—Será mejor que vayas con cuidado —dijo Beenay. Empezaba a sentirse tenso. La tarde se acercaba…, la tarde del eclipse, tan largamente esperada por él con miedo y temblores—. Athor está furioso contigo, Theremon. No puedo creer que hayas venido en este momento. Ya sabes que se supone que no debes estar aquí. En especial no esta tarde. Deberías comprender que, si piensas en el tipo de cosas que has estado escribiendo últimamente sobre él…
El periodista rió quedamente.
—Te lo dije. Puedo calmarle.
—No estés tan seguro de ello, Theremon. Básicamente le llamaste chiflado obsoleto en tu columna, ¿recuerdas? El viejo suele permanecer tranquilo y severo la mayor parte del tiempo, pero cuando se le empuja demasiado su temperamento se vuelve horrible.
Theremon se encogió de hombros.
—Mira, Beenay, antes de que me convirtiera en un columnista importante fui periodista especializado en realizar todo tipo de entrevistas imposibles, y quiero decir imposibles. Volvía cada día a casa con hematomas, ojos morados, a veces uno o dos huesos rotos, pero conseguía siempre mi artículo. Desarrollas un cierto grado de confianza en ti mismo después de pasar algunos años sacando a la gente de sus casillas por rutina a fin de conseguir tu artículo. Puedo ocuparme de Athor.
—¿Sacando a la gente de sus casillas? —murmuró Beenay. Miró significativamente hacia la placa del calendario en la parte superior de la pared del pasillo. Anunciaba en brillantes letras verdes la fecha: 19 REPTAR. El día de los días, el que había estado llameando en todas las mentes aquí en el observatorio, mes tras mes. El último día de cordura que mucha gente de Kalgash, quizá la mayoría, llegaría a conocer—. No son las mejores palabras para esta tarde, ¿no crees?
Theremon sonrió.
—Quizá tengas razón. Ya veremos. —Señaló hacia la puerta cerrada de la oficina de Athor—. ¿Quién hay ahí dentro en estos momentos?
—Athor, por supuesto. Y Thilanda…, es una de las astrónomas. Davnit, Simbron, Hikkinan, todo el personal del observatorio. Más o menos.
—¿Qué pasa con Siferra? Dijo que estaría ahí.
—Bueno, no está; todavía no.
Una expresión de sorpresa apareció en el rostro de Theremon.
—¿De veras? Cuando le pregunté el otro día si optaría por el Refugio se me rió prácticamente en la cara. Estaba decidida a observar el eclipse desde aquí. No puedo creer que haya cambiado de opinión. Esa mujer no le tiene miedo a nada, Beenay. Bueno, quizás esté aprovechando los últimos minutos para arreglar las cosas en su oficina.
—Es muy probable.
—¿Y tu gordito amigo Sheerin? ¿Tampoco está ahí?
—No, Sheerin no. Está en el Refugio.
—Así que nuestro Sheerin no es el más valiente de los hombres, ¿eh?
—Al menos ha tenido el buen sentido de admitirlo. Raissta está en el Refugio también, y la esposa de Athor, Nyilda, y casi toda la demás gente que conozco, excepto unas pocas personas del observatorio. Si fueras listo tú también estarías allí, Theremon. Cuando la Oscuridad llegue aquí esta tarde, desearás haber ido.
—El Apóstol Folimun 66 me dijo más o menos lo mismo hará más de un año, sólo que era a su Refugio al que me invitaba, no al vuestro. Pero estoy completamente preparado a enfrentarme a los peores terrores que los dioses puedan arrojar sobre mí, amigo mío. Hay una noticia que cubrir esta tarde, y no podré hacerlo si me meto en un agujero y me paso todo el tiempo en un acogedor escondite subterráneo, ¿no crees?
—No habrá ningún periódico mañana en el que puedas escribir esa crónica, Theremon.
—¿Eso crees? —Theremon sujetó a Beenay por el brazo y se acercó más a él, casi nariz contra nariz.
Murmuró, con un tono bajo e intenso:
—Dime una cosa, Beenay. Sólo entre amigos. ¿Crees realmente que esta tarde va a producirse una cosa tan increíble como un Anochecer?
—Sí. Lo creo.
—¡Dios! ¿Lo dices en serio, hombre?
—Nunca en mi vida he hablado más en serio, Theremon.
—No puedo creerlo. Pareces tan juicioso, Beenay. Tan sólido, tan responsable. Y, sin embargo, has tomado un puñado de cálculos astronómicos reconocidamente especulativos y algunos trozos de carbón excavados en un desierto a miles de kilómetros de aquí y un poco de espuma rabiosa de las bocas de un puñado de cultistas de ojos desorbitados, y lo has mezclado todo junto en el un malditamente loco batiburrillo de idiotez apocalíptica que nunca haya…
—No es ninguna locura —insistió Beenay con voz tranquila—. No es ninguna idiotez.
—Así que el mundo conocerá realmente su final esta tarde.
—El mundo que nosotros conocemos y amamos, sí.
Theremon soltó el brazo de Beenay y alzó las manos, exasperado.
—¡Dioses! ¡Incluso tú! Por la Oscuridad, Beenay, durante la mayor parte de un año he intentado poner un poco de fe en todo este asunto, y no puedo, absolutamente no puedo. No importa lo que digas tú, o Athor, o Siferra, o Folimun 66, o Mondior, o…
—Tan sólo espera —dijo Beenay—. Unas pocas horas más.
—¡Eres realmente sincero! —murmuró Theremon, maravillado—. Por todos los dioses, eres un chiflado tan grande como el propio Mondior. ¡Bah! Eso es lo que digo, Beenay. ¡Bah! Llévame a ver a Athor, ¿quieres?
—Te lo advierto, él no quiere verte a ti.
—Eso ya lo dijiste. Llévame de todos modos.
Theremon nunca había esperado tomar realmente una postura hostil frente a los científicos del observatorio. Pero las cosas habían ocurrido de este modo, muy gradualmente, en los meses que condujeron al 19 de theptar.
Se trataba básicamente de un asunto de integridad periodística, se dijo. Beenay era su amigo desde hacía tiempo, sí; el doctor Athor era incuestionablemente un gran astrónomo; Sheerin era genial y sincero y de confianza; y Siferra era…, bueno, una mujer atractiva e interesante y una importante arqueóloga. No sentía el menor deseo de situarse como enemigo de toda esa gente.
Pero tenía que escribir lo que él creía. Y lo que creía, hasta lo más profundo de su alma, era que el grupo del observatorio era de la cabeza a los pies tan necio como los Apóstoles de la Llama, e igual de peligroso para la estabilidad de la sociedad.
No había forma alguna de obligarse a sí mismo a tomar en serio lo que decían. Cuanto más tiempo pasaba en el observatorio, más loco le parecía todo aquello.
¿Un planeta invisible y al parecer indetectable surcando el cielo en una órbita que lo llevaba cerca de Kalgash cada pocas décadas? ¿Una combinación de posiciones solares que dejaba únicamente a Dovim sobre sus cabezas cuando llegara el planeta invisible? ¿La luz de Dovim completamente interceptada, y sumiendo al mundo en la Oscuridad? ¿Y todos volviéndose locos como resultado de ese cúmulo de circunstancias? No, no, no podía aceptarlo.
Para Theremon todo aquello parecía tan alocado como lo que habían estado predicando los Apóstoles de la Llama durante tantos años. El único pensamiento extra que añadían los Apóstoles era el misterioso advenimiento del fenómeno conocido como Estrellas. Incluso la gente del observatorio había tenido que admitir que no podía imaginar qué eran las Estrellas. Algún otro tipo de cuerpos celestes invisibles, al parecer, que de pronto aparecían a la vista cuando terminaba el Año de Gracia y la ira de los dioses descendía sobre Kalgash…, o eso señalaban los Apóstoles.
—No es posible —le había dicho Beenay una tarde en el Club de los Seis Soles. Todavía faltaban seis meses para la fecha del eclipse—. El eclipse y la Oscuridad, sí. Las Estrellas, no. No hay nada en el universo excepto nuestro mundo y los seis soles y algunos asteroides insignificantes…, y Kalgash Dos. Si también hay Estrellas, ¿por qué no podemos medir su presencia? ¿Por qué no podemos detectarlas por las perturbaciones orbitales que causan, de la misma forma que hemos detectado Kalgash Dos? No, Theremon, si hay Estrellas ahí fuera, entonces algo va mal con la Teoría de la Gravitación Universal. Y sabemos que la teoría es correcta.
Sabemos que la teoría es correcta, eso era lo que había dicho Beenay. Pero, ¿no era exactamente lo mismo que Folimun diciendo: «Sabemos que el Libro de las Revelaciones es el libro de la verdad»?
Al principio, cuando Beenay y Sheerin le contaron por primera vez su creciente seguridad de que iba a producirse un devastador período de Oscuridad en todo el mundo, Theremon, maravillado e impresionado por sus apocalípticas visiones, había hecho todo lo posible por ayudarles.
—Athor desea reunirse con Folimun —le dijo Beenay—. Está intentando descubrir si los Apóstoles poseen algún tipo de antiguos registros astronómicos que puedan confirmar lo que hemos hallado. ¿Puedes hacer algo para arreglarlo?
—Una idea curiosa —dijo Theremon—. El irascible viejo científico pide ver al portavoz de las fuerzas de la anticiencia, de la nociencia. Pero veré lo que puedo hacer.
La reunión resultó sorprendentemente fácil de arreglar. De todos modos, Theremon tenía intención de entrevistar de nuevo a Folimun. El Apóstol de afilado rostro garantizó a Theremon una audiencia para el día siguiente.
—¿Athor? —dijo Folimun, cuando el periodista le transmitió el mensaje de Beenay—. ¿Por qué quiere verme a mí?
—Quizá tenga intención de convertirse en un Apóstol —sugirió burlonamente Theremon.
Folimun se echó a reír.
—No es muy probable. Por todo lo que sé de él, antes se pintaría el cuerpo de púrpura y saldría a dar un paseo desnudo por el bulevar de Saro.
—Bueno, quizás esté experimentando una conversión —dijo Theremon. Luego, tras una tentadora pausa, añadió—: Sé seguro que él y su personal han tropezado con algunos datos que tal vez tiendan a apoyar las creencias de ustedes de que la Oscuridad barrerá el mundo el próximo 19 de theptar.
Folimun se permitió el más pequeño tipo de cuidadosamente controlada muestra de interés, un casi imperceptible alzamiento de una ceja.
—Qué fascinante, si fuera cierto —dijo con voz calmada.
—Tendrá que verle en persona para descubrirlo.
—Eso es precisamente lo que voy a hacer —dijo el Apóstol.
Y lo hizo. Theremon nunca consiguió descubrir cuál fue la naturaleza exacta de la reunión entre Folimun y Athor, pese a todos sus esfuerzos. Athor y Folimun fueron los únicos presentes, y ninguno de ellos dijo nada a nadie sobre la misma, por lo que Theremon pudo averiguar. Beenay, un enlace de Theremon con el observatorio, sólo pudo ofrecerle vagas suposiciones.
—Tuvo algo que ver con los antiguos registros astronómicos que el jefe cree que tienen los Apóstoles, eso es todo lo que puedo decirte —le informó Beenay—. Athor sospecha que han estado ocultando cosas durante siglos, quizás incluso desde antes del último eclipse. Algunos de los pasajes del Libro de las Revelaciones están escritos en un viejo lenguaje olvidado, ¿lo sabías?
—Un viejo galimatías olvidado, querrás decir. Nadie ha sido capaz nunca de extraer ningún sentido a ese asunto.
—Bueno, ciertamente yo no —dijo Beenay—. Pero algunos filólogos completamente respetables son de la opinión de que esos pasajes pueden ser auténticos textos prehistóricos. ¿Y si los Apóstoles tienen realmente una forma de descifrar ese lenguaje? ¿Pero la guardan para sí mismos, ocultando así cualquier dato astronómico que pueda estar registrado en el Libro de las Revelaciones? Tal vez ésa sea la clave tras la cual va Athor.
Theremon se mostró sorprendido.
—¿Estás diciendo que el más preeminente astrónomo de nuestra época, quizá de todas las épocas, siente la necesidad de consultar a un puñado de histéricos cultistas sobre un asunto científico?
Beenay se encogió de hombros y dijo:
—Todo lo que sé es que a Athor no le gustan los apóstoles y sus enseñanzas más de lo que te gustan a ti, pero pensó que había algo importante que ganar reuniéndose con tu amigo Folimun.
—¡No es mi amigo! Es estrictamente un conocido a nivel profesional.
—Bueno, como quieras llamarlo… —murmuró Beenay.
Theremon le interrumpió. Una auténtica ira estaba creciendo en él ahora, un poco para su propia sorpresa.
—Y no me va a sentar muy bien, déjame decírtelo, si resulta que tu gente y los Apóstoles han establecido algún tipo de trato. Por lo que a mí respecta, los Apóstoles representan la propia Oscuridad…, las más negras y odiosas ideas reaccionarias. Déjales seguir adelante, y nos tendrán a todos viviendo de nuevo vidas medievales de penitencia, castidad y flagelación. Ya es bastante malo tener a unos psicópatas como ellos difundiendo locas profecías delirantes para alterar la tranquilidad de la vida cotidiana, pero si un hombre del prestigio de Athor tiene intención de dignificar a esos ridículos asquerosos incorporando parte de sus balbuceos a sus propios hallazgos, voy a sentirme muy suspicaz, amigo, con respecto a cualquier cosa que emane de tu observatorio a partir de este momento.
El desánimo era evidente en el rostro de Beenay.
—Si tan sólo supieras, Theremon, lo despectivamente que habla Athor de los Apóstoles, la poca consideración que muestra hacia todo lo que abogan…
—Entonces, ¿por qué se digna a hablar con ellos?
—¡Tú también has hablado con Folimun!
—Eso es distinto. Nos guste o no, Folimun es noticia estos días. Mi trabajo es descubrir lo que pasa por su mente.
—Bueno —dijo Beenay acaloradamente—, quizás Athor tenga el punto de vista.
En este punto decidieron abandonar la discusión. Estaba empezando a transformarse de una discusión en una disputa, y ninguno de los dos deseaba eso. Puesto que Beenay no tenía en realidad ninguna idea de a qué tipo de acuerdo, si se había producido alguno, habían llegado Athor y Folimun, Theremon no veía ningún sentido en seguir hablando de ello.
Pero, se dio cuenta más tarde Theremon, esa conversación con Beenay marcó exactamente el punto en el que su actitud hacia Beenay y Sheerin y el resto de la gente del observatorio empezó a cambiar…, cuando empezó a derivar de la posición de espectador curioso y simpatizante a la de crítico burlón y mordaz. Pese a que él había sido un instrumento de su consecución, el encuentro entre el director del observatorio y el Apóstol le parecía ahora a Theremon una traición del tipo más desastroso, una ingenua capitulación por parte de Athor a las fuerzas de la reacción y la ciega ignorancia.
Aunque nunca había sido realmente capaz de llegar a creer en las teorías de los científicos —pese a las llamadas «pruebas» que le habían permitido inspeccionar—, Theremon había adoptado una postura generalmente neutral en su columna cuando las primeras crónicas acerca del inminente eclipse empezaron a aparecer en el Crónica.
«Un sorprendente anuncio —lo había llamado—, y muy aterrador…, si es cierto. Como Athor 77 dice muy certeramente, cualquier período prolongado de repentina Oscuridad a nivel mundial sería una calamidad como el mundo no ha conocido otra. Pero, desde el otro lado del mundo, nos llega esta mañana un punto de vista disidente. “Con el debido respeto al gran Athor 77 —declara Heranian 1104, astrónomo real del Observatorio Imperial de Kanipilitiniuk—, todavía no hay ninguna prueba firme de que el satélite llamado Kalgash Dos exista realmente, y menos aún de que sea capaz de causar un eclipse como el que predice el grupo de Saro. Debemos tener en cuenta que los soles, incluso un sol pequeño como Dovim, son enormemente más grandes de lo que pueda llegar a ser cualquier satélite vagabundo del espacio, y consideramos altamente improbable que un satélite así sea capaz de ocupar exactamente la posición en el cielo necesaria para interceptar toda la iluminación solar que llega hasta la superficie de nuestro mundo…”»
Pero entonces se produjo el discurso de Mondior 71 el 13 de umilithar, en el cual el Sumo Apóstol declaró orgullosamente que el más grande científico del mundo había dado su apoyo a la palabra del Libro de las Revelaciones.
—La voz de la ciencia es ahora una con la voz del Cielo —exclamó Mondior—. Os pido encarecidamente a todos: no pongáis más esperanzas en los milagros y en los sueños. Lo que deba venir vendrá. Nada puede salvar al mundo de la ira de los dioses, nada excepto la voluntad de abandonar el pecado, de renunciar al mal, de dedicarnos al camino de la virtud y de la honradez.
La retumbante declaración de Mondior empujó a Theremon fuera de su neutralidad. Por lealtad a la amistad de Beenay se había permitido tomarse la hipótesis del eclipse más o menos en serio durante un tiempo. Pero ahora empezó a verla como una mera estupidez…, un puñado de ansiosos y alucinados científicos engañados en su propio entusiasmo por un montón de pruebas circunstanciales y razonando a partir de la mera coincidencia, dispuestos a engañarse a sí mismos y creer a pies juntillas en las proclamaciones de la más absurda y loca creencia.
Al día siguiente, la columna de Theremon se interrogaba: «¿Se preguntan ustedes cómo han conseguido los Apóstoles de la Llama ganarse a Athor 77 como converso? De entre todo el mundo, el gran viejo astrónomo parece el menos capaz de alinearse con esos encapuchados proveedores de frases rimbombantes y abracadabras y prestarles su apoyo. ¿Consiguió el encanto de algún Apóstol de lengua de plata hacer perder el buen sentido al gran científico? ¿O se trata simplemente, como he oído susurrar detrás de las paredes cubiertas de hiedra de la Universidad de Saro, de que la edad obligatoria para el retiro de todos los miembros de la facultad ha pasado para él hace ya unos cuantos años?»
Y eso fue sólo el principio.
Theremon veía qué papel tenía que representar ahora. Si la gente empezaba a tomarse en serio eso del eclipse, se producirían crisis mentales por todas partes incluso sin la llegada de la Oscuridad general para desencadenarlas.
Si se dejaba que todo el mundo creyera realmente que la condenación llegaría con la tarde del 19 de theptar, el pánico se iniciaría en las calles mucho antes que eso, una histeria universal, el colapso de la ley y el orden, un prolongado período de inestabilidad general y aprensión y trastornos…, todo ello seguido por sólo los dioses sabían qué tipo de trastornos emocionales cuando el temido día llegara y se fuera sin producir daño alguno. Su misión tenía que ser deshinchar el miedo al Anochecer, a la Oscuridad, al Día del Juicio, atravesándolo con la afilada lanza de la risa.
Así, cuando Mondior retumbó ferozmente que la venganza de los dioses estaba en camino, Theremon 762 respondió con despreocupadas viñetas de cómo sería el mundo si los Apóstoles conseguían «reformar» la sociedad tal como ellos deseaban…, gente yendo a la playa con trajes de baño hasta los tobillos, largas sesiones de plegarias entre cada asomo de acción en los acontecimientos deportivos, todos los grandes libros y obras clásicas y dramas reescritos para eliminar el más ligero asomo de impiedad.
Y cuando Athor y su grupo dieron a la luz pública diagramas que mostraban los movimientos del nunca visto y al parecer no visible Kalgash Dos a través del cielo en dirección a su sombría cita con la pálida luz roja de Dovim, Theremon hizo condescendientes observaciones sobre dragones, gigantes invisibles y otros monstruos mitológicos cabrioleando en el cielo.
Cuando Mondior agitó la autoridad científica de Athor 77 en torno a él como un argumento que demostraba el apoyo secular de las enseñanzas de los Apóstoles, Theremon respondió preguntando lo en serio que uno podía tomarse la autoridad científica de Athor 77 ahora que a todas luces estaba tan trastornado como el propio Mondior.
Cuando Athor pidió un programa de emergencia de almacenamiento de comida, información científica y técnica y todo lo demás que pudiera ser necesario para la Humanidad después de que estallara la locura general, Theremon sugirió que en algunas partes la locura general ya había estallado, y proporcionó su propia lista de artículos esenciales para que todo el mundo guardara en su sótano («abrelatas, tachuelas, copias de la tabla de multiplicar, cartas de juego… No olviden escribir su nombre en una tarjeta y atarla alrededor de su muñeca derecha, en caso de que no lo recuerden después de la llegada de la Oscuridad…, y aten una tarjeta a su muñeca izquierda que diga: Para averiguar su nombre, vea su otra muñeca…»).
Cuando Theremon hubo terminado de machacar con su columna, resultó difícil a sus lectores decidir qué grupo era más absurdo: si los apocalípticos fenómenos de los Apóstoles de la Llama o los patéticos y crédulos observadores del cielo del observatorio de la Universidad de Saro. Pero una cosa era segura: gracias a Theremon, casi ningún miembro del público en general creía que nada extraordinario fuera a ocurrir en la tarde del 19 de theptar.
Athor adelantó un beligerante labio inferior y miró furioso al hombre del Crónica. Sólo con un supremo esfuerzo consiguió dominarse.
—¿Usted aquí? ¿Pese a todo lo que dije? ¡De todas las audacias…!
La mano de Theremon estaba extendida en un saludo como si realmente hubiera esperado que Athor la aceptara. Pero al cabo de un momento la bajó y se quedó allí de pie, contemplando al director del observatorio con una sorprendente despreocupación.
Con la voz temblando con una apenas controlada emoción, Athor dijo:
—Exhibe usted una maldita osadía, señor, viniendo aquí esta tarde. Me sorprende que se atreva a mostrarse entre nosotros.
En un rincón de la habitación, Beenay se pasó nervioso la lengua por los labios e intervino con voz trémula:
—Bueno, señor, después de todo…
—¿Tú le invitaste a entrar? ¿Cuándo sabías que había prohibido expresamente…?
—Señor, yo…
—Fue la doctora Siferra —dijo Theremon—. Ella me pidió encarecidamente que viniera. Estoy aquí invitado por ella.
—¿Siferra? ¿Siferra? Dudo mucho eso. Ella me dijo hace tan sólo unas semanas que cree que es usted un loco irresponsable. Habló de usted del modo más duro posible. —Athor miró a su alrededor—. Por cierto, ¿dónde está? Se suponía que debía estar aquí, ¿no? —No hubo ninguna respuesta. Athor se volvió a Beenay y dijo—: Tú eres el que ha dejado entrar a este periodista, Beenay. Me siento absolutamente asombrado de que hayas hecho algo así. Éste no es el momento para insubordinaciones. El observatorio está cerrado a los periodistas esta tarde. Y está cerrado indefinidamente para este periodista en particular. Sácalo de aquí de inmediato.
—Director Athor —dijo Theremon—, si me permite tan sólo explicar que mis razones para…
—No creo, joven, que nada de lo que usted pueda decir ahora haga mucho por contrarrestar sus insufribles columnas diarias de estos últimos dos meses. Ha lanzado usted una enorme campaña periodística contra los esfuerzos de mis colegas y de mí mismo de organizar el mundo contra la amenaza que está a punto de abrumarnos. Ha hecho usted todo lo posible con sus ataques personales para conseguir que el personal de este observatorio se convierta en un objeto de ridículo.
Alzó el ejemplar del Crónica de Ciudad de Saro de encima de la mesa y lo agitó furioso hacia Theremon.
—Incluso una persona de su bien conocido atrevimiento hubiera debido vacilar antes de acudir a mí con la petición de que se le permitiera cubrir los acontecimientos de hoy para su periódico. De entre todos los periodistas…, ¡usted!
Athor lanzó el periódico al suelo, caminó hasta la ventana y cruzó las manos a su espalda.
—Tiene que marcharse de inmediato —restalló por encima del hombro—. Beenay, sácalo de aquí.
A Athor le pulsaba la cabeza. Sabía que era importante mantener su ira bajo control. No podía permitirse dejar que nada le distrajera del enorme y cataclísmico acontecimiento que estaba a punto de producirse.
Miró lúgubremente el horizonte de los tejados de Ciudad de Saro y se forzó a volver a la calma, tanta calma como era capaz de conseguir aquella tarde.
Onos descendía hacia el horizonte. Dentro de poco se desvanecería en las distantes brumas. Athor observó su descenso.
Sabía que nunca volvería a verlo como un hombre cuerdo.
El frío brillo blanco de Sitha era visible también, bajo en el cielo, muy al otro lado de la ciudad, en el otro extremo del horizonte. El gemelo de Sitha, Tano, no se veía por ninguna parte…, ya se había puesto y ahora se deslizaba por el cielo del hemisferio opuesto, que pronto estaría gozando del extraordinario fenómeno de un día de cinco soles…, y el propio Sitha se estaba desvaneciendo rápidamente de la vista. Dentro de unos momentos él también desaparecería.
Detrás de él oyó susurrar a Beenay y Theremon.
—¿Todavía está aquí ese hombre? —preguntó ominosamente.
—Señor —dijo Beenay—, creo que debería escuchar usted lo que tiene que decirle.
—¿Eso crees? ¿Crees que debo escucharle? —Athor giró en redondo y sus ojos brillaron feroces—. Oh, no, Beenay. ¡No, él será el que me va a escuchar a mí! —Se volvió perentoriamente hacia el periodista, que no había hecho ningún gesto de marcharse—. ¡Venga aquí, joven! Voy a proporcionarle su artículo.
Theremon avanzó lentamente hacia él.
Athor hizo un gesto hacia el otro lado de la ventana.
—Sitha está a punto de ponerse…, no, ya lo ha hecho. Onos desaparecerá también, dentro de un momento o dos. De todos los seis soles, sólo Dovim quedará en el cielo. ¿Lo ve?
No era necesario formular la pregunta. La enana roja que era el sol parecía más pequeña que de costumbre esta tarde, más pequeña de lo que había parecido a lo largo de décadas. Pero estaba casi en el cenit, y su rojiza luz caía sobre ellos de una forma pasmosa, inundando el paisaje con una extraordinaria iluminación rojo sangre a medida que los brillantes rayos del poniente Onos morían.
Athor alzó el rostro teñido de rojo a la luz de Dovim.
—Dentro de tan sólo cuatro horas —dijo—, la civilización, tal como la conocemos, llegará a su fin. Lo hará porque, como usted puede ver, Dovim será el único sol en el cielo. —Entrecerró los ojos, miró hacia el horizonte. El último parpadeo amarillo de Onos desapareció en aquel momento—. ¡Ya lo tenemos! ¡Dovim está solo! Nos quedan cuatro horas hasta el final de todo. ¡Imprima eso! Pero no habrá nadie para leerlo.
—Pero, ¿y si resulta que pasan las cuatro horas…, y otras cuatro horas…, y no ocurre nada? —preguntó Theremon con voz suave.
—No deje que eso le preocupe. Ocurrirán muchas cosas, se lo aseguro.
—Quizá. Pero, ¿y si no ocurren?
Athor luchó contra su creciente ira.
—Si no se marcha usted, señor, y Beenay se niega a conducirle fuera, entonces llamaré a los guardias de la universidad y… No. En la última tarde de la civilización, no permitiré descortesías aquí. Tiene usted cinco minutos, joven, para decir lo que ha venido a decir. Al final de ese tiempo, o bien aceptaré que se quede para presenciar el eclipse, o abandonará usted este lugar por voluntad propia. ¿Ha comprendido?
Theremon vaciló apenas un momento.
—Es justo.
Athor sacó el reloj de su bolsillo.
—Cinco minutos, entonces.
—¡Bien! De acuerdo, primera cosa: ¿Qué diferencia significará el que me permita usted o no ser testigo presencial de lo que ocurra? Si su predicción resulta cierta, mi presencia no importará en absoluto…, el mundo terminará, no habrá periódicos mañana, no seré capaz de dañar su reputación de ninguna manera. Por otra parte, ¿y si no hay ningún eclipse? Su gente se verá sometida a un ridículo como el mundo jamás habrá conocido otro. ¿No cree usted que sería juicioso dejar ese ridículo en manos amigas?
Athor bufó.
—¿Se refiere usted a sus manos?
—¡Por supuesto! —Theremon se dejó caer casualmente en la más confortable de las sillas de la habitación y cruzó las piernas—. Puede que mis columnas hayan sido un poco rudas a veces, se lo admito, pero he dejado que su gente tuviera el beneficio de la duda siempre que me ha sido posible. Después de todo, Beenay es amigo mío. Él fue quien primero me dio un atisbo de lo que estaba ocurriendo aquí, y puede que recuerde usted que al principio me mostré completamente favorable a su investigación. Pero…, le pregunto, doctor Athor: ¿Cómo puede usted, uno de los más grandes científicos de toda la historia, volver su espalda al conocimiento de que este siglo es una época de triunfo de la razón sobre la superstición, de los hechos sobre la fantasía, del conocimiento sobre el ciego miedo? Los Apóstoles de la Llama son un anacronismo absurdo. El Libro de las Revelaciones es una enlodada masa de estupideces. Todo el mundo inteligente, todo el mundo moderno, sabe eso. Y así la gente se siente irritada, incluso encolerizada, de que los científicos cambien de bando y nos digan que esos cultistas están predicando la verdad. Ellos…
—Nada de eso, joven —interrumpió Athor—. Si bien algunos de nuestros datos nos han sido proporcionados por los Apóstoles, nuestros resultados no contienen nada del misticismo de los Apóstoles. Los hechos son hechos, y no se puede negar que las llamadas «estupideces» de los Apóstoles contienen ciertos hechos tras ellas. Hemos descubierto esto con hondo pesar, puedo asegurárselo. Pero nos hemos burlado de su mitologización y hemos hecho todo lo que hemos podido por separar sus genuinas advertencias del inminente desastre de su absolutamente ridículo e insostenible programa de transformar y «reformar» la sociedad. Le aseguro que los Apóstoles nos odian ahora más que usted.
—Yo no les odio. Simplemente le estoy diciendo que el público está de un humor de mil diablos. Están furiosos.
—Sí, pero, ¿qué hay acerca de mañana?
—¡No habrá mañana!
—Pero, ¿y si lo hay? Digamos que lo hay…, sólo a nivel de discusión. Esa furia puede tomar la forma de algo serio. Después de todo, ¿sabe?, el mundo financiero ha caído en picado durante estos últimos meses. El mercado de valores ha tocado fondo en tres ocasiones distintas, ¿o no se ha dado usted cuenta? Los inversores sensatos no creen en realidad que el mundo vaya a terminar, pero piensan que otros inversores sí pueden empezar a creerlo, de modo que los listos venden antes de que se inicie el pánico…, provocando así el pánico ellos mismos. Y luego vuelven a comprar, y venden de nuevo tan pronto como el mercado se recupera, e inician otra vez todo el ciclo hacia abajo. ¿Y qué cree usted que ha ocurrido con los negocios? El Hombre Medio no les cree tampoco, pero no tiene ningún sentido comprar nuevos muebles para el porche en estos momentos, ¿no? Mejor guardar el dinero, sólo por si acaso, o invertirlo en alimentos en conserva y municiones, y dejar el mobiliario para más adelante.
»¿Ve adónde quiero llegar, doctor Athor? Tan pronto como esto termine, los intereses comerciales se lanzarán tras su piel. Todos dirán que si los chiflados, le pido disculpas, si los chiflados disfrazados de científicos serios pueden trastocar toda la economía de un país en cualquier momento que deseen efectuando simplemente predicciones alarmistas, entonces es asunto del país impedir que tales cosas se produzcan. Volarán las chispas, doctor.
Athor miró indiferente al columnista. Los cinco minutos ya casi habían pasado.
—¿Y qué es lo que propone hacer usted para ayudar en esta situación?
—Bueno —dijo Theremon con una sonrisa—, lo que tengo en mente es esto: Empezando mañana, me pondré a su servicio como representante de relaciones públicas extraoficial. Con lo cual quiero decir que puedo intentar apaciguar las iras a las que va a tener que enfrentarse, de la misma forma que he intentado apaciguar la tensión que la nación ha estado experimentando…, a través del humor, a través del ridículo si es necesario. Lo sé, lo sé…, será difícil de soportar, lo admito, porque voy a tener que presentarles a todos como un puñado de farfullantes idiotas. Pero, si puedo conseguir que la gente se ría de ustedes, es posible que simplemente olviden ponerse furiosos. A cambio de eso, todo lo que pido es la exclusiva de cubrir la escena desde el observatorio esta tarde.
Athor guardó silencio. Beenay intervino:
—Señor, vale la pena tomarlo en consideración. Sé que hemos examinado todas las posibilidades, pero siempre hay una probabilidad de un millón a uno, mil millones a uno, de que exista un error en alguna parte en nuestra teoría o en nuestros cálculos. Y, si es así…
Los demás en la habitación estaban murmurando entre sí, y a Athor le sonó como murmullos de asentimiento. Por los dioses, ¿se estaba volviendo contra él todo el departamento? La expresión de Athor se convirtió en la de alguien que de pronto hallaba su boca llena de algo amargo y no sabía cómo librarse de ello.
—¿Permitir que se quede con nosotros a fin de que pueda ridiculizamos mejor mañana? ¿Cree usted que estoy realmente senil, joven?
—Pero ya le he explicado que el hecho de que yo esté aquí no va a significar ninguna diferencia —insistió Theremon—. Si hay un eclipse, si llega la Oscuridad, no esperen otra cosa que el tratamiento más reverente de mi parte, y toda la ayuda que pueda proporcionar en cualquier crisis que se presente. Y si después de todo no ocurre nada fuera de lo habitual, estoy dispuesto a ofrecerles mis servicios con la esperanza de protegerles, doctor Athor, contra la ira de los furiosos ciudadanos que…
—Por favor —dijo una nueva voz—. Deje que se quede, doctor Athor.
Athor miró a su alrededor. Siferra había entrado en la habitación sin que nadie se diera cuenta.
—Lamento llegar tarde. Hemos tenido un pequeño problema de último minuto en la oficina de Arqueología que ha alterado un poco las cosas y… —Él y Theremon intercambiaron sendas miradas. Siguió hablando a Athor—: Por favor, no se ofenda. Sé lo cruelmente que se ha burlado de nosotros. Pero le pedí que viniera aquí esta tarde para que pudiera comprobar de primera mano que realmente teníamos razón. Él…, es mi invitado, doctor.
Athor cerró los ojos un momento. ¡El invitado de Siferra! Eso ya era demasiado. ¿Por qué no invitar a Folimun también? ¿Por qué no a Mondior?
Pero había perdido el deseo de seguir discutiendo. El tiempo era cada vez más corto. Y, evidentemente a ninguno de los otros le importaba tener a Theremon allí durante el eclipse.
¿Por qué debería importarle a él?
¿Por qué debería importar nada, en estos momentos?
—De acuerdo —dijo resignadamente—. Quédese, si eso es lo que quiere. Pero le agradeceré que se contenga de interferir de ninguna manera con nuestro trabajo. ¿Ha entendido? Se mantendrá fuera de nuestro camino tanto como le sea posible. Y recuerde también que yo estoy a cargo de todas las actividades aquí, y que, pese a las opiniones que sobre mí ha expresado en su columna, sigo esperando toda la cooperación y todo el respeto…
Siferra cruzó la habitación hasta situarse al lado de Theremon y dijo en voz baja:
—No esperaba seriamente que viniera usted aquí esta tarde.
—¿Por qué no? La invitación era seria, ¿no?
—Por supuesto. Pero fue usted tan salvaje en sus burlas en todas esas columnas que escribió sobre nosotros…, tan cruel…
—Irresponsable es la palabra que utilizó usted —dijo Theremon. Ella enrojeció.
—Eso también. No imaginé que fuera usted capaz de mirar a Athor a los ojos después de todas esas horribles cosas que…
—Haré más que mirarle a los ojos, si resulta que sus macabras predicciones son exactas. Me pondré de rodillas ante él y le pediré humildemente perdón.
—¿Y si resulta que sus predicciones no son exactas?
—Entonces me necesitará —dijo Theremon—. Todos ustedes me necesitarán. Éste es el lugar donde debo estar esta tarde.
Siferra lanzó al periodista una mirada de sorpresa. Él siempre decía lo inesperado. Todavía no había conseguido comprenderle. Le desagradaba, por supuesto…, no hacía falta decir eso. Todo lo referente a él, su profesión, su forma de hablar, las ropas llamativas que usaba normalmente, le chocaban como cosas ostentosas y vulgares. Toda su personalidad era un símbolo, para ella, del crudo, tosco, deprimente, vulgar, repelente mundo más allá de los muros de la universidad que siempre había detestado.
Y sin embargo, y sin embargo, y sin embargo…
Había aspectos en este Theremon que habían conseguido ganar pese a todo su reacia admiración. Por una parte, era duro: absolutamente inmutable en su persecución de lo que fuera tras lo que iba. Podía apreciar eso. Era directo, incluso brusco: qué contraste con los tipos académicos, resbaladizos, manipulativos y perseguidores del poder, que pululaban a su alrededor en el campus. También era inteligente, no había ninguna duda al respecto, aunque había elegido dedicar su particular tipo de vigorosa e inquisitiva inteligencia a un campo trivial y carente de significado como era el periodismo. Y respetaba su robusto vigor físico: era alto y de aspecto recio y con una evidente buena salud. Siferra nunca había sentido demasiada estima hacia los débiles. Había tenido mucho cuidado de no ser ella uno.
En verdad, se dio cuenta —por improbable que fuera, por incómoda que la hiciera sentirse—, en cierto modo la atraía. ¿Una atracción de polos opuestos?, pensó. Sí, sí, ésa era una forma bastante exacta de decirlo. Pero no enteramente. Debajo de las diferencias superficiales, sabía Siferra, tenía más cosas en común con Theremon de las que estaba dispuesta a admitir.
Miró intranquila hacia la ventana.
—Se está haciendo oscuro ahí fuera —dijo—. Más oscuro de lo que nunca había visto antes.
—¿Asustada? — preguntó Theremon.
—¿De la Oscuridad? No, realmente no. Pero estoy asustada de lo que va a ocurrir después de ella. Usted también debería de estarlo.
—Lo que va a ocurrir después —dijo él— es la salida de Onos, y supongo que Trey y Patru brillarán también, y todo volverá a ser como era antes.
—Suena usted muy seguro de ello.
Theremon se echó a reír.
—Onos ha salido cada mañana de mi vida. ¿Por qué no debería estar seguro de que lo hará mañana?
Siferra agitó la cabeza. El hombre empezaba a irritarla de nuevo con su testarudez. Resultaba difícil de creer que hacía unos momentos se había estado diciendo a sí misma que lo hallaba atractivo.
—Onos saldrá mañana —dijo fríamente—. Y contemplará una escena de devastación que una persona de su limitada imaginación es evidentemente incapaz de anticipar.
—¿Todo presa del fuego, quiere decir? ¿Y todo el mundo vagando de un lado para otro, balbuceando y farfullando mientras la ciudad arde?
—Las pruebas arqueológicas indican…
—Fuegos, sí. Holocaustos repetidos. Pero sólo en un pequeño emplazamiento, a miles de kilómetros de aquí y a miles de años de distancia en el pasado. —Los ojos de Theremon llamearon con repentina vitalidad—. ¿Y dónde están sus pruebas arqueológicas de los estallidos de locura masiva? ¿Extrapola usted a partir de todos esos fuegos? ¿Cómo puede estar segura de que ésos no fueron fuegos puramente rituales, encendidos por hombres y mujeres perfectamente cuerdos con la esperanza de que trajeran a los soles de vuelta y desvanecieran la Oscuridad? ¿Fuegos que se les escaparon cada vez de las manos y causaron unos daños mayores de los calculados, cierto, pero que de ninguna forma pueden relacionarse a un deterioro mental por parte de la población?
Ella le miró llanamente.
—Hay pruebas arqueológicas de eso también. Del extenso deterioro mental, quiero decir.
—¿De veras?
—Los textos de las tablillas. Que hemos terminado de descifrar esta misma mañana de acuerdo con los datos filológicos proporcionados por los Apóstoles de la Llama…
Theremon se echó a reír a carcajadas.
—¡Los Apóstoles de la Llama! ¡Maravilloso! ¡Así que usted es un Apóstol también! Qué vergüenza, Siferra. Una mujer con una figura como la suya, y a partir de ahora tendrá que ocultarse dentro de uno de esos horribles hábitos informes…
—¡Oh! —exclamó ella, refrenando un enrojecido estallido de furia y odio—. ¿No sabe hacer usted ninguna otra cosa excepto burlarse? ¿Tan convencido está de su propia rectitud que incluso cuando está mirando directamente la verdad todo lo que puede hacer es dejar escapar alguna lamentable broma de mal gusto? Oh…, usted…, es imposible…
Giró en redondo y se encaminó rápidamente hacia el otro extremo de la habitación.
—Siferra… Siferra, espere…
Ella le ignoró. Su corazón latía con furia. Se daba cuenta ahora de que había sido un terrible error haber invitado a alguien como Theremon a estar allí la tarde del eclipse. Un error, de hecho, haber tenido incluso nada que ver con él. Era culpa de Beenay, pensó. Todo era culpa de Beenay.
Al fin y al cabo, era Beenay quien le había presentado a Theremon, aquel día en el club de la facultad, hacía varios meses. Al parecer el periodista y el joven astrónomo se conocían desde hacía tiempo, y Theremon consultaba regularmente a Beenay sobre asuntos científicos que eran noticia.
Lo que era noticia justo entonces era la predicción de Mondior 71 de que el mundo terminaría el 19 de theptar…, que por aquel entonces estaba aproximadamente a un año en el futuro. Por supuesto, nadie en la universidad tenía a Mondior y a sus Apóstoles en ningún tipo de consideración, pero fue aproximadamente en el mismo momento cuando vino Beenay con sus observaciones de las aparentes irregularidades en la órbita de Kalgash, y Siferra informó de sus hallazgos de incendios a intervalos de 2.000 años en la Colina de Thombo. Ambos descubrimientos, por supuesto, tenían la desalentadora cualidad de reforzar la plausibilidad de las creencias de los Apóstoles.
Theremon había parecido saberlo todo acerca del trabajo de Siferra en Thombo. Cuando el periodista entró en el club de la facultad — Siferra y Beenay estaban ya allí, aunque no a causa de ninguna cita preestablecida—, Beenay simplemente tuvo que decir:
—Theremon, ésta es mi amiga la doctora Siferra, del Departamento de Arqueología.
Y Theremon respondió al instante:
—Oh, sí. Los poblados quemados uno encima del otro en esa antigua colina.
Siferra sonrió fríamente.
—¿Ha oído hablar de eso?
—Beenay me ha contado algo, sí. Por supuesto, me dijo que no podía publicar nada al respecto. ¡Fascinante! ¡Absolutamente fascinante! ¿Cuál es la edad del inferior, diría usted? ¿Cincuenta mil años?
—Más bien doce o catorce —rectificó Siferra—. Lo cual es inmensamente viejo, cuando uno considera que Beklimot…, ¿conoce Beklimot, ¿verdad?…, que Beklimot tiene tan sólo veinte siglos de antigüedad, y hasta ahora se ha pensado que era el asentamiento más antiguo en Kalgash. Tiene intención de escribir algo acerca de mis hallazgos, ¿verdad?
—En realidad, no era ésa mi intención. Le repito, le di a Beenay mi palabra. Además, parecía un poco abstracto para los lectores del Crónica, un poco remoto para sus preocupaciones cotidianas. Pero ahora creo que hay una auténtica historia ahí. Si estuviera dispuesta usted a fijar una cita conmigo y proporcionarme los detalles…
—Prefiero que no — dijo Siferra con rapidez.
—¿El qué? ¿Fijar una cita? ¿O proporcionarme los detalles?
Su rápida y descarada respuesta le dio a toda la conversación una nueva luz para ella. Vio, con ligera irritación y leve sorpresa, que el periodista se mostraba de hecho atraído por ella. Entonces se dio cuenta, pensando en los últimos minutos, que Theremon debía de haberse estado preguntando todo el tiempo si había algo romántico entre ella y Beenay, puesto que los había encontrado a los dos sentados juntos en el club. Y al fin había decidido que no había nada, y de este modo se había decidido a ofrecer ese primer avance, ligeramente como un flirteo.
Bueno, ése era su problema, pensó Siferra.
Ella dijo, en un tono deliberadamente neutral:
—Todavía no he publicado mi trabajo en Thombo en las revistas científicas. Sería mejor que no apareciera nada en la Prensa general hasta que haya salido en la especializada.
—Entiendo. Pero, si le prometo que retendré el material hasta que usted lo haya hecho público, ¿estará dispuesta a proporcionarme su material con la anticipación suficiente?
—Bueno, yo…
Miró a Beenay. ¿Qué valía la promesa de un periodista después de todo?
Beenay dijo:
—Puedes confiar en Theremon. Ya te lo he dicho: es tan honorable como el que más, en lo que a su trabajo se refiere.
—Lo cual no es decir mucho —señaló Theremon, y se echó a reír—. Pero soy lo bastante consciente como para no quebrantar mi palabra en un asunto de prioridad científica de publicación. Si yo lanzara las campanas al vuelo sobre su historia, Beenay se ocuparía inmediatamente de que mi nombre se convirtiera en lodo en toda la universidad. Y dependo de mis contactos en la universidad para algunas de mis más interesantes columnas. Así que, ¿puedo contar con una entrevista con usted? ¿Digamos, pasado mañana?
Así fue como empezó.
Theremon fue muy persuasivo. Finalmente ella aceptó comer con él, y lentamente, arteramente, él le fue sacando todos los detalles de la excavación de Thombo. Después lo lamentó: esperó ver una estúpida y sensacional columna en el Crónica al día siguiente…, pero Theremon mantuvo su palabra y no publicó nada acerca de ella. Sin embargo, le pidió ver su laboratorio. De nuevo cedió ella, y él inspeccionó los mapas, las fotografías, las muestras de cenizas. Hizo algunas preguntas inteligentes.
—Ahora va a escribir sobre todo, ¿verdad? —preguntó nerviosamente ella—. Ahora que ya lo ha visto todo.
—Le prometí que no lo haría. Y hablaba en serio. Aunque, en el momento en que usted me diga que ha arreglado las cosas para publicar sus hallazgos en uno de los periódicos científicos, me consideraré libre de contarlo todo apenas aparezcan. ¿Qué diría usted de cenar juntos en el Club de los Seis Soles mañana por la tarde?
—Bueno, yo…
—¿O pasado mañana?
Siferra raras veces iba a lugares como los Seis Soles. Odiaba proporcionar a alguien la falsa impresión de que estaba interesada en los enredos sociales.
Pero no resultaba fácil decirle no a Theremon. Gentilmente, alegremente, hábilmente, él maniobró hasta situarla en una posición en la que no pudo eludir una cita…, para dentro de diez días. Bueno, ¿y qué?, se dijo. Era un hombre atractivo. Podía aprovechar un cambio de ritmo del intenso agobio de su trabajo. Se reunió con él en los Seis Soles, donde todo el mundo parecía conocerle. Tomaron unas copas, cenaron, un espléndido vino de la provincia Thamiana. Él llevó la conversación hacia este lado y aquel otro, muy hábilmente: un poco acerca de la vida de ella, su fascinación por la arqueología, sus excavaciones en Beklimot. Descubrió que ella no se había casado nunca y nunca se había interesado en hacerlo. Hablaron de los Apóstoles, de sus locas profecías, de la sorprendente relación de sus hallazgos en Thombo con las afirmaciones de Mondior. Todo lo que él dijo estuvo lleno de tacto, percepción, interés. Se mostró muy encantador…, y también muy manipulador, pensó.
Al final de la velada le preguntó —gentilmente, alegremente, hábilmente— si podía acompañarla a casa. Pero ella trazó el límite allí.
Él no pareció turbado. Simplemente le pidió volver a verla.
Salieron dos o tres veces más después de eso, a lo largo de un período de quizá dos meses. El esquema fue el mismo cada vez: cena en algún lugar elegante, una conversación bien llevada, al final una delicadamente construida invitación para que ella pasara con él el período de sueño. Siferra le cortó cada vez con la misma habilidad y delicadeza. Se estaba convirtiendo en un juego agradable, en una alegre y despreocupada persecución. Se preguntó cuánto tiempo duraría. Ella no sentía ningún interés en particular en irse a la cama con él, pero lo extraño era que ya no sentía tampoco ningún interés en particular en no irse a la cama con él. Había pasado mucho tiempo desde que se había sentido de aquel modo con relación a un hombre.
Entonces vino la primera de la serie de columnas en el periódico en las cuales él denunció las teorías del observatorio, cuestionó la cordura de Athor, comparó la predicción de los científicos del eclipse con los locos desvaríos de los Apóstoles de la Llama.
Siferra no lo creyó, al principio. ¿Era aquello una especie de broma? ¿El amigo de Beenay —su amigo ahora, por cierto—, atacándoles de aquella forma tan inmoral?
Transcurrieron un par de meses. Los ataques continuaron. Ella no supo nada de Theremon.
Finalmente, no pudo seguir en silencio más tiempo. Le llamó a la oficina del periódico.
—¡Siferra! ¡Qué delicia! Lo crea o no, iba a llamarla esta misma tarde, para pedirle si estaba interesada en ir a…
—No lo estoy —dijo ella—. Theremon, ¿qué está haciendo?
—¿Haciendo?
—Esas columnas acerca de Athor y el observatorio.
Hubo un silencio durante un largo momento al otro lado de la línea.
Luego él dijo:
—Ah. Está usted trastornada.
—¿Trastornada? ¡Estoy lívida!
—Cree que he sido un poco duro. Mire, Siferra, cuando uno escribe para un público amplio de gente ordinaria, parte de ella muy ordinaria, hay que poner las cosas en términos de blanco y negro o correr el riesgo de no ser entendido. No puedo decir simplemente que creo que Athor y Beenay están equivocados. Tengo que decir que están locos. ¿Me sigue?
—¿Desde cuándo cree usted que están equivocados? ¿Sabe Beenay eso?
—Bueno…
—Lleva usted cubriendo la historia desde hace meses. Ahora ha dado de pronto un giro de ciento ochenta grados. Escuchándole, uno pensaría que todo el mundo en el campus es un discípulo de Mondior y que además todos estamos chiflados. Si necesitaba encontrar usted a alguien que fuera el blanco de sus chistes baratos, ¿no podía haber buscado en alguna otra parte que no fuese la universidad?
—No son chistes, Siferra —dijo Theremon en voz baja.
—Entonces, ¿cree realmente en lo que está escribiendo?
—Sí. Honestamente, sí. No va a haber ningún cataclismo, eso es lo que pienso. Y aquí está Athor tirando del timbre de alarma contra incendios en un teatro atestado. Con mis chistes baratos, con mis aguijoneos aquí y allá a base de un poco de humor benévolo, intento decirle a la gente que no tienen que tomarlo necesariamente en serio…, que no deben dejarse llevar por el pánico, que no deben alarmarse…
—¿Qué? —exclamó ella—. ¡Pero va a haber fuego, Theremon! Y está jugando usted a un juego peligroso con el bienestar de todo el mundo con sus burlas. Escúcheme: he visto las cenizas de los incendios anteriores, incendios de miles de años de antigüedad. Sé lo que va a ocurrir. Llegarán las Llamas. No tengo la menor duda al respecto. Usted ha visto también las pruebas. Y para usted tomar la posición que está tomando ahora es la cosa más destructiva imaginable que puede hacer, Theremon. Es algo cruel y estúpido y odioso. Y absolutamente irresponsable.
—Siferra…
—Creí que era usted un hombre inteligente. Ahora veo que es exactamente como todos los demás de ahí fuera.
—Sifer…
Cortó la comunicación.
Y la mantuvo cortada, negándose a devolver ninguna de sus llamadas, hasta sólo unas pocas semanas antes del día fatídico.
A principios del mes de theptar, Theremon llamó una vez más, y Siferra se encontró al otro lado de la línea antes de saber quién era.
—No cuelgue —dijo él rápidamente—. Concédame sólo un minuto.
—Prefiero que no.
—Escuche, Siferra. Puede odiarme todo lo que quiera, pero quiero que sepa esto: no soy cruel ni estoy loco.
—¿Quién ha dicho que lo fuera?
—Usted lo dijo, hace meses, la última vez que hablamos. Pero no es así. Todo lo que he escrito en mi columna acerca del eclipse ha figurado allí porque yo creo en ello.
—Entonces está usted loco. O es estúpido, al menos. Lo cual puede ser ligeramente distinto, pero en absoluto mejor.
—He examinado las pruebas. Creo que su gente ha estado saltando precipitadamente a conclusiones.
—Bueno, todos sabremos quién tiene razón el próximo diecinueve, ¿no? —dijo ella con frialdad.
—Desearía poder creerla, porque usted y Beenay y el resto de ustedes son unas personas tan espléndidas, tan obviamente dedicadas y brillantes y todo lo demás. Pero no puedo. Soy escéptico por naturaleza. Lo he sido toda mi vida. No puedo aceptar ningún tipo de dogma que otra gente intente venderme. Es un fallo serio de mi carácter, supongo…, me hace parecer frívolo. Quizá sea frívolo. Pero al menos soy honesto. Simplemente no creo que haya un eclipse, o locura, o incendios.
—Esto no es un dogma, Theremon. Es una hipótesis.
—Eso es jugar con las palabras. Lamento si lo que he escrito la ha ofendido, pero no puedo evitarlo, Siferra.
Ella guardó silencio unos instantes. Algo en su voz la había emocionado de una forma extraña. Finalmente dijo:
—Dogma, hipótesis, lo que sea, va a ser probado dentro de pocas semanas. Estaré en el observatorio la tarde del diecinueve. Puede venir allí también, y veremos quién de los dos tiene razón.
—Pero, ¿no se lo ha dicho Beenay? ¡Athor me ha declarado persona non grata en el observatorio!
—¿Eso le ha detenido alguna vez?
—Se niega incluso a hablar conmigo. ¿Sabe?, tengo una proposición que hacerle, algo que podría serle de gran ayuda después del diecinueve, cuando todo este tremendo montaje falle en un aullante anticlímax y el mundo empiece a gritar pidiendo su piel, pero Beenay dice que no hay ninguna posibilidad en absoluto de que hable conmigo, y menos aún de que me deje estar allí esa tarde.
—Venga como invitado mío. Mi cita —dijo ella ácidamente—. Athor estará demasiado ocupado como para que le importe. Quiero que esté usted en la misma habitación que yo cuando el cielo se vuelva negro y empiecen los fuegos. Quiero ver la expresión de su rostro. Quiero ver si tiene usted tanta experiencia en disculparse como la tiene en la seducción, Theremon.
Eso había sido hacía tres semanas. Ahora, huyendo furiosa de Theremon, Siferra se apresuró hacia el otro extremo de la habitación y vio a Athor, de pie solo, examinando un conjunto de copias de impresora de ordenador. Estaba girando tristemente las páginas una y otra vez, como si esperara hallar enterrada en algún lugar en medio de las densas columnas una forma de suspender la ejecución del mundo. Entonces alzó la vista y la vio.
El color volvió al rostro de Siferra.
—Doctor Athor, creo que debo pedirle perdón por invitar a ese hombre a que estuviera aquí esta tarde, después de todo lo que ha dicho acerca de nosotros, acerca de usted, acerca de… —Sacudió la cabeza—. Pensé genuinamente que sería instructivo para él hallarse entre nosotros, cuando…, cuando…, bueno, estaba equivocada. Es aún más superficial y estúpido de lo que había imaginado. Nunca hubiera debido decirle que viniera.
Athor dijo débilmente:
—Eso apenas tiene importancia ahora, ¿no? Mientras se mantenga fuera de mi camino, no me importa el que esté aquí o no. Unas cuantas horas más, y luego nada significará ninguna diferencia. —Señaló a través de la ventana, hacia el cielo—. ¡Tan oscuro! ¡Tan tan oscuro! Y, sin embargo, no tan oscuro como será dentro de poco. Me pregunto dónde están Faro y Yimot. No los ha visto usted, ¿verdad? ¿No? Cuando entró, doctora Siferra, dijo que se había producido un problema de último minuto en su oficina. Espero que no fuese nada serio.
—Las tablillas de Thombo han desaparecido —dijo ella.
—¿Desaparecido?
—Estaban en la caja fuerte de los artefactos, por supuesto. Justo antes de salir para venir aquí, el doctor Mudrin vino a verme. Iba camino del Refugio, pero deseaba comprobar una última cosa en su traducción, una nueva noción que se le había ocurrido. Así que abrimos la caja fuerte y…, nada. Desaparecidas, las seis. Tenemos copias, naturalmente. Pero de todos modos…, los originales, los auténticos objetos antiguos…
—¿Cómo puede haber ocurrido esto? — preguntó Athor.
Siferra dijo amargamente:
—¿No resulta obvio? Los Apóstoles las han robado. Probablemente para usarlas como alguna especie de talismanes sagrados, después de…, de que la Oscuridad haya caído sobre nosotros y hecho su trabajo.
—¿Hay algún indicio?
—No soy detective, doctor Athor. No hay prueba alguna que signifique nada para mí. Pero han tenido que ser los Apóstoles. Las han deseado desde que supieron que las teníamos. ¡Oh, desearía no haberles dicho nunca ni una palabra sobre ellas! ¡Desearía no haber mencionado esas tablillas a nadie!
Athor la tomó por las manos.
—No debe mostrarse tan trastornada, muchacha.
¡Muchacha! Le miró con ojos llameantes, asombrada. ¡Nadie la había llamado así en veinticinco años! Pero se tragó su furia. Después de todo, él era viejo. Y sólo intentaba ser amable.
—Dejemos que se las queden, Siferra —dijo Athor—. Ahora no significan ninguna diferencia. Gracias a ese hombre de aquí, nada significa ninguna diferencia, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—Sigo odiando el pensamiento de que algún ladrón con hábitos de Apóstol ha estado husmeando por mi oficina…, forzando mi caja fuerte, cogiendo cosas que yo había puesto al descubierto con mis propias manos. Es casi como una violación de mi cuerpo. ¿Puede comprenderlo, doctor Athor? Haber sido despojada de esas tablillas…, es casi como una violación sexual.
—Sé lo trastornada que se siente —dijo Athor, en un tono que indicaba que en realidad no comprendía nada en absoluto—. Mire…, mire ahí. ¡Qué brillante está Dovim esta tarde! Y, dentro de poco, qué oscuro se volverá todo.
Siferra consiguió esbozar una vaga sonrisa y se alejó de él. La gente iba de un lado para otro a todo su alrededor, comprobando esto, discutiendo aquello, corriendo a la ventana, señalando, murmurando. De tanto en tanto alguien entraba precipitadamente con algún nuevo dato de la cúpula del telescopio.
Se sentía como una completa extraña entre aquellos astrónomos. Y absolutamente débil, absolutamente desamparada. Algo del fatalismo de Athor debe de haberse infiltrado en mí, pensó.
El hombre parecía tan deprimido, tan perdido. No era en absoluto propio de él ser de ese modo.
Deseaba recordarle que no era el mundo lo que terminaría aquella tarde, que era sólo el actual ciclo de civilización. Volverían a reconstruir. Aquellos que se hubieran ocultado seguirían adelante y lo empezarían todo de nuevo, como había ocurrido una docena de veces antes —o veinte, o un centenar— desde el inicio de la civilización en Kalgash.
Pero el que ella le dijera eso a Athor probablemente no le produciría más bien que el que él le dijera que no se preocupara por la pérdida de las tablillas. Él había esperado que todo el mundo se preparara contra la catástrofe. Y en vez de ello sólo una pequeña fracción había prestado algo de atención a la advertencia. Sólo aquellos pocos que habían ido al Refugio de la universidad, o a cualquier otro refugio que pudiera haberse habilitado en otras partes…
Beenay se acercó a ella.
—¿Qué es eso que he oído de Athor? ¿Las tablillas han desaparecido?
—Desaparecido, sí. Robadas. Sabía que nunca hubiera debido permitirme tener ningún tipo de contacto con los Apóstoles.
—¿Crees que ellos las robaron?
—Estoy segura —dijo ella amargamente—. Apenas la existencia de las tablillas de Thombo se convirtió en algo del dominio público me hicieron saber que tenían información que podía serme de utilidad. Lo que deseaban era un acuerdo similar al que había efectuado Athor con ese sumo sacerdote o lo que fuera: Folimun 66. «Hemos conservado nuestro conocimiento del antiguo lenguaje —me dijo Folimun—. El lenguaje hablado en el Año de Gracia anterior.» Y al parecer era cierto…, textos de algún tipo, diccionarios, alfabetos de la antigua escritura, quizá muchas más cosas.
—¿Que Athor consiguió obtener de ellos?
—Parte al menos. Lo suficiente, de todos modos, como para determinar que los Apóstoles poseían genuinos registros astronómicos del anterior eclipse…, lo suficiente, dijo Athor, como para probar que el mundo había pasado por un cataclismo así al menos una vez antes.
Athor, siguió contándole a Beenay, que le había proporcionado copias de los pocos fragmentos de textos astronómicos que había recibido de Folimun, y ella se los había mostrado a Mudrin. El cual, por supuesto, los había hallado valiosísimos para su traducción de las tablillas. Pero Siferra se había negado a compartir sus tablillas con los Apóstoles, al menos no en sus condiciones. Los Apóstoles afirmaban hallarse en posesión de una clave para la escritura de las tablillas más primitivas, y quizá fuera cierto. Folimun había insistido, sin embargo, en que ella le proporcionara las auténticas tablillas para ser copiadas y traducidas, en vez de entregarle él a ella el material descodificador que tenía. No aceptaría copias del texto de las tablillas. Tenían que ser los artefactos originales, o no había trato.
—Pero tú trazaste aquí tu límite —dijo Beenay.
—De una forma absoluta. Las tablillas no debían abandonar la universidad. Denos a nosotros la clave textual, le dije a Folimun, y nosotros le proporcionaremos copias de los textos de las tablillas. Luego cada uno intentará una traducción.
Pero Folimun se había negado. Las copias de los textos no le eran de ninguna utilidad, puesto que podían ser rechazadas con mucha facilidad como falsificaciones. En cuanto a entregarle a ella sus propios documentos, no, absolutamente no. Lo que ellos poseían, dijo, era material sagrado, que sólo estaba disponible para los Apóstoles. Si se le entregaban a él las tablillas, les proporcionaría traducciones de todas ellas. Pero ningún extraño iba a echar una mirada a los textos que ya se hallaban en su posesión.
—En realidad me sentí tentada a unirme a los Apóstoles por un momento —dijo Siferra—, sólo para tener acceso a la clave.
—¿Tú? ¿Una Apóstol?
—Sólo para conseguir su material textual. Pero la idea me repelía. Rechacé a Folimun. —Y Mudrin tuvo que seguir tanteando con sus traducciones sin la ayuda de cuál fuese el material que tenían los Apóstoles. Resultaba claro que las tablillas parecían hablar realmente de alguna terrible condenación que los dioses habían arrojado sobre el mundo…, pero las traducciones de Mudrin era tentativas, vacilantes, escasas.
Bueno, ahora los Apóstoles tenían las tablillas de todos modos, eso era lo más probable. Y resultaba difícil de aceptar. En el caos que se avecinaba, no dejarían de agitar esas tablillas a su alrededor — las tablillas de ella, como una prueba más de su sabiduría y santidad.
—Lamento que tus tablillas han desaparecido, Siferra —dijo Beenay—. Pero quizá todavía haya una posibilidad de que los Apóstoles no las hayan robado. Que aparezcan en alguna parte.
—No cuento con eso —dijo Siferra. Y sonrió pesarosa, y se volvió para contemplar el cada vez más oscuro cielo.
Lo mejor que podía hacer para consolarse era adoptar el punto de vista de Athor: que el mundo terminaría dentro de poco de todos modos, y nada importaba ya mucho. Pero era un triste consuelo. Luchó interiormente contra ese abogado de la desesperación. Lo importante era seguir pensando en el día de pasado mañana…, en la supervivencia, la reconstrucción, la lucha y la realización. No servía de nada hundirse en el desaliento como Athor, aceptar la caída de la humanidad, encogerse de hombros y abandonar toda esperanza.
Una aguda voz de tenor interrumpió bruscamente sus sombrías meditaciones.
—¡Hola, todo el mundo! ¡Hola, hola, hola!
—¡Sheerin! —exclamó Beenay—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Las regordetas mejillas del recién llegado se expandieron en una sonrisa complacida.
—¿Qué es esta atmósfera propia de depósito de cadáveres aquí dentro? Supongo que nadie habrá perdido el valor todavía.
Athor se sobresaltó, consternado, y dijo irritadamente:
—Sí, ¿qué hace usted aquí, Sheerin? Pensé que iba a quedarse en el Refugio.
Sheerin se echó a reír y dejó caer su rechoncha figura en una silla.
—¡Maldito sea el Refugio! El lugar me aburría. Quería estar aquí, donde las cosas están calientes. ¿Acaso no creen que también siento mi cuota de curiosidad? Después de todo, hice el trayecto del Túnel del Misterio. Puedo sobrevivir a otra dosis de Oscuridad. Y quiero ver esas Estrellas de las que los Apóstoles no han dejado de hablar. —Se frotó las manos y añadió, en un tono más sobrio—: Está helando fuera. Los vientos son suficientes como para que te cuelguen carámbanos de la nariz. Dovim no parece proporcionar ningún calor en absoluto, a la distancia a la que se halla esta tarde.
El director de pelo blanco rechinó los dientes en repentina exasperación.
—¿Por qué se ha salido de su camino para hacer una locura como ésta, Sheerin? ¿Qué tipo de bien puede hacer aquí?
—¿Qué tipo de bien puedo hacer en ninguna otra parte? —Sheerin abrió las manos en un gesto de cómica resignación—. Un psicólogo no vale una maldita mierda en el Santuario. No ahora. No hay nada que pueda hacer por ellos. Están todos cómodos y seguros, encerrados bajo tierra, sin nada de lo que preocuparse.
—¿Y si una multitud lo asalta durante la Oscuridad?
Sheerin se echó a reír.
—Dudo mucho que nadie que no sepa dónde está la entrada sea capaz de hallar el Santuario ni a plena luz del día, y no digamos cuando los soles hayan desaparecido. Pero si lo consiguen, bueno, lo que necesitarán entonces serán hombres de acción para defenderles. ¿Yo? Soy cincuenta kilos demasiado pesado para eso. Así que, ¿por qué debería agazaparme ahí abajo con ellos? Prefiero estar aquí.
Siferra sintió que su espíritu se elevaba al oír las palabras de Sheerin. Ella también había decidido pasar la tarde de Oscuridad en el observatorio antes que en el Refugio. Quizá fuese mera jactancia, tal vez estúpido exceso de confianza, pero estaba segura de que podría resistir las horas del eclipse e incluso la llegada de las Estrellas, si había algo de verdad en esa parte del mito y conservar su cordura. Y, así, había decidido no perderse la experiencia.
Ahora parecía que Sheerin, que no era ningún modelo de valentía, había adoptado el mismo enfoque. Lo cual podía significar que había decidido que el impacto de la Oscuridad no sería tan abrumador después de todo, pese a las hoscas predicciones que había estado haciendo durante meses. Había oído sus historias sobre el Túnel del Misterio y los estragos que había provocado, incluso en el propio Sheerin. Sin embargo, ahí estaba. Debía de haber llegado a la conclusión de que la gente, alguna al menos, demostraría ser en definitiva mucho más resistente de lo que había esperado antes.
O tal vez sólo se estaba volviendo temerario. Quizá prefería perder la razón en un rápido estallido aquella tarde, pensó Siferra, que seguir cuerdo y tener que enfrentarse con los innumerables y quizás insuperables problemas de los difíciles tiempos que se avecinaban…
No. No. Estaba cayendo de nuevo en un morboso pesimismo. Apartó el pensamiento de su cabeza.
—¡Sheerin! —Era Theremon, que cruzaba la habitación para saludar al psicólogo—. ¿Me recuerda? ¿Theremon 762?
—Por supuesto que le recuerdo, Theremon —dijo Sheerin. Le tendió la mano—. Dios, amigo mío, se ha mostrado usted un tanto rudo con nosotros últimamente, ¿no cree? Pero esta tarde lo pasado, pasado está.
—Desearía que él hubiera pasado —murmuró Siferra casi para sí misma. Frunció disgustada el ceño y se apartó unos pasos.
Theremon estrechó la mano de Sheerin.
—¿Qué es ese Refugio en el que se supone que tenía que estar usted? He oído hablar algo sobre él aquí esta tarde, pero no tengo una idea exacta de qué es.
—Bueno —dijo Sheerin—, hemos conseguido convencer al menos a unas cuantas personas de la validez de nuestra profecía sobre, hum…, la condenación de la Humanidad, para ser espectaculares al respecto, y esas pocas personas han tomado algunas medidas. Son principalmente familiares directos del personal del observatorio, algunos miembros de las facultades de la Universidad de Saro, y unos pocos de fuera. Mi compañera Liliath 221 está allí en este momento, de hecho, y supongo que yo debería estar también, si no fuera por mi infernal curiosidad. Contándolos todos, hay allí como unas trescientas personas.
—Entiendo. Se supone que permanecerán ocultos allí donde la Oscuridad y las, esto, las Estrellas, no puedan alcanzarles, y resistirán mientras el resto del mundo hace puf.
—Exacto. Los Apóstoles tienen también algún tipo de escondite propio, ¿sabe? No estamos seguros de cuánta gente hay en él…, sólo unos cuantos, si tenemos suerte, pero lo más probable es que tengan a miles de personas apiñadas allí. Que luego saldrán y heredarán el mundo después de la Oscuridad.
—¿Así que se supone que el grupo de la universidad está calculado para contrarrestar eso?
Sheerin asintió.
—Si es posible. No va a resultar fácil. Con casi toda la Humanidad loca, con las grandes ciudades en llamas, con quizás una gran horda de Apóstoles imponiendo su tipo de orden sobre lo que quede del mundo…, no, va a resultarles difícil sobrevivir. Pero al menos tienen comida, agua, refugio, armas…
—Tienen mucho más —dijo Athor—. Tienen todos nuestros registros, excepto los que recojamos hoy. Esos registros serán de importancia capital para el próximo ciclo, y eso es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo.
Theremon dejó escapar un largo y bajo silbido.
—¡Entonces, están ustedes completamente seguros de que todo lo que han predicho va a producirse precisamente tal como dicen!
—¿Qué otra posición podemos tomar? —preguntó roncamente Siferra—. Una vez vimos que el desastre llegaría de forma inevitable…
—Sí —dijo el periodista—. Tuvieron que hacer preparativos. Porque se hallaban en posesión de la Verdad. Del mismo modo que los Apóstoles de la Llama se hallan en posesión de la Verdad. Desearía poder estar la mitad de seguro de algo de lo que lo están ustedes, poseedores de la Verdad, esta tarde.
Ella le miró con ojos llameantes.
—¡Desearía que usted pudiera estar ahí fuera esta tarde, vagando por las calles en llamas! Pero no…, ¡no, usted estará seguro aquí dentro! ¡Es más de lo que se merece!
—Tranquilo —dijo Sheerin a Theremon. Le tomó del brazo y dijo en voz baja—: No tiene ningún sentido provocar a la gente ahora, amigo mío. Vayamos a alguna parte donde no molestemos a la gente y podamos hablar.
—Buena idea —dijo Theremon.
Pero no hizo ningún movimiento de abandonar la habitación. Alrededor de la mesa se había iniciado una partida de juego estocástico, y Theremon se paró unos instantes a observar, evidentemente sin comprender nada mientras se efectuaban los movimientos, con rapidez y en silencio. Pareció asombrado por la habilidad de los jugadores en concentrarse en un juego, cuando todos ellos creían que el fin del mundo estaba a tan sólo unas pocas horas de distancia.
—Venga — dijo Sheerin de nuevo.
—Sí. Sí — aceptó Theremon.
Salieron los dos al pasillo, seguidos un instante más tarde por Beenay. Qué hombre más enfurecedor, pensó Siferra.
Contempló el brillante orbe de Dovim que ardía ferozmente rojo en el cielo. ¿Se había vuelto todo un poco más oscuro en los últimos minutos? No, no, se dijo a sí mismo, eso era imposible. Dovim estaba todavía allí. Todo no era más que pura imaginación. El cielo parecía extraño, ahora que Dovim era el único sol que quedaba en él. Nunca lo había visto así antes, con una tonalidad púrpura tan profunda.
Pero distaba mucho de ser oscuro ahí fuera: penumbroso, sí, pero había todavía la suficiente luz, y todo era aún claramente visible pese al brillo relativamente apagado del único y pequeño sol.
Pensó de nuevo en las tablillas perdidas. Luego las barrió furiosa de su mente.
Los jugadores de ajedrez habían tenido la idea correcta, se dijo. Siéntate y relájate. Si puedes.
Sheerin abrió camino hasta la habitación contigua. Había sillones más cómodos allí. Y gruesas cortinas rojas en las ventanas, y una moqueta marrón en el suelo. Con la extraña luz color ladrillo de Dovim que penetraba en la habitación, el efecto general era por todas partes el de sangre seca.
Se había sorprendido al ver a Theremon en el observatorio aquella tarde, después de las horrendas columnas que había escrito, después de todo lo que había hecho por arrojar jarros de agua fría sobre la campaña de Athor para que la nación se preparara. En las últimas semanas Athor se había vuelto casi loco de furia cada vez que era mencionado el nombre de Theremon; y sin embargo, de alguna forma, había cedido y le había permitido que se quedara allí para el eclipse.
Eso era extraño y un tanto preocupante. Podía significar que la recia tela de la personalidad del viejo astrónomo había empezado a rasgarse…, que no sólo su furia, sino también toda la estructura interna de su carácter, estaba cediendo frente a la inminente catástrofe.
De todos modos, Sheerin estaba también algo más que ligeramente sorprendido de hallarse él mismo en el observatorio. Había una decisión de último minuto, un puro impulso de un tipo que raras veces experimentaba. Liliath se había mostrado horrorizada. Incluso él se sentía horrorizado. No había olvidado los terrores que sus pocos minutos en el Túnel del Misterio habían suscitado en él.
Pero al final se había dado cuenta de que tenía que estar allí, del mismo modo que había tenido que efectuar aquel trayecto en el Túnel. Para todos los demás tal vez no fuera otra cosa que un despreocupado y mediocre académico con exceso de peso; pero para sí mismo todavía había un científico debajo de toda aquella grasa. El estudio de la Oscuridad le había preocupado durante toda su carrera profesional. ¿Cómo pues podría vivir en paz consigo mismo después, sabiendo que durante el más impresionante episodio de Oscuridad en más de dos mil años había decidido ocultarse en la abrigada seguridad de una cámara subterránea?
No, tenía que estar allí. Ser testigo del eclipse. Sentir cómo la Oscuridad tomaba posesión del mundo.
Theremon dijo con inesperada franqueza, cuando entraron en la habitación contigua:
—Empiezo a preguntarme si tuve razón mostrándome tan escéptico, Sheerin.
—Es lo menos que puede preguntarse.
—Bien, lo hago. Al ver a Dovim solo ahí arriba. Con ese extraño color rojo que se extendía sobre todo. ¿Sabe?, daría diez créditos por una dosis decente de luz blanca en este momento. Un buen Tano Especial bien cargado. Y me gustaría ver también a Tano y Sitha en el cielo. O, mejor aún, a Onos.
—Onos estará ahí por la mañana —indicó Beenay, que acababa de entrar en la habitación.
—Sí, pero, ¿estaremos nosotros? —preguntó Sheerin. Y sonrió de inmediato para quitar mordiente a sus palabras. Luego, a Beenay—: Nuestro periodístico amigo está ansioso por un pequeño sorbo de alcohol.
—A Athor le dará un ataque. Ha dado órdenes de que todo el mundo permanezca sobrio aquí esta tarde.
—Así, ¿no hay nada a mano excepto agua? —preguntó Sheerin.
—Bueno…
—Oh, vamos, Beenay. Athor no vendrá aquí.
—No, supongo que no.
Beenay se dirigió de puntillas hasta la ventana más próxima, se acuclilló, y de un macetero bajo junto a ella extrajo una botella de un líquido rojo que gorgoteó sugerentemente cuando la agitó.
—Pensé que Athor no sabría nada de esta botella —observó mientras regresaba a la mesa—. Bien. Sólo tenemos un vaso, así que como huésped será para ti, Theremon. Sheerin y yo podemos beber de la botella. —Y llenó el pequeño vaso con juicioso cuidado.
Riendo, Theremon dijo:
—Nunca tocabas el alcohol cuando nos conocimos, Beenay.
—Eso era entonces. Esto es ahora. Corren tensos tiempos, Theremon. Estoy aprendiendo. Un buen trago puede ser muy relajante en momentos como éste.
—Eso he oído —dijo Theremon alegremente. Dio un sorbo. Era alguna especie de vino tinto, fuerte y áspero, probablemente vino barato de alguna de las provincias del sur. Exactamente el tipo de cosa que un ex abstemio como Beenay tendería a comprar, al no conocer nada mejor. Pero era preferible a nada.
Beenay dio un buen sorbo de la botella y pasó ésta a Sheerin. El psicólogo la empinó y se la llevó a los labios para dar un lento y largo trago. Luego la depositó con un gruñido satisfecho y un chasquear de los labios y dijo a Beenay:
—Athor parece extraño esta tarde. Quiero decir, aceptando incluso circunstancias especiales. ¿Qué es lo que ocurre?
—Está preocupado por Faro y Yimot, supongo.
—¿Quiénes?
—Un par de jóvenes estudiantes graduados. Tenían que estar aquí hace horas y todavía no se han presentado. Athor se halla terriblemente falto de manos, por supuesto, ya que toda la gente menos la realmente esencial ha ido al Refugio.
—No crees que hayan desertado, ¿verdad? —preguntó Theremon.
—¿Quién? ¿Faro y Yimot? Por supuesto que no. No son el tipo. Darían todo y más por estar aquí esta tarde tomando mediciones cuando se produzca el eclipse. Pero, ¿y si se ha producido algún tipo de disturbio en Ciudad de Saro y se han visto atrapados por él? —Beenay se encogió de hombros—. Bueno, aparecerán más pronto o más tarde, imagino. Pero, si no están aquí cuando nos acerquemos a la fase crítica, las cosas pueden volverse un poco difíciles en el momento en que empiece a acumularse el trabajo. Eso debe de ser lo que preocupa a Athor.
—No estoy tan seguro —dijo Sheerin—. La falta de dos hombres debe de preocuparle, sí. Pero hay algo más. Su aspecto se ha vuelto de pronto tan viejo. Cansado. Incluso derrotado. La última vez que le vi estaba lleno de lucha, lleno de charla acerca de la reconstrucción de la sociedad después del eclipse…, el auténtico Athor, el hombre de hierro. Ahora todo lo que veo es a un triste, cansado y patético viejo que aguarda simplemente la llegada del fin. El hecho de que ni siquiera se molestara en echar a Theremon fuera…
—Lo intentó —dijo Theremon—. Beenay le convenció de lo contrario. Y Siferra.
—A eso me refiero precisamente. Beenay, ¿has conocido nunca a nadie que haya sido capaz de convencer a Athor de algo? Pásame el vino.
—Puede que sea culpa mía —dijo Theremon—. Todo lo que escribí, atacando su plan de erigir por todo el país Refugios donde la gente pudiera ocultarse. Si cree genuinamente que va a producirse una Oscuridad de alcance mundial dentro de unas pocas horas y que toda la Humanidad se volverá violentamente loca…
—Lo cree genuinamente —dijo Beenay—. Todos nosotros lo creemos.
—Entonces el fracaso del gobierno en tomar en serio las predicciones de Athor debe de haber sido una abrumadora, aplastante derrota para él. Y me siento tan responsable como cualquiera. Si resulta que su gente tenía razón, nunca me lo perdonaré.
—No se halague a sí mismo, Theremon —dijo Sheerin—. Aunque usted hubiera escrito cinco columnas al día exigiendo un colosal movimiento de preparación, el gobierno hubiera seguido sin hacer nada al respecto. Es probable que incluso hubiera tomado las advertencias de Athor menos en serio de lo que lo hizo, si es que es posible, con un periodista amante de las cruzadas populares como usted del lado de Athor.
—Gracias — dijo Theremon—. Aprecio realmente eso. ¿Queda algo de vino? —Miró a Beenay—. Y, por supuesto, tengo problemas con Siferra también. Cree que soy demasiado ruin como para dignarse dirigirme la palabra.
—Hubo un tiempo en el que parecía realmente interesada en ti —dijo Beenay—. De hecho, el asunto me preocupó. Quiero decir, si tú y ella estabais…, esto…
—No —dijo Theremon con una sonrisa—. En absoluto. Y nunca llegará esa posibilidad, ahora. Pero fuimos muy buenos amigos durante un tiempo. Una mujer fascinante, realmente fascinante. ¿Qué hay acerca de esa teoría suya de la prehistoria cíclica? ¿Hay algo ahí?
—No si escucha usted a algunos de los demás miembros de su departamento —dijo Sheerin—. Se muestran más bien burlones al respecto. Por supuesto, todos ellos poseen antiguos intereses en el esquema arqueológico establecido, que dice que Beklimot fue el primer centro urbano y que si retrocedes más de un par de miles de años no puedes hallar ninguna civilización en absoluto, tan sólo primitivos y peludos moradores de la jungla.
—Pero, ¿cómo pueden refutar esas catástrofes recurrentes en la Colina de Thombo? —preguntó Theremon.
—Los científicos que creen conocer la auténtica historia pueden argumentar cualquier cosa en contra de lo que amenace sus creencias —dijo Sheerin—. Rasque a un académico atrincherado y descubrirá que debajo es muy similar en muchos aspectos a un Apóstol de la Llama. Simplemente lleva un tipo distinto de hábito. —Tomó la botella, que Theremon había estado sujetando ociosamente, y echó un nuevo trago—. Al diablo con ellos. Incluso un profano como yo puede ver que los descubrimientos de Siferra en Thombo vuelven completamente del revés la imagen que teníamos de la prehistoria. La cuestión no es si hubo o no incendios recurrentes a lo largo de un período de todos esos miles de años. La cuestión es por qué.
—He visto montones de explicaciones últimamente, todas ellas más o menos fantásticas —indicó Theremon—. Alguien de la universidad de Kitro argumentaba que se producen lluvias periódicas de fuego cada pocos miles de años. Y recibimos una carta en el periódico de alguien que afirmaba ser astrónomo independiente y decía haber «demostrado» que Kalgash pasa a través de uno de los soles a cada uno de esos períodos. Creo que se propusieron incluso cosas más disparatadas.
—Sólo hay una idea que tiene algo de sentido —dijo con voz tranquila Beenay—. Recuerda el concepto de la Espada de Thargola. Tienes que hacer caso omiso de las hipótesis que requieren campanas y silbatos extras a fin de tener sentido. No hay ninguna razón por la que deba caer del cielo sobre nosotros una lluvia de fuego de tanto en tanto, y es una evidente estupidez hablar de pasar a través de soles. Pero la teoría del eclipse se halla perfectamente respaldada por las matemáticas de la órbita de Kalgash de la forma en que es afectada por la Gravitación Universal.
—La teoría del eclipse puede mantenerse en pie, sí. Por supuesto que sí. Lo descubriremos muy pronto, ¿no? —dijo Theremon—. Pero aplica también la Espada de Thargola a lo que acabas de decir. No hay nada en la teoría del eclipse que nos diga que habrá necesariamente tremendos incendios inmediatamente después.
—No —dijo Sheerin—. No hay nada de eso en la teoría. Pero el sentido común lo señala. El eclipse traerá consigo la Oscuridad. La Oscuridad traerá la locura. Y la locura traerá las Llamas. Lo cual iniciará otro ciclo de un par de milenios de doloroso debatirse. Todo se verá reducido a la nada mañana. Mañana no habrá una ciudad que se levante en pie sin daños en todo Kalgash.
—Suena usted exactamente igual que los Apóstoles —señaló Theremon, furioso—. Oí casi exactamente lo mismo de boca de Folimun 66 hace unos meses. Y les hablé a los dos de ello, recuerdo, en el Club de los Seis Soles.
Miró por la ventana, más allá de las boscosas laderas del Monte del Observatorio, hasta donde las torres de Ciudad de Saro resplandecían como ensangrentadas en el horizonte. El periodista sintió la tensión de la incertidumbre crecer dentro de él cuando lanzó una rápida mirada a Dovim. Brillaba rojizo en el cenit, enano y maligno.
Testarudamente, prosiguió:
—No puedo aceptar su cadena de razonamiento. ¿Por qué debería volverme loco sólo porque no hay un sol en el cielo? Y, aunque así fuera…, sí, no he olvidado a esos pobres desgraciados en el Túnel del Misterio…, aunque así fuera, y todo el mundo se volviera loco también, ¿por qué habría de causar eso daño a las ciudades? ¿Vamos a derribarlas hasta la última piedra?
—Al principio yo dije lo mismo —indicó Beenay—. Antes de que me detuviera a pensar detenidamente las cosas. Si estuvieras sumido en la Oscuridad, ¿qué es lo que desearías más que cualquier otra cosa…, qué buscarías instintivamente por encima de todo?
—Bueno, luz, supongo.
—¡Exacto! —exclamó Sheerin, un auténtico grito—. ¡Luz, sí! ¡Luz!
—¿Y cómo conseguirías la luz?
Theremon señaló el interruptor en la pared.
—Simplemente la encendería.
—Correcto —exclamó Sheerin, burlón—. Y los dioses, en su infinita bondad, le proporcionarían toda la corriente necesaria para que obtuviera usted toda la luz que necesitara. Porque la compañía suministradora de electricidad seguro que no podría. No con todos los generadores chirriando hasta detenerse, y la gente que los maneja tanteando de un lado para otro y balbuceando en la oscuridad, y lo mismo con los controladores de las líneas de transmisión. ¿Me sigue?
Theremon asintió, aturdido.
—¿De dónde procederá la luz, cuando los generadores se detengan? —siguió Sheerin—. De las luces de vela, supongo. Todas ellas tienen buenas baterías. Pero puede que no tenga ninguna luz de vela a mano. Estará usted ahí fuera en la calle en medio de la Oscuridad, y su luz de vela estará en su casa, en la mesilla de noche, justo al lado de su cama. Y usted deseará luz. Así que quemará alguna cosa, ¿eh, señor Theremon? ¿Ha visto alguna vez un incendio en el bosque? ¿Ha ido de acampada alguna vez y asado un bistec encima de un fuego de leña? Proporciona luz, y la gente es muy consciente de ello. Cuando sea oscuro desearán luz, y estarán dispuestos a obtenerla.
—Así que quemarán troncos —dijo Theremon sin mucha convicción.
—Quemarán cualquier cosa que puedan conseguir. Necesitarán luz, y la obtendrán. Buscarán algo para quemar, y la madera no estará a mano, no en las calles de la ciudad. Así que quemarán lo que sea que hallen más cerca. ¿Un montón de periódicos? ¿Por qué no? El Crónica de Ciudad de Saro proporcionará un poco de luz por un tiempo. ¿Qué hay acerca de los quioscos donde se almacenan y se venden esos periódicos? ¡Quemémoslos también! Quememos ropas. Quememos libros. Quememos las ripias de los tejados. Quemémoslo todo. La gente tendrá su luz…, ¡y cada lugar habitado estallará en llamas! Ahí tiene sus fuegos, señor Periodista. Ahí tiene el fin del mundo en el que estaba acostumbrado a vivir.
—Si llega el eclipse —dijo Theremon, con un subtono de testarudez en su voz.
—Si, es cierto —dijo Sheerin—. No soy astrónomo. Y tampoco Apóstol. Pero mis apuestas están con el eclipse.
Miró directamente a Theremon. Los ojos de los dos hombres se cruzaron como si todo aquello fuera un asunto personal de poderes de voluntad, y luego Theremon apartó la vista sin decir nada. Su respiración era ronca y agitada. Se llevó las manos a la frente y apretó con fuerza.
Entonces les llegó un repentino alboroto de la habitación contigua.
—Creo que he oído la voz de Yimot —dijo Beenay—. Él y Faro deben de haber llegado al fin. Vayamos a ver qué les ha retenido.
—Si, será lo mejor —murmuró Theremon. Dejó escapar un largo suspiro y pareció estremecerse. La tensión se había roto…, por el momento.
La habitación principal era un auténtico tumulto. Todos estaban reunidos en torno a Faro y Yimot, que intentaban detener una lluvia de ansiosas preguntas mientras que se despojaban de sus prendas de calle.
Athor entró como un ariete en medio del grupo y se enfrentó furioso a los recién llegados.
—¿Os dais cuenta de que prácticamente es la hora-E?¿Dónde habéis estado?
Faro 24 se sentó y se frotó las manos. Sus redondas y carnosas mejillas estaban enrojecidas por el frío del exterior. Sonreía de una forma extraña. Y parecía curiosamente relajado, casi como si estuviera drogado.
—Nunca le había visto así antes —susurró Beenay a Sheerin—. Siempre ha sido muy obsequioso, la imagen perfecta del humilde aprendiz de astrónomo sometiéndose a la gente importante a su alrededor. Incluso a mí. Pero ahora…
—Chisss. Escuchemos —indicó Sheerin.
Faro dijo:
—Yimot y yo acabamos de realizar un pequeño y loco experimento propio. Hemos intentado ver si podíamos construir algo mediante lo cual pudiéramos simular la aparición de la Oscuridad y las Estrellas a fin de tener una noción por anticipado de cómo sería.
Hubo un confuso murmullo entre los oyentes.
—¿Estrellas? —exclamó Theremon—. ¿Saben lo que son las Estrellas? ¿Cómo lo han descubierto?
Sonriendo de nuevo, Faro dijo:
—Leyendo el Libro de las Revelaciones. Parece estar muy claro que las Estrellas son algo muy brillante, como soles pero más pequeños, que aparecen en el cielo cuando Kalgash entra en la Cueva de la Oscuridad.
—¡Absurdo! —exclamó alguien.
—¡Imposible!
—¡El Libro de las Revelaciones! ¡Ahí es donde han hecho su investigación! ¿Pueden imaginar…?
—Tranquilos —dijo Athor. Había una repentina expresión de interés en sus ojos, un toque de su antiguo vigor—. Adelante, Faro. ¿Qué fue ese «algo» vuestro? ¿Cómo lo hicisteis?
—Bueno —dijo Faro—, la idea se nos ocurrió hace un par de meses, y hemos estado trabajando en ella en nuestro tiempo libre. Yimot conocía una casa baja de un solo piso abajo en la ciudad con un techo en forma de cúpula…, una especie de almacén, creo. Así que la compramos…
—¿Con qué? —interrumpió Athor perentoriamente—. ¿Dónde obtuvisteis el dinero?
—Nuestros ahorros en el Banco —gruñó el delgado Yimot 70, y agitó sus miembros como cañerías—. Nos costó dos mil créditos. —Luego, como a la defensiva—: Bueno, ¿y qué? Mañana dos mil créditos serán dos mil trozos de papel y nada más.
—Seguro —dijo Faro—. Así que compramos el lugar, y lo forramos por dentro con terciopelo negro desde el techo hasta el suelo a fin de conseguir una Oscuridad tan perfecta como fuera posible. Entonces practicamos diminutos agujeros en el techo y los cubrimos con pequeñas caperuzas metálicas que podían ser retiradas simultáneamente pulsando un botón. Bueno, esa parte no la hicimos nosotros personalmente; contratamos a un carpintero y un electricista y algunos otros operarios…, el dinero no contaba. Lo importante era que podíamos hacer que la luz brillara a través de esos agujeros en el techo, de modo que podíamos conseguir un efecto como de Estrellas.
—Lo que imaginábamos que podía ser el efecto de Estrellas —rectificó Yimot.
No se oyó ni un aliento en la pausa que siguió. Athor dijo rígidamente:
—No tenéis ningún derecho a efectuar experimentos particulares…
Faro pareció avergonzado.
—Lo sé, señor…, pero, francamente, Yimot y yo pensamos que el experimento era un poco peligroso. Si el efecto funcionaba realmente, casi esperábamos volvernos locos… Por lo que decía el doctor Sheerin respecto a todo el asunto, creíamos que eso sería lo más probable. Así que pensamos que debíamos ser nosotros solos quienes corriéramos el riesgo. Por supuesto, si descubríamos que podíamos retener nuestra cordura, se nos ocurrió que tal vez pudiéramos desarrollar inmunidad al auténtico fenómeno, y luego exponer al resto de nosotros a lo que habíamos experimentado. Pero las cosas no funcionaron…
—¿Por qué? ¿Qué ocurrió?
Fue Yimot quien respondió:
—Nos encerramos ahí dentro y permitimos que nuestros ojos se acostumbraran a la oscuridad. Es una sensación extremadamente insidiosa, porque la total Oscuridad te hace sentir como si las paredes y el techo se derrumbaran sobre ti. Pero lo superamos y pulsamos el interruptor. Las caperuzas se apartaron a un lado, y el techo se llenó de pequeños puntos de luz.
—¿Y?
—Y… nada. Ésa fue la parte más ilógica de todo. Por todo lo que comprendimos del Libro de las Revelaciones, estábamos experimentando el efecto de ver las Estrellas contra un fondo de Oscuridad. Pero no ocurrió nada. Era sólo un techo con agujeros en él, y puntos brillantes de luz atravesándolos, y eso era exactamente lo que parecía. Lo probamos una y otra vez, eso fue lo que nos retrasó…, pero no se produjo ningún efecto.
Hubo un silencio impresionado. Todos los ojos se volvieron hacia Sheerin, que permanecía inmóvil, con la boca abierta.
Theremon fue el primero en hablar.
—Sabe lo que esto le hace a la teoría que ha construido usted, ¿verdad, Sheerin? —Sonreía con alivio.
Pero Sheerin alzó la mano.
—No tan aprisa, Theremon. Sólo déjeme pensar un poco en esto. Las llamadas «Estrellas» que construyeron los muchachos…, el tiempo total de su exposición a la Oscuridad… —Guardó silencio. Todo el mundo le miraba. Y de pronto hizo chasquear los dedos y, cuando alzó la cabeza, no había ni sorpresa ni incertidumbre en su rostro—. Por supuesto…
No terminó su frase. Thilanda, que había permanecido arriba en la cúpula del observatorio exponiendo placas fotográficas del cielo a intervalos de diez segundos a medida que se acercaba el momento del eclipse, entró a la carrera, agitando los brazos en amplios círculos que no tenían nada que envidiar a los de Yimot en sus momentos de mayor excitación.
—¡Doctor Athor! ¡Doctor Athor!
Athor se volvió.
—¿Qué ocurre?
—Acabamos de descubrir…, simplemente entró andando en la cúpula…, no lo creerá usted, doctor Athor…
—Tranquila, chiquilla. ¿Qué ocurrió? ¿Quién entró andando?
Hubo un sonido de forcejeo en el pasillo, y un seco clang. Beenay saltó en pie, corrió hacia la puerta y se detuvo en seco.
—¿Qué demonios…? —exclamó.
Davnit e Hikkinan, que deberían estar arriba en la cúpula con Thilanda, estaban ahí fuera. Los dos astrónomos forcejeaban con una tercera figura, un hombre de aspecto ágil y atlético que rozaba la cuarentena, con un extraño pelo rojo rizado, un rostro de rasgos afilados y ojos azul hielo. Lo arrastraron al interior de la habitación y se detuvieron sosteniéndolo con los brazos firmemente sujetos a la espalda.
El desconocido llevaba el oscuro hábito de los Apóstoles de la Llama.
—¡Folimun 66! —exclamó Athor.
Y, casi simultáneamente, de Theremon:
—¡Folimun! En nombre de la Oscuridad, ¿qué está haciendo usted aquí?
Tranquilamente, en un frío tono autoritario, el Apóstol dijo:
—No es en nombre de la Oscuridad que he venido aquí esta tarde, sino en nombre de la luz.
Athor miró a Thilanda.
—¿Dónde encontrasteis a este hombre?
—Ya se lo he dicho, doctor. Estábamos atareados con las placas, y entonces le oímos. Había entrado directamente y estaba de pie detrás de nosotros. «¿Dónde está Athor? —preguntó—. Tengo que ver a Athor.»
—Llamad a los guardias de seguridad —dijo Athor, mientras su rostro se iba oscureciendo con la furia—. Se supone que el observatorio está sellado esta tarde. Quiero saber cómo consiguió pasar este hombre.
—Evidentemente tienen ustedes uno o dos Apóstoles en su nómina —dijo Theremon con voz placentera—. Naturalmente, se sintieron encantados cuando el Apóstol Folimun apareció y les pidió que le abrieran la puerta.
Athor le lanzó una mirada ampollante. Pero la expresión de su rostro indicaba que el viejo astrónomo se daba cuenta de la probable exactitud de la suposición de Theremon.
Todo el mundo en la habitación había formado un anillo en torno a Folimun ahora. Todos le miraban sorprendidos: Siferra, Theremon, Beenay, Athor, los demás.
Calmadamente, Folimun dijo:
—Soy Folimun 66, ayudante especial de Su Serenidad Mondior 71. He venido esta tarde no como un criminal, como parecen ustedes pensar, sino como un enviado de Su Serenidad. ¿Cree usted que puede persuadir a esos dos fanáticos suyos de que me suelten, Athor?
Athor hizo un gesto irritado.
—Soltadle.
—Gracias —dijo Folimun. Se frotó los brazos y ajustó la caída de su hábito. Luego hizo una agradecida inclinación de cabeza, ¿o fue sólo burlona gratitud?, a Athor. El aire en torno al Apóstol parecía hormiguear con una clase especial de electricidad.
—Bien, ahora —dijo Athor—, ¿qué está haciendo usted aquí? ¿Qué es lo que quiere?
—Nada, supongo, que usted esté dispuesto a darme por su propia voluntad.
—Probablemente tenga razón acerca de eso.
—Cuando usted y yo nos reunimos hace unos meses, Athor —dijo Folimun—, fue, diría yo, una reunión más bien tensa, una reunión de dos hombres que muy bien podrían considerarse como príncipes de reinos hostiles. Para usted, yo era un peligroso fanático. Para mí, usted era el líder de una pandilla de pecadores sacrílegos. Y, sin embargo, conseguimos llegar a un cierto campo de entendimiento, que fue, recordará usted, que en la tarde del 19 de theptar la Oscuridad caería sobre Kalgash y permanecería ahí durante varias horas.
Athor frunció el ceño.
—Vaya al grano, si es que ha venido a decir algo, Folimun. La Oscuridad está a punto de caer, y no tenemos mucho tiempo.
—Para mí, la llegada de la Oscuridad era contemplada como algo que nos era enviado por la voluntad de los dioses. Para usted, no representaba más que el movimiento sin alma de cuerpos astronómicos. Muy bien: admitimos que estábamos en desacuerdo. Yo le proporcioné algunos datos que habían permanecido en posesión de los Apóstoles desde el anterior Año de Gracia, ciertas tablas de los movimientos de los soles en el cielo, y otros datos aún más abstrusos. A cambio, usted prometió demostrar la verdad esencial del credo de nuestra fe y hacer que esa prueba fuera conocida por la gente de Kalgash.
Athor miró su reloj y dijo:
—Y eso fue exactamente lo que hice. ¿Qué es lo que quiere su amo ahora? He cumplido con mi parte del trato.
Folimun sonrió débilmente pero no dijo nada. Hubo un inquieto agitar en la habitación.
—Le pedí unos datos astronómicos, si —dijo Athor, mirando a su alrededor—. Datos que sólo los Apóstoles poseían. Y me fueron entregados. Le estoy agradecido por ello. A cambio acepté, es un modo de hablar, hacer pública mi confirmación matemática del dogma básico de los Apóstoles de que la Oscuridad descendería sobre nosotros el 19 de theptar.
—En realidad para nosotros no había ninguna necesidad de hacer ese trato —fue la orgullosa respuesta—. Nuestro dogma básico, como usted lo llama, no necesita ninguna prueba. Está demostrado por sí mismo en el Libro de las Revelaciones.
—Para el puñado que forman su culto, sí —restalló Athor—. No pretenda confundir mi significado. Ofrecí presentar un respaldo científico a sus creencias. ¡Y lo hice!
Los ojos del cultista se entrecerraron amargamente.
—Sí, lo hizo…, con la sutileza de un zorro, porque su pretendida explicación respaldaba nuestras creencias, y al mismo tiempo extirpaba toda necesidad de ellas. Convirtió usted la Oscuridad y las Estrellas en un fenómeno natural, y retiró de ellas todo su auténtico significado. Eso fue blasfemo.
—Si es así, la culpa no es mía. Los hechos existen. ¿Qué podía hacer yo sino afirmarlos?
—Sus «hechos» son un fraude y una ilusión.
El rostro de Athor se encendió furioso.
—¿Cómo lo sabe usted?
Y la respuesta le vino con la seguridad de la absoluta fe:
—Lo sé.
El director se empurpuró aún más. Beenay avanzo hacia él, pero Athor le hizo un gesto con la mano de que se quedara atrás.
—¿Y qué desea que hagamos, Mondior 71? Supongo que aún piensa que, en nuestro intento de advertir al mundo para que tome medidas contra la amenaza de la locura, estamos interfiriendo de alguna manera con su intento de hacerse cargo del poder después del eclipse. Bueno, no hemos tenido demasiado éxito. Espero que esto le haga feliz.
—El intento en sí ya ha causado bastante daño. Y lo que pretende conseguir aquí esta tarde hará que las cosas sean aún peores.
—¿Qué sabe usted acerca de lo que pretendemos conseguir aquí esta tarde? —preguntó Athor.
Folimun dijo con voz muy suave:
—Sabemos que no ha abandonado usted nunca su esperanza de influenciar a la población. Después de fracasar en su intento de conseguirlo antes de la Oscuridad y las Llamas, ahora pretende hacerlo después, equipado con fotografías de la transición del día a la Oscuridad. Pretende ofrecer a los supervivientes una explicación racional de lo que ocurrió, y guardar en un lugar seguro las supuestas pruebas de sus creencias, a fin de que al final del próximo Año de Gracia sus sucesores en el reino de la ciencia puedan dar un paso adelante y guiar a la Humanidad de tal modo que la Oscuridad pueda ser resistida.
—Alguien ha estado hablando más de la cuenta —susurró Beenay. Folimun siguió:
—Todo esto va contra los intereses de Mondior 71, por supuesto. Y Mondior 71 es el profeta nombrado por los dioses, el que se supone que debe conducir a la Humanidad a través del período que se abre ante nosotros.
—Creo que ya es hora de que vaya al grano —dijo Athor con tono helado.
Folimun asintió.
—Es muy simple. Su imprudente y blasfemo intento de conseguir información por medio de sus malignos instrumentos debe ser detenido. Lo único que lamento es no poder destruir sus artilugios infernales con mis propias manos.
—¿Es eso lo que pretendía? No le hubiera servido de mucho. Todos nuestros datos, excepto las pruebas directas que pensamos reunir hoy, se hallan ya guardados a salvo y mucho más allá de la posibilidad de cualquier daño.
—Tráigalos. Destrúyalos.
—¿Qué?
—Destruya todo su trabajo. Destruya sus instrumentos. A cambio de eso, me ocuparé de que usted y su gente sean protegidos contra el caos que con toda seguridad se desatará cuando llegue el Anochecer.
Ahora hubo risas en la habitación.
—Está loco —dijo alguien—. Totalmente chiflado.
—En absoluto —dijo Folimun—. Devoto, sí. Dedicado a una Causa más allá de su comprensión, sí. Pero no loco. Estoy completamente cuerdo, se lo aseguro. Creo que este hombre de aquí —señaló a Theremon— puede atestiguarlo, y no es conocido precisamente por su credulidad. Pero sitúo mi Causa por encima de todas las demás cosas. Esta noche es crucial en la historia del mundo, y, cuando amanezca mañana, la Gracia triunfará. Le ofrezco un ultimátum. Su gente tiene que terminar con su blasfemo intento de proporcionar explicaciones racionales a la llegada de la Oscuridad esta tarde, y aceptar a Su Serenidad Mondior 71 como la auténtica voz de la voluntad de los dioses. Cuando llegue la mañana, saldrán a colaborar con la obra de Mondior entre la Humanidad, y no se oirá nada más de eclipses, ni de órbitas, ni de la Ley de la Gravitación Universal, ni del resto de sus locuras.
—¿Y si nos negamos? —dijo Athor, con aire casi divertido ante la presunción de Folimun.
—Entonces —dijo Folimun fríamente—, un grupo de gente furiosa encabezada por los Apóstoles de la Llama subirá a esta colina y destruirá su observatorio y todo lo que hay dentro de él.
—Ya basta —dijo Athor—. Llamen a seguridad. Que arrojen a este hombre fuera de aquí.
—Tienen exactamente una hora —dijo Folimun, imperturbable—. Luego, el Ejército de la Santidad atacará.
—Está faroleando —dijo Sheerin de pronto.
Athor, como si no le hubiera oído, dijo de nuevo:
—Llamen a seguridad. ¡Le quiero fuera de aquí!
—Maldita sea, Athor, ¿qué le pasa? —exclamó Sheerin—. Si le suelta, irá ahí fuera a aventar las llamas. ¿No ve que todos esos Apóstoles viven para el caos? ¿Y que esté hombre es un maestro en crearlo?
—¿Qué está sugiriendo?
—Enciérrelo —dijo Sheerin—. Métalo en un cuarto y cierre la puerta con llave, y manténgalo allí durante toda la duración de la Oscuridad. Es la peor cosa que podemos hacerle. Encerrado de ese modo, no verá la Oscuridad, no verá las Estrellas. No se necesita mucho conocimiento del credo de los Apóstoles para darse cuenta de que para él verse privado de las Estrellas, cuando aparezcan, significará la pérdida de su alma inmortal. Enciérrelo, Athor. No sólo es lo más seguro para nosotros, sino que es lo que se merece.
—Y después —jadeó Folimun ferozmente—, cuando todos hayan perdido la razón, no habrá nadie que pueda soltarme. Esto es una sentencia de muerte. Sé tan bien como ustedes lo que significará la llegada de las Estrellas…, lo sé mucho mejor que ustedes. Con sus mentes eliminadas, ninguno de ustedes pensará en liberarme. La asfixia o la inanición, ¿no es eso? Más o menos lo que cabe esperar de un grupo de… científicos. —Hizo que la palabra sonara obscena—. Pero no funcionará. He tomado la precaución de hacer saber a mis seguidores que deben atacar el observatorio exactamente dentro de una hora a menos que yo aparezca y les ordene que no lo hagan. Así pues, encerrarme no les será de ninguna utilidad. Dentro de una hora traerá la destrucción sobre ustedes, eso es todo. Y luego mi gente me liberará, y juntos, alegremente, extáticamente, contemplaremos la llegada de las Estrellas. —Una vena pulsó en la sien de Folimun—. Luego, mañana, cuando todos ustedes no sean más que locos farfullantes, condenados para siempre por sus actos, nos dedicaremos a la tarea de crear un maravilloso nuevo mundo.
Sheerin miró dubitativamente a Athor. Pero Athor parecía vacilar también.
Beenay, de pie al lado de Theremon, murmuró:
—¿Qué piensas? ¿Crees que es una bravata?
Pero el periodista no respondió. Incluso sus labios se habían vuelto pálidos.
—¡Miren eso! —exclamó. El dedo con el que señalaba la ventana temblaba, y su voz era seca y quebradiza.
Hubo un jadeo simultáneo cuando todos los ojos siguieron el dedo que señalaba y, por un momento, miraron helados. ¡Dovim tenía un apreciable mordisco en uno de sus lados!
La pequeña indentación de invasora oscuridad tenía quizá la anchura de una uña, pero para los observadores parecía crecer como la cuarteadura del destino.
La vista de aquel pequeño arco de oscuridad golpeó con terrible fuerza a Theremon. Retrocedió, se llevó la mano a la frente y se apartó de la ventana. Se sentía sacudido hasta las raíces del alma por aquel pequeño mordisco en un lado de Dovim. Theremon el escéptico, Theremon el burlón…, Theremon el obstinado analista de la locura de los demás…
¡Dios! ¡Cuán equivocado estaba!
Cuando se volvió, sus ojos se cruzaron con los de Siferra. Estaba al otro lado de la habitación, mirándole, Había desdén en sus ojos…, ¿o era lástima? Se obligó a sostener su mirada y agitó tristemente la cabeza, como si quisiera decirle con toda humildad lo que había en él. Lié las cosas, y lo siento. Lo siento. Lo siento.
Tuvo la impresión de que ella sonreía. Quizás había comprendido lo que intentaba decirle.
Entonces la habitación se disolvió por un momento en un chillar de confusión cuando todo el mundo empezó a ir precipitadamente de un lado para otro; y, un momento más tarde, la confusión dejó paso a una rápida y ordenada actividad cuando los astrónomos ocuparon sus puestos prefijados, algunos escaleras arriba en la cúpula del observatorio para observar el eclipse a través de los telescopios, algunos a los ordenadores, algunos activando los instrumentos que registrarían los cambios en el disco de Dovim. En este momento crucial no había tiempo para las emociones. Eran simples científicos con un trabajo que hacer. Theremon, solo en medio de todo aquello, miró a su alrededor en busca de Beenay y le halló al fin sentado ante un teclado, trabajando frenéticamente en algún tipo de problema. De Athor no había el menor rastro.
Sheerin apareció al lado de Theremon y dijo con voz prosaica:
—El primer contacto debe de haberse producido hace cinco o diez minutos. Un poco pronto, pero supongo que había muchas incertidumbres implicadas en los cálculos pese a todos los esfuerzos que se pusieron en ellos. —Sonrió—. Debería apartarse de esta ventana, hombre.
—¿Por qué? —dijo Theremon, que había girado en redondo de nuevo para mirar a Dovim.
—Athor está furioso —susurró el psicólogo—. Se perdió el primer contacto por culpa de esa discusión con Folimun. Se halla usted en una posición vulnerable, de pie aquí donde está. Si Athor pasa por aquí cerca lo más probable es que lo arroje fuera por la ventana.
Theremon asintió secamente y se sentó. Sheerin le miró con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
—¡Por todos los diablos, hombre! ¡Está usted temblando!
—¿Eh? —Theremon se humedeció los resecos labios e intentó sonreír—. No me siento muy bien, y eso es un hecho.
Los ojos del psicólogo se endurecieron.
—Supongo que no estará perdiendo tos nervios, ¿verdad?
—¡No! —exclamó Theremon en un destello de indignación—. Deme una oportunidad, ¿quiere? ¿Sabe una cosa, Sheerin? Deseaba creer en todo este asunto del eclipse, pero no podía, sinceramente no podía, todo me parecía la más transparente de las fantasías. Quise creerlo en bien de Beenay, en bien de Siferra…, incluso en bien de Athor, en cierto modo. Pero no pude. No hasta este minuto. Deme tiempo para acostumbrarme a la idea, ¿de acuerdo? Usted ha tenido meses. A mí acaba de golpearme en plena frente.
—Entiendo lo que quiere decir —dijo Sheerin, pensativo—. Escuche. ¿Tiene usted familia…, padres, esposa, hijos?
Theremon negó con la cabeza.
—No. Nadie por quien deba preocuparme. Bueno, tengo una hermana, pero está a tres mil kilómetros de distancia. Ni siquiera he hablado con ella en un par de años.
—Bien, entonces, ¿qué hay de usted mismo?
—¿Qué quiere decir?
—Podría intentar ir a nuestro Refugio. Hay sitio para usted ahí. Es probable que aún tenga tiempo…, podría llamarles y decir que va usted para allá, y le abrirán la puerta…
—Así que piensa usted que estoy asustado hasta la médula, ¿verdad?
—Usted mismo dijo que no se sentía bien.
—Quizá no. Pero estoy aquí para cubrir la historia. Y eso es lo que tengo intención de hacer.
Hubo una débil sonrisa en el rostro del psicólogo.
—Entiendo. El honor profesional, ¿verdad?
—Puede llamarlo así —dijo Theremon débilmente—. Además, ayudé en buena parte a minar el programa de preparativos de Athor, ¿o acaso lo ha olvidado? No puede creer usted que ahora voy a tener el valor de ir corriendo a ocultarme en el mismo Refugio del que me estuve burlando, Sheerin.
—No lo había visto desde este ángulo.
—Me pregunto si aún quedará un poco de ese vino miserable oculto por ahí. Si hubo alguna vez un momento en el que necesité un trago…
—¡Chissst —dijo Sheerin. Dio un fuerte codazo a Theremon—. ¿Oye eso? ¡Escuche!
Theremon miró en la dirección que indicaba Sheerin. Folimun 66 estaba de pie junto a la ventana, con una expresión de salvaje excitación en su rostro. El apóstol murmuraba algo para sí mismo en un tono bajo, como un sonsonete. Hizo que al periodista se le pusiera la piel de gallina.
—¿Qué es lo que dice? —susurró—. ¿Puede captar algo?
—Está citando el Libro de las Revelaciones, capítulo primero —respondió Sheerin. Luego, con urgencia—: Calle y escuche, ¿quiere?
La voz del Apóstol se alzó bruscamente en un incremento de fervor:
—Y llegó a ocurrir en esos días que el sol, Dovim, montó su vigilia en solitario en el cielo durante períodos más largos que en las revoluciones pasadas; hasta que llegó el momento en el que brilló durante toda una media revolución, solitario, encogido y frío, en el cielo sobre Kalgash.
»Y los hombres se reunieron en las plazas públicas y en los caminos, para discutir sobre la maravilla que se ofrecía a sus vistas, porque un extraño miedo y miseria se había apoderado de sus espíritus. Sus mentes estaban turbadas y su habla era confusa, porque las almas de los hombres aguardaban la llegada de las Estrellas.
» Y en la ciudad de Trigón, al mediodía, Vendret 2 se adelantó y dijo a los hombres de Trigón: “¡Escuchad, pecadores! Os burlasteis de los caminos de la rectitud, pero ahora vendrá el tiempo de pasar cuentas. En estos momentos la Cueva se acerca para engullir Kalgash, sí, y todo lo que contiene.”
»Y en ese momento, mientras hablaba, el labio de la Cueva de la Oscuridad rebasó el borde de Dovim, de tal modo que todo Kalgash quedó oculto de su vista. Fuertes fueron los gritos y las lamentaciones de los hombres a medida que se desvanecía, y grande fue el miedo del alma con que se vieron afligidos.
»Y entonces ocurrió que la Oscuridad de la Cueva cayó por completo sobre Kalgash con todo su terrible peso, de tal modo que no hubo luz con la que ver en toda la superficie del mundo. Los hombres quedaron como si estuvieran ciegos, nadie podía ver a su vecino, aunque sintiera su aliento sobre su rostro.
»Y en medio de esta oscuridad aparecieron las Estrellas en número incontable, y su brillo fue como el brillo de todos los dioses reunidos en cónclave. Y con la llegada de las Estrellas llegó también la música, que tenía una belleza tan prodigiosa que las propias hojas de los árboles se convirtieron en lenguas para exclamar maravilladas.
»Y en ese momento las almas de los hombres escaparon de ellos y volaron hacia arriba en dirección a las Estrellas, y sus cuerpos abandonados se convirtieron en igual que bestias; sí, en igual que los torpes brutos salvajes; de tal modo que merodearon por las oscuras calles de las ciudades de Kalgash emitiendo gritos salvajes, como los gritos de las bestias.
»Y entonces de las Estrellas cayeron las Llamas Celestiales, que eran las portadoras de la voluntad de los dioses; y allá donde tocaban las Llamas, las ciudades de Kalgash se vieron consumidas hasta su total destrucción, de tal modo que en ninguna parte quedó nada del hombre o de las obras del hombre.
»E incluso entonces…
Hubo un cambio sutil en el tono de Folimun. Sus ojos no se habían movido, pero de alguna forma pareció darse cuenta de la absorta atención de los otros dos. Con toda facilidad, sin siquiera hacer una pausa para respirar, alteró el timbre de su voz, de modo que ésta ascendió de tono y las sílabas se hicieron más líquidas.
Theremon, cogido por sorpresa, frunció el ceño. Las palabras parecían hallarse al borde de la familiaridad. No había habido más que un elusivo cambio en el acento, un diminuto cambio en la fuerza puesta en las vocales…, y sin embargo Theremon ya no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo Folimun.
—Quizá Siferra pudiera entenderle ahora —dijo Sheerin—. Es probable que esté hablando en lengua litúrgica, el antiguo lenguaje del anterior Año de Gracia del que se supone está traducido el Libro de las Revelaciones.
Theremon lanzó al psicólogo una mirada peculiar.
—Sabe usted mucho sobre esto, ¿verdad? ¿Qué es lo que está diciendo?
—¿Cree que puedo decírselo? He efectuado algunos estudios últimamente, sí. Pero no tanto como eso. Sólo estoy suponiendo en qué habla. ¿No íbamos a encerrarle en alguna parte?
—Dejémosle —murmuró Theremon—. ¿Qué diferencia significa ahora? Es su gran momento. Permitamos que goce con él.
—Empujó su silla hacia atrás y se pasó los dedos por el pelo. Sus manos ya no temblaban—. Es curioso —dijo—. Ahora que ha empezado realmente, ya no me siento nervioso.
—¿No?
—¿Por qué debería? —dijo Theremon. Una nota de agitada alegría se infiltró en su voz—. No hay nada de lo que yo pueda hacer que impida que esto ocurra, ¿no? Así que simplemente intentaré cabalgar sobre las olas. ¿Cree usted que las Estrellas aparecerán realmente?
—No tengo la menor idea —admitió Sheerin—. Quizá Beenay sepa algo.
—O Athor.
—Deje a Athor tranquilo —indicó el psicólogo, y se echó a reír—. Acaba de cruzar la habitación y le ha lanzado una mirada que podría haberle matado.
Theremon hizo una mueca.
—Voy a tener mucha mierda que tragar cuando todo esto acabe, lo sé. ¿Qué cree usted, Sheerin? ¿Es seguro contemplar el espectáculo de ahí fuera?
—Cuando la Oscuridad sea total…
—No me refiero a la Oscuridad. Creo que puedo ocuparme de la Oscuridad. Me refiero a las Estrellas.
—¿Las Estrellas? —repitió Sheerin, impaciente—. Se lo dije, no sé nada respecto a ellas.
—Probablemente no sean tan terribles como el Libro de las Revelaciones quiere que creamos. Si ese experimento de las cabezas de alfiler en el techo de esos dos estudiantes significa algo… —Alzó las manos, con las palmas hacia arriba, como si ellas pudieran dar la respuesta—. Dígame, Sheerin, ¿qué piensa usted? ¿No serán algunas personas inmunes a los efectos de la Oscuridad y las Estrellas?
Sheerin se encogió de hombros. Señaló el suelo frente a ellos. Dovim había pasado ya su cenit, y el cuadrado de ensangrentada luz solar que había silueteado la ventana en el suelo se había movido unos palmos hacia el centro de la habitación, donde parecía ahora la terrible mancha de algún crimen sangriento. Theremon contempló pensativo su oscuro color. Luego se dio la vuelta y miró de nuevo directamente al sol con los ojos entrecerrados.
El mordisco en su lado había crecido a una negra y profunda indentación que cubría un tercio de su disco visible. Theremon se estremeció. En una ocasión, burlonamente, le había hablado a Beenay de dragones en el cielo. Ahora tenía la impresión de que el dragón se había presentado al fin, y ya había devorado cinco de los soles, y que estaba mordisqueando entusiásticamente el único que quedaba.
—Probablemente hay dos millones de personas en Ciudad de Saro que en estos momentos intentan unirse todos a la vez a los Apóstoles —dijo Sheerin—. Apostaría a que celebrarán una gran reunión evangélica en el cuartel general de Mondior. ¿Que si creo que existe alguna inmunidad a los efectos de la Oscuridad? Bueno, dentro de poco vamos a descubrirlo, ¿no?
—Tiene que existir. ¿De qué otro modo mantendrían los Apóstoles el Libro de las Revelaciones de ciclo en ciclo, y cómo fue escrito en Kalgash en primer lugar? Tiene que haber alguna especie de inmunidad. Si todo el mundo se volviera loco, ¿quién habría quedado para escribir el libro?
—Muy probablemente los miembros del culto secreto se ocultaron en refugios hasta que todo hubo terminado, del mismo modo que algunos de nosotros lo están haciendo hoy —dijo Sheerin.
—No es suficiente. El Libro de las Revelaciones es presentado como el relato de un testigo ocular. Eso parece indicar que tuvieron experiencias de primera mano de la locura…, y sobrevivieron.
—Bien —dijo el psicólogo—, hay tres clases de personas que pudieron permanecer relativamente poco afectadas. En primer lugar, los muy pocos que no llegaron a ver en absoluto las Estrellas…, los ciegos, digamos, o aquellos que se emborracharon hasta sumirse en el estupor al principio del eclipse y permanecieron en ese estado hasta el final.
—Ésos no cuentan. No son testigos.
—Supongo que no. El segundo grupo, sin embargo…, niños pequeños, para quienes el mundo en su conjunto es demasiado nuevo y extraño como para que algo parezca más extraño que todo lo demás. Supongo que ellos no se sentirán asustados por la Oscuridad, ni siquiera por las Estrellas. Para ellos no serán más que otros dos acontecimientos curiosos en un mundo interminablemente sorprendente. Supongo que puede ver usted esto.
Theremon asintió, dubitativo.
—Supongo que sí.
—Finalmente están aquellos cuyas mentes se hallan ya demasiado encallecidas como para que algo pueda derribarlas. Los muy insensibles apenas se sentirán afectados…, los auténticos zoquetes. Supongo que éstos simplemente se encogerán de hombros y aguardarán a que vuelva a salir Onos.
—¿Así que el Libro de las Revelaciones fue escrito por zoquetes insensibles? —preguntó Theremon con una sonrisa.
—Es difícil. Más bien fue escrito por algunas de las mentes más listas del nuevo ciclo…, basándose en los fugitivos recuerdos de los niños, combinados con los confusos e incoherentes balbuceos de los idiotas medio locos, y sí, quizás algunos de los relatos contados por los zoquetes.
—Será mejor que Folimun no oiga esto.
—Por supuesto, el texto debe de haber sido extensamente elaborado y reelaborado a lo largo de los años. E incluso pasado, quizá, de ciclo en ciclo, del mismo modo que Athor y su gente esperan pasar el secreto de la gravitación. Pero mi punto crucial es éste: que pese a todo no puede ser más que una masa de distorsiones, aunque esté basado en hechos reales. Por ejemplo, considere ese experimento con los agujeros en el techo del que Faro y Yimot nos hablaron…, el que no funcionó.
—¿Qué pasa con él?
—Bueno, la razón por la que no fun… —Sheerin se detuvo de pronto y se levantó, alarmado—. Oh… oh.
—¿Ocurre algo? —preguntó Theremon.
—Athor viene para acá. ¡Y mire su rostro!
Theremon se volvió. El viejo astrónomo avanzaba hacia ellos como un espíritu vengativo surgido de un mito medieval. Su piel era blanca como el papel, sus ojos llameaban, sus rasgos eran una retorcida masa de consternación. Lanzó una venenosa mirada hacia Folimun, que permanecía aún de pie solo en la esquina más alejada de la ventana, y otra a Theremon.
Se dirigió a Sheerin:
—He estado en el comunicador durante los últimos quince minutos. He hablado con el Refugio, y con la gente de seguridad, y con el centro de Ciudad de Saro.
—¿Y?
—El periodista de aquí se sentirá muy complacido de su trabajo. He sabido que la ciudad es un caos. Hay tumultos por todos lados, saqueos, multitudes presas del pánico…
—¿Qué pasa en el Refugio? —preguntó ansiosamente Sheerin.
—Están seguros. Han sellado los accesos de acuerdo con el plan, y permanecerán ocultos hasta que despunte de nuevo el día, como mínimo. Estarán bien. Pero la ciudad, Sheerin: no tiene ni idea… —Tenía dificultad en hablar.
—Señor —dijo Theremon—, si tan sólo pudiera creerme cuando le digo lo profundamente que lamento…
—No hay tiempo para eso ahora —restalló Sheerin, impaciente. Apoyó una mano en el brazo de Athor—. ¿Y usted? ¿Se encuentra bien, doctor Athor?
—¿Importa eso? —Athor se inclinó hacia la ventana, como si intentara ver los tumultos desde allí. Dijo con voz apagada—: En el momento en que empezó el eclipse, todo el mundo ahí fuera se dio cuenta de que todo lo demás iba a ocurrir tal como nosotros habíamos predicho…, nosotros y los Apóstoles. Y se asentó la histeria. Los fuegos empezarán pronto. Y supongo que las turbas de Folimun estarán ahí también de un momento a otro. ¿Qué vamos a hacer, Sheerin? ¡Deme alguna sugerencia!
Sheerin inclinó la cabeza y se contempló abstraído las puntas de los pies. Durante un momento tamborileó con un nudillo contra su barbilla. Luego alzó la vista y dijo crispadamente:
—¿Hacer? ¿Qué es lo que hay que hacer? Cerrar las puertas, esperar lo mejor.
—¿Y si les decimos que mataremos a Folimun si intentan entrar por la fuerza?
—¿Lo haría realmente? —preguntó Sheerin.
Los ojos de Athor destellaron sorprendidos.
—Bueno…, supongo…
—No —dijo Sheerin—. No lo haría.
—Pero si le amenazáramos con…
—No. No. Son fanáticos, Athor. Ya saben que lo retenemos como rehén. Probablemente esperan que lo matemos en el momento en que entren violentamente en el observatorio, y eso no les preocupa en absoluto. Y usted sabe que no lo haría de todos modos.
—Por supuesto que no.
—Así pues: ¿cuánto tiempo falta para que el eclipse sea total?
—Menos de una hora.
—Tendremos que correr el riesgo. Les tomará tiempo a los Apóstoles reunir a sus turbas…, no van a ser un puñado de Apóstoles, apuesto a que no, será una enorme masa de gente normal de la ciudad agitada hasta el pánico por unos cuantos Apóstoles que les prometerán la entrada inmediata en la gracia, les prometerán la salvación, se lo prometerán todo…, y necesitarán más tiempo aún para traerlos hasta aquí. El Monte del Observatorio se halla a unos buenos ocho kilómetros de la ciudad…
Sheerin miró por la ventana. Theremon, a su lado, miró también, y su vista resbaló colina abajo. Allá al fondo, las cuadrículas de las granjas dejaban paso a grupos de casas blancas en los suburbios. La metrópolis más allá era una mancha imprecisa en la distancia…, una bruma en el desvaneciente brillo de Dovim. Una pesadillesca luz sobrenatural bañaba el paisaje.
Sin volverse, Sheerin dijo:
—Sí, les tomará tiempo llegar hasta aquí. Hay que mantener las puertas cerradas, seguir trabajando, rezar para que el eclipse total llegue antes. Una vez empiecen a brillar las Estrellas, creo que ni siquiera los Apóstoles podrán mantener a la turba centrada en el trabajo de abrirse paso hasta aquí.
Dovim estaba cortado ya por la mitad. La línea divisoria creaba una ligera concavidad en el centro de la aún brillante porción del sol rojo. Era como un gigantesco párpado cerrándose inexorablemente sobre la luz de un mundo.
Theremon permanecía inmóvil, mirando. Los débiles sonidos de la habitación a sus espaldas se desvanecieron en el olvido, y sólo captó el denso silencio de los campos de allá fuera. Los propios insectos parecían temerosamente mudos. Y las cosas eran cada vez más y más oscuras. Aquel extraño tono sangriento lo teñía todo.
—No mire durante tanto rato seguido —murmuró Sheerin en su oído.
—¿Al sol, quiere decir?
—A la ciudad. Al cielo. No me preocupa que pueda hacerse daño en los ojos. Es su mente, Theremon.
—Mi mente está bien.
—Deseará que siga así. ¿Cómo se siente?
—Bueno… —Theremon entrecerró los ojos. Su garganta estaba un poco seca. Pasó el dedo a lo largo de la parte interior del cuello de su camisa. Le apretaba demasiado. Demasiado. Parecía como si una mano se cerrara sobre su garganta. Giró el cuello hacia uno y otro lado pero no halló ningún alivio.
—Algún problema al respirar, quizá.
—La dificultad en respirar es uno de los primeros síntomas de un ataque de claustrofobia —dijo Sheerin. Cuando sienta que su pecho se constriñe, será mejor que se aparte de la ventana.
—Quiero ver lo que ocurre.
—Está bien. Está bien. Lo que usted diga.
Theremon abrió mucho los ojos e inspiró profundamente dos o tres veces.
—No cree que pueda resistirlo, ¿verdad?
—No sé nada acerca de nada, Theremon —dijo con voz cansada Sheerin—. Las cosas cambian de un momento a otro, ¿no? Oh. Aquí está Beenay.
El astrónomo se había interpuesto entre la luz y la pareja en el rincón. Sheerin le miró intranquilo, con los ojos entrecerrados.
—Hola, Beenay.
—¿Os importa si me uno a vosotros? —preguntó—. Ya he terminado mis cálculos, y no puedo hacer nada hasta el eclipse total. —Beenay hizo una pausa y miró al Apóstol, que estaba hojeando intensamente un pequeño libro encuadernado en piel que había extraído de la manga de su hábito—. Eh, ¿no íbamos a echarlo de aquí?
—Decidimos que no —respondió Theremon—. ¿Sabes dónde está Siferra, Beenay? La vi hace un momento, pero no parece estar aquí ahora.
—Está arriba, en la cúpula. Deseaba echar un vistazo a través del telescopio grande. No es que haya mucho que ver que no podamos contemplar a simple vista.
—¿Qué hay de Kalgash Dos? —preguntó Theremon.
—¿Qué hay que ver? Oscuridad en Oscuridad. Podemos ver los efectos de su presencia a medida que se mueve delante de Dovim. El propio Kalgash Dos, sin embargo…, es sólo un pedazo de noche contra el cielo nocturno.
—Noche —murmuró Sheerin—. Qué extraña palabra.
—Ya no —dijo Theremon—. ¿Así que en realidad el satélite errante en sí no puede verse, ni siquiera con el telescopio grande?
Beenay pareció avergonzado.
—En realidad nuestros telescopios no son muy buenos, ¿sabes? Son estupendos para observaciones solares, pero, si hay un poco de oscuridad, entonces… —Agitó la cabeza. Echó hacia atrás los hombros y pareció luchar por introducir aire en sus pulmones—. Pero Kalgash Dos es real, eso ha quedado demostrado. La extraña zona de Oscuridad que está cruzando entre nosotros y Dovim…, eso es Kalgash Dos.
—¿Tienes problemas para respirar, Beenay? —preguntó Sheerin.
—Un poco, sí. —Resopló ligeramente—. Un resfriado, supongo.
—Más bien un conato de claustrofobia.
—¿Tú crees?
—Estoy casi seguro. ¿Te sientes extraño de alguna otra manera?
—Bueno —dijo Beenay—, tengo la impresión de que les pasa algo a mis ojos. Las cosas parecen volverse confusas en algunos momentos y… La verdad es que nada es tan claro como debería. Y tengo frío también.
—Oh, eso no es ninguna ilusión. Hace frío, sí —dijo Theremon con una mueca—. Noto los dedos de los pies como si hubiera hecho un viaje de extremo a extremo del país metido en una nevera.
—Lo que necesitamos en estos momentos —dijo Sheerin con voz intensa— es alejar nuestras mentes de los efectos que estamos experimentando. Mantenerlas ocupadas, eso es lo importante. Le estaba diciendo hace un momento, Theremon, por qué los experimentos de Faro con los agujeros en el techo no dieron ningún resultado.
—Tan sólo empezó a decirlo —respondió Theremon, siguiéndole la corriente. Se acurrucó en su silla, rodeó una rodilla con ambos brazos y apoyó la barbilla contra ella. Lo que tendría que hacer, pensó, es disculparme y subir la escalera en busca de Siferra, ahora que el tiempo antes del eclipse total se está agotando. Pero se sentía curiosamente pasivo, incapaz de moverse. ¿O, pensó, tan sólo tengo miedo de enfrentarme a ella?
Sheerin dijo:
—Lo que iba a explicar era que ellos se equivocaron al tomar el Libro de las Revelaciones de una forma literal. Probablemente no tenía ningún sentido el darle un significado físico al concepto de Estrellas. ¿Sabe?, es posible que, en presencia de una Oscuridad total y sostenida, la mente halle absolutamente necesario crear luz. Esta ilusión de luz puede ser todo lo que sean en realidad las Estrellas.
—En otras palabras —dijo Theremon, y se dio cuenta de que se sentía interesado—, ¿quiere decir que las Estrellas son el resultado de la locura y no una de las causas? Entonces, ¿para qué servirán las fotografías que los astrónomos van a tomar?
—Para probar que las Estrellas son una ilusión, quizás. O para demostrar lo contrario, por todo lo que sé. Luego, además…
Beenay había acercado su silla, y había una expresión de repentino entusiasmo en su rostro.
—Ahora que tocamos el tema de las Estrellas… —empezó—. He estado pensando yo también en ellas, y realmente interesante. Por supuesto, es sólo una especulación loca, y no intento proseguirla de una manera seria hasta su final. Pero creo que vale la pena pensar en ella. ¿Queréis oírla?
—¿Por qué no? —dijo Sheerin, y se reclinó en su asiento. Beenay pareció reluctante. Sonrió con timidez y dijo:
—Muy bien. Supongamos que hay otros soles en el universo.
Theremon reprimió una carcajada.
—Dijiste que era una especulación loca, pero no esperaba…
—No, no es tan loca como eso. No quiero decir otros soles aquí al lado, a mano, que de alguna forma misteriosa no somos capaces de ver. Hablo de soles que se hallen tan lejanos que su luz no sea lo bastante fuerte como para que podamos distinguirlos. Si estuvieran cerca, serían tan brillantes como Onos quizá, o como Tano y Sitha. Pero si están muy lejos, la luz que nos llega de ellos no es más que un pequeño punto, y queda ahogado por el constante resplandor de nuestros seis soles.
—Pero, ¿qué hay de la Ley de la Gravitación Universal? —señaló Sheerin—. ¿No la estás olvidando? Si esos otros soles están ahí, ¿no alterarían también la órbita de nuestro mundo de la misma forma que lo hace Kalgash Dos, y por qué, entonces, no lo hemos observado?
—Un buen punto —dijo Beenay—. Pero esos soles, déjame decir, se hallan realmente muy lejos…, quizá tanto como a cuatro años luz de distancia, o incluso más.
—¿Cuántos años es un año luz? —preguntó Theremon.
—No cuántos. Cuán lejos. Un año luz es una medida de distancia…, la distancia que la luz recorre en un año. Lo cual es un número inmenso de kilómetros, porque la luz viaja muy rápido. La hemos medido, y el resultado es algo así como 300.000 kilómetros por hora, y mis sospechas son que ésta no es en realidad una cifra exacta, que si dispusiéramos de mejores instrumentos descubriríamos que la velocidad de la luz es incluso un poco más rápida que eso. Pero aún imaginándola a 300.000 kilómetros por hora, podemos calcular que Onos está a unos diez minutos luz de aquí, y Tano y Sitha unas once veces más lejos que eso, y así sucesivamente. De modo que un sol que se halle a unos cuantos años luz de distancia, bueno, eso sería realmente lejos. Nunca seríamos capaces de detectar ninguna perturbación que pudieran causar en la órbita de Kalgash, porque serían tan pequeñas. Bien: digamos que hay un puñado de soles ahí fuera, por todas partes en el cielo a nuestro alrededor, a una distancia entre cuatro a ocho años luz de nosotros…, digamos una docena o dos de ellos, quizá.
Theremon silbó suavemente.
¡Qué idea para un artículo para el suplemento de fin de semana! ¡Dos docenas de soles en un universo de ocho años luz de diámetro! ¡Dioses! ¡Eso encogería nuestro universo a la insignificancia! Hay que imaginarlo…, ¡Kalgash y sus soles convertidos en tan sólo un pequeño suburbio trivial del auténtico universo, y aquí estamos nosotros pensando que somos la totalidad, sólo nosotros y nuestros seis soles, completamente únicos en el cosmos!
—Es sólo una idea loca —dijo Beenay con una sonrisa—, pero espero que veas a dónde quiero ir a parar. Durante el eclipse, esa docena de soles se harán bruscamente visibles, porque durante un corto tiempo no habrá ninguna auténtica luz solar que ahogue su brillo. Puesto que se hallan tan lejos, aparecerán muy pequeños, como meras canicas. Pero ahí los tendremos: las Estrellas. Los repentinos puntos emergentes de luz que los Apóstoles nos han estado prometiendo.
—Los Apóstoles hablan de un «número incontable» de Estrellas —observó Sheerin—. Eso no me parecen una o dos docenas. Más bien unos cuantos millones, ¿no crees?
—Una exageración poética —dijo Beenay—. No hay espacio suficiente en el universo para un millón de soles…, ni aunque estuvieran apelotonados el uno contra el otro de modo que se tocaran.
—Además —ofreció Theremon—, una vez tenemos una o dos docenas, ¿podemos realmente hacer distinción en el número? Apuesto a que dos docenas de Estrellas pueden parecer un «número incontable»…, sobre todo si resulta que nos hallamos en medio de un eclipse y todo el mundo está ya loco a causa de contemplar la Oscuridad. Hay tribus en las tierras interiores que sólo tienen tres números en su lenguaje: «uno», «dos», «muchos». Nosotros somos un poco más sofisticados que eso, supongo. Así que para nosotros una o dos docenas son algo comprensible, y luego, simplemente, nos parecen «incontables». —Se estremeció de excitación—. ¡Una docena de soles, de pronto! ¡Resulta difícil imaginarlo!
—Hay más —dijo Beenay—. Otra idea extravagante. ¿Habéis pensado en el sencillo problema que sería la gravitación si tan sólo dispusiéramos de un sistema lo suficientemente simple? Supongamos que tenemos un universo en el que sólo hay un planeta y un único sol. El planeta viajaría en una elipse perfecta, y la naturaleza exacta de la fuerza gravitatoria sería tan evidente que podría ser aceptada como un axioma. En un mundo así, los astrónomos habían establecido la gravedad probablemente antes incluso de inventar el telescopio. Las observaciones a simple vista hubieran sido suficientes para deducirlo todo.
Sheerin pareció dubitativo.
—Pero, un sistema así, ¿sería dinámicamente estable? —preguntó.
—¡Por supuesto! Lo llaman un caso «uno y uno». Ha sido elaborado matemáticamente, pero son las implicaciones filosóficas las que me interesan.
—Es agradable pensar en ello como en una hermosa abstracción…, como un gas perfecto o el cero absoluto —admitió Sheerin.
—Por supuesto —siguió Beenay—, está el problema de que la vida sería imposible en un planeta así. No recibiría suficiente luz y calor, y si girara sobre sí mismo habría una Oscuridad total durante la mitad de cada día. Ese fue el planeta que me pediste en una ocasión que imaginara, ¿recuerdas, Sheerin? Donde los habitantes nativos estarían completamente adaptados a una alternancia de día y noche. Pero he estado pensando en ello. No podría haber habitantes nativos. No se puede esperar que la vida, que depende fundamentalmente de la luz, se desarrolle bajo unas condiciones tan extremas de ausencia de luz. ¡La mitad de cada rotación axial se produciría en la Oscuridad! No, nada podría existir bajo condiciones como ésas. Pero, para continuar: hablando hipotéticamente, el sistema «uno y uno» tendría…
—Espera un momento —dijo Sheerin—. Es muy precipitado por tu parte decir que la vida no se podría haber desarrollado allí. ¿Cómo lo sabes? ¿Qué es tan fundamentalmente imposible respecto a que la vida evolucione en un lugar que tiene Oscuridad la mitad de su tiempo?
—Ya te lo he dicho, Sheerin, la vida depende fundamentalmente de la luz. Y, en consecuencia, en un mundo donde…
—La vida aquí depende fundamentalmente de la luz. Pero eso no tiene nada que ver con un planeta que…
—¡Eso es pura lógica, Sheerin!
—¡Eso es pura lógica circular! —cortó Sheerin—. Tú defines la vida como un tipo de fenómeno así y así que se produce en Kalgash, y luego intentas dogmatizar que en un mundo que sea totalmente distinto de Kalgash la vida deberá ser…
Theremon estalló de pronto en una seca sucesión de carcajadas.
Sheerin y Beenay le miraron indignados.
—¿Qué es tan divertido? —preguntó Beenay.
—Vosotros lo sois. Ambos. Un astrónomo y un psicólogo discutiendo furiosamente de biología. Esto debe ser el tan famoso diálogo interdisciplinario del que he oído hablar tanto, el gran fermento intelectual por el que es famosa esta universidad. —El periodista se puso en pie. Se estaba poniendo nervioso, y la larga disquisición de Beenay sobre asuntos abstractos aún le ponía más—. Discúlpame, ¿quieres? Necesito estirar las piernas.
—El eclipse total ya casi está aquí. —Beenay señaló hacia fuera—. No querrás estar fuera cuando se produzca.
—Sólo un corto paseo, luego volveré —dijo Theremon.
Antes de que hubiera dado cinco pasos, Beenay y Sheerin habían reanudado su discusión. Theremon sonrió. Era una forma de aliviar la tensión, se dijo. Todo el mundo estaba bajo tremendas presiones. Después de todo, cada tictac del reloj acercaba un poco más al mundo a la Oscuridad, un poco más a…
¿A las Estrellas?
¿A la locura?
¿Al Tiempo de las Llamas Celestiales? Theremon se encogió de hombros. En las últimas horas había atravesado un centenar de cambios de humor, pero ahora se sentía extrañamente tranquilo, casi fatalista. Siempre había creído que era el dueño de su propio destino, que era capaz de modelar el curso de su vida: así era como había tenido éxito en llegar a lugares donde otros periodistas jamás habían tenido ni remotamente la menor oportunidad. Pero ahora todo estaba más allá de su control, y él lo sabía. La llegada de la Oscuridad, de las Estrellas, de las Llamas…, todo ocurriría sin su permiso.
Así que no tenía sentido consumirse en inquieta anticipación.
Simplemente relájate, siéntate, aguarda, observa lo que ocurra.
Y luego, se dijo a sí mismo…, luego asegúrate de que sobrevives a cualquier torbellino que se produzca.
—¿Sube a la cúpula? —preguntó una voz.
Parpadeó en la semioscuridad. Era el bajo y regordete estudiante graduado de astronomía…, ¿Faro, se llamaba?
—Sí, de hecho sí —dijo, aunque la verdad era que no había tenido en mente ningún destino en particular.
—Yo también. Venga: le llevaré.
Una escalera metálica en espiral trepaba al piso superior de alta bóveda del gran edificio. Faro subió traqueteando la escalera al resonante ritmo de sus cortas piernas, y Theremon fue tras él. Había estado en la cúpula del observatorio en otra ocasión, hacía años, cuando Beenay quiso mostrarle algo. Pero recordaba muy poco del lugar.
Faro empujó hacia un lado una pesada puerta deslizante y entraron.
—¿Ha venido a echar una mirada de cerca a las Estrellas? —preguntó Siferra.
La alta arqueóloga estaba de pie justo al lado de la puerta, observando trabajar a los astrónomos. Theremon enrojeció. Siferra no era precisamente la persona con la que deseaba tropezar en aquel momento. Demasiado tarde, recordó que Beenay había dicho que había ido allí. Pese a la ambigua sonrisa que había parecido dirigirle en el momento del inicio del eclipse, todavía temía el escozor de su desdén hacia él, su furia por lo que consideraba como una traición de él hacia el grupo del observatorio.
Pero ahora no mostraba ningún signo de inquina. Quizás, ahora que el mundo se estaba sumiendo de cabeza en la Cueva de la Oscuridad, sentía que todo lo que había ocurrido antes del eclipse era irrelevante, que la inminente catástrofe cancelaba todos los errores, todas las peleas, todos los pecados.
—¡Vaya lugar! — exclamó Theremon.
—¿No es sorprendente? No es que sepa realmente mucho de lo que ocurre aquí. Tienen el gran solarscopio apuntado a Dovim…, en realidad es más una cámara que un telescopio, me han dicho; no puedes mirar a través de él y ver el cielo…, y luego esos telescopios más pequeños están enfocados más hacia fuera, buscando algún signo de la aparición de las Estrellas…
—¿Las han divisado ya?
—Hasta ahora nadie me ha dicho nada —respondió Siferra.
Theremon asintió. Miró a su alrededor. Aquél era el corazón del observatorio, la habitación donde tenía lugar la auténtica observación del cielo. Era la estancia más oscura en la que jamás hubiera estado…, no totalmente oscura, por supuesto; había candelabros de bronce dispuestos en una doble hilera en torno a toda la curvada pared, pero el brillo que emitían las luces que contenían era débil y superficial. En la penumbra vio un gran tubo de metal que se alzaba hacia las alturas y desaparecía a través de un panel abierto en el techo del edificio. Pudo divisar el cielo a través de aquel panel. Ahora tenía un aterrador tono púrpura denso. El cada vez menos orbe de Dovim era aún visible, pero el pequeño sol parecía haberse retirado a una enorme distancia.
—Qué extraño parece todo esto —murmuró—. El cielo posee una textura que nunca antes había visto. Es denso…, es como alguna especie de manto, casi.
—Un manto que nos envolverá a todos.
—¿Asustada? —preguntó él.
—Por supuesto. ¿Usted no?
—Sí y no —dijo Theremon—. Quiero decir, no estoy intentando sonar particularmente heroico, créame. Pero no estoy ni con mucho tan nervioso como lo estaba hará una o dos horas. Más bien aturdido.
—Creo que sé lo que quiere decir.
—Athor afirma que ya se han producido algunos tumultos en la ciudad.
—Es sólo el principio —respondió Siferra—. Theremon, no puedo apartar esas cenizas de mi mente. Las cenizas de la Colina de Thombo. Esos grandes bloques de piedra, los cimientos de la ciudad ciclópea…, y cenizas por todas partes en su base.
—Con cenizas más antiguas debajo, y otras más debajo, y debajo, y debajo.
—Sí —dijo ella.
Theremon se dio cuenta de que ella se había acercado un poco más a él. Se dio cuenta también de que la animosidad que había mostrado hacia él durante los últimos meses parecía haber desaparecido por completo, y, ¿era posible?, parecía estar respondiendo a algún fantasma de la atracción que él había sentido en su tiempo por ella. Reconocía los síntomas. Era un hombre demasiado experimentado para no reconocerlos.
Espléndido, pensó. El mundo está llegando a su término, y ahora, de pronto, Siferra se muestra al fin dispuesta a echar a un lado su traje de Reina de Hielo.
Una extraña y desmañada figura, inmensamente alta, avanzó deslizándose hacia ellos de una forma torpemente sincopada. Les ofreció un saludo acompañado de una pequeña risita.
—Todavía no hay ningún signo de las Estrellas —dijo. Era Yimot, el otro joven estudiante graduado—. Quizá no consigamos verlas. Quizá todo resulte al fin un fracaso, como el experimento que llevamos a cabo Faro y yo en ese edificio a oscuras.
—Todavía se ve mucha parte de Dovim —señaló Theremon—. Aún no nos hemos acercado lo suficiente a la Oscuridad total.
—Parece casi ansioso de que llegue —observó Siferra.
Él se volvió hacia ella.
—Me gustaría que hubiera pasado.
—¡Eh! —exclamó alguien—. ¡Mi ordenador falla!
—¡Las luces…! —exclamó otra voz.
—¿Qué ocurre? —preguntó Siferra.
—Un fallo eléctrico —dijo Theremon—. Tal como Sheerin predijo. La estación generadora debe de tener problemas. La primera oleada de locos, corriendo furiosos por la ciudad.
De hecho, las débiles luces en los candelabros de la pared parecían a punto de apagarse. Primero se volvieron mucho más brillantes, como si una rápida oleada final de energía hubiera pasado a través de ellos; luego disminuyeron; luego brillaron de nuevo, pero no tanto como un momento antes; y al fin descendieron hasta sólo una fracción de su luminosidad normal. Theremon sintió que la mano de Siferra se aferraba fuertemente a su antebrazo.
—Se han apagado —dijo alguien.
—Y lo mismo los ordenadores…, ¡que alguien conecte la energía de emergencia! ¡Eh! ¡La energía de emergencia!
—¡Rápido! ¡El solarscopio no está rastreando! ¡El obturador de la cámara no funciona!
—¿Por qué no estaban preparados para algo así? —preguntó Theremon.
Pero al parecer sí lo estaban. Hubo un vibrar en alguna parte en las profundidades del edificio; y luego las pantallas de los ordenadores dispersos por toda la habitación parpadearon de nuevo a la vida. Las lámparas en sus candelabros, sin embargo, no lo hicieron. Evidentemente estaban conectadas a otro circuito, y el generador de emergencia en el sótano no restablecería su funcionamiento.
El observatorio estaba prácticamente en una Oscuridad absoluta.
La mano de Siferra descansaba todavía en la muñeca de Theremon. Dudó de si deslizar un reconfortante brazo en torno a sus hombros.
Entonces pudo oír la voz de Athor:
—¡De acuerdo, echadme una mano aquí! ¡Estaremos bien de nuevo en un minuto!
—¿Qué ha hecho? —preguntó Theremon.
—Athor apagó las luces —le llegó la voz de Yimot.
Theremon se volvió para mirar. No era fácil ver nada, con un nivel de iluminación tan bajo, pero al cabo de un momento sus ojos empezaron a acostumbrarse. Athor llevaba como media docena de cilindros de treinta centímetros de largo por tres de diámetro bajo los brazos. Miró por encima de ellos a los miembros del personal.
—¡Faro! ¡Yimot! Venid aquí y ayudadme.
Los dos jóvenes trataron hasta el lado del director del observatorio y tomaron los cilindros. Yimot los alzó uno a uno, mientras Faro, en un absoluto silencio, rascaba una larga cerilla hasta encenderla con el aire de alguien que está realizando el más sagrado de los rituales. Cuando tocó con la llama el extremo superior de cada uno de los cilindros, el pequeño resplandor vaciló un instante y se agitó fútilmente, hasta que un repentino y crepitante resplandor llenó el arrugado rostro de Athor con un brillo amarillento. Unos aplausos espontáneos resonaron por toda la habitación.
¡El cilindro estaba rematado por quince centímetros de oscilante llama!
—¿Fuego? —se maravilló Theremon—, ¿Aquí dentro? ¿Por qué no usar luces de vela o algo parecido?
—Lo discutimos —dijo Siferra—. Pero las luces de vela son demasiado débiles. Van muy bien para un dormitorio, una presencia testimonial de que la luz sigue mientras uno duerme, pero para un lugar de estas dimensiones…
—¿Y abajo? ¿También hay antorchas ahí?
—Creo que sí.
Theremon agitó la cabeza.
—No me sorprende que la ciudad vaya a arder esta tarde. Si incluso ustedes recurren a algo tan primitivo como el fuego para echar atrás la Oscuridad…
La luz era débil, más débil aún que la más tenue luz solar. Las llamas se agitaban alocadamente, dando nacimiento a ebrias sombras vacilantes. Las antorchas humeaban de una forma diabólica y olían como un mal día en la cocina. Pero emitían una luz amarilla.
Había algo alegre en la luz amarilla, pensó Theremon. En especial después de casi cuatro horas de sombrío y menguante Dovim. Siferra se calentó las manos en la más cercana, sin importarle el tizne que se posaba sobre ellas en un fino polvo gris y murmurando extáticamente para sí misma:
—¡Hermoso! ¡Hermoso! Nunca antes me había dado cuenta de lo maravilloso que es el color amarillo.
Pero Theremon siguió mirando suspicazmente las antorchas. Frunció la nariz ante su olor rancio y dijo:
—¿De qué están hechas estas cosas?
—De madera —respondió ella.
—Oh, no, no lo están. No arden. El par de centímetros superiores están carbonizados, y la llama simplemente sigue brotando de la nada.
—Eso es lo más hermoso. En realidad se trata de un eficiente mecanismo de luz artificial. Hemos fabricado unos cuantos cientos de ellos, pero la mayoría fueron al Refugio, por supuesto. ¿Ve? —se volvió y se sacudió el polvo de sus ennegrecidas manos—, toma usted el núcleo medular de unas recias cañas de agua, lo seca cuidadosamente, y lo empapa con grasa animal. Luego lo enciende, y la grasa arde, poco a poco. Estas antorchas arderán al menos durante media hora sin parar. Ingenioso, ¿no?
—Maravilloso —dijo Theremon con voz hosca—. Muy moderno. Muy impresionante.
Pero fue incapaz de permanecer más tiempo en aquella estancia. La misma inquietud que le había conducido a subir allí le afligía ahora. El hedor de las antorchas ya era bastante malo; pero también estaba el frío soplo del aire que penetraba por el panel abierto de la cúpula, un seco flujo ventoso, el helado dedo de la noche. Se estremeció. Deseó que él y Sheerin y Beenay no hubieran terminado tan rápidamente aquella botella de miserable vino.
—Vuelvo abajo —dijo a Siferra—. No hay nada que ver aquí arriba si no eres astrónomo.
—Está bien. Iré con usted.
A la parpadeante luz amarilla vio una sonrisa asomada al rostro de ella, inconfundible esta vez, en absoluto ambigua.
Descendieron por la resonante escalera en espiral hasta la habitación inferior. No mucho había cambiado ahí abajo. La gente del nivel inferior había encendido antorchas también. Beenay estaba atareado en tres ordenadores a la vez, procesando datos de los telescopios de arriba. Otros astrónomos hacían otras cosas, todas ellas incomprensibles para Theremon. Sheerin iba de un lado para otro, solo, un alma perdida. Folimun había situado su silla directamente debajo de una antorcha y seguía leyendo, sus labios se movían en un monótono recital de invocaciones a las Estrellas.
Por la mente de Theremon pasaron frases descriptivas, fragmentos y detalles del artículo que había planeado escribir para el Crónica de Ciudad de Saro. Varias veces antes, aquella misma tarde, la máquina de escribir de su cerebro había tecleado del mismo modo…, un proceso perfectamente metódico, perfectamente deliberado y, era muy consciente ahora, perfectamente sin significado. Era absolutamente ridículo imaginar que iba a haber un número del Crónica mañana. Intercambió una mirada con Siferra.
—El cielo —murmuró ella.
—Lo veo, sí.
Había cambiado nuevamente de tono. Ahora era aún más oscuro, un horrible rojo púrpura profundo, un color monstruoso, como si alguna enorme herida en la tela del cielo estuviera derramando fuentes de sangre.
El aire se había vuelto, de algún modo, más denso. El ocaso, como una entidad, penetraba en la habitación, y el danzante círculo de luz amarilla en torno a las antorchas formaba una distinción más nítida aún contra el creciente gris de más allá. El olor a humo de este lugar era tan penetrante como lo había sido arriba. Theremon se dio cuenta de que le preocupaban incluso los pequeños sonidos cloqueantes que hacían las antorchas mientras ardían, el blando resonar de los pasos de Sheerin mientras el grueso psicólogo daba vueltas y vueltas en torno a la mesa del centro de la habitación.
Cada vez resultaba más difícil ver, con o sin antorchas.
De modo que así empieza, pensó Theremon. El tiempo de la Oscuridad total…, y la llegada de las Estrellas.
Por un instante pensó que tal vez fuera más juicioso buscar algún lugar tranquilo y abrigado donde encerrarse hasta que todo hubiera terminado. Apartarse del camino, eludir la visión de las Estrellas, acurrucarse y aguardar a que las cosas volvieran a ser normales. Pero un momento de contemplación le dijo que era una mala idea. Cualquier lugar tranquilo y abrigado —cualquier lugar cerrado— estaría oscuro también. En vez de ser un refugio tranquilo y seguro, podía convertirse en una cámara de los horrores mucho más aterradora que las habitaciones del observatorio.
Y luego, además, si algo grande iba a ocurrir, algo que pudiera remodelar la historia del mundo, Theremon no deseaba hallarse con la cabeza metida bajo el brazo mientras ocurría. Eso sería cobarde y estúpido; y podía ser algo que lamentara todo el resto de su vida. Nunca había pertenecido al tipo de hombre que se oculta del peligro, si creía que podía haber una buena historia allí. Además, sentía la suficiente confianza en sí mismo como para ser capaz de resistir todo lo que pudiera ocurrir…, y todavía le quedaba el suficiente escepticismo como para que al menos parte de él se preguntara si realmente iba a ocurrir algo significativo después de todo.
Permaneció inmóvil, escuchando las ocasionales inspiraciones del aliento de Siferra, la rápida y superficial respiración de alguien que intentaba mantener la compostura en un mundo que se estaba retirando con demasiada rapidez hacia las sombras.
Entonces le llegó otro sonido, uno nuevo, una vaga y desorganizada impresión de sonido que hubiera podido pasar muy bien inadvertida excepto por el silencio absoluto que reinaba en la habitación y por el innatural enfoque de la atención de Theremon a medida que el momento del eclipse total se acercaba.
El periodista escuchó atentamente mientras contenía la respiración. Al cabo de un momento se movió cuidadosamente hacia la ventana y miró fuera. El silencio se hizo pedazos ante su sorprendido grito:
—¡Sheerin!
Hubo un rugir generalizado en la habitación. Todos le miraban, señalaban, preguntaban. El psicólogo estuvo a su lado en un momento. Siferra le siguió. Incluso Beenay, inclinado frente a su ordenador, se volvió en redondo para mirar.
Fuera, Dovim era una mera astilla menguante que lanzaba una última y desesperada mirada a Kalgash. El horizonte oriental, en dirección a la ciudad, estaba ya perdido en la Oscuridad, y la carretera de Ciudad de Saro al observatorio era una apagada línea roja. Los árboles que bordeaban la autopista por ambos lados habían perdido toda individualidad y se fundían en una única masa sombría.
Pero era la carretera en sí la que atraía su atención, porque a lo largo de ella se divisaba otra masa sombría, infinitamente más amenazadora, que avanzaba como una extraña bestia bamboleante por la ladera que conducía al observatorio.
—¡Miren! —exclamó Theremon, roncamente—. ¡Que alguien se lo diga a Athor! ¡Los locos de la ciudad! ¡La gente de Folimun! ¡Vienen hacia aquí!
—¿Cuánto falta para que se consume el eclipse? —preguntó Sheerin.
—Quince minutos —jadeó Beenay—. Pero estarán aquí en cinco.
—No importa, que todo el mundo siga trabajando —dijo Sheerin. Su voz era firme, controlada, inesperadamente autoritaria, como si hubiera conseguido recurrir a algún depósito interior de fortaleza profundamente enterrado en aquel momento climático—. Los mantendremos a raya. Este lugar está construido como una fortaleza. Usted, Siferra, vaya arriba y hágale saber a Athor lo que está ocurriendo. Tú, Beenay, mantén vigilado a Folimun. Derríbalo y siéntate sobre él si es necesario, pero no le dejes que se aparte de tu vista. Theremon, venga conmigo.
Sheerin estaba ya fuera de la puerta, y Theremon le siguió a sus talones. La escalera se extendía bajo ellos en tensos bucles circulares en torno al eje central y desaparecía en un húmedo y deprimente gris.
El primer impulso de su salida les llevó quince metros hacia abajo, de modo que el tenue y parpadeante resplandor amarillo de la puerta abierta de la habitación tras ellos había desaparecido ya, y tanto arriba como abajo la misma semioscuridad se aplastó contra ellos.
Sheerin hizo una pausa y se llevó una gordezuela mano al pecho. Sus ojos se abrieron mucho y su voz se convirtió en una tos seca. Todo su cuerpo se estremecía de miedo. Fuera cual fuese la fuente de resolución que había hallado hacía un momento, ahora parecía agotada.
—No puedo… respirar…, baje usted… solo. Asegúrese de que todas las puertas… están cerradas…
Theremon dio unos cuantos pasos más hacia abajo. Luego se volvió.
—¡Espere! ¿Puede resistir un minuto? —Él también jadeaba.
El aire entraba y salía de sus pulmones como melaza, y había un pequeño germen de chillante pánico en su mente ante el pensamiento de seguir bajando solo.
¿Y si los guardias, por alguna razón, habían dejado la puerta principal abierta?
No era de la multitud de lo que tenía miedo. Era… La Oscuridad.
¡Theremon se dio cuenta de que, después de todo, le tenía miedo a la Oscuridad!
—Espere aquí —dijo innecesariamente a Sheerin, que estaba acurrucado desmañadamente en la escalera allá donde Theremon le había dejado—. Volveré en un segundo.
Subió de nuevo de dos en dos peldaños, con el corazón martilleando, en absoluto por el ejercicio…, penetró tambaleante en la habitación principal y arrancó una antorcha de su sujeción. Siferra le miró, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
—¿Voy con usted? —preguntó.
—Sí. No. ¡No!
Corrió fuera de nuevo. La antorcha olía horriblemente y el humo hacía que le lagrimearan los ojos hasta casi cegarlos, pero la aferró como si deseara besarla de pura alegría. Su llama se inclinó hacia atrás cuando bajó de nuevo a toda prisa la escalera.
Sheerin no se había movido. Abrió los ojos y gimió cuando Theremon se inclinó sobre él. El periodista lo sacudió bruscamente.
—Está bien, recompóngase. Tenemos una luz.
Alzó la antorcha por encima de sus cabezas y, empujando al tambaleante psicólogo por un codo, siguió bajando, protegido ahora por el chisporroteante círculo de iluminación.
En la planta baja todo estaba oscuro. Theremon notó que el horror ascendía de nuevo en su interior. Pero la antorcha hendió un camino a través de la Oscuridad para él.
—Los hombres de seguridad… —dijo Sheerin.
¿Dónde estaban? ¿Habían huido? Eso parecía. No, ahí estaba un par de los guardias que Athor había apostado, acurrucados contra un rincón del vestíbulo, temblando como jalea. Sus ojos estaban en blanco, sus lenguas colgaban. De los otros no había ningún signo.
—Tome —dijo Theremon bruscamente, y le pasó la antorcha a Sheerin—. Puede oírles fuera.
Y podían. Pequeños retazos de roncos e indistintos gritos.
Pero Sheerin había tenido razón: el observatorio estaba construido como una fortaleza. Erigido el siglo pasado, cuando el estilo arquitectónico neogavottiano estaba en su fea cúspide, había sido diseñado pensando en la estabilidad y la duración antes que en la belleza.
Las ventanas estaban protegidas por un entramado de barras de acero de un par de centímetros de grosor profundamente clavadas en el cemento. Las paredes eran de sólida mampostería que un terremoto no podría derribar, y la puerta principal era una enorme losa de roble reforzada con hierro en los puntos estratégicos. Theremon comprobó los cerrojos. Estaban aún en su lugar.
—Al menos no podrán entrar de la forma que dijo Folimun —murmuró, jadeante—. ¡Pero escúcheles! ¡Están ahí mismo, fuera!
—Tenemos que hacer algo.
—Tiene malditamente razón —dijo Theremon—. ¡No se quede simplemente aquí! Ayúdeme a arrastrar estas vitrinas contra la puerta…, y mantenga esa antorcha lejos de mis ojos. El humo me está matando.
Las vitrinas estaban llenas de libros, instrumentos científicos, todo tipo de cosas, un auténtico museo de la astronomía.
Sólo los dioses sabían lo que pesaban, pero alguna fuerza sobrenatural se había apoderado de Theremon en aquel momento de crisis, y empujó y tiró y las colocó en su lugar —ayudado, más o menos, por Sheerin—, como si fueran almohadones. Los pequeños telescopios y otros artilugios dentro de ellas cayeron hacia todos lados cuando encajó las pesadas vitrinas en posición. Oyó el sonido de cristal al romperse.
Beenay me matará, pensó. Adora todo esto. Pero éste no era el momento de ser delicado. Clavó vitrina tras vitrina contra la puerta, y en unos pocos minutos había construido una barricada que podía, esperaba, servir para retener a la turba si conseguía forzar la puerta. De algún modo, débil, lejano, pudo oír el golpear de puños contra la puerta. Gritos…, aullidos… Era como un horrible sueño.
La turba había salido de Ciudad de Saro empujada por el ansia de salvación, la salvación prometida por los Apóstoles de la Llama, que podían alcanzar ahora, les habían dicho, sólo con la destrucción del observatorio. Pero, a medida que se acercaba el momento de la Oscuridad, un miedo enloquecedor había despojado sus mentes de toda habilidad de funcionar. No había tiempo para pensar en coches de superficie, o en armas, o en líderes, o siquiera en organización. Habían corrido al observatorio a pie, y lo estaban asaltando con las manos desnudas.
Y, ahora que estaban allí, el último destello de Dovim, la última gota rojo rubí de luz solar, parpadeó débilmente sobre una Humanidad a la que no le quedaba nada excepto un absoluto miedo universal.
—¡Volvamos arriba! —gruñó Theremon.
No había nadie ahora en la habitación donde habían permanecido reunidos. Todos habían ido al piso superior, a la cúpula del observatorio. Cuando entró allí a toda prisa, Theremon se sintió golpeado casi físicamente por la calma sobrenatural que parecía prevalecer allí. Era como un cuadro. Yimot estaba sentado en la pequeña silla reclinable ante el panel de control del gigantesco solarscopio, como si aquella fuera simplemente una tarde normal de investigación astronómica. El resto estaban agrupados en torno a los telescopios más pequeños, y Beenay estaba dando instrucciones con voz tensa y quebrada.
—Atentos, todos. Es vital disparar a Dovim justo antes de la consumación del eclipse y cambiar de placa. Tú, tú…, uno en cada cámara. Necesitamos toda la redundancia que podamos conseguir. Ya lo sabéis todo…, los tiempos de exposición…
Hubo un murmullo de conformidad, casi sin aliento.
Beenay se pasó una mano por los ojos.
—¿Siguen ardiendo las antorchas? No importa. ¡Las veo! —Estaba pesadamente reclinado contra el respaldo de su silla—. Ahora recordad…, no intentéis buscar fotos artísticas. Cuando aparezcan las Estrellas, no perdáis el tiempo intentando captar dos de ellas en el campo al mismo tiempo. Una es suficiente. Y…, y si sentís que no podéis dominaras, apartaos de la cámara.
En la puerta, Sheerin susurró a Theremon:
—Lléveme a Athor. No le veo.
El periodista no respondió de inmediato. Las vagas siluetas de los astrónomos se agitaban de una forma borrosa, y las antorchas sobre sus cabezas se habían convertido en meras manchas amarillas. La habitación estaba tan fría como la muerte.
Theremon sintió la mano de Siferra rozarle por un momento —sólo un momento—, y luego fue incapaz de verla.
—Está oscuro —murmuró ella, casi un lloriqueo.
Sheerin adelantó las manos.
—Athor. —Dio unos pasos tambaleantes—. ¡Athor!
Theremon avanzó tras él y sujetó su brazo.
—Espere. Le llevaré. —De alguna forma, se abrió camino por la estancia. Cerró los ojos contra la Oscuridad y la mente contra el pulsante caos que estaba creciendo dentro de él.
Nadie les oyó ni les prestó atención. Sheerin tropezó contra la pared.
—¡Athor!
—¿Es usted, Sheerin?
—Sí. Sí. ¿Athor?
—¿Qué ocurre, Sheerin? —Era la voz de Athor, inconfundible.
—Sólo quería decirle… que no se preocupe por la turba…, las puertas están aseguradas lo suficiente como para retenerles fuera…
—Sí. Por supuesto —murmuró Athor. Sonaba, pensó Theremon, como si se hallara a muchos kilómetros de distancia.
A años luz de distancia.
De pronto otra figura estuvo entre ellos, avanzando rápidamente, agitando los brazos. Theremon pensó que debía de ser Yimot, o quizás incluso Beenay, pero luego palpó la áspera tela del hábito de un cultista y supo que tenía que ser Folimun.
—¡Las Estrellas! —exclamó Folimun—. ¡Ahí están las Estrellas! ¡Salgan de mi camino!
Está intentando llegar a Beenay, se dio cuenta Theremon. Destruir las blasfemas cámaras.
—Cuidado… —avisó Theremon. Pero Beenay aún seguía sentado frente a los ordenadores que activaban las cámaras, atento, mientras la Oscuridad total caía sobre ellos.
Theremon adelantó una mano. Aferró el hábito de Folimun, tiró, retorció. De pronto unos dedos aferrantes se cerraron sobre su garganta. Se tambaleó alocadamente. No había nada ante él excepto sombras; el propio suelo bajo sus pies carecía de sustancia. Una rodilla se clavó duramente en su entrepierna, y gruñó en medio de un cegador estallido de dolor y estuvo a punto de caer.
Pero, después del primer jadeante momento de agonía, sus fuerzas volvieron. Agarró a Folimun por los hombros, de alguna forma le hizo girar en redondo, clavó su brazo en una presa en torno a la garganta del Apóstol. Al mismo momento oyó a Beenay croar:
—¡Lo tengo! ¡A vuestras cámaras, todos!
Theremon parecía consciente de todo a la vez. El mundo entero fluía a través de su pulsante mente…, y todo era un caos, todo gritaba aterrado.
Primero le llegó la extraña seguridad de que el último hilo de luz solar se había adelgazado imposiblemente y se había roto con un restallar.
Simultáneamente oyó un último jadeo estrangulado de Folimun y un fuerte aullido de sorpresa de Beenay, y un extraño gritito de Sheerin, una especie de risita histérica que se cortó para convertirse en un jadeo…
Y un repentino silencio, un extraño, mortal silencio, procedente de fuera.
Folimun se había vuelto repentinamente fláccido en su ahora floja presa. Theremon miró a los ojos del Apóstol y vio su vacío mirando hacia arriba, reflejando como un espejo el débil amarillo de las antorchas. Vio la burbuja de espuma en los labios de Folimun y oyó el bajo lloriqueo animal de su garganta.
Con la lenta fascinación del miedo, se alzó sobre un brazo y volvió sus ojos hacia la espeluznante negrura del cielo.
¡A través de él brillaban las Estrellas!
No la una o dos docenas de la lamentable teoría de Beenay. Había miles de ellas, llameando con increíble poder, una al lado de la otra, un interminable muro de ellas, formando un deslumbrante escudo de aterradora luz que llenaba todo el cielo. Miles de poderosos soles brillaban sobre ellos en un esplendor que hacía arder el alma y que era más aterradoramente frío en su horrible indiferencia que el áspero viento que soplaba a través del helado y horriblemente desolado mundo.
Martillearon contra las raíces mismas de su ser. Golpearon como puños contra su cerebro. Su helada y monstruosa luz era como un millón de grandes gongs resonando a la vez.
Dios mío, pensó. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Pero no podía arrancar los ojos de la infernal visión que le ofrecían. Miró a través de la abertura de la cúpula, con todos los músculos rígidos, helados, y contempló con abrumada maravilla y horror aquel escudo de furia que llenaba el cielo. Sintió que su mente se encogía hasta reducirse a un pequeño punto bajo aquel incesante asalto. Su cerebro no era más grande que una canica y resonaba de un lado para otro contra la calabaza vacía que era su cráneo. Sus pulmones no funcionaban. Su sangre corría hacia atrás en sus venas.
Al menos era capaz de cerrar los ojos. Permaneció arrodillado por un tiempo, jadeando, murmurando para sí mismo, luchando por recobrar el control.
Luego se puso en pie, con la garganta constreñida hasta serle imposible respirar, con todos los músculos de su cuerpo estremecidos en un acceso de terror y absoluto miedo más allá de todo lo soportable. Confusamente se dio cuenta de que Siferra estaba en alguna parte cerca de él, pero tuvo que luchar para recordar quién era. De abajo le llegaron los sonidos de un terrible y firme golpetear de puños, un aterrado martilleo contra la puerta…, alguna bestia extraña con mil cabezas, luchando por entrar…
No importaba.
Nada importaba.
Se estaba volviendo loco, y lo sabía, y en alguna parte muy dentro de él una pizca de sanidad estaba gritando, luchando por arrojar fuera el dominante flujo del negro terror. Era muy horrible volverse loco y saber que uno se estaba volviendo loco…, saber que dentro de pocos minutos estarías allí físicamente y sin embargo la auténtica esencia que eras tú estaría muerta y ahogada en la negra locura. Para eso estaba la Oscuridad…, la Oscuridad y el Frío y la Condenación. Las brillantes paredes del universo se habían roto y sus horribles fragmentos negros caían para aplastarle y estrujarle y reducirle a la nada.
Alguien avanzó arrastrándose hasta él sobre manos y rodillas y le empujó. Theremon se apartó a un lado. Se llevó las manos a su torturada garganta y cojeó hacia las llamas de las antorchas que llenaban toda su loca visión.
—¡Luz! —gritó.
Athor, en alguna parte, estaba gritando también, lloriqueando de una forma horrible, como un niño terriblemente asustado.
—Estrellas…, todas las Estrellas…, no lo sabíamos. No sabíamos nada. Pensamos que seis estrellas es un universo es algo en lo que las Estrellas no reparan es la Oscuridad para siempre y las paredes se están rompiendo y nosotros no lo sabíamos no podíamos saberlo y nada…
Alguien agarró la antorcha, y cayó al suelo y se apagó. En ese instante el horrible esplendor de las indiferentes Estrellas saltó un poco más cerca de ellos.
Desde abajo les llegó el sonido de gritos y aullidos y el ruido de cristales rotos. La turba, enloquecida e incontrolable, había entrado en el observatorio.
Theremon miró a su alrededor. A la horrible luz de las Estrellas vio las atónitas figuras de los científicos tambaleándose horrorizadas. Se abrió camino hacia el pasillo. Un feroz restallido de helado aire procedente de una ventana abierta le golpeó, y se detuvo allí, dejando que abofeteara su rostro, riendo un poco ante su intensidad ártica.
—¿Theremon? —llamó una voz a sus espaldas—. ¿Theremon?
Siguió riendo.
—Mirad —dijo, al cabo de un tiempo—. Eso son las Estrellas. Eso es la Llama.
En el horizonte, al otro lado de la ventana, en dirección a Ciudad de Saro, un resplandor carmesí empezaba a crecer, fortaleciendo su brillar, que no era el resplandor del sol.
La larga noche había vuelto de nuevo.