Bill no se dio nunca cuenta de que el sexo fue la causa de todo. Si aquella mañana el sol no hubiera estado quemando tanto en el luminoso cielo de Phigerinadon II, y si no hubiera entrevisto el amplio y níveo posterior de Inga-María Calyphigia mientras se bañaba en el arroyo, hubiera prestado más atención al arado que a las apremiantes presiones de la heterosexualidad, y hubiera seguido su curso hasta el otro lado de la colina antes de que sonase la seductora música a lo largo del camino. Quizá nunca la hubiera oído, y su vida hubiera sido muy, muy diferente. Pero la oyó, y dejó caer el manillar del arado conectado a la robomula, y se dio la vuelta y abrió la boca.
Desde luego, era una visión maravillosa. Abriendo la marcha iba un robot-banda, de cuatro metros de alto, espléndido en su gran morrión negro de húsar que ocultaba los altavoces de alta fidelidad. Los dorados pilares de sus piernas golpeaban rítmicamente mientras treinta brazos articulados tañían, pulsaban y tecleaban una extraordinaria variedad de instrumentos. La marcial música surgía en oleada tras inspiradora oleada, y hasta los pesados pies de campesino de Bill se agitaron en sus zuecos mientras las brillantes botas del pelotón de soldados marcaban el paso en perfecto unísono. Las medallas tintineaban en la hombría extensión de sus pechos, ataviados de escarlata, y ciertamente no podía imaginarse una visión más noble en todo el mundo. A retaguardia marchaba el sargento, resplandeciente en sus dorados y entorchados, con una nube de medallas y pasadores, espada y pistola, con la tripa enfajada y ojo de acero, que buscó a Bill allí donde este se hallaba, contemplando asombrado por encima de la valla.
La masiva cabeza hizo un gesto en su dirección, la boca de acero se dobló en una amistosa sonrisa, y hubo un guiño de complicidad. Entonces la pequeña legión hubo pasado, y apresurándose tras ella llegó un grupo de robots auxiliares cubiertos de polvo, saltando y arrastrándose o deslizándose sobre cadenas. Tan pronto como estos hubieron pasado, Bill escaló torpemente la verja de raíles y corrió tras ellos. No habían ocurrido más que dos acontecimientos interesante en los últimos cuatro años, y no estaba dispuesto a perderse lo que parecía ser el tercero.
Una multitud se había ya arremolinado en la plaza del mercado cuando llegó Bill, y estaban escuchando el entusiasta concierto de la banda. El robot se adentró en los gloriosos compases de SOLDADOS ESTELARES AVANTE HACIA EL CIELO, siguiendo luego con Los COHETES RUGEN, y casi demoliéndose a sí mismo en el tumultuoso ritmo de Los ZAPADORES CAVAN TRINCHERAS. Interpretó esta última marcha con tal energía que una de sus piernas salió disparada, elevándose hacia lo alto, pero la logró recoger antes de que cayese al suelo, y la música terminó con el robot balanceándose sobre la pierna que le quedaba y marcando el compás con la desencajada. Igualmente, tras un último redoble de los tambores, que casi destruyó los tímpanos del auditorio, la usó para señalar al otro lado de la plaza, en donde se había erigido una pantalla tridimensional y un puesto de refrescos. Los soldados habían desaparecido en el interior de la taberna, y el sargento reclutador se hallaba solo entre sus robots, enarbolando una sonrisa de bienvenida.
— ¡Escuchen esto! ¡Bebidas gratis para todos, regalo del Emperador, y algunas movidas escenas de emocionantes aventuras en climas exóticos para divertirles mientras trasegan las bebidas! — gritó con una voz inmensa y correosa.
La mayor parte de la gente vagó hacia allí, con Bill entre ellos, aunque algunos amargados antimilitaristas tradicionales se escaparan por entre las casas. Las bebidas refrescantes eran servidas por un robot que tenía un grifo por ombligo y una interminable provisión de vasos de plástico en la cadera. Bill sorbió alegremente el suyo, mientras seguía las emocionantes aventuras de los soldados espaciales a todo color, con efectos sonoros y subsónicos estimulantes. Había batallas, y muerte, y gloria, aunque solo morían los chingers: los soldados tan solo sufrían pequeñas y limpias heridas en sus extremidades, que podían ser cubiertas fácilmente por pequeños vendajes. Y mientras Bill estaba gozando con todo esto, el Sargento Reclutador Grue estaba gozando con él, con sus pequeños ojos porcinos brillando codiciosamente mientras se clavaban en el cogote de Bill.
¡Este es el que busco!, se regocijó para sí mismo, mientras su amarillenta lengua mojaba involuntariamente sus labios. Ya podía notar el peso del dinero de la recompensa en su bolsillo. El resto del auditorio era el habitual grupo de hombres de demasiada edad, mujeres obesas, muchachos barbilampiños y otros inalistables. Todos excepto aquel pedazo de carne de cañón electrónico de anchas espaldas, mentón cuadrado y cabello rizado. Con una mano precisa en los controles, el sargento disminuyó los subsónicos ambientales y dirigió un concentrado rayo estimulante a la parte trasera de la cabeza de su víctima. Bill se agitó en el asiento, casi tomando parte en la gloriosa batalla que se desarrollaba ante él.
Cuando murió el último acorde y la pantalla se apagó, el robot de los refrescos golpeó metálicamente su pecho y aulló:
— ¡Beban, beban, beban!
El borreguil auditorio caminó en aquella dirección, excepto Bill, que fue arrebatado de entre ellos por un poderoso brazo.
— Tenga, ya le he traído una bebida para usted — le dijo el sargento, pasándole un vaso tan cargado con drogas reductoras del ego que los sobrantes de la disolución se estaban cristalizando en el fondo —. Es usted un tipo que se distingue por encima de todos los individuos que hay por aquí. ¿No ha pensado nunca en seguir una carrera en las fuerzas armadas?
— Yo no soy ningún tipo marcial, sargento… — Bill encontró algo raro entre los dientes y escupió para librarse de ello, y se asombró de la repentina vaguedad de sus pensamientos. El solo hecho de que estuviera aún consciente tras el volumen de drogas y subsónicos que había recibido era un tributo a su físico —. No soy del tipo militar. Mi mayor ambición es ayudar, en la mejor forma posible, en la profesión que he escogido de Operador Técnico en Fertilizantes, y ya casi he terminado el cursillo por correspondencia…
— Ese es un mal trabajo para un chico brillante como usted — le dijo el sargento, mientras lo palmeaba en el brazo para comprobar sus bíceps: rocas. Resistió el impulso de abrir sus labios para mirar el estado de sus muelas; más tarde —. Deje ese trabajo a quienes les guste. No hay posibilidad de mejora en él. Mientras que en el ejército la promoción no tiene límite. ¡Pero si hasta el mismo Gran Almirante Pflunger subió por los cohetes, como se dice, desde recluta hasta gran almirante! ¿Qué le parece esto?
— Me parece estupendo para ese señor Pflunger, pero creo que trabajar con fertilizantes es más divertido. Je, je… Me está entrando sueño. Creo que me iré a casa a echar una dormida.
— No antes de que vea esto, como un favor personal hacia mí, claro — le dijo el sargento, poniéndose frente a él y señalando un gran libro que mantenía abierto un pequeño robot —. Las ropas hacen al hombre, y a la mayor parte de los hombres les avergonzaría ser vistos en un traje tan burdo como ese que lleva usted colgando, o arrastrando esas barcazas rotas que usa por zapatos. ¿Por qué ir así cuando podría ir así?
Los ojos de Bill siguieron el grueso dedo hasta el grabado en color del libro, en el que un milagro de la ingeniería mal empleada hizo que su propio rostro apareciera en la figura ilustrada ataviada con el rojo uniforme. El sargento hizo pasar las páginas, y en cada grabado el uniforme era algo más brillante, y la graduación más alta. El último era el de un gran almirante, y Bill parpadeó ante su propio rostro bajo el casco emplumado, ahora con algunas arrugas en las comisuras de los ojos y ostentando un elegante bigote canoso, pero indudablemente aún su rostro.
— Así es como se le vería — murmuró el sargento a su oído — una vez hubiera subido por las escaleras del éxito. Seguro que le gustaría probarse un uniforme. ¡Sastre!
Cuando Bill abrió su boca para protestar, el sargento le había introducido en ella un grueso cigarro, y antes de que pudiera sacárselo el sastre robot había llegado a su lado, corrido un brazo provisto de cortina a su alrededor, y lo había desnudado.
— ¡Hey! ¡Hey… ! — dijo.
— No le hará ningún daño — dijo el sargento, introduciendo su enorme cabeza entre las cortinas y sonriendo ante la musculoso visión del cuerpo de Bill. Clavó un dedo en un pectoral (como una roca) y luego se retiró.
— ¡Huy! — dijo Bill cuando el sastre extendió un frío metro y lo palpó con él, tomando sus medidas. Algo hizo chung dentro de su torso tubular, y una brillante chaqueta roja comenzó a surgir por un orificio en el frente. En un instante se la hubo colocado a Bill, abotonándole los brillantes botones dorados. Unos lujosos pantalones de piel gris aparecieron luego, y más tarde unas lustrosas botas altas y negras. Bill se tambaleó cuando la cortina fue apartada y un alto espejo motorizado rodó frente a él.
— Oh, cómo les gustan los uniformes a las chicas — dijo el sargento —. Y uno no puede culparlas por ello.
Una memoria de la visión de las blancas lunas gemelas de Inga-María Calyphigia oscureció la vista de Bill por un momento, y cuando esta se hubo aclarado se dio cuenta de que tenía aferrada una estilográfica y estaba a punto de firmar el contrato que el sargento reclutador mantenía frente a él.
— No — dijo Bill, un poco asombrado ante su propia firmeza de mente —. En realidad no lo deseo. Como Operador Técnico en Fertilizantes…
— Y no solo recibirá este bello uniforme, una paga de alistamiento y un examen médico gratuito, sino que también se le concederán estas magníficas medallas. — El sargento tomó una caja plana que le ofrecía un robot, y la abrió para mostrar un deslumbrante conjunto de pasadores y cintas —. Esta es la Honorable Medalla del Alistamiento — entonó con voz grave, clavando una nebulosa incrustada de joyas, colgando de una ancha banda de color chartreuse en el amplio pecho de Bill —. Y el Cuerno Chapado de Congratulaciones del Emperador, la Explosión Solar de Adelante Hacia la Victoria, la Alabemos a las Madres de los Victoriosos Caídos, y la Cornucopia que Siempre Mana, que no significa nada pero que luce bonita y puede ser usada para llevar anticonceptivos. Dio un paso atrás y admiró el pecho de Bill, que ahora estaba repleto de tiras, metal brillante y deslumbrantes joyas de plástico.
— Es que no puedo — dijo Bill —. Gracias de todas formas por la oferta, pero…
El sargento sonrió, preparado hasta para esta resistencia de última hora, y apretó el botón de su cinto que ponía en funcionamiento la grabación hipnótico programada en el interior del tacón de la bota de Bill. La potente corriente neural surgió por los contactos, y la mano de Bill saltó y se agitó, y cuando la momentánea neblina se alzó de su vista vio que había firmado con su nombre.
— Pero…
— Bienvenido a las Tropas Especiales — voceó el sargento, dándole una palmada en la espalda (como una roca) y recuperando su pluma —. ¡A formar! — gritó con voz más fuerte, y los reclutas surgieron tambaleantes de la taberna.
— ¡Qué le han hecho a mi hijo! — gimió la madre de Bill, apareciendo en la plaza del mercado, apretándose el pecho con una mano y arrastrando a su hijo pequeño Charlie con la otra. Charlie comenzó a llorar y orinarse en los pantalones.
— Su hijo es ahora un soldado para la mayor gloria del Emperador — dijo el sargento, empujando a los boquiabiertos y decaídos reclutas hacia la formación.
— ¡No! ¡No puede ser…! — lloriqueó la madre de Bill, arrancándose su canoso pelo —. Soy una pobre viuda, y él es mi único apoyo… No pueden…
— Madre… — dijo Bill. Pero el sargento lo empujó de nuevo a la formación.
— Sea valiente, señora — dijo —. No puede haber mayor gloria para una madre. — Le dejó caer una gran moneda reluciente en la mano —. Aquí está la paga del alistamiento, el chelín del Emperador. Sé que él desea que lo reciba usted. ¡Atención!
Con un golpeteo de tacones, los desgarbados reclutas alzaron los hombros y las barbillas. Para sorpresa suya, también lo hizo Bill.
— ¡Derecha… ar!
En un único y grácil movimiento, giraron cuando el robot de mando emitió la orden al activador hipnótico de cada bota.
— ¡De frente… ar! — y lo hicieron en perfecto ritmo, tan bien controlados que, por mucho que lo intentó, Bill no pudo ni girar la cabeza ni lanzar un último saludo a su madre. Esta desapareció tras él, y un último chillido angustiado se perdió entre el golpear de pisadas al paso.
— Sube el ritmo a ciento treinta — ordenó el sargento, contemplando el reloj colocado bajo la uña de su dedo meñique —. Tan solo hay veinte kilómetros hasta la estación, y esta noche estaremos en el campamento, muchachos.
El robot de mando incremento un tanto su metrónomo, y las botas golpearon con mayor velocidad y los hombres empezaron a sudar. Para cuando habían llegado a la estación de helicópteros ya era casi de noche; sus uniformes de papel rojo colgaban hechos girones, la purpurina se había corrido en sus botones de lata, y la carga superficial que repelía el polvo de sus delgadas botas de plástico había desaparecido. Se veían tan deprimidos, desmoralizados, polvorientos y miserables como se sentían en realidad.
No fue la grabación de una corneta tocando diana lo que despertó a Bill, sino los supersónicos que corrieron a lo largo del armazón metálico de su litera, agitándolo en tal forma que hasta los empastes se desprendieron de sus dientes. Saltó en pie, y se quedó tembloroso en la grisácea mañana. Como era verano, el suelo estaba refrigerado: no se mimaba a los hombres del campamento León Trotsky. Las pálidas y congeladas figuras de los otros reclutas se alzaron a cada lado, y cuando las vibraciones, que agitaban el alma, murieron, sacaron de debajo de las literas sus gruesos uniformes de combate hechos con tela de saco y papel de lija, se los vistieron rápidamente, introdujeron sus pies en las grandes botas púrpura de los reclutas, y trastabillaron hacia el alba.
— Estoy aquí para romperos el alma — les dijo una voz rica en amenazas; y miraron al frente, y temblaron aún más cuando contemplaron al jefe de los demonios de aquel infierno.
El suboficial Deseomortal Drang era un especialista desde las puntas de las irritadas lanzas de su cabello hasta las rugosas suelas paseantes de sus botas que brillaban como espejos. Era de amplias espaldas y delgado talle, mientras que sus largos brazos colgaban como los de algún horrible antropoide, y los nudillos de sus inmensos puños se veían agrietados por la rotura de millares de dientes. Era imposible contemplar su detestable figura e imaginar que había surgido de la tierna matriz de alguna mujer. Era imposible que hubiera nacido; debía de haber sido fabricado a la medida para el gobierno. Lo más horrible de todo era la cabeza. ¡El rostro! El cabello llegaba hasta un dedo de distancia por encima de los negros mechones de sus cejas, que estaban colocadas como unos matorrales que crecieran al borde de los negros pozos que ocultaban sus ojos, visibles tan solo como nefastos destellos rojos en la negrura estigia. Una nariz, partida y aplastada, se agazapaba sobre la boca, que era como una herida de cuchillo en el hinchado vientre de un cadáver, mientras por entre los labios surgían las grandes extremidades de los caninos, de cinco centímetros de largo como mínimo, y que descansaban en surcos del labio inferior.
— Soy el Oficial Subalterno Deseomortal Drang, y me llamaréis «Señor» o «Milord». — Comenzó a caminar arriba y abajo, huraño, ante la fila de aterrorizados reclutas —. Soy vuestro padre y vuestra madre, y todo vuestro universo, y vuestro más dedicado enemigo, y pronto haré que maldigáis el día en que nacisteis. Destruiré vuestra voluntad. Cuando diga «rana», saltaréis. Mi tarea es convertiros en soldados, y los soldados guardan disciplina. La disciplina significa simplemente una obediencia ciega, una pérdida de la propia voluntad y una absoluta subordinación. Esto es todo lo que pido…
Se detuvo ante Bill, que no estaba temblando tanto como los demás, y gruñó:
— No me gusta tu cara. Un mes de cocina los domingos.
— Señor…
— Y otro mes por contestar.
Esperó, pero Bill permaneció en silencio. Ya había aprendido su primera lección de como ser un buen soldado: ten la boca cerrada. Deseomortal siguió caminando.
— En este momento no sois otra cosa más que horribles, sórdidos y fofos trozos de repugnante carne civil. Yo transformaré esa carne en músculo, vuestra voluntad en gelatina, vuestras mentes en máquinas. Pronto os convertiréis en buenos soldados u os mataré. Muy pronto empezaréis a oír habladurías acerca de mí, malévolas habladurías que os dirán como una vez maté y me comí a un recluta que me desobedeció.
Se detuvo y se los quedó mirando, y la tapa del ataúd que era su boca se abrió lentamente en la repugnante imitación de una sonrisa, mientras una gota de saliva se formaba en la punta de cada uno de sus blancos colmillos.
— Esas habladurías son ciertas.
Se oyó un gemido entre la hilera de reclutas, y se agitaron como si un soplo de viento helado los hubiera recorrido. La sonrisa desapareció.
— Ahora iremos corriendo a por los desayunos, tan pronto como se hayan ofrecido algunos voluntarios para una misión fácil. ¿Alguno de vosotros sabe guiar un helicoche?
Dos reclutas alzaron esperanzadamente sus manos, y les hizo un gesto para que se adelantaran.
— De acuerdo, vosotros dos tenéis escobas y cubos detrás de esa puerta. Limpiad la letrina mientras los demás comen. Así tendréis mejor apetito al mediodía.
Esta fue la segunda lección que recibió Bill sobre como ser un buen soldado: no presentarse nunca voluntario.
Los días de entrenamiento de los reclutas pasaron con una velocidad terriblemente letárgico. Con los días, las condiciones se hacían peores, y Bill se sentía cada vez más exhausto. Esto parecía imposible, pero sin embargo era verdad. Un amplio número de mentes brillantes y sádicas lo habían diseñado en esa forma. Las cabezas de los reclutas fueron afeitadas para conseguir una mayor uniformidad, y su aparato genital pintado con un antiséptico color naranja para controlar la ladilla endémica. La comida era teóricamente nutritiva pero increíblemente repugnante, y cuando, por error, se servía un plato en buen estado, se retiraba en el último momento y era echado a la basura, y al cocinero se le rebajaba de grado. Su sueño era interrumpido por supuestos ataques de gas, y su tiempo libre ocupado en el cuidado de su equipo. El séptimo día estaba destinado al descanso, pero todos ellos habían sido castigados, como Bill en la cocina, y transcurría como cualquier otro día. Por esto, al tercer domingo de su prisión, cuando estaban tambaleándose en la última hora del día antes de que las luces fueran apagadas y se les permitiera finalmente arrastrarse a su endurecidas literas, Bill empujó contra el débil campo de fuerza que cerraba la puerta, sabiamente diseñado para permitir que las moscas del desierto entrasen pero no pudiesen salir de los barracones, y se deslizó al interior. Tras catorce horas de cocina, sus piernas vibraban de cansancio, y sus brazos estaban arrugados y pálidos como los de un muerto a causa de la continuada inmersión en agua jabonosa. Dejó caer su guerrera al suelo, donde quedó rígidamente en pie, sostenida por su carga de sudor, grasa y polvo, y retiró su afeitadora de su taquilla. En la letrina, giró la cabeza buscando un espacio limpio en uno de los espejos. Todos ellos habían sido pintarrajeados con grandes letras que expresaban unos mensajes tan sugestivos como:
TEN LA BOCA CERRADA: LOS CHINGERS ESCUCHAN Y SI HABLAS ESTE HOMBRE PUEDE MORIR.
Finalmente, enchufó la afeitadora al lado de ¿TE GUSTARÍA QUE TU HERMANA SE CASASE CON UNO?, y centró su cara en el espejo. Unos ojos sanguinolentos y ojerosos le devolvieron la mirada mientras deslizaba la zumbadora máquina por los famélicos pliegues de su mandíbula. Le llevó más de un minuto el que el significado de la pregunta penetrase en su cerebro, embotado por la fatiga.
— No tengo ninguna hermana — gruñó desalentado —. Y, si la tuviera, ¿por qué iba a desear casarse con un lagarto?
Era una pregunta retórica, pero tuvo una respuesta desde el extremo más alejado de la habitación:
— No significa exactamente lo que dice; está ahí tan solo para hacernos odiar más al enemigo.
Bill se sobresaltó, pues había pensado que estaba solo en la letrina, y la afeitadora zumbó irritada y arrancó un trozo de carne de su labio.
— ¿Quién está ahí? ¿Por qué se esconde? — espetó; y entonces reconoció a la agazapada figura entre las sombras y los muchos pares de botas —. Ah, eres tú, Ansioso. — Su ira desapareció, y volvió al espejo.
Ansioso Beager formaba de tal manera parte de la letrina que uno se olvidaba de que estaba allí. Era un jovencito de rostro redondo, que siempre sonreía, cuyas mejillas nunca perdían su rojizo brillo, y cuya sonrisa se veía tan fuera de lugar allí en Campo León Trotsky que todo el mundo deseaba matarlo hasta que se acordaba de que estaba loco. Debía de estarlo, porque siempre estaba ansioso por ayudar a sus compañeros, y se había prestado voluntario para una limpieza permanente de la letrina. Y no solo era eso, sino que además le gustaba limpiar las botas, y se había ofrecido a hacerlo a uno tras otro de sus camaradas, hasta que al final limpiaba las botas de todos los componentes del pelotón, cada noche. En cualquier momento que estuvieran en los barracones siempre se podía hallar a Ansioso Beager acurrucado al extremo de los tronos que era su dominio personal, rodeado por montones de zapatos, sacándoles brillo con diligencia, mientras su rostro estaba iluminado por una sonrisa. Permanecía allí aún después de que apagaran las luces, trabajando a la luz de una vela colocada sobre un pote de crema para el calzado, y habitualmente se levantaba antes que los demás por la mañana, acabando su trabajo voluntario y aún sonriendo. A veces, cuando las botas estaban muy sucias, trabajaba durante toda la noche. El chico estaba obviamente loco, pero nadie lo denunciaba porque limpiaba muy bien las botas, y todos rezaban para que no muriese exhausto antes de que terminasen su entrenamiento como reclutas.
— Bueno, si eso es lo que quieren decir, ¿por qué no ponen simplemente «Odiad más al enemigo»? — se quejó Bill. Apuntó con el pulgar a la pared más lejana, donde había un cartelón con el título CONOCED AL ENEMIGO. Representaba una ilustración a tamaño natural de un chinger, un saurio de dos metros diez de altura que se parecía mucho a un canguro verde cubierto de escamas y con cuatro brazos, pero con cabeza de cocodrilo —. ¿Quién iba a ser la hermana que se quisiese casar con una cosa así? ¿Y qué iba a hacer una cosa así con una hermana, excepto quizá comérsela?
Ansioso colocó una última pizca de púrpura en una bota y tomó otra. Arrugó el ceño por un breve instante para demostrar lo seriamente que pensaba.
— Bueno, verás, esto… No se refiere a una verdadera hermana. Es tan solo parte de la guerra psicológica. Tenemos que ganar la guerra. Para ganarla, tenemos que luchar duro. Para luchar duro, tenemos que ser buenos soldados. Los buenos soldados deben de odiar al enemigo. Así es como van las cosas. Los chingers son la única raza no humana descubierta en la galaxia que haya sobrepasado el estadio del salvajismo, así que naturalmente tenemos que aniquilarlos.
— ¿Qué diablos quieres decir con eso de naturalmente? Yo no quiero aniquilar a nadie. Tan solo quiero volver a casa y ser un Operador Técnico en Fertilizantes.
— Bueno, no me refería a ti personalmente, por supuesto. ¡Je, je! — Ansioso abrió un nuevo bote de crema con manos tiznadas de púrpura, e introdujo sus dedos en el interior — Me refiero a la raza humana. Así es como hacemos las cosas. Si no los aniquilamos, serán ellos quienes lo hagan con nosotros. Naturalmente, ellos dicen que la guerra va contra su religión, y que tan solo luchan para defenderse, y que jamás han realizado ningún ataque. Pero no podemos creerlos aunque sea cierto. Podrían cambiar su religión o cambiar de idea algún día, y entonces ¿qué pasaría? La mejor respuesta es aniquilarlos ahora.
Bill desenchufó la afeitadora y se lavó la cara con la tibia y herrumbroso agua.
— No obstante, me sigue pareciendo insensato. De acuerdo, la hermana que yo tengo no debe de casarse con ninguno de ellos, pero ¿qué hay de eso? — señaló a lo pintado en las paredes:
MANTENGA LIMPIA LA DUCHA — EL ENEMIGO LE ESCUCHA.
— O eso — el rótulo sobre el urinario que decía:
ABRÓCHESE LA BRAGUETA — EL ENEMIGO NADA RESPETA.
— Si es que olvidamos por un momento el hecho de que no tenemos aquí ningún secreto por el que valga la pena recorrer ni un kilómetro, y mucho menos veinticinco años-luz, ¿cómo podría ser espía un chinger? ¿Qué clase de disfraz podría hacer pasar a un lagarto de dos metros diez por un recluta? Ni siquiera se podría enmascarar a uno para que se pareciese a Deseomortal Drang, aunque ya se parezcan bastante…
Las luces se apagaron y, como si el pronunciar su nombre lo hubiera conjurado como un demonio del infierno, la voz de Deseomortal resonó por los barracones:
— ¡A las literas! ¡A las literas! ¿Es que no sabéis, sucios mamones, que estamos en guerra?
Bill se tambaleó por entre la oscuridad de los barracones, en los que la única iluminación era el rojo brillo de los ojos de Deseomortal. Cayó dormido en el mismo instante en que su cabeza tocó la almohada de carborundo, y le pareció que tan solo había pasado un momento cuando la diana lo hizo saltar de su litera. En el desayuno, mientras estaba cortando trabajosamente su sucedáneo de café en trozos lo bastante pequeños como para poder ser tragados, las telenoticias informaron de duras luchas en el sector de Beta Lira con crecientes bajas. Un rugido recorrió el comedor cuando se anunció esto, no por un exceso de patriotismo, sino porque las malas noticias hacían que las cosas se pusieran aún peor para ellos. No sabían como se podía lograr esto, pero estaban seguros de que así sería. No se equivocaban. Como aquella mañana era algo más fresca de lo usual, el desfile del lunes se retrasó hasta el mediodía, cuando la pista de entrenamiento, de ferroconcreto, se hubo calentado lo bastante como para producir el mayor número posible de desvanecimientos por el calor. Pero esto tan solo era el comienzo. Desde donde se encontraba Bill, en posición de firmes cerca del final, podía ver como se había montado la garita con aire acondicionado en la tribuna de revista. Eso significaba jefazos. La guarda del gatillo de su rifle atómico le hizo un agujero en el hombro, y una gota de sudor se formó y luego cayó desde la punta de su nariz. Por los rabillos de sus ojos podía ver un continuo movimiento mientras otros reclutas se derrumbaban, entre las apretadas filas, de a millares, y eran arrastrados por los enfermeros hasta las ambulancias que los esperaban. Una vez allí, se los ponía a la sombra de los vehículos hasta que revivían y podían ser devueltos a sus puestos en la formación.
Entonces la banda inició los compases de ¡ADELANTE, ESPACIONAUTAS, Y VENCERÉIS A LOS CHINGERS!, y la señal radiada a cada tacón de bota les hizo presentar armas al mismo tiempo, y los millares de rifles brillaron al sol. El vehículo de mando del general comandante, reconocible por las dos estrellas pintadas en él, se acercó a la garita de revista, y una pequeña y obesa figura se movió rápidamente por entre el horneado aire hasta el confort del recinto. Bill nunca lo había visto tan de cerca, al menos por delante, aunque en una ocasión, cuando regresaba a altas horas de su trabajo en la cocina, había visto al general metiéndose en su coche cerca del teatro del campo. Al menos, Bill pensó que lo era, pues lo único que había visto fue una rápida visión posterior. Por lo tanto, tenía una imagen mental del general que era la de una amplia parte posterior sobrepuesta a una figura similar a la de una hormiga. Pensaba en los oficiales en esos mismos términos generales, ya que, naturalmente, los reclutas no veían para nada a los oficiales durante su entrenamiento. Bill había podido dar una buena ojeada a un subteniente en cierta ocasión, cerca de la sala de los ordenanzas, y sabía que tenía rostro. Y también había contemplado a aquel oficial médico a no más de diez metros de distancia, cuando les había hablado sobre los peligros de las enfermedades venéreas, pero Bill había tenido la suerte de estar detrás de un poste y había podido dormirse en seguida.
Cuando la banda se calló, los altavoces antigravitatorios flotaron sobre las tropas y el general pronunció un discurso. No tenía nada que decir que importase a nadie, y lo cerró con el anuncio de que debido a las pérdidas en el campo de batalla su programa de entrenamiento sería acelerado, que era exactamente lo que se esperaban. Entonces la banda tocó algo más, y marcharon de regreso a los barracones, se cambiaron a sus ásperos uniformes de combate y marcharon, esta vez a paso ligero, hasta el campo de tiro, en donde dispararon sus rifles atómicos a réplicas en plástico de chingers que surgían de agujeros en el terreno. Su puntería era muy mala, hasta que Deseomortal Drang surgió de uno de los agujeros, y cada soldado cambió el tiro a automático y lo alcanzó con cada disparo de cada rifle, lo cual es realmente difícil. Entonces se disolvió el humo, y dejaron de dar gritos de júbilo y comenzaron a sollozar cuando vieron que tan solo era una réplica en plástico de Deseomortal, ahora hecha pedazos, y el original apareció tras ellos y rechinó sus colmillos y los castigó a todos con un mes de cocina.
— El cuerpo humano es una cosa maravillosa — dijo un mes más tarde Caliente Brown, mientras estaban sentados alrededor de una mesa en el Club de Tropa, comiendo salchichas embutidas en plástico y rellenas de barridos de carretera y bebiendo aguada cerveza tibia. Caliente Brown era un pastor de thoats de las llanuras, y era por eso por lo que le llamaban Caliente, ya que todo el mundo sabe lo que hacen los pastores de thoats con sus thoats. Era alto, delgado y de arqueadas piernas, y tenía la piel quemada hasta el color del cuero antiguo. Pero era un gran pensador, porque la única rosa que tenía en gran cantidad era tiempo para pensar. Podía albergar un pensamiento durante días, hasta semanas, antes de mencionarlo en voz alta, y mientras lo pensaba nada podía molestarle. Hasta dejaba que lo llamaran Caliente sin protestar, mientras que si se lo llamas a cualquier otro soldado te partirá la cara. Bill y Ansioso y los demás soldados del pelotón que se hallaban alrededor de la mesa aplaudieron y gritaron, como hacían siempre cuando Caliente decía algo.
— ¡Di algo más, Caliente!
— ¡Hablas… pensé que estabas muerto!
— ¡Sigue…! ¿Por qué es el cuerpo algo maravilloso?
Esperaron en expectante silencio, mientras Caliente conseguía romper un pedazo de su salchicha y, tras un inefectivo masticar, lo tragaba con un esfuerzo que constelaba sus ojos de lágrimas. Amenguó el dolor con un trago de cerveza y habló:
— El cuerpo humano es algo maravilloso porque, si no muere, vive.
Esperaron a por más, hasta que se dieron cuenta de que había terminado y entonces mugieron.
— Muchacho, eres un calenturiento.
— Preséntate para la escuela de suboficiales.
— Sí, pero… ¿qué es lo que eso significa?
Bill sabía lo que significaba, pero no lo dijo. Tan solo había en el pelotón la mitad de hombres de los que había en el primer día. Uno había sido transferido, pero todos los demás estaban en el hospital, o en el manicomio, o habían sido licenciados por conveniencia del gobierno ya que estaban demasiado tullidos para el servicio activo. O muertos. Los supervivientes, tras perder cada gramo de peso que no fuera hueso o los esenciales tejidos de conexión, habían recuperado el peso perdido en forma de músculos, y estaban ahora totalmente adaptados a los rigores del Campo León Trotsky, aunque seguían odiándolo. Bill se maravillaba de la eficiencia del sistema. Los civiles tenían que preocuparse de exámenes, escalafones, planes de retiro, ascensos, y un millar de otros factores que limitaban su eficiencia como trabajadores. ¡Pero qué fácilmente lo solucionaban los militares! Simplemente mataban a los más débiles y usaban a los supervivientes. Respetaba al sistema, aunque seguía odiándolo.
— ¿Sabéis lo que necesito? — dijo Horroroso Ugglesway — Necesito una mujer.
— No digas obscenidades — dijo rápidamente Bill, al que habían educado tal y como debía ser.
— ¡No estoy diciendo obscenidades! — gimoteó Horroroso —. No es como si dijera: Quiero reengancharme, o pienso que Deseomortal es humano, ni nada de eso. Tan solo he dicho que necesito una mujer. ¿Acaso no la necesitamos todos?
— Yo necesito un trago — dijo Caliente Brown, mientras daba un largo sorbo a su vaso de cerveza deshidratada y reconstruida, se estremecía, y la escupía entre sus dientes en un largo chorro hasta el concreto, de donde se evaporó inmediatamente.
— Afirmativo, afirmativo — aceptó Horroroso, agitando su cara llena de granos arriba y abajo —. Necesito una mujer y un trago. — Su gemido se hizo casi suplicante —. Después de todo, ¿qué otra cosa puede desear un soldado además de licenciarse?
Pensaron acerca de ello durante largo rato, pero no pudieron hallar ninguna otra cosa que deseasen realmente. Ansioso Beager sacó la cabeza de debajo de la mesa, donde estaba escondido limpiando una bota, y dijo que deseaba más crema, pero lo ignoraron. Hasta el mismo Bill, ahora que empleaba su mente en ello, no podía pensar en nada que desease realmente fuera de ese par de cosas inextricablemente unidas. Trató de pensar concentradamente en cualquier otra cosa, ya que tenía vagas memorias de haber deseado algo más cuando había sido civil, pero nada le vino a la mente.
— Je, je, tan solo faltan siete semanas para que nos den nuestro primer pase — dijo Ansioso bajo la mesa. Y entonces chilló cuando todos lo patearon a un tiempo.
Pero por lento que se arrastrase el tiempo subjetivo, los calendarios objetivos seguían operando, y las siete semanas pasaron y se eliminaron a sí mismas una tras otra. Atareadas semanas repletas de todos los cursos esenciales de entrenamiento de reclutas: prácticas con la bayoneta, entrenamiento con armas ligeras, inspección de armas cortas, esberizamiento, charlas de orientación, movimientos con armas, cantos comunales, y los Artículos del Código de Guerra. Estos últimos eran leídos con aterradora regularidad dos veces por semana, y eran una absoluta tortura a causa de la intensa somnolencia que ocasionaban. Al primer zumbido de la gastada voz monótona de la grabadora, las cabezas comenzaban a inclinarse. Pero cada asiento del auditorio estaba conectado a un encefalógrafo que registraba las ondas cerebrales del soldado. Tan pronto como la curva de la onda Alfa indicaba la transición de la conciencia a la somnolencia, una poderosa descarga de electricidad era disparada contra los adormecidos fondillos, despertando dolorosamente a su propietario. El húmedo auditorio era una mal iluminada cámara de torturas, repleta de la ronroneante voz aburrida, interrumpida por los agudos chillidos de los electrificados, el mar de los cabeceantes soldados, punteado aquí y allá por figuras saltando dolorosamente.
Nadie escuchaba nunca las terribles ejecuciones y sentencias de los Artículos para los más inocentes crímenes. Todo el mundo sabía que había abandonado sus derechos humanos al alistarse, y el recordatorio de todo lo que habían perdido no les interesaba en lo más mínimo. Lo que realmente les interesaba era contar las horas hasta el momento en que recibirían su primer pase. El ritual por el que esta recompensa era reticentemente entregada era humillante en forma poco común, pero ya se esperaban eso y, simplemente, bajaban la vista y seguían en la fila, dispuestos a sacrificar cualquier migaja que aún les restase de su autorespeto a cambio del arrugado trozo de plástico. Terminado el rito, había carreras hasta el tren monorraíl cuya vía colgaba de los pilares cargados eléctricamente, corriendo por encima de las alambradas de diez metros de alto, cruzando los terrenos de arenas movedizas y llegando hasta la pequeña ciudad agrícola de Leyville.
Al menos había sido una ciudad agrícola antes de que se edificase el Campo León Trotsky, y esporádicamente, en las horas en que los soldados no estaban de paseo, seguía su tradicional inclinación agrícola. El resto del tiempo se cerraban los almacenes de grano y alimentos, y se abrían los bares y prostíbulos. Muchas veces los mismos edificios eran utilizados para ambas misiones. Se bajaba una palanca cuando descendía en la estación el primero de los soldados, y los depósitos de grano se convertían en camas, las dependientas en prostitutas, y los cajeros mantenían su función, aunque los precios subían, mientras los mostradores eran llenados de vasos para servir como bares. Fue en uno de estos establecimientos, un salón de pompas fúnebres transformado en bar, en donde entraron Bill y sus amigos.
— ¿Qué será, muchachos? — les dijo el propietario del Bar y Grill del Descanso Final.
— Un doble de líquido embalsamador — le dijo Caliente Brown.
— Sin bromas — dijo el dueño, mientras su sonrisa se desvanecía por un segundo, tomando una botella en la que el brillante letrero VERDADERO WHISKY había sido engomado sobre el grabado en el cristal LÍQUIDO EMBALSAMADOR —. Si hay problemas, llamaré a los PM. — La sonrisa regresó cuando el dinero cayó sobre el mostrador —. Decidme qué veneno queréis, caballeros.
Se sentaron alrededor de una larga y estrecha mesa tan gruesa como ancha, con asas de bronce a ambos lados, y dejaron que el bendito descanso del alcohol etílico se abriera camino por entre el polvo que llenaba sus gargantas.
— Nunca bebí antes de entrar en el ejército — dijo Bill, tragándose cuatro dedos completos del Viejo Matarriñones y poniendo el vaso para que le sirvieran más.
— Nunca tuviste necesidad — le dijo Horroroso, sirviéndole.
— Seguro que no — afirmó Caliente Brown, paladeando con gusto y llevándose de nuevo una botella a los labios.
— Je, je — rió Ansioso Beager, sorbiendo dubitativo el borde de su vaso —. Sabe como un tinte hecho con azúcar, serrín, diversos ésteres y cierto número de alcoholes nocivos.
— Bebe — dijo Caliente incoherentemente, sin apartar los labios del gollete de la botella —. Todo eso es bueno para tu salud.
— Ahora quiero una mujer — dijo Horroroso; y se produjo una carrera, y todos se apretujaron en la puerta tratando de salir al mismo tiempo, hasta que alguien gritó: ¡Mirad!, y se giraron para ver a Ansioso aún sentado ante la mesa.
— ¡Mujeres! — dijo Horroroso entusiásticamente, con el tono de voz en que uno dice: ¡Comida! cuando llama a un perro. El grupo de hombres se agitó en la puerta y golpeó con los pies. Ansioso no se movió.
— Je, je… Creo que me quedaré aquí — dijo, con su sonrisa tan simple como siempre —. Pero vosotros podéis ir.
— ¿No te sientes bien, Ansioso?
— Me siento bien.
— ¿Acaso no has llegado a tu pubertad?
— Je, je…
— ¿Qué es lo que vas a hacer aquí?
Ansioso buscó debajo de la mesa un macuto. Lo abrió para mostrarles que estaba repleto de grandes botas púrpuras.
— Pensé ponerme al día con mi limpieza.
Caminaron lentamente por la acera de madera, silenciosos por el momento.
— Me pregunto si hay algo que no funciona en Ansioso — dijo Bill, pero nadie le respondió. Estaban mirando a lo largo de la calle, a un cartel brillantemente iluminado que emitía un atractivo resplandor.
EL DESCANSO DEL ESPACIONAUTA, decía, STRIP-TEASE CONTINUO y LAS MEJORES BEBIDAS, y aún mejor HABITACIONES PRIVADAS PARA LOS INVITADOS Y SUS AMIGOS. Caminaron más de prisa. La fachada del Descanso del Espacionauta estaba cubierta por escaparates a prueba de golpes llenos de fotos tridimensionales de las artistas completamente vestidas (triangulito y dos estrellas), y más allá otras de las mismas desnudas (sin triangulito y con las estrellas caídas). Bill hizo acallar los rápidos jadeos señalando a un pequeño rótulo casi perdido entre el tumescente tesoro de glándulas mamarias.
SOLO PARA OFICIALES, decía.
— Largo — chirrió un PM, empujándolos con su porra electrónica. Se arrastraron alejándose.
El siguiente establecimiento admitía a hombres de todas las clases sociales, pero la entrada era de setenta y siete créditos, más de lo que tenían entre todos ellos. Después de esto, los SOLO PARA OFICIALES comenzaban de nuevo, hasta que terminaba el pavimento y todas las luces estaban tras ellos.
— ¿Qué es eso? — preguntó Horroroso al oír el sonido de voces murmurando desde una cercana calle oscura; y mirando de cerca pudieron ver una línea de soldados que se extendía hasta perderse de vista en una distante esquina —. ¿Qué es esto? — le preguntó al último de la cola.
— La casa de las fulanas de los soldados. Y no trates de colarte, chaval. A la cola, a la cola.
Se unieron a ella instantáneamente, y Bill quedó el último, pero no por mucho rato. Fueron avanzando lentamente, y otros soldados aparecieron y formaron cola tras ellos. La noche era fría, y tomó muchos tragos revitalizadores de su botella. Se oían pocas conversaciones, y hasta estas morían al irse aproximando a la puerta iluminada con luz roja. Se abría y cerraba a intervalos regulares, y uno a uno los amigos de Bill se introdujeron. Entonces llegó su turno, y la puerta empezó a abrirse, y él comenzó a adelantarse, y las sirenas comenzaron a chillar, y un enorme PM de gruesa tripa saltó entre Bill y la puerta.
— Llamada de emergencia. ¡De vuelta a la base! — ladró.
Bill aulló un estrangulado gruñido de frustración, y saltó hacia adelante. Pero un golpecito de la porra electrónica lo volvió con los demás. Se lo llevaron medio atontado entre la masa de cuerpos, mientras las sirenas gemían, y la aurora artificial en el cielo formaba las palabras: ¡A LAS ARMAS! en letras llameantes de dos centenares de kilómetros de largo cada una. Alguien extendió una mano, sosteniendo a Bill cuando comenzaba a caer bajo las botas púrpura. Era su compañero, Horroroso, que mostraba una sonrisa de satisfacción, y por ello lo odió y trató de golpearle. Pero antes de que pudiera alzar el puño se vieron introducidos en el vagón del monorraíl, lanzados a través de la noche y escupidos de vuelta en el Campo León Trotsky. Olvidó su irritación cuando las engarfiadas pezuñas de Deseomortal Drang lo arrancaron de la multitud.
— Empaquen los macutos — carraspeo —. Van a partir.
— No pueden hacernos eso… No hemos terminado nuestro entrenamiento.
— Pueden hacer lo que quieran, y normalmente lo hacen. Se acaba de combatir una gloriosa batalla espacial hasta su victoriosa conclusión. Y han habido cuatro millones de bajas, con una aproximación de algunos centenares de miles. Se necesitan reemplazos, y esos sois vosotros. Preparaos para embarcar en los transportes inmediatamente, o antes.
— No podemos… ¡No tenemos equipo espacial! La intendencia…
— Todo el personal de intendencia ya ha sido embarcado.
— La comida…
— Los cocineros y los pinches ya están en el espacio. Esta es una emergencia. Todo el personal no esencial está siendo enviado. Probablemente a su muerte — se acarició un colmillo, y los inundó con una horrible sonrisa —. Mientras, yo permaneceré aquí, en tranquila seguridad, para entrenar a vuestros reemplazos.
El tubo de llegada hizo un sonido apagado y, mientras abría la cápsula del mensaje y leía su contenido, su sonrisa se hizo lentamente pedazos.
— Me embarcan también a mí — dijo con voz hueca.
86.672.890 reclutas habían sido ya embarcados para el espacio desde el Campo León Trotsky, así que el proceso era automático y funcionaba perfectamente, aunque esta vez se estaba devorando a sí mismo, como una serpiente que se traga su propia cola. Bill y sus compañeros fueron el último grupo de reclutas enviado, y la serpiente comenzó a digerirse a sí misma justo tras ellos. Apenas se les hubo arrebatado su naciente barba y los hubieron despiojado en el despiojador ultrasónico, los barberos se lanzaron unos contra otros y en un amasijo de brazos, rizos de pelo, trozos de bigote, pedazos de carne y gotas de sangre, se afeitaron y cortaron el pelo unos a otros, y luego arrastraron al operador tras ellos en la cámara ultrasónica. Los enfermeros se inocularon a sí mismos inyecciones contra la fiebre de los cohetes y los constipados espaciales, los oficinistas se hicieron a sí mismos libretas de paga y los cargadores se empujaron a patadas unos a otros por las rampas que subían hasta los transbordadores. Los cohetes ardían, dejando columnas de fuego como lenguas escarlatas que lamieran las torres de lanzamiento, quemando las rampas en un bello espectáculo pirotécnico ya que los operadores de las rampas también estaban a bordo. Las naves rugieron y produjeron ecos en el cielo de la noche, dejando al Campo León Trotsky convertido en una silenciosa ciudad fantasma en la que pedazos de órdenes del día y listas de castigo se agitaban y volaban desde los tablones de anuncios, bailando a través de las abandonadas calles para chocar finalmente contra las ruidosas y encendidas ventanas del Club de Oficiales, en el que se estaba desarrollando una fenomenal borrachera, aunque hubiera muchas quejas puesto que los oficiales tenían que servirse a sí mismos.
Arriba y arriba subieron los transbordadores, hacia la gran flota de naves del espacio profundo que oscurecía las estrellas de encima, una nueva flota, la más poderosa que la galaxia hubiera visto jamás, de hecho tan nueva que las naves estaban aún siendo construidas. Los sopletes brillaban en cegadores puntos de luz, mientras los ribetes al rojo describían sus trayectorias planas por el espacio hasta los cestos que los esperaban. Los puntos de luz morían a medida que los monstruos de los mares espaciales eran completados, y se oían apagados chillidos en la longitud de onda de las radios de los trajes espaciales cuando los obreros, en lugar de ser devueltos a los astilleros, eran forzosamente reclutados al servicio de la nave que acababan de construir. Esto era una guerra total. Bill se tambaleó a lo largo del cimbreante tubo de plástico que conectaba el transbordador a un acorazado espacial, y dejó caer sus macutos frente a un suboficial que se sentaba tras un escritorio en la compuerta, del tamaño de un hangar. O trató de dejarlos caer, puesto que al no haber gravedad los macutos se quedaron en medio del aire, y cuando los empujó fue él quien se elevó. (Puesto que un cuerpo, cuando está cayendo libremente, se dice que está en caída libre, y cualquier cosa con peso no tiene peso, y por cada acción hay una igual pero opuesta reacción, o algo así) El suboficial miró hacia arriba, farfulló, y tiró de Bill, bajándolo a cubierta.
— No toleraré ninguno de esos trucos de novato espacial, soldado. ¿Nombre?
— Bill, con elle.
— Bil — murmuró el suboficial, chupando el plumín de su estilográfica. Y luego escribió el nombre en la lista de embarque con grandes letras de analfabeto —. La elle es tan solo para los oficiales, chalado… a ver si lo aprendes. ¿Cuál es tu clasificación?
— Recluta, sin cualificar, sin entrenar, con mareo espacial.
— Bueno, no vomites aquí. Para eso tienes tu recinto. Ahora eres un especialista en fusibles de sexta clase, sin cualificar. Quedas asignado al compartimiento 34 J-89T-001. Muévete, y mantén ese saco de patatas sobre tu cabeza.
No bien hubo encontrado Bill su compartimiento y lanzado los macutos sobre una litera, en donde flotaron a quince centímetros por encima de la colchoneta rellena de rocas, cuando Ansioso Beager entró, seguido de Caliente Brown y una multitud de extraños, algunos de los cuales llevaban sopletes y expresiones de irritación.
— ¿Dónde está Horroroso y el resto del pelotón? — preguntó Bill.
Caliente se alzó de hombros y se ató a una litera para echar un sueñecito. Ansioso abrió una de las seis bolsas que siempre llevaba encima y sacó algunas botas para limpiar.
— ¿Estáis salvados? — una voz profunda, vibrante de emoción, sonó en el otro extremo del compartimiento. Bill miró hacia allí, asombrado, y el enorme soldado que se encontraba allí apercibió el movimiento y apuntó hacia él un inmenso dedo —. Tú, hermano, ¿estás salvado?
— Eso es bastante difícil de decir — murmuró Bill, inclinándose y rebuscando en su macuto, esperando a que el hombre se largase. Pero no lo hizo. En realidad, se acercó y se sentó en la litera de Bill. Bill trató de ignorarlo, pero esto era difícil, porque el soldado tenía más de un metro ochenta de altura, era musculoso y tenía una mandíbula de acero. Gozaba de una negra piel purpúrea que le hizo sentir un poco de envidia a Bill, ya que la suya tan solo era de un gris rosáceo. Como el uniforme de a bordo del soldado tenía casi la misma tonalidad de negro, parecía de una sola pieza, lo cual era muy efectivo con su abierta sonrisa y su aguda mirada. — Bienvenido a bordo del Fanny Girl — dijo, y con un amistoso apretón de manos desencajó la mayor parte de los huesos de los nudillos de Bill —, esta vieja nave de la flota comisionada hace casi una semana. Yo soy el reverendo especialista en fusibles de sexta clase Tembo, y veo por el grabado de tu macuto que te llamas Bill, y como somos compañeros, por favor, Bill, llámame Tembo. Y, ¿cuál es la condición de tu alma?
— No he tenido muchas oportunidades de pensar en eso últimamente…
— Pienso que no, puesto que vienes del entrenamiento de reclutas, y el atender a una capilla durante ese entrenamiento se castiga con una corte marcial. Pero todo eso ya pasó, y ahora puedes ser salvado. ¿Puedo preguntarte si eres de la fe…?
— Mi familia eran Zoroastrianos Fundamentalistas, así que supongo que…
— Supersticiones, muchacho. Vulgares supersticiones. Ha sido la mano del destino la que nos ha reunido en esta nave, para que tu alma tenga esta oportunidad de ser salvada del oscuro abismo. ¿Has oído hablar de la Tierra?
— Me gustan las comidas sencillas…
— Es un planeta, muchacho: la cuna de la raza humana. El hogar del que todos venimos, ¿comprendes? Un mundo verde y hermoso, una joya en el espacio.
Tembo había sacado un pequeño proyector de su bolsillo mientras hablaba, y una imagen multicolor apareció en la mampara, un planeta flotando artísticamente en el vacío, rodeado de blancas nubes. Repentinamente, fieros rayos surgieron de las nubes, y todo esto hirió e hirvió mientras grandes cicatrices aparecían el en el planeta de abajo. Del microscópico altavoz surgió débil sonido de los truenos —. Pero las guerras estallaron entre los hijos del hombre, y se golpearon unos a otros con las energías atómicas hasta que la misma Tierra gimió, y cuando los relámpagos finales enorme fue el holocausto se apagaron la muerte reinaba en el norte, la muerte reinaba en el oeste, la muerte reinaba en el este, muerte, muerte, muerte.
— ¿Te das cuenta de lo que eso significa? — la voz de Tembo era elocuente en su sentimiento, y quedó suspendida por un instante a medio vuelo, esperando la respuesta a su pregunta catequista.
— No estoy seguro — dijo Bill, rebuscando sin objetivo en su macuto —. Yo vengo de Phigerinadon II, es un sitio tranquilo…
— ¡La muerte no reinaba en el Sur! Y ¿por qué fue salvado el Sur?, te preguntarás. Y la respuesta es: porque fue deseo de Samedi que todos los falsos profetas y las falsas religiones y los falsos dioses fueran borrados del rostro de la Tierra de forma que tan solo quedase la verdadera fe. La Primera Iglesia Reformada Vudú…
Sonó el cráneo humano de tal generala, una aullante alarma calculada para producir una frecuencia resonante en se hallara en forma que el hueso vibrase como si la cabeza el interior de una tremenda campana, y los ojos se desenfocasen con cada sonido. Hubo un correteo hacia el corredor, en donde el horrible sonido no era tan intenso y en donde los suboficiales estaban esperando para llevarlos a sus puestos. Bill siguió a Ansioso Beager, subiendo por una aceitosa escalera hasta llegar a la compuerta en el piso de la sala de fusibles. Grandes hileras de fusibles se extendían por todos lados, mientras de la parte superior de las hileras surgían cables del grosor de un brazo que subían hasta el techo y desaparecían en él. Frente a las hileras, regularmente espaciados, se veían unos agujeros redondos de más de un palmo de diámetro.
— Mis frases iniciales serán breves: si alguno de vosotros me crea problemas, yo personalmente lo tiraré de cabeza por el más cercano conducto de fusibles — un grasiento índice apuntó a uno de los agujeros del piso, y reconocieron la voz de su nuevo dueño. Era más bajo y más ancho y más grueso de tripa que Deseomortal, pero existía una semejanza genérica que era inconfundible —. Soy el especialista en fusibles de primera clase Bilis. Os cogeré a vosotros, repugnantes y los echaré por el conducto de fusibles más cercano. Esta es una especialidad altamente especializada y eficientemente técnica, que usualmente se tarda un año en enseñar a un hombre inteligente, pero esto es la guerra, así que vais a aprenderlo a hacerlo ahora, o de lo contrario… Os haré una demostración. Tembo, al frente y al centro. Toma el tablero 19J-9, está fuera de circuito ahora.
Tembo golpeó los tacones y se colocó en rígido firmes frente al tablero. Extendiéndose a ambos lados de él, se hallaban los fusibles, cilindros de cerámica blanca recubiertos en ambas extremidades por metal. Cada uno de un palmo de diámetro, un metro y medio de alto, y pesando treinta y cinco kilos. Había una banda roja rodeando el centro de cada fusible. El primera clase Bilis golpeó una de esas bandas.
— Cada fusible tiene una de estas bandas rojas que se llama una banda de fusibles y es de color rojo. Cuando el fusible se quema, esta banda se vuelve negra. No espero que os acordéis de todo eso ahora, pero está en vuestro manual, y os lo vais a saber al pie de la letra antes de que haya acabado con vosotros, o de lo contrario… Ahora os demostraré lo que pasará cuando se queme un fusible. Tembo: ¡ese es un fusible fundido! ¡Ar!
— ¡Uggg! — chilló Tembo, y saltó sobre el fusible y lo cogió con ambas manos —. ¡Uggg! — dijo de nuevo, y lo arrancó de los bornes. Y de nuevo —: ¡Uggg! — cuando lo dejó caer por el conducto de fusibles. Entonces, aún ugggeando, sacó un fusible nuevo de las hileras de almacenamiento y lo colocó en su lugar, y con un uggg final se puso de nuevo firmes.
— Y así es como se hace: por tiempos, en la forma militar. Y lo vais a aprender, o de lo contrario… — sonó un apagado zumbido, atravesando el aire como un eructo mal contenido —. Eso es la llamada a rancho, así que os dejaré que vayáis, y mientras estéis comiendo pensad en todo lo que vais a tener que aprender. ¡Rompan filas!
Otros soldados iban ya por el corredor, y los siguieron a las entrañas de la nave.
— Je, je… ¿Creéis que la comida será algo mejor que la del campamento? — preguntó Ansioso, lamiéndose excitadamente los labios.
— Es completamente imposible que sea peor — dijo Bill, cuando se unieron a una cola que llegaba hasta una puerta marcada Comedor Consolidado Nº 2 —. Cualquier cambio será para mejorar. Después de todo… ¿no somos ahora soldados en campaña? Tenemos que estar bien alimentados para el combate, según dice el manual.
La cola se movió hacia adelante con una dolorosa lentitud, pero en menos de una hora se hallaron en la puerta. Tras ella, un cansado soldado de cocina vestido con un mono grasiento y manchado de jabón le entregó a Bill una jarra de plástico amarillo de un cajón situado frente a él. Bill siguió hacia adelante, y cuando el soldado frente a él se apartó se encontró con una pared desnuda de la que emergía un único grifo sin llave. Un grueso cocinero que se hallaba junto a él, vistiendo un enorme gorro blanco de cocinero y una camiseta sucia, le indicó que se adelantase con la cuchara sopera que llevaba en la mano.
— Vamo', vamo', ¿no ha com'ío nunca? 'A jarra bajo e' grifo, 'a chapa en e' bujero, ¡venga ya!
Bill puso la jarra tal y como se lo había ordenado, y se fijó en una delgada ranura en la pared metálica, justamente a la altura de la vista. Su placa de identificación le colgaba del cuello, y la introdujo en la ranura. Algo hizo bzzz, y un delgado chorro de fluido amarillento salió a borbotones, llenando a medias el recipiente.
— ¡El siguiente! — chilló el cocinero. Y empujó a Bill, para que Ansioso pudiera tomar su lugar.
— ¿Qué es esto? — preguntó Bill, contemplando la jarra.
— ¿Qué é' é'to? — se irritó el cocinero, poniéndose de un brillante color rojo ¡E'to é' tu com'ía, so idiota! E'to é' un agua absolutamente químicamente pura, en la que é'tan disue'to 18 aminoácido', 16 vitamina', 11 sale' minerale', u' ester ácido y glucosa, ¿Qué otra cosa e'peraba'?
— ¿Comida…? — dijo esperanzado Bill; y entonces lo vio todo rojo, cuando la cuchara sopera le golpeó la cabeza —. ¿Podrían dármela sin el ester ácido? — preguntó confiadamente, pero lo empujaron de vuelta al corredor, en donde se le unió Ansioso.
— Je, je — dijo Ansioso —, esto tiene todos los elementos nutritivos necesarios para mantener indefinidamente la vida. ¿No es maravilloso?
Bill sorbió su jarra y luego suspiró trémulamente.
— Mira esto — le dijo Tembo; y cuando Bill se dio la vuelta una imagen proyectada apareció en la pared del corredor. Mostraba un firmamento con nubes sobre las que parecían flotar pequeñas figuras —. El infierno te espera, muchacho, a menos que seas salvado. Da la espalda a tus creencias supersticiosas y acógete en la Primera Iglesia Vudú Reformada, que te abre los brazos; entra en su seno, y hallarás tu lugar en el cielo a la diestra de Samedi. Estarás allí sentado con Mondongué y Bakalú y Zandor, que saldrán a recibirte.
La escena proyectada cambió, las nubes se acercaron, mientras del pequeño altavoz surgía el débil sonido de un coro celestial con acompañamiento de tambores. Ahora las figuras podían ser vistas claramente, todas ellas de piel muy negra y túnicas blancas, de cuya espalda surgían grandes alas negras. Se sonreían y saludaban unas a otras cuando se cruzaban sus nubes, mientras cantaban entusiásticamente y golpeaban los pequeños tam-tams que llevaba cada una. Era una hermosa escena, y los ojos de Bill se nublaron un tanto.
— ¡Atención!
La aullante tonalidad produjo ecos en las paredes, y los soldados echaron atrás los hombros, juntaron los tacones y miraron al frente. El coro celestial se desvaneció cuando Tembo volvió a meterse el proyector en el bolsillo.
— Descansen — ordenó el primera clase Bilis, y al girarse lo vieron guiando a dos PM con pistolas empuñadas que actuaban como guardaespaldas de un oficial. Bill sabía que era un oficial porque habían tenido un curso de Identificación de Oficiales, además de porque en la parel de la letrina había un cartel titulado CONOCE A TUS OFICIALES, y había tenido larga oportunidad de estudiarlo durante un inicio de epidemia de amebiasis. Su mandíbula cayó cuando el oficial se acercó lo bastante como para poderlo tocar, y se detuvo frente a Tembo.
— Especialista en fusibles de sexta clase Tembo, tengo buenas noticias para usted. En dos semanas se termina su período de siete años de alistamiento y, dado su excelente comportamiento, el capitán Zekial ha autorizado que le doblemos la paga de despedida, un licenciamiento honorable con banda de música, y el transporte gratuito de regreso a la Tierra.
Tembo, relajado y firme, miró hacia abajo, al diminuto teniente del bigotito rubio que se encontraba frente a él.
— Eso será imposible, señor.
— ¡Imposible! — chirrió el teniente, balanceándose sobre sus botas de tacón alto —. ¡¿Quién es usted para decirme a mí lo que es imposible…?!
— No soy yo, señor — le respondió Tembo con la mayor calma —. La regla 13-9A, párrafo 45, página 8923, volumen 43, de las Reglas, Regulaciones y Artículos de Guerra. Ningún soldado u oficial será licenciado, a menos que lo sea con deshonor, comportando sentencia de muerte, de una nave, puesto, base, campo, buque, avanzadilla o campo de trabajo, en tiempo de emergencia…
— ¿Es usted un leguleyo, Tembo?
— No, señor. Soy un leal soldado, señor. Tan solo quiero cumplir con mi deber, señor.
— Hay algo muy raro en usted, Tembo. Vi en su ficha que se alistó voluntariamente, sin necesidad de que usaran drogas y/o hipnotismo. Ahora, rehúsa ser licenciado. Eso es malo, Tembo, muy malo. Le da a usted un mal nombre. Le hace aparecer como sospechoso. Le hace aparecer como espía o algo similar.
— Soy un leal soldado del Emperador, señor, y no un espía.
— No es ningún espía, Tembo, ya hemos estudiado eso concienzudamente. Pero ¿por qué está en el ejército, Tembo?
— Para ser un leal soldado del Emperador, señor, y para hacer todo lo que pueda en la difusión de la fe. ¿Está usted salvado, señor?
— ¡Vigile su lengua, soldado, o se meterá en líos! Sí, conocemos esta historia, reverendo. Pero no nos la creemos. Es usted muy astuto, pero ya lo averiguaremos… — se marchó, murmurando para sí mismo, y todos se pusieron firmes hasta que hubo desaparecido. Los otros soldados miraron a Tembo en forma extraña, y no se sintieron confortables hasta que también se hubo ido. Bill y Ansioso regresaron lentamente a su camarote.
— ¡Se negó a aceptar que lo licenciaran…! — murmuró asombrado Bill.
— Je, je — dijo Ansioso —. Tal vez esté loco. No se me ocurre otra explicación.
— Nadie puede estar tan loco — y luego —: Me pregunto que habrá aquí dentro — señalando una puerta con un gran cartel que decía PROHIBIDA LA ENTRADA AL PERSONAL NO AUTORIZADO.
— Je, je… No sé… ¿No será comida?
Se introdujeron inmediatamente y cerraron la puerta tras ellos. Pero no había comida allí. En lugar de ello, se hallaron en una amplia cámara con una pared curvada, mientras que, pegados a esta pared, se veían complicados aparatos con medidores, esferas, controles, palancas, conmutadores, una pantalla visora y un tubo de escape. Bill se inclinó y leyó la placa del aparato más cercano:
— Cañón atómico tipo IV. ¡Y fíjate que tamaño tienen! Esta debe ser la batería principal de la nave. — Se dio la vuelta y vio que Ansioso estaba con el brazo levantado, de forma que su reloj de muñeca apuntaba a los cañones, y estaba apretando la corona con el dedo índice de la otra mano.
— ¿Qué es lo que estás haciendo? — le preguntó Bill.
— Je, je… miraba qué hora era.
— ¿Cómo puedes saber qué hora es si tienes la correa hacia la vista y el reloj en el otro lado?
Se oyeron pisadas a lo lejos en la larga sala de cañones, y recordaron el letrero de la puerta. En un instante la habían atravesado de nuevo, y Bill la cerró silenciosamente. Cuando se giró, Ansioso Beager había desaparecido, así que tuvo que regresar solo al camarote. Ansioso había regresado antes y estaba atareado limpiando las botas de sus compañeros, y no levantó la vista cuando entró Bill.
Pero, ¿qué era lo que había estado haciendo con su reloj?
Esta pregunta estuvo molestando a Bill durante todo el tiempo de los días de su entrenamiento, en los que dolorosamente aprendían su tarea como especialistas en fusibles. Era un trabajo agotador y técnico que necesitaba de toda su atención, pero en los momentos libres Bill se preocupaba. Se preocupaba cuando hacían cola para el rancho, y se preocupaba durante los pocos momentos, cada noche, entre el instante en el que se apagaban las luces y el pesado descender del sueño sobre su fatigado cuerpo. Se preocupaba a cada momento que tenía, y perdía peso.
Perdía peso no porque se estuviera preocupando, sino por la misma razón por la que todos estaban perdiendo peso: la comida de la nave. Estaba estudiada para mantener la vida, y esto lo hacía. Pero nunca se había dicho qué tipo de vida iba a ser. Era una vida aburrida, hambrienta, de adelgazamiento. Y, sin embargo, Bill no se preocupaba por esto. Tenía un problema mayor y necesitaba ayuda. Tras el entrenamiento del domingo, a finales de su segunda semana, se quedó para hablar con el primera clase Bilis en vez de unirse a los demás en su trastabillante carrera hacia el comedor.
— Tengo un problema, señor…
— No eres el único, pero una sola inyección te lo curará, y nadie puede decir que es un hombre hasta que no lo ha pasado.
— No es ese tipo de problema. Me gustaría… ver… al capellán…
Bilis se quedó pálido y se derrumbó contra la pared.
— Ahora ya lo he oído todo — dijo débilmente —. Vete a comer y, si tú no lo cuentas, yo tampoco diré nada.
— Lamento esto, primera clase Bilis — dijo Bill enrojeciendo —, pero no puedo evitarlo. No es culpa mía el tener que verlo. Le podría haber pasado a cualquiera… — su voz murió, y se quedó mirando a sus pies, mientras frotaba una bota contra la otra. El silencio prosiguió hasta que finalmente habló Bilis, pero toda la camaradería había desaparecido de su voz.
— De acuerdo, soldado… Si es así como lo quiere. Pero espero que el resto de los muchachos no se enteren. No vaya a rancho y hágalo ahora: aquí tiene un pase — garabateó algo en un trozo de papel, y luego lo tiró con repugnancia al suelo, dándose la vuelta y marchándose mientras Bill se inclinaba humildemente para recogerlo.
Bill pasó a lo largo de compuertas de salto, de corredores, a lo largo de pasarelas, y subió escaleras. En el directorio de la nave, el capellán estaba marcado con el compartimiento 362-B de la cubierta 89, y finalmente Bill la encontró: una puerta metálica vulgar, ribeteada. Alzó la mano para golpear, mientras el sudor manaba en grandes gotas de su rostro y su garganta estaba seca. Sus nudillos sonaron huecos en el panel, y tras un período interminable se oyó una voz apagada del otro lado:
— Vale, vale… Tira adentro… Está abierto.
Bill entró, y se puso firme de un salto cuando vio al oficial que se hallaba tras el solitario escritorio que casi llenaba la pequeña habitación. El oficial, un cuarto teniente, aunque era joven, estaba quedándose rápidamente calvo. Se veían ojeras bajo sus ojos, y necesitaba afeitarse. Su corbata estaba mal anudada y muy arrugada. Continuó rebuscando entre los montones de papeles que llenaban el escritorio, tomándolos, cambiándolos de montón, apuntando cosas en algunos y echando otros a una atiborrada cubeta. Cuando movió uno de los montones, Bill vio un rótulo sobre la mesa que decía OFICIAL DE LAVANDERÍA.
— Excúseme, señor — dijo —, pero me he equivocado de oficina. Estoy buscando al capellán.
— Esta es la oficina del capellán, pero no entra de guardia hasta las 1300 horas, que es, como cualquiera puede saber, aún tan estúpido como parece ser usted, dentro de quince minutos.
— Gracias, señor. Volveré… — Bill se deslizó hacia la puerta.
— Se quedará y trabajará — el oficial alzó unos ojos sanguinolentos y cloqueó malévolamente —. Lo he cogido. Puede separar los informes sobre los pañuelos. He perdido seiscientos y tal vez estén por ahí. ¿Se cree que es fácil ser un oficial de lavandería? — lloriqueo autocompasivamente, y empujó un tambaleante montón de papeles hacia Bill, que comenzó a separarlos. Mucho antes de que hubiera terminado, resonó un zumbador que indicaba el cambio de guardia.
— ¡Lo sabía! — sollozó desesperado el oficial —. Este trabajo no se acaba nunca, se hace peor y peor. ¡Y usted se cree que tiene problemas! — Extendió una temblorosa mano y dio la vuelta al rótulo de la mesa. Por el otro lado decía CAPELLÁN. Entonces agarró la corbata y dio un tirón de ella, llevándola sobre su hombro derecho. La corbata estaba unida al cuello, y el cuello estaba colocado sobre rodamientos a bolas que corrían suavemente por un carril fijado a su camisa. Se oyó un suave chirrido mientras el cuello giraba, y entonces la corbata colgó fuera de la vista a su espalda y su cuello estaba ahora al revés, viéndose blanco y liso y frío al frente.
El capellán juntó sus dedos frente a él, bajó la vista y sonrió dulcemente.
— ¿Cómo puedo ayudarte, hijo?
— Pensé que usted era el oficial de lavandería — dijo Bill pasmado.
— Lo soy, hijo mío, pero esa es tan solo una de las cargas que caen sobre estos hombros. Hay muy poca necesidad de un capellán en estos tiempos perturbados, pero mucha de un oficial de lavandería. Hago lo que puedo por ser útil — inclinó humildemente la cabeza.
— Pero… ¿qué es lo que es usted? ¿Un capellán que pasa parte de su tiempo como oficial de lavandería o un oficial de lavandería que a ratos es capellán?
— Eso es un misterio, hijo mío. Hay algunas cosas que es mejor no conocer. Pero te veo turbado. ¿Puedo preguntarte si sigues la fe?
— ¿Qué fe?
— ¡Eso es lo que yo te pregunto a ti! — saltó el capellán, y por un momento se transformó en el oficial de lavandería —. ¿Cómo puedo ayudarte si no sé de qué religión eres?
— Zoroastriano Fundamentalista.
El capellán tomó una hoja plastificada de un cajón y pasó el dedo sobre ella.
— Z… z… zen… zodomita… zoroastriano fundamentalista reformado. ¿Es esto?
— Sí señor.
— Bien, no tendremos problemas con esto — dijo —. 21 52 25… — marcó rápidamente el número en un disco colocado en su escritorio y luego, con un gesto grandioso y un brillo evangélico en la mirada, barrió todos los papeles al suelo. Una maquinaria oculta zumbó por un momento, una parte del tablero del escritorio se hundió, y reapareció un momento más tarde portando una caja de plástico negro decorada con toros dorados, rampantes —. Excúsame un momento — dijo el capellán, abriendo la caja.
Primero desenrolló un largo trozo de tela blanca en la que estaban bordados los mismos tonos dorados, colocándosela al cuello, luego puso un grueso libro forrado en piel al lado de la caja, y más tarde dispuso sobre esta dos toros metálicos con los lomos ahuecados. En uno de ellos vertió agua destilada de un botellón de plástico, y en el otro aceite aromático, que encendió. Bill contempló aquel ritual familiar con creciente felicidad.
— Es realmente afortunado — dijo Bill — que también usted sea zoroastriano. Me hace más fácil el hablar con usted.
— No hay nada de afortunado en ello, hijo mío, tan solo una planificación inteligente — el capellán lanzó haoma en polvo sobre la llama, y la nariz de Bill se estremeció cuando el incienso drogado llenó con su olor la habitación —. Por la gracia de Ahura Mazdah soy un sacerdote ungido de zoroastro. Por el deseo de Alá un fiel mohecín del Islam, gracias a la intervención de Yavhé un rabí circunciso, etc., etc. — su benigno rostro se transformó con una mueca salvaje —. Y también, dado que hay déficit de oficiales, soy el maldito oficial de lavandería — su rostro se aclaró de nuevo —. Pero ahora tienes que contarme tu problema…
— Bien, no es fácil. Tal vez sea una estúpida sospecha por mi parte, pero me preocupa uno de mis compañeros. Hay algo extraño en él. No estoy seguro de saberme explicar…
— Ten confianza, hijo mío, y revélame tus más profundos sentimientos sin temor. Lo que oiga jamás saldrá de esta habitación, pues he jurado guardar el secreto en sagrada promesa de mi vocación. Descarga tu conciencia.
— Muy amable por su parte. Realmente, ya me siento mejor. Verá, este amigo mío siempre ha sido bastante raro: nos limpia las botas a todos, y se presenta voluntario para encargarse de las letrinas, y no le gustan las chicas.
El capellán asintió beatíficamente y se abanicó algo del incienso hacia su nariz.
— No veo nada en eso que deba preocuparse, parece ser un chico decente. ¿Pues no está escrito en el Vendidad que debemos ayudar a nuestros semejantes y tratar de compartir sus penas y no seguir a las prostitutas por las calles?
Bill hizo una mueca.
— Todo esto está muy bien para la escuela parroquias, pero no es la forma en que comportarse en el ejército. De cualquier forma, pensábamos que estaba loco y quizá fuera así… pero eso no es todo. Estuve con él en la cubierta de los cañones, y apuntó su reloj a estos y apretó la coronilla y escuché un click. Podría ser una cámara… Creo… ¡creo que es un espía chinger! — Bill se recostó en la silla respirando fuertemente y sudando. Había dicho las palabras fatales.
El capellán continuó cabeceando, sonriente, medio inconsciente por los vapores del haoma. Finalmente, surgió de su ensueño, se sonó, y abrió el grueso ejemplar del Avesta. Canturreó en persa antiguo un rato, lo cual pareció animarlo, y lo cerró de un golpe.
— ¡No levantarás falsos testimonios! — retumbó, clavando a Bill con una penetrante mirada y un índice acusador.
— No me comprende — sollozó Bill, agitándose en la silla —. Ha hecho todas esas cosas, lo vi usar el reloj. ¿Cómo puede llamar a esto ayuda espiritual?
— Tan solo fue un toque de atención, muchacho, un toque de la antigua religión para renovar tu sentido de culpa y volver a hacerte pensar en ir de nuevo regularmente a los servicios. ¡No has estado asistiendo a ellos!
— ¿Qué otra cosa podía hacer? Se nos prohíbe ir a la capilla durante el entrenamiento de reclutas.
— Las circunstancias no sirven de excusa, pero esta vez serás perdonado porque Ahura Mazdah es todo misericordioso.
— ¿Pero qué hay de mi compañero, el espía?
— Debes olvidarte de tus sospechas, no son dignas de un seguidor de Zoroastro. Este muchacho no debe sufrir por culpa de su natural inclinación a ser amistoso, a ayudar a sus camaradas, a mantenerse puro, a poseer un reloj defectuoso que hace click. Y además, si no te importa que introduzca un razonamiento lógico, ¿cómo podría ser un espía? Para ser un espía tendría que ser un chinger, y los chinger tienen dos metros diez de alto y cola. ¿Lo entiendes?
— Sí, sí — murmuró desolado Bill —. Ya pude imaginar esto por mí mismo… pero sigue sin explicarse todo…
— Me satisface a mí, y debe satisfacerte a ti. Creo que Arimán te ha poseído para hacerte pensar mal de tu camarada, y mejor será que hagas algo de penitencia y te unas a mí en una rápida oración antes de que el oficial de lavandería vuelva a estar de servicio.
Este ritual fue terminado rápidamente, y Bill ayudó a meter de nuevo las cosas en la caja, y la contempló desvanecerse en el interior del escritorio. Se despidió, y dio la vuelta para irse.
— Tan solo un momento, hijo — dijo el capellán con su más cálida sonrisa, extendiendo al mismo tiempo el brazo sobre su hombro para agarrar la corbata. Tiró de ella y el cuello giró, y mientras lo hacía la expresión beatifica desapareció de su rostro para ser reemplazada por un gruñido.
— ¿Dónde infiernos creía que se iba a ir, gusano? Vuelva a poner el culo sobre esta silla.
— Pe… pero… — tartamudeó Bill —, me dijo que podía irme.
— Eso es lo que dijo el capellán, y como oficial de lavandería no tengo nada que ver con él. Ahora, rápido: ¿cuál es el nombre de ese espía chinger que está escondiendo?
— Le hablé de eso bajo juramento…
— Se lo contó al capellán, y ese mantiene su palabra y no me lo ha dicho, pero tuve la suerte de oírlo — apretó un botón rojo en el panel de control —. Los PM ya vienen hacia aquí. Vale más que hable antes de que lleguen, gusano, o haré que lo aten al casco sin traje espacial, y que además no le dejen acercarse a la cantina en un año. ¿El nombre?
— Ansioso Beager — sollozó Bill, mientras afuera se oían pesados pasos y dos cascos rojos lograban introducirse en la pequeña habitación.
— Tengo un espía para vosotros, chicos — anunció el oficial de lavandería triunfalmente; y los PM rechinaron los dientes, aullaron en lo profundo de sus gargantas, y se lanzaron contra Bill. Este se desplomó bajo el asalto de puños y porras, y estaba cubierto de sangre antes de que el oficial de lavandería pudiera apartar a aquellos supermusculosos retardados mentales, aunque no logró evitar que se quedaran mirándolo con los ojos a no más de tres centímetros de él.
— No es este… — jadeó, y le tiró a Bill una toalla para que se secase parte de la sangre —. Este es nuestro informador, el leal y patriota héroe que delató a su compañero, de nombre Ansioso Beager, al que ahora atraparemos y encadenaremos para que pueda ser interrogado. Vamos.
Los PM llevaron a Bill entre ellos, y para cuando estuvieron en los alojamientos de los especialistas en fusibles el aire producido por su rápido paso le había hecho recuperarse un tanto. El oficial de lavandería abrió la puerta tan solo lo bastante como para introducir la cabeza.
— ¡Hola, chavales! — dijo alegremente —. ¿Está aquí Ansioso Beager?
Ansioso levantó la vista de la bota que estaba limpiando, saludando con la mano y sonriendo.
— Ese soy yo… je, je…
— ¡A por él! — explotó el oficial de lavandería, saltando a un lado y señalando acusadoramente. Bill se echó al suelo cuando los PM lo soltaron y entraron atronando en el compartimiento. Para cuando logró volver a ponerse en pie, Beager estaba en el suelo, esposado y encadenado de pies y manos, pero aún sonriendo.
— Je, je… ¿También queréis que os limpie las botas?
— No consentiré insolencias de un sucio espía — raspó el oficial de lavandería, abofeteando la ofensiva sonrisa. O al menos trató de abofetear la ofensiva sonrisa, pero Beager abrió su boca y mordió la mano que lo golpeaba, apretando con tal fuerza que el oficial no pudo apartarla —. ¡Me ha mordido! — aulló el hombre, y trató desesperadamente de liberarse. Ambos PM, cada uno de ellos esposado a un brazo del prisionero, alzaron sus porras y le dieron una soberana paliza.
En aquel momento, la tapa de los sesos de Ansioso Beager saltó.
Si esto hubiera ocurrido en cualquier otro momento, se hubiera considerado el hecho como poco usual, pero, al suceder en aquel instante, fue espectacularmente poco usual, y todos ellos, Bill incluido, se quedaron con la boca abierta cuando un lagarto de quince centímetros de alto saltó del abierto cráneo hasta el suelo, donde hizo una abolladura bastante grande al golpearlo. Tenía cuatro pequeños brazos, una larga cola, una cabeza similar a la de un pequeño cocodrilo, y era de un brillante color verde. Parecía ser exactamente igual a un chinger, solo que tenía menos de un palmo de alto en vez de tener más de dos metros.
— Todos los guarros humanos oléis mal — dijo en una débil imitación de la voz de Ansioso Beager — Los chingers no sudamos. ¡Vivan los chingers! — cargó a través del compartimiento hacia la litera de Beager.
La parálisis prevaleció. Todos los especialistas en fusibles que habían sido testigos de los imposibles acontecimientos se quedaron en pie o sentados tal y como estaban antes, congelados por el asombro y con los ojos salidos como si fueran huevos duros. El oficial de lavandería estaba atrapado por los dientes que le mordían la mano, mientras que los dos PM trasteaban con las esposas que los sujetaban al cuerpo inmóvil. Tan solo Bill podía moverse y, aún atontado por la paliza, se inclinó para atrapar a la pequeña criatura. Unas garras diminutas pero poderosas se cerraron sobre su carne, y se sintió alzado por el aire y lanzado violentamente contra una mampara.
— Je, je… Eso es para ti, soplón — chilló la diminuta voz.
Antes de que nadie más pudiera interferir, el lagartoide corrió hasta el montón de sacos de Beager, abrió el de encima de todos ellos y se sumergió en el interior. Un instante más tarde se oyó un zumbido que creció en volumen, y del saco emergió la aguzada nariz de un brillante proyectil. Fue saliendo hasta que una pequeña espacionave de no más de sesenta centímetros de largo flotó en el compartimiento. Entonces giró sobre su eje vertical, deteniéndose cuando apuntaba al casco. El zumbido aumentó de tono, y la nave salió repentinamente disparada y atravesó el metal de la pared como si no fuera más duro que el cartón mojado. Se oyeron otros sonidos distantes de rotura a medida que atravesaba plancha tras plancha, hasta que con un clang final atravesó el casco exterior de la nave y escapó al espacio. Se oyó un rugido de aire escapando al vacío, y el clamor de las sirenas de alarma.
— Maldita sea… — dijo el oficial de lavandería, luego cerró su asombrada boca y chilló —: ¡Sáquenme esta cosa de la mano… me está mordiendo hasta matarme!
Los dos PM seguían agitándose hacia delante y hacia atrás, espesados a la inmóvil figura del que fue Ansioso Beager. Beager seguía sonriendo alrededor del bocado que daba a la mano del oficial, y no fue hasta que Bill buscó su rifle atómico y metió el cañón en la boca de Beager, haciendo palanca hasta abrir la mandíbula, que el oficial de lavandería logró retirar la mano. Mientras hacía esto, Bill vio que la parte superior de la cabeza de Ansioso se había abierto justamente por encima de las orejas, y estaba sujeta en la parte trasera por una brillante bisagra de bronce. En el interior del bostezante cráneo, en lugar de cerebro y huesos y otras cosas, había una pequeña habitación de control con una diminuta silla, minúsculos mandos, pantallas de televisión, y un refrigerador de agua. Ansioso era tan solo un robot manejado por la pequeña criatura que había huido en la espacionave: una criatura que parecía un chinger, pero que tan solo tenía quince centímetros de alto.
— ¡Hey! — dijo Bill —, Ansioso es tan solo un robot manejado por la pequeña criatura que ha escapado en la espacionave. Parecía un chinger, pero tan solo tenía quince centímetros de alto…
— Quince centímetros o dos metros diez, ¿qué diferencia hay en eso? — gruñó petulante el oficial de lavandería, mientras se anudaba un pañuelo alrededor de su mano herida —. No esperará que les digamos a los reclutas lo pequeños que son en realidad nuestros enemigos, o explicarles que proceden de un planeta de diez g. Tenemos que mantener alta la moral.
Ahora que Ansioso Beager había resultado ser un espía chinger, Bill se sentía muy solitario. Caliente Brown, que casi nunca hablaba, ahora hablaba aún menos, lo cual significaba nunca, así que no había nadie con quien Bill pudiera charlar. Caliente era el único otro especialista en fusibles en el compartimiento que hubiera estado en el pelotón de Bill en el Campo León Trotsky, y todos los demás hombres estaban muy agrupados y acostumbraban a reunirse y murmurar si alguien se les acercaba. Su única diversión era el soldar, y cada vez que no estaban de servicio sacaban los soldadores y soldaban cosas al suelo, y al siguiente descanso las arrancaban de nuevo, lo cual es una forma tan tonta de perder el tiempo como cualquier otra, aunque parecía divertirles. Así que Bill estaba algo fuera de sí y trataba de charlar con Ansioso Beager.
— ¡Mira los problemas en que me has metido! — gimoteaba.
Beager simplemente sonreía, sin conmoverse por la queja.
— Al menos cierra tu cabeza cuando te hablo — gruñó Bill, y se la cerró de un golpe. Pero no servía de nada. Ansioso ya no podía hacer otra cosa que sonreír. Había limpiado su última bota. Ahora estaba allí de pie, realmente era muy pesado y además estaba magnetizado al suelo, y los técnicos en fusibles colgaban sus camisas sucias y sus soldaduras de él. Se quedó allí durante tres guardias antes de que alguien pensase que había que hacer algo acerca de él, y finalmente llegó un pelotón de PM con palancas, lo inclinó, colocándolo sobre una carretilla, y se lo llevó.
— Hasta la vista — le despidió Bill, agitando su pañuelo.
Luego volvió a limpiarse las botas. Era un buen compañero, aunque fuera un espía chinger.
Caliente no le respondió, y los soldadores no hablaban con él, y pasaba la mayor parte de su tiempo evitando al reverendo Tembo. La gran dama de la flota, Fanny Girl, estaba aún en órbita mientras se le instalaban los motores. Había muy poco que hacer puesto que, a pesar de lo que dijera el primera clase Bilis, todos ellos habían aprendido las tareas del cuidado de los fusibles en algo menos del año previsto, en realidad les llevó algo así como quizá quince minutos. En su tiempo libre, Bill correteaba por la nave, yendo tan lejos como le permitían los PM que guardaban las compuertas, y hasta llegó a pensar en volver a ver al capellán para tener a alguien con quien charlar. Pero, si calculaba mal la hora, se encontraría de nuevo con el oficial de lavandería, y esto era más de lo que podía soportar. Así que caminó a través de la nave, muy solitario, y miró por la puerta de un compartimiento y vio una bota sobre una cama.
Bill se detuvo, helado, inmóvil, anonadado, rígido, horrorizado, desmayado, y tuvo que luchar para controlar su vejiga súbitamente contraída.
Conocía aquella bota. Nunca olvidaría aquella bota hasta el día en que muriese, tal y como nunca podría olvidar su número de serie, pudiéndole decir del derecho, del revés o desde el centro. Cada detalle de aquella terrible bota aparecía claro en su memoria, desde los cordones similares a serpientes en la repulsiva piel de la parte superior, que se decía era piel humana, hasta las rugosas suelas de patear manchadas con algo rojo que tan solo podía ser sangre humana. Aquella bota pertenecía a Deseomortal Drang.
La bota estaba unida a una pierna y, paralizado por el terror, tan incapaz de controlarse como un pájaro frente a una serpiente, se halló inclinándose más y más hacia el interior del compartimiento, mientras sus ojos recorrían la pierna hasta llegar al cinturón, a la camisa, al cuello, sobre el que se hallaba un rostro que había tenido un papel estelar en todas sus pesadillas desde que se había alistado. Los labios se movieron…
— ¿Eres tú, Bill? Entra y siéntate.
Bill entró tambaleándose.
— Toma un caramelo — le dijo Deseomortal, y sonrió.
Los reflejos empujaron a los dedos de Bill hasta la caja ofrecida, e hicieron que sus mandíbulas comenzaran a masticar la primera comida sólida que había atravesado sus labios desde hacía semanas. La saliva surgió de los polvorientos orificios, y su estómago inició un rugido preliminar, mientras sus pensamientos giraban locamente en círculos mientras trataba de imaginarse cual era la expresión del rostro de Deseomortal. Los labios curvados en las comisuras, más allá de los colmillos, y arruguitas en las mejillas. No había forma. No podía reconocerla.
— He oído que Ansioso Beager resultó ser un espía chinger — dijo Deseomortal, cerrando la caja de caramelos y metiéndola bajo su almohada —. Debía de haberme dado cuenta de eso antes. Sabía que había algo muy raro en él, limpiando las botas de sus compañeros y todas esas tonterías. Pero pensé que se trataba simplemente de un loco. Debía de habérmelo imaginado…
— Deseomortal — dijo roncamente Bill —; no puede ser, lo sé… ¡Pero se está comportando usted como un ser humano!
Deseomortal se rió, no con su risa de un cuchillo desgarrando huesos humanos sino con una casi normal.
Bill tartamudeó:
— Pero si usted es un sádico, un pervertido, una bestia, un monstruo, una cosa, un asesino…
— Vaya, gracias, Bill. Eres muy amable. Trato de cumplir con mi trabajo lo mejor que sé. Pero soy lo bastante humano como para agradecer unas palabras de alabanza de vez en cuando. El ser un asesino es difícil de proyectar, pero me alegra que lograse daros esa impresión, hasta a unos reclutas tan estúpidos como érais vosotros.
— Pe… pero… ¿no es usted realmente un…?
— ¡Ojo ahora! — cortó Deseomortal, y había en estas palabras lo bastante del antiguo veneno y ruindad como para hacer bajar en seis grados la temperatura del cuerpo de Bill. Entonces Deseomortal sonrió de nuevo —. No puedo echarte la culpa, hijo, porque te comportes de esa manera, ya que eres bastante estúpido y de un planeta atrasado, y por haber sido retardada tu educación por los soldados y todo eso. ¡Pero despierta, chico! La educación militar es algo demasiado importante como para arriesgarse a que unos aficionados intervengan en ella. Si hubieras leído algunas de las cosas que ponen nuestros libros de estudio, tu sangre se congelaría. ¿Te das cuenta de que en los tiempos prehistóricos los sargentos, o como quiera que se les llamase, eran verdaderos sádicos? Las fuerzas armadas dejaban que esa gente, que realmente no sabían nada, destruyeran a los reclutas. Dejaban que estos aprendiesen a odiar al ejército antes de aprender a temerlo, lo cual destruye la disciplina. ¡Y no hablemos de cómo se malgastaban! Siempre estaban haciendo que la gente caminase hasta morir por accidente, o ahogaban a un pelotón, o tonterías así. Tan solo esas pérdidas le harían llorar a uno.
— ¿Me permite preguntarle de qué se graduó en la universidad? — preguntó Bill en una voz débil y humilde.
— Disciplina Militar, Rotura de la Moral e Interpretación de Personajes. Un curso duro, de cuatro años, pero me gradué con una Sigma Cum, lo que no está mal para un chico que venía de una familia de trabajadores. He hecho una carrera del ejército, y es por esto por lo que no puedo comprender el porqué esos bastardos desagradecidos me han metido en esta podrida lata — alzó sus gafas de montura de oro para enjuagar una lágrima que se formaba.
— ¿Espera gratitud del ejército? — preguntó humildemente Bill.
— No, claro que no, qué tonto he sido. Gracias por traerme de nuevo a la realidad, Bill; llegarás a ser un buen soldado. Pero lo que espero es una indiferencia criminal de la que pueda tomar ventajas a través de los métodos bien probados: soborno, redacción de órdenes falsas, mercado negro y demás cosas usuales. Es simplemente que había estado realizando un buen trabajo con vosotros, los desgraciados del Campo León Trotsky, y lo menos que esperaba era que me mantuviesen en ello, lo cual fue bastante estúpido por mi parte. Lo mejor será que comience a preocuparme de mi traslado ahora mismo — se puso en pie, y guardó los caramelos y las gafas de montura de oro en una taquilla con llave.
Bill, que en los momentos de asombro no lograba ajustarse instantáneamente, estaba aún agitando la cabeza y golpeándola de vez en cuando con la palma de la mano.
— Tuvo suerte — dijo — al haber nacido así, eso le ayuda en su carrera… Me refiero al hecho de que tenga unos colmillos tan bonitos.
— Nada de suerte — dijo Deseomortal, haciendo sonar uno de sus largos colmillos —. Tremendamente caro. ¿Sabes lo que cuestan un par de colmillos mutantes, hechos crecer en una probeta, e injertados quirúrgicamente? ¡Es imposible que lo sepas! Trabajé durante las vacaciones de verano de tres años para ganar lo bastante como para comprarme estos; pero te aseguro que valía la pena. La imagen es lo más importante. Estudié las viejas grabaciones de los destructores de moral prehistóricos, y a su manera, cruda, eran buenos. Naturalmente, eran seleccionados por su tipo físico y su bajo índice de inteligencia, pero sabían ponerse en su papel. Tenían cabezas en forma de bala, se afeitaban completamente el cráneo y mostraban sus cicatrices, tenían mandíbulas gruesas, modales repulsivos, todo. Me imaginé que una pequeña inversión al principio pagaría buenos dividendos al final. Y créeme que fue un sacrificio, no verás muchos colmillos injertados por ahí. Por un montón de razones. Oh, tal vez sean buenos para comer carne dura, pero ¿para qué otra cosa sirven? Espera hasta que beses a tu primera chica… Ahora piérdete, Bill. Tengo cosas que hacer. Ya nos veremos…
Sus últimas palabras se perdieron en la distancia, ya que los bien condicionados reflejos de Bill lo habían llevado a lo largo del corredor en el mismo instante en que había sido despedido. Cuando el terror espontáneo desapareció, comenzó a caminar con cuidadosos pasos, como un pato que tuviera una articulación rota, pensando que así se le vería como un espacionauta veterano. Estaba comenzando a sentirse como un viejo soldado, y momentáneamente se hallaba bajo la falsa creencia de que sabía más acerca del ejército de lo que este sabía de él. Esta falsa concepción tan patética fue instantáneamente disipada por los altavoces del techo, que eructaron y luego lanzaron sus voces nasales a través de la nave:
— Atención, órdenes directas del mismo Viejo, el capitán Zekial, que tanto habéis estado esperando oír. Vamos a entrar en acción, así que tendremos que arreglarlo todo a proa y a popa, amarrando todo el equipo suelto.
Un bajo gruñido de dolor, que surgía de los corazones, resonó en cada compartimiento de la inmensa nave.
Se oía hablar mucho a radio macuto, y los rumores de las letrinas proliferaban, acerca del primer vuelo de la Fanny Girl. Pero nada de todo ello era cierto. Los rumores eran iniciados por PM infiltrados, y por lo tanto no tenían valor alguno. Casi la única cosa de que podían estar seguros era de que quizá fueran a algún lugar, porque parecían estarse preparando para ir a algún lugar. Hasta Tembo admitió esto mientras ataban los fusiles en el almacén.
— Aunque quizá — añadió — estemos haciendo todo esto para engañar a posibles espías y hacerles creer que vamos a algún lugar cuando en realidad son otras naves las que van allí.
— ¿Dónde? — preguntó irritablemente Bill, atando su índice en un nudo y dejando parte de la uña cuando logró sacarlo.
— Bueno, a cualquier parte. Eso no importa. — A Tembo no le preocupaba ninguna cosa que no hiciera referencia a su fe —. Pero yo sé a dónde vas a ir tú, Bill.
— ¿A dónde? — preguntó ansiosamente, ya que era un perenne creyente en toda clase de rumores.
— Directamente al infierno, a menos que seas salvado.
— No empieces de nuevo… — rogó Bill.
— Mira — le dijo tentadoramente Tembo, y proyectó una celestial escena con puertas de oro, nubes y el suave latir de un tam-tam como música de fondo.
— ¡Apaga esas tonterías del cielo! — chilló el primera clase Bilis, y la escena se desvaneció.
Algo tiró ligeramente del estómago de Bill, pero él lo ignoró, creyendo que se trataba simplemente de otro de los síntomas continuamente sentidos por sus aterrorizadas tripas que, a pesar de que se estaban atrofiando hasta la muerte, aún no se daban cuenta de que su maravillosa maquinaria triturante y disolvente había sido condenada a una dieta líquida. Pero Tembo dejó de trabajar e inclinó la cabeza hacia un lado, y luego se golpeó experimentalmente el estómago.
— Nos estamos moviendo — dijo, afirmativo —. Y además vamos a las estrellas. Han conectado los motores interestelares.
— ¿Te refieres a que estamos atravesando el subespacio, y que pronto experimentaremos el terrible tirón en cada fibra de nuestro cuerpo?
— No, ya no usan los antiguos motores subespaciales porque, aunque un montón de naves entraban en el subespacio con un tirón que descoyuntaba todas las fibras, ninguna de ellas logró salir jamás. Leí en la Gaceta del Soldado que un matemático había dicho que se había producido un ligero error en las ecuaciones, y que el tiempo era distinto en el subespacio, pero que era diferente en más rápido en vez de diferente en más lento, así que tal vez pase toda la eternidad antes de que esas naves salgan.
— Entonces, ¿vamos al hiperespacio?
— Nada de eso.
— ¿O estamos siendo disueltos en nuestros átomos componentes y grabados en la memoria de un gigantesco computador que piensa que estamos en otra parte y así resulta que estamos allí?
— ¡Caramba! — dijo Tembo, mientras sus cejas subían hasta su cabello —. Para ser un muchacho campesino zoroastriano tienes ideas bastante raras. ¿Has estado fumando o bebiendo algo que no me hayas contado?
— ¡Dímelo! — rogó Bill —. Si no es nada de eso… ¿qué es? Tenemos que cruzar el espacio interestelar para luchar con los chingers… ¿Cómo vamos a hacerlo?
— Es así — Tembo miró a su alrededor para asegurarse de que el primera clase Bilis no se hallaba por allí, y luego juntó las manos ahuecadas, formando una esfera —. Imagínate que mis manos son la nave, flotando en el espacio. Entonces se conecta el Dispositivo Hinchador…
— ¿El qué?
— El Dispositivo Hinchador, que se llama así porque hincha las cosas. ¿Sabes?, todo está hecho a base de cosas pequeñitas llamadas electrones, protones, neutrones, trontones y cosas así, que en alguna manera están unidas por una especie de energía ligadora. Pero, si uno debilita la energía que mantiene a las cosas juntas (me olvidaba decirte que además esas cositas están girando todo el rato como si estuvieran locas, aunque quizá ya lo supieras…) bueno, se debilita la energía y, como están corriendo tan deprisa, las cositas comienzan a separarse unas de otras, y cuanto más débil es la energía más lejos se separan. ¿Me sigues?
— Creo que sí, aunque no estoy seguro de que me guste lo que cuentas.
— Tranquilo. Ahora… ¿ves mis manos? A medida que la energía se debilita, la nave se hace más grande — separó las manos —, se hace más grande, hasta que lo es tanto como un planeta, luego como un sol, y por fin como todo un sistema estelar. El Dispositivo Hinchador nos puede hacer tan grandes como queramos. Entonces se invierte el proceso, nos encogemos hasta nuestro tamaño real, y allí estamos.
— ¿Dónde estamos?
— Donde queramos estar — respondió pacientemente Tembo.
Bill se giró y dio industriosamente abrillantador a un fusible, mientras el primera clase Bilis pasaba, con un brillo de sospecha en sus ojos. Tan pronto como hubo girado una esquina, Bill se inclinó y le silbó a Tembo:
— ¿Cómo podemos estar en otra parte distinta a donde nos encontrábamos al empezar? El hacerse mayores y luego más pequeños no lleva a nadie a ningún sitio.
— Bueno, son bastante astutos con eso del Dispositivo Hinchador. La forma de operar que me han contado es similar a cuando uno toma una goma elástica cogiéndola de un extremo con cada mano. Uno no mueve la mano izquierda, pero estira la goma tan lejos como puede con la derecha. Cuando uno deja que la goma vuelva a su tamaño normal, mantiene la mano derecha quieta y suelta la izquierda. ¿Te das cuenta? No has movido la goma, sino que la has estirado y la has dejado ir, pero se ha movido. Como nuestra nave está haciendo ahora. Se está haciendo mayor, pero en una dirección. Cuando la proa alcance el lugar a donde estamos yendo, la popa estará donde estábamos. Entonces encogemos y, ¡bang!, allí estamos. Y tú podrías llegar al cielo con la misma facilidad, hijo mío, si tan solo…
— ¡Predicando en horas de servicio, Tembo! — aulló el primera clase Bilis desde el otro lado de la plataforma de fusibles, sobre la que estaba mirándolos con un espejo atado al extremo de un palo —. Te tendré puliendo bornes de fusible durante un año. Ya se te ha advertido antes.
Ataron y pulieron en silencio después de esto, hasta que el pequeño planeta tan grande como una pelota de tenis atravesó la pared. Un perfecto planetita con diminutas zonas polares, frentes helados, cubierto de nubes, con océanos y todo eso.
— ¿Qué es eso? — exclamó Bill.
— Mala navegación — gruñó Tembo —. Un poco de retroceso. La nave está yendo algo hacia atrás en lugar de ir solo en la otra dirección. ¡No, no, no lo toques, a veces puede causar accidentes! Es el planeta que acabamos de dejar, Phigerinadon Il.
— Mi hogar — sollozó Bill, notando como las lágrimas le corrían mientras el planeta se empequeñecía hasta tener el tamaño de una canica —. Adiós, mamá — saludó con la mano mientras la canica disminuía hasta ser una mota y luego se desvanecía.
Después de eso el viaje pasó sin más acontecimientos, particularmente ya que no podían notar cuando se estaban moviendo, no sabían cuando se detenían, y no tenían ni idea de donde estaban. Aunque estuvieron seguros de que habían llegado a algún lugar cuando se les ordenó retirar los atalajes de los fusibles. La tranquilidad duró tres guardias, y entonces sonó generala. Bill corrió con los demás, contento por primera vez desde que se había alistado. Todos los sacrificios, los duros momentos pasados, no serían en vano. Al fin iba a entrar en acción contra los sucios chingers.
Se colocaron en Primer Tiempo frente a las bancadas de fusibles, con los ojos clavados en las rojas banda de los fusibles, que se llamaban bandas de fusible. A través de las suelas de sus botas, Bill podía notar un débil y lejano temblor en la cubierta.
— ¿Qué es eso? — le preguntó a Tembo por la comisura de los labios.
— Los motores, no el Dispositivo Hinchador. Motores atómicos. Significa que debemos estar maniobrando, haciendo algo.
— ¿Pero qué?
— ¡Vigilen las bandas de fusibles! — aulló el primera clase Bilis.
Bill estaba comenzando a sudar, y repentinamente se dio cuenta de que el calor estaba aumentando en forma molesta.
Tembo, sin apartar la vista de los fusibles, se desnudó, plegando cuidadosamente la ropa tras de sí.
— ¿Podemos hacer eso? — preguntó Bill, desabrochándose el cuello —. ¿Qué es lo que pasa?
— Va contra las normas, pero uno tiene que desnudarse o cocerse. Desnúdate, hijo, o morirás sin haberte salvado. Debemos de estar a punto de entrar en acción, ya que han puesto los escudos. Diecisiete escudos de fuerza, un escudo electromagnético, un casco blindado doble y una delgada capa de gelatina pseudoviviente que fluye y cierra cualquier abertura. Con todo eso no hay la más mínima pérdida de energía desde la nave, ni forma alguna en que librarse de ella. Ni del calor. Con los motores en marcha y todo el mundo sudando, el calor puede llegar a ser bastante fuerte. Sobre todo cuando disparen los cañones.
La temperatura siguió alta, justo en la frontera de lo tolerable durante horas, mientras contemplaban las bandas de fusibles. En un momento, se oyó un débil sonido metálico que Bill notó más que oyó a través de sus pies desnudos sobre el caliente metal.
— ¿Y qué fue eso?
— Disparo de torpedos.
— ¿Contra qué?
Tembo se alzó simplemente de hombros como toda respuesta, y no apartó su vigilante mirada de las bandas de los fusibles. Bill se agitó en una mezcla de frustración, aburrimiento, agotamiento por el calor y fatiga durante otra hora, hasta que sonó el fin de la alarma y un hálito de aire fresco llegó por los ventiladores. Para cuando se hubo revestido de nuevo en su uniforme, Tembo había desaparecido, y él se arrastró cansinamente hasta su camarote. En el tablero de anuncios del corredor había un nuevo anuncio multicopiado, y se inclinó para leer su mensaje.
DE: Capitán Zekial
A: Todo el personal
ASUNTO: Reciente encuentro
El 23-11-8956 esta nave ha participado en la destrucción mediante torpedos atómicos de la instalación enemiga 17KL-345, y junto con las otras naves de la flotilla llamada Muleta Roja ha cumplido su misión, por lo que se autoriza consecuentemente a que el personal de esta nave adhiera un Núcleo Atómico al pasador de la Medalla de Unidad de Combate en Servicio Activo, o bien, si esta es su primera misión de este tipo, se les autoriza para usar la Medalla de Servicio Activo.
NOTA: Se ha observado a ciertos miembros del personal con sus Núcleos Atómicos invertidos, y esto está mal, y es un crimen merecedor de consejo de guerra, punible con la muerte.
Tras la heroica destrucción de 17KL-345, pasaron semanas de entrenamientos y pruebas para restaurar a los cansados veteranos del combate a su habitual condición física. Pero en el transcurso de estos deprimentes meses sonó una llamada por los altavoces, una que Bill jamás había oído antes, un sonido metálico como el de barras de acero golpeadas unas contra otras en el interior de un tambor metálico lleno de canicas. No significaba nada para él o para los otros nuevos soldados, pero hizo que Tembo saltase de su litera para iniciar una rápida Danza de la Maldición Mortal con un raudo acompañamiento de tam-tam efectuado sobre la tapa de su taquilla.
— ¿Ya te has vuelto loco? — preguntó apagadamente Bill desde donde estaba despatarrado, leyendo un desvencijado ejemplar de un libro de historietas denominado Asombrosas y realmente repugnantes aventuras sexuales (con efectos sonoros incorporados). Un desgarrador aullido estaba surgiendo de la página que contemplaba.
— ¿No lo conoces? — preguntó Tembo —. ¡No lo conoces! Ese es el toque de correo, muchacho, el más grato de los sonidos escuchados en el espacio.
El resto de la guardia lo pasaron corriendo y esperando, haciendo cola y todo lo demás. La entrega del correo se efectuaba con la máxima ineficiencia posible, pero finalmente, a pesar de todas las barreras, se distribuyó el correo, y Bill recibió una preciosa postal espacial de su madre. En un lado de la postal se veía una fotografía de la refinería Estrépito, S. A., situada justo al lado de su pueblo, y esto solo ya fue bastante como para producirle un nudo en la garganta.
Luego, en el pequeño cuadrado en el que se permitía inscribir el mensaje, los patéticos trazos de su madre habían escrito: «Mala cosecha, adeudados, la robomula tiene las glándulas sobrecargadas, espero que tú estés igual — Cariños, mamá.» No obstante, era un mensaje de casa, y lo leyó y lo volvió a leer mientras hacían cola para la comida. Tembo, delante suyo, también tenía una postal, llena de ángeles e iglesias, que es lo que uno podía esperar, y Bill se quedó anonadado cuando vio que Tembo leía la postal por última vez y luego la sumergía en su jarra de la comida.
— ¿Por qué haces eso? — le preguntó asombrado.
— ¿Para qué otra cosa sirve el correo? — zumbó Tembo, metiendo aún más la postal —. Mira ahora.
Ante la asombrada mirada de Bill, la postal estaba comenzando a hincharse. La superficie blanca se rompió y se desprendió en pequeñas motas, mientras el marrón interior crecía y crecía hasta llenar la jarra y hacerse de un par de centímetros de grueso. Tembo sacó la goteante tablilla y le dio un gran bocado en un extremo.
— Chocolate deshidratado — dijo con la boca llena ¡Bueno! Prueba el tuyo.
Antes de que acabase de hablar, Bill ya había metido su postal en el líquido, y estaba contemplando arrobado como crecía. El mensaje se disolvió, pero en lugar de una masa marrón la suya era blanca.
— Dulce… o quizá pan — dijo, tratando de no babear.
La masa blanca se estaba hinchando, apretándose contra los lados de la jarra, saliendo por la parte superior. Bill tomó el extremo y lo alzó con una mano mientras crecía. Subió y subió hasta que hubo absorbido hasta la última gota de líquido, y Bill tuvo entre sus manos extendidas una hilera de gruesas letras unidas de cerca de dos metros de largo: VOTAD POR HONESTO GEEK EL AMIGO DE LOS SOLDADOS, decían. Bill se inclinó y le dio un tremendo bocado a la T. Se atraganto y escupió los húmedos trozos al suelo.
— Cartón — dijo huecamente —. Madre siempre compra saldos. Hasta cuando se trata de chocolate deshidratado… — buscó en su jarra algo con lo que sacarse el sabor a periódico viejo de la boca, pero estaba vacía.
En algún lugar, muy arriba en el escalafón del poder, se tomó una decisión, se resolvió un problema, y se dio una orden. De las pequeñas cosas nacen las grandes: La cagada de un pajarilla cae sobre la ladera cubierta de nieve de una montaña, rueda, recoge nieve, se hace más y más grande, gigante y más gigante, hasta que es una atronadora masa de nieve y hielo, una avalancha, una aterradora masa de muerte rodante que arrasa todo un poblado. De pequeños comienzos… ¿quién sabe qué comienzo tuvo esto? Tal vez los dioses lo sepan, pero se están riendo. Tal vez la altiva y emperingotada esposa de algún Alto Ministro vio una alhaja que deseaba y con astuta y cortante lengua exacerbó al calzonazos de su marido hasta que, para tener algo de paz, le prometió regalársela, y entonces buscó el dinero para comprarla. Tal vez fuera así como llegase a oídos del Emperador la insinuación sobre una nueva campaña en el 77sub7avo sector, tranquilo desde hacía años, pues una victoria allí, o hasta un empate, si es que producía las suficientes muertes, significaría una medalla, una recompensa, algo de dinero. Y así la avaricia de una mujer, como la cagada de un pajarilla, puso en marcha la bola de nieve de la guerra, reuniendo poderosas flotas, nave a nave, como una roca en un estanque que produce ondas hasta que la más apartada de las gotas es alcanzada por su movimiento…
— Vamos a entrar en acción — dijo Tembo mientras olisqueaba su jarra de comida —. Están cargando el rancho con estimulantes, reductores del dolor, salitre y antibióticos.
— ¿Es por eso por lo que están siempre tocando música patriótica? — gritó Bill, para poderse hacer oír entre el constante rugido de los pífanos y tambores que surgía de los altavoces. Tembo asintió.
— Queda poco tiempo para que seas salvado, para que asegures tu lugar en las legiones de Samedi…
— ¿Por qué no hablas con Caliente Brown? — aulló Bill ¡Ya me salen los tam-tams por los oídos! Cada vez que miro a una pared veo ángeles flotando en nubes. ¡Deja de molestarme! Dedícate a Caliente… cualquiera que haga lo que él hace con los thoats probablemente se unirá a tu manada de vudú en un segundo.
— He hablado con Brown acerca de su alma, pero ese tema aún está dudoso. Nunca me contesta, así que no estoy seguro de si me escucha o no. Pero tú eres diferente, hijo mío. Tu demuestras irritación, lo cual indica que sientes dudas. Y la duda es el primer paso hacia la fe…
La música se cortó en medio de un compás, y durante tres segundos hubo un estallido de silencio que terminó abruptamente.
— Atención. Atención todos… Estén atentos… En unos momentos conectaremos con la nave almirante para escuchar un informe del almirante… Atentos todos. — la voz fue cortada por el toque de generala, pero siguió de nuevo cuando hubo terminado el repugnante sonido — ¡…y ahora nos encontramos en el puente de ese gigantesco conquistador de las rutas espaciales, el superacorazado de treinta kilómetros de largo, poderosamente blindado, mayestáticamente armado, denominado La reina de las hadas…! Los hombres de guardia se están haciendo ahora a un lado, y acercándose a mí en un simple uniforme de platino trenzado llega el Gran Almirante de la Flota, el Muy Honorable Lord Arqueóptero. ¡Admirable! ¿Podría dedicarnos un momento, Su Excelencia?
— La siguiente voz que oirán será…
La siguiente voz fue un estallido de música mientras los técnicos en fusibles vigilaban sus bandas de fusible, pero la siguiente voz después de esto tuvo todas las ricas tonalidades adenoidales que siempre se asociaban con los Pares del Imperio.
— Chicos… ¡vamos a entrar en acción! Esta, la más poderosa flota que jamás haya visto la galaxia, se está dirigiendo en línea recta hacia el enemigo para dar el golpe devastador que puede decidir esta guerra. En mi tanque de operaciones situado frente a mí veo una miríada de puntitos de luz, extendiéndose tan lejos como abarca la vista, y cada punto de luz ¡y os digo que son como agujeros en una manta!, no es una nave, ni un escuadrón… ¡sino una flota entera! Estamos barriéndolo todo, acercándonos…
El sonido de un tam-tam llenó el aire, y en la banda del fusible que Bill estaba vigilando aparecieron un par de puertas doradas abriéndose.
— ¡Tembo! — chilló —. ¡¿Quieres apagar eso?! ¡Quiero oír lo de la batalla!
— Memeces grabadas — sorbió Tembo —. Mejor será que gastes los pocos momentos de tu vida que quizá te queden en buscar la salvación. Esto que oyes no es ningún almirante, sino una grabación. Ya la he oído cinco veces antes; y tan solo la ponen para dar moral antes de lo que están seguros que va a ser una batalla con elevadas pérdidas. Esto nunca fue un almirante, sino que lo sacaron de un viejo programa de televisión…
— ¡Yuppiii! — aulló Bill, saltando hacia adelante. El fusible que estaba contemplando se había cuarteado con una brillante descarga en los bornes, y en el mismo instante la banda del fusible se había quemado y pasado del rojo al negro —. ¡Uggg! — gruñó, y luego, ¡Uggg!, ¡Uggg!, ¡Uggg! — en rápida sucesión, quemándose las palmas con el fusible aún caliente, dejándolo caer sobre su pie, y finalmente logrando meterlo por el conducto de fusibles. Cuando se dio la vuelta, Tembo ya había colocado un fusible nuevo en los bornes vacíos.
— Ese era mi fusible… No tenías que haber… — había lágrimas en sus ojos.
— Lo siento. Pero según las reglas tengo que ayudar si estoy libre.
— Bueno, al menos hemos entrado en acción — dijo Bill, de vuelta a su posición, y tratando de darse masajes a su dolido pie.
— No, aún no, aún hace demasiado frío. Eso fue tan solo una avería en los fusibles, uno puede distinguirlo por la descarga en los bornes. Ocurre a veces cuando los fusibles son viejos.
— …armadas masivas tripuladas por heroicos soldados…
— Podríamos haber estado en combate — bufó Bill.
— …el atronar de las descargas atómicas y las brillantes estelas de los torpedos al ataque…
— Creo que ya estamos ahora. Parece que hace más calor, ¿no, Bill? Mejor será que nos desnudemos; si realmente hay una batalla, quizá luego no nos sea posible.
— ¡Vamos, vamos, en pelotas! — aulló el primera clase Bilis, saltando como una gacela por entre las hileras de fusibles, vestido tan solo con un par de sucios calcetines y con sus galones y la insignia de su especialidad tatuados. Se oyó un súbito chisporroteo en el aire, y Bill notó como los muñones de su rapado cabello se le ponían de punta.
— ¿Qué es eso? — gimoteó.
— Una descarga secundaria de la bancada de fusibles — señaló Tembo —. Lo que sucede es secreto, pero he oído decir que significa que uno de los escudos defensivos está siendo atacado con radiaciones, y que al irse sobrecargando sube a lo largo del espectro hasta el verde, hasta el azul, hasta el ultravioleta, para pasar finalmente al negro y desmoronarse el escudo.
— Eso suena bastante raro.
— Ya te he dicho que es tan solo un rumor. Todo eso es secreto…
— ¡¡Ya está!!
Un tremendo bang hendió el húmedo aire de la sala de fusibles, y una bancada de estos se arqueó, humeó y se ennegreció. Uno de ellos se partió en dos, desparramando en todas direcciones pequeños fragmentos como metralla. Los especialistas en fusibles saltaron, aferraron los fusibles, deslizaron repuestos con manos sudorosas, apenas si viéndose por entre las nauseabundas humaredas. Los fusibles fueron conectados, y hubo un momento de silencio, interrumpido tan solo por el dolorido sonar de una pantalla de comunicaciones.
— ¡Hijo de padre! — murmuró el primera clase Bilis, dándole una patada a un fusible que se interponía en su camino y zambulléndose hacia la pantalla. Su chaqueta de uniforme colgaba de un gancho junto a esta, y se la colocó antes de darle un puñetazo al botón de encendido. Acabó de abrocharse el último botón justamente cuando se iluminó la pantalla. Bilis saludó, así que debía hallarse frente a un oficial. La pantalla estaba de lado, de modo que Bill no podía asegurarlo, y la voz tenía el tartamudeante gimoteo de los sinbarbilla-y-con-muchos-dientes que estaba comenzando a asociar con la oficialidad.
— Ha tardado en contestar, primera clase Bilis… ¿Quizá el segunda clase Bilis podría contestar más rápido?
— Tenga piedad, señor… Soy un hombre viejo — cayó al suelo de rodillas, en una actitud de súplica que lo hizo desaparecer de la pantalla.
— ¡Póngase en pie, idiota! ¿Han reparado los fusibles después de la última sobrecarga?
— Reemplazamos, señor, no reparamos…
— ¡Nada de tecnicismos, so cerdo! ¡Una respuesta clara!
— Todo está en orden, señor. Operando en el verde. No hay quejas de nadie, su excelencia.
— ¿Por qué no va usted de uniforme?
— Estoy de uniforme, señor — gimoteó Bilis, acercándose más a la pantalla para que no se pudieran ver sus desnudas caderas ni sus temblorosas piernas.
— ¡No me mienta! Hay sudor en su frente. No se le permite sudar de uniforme. ¿Me ve sudar a mí? Y yo además llevo puesta una gorra… en su ángulo correcto. Me olvidaré de ello, por esta vez, porque tengo un corazón de oro. Puede retirarse.
— ¡Sucio cabrón! — maldijo Bilis con toda la fuerza de sus pulmones, arrancándose la chaqueta de su envarado cuerpo. La temperatura sobrepasaba los cincuenta grados, y seguía subiendo —. ¡Sudor! Tienen aire acondicionado en el puente… ¿Y dónde os creéis que va a parar su calor? ¡Aquí! ¡¡ayyyyyyl!
Dos bancadas completas de fusibles estallaron simultáneamente y tres de estos explotaron como bombas. Al mismo tiempo, el suelo se agitó lo bastante bajo sus pies como para notarlo.
— ¡Problemas gordos! — chilló Tembo —. Cualquier cosa que sea lo bastante fuerte como para hacerse notar a través del campo estático debe ser lo bastante potente como para aplastar la nave como si fuera una galleta. ¡Ahí hay más! — saltó a la bancada y pateó un fusible quemado, metiendo otro nuevo.
Era un infierno. Los fusibles estaban estallando como bombas, enviando silbantes partículas de mortífera cerámica a través del aire. Se oyó el restallido de un rayo cuando una plancha cortocircuito con el suelo metálico, y un horrible aullido, por suerte de corta duración, sonó mientras la descarga atravesaba el cuerpo de un técnico en fusibles. Un humo grasiento hervía y colgaba en cortinas que casi hacían imposible el ver. Bill raspó los restos de un fusible roto de los oscurecidos bornes, saltó hacia el depósito de repuestos, tomó el fusible de treinta y cinco kilos de peso en sus doloridos brazos, y acababa de girarse hacia las bancadas cuando estalló el universo…
Todos los fusibles que quedaban parecieron haber cortocircuitado al mismo tiempo, y el chirriante restallido de la electricidad atravesó toda la habitación. En su cegadora luz, y en un único momento eterno, Bill vio como la llama atravesaba las hileras de técnicos en fusibles, desparramándolos e incinerándolos como partículas de polvo caídas en las llamas. Tembo se derrumbó y se arrugó, una masa de carne asada; un trozo de plancha al rojo abrió al primera clase Bilis de arriba abajo en una única y horrible herida.
— ¡Mira qué grieta tiene Bilis! — gritó Caliente, y luego chilló cuando una bola de electricidad rodó sobre él y lo convirtió en un humeante amasijo en una fracción de segundo.
Por casualidad, por simple accidente, Bill mantenía la sólida masa del fusible frente a él cuando le golpeó la llama. Esta lamió su brazo izquierdo, que estaba en la parte exterior del fusible, y lanzó su llameante peso contra el grueso cilindro. La fuerza golpeó a Bill, lo derribó hacia atrás, contra las hileras de fusibles de reserva, y lo hizo rodar por el suelo mientras la destructora llamarada chisporroteaba a unos centímetros de su cabeza. Murió, tan repentinamente como había nacido, dejando tras ella únicamente humo, calor, el acre olor de la carne asada, la destrucción, y la muerte, muerte, muerte. Bill se arrastró dolorido hasta la compuerta, sin que nada más se moviera en toda la quemada y retorcida longitud de la sala de fusibles.
El compartimiento de abajo parecía igual de caliente, y el aire tan desprovisto de alimento para los pulmones como el que acababa de abandonar. Siguió arrastrándose, apenas consciente del hecho de que se deslizaba sobre dos rodillas llagadas y una mano ensangrentada. Su otro brazo simplemente colgaba y se arrastraba, un trozo retorcido y quemado de escoria, y tan solo la bendición de un profundo shock le evitaba el estar aullando por un dolor insoportable.
Siguió arrastrándose, sobre el umbral de una puerta, a lo largo de un pasadizo. El aire era aquí más limpio y mucho más frío: se sentó e inhaló su bendita frescura. El compartimiento le era familiar, y sin embargo no conocido. Parpadeó, tratando de comprender el porqué. Largo y estrecho, con una pared curvada de la que surgían las partes traseras de inmensos cañones. Claro, se trataba de la batería principal, los cañones que el espía chinger Ansioso Beager había fotografiado. Aunque ahora era diferente, con el techo más cercano al suelo, hundido y abollado, como si un gigantesco martillo lo hubiera golpeado desde el exterior. Había un hombre derrumbado en el asiento del artillero del arma más cercana.
— ¿Qué pasa? — preguntó Bill, arrastrándose hacia el hombre y asiéndolo por el hombro. Sorprendentemente, el artillero tan solo pesaba algunos gramos, y cayó del asiento ligero como una pluma, y con un rostro de pergamino viejo, tal y como si no le quedase una gota de líquido en su cuerpo.
— Rayo deshidratante — gruñó Bill —. Creí que tan solo existía en la televisión.
El asiento del artillero estaba acolchado, y parecía muy confortable, mucho más que el deformado suelo de acero; Bill se dejó caer en la recién abandonada posición y miró con ojos que no veían a la pantalla situada frente a él. Pequeños puntos móviles de luz.
En grandes letras, encima mismo de la pantalla, se leía:
LAS LUCES VERDES SON NUESTRAS NAVES, LAS LUCES ROJAS EL ENEMIGO. EL OLVIDAR ESTO ES UN CRIMEN QUE MERECERÁ UNA CORTE MARCIAL.
— No lo olvidaré — murmuró Bill, mientras comenzaba a resbalar de la silla. Para detenerse, se agarró a una enorme palanca que se alzaba frente a él, y cuando lo hizo un círculo de luz con una x en su interior se movió en la pantalla. Era muy interesante. Puso el círculo alrededor de una de las luces verdes, y entonces recordó algo acerca de una corte marcial. Se rió un poco y lo movió hasta una luz roja, con la x justo encima de la luz. Había un botón rojo en la parte superior de la palanca, y lo apretó porque parecía del tipo de los botones hechos para ser apretados. El cañón junto a él hizo uuffle… en una forma muy tranquila, y la luz roja desapareció. No muy interesado, soltó la palanca.
— ¡Oh, eres un luchador nato! — dijo una voz, y con algún esfuerzo Bill giró su cabeza. Había un hombre con restos de galones dorados. Se adelantó —. Lo vi — exhaló —. No lo olvidaré nunca mientras viva. ¡Eres un luchador nato! ¡Qué estómago! ¡Sin miedo! ¡Adelante contra el enemigo, sin cuartel, no abandonéis la nave…!
— ¿Qué idioteces está diciendo? — preguntó pastosamente Bill.
— ¡Un héroe! — dijo el oficial, dando palmadas en la espalda de Bill, lo cual le produjo un agudo dolor, y fue la última gota para su mente consciente, que abandonó las riendas del mando y se retiró a descansar. Bill se desmayó.
— Y ahora serás un soldadito bueno y te beberás tu comida…
Las cálidas notas de la voz se insinuaron en un sueño especialmente repugnante que Bill se complació en abandonar y, con un tremendo esfuerzo, logró forzar sus ojos a que se abriesen. Un rápido parpadeo los puso en foco, y vio ante él una jarra sobre una bandeja sostenida por una blanca mano unida a un blanco brazo que estaba conectado a un blanco uniforme relleno de pechos femeninos. Con un gutural gruñido animal, Bill apartó de un manotazo la bandeja y se lanzó sobre el traje. No logró alcanzarlo porque su brazo izquierdo estaba vendado en algo y colgaba de cables, así que giró alrededor de su cama como un escarabajo pinchado, lanzando gritos inarticulados. La enfermera chilló y escapó.
— Me alegra ver que se siente mejor — dijo el doctor arrojándolo contra la cama con un bien entrenado gesto e inmovilizando el aún ansioso brazo de Bill con un limpio golpe de judo —. Le serviré algo más de cena y se la beberá ahora mismo, y entonces dejaremos que entren sus compañeros para el descubrimiento. Están todos esperando afuera.
El dolor ya abandonaba su brazo, y pudo rodear con sus dedos la jarra. Dio un sorbo.
— ¿Qué compañeros? ¿Qué descubrimiento? ¿Qué pasa aquí? — preguntó suspicaz.
Entonces se abrió la puerta y entraron los soldados. Bill contempló sus rostros, buscando compañeros, pero todo lo que vio fueron ex-soldadores y extraños. Entonces recordó.
— ¡Caliente Brown asado! — aulló —. ¡Tembo achicharrado! ¡El primera clase Bilis destripado! ¡Están todos muertos! — se ocultó bajo las sábanas y gimió terriblemente.
— Esa no es la forma de comportarse de un héroe — le dijo el doctor, arrastrándolo hasta la almohada y arreglando las sábanas bajo sus brazos —. Eres un héroe, soldado, un hombre cuyo valor, ingenio, integridad, estricto cumplimiento de su deber, espíritu de lucha y mortífera puntería salvó la nave. Todos los escudos estaban inutilizados, la sala de máquinas destruida, los artilleros muertos, el control perdido, y el acorazado enemigo se acercaba para acabarnos cuando tú apareciste como un ángel vengador, herido y casi muerto, y con tu último esfuerzo consciente disparaste el cañonazo que escuchó toda la flota, el solitario disparo que destruyó al enemigo y salvó a nuestra nave, la vieja gran dama de la flota Fanny Girl — le pasó una hoja de papel a Bill —. Naturalmente, estoy leyéndose el informe oficial. Por mi parte, creo que fue pura suerte.
— Me tiene celos — gruñó Bill, ya enamorado de su nueva imagen.
— ¡No se haga el freudiano conmigo! — aulló el doctor; y luego lloriqueo, desconsolado —: Siempre quise ser un héroe, pero lo único que hago es cuidar a los héroes. Voy a sacarte esas vendas.
Descolgó los cables que mantenía en alto el brazo de Bill, y comenzó a desenrollar las vendas, mientras los soldados se apelotonaban para contemplar.
— ¿Cómo está mi brazo, doctor? — Bill se sintió repentinamente preocupado.
— Asado como un filete. Tuve que amputarlo.
— Entonces, ¿qué es eso? — ululó Bill, horrorizado.
— Otro brazo que te injerté. Había muchos sueltos después de la batalla. La nave tuvo un cuarenta y dos por ciento de bajas, y realmente me pude dedicar a cortar, picar y coser. Te lo aseguro.
Cayó el último vendaje, y los soldados dijeron ah con satisfacción.
— Vaya, es un brazo magnífico.
— Prueba a hacer algo.
— Y tiene un cosido estupendo cerca del hombro: ¡Fijáos que bien le han quedado los puntos!
— Y además tiene buenos músculos, y es largo, no como la mierda que lleva al otro lado.
— Más largo y más oscuro… ¡tiene un maravilloso color!
— ¡Es el brazo de Tembo! — bramó Bill —. ¡Sáquenmelo! — se arrastró por la cama, pero el brazo lo siguió. Lo aplastaron de nuevo contra las almohadas.
— Eres un tipo de suerte, Bill, al tener un buen brazo como este. Y además es el brazo de un amigo.
— Sabemos que le hubiera gustado que tú lo heredases.
— Siempre tendrás algo que te lo recuerde.
Realmente, no era un mal brazo. Bill lo dobló y flexionó los dedos de la mano, mirándolo aún con sospecha. Se lo notaba bien. Lo extendió y agarró el brazo de un soldado, apretando. Podía notar como los huesos del hombre se comprimían, mientras este chillaba y se estremecía. Entonces Bill miró con más detenimiento la mano, y comenzó a escupir blasfemias contra el doctor.
— ¡Estúpido cortahuesos! ¡Doctor de thoat! Menudo trabajo ha hecho… ¡este es un brazo derecho!
— Así que es un brazo derecho… ¿y qué?
— Pero usted cortó mi brazo izquierdo. Ahora tengo dos brazos derechos…
— Escuche, había un déficit de brazos izquierdos. No soy ningún milagrero. Lo hago lo mejor que sé, y solo tengo quejas. Puede estar contento de que no le injertara una pierna — Sonrió diabólicamente —, y puede aún estar más contento de que no le injertase…
— Es un buen brazo, Bill — dijo el soldado al que le había aplastado el brazo, mientras se lo friccionaba —. Y además tienes suerte: ahora podrás saludar con ambos brazos, y nadie más puede hacerlo.
— Tienes razón — dijo humildemente Bill —. No había pensado en ello. Realmente, soy un hombre afortunado — intentó un saludo con su brazo izquierdo-derecho, y el codo se dobló perfectamente sobre su pecho, y las yemas de los dedos se agitaron sobre su ceja. Todos los soldados se pusieron firmes y devolvieron el saludo. La puerta se abrió de un empujón y un oficial metió la cabeza por ella.
— Descansen, muchachos, esto es tan solo una visita informal del Viejo.
— ¡El Capitán Zekial viene aquí!
— Nunca he visto al Viejo… — los soldados piaban como pajarillos, y estaban tan nerviosos como vírgenes en una ceremonia de desfloración. Otros tres oficiales atravesaron la puerta, y finalmente entró un enfermero que llevaba de la mano a un retardado mental de diez años de edad con un chupete y uniforme de capitán.
— Ehhh… hola, chicos… — dijo el capitán.
— El capitán desea saludamos a todos — dijo eficientemente un primer teniente.
— ¿E-e-te e-de la-ama?
— Y especialmente desea dar su enhorabuena personal al héroe del momento.
— …ha-ía a-go má-pe-o lo-e olvi-ado…
— Y adicionalmente desea informar al valiente luchador que salvó nuestra nave que está siendo promocionado hasta el grado de técnico en fusibles de primera clase, cuya antedicha promoción incluye un realistamiento automático por siete años, que le serán añadidos a los de su alistamiento original; y que cuando sea dado de alta del hospital irá con el primer medio de transporte disponible hasta el Planeta Imperial de Helior, para recibir allí la recompensa a su heroicidad en forma del Dardo Púrpura con la Nebulosa del Saco de Carbón, de la propia mano del Emperador.
— …ero ir a mear…
— Pero ahora las exigencias de su mando lo obligan a regresar al puente, y quiere daros a todos una afectuosa despedida.
— ¿No es el Viejo algo joven para su grado? — preguntó Bill.
— No más que muchos otros — el doctor rebuscó entre sus agujas hipodérmicas, buscando alguna lo bastante despuntada como para dar una inyección —. Tienes que recordar que todos los capitanes tienen que pertenecer a la nobleza, y aún una nobleza tan numerosa como la nuestra está muy solicitada para todas las tareas de un imperio galáctico. Tomamos lo que podemos — encontró una aguja torcida y la colocó en la jeringuilla.
— De acuerdo, es joven, pero ¿no es también algo estúpido para su puesto?
— Cuidado con eso, muchacho, que es lesa majestad. Si tienes un imperio de un par de millares de años de antigüedad, y una nobleza que va apareándose consigo misma, tendrás todos los genes defectuosos y recesivos apareciendo, y acabarás con un grupo de gentes que serán algo más exóticos que lo que pueda ofrecer un manicomio normal. No hay nada malo en el Viejo que un nuevo cociente de inteligencia no pudiera curar. Deberías de haber visto al capitán de la última nave en que serví… — se estremeció, y clavó maliciosamente la aguja en la carne de Bill. Este aulló y luego, dolorido, contempló como la sangre surgía del orificio abierto por la hipodérmica al ser retirada esta.
Se cerró la puerta, y Bill se quedó solo, contemplando la desnuda pared y su futuro. Era un especialista en fusibles de primera clase, y esto era bueno. Pero el alistamiento obligatorio por siete años más ya no era tan bueno. Su buen ánimo decayó. Deseó poder hablar con alguno de sus viejos compañeros, y entonces recordó que todos estaban muertos, y su ánimo decayó aún más. Trató de animarse a sí mismo, pero no pudo pensar en nada que lo alegrase hasta que descubrió que podía estrecharse a sí mismo la mano. Esto le hizo sentirse algo mejor.
Se arrellanó en las almohadas y se estrechó la mano hasta que se quedó dormido.