal vez pensara que no era asunto tuyo.

Simon experimentó una sacudida de pura sorpresa.

– ¿Qué? -Bajó la vista hacia los cristales rotos y la sangre esparcida en el suelo-. Yo no… no…

– No te molestes -dijo Jace, sin alterarse-. Puede intuir que eres un vampiro. Igual que tú podrás intuir a los hombres lobo y a otros subterráneos cuando tengas un poco más de práctica. Lo sabe desde que te conoció. ¿Me equivoco? -Miró a Kyle, fijando la vista en sus gélidos ojos verdes. Kyle no dijo nada-. Y, por cierto, lo que cultiva en el balcón… es uva lupina. Ahora ya lo sabes.

Simon se cruzó de brazos y miró a Kyle.

– ¿Qué demonios es todo esto? ¿Algún tipo de emboscada? ¿Por qué me pediste que viniera a vivir contigo? Los hombres lobo odian a los vampiros.

– Yo no -dijo Kyle-. Aunque a los de su especie no les tengo mucho cariño. -Señaló a Jace-. Se creen mejores que todos los demás.

– No -dijo Jace-. Yo me creo mejor que todos los demás. Una opinión respaldada por evidencias suficientes.

Kyle miró a Simon.

– ¿Habla siempre así?

– Sí.

– ¿Existe alguna cosa capaz de cerrarle la boca? Aparte de mandarlo a la mierda de una paliza, claro está.

Jace se apartó de la ventana.

– Me encantaría que lo intentaras.

Simon se interpuso entre ellos.

– No pienso permitir que os peléis.

– ¿Y qué piensas hacer si…? Oh. -La mirada de Jace se fijó en la frente de Simon y sonrió a regañadientes-. ¿De modo que me amenazas con convertirme en algo que poder echarles a las palomitas si no hago lo que me ordenas?

Kyle estaba perplejo.

– ¿Qué dices…?

– Simplemente pienso que vosotros dos deberíais hablar -lo interrumpió Simon-. Kyle es un hombre lobo. Yo soy un vampiro. Y tú tampoco puede decirse que seas exactamente el vecinito de al lado -añadió, dirigiéndose a Jace-. Propongo comprender qué sucede y continuar a partir de ahí.

– Tu idiotez no conoce límites -dijo Jace, pero se sentó en el alféizar de la ventana y se cruzó de brazos. Kyle tomó también asiento, en el sofá. No paraban de mirarse. Pero permanecían quietos, pensó Simon. Todo un avance.

– Muy bien -dijo Kyle-. Soy un hombre lobo que no forma parte de ninguna manada, pero tengo una alianza. ¿Habéis oído hablar del Praetor Lupus?

– He oído hablar del lupus -dijo Simon-. ¿No es una enfermedad de algún tipo?

Jace le lanzó una mirada fulminante.

Lupus significa lobo -le explicó-. Y los pretorianos eran una unidad de élite de la milicia romana. Por lo que me imagino que la traducción debe de ser algo así como «guardianes lobo». -Hizo un gesto de indiferencia-. Los he oído mencionar alguna vez, pero son una organización bastante secreta.

– ¿Y acaso no lo son los cazadores de sombras? -dijo Kyle.

– Tenemos buenas razones para que así sea.

– Y nosotros también. -Kyle se inclinó hacia adelante. Los músculos de sus brazos se flexionaron al apuntalar los codos sobre sus rodillas-. Existen dos tipos de seres lobos -explicó-. Los que nacen seres lobo, hijos de seres lobo, y los que se infectan de licantropía a través de un mordisco. -Simon lo miró sorprendido. Nunca habría pensado que Kyle, aquel remolón mensajero en bicicleta, conociera la palabra «licantropía», y mucho menos que supiera pronunciarla. Pero aquél era un Kyle muy distinto: centrado, resuelto y directo-. Para los que lo somos como consecuencia de un mordisco, los primeros años son clave. El linaje de demonios que causa la licantropía provoca un montón de cambios más: oleadas de agresividad incontrolable, incapacidad de controlar la rabia, cólera suicida y desesperación. La manada puede ser de ayuda en este sentido, pero muchos de los infectados no tienen la suerte de vivir en el seno de una manada. Viven por su propia cuenta, tratando de gestionar como pueden todos estos asuntos tan abrumadores para ellos, y muchos se vuelven violentos, contra los demás o contra ellos mismos. El índice de suicidios es muy elevado, igual que el índice de violencia doméstica. -Miró a Simon-. Lo mismo sucede con los vampiros, excepto que puede ser incluso peor. Un novato huérfano no tiene literalmente ni idea de lo que le ha sucedido. Sin orientación, no sabe cómo alimentarse como es debido, ni siquiera cómo mantenerse a salvo de la luz del sol. Y ahí es donde aparecemos nosotros.

– ¿Para hacer qué? -preguntó Simon.

– Realizamos un seguimiento de los subterráneos «huérfanos», de los vampiros y seres lobo que acaban de convertirse y no saben todavía lo que son. A veces incluso de brujos, muchos de los cuales pasan años sin darse cuenta de que lo son. Nosotros intervenimos, intentamos incluirlos en una manada o en un clan, tratamos de ayudarlos a controlar sus poderes.

– Buenos samaritanos, eso es lo que sois. -A Jace le brillaban los ojos.

– Sí, lo somos. -Kyle intentaba mantener su tono de voz neutral-. Intervenimos antes de que el nuevo subterráneo se vuelva violento y se haga daño a sí mismo o dañe a otros seres. Sé perfectamente lo que me habría pasado de no haber sido por la Guardia. He hecho cosas malas. Malas de verdad.

– ¿Malas hasta qué punto? -preguntó Jace-. ¿Malas por ilegales?

– Cállate, Jace -dijo Simon-. Estás fuera de servicio, ¿entendido? Deja de ser un cazador de sombras por un segundo. -Se volvió hacia Kyle-. ¿Y cómo acabaste presentándote a una audición para mi banda de mierda?

– No había caído en la cuenta de que sabías que era una banda de mierda.

– Limítate a responder a mi pregunta.

– Recibimos noticias de la existencia de un nuevo vampiro, un vampiro diurno que vivía por su cuenta, no en el seno de un clan. Tu secreto no es tan secreto como crees. Los vampiros novatos sin un clan que los ayude pueden resultar muy peligrosos. Me enviaron para vigilarte.

– ¿Lo que quieres decir, por lo tanto -dijo Simon-, es no sólo que no quieres que me vaya a vivir a otro sitio ahora que sé que eres un hombre lobo, sino que además no piensas dejar que me largue?

– Correcto -dijo Kyle-. Es decir, puedes irte a otra parte, pero yo iré contigo.

– No es necesario -dijo Jace-. Yo puedo vigilar perfectamente a Simon, gracias. Es mi subterráneo neófito, del que tengo que burlarme y mangonear, no el tuyo.

– ¡Cerrad el pico! -gritó Simon-. Los dos. Ninguno de vosotros estaba presente cuando alguien intentó matarme hoy mismo…

– Estaba yo -dijo Jace-. Lo sabes.

Los ojos de Kyle brillaban como los ojos de un lobo en la oscuridad de la noche.

– ¿Que alguien ha intentado matarte? ¿Qué ha pasado?

Las miradas de Simon y de Jace se encontraron. Y entre ellos acordaron en silencio no mencionar nada sobre la Marca de Caín.

– Hace dos días, y también hoy, unos tipos en chándal gris me siguieron y me atacaron.

– ¿Humanos?

– No estamos seguros.

– ¿Y no tienes ni idea de lo que quieren de ti?

– Me quieren muerto, eso está claro -dijo Simon-. Más allá de eso, la verdad es que no lo sé, no.

– Tenemos algunas pistas -dijo Jace-. Aún hemos de investigarlos.

Kyle movió la cabeza de un lado a otro.

– De acuerdo. Acabaré descubriendo lo que quiera que sea que no me estáis contando. -Se levantó-. Y ahora, estoy derrotado. Me voy a dormir. Te veo por la mañana -le dijo a Simon-. Y tú -le dijo a Jace-, me imagino que ya te veré por aquí. Eres el primer cazador de sombras que conozco.

– Pues es una pena -dijo Jace-, ya que todos los que conozcas a partir de ahora serán para ti una decepción terrible.

Kyle puso los ojos en blanco y se fue, cerrando de un portazo la puerta de su habitación.

Simon miró a Jace.

– No piensas volver al Instituto -dijo-, ¿verdad?

Jace negó con la cabeza.

– Necesitas protección. Quién sabe cuándo intentarán matarte otra vez.

– Eso que te ha dado ahora por evitar a Clary ha tomado realmente un giro inesperado, ¿eh? -dijo Simon, levantándose-. ¿Piensas volver algún día a casa?

Jace se quedó mirándolo.

– ¿Y tú?

Simon entró en la cocina, cogió una escoba y barrió los cristales de la botella rota. Era la última que le quedaba. Tiró los fragmentos en la basura, pasó por delante de Jace y se fue a su pequeña habitación, donde se quitó la chaqueta y los zapatos y se dejó caer en el colchón.

Jace entró en la habitación un segundo después. Miró a su alrededor enarcando las cejas, con expresión divertida.

– Vaya ambiente has creado aquí. Minimalista. Me gusta.

Simon se puso de lado y miró con incredulidad a Jace.

– Dime, por favor, que no estás pensando en instalarte en mi habitación.

Jace se encaramó al alféizar de la ventana y lo miró desde allí.

– Me parece que no has entendido bien lo del guardaespaldas, ¿verdad?

– No pensaba siquiera que yo te gustase tanto -dijo Simon-. ¿Tiene todo esto algo que ver con eso que dicen de mantener a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca aún?

– Creía que se trataba de mantener a tus amigos cerca para tener a alguien que te acompañe en el coche cuando vayas a casa de tu enemigo a mearte en su buzón.

– Estoy casi seguro de que no es así. Y eso de protegerme es menos conmovedor que espeluznante, para que lo sepas. Estoy bien. Ya has visto lo que sucede cuando alguien intenta hacerme daño.

– Sí, ya lo he visto -dijo Jace-. Pero la persona que intenta matarte acabará averiguando lo de la Marca de Caín. Y cuando llegue ese momento, lo dejará correr o buscará otra forma de acabar contigo. -Se apoyó en la ventana-. Y es por eso que estoy aquí.

A pesar de su exasperación, Simon no conseguía encontrar fallos en su argumento o, como mínimo, fallos lo bastante grandes como para preocuparse por ellos. Se puso bocabajo y se tapó la cara. Y en pocos minutos se quedó dormido.


«Tenía mucha sed. Estaba caminando por el desierto, por arenas ardientes, pisando huesos que se estaban blanqueando bajo el sol. Nunca había sentido tanta sed. Cuando tragó saliva, fue como si tuviera la boca llena de arena, la garganta revestida de cuchillos.»

El agudo zumbido del teléfono móvil despertó a Simon. Se puso boca arriba y tiró cansado de su chaqueta. Cuando consiguió sacar el teléfono del bolsillo, ya había dejado de sonar.

Miró quién le había llamado. Era Luke.

«Mierda. Seguro que mi madre ha llamado a casa de Clary buscándome», pensó, incorporándose. Tenía la cabeza confusa y adormilada, y tardó un momento en recordar que cuando se había quedado dormido, no estaba solo en su habitación.

Miró rápidamente hacia la ventana. Jace seguía allí, pero estaba dormido… Sentado, con la cabeza apoyada en el cristal de la ventana. La clara luz azul del amanecer se filtraba a través de él. Se le veía muy joven, pensó Simon. No había ni rastro de su expresión burlona, ni actitud defensiva, ni sarcasmo. Casi podía llegar a imaginarse lo que Clary veía en él.

Estaba claro que no se tomaba muy en serio sus deberes de guardaespaldas, pero eso había sido evidente desde el principio. Simon se preguntó, y no por primera vez, qué demonios pasaba entre Clary y Jace.

Volvió a sonar el teléfono. Se levantó de un brinco, salió a la sala de estar y respondió justo antes de que la llamada saltara de nuevo al buzón de voz.

– ¿Luke?

– Siento despertarte, Simon. -Luke se mostró indefectiblemente educado, como siempre.

– Estaba despierto de todos modos -dijo Simon mintiendo.

– Necesito quedar contigo. Nos vemos en Washington Square Park en media hora -dijo Luke-. Junto a la fuente.

Simon se alarmó de verdad.

– ¿Va todo bien? ¿Está bien Clary?

– Está bien. No tiene que ver con ella. -Se oyó un sonido de fondo. Simon se imaginó que Luke estaba poniendo en marcha su furgoneta-. Nos vemos en el parque. Y ven solo.

Colgó.


El sonido de la furgoneta de Luke abandonando el camino de acceso a la casa despertó a Clary de sus inquietantes sueños. Se sentó con una mueca de dolor. La cadena que llevaba colgada al cuello se le había enredado con el pelo y se la pasó por la cabeza, liberándola con cuidado de aquel enredo.

Dejó caer el anillo en la palma de su mano, y la cadena lo siguió, arremolinándose a su alrededor. Fue como si el pequeño aro de plata, con su motivo decorativo de estrellas, le guiñara el ojo con mofa. Recordó el día que Jace se lo había dado, envuelto en la nota que había dejado cuando partió en busca de Jonathan. «A pesar de todo, no soporto la idea de que este anillo se pierda para siempre, igual que no soporto la idea de abandonarte para siempre.»

De aquello hacía casi dos meses. Estaba segura de que él la amaba, tan segura que ni la reina de la corte de seelie había sido capaz de tentarla. ¿Cómo podía querer otra cosa, teniendo a Jace?

Aunque tal vez tener por completo a alguien fuera imposible. Tal vez, por mucho que ames a una persona, ésta puede deslizarse entre tus dedos como el agua sin que tú puedas evitarlo. Entendía por qué la gente hablaba de corazones «rotos»; en aquel momento, tenía la sensación de que el suyo estaba hecho de cristal rajado y que sus fragmentos eran como diminutos cuchillos que se clavaban en su pecho al respirar. «Imagínate tu vida sin él», le había dicho la reina seelie…

Sonó el teléfono, y por un instante Clary se sintió aliviada al pensar que algo, lo que fuera, interrumpía momentáneamente su desgracia. Pero luego pensó: «Jace». A lo mejor no podía contactar con ella a través del móvil y por eso la llamaba a casa. Dejó el anillo en la mesita y descolgó el auricular. Estaba a punto de decir algo, cuando se dio cuenta de que su madre ya había respondido al teléfono.

– ¿Diga? -La voz de su madre sonaba ansiosa, y sorprendentemente despierta para ser tan temprano.

La voz que respondió era desconocida, con un débil acento.

– Soy Catarina, del hospital Beth Israel. Quería hablar con Jocelyn.

Clary se quedó helada. ¿El hospital? ¿Habría pasado alguna cosa, tal vez a Luke? Había arrancado a una velocidad de vértigo…

– Soy Jocelyn. -Su madre no parecía asustada, sino más bien como si hubiera estado esperando la llamada-. Gracias por devolverme tan pronto la llamada.

– No hay de qué. Me he alegrado mucho de saber de ti. No es muy frecuente que la gente se recupere de un maleficio como el que tú sufriste. -Claro, pensó Clary. Su madre había sido ingresada en estado de coma en el Beth Israel como consecuencia de la pócima que había ingerido para impedir que Valentine la interrogara-. Y cualquier amiga de Magnus Bane es también amiga mía.

Jocelyn habló entonces en un tono tenso:

– ¿Has comprendido lo que decía en mi mensaje? ¿Sabes por qué te llamaba?

– Querías información sobre el niño -dijo la mujer del otro lado de la línea. Clary sabía que debería colgar, pero no podía hacerlo. ¿Qué niño? ¿Qué pasaba allí?-. El que abandonaron.

La voz de Jocelyn sonó entrecortada:

– S-sí. Pensé que…

– Siento comunicártelo, pero ha muerto. Murió anoche.

Jocelyn se quedó un instante en silencio. Clary percibió la conmoción de su madre al otro lado del teléfono.

– ¿Muerto? ¿Cómo?

– No lo entiendo muy bien ni yo misma. El sacerdote vino anoche para bautizar al pequeño y…

– Oh, Dios mío. -A Jocelyn le temblaba la voz-. ¿Puedo… podría, por favor, ir a ver el cuerpo?

Se produjo un prolongado silencio. Al final, dijo la enfermera:

– No estoy segura. El cuerpo está ya en la morgue, esperando el traslado a las dependencias del forense.

– Catarina, creo que sé lo que le sucedió al niño. -Jocelyn habló casi sin aliento-. Y de poder confirmarlo, tal vez podría evitar un nuevo caso.

– Jocelyn…

– Llego en seguida -dijo la madre de Clary, y colgó el teléfono. Clary se quedó mirando el auricular con ojos vidriosos antes de colgar también. Se levantó, se cepilló el pelo, se puso unos vaqueros y un jersey y salió de su habitación justo a tiempo de pillar a su madre en el salón, garabateando una nota en la libretita que había junto al teléfono. Levantó la vista al ver entrar a Clary y adoptó una expresión de culpabilidad.

– Me iba corriendo -dijo-. Han salido algunos temas de última hora relacionados con la boda y…

– No te molestes en mentirme -dijo Clary sin más preámbulos-. He estado escuchando por el teléfono y sé exactamente adónde vas.

Jocelyn se quedó blanca. Dejó poco a poco el bolígrafo sobre la mesa.

– Clary…

– Tienes que dejar de intentar protegerme -dijo Clary-. Estoy segura de que tampoco le mencionaste nada a Luke sobre tu llamada al hospital.

Jocelyn se echó el pelo hacia atrás con nerviosismo.

– Me pareció injusto de cara a él. Con la boda al caer y todo…

– Sí. La boda. Tienes una boda. ¿Y por qué? Porque vosotros os casáis. ¿No crees que ya va siendo hora de que empieces a confiar en Luke? ¿Y a confiar en mí?

– Confío en ti -dijo Jocelyn en voz baja.

– En ese caso, no te importará que te acompañe al hospital.

– Clary, no creo que…

– Sé lo que piensas. Piensas que es lo mismo que le pasó a Sebastian… quiero decir, a Jonathan. Piensas que tal vez hay alguien por ahí haciendo a los bebés lo mismo que Valentine le hizo a mi hermano.

A Jocelyn le tembló la voz al replicar:

– Valentine ha muerto. Pero en el Círculo había gente que nunca llegó a ser capturada.

«Y nunca encontraron el cuerpo de Jonathan.» A Clary no le gustaba en absoluto pensar en aquel tema. Además, Isabelle estaba presente y siempre había declarado con firmeza que Jace le había partido la espalda a Jonathan con una daga y que Jonathan había muerto como resultado de ello. Se había metido en el agua para verificarlo, había dicho. No había pulso, ni latidos.

– Mamá -dijo Clary-. Era mi hermano. Tengo derecho a acompañarte.

Jocelyn asintió muy lentamente.

– Tienes razón. Supongo que sí. -Cogió el bolso que tenía colgado en una percha junto a la puerta-. Vamos entonces, y coge el abrigo. Han dicho en la tele que es muy probable que llueva.


Washington Square Park estaba prácticamente desierto a aquellas horas de la mañana. El aire era fresco y limpio, las hojas cubrían el suelo con una mullida alfombra de rojos, dorados y verdes oscuros. Simon las apartó a patadas al pasar por debajo del arco de piedra que daba acceso al extremo sur del parque.

Había poca gente: un par de vagabundos durmiendo en sendos bancos, envueltos en sacos de dormir o mantas raídas, y algunos tipos vestidos con el uniforme verde de los basureros vaciando papeleras. Había también un hombre empujando un carrito, vendiendo donuts, café y bagels cortados en rebanadas. Y en medio del parque, al lado de la grandiosa fuente circular, estaba Luke. Llevaba un cortavientos de color verde con cremallera y saludó a Simon con la mano en cuanto lo vio llegar.

Simon le respondió de igual manera, con cierta indecisión. No estaba seguro aún de si había algún problema. La expresión de Luke, que Simon apreció con más detalle a medida que fue acercándose, no hizo más que intensificar su presentimiento. Luke parecía cansado y tremendamente estresado. Miraba a Simon con expresión preocupada.

– Simon -dijo-. Gracias por venir.

– De nada. -Simon no tenía frío, pero igualmente mantuvo las manos hundidas en el fondo de los bolsillos de su chaqueta, sólo por hacer algo con ellas-. ¿Qué es lo que va mal?

– No he dicho que algo vaya mal.

– No me sacarías de la cama en pleno amanecer de no ir algo mal -apuntó Simon-. Si no es cosa de Clary, entonces…

– Ayer, en la tienda de vestidos de novia -dijo Luke- me preguntaste por alguien. Por Camille.

De entre los árboles salió volando una bandada de aves, graznando. Simon recordó entonces una cancioncilla sobre las urracas que su madre solía cantarle. Era para aprender a contar, y decía: «Una para el dolor, dos para la alegría, tres para una boda, cuatro para un nacimiento; cinco para la plata, seis para el oro, siete para un secreto jamás contado».

– Sí -dijo Simon. Ya había perdido la cuenta de cuántas aves había. Siete, creía. Un secreto jamás contado. Fuera el que fuera.

– Estás al corriente de que en el transcurso de la semana pasada han encontrado a varios cazadores de sombras asesinados en la ciudad -dijo Luke-, ¿no?

Simon asintió lentamente. Tenía un mal presentimiento sobre hacia dónde iba el tema.

– Parece que la responsable podría ser Camille -dijo Luke-. No pude evitar recordar que tú me preguntaste por ella. Oír la mención de su nombre dos veces en el mismo día, después de años sin haber oído hablar de ella… me parece una curiosa coincidencia.

– Las coincidencias existen.

– De vez en cuando -dijo Luke-, pero no suelen ser la respuesta más probable. Esta noche, Maryse piensa convocar a Raphael para interrogarlo acerca del papel de Camille en estos asesinatos. Si sale a relucir que tú sabías alguna cosa relacionada con Camille, que has tenido contacto con ella, no quiero que te coja por sorpresa, Simon.

– En ese caso seríamos dos. -A Simon volvía a retumbarle la cabeza. ¿Sería normal que los vampiros tuviesen dolor de cabeza? No recordaba la última vez que había sufrido uno, antes de los acontecimientos de los últimos días-. Vi a Camille -dijo-. Hace cuatro días. Creía que me había convocado Raphael, pero resultó ser ella. Me ofreció un trato. Si trabajaba para ella, me convertiría en el segundo vampiro más importante de la ciudad.

– ¿Y por qué quería que trabajases para ella? -preguntó Luke con un tono de voz neutral.

– Sabe lo de mi Marca -respondió Simon-. Me explicó que Raphael la había traicionado y que podría utilizarme para recuperar el control del clan. Me dio la sensación de que no sentía precisamente un cariño muy especial hacia Raphael.

– Todo esto es muy curioso -dijo Luke-. Según mis informaciones, hará cosa de un año Camille tomó una baja indefinida de su puesto como directora del clan y nombró a Raphael su sucesor temporal. Si lo eligió para ejercer de jefe en su lugar, ¿por qué querría sublevarse contra él?

Simon se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. Te estoy contando simplemente lo que ella me dijo.

– ¿Por qué no nos lo comentaste, Simon? -preguntó Luke en voz baja.

– Me dijo que no lo hiciera. -Simon se dio cuenta de que aquello sonaba como una auténtica estupidez-. Nunca había conocido a un vampiro como ella -añadió-. Sólo conozco a Raphael y a los que viven en el Dumont. Resulta difícil explicar cómo era. Deseaba creerme todo lo que me decía. Deseaba hacer todo lo que ella me pedía que hiciese. Deseaba satisfacerla aun sabiendo que estaba jugando conmigo.

El hombre con el carrito de los cafés y los donuts volvió a pasar por su lado. Luke le compró un café y una bagel y se sentó en la fuente. Simon se sentó a su lado.

– El hombre que me dio el nombre de Camille la calificó de «antigua» -dijo Luke-. Por lo que tengo entendido, es uno de los vampiros más antiguos de este mundo. Me imagino que es capaz de hacer sentir pequeño a cualquiera.

– Me hizo sentirme como un bichito -dijo Simon-. Me prometió que si en cinco días decidía que no quería trabajar para ella, no volvería a molestarme nunca. De modo que le dije que me lo pensaría.

– ¿Y lo has hecho? ¿Te lo has pensado?

– Si se dedica a matar cazadores de sombras, no quiero tener nada que ver con ella -dijo Simon-. Eso ya te lo digo ahora.

– Estoy seguro de que Maryse se sentirá aliviada en cuanto oiga esto.

– Ahora no te pongas sarcástico.

– No es mi intención -dijo Luke, muy serio. Era en momentos como ése, que Simon podía dejar de lado sus recuerdos de Luke (casi un padrastro para Clary, el tipo que siempre rondaba por allí, el que en todo momento estaba dispuesto a acompañarte en coche a casa al salir del colegio, o a prestarte diez pavos para comprar un libro o una entrada para el cine) y recordar que Luke lideraba la manada de lobos más importante de la ciudad, que era alguien a quien, en momentos críticos, la Clave entera se había sentado a escuchar-. Olvidas quién eres, Simon. Olvidas el poder que posees.

– Ojalá pudiera olvidarlo -dijo Simon con amargura-. Ojalá que se esfumara por completo si hiciese uso de él.

Luke movió la cabeza de un lado a otro.

– El poder es como un imán. Atrae a los que lo desean. Camille es una de ellos, pero habrá más. Hemos tenido suerte, en cierto sentido, de que haya tardado tanto tiempo. -Miró a Simon-. ¿Crees que si vuelve a convocarte podrás ponerte en contacto conmigo, o con la Clave, para decirnos dónde encontrarla?

– Sí -respondió Simon-. Me dio una forma de entrar en contacto con ella. Pero no se trata precisamente de que vaya a aparecer si soplo un silbato mágico. La otra vez que quiso hablar conmigo, hizo que sus secuaces me pillaran por sorpresa y me condujeran a ella. Por lo tanto, no va a funcionar que pongas gente a mi alrededor mientras intento contactar con ella. Tendrás a sus subyugados, pero no la tendrás a ella.

– Humm. -Luke reflexionó-. Tendremos que pensar en algo inteligente.

– Pues mejor que pienses rápido. Dijo que me daba cinco días, lo que significa que mañana estará esperando algún tipo de señal por mi parte.

– Me lo imagino -dijo Luke-. De hecho, cuento con ello.


Simon abrió con cautela la puerta de entrada del apartamento de Kyle.

– ¡Hola! -gritó al entrar en el recibidor y mientras colgaba la chaqueta-. ¿Hay alguien en casa?

No hubo respuesta, pero Simon oyó en la sala de estar los conocidos sonidos, zap-bang-crash, de un videojuego. Se encaminó hacia allí, portando como ofrenda de paz una bolsa blanca llena de bagels que había comprado en Bagel Zone, en la Avenida A.

– Os he traído desayuno…

Se interrumpió. No estaba seguro de lo que podía esperarse después de que sus autonombrados guardaespaldas se hubieran dado cuenta de que había salido del apartamento sin que se enteraran de ello. Se imaginaba una recepción con frases del tipo: «Vuélvelo a intentar y te mataremos». Pero jamás se le habría pasado por la cabeza encontrarse a Kyle y a Jace sentados en el sofá, codo con codo, y comportándose como los mejores amigos del mundo ante los ojos de cualquiera. Kyle tenía en las manos el mando del videojuego y Jace estaba inclinado hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas, observando con atención el desarrollo del juego. Ni se dieron cuenta de que Simon acababa de entrar.

– Ese tipo de la esquina mira hacia el otro lado -comentó Jace, señalando la pantalla del televisor-. Si le atizas una patada de rueca, lo mandarás al carajo.

– En este juego no se pueden dar patadas. Sólo puedo disparar. ¿Lo ves? -Kyle machacó algunas teclas.

– Vaya estupidez. -Jace levantó la cabeza y fue entonces cuando vio a Simon-. Veo que estás de vuelta de tu reunión del desayuno -dijo, sin que su tono de voz fuera precisamente de bienvenida-. Seguro que te crees muy listo por haberte escapado como lo has hecho.

– Medianamente listo -reconoció Simon-. Una especie de cruce entre el George Clooney de Ocean’s Eleven y esos tipos de Los cazadores de mitos, aunque más guapo.

– No sabes lo que me alegro de no tener ni idea de esas tonterías que hablas -dijo Jace-. Me llena de una profunda sensación de paz y bienestar.

Kyle dejó el mando y la pantalla se quedó congelada en un primer plano en el que se veía una arma gigantesca con extremo afilado.

– Cogeré un bagel.

Simon le lanzó uno y Kyle se fue a la cocina, que estaba separada de la sala mediante una barra larga, para tostar y untar con mantequilla su desayuno. Jace miró la bolsa blanca e hizo un gesto de rechazo con la mano.

– No, gracias.

Simon se sentó en la mesita.

– Tendrías que comer algo.

– Mira quién habla.

– En estos momentos no tengo sangre -dijo Simon-. A menos que te ofrezcas voluntario.

– No, gracias. Ya hemos ido por ese camino y creo que será mejor que sigamos sólo como amigos. -El tono de Jace era casi tan sarcástico como siempre, pero mirándolo de cerca, Simon se dio cuenta de lo pálido que estaba y de que sus ojos estaban envueltos en sombras grisáceas. Los huesos de su cara sobresalían mucho más que antes.

– De verdad -dijo Simon, empujando la bolsa por encima de la mesita hacia donde estaba sentado Jace-. Deberías comer algo. No bromeo.

Jace miró la bolsa de comida y puso mala cara. Tenía los párpados azulados de agotamiento.

– Sólo de pensarlo me entran náuseas, si te soy sincero.

– Anoche te quedaste dormido -dijo Simon-. Cuando supuestamente tenías que vigilarme. Sé que esto de ejercer de guardaespaldas es casi como un chiste para ti, pero aun así… ¿Cuánto tiempo hacía que no dormías?

– ¿Toda la noche seguida? -Jace se puso a pensar-. Dos semanas. Quizá tres.

Simon se quedó boquiabierto.

– ¿Por qué? ¿Qué te pasa?

Jace le regaló una sonrisa fantasmagórica.

– «Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme un rey del espacio infinito, de no ser por las pesadillas que sufro.»

– Ésa la conozco. Hamlet. ¿Quieres con esto decirme que no puedes dormir porque tienes pesadillas?

– Vampiro -dijo Jace, con una sensación de cansada certidumbre-, no tienes ni idea.

– Ya estoy aquí. -Kyle dio la vuelta a la barra y se dejó caer en el áspero sillón-. ¿Qué sucede?

– Me he reunido con Luke -dijo Simon, y les explicó lo sucedido al no ver motivos para escondérselo. Obvió mencionar que Camille lo quería no sólo porque era un vampiro diurno, sino también por la Marca de Caín. Kyle movió afirmativamente la cabeza en cuanto hubo terminado.

– Luke Garroway. Es el jefe de la manada de la ciudad. He oído hablar de él. Es un pez gordo.

– Su verdadero apellido no es Garroway -dijo Jace-. Había sido cazador de sombras.

– Es verdad. También lo había oído comentar. Y ha jugado un papel decisivo en todo el tema de los nuevos Acuerdos. -Kyle miró a Simon-. Caray, conoces a gente importante.

– Conocer a gente importante implica tener muchos problemas -dijo Simon-. Camille, por ejemplo.

– En cuanto Luke le cuente a Maryse lo que sucede, la Clave se ocupará de ella -dijo Jace-. Existen protocolos para tratar a los subterráneos malvados. -Al oír aquello, Kyle lo miró de refilón, pero Jace no se dio cuenta-. Ya te he dicho que no creo que sea ella la que intenta matarte. Sabe lo de… -Jace se calló-. Sabe que no le conviene.

– Y además, quiere utilizarte -dijo Kyle.

– Buen punto -dijo Jace-. No hay por qué eliminar un recurso valioso.

Simon se quedó mirándolos y sacudió la cabeza.

– ¿Desde cuándo sois tan colegas? Anoche no parabais de proclamar «¡Soy el guerrero más poderoso!», «¡No, el guerrero más poderoso soy yo!». Y hoy os encuentro jugando a Halo y apoyándoos el uno al otro con buenas ideas.

– Nos hemos dado cuenta de que tenemos algo en común -dijo Jace-. Nos fastidias a los dos.

– He tenido una idea en este sentido -dijo Simon-. Aunque me parece que a ninguno de los dos va a gustarle.

Kyle levantó las cejas.

– Suéltala.

– El problema de que estéis vigilándome todo el tiempo -dijo Simon- es que si lo hacéis, los que intentan matarme no volverán a intentarlo, y si no vuelven a intentarlo, no sabremos quiénes son, y además, tendréis que vigilarme constantemente. Y me imagino que tenéis otras cosas que hacer. Bueno -añadió mirando a Jace-, posiblemente tú no.

– ¿Y? -dijo Kyle-. ¿Qué sugieres?

– Que les tendamos una trampa. Para que vuelvan a atacar. Que intentemos capturar a uno de ellos y averigüemos quién los envía.

– Que yo recuerde -dijo Jace-, yo ya te propuse esa idea y no te gustó mucho.

– Estaba cansado -replicó Simon-. Pero lo he estado pensando. Y hasta el momento, por la experiencia que he tenido con malhechores, no se largan simplemente porque pases de ellos. Siguen acechándote de distintas maneras. Por lo tanto, o consigo que esos tipos vengan a mí, o me pasaré la vida esperando que vuelvan a atacarme.

– Me apunto -dijo Jace, aunque Kyle parecía aún dubitativo-. ¿De modo que quieres salir por ahí y empezar a dar vueltas hasta que vuelvan a aparecer?

– He pensado que se lo pondré fácil. Apareceré en algún sitio donde cualquiera pueda imaginarse que voy a ir.

– ¿Te refieres a…? -dijo Kyle.

Simon señaló el cartel que había pegado a la nevera. «PELUSA DEL MILENIO, 16 DE OCTUBRE, ALTO BAR, BROOKLYN, 21 HORAS.»

– Me refiero a la actuación. ¿Por qué no? -El dolor de cabeza seguía ahí, en toda su plenitud; lo ignoró, tratando de no pensar en lo agotado que se sentía o en cómo se lo montaría para tocar. Tenía que conseguir más sangre. Tenía que hacerlo.

A Jace le brillaban los ojos.

– ¿Sabes? Es muy buena idea, vampiro.

– ¿Quieres que te ataquen en el escenario? -preguntó Kyle.

– Sería un espectáculo emocionante -dijo Simon, más fanfarrón de lo que en realidad se sentía. La idea de ser atacado otra vez era casi más de lo que podía soportar, por mucho que no temiera por su seguridad. No sabía si sería capaz de soportar de nuevo ver la Marca de Caín realizando su trabajo.

Jace negó con la cabeza.

– No atacan en público. Esperarán hasta después de la actuación. Y nosotros estaremos allí para ocuparnos de ellos.

Kyle negó con la cabeza.

– No sé…

Siguieron discutiendo el tema, Jace y Simon en un bando y Kyle en el otro. Simon se sentía un poco culpable. Si Kyle conociera lo de la Marca, resultaría mucho más fácil convencerlo. Pero acabó claudicando bajo la presión y accediendo a regañadientes a lo que él continuaba considerando «un plan estúpido».

– Pero -dijo al final, poniéndose en pie y sacudiéndose las migas de la camiseta-, lo hago únicamente porque me doy cuenta de que lo haréis de todos modos, esté yo de acuerdo o no. Por lo tanto, prefiero acompañaros. -Miró a Simon-. ¿Quién habría pensado que protegerte iba a ser tan complicado?

– Podría habértelo dicho yo -comentó Jace, cuando Kyle se puso la chaqueta y se dirigió a la puerta. Tenía que ir a trabajar, les había explicado. Al parecer, trabajaba de verdad como mensajero en bicicleta; los Praetor Lupus, por muy de puta madre que sonara su nombre, no pagaban nada bien. Se cerró la puerta y Jace se volvió hacia Simon-. La actuación es a las nueve, ¿no? ¿Qué hacemos durante el resto del día?

– ¿Nosotros? -Simon lo miró con incredulidad-. ¿No piensas volver nunca a casa?

– ¿Qué pasa? ¿Ya te has aburrido de mi compañía?

– Deja que te pregunte una cosa -dijo Simon-. ¿Te resulta fascinante estar conmigo?

– ¿Qué ha sido eso? -dijo Jace-. Lo siento, creo que me he quedado dormido un momento. Vamos, continúa con eso tan cautivador que estabas diciendo.

– Vale ya -dijo Simon-. Deja por un momento de ser sarcástico. No comes, no duermes. ¿Y sabes quién tampoco lo hace? Clary. No sé lo que está pasando entre vosotros dos, porque, francamente, ella no me ha comentado nada. Me imagino que tampoco quiere hablar del tema. Pero es evidente que estáis peleados. Y si piensas cortar con ella…

– ¿Cortar con ella? -Jace se quedó mirándolo fijamente-. ¿Estás loco?

– Si sigues evitándola -dijo Simon-, será ella la que cortará contigo.

Jace se levantó. Su estado de relajación había desaparecido, era todo tensión, como un gato al acecho. Se acercó a la ventana e, inquieto, empezó a juguetear con la tela de la cortina; la luz de última hora de la mañana penetró por la abertura, aclarando el color de sus ojos.

– Tengo motivos para hacer lo que hago -dijo por fin.

– Fenomenal -dijo Simon-. ¿Los conoce Clary?

Jace no dijo nada.

– Lo único que hace ella es quererte y confiar en ti -dijo Simon-. Se lo debes…

– Hay cosas más importantes que la honestidad -dijo Jace-. ¿Crees que me gusta hacerle daño? ¿Crees que me gusta saber que estoy haciéndola enfadar, haciendo incluso tal vez que me odie? ¿Por qué te crees que estoy aquí? -Miró a Simon con una especie de rabia muy poco prometedora-. No puedo estar con ella -dijo-. Y si no puedo estar con ella, me da lo mismo dónde estoy. Puedo estar contigo, porque si al menos ella se entera de que intento protegerte, se sentirá feliz.

– De modo que intentas hacerla feliz aun a pesar de que el motivo por el que, de entrada, se siente infeliz eres tú -dijo Simon, empleando un tono poco amable-. Parece una contradicción, ¿no?

– El amor es una contradicción -dijo Jace, y se volvió hacia la ventana.

8 UN PASEO POR LA OSCURIDAD

Clary había olvidado lo mucho que odiaba el olor a hospital hasta que cruzó las puertas del Beth Israel. A estéril, a metal, a café rancio, y sin la cantidad suficiente de lejía como para ocultar el hedor a enfermedad y desgracia. El recuerdo de la enfermedad de su madre, yaciendo inconsciente e inmóvil en su nido de tubos y cables, le golpeó como un bofetón en la cara y cogió aire, intentando no impregnarse de aquel ambiente.

– ¿Te encuentras bien? -Jocelyn se bajó la capucha de su abrigo y miró a Clary; sus ojos verdes parecían ansiosos.

Clary asintió, encorvando los hombros dentro de la chaqueta, y miró a su alrededor. En el vestíbulo reinaba la frialdad del mármol, el metal y el plástico. Había un mostrador de información muy grande detrás del cual revoloteaban varias mujeres, probablemente enfermeras; diversos carteles indicaban el camino hacia la UCI, Rayos X, Oncología quirúrgica, Pediatría, etcétera. Estaba segura de poder encontrar, incluso dormida, el camino hasta la cafetería; le había llevado a Luke desde allí tantísimas tazas de café tibio, que podría llenar con ellas el depósito entero de Central Park.

– Disculpen. -Era una enfermera delgada que empujaba a un anciano en silla de ruedas y que las adelantaba, atropellándole casi los pies a Clary. Clary se la quedó mirando… Había habido algo… un resplandor…

– No mires, Clary -dijo Jocelyn en voz baja. Rodeó a Clary por los hombros y ambas giraron hasta quedarse de cara a las puertas que daban acceso a la sala de espera del laboratorio de extracciones de sangre. En los cristales oscuros de las puertas, Clary vio reflejada la imagen de ella y de su madre juntas. Aunque su madre aún le sacaba una cabeza, eran iguales, o eso creía. En el pasado, siempre había restado importancia a los comentarios de la gente en este sentido. Jocelyn era guapa, y ella no. Pero la forma de sus ojos y su boca era la misma, y de igual modo compartían el pelo rojo, los ojos verdes y las manos finas. Clary se preguntaba por qué sería que había sacado tan poco de Valentine, mientras que su hermano guardaba un gran parecido con su padre. Su hermano tenía el pelo claro de su padre y sus sobrecogedores ojos oscuros. Aunque quizá, pensó, observándose con más detalle, veía también un poco de Valentine en el perfil terco de su propia mandíbula…

– Jocelyn. -Ambas se volvieron a la vez. Tenían enfrente a la enfermera que antes empujaba al anciano con silla de ruedas. Era delgada, juvenil, de piel oscura y ojos oscuros… y entonces, mientras Clary la miraba, el glamour se esfumó. Seguía siendo una mujer delgada y de aspecto juvenil, pero ahora su piel tenía un tono azulado oscuro y su pelo, recogido en un moño en la nuca, era blanco como la nieve. El azul de su piel contrastaba de forma asombrosa con el uniforme de color rosa claro.

– Chis -dijo Jocelyn-. Te presento a Catarina Loss. Me cuidó cuando estuve ingresada aquí. También es amiga de Magnus.

– Eres una bruja. -Las palabras salieron de la boca de Clary sin que pudiera evitarlo.

– Shhh. -La bruja estaba horrorizada. Le lanzó una dura mirada a Jocelyn-. No recuerdo que mencionaras que ibas a venir con tu hija. No es más que una niña.

– Clarissa sabe comportarse. -Jocelyn miró muy seria a Clary-. ¿Verdad?

Clary asintió. Había conocido a otros brujos, además de Magnus, en la batalla de Idris. Todos los brujos poseían alguna característica que los distinguía como no humanos, como era el caso de los ojos de gato de Magnus. Otros tenían alas, pies palmeados o espolones. Pero tener la piel completamente azul era algo difícil de esconder con lentes de contacto o ropa grande. Catarina Loss debía de necesitar echarse a diario un glamour para salir a la calle, sobre todo teniendo en cuenta que trabajaba en un hospital de mundanos.

La bruja señaló con un dedo los ascensores.

– Vamos. Venid conmigo. Hagámoslo rápido.

Clary y Jocelyn corrieron tras ella hacia el grupo de ascensores y entraron en el primero que abrió sus puertas. En cuanto las puertas se cerraron a sus espaldas con un siseo, Catarina pulsó el botón marcado simplemente con una «M». En la plancha metálica había una muesca que indicaba que a la planta M sólo podía accederse mediante una llave especial, pero cuando Catarina tocó el botón, su dedo desprendió una chispa azul y el botón se iluminó. El ascensor empezó a descender.

Catarina habló moviendo la cabeza de un lado a otro:

– De no ser amiga de Magnus Bane, Jocelyn Fairchild…

– Fray -dijo Jocelyn-. Ahora me hago llamar Jocelyn Fray.

– ¿Se acabaron para ti los apellidos de cazadores de sombras? -Catarina esbozó una sonrisa socarrona; sus labios resultaban excepcionalmente rojos en contraste con el azul de su piel-. ¿Y tú, pequeña? ¿Vas a ser cazadora de sombras como tu papá?

Clary intentó disimular su enfado.

– No -dijo-. Voy a ser cazadora de sombras, pero no voy a ser como mi padre. Y me llamo Clarissa, aunque puede llamarme Clary.

El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas. La bruja posó sus azules ojos en Clary por un instante.

– Oh, ya sé cómo te llamas -dijo-. Clarissa Morgenstern. La niña que detuvo una gran guerra.

– Eso imagino. -Clary salió del ascensor detrás de Catarina; su madre les pisaba los talones-. ¿Y usted dónde estaba? No recuerdo haberla visto.

– Catarina estaba aquí -dijo Jocelyn, casi sin aliento para poder seguir su paso. Estaban andando por un pasillo sin ningún rasgo distintivo; no había ventanas ni puertas. Las paredes estaban pintadas de un verde claro nauseabundo-. Ayudó a Magnus a utilizar el Libro de lo Blanco para despertarme. Después, cuando él regresó a Idris, se quedó custodiándolo.

– ¿Custodiando el libro?

– Es un libro muy importante -dijo Catarina; sus zapatos de suela de goma se pegaban al suelo mientras seguía avanzando.

– Creía que lo que era muy importante era la guerra -murmuró Clary, casi para sus adentros.

Llegaron por fin a una puerta que tenía un cuadrado de cristal esmerilado y la palabra «Morgue» pintada en grandes letras de color negro. Catarina se volvió después de posar la mano en el pomo, con expresión divertida, y miró a Clary.

– En un momento muy temprano de mi vida, descubrí que tenía un don para la curación -dijo-. Es el tipo de magia que practico. Es por eso que trabajo aquí, en este hospital, a cambio de un sueldo asqueroso, y hago lo que puedo para curar a mundanos que se echarían a gritar si conociesen mi auténtico aspecto. Podría hacerme rica vendiendo mis habilidades a los cazadores de sombras y a los mundanos tontos que creen saber lo que es la magia, pero no pienso hacerlo. Trabajo aquí. Por lo tanto, mi pequeña pelirroja, no vayas de chulita conmigo. No eres mejor que yo por el simple hecho de ser famosa.

Clary notó que le ardían las mejillas. Nunca se había considerado famosa.

– Tiene usted razón -dijo-. Lo siento.

Los ojos azules de la bruja se trasladaron a Jocelyn, que estaba blanca y tensa.

– ¿Estás lista?

Jocelyn asintió y miró a Clary, que asintió a su vez. Catarina empujó la puerta y la siguieron hacia el interior del depósito de cadáveres.

Lo primero que le chocó a Clary fue el frío que hacía allí. La sala estaba helada y se subió rápidamente la cremallera de la chaqueta. Lo segundo fue el olor, el hedor acre de los productos de limpieza sobreponiéndose al aroma dulzón de la descomposición. Los fluorescentes del techo proyectaban una luz amarillenta. En el centro de la sala había dos mesas de disección, grandes y vacías; había además un fregadero y una mesa metálica con una báscula para pesar órganos. Una de las paredes estaba recubierta por una hilera de compartimentos de acero inoxidable, como las cajas de seguridad de un banco, pero mucho más grandes. Catarina atravesó la sala y se acercó a uno de ellos, puso la mano en la empuñadura y tiró de ella; se deslizó sobre unas ruedecillas. En el interior, sobre una camilla metálica, yacía el cuerpo de un recién nacido.

Jocelyn emitió un leve sonido gutural. Y un instante después corrió al lado de Catarina; Clary la siguió más despacio. Ya había visto cadáveres en otras ocasiones: había visto el cadáver de Max Lightwood, y lo conocía. Tenía sólo nueve años. Pero un bebé…

Jocelyn se llevó la mano a la boca. Sus ojos, grandes y oscuros, estaban fijos en el cuerpo del niño. Clary bajó la vista. La primera impresión era la de un bebé, varón, normal y corriente. Tenía los diez dedos de los pies y de las manos. Pero observándolo con más detalle -observando como lo haría si quisiese ver más allá de un glamour-, vio que los dedos de las manos del niño no eran dedos, sino garras, curvadas hacia dentro y muy afiladas. El niño tenía la piel gris y sus ojos, abiertos y con la mirada fija, eran completamente negros, no sólo el iris, sino también la parte en teoría blanca.

Jocelyn susurró:

– Jonathan tenía los ojos así cuando nació: como dos túneles negros. Luego cambiaron, para parecer más humanos, pero recuerdo…

Y estremeciéndose, se volvió y salió corriendo de la sala; la puerta del depósito de cadáveres se cerró a sus espaldas.

Clary miró a Catarina, que se mostraba impasible.

– ¿No dijeron nada los médicos? -preguntó-. De los ojos… y de esas manos…

Catarina negó con la cabeza.

– Ellos no ven lo que nosotros no queremos que vean -dijo con un gesto de indiferencia-. Estamos ante algún tipo de magia que no he visto con frecuencia. Magia demoníaca. Un mal asunto. -Sacó algo del bolsillo. Era un pedazo de tela en el interior de una bolsa de plástico con cierre hermético-. Es un retal de la tela en la que venía envuelto cuando lo trajeron. Apesta también a magia demoníaca. Dáselo a tu madre. Dile que se lo enseñe a los Hermanos Silenciosos para ver si ellos pueden sacar alguna conclusión. Hay que averiguar quién lo hizo.

Clary lo cogió, aturdida. Y cuando los dedos de su mano se cerraron en torno a la bolsa, surgió una runa ante sus ojos: una matriz de líneas y espirales, el susurro de una imagen que desapareció en el instante en que deslizó la bolsa en el bolsillo de su chaqueta.

Pero el corazón le latía con fuerza.

«Esto no irá todavía a los Hermanos Silenciosos -pensó-. No hasta que vea qué puede hacer esa runa con ello.»

– ¿Hablarás con Magnus? -le preguntó Catarina-. Cuéntale que le he enseñado a tu madre lo que quería ver.

Clary asintió de manera mecánica. De pronto lo único que deseaba era salir de allí, salir de aquella sala con luz amarilla, alejarse del olor a muerte y de aquel diminuto cuerpo profanado que yacía inmóvil sobre la camilla. Pensó en su madre, en que cada año, cuando se cumplía la fecha del nacimiento de Jonathan, sacaba aquella caja y lloraba contemplando su mechón de pelo, lloraba por el hijo que debería haber tenido y que fue sustituido por una cosa como aquélla.

«No creo que fuera precisamente esto lo que quería ver -pensó Clary-. Creo que esperaba que esto fuera imposible.»

– Por supuesto -fue en cambio lo que dijo-. Se lo diré.


El Alto Bar era el típico antro de jazz situado bajo el paso elevado de la línea de tren que enlazaba Brooklyn con Queens, en Greenpoint. Pero los jueves por la noche estaba abierto para gente de cualquier edad, y Eric era amigo del propietario. Ése era el motivo por el que la banda de Simon podía tocar allí prácticamente todos los jueves que les apeteciera, por mucho que fueran cambiando el nombre del grupo y no consiguieran atraer a mucho público.

Kyle y los demás miembros del grupo habían subido ya al escenario y estaban montando el equipo y verificando los últimos detalles. Simon había accedido a quedarse entre bambalinas hasta que empezara el concierto, aliviando con su decisión el estrés que sufría Kyle. En aquel momento, Simon asomaba la nariz entre la polvorienta cortina de terciopelo del telón, tratando de ver un poco qué pasaba fuera.

El interior del bar lucía la que en su día fuera una decoración a la última, con el techo y las paredes recubiertas de contrachapado de metal plateado, un recordatorio de la antigua taberna clandestina que había sido, y un cristal esmerilado con motivos art deco detrás de la barra. Aunque estaba mucho más cochambroso ahora que cuando lo inauguraron: las paredes se encontraban llenas de manchas de humo que no se iban de ninguna manera, y el suelo estaba cubierto de serrín, aglomerado en zonas como resultado del derramamiento de cerveza y de otras cosas peores.

Hay que decir, en el lado positivo, que las mesas que flanqueaban las paredes estaban prácticamente llenas. Simon vio a Isabelle sentada sola a una mesa, con un vestido corto de una tela plateada que parecía metálica y recordaba una cota de malla, y sus botas de pisotear demonios. Con la ayuda de palillos plateados, se había recogido el pelo en un moño suelto. Simon sabía que aquellos palillos estaban afiladísimos y eran capaces de rasgar el metal e incluso el hueso. Llevaba los labios pintados de rojo, un tono que le recordaba la sangre fresca.

«Domínate -se dijo Simon-. Deja ya de pensar en sangre.»

Había otras mesas ocupadas por amigos de los diversos miembros de la banda. Blythe y Kate, novias respectivamente de Kirk y de Matt, se habían sentado juntas a una mesa y compartían un plato de nachos de aspecto ceniciento. Eric tenía diversas novias repartidas en distintas mesas de la sala, y la mayoría de sus amigos del colegio estaban también presentes, haciendo que el local se viese así mucho más lleno. Sentada en un rincón, sola en una mesa, estaba Maureen, la única fan de Simon, una chica rubia y menuda con aspecto de niña abandonada que decía tener dieciséis años, pero que parecía que tuviera doce. Simon se imaginaba que tendría unos catorce. Cuando le vio asomar la cabeza por detrás del telón, la niña lo saludó con la mano y le sonrió con entusiasmo.

Simon escondió la cabeza como una tortuga y cerró en seguida la cortina.

– Oye, tú -dijo Jace, que estaba sentado encima de un altavoz, mirando su teléfono móvil-. ¿Quieres ver una foto de Alec y de Magnus en Berlín?

– La verdad es que no -respondió Simon.

– Magnus lleva esos pantalones de cuero típicos que se llaman lederhosen.

– Aun así, no, gracias.

Jace se guardó el teléfono en el bolsillo y miró a Simon, confuso.

– ¿Estás bien?

– Sí -dijo Simon, pero no lo estaba. Se sentía mareado, con náuseas y tenso, algo que achacaba a la presión y a la preocupación por lo que pudiera suceder aquella noche. Y tampoco ayudaba en nada el hecho de que no hubiera comido; tendría que enfrentarse tarde o temprano a su situación. Le habría gustado que Clary hubiese acudido, pero sabía que no podía. Tenía no sé qué asunto relacionado con el pastel de la boda y ya le había dicho hacía días que no podría asistir. Se lo había comentado a Jace antes de llegar. Y Jace se había mostrado tristemente aliviado por un lado, y decepcionado por el otro, todo a la vez, algo impresionante.

– Atención, atención -dijo Kyle, asomando la cabeza por la cortina-. Estamos a punto de empezar. -Miró a Simon-. ¿Estás seguro de lo que vamos a hacer?

Simon miró primero a Kyle y luego a Jace.

– ¿Sabíais que vais conjuntados?

Ambos se miraron, primero a ellos mismos y a continuación el uno al otro. Los dos iban vestidos con pantalón vaquero y camiseta negra de manga larga. Jace tiró de su camiseta con cierto sentido del ridículo.

– Se la he pedido prestada a Kyle. La otra estaba un poco asquerosa.

– ¿Ahora os intercambiáis hasta la ropa? Eso es lo que hacen los mejores amigos.

– ¿Te sientes marginado? -dijo Kyle-. Si quieres te presto también una camiseta negra.

Simon no declaró lo evidente, que era que nada que le fuera bien de talla a Kyle o a Jace podía encajar en su flacucho cuerpo.

– Siempre y cuando cada uno lleve sus propios pantalones…

– Veo que llego en un momento fascinante de la conversación. -Eric asomó la cabeza por la cortina-. Vamos. Es hora de empezar.

Cuando Kyle y Simon se encaminaron al escenario, Jace se levantó. Debajo de su camiseta prestada, Simon vislumbró el filo brillante de una daga.

– Si te parten una pierna allá arriba -dijo Jace con una sonrisa maliciosa-, yo iré corriendo a partir unas cuantas más.


Supuestamente, Raphael tenía que llegar al anochecer, pero les hizo esperar casi tres horas antes de que su Proyección apareciera en la biblioteca del Instituto.

«Política de vampiros», pensó Luke escuetamente. El jefe del clan de vampiros de Nueva York acudía, si debía hacerlo, cuando los cazadores de sombras lo llamaban; pero sin que lo convocaran, y sin puntualidad. Luke había matado el tiempo durante las últimas horas repasando varios libros de la biblioteca; Maryse no tenía ganas de hablar y había estado prácticamente todo el rato mirando por la ventana, bebiendo vino tinto en una copa de cristal tallado y distrayéndose observando el ir y venir del tráfico por York Avenue.

Maryse se volvió en cuanto apareció Raphael, como una tiza blanca dibujando su trazo en la oscuridad. Primero se hizo visible la palidez de su cara y de sus manos, y después la oscuridad de sus ropajes y su cabello. Finalmente apareció, al completo, una Proyección de aspecto sólido. Vio que Maryse corría hacia él y dijo:

– ¿Me has llamado, cazadora de sombras? -Se volvió entonces, repasando a Luke con la mirada-. Veo que te acompaña el lobo humano. ¿He sido convocado para una especie de Consejo?

– No exactamente. -Maryse dejó la copa sobre una mesa-. ¿Te has enterado de las recientes muertes, Raphael? ¿De los cadáveres de cazadores de sombras que han sido encontrados?

Raphael enarcó sus expresivas cejas.

– Sí. Pero no le di importancia. Es un asunto que no tiene nada que ver con mi clan.

– Encontraron un cuerpo en territorio de los brujos, otro en territorio de los lobos y otro en territorio de las hadas -dijo Luke-. Me imagino que vosotros seréis los siguientes. Parece un claro intento de fomentar la discordia entre los subterráneos. Estoy aquí de buena fe, para demostrarte que no creo que seas el responsable, Raphael.

– Qué alivio -dijo Raphael, pero sus ojos eran oscuros y estaban en pleno estado de alerta-. ¿Acaso algo sugiere que pudiera serlo?

– Uno de los muertos logró decirnos quién lo atacó -dijo Maryse con cautela-. Antes de… morir… nos comunicó que la persona responsable era Camille.

– Camille. -La voz de Raphael sonó cautelosa, pero su expresión, antes de reconducirla a la impasibilidad, fue de efímera conmoción-. Eso es imposible.

– ¿Por qué es imposible, Raphael? -preguntó Luke-. Es la jefa de tu clan. Es muy poderosa y la fama de crueldad la precede. Y por lo que parece ha desaparecido. No se desplazó a Idris para combatir a tu lado en la guerra. Nunca mostró su conformidad con los nuevos Acuerdos. Ningún cazador de sombras la ha visto ni ha oído hablar de ella desde hace meses… hasta ahora.

Raphael no dijo nada.

– Aquí pasa algo -dijo Maryse-. Queríamos darte la oportunidad de que te explicaras antes de mencionarle a la Clave la implicación de Camille. Es una muestra de buena fe por nuestra parte.

– Sí -dijo Raphael-. Sí, veo que es una muestra.

– Raphael -dijo Luke, con amabilidad-. No tienes por qué protegerla. Si la aprecias…

– ¿Apreciarla? -Raphael se volvió y escupió, por mucha Proyección que fuera, más por el espectáculo que por otra cosa-. La odio. La desprecio. Cada noche, cuando me levanto, deseo su muerte.

– Oh -dijo Maryse con delicadeza-. En este caso, quizá…

– Nos lideró durante años -dijo Raphael-. Era la jefa del clan cuando me convertí en vampiro, y de eso hace ya cincuenta años. Venía de Londres. Era una desconocida en la ciudad, pero lo bastante cruel como para escalar hasta el puesto de jefe del clan de Manhattan en cuestión de pocos meses. El año pasado me convertí en su segundo de a bordo. Después, hará cuestión de meses, descubrí que había estado matando a humanos. Matándolos por pura diversión, y bebiendo su sangre. Quebrantando la Ley. Sucede a veces. Los vampiros se vuelven malvados y no se puede hacer nada para detenerlos. Pero que le suceda eso a un jefe de clan… cuando supuestamente tienen que ser los mejores. -Permanecía inmóvil, con los oscuros ojos introspectivos, perdido en sus recuerdos-. No somos como los lobos, esos salvajes. Nosotros no matamos a nuestro líder para sustituirlo por otro. Para un vampiro, levantar la mano contra otro vampiro es el peor de los crímenes, por mucho que ese vampiro haya quebrantado la Ley. Y Camille tiene muchos aliados, muchos seguidores. No podía correr el riesgo de acabar con ella. Lo que hice, en cambio, fue abordarla y decirle que tenía que abandonarnos, marcharse, porque de lo contrario yo pensaba acudir a la Clave. No quería hacerlo, claro está, porque sabía que si se descubría todo, sería la perdición para el clan. Desconfiarían de nosotros, nos investigarían. Nos veríamos avergonzados y humillados delante de otros clanes.

Maryse emitió un bufido de impaciencia.

– Hay cosas más importantes que la deshonra.

– Cuando eres vampiro, puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. -Raphael bajó la voz-. Aposté porque me vería capaz de hacerlo, y lo hizo. Accedió a marcharse. La mandé lejos, pero dejó atrás un enigma. Yo no podía ocupar su puesto, porque ella no había abdicado. Y tampoco podía explicar su partida sin revelar por qué lo había hecho. Tuve que plantearlo como una ausencia prolongada, una necesidad de viajar. La inquietud viajera es bastante común entre los de nuestra especie; aparece de vez en cuando. Cuando puedes vivir eternamente, permanecer siempre en un mismo lugar puede acabar convirtiéndose en una cárcel después de muchos años.

– ¿Y cuánto tiempo creías que podrías mantener ese engaño? -preguntó Luke.

– El máximo posible -respondió Raphael-. Hasta ahora, por lo que parece. -Apartó la vista y miró hacia la ventana, contemplando la brillante noche a través de ella.

Luke se apoyó en una de las estanterías. Le hizo gracia cuando se fijó que había elegido apoyarse precisamente en la sección dedicada a los cambiantes, llena de libros sobre seres lobo, naga, kitsunes y selkies.

– Te interesará saber que ella anda contando más o menos la misma historia sobre ti -dijo, evitando mencionar a quién se lo había contado.

– Tenía entendido que se había marchado de la ciudad.

– Tal vez lo hiciera, pero ha regresado -dijo Maryse-. Y por lo que parece, la sangre humana ya no basta para satisfacerla.

– No sé qué deciros -dijo Raphael-. Yo intentaba proteger a mi clan. Si la Ley decide castigarme, aceptaré el castigo.

– No estamos interesados en castigarte, Raphael -dijo Luke-. No, a menos que te niegues a cooperar.

Raphael se volvió hacia ellos, con los ojos encendidos.

– ¿Cooperar en qué?

– Nos gustaría capturar a Camille. Viva -dijo Maryse-. Queremos interrogarla. Necesitamos saber por qué anda matando a cazadores de sombras… y a esos cazadores de sombras en particular.

– Si de verdad esperáis conseguirlo, confío en que hayáis urdido un plan muy inteligente. -Raphael empleó un tono que era una mezcla de diversión y burla-. Camille es astuta incluso para los nuestros, y eso que somos tremendamente astutos.

– Tengo un plan -dijo Luke-. Tiene que ver con el vampiro diurno, Simon Lewis.

Raphael hizo una mueca.

– No me gusta ese chico -dijo-. Preferiría no formar parte de un plan que se basa en su implicación.

– Bien -dijo Luke-, no es tan malo para ti.


«Estúpida -pensó Clary-. Eres una estúpida por no haber cogido un paraguas.»

La llovizna que le había anunciado su madre por la mañana se había convertido ya en un buen aguacero cuando llegó al Alto Bar de Lorimer Street. Se abrió pasó entre el corrillo de gente que estaba fumando en la acera y se sumergió agradecida en el calor seco del interior del bar.

La Pelusa del Milenio estaba ya en el escenario, los chicos pasándoselo pipa con sus instrumentos, Kyle, delante de ellos, gruñéndole de forma sexy al micrófono. Clary experimentó un instante de satisfacción. Era en gran parte gracias a ella que habían contratado a Kyle y la verdad era que lo hacía bien.

Miró a su alrededor, esperando ver a Maia o a Isabelle. Sabía que las dos no coincidirían, pues Simon ya se cuidaba de invitarlas alternando las actuaciones. Su mirada fue a parar a una figura delgada de pelo negro, y se acercó a aquella mesa para detenerse a medio camino. No era Isabelle, sino una mujer mucho mayor, con los ojos fuertemente perfilados en negro. Iba vestida con un traje chaqueta y leía un periódico, haciendo caso omiso a la música.

– ¡Clary! ¡Aquí! -Clary se volvió y vio a la auténtica Isabelle, sentada a una mesa próxima al escenario. Llevaba un vestido que brillaba como un faro plateado; Clary se dirigió hacia allí y se acomodó en la silla situada delante de Izzy-. Por lo que veo, te ha pillado la lluvia -observó Isabelle.

Clary se retiró el pelo mojado de la cara con una sonrisa compungida.

– Cuando apuestas contra la Madre Naturaleza, siempre acabas perdiendo.

Isabelle levantó sus oscuras cejas.

– Creí que no ibas a venir esta noche. Simon ha dicho que tenías que ocuparte de no sé qué asunto de la boda. -Por lo que Clary sabía, a Isabelle no le impresionaban las bodas ni la parafernalia relacionada con el amor romántico.

– Mi madre no se encuentra bien -dijo Clary-. Y ha decidido cambiar la cita.

Era verdad, hasta cierto punto. Cuando llegaron a casa después de su visita al hospital, Jocelyn había ido directamente a su habitación y había cerrado la puerta. Clary, impotente y frustrada, la había oído llorar desde el otro lado de la puerta, pero su madre se había negado a dejarla pasar o a hablar sobre el tema. Al final, Luke había llegado a casa y Clary, agradecida, lo había dejado encargado de velar por su madre. Después, había estado dando vueltas por la ciudad antes de acudir a la actuación del grupo de Simon. Siempre intentaba acudir a sus bolos y, además, pensaba que hablar con él le serviría para sentirse mejor.

– Vaya. -Isabelle no hizo más preguntas. A veces, su ausencia total de interés por los problemas de los demás era casi un alivio-. Estoy segura de que Simon se alegrará de que hayas venido.

Clary echó un vistazo al escenario.

– ¿Qué tal ha ido la actuación hasta ahora?

– Bien. -Isabelle estaba masticando la pajita de su bebida, pensativa-. Ese nuevo cantante que tienen está buenísimo. ¿Está soltero? Me encantaría cabalgarlo por la ciudad como un poni malo, muy malo…

– ¡Isabelle!

– ¿Qué pasa? -Isabelle la miró con un gesto de indiferencia-. Da lo mismo. Simon y yo no mantenemos una relación exclusiva. Ya te lo dije.

Había que reconocer, pensó Clary, que Simon no tenía dónde agarrarse en cuanto a esa situación en concreto. Pero seguía siendo su amigo. Estaba a punto de decir algo en su defensa cuando volvió a mirar de reojo hacia el escenario, y algo le llamó la atención. Una figura conocida que salía de la puerta del escenario. Lo habría reconocido en cualquier parte, en cualquier momento, por oscura que estuviera la sala o por muy inesperado que fuera verlo.

Jace. Iba vestido como un mundano: vaqueros, una camiseta negra ceñida que dejaba entrever el movimiento de los músculos de sus hombros y su espalda. Su pelo brillaba bajo el resplandor de los focos del escenario. Miradas disimuladas se fijaron en él cuando se acercó a la pared para apoyarse en ella. Y allí se quedó, observando con detenimiento la sala. Clary notó que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Era como si hiciese una eternidad que no lo veía, aunque sabía que no había pasado más de un día. Pero aun así, al verlo le dio la impresión de estar mirando a alguien lejano, un desconocido. ¿Qué hacía allí? ¡Si Simon no le gustaba en absoluto! Nunca jamás había asistido a un concierto de su grupo.

– ¡Clary! -La voz de Isabelle sonó acusadora. Clary se volvió y se dio cuenta de que había golpeado sin querer el vaso de Isabelle y había mojado con agua el precioso vestido plateado de la chica.

Isabelle, cogiendo una servilleta, le lanzó una misteriosa mirada.

– Habla con él -le dijo-. Te mueres por hacerlo.

– Lo siento -dijo Clary.

Isabelle hizo un gesto, como queriendo ahuyentarla.

– Ve.

Clary se levantó y alisó su ropa. De haber sabido que Jace iba a estar allí, se habría puesto algo distinto a unas medias rojas, unas botas y un vestido vintage de Betsey Johnson que había encontrado colgado en un armario trastero de casa de Luke. En su día pensó que los botones verdes en forma de flor que recorrían la parte delantera del vestido de arriba abajo eran chulísimos, pero en aquel momento se sentía simplemente menos arreglada y sofisticada que Isabelle.

Se abrió paso por la pista, que estaba ahora llena de gente bailando o tomando cerveza y moviéndose al ritmo de la música. No pudo evitar recordar la primera vez que vio a Jace. Había sido en una discoteca: lo había visto cruzando la pista, se había fijado en su pelo brillante y en la postura arrogante de sus hombros. Lo había encontrado guapo, pero en absoluto del estilo de chico que a ella le gustaba. No era el tipo de chico con el que saldría, había pensado. Existía como algo aparte de ese mundo.

Jace no se dio cuenta de su presencia hasta que la tuvo casi delante. De cerca, Clary se fijó en que parecía cansado, como si llevase días sin dormir. Tenía la cara tensa de agotamiento, los huesos afilados bajo la piel. Estaba apoyado en la pared, los dedos engarzados en la hebilla del cinturón y sus ojos de color oro claro en estado de alerta.

– Jace -dijo ella.

Jace tuvo un sobresalto y se volvió para mirarla. Por un momento, su mirada se iluminó como siempre que la veía, y ella sintió en su pecho una oleada de esperanza.

Pero casi al instante, aquella luz se apagó y el poco color que le quedaba se esfumó de su cara.

– Creía… Simon ha dicho que no vendrías.

Clary sintió náuseas y extendió el brazo para sujetarse a la pared.

– ¿De modo que has venido porque pensabas que no me encontrarías aquí?

Él negó con la cabeza.

– Yo…

– ¿Tenías pensado volver a hablarme? -Clary se dio cuenta de que alzaba la voz, y con un tremendo esfuerzo se obligó a bajar de nuevo el volumen. Notaba las manos tensas en los costados, las uñas clavándosele en las palmas-. Si piensas cortar, lo mínimo que podrías hacer es decírmelo, no limitarte a no dirigirme más la palabra para que yo solita me haga a la idea.

– ¿Por qué todo el mundo no para de preguntarme si voy a cortar contigo? Primero Simon, y ahora…

– ¿Que has hablado con Simon sobre nosotros? -Clary negó con la cabeza-. ¿Por qué? ¿Por qué no lo hablas conmigo?

– Porque no puedo hablar contigo -dijo Jace-. No puedo hablar contigo, no puedo estar contigo, ni siquiera puedo mirarte.

Clary cogió aire; fue como respirar ácido de batería.

– ¿Qué?

Jace se había dado cuenta de lo que acababa de decir y cayó en un atónito silencio. Por un momento, se limitaron a mirarse. Y después, Clary dio media vuelta y desapareció entre el gentío, abriéndose paso a codazos entre la multitud, sin ver nada y con el único propósito de llegar a la puerta lo más rápidamente posible.


– Y ahora -gritó Eric al micrófono-, vamos a interpretar una nueva canción, un tema que acabamos de componer. Está dedicado a mi novia. Llevamos saliendo tres semanas y, joder… nuestro amor es verdadero. Vamos a estar juntos eternamente, pequeña. Se titula: Voy a darte como a la batería.

Hubo risas y aplausos del público y la música empezó a sonar, aunque Simon no estaba seguro del todo de si Eric era consciente de que creían que bromeaba, cuando no era así. Eric siempre se enamoraba perdidamente de cualquier chica con la que empezaba a salir, y siempre les escribía también una canción. En condiciones normales, a Simon le hubiera dado lo mismo un bis, pero esta vez confiaba en terminar después de la canción anterior. Se encontraba peor que nunca: mareado, pegajoso y empapado de sudor, con un sabor metálico en la boca, como a sangre pasada.

La música explotaba a su alrededor, era como si le clavaran uñas en los tímpanos. Sus dedos se deslizaban sobre las cuerdas mientras tocaba, y vio que Kyle lo miraba con perplejidad. Se obligó a centrarse, a concentrarse, pero era como tratar de poner en marcha un coche sin batería. En su cabeza había un sonido rechinante y vacío, pero no saltaba la chispa.

Observó el local, buscando -sin saber muy bien por qué- a Isabelle, pero lo único que veía era un mar de caras blancas vueltas hacia él, y recordó su primera noche en el Dumont y las caras de los vampiros mirándolo, como flores de papel blanco desplegándose sobre un oscuro vacío. Sintió una oleada de náuseas descontrolada, dolorosa. Se tambaleó hacia atrás, y sus manos se desprendieron de la guitarra. Era como si el suelo bajo sus pies no cesara de moverse. Los demás miembros de la banda, atrapados por la música, no se daban cuenta de nada. Simon se pasó la correa de la guitarra por el hombro para quitársela y pasó junto a Matt en dirección a la cortina del fondo del escenario, desapareciendo justo a tiempo de poder caer de rodillas y tener una arcada.

No salió nada. Sentía un enorme vacío en el estómago. Se incorporó y se apoyó en la pared, acercándose las heladas manos a la cara. Llevaba semanas sin sentir ni frío ni calor, pero en aquel momento era como si tuviera fiebre… y miedo. ¿Qué le pasaba?

Recordó a Jace diciéndole: «Eres un vampiro. Para ti, la sangre no es como comida. La sangre es… sangre». ¿Sería el no haber comido el origen de todo aquello? No tenía hambre, ni siquiera sed, en realidad. Pero se sentía enfermo como si se estuviese muriendo. Tal vez lo habían envenenado. ¿Y si la Marca de Caín no lo protegía contra ese tipo de cosas?

Avanzó poco a poco hacia la salida de incendios que daba a la calle de la parte de atrás del local. Quizá el aire fresco lo ayudara a aclararse un poco las ideas. Quizá era simplemente cuestión de agotamiento y nervios.

– ¿Simon? -dijo una vocecita, como el gorjeo de un pájaro. Bajó la vista con pavor y vio a Maureen, que le llegaba a la altura del codo. De cerca, parecía aún más diminuta: huesecillos de pajarito y abundante melena rubia que asomaba por debajo de un sombrerito rosa de lana. Llevaba unos guantes largos a rayas, con todos los colores del arco iris, y una camiseta blanca de manga corta estampada con un personaje de la serie de dibujos animados Tarta de Fresa. Simon refunfuñó para sus adentros.

– No es buen momento, de verdad -dijo.

– Sólo quiero hacerte una fotografía con la cámara del móvil -dijo ella, recogiéndose con nerviosismo el pelo detrás de las orejas-. Para poder enseñársela a mis amigas, ¿te parece bien?

– De acuerdo. -El corazón le latía con fuerza. Aquello era ridículo. Las fans no le sobraban, precisamente. Maureen era, en el sentido más literal, la única fan del grupo, que él supiera, y era además, amiga de la prima de Eric. No podía permitirse pasar de ella-. Adelante. Hazla.

Levantó ella el teléfono y pulsó la tecla, pero a continuación hizo una mueca.

– ¿Una de los dos juntos? -Se colocó rápidamente a su lado, presionándose contra él. Olía a pintalabios de fresa y, por debajo de eso, olía a sudor salado y al aroma más salado si cabe de la sangre humana. La chiquilla lo miró, sujetando en alto el teléfono con la mano que le quedaba libre, y sonrió. Tenía los dientes de arriba separados, y una vena azul en el cuello. Que latía cuando respiraba.

– Sonríe -dijo Maureen.

Simon sintió sendas sacudidas de dolor cuando sus colmillos asomaron, clavándosele en el labio. Escuchó el grito sofocado de Maureen y el teléfono salió volando cuando la agarró y la hizo girar hacia él para hundirle los caninos en el cuello.

La sangre explotó en su boca, un sabor sin igual. Era como si le hubiese faltado el aire y estuviese respirando por fin, inhalando gigantescas boqueadas de oxígeno frío y puro. Maureen se debatía entre sus brazos y lo empujaba para liberarse, pero él apenas se daba cuenta. Ni siquiera se dio cuenta cuando se quedó flácida, con el peso de su cabeza arrastrándolo hacia el suelo hasta quedarse él encima de ella, sujetándola por los hombros, apretándola y soltándola mientras seguía bebiendo.

«Nunca te has alimentado de un humano, ¿verdad? -le había dicho Camille-. Lo harás. Y en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarlo.»

9 DEL FUEGO HACIA EL FUEGO

Clary llegó a la puerta y emergió al ambiente lluvioso de la noche. Llovía ahora a raudales y se quedó empapada al instante. Sofocada entre la lluvia y las lágrimas, pasó corriendo por delante de la conocida furgoneta amarilla de Eric; la lluvia se deslizaba desde su techo hacia la alcantarilla, y estaba a punto de cruzar la calle con el semáforo en rojo cuando una mano la agarró y la obligó a volverse.

Era Jace. Estaba tan empapado como ella, con la lluvia pegándole el pelo a la cabeza y emplastándole la camiseta al cuerpo como si fuese pintura negra.

– Clary, ¿no has oído que te llamaba?

– Suéltame. -Le temblaba la voz.

– No. No hasta que hables conmigo. -Jace miró a su alrededor, a un lado y a otro de la calle, que estaba desierta, las gotas de lluvia estallaban contra el negro asfalto como plantas de floración rápida-. Vamos.

Sin soltarla del brazo, la arrastró para rodear la furgoneta y adentrarse en un callejón colindante con el Alto Bar. Las ventanas que se elevaban por encima de sus cabezas filtraban el sonido amortiguado de la música que seguía sonando en el interior del local. El callejón tenía las paredes de ladrillo y era a todas luces un vertedero de trastos y restos de equipos de música. El suelo estaba lleno de amplificadores rotos y altavoces viejos, junto con jarras de cerveza hechas añicos y colillas de cigarrillo.

Clary consiguió liberarse de la garra de Jace y se volvió hacia él.

– Si piensas pedirme disculpas, no te molestes. -Se apartó el pelo mojado de la cara-. No quiero oírlas.

– Iba a explicarte que estaba intentando ayudar a Simon -dijo, las gotas de lluvia resbalando desde sus pestañas hacia las mejillas como si fueran lágrimas-. He estado con él durante los últimos…

– ¿Y no podías contármelo? ¿No podías mandarme un SMS de una sola línea diciéndome dónde estabas? Oh, espera. No podías, porque aún tienes mi jodido teléfono. Dámelo.

En silencio, Jace lo buscó en el bolsillo de su vaquero y se lo entregó. Estaba intacto. Clary lo guardó en el macuto antes de que la lluvia lo estropeara. Jace la observó todo el rato, con la misma expresión que tendría si ella acabara de pegarle un bofetón. Y aquello hizo rabiar aún más a Clary. ¿Qué derecho tenía él de sentirse herido?

– Creo -dijo Jace lentamente- que pensaba que lo más próximo a estar contigo era estar con Simon. Cuidar de él. Tuve la estúpida idea de que si te dabas cuenta de que lo hacía por ti, me perdonarías…

La rabia de Clary afloró a la superficie, una marejada encendida e imparable.

– ¡Ni siquiera sé qué se supone que tengo que perdonarte! -vociferó-. ¿Se supone que tengo que perdonarte por haber dejado de quererme? Porque si eso es lo que quieres, Jace Lightwood, tú sigue a lo tuyo y… -Retrocedió un paso, sin mirar, y estuvo a punto de tropezar con un altavoz abandonado. Cuando extendió la mano para mantener el equilibrio, le cayó la mochila al suelo, pero Jace ya estaba allí. Se adelantó para sujetar a Clary y siguió avanzando, hasta que la espalda de ella chocó con la pared del callejón y él la tuvo entre sus brazos y empezó a besarla con pasión.

Clary sabía que tenía que impedírselo; su cabeza le decía que era lo más sensato, pero el resto de su cuerpo ignoraba en aquel instante cualquier atisbo de sensatez. Era imposible mientras Jace la besaba como si creyese que iría al infierno por ello, pero merecía la pena.

Clavó los dedos en los hombros de él, en el tejido empapado de su camiseta, palpando la resistente musculatura que había debajo, y le devolvió los besos con la desesperación acumulada durante aquellos últimos días cuando desconocía el paradero de Jace o en qué estaría pensando, sintiendo que parte de su corazón había sido arrancado de su pecho y no podía ni respirar. Clavó los dedos con más fuerza, notó que él hacía una mueca de dolor, y no le importó.

– Dime -dijo ella pegada a su boca, entre beso y beso-. Dime qué pasa… Oh. -Sofocó un grito cuando él la rodeó por la cintura y la levantó para colocarla encima del altavoz roto, dejándola casi a su misma altura. Entonces él puso las manos a ambos lados de su cara y se inclinó hacia adelante, de modo que sus cuerpos llegaron casi a tocarse… pero no del todo. Aquello resultaba exasperante. Clary percibía el calor enfebrecido que desprendía el cuerpo de él; aún tenía las manos posadas en sus hombros, pero no era suficiente. Deseaba que la abrazase con fuerza-. ¿Por… por qué? -jadeó-. ¿Por qué no puedes hablar conmigo? ¿Por qué no puedes mirarme?

Él bajó la cabeza para mirarla a la cara. Sus ojos, rodeados por pestañas oscurecidas por la lluvia, eran imposiblemente dorados.

– Porque te quiero.

Clary ya no podía más. Separó las manos de sus hombros, clavó los dedos en los pasadores del cinturón del pantalón de Jace y lo atrajo hacia ella. Él le dejó hacer sin oponer resistencia, con las manos apoyadas contra la pared, doblando el cuerpo contra el de ella hasta que estuvieron encajados por todas partes -pecho, caderas, piernas- como las piezas de un rompecabezas. Deslizó las manos hasta su cintura y la besó, un beso prolongado y lento que le hizo estremecerse.

Ella se apartó.

– Eso no tiene sentido…

– Ni esto -dijo él con un abandono desesperante-, pero no me importa. Estoy harto de fingir que puedo vivir sin ti. ¿No lo entiendes? ¿No entiendes que está matándome?

Clary se quedó mirándolo. Veía que hablaba en serio, lo veía en sus ojos, que conocía tan bien como los suyos, en las oscuras ojeras, en el pulso que latía en su garganta. Su deseo de respuestas luchaba contra la parte más primaria de su cerebro, y perdió.

– Bésame, entonces -dijo, y presionó su boca contra la de ella, mientras sus corazones latían al unísono a través de las finas capas de tejido que los separaban. Y ella se dejó arrastrar por la sensación de sus besos; de la lluvia por todas partes, en la boca, en las pestañas; de dejar que sus manos se deslizasen libremente por el tejido empapado y arrugado de su vestido, que la lluvia había afinado y pegado a su cuerpo. Era casi como tener sus manos sobre su piel desnuda, su pecho, su cintura, su vientre; cuando llegaron al dobladillo del vestido, le acarició con fuerza los muslos, presionándola contra la pared, mientras ella le rodeaba la cintura con las piernas.

Jace emitió un sonido de sorpresa, desde lo más profundo de su garganta, y clavó los dedos en el fino tejido de las medias. Se rompieron, como cabía esperar, y sus dedos mojados se encontraron de pronto sobre la piel desnuda de sus piernas. Para no ser menos, ella deslizó las manos por debajo de la camisa empapada de él y dejó que sus dedos exploraran libremente: la piel tensa y caliente que cubría sus costillas, las crestas de su abdomen, las cicatrices de su espalda, el ángulo de sus caderas por encima de la cintura de sus vaqueros. Era un territorio inexplorado para ella, y él se volvía loco: gemía suavemente junto a su boca, besándola cada vez con más pasión, como si nunca tuviera suficiente, nunca suficiente…

De pronto, en los oídos de Clary explotó un horrendo sonido metálico que hizo pedazos su sueño de besos y lluvia. Con un grito, apartó a Jace, con tanta fuerza que él la soltó y ella se tambaleó encima del altavoz hasta aterrizar en el suelo con cierto desequilibrio. Se arregló apresuradamente el vestido, con el corazón aporreándole las costillas como un ariete; se sentía mareada.

– Maldita sea. -Isabelle estaba en la entrada del callejón, su mojado pelo negro parecía una capa sobre sus hombros. Apartó de un puntapié una lata de refresco que se cruzaba en su camino y echó chispas por los ojos-. Oh, por el amor de Dios -dijo-. No puedo creer esto de vosotros dos. ¿Por qué? ¿Qué tienen de malo los dormitorios? ¿Y la privacidad?

Clary miró a Jace. Estaba empapado, el agua chorreaba por todo su cuerpo, su pelo rubio pegado a la cabeza, casi plateado bajo el débil resplandor de las lejanas farolas. A Clary le entraron ganas de acariciarlo de nuevo con sólo mirarlo, con Isabelle o sin Isabelle, era un deseo que resultaba casi doloroso. Jace miraba fijamente a Izzy con la expresión típica de alguien a quien acaban de despertar de repente de un sueño: perplejidad, rabia y conciencia de la realidad.

– Buscaba a Simon -dijo Isabelle, poniéndose a la defensiva al ver la cara de Jace-. Se ha marchado corriendo del escenario y no tengo ni idea de adónde ha ido. -Clary se dio cuenta entonces de que la música había cesado y que no lo había percibido-. Da lo mismo, lo que está claro es que no anda por aquí. Vosotros volved a lo vuestro. Qué sentido tiene desgastar una pared de ladrillo en perfecto estado cuando tienes a alguien a quien arrojar contra ella, es lo que yo siempre digo. -Y se marchó de allí, para entrar de nuevo en el bar.

Clary miró a Jace. En cualquier otro momento, el mal humor de Isabelle les habría hecho morirse de risa, pero la expresión de Jace era seria, y Clary supo de inmediato que lo que pudiera estar pasando entre ellos -lo que quiera que fuera que había florecido en aquella momentánea pérdida del control- se había esfumado. Notaba en la boca sabor de sangre, y no estaba segura de si era porque ella se había mordido el labio o era él quien se lo había hecho.

– Jace… -Dio un paso hacia él.

– No -dijo, con la voz muy ronca-. No puedo.

Y se fue, corriendo con aquella velocidad de la que sólo él era capaz, una figura desdibujada en la distancia que desapareció antes de que ella pudiera coger aire para llamarlo de nuevo.


– ¡Simon!

Aquella voz rabiosa explotó en los oídos de Simon. Habría soltado a Maureen en aquel momento -o, como mínimo, eso fue lo que se dijo que haría-, pero no tuvo oportunidad. Unas manos fortísimas lo agarraron por los brazos, arrancándolo de ella. Kyle, blanco como el papel, desgreñado y sudoroso después de la actuación que acababan de terminar, era quien había tirado de él.

– Qué demonios, Simon. Qué demonios…

– Yo no quería -dijo Simon, jadeando. Su voz sonaba poco clara incluso para sus propios oídos; seguía con los colmillos fuera y aún no había aprendido a hablar con aquellas jodidas cosas. En el suelo, más allá de Kyle, vio a Maureen acurrucada, terriblemente inmóvil-. Ha sucedido sin que…

– Te lo dije. Te lo dije. -Kyle subió la voz y empujó a Simon, con fuerza. Simon le devolvió el empujón, con la frente ardiente, como si una mano invisible hubiera levantado a Kyle para proyectarlo contra la pared que tenía detrás. Chocó contra ella y cayó, aterrizando en el suelo como si fuese un lobo, a cuatro patas. Se incorporó como pudo y miró fijamente a Simon-. Por Dios, Simon…

Pero Simon estaba arrodillado al lado de Maureen, palpándole frenéticamente el cuello en busca de pulso. Cuando notó la vibración bajo sus dedos, débil pero regular, estuvo a punto de echarse a llorar de alivio.

– Apártate de ella -dijo Kyle con voz tensa, acercándose a Simon-. Levántate y vete.

Simon se incorporó a regañadientes y se quedó mirando a Kyle, de pie sobre el cuerpo inmóvil de Maureen. Entre las cortinas que daban al escenario se filtraba un rayo de luz; oyó a los miembros del grupo, charlando entre ellos, empezando a desmontarlo ya todo. En cualquier momento aparecerían por allí.

– Eso que acabas de hacer -dijo Kyle-. ¿Me has… empujado? No he visto que te movieras.

– Yo no quería -volvió a decir Simon, acongojado. Tenía la sensación de que hacía días que no decía otra cosa.

Kyle movió la cabeza de un lado a otro, su pelo acompañaba el gesto.

– Vete de aquí. Espera en la furgoneta. Ya me ocupo yo de ella. -Se agachó y cogió a Maureen en brazos. Era minúscula en comparación con el volumen de Kyle, parecía una muñeca. Miró fijamente a Simon y le dijo-: Vete. Y espero de verdad que te sientas horriblemente mal.

Simon se fue. Se dirigió a la salida de incendios y abrió la puerta. No saltó ninguna alarma; la alarma llevaba meses sin funcionar. La puerta se cerró de un portazo a sus espaldas y todo su cuerpo se echó a temblar. No le quedó más remedio que apoyarse en la pared exterior del edificio para no caer.

La parte trasera del club daba a una calle estrecha flanqueada por almacenes de diverso tipo. En la acera de enfrente había un solar cerrado con una valla metálica completamente combada. Las malas hierbas crecían en abundancia entre las grietas del pavimento. Seguía lloviendo a cántaros, el agua empapaba la basura que cubría el suelo, la corriente empujaba las latas vacías de cerveza hacia las alcantarillas llenas a rebosar.

Pero Simon pensó que era lo más bello que había visto en su vida. Era como si la noche hubiese explotado con una luz prismática. La valla metálica estaba hecha con resplandeciente alambre plateado, las gotas de lluvia convertidas en lágrimas de platino. La hierba que asomaba entre el resquebrajado asfalto eran flequillos de fuego dorado.

«Espero de verdad que te sientas horriblemente mal», le había dicho Kyle. Pero aquello era mucho peor. Se sentía fantásticamente, vivo como jamás se había sentido. Oleadas de energía recorrían su cuerpo como una corriente eléctrica. El dolor de cabeza y de estómago había desaparecido. Podría haber corrido veinte mil kilómetros.

Era horroroso.

– Hola, ¿te encuentras bien? -Le hablaba una voz educada, simpática; Simon se volvió y vio a una mujer vestida con una gabardina larga de color negro y un paraguas amarillo abierto sobre su cabeza. Con su recién adquirida visión prismática, parecía un girasol resplandeciente. La mujer era guapa -aunque, la verdad, en aquel momento todo le parecía precioso-, con una brillante melena negra y los labios pintados de rojo. Le pareció recordar haberla visto durante la actuación del grupo ocupando una de las mesas.

Asintió, prácticamente incapaz de hablar. Si incluso los desconocidos se le acercaban interesándose por su estado, era que debía de tener un aspecto de lo más traumatizado.

– Tal vez te hayas dado un golpe aquí, en la cabeza -dijo la mujer, señalándole la frente-. La magulladura es considerable. ¿De verdad no quieres que llame a nadie para que venga a por ti?

Simon corrió a taparse la frente con el pelo, para ocultar la Marca.

– Estoy bien. No es nada.

– De acuerdo. Si tú lo dices… -Parecía dudosa. Introdujo la mano en el bolsillo de la gabardina, extrajo una tarjeta y se la entregó a Simon. Había un nombre: Satrina Kendall. Y debajo del nombre, un cargo, «PROMOTORA DE GRUPOS», escrito en versalitas, un teléfono y una dirección-. Soy yo -dijo-. Me ha gustado lo que habéis hecho. Si os interesa algo a mayor escala, dadme un toque.

Y con eso, dio media vuelta y se marchó contoneándose, dejando a Simon mirando cómo se iba. Estaba resultando una noche de lo más extraña, se dijo Simon.

Moviendo la cabeza -un gesto con el que hizo volar gotas de lluvia en todas direcciones-, avanzó chapoteando hacia la esquina donde estaba aparcada la furgoneta. La puerta del bar estaba abierta y la gente continuaba saliendo. Todo seguía pareciéndole inusualmente brillante, pero la visión prismática empezaba a desvanecerse. La escena que tenía delante le resultaba normal: el bar vaciándose, las puertas laterales abiertas y Mark, Kirk y varios de sus amigos cargando la furgoneta por la puerta trasera. Cuando Simon se acercó un poco más, vio que Isabelle estaba apoyada en la furgoneta, con el tacón de la bota apuntalado en el magullado lateral del vehículo. Podría estar ayudando a desmontarlo todo, claro está -Isabelle era más fuerte que cualquiera de los miembros del grupo, con la posible excepción de Kyle-, pero era evidente que no pensaba tomarse la molestia. Simon no hubiera esperado otra cosa de ella.

Isabelle levantó la vista al percibir que Simon se acercaba. La lluvia apuntaba a una tregua, pero era evidente que llevaba bastante tiempo allí fuera; su pelo era una tupida cortina mojada cubriéndole la espalda.

– Hola -dijo apartándose de la furgoneta y acercándose a él-. ¿Dónde te habías metido? Has salido corriendo del escenario y…

– Sí -dijo Simon-. No me encontraba muy bien. Lo siento.

– Espero que estés mejor. -Le abrazó y le sonrió. Simon experimentó una profunda sensación de alivio al ver que no sentía necesidad de morderla. Y acto seguido se sintió culpable al recordar por qué.

– ¿Has visto a Jace por algún lado? -preguntó.

Isabelle puso los ojos en blanco.

– Me he tropezado con Clary y él, estaban pegándose el lote -respondió-. Aunque ya se habrán ido, espero… a casa. Creo que necesitaban de verdad una cama.

– Creía que Clary no vendría -dijo Simon, aunque tampoco era tan extraño; se imaginó que la cita para el pastel de bodas se habría cancelado, o algo por el estilo. Ni siquiera había tenido la energía necesaria para molestarse por el pesado guardaespaldas que Jace había resultado ser. Tampoco era que creyera que Jace fuera a tomarse tan en serio su seguridad personal. Simplemente confiaba en que Jace y Clary hubieran solucionado su problema, fuese el que fuese.

– Da igual -dijo Isabelle sonriendo-. Ya que estamos solos, ¿te apetece ir a algún lado y…?

Una voz -una voz muy conocida- resonó entre las sombras justo debajo de la farola más próxima.

– ¿Simon?

«Oh, no, ahora no. Justo ahora no.»

Se volvió lentamente. El brazo de Isabelle seguía rodeándole la cintura, pero Simon sabía que no seguiría mucho tiempo así. No, si la persona que acababa de hablar era quien creía que era.

Y lo era.

– ¿Maia? -dijo.

Maia estaba ya bajo la luz de la farola, mirándolo, con una expresión de incredulidad en su rostro. Su pelo, normalmente rizado, estaba pegado a la cabeza por la lluvia, sus ojos ambarinos abiertos de par en par, sus vaqueros y su chaqueta tejana empapados. Llevaba en la mano izquierda un papel enrollado.

Simon se dio cuenta de que los miembros del grupo habían ralentizado sus movimientos y contemplaban la escena como tontos.

– ¿Simon? -dijo Maia, mirándolo-. ¿Qué sucede? Me dijiste que hoy estabas liado. Pero esta mañana, alguien ha pasado este papel por debajo de la puerta de mi casa. -Desenrolló el papel para mostrárselo, y Simon lo reconoció al instante como uno de los folletos que anunciaba el concierto que el grupo iba a dar aquella noche.

Isabelle iba mirando a Simon y a Maia, comprendiendo poco a poco lo que pasaba.

– Espera un momento -dijo-. ¿Vosotros dos estáis saliendo?

Maia levantó la barbilla.

– ¿Y vosotros?

– Sí -respondió Isabelle-. Hace ya unas semanas.

Maia entrecerró los ojos.

– Nosotros también. Salimos desde septiembre.

– No puedo creerlo -dijo Isabelle. Y parecía de verdad que no podía-. ¿Simon? -Se volvió hacia él, con las manos en las caderas-. ¿Puedes explicarte?

Los miembros del grupo, que por fin habían guardado en la furgoneta todo el equipo -la batería desmontada en el asiento de atrás y las guitarras y los bajos en la zona del maletero-, remoloneaban junto a la puerta trasera del vehículo, observando descaradamente la escena. Eric formó una especie de megáfono con las manos.

– Señoras, señoras -entonó-. No es necesario pelearse. Ya tenemos bastante con Simon.

Isabelle se volvió y le lanzó a Eric una mirada tan terrible que el chico se calló al instante. A continuación, la puerta trasera de la furgoneta se cerró con estrépito y el vehículo se puso en marcha. «Traidores», pensó Simon, aunque para ser justo, lo más probable era que sus amigos pensaran que iba a volver a casa en el coche de Kyle, que estaba aparcado en la otra esquina. Suponiendo, claro estaba, que viviera lo suficiente para contarlo.

– No puedo creerlo, Simon -dijo Maia. Había adoptado la misma posición que Isabelle, con las manos en las caderas-. ¿Qué te pensabas? ¿Que podías mentirme así?

– Yo no he mentido -protestó Simon-. ¡En ningún momento dijimos que la nuestra fuera una relación exclusiva! -Se volvió hacia Isabelle-. ¡Ni nosotros! Y sé que también vosotras salís con más gente…

– No con gente que tú conozcas -dijo Isabelle con vehemencia-. No con amigos tuyos. ¿Cómo te sentirías si te enterases de que estoy saliendo con Eric?

– Me quedaría pasmado, la verdad -dijo Simon-. No es para nada tu tipo.

– No va por ahí, Simon. -Maia se había acercado a Isabelle y las dos lo miraban, como una pared inamovible de rabia femenina. El bar ya estaba vacío y, exceptuando ellos tres, la calle se había quedado desierta. Simon se preguntó por sus posibilidades si salía corriendo de allí, y llegó a la conclusión de que no eran demasiado alentadoras. Los seres lobo eran rápidos, e Isabelle era una cazadora de vampiros fenomenal.

– Lo siento de verdad -dijo Simon. La euforia provocada por la sangre que había bebido empezaba a debilitarse, por suerte. El vértigo abrumador iba en descenso, pero sentía más pánico. Y para empeorar las cosas, su cabeza seguía volviendo a Maureen, y a lo que le había hecho, y a sí se encontraría bien. «Por favor, que se ponga bien.»-. Debería habéroslo dicho. Es sólo que… la verdad es que me gustáis las dos, y no quería herir los sentimientos de ninguna.

Y en el mismo momento de pronunciar aquellas palabras, se dio cuenta de que eran una estupidez. Un imbécil más excusándose por su comportamiento imbécil. Simon nunca se había considerado una persona así. Era un buen tipo, el típico chico que pasa desapercibido, al que ignoran el chico malo sexy y el artista torturado. Al que ignora el tipo que sólo piensa en sí mismo y al que le da lo mismo salir con dos chicas a la vez, sin que por ello esté mintiendo exactamente acerca de lo que hace, aunque tampoco contándoles la verdad a las dos.

– Caray -dijo, básicamente para sus adentros-. Soy un cabronazo enorme.

– Ésa es seguramente la primera verdad que dices desde que he llegado -dijo Maia.

– Amén -dijo Isabelle-. Aunque si me lo preguntas, es poca cosa, demasiado tarde…

En aquel momento, se abrió la puerta lateral del bar y salió alguien a la calle. Era Kyle. Simon experimentó una oleada de alivio. Kyle estaba serio, pero no tan serio como Simon se imaginaba que estaría de haberle sucedido algo terrible a Maureen.

Empezó a bajar la escalera hacia ellos. Apenas caían ya cuatro gotas. Maia e Isabelle estaban de espaldas a él, taladrando a Simon con una mirada de rabia afilada como un rayo láser.

– Me imagino que no esperarás que ninguna de las dos vuelva a dirigirte la palabra -dijo Isabelle-. Y pienso tener una charla con Clary… una charla muy, pero que muy seria, sobre las amistades que frecuenta.

– Kyle -dijo Simon, incapaz de ocultar el alivio cuando vio que Kyle estaba ya a la distancia suficiente como para escucharlo-. Maureen… ¿está…?

No sabía cómo preguntar lo que quería preguntar sin que Maia e Isabelle se enteraran de lo sucedido, pero dio lo mismo, pues no consiguió articular el resto de la frase. Maia e Isabelle dieron media vuelta; Isabelle enfadada y Maia sorprendida, preguntándose quién sería Kyle.

Pero en cuanto Maia pudo ver bien a Kyle, le cambió la cara; abrió los ojos de par en par, se quedó blanca. Y Kyle, a su vez, se quedó mirándola con la expresión de quien acaba de despertarse de una pesadilla y descubre que es real y aún continúa. Movió la boca, articulando las palabras, pero incapaz de emitir ningún sonido.

– Caramba -dijo Isabelle, mirándolos a los dos-. ¿Os… conocéis?

Maia abrió la boca. Seguía mirando fijamente a Kyle. A Simon apenas le dio tiempo de pensar que a él jamás lo había mirado con aquella intensidad, antes de que ella susurrara «Jordan» y se abalanzara sobre Kyle con sus afiladas garras y las hundiera en el cuello del chico.

Загрузка...