Epílogo

La ascensión seduce

El pasillo del hospital era cegadoramente blanco. Tras tantos días de vivir a la luz de las antorchas, las lámparas de gas y la sobrenatural luz mágica, la luz fluorescente hacía que las cosas parecieran planas y anormales. Cuando Clary dio su nombre en el mostrador de recepción, advirtió que la enfermera que le entregaba la hoja de visita tenía una piel que resultaba extrañamente amarilla bajo la fuerte iluminación.

«Tal vez sea un demonio», pensó Clary, devolviendo la hoja.

– La última puerta al final del pasillo -informó la enfermera, lanzándole una sonrisa amable.

«O tal vez estoy enloqueciendo.»

– Lo sé -respondió-. Estuve aquí ayer.

«Y el día anterior, y el día anterior a ése.»

Eran las primeras horas de la tarde, y el pasillo no estaba atestado. Un anciano avanzaba arrastrando unos pies calzados con zapatillas de felpa y vestido con una bata, llevando a rastras un equipo móvil de oxígeno tras él. Dos médicos con dos batas quirúrgicas verdes sostenían sendas tazas de poliestireno, con una columna de vapor alzándose de la superficie del líquido en el aire gélido. Dentro del hospital la refrigeración estaba al máximo, aunque en el exterior el tiempo había empezado a ser por fin más otoñal.

Clary encontró la puerta del final del pasillo. Estaba abierta. Miró al interior, no deseando despertar a Luke si éste dormía en la silla situada junto a la cama, tal y como lo había estado haciendo las últimas dos veces que ella había aparecido. Pero estaba en pie y consultando con un hombre alto vestido con los hábitos color pergamino de los Hermanos Silenciosos. El hombre volvió la cabeza, como percibiendo la llegada de Clary, y ésta vio que se trataba del hermano Jeremiah.

Cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¿Qué es lo que sucede?

Luke tenía aspecto agotado, con una desaliñada barba de tres días y las gafas subidas sobre la cabeza. La muchacha pudo ver el bulto de los vendajes que todavía le rodeaban la parte superior del pecho bajo la holgada camisa de franela.

– El hermano Jeremiah se iba en estos momentos -dijo. Alzando la capucha, Jeremiah fue hacia la puerta, pero Clary le cortó el paso.

– ¿Y? -le interrogó-. ¿Va a ayudar a mi madre?

Jeremiah se acercó más, y ella pudo sentir el frío que emanaba de su cuerpo, como vapor de un iceberg.

«No puedes salvar a otros hasta que te hayas salvado a ti mismo primero», dijo la voz en su mente.

– Este rollo de las galletitas de la suerte se está quedando muy pasado de moda -repuso Clary-. ¿Qué le pasa a mi madre? ¿Lo sabe? ¿Pueden ayudarla los Hermanos Silenciosos tal y como ayudaron a Alec?

«Nosotros no ayudamos a nadie -dijo Jeremiah-. Ni tampoco es de nuestra incumbencia asistir a aquellos que se han separado voluntariamente de la Clave.»

La muchacha se echó hacia atrás mientras Jeremiah pasaba junto a ella y salía al pasillo. Le contempló alejarse, mezclándose con la multitud, sin que ni una sola persona le mirara dos veces. Cuando dejó que sus propios ojos se entrecerraran, vio la reluciente aura del glamour que lo envolvía, y se preguntó qué veían ellos: ¿Otro paciente? ¿Un médico que andaba apresuradamente con una bata quirúrgica? ¿Un visitante afligido?

– Decía la verdad -dijo Luke desde detrás de ella-. Él no curó a Alec; lo hizo Magnus bane. Y tampoco sabe qué es lo que le pasa a tu madre.

– Lo sé -replicó Clary, volviendo la cara hacia la habitación.

Se acercó a la cama con paso fatigado. Resultaba difícil conectar a la pequeña figura blanca que yacía allí recubierta por encima y por debajo por un enjambre de tubos, con su efervescente madre de cabellos llameantes. Desde luego, sus cabellos seguían siendo rojos, extendidos sobre la almohada igual que un chal de hilo cobrizo, pero su tez estaba tan pálida que a Clary le recordaba a la Bella Durmiente del museo de Madame Tussaud, cuyo pecho ascendía y descendía sólo porque le daba vida un mecanismo de relojería.

Tomó la delgada mano de su madre y la sostuvo, tal y como había hecho el día anterior y el anterior a ése. Sentía el pulso latiendo en la muñeca de Jocelyn, firme e insistente.

«Quiere despertar -pensó Clary-. Sé que quiere hacerlo.»

– Desde luego que quiere -dijo Luke, y Clary se sobresaltó al comprender que había hablado en voz alta-. Lo tiene todo para querer ponerse bien, incluso más de lo que podría imaginar.

Clary volvió a dejar la mano de su madre sobre la cama, con delicadeza.

– Te refieres a Jace.

– Por supuesto que me refiero a Jace -replicó Luke-. Le ha llorado diecisiete años. Si pudiera decirle que ya no necesita llorarle… -Se interrumpió.

– Dicen que la gente en coma a veces puede oírte -ofreció ella.

Desde luego, los médicos habían dicho que aquello no era un coma corriente: ninguna herida, ninguna falta de oxígeno, ningún repentino fallo cardíaco o cerebral lo había causado. Era como si sencillamente estuviera dormida, y no se la pudiera despertar.

– Lo sé -dijo Luke-. He estado hablando con ella. Casi sin pausa. -Le lanzó una sonrisa cansada-. Le he contado lo valiente que has sido. Lo orgullosa que estaría de ti. Su hija guerrera.

Algo agudo y doloroso se alzó en el interior de la garganta de la muchacha, y ella lo empujó hacia abajo, apartando la mirada de Luke para dirigirla a la ventana. A través de ella podía ver la pared de ladrillo liso del edificio de enfrente. Allí no había hermosas vistas de árboles o de un río.

– He hecho las compras que me pediste -indicó-. Compré mantequilla de cacahuete, leche, cereales y pan. -Hundió la mano en el bolsillo de los vaqueros-. Tengo el cambio…

– Quédatelo -respondió Luke-. Puedes usarlo para pagarte un taxi de vuelta.

– Simón va a llevarme en coche -informó Clary; comprobó el reloj de mariposas que colgaba del llavero-. De hecho, probablemente esté abajo ahora.

– Estupendo, me alegro de que vayas a pasar un rato con él. -Luke pareció aliviado-. Quédate el dinero de todos modos. Cómprate comida para llevar esta noche.

La muchacha abrió la boca para protestar, luego la cerró. Luke era, como su madre siempre había dicho, una roca en tiempos difíciles, sólida, con la que se podía contar y totalmente inquebrantable.

– Ve a casa luego, ¿de acuerdo? También tú necesitas dormir.

– ¿Dormir? ¿Quién necesita dormir? -Se mofó él, pero ella le vio el cansancio en el rostro cuando volvió a sentarse junto al lecho de su madre y, con delicadeza, alargó la mano para apartar un mechón de pelo del rostro de Jocelyn.

Clary se dio la vuelta con lágrimas en los ojos.

La furgoneta de Eric estaba parada al ralentí junto al bordillo cuando salió por la puerta principal del hospital. El cielo describía un arco en lo alto, con el perfecto azul de un cuenco de cerámica, y se oscurecía hasta alcanzar un tono zafiro sobre el río Hudson, donde el sol empezaba a descender. Simón se inclinó para abrirle la puerta desde dentro, y ella se encaramó al asiento del copiloto.

– Gracias.

– ¿Adonde? ¿De vuelta a casa? -preguntó él, metiendo la furgoneta en el tráfico de la Primera.

– Ni siquiera sé ya dónde está eso -suspiró ella.

Simón la miró de reojo.

– ¿Sintiendo lástima de ti misma, Fray?

Su tono era burlón y tierno. Si ella miraba detrás de él, todavía podía ver las manchas oscuras del asiento trasero en el que había yacido Alec, sangrando sobre el regazo de Isabelle.

– Sí. No. No lo sé -Volvió a suspirar, tirando de un rizo rebelde de cabello cobrizo-. Todo ha cambiado. Todo es diferente. A veces deseo que todo pudiera volver a ser como era antes.

– Yo no -respondió Simón, ante su sorpresa-. ¿Adonde vamos? Al menos dime si a la zona alta o al centro.

– Al Instituto -respondió Clary-. Lo siento -añadió, cuando él efectuó un cambio de sentido terriblemente ilegal.

La furgoneta, girando sobre dos ruedas, chirrió a modo de protesta.

– Debería habértelo dicho antes.

– Ajá -replicó Simón-. No has vuelto allí aún, ¿verdad? No desde…

– No, no desde -repitió Clary-. Jace me telefoneó y me contó que Alec e Isabelle estaban bien. Al parecer sus padres están regresando de Idris, ahora que alguien por fin les ha contado de una vez lo que realmente sucedió. Estarán aquí dentro de un par de días.

– ¿Resultó raro, tener noticias de Jace? -preguntó Simón, con voz cuidadosamente neutral-. Quiero decir, desde que descubriste que…

Su voz se apagó.

– ¿Sí? -preguntó Clary, la voz cortante-. ¿Desde que descubrí qué? ¿Que es un asesino transvertido que abusa sexualmente de los gatos?

– No me sorprende que ese gato suyo odie a todo el mundo.

– Vamos, cállate, Simón -replicó ella, enojada-. Sé a lo que te refieres, y no, no resultó raro. Nunca sucedió nada entre nosotros, de todos modos.

– ¿Nada? -repitió Simón, con la incredulidad patente en su tono.

– Nada -repitió Clary con firmeza, echando un vistazo por la ventanilla para que él no viera cómo se le sonrojaban las mejillas.

Pasaban ante una hilera de restaurantes, y vio el Taki's, brillantemente iluminado en la creciente oscuridad del crepúsculo.

Doblaron la esquina justo cuando el sol desaparecía tras el rosetón del Instituto, inundando la calle situada abajo con una luz nacarina que sólo ellos podían ver. Simón paró frente a la puerta y apagó el motor, agitando nerviosamente las llaves en la mano.

– ¿Quieres que suba contigo?

Ella vaciló.

– No, debería hacerlo yo sola.

Vio cómo una expresión desilusionada aparecía en su rostro, pero se desvaneció en seguida. Simón, se dijo, había crecido una barbaridad durante aquellas últimas dos semanas, igual que le había sucedido a ella. Lo que estaba bien, puesto que no habría querido dejarle atrás. Él era parte de ella, tanto como su talento para dibujar, el aire polvoriento de Brooklyn, la risa de su madre y su propia sangre de cazadora de sombras.

– De acuerdo -accedió Simón-. ¿Necesitarás que te lleve más tarde?

Ella negó con la cabeza.

– Luke me dio dinero para un taxi. ¿Quieres pasarte mañana? -añadió-. Podríamos ver Trigun, preparar unas cuantas palomitas. No me iría mal pasar un buen rato en el sofá.

Simón asintió.

– Eso suena muy bien.

Se inclinó hacia ella, y la besó ligeramente en el pómulo. Fue un beso tan suave como el revoloteo de una hoja, pero ella sintió un escalofrío en los huesos. Le miró.

– ¿Crees que fue una coincidencia? -preguntó.

– ¿Pienso que fue qué una coincidencia?

– ¿Que fuéramos a parar al Pandemónium la misma noche que Jace y los otros aparecieron por allí persiguiendo a un demonio? ¿La noche antes de que Valentine fuera en busca de mi madre?

Simón negó con la cabeza.

– No creo en coincidencias -dijo.

– Yo tampoco.

– Pero tengo que admitir -añadió él- que, coincidencia o no, resultó ser un incidente fortuito.

– Los Incidentes Fortuitos -exclamó Clary-. Aquí tienes un nombre para una banda.

– Es mejor que la mayoría de los que se nos han ocurrido -admitió Simón.

– Apuesto a que sí.

Saltó fuera de la furgoneta, cerrando la puerta de un portazo tras ella, y le oyó tocar el claxon mientras corría por el sendero hacia la puerta situada entre las losas recubiertas de maleza y le saludaba con la mano sin volver la cabeza.

El interior de la catedral estaba fresco y oscuro, y olía a lluvia y a papel mojado. Sus pisadas resonaron con fuerza sobre el suelo de piedra, y pensó en Jace en la iglesia de Brooklyn. «Puede que haya un Dios, Clary, y puede que no lo haya, pero no creo que tenga importancia. En cualquier caso, estamos solos.»

En el ascensor se miró a hurtadillas en el espejo mientras la puerta se cerraba con un sonido metálico a su espalda. La mayoría de los moratones y arañazos se habían curado hasta resultar invisibles. Se preguntó si Jace la había visto alguna vez con un aspecto tan remilgado como el de hoy: se había vestido para acudir al hospital con una falda negra plisada, brillo de labios rosa y una blusa clásica con cuello marinero. Se dijo que parecía que tuviera ocho años.

Tampoco importaba lo que Jace pensara sobre su aspecto, se recordó, ni en aquel momento ni nunca. Se preguntó si se comportarían alguna vez del modo en que lo hacían Simón y su hermana: con una mezcla de aburrimiento y cariñosa irritación. No conseguía imaginarlo.

Oyó los sonoros maullidos antes de que la puerta del ascensor se abriera siquiera.

– Hola, Iglesia -saludó, arrodillándose junto a la bola gris que se retorcía en el suelo-. ¿Dónde está todo el mundo?

Iglesia, que estaba claro que quería que le rascaran la barriga, farfulló ominosamente. Clary se rindió con un suspiro.

– Gato loco -exclamó, rascando con energía-. ¿Dónde…?

– ¡Clary! -Era Isabelle, irrumpiendo en el vestíbulo ataviada con una larga falda roja, los cabellos sujetos en lo alto de la cabeza con pasadores enjoyados-. ¡Es fantástico verte!

Cayó sobre Clary con un abrazo que casi le hizo perder el equilibrio.

– Isabelle -jadeó ella-. También me alegro de verte -añadió, permitiendo que Isabelle tirara de ella para ponerla en pie.

– Estaba tan preocupada por ti -indicó Isabelle con viveza-. Después de que os marcharais a la biblioteca con Hodge, y yo me quedara con Alec, oí un estallido de lo más aterrador; cuando llegué a la biblioteca, desde luego, ya no estabais, y todo estaba desperdigado por el suelo. Y había sangre y una sustancia negra pegajosa por todas partes -Se estremeció-. ¿Qué era esa cosa?

– Una maldición -respondió Clary en voz queda-. La maldición de Hodge.

– Ah, claro -exclamó Isabelle-. Jace me habló de Hodge.

– ¿Lo hizo? -Clary se sorprendió.

– ¿Que consiguió que le quitaran la maldición y se marchó? Sí, me lo contó. Podría haberse quedado para decir adiós, digo yo -añadió la muchacha-. Estoy un tanto decepcionada con él. Pero imagino que tuvo miedo de la Clave. Acabará poniéndose en contacto, apuesto a que sí.

Así que Jace no les había contado que Hodge los había traicionado, se dijo Clary, no muy segura de cómo se sentía respecto a eso. Aunque de todos modos, si Jace intentaba ahorrarle a Isabelle confusión y decepción, quizá ella no debería intervenir.

– En cualquier caso -siguió Isabelle-, fue horrible, y no sé qué habría hecho si Magnus no hubiese aparecido y hecho magia para devolverle la salud a Alec. ¿Es eso una expresión, «hacer magia»? -arrugó las cejas-. Jace nos contó todo lo sucedido en la isla después. En realidad, nos enteramos incluso antes, porque Magnus estuvo hablando por teléfono sobre ello toda la noche. Todo el Submundo era un hervidero. Eres famosa, ya sabes.

– ¿Yo?

– Claro. La hija de Valentine.

Clary se estremeció.

– Entonces supongo que Jace también es famoso.

– Los dos sois famosos -replicó Isabelle con la misma voz llena de vivacidad-. Los famosos hermanos.

Clary miró a Isabelle con curiosidad.

– No esperaba que estuvieras tan contenta de verme, debo admitirlo.

La otra joven se llevó las manos a las caderas con expresión indignada.

– ¿Por qué no?

– No pensaba que yo te gustara tanto.

La vivacidad de Isabelle se desvaneció y bajó los ojos hacia los plateados dedos de los pies.

– Yo tampoco pensaba que así fuera -admitió-. Pero cuando fui a buscaros a ti y a Jace, y habíais desaparecido… -Su voz se apagó-. No me sentí preocupada sólo por él; estaba preocupada también por ti. Hay algo tan… tranquilizador en ti. Y Jace mejora tanto cuando tú estás por aquí.

Los ojos de Clary se abrieron de par en par.

– ¿De veras?

– Sí, de verdad. De algún modo es menos mordaz. No es que sea más amable, sino que deja que uno vea que hay amabilidad en él. -Hizo una pausa-. Y supongo que sentía celos de ti al principio, pero ahora me doy cuenta de que era estúpido. Sólo porque nunca haya tenido una amiga no significa que no pueda aprender a tener una.

– También yo, la verdad -dijo Clary-. ¿Isabelle?

– ¿Sí?

– No tienes que fingir ser amable. Me gustas más cuando simplemente eres tú misma.

– ¿Maliciosa, quieres decir? -inquirió ella, y rió.

Clary estaba a punto de protestar cuando Alec cruzó la entrada balanceándose sobre un par de muletas. Llevaba una pierna vendada, con los vaqueros enrollados hasta la rodilla, y había otro vendaje en su sien, bajo los oscuros cabellos. Aparte de eso, tenía un aspecto extraordinariamente saludable para alguien que había estado a punto de morir cuatro días antes. Agitó una muleta a modo de saludo.

– Hola -dijo Clary, sorprendida de verle levantado y andando-. ¿Estás…?

– ¿Bien? Estoy perfectamente -respondió Alec-. Ni siquiera necesitaré estas cosas dentro de unos pocos días.

Una sensación de culpabilidad obstruyó la garganta de Clary. De no haber sido por ella, Alec no tendría que usar muletas.

– Realmente me alegro de que estés bien, Alec -aseguró, poniendo en su voz toda la sinceridad que pudo reunir.

Alec pestañeó.

– Gracias.

– ¿Así que Magnus te curó? -inquirió la muchacha-. Luke dijo…

– ¡Sí! -exclamó Isabelle-. Fue tan impresionante. Apareció, hizo salir a todo el mundo de la habitación y cerró la puerta. No dejaban de estallar chispas azules y rojas en el pasillo procedentes de debajo del suelo.

– No recuerdo nada de eso -indicó Alec.

– Luego permaneció sentado junto a la cama de Alec toda la noche y hasta la mañana para asegurarse de que despertaba perfectamente -añadió Isabelle.

– Tampoco recuerdo eso -se apresuró a añadir Alec.

Los labios rojos de Isabelle se curvaron en una sonrisa.

– ¿Me pregunto cómo supo Magnus que debía venir? Se lo pregunté, pero no quiso decirlo.

Clary pensó en el papel doblado que Hodge había arrojado al fuego después de que Valentine se marchara. Era un hombre extraño, que se había tomado el tiempo necesario para hacer lo que podía para salvar a Alec incluso a la vez que traicionaba a todos, y a todo, los que le habían importado jamás.

– No lo sé -dijo.

Isabelle se encogió de hombros.

– Imagino que lo oyó en alguna parte. Lo cierto es que parece estar conectado a una enorme red de chismorreos. Es todo un cotilla.

– Es el Gran Brujo de Brooklyn, Isabelle -le recordó Alec, pero no sin cierto tono divertido; luego volvió la cabeza hacia Clary-. Jace está arriba en el invernadero si quieres verle -dijo-. Te acompañaré.

– ¿Tú?

– Claro. -Alec pareció sólo ligeramente incómodo-. ¿Por qué no?

Clary dirigió una ojeada a Isabelle, que se encogió de hombros. Lo que fuera que Alec tramara, no lo había compartido con su hermana.

– Id -dijo ésta-. Yo tengo cosas que hacer de todos modos. -Agitó una mano en su dirección-. Largo.

Se pusieron en marcha por el pasillo juntos. El paso de Alec era rápido, incluso con muletas, y Clary tuvo que correr un poco para mantenerse a su altura.

– Mis piernas son cortas -le recordó.

– Lo siento. -Aminoró el paso-. Oye -empezó-, esas cosas que me dijiste, cuando te chillé respecto a Jace…

– Lo recuerdo -repuso ella con voz queda.

– Cuando me dijiste que tú, ya sabes, que yo era simplemente…, que era porque… -Parecía tener problemas para formar una frase completa, así que volvió a intentarlo-. Cuando dijiste que yo era…

– Alec, no.

– De acuerdo. No importa. -Cerró los labios con fuerza-. No quieres hablar sobre ello.

– No es eso. Es que me siento fatal por lo que dije. Fue horrible. No lo pensaba en absoluto…

– Pero era cierto -afirmó él-. Cada palabra.

– Eso no quiere decir que esté bien -replicó ella-. No todo lo que es cierto necesita ser dicho. Fue mezquino. Y cuando dije que Jace me había dicho que nunca habías matado a un demonio, él dijo que era porque siempre le estabas protegiendo a él y a Isabelle. Era algo bueno lo que decía respecto a ti. Jace puede ser un estúpido, pero… -«Te quiere», estuvo a punto de decir, y se interrumpió-. Nunca ha dicho una mala palabra sobre ti, jamás. Lo juro.

– No tienes que jurar -repuso él-. Ya lo sé.

Sonaba tranquilo, incluso seguro de sí mismo de un modo que ella no le había oído nunca. Le miró, sorprendida.

– Sé que tampoco maté a Abbadon. Pero agradezco que me dijeras que lo había hecho.

Clary lanzó una risa trémula.

– ¿Agradeces que te mintiera?

– Lo hiciste como un gesto de amabilidad -contestó-. Significa mucho que fueras amable conmigo, incluso después de cómo te traté.

– Creo que Jace se habría enojado mucho conmigo por mentirte de no haber estado tan trastornado en aquellos momentos -comentó Clary-. No tan furioso como estaría si supiera lo que te había dicho yo antes, de todos modos.

– Tengo una idea -repuso Alec, sonriendo-. No se lo digamos. Quiero decir que quizá Jace sea capaz de decapitar a un demonio du'sien a una distancia de quince metros sólo con un sacacorchos y una goma elástica, pero a veces creo que no sabe mucho sobre las personas.

– Supongo que sí.

Habían llegado al pie de la escalera de caracol que conducía al tejado.

– No puedo subir. -Alec golpeó la muleta contra un peldaño de metal, y éste lanzó un leve tañido.

– No pasa nada. Puedo encontrar el camino.

El muchacho hizo como si fuera a darse la vuelta, luego volvió a dirigirle una veloz mirada.

– Tendría que haber adivinado que eras la hermana de Jace -dijo-. Los dos poseéis el mismo talento artístico.

Clary se detuvo, con el pie en el primer peldaño. Se sintió desconcertada.

– ¿Jace dibuja?

– Qué va.

Al sonreír, los ojos de Alec se iluminaron igual que lámparas azules, y Clary comprendió qué era lo que Magnus había hallado tan cautivador en él.

– Simplemente bromeaba. Es incapaz de trazar una línea recta.

Con una risita divertida, se alejó balanceándose sobre las muletas. Clary le observó marchar, estupefacta. Un Alec que hacía chistes y bromeaba respecto a Jace era algo a lo que podía acostumbrarse, incluso aunque su sentido del humor fuera un tanto inexplicable.

El invernadero estaba tal y como lo recordaba, aunque el cielo por encima del techo de cristal era de color zafiro en esos momentos. El olor limpio y jabonoso de las flores le despejó la mente. Inspirando profundamente, se abrió paso por entre las hojas y las ramas densamente entrelazadas.

Halló a Jace sentado en el banco de mármol en el centro del invernadero. Tenía la cabeza inclinada, y parecía dar vueltas ociosamente a un objeto que tenía en las manos. Alzó los ojos cuando ella se agachó para pasar bajo una rama, y cerró a toda prisa la mano sobre el objeto.

– Clary -sonó sorprendido-. ¿Qué haces aquí?

– He venido a verte -respondió ella-. Quería saber cómo estabas.

– Estoy perfectamente.

Llevaba vaqueros y una camiseta blanca. Sus moretones no habían desaparecido del todo aún, y eran como manchas oscuras sobre la carne blanca de una manzana. Por supuesto, se dijo, las heridas auténticas eran internas, ocultas a todos los ojos excepto a los del propio Jace.

– ¿Qué es eso? -preguntó, señalando su mano cerrada.

Él abrió los dedos. Un irregular fragmento de algo plateado descansaba sobre la palma, brillando azul y verde en los bordes.

– Un pedazo del espejo Portal.

Clary se sentó en el banco junto a él.

– ¿Ves algo en él?

Jace lo giró un poco, dejando que la luz discurriera sobre él igual que agua.

– Trozos de cielo. Árboles, un sendero… No dejo de inclinarlo, intentando ver la casa solariega. Mi padre.

– Valentine -corrigió ella-. ¿Por qué querrías verle?

– Pensaba que a lo mejor podría ver qué hacía con la Copa Mortal -respondió él de mala gana-. Dónde está.

– Jace, eso ya no es nuestra responsabilidad. No es nuestro problema. Ahora que la Clave sabe por fin lo que ha sucedido, los Lightwood vuelven. Que se ocupen ellos.

Entonces sí que la miró, y ella se preguntó cómo podía ser que fueran hermanos y parecerse tan poco. ¿No podría ella al menos haber conseguido las oscuras pestañas rizadas o los pómulos angulosos? No parecía muy justo.


– Cuando miré a través del Portal y vi Idris -explicó él-, supe exactamente lo que Valentine intentaba hacer; quería ver si yo me vendría abajo. Y no importaba…, yo seguía queriendo ir a casa con más ganas de lo que podría haber imaginado.

Ella meneó negativamente la cabeza.

– No veo qué hay que sea tan fantástico respecto a Idris. No es más que un lugar. Del modo en que Hodge y tú habláis de él… -Se interrumpió.

Jace volvió a cerrar la mano sobre el fragmento.

– Fui feliz allí. Fue el único lugar donde he sido feliz de ese modo.

Clary arrancó un tallo de un arbusto cercano y empezó a quitarle las hojas.

– Sentiste lástima por Hodge. Es por eso que no has contado a Alec y a Isabelle lo que realmente hizo.

Él se encogió de hombros.

– Se acabarán enterando, ya lo sabes.

– Lo sé. Pero no seré yo quien se lo cuente.

– Jace… -La superficie del estanque era verde debido a las hojas caídas-. ¿Cómo pudiste ser feliz allí? Sé lo que pensabas, pero Valentine fue un padre terrible. Mató a tus mascotas, te mintió, y sé que te pegó…, ni siquiera pretendas que no lo hizo.

Un atisbo de sonrisa cruzó por el rostro de Jace.

– Sólo un jueves sí y otro no.

– Entonces cómo…

– Fue la única vez que me sentí seguro sobre quién era. A dónde pertenecía. Suena estúpido, pero… -Se encogió de hombros-. Mato demonios porque es para lo que sirvo y lo que me enseñaron a hacer, pero eso no es quién soy. Y en parte soy bueno en ello porque después de pensar que mi padre había muerto, me quedé… liberado. No había consecuencias. Nadie que llorara. Nadie que sintiera un interés en mi vida porque había tomado parte en dármela. -Su rostro parecía como si hubiese sido esculpido en algo duro-. Ya no siento eso.

El tallo se había quedado totalmente sin hojas; Clary lo arrojó a un lado.

– ¿Por qué no?

– Debido a ti -respondió él-. De no ser por ti, me habría marchado con mi padre a través del Portal. De no ser por ti, iría tras él ahora mismo.

Clary clavó la mirada en el estanque lleno de hojas. La garganta le ardía.

– Pensaba que yo te hacía sentir inquieto.

– He pasado tanto tiempo solo -se limitó a decir él-, que creo que me angustiaba la idea de sentir que pertenecía a alguna parte. Pero contigo siento que pertenezco aquí.

– Quiero que vengas a un sitio conmigo -repuso ella de improviso.

La miró de soslayo. Algo en el modo en que sus claros cabellos dorados le caían sobre los ojos la hizo sentir insoportablemente triste.

– ¿Dónde?

– Esperaba que vinieras al hospital conmigo.

– Lo sabía -Sus ojos se entrecerraron hasta parecer bordes de monedas-. Clary, esa mujer…

– También es tu madre, Jace.

– Lo sé -dijo él-. Pero es una desconocida para mí. Nunca he tenido más que un progenitor, y él se ha ido. Es peor que si estuviera muerto.

– Lo sé. Y sé que de nada sirve decirte lo fantástica que es mi madre, la persona tan estupenda y maravillosa que es y que serías muy afortunado si la conocieras. No te pido esto por ti, te lo pido por mí. Creo que si oyera tu voz…

– Entonces ¿qué?

– Podría despertar. -Le miró con fijeza.

Él le sostuvo la mirada, luego la rompió con una sonrisa…, torcida y un poco maltrecha, pero una auténtica sonrisa.

– Estupendo. Iré contigo. -Se puso en pie-. No tienes que decirme cosas buenas sobre tu madre -añadió-. Ya las conozco.

– ¿Sí?

Jace se encogió ligeramente de hombros.

– Te crió a ti, ¿no es cierto? -Echó un vistazo al tejado de cristal-. El sol casi se ha puesto.

Clary se levantó.

– Deberíamos ir hacia el hospital. Yo pagaré el taxi -añadió en el último momento-. Luke me dio un poco de dinero.

– Eso no será necesario. -La sonrisa de Jace se hizo más amplia-. Ven. Tengo algo que enseñarte.


* * *

– Pero ¿dónde la conseguiste? -inquirió Clary, contemplando la motocicleta posada sobre el borde del tejado de la catedral.

Era de un lustroso verde veneno, con ruedas ribeteadas en plata y brillantes llamas pintadas en el asiento.

– Magnus se quejaba de que alguien se la había dejado fuera de su casa la última vez que dio una fiesta -explicó Jace-. Le convencí para que me la diera.

– ¿Y has volado con ella hasta aquí arriba?

Clary le seguía mirando asombrada.

– Ajá. Empiezo a ser muy bueno en eso. -Pasó una pierna por encima del asiento, y le hizo una seña para que fuera a sentarse detrás de él-. Vamos, te lo mostraré.

– Bueno, al menos esta vez sabes que funciona -repuso ella, colocándose detrás-. Si nos estrellamos en el aparcamiento de un supermercado, te mataré, ¿te enteras?

– No seas ridicula -respondió Jace-. No hay estacionamientos en el Upper East Side. ¿Por qué conducir cuando puedes hacer que te traigan los comestibles a casa?

La moto se puso en marcha con un rugido, ahogando sus carcajadas. Con un chillido, Clary se agarró a su cinturón al mismo tiempo que la motocicleta descendía a toda velocidad por el tejado inclinado del Instituto y salía disparada al espacio.

El viento tiró de sus cabellos a medida que se elevaban más y más por encima de la catedral, por encima de los tejados de los edificios de muchas plantas y los bloques de apartamentos cercanos. Y allí estaba, extendida ante ella como un joyero abierto con descuido, aquella ciudad más populosa y sorprendente de lo que ella había imaginado jamás. Allí estaba el rectángulo verde de Central Park, donde las cortes de las hadas se reunían en las noches de verano; allí estaban las luces de los clubs y bares del centro, el Pandemónium donde los vampiros dejaban transcurrir la noche bailando; allí estaban los callejones de Chinatown por los que los hombres lobo deambulaban sigilosamente durante la noche, con las luces de la ciudad reflejándose en su pelaje. Por allí deambulaban los brujos con sus alas de murciélago y ojos felinos, y ahí abajo, cuando se desviaron para pasar sobre el río, distinguió el veloz centelleo de aletas multicolores bajo la piel plateada del agua, el brillo trémulo de largas melenas salpicadas de perlas, y oyó las agudas y ondulantes risas de las sirenas.

Jace volvió la cabeza para mirar por encima del hombro, con el viento enmarañando sus cabellos.

– ¿En qué piensas? -le gritó.

– Sólo en lo distinto que es todo lo de ahí abajo ahora, ya sabes, ahora que puedo ver.

– Todo ahí abajo es exactamente igual -negó él, inclinando la motocicleta en dirección al East River, dirigiéndose de nuevo hacia el puente de Brooklyn-. Eres tú la que es diferente.

Las manos de Clary se cerraron con fuerza sobre su cinturón a medida que descendían más y más sobre el río.

– ¡Jace!

– No te preocupes. -Sonaba enloquecedoramente divertido-. Sé lo que hago. No pretendo que nos ahoguemos.

Ella entrecerró los ojos para protegerlos del fuerte viento.

– ¿Vas a poner a prueba lo que Alec dijo sobre que algunas de estas motos pueden funcionar bajo el agua?

– No. -Enderezó la motocicleta con cuidado mientras se alejaban de la superficie del agua-. Creo que no es más que un cuento.

– Pero Jace -replicó ella-. Todos los cuentos son ciertos.

No le oyó reír, pero lo notó, vibrando a través de su caja torácica y penetrándole en las yemas de los dedos. Se sujetó con fuerza mientras él dirigía la moto hacia arriba, acelerándola tanto que salió disparada hacia adelante y ascendió como una exhalación a lo largo del puente, igual que un pájaro liberado de una jaula. El estómago le dio un vuelco cuando el río plateado se alejó vertiginosamente y las agujas del puente se deslizaron bajo sus pies, pero en esta ocasión Clary mantuvo los ojos abiertos, para poder contemplarlo todo.

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