Segunda Parte Fiat Luz

12

Mascus Apollo estuvo seguro de la inminencia de la guerra en el momento en que oyó a la tercera esposa de Hannegan decir a una sirvienta que su cortesano favorito había vuelto con la piel intacta de su misión a las tiendas del clan de Oso Loco. El hecho de que hubiese vuelto vivo del campamento nómada quería decir que una guerra se estaba preparando. Significativamente, la misión del emisario era comunicarles a las tribus de las Llanuras que los estados civilizados habían suscrito un acuerdo con el Sagrado Flagelo, referente a las tierras en litigio, y que a partir de aquel momento tomarían dura venganza contra los pueblos nómadas y grupos de bandidos que intentasen cualquier futura incursión. Pero ningún hombre que llevase tal noticia a Oso Loco podía volver con vida. Por ello, Apollo llegó a la conclusión de que el mensaje no fue entregado y que el emisario de Hannegan había ido a las Llanuras con otro propósito. Y este propósito era demasiado evidente.

Apollo se abrió paso educadamente entre el pequeño grupo de huéspedes, sus ojos agudos buscaron al hermano Claret y trataron de atraer su mirada. La elevada figura de Apollo, vestido con una casaca negra y un pequeño ribete de color en la cintura para demostrar su rango, quedaba de relieve, y contrastaba marcadamente con el caleidoscópico remolino de colores que los demás lucían en la sala de los banquetes. No tardó mucho en captar la mirada de su clérigo, y le indicó con un gesto la mesa de los refrescos, que estaba ahora reducida a un desordenado montón de sobras, tazas grasientas y unos cuantos pichones asados, que parecían demasiado cocidos. Apollo removió el sedimento de la ponchera con el cucharón, vio una cucaracha muerta flotando entre las especias y solícitamente le tendió la primera taza al hermano Claret, que se acercaba.

— Gracias, monseñor — dijo Claret, sin ver la cucaracha —. ¿Quería usted hablarme?

— Tan pronto como termine la recepción. En mis habitaciones. Sarkal ha regresado con vida.

— Oh.

— En mi vida he oído un «oh» más lleno de presagios… ¿Deduzco, pues, que comprende sus interesantes implicaciones?

— Ciertamente, monseñor. Quiere decir que el acuerdo fue un fraude por parte de Hannegan e intenta emplearlo en contra…

— ¡Chit! Después.

Los ojos de Apollo le indicaron que se acercaba alguien, y el clérigo se volvió para llenar de nuevo su taza. Su interés quedó prendido allí y no miró a la enjuta figura, vestida de moaré, que avanzaba hacia ellos desde la entrada. Apollo sonrió de modo convencional e hizo una inclinación al hombre. Su apretón de manos fue breve y visiblemente frío.

— Bien, thon, Taddeo — dijo el sacerdote —, su presencia me sorprende. Pensaba que rehuía usted estas reuniones mundanas. ¿Qué tiene de especial la presente para atraer a tan distinguido intelectual? — Y alzó las cejas con burlona perplejidad.

— Como es natural, la atracción es usted — dijo el recién llegado, rivalizando con el sarcasmo de Apollo -; éste es mi único motivo de asistencia.

— ¿Yo? — simuló sorpresa, pero la aseveración era probablemente cierta.

La recepción matrimonial de una media hermana no era suficiente para mover a thon Taddeo a acicalarse con galas de etiqueta y abandonar los claustros del Collegium.

— La verdad es que le he estado buscando todo el día. Me dijeron que estaría aquí. De otro modo… — Miró la sala del banquete y resopló con irritación.

El bufido quebró la fascinación que ataba al hermano Claret a la ponchera y se volvió para inclinarse ante el thon.

— ¿Quiere un poco de ponche, thon Taddeo? — preguntó, ofreciéndole una taza llena.

El intelectual la aceptó con un gesto y la vació de un trago.

— Quería preguntarle algo acerca de los documentos de Leibowitz de que hablamos — le dijo a Marcus Apollo —. Tengo una carta de un hombre llamado Kornhoer, de la abadía. Me asegura que tienen escritos de los últimos años de la civilización europeoamericana.

Si el hecho de haberle asegurado al intelectual lo mismo hacía varios meses irritó a Apollo, su expresión no lo demostró.

— Sí — dijo —. Me han dicho que son auténticos.

— Si es así, me parece muy misterioso que nadie haya oído… pero es igual. Kornhoer me menciona un cierto número de documentos y textos que dicen tener y me los describe. Si es verdad que existen, tengo que verlos.

— ¡Oh!

— Sí. Si se trata de un engaño, tiene que descubrirse, y si no lo es, los datos pueden ser inapreciables.

El prelado frunció el ceño.

— Le aseguro que no hay engaño — dijo rígidamente.

— La carta contiene una invitación para visitar la abadía y estudiar los documentos. Es evidente que han oído hablar de mí.

— No necesariamente — dijo Apollo, incapaz de resistir la oportunidad —. No se interesan mucho por quién lee sus libros, mientras laven sus manos y no deterioren su propiedad.

El intelectual enrojeció. La sugerencia de que podían existir personas cultas que nunca hubiesen oído su nombre no le agradaba.

— Pero entonces — siguió diciendo afablemente Apollo — no tiene ningún problema. Acepte su invitación, vaya a la abadía y estudie sus reliquias. Le recibirán con gusto.

El intelectual bufó irritado ante la sugerencia.

— Y viajar a través de las llanuras en un momento en que el clan Oso Loco está…

Thon Taddeo se calló abruptamente.

— ¿Decía usted? — incitó Apollo.

Su rostro no evidenció haber comprendido, pero una vena empezó a latir en su sien mientras miraba expectante a thon Taddeo.

— Sólo que se trata de un viaje largo y peligroso y no puedo permitirme una ausencia de seis meses del Collegium. Quería discutir la posibilidad de enviar un grupo bien armado de la Guardia Mayor para que traiga los documentos y poder estudiarlos aquí.

Apollo se sintió sofocado y tuvo el impulso infantil de dar un puntapié a la espinilla del intelectual.

— Me temo que es imposible — dijo educadamente —. Pero en cualquier caso, el asunto queda fuera de mi jurisdicción y lamento no poder prestarle ningún servicio.

— ¿Por qué no? — preguntó thon Taddeo —. ¿No es usted el nuncio del Vaticano en la corte de Hannegan?

— Precisamente. Represento a Nueva Roma, no a las órdenes monásticas. El gobierno de una abadía está en manos de su abad.

— Pero con un poco de presión por parte de Nueva Roma…

El impulso de darle una patada volvió con fuerza.

— Será mejor que lo discutamos después — dijo secamente monseñor Apollo —. Esta tarde en mi despacho, si así lo desea. — Se volvió a medias y miró hacia atrás interrogadoramente como diciendo: «¿Y bien?».

— Allí estaré — dijo con severidad el intelectual, y se marchó.

— ¿Por qué no le dijo llanamente que no al instante? — dijo, colérico, Claret cuando una hora después estuvieron solos en las habitaciones de la Embajada —. ¿Transportar en esta época reliquias invalorables a través de un país de bandidos? No hay ni que pensar en ello, monseñor.

— Ciertamente.

— Entonces, ¿por qué…?

— Dos razones. Primero, thon Taddeo es pariente de Hannegan y tiene bastante influencia. Tenemos que ser corteses con César y sus parientes nos guste o no. Segundo, empezó a decir algo sobre el clan de Oso Loco y luego se paró. Creo que sabe lo que va a suceder. No voy a convertirme en un espía, pero si él facilita alguna información, nada nos impide incluirla en el informe que usted va a entregar personalmente a Nueva Roma.

— Yo. — El ayudante parecía sorprendido —. ¿A Nueva Roma…? Pero qué…

— No grite tanto — dijo el nuncio, mirando hacia la puerta —. Tengo que enviarle a Su Santidad mi parecer de la situación y hacerlo rápido. Pero se trata de la clase de cosas que uno no se atreve a dar por escrito. Si Hannegan interceptase un despacho de esta clase, usted y yo probablemente seríamos encontrados flotando boca abajo en el Red River. Si los enemigos de Hannegan interceptasen un despacho de esa clase, quizás éste encontraría justificado el colgarnos públicamente como espías. El martirio está muy bien, pero primero tenemos algo que hacer.

— ¿Debo llevar el informe verbalmente al Vaticano? — murmuró el hermano Claret, sin agradarle demasiado la idea de cruzar un país hostil.

— Tiene que hacerlo. Por si surgen sospechas en la corte, thon Taddeo puede, es una posibilidad, darnos una excusa para su salida repentina hacia la abadía de San Leibowitz o Nueva Roma, o a los dos sitios. En caso de que se levanten sospechas en la corte trataré de desviarlas.

— ¿Y la esencia del mensaje que debo llevar, monseñor?

— Que la ambición de Hannegan de unir el continente bajo una dinastía no es un sueño tan disparatado como habíamos supuesto. Que el acuerdo del Sagrado Flagelo es probablemente un fraude por parte de Hannegan y que piensa emplearlo para conseguir que tanto el Imperio de Denver como la nación Laredana entren en conflicto con los nómadas de las Llanuras. Si las fuerzas laredanas se ven envueltas en una batalla improvisada con Oso Loco, no se necesitará mucho empuje para que el Estado de Chihuahua ataque a Laredo desde el sur. Después de todo, hay allí una vieja enemistad. Hannegan, claro está, es capaz entonces de marchar victoriosamente hacia el río Laredo. Con Laredo bajo su puño, puede vislumbrar ante sí una acometida contra Denver y la República de Mississippi, sin preocuparse por una puñalada en la espalda desde el sur.

— ¿Cree que es posible que Hannegan lo haga, monseñor?

Marcus Apollo iba a contestar, pero cerró lentamente la boca. Se acercó a la ventana y miró a la ciudad bajo el sol, una ciudad desordenadamente desperdigada, construida en su mayor parte de los restos de otras épocas. Una ciudad en la que las calles no seguían un modelo establecido, pues había crecido lentamente sobre una antigua ruina, como quizás algún día alguna otra ciudad crecería sobre las ruinas de ésta.

— No lo sé — contestó en voz baja —. En esta época en que vivimos, es difícil condenar a cualquier hombre que quiera unir este continente cruel. Aun con medios tan… Pero no, no quiero decir esto. — Suspiró pesadamente —. De cualquier manera, nuestros intereses no son los de los políticos. Ante todo, tenemos que prevenir a Nueva Roma de lo que se avecina, pues, sea lo que fuere, la Iglesia se verá afectada por ello. Y previniéndola, quizá consigamos mantenerla fuera de la disputa.

— ¿Lo cree de verdad?

— Claro que no — dijo suavemente el sacerdote.


Thon Taddeo Pfardentrott llegó al despacho de Marcus Apollo a tan temprana hora del día, que aún podía ser interpretada como tarde. Sus modales habían cambiado de modo visible desde el banquete. Sonrió cordialmente y evidenciaba una nerviosa ansiedad en su modo de hablar. «Este tipo va detrás de algo que desea de tal forma que ha decidido ser incluso educado para conseguirlo», se dijo Marcus. Quizá la lista de antiguos escritos proporcionada por los monjes de la abadía de Leibowitz había impresionado al thon más de lo que quería admitir. El nuncio se hallaba preparado para un combate de esgrima, pero la evidente agitación del intelectual lo convertía en una víctima demasiado fácil, y Apollo contuvo su deseo de un duelo verbal.

— Esta tarde hubo una reunión de la facultad en el Collegium — dijo thon Taddeo, tan pronto se sentaron —. Hablamos de la carta del hermano Kornhoer y de la lista de los documentos.

Hizo una pausa como si dudase en abordar el tema. La grisácea luz, que a su izquierda penetraba por la ventana, hizo parecer su cara pálida e intensa. Sus grandes ojos grises buscaron al sacerdote como midiéndole y llegando a conclusiones.

— ¿Deduzco que hubo escepticismo?

Los ojos grises se bajaron momentáneamente y se alzaron rápidamente.

— ¿Debo ser cortés?

— No se preocupe — dijo Apollo, conteniendo una sonrisa.

— Hubo escepticismo. Aunque la palabra mejor aplicada es «incredulidad». Mi idea es que si tales papeles existen, son probablemente falsificaciones de varios siglos de antigüedad. Dudo que los monjes que actualmente habitan la abadía traten de perpetuar un engaño. Como es natural, deben creer válidos los documentos.

— Es muy amable al absolverlos — dijo Apollo, ásperamente.

— Dije que podía ser cortés. ¿Quiere que lo sea?

— No, siga usted.

El thon se levantó y fue a sentarse junto a la ventana. Miró hacia las nubes amarillentas en el oeste y golpeó suavemente el antepecho mientras hablaba.

— Los documentos. Más allá de lo que pensemos de ellos, la idea de que tales documentos puedan todavía existir intactos, de que haya la más remota posibilidad de su existencia, es tan excitante, que debemos investigarlos inmediatamente.

— Muy bien — dijo Apollo, un poco divertido —. Le invitaron. Pero dígame: ¿qué es lo que hay de excitante en esos documentos?

El estudioso le miró rápidamente.

— ¿Está usted al tanto de mi trabajo?

El prelado dudó. Estaba enterado, pero si lo afirmaba se vería obligado a admitir, en conciencia, que el nombre de thon Taddeo se mencionaba junto con nombres de filósofos naturales muertos hacía mil y más años, pese a que el thon aún no había cumplido los treinta. El sacerdote no se sentía muy deseoso de hacer constar que aquel joven científico podía convertirse en uno de aquellos raros afloramientos de genio humano, que aparecían sólo un par de veces por siglo para revolucionar un campo entero del pensamiento de un vasto golpe… Tosió excusándose.

— Debo admitir que no he leído muchos de…

— Es igual. — Kardentrott desechó la excusa con un gesto —. En su mayor parte es altamente abstracto y aburrido para el profano en la materia. Son teorías de esencia eléctrica. Movimiento planetario. La atracción de los cuerpos. Sólo trata estos temas. Kornhoer menciona nombres como Laplace, Maxwell y Einstein… ¿Significan algo para usted?

— No mucho. La historia los menciona como filósofos naturales, ¿verdad? Son anteriores al colapso de la última civilización. Creo que además se les nombra en una de las hagiologías paganas, ¿no es así?

El erudito asintió.

— Y esto es todo lo que se sabe de ellos o de su obra. De acuerdo con nuestros historiadores, que no merecen excesiva confianza, eran físicos. Responsables del rápido encumbramiento de la cultura europeoamericana, dicen. Los historiadores no dicen más que trivialidades sobre ellos. Ya casi los había olvidado. Pero las descripciones que hace Kornhoer de los documentos antiguos que dicen tener pueden haber sido tomadas de textos físicos de alguna especie. ¡Es imposible!

— ¿Pero usted desea asegurarse?

— Tenemos que estar seguros. Ahora que ha surgido, quisiera no haber oído nunca hablar de ello.

— ¿Por qué?

Thon Taddeo estaba observando algo que había en la calle y le hizo una seña al sacerdote.

— Venga aquí un momento y le mostraré el porqué.

Apollo salió de detrás de su mesa y miró hacia la enlodada calle que había al otro lado del muro que rodeaba el palacio, barracas y edificio del Collegium, separándolos del bullicio de la ciudad plebeya. El estudioso señalaba la figura sombría de un campesino que al oscurecer conducía un asno hacia su casa. Los pies del hombre estaban envueltos en tela de arpillera y el lodo había formado una costra tan dura a su alrededor, que parecía casi incapaz de levantarlos. Pero seguía avanzando pesadamente, movía un pie tras otro y descansaba medio segundo entre paso y paso. Parecía estar demasiado cansado como para quitarse el lodo. — No sube al asno — declaró thon Taddeo —, porque esta mañana lo llevaba cargado de maíz. No se le ocurre que los sacos están ahora vacíos. Lo que es normal por la mañana también lo es por la tarde.

— ¿Le conoce?

— También pasa bajo mi ventana. Todas las mañanas y también por las tardes. ¿No lo había visto nunca?

— A mil como él.

— Mire. ¿Puede usted llegar a creer que ese bruto es el descendiente por línea directa de los hombres que según parece inventaron las máquinas voladoras, que iban a la Luna, que apresaron las fuerzas de la naturaleza, construyeron máquinas que podían hablar y parecían pensar? ¿Puede usted creer que tales hombres existieron?

Apollo se quedó en silencio.

— Mírelo — insistió el erudito —. No, ahora está demasiado oscuro. No puede usted ver los brotes de la sífilis en su cuello, el modo como el puente de su nariz está desapareciendo carcomido. Paresia. Pero para empezar, no hay duda de que se trata de un retrasado mental. Inculto, supersticioso, asesino. Maltrata a sus hijos. Por pocas monedas los mataría. Cuando sean lo suficientemente grandes para ser útiles, los venderá. Mírelo y dígame si ve en él la progenie de una civilización en un tiempo poderosa. ¿Qué ve usted?

— La imagen de Cristo — rechinó el prelado, sorprendido ante su súbita rabia —. ¿Qué esperaba que viese?

El estudioso resopló impaciente.

— La incongruencia. Hombres como éste se pueden ver a través de cualquier ventana, y hombres como los historiadores quisieran hacernos creer que una vez fueron. No puedo aceptarlo. ¿Cómo es posible que una civilización tan grande y sabia se haya destruido a sí misma de modo tan completo?

— Quizá siendo materialmente grandes y materialmente sabios, nada más — dijo Apollo.

Fue a encender un candelabro, porque la media luz se convertía rápidamente en oscuridad. Golpeó el acero y el pedernal hasta que la chispa prendió y la sopló suavemente en la mecha.

— Quizá, pero lo dudo — dijo thon Taddeo.

— Entonces, ¿tilda usted toda la historia de mito?

Una llama sobresalió de la chispa.

— No la tildo de nada. Pero debe ser discutida. ¿Quién escribió sus historias?

— Las órdenes monásticas, claro está. Durante los siglos de oscuridad no había nadie más que lo hiciese.

Traspasó la llama al pábilo.

— ¡Ya está! Esto es. Y durante el tiempo de los antipapas, ¿cuántas órdenes cismáticas fabricaron su propia versión de las cosas, haciendo pasar sus narraciones como la labor de los antiguos? No podemos estar seguros, no podemos estar realmente seguros. No puede negarse que hubo en este continente una civilización más avanzada que la que ahora tenemos. Para saberlo no hay más que mirar los escombros y el metal retorcido. Se puede excavar una cinta de arena depositada por el viento y encontrar sus destruidas carreteras. Pero ¿dónde está la evidencia de esa clase de máquinas que, según sus historiadores, tenían en aquel tiempo? ¿Dónde están los restos de los carros que avanzaban solos o de las máquinas voladoras?

— Convertidas en azadones y rejas de arado.

— Si existieron.

— Si lo duda, ¿por qué molestarse en estudiar los documentos de Leibowitz?

— Porque la duda no implica negación. La duda es una poderosa herramienta que debería ser aplicada a la historia.

El nuncio sonrió forzadamente.

— ¿Y qué quiere que yo haga acerca de ello, sabio thon?

El intelectual avanzó el cuerpo ansiosamente.

— Escríbale al abad del lugar. Asegúrele que los documentos serán tratados con el mayor cuidado y serán devueltos después de ser examinados para comprobar su autenticidad y estudiar su contenido.

— Qué seguridad quiere que le dé, ¿la suya o la mía?

— La de Hannegan, la suya y la mía.

— Sólo puedo darle la suya y la de Hannegan. Yo no tengo tropas.

El erudito enrojeció.

— Dígame — añadió apresuradamente el nuncio —, ¿por qué, dejando de lado los bandidos, insiste en ver aquí los documentos en vez de ir a la abadía?

— La mejor razón que puede dar al abad es que si los documentos son auténticos, si tenemos que examinarlos en la abadía, una sola confirmación no significará mucho para los otros estudiosos seglares.

— ¿Quiere decir que sus colegas pueden pensar que los monjes le han engañado?

— Pues sí, podría inferirse algo semejante. Pero también es importante pensar que si los traen aquí, pueden ser examinados por todos los miembros del Collegium que están calificados para dar su opinión. Y los thons visitantes de otros principados también podrán verlos. Pero no es posible llevar a todo el mundo al desierto durante seis meses.

— Comprendo su opinión.

— ¿Enviará la petición a la abadía?

— Sí.

Thon Taddeo pareció sorprenderse.

— Pero será su petición, no la mía. Y para ser justos debo decirle que no creo que dom Paulo, el abad, diga que sí.

El thon, sin embargo, pareció quedar satisfecho. Cuando se hubo marchado, el nuncio llamó a su secretario.

— Mañana saldrá hacia Nueva Roma — le dijo.

— ¿Vía a la abadía Leibowitz? — preguntó éste.

— A la vuelta venga por aquel camino. El informe a Nueva Roma es urgente.

— Sí, monseñor.

— En la abadía dígale a dom Paulo que Sheba espera que Salomón vaya a ella, llevando regalos. Entonces será mejor que se tape los oídos. Cuando la explosión haya terminado, vuelva; que yo pueda decirle a thon que no.

13

El tiempo se desliza lentamente en el desierto y hay pocos cambios que marquen su paso. Dos estaciones habían transcurrido desde que dom Paulo había negado la solicitud del otro lado de las Llanuras; pero sólo hacía unas semanas que el asunto había quedado resuelto. ¿Lo estaba realmente? Era evidente que a Texarkana no le agradaba el resultado.

Aquel anochecer, el abad paseaba alrededor de los muros de la abadía con la mandíbula hacia delante, como un viejo peñasco patilludo contra las posibles oleadas del mar de los acontecimientos. Su cabello ralo flotaba en blancos penachos en el viento del desierto, que arrollaba su hábito apretadamente sobre el cuerpo encorvado, haciéndolo parecer como un demacrado Ezequiel con una pequeña barriga curiosamente redonda. Metía sus rugosas manos entre las mangas y de vez en cuando miraba a lo lejos al otro lado del desierto hacia el pueblo de Sanly Bowitts. La luz rojiza proyectaba su sombra a través del patio, y los monjes que la veían al cruzarlo observaban perplejos al anciano. últimamente su superior parecía estar de mal humor y sometido a extraños presentimientos. Se murmuraba que se acercaba el momento en que un nuevo abad sería nombrado como maestro de los hermanos de san Leibowitz. Se comentaba que el anciano no estaba bien, nada bien. Se decía que si el abad oía lo que decían, el murmurador debería saltar velozmente al otro lado del muro. El abad se había enterado, pero por una vez se daba el gusto de no hacerles caso. Sabía que lo que se murmuraba era cierto.

— Léamelo de nuevo — le dijo abruptamente al monje que estaba quieto a su lado.

El monje encapuchado se acercó despacio en dirección al abad.

— ¿Cuál, dómine? — preguntó.

— Ya lo sabe.

— Sí, reverendo.

El monje se rebuscó una manga. Parecía estar repleta de documentos y correspondencia; después de un momento, encontró lo que buscaba. Pegada en el rollo estaba la etiqueta:


SUB IMMUNITATE APOSTOLICA HOC SUPPOSITUM EST QUISQUIS NUNTIUM MOLESTARE AUDEAT IPSO FACTO EXCOMMUNICETUR

DET: R'dissimo Domno Paulo de Pecos, AOL, Abbati (Monasterio de los hermanos de Leibowitz, en las afueras del pueblo de Sanly Bowitts, desierto del sudoeste, Imperio de Denver.) C.I. SALUTEM DICIT: MarcusApollo.

Papatiae Apocrisarius Texarkanae.


— De acuerdo, éste es. Léalo — dijo impaciente el abad.

«Accedite ad eum…» El monje se persignó y murmuró la acostumbrada bendición de los textos; pronunciada antes de leer o escribir, de modo casi tan meticuloso como la bendición de los alimentos. Porque la preservación de la cultura y el estudio, a través de un negro milenio, había sido la tarea de los hermanos de Leibowitz, y aquellos pequeños rituales ayudaban a mantener la labor en su punto justo.

Terminada la bendición, mantuvo el rollo en alto contra la luz del sol para que se hiciese transparente.

«Iterum oportet apponere tibi crucem ferendam, amice.»

Su voz era un débil sonsonete mientras sus ojos entresacaban las palabras del bosque de adornos superfluos. El abad se apoyó en el parapeto para escuchar, mientras miraba los buitres volando en círculos sobre la mesa de Last Resort.

De nuevo es necesario imponerle una cruz para ser llevada, viejo amigo y pastor de los miopes ratones de biblioteca — zumbó la voz del lector — Pero quizá la carga de la cruz tenga el sabor del triunfo. Según parece, después de todo, Sheba se reunirá con Salomón, probablemente con la idea de denunciarlo como un charlatán.

La presente es para notificar que thon Taddeo Pfardentrott D. N. Sc. Sabio entre Sabios, Erudito entre los Eruditos, Rubio hijo Natural de cierto príncipe y regalo de Dios para una «generación que despierta», se ha decidido finalmente a visitarle, habiendo perdido toda esperanza de transportar vuestra Memorabilia a su justo reino. Llegará hacia la Festividad de la Asunción, si logra evitar los grupos de «bandidos» en el camino… Traerá sus dudas y un pequeño grupo de caballería armada, cortesía de Hannegan II, cuya corpulenta persona está aún en este momento agitándose a mi alrededor mientras escribo, gruñendo y frunciendo el ceño ante estas líneas que Su Supremacía me ha ordenado escribir, y en las que Su Supremacía espera aclame a su primo, el thon, en la esperanza de que le honrará usted adecuadamente. Pero ya que el secretario de Su Supremacía está en cama con un ataque de gota, ¡trataré de ser sincero!

Primero permítame que le prevenga acerca de esa persona, thon Taddeo. Trátelo con su acostumbrada caridad, pero no se fíe de él. Es un estudioso brillante, pero un estudioso seglar y un cautivo político del Estado. Aquí, Hannegan es el Estado. También debo informarle que el thon es bastante anticlerical. Después de su embarazoso nacimiento, fue enviado a un monasterio de benedictinos y… Pero no, pregúntele al correo lo sucedido…

El monje apartó los ojos de su lectura. El abad seguía mirando los buitres sobre Last Resort.

— ¿Sabe cuál ha sido su infancia, hermano? — preguntó dom Paulo.

El monje asintió.

— Siga leyendo.

La lectura continuó, pero el abad ya no escuchaba. Conocía la carta casi de memoria, pero seguía pensando que había algo que Marcus Apollo había tratado de decirle entre líneas y que él, dom Paulo, no conseguía comprender. Pero ¿qué era? El tono de la carta era levemente impertinente, pero parecía estar llena de ominosas incongruencias que probablemente fueron escritas para añadir alguna sencilla y oscura congruencia. ¡Si sólo pudiese saber cuál! ¿Qué peligro entrañaba el dejar que un erudito seglar estudiase en la abadía?

El propio thon Taddeo, según el correo portador de la carta, fue educado en el monasterio de los benedictinos, donde se le había llevado de niño para evitar complicaciones a la esposa de su padre. El padre del thon era el tío de Hannegan, pero su madre era una sirvienta. La duquesa, esposa legítima del duque, nunca había protestado de los galanteos del duque, hasta que esta criada le dio a él el hijo que siempre deseara; en aquel momento lo lloró como injusto. Ella sólo había podido darle hijas, y ser vencida por una plebeya atrajo su ira. Envió lejos al niño, azotó y despidió a la sirvienta y retuvo de nuevo al duque absolutamente dominado. Habiendo decidido que para recuperar su honor tenía que darle un hijo, le dio tres niñas más. El duque esperó pacientemente quince años, y cuando ella murió de parto — de otra niña —, fue rápidamente a los benedictinos para reclamar al muchacho y designarlo su heredero.

Pero el joven Taddeo de Hannegan-Pfardentrott se había convertido en un muchacho amargado. Pasó de la infancia a la adolescencia viendo la ciudad y el palacio donde su primo estaba siendo preparado para el trono. Si su familia le hubiese ignorado por completo, quizás habría madurado sin sentir su vida de paria. Pero tanto su padre como la sirvienta, cuyo seno le había cobijado, acudían a visitarle con la frecuencia suficiente como para recordarle que había sido engendrado de los humanos y no de las piedras; y así se daba vagamente cuenta de que le privaban del amor al cual tenía derecho. Y entonces también el príncipe Hannegan llegó al mismo monasterio para realizar un año de estudios; gobernó y ganó a su primo bastardo en todo, excepto en agudeza mental. El joven Taddeo odió al príncipe con una furia tranquila y decidió distanciarse de él lo más posible por medio del estudio. Sin embargo, la carrera resultó una farsa; el príncipe abandonó la escuela monástica al año siguiente, tan inculto como había llegado, y no se volvió a pensar en su educación. Mientras tanto, su exiliado primo continuó solo la carrera y ganó altos honores; pero su victoria fue vana porque a Hannegan no le importó.

Thon Taddeo llegó a despreciar a toda la corte de Texarkana pero con juvenil inconsciencia volvió voluntariamente a aquella corte para ser finalmente legitimado como el hijo de su padre, y al parecer perdonó a todos menos a la difunta duquesa, que lo había exiliado, y a los monjes, que lo habían cuidado durante su exilio.

«Quizá piensa que nuestro claustro es un lugar de prisión vil», se dijo el abad.

Tendría amargos recuerdos, otros que se confundían con sus fantasías.

Tal vez algunos que sólo eran imaginarios.

…Semillas de controversia en el campo de la Nueva Cultura — continuó el lector —. Así que preste atención y vigile los síntomas.

Pero, por otra parte, no sólo Su Supremacía, sino los dictados de la caridad y la justicia quieren que se lo recomiende como un hombre de buenas intenciones o, por lo menos, que se le considere sin malicia, como la mayoría de esos educados y caballerosos paganos (y paganos seguirán siendo, a pesar de todo). Si es usted firme y cuidadoso, amigo mío, él sabrá comportarse, pero tenga cuidado.

Tiene una mente como un mosquete cargado capaz de dispararse en cualquier dirección.

Confío, sin embargo, que el tener que convivir con él durante un tiempo no resulte un problema demasiado gravoso para su ingenio y hospitalidad.

Quidam nihi calix nuper expletur, Paule. Precamini ergo.

Texarkanae datum est Octava Ss Petri et Pauli, Anno Domini termillesimo…

— Veamos de nuevo el sello — dijo el abad.

El monje le tendió el rollo. Dom Paulo se lo acercó a los ojos para observar las letras borrosas que habían sido impresas en el fondo del pergamino mediante un sello de madera muy poco entintado.


CON EL VISTO BUENO DE HANNEGAN 11, POR LA GRACIA DE DIOS PADRE, GOBERNANTE DE TEXARKANA, DEFENSOR DE LA FE Y VAQUERO SUPREMO DE LAS LLANURAS.

SU MARCA: X


— Quisiera saber si Su Supremacía hizo que alguien le leyese la carta más tarde — se preocupó el abad.

— ¿De ser así, reverendo, cree que la carta hubiese sido enviada?

— Supongo que no; pero la ligereza bajo las narices de Hannegan, a pesar de la incultura del alcalde, no es el estilo de Marcus Apollo, a menos que tratase de decirme algo entre líneas y no se le ocurriese un modo seguro de hacerlo. Esta última parte en la que menciona cierto cáliz que teme no desaparecerá. Está claro que hay algo que le preocupa, pero ¿qué? Éste no es el estilo de Marcus, no lo es de ningún modo.

Varias semanas habían transcurrido desde la llegada de la carta; durante aquellas semanas, dom Paulo durmió mal y sufrió una recaída en sus viejos achaques gástricos. Meditó mucho sobre el pasado en busca de algo que pudiese haber sido hecho de modo diferente para poder conjurar el futuro. «¿Qué futuro?», se preguntó. No parecía existir ninguna razón lógica para esperar problemas. La animosidad entre los monjes y los lugareños había desaparecido, ningún signo de agitación venía de las tribus de pastores del norte y el este, la imperial Denver no llevaba adelante su intento de aumentar los impuestos de las congregaciones monásticas. No se hallaban tropas en la vecindad. El oasis seguía proporcionando agua y no parecía haber ninguna amenaza de plaga entre los hombres y los animales. Aquel año, el maíz florecía bien en los campos irrigados. El mundo daba señales de progreso y el pueblo de Sanly Bowitts lograba el fantástico porcentaje de un ocho por ciento de letrados… por el que sus habitantes podían, aunque no lo hacían, dar las gracias a los monjes de la orden de Leibowitz.

Y sin embargo, tenía malos presentimientos. Alguna amenaza sin nombre estaba al acecho a la vuelta de la esquina del mundo, esperando que el sol se alzase nuevamente. Aquella sensación lo consumía y molestaba tanto como un enjambre de insectos hambrientos que zumban alrededor de la propia cara bajo el sol del desierto. Tenía la sensación de lo inminente, lo implacable, lo insensato; algo se enroscaba como un crótalo enloquecido por el sol, preparado a atacar a la menor señal.

Era un diablo con quien trataba de luchar desesperadamente, decidió el abad, pero un diablo muy evasivo. Su demonio era muy pequeño, como lo son todos; sólo le llegaba a la altura de la rodilla, pero pesaba diez toneladas y tenía la fuerza de quinientos bueyes. No lo llevaba la malicia, como imaginaba dom Paulo, no tanto como estaba empujado por un loco apremio, algo parecido al comportamiento de un perro rabioso. Clavaba los dientes, huesos y uñas en la carne tan sólo porque se había condenado a sí mismo y la maldición creaba un censurable apetito insaciable. Y era malévolo porque había negado a Dios y la negación se había convertido en parte de su esencia o un defecto en ella. En algún punto, se dijo dom Paulo, se movía entre un mar de hombres y dejaba una estela de mutilados.

«¡Qué tonterías, viejo! — se reprendió a sí mismo —. Cuando estás cansado de vivir, los simples cambios te parecen malévolos, ¿no es así? Porque cualquier cambio estorba la paz letal del cansancio de la vida. Existe el diablo, claro que sí, pero no le carguemos con más de lo que su condenación merece. ¿Tan cansado estás de la vida, viejo fósil?»

Pero el presentimiento persistió.

— ¿Cree usted que los buitres se habrán comido ya al viejo Eleazar? — dijo una voz tranquila a su espalda.

Sobresaltado, dom Paulo miró a su alrededor en la penumbra. La voz pertenecía al padre Gault, el prior y su probable sucesor. Tenía una rosa entre sus dedos y parecía lamentar haber turbado la soledad del anciano.

— ¿Eleazar? ¿Se refiere a Benjamín? ¿Ha tenido noticias de él?

— Pues no, padre abad — rió, incómodo —. Pero parecía estar usted mirando hacia la meseta y me dije que quizá pensaba en el viejo judío. — Miró hacia la montaña en forma de yunque, que se recortaba contra el cielo grisáceo en el oeste —. Se ve un penacho de humo, lo que me hace suponer que sigue vivo.

— No tendríamos que suponerlo — dijo abruptamente dom Paulo —. Voy a cabalgar hasta allí para hacerle una visita.

— Habla usted como si pensase salir esta misma noche — dijo Gault, intentando contener una sonrisa.

— Dentro de un par de días.

— Es mejor que tenga cuidado. Dicen que tira piedras a los escaladores.

— Hace cinco años que no le veo — confesó el abad —. Y esto me avergüenza. Está solo. Iré.

— Si está solo, ¿por qué insiste en vivir como un eremita?

— Para escapar de la soledad… en un mundo joven.

El joven monje se echó a reír.

— Quizás eso tenga sentido para él, dómine, pero no lo llego a comprenden.

— Lo hará cuando tenga mi edad o la suya.

— No espero llegar a tan viejo. Dice tener miles de años. El abad sonrió evocadoramente.

— Y sabe usted, no puedo ponerlo en duda. Le conocí cuando sólo era un novicio, hace cincuenta años, y juraría que parecía tan viejo entonces como ahora. Debe de tener más de cien años.

— Él dice que tres mil doscientos nueve. A veces hasta más. Creo que incluso está convencido de ello. Una locura interesante.

— No estoy tan seguro de que esté loco, padre. Tan sólo tiene el juicio desviado. ¿Para qué quería verme?

— Tres pequeños problemas. Primero, ¿cómo sacamos al poeta de las habitaciones de los huéspedes reales, antes de la llegada de thon Taddeo? Estará aquí en unos días, y el poeta parece haber echado raíces.

— Yo me encargo del poetastro. ¿Qué más?

— Las vísperas. ¿Estará usted en la iglesia?

— No, hasta completas. Encárguese usted. ¿Qué más?

— Hay una disputa en el sótano, acerca del experimento del hermano Kornhoer.

— ¿Quién y cómo?

— Pues lo absurdo del asunto es que el hermano Armbruster tiene la actitud de vespero mundi expectando mientras que para el hermano Kornhoer es el amanecer de los milenios. Kornhoer hace un poco de espacio para colocar una pieza de su equipo. Armbruster grita: «¡Perdición!». El hermano Kornhoer grita: «¡Progreso!», y empiezan de nuevo las discusiones. Después vienen a mí, enfurecidos, echando pestes para que lo resuelva. Los regaño por no haberse dominado, y durante diez minutos se tratan mutuamente como corderitos o cervatillos. Seis horas después, el piso de la biblioteca tiembla por los rugidos del hermano Armbruster: «¡Perdición!». Puedo resolver los estallidos, pero parece existir un problema básico.

— Más bien una brecha en la conducta, diría yo. ¿Qué quiere que haga? ¿Excluirlos del altar?

— Todavía no, pero puede llamarles la atención.

— Está bien. Estudiaré el asunto. ¿Es todo?

— Sí, dómine. — Empezó a alejarse, pero se detuvo —. Por cierto, ¿cree usted que el artefacto del hermano Kornhoer funcionará?

— ¡Espero que no! — bufó el abad.

El padre Gault pareció sorprenderse.

— Pero, entonces, ¿por qué le deja?

— Porque al principio sentía curiosidad. Pero hasta el momento su trabajo ha creado tantos problemas, que lamento haberle permitido empezar.

— ¿Por qué no le detiene?

— Porque espero que quede reducido a un absurdo sin necesidad de mi intervención. Si su experiencia fracasa, lo hará justo a tiempo de la llegada de thon Taddeo. Ésta sería la más acertada forma de mortificación para el hermano Kornhoer para recordarle su vocación, antes de que empiece a creer que fue llamado a la vida religiosa principalmente con el propósito de construir un generador de esencias eléctricas en el sótano del monasterio.

— Pero, padre abad, tendrá que admitir que si resulta un éxito será un gran logro.

— No tengo que admitir nada — dijo secamente dom Paulo.

Cuando Gault se hubo marchado, el abad, después de un breve debate consigo mismo, decidió arreglar el problema del poetastro antes que el de «progreso — contra — perdición». La solución más sencilla para el problema del poeta era sacarlo de las habitaciones reales y, de ser posible, de la propia abadía, de su vecindad, vista, oído y pensamiento. ¡Pero no cabía esperar poder deshacerse del poetastro de un modo simple!

El abad abandonó el muro y cruzó el patio hacia el pabellón de los huéspedes. Avanzaba a tientas, pues los edificios eran como monolitos de sombra bajo las estrellas, y sólo algunas ventanas brillaban a la luz de las velas. Las de las habitaciones reales estaban oscuras, pero el poeta tenía un horario excéntrico y podía muy bien estar allí.

En el interior del edificio buscó la puerta de la derecha, la encontró y llamó. No obtuvo una respuesta inmediata, pero oyó un débil sonido, parecido a un balido, que podía proceder tanto del interior como del exterior de la habitación. Llamó de nuevo y trató de girar el pomo. La puerta se abrió.

La luz rojiza de una estufa de carbón suavizaba la oscuridad; la habitación olía a comida rancia.

— ¿Poeta?

De nuevo escuchó el débil balido, pero esta vez más cerca. Se dirigió a la estufa, removió un carbón incandescente y encendió una astilla de leña. Miró a su alrededor y se estremeció ante el desorden de la habitación. Estaba vacía. Encendió una lámpara de aceite y fue a explorar el resto de las dependencias. Tendrían que ser limpiadas y fumigadas a fondo (y quizá también exorcizadas) antes de la llegada de thon Taddeo. Tuvo el deseo de obligar al poetastro a hacer la limpieza, pero sabía que tal posibilidad era remota.

En la segunda habitación, dom Paulo tuvo la sensación de que alguien le estaba mirando. Se detuvo y paseó lentamente la vista a su alrededor.

Un ojo lo observaba desde un vaso de agua sobre la repisa. El abad le hizo un gesto de familiaridad y siguió buscando.

En la tercera habitación encontró la cabra. Se encontraban por primera vez.

El animal estaba subido en un alto bargueño y masticaba hojas de nabo. Parecía ser la cría de una cabra montés, pero tenía una cabeza monda, que a la luz de la lámpara se veía azul. Sin duda, era un monstruo de nacimiento.

— ¿Poeta? — preguntó, suavemente, mirando directamente a la cabra y aferrándose a su cruz pectoral.

— Estoy aquí — dijo una voz soñolienta desde la cuarta habitación.

Dom Paulo suspiró tranquilizado. La cabra siguió comiendo hojas. Había sido un pensamiento verdaderamente horrible.

El poeta yacía atravesado en medio de la cama con una botella de vino al alcance de la mano. Su único ojo parpadeó irritadamente ante la luz.

— Dormía — se quejó, colocándose su parche negro y alcanzando la botella.

— Entonces misma noche. Saque sus cosas al pasillo para dejar que las habitaciones se aireen. Vuelva mañana por la mañana para limpiar el lugar.

Por un momento, el poeta pareció un lirio herido, entonces se apoderó de algo que tenía debajo de las mantas. Sacó un puño y lo miró pensativamente.

— ¿Quién fue el último en emplear estas habitaciones?

— Monseñor Longi. ¿Por qué?

— Me preguntaba quién trajo estas chinches.

El poeta abrió su puño, asió algo de la palma de su mano, la aplastó entre sus uñas y lo tiró.

— Thon Taddeo puede quedárselas. Yo no las quiero. Desde que llegué han estado comiéndome vivo. Pensaba marcharme, pero ahora que me ofrece de nuevo mi vieja celda, celebraré… despierte. Va a salir de aquí inmediatamente. Esta…

— Yo no quise…

— …Aceptar su amable hospitalidad un poco más de tiempo. Hasta que termine mi libro, claro está.

— ¿Qué libro? Pero es igual. Saque sus cosas de aquí.

— ¿Ahora?

— Ahora.

— Bien. No creo que pudiese soportar estas chinches otra noche.

— El poeta se levantó, pero se detuvo a beber un trago de vino.

— Déme el vino — ordenó el abad.

— Claro, beba usted. Fue una buena cosecha.

— Gracias, puesto que la robó usted de nuestra bodega. Resulta que es vino sacramental. ¿No ha pensado en ello?

— No ha sido consagrado todavía.

— Me sorprende que haya reparado en este detalle. Dom Paulo se apoderó de la botella.

— De todas maneras, no la robé. Yo…

— Olvide el vino. ¿Dónde robó la cabra?

— No la robé — se quejó el poeta.

— ¿Tan sólo se materializó?

— Fue un regalo, reverendísimo.

— ¿De quién?

— De un querido amigo, dominísimo.

— ¿Querido amigo de quién?

— Mío, señor.

— Ahora hay una paradoja. Bien, dónde lo…

— Benjamín, señor. Un estremecimiento de sorpresa cruzó la cara de dom Paulo.

— ¿Se la robó al viejo Benjamín?

El poeta dio un respingo ante la palabra.

— Por favor, robada no.

— Entonces, ¿qué?

— Benjamín insistió en que me la quedase como regalo, después que compuse un soneto en su honor.

— ¡La verdad!

El poetastro tragó saliva trabajosamente.

— Se la gané con la herradura.

— Ya veo.

— ¡Es verdad! El viejo miserable me dejó casi limpio y después se negó a darme crédito. Tuve que jugar mi ojo de vidrio contra la cabra. Pero lo recuperé todo.

— Saque a la cabra de la abadía.

— Pero es una especie maravillosa de cabra. Su leche tiene un aroma celestial y contiene esencias. De hecho es la responsable de la longevidad del viejo judío.

— ¿Desde cuándo?

— Desde cada uno de sus cinco mil cuatrocientos ocho años.

— Creía que sólo eran tres mil doscientos. — Dom Paulo se calló desdeñosamente —. ¿Qué hacía usted en Last Resort?

— Jugaba a la herradura con el viejo Benjamín.

— Quiero decir… — El abad se contuvo —. Es igual. Salga de aquí. Y mañana devuélvale la cabra a Benjamín.

— Pero se la gané legalmente.

— No se lo discutiremos. Lleve la cabra al establo, yo mismo se la devolveré.

— ¿Por qué?

— No tenemos empleo para una cabra ni lo tiene usted.

— Ja, ja — dijo el poeta, con picardía.

— ¿Qué significa esto?

— Viene thon Taddeo. Antes de terminar tendrán necesidad de una cabra. Puede estar seguro de ello — rió con presunción disimuladamente.

El abad le dio la espalda irritado.

— Salga de aquí — añadió superfluamente, y se dirigió hacia la contienda del sótano, donde ahora reposaba la Memorabilia.

14

El sótano abovedado fue excavado durante los siglos de infiltración nómada procedente del norte, cuando la horda Bayring recorrió la mayor parte de las Llanuras y el desierto, saqueando y destruyendo todos los pueblos que encontraba a su paso. La Memorabilia, el pequeño patrimonio de la abadía conservado desde el pasado, había sido emparedada bajo las bóvedas subterráneas para proteger los escritos tanto de los nómadas como de los soidisant cruzados de las órdenes cismáticas, creados para luchar contra las hordas, pero convertidos a la aventura del pillaje y a la lucha de sectas. Ni los nómadas ni la Orden Militar de San Pancracio eran capaces de valorar los libros de la abadía; los nómadas los habrían destruido por el simple placer de la destrucción y los militares frailes-caballeros habrían quemado a muchos de ellos como «heréticos», de acuerdo con la teología de Vissarion, su antipapa.

Ahora, una era de oscuridad parecía concluir. Durante doce siglos, la pequeña llama del conocimiento había sido conservada latente en los monasterios; sólo entonces estaban sus mentes listas para ser avivadas. Hacía mucho tiempo, durante la última era de la razón, ciertos orgullosos pensadores declararon que el conocimiento válido era indestructible… Que las ideas eran imperecederas, y la verdad, inmortal. Pero aquello fue verdad sólo en el más sutil de los sentidos, pensó el abad, y completamente falso en la superficie. Era seguro que en el mundo existía un propósito objetivo; el logos no moral o designio del Creador; pero aquellos propósitos eran de Dios y no del hombre, hasta que encontraron una encarnación imperfecta, un oscuro reflejo, en la mente, palabra y cultura de una determinada sociedad humana, que podía atribuirle valores a los propósitos para que fuesen válidos en un sentido humano en la cultura. Porque el hombre era un portador de cultura al igual que un portador de alma, pero su cultura no era inmortal y podía morir con una raza o una era, y entonces los reflejos humanos del propósito y las descripciones humanas de la verdad retrocedían, sin ser vistas, sólo en el logos objetivo de la naturaleza, y el inefable logos de Dios. La verdad podía ser crucificada; pero pronto quizá se produciría su resurrección.

La Memorabilia estaba llena de palabras antiguas, fórmulas antiguas, antiguos reflejos del pensamiento, separados de unas mentes muertas hacía mucho tiempo, cuando una sociedad diferente cayó en el olvido. Había poco en ella que pudiese aún ser comprendido. Algunos de los documentos eran tan incomprensibles como lo parecería el breviario a un hechicero de las tribus nómadas. Otros conservaban una cierta belleza ornamental o un método que daba la noción de significado, como un rosario le puede sugerir un collar al nómada. Los anteriores hermanos de la Orden de Leibowitz trataron de cubrir con una especie de velo de la Verónica la cara de una civilización crucificada, y éste había surgido marcado por una imagen de la faz de la antigua grandeza, pero débilmente impresa, incompleta y difícil de comprender. Los monjes la conservaron y todavía sobrevivía para que el mundo la pudiese examinar y tratase de interpretarla si así lo deseaba. La Memorabilia no podía por sí sola generar el renacimiento de una ciencia antigua o elevada civilización, porque las culturas fueron engendradas por las tribus del hombre y no por enmohecidos volúmenes; pero los libros podían ayudar, esperaba dom Paulo; los libros indicarían caminos a seguir y harían sugerencias a una ciencia desde hacía poco en desarrollo. Ya había ocurrido antes: lo decía el venerable Boedullus en su Devestigiis Antecessarum Civitatum.

«Y esta vez les haremos recordar quién ha conservado ardiendo la llama mientras el mundo dormía», pensó dom Paulo.

Se detuvo para mirar hacia atrás; por un momento le había parecido oír el atemorizado balido de la cabra del poeta.

El clamor del sótano le fue ensordeciendo a medida que bajaba la escalera subterránea hacia la fuente del alboroto. Alguien estaba clavando puntas de acero en la piedra. El olor a sudor se mezclaba con el aroma de los viejos libros. Una febril agitación de actividad poco docta llenaba la biblioteca. Los novicios pasaban apresuradamente con herramientas. Algunos formando grupos y estudiando planos. Otros cambiaban de sitio escritorios y mesas, y empujaban una maquinaria provisional, haciéndola balancear hasta su sitio. Confusión a la luz de las lámparas. El hermano Armbruster, el bibliotecario y director de la Memorabilia, lo observaba todo desde un remoto hueco entre las estanterías, con los brazos apretadamente cruzados y la cara ceñuda. Dom Paulo evitó su mirada acusadora.

El hermano Kornhoer se acercó a su superior con una persistente sonrisa de entusiasmo.

— Bien, padre abad, pronto tendremos una luz como no ha conocido nunca ningún hombre vivo.

— Estas palabras demuestran cierta vanidad, hermano — replicó dom Paulo.

— ¿Vanidad, dómine? ¿Hacer buen uso de lo que hemos aprendido?

— Tenía en mente nuestra prisa en ponerlo en marcha a tiempo para impresionar a cierto visitante erudito. Pero es igual. Veamos esta magia de ingeniería.

Fueron hacia la máquina provisional. No le hacía pensar al abad en nada útil, a menos que se considerasen útiles las máquinas para torturar prisioneros. Un árbol, como eje, estaba conectado por medio de poleas y correas a un torniquete que llegaba a la altura de la cintura. Cuatro ruedas de carreta estaban montadas en el eje a unos centímetros las unas de las otras. Sus gruesos calces de hierro estaban acanalados y las ranuras hacían de soporte a una gran cantidad de nidos de alambre de cobre, tirado de la acuñación de monedas en la herrería local de Sanly Bowitts. Dom Paulo vio que las ruedas estaban aparentemente libres para girar a medio aire, pues sus calces no tocaban ninguna superficie. Sin embargo, bloques fijos de hierro estaban encarados a los calces, como frenos, sin llegar a tocarlos. Los bloques también estaban envueltos con innumerables vueltas de alambre. «Bobinas de inducción», las llamaba Kornhoer. Dom Paulo movió solemnemente la cabeza.

— Será la mayor mejora física de la abadía desde la instalación de la imprenta, hace cien años — aventuró Kornhoer, orgullosamente.

— ¿Funcionará? — preguntó dom Paulo, dudando.

— Arriesgaría un mes de trabajo extra en ello, padre.

«Arriesgas más que eso», pensó el sacerdote, pero se contuvo.

— ¿Por dónde sale la luz? — preguntó, mirando de nuevo el extraño artefacto.

El monje se echó a reír.

— Oh, tenemos para ello una lámpara especial. Lo que ve aquí es únicamente la dinamo. Produce la esencia eléctrica con la cual arde la lámpara.

Con tristeza, dom Paulo contempló el lugar que la dinamo ocupaba.

— ¿Esta esencia puede ser quizás extraída de la grasa de carnero? — inquirió.

— No, no… La esencia eléctrica es, pues… ¿Quiere que se lo explique?

— Es mejor que no. La ciencia natural no es mi fuerte. Os lo dejo a vosotros, las cabezas jóvenes… — Dio un paso atrás rápidamente para evitar ser descalabrado por una madera transportada por dos presurosos carpinteros —. Dígame — dijo —, si estudiando los escritos de la era de Leibowitz puede aprender a construir este aparato, ¿por qué supone que ninguno de nuestros predecesores fue capaz de hacerlo?

El monje permaneció un momento en silencio.

— No es fácil de explicar — dijo finalmente —. En los escritos que tenemos no hay información directa del modo de construir una dinamo. Más bien podría decirse que la información queda implícita en toda una colección de escritos fragmentarios. Parcialmente implícita. Lo demás tiene que deducirse, pero para conseguirlo se necesitan algunas teorías en las que basarse. Información teórica que nuestros predecesores no tenían.

— ¿Y nosotros sí?

— Pues sí. Ahora que han existido algunos hombres como… — su tono se hizo profundamente respetuoso e hizo una pausa antes de pronunciar el nombre — thon Taddeo.

— ¿Ha sido ésta una frase completa? — preguntó el abad, bastante agriamente.

— Bueno, hasta hace poco, no muchos filósofos se habían preocupado por nuevas teorías físicas. El trabajo de thon Taddeo — de nuevo captó dom Paulo el tono respetuoso — nos dio los axiomas necesarios en los que basarnos. Su trabajo sobre la «Inestabilidad de la esencias eléctricas», por ejemplo, y su «Teorema de la conservación»…

— Deberá quedar satisfecho, pues, al ver aplicado su trabajo. Pero ¿dónde está la lámpara, si se puede saber? Espero que no sea mayor que la dinamo.

— Aquí está, dómine — dijo el monje, cogiendo un pequeño objeto que había sobre la mesa.

Parecía sólo una abrazadera para sostener un par de vástagos negros y un tornillo para ajustar su separación.

— A estos carbones — explicó Kornhoer — los antiguos los llamaban «Iámpara de arco». Tenían también de otras clases, pero no tenemos material para construirlas.

— Sorprendente. ¿La luz adónde va?

— Aquí. — El monje señaló el espacio entre carbones.

— Debe ser una llama muy pequeña — dijo el abad.

— ¡Oh, pero brillante! Más brillante, espero, que cien cirios.

— ¡No!

— ¿Lo encuentra impresionante?

— Lo encuentro absurdo. — Al notar la súbita expresión herida de Kornhoer, añadió apresuradamente -: El modo que hemos tenido de arreglárnoslas con cera de abeja y sebo de carnero.

— Me he preguntado — le confió al monje, tímidamente — si los antiguos lo empleaban en sus altares en vez de cirios.

— No — dijo el abad —. Definitivamente, no. Puedo asegurárselo. Por favor, olvide esta idea lo más pronto posible y que no vuelva a ocurrírsele.

— Sí, padre abad.

— ¿Y dónde piensa colgar esto?

— Pues… — El hermano Kornhoer se detuvo a contemplar especulativamente el oscuro sótano que le rodeaba —. No lo he pensado. Supongo que podría ir sobre la mesa donde thon Taddeo… — («¿Por qué se detiene así cada vez que pronuncia su nombre?, se preguntó dom Paulo, con irritación) — trabajará.

— Será mejor que se lo preguntemos al hermano Armbruster — decidió el abad, y notando el súbito malestar del monje -: ¿Qué ocurre? ¿Han estado usted y el hermano Armbruster…?

La cara de Kornhoer se contrajo en una mueca de excusa.

— Realmente, padre abad, no he perdido los estribos con él ni una sola vez. Hemos discutido, eso sí, pero… — Se encogió de hombros —. No quiere que nada sea modificado. No deja de hablar de brujerías y cosas así. No es fácil razonar con él. Está medio ciego debido a la necesidad de leer con tan poca luz, y, sin embargo, dice que nuestro trabajo es diabólico. No sé qué decirle.

Dom Paulo frunció ligeramente el ceño cuando cruzaron la sala hacia el hueco donde el hermano Armbruster seguía ceñudo contemplando los preparativos.

— Bien, ya puede hacer lo que quiere — le dijo el bibliotecario a Kornhoer cuando se acercaban —. ¿Cuándo empezará a construir un bibliotecario mecánico, hermano?

— Hemos encontrado algunas notas, hermano, de que hubo un tiempo en que las cosas existieron — dijo molesto el inventor —. En las descripciones de la Machina analytica encontrará referencias a…

— Ya basta — intervino el abad, y le dijo al bibliotecario -: Thon Taddeo necesitará un lugar en donde trabajar. ¿Qué sugiere usted?

Armbruster indicó el hueco de Ciencias Naturales con un gesto brusco de su pulgar.

— Que lea aquí en el facistol como todos los demás.

— ¿Qué le parece si le preparamos un estudio en la sala grande, padre abad? — sugirió Kornhoer en una apresurada contrapropuesta —. Además de la mesa, necesitará un ábaco, una pizarra y un tablero de dibujo. Podríamos separarlo formando un tabique con biombos.

— Creía que necesitaría nuestras referencias de Leibowitz y los antiguos escritos — dijo suspicaz el bibliotecario.

— Lo necesitará.

— Entonces, si lo pone en el centro, tendrá que hacer muchos viajes de aquí para allá. Los volúmenes poco comunes están encadenados y las cadenas no llegan tan lejos.

— No es problema — dijo el inventor —. Quite las cadenas. De todas maneras, parecen absurdas. Los cultos cismáticos han desaparecido o se han convertido en regionales. Hace más de cien años que no se oye hablar de la Orden Militar de San Pancracio.

Armbruster enrojeció de cólera.

— No lo haré — exclamó —. Las cadenas se quedan donde están.

— Pero ¿por qué?

— Ahora ya no existen los que quemaban libros, pero tenemos que preocuparnos por los del pueblo. Las cadenas continuarán en su sitio.

— ¿Ve usted, padre?

— Tiene razón — dijo dom Paulo —. Hay demasiada agitación en el pueblo. El Consejo se ha apropiado de nuestra escuela, no lo olvide. Ahora tienen una biblioteca y quieren que nosotros llenemos sus estanterías. Y si es con obras raras, mejor. No sólo esto, el año pasado tuvimos problemas con los ladrones. El hermano Armbruster tiene razón. Los volúmenes raros permanecerán encadenados.

— Está bien — suspiró Kornhoer —. Entonces tendrá que trabajar en el nicho.

— Bien, ¿dónde colgaremos ahora su lámpara maravillosa?

Los monjes miraron hacia el cubículo. Era uno de catorce compartimientos idénticos, divididos de acuerdo a temas que daban a la sala central. Cada nicho tenía su arcada, y de un gancho de hierro empotrado en la clave de cada arco colgaba un pesado crucifijo.

— Bien, si va a trabajar en el nicho — dijo Kornhoer —, tendremos que quitar el crucifijo y colgarlo en su lugar temporalmente. No hay otro…

— ¡Hereje! — le interrumpió el bibliotecario, con voz siseante —. ¡Pagano! ¡Profanador! — Armbruster alzó sus temblorosas manos hacia el cielo —. ¡Que Dios me ayude para no destrozarlo con mis propias manos! ¿Dónde se detendrá? ¡Llévenselo de aquí, fuera! — Les dio la espalda con las manos temblorosas todavía alzadas.

El propio dom Paulo se había sobresaltado ligeramente ante la sugerencia del inventor, pero ahora frunció duramente el ceño a la espalda del hábito del hermano Armbruster. Nunca espero verle simular una mansedumbre que era contraria a su naturaleza, pero la disposición quisquillosa del anciano monje era definitivamente peor.

— Hermano Armbruster, dése la vuelta, por favor… Ahora baje las manos y hable más calmadamente cuando…

— Pero, padre abad, ya ha oído lo que…

— Hermano Armbruster, traiga la escalera de mano y descuelgue el crucifijo.

El color abandonó la cara del bibliotecario. Miró sin habla a dom Paulo.

— Esto no es una iglesia — dijo el abad —. La colocación de las imágenes es opcional. Por el momento me hará el favor de bajar el crucifijo. Según parece, es el único sitio donde puede ser colocada la lámpara. Después podremos cambiarlo. Me doy cuenta de que todo este asunto ha agitado su biblioteca y quizás hasta su digestión, pero esperemos que sea en bien del progreso. Si no lo es, entonces…

— ¡Nos hace quitar a Nuestro Señor para hacerle sitio al progreso!

— ¡Hermano Armbruster!

— ¿Por qué no le cuelga la maldita lámpara del cuello?

La cara del abad tomó una expresión glacial.

— No voy a forzar su obediencia, hermano. Véame en mi despacho después de completas.

,El bibliotecario se acobardó.

— Traeré la escalera, padre abad — susurró, y se fue arrastrando los pies de modo inseguro.

Dom Paulo levantó la vista hacia el Cristo del crucifijo de la arcada. «¿Te importa?», pensó, dubitativo.

Sentía un nudo en el estómago. Sabía que el nudo se cobraría más tarde su presencia. Abandonó el sótano antes de que nadie pudiese notar su malestar. No era bueno dejar que la comunidad viese el modo en que aquellas desagradables trivialidades le dominaban en esos días.


La instalación quedó terminada al día siguiente, pero durante la prueba dom Paulo permaneció en su estudio. Dos veces se había visto obligado a llamarle privadamente la atención al hermano Armbruster y después a regañarle públicamente durante el capítulo. Y sin embargo, sentía más simpatía por el punto de vista del bibliotecario que por el de Kornhoer. Se había hundido en el sillón ante su mesa, esperando noticias del sótano, sin preocuparse demasiado por el éxito o fracaso de la prueba. Tenía una mano metida en el pechero de su hábito. Se daba golpecitos en el estómago como si se tratara de calmar a un niño histérico.

De nuevo calambres internos. Parecían aparecer cada vez que lo desagradable amenazaba, y a veces desaparecían cuando esto salía a la luz y podía luchar con ello. Pero ahora permanecían.

Se le prevenía y lo sabía. Tanto si el aviso procedía de un ángel como de un demonio o de su propia conciencia, le decía que estuviese alerta consigo mismo y con alguna realidad a la que todavía no se había enfrentado.

«¿Y ahora, qué?», se preguntó, permitiéndose un silencioso eructo y un silencioso perdón hacia la estatua de san Leibowitz, colocada en un nicho en forma de capilla del rincón de su estudio.

Una mosca se arrastraba por la nariz del santo, y sus ojos parecían bizquear contemplándola, como rogándole al abad que se la quitase. Al sacerdote aquella talla del siglo XXVI le gustaba cada vez más; había en su cara una curiosa sonrisa que la convertía en algo poco común, en una imagen sacramental. La sonrisa se curvaba en una de sus comisuras, las cejas estaban unidas en un fruncimiento de ligera duda, aunque tenía arrugas marcadas por la risa alrededor de los ojos. Debido a la soga del verdugo, que colgaba sobre su hombro, la expresión del santo parecía a menudo incongruente. Posiblemente aquello se debía a ligeras irregularidades en la textura de la madera, tales fallas dirigían la mano del tallista cuando éste buscaba el modo de sacar detalles más puros de los que eran posibles en aquella clase de material. Dom Paulo no estaba seguro de si la imagen había sido esculpida cultivándola como un árbol vivo antes de tallarla; a veces los pacientes maestros escultores de aquella época habían empezado con un roble o un cedro jóvenes — pasando en ello tediosos años podando, descortezando, doblando y atando ramas vivas para darles las posiciones deseadas — y habían atormentado la madera en crecimiento hasta darle forma de una dríada extraordinaria, con los brazos cruzados o extendidos, antes de cortar el árbol maduro para prepararlo y tallarlo. La estatua así hecha resultaba excepcionalmente resistente a astillarse o romperse, ya que la mayoría de las líneas de la obra seguían la textura natural.

Dom Paulo se maravillaba a menudo de que el Leibowitz de madera hubiese resistido varios siglos a sus predecesores — maravillado, debido a la peculiar sonrisa del santo —. «Esta pequeña sonrisa te arruinará algún día», le previno a la imagen. Con seguridad los santos reían en el cielo, el salmista dijo que el propio Dios reirá para sí alegremente, pero el abad Malmeddy debió desaprobarla — Dios se apiade de su alma. Aquel solemne asno —. «Me pregunto cómo le sobreviviste. Para algunos no eres lo suficientemente santurrón. Esta sonrisa… ¿A quién conozco que sonríe de este modo? Me gusta, pero… Algún día, otro perro ceñudo se sentará en este sillón. Cave canem. Te sustituirá por un Leibowitz de yeso. Paciencia. Uno que no bizqueará ante las moscas. Entonces te comerán las termitas en el almacén. Para sobrevivir al lento tamizado clerical de las artes, necesitas tener una superficie que pueda gustarle a un honrado simple; y de todas maneras necesitas un corazón bajo esta superficie para agradar a un sabio con discernimiento. El tamizado es lento, pero de vez en cuando le da una vuelta a la manivela, cuando un nuevo prelado inspecciona sus cámaras episcopales y murmura: «Hay que tirar parte de esta basura». En general, el tamiz está lleno de nimiedades. Cuando éstas son eliminadas, otras ocupan su lugar. Pero lo que no se elimina es el oro, y éste dura. Si una iglesia soporta cinco siglos de mal gusto sacerdotal, el buen gusto ocasional para entonces habrá arrancado en general la mayor parte de las nimiedades transitorias, convirtiéndolo en un lugar majestuoso que atemoriza a los embellecedores en potencia.»

El abad se hizo aire con un abanico hecho de plumas de buitre, pero el aire no era refrescante. El que entraba por la ventana era abrasador como un hálito ardiente del desierto que se añadía al malestar que le causaba el demonio o ángel despiadado que se removía en su estómago. Era la clase de calor que sugiere el peligro al acecho de los crótalos enloquecidos por el sol y las tormentas de truenos que se preparan sobre las montañas, o los perros rabiosos, y humores que el calor irrita. Aquello empeoraba su calambre.

— Por favor — musitó en voz alta al santo como una oración no dicha, pidiendo un clima más fresco, un ingenio más aguzado y mayor penetración por su vaga sensación de que algo iba mal.

«Quizá sea culpa del queso — se dijo —. El de esta estación ha resultado una mezcla gomosa y poco hecha. Podría dispensármelo y hacer una dieta más digestiva.

»Pero no, ya empezamos de nuevo. Enfréntate a ello, Paulo; no es la comida del estómago la que lo produce, es la comida del cerebro. Hay algo allá arriba que no digieres.»

— Pero ¿qué?

El santo de madera no le dio ninguna respuesta. Nimiedades. Tamizando broza.

A veces su mente trabajaba fragmentariamente. Cuando llegaban los calambres y el mundo pesaba sobre él era mejor dejarla trabajar de aquel modo. ¿Cuánto pesaba el mundo? «Pesa, pero no ha sido pesado. A veces sus balanzas están trucadas. Pone en la balanza la vida y el trabajo, contra la plata y el oro. Nunca se nivelarán. Pero rápido y despiadado sigue pesando. De este modo desperdicia una gran cantidad de vida y a veces un poco de oro. Y obcecado, un rey viene cabalgando a través del desierto, con una serie de balanzas trucadas, un par de dados cargados. Y sobre las banderas blasonadas, Vexilla regis…»

— ¡No! — murmuró el abad, suprimiendo de sí la visión.

«¡Por supuesto!», pareció insistir la sonrisa de madera del santo.

Dom Paulo apartó su mirada de la imagen con un ligero estremecimiento. A veces le parecía que el santo se burlaba de él. «¿Se ríen de nosotros en el cielo? — se preguntó —. Santa Maisie de York — recuérdala, viejo — murió de un ataque de risa. Eso es diferente. Murió riéndose de sí misma. No, eso tampoco es diferente.» ¡Ulp! De nuevo el eructo silencioso.

«Por cierto, el jueves es la Festividad de Santa Maisie. En el aleluya de su misa, el coro ríe reverentemente. Alleluia, ¡ja, ja! Alleluia, ¡jo, jo!»

— Sancta Maisie, interride pro me.

Y el rey venía a sopesar los libros del sótano con su balanza amañada. «¿Cómo amañada, Paulo? ¿Y qué te hace pensar que la Memorabilia esté completamente libre de nimiedades? Hasta el inteligente y venerable Boedellus una vez hizo constar desdeñosamente que a más de la mitad debería llamársele Inscrutabilia. Los fragmentos atesorados de una civilización muerta lo eran, ciertamente, pero ¿qué parte quedaba reducida a incoherencias embellecidas con hojas de olivo y querubines, por cuarenta generaciones de monjes ignorantes como nosotros, hijos de los siglos de oscuridad, cuyos adultos les habían confiado un mensaje incomprensible, para ser memorizado y entregado a otros adultos?

»Lo hago viajar desde Texarkana a través de un país peligroso — pensó dom Paulo —. Ahora sólo estoy preocupado porque lo que tenemos resulte de algún valor para él, esto es todo.»

Pero no, aquello no era todo. Miró de nuevo al santo sonriente. Y de nuevo: Vexilla regis inferni prodeunt… «Primero iban los abanderados del rey del infierno», le susurró el recuerdo de aquella línea equivocada de una antigua comedia. Le importunaba la mente como una tonada no deseada.

El puño se apretó con fuerza. Dejó caer el abanico y respiró entre dientes. Evitó mirar de nuevo al santo. El ángel despiadado lo emboscó con una ráfaga caliente de su esencia corpórea. Se inclinó sobre la mesa. Éste había parecido como un alambre ardiente al partirse. Su aliento pesado dejó una mancha en la fina capa de polvo del desierto que había sobre el escritorio. El olor era sofocante. La habitación se hizo rojiza, manchada de mosquitos negros.

«No me atrevo a eructar, puede escaparse algo… Pero, bendito santo patrono, tengo que hacerlo. Duele. Ergo sum. Señor Dios, acepta esta prueba.»

Eructó, le llegó un sabor salino y dejó caer la cabeza sobre la mesa.

«¿Tiene que ser apurado el cáliz en este mismo momento, Señor, o puedo esperar algún tiempo? Pero la crucifixión es siempre ahora. En nuestros días, e incluso desde antes de Abraham, es siempre ahora. Aun antes de Pfardentrott, ahora. Siempre para cualquiera de cualquier modo es ser clavado en ella, colgar de ella, y si desfalleces, te matan a golpes. Así que hazlo con dignidad, viejo. Si puedes eructar con dignidad y lamentas lo suficiente haber estropeado la alfombra, podrás ir al cielo.» Lo lamentó mucho.

Esperó mucho tiempo. Algunos de los mosquitos murieron y la habitación perdió su sonrojo, pero se hizo nublada y gris.

«Bien, Paulo, ¿vamos a tener ahora una hemorragia o nos limitaremos a hacer el tonto con ello?»

Sondeó la neblina y encontró de nuevo la cara del santo. Era una sonrisa tan pequeña… — triste, comprensiva y algo más —. ¿Riéndose del verdugo? No, riendo para el verdugo. Riéndose del Stultus Maximus, del propio Satanás. Era la primera vez que lo había visto con claridad. En el último cáliz, podía haber una carcajada de triunfo. Haec conmixtio.

Se sintió súbitamente soñoliento; la cara del santo se fue apagando, pero el abad siguió sonriendo en respuesta.

El prior Gault lo encontró caído sobre la mesa poco antes de las nonas. Había sangre entre sus dientes. El joven sacerdote le buscó rápidamente el pulso. Dom Paulo se despertó inmediatamente, se enderezó en su silla y, como en sueños, pontificó imperiosamente:

— ¡Le digo que es completamente ridículo! ¡Es completamente idiota! Nada puede ser más absurdo.

— ¿Qué es absurdo, dómine?

El abad agitó la cabeza y parpadeó varias veces.

— ¿Qué?

— Voy a llamar ahora mismo al hermano Andrew.

— ¡Oh! Eso es absurdo. Venga aquí. ¿Qué quería?

— Nada, padre abad. Volveré tan pronto encuentre al hermano…

— ¡Deje en paz al médico! Si ha venido a verme, debe tener algún motivo. Mi puerta estaba cerrada. Ciérrela de nuevo, siéntese y diga lo que quiere.

— La prueba tuvo éxito. Me refiero a la lámpara del hermano Kornhoer.

— Bien, cuéntemelo todo. Siéntese, empiece a hablar y dígalo todo. — Se arregló el hábito y se secó la boca con un trozo de lino.

Se sentía aún algo mareado, pero el puño de su estómago se había suavizado. Nada le importaba menos que la narración del prior, pero hizo todo lo que pudo para permanecer atento. «Es necesario que se quede aquí hasta que esté lo suficientemente despierto para pensar. No puedo dejarle ir en busca del médico — todavía no, la noticia correría: el viejo está acabado —. Tengo que decidir si es el momento conveniente para estar o no agotado.»

15

Hongan Os era esencialmente un hombre justo y amable. Cuando vio a un grupo de sus guerreros divirtiéndose con los cautivos laredanos, se detuvo a mirar; pero cuando ataron a tres de ellos por los tobillos entre caballos y fustigaron a estos últimos en una frenética carrera, Hongan Os decidió intervenir. Ordenó que los guerreros fuesen azotados en el acto, porque Hongan Os — Oso Loco era conocido como un jefe misericordioso. Nunca había maltratado a un caballo.

— Matar cautivos es trabajo de mujer — gruñó desdeñosamente a los flagelados culpables —. Purificaos vosotros mismos para que no llevéis la marca de la mujer y desapareced del campamento hasta la Luna Nueva, porque estáis expulsados doce días. — Y contestando sus quejidos de protesta -: Suponed que los caballos hubiesen arrastrado a uno de ellos a través del campamento. Los jefes comedores de hierba son nuestros huéspedes y se sabe que la sangre los asusta fácilmente. Especialmente la sangre de los de su propia especie. Tenedlo en cuenta.

— Pero éstos son comedores de hierba del sur — objetó un guerrero, señalando a los cautivos mutilados —. Nuestros huéspedes son comedores de hierba del este. ¿No existe un pacto entre nosotros, los hombres reales y el este para hacerles la guerra a los del sur?

— ¡Si vuelves a mencionar tal cosa, se te cortará la lengua y será arrojada a los perros! — le previno Oso Loco —. Olvida que has oído tales cosas.

— ¿Los hombres de los pastos se quedarán mucho tiempo entre nosotros, oh, Hijo de los Poderosos?

— ¿Quién puede saber lo que planean los granjeros? — preguntó con enojo Oso Loco —. Sus pensamientos no son como los nuestros. Dicen que algunos de sus grupos saldrán de aquí para cruzar las Tierras Secas a un lugar de sacerdotes comedores de hierba, un sitio de los que llevan hábito negro. Los otros se quedarán aquí para hablar, pero esto no es para vuestros oídos. Ahora marchaos y pasad doce días de vergüenza.

Les dio la espalda para que pudiesen escabullirse sin sentir su mirada posarse en ellos. últimamente la disciplina decaía. Los clanes estaban inquietos. Llegó a los oídos de la gente de las Llanuras que él, Hongan Os, había abrazado, a través de un fuego pactado, a un mensajero de Texarkana y que un hechicero recortó pelo y uñas de cada uno de ellos para hacer una muñeca de buena fe como defensa contra la traición por cualquiera de las partes. Se sabía que se había formalizado un trato, y un pacto entre la gente y los comedores de hierba era considerado por las tribus como un acto vergonzoso. Oso Loco adivinaba el velado desdén de los jóvenes guerreros, pero hasta que llegase el momento adecuado no les diría nada.

El propio Oso Loco estaba dispuesto a escuchar una buena idea, aunque procediese de un perro. Las ideas de los comedores de hierba eran pocas veces buenas, pero quedó impresionado por los mensajes de su rey, en el este, el cual había comentado el valor del secreto y deplorado la jactancia vana. Si los laredanos se enteraban de que las tribus estaban siendo armadas por Hannegan, sin duda el plan fracasaría. Oso Loco había meditado sobre el particular; le repugnaba — porque ciertamente era más satisfactorio y más varonil decirle a un enemigo lo que se le iba a hacer antes de hacerlo —. Pero sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más sensato le parecía. O bien el rey comedor de hierba era un terrible cobarde o bien era casi tan listo como un hombre; Oso Loco no lo había decidido aún, pero consideró la idea como juiciosa. El secreto era esencial, aunque durante un tiempo pareciese propio de mujeres. Si la gente de Oso Loco supiera que las armas que les llegaban eran regalos de Hannegan y no los despojos de las luchas fronterizas, entonces surgiría la posibilidad de que Laredo se enterase del plan por los cautivos apresados en estas luchas. Por ello era necesario dejar que las tribus murmurasen que era una vergüenza hablar de paz con los granjeros del este.

Pero las palabras no eran de paz. Las palabras eran buenas y prometían muchos despojos.

Unas semanas antes, el propio Oso Loco capitaneó una incursión al este y había regresado con cien caballos, cuatro docenas de rifles largos, varios barriles de pólvora negra, gran cantidad de proyectiles y un prisionero. Pero ni tan siquiera los guerreros que le acompañaron supieron que el escondrijo de armas fue colocado allí para él por los hombres de Hannegan o que el prisionero era en realidad un oficial de caballería texarkano, que en el futuro aconsejaría a Oso Loco acerca de la táctica probable de los laredanos durante la lucha que se avecinaba. El pensamiento de los comedores de hierba era imprudente, pero el pensamiento del oficial podía penetrar en el de los comedores de hierba del sur. Sin embargo, no conseguiría penetrar en el de Hongan Os.

Oso Loco estaba justificadamente orgulloso de sí mismo como negociante. Solamente se había comprometido a no dedicarse a guerrear contra Texarkana y a dejar de robar ganado en la frontera del este, pero sólo mientras Hannegan le proveyese armas y provisiones. El pacto de guerra contra Laredo fue un compromiso no mencionado del fuego, pero se adaptaba a la inclinación natural de Oso Loco y no se necesitaba un pacto formal. La alianza con uno de sus enemigos le permitiría luchar con un adversario aislado y tal vez pudiese recobrar los pastizales que en el siglo anterior habían sido usurpados y habitados por los hombres de las granjas.

La noche había caído y el aire frío se había apoderado de las Llanuras, cuando el jefe de los clanes penetró en el campamento. Sus huéspedes del este se sentaban arrebujados en sus mantas alrededor del fuego del Consejo con tres de los ancianos, mientras el acostumbrado anillo de niños curiosos bostezaba desde las sombras y atisbaba bajo los lados de las tiendas a los extranjeros.

En total eran doce extranjeros, pero se separaban en dos grupos distintos que habían viajado juntos, aunque aparentemente no les preocupaba la mutua compañía. Era evidente que el jefe de uno de los grupos era un loco. Aunque Oso Loco no tenía nada que objetarle a la locura — de hecho sus hechiceros la consideraban como la más intensa de las aflicciones sobrenaturales —, ignoraba que del mismo modo los granjeros considerasen la locura como una virtud en su jefe. Pero éste pasaba la mitad de su tiempo cavando la tierra del cauce seco del río y la otra mitad haciendo misteriosas anotaciones en un librito. Se trataba, sin duda, de un brujo y probablemente no era de fiar.

Oso Loco se detuvo sólo el tiempo necesario para ponerse su túnica ceremonial de piel de lobo y hacer que un hechicero le pintase la marca del tótem en la frente antes de unirse al grupo ante el fuego.

— ¡Asustaos! — gimió ceremoniosamente un viejo guerrero cuando el jefe de los clanes penetró en el círculo de luz producido por el fuego —. Asustaos porque el Poderoso camina entre sus hijos. Arrastraos, oh clanes, porque su nombre es Oso Loco, un nombre bien ganado, porque de joven venció sin armas a una osa enloquecida, y con sus manos, desnudas verdaderamente, la estranguló en las tierras del norte.

Hongan Os ignoró los elogios y aceptó una taza de sangre de manos de la anciana que servía al fuego del Consejo. Era sangre fresca, de un buey que acababan de matar y aún estaba tibia. La vació antes de volverse y hacerles una inclinación a los orientales que observaban el breve brindis con evidente desasosiego.

— ¡Ahhh! — dijo el jefe de los clanes.

— ¡Ahhh! — replicaron los tres ancianos junto con uno de los comedores de hierba que se atrevió a unírseles.

Los hombres miraron al comedor de hierba con disgusto.

El loco trató de disimular el error de su compañero.

— Dígame — dijo el loco cuando el jefe se hubo sentado —. ¿A qué se debe que su gente no beba agua? ¿Se oponen a ello sus dioses?

— ¿Quién puede saber lo que beben los dioses? — dijo gravemente Oso Loco —. Se dice que el agua es para el ganado y los granjeros, que la leche es para los niños y la sangre para los hombres. ¿Tendría que ser de otro modo?

El loco no se sintió ultrajado. Estudió un momento al jefe con sus perspicaces ojos grises y después se inclinó hacia uno de sus acompañantes.

— Lo de «agua para el ganado» se explica — dijo — por la perpetua sequía del lugar. Un pueblo de pastores tiene que conservar toda el agua que hay para los animales. Me preguntaba si lo reforzaban con un tabú religioso.

Su acompañante hizo una mueca y dijo en lengua texarkana:

— ¡Agua! Los dioses, ¿por qué no podemos beber agua, thon Taddeo? ¡Puede existir una mayor conformidad! — espetó secamente —. ¡Sangre! ¡Bah! Se queda pegada en la garganta. ¿Por qué no podemos beber un sorbito de…?

— ¡No hasta que nos marchemos!

— Pero, thon…

— No — exclamó el intelectual; después, notando que la gente de los clanes los miraban molestos, se dirigió de nuevo a Oso Loco en la lengua de las Llanuras —. Mi camarada me hablaba de la hombría y salud de su gente. Quizá se deba a su dieta.

— Ja! — exclamó el jefe, pero después llamó casi alegremente a la anciana —. Dale al forastero una taza de roja.

El camarada de thon Taddeo se estremeció, pero no hizo ningún comentario.

— Tengo, oh, jefe, una petición que hacerle a su grandeza — dijo el erudito —. Mañana continuaremos viaje hacia el oeste. Si algunos de sus guerreros pudiesen acompañar a nuestro grupo, nos sentiríamos honrados.

— ¿Por qué?

Thon Taddeo hizo una pausa.

— Pues… como guías — se calló y sonrió súbitamente —. No, voy a ser totalmente honesto. Algunos de sus hombres desaprueban nuestra presencia en el lugar. Mientras su hospitalidad ha sido…

Hongan Os echó hacia atrás la cabeza y rió con un rugido.

— Tienen miedo de los clanes menores — les dijo a los ancianos —. Temen caer en una emboscada tan pronto abandonen mis tiendas. Comen hierba y le temen a la lucha.

El intelectual se sonrojó ligeramente.

— ¡No tema nada, forastero! — rió el jefe de los clanes —. Hombres de verdad les acompañarán.

Thon Taddeo inclinó la cabeza con burlona gratitud.

— Díganos — dijo Oso Loco —, ¿qué van a buscar en la Tierra Seca del oeste? ¿Nuevos espacios en los que plantar campos? Les comunico que no existen. De no ser cerca de los hoyos de agua, no crece nada que el ganado acepte como alimento.

— No buscamos nuevas tierras — contestó el visitante —. No todos somos granjeros, sabe usted. Vamos a buscar… — hizo una pausa. En el idioma de los nómadas no había modo de explicar el propósito de su viaje a la abadía de San Leibowitz — las artes de una antigua brujería.

Uno de los ancianos, un hechicero, pareció que aguzaba los oídos.

— ¿Una antigua brujería en el este? No tengo noticias de que allí haya algún mago. A menos que se refiera a los del hábito oscuro.

— A ellos me refiero.

— ¡Ja! ¿Y qué magia tienen que merezca la pena buscar? Sus mensajeros pueden ser capturados con tanta facilidad, que no da gusto hacerlo; aunque la verdad es que saben resistir la tortura. ¿Qué brujería puede aprenderse de ellos?

— Bueno, por mi parte estoy de acuerdo con usted — dijo thon Taddeo —. Pero se dice que escritos, encantamientos con un gran poder, están depositados en una de sus residencias. Si esto es cierto, es evidente que los del hábito oscuro no saben cómo emplearlos. Esperamos poder entenderlos en nuestro beneficio.

— ¿Los hábitos oscuros les permitirán observar sus secretos?

Thon Taddeo sonrió.

— Creo que sí. Ya no se atreven a guardarlos más tiempo. De necesitarlos, podríamos llevárnoslos.

— Palabras valientes — se burló Oso Loco —. Es evidente que los granjeros son más valientes con los de su propia especie… aunque bastante sumisos entre los hombres verdaderos.

El intelectual, que ya había soportado demasiado los insultos del nómada decidió retirarse temprano.

Los soldados permanecieron ante el fuego del Consejo para discutir con Hongan Os la guerra que se acercaba; pero la guerra, después de todo, no era asunto de thon Taddeo. Menos cuando el mecenazgo de este monarca resultaba útil, como lo había sido en diversas ocasiones, las aspiraciones políticas de su ignorante primo estaban lejos de su interés en dar nueva vida al conocimiento en aquel mundo oscuro.

16

El viejo ermitaño se detuvo en el borde de la meseta y vio acercarse la nube de polvo por el desierto. El ermitaño mascaba, murmuraba palabras y reía silenciosamente al viento. Su piel pálida había sido quemada hasta tener el color del cuero envejecido por el sol, y su barba hirsuta tenía manchas amarillas en la barbilla. Llevaba sombrero de paja y un taparrabo de un tejido basto que parecía arpillera. Su única vestimenta, a no ser por las sandalias y un odre de piel de cabra.

Observó la nube de polvo hasta que cruzó el pueblo de Sanly Bowitts y enfiló de nuevo por la carretera que pasaba junto a la meseta.

— ¡Ah! — resopló el ermitaño, y sus ojos empezaron a arder —. Su imperio será multiplicado y no habrá fin para su paz; él se sentará sobre su reino.

De pronto bajó por el arroyo como un gato con tres patas, empleando su báculo, saltando de piedra en piedra y deslizándose la mayor parte de su recorrido. El polvo levantado en su rápido descenso se alzó como un penacho en el viento y se desvaneció.

Al llegar al pie de la meseta se ocultó entre los mezquites y se sentó a esperar. Pronto oyó al jinete acercándose en un trote perezoso y empezó a arrastrarse hacia la carretera para poder atisbar entre los arbustos. El pony apareció en una curva, envuelto en un tenue manto de polvo. El ermitaño corrió a la carretera y alzó los brazos.

— Olla allay! — gritó; y al detenerse el jinete se precipitó a apoderarse de las riendas y a mirar ansiosamente al hombre que iba en la silla.

Sus ojos brillaron un momento.

— Porque un Niño ha nacido para nosotros y un Hijo nos es dado… — Pero entonces el fruncimiento ansioso se convirtió en tristeza —. ¡No es Él! — murmuró irritado hacia el cielo.

El jinete había echado hacia atrás su capucha y reía. El ermitaño lo miró parpadeando furioso por un momento. Entonces lo reconoció.

— Oh — gruñó —. ¡Tú! Creí que ya estarías muerto. ¿Qué haces por aquí?

— Te he traído de vuelta tu presente, Benjamín — dijo dom Paulo. Tiró de una correa y la cabra de la cabeza azul salió trotando de detrás del pon¡. Baló y tiró de la soga al ver el ermitaño —. Y pensé en hacerte una visita.

— Este animal pertenece al poeta — gruñó el ermitaño —. La ganó legalmente en un juego de azar, aunque hizo trampa miserablemente. Devuélvesela y permíteme que te aconseje que no te mezcles en timos mundanos que no son asunto tuyo. Buenos días. — Y se dio vuelta hacia el arroyo.

— Espera, Benjamín. Toma tu cabra o se la regalaré a un campesino. No pienso tenerla vagando por la abadía y balando en la iglesia.

— No es una cabra — dijo agriamente el ermitaño —. Es la bestia que vio vuestro profeta y fue hecha para ser montada por una mujer. Te sugiero que la maldigas y la lleves al desierto. Te darás cuenta, sin embargo, que tiene la pezuña partida y rumia.

Empezó de nuevo a retirarse.

La sonrisa del abad se desvaneció.

— Benjamín, ¿de verdad vas a regresar a esa colina sin ni tan siquiera decirle hola a un viejo amigo?

— Hola — gritó el viejo judío y siguió avanzando con indignación. Después de unos pasos se detuvo para mirar a su espalda —. No tienes por qué poner esa cara compungida — dijo —. Hace cinco años que no te tomas el trabajo de pasar por este camino, «viejo amigo».

— ¡Conque de esto se trata! — murmuró el abad. Desmontó y fue apresuradamente tras el viejo judío —. Benjamín, yo habría venido, pero no he tenido tiempo.

El ermitaño se detuvo.

— Bien, Paulo, ya que estás aquí…

De pronto se echaron a reír y se abrazaron.

— Me alegro, viejo gruñón — dijo el ermitaño.

— ¿Yo, gruñón?

— Bueno, me imagino que yo también me vuelvo maniático. Este último siglo ha sido de prueba para mí.

— Me han dicho que tiras piedras a los novicios que vienen por estos alrededores para sus vigilias de cuaresma en el desierto. ¿Es verdad? — Miró al ermitaño con burlona reprobación.

— Sólo guijarros.

— Miserable viejo.

— Vamos, vamos, Paulo. Una vez uno de ellos me confundió con un lejano pariente mío… llamado Leibowitz. Pensó que me había enviado para entregarle un mensaje… o lo pensó alguno de vuestros pícaros. No quiero que suceda de nuevo, así es que a veces les tiro guijarros. ¡Ja! No me confundirán de nuevo con ese pariente, porque dejó de ser pariente mío.

El sacerdote lo miró extrañado.

— Je confundió con quién? ¿Con san Leibowitz? ¡Vamos, Benjamín! Vas demasiado lejos.

Benjamín lo repitió con un sonsonete burlón:

— Me confundió con uno de mis parientes lejanos llamado Leibowitz, y por eso les tiro piedras.

Dom Paulo parecía totalmente perplejo:

— San Leibowitz murió hace doce siglos. Cómo pudo… — se calló y observó astutamente al viejo ermitaño —. Vamos, Benjamín, no empecemos de nuevo con ese cuento. No has vivido doce siglos…

— ¡Tonterías! — le interrumpió el viejo judío —. No dije que hubiese sucedido hace doce siglos. Fue tan sólo hace seis siglos. Mucho tiempo después de que vuestro santo muriese; por eso fue tan ridículo. Claro que en aquellos días vuestros novicios eran más devotos y más crédulos. Creo que aquél se llamaba Francis. Pobre tipo… Lo enterré más tarde. Les dije a los de Nueva Roma dónde tenían que desenterrarlo; y de esta forma fue como recuperasteis su cuerpo.

El abad miró al anciano con la boca abierta mientras caminaban por los mezquites hacia el hoyo de agua, conduciendo al caballo y la cabra. ¿Francis? Francis. ¿Se trataba del venerable Francis Gerard de Utah? A quien una vez un peregrino había revelado el lugar de un viejo refugio en el pueblo, como decía la historia… pero aquello fue antes de que el pueblo estuviese allí. Y hacía unos seis siglos, sí, y… ¿ahora aquel vejete decía ser el peregrino? A veces se preguntaba de dónde había sacado Benjamín el suficiente conocimiento de la abadía para inventar tales cuentos. Quizá del poeta.

— Esto ocurrió durante mi anterior carrera, claro — siguió diciendo el viejo judío —, y quizá tal error fue comprensible.

— ¿Anterior carrera?

— Vagabundo.

— ¿Cómo esperas que crea tales absurdos?

— ¡Vaya! Pues el poeta me cree.

— ¡Sin duda alguna! El poeta no creerá nunca que el venerable Francis conoció a un santo. Esto sería superstición. Al poeta le agrada más creer que te vio a ti… hace seis siglos. Una explicación sencilla y natural, ¿eh?

Benjamín simuló una sonrisa. Paulo le vio bajar una resquebrajada taza de piel por el pozo, vaciarla en su odre y bajarla de nuevo en busca de más. El agua era turbia y viva, con trepidantes incertidumbres, como la corriente de la memoria del viejo judío. «¿Era incierta su memoria? ¿No jugaría con nosotros?», se dijo el sacerdote. A no ser por su delirio de ser más viejo que Matusalén, el viejo Benjamín Eleazar parecía estar en su juicio, a su amargado modo.

— ¿Un trago? — ofreció el ermitaño, tendiéndole la vasija.

El abad contuvo un estremecimiento, pero la aceptó para no ofenderle; se bebió el oscuro líquido de un sorbo.

— No eres muy escrupuloso, ¿verdad? — dijo Benjamín, mirándolo críticamente —. Yo no me habría atrevido a beberla. — Le dio unos golpecitos al odre —. Es para los animales.

El abad sintió una ligera náusea.

— Has cambiado — dijo Benjamín, sin dejar de observarle —. Estás pálido como un queso y demacrado.

— He estado enfermo.

— Aún pareces estarlo. Ven a mi barraca si la subida no te hace daño.

— Estaré bien. El otro día tuve un ligero malestar y nuestro médico me dijo que descansase. ¡Bah! Si no estuviese esperando a un huésped importante, me daría igual. Pero viene y, por lo tanto, descanso. Es bastante fastidioso.

Benjamín dio la vuelta para mirarlo con una sonrisa mientras remontaba el arroyo. Meneó su cabeza grisácea.

— ¿Cabalgar dieciséis kilómetros a través del desierto es descansar?

— Para mí lo es. Y tenía muchas ganas de verte, Benjamín.

— ¿Qué dirán los del pueblo? — preguntó burlonamente el viejo judío —. Pensarán que nos hemos reconciliado y esto perjudicará nuestra reputación.

— ¿No te parece que nuestra reputación no tiene demasiado valor en el mercado?

— Es verdad — admitió, pero añadió enigmáticamente —, por el momento.

— ¿Todavía esperando, viejo judío?

— Claro que sí — exclamó el ermitaño.

El abad se fatigó al subir. Dos veces se detuvieron a descansan Cuando llegaron a la cima de la meseta, se había mareado y se inclinaba hacia el flaco ermitaño en busca de apoyo. Un fuego sordo ardía en su pecho, previniéndole contra futuros esfuerzos, pero no había señales del furioso achuchón que había sentido otras veces.

Un rebaño de cabras mutantes de cabeza azul se dispersó al ver acercarse un extraño y corrieron todas hacia los desparramados mezquites. Cosa curiosa, la meseta parecía más verde que el desierto que la rodeaba, aunque no había ninguna fuente de humedad visible.

— Por aquí, Paulo. A mi mansión.

La cabaña del viejo judío resultó ser una sola habitación sin ventanas y con la pared de piedra, con sus rocas amontonadas, sueltas como en una cerca y con amplias rendijas a través de las cuales entraba el viento. El techo era un débil entrecruzado de palos, la mayoría de ellos retorcidos y cubiertos con un montón de abrojos, cañas y pieles de cabra. Sobre una gran piedra plana colocada encima de un pilar bajo, al lado de la puerta, había pintado un letrero en hebreo:



El tamaño del letrero y su evidente intención de aviso hicieron sonreír al abad y preguntar:

— ¿Qué dice, Benjamín? ¿Atrae aquí arriba mucho comercio?

— ¿Qué quieres que diga? Tan sólo: «Se arreglan tiendas».

El sacerdote evidenció su incredulidad.

— Está bien, no me creas. Pero si no crees lo que está escrito aquí, no se puede esperar que creas lo que está escrito en el otro lado del letrero.

— ¿Cara a la pared?

— Evidentemente, cara a la pared.

El pilar estaba colocado muy cerca del umbral, de modo que sólo había unos centímetros de espacio entre la roca plana y la pared de la choza. Paulo se agachó y atisbó por el estrecho espacio. Tardó un rato en distinguirlo, pero ciertamente había algo escrito en letras pequeñas en la parte de atrás de la roca:



— ¿Alguna vez le das vuelta?

— ¿Darle la vuelta? ¿Crees que estoy loco? ¿En tiempos como los que corren?

— Ahí atrás, ¿qué dice?

El ermitaño emitió una serie de sonidos, negándose a contestar.

— Pero pasa, tú que no sabes leer del lado interior.

— Hay una pared en medio.

— Siempre la hubo, ¿no es así?

El sacerdote suspiró.

— Está bien, Benjamín, sé lo que se te ordenó escribir «en la entrada y sobre la puerta de tu casa». Pero sólo a ti se te ocurriría ponerlo boca abajo.

— Hacia el interior — corrigió el ermitaño —. Mientras en Israel existan tiendas para ser arregladas… pero esperemos a que hayas descansado para empezar a importunarnos mutuamente. Te traeré un poco de leche de cabra y me contarás algo acerca de ese visitante que te preocupa.

— En mi odre hay vino, si quieres un poco — dijo el abad, dejándose caer con alivio sobre un montón de pieles —, pero preferiría no hablar de thon Taddeo.

— Oh, ¿es ése?

— ¿Has oído hablar de thon Taddeo? Dime, ¿cómo te las arreglas para conocerlo todo y a todo el mundo sin moverte de esta colina?

— Uno escucha, uno ve — dijo el ermitaño, enigmáticamente.

— ¿Qué piensas de él?

— No le he visto, pero supongo que será doloroso. El dolor de un parto, tal vez, pero doloroso.

— ¿Dolor de parto? ¿Crees realmente que vamos a tener un nuevo renacimiento como dicen algunos?

— Hum…

— Deja de sonreír tontamente, viejo judío, y dime lo que opinas. Con seguridad piensas algo. Siempre opinas. ¿Por qué es tan difícil obtener tu confianza? ¿No somos amigos?

— En ciertos aspectos, en ciertos aspectos. Pero tú y yo tenemos muchas diferencias.

— ¿Qué tienen que ver nuestras diferencias con thon Taddeo y el renacimiento que a los dos nos gustaría ver? Thon Taddeo es un intelectual seglar que está al margen de nuestras diferencias.

Benjamín se encogió de hombros con elocuencia.

— Diferencia, intelectuales seglares — repitió, lanzando las palabras como si fuesen desechadas pepitas de manzana —. En diferentes épocas he sido llamado «intelectual seglar» por cierta gente, y a veces he sido empalado, lapidado y quemado por ello.

— Pero si nunca… — El sacerdote se interrumpió, frunció el ceño profundamente. De nuevo aquella locura. Benjamín lo miraba con suspicacia, y su sonrisa había desaparecido. «Ahora — se dijo el abad — me mira como si yo fuese uno de Ellos, fuese cual fuere el caótico Ellos que lo condujo hasta esta soledad. ¿Empalado, lapidado y quemado? ¿O es que su «yo» quiere decir «nos» como en «yo, mi pueblo»?»

— Benjamín, soy Paulo. Torquemada ha muerto. Nací hace unos setenta años y pronto moriré. Te he amado, viejo, y cuando me miras, quisiera que vieses a Paulo de Pecos y a nadie más.

Benjamín titubeó momentáneamente. Sus ojos se humedecieron.

— A veces… olvido…

— Y a veces olvidas que Benjamín es sólo Benjamín, y no todo Israel.

— ¡Nunca! — exclamó el ermitaño, con los ojos otra vez ardientes —. Durante treinta y dos siglos, yo… — se calló y cerró apretadamente la boca.

— ¿Por qué? — susurró el abad, casi con temor —. ¿Por qué tomas la carga de un pueblo y su pasado sobre ti?

Los ojos del ermitaño brillaron con alarma, pero se tragó un sonido ronco y ocultó la cara entre las manos.

— Pescas en aguas oscuras.

— Perdóname.

— La carga me fue impuesta por otros. — Levantó lentamente la vista —. ¿Debo negarme a llevarla?

El sacerdote aspiró profundamente. Durante un rato, en la choza, sólo se oyó el ruido del viento. ¡Había un toque de la divinidad en aquella locura!, pensó dom Paulo. La comunidad judía era escasa y desperdigada en aquella época. Benjamín quizá sobrevivió a sus hijos o de algún modo se convirtió en un proscrito. Un israelita tan viejo podía vagar durante años sin encontrar a los de su pueblo. Quizás en su soledad adquirió la silenciosa convicción de que era el último, él solo, el único. Y por ser el último, dejó de ser Benjamín para convertirse en Israel. Y sobre su corazón se asentó la historia de cinco mil años, no ya remotos, sino convertidos en la historia de propia vida. Su «yo» era lo opuesto al imperial «nos».

«Pero yo también soy miembro de una unidad — pensó dom Paulo —. Parte de una congregación y una continuidad. Los míos también han sido despreciados por el mundo. Sin embargo, para mí la distinción entre mi propio yo y la nación está clara. Para ti, viejo amigo, se ha hecho oscura. ¿Una carga que te fue impuesta por otros? ¿Y la aceptaste? ¿Cuál debe ser su peso? ¿Cuál sería su peso para mí? — Hundió los hombros y trató de enderezarse, probando su peso —. Soy un monje cristiano y un sacerdote, y soy, por consiguiente, quien debe dar cuenta a Dios de los actos y hechos de cada monje y sacerdote que ha alentado y caminado sobre la Tierra desde Cristo, así como de mis propios actos.»

Se estremeció y empezó a mover la cabeza.

No, no. Aquella carga le partía la espalda. Era demasiado para cualquier hombre menos para Cristo. Ser maldito por una fe ya era suficiente carga. Soportar las maldiciones era posible, pero entonces, ¿aceptar lo ¡lógico que había tras las maldiciones, lo ilógico que le hacía a uno cumplir con su deber no sólo para sí, sino para cada miembro de su raza o fe, por sus acciones al mismo tiempo que las propias? ¿Aceptar también esto, como Benjamín trataba de hacer?

No, no.

No obstante, la propia fe de dom Paulo le decía que la carga estaba allí, había estado allí desde los tiempos de Adán — y la carga impuesta por un demonio que gritaba burlón, ¡Hombre!, al hombre. ¡Hombre! —, llamando a cada uno para rendir cuentas de los hechos de todos desde el principio; una carga impuesta a cada generación antes de la abertura del útero, la carga de la culpa del pecado original. Dejemos que el loco lo ponga en duda. El mismo loco aceptó con gran deleite la otra herencia — la herencia de la gloria ancestral —, la virtud, triunfo y dignidad que lo hicieron «valiente y noble por derecho de cuna» sin protestar de que él, personalmente, no hizo nada para ganar aquella herencia, de no ser el hecho de haber nacido de la especie del hombre. La protesta quedaba reservada para la carga heredada, que lo convertía en «culpable y proscrito por derecho de cuna», y se esforzaba en cerrar los oídos contra el veredicto. La carga, ciertamente, era dura. Su propia fe le decía también que la carga la había levantado Aquel cuya imagen colgaba de una cruz sobre los altares, aun cuando la huella de la carga todavía estaba allí. La huella era un yugo fácil, comparada con el peso de la maldición original. No podía decírselo al anciano, puesto que éste sabía ya que lo creía. Benjamín buscaba a otro. Y el último viejo hebreo se sentaba solo en una montaña, hacía penitencia por Israel y esperaba al Mesías, y esperaba, esperaba…

— Dios te bendiga como a un honrado loco. Hasta un loco sensato.

— ¡Vaya! ¡Loco sensato! — se burló el ermitaño —. Pero siempre te has especializado en la paradoja y el misterio, ¿verdad, Paulo? Si una cosa no está en contradicción consigo misma ya no te interesa, ¿no es así? Tienes que encontrar Tríos en la Unidad, vida en la muerte, prudencia en la locura. De otro modo tendrías demasiado sentido común.

— El sentir la responsabilidad es prudencia, Benjamín. Pensar que se la puede soportar solo, es locura.

— ¿No es una locura?

— Un poco, quizá. Pero una locura honesta.

— Entonces te diré un pequeño secreto. Yo he sabido siempre que no puedo llevarla, desde que Él me hizo salir de nuevo. Pero ¿estamos hablando de lo mismo?

El sacerdote se encogió de hombros.

— Tú lo llamarías la carga de ser del pueblo escogido, y yo, la carga del pecado original. En cualquier caso, la responsabilidad que implica es la misma, aunque podamos dar diferentes versiones y estar en total desacuerdo de palabras, ya que pretendemos utilizarlas para definir algo que no se puede expresar con ellas, ya que sólo tiene significado en el silencio de muerte de un corazón.

Benjamín contuvo una sonrisa.

— Bien, me alegra ver que finalmente lo admites, aun cuando todo lo que dices es que en realidad nunca has dicho nada.

— Deja de graznar, viejo réprobo.

— Pero siempre has empleado palabras tan mundanas en una astuta defensa de tu Trinidad, a pesar de que Él nunca necesitó tal defensa antes de que lo obtuvieseis de mí como Unidad, ¿eh?

El sacerdote enrojeció, pero no dijo nada.

— ¡Ya está! — gritó Benjamín, balanceándose adelante y atrás —. ¡Por una vez he logrado hacerte sentir deseos de discutir! ¡Ja! Pero es igual. Yo también empleo palabras, pero tampoco estoy seguro de que Él y yo queramos decir lo mismo. Supongo que no puedo culparte; debe ser más confuso con Tres que con Uno.

— ¡Viejo cactus blasfemo! Lo que yo quería era tu opinión de thon Taddeo y de lo que se está preparando.

— ¿Por qué buscar la opinión de un pobre y viejo anacoreta?

— Porque Benjamín Eleazar bar Josué, si todos estos años esperando al que no viene no te han dado sabiduría, por lo menos te han hecho perspicaz.

El viejo judío cerró los ojos, alzó su cara hacia el techo y sonrió astutamente.

— Insúltame — dijo burlonamente —, injúriame, acósame, persígueme… pero ¿sabes lo que diré?

— Dirás: «¡Vaya!».

— ¡No! Diré que Él ya está aquí. Una vez alcancé a verle.

— ¿Qué? ¿De quién estás hablando? ¿De thon Taddeo?

— ¡No! Por otra parte, no me importa profetizar, a menos que me digas qué es lo que realmente te preocupa, Paulo.

— Bueno, todo empezó con la lámpara del hermano Kornhoer.

— ¿Lámpara? Ah, sí, el poeta la mencionó. Profetizó que no funcionaría.

— El poeta estaba equivocado, como de costumbre. Eso me dijeron. No asistí a la prueba.

— Entonces, ¿funcionó? Espléndido. ¿Y qué fue lo que comenzó con esto?

— Me preocupó. ¿Estamos al borde de algo? ¿Muy cerca de qué límite? Esencias eléctricas en el sótano. ¿Te das cuenta de cómo se han modificado las cosas en los últimos dos siglos?

Pronto, el sacerdote expuso todos sus temores, mientras el ermitaño, componedor de tiendas, escuchó pacientemente hasta que el sol empezó a filtrarse a través de las grietas de la pared oeste, dibujando brillantes dardos en el aire polvoriento.

— A partir del momento que se extinguió la última civilización, la Memorabilia ha sido nuestra obligación especial, Benjamín. Y la hemos conservado. Pero ¿cómo? Creo estar en la situación del zapatero que trata de vender zapatos en un pueblo de zapateros.

El ermitaño sonrió.

— Podrías lograrlo si fabricas un tipo de calzado especial y superior.

— Me temo que los eruditos seglares han empezado ya a pretender tal método.

— Entonces abandona el negocio de la zapatería antes de que te arruinen.

— Es una posibilidad — admitió el abad —. Sin embargo, es desagradable pensar en ello. Durante doce siglos, hemos sido una pequeña isla en un océano de oscuridad. Conservar la Memorabilia ha sido una tarea ingrata, pero sagrada, pensamos. Es únicamente nuestra labor mundana, pero hemos sido siempre contrabandistas de libros y memorizadores, y es duro pensar que el trabajo terminará pronto… pronto será innecesario. No llego a creerlo.

— ¿Entonces tratas de superar a los otros «zapateros» construyendo extraños artefactos en tu sótano?

— Debo admitir que así parece…

— ¿Qué harás ahora para llevarles la delantera a los seglares? ¿Construir una máquina voladora? ¿O resucitar la Machina analytica? ¿O quizá pasar sobre sus cabezas y apelar a la metafísica?

— Me avergüenzas, viejo judío. Ya sabes que somos monjes de Cristo ante todo; tales cosas deben hacerlas los otros.

— No estaba avergonzándote. No veo que haya nada malo en que los monjes de Cristo construyan una máquina voladora, aunque tendría mayor relación con ellos construir una máquina rezadora.

— ¡Miserable! ¡Le hago un mal servicio a mi orden al compartir contigo mis confidencias!

Benjamín sonrió afectadamente.

— No siento simpatía por vosotros. Los libros que almacenasteis pueden ser venerablemente antiguos, pero fueron escritos por criaturas del mundo y en primer lugar no tienes por qué mezclarte con ellas.

— Ah, ahora te preocupas por profetizar.

— Nada de esto. «Pronto se pondrá el sol.» ¿Es esto una profecía? No, es simplemente una afirmación de fe en la estabilidad de los acontecimientos. Las criaturas del mundo también son estables… por ello digo que absorberán todo lo que pueda ofrecer, te quitarán tu trabajo y entonces te denunciarán como una ruina decrépita. Finalmente te ignorarán por completo. Es culpa tuya. El libro que te di, tenía que haberte bastado. Ahora tendrás que soportar las consecuencias de tu intromisión.

Había hablado con impertinencia, pero su predicción pareció desagradablemente cercana a los temores de dom Paulo. El semblante del sacerdote se entristeció.

— No hagas caso — dijo el ermitaño —. No me aventuraré a adivinar antes de haber visto tu artefacto o haberle echado un vistazo a ese thon Taddeo… que empieza, por cierto, a interesarme. Si deseas que te aconseje, espera hasta que haya examinado las interioridades de la nueva era más detalladamente.

— Pues, como nunca vienes a la abadía, no podrás ver la lámpara.

— Se debe a vuestra abominable cocina.

— Y no verás a thon Taddeo porque viene por la otra dirección. Si esperas a examinar las entrañas de una era cuando ésta haya nacido, será demasiado tarde para profetizar su nacimiento.

— Tonterías. Explorar las entrañas del futuro es malo para el niño. Esperaré… y entonces profetizaré que nació y que no era lo que yo esperaba.

— ¡Vaya una perspectiva alegre! ¿Qué es lo que buscas?

— Alguien que una vez me gritó.

— ¿Gritó?

— «¡Sígueme!»

— ¡Vaya sandez!

— ¡Vaya! A decir verdad, no estoy realmente convencido de que Él venga, pero se me dijo que esperase, y… — se encogió de hombros — yo espero.

Al cabo de un rato, sus ojos centelleantes se estrecharon hasta formar dos pequeñas ranuras y se inclinó hacia delante con súbita ansiedad.

— Paulo, trae a ese thon Taddeo hasta el pie de la meseta.

El abad retrocedió con burlón horror.

— ¡Salteador de peregrinos! ¡Importunador de novicios! ¡Te enviaré al poetastro…! Que descienda sobre ti y puedas descansar para siempre. ¡Traer al thon a tu cubil! ¡Qué ultraje!

Benjamín se encogió de nuevo de hombros.

— Muy bien. Olvida que te lo he pedido. Pero esperemos que este thon esté de nuestro lado y no con los otros esta vez.

— ¿Los otros, Benjamín?

— Manasés, Ciro, Nabucodonosor, Faraón, César, Hannegan 11… ¿necesito seguir? Samuel nos previno en contra suya, entonces nos dio a uno. Cuando tienen a algunos hombres sabios encadenados cerca de ellos para aconsejarlos, se vuelven más peligrosos que nunca. Es éste el único consejo que te daré.

— Bien, Benjamín, ya he tenido bastante de ti para los próximos cinco años, así es que…

— Insúltame, injúriame, atorméntame…

— Ya es suficiente. Me voy, viejo. Es tarde.

— ¿De veras? ¿Y cómo está preparada la panza eclesiástica para el viaje?

— ¿Mi estómago…? — Dom Paulo hizo una pausa para hacer una exploración y se encontró mejor que en cualquier momento de las últimas semanas —. Hecho un asco, claro — se quejó —. ¿Cómo querrías que estuviese después de haberte escuchado?

— Verdad… El Shaddai es piadoso, pero también justo.

— Buena suerte, viejo. Después que el hermano Kornhoer invente de nuevo la máquina voladora enviaré a algunos novicios a lanzar piedras contra ti.

Se abrazaron afectuosamente. El viejo judío lo acompañó hasta el borde de la meseta. Benjamín se quedó de pie envuelto en un manto de las oraciones, su fina tela contrastaba curiosamente con la burda arpillera de su taparrabo. El abad marchó sendero abajo, de vuelta a la abadía. Aún pudo verle parado allí en el ocaso; su delgada figura se recortaba contra la semipenumbra del cielo, mientras se inclinaba y murmuraba una oración sobre el desierto.

— Memento, Domine, omnium famulorum tuorum — susurró el abad como respuesta, añadiendo -: Y que por fin pueda ganar el ojo del poeta a la herradura. Amén.

17

— Puedo afirmárselo: habrá guerra — dijo el mensajero de Nueva Roma —. Todas las fuerzas laredanas están reunidas en las Llanuras. Oso Loco ha levantado el campo. Hay una batalla de caballería en marcha, al estilo nómada, por todas las Llanuras. Pero el Estado de Chihuahua amenaza a Laredo por el sur. Así que Hannegan se prepara para enviar fuerzas texarkanas a Río Grande… para ayudar a «defender» la frontera. Con la plena aprobación de los laredanos, claro está.

— El rey Goraldi es un loco senil — dijo dom Paulo —. ¿No ha sido prevenido de la traición de Hannegan?

El mensajero sonrió.

— El servicio diplomático del Vaticano respeta siempre los secretos de Estado si llegamos a enterarnos de ello. De no ser así se nos acusaría de espionaje, somos siempre cuidadosos acerca…

— ¿Ha sido prevenido? — preguntó de nuevo el abad.

— Claro. Goraldi le dijo al enviado papal que mentía; acusó a la Iglesia de fomentar la disención entre los aliados del Santo Flagelo, con la intención de favorecer el poder temporal del Papa. El idiota llegó a mencionarle a Hannegan el mensaje del enviado.

Dom Paulo respingó y dio un gemido.

— ¿Qué hizo Hannegan?

El mensajero dudó.

— Supongo que se lo puedo decir: arrestar a monseñor Apollo. Hannegan ordenó que se incautasen de sus archivos diplomáticos. Se habla en Nueva Roma de colocar a todo el reino de Texarkana bajo interdicto. Claro que Hannegan ha incurrido ipso facto en la excomunión, pero esto no parece preocupar demasiado a los texarkanos. Como seguramente sabe, el ochenta por ciento de la población es culterana, y el catolicismo de las clases gobernantes ha sido siempre un disfraz.

— Así que ahora Marcus — murmuró el abad tristemente —. ¿Qué me dice de thon Taddeo?

— No veo claro cómo espera cruzar las Llanuras en este momento sin recibir algunas perdigonadas. Ya está claro por qué no quería venir. Pero no tengo noticias de su viaje, padre abad.

La expresión de dom Paulo era de pena.

— Si nuestra negativa a enviar el material a su universidad lo conduce a la muerte…

— Que eso no le afecte la conciencia, padre abad. Hannegan cuida de los suyos. No sé cómo, pero estoy seguro de que el thon llegará aquí.

— El mundo no puede permitirse el perderlo, según he oído. Bueno… pero dígame, ¿a qué se debe que le hayan enviado para que nos comunique los planes de Hannegan? Estamos en el Imperio de Denver y no veo de qué modo está amenazada esta región.

— Es que sólo le he contado el principio. Por el momento, Hannegan espera poder unir el continente. Después que Laredo quede firmemente sojuzgada, habrá roto el cerco que lo encerraba. Entonces el siguiente movimiento será Denver.

— ¿Pero no lleva esto aparejadas líneas de abastecimiento a través del país nómada? Parece imposible.

— Es extremadamente difícil, y por eso el siguiente movimiento es seguro. Las Llanuras forman una barrera geográfica natural. Si se las despoblase, Hannegan podría considerar su frontera occidental como completamente segura. Pero los nómadas han hecho necesario que todos los estados adyacentes a las Llanuras sitúen fuerzas militares permanentes alrededor del territorio nómada como medida de contención. El único modo de subyugar a las Llanuras es controlando las dos bandas fértiles, al este y al oeste.

— Pero, aunque así sea — dudó el abad —, los nómadas…

— El plan de Hannegan para ellos es diabólico. Los guerreros de Oso Loco pueden contender fácilmente con la caballería de Laredo, pero con lo que no pueden contender es con la plaga del ganado. Las tribus de las Llanuras todavía no lo saben, pero cuando Laredo esté preparado para castigar a los nómadas por sus incursiones fronterizas, los laredanos llevarán varios centenares de cabezas de ganado enfermo para que se mezclen con los rebaños nómadas. Fue idea de Hannegan. El resultado será el hambre, y entonces será fácil lograr un enfrentamiento de las distintas tribus. Como es natural no sabemos todos los detalles, pero la meta es una región nómada bajo un jefe «de paja» armado por los texarkanos, leal a Hannegan, dispuesto a barrer el oeste hasta las montañas. Si logra pasar, esta región recibirá las primeras andanadas.

— Pero…, pero ¿por qué? ¡Con seguridad, Hannegan no espera que los bárbaros formen tropas dignas de confianza o capaces de conservar un imperio una vez que hayan terminado de mutilarlo!

— No, reverendo. Pero las tropas nómadas serán desbaratadas. Denver será destruido. Entonces Hannegan podrá recoger los restos.

— ¿Para qué? No podrá ser un imperio muy rico.

— No, pero seguro en todos los flancos, estará en mejor posición para atacar hacia el este o el nordeste. Claro que antes de llegar a esto, sus planes pueden fracasar. Pero fracasen o no, esta región corre peligro de ser arrasada en un futuro no muy lejano. Durante los próximos meses precisará dar los pasos necesarios para asegurar la abadía. Tengo orden de tratar con usted el problema de poner la Memorabilia a salvo.

Dom Paulo sintió que la oscuridad empezaba a concentrarse. Después de doce siglos, una pequeña esperanza había surgido en el mundo… y entonces venía un príncipe analfabeto a imponérseles con una horda bárbara y…

Su puño se estrelló contra la mesa.

— Los hemos mantenido fuera de nuestros muros durante mil años — gruñó —, y podremos seguir manteniéndolos del mismo modo durante mil años más. Esta abadía se vio sitiada tres veces durante el flujo Bayring y una vez más durante el cisma vissarionista. Mantendremos los libros seguros. Hace bastante tiempo que lo hacemos así.

— Pero en estos días hay un nuevo riesgo, reverendo.

— ¿Cuál?

— Un abundante abastecimiento de pólvora y metralla.


La Festividad de la Asunción había llegado y pasado, pero todavía no se tenían noticias del grupo de Texarkana. Misas votivas privadas para peregrinos y viajeros empezaban a ser ofrecidas por los sacerdotes de la abadía. Dom Paulo renunció a tomar su ligero desayuno y se murmuraba que lo hacía como penitencia por haber invitado al intelectual a sufrir los actuales peligros de las Llanuras. Los vigías permanecían constantemente en su puesto. El propio abad trepaba, a menudo, a los muros para atisbar hacia el este.

Poco antes de las vísperas de la Festividad de San Bernardo, un novicio informó haber visto una débil y distante nube de polvo, pero estaba oscureciendo y nadie más había sido capaz de volver a verla. Pronto se cantaron las completas y la Salve Regina, pero no apareció nadie en los portalones.

— Quizá se tratase de una avanzadilla de exploradores — sugirió el prior Gault.

— Quizás haya sido la imaginación del hermano vigía — le contradijo dom Paulo.

— Pero si han acampado a diez o doce kilómetros camino abajo…

— Habríamos visto su fuego desde la torre. La noche es clara.

— De todas maneras, dómine, cuando se alce la Luna, podríamos enviar a un jinete.

— Oh, no. Es el mejor sistema para que le maten a uno por equivocación. Si en realidad son ellos, probablemente hayan puesto vigilancia a lo largo de todo el camino, especialmente por la noche. Podemos esperar a que amanezca.

Fue hacia el final de la mañana siguiente cuando el esperado grupo de jinetes apareció en el este. Desde arriba del muro, dom Paulo parpadeó y entornó los ojos y observó el terreno ardiente y seco, tratando de enfocar con sus ojos miopes la distancia. El polvo de los cascos de los caballos era llevado por el viento hacia el norte. El grupo se había detenido a parlamentar.

— Me parece que son veinte o treinta — se quejó el abad frotándose molesto —. ¿De verdad son tantos?

— Aproximadamente — dijo Gault.

— ¿Cómo podremos encargarnos de todos?

— No creo que tengamos que cuidar a los que llevan piel de lobo, reverendo — dijo ahogadamente el joven sacerdote.

— ¿Piel de lobo?

— Nómadas, reverendo.

— ¡Envíe hombres a los muros! ¡Cierren portalones! ¡Coloquen las protecciones! ¡Rompan el…!

— Espere, no todos son nómadas, dómine.

— ¡Oh! — dom Paulo se volvió para atisbar de nuevo.

La discusión había terminado. Los hombres hicieron señas y se dividieron en dos grupos. El mayor galopó de nuevo rumbo al este. Los jinetes restantes se quedaron mirándolos durante un rato, dieron vuelta a sus monturas y trotaron rumbo a la abadía.

— Son seis o siete… algunos van uniformados — murmuró el abad cuando estuvieron más cerca.

— El thon y su gente, estoy seguro.

— ¿Pero con nómadas? Me alegro de no haberle permitido enviar a un jinete anoche. ¿Qué hacen con los nómadas?

— Según parece vinieron como guías — dijo oscuramente el padre Gault.

— ¡Qué amistoso es el león tendiéndose junto al cordero!

Los jinetes se acercaban a la entrada. Dom Paulo tragó saliva.

— Será mejor que salgamos a darle la bienvenida, padre — suspiró.

Cuando los sacerdotes hubieron descendido del muro, los viajeros soltaban las riendas en el exterior del patio. Uno de los caballistas se separó de los demás, trotó hacia ellos, desmontó y presentó sus documentos.

— ¿Dom Paulo de Pecos, abad?

El abad hizo una inclinación.

— Tibis adsum. Bienvenidos en nombre de san Leibowitz, thon Taddeo. Bienvenidos en nombre de su abadía, en nombre de cuarenta generaciones que han esperado su llegada. Siéntase como en su casa. Somos sus servidores.

Las palabras eran sinceras, las palabras habían sido guardadas durante años en espera de aquel momento. Oyendo un monosílabo susurrado como réplica, dom Paulo levantó lentamente la cabeza.

Por un momento su mirada se enfrentó con la del estudioso. Sintió que la tibieza se desvanecía rápidamente. Aquellos ojos helados — fríos — y de un gris inquisidor, escépticos, hambrientos y orgullosos, lo estudiaron como se estudia a una curiosidad sin vida.

Paulo había rogado fervientemente porque aquel momento fuese como un puente a través de un vacío de doce siglos — rogando también que a través de él los últimos científicos martirizados le estrechasen la mano al mañana —. Ciertamente había un vacío; esto estaba claro. El abad súbitamente se dio cuenta de que él no pertenecía a esa época, que en cierto modo había sido dejado aislado en un banco de arena en el río del tiempo y que en realidad jamás existió tal puente.

— Vengan — dijo amablemente —, el hermano Visclair se encargará de sus caballos.

Cuando vio a los huéspedes instalados en sus aposentos, se retiró a la soledad de su despacho. La sonrisa de la cara del santo de madera le recordaba inexplicablemente la sonrisa afectada de Benjamín Eleazar al decir: «Los hijos del mundo también son consecuentes».

18

«Ahora, al igual que en tiempos de Job», empezó el hermano lector desde el facistol del refectorio:

Cuando los hijos de Dios comparecieron ante el Señor, Satanás estaba entre ellos.

Y el Señor le dijo: «¿De dónde vienes tú, Satanás?».

Y Satanás respondió como antiguamente: «He dado la vuelta a la Tierra y la he recorrido toda».

Y entonces el Señor le dijo: «¿Has prestado atención a ese príncipe sencillo y recto, mi siervo Nombre, que odia el mal y ama la paz?».

Y Satanás contestó: «¿Acaso Nombre teme a Dios en vano? ¿No has colmado de bendiciones su tierra, otorgándole grandes bienes y haciéndole poderoso entre las naciones? Pero extiende tu mano un poco y disminuye sus bienes y deja que su enemigo se fortalezca; entonces verás cómo blasfema en tu cara».

Y el Señor le dijo a Satanás: «Mira lo que tiene y redúcele. Lo dejo a tu disposición».

Y Satanás salió de la presencia de Dios y volvió al mundo.

Ahora el príncipe Nombre no era como el bendito Job, porque cuando su tierra se vio afligida con problemas y su pueblo menos rico que antes, cuando vio que su enemigo se volvía más poderoso, empezó a temer y dejó de confiar en Dios, diciéndose para sí: «Debo atacar antes de que el enemigo me aplaste sin tocar la espada».

«Y así fue en aquellos días», dijo el hermano lector:

Que los príncipes de la Tierra habían endurecido sus corazones contra la Ley del Señor y su orgullo no tenía fin. Y cada uno pensó para sí que era mejor que todo fuese destruido que permitir que la voluntad de otro príncipe prevaleciese sobre la suya. Porque los poderosos de la Tierra contendían entre ellos sobre todo por el poder supremo. Por medio del robo, la traición y el engaño buscaban gobernar y temían mucho la guerra y temblaban; porque el Señor Dios les había permitido a los sabios de aquella época aprender los medios con los cuales el mundo podía ser destruido, y en sus manos había sido depositada la espada del arcángel con la cual Lucifer había sido expulsado. Aquellos hombres y príncipes podían temer a Dios y humillarse ante el Altísimo. Pero no eran humildes. Y Satanás habló con cierto príncipe diciendo: «No temas emplear la espada, porque los hombres sabios te han engañado al decir que el mundo sería destruido por ella. No escuches el consejo de los débiles, porque te temen excesivamente y sirven a tus enemigos al frenar tu mano en contra de ellos. Ataca y gobernarás sobre todas las cosas».

Y el príncipe prestó atención a la palabra de Satanás, hizo llamar a todos los hombres sabios de aquel reino, y les pidió que le indicasen los medios con que el enemigo podía ser destruido sin atraer la ira sobre su propio reino. Pero la mayoría de los hombres sabios dijeron: «Señor, no es posible, porque vuestros enemigos también tienen la espada con que os hemos armado y su fiereza es como la llama del infierno y como la furia de la estrella solar en la que fue encendida».

«Entonces me fabricaréis un arma que sea siete veces más ardiente que el propio infierno», ordenó el príncipe, cuya arrogancia era ya superior a la de los faraones.

Y muchos de ellos dijeron: «No, señor, no nos pidáis esto; porque hasta el humo de un fuego como éste, si lo obtuviésemos para ti, haría perecer a muchos».

Aquella respuesta enfureció al príncipe, sospechó que le traicionaban y colocó espías entre ellos para tentarlos y desafiarlos; debido a ello los sabios se asustaron. Algunos cambiaron sus respuestas, para que su ira no fuese invocada en contra suya. Tres veces lo preguntó y tres veces contestaron: «No, señor, hasta los vuestros morirán si hacéis tal cosa». Pero uno de los magos era como judas Iscariote, y su testimonio fue falso, y habiendo traicionado a sus hermanos, les mintió a todos, aconsejando no temer al demonio del Fallout. El príncipe prestó atención a este sabio falso, cuyo nombre era Blackeneth y envió espías para acusar a varios de los magos ante el pueblo. Asustados, los menos sabios entre los magos aconsejaron al príncipe, complaciendo su capricho, diciendo: «Las armas pueden ser empleadas, pero no os excedáis de tales y tales límites o moriremos todos».

Y el príncipe asoló las ciudades de sus enemigos con el nuevo fuego, y durante tres días y tres noches sus grandes catapultas y pájaros metálicos lanzaron la ira sobre ellas. Sobre cada ciudad apareció un sol más brillante que el del cielo e inmediatamente aquella ciudad palideció y se fundió como la cera bajo la antorcha, y sus habitantes se detuvieron en las calles y su piel humeó y se convirtieron en haces lanzados sobre carbones. Y cuando la furia del sol hubo disminuido, la ciudad estaba en llamas; y un gran trueno bajó del cielo, como el gran ariete de batir PIK-A-DON, para aplastarla totalmente. Humos venenosos cayeron sobre toda la Tierra, y la Tierra brillaba en la noche con las brasas. La maldición de las brasas formó una costra en la piel e hizo que el cabello cayese y que la sangre muriese en las venas.

Y una gran peste fue por la Tierra y hasta por el cielo. Como en Sodoma y Gomorra fue la tierra y las ruinas de aquello, aun en la tierra de ese cierto príncipe, porque sus enemigos no negaron su venganza, enviando el fuego a su vez para sumergir sus ciudades como lo habían sido las de ellos. La peste de la carnicería fue excesivamente ofensiva para el Señor, quien habló al príncipe, Nombre, diciendo: «¿Qué ofrenda de fuego es esta que has preparado ante mi? ¿Qué es este sabor que se alza del lugar del holocausto? ¿Me has ofrecido un holocausto de corderos o cabras, o le has ofrecido un becerro a Dios?». Pero el príncipe no le contestó y Dios dijo: «Me has ofrecido a mis hijos en holocausto». Y el Señor le quitó la vida junto con la de Blackeneth, el traidor, y hubo pestilencia en la Tierra, y la locura se posesionó de la humanidad, que lapidó a los sabios junto a los poderosos que aún habían quedado con vida.

Pero en aquel tiempo hubo un hombre cuyo nombre era Leibowitz, quien, en su juventud, como san Agustín, había amado la sabiduría del mundo más que la de Dios. Pero ahora, viendo que el gran acontecimiento, aunque bueno, no había salvado al mundo, se volvió hacia Dios en penitencia, llorando.

El abad dio unos golpes secos sobre la mesa, y el monje que estaba leyendo la antigua narración guardó inmediatamente silencio.

— ¿Y ésta es la única narración que tienen de lo ocurrido? — preguntó thon Taddeo, sonriéndole forzadamente al abad a través del estudio.

— Hay diversas versiones. Difieren en detalles menores. Nadie está seguro de cuál fue la nación que envió el primer ataque… de todas maneras, ya no tiene importancia. El texto que el hermano lector nos ha leído fue escrito unas décadas después de la muerte de san Leibowitz… se trata probablemente de una de las primeras narraciones, hecha apenas fue posible y seguro escribir de nuevo.

»El autor era un monje joven que aún no había nacido durante la época de la destrucción; tuvo conocimiento de ella a través de los seguidores de san Leibowitz, los primeros memorizadores y contrabandistas de libros y tenía una cierta preferencia por imitar las escrituras.

»Dudo mucho que exista en algún sitio una narración completamente certera del Diluvio de Fuego. Poco después de su comienzo, fue evidentemente demasiado inmenso para que nadie lo captase en su totalidad.

— ¿En qué tierra estaba este príncipe llamado Nombre y el hombre llamado Blackeneth?

El abad Paulo movió la cabeza.

— Ni el propio redactor de esta narración estaba seguro. Hemos reunido los suficientes datos desde que esto fue escrito para saber que incluso algunos de los gobernantes menores de aquella época poseían tales armas antes de la llegada del holocausto. La situación que describió prevalecía en más de una nación. Nombre y Blackeneth eran, probablemente, legión.

— Ya he oído leyendas semejantes. Es evidente que algo odioso tuvo lugar — declaró el thon, después añadió abruptamente —. ¿Cuándo podré empezar a examinar la… cómo la llaman?

— La Memorabilia.

— A eso me refería. — Suspiró y le sonrió ausente a la imagen del santo, que estaba en un rincón —. ¿Mañana será demasiado pronto?

— Si así lo desea, puede empezar de inmediato — dijo el abad —. Puede sentirse libre de hacer lo que guste.

Las bóvedas estaban escasamente provistas de velas y sólo unos pocos monjes estudiosos de hábito oscuro se movían entre los bancos. El hermano Armbruster inspeccionaba ceñudamente sus papeles en un círculo de luz, en su cubículo al pie de la escalera de piedra, y una lámpara ardía en el hueco de la teología moral, donde una figura cubierta con el hábito se inclinaba sobre un antiguo manuscrito. Era después de la prima, cuando la mayor parte de la comunidad trabajaba en sus deberes en la abadía, la cocina, la clase, el jardín, establo y la oficina, dejando la biblioteca casi vacía hasta media tarde y momento de la lectio divina. Aquella mañana, sin embargo, las bóvedas estaban, en comparación, atestadas.

Había tres monjes reclinados en las sombras detrás de la nueva máquina. Tenían las manos metidas entre las mangas y observaban a un cuarto monje que estaba al pie de la escalera. El cuarto monje miraba pacientemente hacia un quinto monje que estaba en el rellano y vigilaba la entrada que conducía a la escalera.

El hermano Kornhoer había meditado sobre su aparato como un padre ansioso, pero cuando ya no pudo encontrar cables que mover o ajustes que hacer y volver a hacer, se retiró al hueco de teología natural a leer y esperar. Dirigir una serie de instrucciones de última instancia a sus ayudantes le era permitido, pero prefirió guardar silencio y si cualquier pensamiento del momento de culminación personal que se acercaba cruzó su mente mientras esperaba, la expresión del inventor monástico no dio muestra de ello. Teniendo en cuenta que el abad ni siquiera se había tomado la molestia de mirar una demostración de la máquina, el hermano Kornhoer no exteriorizó ningún signo de aguardar aplausos de ninguna parte y consiguió vencer su tendencia a mirar con aire de reproche a dom Paulo.

Un tenue siseo procedente de la escalera alertó de nuevo al sótano, aunque ya se habían producido anteriores falsas alarmas. Era evidente que nadie le había informado al ilustre thon que una invención maravillosa le esperaba en su inspección del sótano. Evidentemente, si alguien le habló de ella, su importancia fue le minimizada. Según parecía, el padre abad disfrutaba haciéndolos esperar. Aquéllas eran las palabras no pronunciadas que evidenciaban las miradas de los que esperaban.

Esta vez el siseo de aviso no había sido en vano. El monje que vigilaba desde lo alto de la escalera se volvió solemnemente y le hizo una inclinación al monje que había en el siguiente rellano.

— In Principio Deus — dijo suavemente.

El quinto monje dio la vuelta y se inclinó hacia el cuarto monje al pie de la escalera.

— Caelum et terram creavit — murmuró a su vez.

El cuarto monje se volvió hacia el tercero, de pie junto a la máquina.

— Vacuus autem erat mundus — anunció.

— Cum tenebris in superficie profundorum — le hizo coro el grupo.

— Ortus est Dei Spiritus supra acquas — gritó el hermano Kornhoer, devolviendo su libro a la estantería con un traqueteo de cadenas.

— Gratias Creatori Spiritui — respondió todo el equipo.

— Dixitque Deus: «FIAT LUX» — dijo el inventor en tono de mando.

Los vigías de las escaleras descendieron para ocupar sus puestos. Cuatro hombres gobernaron la noria. El quinto monje se inclinó sobre la dinamo. El sexto monje subió a la escalera de mano y se sentó en el travesaño más alto, con la cabeza contra la parte superior de la arcada. Se colocó una máscara de pergamino oleoso ennegrecido con humo para protegerse los ojos, después extendió las manos en busca del brazo de la lámpara y su tornillo, mientras el hermano Kornhoer le miraba nervioso desde abajo.

— Et lux ergofacta est — dijo cuando hubo encontrado el tornillo.

— Lucem esse bonam Deus vidit — le gritó el inventor al quinto monje.

El quinto monje se inclinó sobre la dinamo con una vela para una última mirada a los contactos de las escobillas.

— Et secrevit lucem a tenebris — dijo finalmente, siguiendo con la lección.

— Lucem appellavit «diem» — le hizo coro el grupo de la noria —, et tenebras «noctes».

Después de lo cual afianzaron sus hombros a las palancas del torniquete.

Los ejes crujieron y gruñeron. La rueda de carro de la dinamo empezó a girar, su sordo zumbido se convirtió en un quejido y después en un plañido mientras los monjes se esforzaban y gruñían en el impulsor de la máquina. El encargado de la dinamo observaba ansiosamente mientras las escobillas se mezclaban con la velocidad y se convertían en vaivén.

— Vespere occaso — empezó, y después hizo una pausa para lamerse los dedos y unirlos a los contactos. Saltó una chispa.

— ¡Lucifer! — gritó echándose hacia atrás. Después terminó de decir ineficazmente: Mortus est et primo die.

— ¡Contacto! — dijo el hermano Kornhoer cuando dom Paulo, thon Taddeo y su ayudante bajaban la escalera.

El monje de la escalera golpeó el arco. Un agudo ¡spfft!, y una luz deslumbrante llenó las bóvedas con un resplandor que no se había visto en doce siglos.

El grupo se detuvo en la escalera. Thon Taddeo dijo ahogadamente un juramento en su lengua nativa. Dio un paso atrás. El abad, que no había sido testigo de la prueba, ni dio crédito a informes extravagantes, palideció y se detuvo sin habla en plena conversación. El ayudante quedó momentáneamente helado por el pánico y de pronto salió corriendo y gritando: «¡Fuego!».

El abad hizo el signo de la cruz.

— ¡No lo sabía! — susurró.

El estudioso, después de sobreponerse a la primera impresión del destello, recorrió el sótano con la mirada, descubriendo la máquina de inducción, a los monjes esforzándose sobre la palanca. Sus ojos recorrieron los cables enrollados, al monje de la escalera midió el significado de la dinamo de rueda de carro y al monje que estaba de pie esperando, con los ojos bajos al pie de la escalera.

— ¡Increíble! — susurró.

El monje que se hallaba al pie de la escalera hizo una inclinación de reconocimiento y desprecio. El reflejo blanco azulado lanzaba sombras alargadas en la sala y la luz de las velas se convirtió en manchas opacas en la marea de luz.

— Brillante como mil antorchas — dijo el erudito sin aliento —. Debe de ser antiguo… pero ¡no! ¡Inconcebible!

Bajó por la escalera como un hombre en trance. Se detuvo al lado del hermano Kornhoer y lo miró con curiosidad durante un momento, después empezó a dar vueltas por el sótano. Sin tocar nada, lo observaba todo, se paseaba entre las máquinas, inspeccionaba la dinamo, los cables, la propia lámpara.

— No parece posible, pero…

El abad se recobró y bajó la escalera.

— ¡Se le dispensa el silencio! — le susurró al hermano Kornhoer —. Hable con él, yo estoy un poco mareado.

El monje se animó.

— ¿Le agrada, padre abad?

— Horrible — jadeó dom Paulo.

La expresión del inventor denotó contrariedad.

— ¡Es un modo espantoso de tratar a un huésped! ¡Dejó completamente aterrorizado al ayudante del thon! ¡Me ha mortificado!

— Bueno, es bastante brillante.

— ¡Demoníaco! Vaya a hablar con él mientras yo pienso en un modo de disculparnos.

Pero aparentemente el estudioso había hecho un juicio según sus propias observaciones, porque fue hacia ellos vivamente. Su cara parecía contenerse y sus modales eran agitados.

— Una lámpara de electricidad — dijo —. ¡Cómo se las han arreglado para mantenerla oculta durante tantos siglos! Después de tantos años tratando de llegar a una teoría de… — se atragantó ligeramente y pareció luchar por contenerse, como si hubiese sido víctima de una monstruosa novatada —. ¿Por qué la han ocultado? Tiene alguna significación religiosa… Y qué… — Completamente confuso se detuvo. Movió la cabeza y miró a su alrededor como buscando una salida por donde escapar.

— Lo interpreta usted mal — dijo débilmente el abad, aferrándose al brazo del hermano Kornhoer —. Por el amor de Dios, hermano, ¡explíqueselo!

Pero no había bálsamo para suavizar una afrenta al orgullo profesional… ni entonces ni en cualquier época.

19

Después del desafortunado incidente del sótano, el abad buscó todos los medios concebibles para subsanar aquel desgraciado momento. Thon Taddeo no demostró ningún rencor y hasta les ofreció a sus huéspedes una disculpa por su espontáneo juicio del incidente, después que el inventor del artefacto hubo dado al estudioso detallada cuenta de su reciente diseño y fabricación. Pero la disculpa sólo logró convencer al abad de que la herida había sido profunda. Colocaba al thon en la situación de un montañero que ha escalado una altura «inconquistable» para encontrar las iniciales de un rival grabadas en la roca de la cima…, sin que el rival se lo hubiese dicho por adelantado. Debió de ser desastroso para él, pensó dom Paulo, debido a la forma en que se llevó el asunto.

Si el thon no hubiese insistido — con una firmeza nacida quizá de la vergüenza — en que su luz era de superior calidad, lo suficientemente brillante hasta para el escrutinio de los quebradizos y apolillados documentos, que resultaban indescifrables a la luz de las velas, dom Paulo habría hecho quitar inmediatamente la lámpara del sótano. Pero thon Taddeo insistía en que le gustaba…, pero al describir que era necesario mantener por lo menos a cuatro novicios o postulantes continuamente empleados en hacer funcionar la dinamo y ajustar el espacio del arco, pidió que la lámpara fuese quitada, pero entonces fue dom Paulo quien insistió en que permaneciese en aquel lugar.

Así fue cómo el estudioso empezó sus investigaciones en la abadía, con la presencia constante de los tres novicios que se afanaban sobre la noria y el cuarto novicio que tentaba al deslumbramiento arriba de la escalera para mantener la lámpara encendida y ajustada, situación que hacía al poeta versificar sin piedad sobre el demonio de la confusión y los ultrajes que se perpetraban en nombre de la penitencia o del apaciguamiento.

Durante varios días, el thon y su asistente estudiaron la propia biblioteca, los archivos, los informes del monasterio además de la Memorabilia… como si al determinar la validez de la ostra pudiesen establecer la posibilidad de la perla. El hermano Kornhoer descubrió al asistente del thon de rodillas en la entrada del refectorio, y durante un rato tuvo la impresión de que efectuaba una devoción especial ante la imagen de María, situada arriba de la puerta, pero un sonido de herramientas puso fin a la ilusión. El asistente tendió una regla de carpintero a través de la entrada y midió la depresión cóncava producida en las piedras de la entrada por siglos de sandalias monásticas.

— Buscamos formas de determinar fechas — dijo cuando Kornhoer se lo preguntó —. Éste parecía un buen lugar para establecer un modelo del grado de uso, ya que el tráfico es fácil de establecen Tres comidas hace cada hombre por día desde que las piedras fueron colocadas.

Kornhoer no pudo evitar sentirse impresionado por su minuciosidad; la actividad lo desconcertó.

— Los informes arquitectónicos de la abadía están completos — dijo —, en ellos podrá ver con exactitud cuándo fue añadida cada ala y cada edificio. ¿Por qué no se ahorra tiempo?

El hombre se quedó mirándolo inocentemente.

— Mi maestro tiene un dicho: «Nayol no puede hablar y por lo tanto nunca miente».

— ¿Nayol?

— Uno de los dioses de la naturaleza de los habitantes del Red River. Lo dice en sentido figurado, por supuesto. La evidencia objetiva es la última autoridad. Los informadores pueden mentir, pero la naturaleza es incapaz de hacerlo. — Al ver la expresión del monje, añadió apresuradamente -: No va en ello ningún insulto. Es simplemente la doctrina del thon de que todo debe ser explicado objetivamente.

— Una idea fascinante — murmuró Kornhoer y se inclinó para observar el boceto de una sección de la concavidad del suelo —. Pero ¡si tiene la forma que el hermano Majek llama una curva de distribución normal! Qué raro.

— No tiene nada de raro. La probabilidad de que un paso se desvíe de la línea central tendería a seguir la función normal.

Kornhoer estaba cautivado.

— Llamaré al hermano Majek — dijo.

El interés del abad por la inspección de sus huéspedes era menos esotérica.

— ¿Por qué — le preguntó a Gault — hacen dibujos detallados de nuestras fortificaciones?

El prior le miró sorprendido.

— No sé nada de eso. ¿Se refiere a thon Taddeo?

— No, a los oficiales que vienen con él. Lo realizan de un modo bastante sistemático.

— ¿Cómo lo ha descubierto?

— Me lo ha dicho el poeta.

— ¡El poeta! ¡Bah!

— Desgraciadamente, esta vez ha dicho la verdad. Sustrajo uno de sus diseños.

— ¿Lo tiene usted?

— No, hice que lo devolviese. Pero no me gusta, presagia peligro.

— Supongo que el poeta puso precio a su informe…

— Aunque parezca extraño, no lo hizo. Desde el primer momento le ha desagradado el thon; y no ha dejado de murmurar para sí.

— El poeta siempre ha murmurado.

— Pero no con una disposición seria.

— ¿Por qué supone que hacen los dibujos?

Paulo hizo una mueca.

— A menos que descubramos que no es así, creeremos que su interés es recóndito y profesional. Como ciudadela amurallada, la abadía ha sido un éxito. Nunca ha sido tomada por sitio o asalto y quizá por ello ha atraído su admiración profesional.

El padre Gault miró especulativamente el desierto hacia el este.

— Pensando en ello, si un ejército quisiera atacar hacia el oeste, a través de las Llanuras, probablemente tendría que establecer una guarnición en algún punto de esta región antes de avanzar rumbo a Denver. — Se quedó un momento pensativo y empezó a mostrarse alarmado —. ¡Y aquí tienen la fortaleza ideal!

— Me temo que ya han pensado en eso.

— ¿Cree que los enviaron como espías?

— ¡No, no! Dudo que el propio Hannegan haya oído hablar de nosotros. Pero están aquí, son oficiales y no pueden evitar mirar a su alrededor y pensar. A no dudar, Hannegan sabrá ahora dónde estamos.

— ¿Qué piensa hacer?

— Todavía no lo sé.

— ¿Por qué no habla de esto con thon Taddeo?

— Los oficiales no son sus servidores. únicamente fueron enviados como escolta para protegerlo. ¿Qué puede hacer?

— Es pariente de Hannegan y tiene influencia.

El abad asintió.

— Voy a pensar en el modo de tratar este asunto con él. Pero primero observaremos qué es lo que ocurre.

En los días que siguieron, thon Taddeo completó su estudio de la ostra, y aparentemente satisfecho de comprobar que no se trataba de una almeja disfrazada, centró su atención en la perla. La tarea no era sencilla.

Gran cantidad de copias fueron escudriñadas. Las cadenas traquetearon y golpetearon cuando los libros más preciados salieron de sus estanterías. En el caso de los originales parcialmente dañados o deteriorados, parecía poco prudente creer la interpretación y vista de los copistas. Los manuscritos del tiempo de Leibowitz, que habían sido sellados en toneles herméticamente cerrados y encerrados en bóvedas especiales de almacenamiento para ser preservados indefinidamente, fueron entonces sacados a la luz.

El asistente del thon reunió varios kilos de notas. Después del quinto día, el ritmo de trabajo de thon Taddeo se aceleró y sus modales reflejaron la ansiedad de un sabueso hambriento que ha olido una caza sabrosa.

— ¡Magnífico! — dudó entre el júbilo o la divertida incredulidad —. ¡Fragmentos de un físico del siglo xx! Las ecuaciones son incluso consistentes.

Kornhoer lo escudriñó sobre su hombro.

— Ya lo había visto — dijo sin aliento —. Nunca llegué a comprenderlo. ¿Se trata de algo importante?

— Todavía no estoy seguro. ¡Las matemáticas son hermosas, hermosas! Mire esto… esta expresión, observe su forma extremadamente reducida. Esta cosa bajo el signo del radical… parece el producto de dos derivadas, pero en realidad representa a todo un conjunto de derivadas.

— ¿Cómo?

— Los índices se transforman en una expresión más amplia; de otro modo, no podía de ninguna manera representar una integral de línea, como el autor dice. Es fantástico. Y vea esto, esta expresión de aspecto tan sencillo. Esta simplicidad es un engaño. Es evidente que representa, no a una, sino a todo un sistema de ecuaciones en una forma muy reducida. Me tomó un par de días darme cuenta de que el autor pensaba en las relaciones, no sólo de cantidades a cantidades, sino de sistemas completos a otros sistemas. Todavía no conozco todas las cantidades físicas involucradas, pero la sofisticación de las matemáticas es… ¡es sencillamente soberbia! ¡Si es un engaño, está inspirado! Si es auténtico, podemos tener una suerte increíble. En cualquiera de los casos, es magnífico. Tengo que ver la copia de esto más antigua que exista.

El hermano bibliotecario gruñó cuando vio que un nuevo tonel era sacado del almacén y el sello levantado. A Armbruster no le impresionaba el hecho de que el estudioso seglar, en dos días, hubiese resuelto parte de un rompecabezas que había sido considerado como un completo enigma durante una docena de siglos. Para el custodio de la Memorabilia, cada sello quitado representaba una nueva disminución en la probable vida del contenido del tonel y no hacía nada para ocultar su censura por el procedimiento. Para el hermano bibliotecario, cuya tarea en la vida era la preservación de los libros, la principal razón de su existencia era la de ser perpetuamente preservados. Su empleo era secundario y debía ser evitado si amenazaba su longevidad.

El entusiasmo de thon Taddeo por su tarea aumentó con el transcurso de los días y el abad se alegró al ver que el anterior escepticismo del thon se diluía con cada nueva lectura de algún texto fragmentario de la ciencia anterior al Diluvio de Fuego. El hombre de ciencia no había hecho afirmaciones demasiado claras acerca de la intención de sus investigaciones; quizás al principio su objeto fuera vago, pero ahora realizaba su trabajo con la precisión vigorosa del que sigue un plan. Presintiendo el amanecer de algo, dom Paulo decidió ofrecerle al gallo una pértiga para cantar, por si el pájaro sentía el impulso de anunciar un futuro amanecer.

— La comunidad tiene interés en conocer los resultados de su trabajo — le dijo al erudito —. Nos gustaría que nos hablase de él, si no le importa discutirlo. Como es natural, todos hemos oído hablar de su labor teórica en su colegio, pero es demasiado técnico para que muchos de nosotros lo entendamos. ¿Le sería posible decirnos algo acerca de ello en… en términos generales que los no especialistas puedan entender? La comunidad me ha reprochado no haberle invitado a usted a dar una conferencia, pero pensé que primero le agradaría conocer el lugar. Claro que si prefiere no hacerlo…

La mirada del thon pareció afianzar compases en el cráneo del abad y medirlo por seis lados. Sonrió dubitativo.

— ¿Le agradaría que explicase nuestro trabajo en el lenguaje más simple?

— Algo así, si es posible.

— De eso se trata — dijo, riendo —. El hombre no entrenado lee algún escrito sobre ciencias naturales y piensa: «¿Por qué no pueden explicar esto de un modo sencillo?». No parece darse cuenta de que lo que ha tratado de leer está escrito del modo más simple para el tema de que se trata. De hecho, una gran parte de la filosofía natural es un simple proceso de simplificación lingüística, un esfuerzo en inventar idiomas en los que media página de ecuaciones pueda expresar una idea que no podría ser expresada en menos de mil páginas de la llamada «lengua simple». ¿Me ha comprendido usted?

— Creo que sí. Entonces, ya que se expresa con tanta claridad, quizá podría decirnos el aspecto de ello. A menos que la sugerencia sea prematura… en lo que a su trabajo con la Memorabilia se refiere.

— Pues no. Ya tenemos ahora una idea bastante clara de adónde vamos y con lo que tenemos que trabajar aquí. Claro que nos tomará aún mucho tiempo terminarlo. Las piezas tienen que encajar, y no todas pertenecen al mismo rompecabezas. Todavía no podemos predecir lo que podemos espigar de ello, pero estamos bastante seguros de lo que no podemos. Me satisface decir que es esperanzador. No tengo nada que objetar a explicar el plan general, pero…

Repitió el gesto de duda.

— ¿Qué es lo que le preocupa?

El thon pareció ligeramente avergonzado.

— Sólo una incertidumbre acerca de mi auditorio. No quisiera ofender las creencias religiosas de nadie.

— ¿Cómo podría hacerlo? ¿No es un asunto de filosofía natural? ¿De ciencia física?

— Claro que sí, pero muchas de las ideas que la gente tiene del mundo han sido adornadas con lo religioso…, bueno, lo que quiero decir es que…

— Pero si el tema es el mundo físico, ¿cómo puede ofender? Especialmente a esta comunidad. Hemos esperado durante mucho tiempo a que el mundo empezase a interesarse de nuevo en sí mismo. Y a riesgo de parecer jactancioso, puedo señalar que tenemos algunos aficionados bastante listos en ciencias naturales aquí en el mismo monasterio. Como por ejemplo el hermano Majek y el hermano Kornhoer…

— ¡Kornhoer! — El thon alzó cautamente la vista hacia la lámpara de arco y la apartó deslumbrado —. ¡No puedo comprenderlo!

— ¿La lámpara? Pero con seguridad usted…

— No, no se trata de la lámpara, ésta es bastante sencilla una vez que uno se recupera de la sorpresa de verla funcionar. Tenía que funcionar. Lo hacía sobre el papel, asumiendo varias indeterminaciones y suponiendo algunos datos de los que no se disponía. Pero el salto limpio e impetuoso de la hipótesis vaga al modelo en funcionamiento. — El thon tosió nervioso —. Es al propio Kornhoer a quien no comprendo. Este aparato — extendió un dedo hacia la dinamo — es una muestra de un salto de unos veinte años de experimentos preliminares, empezando con una incomprensión de principios. Kornhoer se evitó los preliminares. ¿Cree en una intervención milagrosa? Yo no, pero aquí tiene usted un caso real. ¡Ruedas de carro! — Se echó a reír —. ¿Qué haría si tuviese un taller de máquinas? No puedo comprender que pueda permanecer encerrado en un monasterio un hombre como él.

— Quizás el hermano Kornhoer pueda explicárselo a usted — dijo dom Paulo, tratando de mantener alejado de su voz un asomo de dureza.

— Sí, bien… — Los compases visuales de thon Taddeo empezaron a medir de nuevo al viejo sacerdote —. Si en realidad piensa que nadie pueda sentirse ofendido por oír ideas no tradicionales, me encantará poder discutir nuestro trabajo. Pero parte de él quizás esté en desacuerdo con algunos pre… algunas opiniones establecidas.

— ¡Bien! Entonces será fascinante.

Se pusieron de acuerdo en el momento y dom Paulo se sintió más tranquilo. El vacío esotérico entre los monjes cristianos y el investigador seglar de la naturaleza se vería seguramente estrechado por el libre intercambio de ideas. Kornhoer ya lo había estrechado ligeramente, ¿no era así? Más comunicación, no menos, era probablemente la mejor terapia para aliviar cualquier tensión. Y el nublado velo de la duda e indecisión desconfiada desaparecería tan pronto como el thon viese que sus anfitriones no eran unos irrazonables intelectuales reaccionarios como el erudito parecía sospechar. Paulo sintió cierta vergüenza por sus anteriores recelos. «Paciencia, Señor, con un loco bien intencionado», rogó.

— Pero no puede ignorar a los oficiales y sus cuadernos de apuntes — le recordó Gault.

20

Desde el facistol del refectorio, el lector entonaba los anuncios. La luz de las velas empalidecía las caras de las legiones de hábito que permanecían sin movimiento detrás de sus banquillos y esperaban el principio de la comida de la noche. La voz del lector resonaba profundamente en el comedor de altas bóvedas, cuyo techo se perdía en las sombras tendidas como alas sobre las manchas de luz que se esparcían sobre las mesas de madera.

— El reverendo padre abad me ha ordenado anunciar que la regla de abstinencia queda dispensada en la cena de esta noche — dijo el lector —. Tendremos huéspedes, como deben haber oído, y todos los religiosos pueden tomar parte en el banquete de esta noche en honor a thon Taddeo y su grupo; podrán comer carne. La conversación, si se hace en voz baja, será permitida durante la comida.

Sonidos vocales contenidos, no muy diferentes de ahogadas exclamaciones de alegría, salieron de las filas de novicios. Las mesas estaban servidas. La comida todavía no había hecho su aparición, pero grandes bandejas sustituían a las usuales tazas de gachas, encendiendo los apetitos con las trazas de un festín. Los familiares jarros de leche quedaron en la despensa, y fueron reemplazados aquella noche por las mejores copas de vino. Encima de las mesas habían colocado algunas rosas.

El abad se detuvo en el pasillo esperando a que el lector terminase. Miró hacia la mesa preparada para él, el padre Gault, el huésped de honor y su grupo. En la cocina se habían equivocado de nuevo, se dijo. Habían puesto ocho platos. Los tres oficiales, el thon y su asistente y los dos sacerdotes hacían siete…, a menos, aunque no era probable, que el padre Gault hubiese invitado al hermano Kornhoer a que se les uniese. El lector terminó sus anuncios y dom Paulo entró en la sala.

— Flectamus genua — entonó el lector.

Las legiones de hábito doblaron la rodilla con precisión militar mientras el abad bendecía a su rebaño.

— Levate.

El grupo se levantó. Dom Paulo ocupó su lugar en la mesa y miró hacia la entrada. Gault debía acompañar a los demás. Las veces anteriores, sus comidas habían sido servidas en la casa de huéspedes en vez del refectorio para evitar sujetarlos a la austeridad de la comida frugal de los monjes.

Cuando los huéspedes entraron, los observó intentando descubrir al hermano Kornhoer, pero éste no estaba con ellos.

— ¿A qué se debe el octavo plato? — le preguntó en voz baja al padre Gault cuando se sentaron.

Gault pareció sorprenderse y se encogió de hombros.

El intelectual se sentó a la derecha del abad y los demás se fueron sentando dejando desocupado el lugar que quedaba a su izquierda. Se volvió para pedirle a Kornhoer que se les uniese, pero el lector empezó a entonar el prefacio antes de que pudiese llamar la atención del monje.

— Oremus — contestó el abad, y el grupo se inclinó.

Durante la bendición, alguien se deslizó quietamente en el asiento que había a la izquierda del abad. Éste frunció el ceño, pero no levantó la vista durante la oración para identificar al culpable.

— …et Spiritus Sancti, Amen.

El abad miró con dureza a la figura de su lado.

— ¡Poeta!

El lirio blanco se inclinó extravagantemente y sonrió.

— Buenas noches, caballeros, erudito thon, huéspedes distinguidos — dijo ampulosamente —. ¿Qué tenemos para esta noche? ¿Pescado asado y panales de miel en honor de la resurrección temporal que planea sobre nosotros? ¿O es que por fin el padre abad ha podido asar el ganso del alcalde del pueblo?

— Me gustaría asar…

— ¡Ja! — dijo el poeta, y se volvió afablemente hacia el estudioso —. ¡Qué culinaria excelencia se goza en estos lugares, thon Taddeo! Debería unírsenos más a menudo. Supongo que en la casa de huéspedes sólo le alimentan a base de faisán asado y simple carne. ¡Una vergüenza! Aquí se alimenta uno mejor. Espero que el hermano Chef tenga esta noche su gusto acostumbrado, su llama interior, su toque encantado. Ah… — El poeta se frotó las manos y sonrió afectando apetito —. Quizá tengamos su inspirado «Falso tocino con maíz a lo fraile Juan», ¿eh?

— Parece interesante — dijo el maestro —. ¿Qué es?

— Armadillo grasiento con maíz tostado, hervido con leche de burra. La comida acostumbrada de los domingos.

— ¡Poeta! — exclamó el abad, después le dijo al thon -: Le ruego disculpe su presencia; no ha sido invitado.

El erudito observó divertido al poeta.

— Mi señor, Hannegan, también mantiene a varios bufones en la corte — le dijo a Paulo —. Estoy familiarizado con esta clase de gente. No tiene que disculparse por él.

El poeta se levantó de un salto de su banquillo y se inclinó profundamente ante el thon.

— ¡Permítame en vez de ello que pida disculpas por el abad, señor! — exclamó con sentimiento.

Durante un momento mantuvo la inclinación. Esperaron a que terminase con sus tonterías. En vez de ello se encogió de hombros súbitamente, se sentó y alanceó una humeante ave que un postulante había depositado en un plato frente a él. Le arrancó una pata y mordió con gusto. Lo miraron extrañados.

— Supongo que tiene razón al no aceptar mis excusas por él — le dijo finalmente al thon.

El erudito enrojeció ligeramente.

— Antes de que lo eche, insecto — dijo Gault —, vamos a examinar a fondo esta inquina.

El poeta agitó la cabeza y masticó pensativamente.

— Es bastante profundo, sí — admitió.

«Algún día, Gault se ahogará a sí mismo con esa manía que tiene», pensó dom Paulo.

Pero el sacerdote más joven estaba visiblemente molesto y buscó el medio de apartar el incidente del absurdo para poder encontrar un medio de aplastar al loco.

— Discúlpese por su anfitrión, poeta — ordenó —, y explíquese antes de irse.

— Déjelo, padre, déjelo — dijo Paulo, apresuradamente.

El poeta sonrió graciosamente al abad.

— Está bien, reverendo — dijo —. No me importa disculparme por usted. Usted lo hace por mí y yo lo hago por usted, ¿no es ésta una perfecta maniobra de caridad y buena voluntad? Nadie necesita disculparse por sí mismo… lo cual es siempre tan humillante. Con mi sistema, sin embargo, todo el mundo queda disculpado y nadie tiene que disculparse por sí mismo.

Sólo los oficiales parecieron encontrar divertidas las palabras del poeta. Aparentemente, la perspectiva del humor era suficiente para producir la ilusión de humor y el comediante podía arrancar risas con el gesto y la expresión, sin importar cuáles fuesen sus palabras. Thon Taddeo sonreía secamente, pero era la clase de mirada que un hombre podía dedicar a una torpe exhibición de un animal entrenado.

— Y así — siguió diciendo el poeta —, si me permitiese servirle como humilde ayudante, reverendo, nunca tendría que cantar la palinodia. Como su «abogado de las excusas», por ejemplo, podría delegarme para ofrecer contrición a los huéspedes importantes por la existencia de chinches, y a las chinches, por el abrupto cambio de alimento.

El abad enrojeció y resistió un impulso de pisar los dedos descalzos del poeta con el talón de su sandalia. Le dio un golpe en el tobillo, pero el loco insistió.

— Yo cargaré con toda la culpa, claro está — dijo masticando ruidosamente la carne blanca —. Es un buen sistema, uno que estoy dispuesto a poner también a su disposición, eminente maestro. Estoy seguro de que lo habría encontrado conveniente. He podido comprender que los sistemas de lógica y metodología deben ser planeados y perfeccionados antes de los avances de la ciencia. Y mi sistema de excusas negociables y transferibles le habrían sido a usted de particular valor, thon Taddeo.

— ¿Habrían sido?

— Sí, es una lástima. Alguien me robó mi cabra de cabeza azul.

— ¿Cabra de cabeza azul?

— Tenía una cabeza tan calva como la de Hannegan y azul como la punta de la nariz del hermano Armbruster. Quería regalársela a usted, pero algún vil me la birló, antes de su llegada.

El abad apretó los dientes y dejó su talón apoyado sobre el dedo del poeta. Thon Taddeo fruncía ligeramente el ceño, pero pareció decidirse a no desenredar el oscuro significado del poeta.

— ¿Necesitamos una cabra de cabeza azul? — le preguntó a su ayudante.

— No veo que nos urja mucho tenerla — dijo éste.

— ¡Pero su necesidad es evidente! — dijo el poeta —. Dicen que está usted escribiendo ecuaciones que un día reharán al mundo. Dicen que se gesta un nuevo amanecen Si es necesario que haya luz, entonces a alguien habrá que culpar de la oscuridad pasada.

— Ah, de ahí la cabra. — Thon Taddeo miró al abad —. No tiene gracia. ¿Es lo mejor que sabe hacer?

— Se dará cuenta de que no tiene empleo. Pero hablemos de algo sensa…

— No, no, no, ¡no! — objetó el poeta —. No ha comprendido lo que he querido decir, ilustre señor. ¡La cabra tiene que ser puesta en una capilla y honrada, no hay que maldecidla! Corónela con la corona que san Leibowitz le envió y déle las gracias por la luz que se está alzando. Entonces culpe a Leibowitz y condúzcalo al desierto. De este modo no tendría que llevar la segunda corona. La que tiene espinas. Responsabilidad, la llaman.

La hostilidad del poeta había salido a la luz y ya no se esforzaba en aparecer humorístico. El thon lo miró fríamente. El talón del abad fue de nuevo hacia el pie del poeta y de nuevo, de mala gana, sintió piedad.

— Y cuando — dijo el poeta — el ejército de su patrón venga a apoderarse de esta abadía, la cabra puede ser colocada en el patio y enseñársele a balar: «No ha habido nadie aquí sino yo, nadie aquí sino yo», cada vez que aparezca un extraño.

Uno de los oficiales empezó a levantarse de su banquillo con un furioso gruñido, y alargando su mano en busca del sable. Sacó la empuñadura de la vaina y quince centímetros de acero brillaron como un aviso hacia el poeta. El thon le asió la muñeca y trató de meter de nuevo la hoja en su funda, pero era como tirar del brazo de una estatua de mármol.

— ¡Ah, espadachín igual que dibujante! — se burló el poeta, aparentemente sin temer a la muerte —. Sus dibujos de las defensas de la abadía muestran una promesa tan artística.

El oficial lanzó un juramento y la hoja salió completamente de su vaina. Sus camaradas lo detuvieron, sin embargo, antes de que pudiese arremeterle. Una exclamación de sorpresa se produjo entre la congregación cuando los sorprendidos monjes se levantaron. El poeta seguía sonriendo suavemente.

— Artísticamente perfecto — siguió diciendo —. Puedo adelantar que algún día sus dibujos de los túneles subterráneos colgarán en algún museo de bellas…

Un apagado plaf se dejó oír debajo de la mesa. El poeta se detuvo a medio masticar, se quitó un hueso de la boca y lentamente fue palideciendo. Masticó, tragó y siguió perdiendo color. Miró abstraídamente hacia delante.

— Me lo está arrancando — murmuró por la comisura de los labios.

— ¿Ha terminado de hablar? — le preguntó el abad mientras seguía presionando.

— Creo que tengo un hueso en la garganta — admitió el poeta.

— ¿Desea retirarse?

— Me temo que debo hacerlo.

— Lástima. Le echaremos de menos. — Paulo le dio al dedo un último pisotón como medida de seguridad —. Puede irse.

El poeta suspiró de alivio, se secó la boca y se levantó. Vació su copa de vino y la dejó boca abajo en el centro de la bandeja. Algo de sus modales obligaba a mirarle. Se levantó el párpado con su dedo, inclinó la cabeza sobre la palma de la mano e hizo presión. El ojo de cristal cayó en su mano, produciendo un sonido ahogado por parte de los texarkanos, que según parecía no estaban al corriente del ojo artificial del poeta.

— Vigílalos cuidadosamente — le dijo el poeta al ojo artificial, y después lo depositó boca arriba sobre la base de su copa de vino, desde donde contempló malignamente a thon Taddeo —. Buenas noches, caballeros — dijo alegremente hacia el grupo y se marchó.

El furioso oficial murmuró una maldición y se debatió para liberarse del dominio de sus camaradas.

— LlevadIo a su cuartel y mantenedIo quieto hasta que se calme — les dijo el thon —. Y vigilad que no tenga oportunidad de toparse con ese lunático.

— Me siento mortificado — le dijo al abad cuando el guardián, lívido, fue arrastrado de allí — No son mis sirvientes y no puedo darles órdenes, pero puedo prometerle que él pagará por esto. Y si se niega a pedir disculpas y a partir de inmediato, tendrá que cruzar su rápida espada con la mía antes de mañana al mediodía.

— ¡Que no haya derramamiento de sangre! — rogó el sacerdote —. No ha sucedido nada importante. Olvidémoslo. — Sus manos temblaban y su cara estaba grisácea.

— Pedirá disculpas y se marchará — insistió thon Taddeo — o tendré que ofrecer matarle. No se atreverá a luchar conmigo porque, si gana, Hannegan lo hará ejecutar por el piquete público mientras obligan a su mujer a… bueno, olvídelo. Se excusará y se marchará. De todas maneras, estoy terriblemente avergonzado de que tal cosa haya podido suceder.

— Debí expulsar al poeta tan pronto como apareció. Él lo provocó todo y no supe detenerle. La provocación fue muy clara.

— ¿Provocación? ¿Por la mentira imaginativa de un loco? losar reaccionó como si los cargos del poeta fuesen verdaderos.

— ¿Entonces no está usted al corriente de que preparan un informe referente al valor militar de nuestra abadía como fortaleza?

La mandíbula del intelectual cayó. Miró primero a un sacerdote y después al otro con visible incredulidad.

— ¿Es cierto esto? — preguntó después de un prolongado silencio.

El abad asintió.

— Y nos ha permitido que nos quedemos.

— No tenemos secretos. Sus camaradas son libres de hacer tal estudio si así lo desean. Yo no me atrevería a preguntar para qué quieren la información. La conclusión del poeta, claro, fue mera fantasía.

— Claro — dijo el thon, débilmente, sin mirar a su anfitrión.

— No creemos que su príncipe tenga ambiciones agresivas sobre esta región, como insinuó el poeta.

— Claro que no.

— Y aunque así fuese, estoy seguro de que tendrá la sensatez o al menos los consejeros sensatos que le hagan comprender que el valor de nuestra abadía como almacén de antigua sabiduría es muchas veces mayor que el que pueda tener como ciudadela.

El thon captó la nota de súplica, la corriente oculta de súplica de ayuda, en la voz del sacerdote y pareció pensar en ella, tocando ligeramente su comida y sin decir nada durante un rato.

— Hablaremos de nuevo de este asunto antes de volver al colegio — prometió suavemente.

Un palio había caído sobre el banquete, pero empezó a alzarse durante el canto del grupo en el patio después de la comida y desapareció del todo cuando llegó la hora de la conferencia del intelectual en el gran vestíbulo. El embarazo parecía haber desaparecido y el grupo mostraba una cordialidad superficial.

Dom Paulo condujo al thon al facistol; Gault y el ayudante del thon los siguieron, uniéndoseles en la plataforma. Los aplausos sonaron unánimes cuando el abad hizo la presentación del intelectual; la quietud que siguió sugería el silencio de una corte esperando un veredicto. El erudito no tenía el don de la oratoria, pero el veredicto fue satisfactorio para el grupo monástico.

— Lo que hemos encontrado aquí me ha sorprendido — les dijo —. Hace unas semanas no lo habría creído; no suponía que documentos como los que ustedes tienen en su Memorabilia pudiesen sobrevivir después de la caída de la última poderosa civilización. Aún es difícil creerlo, pero la evidencia nos obliga a aceptar la hipótesis de que los documentos son auténticos. Su supervivencia en este lugar es increíble; pero todavía es más fantástico, para mí, el hecho de que en este siglo nadie los haya descubierto, hasta ahora. últimamente ha habido hombres capaces de apreciar su valor potencial… y no sólo yo. ¡Lo que thon KaschIer hubiese hecho con ellos cuando vivió! ¡Apenas hace setenta años!

El mar de caras de monjes estaba animado de sonrisas al oír una reacción tan favorable para la Memorabilia por parte de un hombre tan sabio como el thon. Paulo se preguntó cómo era que no se daban cuenta de la débil corriente subterránea de resentimiento…, ¿o era suspicacia?, en el tono del conferenciante.

— De haber conocido esta fuente, hace diez años — decía —, la mayor parte de mis trabajos en óptica habrían sido innecesarios.

«Vaya — se dijo el abad —, conque éste es el motivo, por lo menos en parte. Ha comprobado que algunos de sus descubrimientos son sólo redescubrimientos, y esto le deja un sabor amargo. Pero, con seguridad, tiene que saber que durante toda su vida no será sino un recopilador de trabajos perdidos; por más brillante que sea, sólo puede hacer lo que otros antes que él han hecho. Y así será, inevitablemente, hasta que el mundo esté tan altamente desarrollado como lo estuvo antes del Diluvio de Fuego.»

De todas maneras era evidente que thon Taddeo estaba impresionado.

— Mi tiempo aquí es limitado — continuó —. Por lo que he visto, sospecho que se necesitarán veinte especialistas durante varias décadas para acabar de extraer del contenido de la Memorabilia una información comprensible. La ciencia física procede normalmente por razonamiento inductivo probado por el experimento; pero aquí la tarea es deductiva. Por medio de algunos retazos de principios generales, tenemos que intentar obtener los particulares. En algunos casos resulta imposible. Por ejemplo… — hizo una pausa momentánea para sacar una serie de notas entre las que rebuscó brevemente —. Aquí hay una nota que encontré enterrada en el sótano. Pertenece a la cuarta página de un libro que posiblemente era un texto de física avanzada. Quizás algunos de ustedes lo conocen.

»… y si los términos espaciales predominan en la expresión por la distancia entre puntos dados, la distancia se dice que es en el espacio, ya que entonces es posible seleccionar un sistema de coordenadas — perteneciente a un observador con una velocidad admisible — en el que los sucesos aparecen simultáneos y por consiguiente separados sólo espacialmente. Si, por el contrario, la distancia es en el tiempo, los sucesos no pueden ser simultáneos en cualquier sistema de coordenadas, pero existe un sistema de coordenadas en el que los términos espaciales se desvanecerán completamente de tal modo que la separación entre hechos será puramente temporal, id est, ocurriendo en el mismo sitio, pero en tiempos diferentes. Ahora, después de examinar los extremos de la distancia real…

Levantó la vista con una extraña sonrisa.

— ¿Alguno de los presentes ha estudiado últimamente esta referencia?

El mar de caras permaneció desconcertado.

— ¿Nadie recuerda haberla visto nunca?

Kornhoer y otros dos levantaron precavidamente una mano.

— ¿Alguno sabe lo que quiere decir?

Las manos fueron rápidamente bajadas.

El thon contuvo una sonrisa.

— Está seguida de una página y media de matemáticas que no trataré de leer, pero trata nuestros conceptos fundamentales como si no fuesen en absoluto básicos, sino apariciones evanescentes que cambian con el punto de vista. Termina con las palabras: «por consiguiente», pero el resto de la página está quemado y con ella la conclusión. Sin embargo, el razonamiento es impecable, y las matemáticas, excelentes, por lo que puedo escribir yo mismo la conclusión. Parece ser la conclusión de un loco. Pero de todas maneras empieza con supuestos igualmente absurdos. ¿Se trata de un engaño? Si no lo es, ¿cuál es su lugar en todo el esquema de la ciencia de los antiguos? ¿Qué le sigue y cómo probarlo? Son preguntas que no sé contestar. Éste es sólo un ejemplo de los muchos enigmas expuestos por estos documentos que han guardado ustedes tanto tiempo. Razonamientos que nunca tocan la experiencia real son asunto de los angelólogos y teólogos, no de los físicos. Y sin embargo, documentos como éste describen sistemas que están fuera de nuestra experiencia real. ¿Estaban al alcance experimental de los antiguos? Ciertas referencias tienden a indicarlo. Un documento se refiere a la transmutación elemental, a la que hace poco declaramos teóricamente imposible, y después dice: «Ensayos experimentales». Pero ¿cómo?

»Quizá cueste generaciones valorar y comprender algunas de estas cosas. Es una lástima que tengan que permanecer aquí en este lugar inaccesible, porque se necesitará de un esfuerzo concentrado por parte de numerosos estudiosos para entender su significado. Estoy seguro de que comprenderán que su situación presente es inadecuada, por no decir inaccesible, para el resto del mundo.

Sentado en la plataforma, detrás del conferenciante, el abad empezó a agitarse esperando lo peor. Thon Taddeo, sin embargo, no hizo ninguna propuesta. Pero sus palabras siguieron dejando clara la opinión de que tales reliquias pertenecían a manos más competentes que las de los monjes de la Orden Albertiana de San Leibowitz, y que la situación, tal como prevalecía, era absurda. Notando quizá que la intranquilidad aumentaba en la sala, pronto llevó el tema hacia sus estudios inmediatos, que aparejaban una investigación más exhaustiva de la naturaleza de la luz de la que se había hecho antes. Varios de los tesoros de la abadía demostraban ser de mucha ayuda y esperaba encontrar pronto los medios experimentales para probar sus teorías. Después de mencionar los fenómenos de la refracción, hizo una pausa y dijo excusándose:

— Espero que nada de todo esto ofenda sus creencias religiosas.

Y miró a su alrededor zumbonamente. Al ver que sus caras todavía expresaban curiosidad, siguió hablando un rato y después invitó a la congregación a hacerle preguntas.

— ¿Acepta usted una pregunta de la plataforma? — preguntó el abad.

— Naturalmente — dijo el estudioso, con aspecto ligeramente dubitativo, como pensando: et tu, Brute.

— Me preguntaba qué hay en la propiedad refractible de la luz que le haga pensar que pueda ser ofensiva para la religión.

— Pues… — el thon hizo una pausa incómoda —. Monseñor Apollo, a quien usted ya conoce, se acaloró bastante con el tema. Dijo que la luz no pudo de ningún modo ser refractible antes del Diluvio, porque se suponía que el arco iris…

La sala se echó a reír con fuerza, ahogando el resto de las palabras. Cuando el abad les hizo una seña ordenándoles silencio, thon Taddeo estaba rojo como un pimiento y dom Paulo tenía dificultades para mantener su cara solemne.

— Monseñor Apollo es un buen hombre, un buen sacerdote, pero todos los hombres pueden mostrarse a veces terriblemente ignorantes, especialmente fuera de su campo. Lamento haber hecho la pregunta.

— La respuesta me tranquiliza — dijo el estudioso -; no busco enfrentamientos inútiles.

No se le hicieron más preguntas y el thon siguió con su segundo tema: el crecimiento y las actividades actuales de su colegio. El cuadro, tal como lo pintó, parecía alentador. El colegio estaba lleno de solicitantes que querían estudiar en el instituto. El colegio cumplía una función educacional al igual que de investigación. El interés por la filosofía natural y la ciencia aumentaba entre los laicos letrados. Al instituto se le dotaba liberalmente, lo cual era un síntoma de nueva vida y renacimiento.

— Podría mencionar algunas de las investigaciones corrientes y búsquedas hechas por nuestra gente — continuó —. Siguiendo el trabajo de Bret sobre el comportamiento de los gases, thon Wiche Mortoin investiga las posibilidades de la producción artificial de hielo. Thon Friider Halb busca los medios prácticos de la transmisión de mensajes por medio de variaciones eléctricas a lo largo de un cable…

La lista era larga y los monjes parecieron impresionarse. Estudios en muchos campos — medicina, astronomía, geología, matemáticas, mecánica — eran emprendidos. Algunos parecían poco prácticos y mal enfocados, pero la mayoría prometía grandes aportaciones al conocimiento y aplicaciones prácticas. De la búsqueda de Jejene del Universal Nostrum al atrevido asalto de Bodalk a las geometrías ortodoxas, las actividades del colegio exhibían un saludable anhelo para abrir los archivos privados de la naturaleza, cerrados desde que la humanidad quemara sus recuerdos institucionales y se condenara a la amnesia cultural hacia más de mil años.

— Además de estos estudios, thon Maho Mahh dirige un proyecto que busca una mayor información sobre el origen de la especie humana. Ya que ésta es principalmente una labor arqueológica, me pidió que buscase en su biblioteca cualquier material sugestivo sobre este tema, después que termine aquí mis propios estudios. Aunque quizá no debería seguir discutiendo sobre el tema, ya que es propicio a causar controversia con los teólogos. Pero si hay preguntas…

Un monje joven que estudiaba para el sacerdocio se levantó y fue reconocido por el thon.

— Señor, me pregunto si está enterado de las sugerencias de san Agustín sobre este tema.

— No lo estoy.

— Obispo y filósofo del siglo cuarto, sugirió que en un principio Dios creó todas las cosas en un embrión, incluso la fisiología del hombre, y que los embriones fecundaron, por decirlo así, la materia sin forma, que después, gradualmente, evolucionó hacia formas más complejas hasta llegar al hombre. ¿Ha sido considerada esta hipótesis?

La sonrisa del thon fue condescendiente, aunque de modo abierto no llamó infantil a la propuesta.

— Me temo que no, pero lo investigaré — dijo en un tono que indicaba que no lo haría.

— Gracias — dijo el monje y se sentó humildemente.

— Quizá la búsqueda más osada, sin embargo — continuó el sabio —, es la que dirige mi amigo thon Esser Shon. Es un intento de sintetización de la materia viva. Thon Esser espera crear protoplasma vivo sólo con seis ingredientes básicos. Este trabajo podría conducir a… ¿Sí? ¿Quiere hacerme una pregunta?

Un monje de la tercera fila se había levantado y se inclinaba hacia el conferenciante. El abad se inclinó para mirarle y reconoció, con horror, al hermano Armbruster, el bibliotecario.

— Si fuera usted tan amable — chilló el monje, arrastrando monótonamente las palabras —. Ese thon Esser Shon, que se limita a únicamente seis ingredientes básicos, es muy interesante. Me pregunto si le permiten emplear las dos manos.

— Pero, yo… — El thon se calló y frunció el ceño.

— Y, ¿puedo también preguntar — siguió arrastrándose la voz seca de Armbruster — si este hecho tan sorprendente lo efectúa desde su sitio, de pie o en posición inclinada? ¿O quizá montado en un caballo y tocando dos trompetas?

Los novicios evidenciaron reprimir una sonrisa. El abad se puso rápidamente de pie.

— Hermano Armbruster, se le ha prevenido. Queda usted separado de la mesa común hasta que haya usted dado satisfacciones. Puede esperar en la capilla de la Virgen.

El bibliotecario se inclinó una vez más y salió sin ruido de la sala, sus modales eran humildes, pero sus ojos expresaban satisfacción. El abad murmuró unas excusas al thon, pero la mirada del estudioso se había convertido súbitamente en hielo.

— En conclusión — dijo —, un breve esbozo de lo que el mundo puede esperar, en mi opinión, de la revolución intelectual que surge. — Con los ojos ardientes, miró a su alrededor y su voz cambió de modo casual a tonalidades fervientes —. La ignorancia ha sido nuestro rey. Desde la muerte del imperio, se sienta, sin ser desafiada, en el trono del hombre. Su dinastía tiene una antigüedad de siglos. Su derecho a gobernar se considera ahora legítimo. Sabios pasados lo han afirmado. No hicieron nada para destronarla.

»Mañana gobernará un nuevo príncipe. Hombres que sabrán comprender, hombres de ciencia se colocarán detrás de su trono y el universo llegará a conocer su poder. Su nombre es Verdad. Su imperio abarcará la Tierra. Y el dominio del hombre sobre la Tierra será renovado. Dentro de un siglo, el hombre volará a través del cielo con pájaros mecánicos. Carruajes metálicos correrán a lo largo de las carreteras de piedra fabricadas por el hombre. Habrá edificios de treinta pisos, barcos que irán por debajo del mar, máquinas para hacer todos los trabajos.

»¿Y cómo ocurrirá esto? — Hizo una pausa y bajó la voz —. Supongo que del mismo modo en que ocurren todos los cambios. Y lamento que así sea. Ocurrirá con violencia y sublevación, por el fuego y la furia, porque en el mundo ningún cambio llega pacíficamente.

Miró a su alrededor porque un suave murmullo se había producido en la comunidad.

— Así será. No lo deseamos así.

— Pero ¿por qué?

— La ignorancia es la reina. A muchos, su abdicación no les hará provecho, pues se han enriquecido por medio de su oscura monarquía. Son sus cortesanos y, en su nombre, defraudan y gobiernan, se enriquecen y perpetúan su poder. Temen, incluso, a los letrados, porque la palabra escrita es otro canal de comunicación que puede facilitar el que sus enemigos se unan. Sus armas son afiladas y las emplean con destreza. Cuando sus intereses se vean amenazados, forzarán la lucha sobre el mundo, y la violencia que le seguirá durará hasta que la estructura de la sociedad, como ahora existe, sea convertida en escombros y surja una nueva sociedad. Lo siento. Pero es así cómo lo veo.

Las palabras tendieron un nuevo palio sobre la sala. Las esperanzas de dom Paulo se esfumaron, debido a la profecía hecha por la opinión del intelectual. Thon Taddeo conocía las ambiciones militares de su monarca. Podía escoger entre aprobarlas, desaprobarlas o considerarlas un fenómeno impersonal más allá de su control como una marejada, el hambre o un remolino de viento.

Evidentemente, entonces, las aceptaba como inevitables… para evitar el tener que hacer un juicio moral. Que haya sangre, hierro y lágrimas…

«¿Cómo era posible que un hombre como aquél se evadiese de ese modo de su propia conciencia y negase su responsabilidad? ¡Y tan fácilmente!», se dijo furioso el abad.

Pero entonces las palabras se le ocurrieron. «Porque en aquellos días, Dios había permitido que los hombres sabios conociesen los medios con los cuales el mundo podía ser destruido…»

También les permitió saber cómo podía ser salvado, y, como siempre, les legó escogerlo por sí mismos. Y quizá lo hicieron como thon Taddeo lo hace. Lavarse las manos ante la muchedumbre. Encargaos de ello. Para evitar que se crucifiquen ellos mismos.

Pero de todas maneras se crucificaron. Sin dignidad. Siempre para alguien como quiera que sea, es ser clavado en ella, colgado de ella y si se cae ellos golpean…

Se produjo un súbito silencio. El estudioso había dejado de hablar.

El abad escudriñó la sala; la mitad de la comunidad miraba hacia la entrada. Al principio, sus ojos no vieron nada.

— ¿Quién es? — le susurró a Gault.

— Un anciano con una barba y manto — murmuró Gault —. Parece… No, él no…

Dom Paulo se levantó y avanzó hacia el frente del estrado para mirar la forma tenuemente definida entre las sombras. Entonces dijo, suavemente:

— ¿Benjamín?

La figura se agitó. Se apretó más el manto sobre sus delgados hombros y avanzó cojeando hacia la luz. Se detuvo de nuevo, murmurando para sí mientras miraba a su alrededor en la habitación; entonces su mirada se detuvo en el conferenciante que permanecía en el facistol.

Apoyándose en un báculo maltrecho, la vieja aparición cojeó lentamente hacia el facistol sin apartar su mirada del hombre que estaba detrás. Thon Taddeo pareció humorísticamente perplejo al principio, pero cuando nadie se movió o habló, cuando la decrépita aparición se le fue acercando, pareció palidecen La cara de la barbuda antigüedad brillaba con una feroz esperanza de alguna pasión subyugante que ardía más furiosamente en él que el principio de la vida, que debía haberlo abandonado hacía tiempo.

Se acercó más al facistol, se detuvo. Su mirada se posó en el sorprendido orador. Su boca tembló. Sonrió. Extendió una mano temblorosa hacia el estudioso. El thon se echó hacia atrás con una exclamación de repulsión.

El ermitaño era ágil. Dio la vuelta a la tarima, evitó el facistol y asió al estudioso por un brazo.

— ¡Qué locura…!

Benjamín apretó el brazo mientras miraba esperanzado los ojos del erudito.

Su cara se nubló, el brillo desapareció y dejó caer el brazo. Un gran suspiro amargo salió de los viejos y secos pulmones cuando la esperanza se desvaneció. La eterna y sabia sonrisa del viejo judío de la montaña volvió a su cara. Miró hacia la comunidad, extendió las manos y se encogió elocuentemente de hombros.

— Todavía no es Él — dijo amargamente y se alejó cojeando.

Después de aquello, se rompió todo convencionalismo.

21

Hacía diez semanas que habían recibido a thon Taddeo cuando el mensajero trajo malas noticias. La cabeza de la dinastía reinante de Laredo había pedido que las tropas texarkanas fuesen evacuadas de inmediato del reino. Aquella noche, el rey había muerto envenenado y el estado de guerra se había proclamado entre los reinos de Laredo y Texarkana. La guerra sería corta. Podía afirmarse con seguridad que la guerra había terminado al día siguiente de haber estallado y que ahora Hannegan controlaba todas las tierras y pueblos desde el Red River a Río Grande.

Aquello lo esperaban, pero no las noticias que siguieron.

Hannegan II, por la gracia de Dios alcalde virrey de Texarkana, defensor de la fe y vaquero supremo de las Llanuras, después de encontrar a monseñor Marcus Apollo culpable de «traición» y espionaje, había hecho colgar al nuncio papal, y más tarde, cuando aún estaba vivo, lo había descolgado, destripado, descuartizado y despellejado como ejemplo para cualquiera que tratase de socavar el Estado del gobernador. Cortado en pedazos, el cuerpo del sacerdote fue lanzado a los perros.

Al mensajero casi no le fue necesario añadir que Texarkana estaba bajo absoluto interdicto por un decreto papal que contenía ciertas vagas, pero ominosas alusiones a Regnans in Excelsis: una bula del siglo xvi ordenando la deposición de un monarca. Todavía no había noticias de las contramedidas de Hannegan.

En las Llanuras, las fuerzas laredanas tendrían ahora que abrirse paso, luchando con las tribus nómadas, para abandonar las armas en sus propias fronteras, pues su nación y sus allegados eran rehenes.

— ¡Es una noticia trágica! — dijo thon Taddeo, con un visible grado de sinceridad —. Debido a mi nacionalidad, ofrezco marcharme enseguida.

— ¿Por qué? — preguntó dom Paulo —. No aprueba los actos de Hannegan, ¿verdad?

El intelectual dudó y después meneó la cabeza. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie les escuchaba.

— Personalmente los condeno. Pero en público… — Se encogió de hombros —. Tengo que pensar en el colegio. Si sólo se tratase de mi propia vida, pues…

— Comprendo.

— ¿Puedo aventurar confidencialmente una opinión?

— Claro que sí.

— Creo que alguien debería prevenir a Roma de que no hiciese amenazas ociosas. Hannegan es capaz de crucificar a varias docenas de Marcus Apollo.

— Entonces algunos nuevos mártires alcanzarán el cielo; Roma no hace amenazas ociosas.

El thon suspiró.

— Supuse que lo vería de este modo, pero le renuevo mi ofrecimiento de marcharme.

— Tonterías. Pese a su nacionalidad, su categoría de ser humano le hace bienvenido.

Pero se había abierto una grieta. A partir de aquel momento, el erudito se mantuvo aislado y hablaba en muy pocas ocasiones con los monjes. Sus relaciones con el hermano Kornhoer se hicieron notablemente ceremoniosas, aunque el inventor pasaba una hora o dos cada día al servicio e inspección de la dinamo y la lámpara, y se mantenía informado de los progresos de los trabajos del thon, que avanzaban ahora con velocidad desacostumbrada. Los oficiales rara vez se aventuraban fuera del pabellón de huéspedes.

Había noticias de éxodo en la región. Rumores desalentadores llegaban de las Llanuras. En el pueblo de Sanly Bowitts, la gente empezó a encontrar razones para partir en súbitas peregrinaciones o para visitar otras tierras. Hasta los mendigos y vagabundos abandonaban el pueblo. Como siempre, los mercaderes y artesanos se enfrentaban a la desagradable disyuntiva de abandonar su propiedad a los ladrones y asaltantes o quedarse para verla saqueada.

Un comité de ciudadanos encabezado por el alcalde del pueblo visitó la abadía para pedir asilo para los pueblerinos en caso de invasión.

— Mi oferta final — dijo el abad, después de varias horas de discusiones — es ésta: aceptaremos, sin lugar a dudas, a todas las mujeres, niños, inválidos y ancianos, pero en cuanto a los hombres capaces de empuñar un arma, consideraremos cada caso de modo individual y quizá no aceptemos a algunos.

— ¿Por qué? — preguntó el alcalde.

— ¡Debería ser evidente incluso para usted! — dijo secamente dom Paulo —. Puede ser que nos ataquen, pero a menos que lo hagan de un modo directo, nos mantendremos al margen. No permitiré que nadie emplee este lugar como guarnición para lanzar un contraataque si el único ataque es sobre el propio pueblo. Por ello, en el caso de los hombres capaces de manejar armas, tendremos que insistir en un juramento: defender la abadía bajo nuestras órdenes. Y decidiremos en cada caso si el juramento es o no digno de confianza.

— ¡No es justo! — chilló uno de los miembros del comité —. Discriminarán…

— Sólo a los que no sean dignos de confianza. ¿Cuál es el problema? ¿Planeaban esconder aquí una fuerza de reserva? Pues no les será permitido. No van a estacionar aquí ninguna de las partes de la milicia del pueblo. No hay nada más que hablar.

En aquellas circunstancias, el comité no podía dejar de aceptar cualquier ayuda que le fuese ofrecida. No se habló más de ello. Dom Paulo tenía la intención de, llegado el caso, aceptar a todo el mundo; pero por el momento pensaba anticiparse a los planes del pueblo de implicar a la abadía en cualquier planificación militar. Más tarde llegarían oficiales de Denver con peticiones semejantes; estarían menos interesados en salvar vidas que en salvar su régimen político. Pensaba darles una respuesta similar. La abadía fue construida como una fortaleza de fe y conocimiento, y pensaba conservarla como tal.

El desierto fue invadido por los vagabundos procedentes del este. Comerciantes, tramperos y pastores avanzando hacia el oeste trajeron noticias de las Llanuras. La plaga del ganado aniquilaba rápidamente los rebaños de los nómadas; el hambre parecía inminente. Las fuerzas laredanas sufrieron una escisión subversiva desde la caída de la dinastía laredana. Parte de ellos volvían a su tierra natal como se les ordenaba, mientras que el resto proyectaba bajo un voto implacable marchar hacia Texarkana y no detenerse hasta haber obtenido la cabeza de Hannegan 11 o morir en el empeño. Debilitados por su división, los laredanos eran aniquilados gradualmente por los asaltos sorpresa de los guerreros de Oso Loco, que estaban sedientos de venganza contra aquellos que habían traído la plaga. Se rumoreaba que Hannegan había prometido generosamente convertir a la gente de Oso Loco en sus súbditos protegidos si juraban fidelidad a la ley «civilizada», aceptaban a sus oficiales en sus consejos y abrazaban la fe cristiana. «Sométanse o mueran», fue la condición que el destino y Hannegan les ofrecieron a los pueblos pastores. Muchos escogerían la muerte antes que jurar obediencia a un Estado agrario — mercantil. Se dijo que Hongan Os lanzaba su desafío hacia el este, el oeste y el cielo; esto último lo realizó haciendo quemar a un hechicero para castigar a los dioses de la tribu por haberle traicionado. Amenazó con convertirse al cristianismo si los dioses cristianos le ayudaban a eliminar a sus enemigos.

Fue durante la breve visita de un grupo de pastores cuando el poeta desapareció de la abadía. Thon Taddeo fue el primero en descubrir la ausencia del poeta del pabellón de los huéspedes y en preguntar por el errático versificador.

La cara de dom Paulo evidenció sorpresa.

— ¿Está seguro de que no está? — preguntó —. A veces pasa unos días en el pueblo o va a la meseta a charlar con Benjamín.

— Faltan sus pertenencias — dijo el thon —. Todo lo que poseía en su habitación ha desaparecido.

El abad hizo una mueca amarga.

— Cuando el poeta se marcha, mala señal. Por cierto, si es verdad que se ha ido, le aconsejo que haga de inmediato inventario de todas sus cosas.

El thon pareció pensativo.

— Entonces mis botas…

— No hay duda de ello.

— Las mandé limpiar y no me fueron devueltas. Fue el mismo día que trató de tirar abajo mi puerta.

— Tirar abajo… ¿Cómo? ¿El poeta?

Thon Taddeo contuvo una sonrisa.

— Me parece que me he estado divirtiendo un poco con él. Tengo su ojo de cristal. ¿Recuerda la noche que lo dejó sobre la mesa del refectorio?

— Sí.

— Yo lo recogí.

El thon abrió su bolsa, rebuscó en ella un momento y después dejó el ojo del poeta sobre la mesa del abad.

— Él sabía que yo lo tenía, pero yo lo negaba. Desde entonces nos divertimos con él; hicimos correr rumores de que se trataba, en realidad, del ojo perdido hace tiempo por el ídolo Bayring y debía ser devuelto al museo. Después de un tiempo, se puso bastante frenético. Como es natural, pensaba devolvérselo antes de regresar a mi casa. ¿Supone que volverá después de que nos hayamos marchado?

— Lo dudo — dijo el abad, estremeciéndose ligeramente mientras miraba el globo —. Pero se lo guardaré si quiere. Además, es probable que aparezca en Texarkana. Según dice, es un potente talismán.

— ¿Cómo es eso?

Dom Paulo sonrió.

— Dice que cuando lo usa puede ver mucho mejor.

— ¡Qué tontería! — El thon hizo una pausa; siempre dispuesto, aparentemente, a dar a cualquier clase de premisa extraña, un momento de consideración, añadió -: No, es una tontería… A menos que llenar la cuenca vacía afecte los músculos de ambas cuencas. ¿Es esto lo que dice?

— Jura que sin él no puede ver igual. Dice que lo necesita para la percepción de los «verdaderos significados», aunque cuando lo usa le produce cegadores dolores de cabeza. Pero nunca se sabe cuándo el poeta se atiene a los hechos, a la imaginación o a la alegoría. Si la imaginación es lo suficientemente lista, dudo que el poeta llegue a admitir la diferencia entre imaginación y realidad.

El thon sonrió zumbonamente.

— El otro día gritó detrás de mi puerta que yo lo necesitaba más que él. Esto parece sugerir que lo considera como un ser, en sí mismo, su potente fetiche… bueno para cualquiera. Me pregunto por qué…

— ¿Dijo que usted lo necesitaba? ¡Jo, jo!

— ¿Qué hay de divertido en ello?

— Lo siento. Probablemente lo dijo como un insulto. Es mejor que no trate de explicar el insulto del poeta; podría parecer una parte del mismo.

— Nada de esto, siento curiosidad.

El abad miró la imagen de san Leibowitz en un rincón de la habitación.

— El poeta empleó el ojo como broma corriente — explicó —. Cuando quería tomar una decisión, pensar algo o discutir un punto, se ponía el ojo de vidrio en la cuenca. Se lo quitaba de nuevo cuando veía algo que le desagradaba, cuando pretendía ver más allá de algo o cuando quería parecer estúpido. Cuando lo llevaba, sus modales cambiaban. Los hermanos empezaron a llamarlo «la conciencia del poeta», y él siguió la broma. Daba pequeños discursos, conferencias y demostraciones de las ventajas de una conciencia que podía quitarse. Pretendía que un frenético apremio se posesionaba de él, en general algo trivial, como una compulsión dirigida a una botella de vino.

»Si llevaba su ojo, agitaba la botella de vino, se humedecía los labios, jadeaba, se lamentaba y después apartaba la mano. Finalmente se posesionaba de nuevo de él. Se aferraba a la botella, escanciaba un dedo en un vaso y se recreaba con él un segundo. Pero entonces la conciencia se abría paso de nuevo y tiraba el vaso al otro lado de la habitación. Pronto estaba encandilado ante la botella y empezaba a quejarse y lloriquear, pero luchando con el deseo odioso de mirarla. — El abad no pudo evitar sonreírse —. Finalmente, cuando quedaba rendido, se arrancaba el ojo de vidrio. Después de quitarse el ojo, súbitamente descansaba. La compulsión dejaba de ser compulsiva. Frío y arrogante, cogía la botella, miraba a su alrededor y reía. «De todas maneras lo haré», decía. Entonces, cuando todo el mundo esperaba verle beber, sonreía beatíficamente y se vaciaba la botella en la cabeza. Las ventajas de una conciencia que pueda quitarse, ¿ve usted?

— Por esto piensa que yo la necesito más que él.

Dom Paulo se encogió de hombros.

— Es sólo un poetastro.

El erudito resopló divertido. Jugueteó con la esfera vítrea y la hizo rodar por encima de la mesa con su pulgar. De pronto, se echó a reír.

— Me agrada. Creo que sé quién lo necesita más que el poeta. Quizá después de todo me lo quedaré.

Lo cogió, lo echó al aire, lo asió y miró dubitativo al abad. Paulo se encogió nuevamente de hombros.

Thon Taddeo dejó caer el ojo de nuevo en su bolsillo.

— Si viene a reclamarlo lo tendrá. Pero por cierto, quería decirle que mi trabajo casi está terminado. Dentro de unos días nos marcharemos.

— ¿No le preocupa la lucha en las Llanuras?

Thon Taddeo miró hacia la pared con el ceño fruncido.

— Acamparemos en una colina a más de una semana de viaje de aquí hacia el este. Un grupo de… nuestra escolta se nos unirá allí.

— Espero — dijo el abad, saboreando la cortés muestra de crueldad — que su grupo escolta no haya cambiado su lealtad política desde que prestó su acuerdo. En estos días es difícil separar a los amigos de los enemigos.

El thon enrojeció.

— Especialmente si viene de Texarkana, ¿quiere decir?

— No dije esto.

— Seamos francos el uno con el otro, padre. No puedo luchar con el príncipe, que hace posible mi trabajo…, a pesar de lo que piense de su política o políticos. Hago como que le apoyo, superficialmente, o por lo menos que no le hago caso por el bien del colegio. Si extiende sus tierras, quizás el colegio pueda sacar provecho de ello, y si el colegio prospera, la humanidad sacará provecho de nuestro trabajo.

— Los que sobrevivan, quizás.

— Es verdad, pero en cualquier caso esto es siempre verdad.

— No, no; hace doce siglos, ni los supervivientes lo aprovecharon. ¿Tenemos que seguir de nuevo la misma ruta?

Thon Taddeo se encogió de hombros.

— ¿Qué puedo hacer? — preguntó, molesto —. El príncipe es Hannegan, no yo.

— Pero prometió empezar a devolverle al hombre el dominio sobre la naturaleza. ¿Quién gobernará el empleo del poder para controlar las fuerzas naturales? ¿Quién lo empleará? ¿Con qué finalidad? ¿Cómo lo mantendrán bajo su dominio? Tales decisiones todavía pueden ser tomadas. Pero si usted y los de su grupo no las toman ahora, otros las tomarán pronto por ustedes. La humanidad se aprovechará, dice. Pero ¿sufriendo a quién? ¿A un príncipe que firma con una X? ¿O en verdad cree que su colegio puede permanecer al margen de sus ambiciones cuando empiece a descubrir que ustedes tienen un valor para él?

Dom Paulo no esperaba convencerle. Pero con dolor en el corazón el abad notó la forzada paciencia con que el thon le escuchaba; era la paciencia del hombre que escucha una opinión que hace tiempo ha refutado para su propia satisfacción.

— Lo que en realidad sugiere — dijo el intelectual — es que esperemos un poco. Que disolvamos el colegio o lo traigamos al desierto y que de algún modo, sin tener oro o plata en nuestro poder, demos de nuevo vida a una ciencia experimental y teórica de algún modo lento y laborioso, sin decírselo a nadie. Que lo conservemos todo para el día en que el hombre sea bueno, puro, santo y sabio.

— Esto no es lo que quería decir…

— Esto no es lo que quería decir, pero es lo que significan sus palabras. Mantener la ciencia enclaustrada, sin tratar de aplicarla, sin tratar de emplearla, hasta que los hombres sean santos. Bueno, no servirá de nada. Lo han venido ustedes haciendo en esta abadía durante siglos.

— No hemos ocultado nada.

— No lo han ocultado, pero se han sentado sobre ello sin decir palabra, nadie sabía que estaba aquí y no hicieron nada al respecto.

Una llamarada de enojo brilló en los ojos del viejo sacerdote.

— Creo que es tiempo de que conozca a nuestro fundador — murmuró, señalando la escultura de madera que había en un rincón —. Era un científico como usted, antes de que el mundo se volviese loco y corriese en busca del santuario. Fundó esta orden para salvar todo lo que pudiese ser salvado de los documentos de la última civilización. ¿Salvado de qué y para qué? Mire dónde está colocado… ¿Ve la hoguera? ¿Los libros? En aquella época, el mundo no quería a su ciencia, y así siguió durante siglos. Él murió por nuestro bien. Cuando lo cubrieron de combustible, cuenta la leyenda que les pidió un vaso. Lo bendijo y algunos dicen que en aquel momento el combustible se convirtió en vino; entonces: Hic est enim calix Sanguinis Me¡, se lo bebió antes de que le colgasen y le prendiesen fuego. ¿Quiere que le lea una lista de nuestros mártires? ¿Quiere que le mencione todas las batallas en las que hemos participado para mantener intactos estos documentos? ¿Todos los monjes que han perdido la vista en la sala de copias para su bien? Y todavía dice que no hicimos nada con ello, que lo ocultamos en silencio.

— No intencionadamente — dijo el intelectual —, pero en efecto lo hicieron… y por los mismos motivos que según usted deberían ser los míos. Si trata de guardar la sabiduría hasta que el mundo sea sabio, padre, el mundo nunca la tendrá.

— ¡Veo que la incomprensión es básica! — dijo el abad, ásperamente —. Servir primero a Dios o servir primero a Hannegan… Tiene que escoger.

— No tengo muchas opciones, pues — contestó el thon —. ¿Me aceptaría usted para trabajar para la Iglesia?

El desprecio de su voz no dejaba lugar a dudas.

22

Era jueves en la octava de Todos los Santos. Preparándose para partir, el thon y su grupo ordenaron sus notas y documentos en el sótano. Había atraído un pequeño auditorio monástico y el espíritu amistoso prevalecía a medida que el momento de partir se avecinaba. Sobre sus cabezas la luz de arco aún chisporroteaba, brillaba y llenaba la antigua biblioteca de una dureza blancoazulada, mientras el equipo de novicios impelía cansadamente la dinamo movida a mano. La poca experiencia del novicio que se sentaba arriba de la escalera para conservar ajustada la separación del arco hizo que la luz vacilase estática; había reemplazado al anterior operador que era más hábil y que se hallaba confinado en la enfermería con paños húmedos sobre los ojos.

Thon Taddeo había contestado preguntas acerca de su trabajo con menos reticencia de la acostumbrada, sin preocuparse ya, según lo que aparentaba, de los temas tan controvertibles como la propiedad refractible de la luz o las ambiciones de thon Esser Shon.

— Ahora, a menos que esa hipótesis no tenga significado — decía —, debe ser posible confirmarlo de algún modo por la observación. Expuse la hipótesis, con la ayuda de algunas formas matemáticas nuevas, o mejor dicho viejas, sugeridas por nuestros estudios de la Memorabilia. La hipótesis parece ofrecer una explicación simple del fenómeno óptico; pero, francamente, al principio no se me ocurría cómo probarla. Ahí fue donde me ayudó vuestro hermano Kornhoer — indicó al inventor con una sonrisa y desplegó un bosquejo del aparato de prueba propuesto.

— ¿Qué es? — preguntó alguien después de un breve intervalo de confusión.

— Bueno, es una batería de placas de vidrio. Un rayo de luz solar, al incidir sobre la batería en este ángulo, quedará parcialmente reflejado y parcialmente transmitido. La parte reflejada será polarizada. Ahora ajustamos la batería para reflejar este rayo a través de este aparato, el cual es idea del hermano Kornhoer, y dejamos que la luz incida en esta segunda batería de placas de vidrio, que está colocada en el ángulo correcto para reflejar casi todo el rayo polarizado y no transmitir casi nada de él. Mirando a través del vidrio, apenas se ve luz. Todo esto ha sido probado. Pero ahora, si mi hipótesis es correcta, cerrando este conmutador sobre la bobina del hermano Kornhoer, debería causar una súbita iluminación de la luz transmitida. Si no lo hace… — se encogió de hombros — entonces olvidaremos la hipótesis.

— En vez de ello, deberían olvidar la bobina — sugirió modestamente el hermano Kornhoer —. No estoy seguro de que produzca un campo suficientemente potente.

— Pero yo sí. Tiene usted instinto para estas cosas. Para mí es más fácil desarrollar una teoría abstracta que construir un modo práctico de ponerla a prueba. Pero usted tiene un don sorprendente para verlo todo en términos de tornillos, cables y lentes, mientras yo todavía estoy pensando en términos de signos abstractos.

— Pero en primer lugar, thon Taddeo, a mí nunca se me ocurrirán las abstracciones.

— Formaríamos una buena pareja, hermano. Me gustaría que me acompañase al colegio, aunque sólo fuese por un tiempo. ¿Cree que su abad le daría permiso?

— No me atrevo ni a pensarlo — murmuró el inventor, súbitamente incómodo.

Thon Taddeo se volvió hacia los demás.

— He oído hablar de «hermanos con permiso». ¿No es verdad que a algunos miembros de la congregación se les ocupa temporalmente en otros sitios?

— Sólo excepcionalmente, thon Taddeo — dijo un joven sacerdote —. Antes, la orden proporcionaba ayudantes, escribanos y secretarios al clero secular y a las dos cortes eclesiástica y monárquica. Pero aquello fue en momentos de gran penuria y pobreza aquí en la abadía. A veces, los hermanos con permiso evitaban que el resto de nosotros muriese de hambre. Pero esto ya no es necesario y se hace raramente. Como es natural, tenemos a algunos hermanos estudiando en Nueva Roma, ahora, pero…

— ¡Esto es! — dijo el thon, con súbito entusiasmo —. Una beca para ustedes en el colegio, hermano. Estuve hablando con su abad, y…

— ¿Sí`? — preguntó el joven sacerdote.

— Bien, aunque estamos en desacuerdo en algunas cosas, puedo comprender su opinión. Pienso que un intercambio de becas podría mejorar las relaciones. Habría un estipendio, claro está, y estoy seguro de que su abad lo destinaría a buen uso.

El hermano Kornhoer inclinó la cabeza, pero no dijo nada.

— ¡Vamos! — rió el intelectual —. No parece agradarle la invitación, hermano.

— Me siento honrado, claro, pero estos asuntos no puedo decidirlos yo.

— Bien, lo comprendo, claro. Pero ni soñaría en pedírselo a su abad si la idea no le complaciese a usted.

El hermano Kornhoer dudó.

— Mi vocación está en la religión — dijo finalmente —, esto es… en una vida de oración. Pensamos en nuestro trabajo como en una especie de plegaria. Pero esto… — hizo un gesto hacia la dinamo — para mí es más bien un juego. Sin embargo, si dom Paulo me enviase…

— Iría de mala gana — dijo secamente el intelectual —. Estoy seguro de que podría hacer que el colegio le enviase a su abad por lo menos cien hannegans de oro al año mientras estuviese con nosotros. Yo… — Hizo una pausa para observar las caras que le rodeaban —. Perdonen, ¿he dicho algo malo?

A medio camino de la escalera, el abad se detuvo para observar al grupo del sótano. Varias caras se — volvieron hacia él. Después de unos segundos, thon Taddeo descubrió la presencia del abad y le saludó con un gesto amable.

— Hablábamos de usted, padre — dijo —. Si lo ha oído quizá deba explicarle…

Dom Paulo denegó con un gesto.

— No es necesario.

— Pero me agradaría poder hablar de…

— ¿Puede esperar? Tengo prisa.

— Ciertamente — dijo el intelectual.

— Volveré enseguida.

Subió de nuevo la escalera. El padre Gault le esperaba en el patio.

— ¿Se han enterado de ello, dómine? — preguntó el prior, ceñudamente.

— No lo pregunté, pero estoy seguro de que no — contestó dom Paulo —. Están allá abajo diciendo tonterías. Algo acerca de llevarse con ellos al hermano Kornhoer.

— Entonces no lo saben, es seguro.

— Sí. ¿Dónde está?

— En el pabellón de los huéspedes, dómine. El médico está con él. Delira.

— ¿Cuántos hermanos saben que está aquí?

— Sólo cuatro. Estábamos cantando nonas cuando apareció en la entrada.

— Dígales a esos cuatro que no se lo mencionen a nadie. Después reúnase con nuestros huéspedes en el sótano. Sea agradable y evite que se enteren.

— ¿No habría que decírselo antes de su partida, dómine?

— Sí, pero primero dejemos que se preparen. Ya sabe que se marcharán de todas maneras. Así que para minimizar la turbación, esperemos hasta el último momento. ¿Lo lleva ahora encima?

— No. Lo dejé con sus cosas en el pabellón de los huéspedes.

— Iré a verle. Prevenga a los hermanos y reúnase con los huéspedes.

— Sí, dómine.

El abad fue cansadamente hacia el pabellón de visitantes. Al entrar encontró al hermano farmacéutico que salía de la habitación del fugitivo.

— ¿Vivirá, hermano?

— No lo sé, dómine. Mal trato, hambre, falta de abrigo, fiebre… si Dios quiere. — Se encogió de hombros.

— ¿Puedo hablar con él?

— Estoy seguro de que no importa. Pero no coordina.

El abad entró en la habitación y cerró suavemente la puerta tras de sí.

— ¿Hermano Claret?

— Ya basta — dijo sin aliento el hombre en la cama —. Por el amor de Dios, ya basta… Le he dicho todo lo que sé. Le traicioné. Ahora déjeme… ser.

Dom Paulo miró con piedad al secretario del difunto Marcus Apollo. Observó las manos del escribano. En lugar de las uñas sólo había dolorosas llagas.

El abad se estremeció y se volvió hacia la mesita que había junto a la cama. Entre la pequeña colección de papeles y efectos personales, encontró rápidamente el documento fríamente impreso que el fugitivo había traído consigo del este:


Hannegan el alcalde, por la gracia de Dios Padre. Soberano de Texarkana, emperador de Laredo, defensor de la fe, doctor en Leyes. Jefe de los clanes de los nómadas y vaquero supremo de las Llanuras, a todos los obispos, sacerdotes y prelados de la Iglesia de nuestro reino legal. Saludos y tomad nota, porque ésta es la ley. A saber:

1) Considerando que un príncipe extranjero, cierto Benedict XXII, obispo de Nueva Roma, afirma altanero una autoridad que en derecho no es la suya, sobre el clero de esta nación; y se ha atrevido a intentar primero, colocar a la Iglesia texarkana bajo sentencia de interdicción para después suspender esta sentencia, creando así gran confusión y negligencia espiritual en el reino, actuando de acuerdo con un consejo de obispos y clero, por la presente declaramos a nuestro leal pueblo que el arriba mencionado príncipe y obispo Benedict XXII es un herético, simoníaco, asesino, sodomita y ateo, no merecedor del reconocimiento de la santa Iglesia en tierras de nuestro reino, imperio y protectorado. Quien le sirve a él, no nos sirve a Nos.

2) Que se sepa, por lo tanto, que el decreto de interdicción como el que lo suspende quedan por ello anulados, declarados nulos y sin consecuencias, porque originariamente no tenían ningún valor…


Dom Paulo sólo le echó una breve ojeada al resto. No necesitaba leer más.

El comunicado del alcalde ordenaba el licenciamiento del clero texarkano, convertía la administración de los sacramentos por personas sin licencia en un crimen amparado por la ley y hacía del juramento de suprema obediencia a la alcaldía una condición para el licenciamiento y reconocimiento. Llevaba no sólo el sello del alcalde, sino también la firma de varios obispos, cuyos nombres le eran desconocidos al abad.

Dejó caer el documento al revés sobre la mesa y se sentó al lado de la cama. Los ojos del fugitivo estaban abiertos, pero él sólo miraba el techo y jadeaba.

— Hermano Claret — le dijo suavemente —. Hermano…


En el sótano, los ojos del intelectual se habían iluminado con la impetuosa exuberancia de un especialista invadiendo el terreno de otro especialista con el fin de aclarar toda la región de confusión.

— ¡De hecho, sí! — dijo en respuesta a la pregunta de un novicio —. Encontré aquí una noticia que debería, creo, ser de interés para thon Maho. Claro que no soy historiador, pero…

— ¿Thon Maho? ¿No es él quien está… pues, tratando de corregir el Génesis? — preguntó secamente el padre Gault.

— Sí, es decir… — el intelectual se interrumpió mirando sorprendido a Gault.

— Está bien — dijo el sacerdote, con una risita ahogada —. Muchos de nosotros pensamos que el Génesis es más o menos alegórico. ¿Qué ha encontrado?

— Hemos localizado un fragmento prediluviano que sugiere, desde mi punto de vista, un concepto muy revolucionario. Si he interpretado correctamente el fragmento, el hombre no fue creado sino hasta poco antes de la caída de la última civilización.

— ¿Qué? ¿Entonces de dónde provenía la civilización?

— No de la humanidad. Fue desarrollada por una raza anterior que se extinguió durante el Diluvium Ignis.

— ¡Pero las Sagradas Escrituras se remontan a miles de años antes del Diluvium!

Thon Taddeo permaneció significativamente silencioso.

— ¿Supone usted — dijo Gault, súbitamente consternado — que no somos los descendientes de Adán? ¿No nos relacionamos con la historia de la humanidad?

— ¡Espere! Sólo le ofrezco la conjetura de que la raza del Prediluvio que se llamó a sí misma hombre tuvo éxito al crear la vida. Poco antes de la caída de su civilización, crearon a los ancestros de la actual humanidad, «a su propia imagen», como especies serviles.

— ¡Pero aunque rechace totalmente la Revelación, ésta es una complicación absolutamente innecesaria para el simple sentido común! — se quejó Gault.

El abad había bajado silenciosamente la escalera. Se detuvo en el rellano más bajo y escuchó incrédulo.

— Puede parecerlo — discutió thon Taddeo —, hasta que se considera cuántas cosas resolvería. Conoce las leyendas de la Simplificación. Todas adquieren un mayor significado, me parece, si se considera a la Simplificación como la rebelión de una especie de sirvientes creados, contra el creador de las especies, como sugiere la referencia fragmentaria. También explicaría por qué la actual humanidad parece ser tan inferior a la antigua, porque nuestros ancestros cayeron en la barbarie cuando sus dueños se extinguieron, porque…

— ¡Dios tenga piedad de esta casa! — gritó dom Paulo, entrando en el cubículo —. Perdónanos, Señor, no sabemos lo que hicimos.

— Tenía que haberlo sabido — murmuró el intelectual para todo el mundo.

El anciano sacerdote avanzó vengativo hacia su huésped.

— ¿Entonces sólo somos criaturas de criaturas, señor filósofo? Hechos por dioses menores que Dios y, por lo tanto, comprensivamente menos perfectos, sin ser culpa nuestra, claro está.

— Son sólo conjeturas, pero explicarían muchas cosas — dijo el thon tercamente, deseando continuar la discusión.

— Y lo perdonaría todo, ¿verdad? La rebelión del hombre contra sus hacedores fue, sin lugar a dudas, un tiranicidio justificable contra el infinitamente malvado hijo de Adán, entonces.

— Yo no he dicho…

— ¡Muéstreme, señor filósofo, esta sorprendente referencia!

Thon Taddeo rebuscó apresuradamente entre sus notas. La luz no dejaba de parpadear, pues los novicios de la noria se esforzaban en escuchar. El pequeño auditorio del intelectual se mantuvo perplejo hasta que la tempestuosa entrada del abad agitara la consternación envarada del auditorio. Los monjes susurraban entre sí, alguien se atrevió a reír.

— Aquí está — anunció thon Taddeo, entregándole diversas notas al abad.

Dom Paulo le miró brevemente y empezó a leer. El silencio era torpe.

— Encontró esto en la sección «no clasificada», supongo — dijo después de unos segundos.

— Sí, pero…

El abad siguió leyendo.

— Bien, supongo que debo ir a terminar mi equipaje — murmuró el intelectual, y empezó a reunir sus papeles.

Los monjes respiraron con alivio, como deseando salir silenciosamente fuera de allí. Kornhoer cavilaba apartado de los demás.

Satisfecho, después de unos minutos de lectura, dom Paulo le tendió abruptamente las notas a su prior.

— ¡Lege! — le ordenó bruscamente.

— Pero… ¿qué?

— Parece un fragmento de una obra o de un diálogo. Lo he visto antes. Es algo acerca de unos hombres que crean a unos seres artificiales como esclavos. Y los esclavos se levantan contra sus creadores. Si thon Taddeo hubiese leído De Inanibus, del venerable Boedellus, habría encontrado esta nota clasificada como «probable fábula o alegoría». Pero quizás el thon prestaría poca atención a las valoraciones del venerable Boedellus, cuando puede hacer las suyas.

— Pero qué clase…

— Lege!

Gault se hizo a un lado con las notas. Paulo se volvió de nuevo hacia el intelectual y habló educadamente, informativamente, enfáticamente:

— «A la imagen de Dios los creó: macho y hembra los creó.»

— Mis palabras son simples conjeturas — dijo thon Taddeo —. La libertad de especular es necesaria para…

— «Y Dios tomó al hombre y lo puso en el paraíso de placer para cuidarlo y conservarlo. Y…

— …el avance de la ciencia. Si quisiese tenernos enredados por adherencia ciega y dogma no razonado, entonces preferiría usted…

— »Dios lo ordenó diciendo: «Comerás de cada árbol del paraíso, pero del árbol del bien y del mal no…»

— …dejar el mundo en la misma oscura ignorancia y superstición contra la cual dice que su orden…

— …comerás. Porque en el día sea cual fuese que lo comas, morirás».

— …ha luchado. Ni podríamos nunca vencer el hambre, la enfermedad o la «monstruosidad de nacimiento» o hacer el mundo un poco mejor de lo que ha sido durante…

— …Y la serpiente le dijo a la mujer: «Dios sabe que en el día sea cual fuere que comáis de ello, vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses, conociendo el bien y el mal».

— …doce siglos, si cada dirección de especulación debe ser cerrada y cada pensamiento nuevo denunciado…

— Nunca fue mejor, nunca será mejor. Será sólo más rico o más pobre, más triste, pero no más sensato, hasta el último día.

El estudioso se encogió de hombros, impotente.

— ¿Ve usted? Sabía que se ofendería, pero me dijo… ¿Pero de qué sirve? Tiene su historia de ello.

— La historia que yo estaba señalando, señor filósofo, no lo era de un modo de creación, sino la narración del modo cómo la tentación condujo a la caída. ¿No lo comprendió así? «Y la serpiente le dijo a la mujer.»

— Sí, sí, pero la libertad de especulación es esencial…

— Nadie ha tratado de privarle de ella ni nadie se ha ofendido. Pero engañar el intelecto por razones de orgullo, vanidad o eludir la responsabilidad, es fruto del mismo árbol.

— ¿Duda usted de la honorabilidad de mis motivos? — preguntó el thon, sombríamente.

— A veces llego a dudar de la mía. No le acuso de nada. Pero pregúntese esto: ¿Por qué goza tanto saltando a esas conjeturas tan impetuosas desde un trampolín tan frágil? ¿Por qué quiere desacreditar al pasado, llegando hasta a deshumanizar a la última civilización? ¿Para que usted no necesite aprender de sus errores? ¿O se debe a que no se resigna a ser sólo un redescubridor y necesita también sentirse «creador»?

El thon murmuró un juramento.

— Estos documentos deberían estar en manos de gente competente — dijo, furioso —. ¡Vaya una ironía!

La luz chisporroteó y se apagó. El fallo no era mecánico. Los novicios de la noria habían dejado de trabajar.

— Traigan velas — dijo el abad.

Aparecieron las velas.

— Baje — le dijo el abad al novicio que estaba en lo alto de la escalera —, y descuelgue esto. ¿Hermano Kornhoer? ¿Hermano Korn…?

— Hace un momento ha entrado en el almacén, dómine.

— Pues llámelo.

Don Paulo se volvió de nuevo hacia el intelectual, tendiéndole el documento que había sido encontrado entre los efectos del hermano Claret.

— Lea esto, señor filósofo, aunque sea a la luz de las velas.

— ¿Un edicto gubernamental?

— Léalo y alégrese de su apreciada libertad.

El hermano Kornhoer volvió de nuevo a la sala. Llevaba el pesado crucifijo que había sido quitado del arco para dejar sitio a la nueva lámpara. Le tendió la cruz a dom Paulo.

— ¿Cómo sabía que la quería?

— Decidí que ya era hora, dómine — dijo, encogiéndose de hombros.

El anciano subió a la escalera y colocó el crucifijo en su gancho de hierro. El cuerpo brilló dorado a la luz de las velas. El abad se volvió y llamó a sus monjes.

— ¡De ahora en adelante quien lea en el cubículo que lo haga ad Lumina Christi!

Cuando bajó de la escalera, thon Taddeo guardaba el último de sus papeles en una gran caja para embalarlo después. Miró cautelosamente al abad, pero no dijo nada.

— ¿Ha leído el edicto?

El intelectual asintió.

— Si por algún motivo improbable desea usted asilo político en este lugar…

El intelectual denegó.

— ¿Puedo entonces pedirle que aclare usted sus palabras acerca de colocar nuestros papeles en manos más competentes?

Thort Taddeo bajó la vista.

— Fue dicho en el calor de la discusión, padre. Lo retiro.

— Pero no deja de pensarlo. Lo ha pensado siempre.

El thon no lo negó.

— Entonces sería fútil repetir mi petición de que interceda usted en nuestro beneficio… cuando sus oficiales le comuniquen a su primo la perfecta guarnición militar que podría resultar esta abadía. Pero en su propio bien, dígale que cuando nuestros altares o la Memorabilia se han visto amenazados, nuestros predecesores no dudaron en resistir con la espada. — Hizo una pausa —. ¿Se marcha hoy o mañana?

— Será mejor que lo haga hoy — dijo suavemente thon Taddeo.

— Ordenaré que le preparen las provisiones. — El abad dio media vuelta para retirarse, pero se detuvo y dijo gentilmente -: Cuando esté de vuelta, trasmítales un mensaje a sus colegas.

— Por supuesto. ¿Lo ha escrito ya?

— No. Dígales tan sólo que el que desee estudiar aquí, será bienvenido, a pesar de la mala iluminación. Especialmente thon Maho o thon Esser Shon con sus seis ingredientes. Creo que los hombres deben rebuscar entre el error para separarlo de la verdad, siempre y cuando no se apoderen hambrientos del error, porque es agradable. Dígales también, hijo mío, que cuando llegue el momento, como seguramente llegará, no sólo los sacerdotes, sino también los filósofos necesitan un santuario, dígales que aquí nuestros muros son gruesos.

Hizo un gesto de despedida a los novicios y después fue escalera arriba para estar solo en su despacho. Porque la furia retorcía de nuevo su interior y sabía que la tortura se acercaba.

Nunc dimitis servum tuum, Domine… Quia viderunt oculi mei salutare…

«Quizás esta vez se suelte del todo», pensó casi esperanzado. Pensó en llamar al padre Gault para confesarse, pero decidió que sería mejor esperar a que los huéspedes se hubiesen marchado. Miró de nuevo el edicto.

Una llamada en la puerta interrumpió pronto su agonía.

— ¿Puede volver más tarde?

— Me temo que no estaré aquí más tarde — contestó una voz apagada desde el corredor.

— Ah, thon Taddeo… pase usted. — Dom Paulo se enderezó; apretó fuertemente su parte dolorida, no con la intención de eliminarla, sino de dominarla, como lo haría con un sirviente díscolo.

El intelectual entró y colocó un pliego de papeles sobre la mesa del abad.

— Pensé que lo apropiado era devolverle esto — dijo.

— ¿De qué se trata?

— Los planos de sus fortificaciones, que hicieron los oficiales. Le sugiero que los queme enseguida.

— ¿Por qué lo ha hecho? — susurró dom Paulo —. Después de nuestras palabras en el sótano…

— No me interprete mal — le interrumpió thon Taddeo —. Se los hubiese devuelto de todas maneras, pues como cuestión de honor no podía permitirles que abusasen de su hospitalidad. Pero es igual, Si se los hubiese devuelto antes, los oficiales habrían tenido el tiempo y la oportunidad de repetirlos.

El abad se levantó lentamente y le tendió una mano al intelectual.

Thon Taddeo dudó.

— No prometo interceder en su beneficio…

— Lo sé.

— Porque pienso que lo que tienen aquí debería estar abierto al mundo.

— Lo está, lo estuvo y lo estará siempre.

Se estrecharon cautelosamente las manos, pero dom Paulo sabía que no era un signo de tregua, sino de mutuo respeto entre adversarios. Quizá fuera el último.

Pero ¿por qué tenía que repetirse?

La respuesta estaba al alcance de la mano; la serpiente seguía susurrando: «Porque Dios sabe que en cualquier momento que comáis de él abriréis los ojos y seréis como dioses». El viejo padre de las mentiras era listo al decirles medias verdades: «¿Cómo podréis conocer el bien y el mal si no lo catáis un poco? Probadlo y seréis como dioses». Pero ni el poder infinito ni la infinita sabiduría podían otorgar la bondad sobre los hombres. Para ello era necesario que igualmente hubiese amor infinito.

Dom Paulo llamó al joven sacerdote. Ya era casi la hora de marcharse. Y pronto se iniciaría un nuevo año.

Aquél fue el año de lluvias torrenciales sin precedentes en el desierto, que hizo que las semillas secas desde hacía tiempo estallasen en flor.

Fue el año en que un vestigio de civilización llegó a los nómadas de las Llanuras y hasta la gente de Laredo empezó a murmurar que todo había sido posiblemente para bien. Nueva Roma no estuvo de acuerdo.

En aquel año, un acuerdo temporal fue formalizado y roto entre los estados de Denver y Texarkana. Fue el año en que el viejo judío volvió a su antigua vocación de médico y vagabundo, el año en que los monjes de la Orden Albertiana de Leibowitz enterraron a un abad y se inclinaron ante otro. Había grandes esperanzas para el mañana.

Fue el año en que un rey llegó a caballo procedente del este para subyugar a la tierra y posesionarse de ella. Fue el año del Hombre.

23

El aire era desagradablemente caliente junto a la soleada senda que rodeaba a la boscosa colina y el calor había agravado la sed del poeta. Después de mucho tiempo levantó mareado la cabeza y trató de mirar a su alrededor. La reyerta había terminado, las cosas estaban bastante tranquilas ahora, a no ser por el oficial de caballería. Los buitres empezaban a planear hacia la tierra.

Había varios refugiados muertos, un caballo también muerto y el oficial de caballería moribundo, que estaba atrapado debajo del caballo. A ratos, el jinete despertaba y gritaba débilmente. Ahora llamaba a su madre y de nuevo pidió un sacerdote. A veces se despertaba y llamaba a su caballo. Sus gritos inquietaban a los buitres y, además, disgustaban al poeta, que de todas maneras se sentía quisquilloso. Era un poeta muy abatido. Nunca esperó que el mundo actuase de un modo cortés, correcto o hasta sensible y el mundo raramente lo hizo; a menudo había tomado en serio la solidez de su rudeza y estupidez. Pero nunca antes el mundo le había disparado en el abdomen con un mosquete. Aquello no lo encontró en absoluto alentador.

Aún peor, esta vez no podía culpar a la estupidez del mundo, sino a la suya propia. El propio poeta había llevado mal las cosas. Estaba preocupado por sus asuntos sin molestar a nadie, cuando vio al grupo de refugiados del este galopando hacia la colina perseguido por tropas de caballería, que casi le daban alcance. Para evitar su participación en la pelea, se ocultó detrás de unos arbustos que crecían al borde del terraplén que flanqueaba la senda, un punto ventajoso desde el que podía contemplar todo el espectáculo sin ser visto. Aquella lucha no era la suya. Los credos religiosos y políticos de los refugiados o de la tropa no le importaban en absoluto. Si la matanza hubiese sido predestinada, el destino no podía haber encontrado un testigo más desinteresado que el poeta. ¿A qué se debió, pues, el ciego impulso?

El impulso lo envió de un salto desde el terraplén para atacar al oficial de caballería en la silla y apuñalar al hombre tres veces con su propia daga, antes que dos de ellos lo derribasen al suelo. No podía comprender por qué lo hizo. No consiguió nada. Los hombres del oficial le dispararon antes de poder levantarse. La matanza de refugiados había continuado y todos se marcharon, dejando atrás a los muertos.

Podía oír el borboteo de su abdomen. La futilidad, por desgracia, de tratar de digerir una bala de rifle. Hizo aquel acto inútil, decidió finalmente, debido a la parte del sable sin filo. Si el oficial se hubiese limitado a ensartar de un solo golpe a la mujer fuera de la silla de montar y después se hubiese ido, el poeta habría pasado por alto el hecho. Pero seguir macheteando y macheteando de aquel modo…

Se negó a pensar de nuevo en ello. Pensó en el agua.

— Oh, Dios… Oh, Dios… — se quejaba el oficial.

— La próxima vez afila tu cuchillería — jadeó el poeta.

Pero no habría una próxima vez.

El poeta no recordaba haber temido a la muerte, pero a menudo sospechó que la Providencia planeaba lo peor para él, como el modo de morir cuando llegase el momento. Esperaba pudrirse, lenta y no demasiado fragantemente. Su discernimiento poético le había prevenido que probablemente moriría como un lloroso montón de lepra, cobardemente arrepentido, pero impenitente. Nunca había anticipado algo tan directo y final como una bala en el estómago y sin ni siquiera tener un auditorio que oyese sus agudezas de moribundo. Lo último que le habrían oído decir cuando le dispararon fue «Uf» — su testamento para la posteridad «¡Uf!» —, un memorabile para usted, dominisime.

— ¿Padre? ¿Padre? — lloriqueó el oficial.

Después de un rato, el poeta reunió sus fuerzas y levantó de nuevo la cabeza, se frotó el polvo del ojo y estudió al oficial unos segundos. Estaba seguro de que era el mismo al que había acometido, aunque en aquel momento estaba convertido en una pálida sombra miedosa. Sus quejidos, pidiendo un sacerdote, empezaban a molestar al poeta. Por lo menos tres clérigos yacían entre los refugiados muertos y, sin embargo, el oficial no era ahora tan especial acerca de especificar sus creencias denominativas. «Quizá lo haga», pensó el poeta.

Empezó a arrastrarse hacia el jinete. El oficial le vio y se aferró a su pistola. El poeta se detuvo, no esperaba que lo reconociera. Preparó la manta de viaje. La pistola se agitaba en su dirección. La miró agitarse por un momento y después decidió continuar su avance. El oficial apretó el gatillo. El tiro falló por unos metros. Mala suerte.

El soldado trataba de cargar de nuevo su arma cuando el poeta se la quitó. Parecía delirante y trataba de persignarse.

— Sigue con ello — jadeó el poeta, encontrando su cuchillo.

— Bendígame, padre; he pecado…

— Ego te absolvo, hijo — dijo el poeta, hundiéndole el cuchillo en la garganta.

Después, encontró la cantimplora del oficial y bebió un poco. El agua estaba caliente por el sol, pero le pareció deliciosa. Se tendió con la cabeza sobre el caballo y esperó que la sombra de la colina se deslizase sobre la senda. ¡Jesús, cómo dolía! «Esta última parte no será tan fácil de explicar — pensó —, y yo sin mi ojo, además. Si es que hay algo que explicar.» Miró al jinete muerto.

— Ardiente como el infierno, ¿verdad? — murmuró, roncamente.

El jinete no estaba en condiciones de informarle. El poeta bebió otro sorbo de la cantimplora, después otro. De pronto se produjo un doloroso movimiento de intestinos. Se sintió bastante mal durante unos segundos.


Los buitres se pavonearon, compusieron sus plumas y se pelearon sobre la cena; todavía no estaba lo suficientemente curada. Esperaron unos días la llegada de los lobos. Había para todos. Finalmente se comieron al poeta.

Como siempre, los rapaces negros del cielo, llegado el momento, depositaron sus huevos y alimentaron amorosamente a sus crías. Se mecieron en lo alto sobre los prados, montañas y llanuras, buscando el cumplimiento de esa parte del destino de la vida, que era el suyo, de acuerdo con los planes de la naturaleza. Sus filósofos demostraron razonablemente y sin ayuda de nadie que el supremo Cathartes aura regnans había creado el mundo especialmente para los buitres. Lo veneraron durante siglos con tremendo apetito.

Entonces, después de las generaciones de oscuridad, llegaron las generaciones de la luz. Y lo llamaron 3781, año de Nuestro Señor… rogando porque fuese el año de su paz.

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