Connie Willis La maldición de los reyes

Había una maldición. Pesaba sobre todos nosotros, aunque no lo sabíamos. Al menos, Lacau no lo sabía. De pie allí, leyéndome en voz alta los sellos de la tumba mientras yo permanecía en mi jaula, no tenía el menor indicio de lo que significaba realmente la advertencia. Y el sandalman, de pie en el oscuro risco mientras observaba arder los cuerpos, tampoco tenía idea de que ya había caído víctima de ella.

La princesa sí lo sabía cuando reclinó impotente la cabeza contra la pared de su tumba, hacía diez mil años. Y Evelyn, devorada viva por ella, también lo sabía. Intentó decírmelo la última noche en Colchis, mientras aguardábamos la llegada de la nave.

La electricidad había fallado de nuevo, y Lacau encendió una lámpara de fotosene y la situó cerca del traductor de modo que yo pudiera ver los diales. La voz de Evelyn se había vuelto tan imprecisa que la sintonía necesitaba un constante ajuste. La llama de la lámpara tan sólo iluminaba el espacio a mi alrededor. Lacau, inclinado sobre la hamaca, permanecía en una total oscuridad.

La bey de Evelyn estaba sentada junto a la lámpara, observando la rojiza llama, con. la boca abierta y los negros dientes resplandeciendo a la luz. Yo esperaba que en cualquier momento adelantara su mano hacia la llama, pero no lo hizo. El aire estaba inmóvil y lleno de polvo en suspensión. La llama de la lámpara ni siquiera oscilaba.

—Evie —dijo Lacau—. No nos queda tiempo. Los soldados del sandalman estarán aquí antes del amanecer. Nunca nos permitirán marcharnos.

Evelyn dijo algo, pero el traductor no lo captó.

—Acerque un poco más el micro —dije—. No capté lo que dijo.

—Evie —murmuró Lacau de nuevo—. Necesitamos que nos digas qué ocurrió. ¿Puedes hacer eso por nosotros, Evie? ¿Decirnos lo que ocurrió?

Ella lo intentó otra vez. Yo tenia el dial del volumen tan abierto como me era posible, y ahora el traductor captó algo, pero sólo estática. Evelyn se puso a toser, un sonido seco y terrible que el traductor transformó en un grito.

—Por el amor de Dios, póngala en el respirador —dije.

—No puedo —respondió él—. La unidad de energía está agotada. —Y el otro respirador tenía que ser conectado a la corriente, pensé, y has utilizado ya todos los cables de extensión. Pero no lo dije. Porque si la ponía en el respirador, el refrigerador debería ser desconectado.

—Entonces dele a beber un vaso de agua —indiqué.

Tomó la botella de Coca de la caja junto a la hamaca, puso la paja en ella, y se inclinó en la oscuridad para echar hacia delante la cabeza de Evelyn y que pudiera beber. Apagué el traductor. Ya era bastante malo escucharla mientras intentaba hablar. No creía poder soportar el oír como intentaba beber.

Tras lo que pareció casi una hora, Lacau dejó de nuevo la botella de Coca en la caja.

—Evelyn —dijo—. Intenta decirnos lo que ocurrió. ¿Entraste en la tumba?

Conecté de nuevo el traductor, y mantuve el dedo preparado sobre el botón de grabación. No valía la pena grabar los torturados sonidos que estaba haciendo.

—La maldición —dijo Evelyn con claridad, y yo apreté el botón—. No abrir. No abrir. —Se detuvo e intentó tragar saliva—. ¿Qujdesss?

—¿Qué día es? —interpretó el traductor.

Intentó tragar saliva de nuevo, y Lacau tendió la mano hacia la botella de Coca, sacó la paja, y se la tendió a la bey.

—Ve a buscar un poco más de agua. —La pequeña bey se irguió, con sus negros ojos clavados en la llama, y tomó la botella—. Aprisa —dijo Lacau.

—Aprisa —dijo Evelyn—. Antes que la bey.

—¿Abriste la tumba cuando la bey fue a buscar al sandalman?

—Oh, no la abrí. No la abrí. Lo siento. No sabía.

—¿No sabías qué, Evelyn? —dijo Lacau.

La bey seguía mirando, fascinada, la llama, con la boca abierta, exhibiendo sus brillantes dientes negros. Contemplé la rechoncha botella verde que sujetaba en sus manos de aspecto sucio. La paja era de cristal también, gruesa, irregular y llena de burbujas, probablemente hecha en la planta embotelladora. Sus lados estaban señalados con largos arañazos. Los había hecho Evelyn mientras sorbía el agua a través de la paja. Un día más y la haría pedazos, pensé, y entonces recordé que no teníamos un día más. No a menos que la bey de Evelyn cayera de bruces sobre la roja llama, con las protuberancias haciéndose más afiladas en su sucia frente amarronada, en su garganta, en sus pulmones.

—Aprisa —dijo Evelyn en el hipnótico silencio, y la pequeña bey alzó la vista hacia la hamaca como si acabara de despertar y se apresuró fuera de la habitación con la botella de Coca—. Aprisa. ¿Qué día es? Hay que salvar el tesoro. Él la matará.

—¿Quién, Evelyn? ¿Quién la matará? ¿A quién matará?

—No debimos haber entrado —dijo la mujer, y dejó escapar su aliento en un suspiro que sonó como arena raspando contra cristal—. Cuidado. La maldición de los reyes.

—Está citando lo que hay en el sello de la puerta —dijo Lacau. Se enderezó—. Ellos entraron en la tumba —indicó—. Supongo que lo grabó.

—No —dije, y apreté el botón de borrar—. Todavía está bajo los efectos del dilaudid. Comenzaré a grabar cuando empiece a decir cosas que tengan sentido.

—La Comisión lo necesitará para el sandalman —dijo Lacau—. Howard jura que no entraron, que aguardaron al sandalman.

—¿Qué diferencia hay? —respondí—. Evelyn no vivirá para testificar delante de ninguna Comisión de encuesta, y ni siquiera nosotros si el sandalman y sus soldados llegan aquí antes que la nave, de modo que, ¿qué maldita diferencia hay? No habrá ningún tesoro que presentar, así que, ¿para qué estamos haciendo esta maldita grabación? Cuando la Comisión pueda oírla, ya será demasiado tarde para salvarla.

—¿Y si hubiera algo en la tumba, después de todo? ¿Y si hubiera un virus?

—No había nada —dije—. El sandalman los envenenó. Si fuera un virus, entonces ¿por qué no afectó a la bey? Estaba en la tumba con ellos, ¿no es así?

—Aprisa —dijo alguien, y por un minuto pensé que era Evelyn, pero era la bey. Entró corriendo en la habitación, con la botella de Coca salpicando agua por todas partes.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lacau—. ¿Está aquí la nave?

Ella tiró de su mano.

—Aprisa —repitió, y lo arrastró por el largo pasillo lleno de cajas de embalaje.

—Aprisa —dijo suavemente Evelyn como un eco, y yo me puse en pie y me dirigí a la hamaca. Apenas podía verla, lo cual hacía que las cosas fueran un poco mejores. Dejé de crispar los puños y dije:

—Soy yo, Evelyn. Jack.

—Jack —dijo. Apenas pude oírla. Lacau había sujetado el micro a la red de plástico tendida hasta su cuello, pero estaba palideciendo y respirando de nuevo afanosamente. Necesitaba una inyección de moríalo. Eso aliviaría su respiración, pero el morfato, tan pronto después del dilaudid, podía extinguirla como una luz.

—Entregué el mensaje al sandalman —dije, inclinándome sobre ella para captar lo que pudiera decir—. ¿Qué había en el mensaje, Evelyn?

—Jack —dijo—. ¿Qué día es?

Tuve que pensarlo. Parecía como si hubieran sido años.

—Miércoles —dije.

—Mañana —dijo ella. Cerró los ojos y pareció relajarse hasta casi quedarse dormida.

No iba a conseguir nada más de ella. Me rocié unos plastiguantes, tomé el kit hipodérmico y lo abrí. El morfato la dejaría fuera de combate en cuestión de minutos, pero hasta entonces se vería libre del dolor y quizá se volviera coherente.

Su brazo había caído por un lado de la hamaca. Moví la lámpara un poco más cerca e intenté hallar un lugar donde poner la inyección. Todo su brazo estaba cubierto por una red de apanaladas protuberancias blancas, algunas de ellas, ahora, de casi dos centímetros de altura. Se habían ablandado y engrosado desde la primera vez que las vi. Luego se habían vuelto delgadas y terriblemente afiladas, como una navaja. No había forma de hallar una vena entre ellas, pero mientras buscaba, el calor de la llama del fotosene ablandó un círculo de piel en su antebrazo, y las protuberancias pentagonales se colapsaron en ella, de modo que pude introducir la hipodérmica.

Tuve que clavarla dos veces antes de que la sangre manara de la suave depresión donde se había hundido la aguja. Goteó sobre el suelo. Miré a mi alrededor, pero no había nada con qué secarla. Lacau había utilizado aquella mañana todo el algodón que quedaba. Tomé un trozo de papel de mi bloc de notas y sequé la sangre con él.

La bey había regresado. Se metió bajo mi codo con un trozo de lámina de plástico sujeto de forma horizontal. Doblé varias veces el papel y lo dejé caer en el centro del plástico. La bey dobló el plástico sobre el papel y cerró los bordes, haciendo con él una especie de bolsita, cuidando mucho de no tocar la sangre. Yo me erguí y la miré.

—Jack —dijo Evelyn—. Ella fue asesinada.

—¿Asesinada? —dije, y tendí la mano hacia el traductor para ajustar de nuevo la sintonía. Todo lo que obtuve fue estática—. ¿Quién fue asesinada, Evelyn?

—La princesa. Ellos la mataron. Por el tesoro. —El morfato estaba haciendo efecto. Podía captar más fácilmente sus palabras, aunque no tenían sentido. Nadie había matado a la princesa. Llevaba muerta diez mil años. Me incliné más sobre ella.

—Cuénteme qué había en el mensaje que me dio para que se lo entregara al sandalman, Evelyn —dije.

Volvieron las luces. Ella alzó una mano hacia su rostro, como para ocultarlo.

—Asesinada la bey del sandalman. Era necesario. Para salvar el tesoro.

Miré a la pequeña bey. Seguía sujetando la bolsita de plástico, dándole vueltas y vueltas con sus manos de aspecto sucio.

—Nadie asesinó a la bey —dije—. Está aquí, a mi lado.

Ella no me oyó. La inyección estaba haciendo efecto. Su mano se relajó y se deslizó sobre su pecho. Allá donde había apretado contra su frente y mejilla los dedos habían dejado profundas huellas en la piel blanda como cera. La presión de sus dedos había aplanado las apanaladas protuberancias al extremo de sus dedos, empujándolas hacia atrás, de modo que las puntas de sus huesos parecían brotar de la piel.

Abrió los ojos.

—Jack —dijo con claridad, y su voz sonaba tan impotente que tendí la mano y apagué el traductor—. Demasiado tarde.

Lacau pasó junto a mí y alzó la sábana de red de plástico.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

—Nada —respondí, quitándome de un tirón los plastiguantes y arrojándolos a la caja de embalaje abierta que estábamos utilizando para las cosas que había tocado Evelyn. La bey estaba jugueteando todavía con la bolsita de plástico en la que había envuelto el papel empapado en sangre. Se la quité y la arrojé a la caja—. Delira —dije—. Le administré una inyección. ¿Ha llegado la nave?

—No —indicó—. Pero el sandalman sí.

—La maldición —murmuró Evelyn. Pero no la creí.


Había llenado ya casi ocho columnas con todo mi repertorio de maldiciones cuando intercepté el mensaje de Lacau. Estaba a medio cruzar el interminable desierto del continente de Colchis con el equipo de Lisii. Ya no me quedaban más cosas que contar acerca de los increíbles hallazgos del equipo, que consistían en dos vasijas de arcilla y algunos huesos negros. Las dos vasijas constituían más que lo que había hallado el equipo de Howard en la Espina en cinco años, y mi equipo transmisor no había dejado de hacer ruidos acerca de sacarme de allí en el próximo circuito de la nave.

No creo que lo hicieran mientras Prensa Asociada siguiera manteniendo a Bradstreet en el planeta. Cuando (y si) alguien encontrara el tesoro que todo el mundo estaba buscando, el equipo de transmisión de aquél que siguiera todavía en Colchis sería la que daría la noticia. Mientras tanto, había que mantener el interés para dar a entender que me hallaba en el lugar preciso y en el momento preciso cuando finalmente estallara la historia del siglo, de modo que me encaminé al norte para cubrir una masacre insignificante de los suhundulium, y luego de allí a Lisii. Cuando las vasijas de loza no dieron más de sí, se me ocurrió lo de la maldición.

No era gran cosa como maldición —nada de muertes, ni avalanchas, ni fuegos misteriosos—, pero de tanto en tanto alguien se dislocaba un tobillo o era mordido por una kheper, de modo que siempre tenía algo para llenar mi columna.

Tras enviar la primera, encabezada: «La maldición de los reyes golpea de nuevo», Howard, en la Espina, me envió un tierra-a-tierra que decía: «¡La maldición ha de hallarse en el mismo lugar que el tesoro, Jackie, muchacho!»

Radié de vuelta: «Si el tesoro está por aquí, ¿qué estoy haciendo yo ahí? Encuentra algo para que pueda volver.»

No obtuve respuesta a eso, y el equipo en Lisii no encontró más huesos, y la maldición creció y creció. Seis rocas del tamaño de la uña de mi dedo pulgar rodaron por una ladera de lava que el equipo en Lisii acababa de bajar, y titulé mi historia: «Misterioso desprendimiento casi sepulta a unos arqueólogos: ¿se trata de la maldición de los reyes?», y estaba transmitiéndola cuando oí el siseo que me avisaba de las transmisiones del cónsul. Se supone que los periodistas no deben interferir las transmisiones oficiales, y Lacau, el cónsul en la Espina, había tomado dobles precauciones para asegurarse de que esto no ocurriera, pero los transmisores no tienen tantas líneas como eso, y yo había dispuesto del tiempo suficiente en Lisii para irlas probando todas.

Era una petición a una nave. Al final había una palabra: «Urgente». La nave del circuito estaba a sólo un mes de distancia, pero no podía esperar su llegada. Habían encontrado algo.

Transmití el resto de mi historia. Luego pulsé tierra-a-tierra y envié a Howard una copa del titular con la coletilla: «¿Todavía no has encontrado nada?». No obtuve respuesta.

Salí en busca del equipo y les pregunté si alguien necesitaba algo del campamento base: uno de los compañeros se había puesto enfermo y tenía que ir allí. Hice una lista de lo que deseaban, cargué mi equipo en el jeep y partí hacia la Espina.

Estuve transmitiendo historias durante todo el camino, enviándolas, vía tierra-a-tierra, al enlace que mantenía en mi tienda en Lisii, de modo que Bradstreet creyera que seguía transmitiéndolas desde allí. Tenía que detener el jeep cada vez y plantar el equipo transmisor, pero no deseaba que él se diera cuenta de que me encaminaba a la Espina. Él aún estaba muy al norte, esperando otra masacre, pero disponía de un Golondrina que podía llevarlo a la Espina en un día y medio.

Así que envié una historia encabezada: «Las khepers amenazan la vida del equipo: ¿agentes de la maldición?», hablando de las rechonchas khepers, que chupaban la sangre de cualquiera que fuese lo bastante estúpido como para meter la mano en un agujero. Puesto que el equipo en Lisii se ganaba la vida haciendo precisamente eso, sus brazos estaban salpicados de pequeños círculos blancos de piel muerta allá donde el veneno había entrado en su sangre. Las mordeduras no sanaban, y tu sangre era tóxica durante una o dos semanas, lo cual impulsó a alguien a colocar un cartel en los barracones que decía: «No se permiten mordiscos», con una calavera y dos tibias cruzadas debajo. No dije eso en mi artículo, por supuesto. Las convertí en agentes de la maldición mortal, lanzando su venganza contra cualquiera que se atreviese a turbar el sueño de los antiguos reyes de Colchis.

El segundo día intercepté la respuesta de una nave. Era un carguero amenti, y estaba muy lejos, pero acercándose. Podría estar allí en una semana. La respuesta de Lacau fue sólo una palabra: «Apresúrense.»

Si quería llegar antes que la nave no podía perder más tiempo enviando historias. Recurrí a algunas antiguas cintas que había grabado por anticipado, deliberadamente intemporales, y las utilicé: un artículo halagador sobre Lacau, el sufrido cónsul que debía mantener la paz y dividir el tesoro, entrevistas con Howard y Borchardt, un artículo no tan halagador sobre el dictador local, el sandalman, una recapitulación del descubrimiento accidental de las saqueadas tumbas de la Espina que habían hecho acudir a Howard y su grupo. Corría un riesgo transmitiendo todas aquellas historias en mi camino a la Espina, pero esperaba que Bradstreet comprobara el origen de las transmisiones y decidiera que yo estaba intentando engañarle. Con un poco de suerte partiría inmediatamente hacia Lisii en su maldito Golondrina, convencido de que el equipo de allí había encontrado algo y yo estaba intentando mantenerlo en secreto hasta poder transmitir toda la historia.

Entré en el poblado del sandalman seis días después de abandonar Lisii. Estaba todavía a un día y medio de la Espina, pero con la llegada de la nave prevista para dentro de dos días tenían que estar aquí, donde la nave podía aterrizar, y no allá fuera en la Espina.

Había un silencio mortal sobre el recinto de arcilla blanca, que me hizo recordar otro lugar. Eran un poco pasadas las cinco: la hora de la siesta vespertina. Nadie se levantaría al menos hasta las seis, pero de todos modos llamé a la puerta del cónsul. No había nadie en casa, y el lugar estaba cerrado a cal y canto. Miré por entre las cortinas de las ventanas, pero no pude ver mucho. Lo que sí pude ver fue que el equipo transmisor de Lacau no estaba sobre su escritorio, y eso me preocupó. Tampoco había nadie en el bajo edificio que acostumbraba a utilizar como barracón de alojamiento el equipo de la Espina, así que, ¿dónde infiernos estaba todo el mundo? No podían seguir en la Espina, no con una nave a punto de llegar. Quizá la nave había llegado y se había vuelto a marchar dos días antes de lo previsto.

No había enviado un artículo desde anteayer. Se me habían agotado las cintas y no me había atrevido a correr el riesgo de detenerme y montar el equipo cuando eso podía significar llegar demasiado tarde. Allá en Lisii, retenía mis historias durante dos o tres días y luego las enviaba todas juntas a fin de que Bradstreed no sacara conclusiones apresuradas si alguna vez dejaba de emitir. Pero pronto iba a darse cuenta de que pasaba algo, y yo no podía hacer nada. No podía dirigirme a la Espina hasta que hubiera hablado con alguien y me hubiera asegurado de que las cosas eran como eran, y tampoco podía viajar de noche, así que me senté en el bajo escalón de arcilla del porche del barracón, instalé mi equipo transmisor, y rastreé la nave. Seguía en su rumbo previsto. Estaría allí pasado mañana. De modo que, ¿dónde estaba el equipo? ¿La maldición golpea de nuevo? ¿Él equipo ha desaparecido?

No podía contar esa historia, así que redacté un par de columnas sobre uno de los miembros del equipo de Howard al que aún no conocía: Evelyn Herbert. Se había unido al equipo inmediatamente después de que yo fuera al norte a cubrir la masacre, y no sabía mucho acerca de ella. Bradstreet había dicho que era hermosa. Aunque en realidad no era eso exactamente lo que había dicho. Había dicho que era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto, pero eso era debido a que nos hallábamos varados en Khamsin y él había bebido un quinto de ginebra en interminables botellas de Coca.

—Tiene un rostro como el de Helena de Troya —dijo—. Un rostro que podría encajar… —La comparación que siguió no era nada que pudiera encajar con cualquier cosa susceptible de ser hallada en Colchis, pero ninguno de los dos estaba lo bastante sobrio para pensar en ello—. Incluso el sandalman está loco con ella.

Yo me había negado a creerlo.

—No, de veras —había protestado estropajosamente Bradstreet—. Le ha hecho regalos, incluso le ha cedido su propia bey. Deseaba que ella se trasladara a su mansión privada, pero ella se negó. Te lo digo, tendrías que verla. Es realmente hermosa.

Yo seguía sin creer nada, pero aquello constituía una buena historia. La transmití como el romance del siglo, y aquello sirvió para el artículo de ayer. ¿Pero y el artículo de hoy?

Di una vuelta y volví a llamar a todas las puertas. Todo seguía estando horriblemente tranquilo, y aquello me hizo recordar otra escena: Khamsin inmediatamente después de la masacre. ¿Y si el histérico «¡Apresúrense!» de Lacau tenía algo que ver con el sandalman? ¿Y si el sandalman había echado un vistazo al tesoro y había decidido que lo quería todo para él? Volví a sentarme, y transmití una historia sobre la Comisión. Allá donde surgía una controversia sobre hallazgos arqueológicos, la Comisión de Antigüedades acudía y se hacía cargo de ellos hasta que alguien se cansaba y se mostraba dispuesto a ceder. Todo el mundo la tomaba más en serio de lo que realmente se merecía. En una ocasión fue llamada incluso para decidir a quién pertenecía un planeta cuando las excavaciones demostraron que los considerados como nativos habían llegado en realidad a él en una nave espacial, hacía varios miles de años. La Comisión se tomó el asunto de forma impasible, estudiándolo como si los neandertales exigieran que se les devolviera la Tierra: escuchó todas las pruebas durante algo más de cuatro años, dando la impresión de que iba a hacer algo, para retirarse finalmente a revisar la gran acumulación de testimonios recogidos mientras dejaba que los lados en confrontación resolvieran por sí mismos sus problemas. Todavía seguía con su revisión diez años más tarde, pero en el artículo no dije nada de eso. Escribí sobre la Comisión presentándola como el brazo de la justicia arqueológica: justa pero inflexible, y dispuesta a pararle los pies a cualquiera que se mostrara demasiado codicioso. Quizá eso hiciera que el sandalman se lo pensara dos veces antes de masacrar el equipo de Howard y quedarse todo el tesoro para él, si no lo había hecho ya.

Seguía sin detectarse ningún signo de vida, y me pregunté si aquello no significaría que no había ningún signo de vida. Hice de nuevo el recorrido de todas las puertas, temeroso de que alguna de ellas pudiera abrirse sobre un montón de cadáveres. Pero, al contrario que en Khamsin, aquí no había señales de destrucción. No se había producido ninguna masacre. Probablemente estaban todos con el sandalman, cavando en busca del tesoro.

No había forma de ver nada en el interior del recinto a causa de sus altas paredes. Hice resonar la extravagante puerta de hierro forjado, y salió una bey a la que no conocía. Llevaba una linterna de fotosene, para colgarla junto a la puerta de hierro por su parte interior y encenderla antes de que se pusiera el sol, y no estuve seguro de que me hubiera oído golpear la puerta. Parecía vieja.

Eso es algo difícil de decir con las beys, que nunca alcanzan más de los doce años de edad. Su negro pelo no se vuelve gris, y normalmente no llegan a perder sus negros dientes, pero ésta llevaba un atuendo negro en vez de virado a un color, lo cual significaba que poseía un alto status en la casa del sandalman, pese a que no la recordaba, y sus antebrazos estaban cubiertos de mordeduras de kheper. O bien era excepcionalmente curiosa, incluso para una bey, o había viajado mucho.

—¿Está aquí el sandalman? —pregunté.

No respondió. Colgó la linterna en un gancho al lado de la puerta, por la parte de dentro, y observó mientras el charco de líquido fotoquímico de su base prendía.

—Necesito ver al sandalman —dije con voz más fuerte. Debía ser dura de oído.

—No hay nadie dentro —murmuró, con su cóncavo rostro impasible. ¿Significaba eso que el sandalman no estaba allí, o que se suponía que no debía dejar entrar a nadie?

—¿Está el sandalman? —insistí—. Necesito verle.

—No hay nadie dentro —repitió. Había sido mucho más fácil conseguir información de otra de las beys del sandalman. Le había dado un espejito de bolsillo, y me había hecho con una amiga de por vida. Era probable que el hecho de que no estuviera ahora allí significase que el sandalman no estaba tampoco. ¿Pero dónde habían ido?

—Soy periodista —dije, y le mostré mi tarjeta de prensa—. Muéstrale esto. Creo que querrá hablar conmigo.

Miró la tarjeta, pasó su dedo de aspecto sucio sobre el suave plástico y le dio la vuelta.

—¿Dónde está? ¿Fuera, en la Espina?

La bey volvió a girar la tarjeta, observando su parte delantera. Quiso meter el dedo en la holobandera de la confederación, como si creyera poder pasarlo entre las letras tridimensionales.

—¿Dónde está Lacau? ¿Dónde está Howard? ¿Dónde está el sandalman?

Puso la tarjeta de lado y miró atentamente el filo. Volvió a ponerla de cara, contempló las letras, y la giró de nuevo de lado, lentamente, observando como se aplanaba el efecto tridimensional.

—Mira —dije—. Puedes quedarte con la tarjeta de prensa. Es un regalo. Sólo dile a tu jefe que estoy aquí.

Estaba intentando atrapar las letras tridimensionales con la punta de su negro dedo. Nunca hubiera debido mostrarle la tarjeta.

Abrí mi mochila, saqué una botella de Coca y se la tendí, justo a ese lado de la puerta. Alzó la vista de la tarjeta el tiempo suficiente para agarrarla. Di un paso atrás.

—¿Dónde están los excavadores? —pregunté, y entonces recordé que son las mujeres bey quienes se ocupan de todo, si el hacer recados para los suhundulims y beber Coca puede llamarse ocuparse de todo, pero al menos ellas estaban levantadas la mayor parte del día. Los beys masculinos dormían, y las mujeres beys los ignoraban como ignoraban a cualquier otro macho que no les diera una orden directa, pero podían captar a otra mujer—. ¿Dónde está Evelyn Herbert?

—En la gran nube —dijo.

¿La gran nube? ¿Qué significaba eso? La estación de las grandes tormentas que empapaban el desierto aún no había llegado. ¿Un fuego? ¿Una nave?

—¿Dónde? —pregunté.

Tendió la mano hacia la botella de Coca. Casi dejé que la cogiera.

—¿Dónde la gran nube?

Señaló hacia el este, en dirección al lugar donde los afloramientos de lava formaban una baja cornisa. La llana cuenca que se extendía más allá era donde aterrizaban las naves. ¿Y si alguna otra nave había respondido al mensaje de Lacau? ¿Alguna nave que hubiera llegado y se hubiera ido ya, con el equipo y el tesoro con ella?

—¿Una nave? —dije.

—No —respondió, e hizo de nuevo un gesto hacia la Coca—. La gran nube.

Se la di. Se retiró hacia los escalones frontales del edificio principal y se sentó. Agitó la Coca con una mano y volvió hacia uno y otro lado la tarjeta con la otra, haciéndola destellar a la luz del sol.

—¿Cuánto tiempo lleva allí? —pregunté.

Ni siquiera pareció haberme oído.


De camino hacia la cornisa me convencí a mí mismo de que la bey había visto un demonio de polvo. No quería creer que una nave hubiera llegado y partido con el tesoro y el equipo. Quizá, si se trataba de la nave, aún estuviera allí.

No estaba. Pude ver el círculo de casi un kilómetro de quemada tierra donde siempre aterrizaban las naves antes incluso de alcanzar la cornisa, y estaba vacío, pero seguí adelante. Y allí estaba la gran nube. Un geodomo de malla de plástico en medio de la cuenca. El landrover del cónsul estaba estacionado en su extremo más alejado, junto con varios orugas que debían haber sido usados para traer el tesoro desde la Espina.

Oculté el jeep tras una prominencia de lava y luego fui arrastrándome por entre las rocas hasta poder ver la puerta delantera.

Había un par de guardianes suhundulims custodiando la tienda, lo cual constituía la mejor prueba de que el tesoro todavía estaba allí. La única regla de la Comisión decía que los arqueólogos eran dueños de la mitad de todo lo que se encontrara, y los «nativos» de la otra mitad. El sandalman debía querer asegurarse de recibir su parte. Me sorprendió que Howard no hubiera apostado también una guardia, puesto que la regla especificaba que cualquier intento de fraude con el tesoro hallado significaba la entrega inmediata de su totalidad a la parte que se había intentado engañar. En Lisii los guardias se habían sentado prácticamente encima de aquellos pobres esqueletos y vasijas de loza para asegurarse de que nadie se metiera en el bolsillo una astilla de hueso, y esperando que alguien lo hiciera para poder reclamar todo el tesoro por intento de fraude.

Nunca podría pasar más allá de los guardias del sandalman. Si quería una historia tendría que ir por la puerta de atrás. Retrocedí hasta donde estaba el jeep y luego descendí la cornisa, manteniendo entre mi persona y los guardias tanta roca como me fue posible. No me llevé mi equipo transmisor. No estaba seguro de poder entrarlo conmigo, y no deseaba que alguien lo confiscara sobre la base de que transmitir una historia era una forma de engaño. Además, la negra lava estaba acribillada de agujeros de afilados bordes. No deseaba correr el riesgo de que el equipo se me cayera y rompiese.

Me mantuve oculto de la vista durante tanto tiempo como me fue posible, y luego corrí cruzando la arena hasta el lado del domo, lejos del landrover del cónsul, y me agaché junto a la capa exterior de la malla. La tienda no tenía ninguna puerta trasera. No lo había esperado tampoco. El equipo en Lisii tenía una tienda exactamente igual a ésta donde almacenaban sus vasijas de arcilla, y la única forma de entrar era colándose bajo la malla. Pero los lados interiores de esta «gran nube» estaban ocupados con cajas y equipo hasta la misma pared.

Fui bordeando el lado de la tienda hasta llegar a un lugar donde el plástico cedía un poco, y abrí una raja con mi cuchillo. Miré por ella, no vi nada excepto otra malla de plástico a unos pocos metros, y me deslicé dentro.

Asusté casi de muerte a la pequeña bey que estaba de pie allí. Se aplastó contra una de las cajas de embalaje, aferrando una botella de Coca con una paja en ella.

También me asustó a mí.

—Chisss —dije, y apoyé un dedo contra mis labios, pero ella no gritó. Se aferró a la botella de Coca como si de ella dependiese su vida y empezó a retroceder.

—Hey —dije suavemente—, no te asustes. Me conoces. —Ahora sabía dónde tenía que estar el sandalman, porque aquella era su bey. La vieja en la puerta del recinto debía haber sido dejada de guardia allí mientras ellos estaban fuera—. Recuerda: yo fui quien te dio el espejito —susurré—. ¿Dónde está tu jefe? ¿Dónde está el sandalman?

Se detuvo y me miró, con sus enormes ojos muy abiertos. —Espejito —dijo, y asintió, pero no se me acercó ni soltó la botella de Coca.

—¿Dónde está el sandalman? —pregunté de nuevo. Ninguna respuesta—. ¿Dónde están los excavadores? —inquirí. De nuevo ninguna respuesta—. ¿Dónde está Evelyn Herbert?

—Evelyn —dijo, y tendió uno de sus brazos de aspecto sucio para señalar en dirección a una cortina de plástico. Me agaché y la crucé.

Aquella parte de la tienda estaba forrada por todos lados con malla de plástico, que la convertía en una especie de habitación de techo bajo. Las cajas de embalaje que estaban apiladas contra el lado de la tienda cortaban el paso a casi toda la luz del atardecer, de modo que apenas podía ver nada. Había como una especie de hamaca cerca de la pared, envuelta con más red de plástico. Pude oír a alguien que respiraba pesada e irregularmente.

—¿Evelyn? —llamé.

La bey me había seguido al interior de la habitación.

—¿Hay alguna luz por aquí? —le pregunté. Pasó agachándose por mi lado y tomó de una hilera de luces un solo bulbo que colgaba de una maraña de cuerdas. Luego retrocedió de nuevo hacia la pared más alejada. La respiración procedía de la hamaca.

—¿Evelyn? —dije, y alcé la envoltura de red de plástico—. Oh —murmuré, y la cosa que había debajo emitió algo parecido a un gruñido. Me llevé una mano a la boca como intentando alejar algo que me ardía en ella, ahogándome con su humo, asfixiándome, y retrocedí de la hamaca. Prácticamente choqué con la pequeña bey, que se apretaba tan fuertemente contra la fina película de la pared que pensé que iba a atravesarla.

—¿Qué le pasa? —Aferré los pequeños y huesudos hombros de la bey—. ¿Qué ha ocurrido?

Estaba mortalmente asustada. No había forma de que pudiera responderme. La solté, y se apretó tan fuertemente contra los pliegues del plástico de la pared que casi desapareció.

—¿Qué le ha pasado? —repetí en un susurro, y supe que pese a todo mi voz seguía sonando terrible—. ¿Algún tipo de virus?

—La maldición —dijo la pequeña bey, y las luces se apagaron.

Me quedé allí inmóvil en la oscuridad, y pude oír la ronca y torturada respiración de Evelyn y el rápido y aterrador sonido de la mía, y por un minuto creí a la bey. Luego la luz se encendió de nuevo, y miré hacia la hamaca envuelta por la red de plástico, y supe que estaba a unos pocos metros de distancia de la historia más grande que jamás hubiera caído en mis manos.

—La maldición —repitió la pequeña bey, y yo pensé: «No, no es una maldición. Es la mejor oportunidad de mi vida.»

Me dirigí de nuevo hacia la hamaca y alcé la envoltura de plástico con dos dedos, y miré a lo que había sido Evelyn Herbert. Una manta de malla acolchada la cubría hasta el cuello, y sus manos estaban cruzadas sobre su pecho. Una red de protuberancias blancas las recorría por completo, incluso en las uñas. En las depresiones entre los rebordes la piel era tan delgada que casi era transparente. Debajo podía ver las venas y el rojo tejido de la carne.

Fuera lo que fuese aquello, también cubría su rostro, incluso sus párpados y el interior de su abierta boca. Sobre sus pómulos, las blancas protuberancias eran más gruesas y separadas, y parecían tan blandas que imaginé que los huesos podían atravesarlas en cualquier momento. Sentí que se me ponía piel de gallina ante el pensamiento de que la red de plástico estuviera cubierta por los virus, que yo podía haberme ya infectado por el simple hecho de entrar en la habitación.

Abrió los ojos, y yo aferré el plástico tan fuertemente que casi lo eché a un lado. Pequeñas protuberancias, tan finas que casi parecían tela de araña, cubrían sus globos oculares. No sé si podía verme o no.

—Evelyn —dije—. Me llamo Jack Merton. Soy periodista. ¿Puede hablar?

Emitió un sonido estrangulado. No pude descifrarlo. Cerró los ojos y lo intentó de nuevo, y esta vez la comprendí.

—Ayuda —dijo.

—¿Qué quiere que haga? —pregunté.

Emitió una serie de extraños sonidos que debían ser palabras, pero no tenía ni idea de lo que significaban. Deseé que el traductor estuviera allí en vez de en el jeep.

Intentó alzarse con ayuda de los músculos de sus hombros y espalda, sin siquiera intentar usar sus manos. Tosió, un sonido duro y raspante, como si quisiera aclarar su garganta, y pronunció algo que no pude descifrar.

—Traeré una máquina que hará que le resulte más fácil hablar —dije—. Un traductor. Está fuera, en mi jeep. Iré a buscarlo.

—No —dijo claramente, y luego la misma cadena de sonidos ininteligibles.

—No puedo comprenderla —murmuré, y ella tensó repentinamente un brazo y aferró mi camisa. Retrocedí tan rápido que golpeé contra el bulbo de luz y lo envié oscilando hacia atrás. La pequeña bey surgió de la pared para mirar.

—Tesoro —dijo Evelyn, y emitió un largo y tembloroso suspiro—. Sandalman. Ven…eno.

—¿Veneno? —dije. La luz oscilaba alocadamente sobre ella. Miré la parte delantera de mi camisa. Estaba rasgada allá donde ella la había aferrado, cortada limpiamente en largas tiras por aquellas afiladas protuberancias de sus manos—. ¿Quién la ha envenenado? ¿El sandalman?

—Ayuda —dijo.

—¿Estaba envenenado el tesoro, Evelyn?

Intentó agitar la cabeza.

—Lleve… mensaje.

—¿Mensaje? ¿A quién?

—San…man —dijo, y sus músculos cedieron y se derrumbó contra la hamaca, tosiendo e inspirando afanosa y jadeante entre las toses.

Retrocedí para que el aliento de sus toses no pudiera alcanzarme.

—¿Por qué? ¿Está intentando advertir al sandalman de que alguien la ha envenenado? ¿Por qué quiere que lleve un mensaje al sandalman?

Había dejado de toser. Me miró directamente, tendida allá.

—Ayuda —dijo.

—Si llevo su mensaje al sandalman, ¿me dirá lo que ha ocurrido? —pregunté—. ¿Me dirá quién la ha envenenado?

Intentó asentir y se puso a toser de nuevo. La pequeña bey avanzó con una botella de Coca, metió una paja en ella y la inclinó hacia delante para que Evelyn pudiera beber. Parte del agua se derramó resbalando por su barbilla y parte entró en su boca, y la bey la secó con la punta de su vestido de aspecto sucio. Evelyn intentó alzarse de nuevo y la bey la ayudó, poniendo su brazo en torno a los hombros de Evelyn, cubiertos de protuberancias. Éstas eran ahí tan gruesas como las de su rostro, y no parecieron ocasionar ningún corte a la bey. Si acaso, más bien se aplastaron un poco bajo el peso del brazo de la bey. Metió la paja en la boca de Evelyn. Ésta se atragantó y empezó a toser de nuevo. La bey aguardó y luego lo intentó de nuevo, y esta vez Evelyn consiguió beber. Volvió a reclinarse en la hamaca.

—Sí —dijo, más claramente de lo que hasta entonces había dicho nada—. Lámpara.

Creí haber entendido mal.

—¿Cuál es el mensaje, Evelyn? —pregunté—. ¿Qué es lo que desea que le diga?

—Lámpara —dijo de nuevo, ›e intentó hacer un gesto con la mano. Me volví y miré. Había una lámpara de fotosene en una caja de carga de plástico volcada. A su lado había dos kits de inyecciones desechables, del tipo que uno encuentra en cualquier botiquín portátil de primeros auxilios, y un paquete de plástico. La bey me lo tendió. Lo tomé con reluctancia, esperando que Evelyn no hubiera tocado el paquete, que hubiera sido la bey quien hubiera puesto dentro el mensaje. Luego miré de nuevo sus manos y mi desgarrada camisa, y supe que la bey no sólo había puesto el mensaje en el envoltorio de plástico, sino que probablemente también había tenido que escribirlo. Esperé que fuese legible.

Me lo metí en el bolsillo con solapa que utilizaba para guardar las cargas de mi transmisor, e intenté luchar contra la sensación de que tenía que lavarme las manos. Regresé junto a la hamaca.

—¿Dónde está el sandalman? ¿Está aquí, en el domo?

Intentó sacudir de nuevo la cabeza. Yo estaba empezando a comprender sus emociones, pero deseé de nuevo disponer del traductor a fin de estar seguro de lo que estaba diciendo.

—No —respondió, y tosió—. No aquí. En el recinto. Poblado.

—¿Está en el recinto? ¿Está segura? No estaba allí esta tarde. No vi a nadie excepto a una de sus beys.

Suspiró, un terrible sonido como el de una vela apagándose al viento.

—Recinto. Aprisa.

—De acuerdo —dije—. Intentaré volver antes de que se haga de noche.

—Aprisa —dijo, y empezó a toser de nuevo.


Salí por el mismo sitio por donde había entrado. Mientras me dirigía hacia allá le pregunté a la bey si el sandalman había vuelto realmente al recinto.

—Al norte —dijo—. Soldados. —Lo cual podía significar cualquier cosa.

Ha ido al norte —dije—. ¿No está en el recinto?

—Recinto —dijo—. Tesoro.

Lo dejé correr. Miré en torno a la gran cúpula de plástico dentro de la que me hallaba, preguntándome si no debería intentar encontrar a Howard o a Lacau o a alguien antes de regresar al recinto en busca del sandalman. Apenas había luz. Si aguardaba mucho se haría definitivamente oscuro, y no podía correr el riesgo de ser descubierto allí por un indignado Lacau, con el mensaje ardiendo en mi bolsillo. Al menos si volvía al jeep podría leer el mensaje, y eso tal vez me diera algún indicio de qué infiernos estaba ocurriendo allí. Pensé que había bastantes posibilidades de que el sandalman estuviera realmente en el recinto. Si había ido al norte no hubiera dejado atrás a su bey.

Crucé la raja que había abierto para entrar y corrí por la zona descubierta hasta la seguridad de la cornisa. Una vez allí, saqué mi varilla luminosa y la mantuve enfocada a mis pies para no caer en ningún agujero. Me detuve a media ascensión a la sombra de una larga y oscura grieta, para recuperar el aliento y leer el mensaje. No habría suficiente luz si aguardaba hasta llegar al jeep. Ya era lo bastante oscuro e iba a tener que usar la varilla luminosa. Extraje el envoltorio del bolsillo de mi camisa y empecé a abrirlo.

—¡Volved! —gritó una voz directamente debajo de mí. Me aplasté contra la grieta como la bey de Evelyn. Bajé rápidamente la varilla luminosa y la clavé en el suelo.

—¡Volved! ¡No tenéis que tocarlo! ¡Yo lo haré! —Alcé un poco la cabeza y miré. Se trataba de un fenómeno acústico producido por la cara del resalte de lava. Lacau no estaba cerca. Él, junto con dos recias figuras con atuendos blancos que tenían que ser suhun-dulims, estaban» al otro lado de la tienda, tan lejos que apenas podía divisarles en la menguante luz, aunque la voz de Lacau llegaba hasta mí tan claramente como si lo tuviera debajo.

—Yo me encargaré de enterrarlo, por el amor de Dios. Todo lo que tenéis que hacer es cavar la tumba. —Lacau se volvió e hizo un gesto hacia la tienda, y su voz se cortó. ¿Qué tumba? Miré hacia donde gesticulaba y pude divisar una forma grisazulada sobre la arena. Un cuerpo envuelto en plástico.

—El sandalman os envió aquí para custodiar el tesoro, y eso incluye hacer lo que yo os diga —señaló Lacau—. Cuando él vuelva, yo…

No pude oír el resto, pero, fuera lo que fuese, lo que dijo a continuación no les convenció. Siguieron alejándose de él, y al cabo de un minuto se dieron la vuelta y echaron a correr. Me alegré de que fuera casi oscuro y así no pudiera verles. Los suhun-dulims siempre me han producido escalofríos. Franjas de músculos herniados se acumulan bajo sus pieles, especialmente en sus rostros y en sus manos y en sus pies. Cuando Bradstreet transmite historias sobre ellos, los describe con el aspecto de masas de verdugones o amasijos de cuerdas, pero Bradstreet está loco. Parecen más bien serpientes. El sandalman no es tan malo…, sólo las tiene en los pies, que Bradstreet dijo que parecían sandalias cuando envió la historia que le dio al sandalman su nombre, pero casi ninguna en su rostro.

El sandalman. Tiene que hallarse en el recinto, por lo que ha dicho Lacau: «Cuando él vuelva.» Ninguno de ellos miraba en mi dirección, así que seguí subiendo tan silenciosamente como pude por si el eco funcionaba en ambas direcciones.

Aún había suficiente luz al este para conducir. Pensé en detenerme a mitad del camino, conectar los faros y leer el mensaje de Evelyn a su haz, pero no deseaba que Lacau viera mis luces e imaginara dónde había estado. Podía leer el mensaje junto a una de las luces del poblado antes de entregárselo al sandalman.

No encendí los faros hasta que no pude ver mi mano frente a mi rostro, y cuando lo hice vi que prácticamente estaba a punto de estrellarme contra la pared del poblado. No había ninguna luz a lo largo de la pared. Dejé encendidos los faros del jeep, deseando poder conducir el jeep hasta el interior del poblado.

Tan pronto como estuve al otro lado de la pared pude ver la linterna que había colgado la bey. Era la única luz en todo el lugar, y en el ambiente seguía flotando aquella quietud de masacre. Quizá supieran lo que yacía en aquella hamaca en el domo de plástico y hubieran huido como los guardias suhundulims.

Me dirigí hacia la puerta del sandalman y alcé la vista a la linterna. Estaba justo fuera de mi alcance, o de otro modo la hubiera alzado de su gancho y la hubiera llevado hasta el refugio de un callejón, donde poder leer el mensaje sin que nadie me viera. Incluido el sandalman. No creía que le gustase el que alguien abriera su correo. Me apoyé contra la pared y saqué el envoltorio del bolsillo.

—No hay nadie dentro —dijo la bey. Todavía tenía mi tarjeta de prensa en la mano. Se veía como mordisqueada en los bordes. Debía haber permanecido sentada en los escalones desde aquella tarde, intentando arrancar las letras del holo.

—Tengo que ver al sandalman —dije—. Déjame entrar. Traigo un mensaje para él.

Estaba mirando con curiosidad el envoltorio. Volví a metérmelo en el bolsillo.

—Déjame entrar —dije—. Ve a decirle al sandalman que estoy aquí y que deseo verle. Dile que traigo un mensaje para él.

—Un mensaje —murmuró la bey, observando el bolsillo donde había desaparecido el envoltorio.

Suspiré y volví a sacar el envoltorio de plástico del bolsillo de mi camisa. Se lo mostré.

—Un mensaje. Para el sandalman. Déjame entrar.

—Nadie puede entrar —dijo—. Yo tomaré. —Tendió la mano por entre los barrotes de la puerta de hierro.

Aparté el envoltorio con un gesto brusco.

—Él mensaje no es para ti. Es para el sandalman. Llévame ante él. Ahora.

La había asustado. Retrocedió de la puerta hacia los escalones.

—Nadie puede entrar —dijo, y se sentó. Empezó a dar vueltas a la tarjeta de prensa con sus manos de aspecto sucio.

—Te daré algo —prometí—. Si le comunicas mi mensaje al sandalman, te daré algo. Algo mejor que la tarjeta de prensa.

Volvió hacia la puerta, aún con aire desconfiado. Yo no tenía ni idea de qué llevaba encima que pudiera gustarle. Rebusqué en el bolsillo de mi desgarrada camisa y saqué una pluma que tenía hololetras en uno de sus lados.

—Te daré esto —dije, mostrándosela en mi mano—. Y tú le dices al sandalman que tengo un mensaje para él. —Alcé el envoltorio con la otra mano, para que comprendiera—. Déjame entrar —pedí.

Fue más rápida que el ataque de una serpiente. En un momento estaba inclinada hacia delante, observando la pluma. Al momento siguiente tenía el paquete en su mano. Cogió la linterna de su gancho y corrió escalones arriba.

—¡No lo hagas! —dije—. ¡Espera! —La puerta se cerró de golpe tras ella. No pude ver nada.

Magnífico. La bey podía darse una espléndida comida con el mensaje, y yo no estaba más cerca de una historia de lo que había estado antes, y probablemente Evelyn estaría muerta cuando regresara al domo. Tanteé mi camino a lo largo de la pared hasta que pude ver las luces del jeep. Estaban empezando a disminuir de intensidad. Magnífico. La batería se estaba agotando. No me hubiera sorprendido en absoluto descubrir a Bradstreet sentado en el asiento del conductor, transmitiendo una historia con mi equipo.


No recé para encontrar mi camino de vuelta al domo en la absoluta oscuridad que era la noche de Colchis, así que dejé los faros encendidos y esperé que Lacau no me viera acercarme. Incluso con los faros encendidos, me despisté un par de veces y terminé estrellándome contra un montón de lava que no arrojaba ninguna sombra.

Me quité la rasgada camisa y la dejé en el jeep. Necesité una eternidad para descender el reborde en la oscuridad, cargado con el traductor y mi equipo de transmisión, y la raja que había hecho en la tienda no era lo bastante grande para mí y las abultadas cajas. Las metí dentro, me deslicé de espaldas por la raja, y tiré de la caja del transmisor una vez dentro. Cargué el traductor en mi hombro.

—¿Qué le llevó tanto tiempo, Jack? —dijo Lacau—. Los guardias del sandalman se han ido hace un par de horas. Sabía que no hubiera debido intentar que me ayudaran. Ahora se han marchado y usted está aquí. ¿Está también Bradstreet?

Me volví en redondo. Lacau estaba de pie allí, con el aspecto de no haber dormido en una semana.

—¿Por qué no se vuelve por donde ha venido y yo fingiré que no le he visto? —dijo.

—Estoy aquí para conseguir una historia —respondí—. No creerá que voy a marcharme antes de conseguirla. Quiero ver a Howard.

—No —dijo Lacau.

—Tengo derecho a saber —dije, y fui en busca de forma automática de la tarjeta de prensa que la bey debía estar masticando placenteramente en aquellos momentos. Si no había empezado ya con el mensaje de Evelyn—. No puede negarle a un periodista acceso a todos los datos de una historia.

—Está muerto —dijo Lacau—. Lo enterré esta tarde.

Intenté adoptar la expresión de alguien que ha acudido a buscar una historia sobre un tesoro, de alguien que nunca ha visto el horror que estaba tendido en la hamaca allá al fondo, y creo que lo conseguí, porque Lacau no pareció sospechar. Quizá había dejado de sentir y buscar shocks, y no lo esperaba de mí. O quizá mi aspecto era simplemente el que se suponía que debía tener.

—¿Muerto? —dije, e intenté recordar su aspecto, pero todo lo que podía ver era lo que quedaba del rostro de Evelyn, y sus manos aferrando mi camisa, afiladas como navajas y sin el menor parecido con unas manos.

—¿Qué hay de Callender?

—Muerto también. Todos están muertos excepto Borchardt y Herbert, y no pueden hablar. Ha llegado demasiado tarde.

La correa del traductor se clavaba en mi hombro desnudo. La alcé para ajustaría.

—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Un traductor? ¿Puede hacer algo con las distorsiones del lenguaje? ¿Con alguien que no puede hablar porque…? ¿Puede hacer algo?

—Sí —dije—. ¿Qué ocurre? ¿Qué les ocurrió a Howard y a los otros?

—Debo confiscar su aparato de transmisión —dijo—. Y su traductor.

—No puede hacerlo —dije, y empecé a retroceder—. Los periodistas tienen libre acceso.

—No, aquí dentro no. Deme el traductor.

—¿Para qué lo necesita? Creí que había dicho que Borchardt y Herbert no pueden hablar.

Lacau buscó algo a sus espaldas.

—Tome el equipo de transmisión y venga por aquí —dijo, y sacó una antorcha de fotosene hecha con lo que parecía ser una botella de Coca y un espejo, uno de esos trabajos de artesanía con los que los suhundulims han masacrado a todo el mundo. Lacau la inclinó de modo que el espejo quedara bajo el bulbo de luz que colgaba encima de nosotros. Tomé el equipo de transmisión.

Me condujo alejándonos de Evelyn, a través de un laberinto de cajas de carga, hasta el centro de la tienda. Había una malla de plástico envolviendo lo que pensé que podía ser Borchardt tendido en una hamaca como la de Evelyn. Si esperaba haberme desorientado, estaba muy equivocado. Podía encontrar fácilmente a Evelyn. Todo lo que tenía que hacer era seguir la maraña de hilos eléctricos sobre nuestras cabezas.

La zona central parecía un almacén: montones de cajas abiertas por todas partes, palas y picos y cedazos, todo el equipo de los arqueólogos. Las mochilas y sacos de dormir estaban a un lado en un montón, cerca de una pila de cajas de cartón dobladas planas.

En el centro había una jaula hecha con tela metálica y frente a ella, directamente debajo de otra maraña de cables eléctricos y conectado a ella, un refrigerador. Era grande, uno de esos antiguos refrigeradores comerciales de dos puertas, y hubiera apostado cualquier cosa a que había salido de la planta embotelladora de Coca-Cola. Ningún signo del tesoro, a menos que estuviera ya todo embalado. O puesto a enfriar. Me pregunté para qué sería la jaula.

—Deje el equipo —dijo Lacau, y empezó a trastear de nuevo con el espejito—. Métalo en la jaula.

—¿Dónde está su equipo de transmisión? —pregunté.

—No es asunto suyo.

—Mire —dije—, usted tiene su trabajo, yo el mío. Todo lo que quiero es una historia.

—¿Una historia? —dijo Lacau. Me empujó hacia la jaula—. ¿Qué le parece esto como historia? Ha estado expuesto a un virus mortal. Se halla bajo cuarentena. —Alzó la mano y apagó la luz.


Bien, realmente sabía cómo conseguir una historia. Primero la bey del sandalman y ahora Lacau, y no estaba más cerca de saber lo que estaba ocurriendo ahora que cuando me hallaba en Lisii, y quizá sólo me quedaban algunas horas antes de que empezara a verme afectado por lo mismo que estaba consumiendo a Evelyn. Hice sonar la tela metálica y le chillé a Lacau que viniera. Luego trasteé con la cerradura y chillé un poco más, pero no conseguí ver nada ni oír nada excepto el zumbido del refrigerador. Su repentino silencio era lo único que me decía que se había interrumpido la electricidad, cosa que ocurrió al menos cuatro veces durante la noche. Al cabo de un tiempo me acurruqué en una esquina de la jaula e intenté dormir.

Tan pronto como hubo luz, me quité las ropas y me examiné atentamente en busca de protuberancias. No pude ver ninguna. Volví a ponerme los pantalones y los zapatos, garabateé un mensaje en una página de mi bloc de notas y empecé a golpear de nuevo la jaula. Vino la bey. Llevaba una bandeja. En ella había un trozo del pan local, un pedazo de queso y una botella de Coca con una paja de cristal. Esperaba que no fuese la misma con la que había bebido Evelyn.

—¿Quién más está aquí? —pregunté a la bey, pero parecía temerosa. La había asustado realmente la otra noche.

Le sonreí.

—Me recuerdas, ¿no? Te di un espejito. —No me devolvió la sonrisa—. ¿Están aquí las otras beys?

Depositó la bandeja sobre una caja de cartón y me fue pasando el pan, a trozos.

—¿Qué otras beys están contigo? —insistí.

No podía pasarme la botella de Coca a través de la tela metálica sin derramarla toda. Al cabo de uno o dos minutos de intentarlo dije:

—Mira, permíteme que coopere —y me incliné hacia delante y sorbí por la paja mientras ella sostenía la botella.

Cuando me enderecé, dijo:

—Sólo yo. No más beys. Sólo yo.

—Mira —dije—, quiero que le lleves un mensaje a Lacau.

No respondió, pero al menos no retrocedió. Tomé la pluma con sus hololetras y la mantuve cerca de mi cuerpo. No iba a cometer el mismo error que la otra noche.

—Te daré esta pluma si llevas un mensaje a Lacau.

Retrocedió y se apretó contra el refrigerador, con sus grandes ojos clavados en la pluma. Escribí con ella el nombre de Lacau y el mensaje, y me la volví a guardar en el bolsillo, y sus ojos no se apartaron de ella, fascinados.

—Te di el espejito —indiqué—. Ahora te doy esto. —Saltó hacia delante para tomar el mensaje que le tendía, y terminé mi desayuno y eché una cabezada, y me pregunté qué le habría ocurrido al mensaje que le había dado a la bey del sandalman.

Cuando desperté de nuevo había bastante luz, y pude ver un montón de cosas en las que no había reparado la otra noche. Mi equipo de transmisión estaba todavía allí, al otro lado de los sacos de dormir, pero no podía ver el traductor por ninguna parte. Una de las cajas de embalaje, una pequeña, estaba inmediatamente al otro lado de la jaula. Metí como pude la mano por entre un cuadrado de la tela metálica y conseguí tirar de la caja hasta situarla lo suficientemente cerca como para arrancar la cinta del precinto. Me pregunté quién habría embalado el tesoro. ¿El equipo de Howard? ¿O habían empezado a caer como moscas tan pronto como lo encontraron? La caja parecía un buen trabajo por parte del suhundulim que lo hubiera hecho. Parecía casi el estilo de Lacau, pero, ¿por qué debería haberlo empaquetado él? Su trabajo era solamente impedir que fuera robado.

La cinta del precinto y el relleno esponjoso y las burbujas de plástico, todo muy limpio. Metí la mano tanto como pude por entre la tela metálica hasta que conseguí agarrar un borde de la caja, la incliné un poco hacia delante con mi otra mano, y conseguí agarrar algo de lo que había dentro. Tiré y lo saqué.

Era un jarrón de algún tipo. Lo estaba sujetando por su largo y estrecho cuello. Había en él una especie de tubo plateado que se suponía representaba una flor, un lirio tal vez, abriéndose en la parte de abajo y luego estrechándose hasta la abierta boca. Los lados del tubo estaban grabados con finas líneas. El jarrón en sí estaba hecho de algún tipo de cerámica azul, tan fina como una cáscara de huevo. Lo volví a dejar dentro de la caja junto con el relleno esponjoso. Revolví un poco más entre las burbujas y extraje algo que parecía un cruce entre una de las vasijas de cerámica de Lisii y algo que una bey hubiera estado masticando durante un tiempo antes de escupirlo.

—Eso es el sello de la puerta —dijo Lacau—. Según Borchardt, dice: «Cuidado con la maldición de los reyes y las khepers, que convierte los sueños de los hombres en sangre.» —Tomó la tablilla de cerámica de mis manos.

—¿Recibió mi mensaje? —pregunté, intentando volver a meter las manos encajadas en la tela metálica. Me hice un rasguño en la muñeca. Empezó a sangrar—. Bien —dije—, ¿recibió el mensaje?

Me arrojó un trozo de papel masticado.

—Más o menos —dijo—. Las beys tienden a ser curiosas acerca de cualquier cosa que se les da. ¿Qué había en el mensaje?

—Quiero hacer un trato con usted.

Lacau empezó a poner de nuevo el sello de la puerta en la caja.

—Sé cómo hacer funcionar el traductor —dijo—. Y el equipo de transmisión.

—Nadie sabe que estoy aquí. He estado retransmitiendo mis historias a Lisii, tierra-a-tierra.

—¿Qué tipo de historias? —quiso saber. Se había enderezado, sujetando todavía el sello de la puerta.

—Relleno. La vida salvaje local, antiguas entrevistas, la Comisión. Cosas de interés humano.

—¿La Comisión? —dijo. Había hecho un repentino movimiento de sobresalto, casi como si hubiera dejado caer el sello de la puerta y lo hubiera recogido en el último instante. Me pregunté si se encontraba bien. Su aspecto era terrible.

—Dejé un relé conectado allá en Lisii. Mis transmisiones salieron del planeta desde allí, y Bradstreet cree que sigo en Lisii. Si dejo de transmitir artículos, sabrá que ha ocurrido algo. Tiene un Golondrina. Puede estar aquí mañana mismo.

Lacau comprobó cuidadosamente que el jarrón estuviera bien colocado en la caja y apiló burbujas a su alrededor. Cerró la tapa y volvió a fijar la cinta adhesiva.

—¿Cuál es su trato?

—Empezar a transmitir de nuevo historias que convenzan a Bradstreet que todavía sigo en Lisii.

—¿Y a cambio?

—Usted me dice qué está pasando. Me deja entrevistar al equipo. Me da la noticia.

—¿Puede retenerla hasta pasado mañana?

—¿Qué ocurre mañana?

—¿Puede?

—Sí.

Pensó en ello.

—La nave estará aquí mañana por la mañana —dijo lentamente—. Voy a necesitar ayuda para cargar el tesoro.

—Le ayudaré —dije.

—Nada de entrevistas privadas, nada de acceso privado al equipo de transmisión. Ejerceré censura sobre todo lo que transmita.

—De acuerdo —dije.

—No transmitirá la historia de todo esto hasta que nos hallemos fuera de Colchis.

Hubiera aceptado cualquier cosa. No se trataba simplemente de un poco de perversidad local, algún potentado menor envenenando a unos cuantos extranjeros. Era una historia como ninguna otra que hubiera caído en mis manos, y hubiera aceptado besar los tortuosos pies del sandalman si hubiera sido necesario.

—Es un trato —dije.

Lacau inspiró profundamente.

—Encontramos un tesoro en la Espina —dijo—. Hace tres semanas. La tumba de una princesa. Su valor…, lo ignoro. La mayor parte de los artículos son de plata, y sólo su valor arqueológico está más allá de toda evaluación.

»Hace una semana, dos días después de que hubiéramos terminado de limpiar la tumba y traer hasta aquí todo lo transportable, el equipo cayó afectado por… algo. Un virus de algún tipo. Sólo el equipo. No el representante del sandalman, no los porteadores que bajaron el material desde la Espina. Nadie excepto el equipo. El sandalman afirma que fueron ellos quienes abrieron la tumba sin aguardar a la autorización local.

Se detuvo unos instantes.

—Si lo hicieron, eso significa que cometieron fraude, y todo lo hallado pertenece al sandalman. Conveniente. ¿Dónde estaba el representante del sandalman mientras se suponía que ellos hacían todo eso?

»Fue su bey. Ella fue en busca del sandalman. El equipo aguardó allí atrás para custodiar el tesoro. Howard jura, juró, que no entraron, que aguardaron hasta que el sandalman y sus porteadores llegaron allí. Dice, dijo, que el equipo fue envenenado.

«Ven…eno», había dicho Evelyn. «Sandalman.»

—El sandalman afirma que fue algún tipo de veneno colocado por los antiguos para custodiar la tumba, que el equipo lo tocó cuando abrió la tumba ilegalmente.

—¿Quién dijo Howard que los había envenenado? —quise saber.

—No lo dijo. El… esa cosa que los afectó se metió en sus gargantas. Después del primer día Howard era totalmente incapaz de hablar. Evelyn Herbert aún puede hablar algo, pero resulta muy difícil comprender lo que dice. Por eso necesito el traductor. Necesito hablar con Evelyn y descubrir por quién fueron envenenados.

Pensé en todo lo que acababa de decir. Algún tipo de veneno custodiando la tumba. Yo sabía algo al respecto. Había transmitido historias acerca de los venenos que los antiguos de todas las culturas ponen en sus tumbas para impedir que los profanadores las saqueen, venenos de contacto que ponen en los propios artículos. Yo había tocado el sello de la puerta.

Lacau me observaba atentamente. Dijo:

—Ayudé a traer el tesoro desde la Espina. Lo mismo hicieron los porteadores. Y he estado manejando los cuerpos. Llevaba plastiguantes, pero eso no me protegía de la infección transmitida por el aire o por el vapor de agua. Sea lo que sea, no creo que sea contagioso.

—¿Piensa que es un veneno, como dijo Howard? —pregunté.

—Mi postura oficial es que se trata de un virus que estaba presente en la tumba y al que todo el grupo, incluidos los representantes del sandalman, se vio expuesto cuando la tumba fue abierta.

—Y el sandalman.

—La bey del sandalman entró en la tumba antes que él. Luego el equipo. Luego el sandalman. Mi postura oficial es que el virus era anaerobio y que, después de que la tumba permaneciera abierta al aire durante unos cuantos minutos, dejó de ser virulento.

—Pero usted no cree eso.

—No.

—Entonces, ¿por qué adopta esa postura? ¿Por qué no acusa al sandalman? Si lo que quiere es el tesoro, eso se lo pondrá en las manos. La Comisión…

—La Comisión cerrará el planeta e investigará las acusaciones.

—¿Y usted no desea eso?

Quería preguntarle por qué no, pero pensé que sería mejor salir de la jaula antes de formularle aquella pregunta.

—Pero si es un virus, ¿cuál es su explicación de por qué la bey no se ha visto afectada por él? —pregunté.

—Diferencias en química corporal y tamaño. Declaré una cuarentena, y el sandalman la aceptó, más o menos. Estuvo de acuerdo en darnos una semana por si existía un tiempo de incubación del virus distinto en la bey, antes de presentar sus demandas ante la Comisión. La semana expira pasado mañana. Si la bey se ve afectada dentro de los próximos dos días…

Lo cual explicaba por qué la bey del sandalman estaba allí, en cuarentena con los arqueólogos, cuando nadie más, ni siquiera los guardias del sandalman, ponían el pie dentro de la tienda. No era la enfermera de Evelyn. Era la única esperanza de la expedición.

Y no iba a atrapar nada. El sandalman había dado su plazo de gracia. Había aceptado dejarla con el equipo. Nunca lo hubiera hecho de haber tenido la más remota posibilidad de que atrapara el virus. Así que no había que confiar en ello. A menos que Evelyn supiera de qué veneno se trataba. A menos que ella hubiera amenazado con envenenar a la bey del sandalman. A menos que eso fuera lo que contenía el mensaje.

—¿Por qué no se limitó a matar al equipo allí mismo en la tumba? —dije—. Si todo lo que quiere es el tesoro, ¿por qué no hizo que todos resultaran sepultados por un desprendimiento o algo parecido y lo calificó como un accidente?

—Hubiera habido una investigación. No podía arriesgarse a ello.

Estaba a punto de preguntar por qué no podía, pero pensé en algo más importante.

—¿Dónde está él ahora?

—Ha ido al norte, a Khamsin, para reunir un ejército —dijo.

Khamsin. Así que el sandalman no estaba en el recinto después de todo, y probablemente la bey se estaba dando a estas alturas un gran banquete con el mensaje de Evelyn. Y cuando llegara a Khamsin nada que yo dijera podría convencer a Bradstreet que no estaba ocurriendo algo. Me pregunté si Lacau habría pensado ya en aquello.

Abrió la jaula.

—Lo llevaré a ver a Evelyn Herbert —dijo—. Pero primero quiero que envíe una historia.

—De acuerdo —dije. Ya había decidido qué iba a enviar. No era algo capaz de engañar a Bradstreet, pero quizá pudiera desconcertarle lo suficiente hasta que yo consiguiera el resto.

—Primero quiero una copia —dijo Lacau.

—Este transmisor no dispone de impresora —señalé—, pero puede situar el mensaje en tiempo de espera y borrar todo lo que quiera del monitor antes de transmitirlo. —Señalé al botón de retención.

—De acuerdo —admitió.

—Lo pondré fijo —dije, pero pese a todo mantuvo su mano encima del botón durante todo el mensaje.

Tecleé un código privado de prioridad que decía: «Grandes acontecimientos en la Espina. Reserven 12 columnas.»

—¿Está intentando mantenerlo lejos de la Espina? —dijo Lacau—. No lo conseguirá. Verá el domo. De todos modos, él no puede descifrar un mensaje oficial, ¿verdad?

—Por supuesto que puede. ¿Cómo piensa que yo supe que tenía usted una nave acercándose? Pero él también sabe que yo sé que puede, de modo que no confiará en este mensaje. Ese es el que creerá. —Tecleé el código de transmisión por tierra, introduje el mensaje, y aguardé a que el transmisor me dijera que no podía hacerlo. No podría hasta que Lacau soltara el botón de retención, y ni siquiera tuve que decírselo. Alzó la mano y la apoyó en su barbilla y observó la pantalla.

Aguardé el tiempo que me tomaría sopesar las posibilidades de que Bradstreet ignorara un mensaje local si no fuera precedido de un código de prioridad y luego decidir enviarlo directamente. «Vuelvo tan rápido como pueda. Aguarda», tecleé. Y firmé: «Jackie.»

—¿A quién va destinado este mensaje? —preguntó Lacau.

—A nadie. Tengo instalado un relé automático en mi tienda. Pondré el mensaje en almacenamiento y lo guardaré allí. Por la mañana enviaré un artículo sobre la Espina. Será transmitido desde aquí, que está a un día de camino de la Espina.

—De este modo él pensará que está haciendo usted exactamente lo que dice. Encaminándose hacia Lisii.

—Sí —dije—. Ahora, ¿vamos a ver a Evelyn Herbert?

—De acuerdo —respondió, y echó a andar por entre el laberinto de cajas y cables eléctricos, conmigo a sus talones. A medio camino se detuvo y dijo, como acabara de recordar algo:

—Esa… cosa que lanzaron contra el equipo es más bien mala. El aspecto… Bueno, prefiero que esté preparado.

—Soy periodista —respondí, pensando que así, si no me mostraba lo horrorizado que él esperaba, Lacau lo adjudicara al hecho de que estaba acostumbrado a ver horrores. Pero hablé para nada. No tuve ningún problema en expresar mi horror. El aspecto de Evelyn era mucho peor que la primera vez.


Lacau había puesto algo sobre su pecho. Estaba conectado a la tela de araña de cables de encima. Preparé el traductor. No había mucho que pudiera hacer hasta que Evelyn nos diera un punto de inicio, pero lo preparé de todos modos, y la bey me observó hacerlo, toda ojos. Lacau se puso unos plastiguantes y se inclinó sobre la hamaca para mirar a Evelyn.

—Le di su inyección hace media hora —dijo—. Serán unos cuantos minutos más.

—¿Qué le está dando? —pregunté.

—Dilaudid y morfatos de sulfadina. Es todo lo que había en el equipo de primeros auxilios. Había también unidades IV, pero se rasgaban.

Lo dijo sin emoción, como si no hubiera sufrido el horror de intentar fijar una IV en un brazo que podía cortar la unidad IV en tiras en unos segundos. No parecía sentir ningún miedo hacia ella.

—El dilaudid la deja fría durante aproximadamente una hora, y después de eso se muestra más bien lúcida, pero sufre mucho dolor. Los morfatos son mejores para el dolor, pero la dejan KO tras apenas un par de minutos.

—Si la cosa va a tardar un poco, voy a mostrarle a la bey el traductor —dije—. Si la llevo aparte y se lo explico todo, disminuíremos las posibilidades de encontrarlo destrozado mañana. ¿De acuerdo?

Asintió, y se inclinó de nuevo para examinar a Evelyn.

Aparté el rostro de la caja, hice un gesto a la bey, y empecé mi explicación. Cada chip, cada tecla, cada circuito. Los saqué todos y dejé que los manoseara, los alzara a la luz, se los metiera en la boca, y finalmente los devolviera al lugar que correspondía con sus propias manilas sucias. A medio proceso se fue de nuevo la electricidad, y durante cinco minutos permanecimos sentados a la débil claridad del atardecer, pero Lacau no hizo ningún movimiento para alzarse o encender la lámpara de fotosene.

—Es el respirador —dijo—. Tengo otro conectado con Borchardt. Sobrecargan el generador. —Deseé que las luces volvieran para poder ver con mayor claridad su rostro. Me sentía más bien dispuesto a creer que el generador se sobrecargaba. El que teníamos en Lisii estaba fuera de servicio la mitad del tiempo sin tener que ocuparse de respiradores, pero estaba seguro de que mentía. Era ese refrigerador de doble puerta cerca de mi jaula el que estaba sobrecargando el generador y haciendo que se apagaran las luces. ¿Y qué había en ese refrigerador? ¿Coca-Colas?

Volvieron las luces. Lacau se inclinó sobre Evelyn, y la pequeña bey y yo colocamos de nuevo el último chip en su sitio y pusimos otra vez la tapa del traductor. Le di un viejo cable quemado para que lo conservara, y la bey se fue a un rincón para examinarlo.

—¿Evelyn? —dijo Lacau, y ella murmuró algo.

—Creo que estamos preparados —indicó Lacau—. ¿Qué es lo que quiere que diga?

Le tendí un micro de pinza para que lo sujetara a la malla de plástico que cubría parcialmente su cabeza.

—Refrigerador —señalé, y me di cuenta de que había ido demasiado lejos. Estaba haciendo méritos para volver a la jaula—. Deje que diga lo que quiera para que yo pueda empezar. Su nombre. Cualquier cosa.

—Evie —dijo él, y su voz era sorprendentemente gentil—. Tenemos aquí una máquina que puede ayudarte a hablar. Quiero que digas tu nombre.

Ella dijo algo, pero la máquina no lo captó.

—El micro no está lo bastante cerca —indiqué.

Lacau bajó un poco la malla de plástico, y ella emitió de nuevo el sonido, y esta vez llegó hasta el aparato como estática. Moví diales en busca de un sonido inicial, pero no lo conseguí.

—Tendrá que intentarlo de nuevo. No estoy recibiendo nada —señalé, y pulsé el botón de retención a fin de apoderarme del sonido y poder trabajar con él; pero seguía siendo ruido, no importaba lo que yo hiciera. Empecé a preguntarme si la bey habría puesto alguna de las conexiones al revés.

—¿Puedes intentarlo de nuevo? —dijo Lacau suavemente—. ¿Evelyn? —Y esta vez se inclinó tanto sobre ella que prácticamente la tocaba. Ruido.

—Algo va mal con el aparato —murmuré.

—Ella no está diciendo «Evelyn» —señaló Lacau.

—¿Qué está diciendo entonces?

Lacau se enderezó y me miró.

—«Mensaje» —dijo.

Las luces se apagaron de nuevo, sólo por unos segundos, y mientras estaban apagadas dije, intentando sonar un tanto impaciente y en absoluto nervioso:

—De acuerdo, trabajaremos entonces con «mensaje». Haga que lo diga de nuevo.

Volvieron las luces, y entonces los indicadores de sintonización del traductor parpadearon, y su voz, sonando ahora como la voz de una mujer, dijo:

—Mensaje. —Y luego—: …algo que decirle.

Hubo un silencio mortal. Me sorprendió que el aparato no captara también el latir de mi corazón y lo convirtiera en la palabra «atrapado». Las luces volvieron a apagarse y siguieron apagadas. Evelyn empezó a jadear. El jadeo se fue haciendo peor por momentos.

—¿No puede conectar el respirador a unas baterías? —dije.

—No —respondió Lacau—. Tendré que ir a buscar el otro. Sacó una varilla luminosa y la utilizó para prender una lámpara de fotosene. Tomó la lámpara por su base y salió.

Tan pronto como no pude ver las oscilantes sombras a lo largo del pasillo de cajas me dirigí a la hamaca. Casi tropecé con la bey, que estaba sentada a su lado con los pies cruzados, chupando el cable quemado.

—Trae agua —dije.

Se fue.

—Evelyn —murmuré, usando el sonido que estaba produciendo para guiarme hasta ella—. Evelyn, soy yo. Jack. Estuve aquí antes.

Los jadeos se detuvieron en seco, como si estuviese conteniendo la respiración.

—Le entregué el mensaje al sandalman —dije—. En propia mano.

Dijo algo, pero yo estaba demasiado lejos del traductor para captarlo. Sonaba como «luz».

—Se lo entregué de inmediato. Tan pronto como la dejé la otra noche.

Esta vez descifré la palabra. «Bien», dijo, y las luces se encendieron.

—¿Qué decía el mensaje, Evelyn?

—¿Qué mensaje? —preguntó Lacau.

Depositó el respirador al lado de la hamaca. Pude ver por qué no había querido usarlo. Era del tipo que se ponía sobre la tráquea e impedía el habla.

—¿Qué estabas intentando decir, Evie? —preguntó.

—Mensaje —dijo ella—. Sandalman. Bien.

—Lo que dice no tiene ningún sentido —indiqué—. ¿Todavía está bajo los morfatos? Pregúntele algo que sepa que ella va a responder.

—Evelyn —dijo Lacau—. ¿Quién estaba contigo en la Espina?

—Howard. Callender. Borchardt. —Se detuvo un minuto como si estuviera intentando recordar—. La bey.

—Muy bien. No tienes que nombrarme a los demás. Cuando encontrasteis el tesoro, ¿qué hicisteis?

—Aguardar. Enviar a la bey. Esperar al sandalman.

—¿Entraste tú en la tumba? —Ya le había hecho aquellas preguntas antes. Podía decirlo por la forma en que se las hacía, pero en la última pregunta su tono cambió, y yo aguardé a oír también la respuesta.

—No —dijo ella, y la palabra nos llegó absolutamente clara—. Aguardé al sandalman.

—¿Qué intentabas decirme, Evelyn? Ayer. Intentabas decirme algo, y yo no podía comprenderte. Pero ahora tenemos un traductor. ¿Qué intentabas decirme?

¿Qué podía decirle? ¿Que no importaba? ¿Que había hallado a otro para hacer la entrega? Se me ocurrió entonces que ella no debía poder identificarnos separadamente, que sus oídos también estaban llenos de protuberancias, de modo que nuestras voces deformadas debían sonarle idénticas. Eso no era cierto, por supuesto. Supo exactamente quién estaba hablándole hasta el mismo final. Pero en aquellos momentos contuve mi aliento, la mano inmovilizada sobre el botón, pensando que si aguardaba ella podía decirle a Lacau que yo había estado allí antes. Pensando también que si aguardaba ella podría decirme qué había en el mensaje.

—¿Intentabas decirme algo acerca del veneno, Evelyn?

—Demasiado tarde —dijo ella.

Lacau se volvió hacia mí.

—No he captado eso —murmuró—. ¿Qué ha dicho?

—Creo que ha dicho «tesoro».

—Tesoro —dijo ella—. La maldición. —Su respiración se hizo algo más regular. El traductor dejó de captar palabras. Lacau se irguió y dejó que la malla cubriera completamente su cabeza.

—Se ha dormido —dijo—. Nunca aguanta mucho tras los morfatos. —Se volvió en redondo y me miró. La bey había estado aguardando su ocasión. Tomó la botella de Coca de la caja y pasó junto a él. Lacau se volvió y la miró.

—Quizá tenga razón —dijo átonamente—. Quizá sea una maldición.

Yo estaba observando también a la bey, que se había detenido al lado de la hamaca, aguardando a que Evelyn despertara para darle de beber, no más alta que un niño de diez años, aferrando la botella de Coca en una mano y el cable quemado que yo le había dado en la otra. Intenté pensar en cuál sería su efecto cuando el veneno empezara a trabajar sobre ella.

—A veces pienso que casi podría hacerlo —dijo Lacau.

—¿Hacer qué? —pregunté.

—Creo que podría envenenar a la bey del sandalman para salvar el tesoro si supiera qué clase de veneno es. Es una especie de maldición, ¿no cree?, desear algo tan desesperadamente que te sientas dispuesto a matar a alguien por ello.

—Sí —dije. La bey se metió el cable en la boca.

—Desde que vi el tesoro, yo…

Me puse en pie.

—¿Mataría a una indefensa bey por un maldito jarrón azul? —dije furioso—. ¿Cuando conseguirá el tesoro de todos modos? Puede tomar muestras de sangre. Puede demostrar que el equipo fue envenenado. La Comisión le concederá el tesoro.

—La Comisión cerrará el planeta.

—¿Qué diferencia hay en ello?

—Destruirá el tesoro —dijo Lacau, como si hubiera olvidado que yo estaba allí.

—¿De qué está hablando? No permitirá que el sandalman o sus muchachos merodeen cerca del tesoro. Cuidará de que nadie dañe la mercancía. Se tomarán su tiempo, de acuerdo, pero usted obtendrá su tesoro.

—Usted no ha visto el tesoro —dijo Lacau—. Usted… —Alzó las manos en un gesto de desesperación—. Usted no comprende.

—Entonces quizá sea mejor que me muestre ese maravilloso tesoro —dije…

Sus hombros se hundieron.

—De acuerdo —transigió, y todo dentro de mí gritó: Historia.

Me encerró de nuevo en la jaula mientras conectaba otra vez el respirador sobre Borchardt. No le pedí ir con él. Conocía a Borchardt desde hacía casi tanto tiempo como a Howard, aunque no me caía tan bien. No me hubiera gustado verlo así. Era casi mediodía. El sol estaba prácticamente sobre nuestras cabezas y calentaba lo suficiente como para hacer un agujero en el plástico. Lacau regresó al cabo de media hora, con un aspecto peor que nunca.

Se sentó sobre una caja y se llevó las manos a la cabeza.

—Borchardt ha muerto —dijo—. Murió mientras estábamos aquí con Evelyn.

—Déjeme salir de la jaula —pedí.

— Borchardt tenía una teoría sobre los beys —dijo Lacau—. Sobre su curiosidad. Lo consideraba una maldición.

—Maldición —dijo la bey de Evelyn, acurrucada contra la pared.

—Déjeme salir de la jaula —repetí.

—Creía que cuando llegaban los suhundulims, los beys se sentían curiosos hacia ellos y hacia las «serpientes bajo su piel», tan curiosos que ellos los dejaban quedarse. Y los suhundulims los esclavizaron. Borchardt sostenía que los beys fueron un gran pueblo, con una civilización altamente desarrollada, hasta que llegaron los suhundulims y les arrebataron Colchis.

—Déjeme salir de la jaula, Lacau.

Se inclinó y rebuscó en la caja a su lado.

—Esto jamás hubiera podido ser hecho por un suhundulim —dijo, y extrajo algo, derramando burbujas de plástico por todas partes—. Es de hilo de plata, incrustado con cuentas de cerámica tan pequeñas que no pueden verse excepto con un microscopio. Ningún suhundulim podría hacer eso.

—No —admití. No parecía como cuentas engastadas en hilo de plata. Parecía como una nube, una majestuosa nube de tormenta del desierto. Cuando Lacau lo giró hacia la luz que penetraba por el techo de plástico, dio una sombra rosa y lavanda. Era hermoso. —Un suhundulim puede hacer esto, sin embargo —dijo Lacau, y le dio la vuelta para que yo pudiera ver el otro lado. Estaba aplastado por completo, convertido en una deprimente masa gris—. Uno de los porteadores del sandalman lo dejó caer al sacarlo de la tumba.

Volvió a depositarlo cuidadosamente en su nido de burbujas de plástico y cerró la tapa de la caja. Se alzó y caminó hasta situarse frente a la jaula—. La Comisión cerrará el planeta —dijo—. Aunque podamos librarnos de las manos del sandalman, la Comisión lo cerrará un año, dos años, para tomar una decisión. Quizá más tiempo.

—Déjeme salir —dije.

Se volvió y abrió las dobles puertas del refrigerador, y retrocedió unos pasos para que yo pudiera ver lo que había dentro.

—La electricidad falla constantemente —dijo—. A veces durante días seguidos.

Desde el momento mismo en que había interceptado el mensaje de Lacau, había sabido que aquella era la historia del siglo. Lo había sentido en mis huesos. Y ahí estaba.

Era la estatua de una muchacha. Una niña, quizá doce años. No mayor que eso. Estaba sentada en un bloque de sólida plata batida. Llevaba un vestido blanco y azul con arrastrantes flecos, y estaba inclinada contra la pared lateral del refrigerador, con la mano y el antebrazo planos contra ella y la cabeza reclinada sobre su mano, como si estuviera abrumada por un gran pesar. No podía ver su rostro.

Su pelo negro estaba sujeto con el mismo tipo de hilo de plata que formaba la nube, y en torno a su cuello llevaba un collar de cerámica azul engarzado en plata. Tenía una rodilla ligeramente adelantada, y podía ver su pie calzado en plata. Estaba hecha de cera, tan suave y blanca como la piel, y supe que si de algún modo volvía su pesaroso rostro hacia mí y me miraba, sería el rostro que había estado anhelando ver durante toda mi vida. Me aferré a la tela metálica de la jaula y contuve la respiración.

—La civilización de los beys estaba muy adelantada —dijo Lacau—. Artes, ciencias, embalsamamiento. —Sonrió ante mi ceño fruncido por la incomprensión—. No es una estatua. Es una princesa bey.

»E1 proceso de embalsamamiento convertía los tejidos en cera. —Se inclinó sobre ella—. La tumba estaba en una cueva refrigerada de forma natural, pero tuvimos que bajarla de la Espina. Howard me envió para intentar hallar equipo de control de la temperatura y refrigerantes. Esto es todo lo que pude encontrar. Estaba fuera, en la planta embotelladora. —Alzó el fleco azul y blanco de su larga falda—. No intentamos moverla hasta el último día. Los porteadores del sandalman le dieron un golpe contra la puerta de la tumba al sacarla —indicó.

La cera de su pierna estaba aplastada y como desgarrada. Casi la mitad del negro fémur había quedado expuesto.

No era extraño que la primera palabra que me dijera Evelyn fuese «Aprisa». No era extraño que Lacau se hubiera echado a reír cuando le dije que la Comisión mantendría a buen recaudo el tesoro. La investigación tomaría un año o más, y ella seguiría sentada allí con la electricidad yendo y viniendo.

—Tenemos que sacarla del planeta —dije, y mis manos se aferraron a la tela de alambre con tanta fuerza que el cable casi cortó la carne hasta el hueso.

—Sí —dijo Lacau, en un tono que me dio a entender que yo hubiera debido darme cuenta antes.

—El sandalman no permitirá que salga de Colchis —dije—. Teme que la Comisión intentará quitarle el planeta. —Y yo había transmitido una historia acerca de la Comisión, para asustarle aún más—. No lo permitirán. No van a dejar Colchis a un puñado de niños de diez años que se meten cualquier cosa en la boca, no importa quién estuviera aquí primero.

—Lo sé —dijo Lacau.

—Él envenenó al equipo —proseguí, y me volví para mirar a la princesa, a su hermoso rostro que no podía ver, vuelto hacia la pared en algún antiguo pesar. Él había matado al equipo, y cuando volviera del norte con su ejército nos mataría a nosotros. Y destruiría a la princesa—. ¿Dónde está su equipo de transmisión? —pregunté.

—Lo tiene el sandalman.

—Entonces sabe cuándo llegará la nave. Tenemos que sacarla de aquí.

—Sí —dijo Lacau. Soltó el fleco azul y blanco, que cayó sobre los pies de la princesa. Cerró la puerta del refrigerador.

—Déjeme salir de la jaula —dije—. Le ayudaré. Sea lo que sea lo que se proponga hacer, le ayudaré.

Me miró durante un largo minuto, como si estuviera intentando decidir si podía confiar en mí.

—Le dejaré salir —dijo finalmente—. Pero todavía no.


Volvía a ser oscuro antes de que viniera a buscarme de nuevo. Había pasado dos veces por la zona central. La primera tomó una pala del montón de equipo apilado contra las cajas de carga. La segunda abrió de nuevo el refrigerador para tomar un kit de inyecciones para Evelyn, y yo me puse en pie en la jaula y miré a la princesa, con la esperanza de que volviera la cabeza hacia mí. Luego, sentado allí, aguardando a que Lacau terminara de hacer lo que fuera que no confiaba en mí para que le ayudase, me sorprendió ver que el cable de la tela metálica de la jaula no había cortado y aplastado mis manos como si fueran sebo.

Hacía ya una hora que se había hecho oscuro cuando Lacau vino a sacarme. Llevaba con él un rollo de amarillos cables de extensión y la pala. Se inclinó sobre la pila de cajas de cartón dobladas, dejó los cables en el suelo a su lado y abrió la jaula.

—Tenemos que mover el refrigerador —dijo—. Lo pondremos contra la pared del fondo de la tienda para poderlo cargar en la nave tan pronto como aterrice.

Me incliné sobre el rollo de cables y empecé a desliarlos. No le pregunté dónde los había conseguido. Uno de ellos parecía el cable del respirador de Evelyn. Los unimos entre sí, y luego Lacau desenchufó el refrigerador. Mi presa sobre los cables se hizo más fuerte mientras lo hacía, pese a que sabía que iba a volver a conectarlo inmediatamente al cable de extensión y a la corriente y que en su conjunto el proceso no iba a tomar más de treinta segundos. Lo conectó cuidadosamente, como si temiese que las luces fueran a apagarse mientras lo hacía, pero ni siquiera parpadearon.

Su intensidad descendió un poco cuando tomamos el refrigerador entre los dos, pero pesaba menos de lo que yo había esperado. Tan pronto como lo hubimos pasado más allá de la primera hilera de cajas de embalaje, vi lo que había estado haciendo Lacau, al menos durante parte del día. Había trasladado tantas cajas como le había sido posible al lado este de la tienda y las había apilado contra la pared, dejando un paso lo bastante amplio como para pasar por él con el refrigerador, y un espacio para depositarlo contra la pared de la tienda. También había instalado una luz arriba. El cable de extensión no era lo bastante largo, y finalmente tuvimos que dejar el refrigerador a unos pocos metros de la pared de la tienda. Era bastante cerca, de todos modos. Si la nave llegaba a tiempo.

—¿Todavía no está aquí el sandalman? —pregunté. Lacau caminaba rápidamente de vuelta a la zona central, y yo dudé de si debía seguirle. No estaba dispuesto a permitir que me encerrara de nuevo en aquella jaula para que los soldados del sandalman me encontraran. Me quedé donde estaba.

—¿Tiene una grabadora? —preguntó Lacau. Se detuvo y me miró—. ¿Tiene una grabadora?

—No —dije.

—Quiero que grabe el testimonio de Evelyn —indicó—. Lo necesitaremos si es llamada la Comisión.

—No tengo ninguna grabadora —dije.

—No voy a encerrarle de nuevo —me aseguró. Buscó en su bolsillo y me arrojó algo. Era el candado de la jaula—. Si no confía usted en mí, puede dárselo a la bey de Evelyn.

—Hay un mando de grabación en el traductor —dije.

Y fuimos otra vez junto a la hamaca, y entrevistamos a Evelyn, y ésta me dijo que había una maldición, y yo no la creí. Y el sandalman vino.


Lacau parecía despreocuparse de que el sandalman estuviera acampado en la cornisa encima de nosotros.

—He desenroscado todas las bombillas —dijo—, y no pueden ver el interior de esta habitación. Puse una lona en el techo esta tarde. —Se sentó cerca de Evelyn—, Tienen linternas, pero no van a intentar bajar de la cornisa de noche.

—¿Qué ocurrirá cuando salga el sol? —pregunté.

—Creo que la nave está al llegar —dijo—. Conecte la grabadora. Evelyn, tenemos aquí una grabadora. Necesitamos que nos digas lo que ocurrió. ¿Puedes hablar?

—El último día —dijo Evelyn.

—Sí, éste es el último día —admitió Lacau—. La nave estará aquí por la mañana para llevarnos a casa. Te conseguiremos un médico.

—El último día —dijo ella de nuevo—. En la tumba. Cargando a la princesa. Frío.

—¿Cuál fue la última palabra? —preguntó Lacau.

—Sonaba como «frío» —dije.

—Hacía frío en la tumba, ¿verdad, Evie? ¿Es eso lo que quieres decir?

Ella intentó agitar la cabeza.

—Coca —dijo—. Sandalman. Aquí. Debe tener sed. Coca.

—¿El sandalman te dio una Coca? ¿El veneno estaba en la Coca? ¿Es así como envenenó al equipo?

—Sí —dijo ella, y lo pronunció como un suspiro, como si fuera lo que había estado intentando decirnos durante todo el tiempo.

—¿Qué clase de veneno era, Evelyn?

—Sangre.

Lacau se sobresaltó y me miró.

—¿Ha dicho «sangre»?

Agité la cabeza.

—Pregúntele de nuevo —apunté.

—Sangre —dijo Evelyn, ahora muy claro—. Conservadla.

—¿De qué está hablando? —murmuré—. La mordedura de una kheper no puede matarla. Ni siquiera puede ponerla enferma.

—No —dijo Lacau—, pero la cantidad suficiente de veneno de kheper sí puede. Hubiéramos debido ver las similitudes, el reemplazo de la estructura celular, el aspecto cerúleo. Los antiguos beys utilizaban una destilación concentrada de sangre infectada por khepers para embalsamar. «Cuidado con la maldición de los reyes y las khepers.» ¿Cómo supone que llegó a descubrirlo el sandalman?

Quizá no había tenido que hacerlo, pensé. Quizá había dispuesto del veneno durante todo el tiempo. Quizá sus antepasados, al aterrizar en Colchis, se sintieron tan curiosos como los beys cuyo planeta iban a robar.

—Mostradnos como funciona vuestro proceso de embalsamamiento —pudieron haberles dicho, y luego, cuando vieron los obvios beneficios, dijeron a los más listos de los beys, del mismo modo que el sandalman le había dicho a Howard y a Evelyn y al resto del equipo—: Tomad una Coca. Debéis tener sed.

Pensé en la hermosa princesa, reclinada contra su mano. Y en Evelyn. Y en la bey de Evelyn, sentada frente a la llama de fotosene, ignorante de todo.

—¿Es contagioso? —dije al fin—. ¿Es posible que la sangre de Evelyn sea venenosa también?

Lacau me miró parpadeando, como si no pudiera captar lo que yo le decía.

—Sólo si la bebes, creo —dijo al cabo de un minuto. Miró a Evelyn—. Me pedía que envenenara a la bey —murmuró—. Pero no pude comprenderla. Fue antes de que llegara usted con el traductor.

—Lo hubiera hecho, ¿verdad? —quise saber—. Si hubiera sabido cuál era el veneno, que su sangre era venenosa, ¿hubiera matado a la bey para salvar el tesoro?

No me estaba escuchando. Miraba al techo de la tienda, donde la lona no cubría por completo.

—¿Empieza a haber luz? —preguntó.

—No durante otra hora —respondí.

—No —dijo—. Hubiera hecho casi cualquier cosa por ella. —Su voz estaba tan llena de anhelo que me azaró escucharla—. Pero no eso.

Le administró a Evelyn una segunda inyección y apagó la lámpara. Al cabo de unos minutos dijo:

—Quedan tres kits de inyecciones. Por la mañana le administraré las tres a la vez. —Me pregunté si estaba mirándome del mismo modo que lo había hecho mientras yo estaba en la jaula, si se preguntaba si podía confiar en mí para ayudarle a hacer lo que había que hacer.

—¿Eso la matará? —pregunté.

—Espero que sí —respondió—. No hay ninguna forma en que podamos trasladarla.

—Lo sé —dije, y nos sentamos en la oscuridad durante largo rato.

—Dos días —dijo al final, y su voz estaba llena del mismo anhelo—. El período de incubación era sólo de dos días.

Y seguimos sentados allí sin decir nada, aguardando la salida del sol.


Cuando lo hizo; Lacau me llevó a lo que había sido la habitación de Howard, donde había cortado una ventana con faldón en el plástico de la pared que miraba a la cornisa, y entonces vi lo que había hecho el resto del día, cuando no había estado apilando las cajas para el transporte. Los soldados del sandalman se hallaban alineados en la parte superior de la cornisa. Estaban demasiado lejos para poder ver las serpientes agitándose en sus rostros, pero supe que estaban mirando al domo; y en la arena frente a nosotros, a uno a otro lado, se hallaban los cuerpos.

—¿Cuánto tiempo llevan ahí? —pregunté.

—Los saqué ayer por la tarde. Después de que muriera Borchardt.

—¿Desenterró a Howard? —dije. Howard era el que estaba tendido más cerca de nosotros. Su aspecto no era tan malo como había imaginado. Casi no tenía protuberancias, y aunque su piel mostraba un aspecto cerúleo y blando como la piel de los pómulos de Evelyn, parecía casi igual a como siempre lo había conocido. El sol había hecho aquello. Estaba derritiéndose al sol.

—Sí —dijo—. El sandalman sabe que es un veneno, pero el resto de los suhundulims no. Nunca cruzarán esa línea de cadáveres. Temen contagiarse con el virus.

—Él se lo dirá —apunté.

—¿Le creerán? —respondió—. ¿Cruzaría usted esa línea porque alguien le dijera que no se trata de un virus?

—Es una suerte que me dejara en la jaula —murmuré—. No le hubiera ayudado nunca en eso.

Una luz destelló en la cornisa.

—¿Nos están disparando? —dije.

—No —respondió Lacau—. La bey de cabecera del sandalman lleva en su mano algo brillante que refleja la luz del sol.

Era la bey del recinto. Tenía mi tarjeta de prensa y estaba moviéndola hacia un lado y hacia otro para que reflejara la luz solar.

—No estaba ahí antes —dijo Lacau—. El sandalman debe haberla mandado llamar para mostrar a sus soldados que ella no se ha contagiado con el virus, y que por lo tanto ellos tampoco.

—¿Qué? —dije—. ¿Por qué debería haberse contagiado? Creí que era la bey de Evelyn la que estaba con el equipo.

Me miró con el ceño fruncido.

—La bey de Evelyn nunca se acercó a la Espina. Es sólo la sirvienta que el sandalman le regaló a Evelyn. ¿De dónde sacó usted la idea de que era la representante del sandalman? —Su mirada era incrédula—. ¿Cree que el sandalman nos hubiera dejado permanecer cerca de su bey después de haber negociado los días extras? No hubiera confiado en que nosotros no la envenenáramos como él envenenó al equipo. La encerró bajo llave en su recinto antes de partir hacia el norte —dijo amargamente.

—Y Evelyn sabía eso —murmuré—. Ella sabía que el sandalman había ido al norte. Sabía que había dejado atrás a su bey. ¿Verdad que lo sabía?

Lacau no respondió. Estaba contemplando a la bey. El sandalman le ofreció algo, y ella lo tomó. Parecía un cubo. La bey tuvo que sujetar la tarjeta de prensa con la boca para poder coger el cubo con las dos manos. El le dijo algo, y ella echó a andar ladera abajo, derramando líquido del cubo en su avance. El sandalman había dejado a su bey detrás en el recinto, encerrada, pero los guardias habían huido como los guardias del domo, y una bey curiosa puede abrir cualquier cerradura.

—No parece estar enferma, ¿verdad? —dijo amargamente Lacau—. Y nuestra semana ha terminado. El equipo enfermó en sólo dos días.

—Dos —dije—, ¿Sabía Evelyn que el sandalman había dejado atrás a su bey?

—Sí —dijo Lacau, observando la cornisa—. Yo se lo dije.

La pequeña bey había descendido de la cornisa y estaba ahora en la llanura. El sandalman le gritó algo, y ella echó a correr. El cubo golpeaba contra sus piernas, y se derramó más líquido. Tan pronto como alcanzó la línea de cuerpos, se detuvo y miró hacia atrás, a la cornisa. El sandalman gritó algo de nuevo. Estaba muy lejos, pero la cornisa amplificaba su voz. Pude oírle con toda claridad.

—Derrama —dijo—. Derrama el fuego. —Y la pequeña bey inclinó el cubo y empezó a recorrer la hilera de cadáveres.

—Fotosene —dijo Lacau con voz átona—. La luz del sol lo prenderá.

Una buena parte de él se había derramado del cubo en el descenso, pero nada encima de la bey, por lo que me sentí agradecido. Sólo quedaron unas pocas gotas para arrojarlas encima de Howard. La bey dejó caer el cubo y retrocedió, casi danzando. Al otro extremo de la hilera, la camisa de Callender se incendió. Cerré los ojos.

—Dos malditos días —dijo Lacau. El bigote de Callender era una llama. Borchardt pareció derretirse y luego ardió amarillento, como una vela. Lacau no me vio marcharme de allí.

Seguí los cables eléctricos hasta la habitación de Evelyn, casi corriendo. La bey no estaba allí. Conecté el traductor y eché bruscamente a un lado la cubierta y la miré directamente.

—¿Qué había en el mensaje, Evelyn? —dije.

El sonido de su respiración era tan pesado que nada iba a poder ser interpretado por el traductor. Sus ojos estaban cerrados.

—Ya sabía que el sandalman había ido al norte cuando me envió al recinto, ¿verdad? —El traductor estaba captando mi propia voz y devolviéndomela como un eco—. Sabía que yo estaba mintiendo cuando le dije que había entregado el mensaje al sandalman. Pero no le importaba. Porque el mensaje no era para él. Era para su bey.

Dijo algo. El traductor no pudo hacer nada con ello, pero no importaba. Sabía de qué se trataba.

—Sí —dijo, y sentí un deseo repentino de golpearla, de observar como las protuberancias de sus mejillas se hundían bajo la fuerza de mis manos y se aplastaban contra sus huesos.

—Sabía que ella se llevaría el mensaje a la boca, ¿verdad? Que lo masticaría.

—Sí —dijo, y abrió los ojos. Fuera sonaba un sordo rugir.

—La ha asesinado —dije.

—Tenía que hacerlo. Para salvar el tesoro. Lo siento. La maldición.

—No hay ninguna maldición —dije, crispando las manos contra mis costados para no golpearla—. Eso fue simplemente una historia para retenerme hasta que el veneno empezara a hacer efecto, ¿verdad?

Empezó a toser. La bey apareció bruscamente delante de mí con la botella de Coca. Puso la paja en la boca de Evelyn, alzó la cabeza de la mujer con su mano, y la inclinó suavemente hacia delante para que pudiera beber.

—Hubiera matado incluso a su propia bey si hubiera sido necesario, ¿verdad? —dije—. Por el tesoro. ¡Por el maldito tesoro!

—La maldición —dijo Evelyn.

—La nave está aquí —dijo Lacau—, Pero no lo conseguiremos. Howard es el único que queda. Está enviando de nuevo a la bey abajo con más fotosene.

—Lo conseguiremos —dije, y apagué el traductor. Tomé mi cuchillo y rasgué la pared de la tienda detrás de la hamaca de Evelyn. La bey de Evelyn saltó en pie y avanzó hacia donde yo estaba. La bey del sandalman estaba a medio camino cruzando la llanura, con el cubo. Esta vez avanzaba más lentamente, y no se derramaba ni una gota del fotosene. Arriba, en la cornisa, los soldados del sandalman se inclinaban hacia delante.

—Podemos cargar el tesoro —dije—. Evelyn se ha ocupado de que podamos hacerlo.

La bey se dirigió hacia los cadáveres. Empezó a inclinar el cubo sobre Howard, luego pareció cambiar de opinión y depositó el cubo en el suelo. El sandalman le gritó algo. Volvió a tomar el cubo, fue a derramar su contenido, y cayó de bruces.

—¿Lo ve? —dije—. Era un virus, después de todo.

Arriba hubo un sonido como el tembloroso relajarse de un aliento largo tiempo contenido, y los soldados del sandalman empezaron a retroceder del borde de la cornisa.


Un equipo de carga estaba ya allí antes de que hubiéramos tenido tiempo de abrir por completo la parte de atrás de la tienda. Lacau les señaló las cajas más cercanas, y ellos ni siquiera hicieron preguntas. Se limitaron a cargarlas en la nave. Lacau y yo tomamos el refrigerador, suavemente, suavemente, a fin de no golpear las espinillas de la princesa, y lo llevamos por la arena hasta la compuerta de carga de la nave.

El capitán le echó una mirada y aulló al resto de su tripulación que acudieran a ayudar con la carga.

—Aprisa —dijo detrás de nosotros—. Parece que están montando alguna especie de arma ahí arriba.

Nos apresuramos. Fuimos sacando las cosas por la puerta que habíamos practicado en la parte de atrás, y la tripulación llevó las cajas a través de la arena más rápido que la bey de Evelyn dándole un sorbo de agua en una botella de Coca, y pese a todo no fuimos lo bastante rápidos. Hubo un suave zumbar y un estallido en el techo sobre nuestras cabezas, y el líquido empezó a gotear sobre nosotros a través de la malla de plástico.

—Ha traído un cañón de fotosene —dijo Lacau—. ¿Hemos sacado ya el jarrón azul?

—¿Dónde está la bey de Evelyn? —pregunté, y me dirigí a la habitación de Evelyn. La envoltura de malla encima de la hamaca ya se estaba fundiendo, el fuego la cortaba como un cuchillo. La pequeña bey estaba aplastada contra la pared interior, allá donde la había visto la primera noche, mirando el fuego. La cogí bajo el brazo y eché a correr hacia la zona central.

No podía pasar. Las cajas de embalaje que llenaban la tienda eran un muro de rugientes llamas. Retrocedí a la habitación de Evelyn. Inmediatamente me di cuenta de que tampoco podría salir por aquel lado, y casi al mismo tiempo recordé la raja que había practicado la primera noche en la pared de atrás para entrar.

Aplasté una mano contra la boca de la bey para que no respirara los vapores del plástico que se fundía a nuestro alrededor, contuve el aliento y eché a correr.

Evelyn aún estaba viva.

No podía oír su afanosa respiración por encima del rugir del fuego, pero sí pude ver su pecho alzarse y bajar afanosamente antes de empezar a fundirse. Estaba tendida con el rostro apretado contra el lado de la hamaca que empezaba a desintegrarse, y volvió sus ojos hacia mí cuando me detuve un momento para mirarla, como si me hubiera oído. Las protuberancias de su rostro se habían ensanchado y aplastado, y luego ablandado con el calor, y por un minuto la vi con el aspecto que debió tener cuando Bradstreet la vio y dijo que era hermosa, con el aspecto que debió tener cuando el sandalman le regaló su propia bey. El rostro que volvió hacia mí era el rostro que durante toda mi vida había esperado ver. Y sólo lo vi demasiado tarde.

Se fundió como una vela, y yo me quedé inmóvil allí y la contemplé, y cuando finalmente murió el techo se había derrumbado sobre Lacau y dos miembros de la tripulación de la nave. Y el jarrón azul se había roto en la última y loca carrera hacia la nave con el resto del tesoro.

Pero salvamos a la princesa. Y yo conseguí mi historia.

Fue la historia del siglo. Al menos eso fue lo que dijo el jefe de Bradstreet cuando lo despidió. Mi jefe me está pidiendo cuarenta columnas diarias. Se las doy.

Hay grandes historias. En ellas Evelyn es la hermosa víctima y Lacau un héroe. Yo también soy un héroe. Después de todo, ayudé a salvar el tesoro. Las historias que transmito no dicen cómo Lacau desenterró a Howard y construyó un fuerte con su cadáver, o cómo conseguí que el equipo de Lisii fuera masacrado. En las historias que transmito sólo hay un villano.

Envié cuarenta columnas diarias por el transmisor, e intenté recomponer el jarrón azul, y en el tiempo que me quedó libre escribí esta historia, que no pienso enviar a ninguna parte. La bey trastea con las luces.

Nuestra cabina posee un sistema de iluminación sensible a las corrientes de aire, de modo que se intensifica o mengua a medida que uno se mueve. La bey no consigue hacerlas oscilar lo suficiente. Ni siquiera se ocupa del jarrón azul o intenta llevarse algún pedazo a la boca.

Incidentalmente, he imaginado ya lo que es realmente el jarrón. Las líneas acanaladas en el cuello de plata con forma de lirio son arañazos. Estoy intentando recomponer una botella de Coca de diez mil años de antigüedad, con su paja incluida. Aquí. Debes estar sedienta. Puede que los beys tuvieran una maravillosa civilización, pero muchos años antes de que los abuelos del sandalman se presentaran en el planeta, ya estaban muy atareados envenenando princesas. La mataron, y ella debió saberlo, y es por eso por lo que reclina tan impotente la cabeza contra su mano. ¿Por qué la mataron? ¿Por un tesoro? ¿Por un planeta? ¿Por una historia? ¿Y nadie intentó salvarla?

Lo primero que me dijo Evelyn fue: «Ayuda.» ¿Qué hubiera ocurrido si se la hubiera prestado? ¿Si hubiera dicho al diablo con la historia y hubiera llamado a Bradstreet, lo hubiera enviado en busca del doctor del equipo en Lisii y hubiera evacuado el resto del equipo? ¿Si, todavía de camino, le hubiera enviado un mensaje al sandalman que dijera: «Puede quedarse con la princesa si nos deja salir del planeta», y luego hubiera conectado a Evelyn a ese respirador traqueal que no le permitiría hablar pero que la hubiera mantenido con vida hasta que pudiéramos meterla dentro de la nave?

Me gusta pensar en qué hubiera hecho si la hubiera conocido con anterioridad, si no hubiera sido, como ella misma dijo, «demasiado tarde». Pero no lo sé. El sandalman, que estaba tan enamorado de ella que le regaló su propia bey, fue a la tumba y le ofreció su veneno en una botella de Coca. Y Lacau la conocía, pero por lo que volvió a la tienda, por lo que murió, no fue por ella, sino por una vasija azul.

—Hay una maldición —digo.

La bey de Evelyn va lentamente de un lado para otro por la habitación, y las luces brillan más y luego disminuyen de intensidad a su paso.

—Todos —dice, y se sienta en la litera. La luz de lectura al extremo de la cama se enciende.

—¿Qué? —digo, y desearía tener a mano el traductor.

—La maldición, todos —dice—. Tú. Yo. Todos. —Cruza sus manos de aspecto sucio sobre su pecho y se tiende en la cama. Las luces se apagan. Es exactamente igual que en los viejos tiempos.

Al cabo de un minuto se cansa de estar a oscuras y se levanta, y yo vuelvo a etiquetar las piezas del rompecabezas del jarrón azul para que un equipo de arqueólogos que todavía no ha resultado muerto a causa de la maldición puedan recomponerlo. Pero debo permanecer sentado en la oscuridad.

—La maldición para todos. —Incluso para el equipo en Lisii. A causa del relé en mi tienda, el sandalman pensó que estaban intentando ayudarme a sacar el tesoro de Colchis. Los enterró vivos en la cueva que estaban excavando. No pudo matar a Bradstreet porque estaba a medio camino de la Espina con la Golondrina averiada, y cuando consiguió arreglarla la Comisión ya había llegado, y fue despedido, y mi jefe lo contrató para que escribiera historias sobre los procesos. Tienen al sandalman retenido en un geodomo como el que él quemó. El resto de los suhundulims acuden como testigos a las audiencias de la Comisión, pero las beys, según Bradstreet, no les prestan la menor atención. Están interesadas sobre todo en las pelucas judiciales de la Comisión. Hasta ahora ya han robado cuatro.

La bey de Evelyn se levanta y luego se deja caer de nuevo en la litera, intentando hacer que las luces parpadeen. No muestra la menor curiosidad hacia la historia que estoy escribiendo, este relato de asesinatos y veneno y otras maldiciones de las que caen víctimas los hombres. Quizá su pueblo ya tuvo suficiente de todo ello en los buenos viejos días. Quizá Borchardt estaba equivocado y los suhundulims no les arrebataron el planeta. Quizá, al minuto mismo de haber aterrizado, los beys les dijeron:

—Aquí está. Tomadlo. Aprisa.

Se ha quedado dormida. Puedo oír su respiración, tranquila y regular. Ella al menos no está bajo la maldición.

La salvé, y salvé también a la princesa, aunque fue un millar de años demasiado tarde. Así que quizá no esté aún enteramente en sus garras. Dentro de unos minutos encenderé la luz y terminaré la historia, y cuando lo haya hecho la guardaré en un lugar seguro. Como una tumba. O un refrigerador.

¿Por qué? ¿Porque, habiendo conseguido esta historia a un precio tan alto, estoy decidido a contarla? ¿O porque la maldición de los reyes flota a todo nuestro alrededor como la tela metálica de una jaula, cuelga sobre nuestras cabezas como una maraña de hilos eléctricos?

—La maldición de los reyes y las khepers —dijo, y mi bey salta de la litera y remueve toda la cabina para darme de beber agua en una botella de Coca que debía llevar ya cuando la traje a bordo, como si yo fuera su nuevo paciente y yaciera bajo una envoltura de malla de plástico, agonizando.

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