Margaret Weis & Tracy Hickman La Guerra de los Dioses

PRIMERA PARTE

1 Advertencia. Se reúnen tres. Tanis tiene que elegir

Tanis se encontraba en las almenas más altas de la Torre del Sumo Sacerdote, observando desde ellas la calzada desierta que conducía a la ciudad de Palanthas. Recorría aquella calzada mentalmente, llegaba a la ciudad, imaginaba el desorden y la inquietud reinante.

El rumor de la proximidad del enemigo en marcha había llegado a la urbe al despuntar el día. Ahora era mediodía. La gente habría cerrado tiendas y puestos, habría salido a la calle para escuchar ávidamente cualquier rumor que corriera entre la población, cuanto más descabellado, más verosímil.

Por supuesto, el Señor de Palanthas tendría preparado su discurso para aquella noche. Saldría al balcón, leería sus notas, recordaría al populacho que la Torre del Sumo Sacerdote se encontraba entre ellos y el enemigo. Luego, tras estas palabras tranquilizadoras, volvería dentro para cenar.

Tanis resopló.

—¡Ojalá viniera alguien a tranquilizarme a mí!

Y acudió alguien, pero no llevó ni alivio ni consuelo. Tampoco llegó por la calzada, sino que lo hizo por un camino mucho menos convencional.

Tanis acababa de recorrer la almena hacia el este y estaba a punto de volver sobre sus pasos, cuando casi se chocó con un hechicero vestido de negro que se interponía en su camino.

—¿Qué demonios...? —Tanis se agarró al repecho de la muralla para recobrar el equilibrio—. ¡Dalamar! ¿De dónde...?

—Vengo de Palanthas por los caminos de la magia y no tengo tiempo para escuchar tus balbuceos. ¿Estás al mando aquí?

—¿Yo? ¡Cielos, no! Sólo estoy...

—Entonces llévame ante quien lo esté —dijo el hechicero con impaciencia—. Y di a estos necios que enfunden sus espadas antes de que las convierta en charcos de metal fundido.

Varios caballeros que montaban guardia en las almenas habían desenvainado sus espadas y rodeaban al elfo oscuro.

—Guardad las armas —ordenó Tanis—. Éste es lord Dalamar, de la Torre de la Alta Hechicería. Es muy capaz de cumplir su amenaza, y vamos a necesitar todas las espadas que podamos conseguir. Que uno de vosotros vaya a buscar a sir Thomas y le diga que solicitamos una entrevista con él de inmediato.

—Tienes razón en lo de necesitar espadas, semielfo —comentó Dalamar mientras caminaban a lo largo de las almenas, dirigiéndose hacia el interior de la fortaleza—. Aunque mi opinión es que lo que necesitáis de verdad es un milagro.

—Paladine nos proporcionó algunos en el pasado —contestó Tanis.

El hechicero echó un vistazo en derredor a la torre.

—Sí —dijo—, pero no veo a ningún viejo mago distraído farfullando acerca de su conjuro de bolas de fuego y preguntando dónde ha puesto su sombrero. —El hechicero hizo un alto y se volvió hacia Tanis.

»Llegan tiempos oscuros. No tendrías que estar aquí, amigo mío. Deberías marcharte, regresar a tu casa, con tu esposa. Puedo ayudarte a hacerlo, si quieres. Dímelo y te enviaré allí al instante.

—¿Tan malas son las noticias que traes? —Tanis miraba fijamente al elfo oscuro.

—Lo son, semielfo —respondió quedamente Dalamar.

—Esperaré a escucharlas y luego decidiré —dijo Tanis al tiempo que se rascaba la barba.

—Como quieras. —Dalamar se encogió de hombros y echó a andar otra vez, con prisa, sus ropajes negros ondeando en torno a sus tobillos. Los pocos caballeros con los que se cruzaron dirigían al hechicero miradas funestas y se apartaban con premura.

Tanis entró en la antesala del consejo. Una escolta de caballeros armados les salió al paso.

—Busco a sir Thomas —dijo Tanis.

—Y él os busca a vos, milord —contestó el comandante de la escolta—. Me ha enviado para deciros que se ha convocado el Consejo de Caballeros para hacer frente a esta crisis. Sir Thomas sabe que lord Dalamar trae noticias.

—Y de carácter muy urgente —señaló el elfo oscuro.

El caballero hizo una reverencia fría, estirada.

—Milord Dalamar, sir Thomas os da las gracias por venir. Si hacéis el favor de comunicarme esas noticias a mí, o a milord Tanis el Semielfo si lo preferís, no os retendremos más.

—No me estáis reteniendo —replicó Dalamar—. No podríais aunque quisierais hacerlo. Vine por propia voluntad y me marcharé de igual modo, después de que haya hablado con Thomas de Thelgaard.

—Milord... —El caballero vaciló, debatiéndose entre la cortesía y la discreción—. Nos ponéis en una situación muy comprometida. ¿Puedo hablar francamente?

—Hazlo, si con ello ahorramos tiempo —repuso Dalamar con creciente impaciencia.

—Debéis saber, milord, que sois el enemigo, y como tal...

Dalamar sacudió la cabeza.

—No tienes que mirar muy lejos para divisar a vuestros enemigos, señor caballero, pero yo no me encuentro entre ellos.

—Tal vez. —El caballero no parecía muy convencido—. Pero tengo unas órdenes que cumplir. Esto puede ser una trampa tendida por vuestra soberana a fin de embrujar a nuestros comandantes.

El semblante de Dalamar se demudó por la cólera.

—Si quisiera «embrujar» a vuestros comandantes, señor caballero, podría hacerlo desde la comodidad y seguridad de mi torre. En este mismo momento, podría...

—Pero no lo hará —se apresuró a intervenir Tanis—. Lord Dalamar viene de buena fe, lo juro. Respondo por él con mi vida si es preciso.

—Y yo también —dijo una voz serena, clara, desde otra sala.

Lady Crysania, conducida por el tigre blanco y escoltada por un grupo de caballeros, entró en la antesala del consejo. El tigre observó intensamente a todos los presentes, no con la mirada rápida y desconfiada de un animal, sino con la intensa, pensativa e inteligente mirada de un hombre. Y quizá fuera imaginación de Tanis, pero el semielfo habría jurado que Dalamar y el tigre intercambiaron una señal subrepticia de reconocimiento.

El comandante y sus hombres se inclinaron sobre una rodilla, con la cabeza agachada.

La Hija Venerable de Paladine les mandó que se levantaran y después volvió sus ciegos ojos hacia Dalamar. El elfo oscuro había inclinado la cabeza en un gesto respetuoso, pero no hizo reverencia. A su orden, dada en tono quedo, el tigre la condujo hasta Dalamar, si bien la bestia interpuso su enorme corpachón entre ambos. Crysania extendió la mano. Dalamar la rozó con las puntas de sus dedos.

—Te agradezco tu apoyo, Hija Venerable —dijo, aunque con cierto tono de sarcasmo.

Crysania se volvió hacia los caballeros.

—¿Seréis ahora tan amables de escoltarnos a los tres a presencia de sir Thomas de Thelgaard?

Aunque resultaba evidente que los caballeros eran reacios a conducir a Dalamar a ningún sitio salvo a las mazmorras, no tuvieron más remedio que acceder a la petición. Los Caballeros de Solamnia servían al dios Paladine, y la Hija Venerable Crysania era la más alta representante de la iglesia dedicada a la veneración de su dios.

—Por aquí, milores, Hija Venerable —dijo el comandante, que ordenó a sus hombres que marcharan en fila tras ellos.

—¿Cómo sabías que me encontrarías aquí, Hija Venerable —preguntó Dalamar en voz muy baja, y al parecer no del todo complacido—. ¿Es que la iglesia me tiene vigilado?

—Paladine vigila a todas sus criaturas, milord, igual que el pastor vigila a sus ovejas, sin excluir las negras —añadió con una sonrisa—. Pero, no, Dalamar, yo ignoraba que estuvieras aquí. Circulan extraños rumores por Palanthas. Nadie podía darme información, así que vine a buscarla en persona.

Un ligero énfasis en la palabra «nadie» y el suave suspiro que acompañó a su frase hicieron que Dalamar la observara con más detenimiento. Se acercó un paso a ella. El tigre caminaba con gran dignidad, guiando a su ama y manteniendo una estrecha vigilancia.

—¿He de entender con eso, Hija Venerable, que tu dios no te ha dicho nada de lo que está pasando en el mundo?

Crysania no respondió con palabras, pero su semblante preocupado y pálido hablaba por sí mismo.

—Mi pregunta no está dictada por un afán de venganza o de triunfo, Hija Venerable —siguió Dalamar—. Mi propio dios, Nuitari, ha estado manteniendo un extraño silencio últimamente, al igual que todos los dioses de la magia. En cuanto a mi soberana... —Dalamar se encogió de hombros y sacudió la cabeza—. El poder de Nuitari disminuye y, como resultado, mis propios poderes se resienten. Otro tanto ocurre con Lunitari y Solinari. Todos los magos han informado de lo mismo. Es casi como si los dioses estuvieran absortos en sus propios problemas...

Crysania se volvió hacia él.

—Tienes razón, milord. Cuando oí estos rumores, se los presenté al dios en mis oraciones. ¿Ves este amuleto que llevo al cuello? —La mujer señalaba un medallón de plata adornado con la imagen de un dragón moldeada con platino—. Cada vez que he rezado a Paladine en el pasado, sentía que su amor me rodeaba. Este medallón —lo tocó con gesto reverente— empieza a brillar con una suave luz. Mi alma se tranquiliza, mis problemas y temores se apaciguan. —Guardó silencio un momento y luego añadió con voz queda:

»Últimamente el medallón ha permanecido apagado. Sé que Paladine escucha mis plegarias; siento que desea consolarme, pero temo que no puede dar ningún consuelo. Pensé que quizá la amenaza planteada por lord Ariakan era la causa.

—Quizá —dijo Dalamar, pero saltaba a la vista que no estaba convencido de ello—. Puede que sepamos algo más muy pronto. Palin Majere ha cruzado el Portal.

—¿Es eso cierto? —Crysania estaba consternada.

—Me temo que sí.

—¿Cómo pudo entrar en el laboratorio? ¡Lo habías clausurado! Tenías guardianes apostados...

—Fue invitado a hacerlo, señora —respondió el hechicero secamente—. Creo que puedes suponer por quién.

Crysania se puso pálida y sus pasos se volvieron inseguros. El tigre apretó su cuerpo contra ella en un gesto reconfortante, ofreciéndole su apoyo.

Tanis se acercó a la mujer con rapidez y la agarró por el brazo. La sintió temblar y dirigió una mirada furiosa a Dalamar.

—¿Dejaste marchar a Palin? Deberías haberlo detenido.

—No tuve la menor opción, semielfo —replicó el hechicero con un centelleo en sus oscuros ojos—. Todos los que estamos aquí conocemos por experiencia el poder de Raistlin.

—Raistlin Majere está muerto —dijo firmemente Crysania, superada su momentánea debilidad. Erguida, apartó su brazo de Tanis—. Le fue concedida la paz por su sacrificio. Si Palin Majere ha sido engatusado para entrar en el Abismo... —su voz se suavizó por el pesar—, entonces ha sido por otra fuerza.

Dalamar abrió la boca para contestar, pero reparó en el gesto de advertencia de Tanis. El elfo oscuro se mantuvo callado, si bien sus labios se curvaron en una mueca burlona.

Ninguno de los tres volvió a hablar en lo que restaba del recorrido a la sala del consejo, cada uno de ellos sumido en sus propios pensamientos, ninguno de los cuales era muy agradable, a juzgar por sus sombrías expresiones. El comandante de la escolta los condujo a una estancia alargada, decorada con banderas. Cada uno de los estandartes lucía el blasón de las familias de quienes se habían alistado recientemente en la orden.

Las banderas colgaban inmóviles en el sofocante aire. Tanis recorrió con la mirada la larga fila y encontró el blasón de la familia Majere, recién diseñado para la admisión de los dos hermanos en la caballería.

El estandarte lucía un capullo de rosa —el símbolo de Majere, el dios cuyo nombre llevaba la familia— metido en una jarra de cerveza espumeante. A Tanis el blasón siempre le había parecido más el letrero de una posada que un estandarte de caballería, pero Caramon lo había diseñado y se sentía muy orgulloso de él. Tanis quería a su amigo demasiado para hacer ninguna crítica. Mientras lo contemplaba, dos jóvenes pajes, encaramados a una escalera, empezaron a cubrir la bandera con un crespón negro.

—Milores, Hija Venerable, entrad, por favor.

El comandante abrió las puertas que daban a una gran estancia e invitó a los tres a presentarse ante el Consejo de Caballeros.

El Consejo de Caballeros se convocaba únicamente en ciertas ocasiones, estipuladas por la Medida. Su finalidad podían ser las decisiones sobre estrategias para la guerra; la designación de órdenes; la selección de un lord guerrero, previa a la batalla; la presentación de cargos respecto a una conducta impropia de un caballero; rendir honores a aquellos que hubieran actuado con valentía; y resolver cuestiones planteadas concernientes a la Medida.

El consejo lo componían tres caballeros, uno de cada orden: de la Rosa, de la Espada y de la Corona. Los tres se sentaban a una gran mesa decorada con los símbolos de las órdenes, que se colocaba en el extremo opuesto de la entrada de la sala de consejos. Los caballeros cuyas obligaciones se lo permitían podían estar presentes durante la celebración del consejo. Los que deseaban presentarse ante el consejo se situaban de pie en la zona despejada que quedaba directamente delante de la mesa.

Después que todos los caballeros presentes en la sala recitaran el Código, Est Sularis oth Mithas, a veces se entonaba el himno de la caballería si el motivo de la convocatoria del consejo era gozoso.

En esta ocasión, los tres caballeros presentes pronunciaron el Código y después tomaron asiento. No se cantó el himno.

—He de decir que ésta es una reunión histórica —comentó sir Thomas, una vez que estuvieron hechas las presentaciones y se llevaron sillas para los visitantes—. Y, disculpadme por decirlo, una que no es particularmente de mi agrado. Para hablar sin rodeos, esta reunión de vosotros tres, en este momento... —sacudió la cabeza—, presagia desastre.

—Di mejor que se nos ha traído aquí para evitar el desastre, milord.

—Ruego a Paladine para que estés en lo cierto, Hija Venerable —contestó sir Thomas—. Veo que te agita la impaciencia, señor mago. ¿Qué noticias nos traes que son tan urgentes como para justificar la presencia de un Túnica Negra ante el Consejo de Caballeros, algo que jamás había ocurrido en la historia de la caballería?

—Milord —empezó Dalamar rápidamente, decidido a no perder más tiempo—, sé por fuentes fidedignas que los Caballeros de Takhisis atacarán esta fortaleza mañana al amanecer.

Lady Crysania dio un respingo.

—¿Mañana? —El tigre que estaba junto a ella gruñó suavemente. La mujer lo tranquilizó con una palabra susurrada y una suave caricia en la cabeza—. ¿Tan pronto? ¿Cómo es posible?

Tanis suspiró para sus adentros.

«Así que es por esto por lo que Dalamar me advirtió que no me quedara aquí. Si lo hago, me encontraré enredado en la batalla. Tiene razón. Debería marcharme, volver a casa.»

La mirada preocupada de sir Thomas fue de Dalamar a Tanis, de éste a Crysania, y de vuelta a Dalamar. Los otros dos miembros del consejo, un Caballero de la Espada y un Caballero de la Corona, permanecieron sentados muy erguidos, sin que sus severos semblantes revelaran lo que estaban pensando. Le estaba reservado al caballero de más rango el derecho de hablar primero.

Sir Thomas se dio unos suaves tirones del bigote que era característico de los caballeros.

—Espero que no lo tomes a mal, milord Dalamar, si te pregunto las razones que tienes para revelarnos esta información.

—No veo la necesidad de explicarte las razones que tengo para hacer cualquier cosa, milord —replicó fríamente el hechicero—. Baste decir que he venido aquí para preveniros y que hagáis los preparativos que consideréis necesarios para hacer frente al ataque. Tanis el Semielfo, aunque no puede responder por mis motivaciones, sí puede garantizar mi veracidad.

—Creo que yo puedo responder respecto a sus razones —añadió Crysania en voz baja.

—Si lo que quieres saber es cómo me he enterado del ataque, puedo satisfacer fácilmente tu curiosidad a ese respecto —prosiguió Dalamar, sin inmutarse por la intervención de la Hija Venerable—. He estado recientemente en compañía de un Caballero de Takhisis, un hombre llamado Steel Brightblade.

—El hijo de Sturm Brightblade —les recordó Tanis.

Los rostros de los tres caballeros se ensombrecieron y sus ceños se hicieron más pronunciados.

—El saqueador de la tumba de su progenitor —dijo uno.

—Di, más bien, el destinatario de la bendición de su padre —lo rectificó Tanis, que añadió con tono irritado:— ¡Maldita sea, expliqué lo ocurrido ante este mismo consejo!

Los tres caballeros intercambiaron miradas de reojo, pero no dijeron nada. Tanis el Semielfo era una figura legendaria en Solamnia, un héroe de renombre, que ejercía una gran influencia en esta parte del mundo. Tras el susodicho incidente con Steel Brightblade en la sagrada cripta de los caballeros, Tanis había sido emplazado a presentarse ante el Consejo de Caballeros para explicar por qué había escoltado personalmente hasta la Torre del Sumo Sacerdote a un joven que se sabía era leal a la Reina Oscura, y después lo había conducido hasta la cripta, donde el joven había cometido el terrible sacrilegio de perturbar el descanso de su heroico padre. Steel Brightblade había destruido el cuerpo hasta entonces incorrupto, había robado la espada mágica de su padre, y había herido a varios caballeros mientras se abría camino hacia la salida. Por si fuera, poco, Tanis el Semielfo y su amigo Caramon Majere habían ayudado a escapar al perverso caballero.

Tanis había dado su versión de los hechos. Según él, Steel había ido a rendir homenaje a su padre, quien le había entregado su espada como regalo, quizás en un intento de evitar que el joven siguiera el camino oscuro que estaba abocado a seguir. En cuanto a la ayuda que Caramon y él le habían prestado, se debía a que ambos habían dado su palabra al muchacho de que lo protegerían con sus vidas.

El Consejo de Caballeros también había escuchado el importante testimonio de la Hija Venerable Crysania, que había hablado en favor de los dos exponiendo su firme convencimiento de que el propio Paladine los había guiado al interior de la torre, ya que, a pesar de que Steel Brightblade llevaba puesta su armadura, adornada con el lirio de la muerte, la evidencia demostraba que todos los caballeros con los que se habían cruzado lo habían tomado por uno de los suyos... hasta el final.

Los caballeros difícilmente podían fallar en contra de un testimonio tan elocuente y conmovedor. Juzgaron que Tanis el Semielfo había actuado obligado por el honor, aunque, quizás, equivocadamente. El caso quedó cerrado, pero, por lo que Tanis veía ahora, no olvidado.

Ni tampoco, al parecer, perdonado.

Sir Thomas suspiró y volvió a tirarse del bigote. Miró a los otros dos, que asintieron en silencio, de acuerdo con su pregunta planteada sin palabras.

—Agradecemos tu advertencia, lord Dalamar —dijo Thomas—. Te diré que tu información se corresponde con la que hemos obtenido de otras fuentes. No sabíamos que el ataque se produciría tan pronto, pero lo estábamos esperando, y estamos preparados.

—No he visto mucho que pueda llamarse preparativos —dijo Dalamar secamente. Se adelantó en la silla y señaló un mapa extendido sobre la mesa—. Milord, no es una fuerza pequeña a la que vais a enfrentaros. Es un ejército. Y muy grande, de miles y miles de soldados. Han reclutado bárbaros de un país lejano para que combatan a su lado. Cuentan con sus propios hechiceros; hechiceros muy poderosos, como pude comprobar por mí mismo, que no obedecen ninguna ley de la magia salvo la suya propia.

—Estamos enterados de esa... —empezó sir Thomas.

—De lo que tal vez no estéis enterados, milord, es de que han pasado por Neraka. Los clérigos oscuros entraron en las ruinas de la ciudad e invocaron a las sombras de los muertos para que se unieran a la lucha. Se detuvieron en el alcázar de Dargaard, y no tengo la menor duda de que encontraréis a lord Soth y a sus espectrales guerreros entre las fuerzas atacantes. Lord Ariakan es su cabecilla. ¡Vosotros mismos lo adiestrasteis! Sabéis, mejor que yo, su valía.

Esto último era evidente, a juzgar por las sombrías expresiones plasmadas en los semblantes de los caballeros.

Sir Thomas rebulló inquieto en la silla.

—Todo lo que dices es muy cierto, lord Dalamar. Nuestros propios exploradores lo han confirmado. Aun así, te diré una cosa: la Torre del Sumo Sacerdote jamás ha caído mientras, ha estado defendida por hombres con fe.

—Quizá se deba a que jamás la han atacado hombres con fe —dijo inopinadamente Crysania.

—Los Caballeros de Takhisis se han criado juntos desde la adolescencia —añadió el hechicero—. La lealtad hacia su reina, sus comandantes y sus compañeros es inquebrantable. Sacrificarán cualquier cosa, incluso sus vidas, en favor de la causa. Se rigen por un código de honor tan estricto como el vuestro, que, de hecho, lord Ariakan tomó como modelo. Mi opinión, señores, es que jamás habéis corrido un peligro tan grande. —Dalamar señaló hacia la ventana.

»Dices que estáis preparados, pero ¿qué habéis hecho? Miro fuera y veo la calzada principal, que debería estar abarrotada de caballeros montados en corceles y sus ayudantes, filas de soldados de infantería, carretas y carros trayendo armas y víveres. ¡Pero la calzada está vacía!

—Sí, lo está —contestó sir Thomas—. ¿Quieres saber la razón? —Enlazó las manos y las apoyó sobre el mapa. Su mirada abarcó a los tres visitantes—. Porque el enemigo la controla. —Tanis suspiró y se rascó la barba.

»Enviamos correos, Dalamar —prosiguió el comandante—. Viajaron a lomos de dragones para llamar a las armas a los caballeros. Hace tres días que se marcharon, y tú mismo puedes ver el resultado.

»Los caballeros con tierras y castillos en las fronteras orientales enviaron aviso de que ya estaban bajo asedio. Algunos ni siquiera respondieron —dijo sir Thomas en voz queda—. En muchos casos, los correos enviados en busca de los caballeros no han vuelto.

—Entiendo —musitó Dalamar, el entrecejo fruncido en un gesto pensativo—. Discúlpame, no lo sabía.

—Los ejércitos de Ariakan avanzan con la velocidad de un incendio en la pradera. Está transportando tropas, equipo y máquinas de asalto por el río Vingaard en una vasta flota de barcazas. De manera habitual, el río baja muy crecido en esta época del año, pero ahora, debido a la sequía, discurre tan plácido como una balsa. Sus barcazas han viajado con rapidez, tripuladas por los bárbaros del este.

»No hay obstáculo que pueda detener a su ejército. Cuenta con bestias enormes conocidas como mamuts, de las que se dice que son capaces de derribar árboles enteros con sus cabezas, alzar los troncos con sus largos apéndices nasales, y arrojarlos como si fueran ramitas. Sobre el ejército vuelan dragones del Mal, protegiéndolo, envenenando con el miedo al dragón los corazones y las mentes de cualquiera que se atreve a hacerles frente. Ignoraba lo de los espectros de Neraka y lo de lord Soth, pero la verdad es que no me sorprende.

Sir Thomas se irguió, su expresión grave, pero austera y solemne. Su voz sonó firme, su mirada era impávida, serena.

—Estamos preparados, milores, milady. Cuanto menos numerosos, mayor la gloria, o es lo que se dice. —El caballero esbozó una sonrisa—. Y Paladine y Kiri-Jolith están con nosotros.

—Que ellos os bendigan —dijo Crysania suavemente, tan suavemente que las palabras apenas resultaron audibles. Pensativa, absorta, acarició la cabeza del tigre.

Thomas la miró con preocupación.

—Hija Venerable, el día está declinando. Deberías regresar a Palanthas antes de que caiga la noche. Ordenaré que se prepare una escolta...

—Necesitas a todos los hombres que tienes, sir Thomas. Sé que serías capaz de hacer algo tan absurdo, amigo mío —dijo Crysania al tiempo que levantaba la cabeza—, pero no es preciso. Un dragón dorado que me sirve en nombre de Paladine nos trajo hasta aquí. Fuego Dorado nos llevará de vuelta sanos y salvos. —Acarició al tigre, que se había levantado—. Mi guía, Tandar, se ocupará de que no me ocurra nada malo.

Tandar los miró a todos, y a Tanis no le cupo duda alguna de que Crysania estaría tan a salvo con aquel compañero fiero, salvaje y leal como con un regimiento de caballeros.

La dama se puso de pie, dispuesta a partir. Los caballeros, Tanis y Dalamar se incorporaron en señal de respeto.

—Varios clérigos están de camino para ayudaros. Conducen una carreta llena de víveres y llegarán aquí en algún momento de la noche. Se ofrecieron voluntarios, milord —dijo, anticipándose a los protestas del comandante—. Creo que los necesitaréis.

—Serán muy bien recibidos —contestó el caballero—. Gracias, Hija Venerable.

—Es lo menos que podía hacer —dijo la mujer, suspirando—. Adiós. Que los dioses os guarden. Estaréis presentes en mis plegarias.

Se dio media vuelta y, guiada por el tigre, abandonó la estancia. En su camino hacia la puerta pasó al lado de Tanis, que la oyó decir en un suave murmullo:

—Si es que hay alguien escuchando...

—Yo también me marcho —anunció Dalamar—. Os ofrecería la ayuda de la magia, pero sé que no la aceptaríais. Sin embargo, os recuerdo que lord Ariakan cuenta con hechiceros como parte de su ejército, iguales en rango a los guerreros.

Sir Thomas ofreció las oportunas disculpas.

—Soy consciente de ello, señor mago, y agradezco tu oferta, pero nuestros caballeros nunca han practicado el arte de combinar el acero con la magia. Me temo que se haría más mal que bien en semejantes circunstancias.

—Probablemente tengas razón, milord —respondió el hechicero con una sonrisa sarcástica—. Bien, os deseo a todos mucha suerte. No os importará que diga que vais a necesitarla. Adiós.

—Gracias, lord Dalamar. Tu aviso puede haber evitado un desastre mayor —dijo Thomas.

Dalamar se encogió de hombros, como si el asunto hubiera dejado de interesarle. Miró a Tanis.

—¿Vienes conmigo?

Sir Thomas también miró al semielfo. Todos los presentes en la sala lo miraban.

¿Se quedaría o se marcharía?

Tanis se rascó la barba, consciente de que tenía que tomar una decisión. El único modo seguro de marcharse ahora era por el camino de la magia, con Dalamar.

Sir Thomas se acercó a Tanis y solicitó hablar en privado con él.

—Te esperaré, semielfo —dijo Dalamar, que añadió intencionadamente:— pero no por mucho tiempo.

Tanis y sir Thomas salieron a una pequeña balconada que había en el exterior de la sala del Consejo de Caballeros. Todavía no se había puesto el sol, pero las sombras de las montañas traían una noche prematura a la torre. En un patio, allá abajo, había un enorme y magnífico reptil con las escamas doradas. Era Fuego Dorado, el dragón al servicio de la Hija Venerable Crysania. Otros dragones, en su mayoría plateados, volaban en círculo sobre la torre, montando guardia.

Sir Thomas se apoyó en la balaustrada y contempló la creciente oscuridad del atardecer.

—Seré franco contigo, Tanis —dijo el caballero con voz reposada—. Me vendría bien tu ayuda, no sólo como espadachín, sino para ponerte al mando de tropas. Los caballeros que han quedado para defender la torre son en su mayoría hombres jóvenes, nuevos en la caballería. Sus padres y sus hermanos mayores, a los que normalmente habría puesto al mando, están en casa, defendiendo sus castillos y sus ciudades.

—Que es donde debería estar yo —señaló Tanis.

—Reconozco que tienes razón —admitió Thomas con prontitud—. Y si te marchas, seré el primero en desearte buena suerte. —El caballero se volvió y miró a Tanis a la cara—. Conoces la situación tan bien como yo. Nos enfrentamos a un enemigo cuya superioridad es abrumadora. La Torre del Sumo Sacerdote tiene que resistir, o toda Solamnia caerá. Ariakan controlará el norte de Ansalon, y establecerá aquí su base de operaciones. Desde esta posición puede atacar el sur a su conveniencia. Pasarán muchos meses antes de que podamos reagruparnos y reconquistar la torre... si es que lo conseguimos.

Tanis sabía todo esto; lo sabía perfectamente bien. También sabía que si cinco años antes las gentes de Ansalon les hubieran hecho caso a él, a Laurana, a Crysania y, sí, incluso a Dalamar, esto no habría pasado nunca. Si los elfos, los enanos y los humanos hubieran dejado a un lado sus mezquinas disputas e intereses y se hubieran unido en la alianza que se les proponía, ahora la torre contaría con defensores de sobra.

Tanis podía imaginarlo: arqueros elfos jalonando las almenas, esforzados guerreros enanos defendiendo las puertas, todos ellos combatiendo codo con codo con sus compañeros humanos.

Era una bella imagen, pero jamás se haría realidad. «Si regreso a casa», pensó, «la encontraré vacía.» Laurana no estaría allí. Ella y Tanis se habían despedido al separarse. Los dos sabían en ese momento que podía ser la última vez que se veían. El semielfo evocó la escena.


En su camino de Solace a la Torre del Sumo Sacerdote, Tanis había pasado por su casa esperando la cálida bienvenida habitual.

No la hubo.

Nadie salió corriendo de los establos para ocuparse del grifo en el que había volado. Ningún sirviente lo recibió en la puerta; los que se cruzaron con él iban y venían apresuradamente con una u otra tarea, y se limitaron a hacer una precipitada reverencia para luego desaparecer en otras partes de la gran mansión. A su esposa, Laurana, no se la veía por ningún sitio. Había un baúl de viaje en el centro del vestíbulo; tuvo que rodearlo para poder pasar. Se oían voces y pisadas, todas ellas en los pisos altos. Subió la escalera buscando la explicación de aquel barullo.

Encontró a Laurana en su dormitorio. Había ropas esparcidas sobre la cama y encima de todas las superficies disponibles, en las sillas, colgando de los biombos pintados a mano. Otro baúl de viaje, éste más pequeño que el que había en el vestíbulo, estaba abierto en medio de la habitación. Laurana y tres doncellas se dedicaban a separar, doblar y hacer el equipaje. Ni siquiera repararon en Tanis, parado en el umbral.

El semielfo permaneció callado, aprovechando este breve momento para contemplar a su esposa sin que se diera cuenta, para ver la luz del sol reflejándose en su cabello dorado, para admirar la gracia de sus movimientos, para escuchar su voz musical. Retuvo aquella imagen para guardarla en su mente del mismo modo que guardaba su retrato en miniatura en un bolsillo, cerca de su corazón.

Era elfa, y los de su raza no envejecían tan deprisa como los humanos. A primera vista, un observador humano habría pensado que Laurana estaba en plena juventud. Si se hubiera quedado en su patria, podría haber mantenido esta apariencia de eterna juventud. Pero no lo había hecho. Había elegido casarse con un mestizo; se había alejado de familia y amigos, y había instalado su residencia en tierras de humanos. Y había pasado todos estos años trabajando continua e incansablemente para que terminara el conflicto que dividía a las dos razas.

El trabajo, la carga, los destellos de esperanza seguidos de la destrucción de ilusiones, habían apagado la radiante serenidad y pureza elfas. Ninguna arruga estropeaba su cutis, pero la tristeza ensombrecía sus bellos ojos. Ninguna hebra gris se enredaba en el oro de su cabello, pero su lustre estaba atenuado. Cualquier elfo que la mirara diría que se había avejentado prematuramente.

Mientras la contemplaba, Tanis se dijo que la amaba más que nunca. Y supo, en ese momento, que posiblemente ésta fuera la última vez que se vieran en esta vida.

—¡Ejem! —carraspeó con fuerza.

Las doncellas dieron un respingo de sobresalto. Una de ellas dejó caer el vestido que estaba doblando.

Laurana levantó la vista del baúl sobre el que estaba inclinada, se irguió y sonrió al verlo.

—¿Qué pasa aquí? —quiso saber el semielfo.

—Acabad de hacer el equipaje —instruyó Laurana a las doncellas—, y guardad estos otros vestidos. —Se abrió paso entre capas, sombreros y otras ropas y, finalmente, llegó junto a su marido.

Lo besó cariñosamente, y él la estrechó en sus brazos. Dejaron que sus corazones latieran al compás un momento, hablándose en afectuoso silencio. Luego Laurana condujo a Tanis a su estudio y cerró la puerta. Se volvió hacia él, con los ojos iluminados.

—¿A que no adivinas? —dijo, y continuó antes de que él tuviera oportunidad de hacer ninguna conjetura—. ¡He recibido un mensaje de Gilthas! ¡Me invita a ir a Qualinesti!

—¿Qué? —Tanis estaba atónito.

Laurana había trabajado sin descanso para obligar a los elfos qualinestis a que la admitieran en su país para estar cerca de su hijo. Una y otra vez, su petición había sido rechazada, advirtiéndole que si ella o su esposo se atrevían a acercarse a la frontera de su patria pondrían sus vidas en grave peligro.

—¿Por qué este súbito cambio? —La expresión de Tanis era sombría.

Laurana no respondió y se limitó a tenderle un rollo de pergamino que había estado sellado con el cuño del sol, el sello del Orador de los Soles, título que ahora ostentaba Gil.

Tanis examinó el sello roto, desenrolló el pergamino y lo leyó.

—Es la letra de Gil —dijo—, pero no son las palabras de nuestro hijo. Alguien le ha dictado esta misiva y él ha escrito lo que le han dicho que tenía que escribir.

—Muy cierto —concedió Laurana sin alterarse—, pero sigue siendo una invitación.

—Una invitación al desastre —respondió Tanis sin andarse por las ramas—. Retuvieron prisionera a Alhana Starbreeze, amenazaron con matarla, y mi opinión es que lo habrían hecho si Gil hubiese rehusado seguir los planes del senador. Esto es algún tipo de trampa.

—Vaya, pues claro que lo es, tonto —le dijo ella con un brillo divertido en los ojos. Le dio un rápido beso en la mejilla y le revolvió la barba, una barba en la que abundaban más los mechones grises que los rojos—. Pero como el querido Flint solía decir: «Una trampa es sólo una trampa si te metes en ella antes de verla». Esta puede verse a un kilómetro de distancia. —Se echó a reír, tomándole el pelo—. ¡Vaya, pero si hasta tú la has visto sin tener puestos los anteojos!

—Sólo me los pongo para leer —replicó Tanis con fingida irritación. Su envejecimiento era el tema de un viejo chiste entre los dos. Extendió los brazos hacia su esposa, y ella se acurrucó contra su pecho—. Supongo que no habré recibido una invitación similar, ¿verdad?

—No, querido —repuso Laurana suavemente—. Lo siento. —Se apartó de él y lo miró a los ojos—. Lo intentaré, en cuanto me encuentre en Qualinost...

—No tendrás éxito. —Sacudió la cabeza—. Pero me alegro de que tú, al menos, estés allí. Porthios y Alhana...

—¡Alhana! ¡El bebé! ¡Ni siquiera te he preguntado! ¿Cómo...?

—Bien, bien. Los dos, madre e hijo, se encuentran bien. Y te diré algo más. Si hubieses visto a Porthios sosteniendo en brazos a su hijo, no lo habrías reconocido.

—Lo habría hecho. Al fin y al cabo, es mi hermano mayor. Siempre fue cariñoso y amable conmigo. Sí, lo fue —añadió al ver la expresión incrédula de Tanis—. Incluso en sus peores momentos de testarudez y prejuicios, comprendí que sólo intentaba evitarme sufrimiento y pena.

—No lo consiguió —dijo Tanis con remordimiento—. Te casaste conmigo, y mira adonde te he llevado.

—Me has llevado a mi hogar, querido mío —repuso Laurana suavemente—, A mi hogar.

Se sentaron y hablaron largo y tendido sobre el pasado, de los amigos que se encontraban lejos, de los que habían dejado este mundo. Hablaron de Gil, compartieron sus recuerdos, sus esperanzas, sus temores. Hablaron del mundo, de sus problemas, los antiguos y los nuevos. Se sentaron y hablaron y se agarraron las manos sabiendo, sin decirlo, que este momento era precioso, que terminaría muy pronto.

Se dijeron adiós. Él volaría hacia el norte esa misma noche para llegar a la Torre del Sumo Sacerdote a la mañana siguiente. Ella se pondría de viaje hacia Qualinesti por la mañana.

Lo acompañó a la puerta a media noche. Los sirvientes se habían ido a dormir y la casa estaba silenciosa; muy pronto se quedaría vacía. Laurana y Tanis habían acordado despedir al servicio. Los dos estarían ausentes mucho, mucho tiempo. De hecho, había ya una sensación de vacío en la casa. Sus pisadas levantaban ecos en aquella extraña quietud.

Quizá seguirían resonando cuando ambos ya no existieran. Quizá sus espíritus recorrerían esta casa, unos benévolos espíritus de amor y risas.

Se abrazaron muy fuerte, susurraron palabras de amor y despedida, y se separaron.

Tanis miró atrás y vio a Laurana de pie en el umbral de la puerta, a la luz de la luna. En sus ojos no había lágrimas. Le sonrió y le dijo adiós con la mano.

Él le devolvió la sonrisa y también agitó la mano.

«Me has llevado a mi hogar, querido mío. A mi hogar», se repitieron en su mente las palabras de su esposa.


El recuerdo quedó atrás. Tanis consideró su decisión. Podía volver a su casa, pero sería un lugar solo y vacío —¡tan vacío!— donde sólo habría ecos. Se vio a sí mismo yendo y viniendo por las habitaciones, preguntándose qué habría ocurrido en la torre, preguntándose si Laurana estaría a salvo, preguntándose si Gil se encontraría bien, preguntándose si Palanthas estaría siendo atacada, consumido por la impaciencia de no saber nada, corriendo a la puerta cada vez que sonara el trapaleo de cascos, culpándose...

Pide consejo a los dioses.

Abajo, en el patio, la Hija Venerable Crysania se había sentado en el lomo de Fuego Dorado. El tigre de ojos humanos estaba a su lado, protectoramente. Tanis miró a la dama y oyó otra vez sus palabras:

«Si es que hay alguien escuchando...»

El tigre alzó la cabeza y miró hacia arriba, directamente a Tanis. Y entonces, como si el animal le hubiera transmitido alguna información, Crysania volvió sus ojos ciegos, que tanto parecían ver, hacia el semielfo. Levantó la mano en un gesto de bendición... ¿O era de despedida?

El dolor de la elección cesó. Tanis supo entonces que ya había tomado una decisión. Lo había hecho hacía mucho tiempo, en el preciso momento en el que la Vara de Cristal Azul, Goldmoon y Riverwind habían entrado en su vida, allá, en la posada El Último Hogar. Tanis evocó aquel momento y las palabras memorables que había pronunciado en aquella ocasión; palabras que habían cambiado su vida para siempre.

—Disculpa, ¿decías algo? —Thomas miraba al semielfo perplejo y algo preocupado.

«Seguro que está pensando que es demasiada tensión para que pueda aguantarla un viejo.» Tanis sonrió y sacudió la cabeza.

—No tiene importancia, milord. Sólo revivía viejos recuerdos.

Su mirada, prendida en Crysania, fue hacia un lugar de las almenas; un lugar marcado con una mancha carmesí; un lugar reverenciado por los caballeros, que jamás caminaban sobre él, evitando pisar las piedras manchadas de sangre, rodeándolas en respetuoso silencio. Tanis casi podía ver a Sturm plantado allí, y supo que había hecho la elección correcta.

El semielfo repitió las palabras ahora, como lo había hecho antes. No era de extrañar que sir Thomas se hubiera mostrado desconcertado. No eran unas palabras inspiradoras; no eran la clase de palabras que resonarían en las bóvedas de la historia. Sin embargo, sí decían mucho del extraño, ilógico, dispar grupo de amigos que había surgido para cambiar el destino del mundo.

—Tendremos que salir por la cocina.

Riéndose, Tanis dio media vuelta y regresó al interior de la torre.

2 El regreso. El juicio. Se dicta sentencia

Era de noche en las Llanuras de Solamnia, aunque pocos de los que estaban en el campamento de los Caballeros de Takhisis lo habrían podido advertir. Los ejércitos de la oscuridad habían desplazado las tinieblas. Estaba prohibido prender hogueras, ya que lord Ariakan no quería que se produjera un incendio en las praderas, donde la hierba estaba tan seca como yesca a causa de la sequía. Pero los Caballeros de la Espina, los hechiceros vestidos de gris, habían proporcionado enormes esferas hechas de cristal que brillaban con una incandescente luz gris. Suspendidas de las ramas de los árboles, las esferas transformaban la noche en un espeluznante día.

Steel vio la luz cuando todavía estaba a cierta distancia del campamento. Lord Ariakan despreciaba el ocultar su ingente número de fuerzas en las sombras. Que el enemigo viera todo el potencial de su ejército y se sumiera en el desaliento. Montado a lomos de la hembra de dragón azul, Steel sobrevoló el campamento en círculo y se quedó impresionado. Llamarada aterrizó en un campo arado, la cosecha agostada por el calor. Los encargados de cuidar a los dragones corrieron a ayudar al caballero a bajar de la silla, le indicaron la dirección del campamento principal, y se ocuparon de las necesidades del dragón.

El único deseo de Llamarada era reunirse con sus compañeros. Los había oído llamarla antes incluso de verlos y, habiéndose asegurado de que Steel no la necesitaría hasta la mañana siguiente, voló hacia donde se encontraban los azules.

Los dragones azules eran las monturas favoritas de los Caballeros de Takhisis. Por lo general, los grandes reptiles son extremadamente independientes y tienen una pobre opinión de la humanidad. A la mayoría de los dragones les resulta muy difícil obedecer órdenes dadas por seres a los que consideran inferiores, y con ciertas especies esto es del todo imposible.

Los dragones negros son taimados y egoístas, y no son de fiar; ni siquiera aquellos a los que supuestamente sirven pueden confiar en ellos. No ven necesario «sacrificarse» por ninguna causa que no sea la suya propia, y, aunque se los puede engatusar para que luchen, cabe la posibilidad de que abandonen la batalla en mitad del combate para ir tras la consecución de sus objetivos.

Durante la Guerra de la Lanza, los dragones rojos fueron las monturas preferidas de muchos comandantes, entre ellos el infame Señor del Dragón, Verminaard. Enormes, perversos, y con capacidad de arrojar fuego por la boca, los dragones rojos no tienen paciencia para las sutilezas de la clase de contienda practicada por Ariakan. La idea de los rojos de atacar una ciudad es quemarla, saquearla, destruirla y matar a todo ser viviente que hay en ella. El concepto de que una ciudad intacta, con sus habitantes vivos y en buen estado, es más útil para la Reina Oscura que un montón de escombros y cadáveres calcinados, es un anatema para los rojos. Que el humo de los incendios, el hedor de la muerte, proclamen la gloria de su majestad, sin olvidar el brillo del oro escondido en los cubiles de los dragones rojos.

En cuanto a los dragones verdes, resultaron inútiles para la batalla durante la última Guerra de los Dragones. Los verdes luchan cuando están acorralados, pero no hasta entonces. Prefieren usar sus poderosos hechizos para hacer caer en una trampa a su oponente. Por lo tanto, los verdes sienten poco o ningún respeto por los mandos militares, aunque obedecerían a los Caballeros de la Espina —los magos grises— si creyeran que podían sacar algún provecho.

Los dragones blancos, acostumbrados a vivir en climas fríos, casi habían desaparecido con el anómalo y devastador calor, que había convertido masas de hielo en ríos y había derretido sus cavernas.

En consecuencia, lord Ariakan eligió a los dragones azules para que los montaran sus caballeros, y los resultados no podían haber sido mejores. De hecho, a los dragones azules les gustaban los mortales y eran increíblemente leales a sus jinetes y unos con otros. Obedecían órdenes, combatían bien como una unidad conexa, y, lo más importante, comprendían claramente la Visión y su parte en ella.

Steel dejó a Llamarada para que se reuniera con sus compañeros, que la recibieron con exclamaciones alegres en su propio lenguaje. Unos cuantos azules volaban en círculo montando guardia, pero la mayoría estaba en tierra, descansando para la gran batalla. Ariakan no temía que se produjera un ataque. Tenía la espalda cubierta. Su inmenso ejército había avanzado por el norte de Ansalon como un violento incendio, arrasándolo todo a su paso.

Steel entró en el campamento a pie, buscando el estandarte que señalaría la localización de su garra. Enseguida comprendió que encontrarlo era casi imposible, debido a las dimensiones de la fuerza reunida en la llanura. Viendo que podría pasarse toda la noche buscando su unidad sin resultado alguno, se paró para preguntar a un oficial, que le indicó la dirección correcta.

Trevalin celebraba una reunión con sus oficiales. La interrumpió al ver llegar a Steel y lo invitó a que se uniera a ellos.

—Caballero guerrero Brightblade presentándose para el servicio, señor —dijo Steel al tiempo que saludaba.

—Ah, Brightblade, me alegro de verte. —Trevalin sonrió—. Me alegro mucho. Por lo visto, había quien pensaba que no regresarías.

Steel frunció el entrecejo. Aquello era una afrenta a su honor. Tenía derecho a enfrentarse a quien lo había vilipendiado.

—¿Y quién puso en duda mi vuelta, subcomandante?

—La Señora de la Noche que fue responsable de enviarte a esa misión que, para empezar, era una estupidez. —Trevalin torció el gesto como si tuviera mal sabor de boca—. No es que lo dijera a las claras. Sabe muy bien que no conviene insultar públicamente el honor de uno de mis caballeros, pero ha estado rondando por aquí todos los días haciendo comentarios e insinuaciones. Relájate, hombre. Olvídalo. Tienes otros asuntos más urgentes de los que preocuparte. —La sonrisa de Trevalin se endureció y sus labios formaron una línea prieta, severa. Steel adivinó lo que venía a continuación.

»Lord Ariakan estuvo aquí, buscándote. Dejó órdenes. Tienes que presentarte a él de inmediato. —La expresión de Trevalin se suavizó mientras ponía una mano en el brazo de Steel en un gesto de apoyo—. Creo que tiene intención de llevarte a juicio esta noche, Brightblade. Es lo que ha hecho con otros. «La disciplina debe restablecerse rápidamente», dice. —Trevalin señaló hacia un lado—. Aquélla es su tienda, la que está en el centro. Tengo que llevarte yo, así que será mejor que vayamos ahora. Lord Ariakan dijo que te presentaras en cuanto llegases.

Steel apretó los dientes. Lo iban a juzgar esta noche, y casi con toda seguridad sería condenado. Su ejecución se llevaría a cabo a continuación. Unas lágrimas ardientes acudieron a sus ojos, pero no eran de miedo, sino de amarga decepción. Mañana los caballeros atacarían la Torre del Sumo Sacerdote en la que estaba destinada a ser la batalla decisiva de esta campaña, y él se la perdería.

Despacio, medio cegado por las lágrimas que le hacían ver las cosas borrosas, desenvainó la espada de su padre y se la tendió a Trevalin.

—Me entrego a vos, subcomandante.

La espada de los Brightblade tenía fama de haber pertenecido a uno de los antiguos héroes de la caballería, Bertel Brightblade. Había pasado de padre a hijo durante generaciones, y, según la leyenda, sólo se rompería si el espíritu del hombre que la blandía se quebrantaba antes. La espada había permanecido descansando junto a los muertos durante un tiempo sólo para, una vez más, volver a pasar a manos de otro Brightblade cuando llegó a la mayoría de edad. Su antigua hoja de acero, que Steel mantenía amorosamente pulida, relucía aunque no con la fría luz grisácea de los hechiceros de Takhisis. La espada brillaba con su propia luz plateada.

Trevalin miró la empuñadura, con su decoración del martín pescador y la rosa, símbolos de los Caballeros de Solamnia, y sacudió la cabeza.

—No la tocaré. Voy a necesitar las manos mañana y no quiero que la ira de Paladine las queme. Me sorprende que puedas manejar tal artefacto con impunidad. También le sorprende a la Señora de la Noche. Ése fue uno de los comentarios que hizo sobre ti.

—La espada perteneció a mi padre —respondió Steel mientras enrollaba el cinturón alrededor de la vaina con enorgullecido cuidado—. Lord Ariakan me dio permiso para llevarla.

—Lo sé, y también lo sabe la Señora de la Noche. Me pregunto qué hiciste, Brightblade, para que te odie de ese modo. En fin, ¿quién sabe lo que pasa por la cabeza de un hechicero? Espera aquí mientras informo a los demás adonde vamos.

No fue una caminata larga. Tampoco lo fue el juicio.

Por lo visto, Ariakan había ordenado que estuvieran esperándolos porque, en el momento que llegaron, un caballero del estado mayor del mandatario los reconoció y los sacó de la extensa aunque ordenada multitud de oficiales, correos y ayudantes que aguardaban a ser atendidos por lord Ariakan.

El caballero los condujo al interior de una gran tienda sobre la que ondeaba el estandarte de Ariakan: un lirio de la muerte enlazado con una espada, sobre campo negro. El mandatario estaba sentado a una mesa pequeña de madera negra que le habían regalado sus hombres en el aniversario de la fundación de la orden de caballería. La mesa viajaba con Ariakan, siempre iba entre su equipaje. Esta noche, la mayor parte de la reluciente superficie negra estaba tapada con mapas enrollados que habían sido pulcramente atados y apartados a un lado. En el centro de la tienda, delante de Ariakan, había una caja enorme llena de arena y rocas que habían sido dispuestas de manera que representara el campo de batalla.

La Caja de Batalla era una idea de Ariakan, de la que se sentía muy orgulloso. La arena y las rocas podían alisarse y luego volver a darles la forma de cualquier tipo de terreno. Unas piedras grandes representaban las montañas Vingaard. Palanthas —los edificios hechos con oro y rodeados por una muralla hecha de guijarros— estaba localizada en la esquina occidental de la caja, cerca de un parche de lapislázuli triturado que representaba la bahía de Branchala. En el paso entre las montañas había una Torre del Sumo Sacerdote diminuta, tallada en jade blanco. Diminutos caballeros hechos de plata fundida aparecían colocados en la Torre del Sumo Sacerdote, junto con unos cuantos dragones plateados y dorados.

Los Caballeros de Takhisis, hechos de brillante obsidiana, tenían rodeada la torre. Dragones de zafiro se posaban en las rocas, todas las cabezas vueltas en una dirección: la torre. La disposición de la batalla ya había sido determinada y cada garra tenía sus instrucciones. Steel vio el estandarte de su unidad, llevado por un diminuto caballero montado a lomos de un pequeño dragón azul.

—Caballero guerrero Brightblade —dijo una voz profunda, severa—. Adelante.

Era la voz de Ariakan. El subcomandante Trevalin y Steel avanzaron, los dos hombres eran conscientes de las miradas que les dirigían los que se arremolinaban fuera de la tienda.

Ariakan estaba sentado solo a la mesa, y escribía en un libro grande encuadernado en piel; eran las crónicas de sus batallas, en las que trabajaba cuando tenía un momento disponible. Steel estaba lo bastante cerca como para ver en las páginas las marcas, claras y precisas, que reproducían la disposición de las tropas representada en la Caja de Batalla.

—Se presenta el subcomandante Trevalin con el prisionero tal como fue ordenado, milord.

Ariakan acabó de hacer un trazo, hizo una breve pausa para revisar su trabajo, y luego —llamando con una seña a un ayudante— apartó el libro abierto a un lado. El ayudante esparció arena en la página para secar la tinta y se llevó el libro.

El Gran Señor de la Noche, comandante y fundador de los Caballeros de Takhisis, volvió su atención a Steel.

Ariakan rondaba los cincuenta y se encontraba en la plenitud de la vida. Un hombre alto, fuerte, bien proporcionado, todavía era un guerrero fuerte y capaz que se mantenía en forma con justas y torneos. Había sido un joven atractivo, y ahora, en la madurez, con su afilada nariz aguileña y sus negros ojos penetrantes le recordaba a uno un halcón marino. Era una imagen muy apropiada, ya que, supuestamente, su madre era Zeboim, diosa del mar e hija de Takhisis.

Su cabello, aunque plateado en las sienes, era negro y espeso. Lo llevaba largo, peinado hacia atrás y atado en la nuca con una tira de cuero trenzada, negra y plateada. Su rostro, pulcramente rasurado, tenía la piel morena y curtida. Era inteligente, y podía resultar encantador cuando se lo proponía. Gozaba del respeto de quienes lo servían, y tenía fama de ser justo y objetivo, y también tan frío y misterioso como las profundas aguas del océano. Estaba dedicado en cuerpo y alma a la reina Takhisis, y esperaba igual devoción de aquellos que le eran leales.

Miró fijamente a Steel, a quien había metido en la caballería cuando era un chico de doce años, y, aunque en sus ojos había tristeza, no había piedad ni compasión. Lo contrario habría sorprendido a Steel, y probablemente su comandante lo habría decepcionado.

—El acusado, el caballero guerrero Brightblade, se encuentra ante nosotros. ¿Dónde está el acusador?

La hechicera vestida de gris, que había estado de acuerdo en enviar a Steel en la fallida misión, salió de entre la multitud.

—Yo soy la acusadora, milord —dijo la Señora de la Noche, que no miró a Steel.

Él, por su parte, mantuvo la mirada prendida en Ariakan, orgullosamente.

—Subcomandante Trevalin —continuó el mandatario—, agradezco tus servicios. Has entregado al prisionero según lo ordenado. Ahora puedes regresar con tu garra.

Trevalin saludó pero no se marchó enseguida.

—Milord, antes de irme, pido permiso para decir unas palabras en favor del prisionero. La Visión me insta a hacerlo.

Ariakan enarcó las cejas y asintió con la cabeza. La Visión estaba ante todo, y no se la invocaba a la ligera.

—Procede, subcomandante.

—Gracias, milord. Que mis palabras se hagan constar. Steel Brightblade es uno de los mejores soldados que he tenido el privilegio de mandar. Su valentía y su destreza son intachables. Su lealtad a la Visión es inquebrantable. Estos atributos han quedado demostrados en batalla repetidas veces y ahora no deberían ser puestos en duda. —Al decir esto, Trevalin dirigió una mirada funesta a la Señora de la Noche—. La muerte del caballero guerrero Brightblade no sólo sería una gran pérdida para todos nosotros, milord. Sería un perjuicio para la Visión.

—Gracias, subcomandante Trevalin —dijo Ariakan con voz fría y desapasionada—. Tomaremos en cuenta tus palabras. Puedes retirarte.

Trevalin saludó, inclinó la cabeza, y, antes de marcharse, susurró unas palabras de ánimo a Steel.

El caballero, que sostenía firmemente la espada de su padre con las dos manos, asintió en señal de agradecimiento, pero no dijo nada. Trevalin salió de la tienda, sacudiendo la cabeza. Ariakan hizo un ademán a Steel.

—Acércate con tu espada, caballero guerrero. —El joven hizo lo que le pedía y se aproximó a la mesa.

»Saca la espada de la vaina —continuó Ariakan—, y ponía delante de mí.

Steel obedeció. Sacó el arma de la desgastada funda y la colocó, volviéndola a lo largo, delante de su señor. La espada ya no brillaba, sino que parecía gris y deslustrada, como eclipsada por la oscura presencia de Ariakan.

Steel retrocedió cinco pasos y se quedó erguido, inmóvil, con las manos a los costados y la mirada fija al frente. Ariakan se volvió hacia la hechicera gris.

—Expón tus cargos contra este caballero, Señora de la Noche.

En tono estridente, Lillith relató cómo Steel se había ofrecido voluntario para llevar los cadáveres de los Caballeros de Solamnia para entregárselos a su padre, con quien tenía una deuda de honor, admitió la hechicera. Ariakan miró fijamente a Steel y demostró su aprobación con una leve inclinación de cabeza. El mandatario conocía la historia del joven, sabía que debía su libertad y posiblemente la vida a Caramon Majere. La deuda estaba ahora saldada.

La Señora de la Noche siguió diciendo que Steel también se había hecho cargo del joven mago, Palin Majere, que había aceptado la palabra de honor del mago de que no escaparía, y que se había comprometido a ocupar el lugar del prisionero en su sentencia de muerte si éste escapaba.

—El caballero guerrero está de vuelta con nosotros, milord —concluyó su exposición la Señora de la Noche—, pero su prisionero no. Brightblade ha fracasado en su misión. Ha permitido que su prisionero escapara. —La mujer se acercó a la mesa y se inclinó sobre el mandatario como si estuviera a punto de descubrir alguna terrible conspiración. Bajó la voz, que sonó ronca, siseante:— Claro que, considerando el linaje de Brightblade, milord, lo que creo es que ayudó a escapar al prisionero.

—Explícate, Señora de la Noche —instó Ariakan con un timbre de impaciencia en la voz. Aunque reconocía y valoraba la importancia de los hechiceros, como le ocurría a la mayoría de los hombres de armas acababa por hartarse de su tendencia a hablar con ambigüedades—. Me desagradan las indirectas y las alusiones inconcretas. Si tienes una queja contra este caballero, exponía claramente, con palabras que podamos entender unos simples soldados como nosotros.

—Creí que lo había hecho así, milord —dijo la Señora de la Noche, que se irguió y miró a Steel con animosidad—. Este caballero lleva al cuello una alhaja elfa. De su cinturón pende una espada de nuestros enemigos. Os digo, milord, que este caballero no es completamente leal a nuestra gloriosa soberana ni a la Visión. Es un traidor a nuestra causa, como lo prueba el hecho de que su prisionero escapó. Me permito sugerir, milord, que se debe hacer pagar a Brightblade la pena que él mismo estuvo de acuerdo en aceptar. Debe ser ajusticiado.

La mirada de Ariakan volvió hacia Steel.

—Conozco a este hombre desde que era un chiquillo. Jamás me ha dado motivo para dudar de su lealtad. En cuanto a la espada y la joya, le fueron entregadas por su padre, un hombre a quien, aunque era nuestro enemigo, honramos por su coraje y valentía. Supe lo de esos regalos desde el primer momento —continuó el mandatario, frunciendo levemente el entrecejo—, y aprobé su uso, como también lo hizo la suma sacerdotisa de Takhisis. ¿Acaso cuestionas nuestra lealtad también, Señora de la Noche?

Lillith estaba conmocionada ante la idea de que Ariakan pudiera imaginar semejante cosa, abrumada por el temor de que se malinterpretaran sus palabras.

—Desde luego que no, milord. Vuestra decisión fue sin duda acertada... en el momento en que la hicisteis. —Puso énfasis en la frase, pronunciándola muy despacio—. Pero os recuerdo, milord, que los tiempos cambian, al igual que los corazones de los hombres. Queda el asunto del prisionero. ¿Dónde está Palin Majere? —Extendió los brazos en un gesto interrogante—. Si se lo trae ante mí, ya sea vivo o muerto, entonces retiraré todas las acusaciones y pediré perdón al caballero.

Sonrió, cruzó los brazos sobre el pecho, y dirigió a Steel una mirada envenenada, triunfal.

—¿Qué respondes a eso, caballero guerrero? —le preguntó Ariakan—. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

—Nada, milord —respondió Steel.

Se alzó un apagado rumor entre los caballeros que habían acudido a presenciar este juicio, y ahora eran muchos más que al empezar, ya que la voz se había corrido rápidamente por el campamento.

—¿Nada, caballero guerrero? —Ariakan estaba asombrado y preocupado. Miró de soslayo a la Señora de la Noche y sacudió levemente la cabeza. El gesto le dijo a Steel con más claridad que las palabras que tenía a Ariakan de su parte—. Oigamos tu versión de los hechos.

Steel podría haberles contado su historia, podría haberse ganado su admiración relatando cómo se había abierto camino a través del terrible Robledal de Shoikan, una gesta que muy pocos en Krynn se atreverían a intentar, y aún menos los que lo habían hecho y seguían vivos para poder contarlo. Podría haberse disculpado diciendo que, indudablemente, Palin Majere había escapado gracias a la ayuda de su tío Raistlin Majere, el poderoso archimago. Una vez que los hechos se conocieran, Steel estaba seguro de que Ariakan emitiría el fallo a su favor.

Pero el caballero se limitó a decir:

—No tengo excusa, milord. Acepté esta misión, y he fracasado. Empeñé mi palabra de honor. Perdí al prisionero que estaba bajo mi vigilancia. Acepto vuestra sentencia, milord.

—Será sentencia de muerte —dijo Ariakan, que frunció más el entrecejo.

—Lo sé, milord —respondió el joven con serenidad.

—Entonces, de acuerdo. No me dejas otra opción, caballero guerrero.

Ariakan puso la mano sobre la empuñadura de la espada. Una expresión de dolor contrajo sus facciones; la espada era un objeto dedicado a Paladine y así castigaba el dios a quienes seguían el camino de la oscuridad. Ariakan no soltó el arma. Despacio, apretando los dientes, dirigió la punta de la hoja hacia Steel. Sólo entonces la soltó el mandatario.

—Steel Brightblade, se te sentencia a morir con esta misma espada que has deshonrado. La sentencia de muerte se ejecutará...

«Se ejecutará ahora», pensó Steel, que había presenciado juicios semejantes con anterioridad. La disciplina debía imponerse rápidamente, debía mantenerse. Intentó prepararse para el encuentro con su soberana. ¿Que le diría? ¿Qué podía decir a quien veía lo que había en su corazón, a quien sabía la verdad?

Su cuerpo se mantenía firme, pero su alma se estremecía, y al principio no oyó las palabras de Ariakan. El murmullo de aprobación de los caballeros presentes, junto con alguna que otra aclamación, hicieron que Steel volviera al mundo de los vivos.

—¿Qué..., qué habéis dicho, milord? —tartamudeó, incrédulo.

—He dicho que la sentencia se ejecutará dentro de un mes —repitió lord Ariakan.

—¡Milord! —La Señora de la Noche protestó con presteza—. ¿Es esto prudente? ¡Ha admitido su traición! ¡Puede hacer mucho daño estando entre nosotros!

—Este caballero ha admitido que perdió a su prisionero —replicó Ariakan—. Se ha sometido voluntariamente al justo castigo. Te recuerdo, Señora de la Noche, que su comandante, invocando la Visión, pidió que se perdonara a este caballero para que combatiera en la inminente batalla. Yo también he consultado la Visión, y de ahí el fallo que he decretado y que mantengo.

La voz de Ariakan era fría y suave, pero todos los presentes percibieron su cólera. La Señora de la Noche agachó la cabeza y se retiró, pero no antes de lanzar a Steel Brightblade una mirada que, si las miradas mataran, ésta habría llevado a cabo la sentencia en ese mismo instante.

Aturdido, sin acabar de creer que seguía vivo, Steel permaneció inmóvil. Ariakan tuvo que hacer dos veces un ademán antes de que el caballero se percatara y se aproximara para recuperar su arma.

Lord Ariakan señaló la espada, con cuidado de no tocarla. Tenía la palma de la mano derecha con ampollas e inflamada, como si hubiese agarrado un hierro al rojo vivo.

—Recoge tu arma, caballero guerrero. Tienes la oportunidad de restaurar tu honor en esta batalla, para que así tu alma pueda presentarse ante nuestra reina con orgullo, y no arrastrándose ante ella.

—Os lo agradezco, milord. —La voz de Steel estaba ronca por la emoción. Cogió la espada reverentemente, y la metió en la vaina.

—Sin embargo, debo pedirte que te quites las espuelas —dijo Ariakan—. Se te despoja de rango y título. Te pongo al mando de una compañía de infantería. Tendrás el honor de dirigir la carga contra la puerta principal.

Steel levantó la cabeza y sonrió. Dirigir la carga, combatir a pie, el primero en entrar en la torre, el primero en enfrentarse a la resistencia más recia de las defensas del enemigo. Sería uno de los primeros en morir. Ariakan le estaba haciendo un gran favor.

—Entiendo, milord. Gracias. No os defraudaré.

—Regresa a tu garra de momento, Brightblade. Ocuparás tu nuevo puesto por la mañana. Puedes marcharte, a menos que tengas algo más que decirme.

Una vez más, Ariakan le estaba ofreciendo una oportunidad.

En ese momento, Steel deseó desahogarse; pero sabía que, si lo hacía, el orgullo y el afecto que su señor sentía por él se convertirían en cólera y amarga decepción.

—No, milord. No tengo nada más que decir, salvo daros de nuevo las gracias.

Ariakan se encogió de hombros. Se puso de pie y caminó hacia la Caja de Batalla. Sus oficiales se apresuraron a reunirse con él, se inclinaron sobre el cajón, y empezaron a mover unidades aquí y allí, discutiendo de nuevo estrategia y tácticas. Un clérigo oscuro llegó presuroso para ejecutar un hechizo de curación para la mano herida del mandatario.

Steel quedó olvidado, y el joven salió por la parte posterior de la tienda para eludir a la muchedumbre. Dejó el ruido y la luz detrás, y se encaminó hacia el perímetro exterior del campamento buscando un lugar en el que estar a solas.

Mañana moriría; moriría con honor, evitando que su señor y sus compañeros conocieran el tumulto en el que se debatía su alma; evitando que supieran la verdad: que había vacilado en el umbral del laboratorio, que titubeó porque había sentido miedo.

3 El plan de batalla de Ariakan. La batalla particular de Steel

Faltaban horas para el amanecer, pero el ejército de lord Ariakan estaba ya en marcha; avanzaba, serpenteante, desde las llanuras hasta las colinas Virkhus, dirigiéndose al paso Westgate y a su objetivo: la Torre del Sumo Sacerdote.

La calzada estaba despejada; los Caballeros de Solamnia no podían permitirse el lujo de desperdiciar tropas en su defensa. El ejército de Ariakan se movía rápidamente, el camino iluminado por el fuego de antorchas y el fuego de la magia. Steel, caminando a la vanguardia, se volvió a mirar atrás y se maravilló. La fila de hombres, equipo y máquinas se extendía desde las colinas hasta las llanuras. Amontonado en la calzada, moviéndose con la impecable precisión fruto de un buen adiestramiento, el ejército parecía una llameante serpiente en la oscuridad; una serpiente gigantesca que muy pronto se enroscaría en torno a su víctima y la estrujaría hasta aniquilarla. El número de hombres era incalculable. En la historia del mundo no se había reunido en Ansalon una fuerza de tales proporciones.

Los defensores de la Torre del Sumo Sacerdote podrían ver ya con claridad el ejército. Estarían contemplando aquella terrible serpiente en su inexorable avance. Steel podía imaginar su estupefacción, su consternación. Cualquier esperanza que los Caballeros de Solamnia pudieran haber albergado de mantener la posición de la torre sin duda habría desaparecido a estas alturas.

Mientras se ajustaba el cinturón de la espada, Steel recordó las historias que había oído acerca de la valerosa actitud de su padre, solo en las almenas de la misma torre que su hijo estaba a punto de atacar. Sturm Brightblade también había sabido que iba a morir. Igualmente, había sabido ver más allá, vislumbrando la brillante victoria que lo aguardaba.

Steel se sentía ahora más cerca de su padre que de su madre guerrera. Sturm comprendía la decisión tomada por su hijo, la decisión de preferir la muerte a la deshonra. Su madre, Kitiara, no lo entendía.

A lo largo de toda la noche, Steel había sentido el calor de la batalla que sostenían, una guerra que había conocido toda su vida. Podía oír la voz de su padre hablándole de honor, de sacrificio, y la voz de su madre instándolo a mentir, a disimular o buscar un medio para salir del apuro. La lucha había sido larga y extenuante; al parecer había continuado incluso mientras dormía, ya que soñó con armaduras plateadas y azules, con el estruendo de armas al chocar entre sí.

Los sueños acabaron con el toque de trompetas llamando a las armas. Steel se despertó sintiéndose descansado, animoso, sin el menor asomo de temor. Él y sus hombres —una fuerza de espadachines y arqueros bárbaros que estaban tan excitados como su jefe— marchaban a buen ritmo; tanto era así que, de vez en cuando, tenían que frenar un poco el paso para no atropellar a la garra que los precedía.

Steel moriría hoy, lo sabía a ciencia cierta. Moriría gloriosamente, y esta noche su alma estaría ante su soberana, su lealtad probada más allá de toda duda, y el tumulto interno habría terminado para siempre.


Lord Ariakan reunió a su ejército en las Alas de Habbakuk, una extensión de terreno llano con forma de faldar desplegado justo a los pies de la Torre del Sumo Sacerdote. Siendo el bastión más fuerte de las defensas de Ansalon, la fortaleza no tenía secretos para Ariakan. El mandatario conocía cada sala, cada corredor, cada entrada falsa, cada sótano; conocía sus puntos fuertes y sus debilidades. Había esperado este momento desde que se había marchado de allí, hacía muchos años.

Ariakan se recordaba a sí mismo montado en su caballo, en este mismo altozano, contemplando la torre y planeando cómo podría tomarla. El recuerdo le produjo la espeluznante sensación de haber hecho todo esto antes, aunque entonces los hombres que lo rodeaban habían sido Caballeros de Solamnia, algunos de los cuales era más que probable que hoy estuvieran esperando para enfrentarse a su antiguo compañero en batalla.

Sus servidores instalaron la tienda de mando en la oscuridad. Sus oficiales se reunieron en el mismo momento en que los primeros trazos rosa anaranjados tiñeron el cielo. Cinco oficiales se encontraban presentes: los comandantes de los tres ejércitos de asalto, el comandante de la fuerza draconiana, y el comandante de una fuerza a la que se conocía entre las demás tropas como los Esbirros de la Oscuridad, un ejército compuesto por goblins, ogros y mercenarios humanos, muchos de los cuales habían estado merodeando por las montañas Khalkist desde el final de la Guerra de la Lanza, esperando que se presentara la oportunidad de vengarse. También entre éstos había una numerosa tropa de minotauros dirigidos por oficiales de su propia raza, ya que los minotauros no aceptan recibir órdenes de simples humanos.

Ariakan repasó de nuevo su plan de batalla. El primero, segundo y tercer ejército de asalto tenían como misión atacar, batir y franquear la muralla por los accesos principales. A cada uno de ellos se le proporcionaría máquinas de asedio para llevar a cabo su misión. El primer ejército que abriera brecha en las defensas tenía que despejar ese sector de la muralla para que las otras fuerzas pudieran entrar.

Los Esbirros de la Oscuridad tenían que atacar la puerta principal de la Espuela de Caballeros. Si tenían éxito, debían abrirse paso hasta la torre central y ayudar a los ejércitos de asalto en la destrucción del enemigo.

El quinto ejército, la fuerza draconiana, se estaba reuniendo con los Caballeros de Takhisis, que atacarían desde el aire. Los draconianos, montados a lomos de los dragones azules, saltarían sobre las almenas y despejarían el camino para los ejércitos de asalto. Los caballeros permanecerían a lomos de los dragones, combatiendo contra los reptiles plateados que sin duda acudirían en ayuda de los Caballeros de Solamnia.

Acabada la reunión, Ariakan despidió a sus oficiales y ordenó a sus sirvientes que le llevaran el desayuno.


La espera era dura; Steel paseaba impaciente, incapaz de estar sentado, inmóvil. La excitación que corría por sus venas necesitaba un escape. Se acercó al grupo de especialistas que montaba la máquina de asedio con la que atacarían la entrada principal. Steel se habría sumado al trabajo con tal de hacer algo, pero supuso que sería más un estorbo que una ayuda.

El enorme ariete estaba hecho con el tronco de un roble gigantesco. La cabeza, reforzada con hierro, estaba moldeada a semejanza de la de una tortuga marina (en honor de la madre de Ariakan, diosa del mar), e iba montada sobre una plataforma con ruedas que se llevaría rodando calzada arriba, hasta la puerta principal. El ariete colgaba de lo alto de la máquina de asedio, suspendido en un soporte de cuero, e iba conectado a un complejo conjunto de poleas. Unos hombres tirarían de las gruesas sogas, echando el ariete hacia atrás. Cuando se soltaran las cuerdas, el ariete saldría impulsado hacia adelante y asestaría a las puertas un tremendo impacto. Un techo de hierro situado encima del ariete protegía de flechas encendidas, piedras y otras armas que los defensores utilizarían en un intento de destruirlo antes de que ocasionara un daño importante en los portones.

Los Caballeros de la Espina habían reforzado la infernal máquina de asedio con varios tipos de magia. Los Caballeros de la Calavera, dirigidos por la suma sacerdotisa de Takhisis, se adelantaron y dieron al ingenio sus oscuras bendiciones, invocando a la diosa para que los ayudara en su empeño. Las inmensas puertas, hechas con madera de carpe y guarnecidas con bandas de acero, estaban reforzadas aún más por la magia, y se temía que no cederían sin la intervención de la Reina Oscura.

Pero ¿estaba Takhisis presente? ¿Había acudido a presenciar el mayor triunfo de su ejército? Steel tuvo la impresión de que la gran sacerdotisa vacilaba en mitad de la plegaria, como si no estuviera segura de que hubiera alguien escuchándola. Los Caballeros de la Calavera que flanqueaban a la sacerdotisa, parecían inquietos y se miraban de soslayo unos a otros. El técnico, que se había visto obligado a interrumpir su trabajo durante las oraciones, estaba impacientándose con todo el asunto.

—Un montón de tonterías, si quieres saber mi opinión —le dijo rezongando a Steel cuando las plegarias terminaron—. Eso no quiere decir que no sea creyente —se apresuró a añadir al tiempo que echaba una mirada a su alrededor para asegurarse de que los clérigos no lo habían oído—. Pero he empleado seis meses de mi vida en el diseño de esta máquina y otros seis construyéndola. Un poco de apestoso polvo de hechiceros y unas cuantas plegarias masculladas no van a ganar esta batalla. Nuestra Oscura Majestad tendrá cosas mucho más importantes que hacer hoy que rondar por aquí y ponerse a llamar a la puerta principal de los solámnicos. —Contempló su invento con ojos rebosantes de orgullo—. Mi máquina hará ese trabajito en su lugar.

Steel se mostró cortés dándole la razón, y los dos hombres pasaron a discutir la coordinación de ambas fuerzas. Hecho esto, Steel se marchó para reunirse con sus tropas de bárbaros.

Encontró a los cafres entretenidos en algún tipo de juego popular entre los de su raza. Uno de ellos, uno de los pocos que hablaban el Común, intentó explicar a Steel cómo era el juego. El joven escuchó pacientemente, procurando mostrarse interesado. No tardó en encontrarse perdido en la complejidad de las reglas del juego, en el que se utilizaban palos, piedras, pinas y estaba implicado el lanzamiento, en apariencia descuidado, de grandes cuchillos con mangos de hueso y aspecto mortífero.

El cafre explicó que el riesgo de recibir un corte y sangrar excitaba a los hombres y los preparaba para la batalla. Steel, que se había preguntado a qué se debían todas esas cicatrices de aspecto extraño que los bárbaros tenían en las piernas y los pies, no tardó en dejar a los cafres con sus peligrosas diversiones y reanudó sus paseos de un lado para otro.

Su mirada se dirigió hacia las murallas de la Torre del Sumo Sacerdote, donde podía ver pequeñas figuras moviéndose de aquí para allí, asomándose entre los huecos de las almenas. Hacía mucho que el alba había quedado atrás, así como la hora en que los ejércitos solían atacar. Si la espera era dura para Steel, imaginaba que para los que estaban dentro de la torre tenía que serlo mucho más. Debían de estar preguntándose cuál era la razón del retraso, qué estaría tramando Ariakan, y replanteándose sus propias estrategias. Y, entre tanto, el miedo atenazaría sus corazones y su valor menguaría con el paso de las horas.

El sol siguió ascendiendo en el cielo; las sombras arrojadas por la torre se acortaron. Steel sudaba bajo la pesada armadura y miraba con envidia a los cafres, que entraban en batalla casi desnudos, con los cuerpos cubiertos con un tipo de pintura azul que apestaba, y que, según ellos, tenía propiedades mágicas y era todo cuanto necesitaban para protegerse contra cualquier arma.

Steel afrontó el calor para encaminarse hacia donde los caballeros, su propia garra, preparaban a sus dragones para el combate. El subcomandante Trevalin lo divisó e hizo un gesto con la mano, pero estaba demasiado ocupado ajustando la lanza —una copia de las famosas Dragonlances— para ponerse a charlar. Steel vio a Llamarada, que tenía un nuevo jinete. El joven no envidiaba la suerte de este caballero. Llamarada se había puesto furiosa cuando supo la destitución de Steel, incluso había amenazado con no tomar parte en la batalla. Steel había logrado convencerla para que no desertara, pero saltaba a la vista que la hembra de dragón seguía irascible. Llamarada era fiel a la Visión y lucharía valerosamente, pero también se las arreglaría para hacer la vida imposible a su nuevo jinete.

Reprimiendo los sentimientos de pesar y envidia, Steel volvió a su propia compañía, lamentando haberse marchado. Empezaba a notar el calor y su entusiasmo comenzaba a decaer, cuando una agitación en la parte central del ejército atrajo su atención. Lord Ariakan había salido de su tienda. Un profundo silencio cayó sobre los que estaban a su alrededor.

Acompañado por su guardia personal, el abanderado, los hechiceros y los clérigos oscuros, Ariakan montó en su caballo, un corcel de guerra, negro como el carbón, llamado Vuelo Nocturno, y se dirigió cabalgando hasta ocupar una posición justamente detras del escuadrón de retaguardia del segundo ejército de asalto. Ordenó que se desplegara la bandera de combate.

Los estandartes de todos los otros ejércitos fueron izados; las banderas colgaban fláccidas en el quieto aire. Ariakan levantó un bastón de negra obsidiana, decorado con lirios de la muerte plateados y rematado con una calavera sonriente. Echando un último vistazo a su alrededor y advirtiendo que todo estaba dispuesto, Ariakan bajó el bastón.

El toque claro de una trompeta sonó en el aire rielante por el calor. Steel reconoció el toque: «avance de aproximación al enemigo», y la sangre le latió en las venas a un ritmo tan acelerado que creyó que el corazón le iba a estallar de emoción.

Las trompetas de todos los ejércitos de Takhisis sonaron en respuesta, sumándose a los agudos toques de los cuernos de diversos escuadrones, fundiéndose en una estruendosa, ensordecedora melopea guerrera. Con un clamor de voces que debió de sacudir los cimientos de la torre, el ejército de Takhisis se lanzó al ataque.

4 Una discusión entre viejos amigos. Sturm Brightblade pide un favor

Al filo del alba, Tanis el Semielfo subió la escalera que conducía a las almenas próximas a la torre central, no muy lejos del lugar donde la sangre de Sturm Brightblade teñía las piedras de la muralla. Pronto ocuparía su posición aquí, pero no llamó a sus tropas para que se unieran a él. Todavía no. Tanis había elegido este sitio concreto deliberadamente. Percibía la presencia de su amigo, y, en este momento, necesitaba sentirlo cerca.

El semielfo estaba cansado; había pasado despierto toda la noche, reunido con sir Thomas y los otros comandantes, intentando encontrar un modo de lograr lo imposible: vencer a un enemigo infinitamente superior en número. Hicieron planes, buenos planes. Luego salieron a las almenas y vieron a los ejércitos de la oscuridad, iluminados profusamente, ascender por la ladera de la colina como una marea creciente de muerte.

Al garete los buenos planes.

Tanis se sentó con pesadez en el suelo de piedra de la muralla, echó la cabeza hacia atrás, y cerró los ojos. Sturm Brightblade estaba en pie frente a él.

El semielfo veía al caballero claramente, con su anticuada armadura, la espada de su padre en las manos, plantado en el mismo punto de las almenas en el que ahora descansaba Tanis. Cosa curiosa, al semielfo no lo sorprendió ver a su viejo amigo. Parecía lógico y oportuno que Sturm se encontrara allí, recorriendo las almenas de la torre por la que había dado su vida defendiéndola.

—No me vendría mal un poco de tu valor, viejo amigo —dijo Tanis en voz queda—. No podemos vencer. Es inútil. Lo sé. Sir Thomas lo sabe. Los soldados lo saben. ¿Y cómo podemos seguir adelante sin esperanza?

—A veces la victoria acaba siendo una derrota —repuso Sturm Brightblade—. Y la victoria se consigue mejor con la derrota.

—Tus frases son enigmas que no acierto a descifrar, amigo mío. Habla con claridad. —Tanis buscó una postura más cómoda—. Estoy demasiado cansado para jugar a las adivinanzas.

Sturm no respondió enseguida. El caballero paseó por las almenas, se asomó por el borde de la muralla y contempló fijamente el vasto ejército que se iba concentrando en las inmediaciones de la torre.

—Steel está ahí abajo, Tanis. Es mi hijo.

—Así que está aquí, ¿eh? No me sorprende. Al parecer, fracasamos. Ha entregado su alma a la Reina Oscura.

Sturm se volvió para mirar de frente a su amigo.

—Vela por él, Tanis.

El semielfo resopló.

—Me parece que tu hijo puede cuidar de sí mismo estupendamente, amigo mío.

—Lucha contra un enemigo infinitamente más fuerte que él. —Sturm sacudió la cabeza—. Su alma no está del todo perdida, pero, si no sale victorioso de esa lucha interna, lo estará. Vela por él, amigo mío. Prométemelo.

Tanis estaba perplejo, turbado. Sturm Brightblade rara vez pedía un favor.

—Haré cuanto pueda, Sturm, pero no lo entiendo. Steel es un servidor de la Reina Oscura. Ha rechazado todo aquello que intentaste hacer por él.

—Milord...

—Si quisieras explicármelo...

—¡Milord! —Alguien lo sacudió por el hombro.

Tanis abrió los ojos y se incorporó bruscamente.

—¿Qué? ¿Qué sucede? —Echó mano a la espada—. ¿Es la hora?

—No, milord. Siento haberos despertado, pero necesito saber vuestras órdenes.

—Sí, desde luego. —Tanis se puso de pie despacio, con los músculos entumecidos. Echó un rápido vistazo a su alrededor. No había nadie más en las almenas, sólo este joven caballero y él—. Lo siento, debo de haberme quedado dormido.

—Sí, milord —asintió cortésmente el caballero—. Estabais hablando con alguien.

—¿De veras? —Tanis sacudió la cabeza intentando librarse del aturdimiento que enturbiaba su cerebro—. He tenido un sueño la mar de extraño.

—Sí, milord. —El joven aguardó, pacientemente.

Tanis se frotó los ojos, irritados por el cansancio.

—Bien, ¿qué me preguntabas?

Prestó atención a las palabras del joven caballero, respondió y siguió con sus obligaciones; pero, cada vez que se hacía un silencio, podía oír una palabra pronunciada quedamente:

Prométemelo...


Despuntó el alba, pero la luz del sol sólo trajo un mayor pesimismo. Desde lo alto de las murallas, los defensores de la torre vieron cómo el mar de oscuridad que había surgido de la noche estaba a punto de abatirse sobre ellos como una gigantesca ola de sangre. Se propagó la noticia de que la fuerza desplegada contra los caballeros era ingente. Se oía a los comandantes ordenar ásperamente a sus hombres que guardaran silencio y mantuvieran sus posiciones. A no tardar, los únicos sonidos que se escuchaban eran las llamadas de los dragones plateados que sobrevolaban la torre, lanzando gritos desafiantes a sus parientes azules.

Los caballeros se prepararon para el ataque, pero éste no se produjo.

Pasó una hora, y luego otra. Desayunaron en sus puestos, con el pan en una mano y la espada en la otra. Los ejércitos agrupados allá abajo no hacían ningún movimiento, salvo incrementar su número.

El sol subió más y más; el calor se hizo insoportable. Se racionó el agua. El arroyo de montaña que antes corría por el acueducto de la Espuela de Caballeros casi se había secado y ahora no era más que un hilo de agua. Algunos de los hombres que estaban en las murallas, las armaduras calentándose bajo el ardiente sol, se desplomaron al perder el conocimiento.

—Creo que podríamos hervir el aceite sin necesitar fuego —comentó sir Thomas a Tanis en uno de los muchos recorridos de inspección que hizo el caballero.

Señaló el enorme caldero lleno con aceite hirviente, listo para ser volcado sobre el enemigo. El calor del fuego obligaba a todos a mantenerse alejados, a excepción de los que tenían la onerosa tarea de alimentar las llamas. Se habían quitado armaduras y ropa, quedándose desnudos hasta la cintura, pero sudaban copiosamente.

Tanis se enjugó el rostro.

—¿Qué crees que trama Ariakan? —preguntó—. ¿A qué espera?

—A que nos pongamos nerviosos y perdamos el valor —contestó Thomas.

—Pues le está dando resultado —dijo Tanis con amargura—. Que Paladine se apiade de nosotros. ¡Jamás había visto un ejército tan grande! Ni siquiera durante la guerra, en los últimos días antes de la caída de Neraka. ¿Cuántas tropas crees que tiene?

—Sólo Gilean lo sabe —repuso Thomas—. Es inútil intentar calcularlo. «Cada hombre contado con miedo es un hombre contado dos veces», como reza el dicho. Tampoco es que importe mucho.

—Tienes razón —se mostró de acuerdo Tanis—. No importa en absoluto. —Iba a preguntar cuánto tiempo pensaba que la torre podría resistir, pero comprendió que eso tampoco importaba mucho.

La llamada de una trompeta hendió el aire.

—Ahí vienen —dijo Thomas, que se marchó rápidamente para situarse en su puesto de mando, en una de las balconadas que se asomaba a los jardines, en el sexto nivel.

Tanis soltó un suspiro de alivio, y vio ese mismo alivio reflejado en los semblantes de los hombres que estaban a su mando. La acción era mucho mejor que la terrible tensión de la espera. Los hombres olvidaron el espantoso calor, olvidaron su miedo, olvidaron su sed, y se situaron en sus puestos con prontitud. Por fin podían relajarse, dejar que las cosas siguieran su curso; su suerte estaba en manos de Paladine.

Un estruendo de trompetas y un clamor de desafío hendió el aire. El ejército de la oscuridad cargó. El sol se reflejaba en las escamas azules de los dragones; las sombras de sus alas se deslizaron sobre las murallas de la torre, y la sombra de su llegada cayó sobre los corazones de los defensores. El miedo al dragón empezó a cobrarse sus primeras víctimas.

Los dragones plateados y sus caballeros jinetes, armados con las famosas Dragonlances, volaron para entrar en batalla. Una falange de azules se enfrentó con los plateados. Los rayos chisporrotearon, cuando los dragones azules atacaron con su aliento mortífero. Los plateados respondieron expulsando nubes de escarcha pulverizada que revistió con una capa de hielo las alas de sus enemigos, haciéndolos caer del cielo dando tumbos.

A Tanis le extrañó el escaso número de dragones azules, y empezaba a sospechar que este ataque inicial era una maniobra de distracción, cuando sonó un grito. Los hombres señalaban hacia el oeste.

Lo que parecía ser un enjambre de dragones azules venía volando desde aquella dirección, su número abrumadoramente superior al de los plateados. Cada uno de estos azules no llevaba un único jinete, sino varios. Los jóvenes caballeros los contemplaron con desconcierto, pero los veteranos, aquellos que habían combatido en la Guerra de la Lanza, sabían lo que se les venía encima. En el momento en que los primeros dragones azules aparecieron sobre la torre, unas sombras oscuras y aladas empezaron a descender del cielo.

—¡Draconianos! —gritó Tanis al tiempo que desenvainaba la espada y se preparaba para hacer frente al ataque—. Recordad: en el mismo momento en que hayáis matado a uno, arrojad su cuerpo por encima de la muralla.

Muertos, los draconianos eran tan peligrosos como vivos. Dependiendo de su especie, los cuerpos o se convertían en piedra, dejando atrapadas las armas dentro, o estallaban, destruyendo a los que habían acabado con ellos, o se derretían, formando charcos de ácido letal al tacto.

Un draconiano bozak, con sus atrofiadas alas extendidas para frenar la caída, aterrizó en lo alto de la muralla, directamente delante de Tanis. Incapacitado para el vuelo, el bozak aterrizó pesadamente, y quedó momentáneamente aturdido por el impacto. Sin embargo se recobraría enseguida, y los bozaks eran magos además de expertos guerreros. Tanis saltó para atacar a la aturdida criatura antes de que se hubiera recuperado del impacto. Descargó un tajo con la espada y la cabeza del draconiano se separó del cuello; la sangre salió como un surtidor. El semielfo envainó la espada y agarró el cuerpo antes de que se desplomara; lo arrastró hacia la muralla y lo empujó por encima del borde.

El bozak muerto se estrelló en medio de un grupo de bárbaros que intentaban escalar la muralla. El cuerpo estalló casi de inmediato, produciendo considerables daños en el grupo de cafres; los que no habían salido heridos recularon, desconcertados.

Tanis no tuvo tiempo de celebrarlo. Unos mamuts arrastraban una enorme máquina de asedio hacia la puerta principal de la torre, y ya estaban apoyando escalas contra las murallas. Tanis ordenó a sus arqueros que entraran en acción, dio instrucciones a los caballeros que se encargaban del caldero de aceite para que lo volcaran sobre las cabezas de los que estaban abajo. Con suerte, puede que incluso prendieran fuego a la máquina de asedio. Los hombres a su mando cumplieron con rapidez las órdenes impartidas. Le tenían un gran respeto, sabiendo que era un caballero en espíritu, aunque no hubiera sido investido como tal.

Un correo llegó corriendo, resbaló en la sangre del draconiano y estuvo a punto de caer. Recuperó el equilibrio e informó a Tanis.

—Un mensaje de sir Thomas, milord. Si la puerta principal cae, tenéis que coger a vuestros hombres y reuniros con las tropas que protegen la entrada.

«Si la puerta principal cae, no quedará mucho que defender», pensó Tanis sombríamente, pero se contuvo y calló lo que era evidente, limitándose a asentir con un cabeceo y cambiar de tema.

—¿A qué se debía el griterío que se oyó hace un momento?

El mensajero consiguió esbozar una sonrisa cansada.

—Una fuerza de minotauros intentó introducirse por el acueducto. Sir Thomas había imaginado que al enemigo se le ocurriría esa idea, debido a la sequía. Nuestros caballeros los estaban esperando. Pasará mucho antes de que vuelvan a intentarlo por ahí.

—Una buena noticia —gruñó Tanis, que apartó al mensajero de un empujón y atacó a un draconiano que estaba a punto de aterrizar encima del joven.

Aquel pequeño dique de esperanza no tardó en ser rebasado. La marea de oscuridad entró a raudales y siguió subiendo a lo largo de la tarde. Los caballeros eran obligados a retroceder y perdían posición tras posición. Se retiraban, se reagrupaban, e intentaban aguantar, pero volvían a ser empujados. Tanis luchó hasta quedarse sin aliento. Los músculos le ardían, la mano con la que sostenía la espada estaba agarrotada y le dolía. Y el enemigo seguía llegando. El semielfo sólo era consciente del choque metálico del acero, de los gritos de los moribundos y del ligero chapoteo de lo que al principio creyó que era lluvia. Resultó ser sangre; sangre de dragón que caía del cielo.

Una y otra vez, incansablemente, llegaba el rítmico estampido del impacto del gran ariete, semejante al latido de un negro corazón que palpitara con una vida pujante, terrible. Se produjo una tregua momentánea en la lucha. El enemigo esperaba algo, y Tanis aprovechó el respiro para apoyarse en la muralla y recobrar el aliento.

De abajo llegó un ensordecedor crujido y un clamor triunfal. Los inmensos portones de la Torre del Sumo Sacerdote habían cedido.

Una fuerza de tropas enemigas, que había esperado en reserva tras la máquina de asedio, corrió en tropel hacia la entrada. Los atacantes iban dirigidos por un caballero vestido con armadura pero que combatía a pie, y entre ellos había hechiceros con túnicas grises.

Tanis reunió a los hombres que estaban a su mando y que todavía aguantaban de pie, y corrió hacia la puerta principal para defenderla.

5 Promesa hecha. Promesa cumplida

Steel distribuyó sus tropas detrás y a cada lado de la enorme máquina de asedio. Los cafres eran diestros arqueros; sus arcos eran tan largos que superaban la altura de la mayoría de los humanos, y disparaban unas flechas extrañas que hacían un espeluznante ruido silbante durante el vuelo. Steel utilizaba a sus arqueros para mantener las almenas despejadas de defensores, permitiendo que la máquina de asedio hiciera su trabajo sin interrupciones.

La estrategia funcionó casi al ciento por ciento, a excepción de un pequeño grupo de caballeros que se mantuvieron en sus puestos con inflexible determinación, rechazando los ataques de los draconianos desde arriba y desviando las flechas que los cafres les disparaban desde abajo. Resultaron ser una molestia para la máquina de asedio: vertían aceite hirviente sobre ella, y estuvieron a punto de prenderle fuego; arrojaban grandes piedras, una de las cuales aplastó la cabeza de un mamut, convirtiéndola en una masa sanguinolenta; y utilizaban sus propios arqueros con mortífera precisión.

Mucho después de que otros defensores hubieran cedido o hubieran muerto, estos caballeros siguieron resistiendo. A pesar de que el retraso lo irritaba, Steel los saludó a ellos y a su comandante por su coraje y bravura. De no ser por este grupo, el ariete habría echado abajo los portones a media tarde.

Finalmente, como era inevitable, el ariete hizo su trabajo, reventando las pesadas puertas de madera. Steel reunió a sus tropas y se disponía a entrar cuando el jefe de especialistas —tras echar un rápido vistazo al interior— regresó corriendo para informar.

—Hay un maldito rastrillo obstruyendo la entrada. —El técnico se tomaba el inesperado obstáculo como una ofensa personal—. No estaba indicado en el mapa de lord Ariakan.

—¿Un rastrillo? —Steel frunció el entrecejo, intentando recordar. Había entrado en la torre por este mismo sitio cinco años atrás, y tampoco recordaba haber visto un rastrillo. Pero sí le vino a la memoria que por aquel entonces se estaba llevando a cabo algún tipo de construcción—. Al parecer lo han incorporado a las defensas. ¿Puedes echarlo abajo?

—No, señor. No hay hueco suficiente en la muralla para que entre la máquina. Esto sería trabajo para un hechicero, señor.

Steel envió a un mensajero para que informara a lord Ariakan. Ahora no podían hacer nada, salvo esperar.

Recordó el día en que había cruzado estas puertas, cuando bajó a la Cámara de Paladine para presentar sus respetos a la memoria de su padre. El cuerpo de Sturm Brightblade estaba tendido sobre el sepulcro, incorrupto, según algunos, gracias a la magia de la joya elfa que el caballero llevaba colgada al cuello. La espada de los Brightblade estaba firmemente prendida en sus frías manos. Admiración por el coraje y la valentía del hombre muerto, pena de no haberlo conocido, la esperanza de ser como él... Todas estas emociones habían conmovido el alma de Steel, despertando su veneración y su amor. Su padre había correspondido a ese amor dando a su hijo los únicos regalos que podía darle: la joya y la espada; regalos sobrenaturales, benditos y malditos por igual. A pesar de que el sol de media tarde caía a plomo, Steel se estremeció ligeramente.

«Ten cuidado, joven. Una maldición caerá sobre ti si descubres la verdadera identidad de tu padre. ¡Déjalo estar!»

Era la advertencia que lord Ariakan le había hecho cuando Steel era todavía un muchacho. La advertencia se había convertido en realidad. La maldición había caído como un hacha y había partido en dos el alma de Steel. Aun así, también había sido una bendición. Tenía la espada de su padre y un legado de honor y coraje.

Ahí arriba, en aquellas almenas que habían sido defendidas con semejante bravura y tenacidad, la sangre de su padre teñía las piedras. La sangre de su hijo teñiría las piedras del patio. Uno, defensor; el otro, conquistador. Y, sin embargo, parecía eminentemente apropiado.

El mensajero regresó, trayendo con él a tres Caballeros de la Espina. Ninguno de ellos, advirtió Steel con alivio, era la hechicera gris que lo había acusado.

Steel reconoció a su comandante, un Señor de la Espina. El hombre estaba en la madurez, había combatido en la Guerra de la Lanza, y era el mago personal de Ariakan. Estaba acostumbrado a trabajar con soldados, a compaginar la espada con la magia.

Señaló despreocupadamente la entrada de la torre y gritó para hacerse oír sobre el fragor de la batalla:

—Milord nos ha ordenado que removamos las defensas que hay dentro. Necesitaré que tus tropas nos protejan mientras trabajamos.

Steel situó a sus hombres en posición. El hechicero mayor y sus ayudantes ocuparon sus posiciones en la retaguardia. Una nube de polvo que se levantó detrás de ellos indicó que el segundo ejército de asalto se estaba colocando en formación, listo para entrar cuando el camino estuviera despejado.

El Señor de la Espina hizo un gesto con la mano.

Steel levantó su espada en un saludo a su reina. Con un resonante grito de guerra, condujo a sus hombres, seguidos por los hechiceros grises, al interior de los destrozados portones de la Torre del Sumo Sacerdote.

El rastrillo de hierro se interponía entre los caballeros y el patio central. Los defensores dispararon una mortífera andanada de flechas desde el otro lado, a través de las barras del rastrillo.

Veterano en vérselas con este tipo de defensas, el Señor de la Espina y los otros dos Caballeros Grises de rango inferior empezaron a hacer su trabajo con rapidez y eficacia. Steel, siempre algo desconfiado con la magia, los observó con atónita admiración en tanto que sus arqueros disparaban flechas a su vez a través del enrejado, obligando a los defensores a mantener las distancias.

Unas cuantas flechas, disparadas por los arqueros solámnicos, cayeron entre los hechiceros. Los dos Caballeros Grises se ocuparon de ellas. Utilizando diferentes conjuros de escudo y desintegración, consiguieron que las flechas rebotaran en una barrera invisible o se convirtieran en polvo antes de alcanzar su destino.

El Señor de la Espina, trabajando con tanta frialdad y tranquilidad como si se encontrara en su propio laboratorio, sacó de su bolsillo un frasco grande que contenía lo que parecía ser agua. Sosteniendo el recipiente en la mano, echó dentro un pellizco de tierra, puso el tapón otra vez, y empezó a entonar unas palabras en el enrevesado lenguaje de la magia. Volvió a destapar el frasco mientras todavía pronunciaba el hechizo, y vació su contenido en el muro de piedra donde estaba montado el rastrillo.

El agua se deslizó por la piedra en reguerillos. El hechicero se guardó el recipiente vacío en el bolsillo, con cuidado, dio una palmada y, al instante, el muro empezó a disolverse, la piedra tornándose mágicamente en barro.

Terminada su labor, el Señor de la Espina metió las manos entre las mangas de la túnica y retrocedió.

—Echadlo abajo —le dijo a Steel.

El caballero ordenó a tres de los cafres más corpulentos que se adelantaran. Los bárbaros apoyaron los hombros en el rastrillo y, tras dos o tres empellones, arrancaron la reja de sus anclajes y la derribaron.

El Señor de la Espina, que parecía aburrido, reunió a sus ayudantes.

—A menos que me necesites para alguna cosa de importancia, regresaré al lado de mi señor.

Steel asintió con la cabeza. Agradecía la ayuda de los hechiceros, pero no lamentó verlos partir.

—Avisadme cuando la torre haya caído —añadió el mago—. Se supone que tengo que forzar la puerta de la tesorería.

Se marchó, con sus ayudantes yendo tras él presurosos. Steel ordenó a sus hombres que dejaran arcos y flechas y desenvainaran espadas y dagas. De ahora en adelante, el combate sería cuerpo a cuerpo. Detrás se oyó gritar órdenes. El segundo ejército de asalto se preparaba para avanzar.

Steel condujo a sus hombres saltando sobre los portones destrozados, por debajo del barro goteante y por el pasadizo que daba al patio central de la Torre del Sumo Sacerdote. Detuvo a sus tropas al final del pasaje.

El patio estaba desierto.

Steel sintió inquietud. Había esperado encontrar resistencia.

Tras los gruesos muros de la torre todo estaba tranquilo, silencioso; demasiado silencioso.

Esto era una trampa.

No estando acostumbrados a atacar fortificaciones, los cafres habrían salido corriendo a descubierto con inconsciente despreocupación. Steel bramó una orden con voz ronca, y tuvo que repetirla dos veces antes de conseguir que los cafres comprendieran que debían esperar a que les diera la señal de avance.

Steel estudió la situación cuidadosamente.

El patio tenía forma de cruz. A la derecha de Steel había dos puertas de hierro, adornadas con el símbolo de Paladine, que conducían más al interior de la fortaleza. En el extremo opuesto de la cruz había otro rastrillo, pero Steel no pensaba dejarse engañar con eso. El corredor conducía a la Trampa de Dragones, un truco ya viejo en lo que concernía a los Caballeros de Takhisis.

A cada lado del rastrillo había dos escaleras que bajaban desde las almenas. Steel miró intensamente aquellas escaleras. Ordenó a los cafres que guardaran silencio y escuchó con atención; le pareció oír un suave rasponazo, como si una armadura se hubiera rozado contra la piedra. Así que ahí era donde estaban escondidos. Los haría salir a descubierto, y sabía exactamente cómo hacerlo.

Señaló las puertas de hierro a su derecha, las que lucían los símbolos del martín pescador y la rosa, e impartió órdenes en voz alta.

—Echad abajo esas puertas. Bajando la escalera que hay detrás están las tumbas en las que reposan los cuerpos de los malditos Caballeros de Solamnia. Nuestras órdenes son saquear la cripta.

Varios cafres se lanzaron hacia las puertas, las empujaron con sus corpachones, y golpearon la cerradura con sus espadas. Steel entró en el patio pavoneándose, con aires de gran conquistador e indiscutible señor de la torre. Se quitó el yelmo, pidió un odre de agua, y echó un buen trago. Los cafres entraron tras él, agolpándose, riendo y parloteando en su lengua. Cogieron las antorchas de los hacheros de las paredes y abuchearon a sus compañeros por ser tan lentos haciendo su trabajo; los que querían derribar las puertas no estaban teniendo mucho éxito.

Steel no había esperado en ningún momento que lo consiguieran. No había recibido orden de saquear la cripta, y tampoco tenía intención de permitir que los bárbaros accedieran a aquel venerado recinto. Pero su estratagema funcionó. Se había acercado más a las escaleras, y ahora podía oír claramente el tintineo de metal contra metal, e incluso un quedo murmullo de indignación que fue acallado rápidamente.

Siguiendo con la comedia, simuló no haber oído nada y fue a reprender a los cafres.

—¡Alfeñiques! —bramó Steel—. ¿Es que voy a tener que llamar a los hechiceros cada vez que nos encontremos con una puerta? ¡Me iría mejor si dirigiera un ejército de gullys! Arrimad la espalda en...

Un estruendo, el entrechocar de armas y un repentino grito a su izquierda indicaron a Steel que los defensores habían dejado su escondite y estaban atacando.

Un contingente de Caballeros de Solamnia irrumpió en medio de la tropa de bárbaros. Lo rápido y repentino de su ataque sorprendió incluso a Steel. Varios de los cafres cayeron muertos antes de que tuvieran ocasión de levantar sus espadas.

Al parecer, los caballeros tenían un comandante capacitado e inteligente. No atacaron atropelladamente, sino con precisión, formando una cuña que penetró en el grueso de la tropa de Steel, dividiendo a los hombres mientras que ellos mantenían una unidad compacta. Con el segundo ejército de asalto entrando por el acceso principal, la fuerza de Steel no tenía adonde ir, estaba atrapada en el patio.

Había previsto esto, desde luego. No esperaba ganar la batalla, pero al menos el segundo ejército de asalto encontraría despejado el camino.

Steel dejó que sus hombres hicieran frente a lo más recio del ataque. Su responsabilidad era encontrar al hábil e inteligente comandante, quizás el mismo hombre que había combatido con tanta determinación en las almenas, y eliminarlo.

«Corta la cabeza y el cuerpo caerá», era una de las máximas de Ariakan.

Steel se puso de nuevo el yelmo, bajó la visera, y se abrió camino a empujones entre sus hombres. Apartó espadas con golpes certeros y se paró para luchar cuando se vio obligado a hacerlo, pero su propósito seguía siendo localizar al oficial al mando, algo que no resultaba fácil. Todos los caballeros llevaban armaduras, la mayoría de ellas abolladas y manchadas de sangre. Le costaba trabajo distinguir a unos de otros.

Combatiendo en medio del tumulto, Steel oyó levantarse por encima del estrépito una voz imperiosa que impartía nuevas órdenes. Esta vez, Steel vio al comandante.

No llevaba yelmo, quizá para que sus órdenes pudieran ser oídas claramente. Tampoco iba con armadura completa; sólo llevaba un peto sobre el coselete de cuero. Steel no veía el rostro del comandante, ya que éste daba la espalda al caballero. El cabello castaño rojizo con mechones grises indicaba que era mayor, un veterano de muchas batallas, indudablemente.

Parte del peto del hombre colgaba suelto, pues una de las correas de cuero había sido cortada, y dejaba su espalda parcialmente expuesta. Pero Steel prefería la muerte antes que atacar a nadie por detrás.

Abriéndose paso entre dos hombres enzarzados en combate, Steel llegó hasta el comandante y le puso la mano en el hombro para atraer su atención.

El comandante se giró veloz sobre sí mismo para ponerse de cara a su oponente. El rostro barbudo del hombre estaba cubierto de sangre. Su cabello enmarañado, húmedo de sudor, le caía sobre los ojos. Una hormigueante sacudida conmocionó brevemente a Steel. Algo dentro de él le decía que conocía a este hombre.

—¡Semielfo! —exclamó, dando un respingo.

El hombre frenó su ataque, retrocedió y miró a Steel fijamente, con desconfianza.

El caballero estaba furioso por la mala pasada que el destino le había jugado, pero su honor le impedía luchar contra este hombre que en una ocasión le había salvado la vida.

Con un gesto rabioso, Steel se levantó la visera.

—Me conoces, Tanis el Semielfo. No combatiré contra ti, pero puedo pedirte, y te exijo, que te rindas.

—¿Steel? —Tanis bajó la espada. Estaba sorprendido por este encuentro, si bien, en cierto modo, no estaba sorprendido en absoluto—. Steel Brightblade...

Un joven Caballero de Solamnia, que estaba cerca de Tanis, pasó veloz junto al semielfo con una lanza apuntada al rostro desprotegido de Steel.

Steel levantó el brazo para frenar el golpe, resbaló en un charco de sangre, y cayó al suelo. Su espada —la espada de su padre— salió volando de su mano. El joven solámnico se le echaba encima.

Steel intentó incorporarse desesperadamente, pero la pesada armadura le impedía cualquier movimiento rápido. El Caballero de Solamnia enarboló la lanza, dispuesto a hundir su punta en el cuello de Steel. De repente, la lanza y el caballero desaparecieron del campo de visión de Steel.

Tanis se inclinó sobre él y le ofreció una mano para ayudarlo a levantarse.

El orgullo lo instaba a rechazar la ayuda de un enemigo, pero el sentido común y la Visión lo urgieron a aceptar la mano de Tanis, aunque lo hizo a regañadientes.

—De nuevo te debo la vida, semielfo —dijo con amargura una vez que estuvo de pie.

—No me des la gracias —replicó, sombrío, Tanis—. Le hice una promesa a tu...

Los ojos del semielfo se abrieron desmesuradamente y una mueca de dolor contrajo su rostro. Se dobló hacia adelante al tiempo que lanzaba en gemido.

Uno de los cafres, situado detrás del semielfo, liberó su ensangrentada espada de un tirón.

Tanis se tambaleó; las rodillas se le doblaron.

Steel cogió al semielfo y lo tumbó en el suelo con toda clase de cuidados. Sosteniéndolo entre sus brazos, Steel notó el cálido flujo de la sangre en sus manos.

—Semielfo, no fui yo quien te hirió. ¡Lo juro! —dijo con apremio.

Tanis alzó la vista hacia él e hizo un gesto de dolor.

—Lo... sé —musitó, y sonrió con sorna—. Eres un... Brightblade.

Se puso rígido, dio un respingo, e inhaló aire trabajosamente. Un hilo de sangre escurrió entre sus labios. Su mirada se apartó de Steel, intentando enfocarse en algo, detrás del caballero negro.

—Sturm... —Sonrió—. He mantenido mi promesa.

Soltando un suave suspiro, como si agradeciera la ocasión de descansar, Tanis cerró los ojos y murió.

—¡Semielfo! —gritó Steel, aunque sabía que no obtendría respuesta—. Tanis...

Steel fue consciente en ese momento de que un Caballero de Solamnia estaba de pie junto a él. El caballero contemplaba el cadáver tendido a sus pies con una expresión de intenso dolor, angustia y pena.

El Caballero de Solamnia no llevaba yelmo, ni tampoco armas. Su armadura era una antigualla. No dijo nada, ni hizo ningún movimiento amenazador. Sus ojos se volvieron hacia Steel y lo miraron con una intensa expresión en la que había tristeza y también un gran orgullo.

Steel supo entonces quién estaba de pie a su lado. No era un sueño. Ni una visión. O, si lo era, su imaginación daba al sueño forma y consistencia.

—¡Padre! —musitó.

Sturm Brightblade no dijo nada. Se inclinó, cogió el cuerpo de Tanis el Semielfo, lo levantó en sus brazos, y, dándose media vuelta, echó a andar despacio, con pasos mesurados, fuera del patio.

El sonido de gritos desafiantes y armas entrechocando sacó a Steel de su estupor. Las puertas de hierro, marcadas con el símbolo de Paladine, se abrieron de golpe. Una nueva fuerza de Caballeros de Solamnia entraron en tropel en el patio, viniendo en ayuda de sus compañeros. Un caballero gritó que Tanis el Semielfo estaba muerto; otro caballero juró por Paladine que vengaría su muerte. Señalaron a Steel.

Steel recogió su espada, que había quedado tirada en el suelo, y se dirigió a su encuentro.

6 Los dragones silenciosos. El portal abierto. Alguien esperando al otro lado

—Oops —dijo Tasslehoff Burrfoot, estupefacto e impresionado. Luego añadió con un gemido:— ¡Lo he roto! ¡No era mi intención, Palin! Siempre estoy rompiendo cosas. Es una maldición. Primero, un Orbe de los Dragones, luego el artefacto para viajar en el tiempo. ¡Ahora sí que la he hecho! ¡He roto el Portal al Abismo!

—Tonterías —espetó bruscamente Palin, pero en su voz faltaba convicción. Le pasó por la cabeza la alarmante idea de que si había en Krynn alguien capaz de «romper» el Portal al Abismo, ése era Tasslehoff.

Pero un razonamiento más lógico prevaleció. El Portal había sido construido por magos poderosos valiéndose de magia poderosa que ni siquiera un kender podría desenmarañar. Pero, si esto era verdad, entonces ¿qué andaba mal?

Palin se aproximó al Portal cautelosamente para echar un vistazo más de cerca y lo miró perplejo.

—Lo vi una vez antes, ¿sabes, Palin? —Tas contemplaba el Portal fijamente y sacudió la cabeza con tristeza—. Era realmente maravilloso y al mismo tiempo horrible. Las cinco cabezas de dragones eran de diferentes colores y todas gritaban, y Raistlin entonaba una salmodia y dentro giraba un remolino de luces que te mareaba al mirarlo, y escuché una risa espantosa que venía del otro lado y... y... —Tas suspiró y se sentó pesadamente en el suelo con gesto abatido—. Míralo ahora.

Palin lo miraba. Nunca había visto el Portal realmente, sólo en la ilusión creada por Dalamar, pero había estudiado su historia como hacían todos los magos. El Portal era una gran puerta ovalada, instalada sobre una grada, y adornada y guardada por las cabezas de cinco dragones cuyos sinuosos cuellos se alzaban serpenteantes desde el suelo. Las cinco cabezas miraban hacia adentro, dos en un lado y tres en el otro. Las cinco fauces estaban abiertas, cantando interminables y silenciosos himnos triunfales a la Reina Oscura.

Dentro del Portal había una oscuridad que sólo los ojos de la magia podían penetrar.

Cada, vez que se levantaba la cortina que ocultaba el Portal, las cinco cabezas cobraban vida, irradiando brillantes colores: azul, verde, rojo, blanco y negro. Matarían y devorarían a cualquier mago lo bastante necio como para intentar entrar por sus propios medios, como había ocurrido durante la Prueba...

Palin parpadeó, cegado por el fulgor. Los ojos le ardían, y tuvo que frotárselos. El brillo de las cabezas se hizo deslumbrante, y en el aire se alzaron unos cánticos.

La primera: De la oscuridad a la oscuridad, el eco de mi voz resuena en el vacío.

La segunda: De este mundo al otro, mi voz clama exultante de vida.

La tercera: De la oscuridad a las tinieblas, llamo. Bajo mis pies, el suelo es firme.

La cuarta: Tiempo: deten el curso de tu marcha.

Y, por último, la quinta cabeza: Puesto que incluso los dioses se someten al destino, lamentadlo conmigo.

... Su visión se hizo borrosa, y las lágrimas corrieron a raudales por sus mejillas mientras intentaba ver a través de la cegadora luz... Las luces multicolores formaron un torbellino y giraron alrededor del vacío negro que vibraba palpitante... La propia oscuridad se movía, giraba en torno a un punto de mayor negrura en el centro del vacío...

—¡Caray, mira esto! —dijo Tas de repente. Se incorporó de un brinco y corrió a tirar de la manga a Palin—. ¡Puedo ver dentro! ¡Palin, puedo ver dentro! ¿Y tú?

El joven mago dio un respingo. Podía ver dentro del Portal. Un paisaje llano, desierto, grisáceo se extendía bajo un cielo gris y vacío.

Las cinco cabezas de dragones estaban silenciosas, oscuras. Los ojos de las cabezas, que deberían haber relucido en una feroz advertencia ante este intento de abrirse paso burlando su vigilancia, permanecían apagados, mortecinos, vacíos.

—Eso es el Abismo —dijo Tas solemnemente—. Lo reconozco. Es decir, lo recuerdo. Pero el color no está bien. No sé si te lo he contado o no...

—Lo has hecho —murmuró Palin, aunque sabía que daba igual porque Tas continuaría con su historia.

—Estuve una vez en el Abismo, y sufrí una gran desilusión. ¡Había oído tantas cosas acerca de él! Demonios y diablos y aparecidos y espectros y almas en pena... Tenía verdaderas ganas de visitarlo. Pero el Abismo no es así. Es vacío y horrible y aburrido. Casi me morí de aburrimiento.

Lo que para un hombre es el cielo para otro es el infierno, como reza el dicho, y esto era especialmente cierto en el caso de los kenders.

—Casi tan aburrido como aquí —añadió Tas, un comentario ominoso viniendo de un kender, como Palin debió haber recordado.

Pero el joven estaba absorto en sus pensamientos, intentando explicar lo inexplicable. ¿Qué le pasaba al Portal?

—Pero recuerdo muy bien —siguió parloteando Tas— que el Abismo no tenía este color gris. Era una especie de rojizo, como si un fuego ardiera a lo lejos. Así es como lo describió Caramon. Quizá la Reina Oscura decidió volver a decorarlo. —La idea animó al kender—. Podría haber elegido un tono mejor... Así, todo tan gris, no me hace mucha gracia. Sin embargo, cualquier cambio sería para mejor.

Tas se estiró el blusón, comprobó que llevaba encima todas sus bolsas y saquillos, y se dirigió hacia el Portal.

—Vayamos a echar un vistazo.

Palin no le estaba prestando atención; su mente estaba ocupada en recordar todo lo que había oído decir o había leído acerca del Portal al Abismo. Pero esa parte de él que estaba en constante alerta cuando había un kender cerca —un instinto de supervivencia que los humanos desarrollaban— dio la alarma y lo sacó de sus reflexiones.

Adelantándose de un salto, tropezando con la grada en su precipitación, Palin se las arregló para agarrar a Tas segundos antes de que el kender cruzara el Portal.

—¿Qué? —preguntó Tas con los ojos muy abiertos— ¿Qué pasa?

A Palin le costaba trabajo respirar.

—El conjuro... podría estar activado... impidiendo el acceso... Podrías haber... muerto...

—Supongo que sí —dijo Tas con actitud pensativa—. Claro que, por otro lado, supongo que no. Así es el rebote de las bolas de fuego, como solía decir Fizban. Además, me da la impresión de que Raistlin se está impacientando, y me parece de muy mala educación tenerlo esperando más tiempo.

A Palin se le cortó la respiración del todo. Se quedó helado, con el corazón en un puño.

—Mi... tío...

—Está justo ahí delante. —Tas señaló el Portal, hacia el vacío paisaje gris—. ¿Es que no lo ves?

Palin apretó con fuerza el Bastón de Mago, buscando apoyo en él. Volvió a mirar dentro del Portal, temiendo ver...

El cuerpo de Raistlin colgaba inerte por las muñecas; la túnica negra estaba hecha jirones. El largo cabello blanco le caía sobre el rostro, al tener la cabeza reclinada sobre el pecho... Desde el pecho hasta el bajo vientre, el cuerpo de Raistlin estaba desgarrado y quedaban al descubierto los órganos vitales aún palpitantes. El goteo que había escuchado Palin era la sangre al caer sobre un aljibe colocado a sus pies.

Raistlin estaba de pie, vestido con sus ropajes negros, los brazos cruzados sobra el pecho. Tenía la cabeza inclinada, en un gesto pensativo, pero de vez en cuando echaba una mirada hacia el Portal, como si estuviera esperando a alguien. Luego volvía a sumirse en sus reflexiones, que no parecían ser agradables a juzgar por la expresión sombría plasmada en su rostro.

—¡Tío!

Fue sólo un susurro; Palin casi ni se oyó pronunciar la palabra. Pero Raistlin lo hizo. El archimago levantó la cabeza y volvió hacia el joven los dorados ojos con pupilas en forma de reloj de arena.

—¿Por qué vacilas, sobrino? —preguntó una voz seca y ronca, con irritación—. ¡Aprisa! ¡Ya has perdido bastante tiempo! El kender ha estado antes aquí. Él te guiará.

—Ése soy yo —exclamó Tas, excitado—. ¡Se refiere a mí! ¡Voy a hacer de guía! Nunca había sido guía antes. Salvo en Tarsis, que no estaba junto al mar como debería haber estado, pero eso no fue culpa mía. —Cogió a Palin de la mano—. Vamos, sígueme. Sé exactamente qué hay que hacer...

—¡Pero no puedo! —Palin liberó su mano de la de Tas de un tirón—. ¡Tío! —llamó—. ¿Y qué pasa con el Portal? Según las leyes de la magia, no podemos...

—Leyes —dijo Raistlin suavemente, meditabundo. Desvió la mirada hacia el horizonte, al pálido gris del cielo infinito—. Todas las leyes están canceladas, sobrino, se han roto todas las reglas. Puedes entrar en el Portal sin sufrir daño alguno. Nadie te detendrá. Nadie.

Las leyes canceladas. Las reglas rotas. Qué concepto tan extraño. Y, no obstante, Palin tenía la prueba de ello ante sus propios ojos. Podía entrar en el Portal sin impedimento. La Reina Oscura no intentaría detenerlo. No corría peligro.

—Te equivocas, sobrino —dijo Raistlin en respuesta a sus pensamientos—. Corres un gran peligro. Tú y todos los mortales de Krynn. Ven a mí, y te lo explicaré todo. —Los dorados ojos se entrecerraron—. A menos que tengas miedo...

Palin lo tenía, y había una buena razón para ello, pero sin embargo dijo en voz queda:

—He llegado hasta aquí, tío. No pienso echarme atrás.

—Bien dicho, sobrino. Me alegra ver que no he perdido mi tiempo contigo. Cuando estéis aquí, venid a buscarme.

Palin inhaló hondo, aferró fuertemente el bastón con una mano y agarró la de Tasslehoff con la otra.

Juntos, los dos se acercaron hasta encontrarse delante de las cinco cabezas de dragones.

—Entraremos —les dijo Palin, y dio un paso adelante.

Los dragones no se movieron, no hablaron, no vieron, no oyeron.

—El Portal está roto —musitó para sí el joven mago—. ¡Está... muerto!

Tas y Palin cruzaron el Portal al Abismo tan fácilmente como si hubieran cruzado la puerta de la cocina de Tika.

7 El Abismo. La búsqueda. Asamblea de inmortales

Estaban rodeados de gris: suelo gris, cielo gris. No había señales de vida, ni siquiera de vida condenada.

A Raistlin no se lo veía por ningún sitio.

—¡Tío! —empezó a llamar Palin.

—¡Chist! ¡Calla! —exclamó Tas que se aferró al joven y casi lo tiró patas arriba—. No digas una palabra. ¡Ni siquiera la pienses!

—¿Qué? ¿Por qué no? —preguntó Palin.

—En este sitio las cosas pasan de un modo muy extraño —susurró el kender mientras echaba miradas furtivas a su alrededor—. Cuando estuve aquí, pensé lo bonito que sería ver un árbol, y apareció uno, así, sin más. Sólo que no era un árbol verde, frondoso, sino un árbol muerto. Y entonces pensé en Flint porque, según Fizban, se supone que tengo que encontrarme con él debajo de un árbol en la otra vida. Y apareció un enano, sólo que no era Flint. Era un enano perverso llamado Arack y vino hacia mí blandiendo un cuchillo y...

—Comprendo —dijo suavemente Palin—. Aquello que deseamos, lo recibimos, sólo que no es exactamente como lo queremos. ¿Supones, entonces, que Raistlin...? ¿Que no era más que una ilusión, porque yo quería verlo?

—Parecía muy, pero que muy real, ¿no? —repuso Tas después de pensarlo un momento—. Ese misterioso comentario acerca de leyes canceladas y reglas rotas... Es muy propio de Raistlin. Y el modo en que nos dijo que nos encontráramos con él aquí, para después marcharse antes de que llegáramos, eso también es muy propio de él.

—Pero nos dijo que nos diéramos prisa... —Palin consideró el asunto—. «Leyes canceladas... reglas rotas... Cuando estéis aquí, venid a buscarme...» Tas —dijo, ocurriéndosele de pronto una idea—, ¿cómo viajabas por este sitio? No caminabas, ¿verdad?

—Bueno, puede hacerse, pero el paisaje no es nada del otro mundo, por no mencionar que no sabemos adonde vamos... ¿O lo sabemos?

Palin sacudió la cabeza en un gesto de negación.

—Entonces, no aconsejaría que camináramos —dijo Tas—. La última vez que estuve aquí, recuerdo a ese individuo realmente horrible, con una barba que le brotaba de la calavera, y que olía como la merienda de un gully, sólo que peor. Fue el que me encontró y me llevó a ver a la Reina Oscura. Ella no fue nada agradable —añadió Tas con tono severo—. Me dijo que...

—¿Cómo fuisteis a ver a la reina? —lo interrumpió Palin, manteniendo con firmeza las riendas de la conversación, consciente de que si las dejaba flojas el locuaz kender la desviaría hacia media docena de caminos coloquiales secundarios.

Las cejas de Tas se fruncieron en un gesto pensativo.

—Bueno, no fue con un coche de caballos. Eso no lo habría olvidado. Creo... Sí. Aquel tipo horrible puso la mano, que era más bien una garra huesuda, según recuerdo... la puso alrededor de un medallón que llevaba al cuello, y en cierto momento nos encontrábamos en un sitio y al momento siguiente estábamos en otro lugar.

—¿Estás seguro de que nevaba un medallón? —preguntó Palin, decepcionado.

—Sí, completamente. Lo recuerdo porque era un medallón de aspecto muy interesante. Tenía un dragón de cinco cabezas, y me habría gustado tomarlo prestado durante un rato, sólo para echarle una ojeada, y...

—El bastón —dijo Palin.

—No. Un medallón. Estoy seguro. Yo...

—Quiero decir que quizá podríamos utilizar el bastón para encontrar a mi tío. Vamos, agárrate de mi mano. —El joven apretó el cayado con más fuerza.

—¿Vas a hacer magia? —preguntó Tas, anhelante—. Me encanta la magia. Recuerdo una vez, cuando Raistlin me transportó mágicamente a un estanque de patos. Era...

Palin no prestaba atención al kender. Cerró lo ojos, apretó los dedos en torno al bastón y sintió que la suave madera se ponía caliente al tacto. Pensó en su tío, recordándolo como lo había visto, oyó su voz, la oyó claramente.

¡Deprisa! Ven a mí...

—¡Oh! —exclamó Tas con un respingo—. ¡Palin, mira! ¡Funciona! Nos estamos moviendo.

Palin abrió los ojos.

El paisaje gris, invariable, se deslizaba bajo sus pies; el cielo gris giraba y giraba a su alrededor, más y más rápido, hasta que Palin se sintió mareado, con náuseas.

El torbellino gris los envolvió, giró a su alrededor. El suelo desapareció bajo sus pies, pero el remolino gris los retuvo, no los soltó.

Vueltas... y vueltas... y vueltas...

Vueltas... y vueltas... y vueltas...

Devanando sus sentidos, arrebatándole la conciencia como si fuera una hebra hilándose en un huso, girando, girando en una gran rueca, vueltas y vueltas... retorciéndose y afinándose más y más...

Sonó un chasquido.

Palin no podía respirar. Una mano le tapaba la boca. Se debatió, intentó levantar sus propias manos para librarse de los dedos sofocantes...

—¡Chitón! —dijo una voz susurrante—. ¡No digas una palabra! Guarda silencio. Se supone que no tenemos que estar aquí.

Palin abrió los ojos y se encontró mirando unos ojos dorados, con las pupilas en forma de reloj de arena. La mano que le tapaba la boca era delgada y huesuda; los dedos, largos y delicados. La piel tenía un tinte dorado. Era la mano de su tío, era su tío el que lo sujetaba.

El joven hizo un gesto de asentimiento para indicar que había entendido. Raistlin aflojó los dedos, y Palin inhaló hondo.

Algo rebulló a su lado. Tasslehoff.

El kender estaba diciendo algo, pero Palin no podía escucharlo. Sabía que Tas estaba hablando porque la boa del kender se movía, pero de ella no salía ninguna palabra, ningún sonido.

Tasslehoff, con una expresión de absoluto desconcierto, se tocó la garganta y volvió a hablar. Nada.

Puso la mano hueca en torno a una oreja y volvió a intentarlo. No hubo ningún sonido.

Desesperado, el kender sacó la lengua y, poniéndose bizco, se la miró para ver qué le ocurría.

Raistlin se acercó a Palin y le dijo en un susurro:

—El conjuro no es permanente. No lo sueltes.

El joven volvió a asentir con un cabeceo, aunque no pudo evitar preguntarse por qué Raistlin había hecho que el kender lo acompañara. Iba a planteárselo, pero Raistlin le dirigió una mirada severa con la que lo exhortaba a guardar silencio.

Palin, Raistlin y Tas estaban escondidos en unas densas sombras, detrás de una enorme columna de brillante mármol blanco con estrías negras y rojas. Cerca de Palin había otra columna, ésta de mármol negro con estrías rojas y blancas. Y, más allá, había una tercera columna, de mármol rojo con estrías blancas y negras. Bajo sus pies no había suelo ni tierra; sólo oscuridad.

Palin ahogó una exclamación. Una fuerte mano se cerró sobre la suya; unos dedos delgados se clavaron dolorosamente en su brazo.

Raistlin no dijo una palabra. No era necesario. Palin cerró la boca, decidido a no hacer ningún otro ruido. Agarró a Tas, que empezaba a escabullirse. Juntos, miraron hacia abajo.

Había un grupo de gente en un círculo. Bajo sus pies había un suelo de mármol. En el centro del suelo había un círculo de negra nada. Irradiando de aquel círculo había bandas de colores alternos: blanco, negro y rojo. Las personas —hombres y mujeres— se encontraban al borde del círculo, cada uno sobre su color. Estaban hablando, discutiendo.

Palin miró a Raistlin, perplejo.

El archimago señaló con un gesto de su cabeza encapuchada hacia la gente allá abajo, y luego se tocó un oído.

Palin escuchó con atención, y cuando comprendió la importancia de la conversación, la enormidad de lo que estaban diciendo, se quedó mudo por la impresión. No habría podido emitir ningún sonido aunque hubiese querido hacerlo. Escuchó y observó con profunda atención al tiempo que su alma se estremecía. Incluso Tas, por fin, había olvidado sus intentos de hablar, impresionado.

Las gentes a las que estaban espiando eran los dioses de Krynn.

—¡Todo esto es culpa de Hiddukel! —Chislev, una diosa vestida con ropajes verdes y con guirnaldas de flores y hojas adornando el cabello castaño, señalaba con un dedo acusador a un robusto dios que estaba sobre una banda negra—. Nos engañó a mí y al enano. ¿No es verdad, Reorx?

El enano, cuyas lujosas ropas no eran precisamente las más adecuadas que podía llevar, sostenía en las manos el sombrero adornado con plumas. Se mostraba sumiso, pero la cólera ardía en sus ojos.

—Lo que dice Chislev es cierto. Yo fui quien forjó la condenada gema... a petición de ella, he de añadir. Aun así, fue Hiddukel quien maquinó todo el asunto.

El dios —un dios corpulento y grueso, de maneras untuosas— sonrió con actitud distante, fingiendo indiferencia. Su mirada, a través de las rendijas de los párpados, se dirigió de soslayo hacia una mujer hermosa, de rostro y ojos fríos, que vestía una brillante armadura negra y que se encontraba a la cabeza del círculo.

—¿Y bien, Hiddukel? —La voz de Takhisis parecía encarnar la oscuridad—. ¿Qué tienes que decir en tu favor?

—Lo que hice era perfectamente legítimo, mi reina —contestó Hiddukel con actitud zalamera—. Todos conocemos la historia de la Gema Gris. No es preciso que la repita. Una pequeña e inocente intriga, cuya intención era la mera expansión de la gloria de su majestad.

—Y sacar algún beneficio para ti, ¿verdad?

—Miro por mis intereses —gimió Hiddukel, que retrocedió, encogido, ante la ira de Takhisis—. ¿Qué hay de malo en ello? Si algunos —su rostro grasiento se volvió hacia Chislev— son tan cándidos que pican, entonces es su problema, ¿no? Y si otros —miró con menosprecio al enano— son tan estúpidos como para intentar capturar a Caos...

—¡Eso fue un accidente! —rugió Reorx—. Mi intención era coger solo una parte de Caos... un pedacito. Debes creerme, señor.

El enano se volvió con actitud humilde hacia un dios alto, de semblante severo, que llevaba armadura plateada y que ocupaba la banda blanca que había junto a la negra de Takhisis.

—No era mi intención capturarlo a Él —añadió en tono sumiso Reorx.

—Eso ya lo sé —repuso Paladine—. Todos los que estamos aquí somos culpables.

—Algunos más que otros. Era necesaria una magia muy poderosa para poder retener a Caos —gruñó Sargonnas, un dios alto, con grandes alas de cóndor, que se encontraba cerca de Takhisis—. A mi modo de entender, la culpa es de nuestros rebeldes hijos.

Los tres dioses de la magia se acercaron más entre sí.

—No fue culpa nuestra —dijo Lunitari.

—No sabíamos nada de ello —añadió Nuitari.

—Nadie nos consultó —protestó Solinari.

—¡Fue Lunitari quien perdió la Gema Gris! —gruñó Reorx.

—¡Tu pequeño gnomo mugriento la robó! —replicó la diosa, rápida como el rayo.

—Si alguien me hubiera consultado —protestó Zivilyn—, habría podido mirar en el futuro y advertiros que...

—¿Cuándo? —preguntó, sarcástico, Morgion—. ¿Dentro de otros seis o siete milenios? Es lo que habrías tardado en decidir si el futuro era así o asá.

Los dioses menores empezaron a discutir acaloradamente, cada uno de ellos culpando a los demás. En cada voz, en cada rostro, la tensión y el miedo eran palpables. La pelea y las acusaciones se prolongaban interminablemente. Entre tanto, Gilean leía pasajes de su libro, intentando o establecer o desviar la culpa, según se lo requería uno u otro dios. Reorx pronunció un discurso apasionado en su propia defensa. Hiddukel soltó una larga perorata en la que habló mucho y dijo muy poco. Sargonnas echó la culpa a las débiles, insignificantes y lloronas razas de humanos, elfos y ogros, afirmando que si hubieran tenido el sentido común de aceptar ser esclavas de los minotauros esta calamidad nunca habría sucedido. Zivilyn respondió mostrando innumerables versiones del futuro y del pasado, lo que acabó por embarullar y embrollar el asunto sin resolver nada.

La discusión continuó durante tanto tiempo y resultó tan pesada y tan infructuosa que Palin dio varias cabezadas. Volvía a despertarse sobresaltado cuando alguna de las voces subía mucho de tono, pero no tardaba en dormitar otra vez. Tenía la marcada —y en cierto modo inquietante— sensación del paso del tiempo, pero ese tiempo era en alguna otra parte, no aquí.

Habría querido preguntárselo a Raistlin, pero cuando intentó hablar el archimago sacudió la cabeza al tiempo que estrechaba los dorados ojos. Parecía estar muy irritado. Tasslehoff estaba profundamente dormido, e incluso roncaba suavemente.

Al cabo, justo cuando Hiddukel manifestaba que estaba dispuesto a citar varios procedimientos legales muy importantes, todos los cuales tenían relación directa con su caso, Paladine y Takhisis, que habían guardado silencio durante la discusión y que seguían callados, intercambiaron una mirada.

Se produjo un repentino destello de luz brillante, tras el cual sólo los tres dioses mayores quedaron de pie en el círculo. Los dioses menores habían sido expulsados.

—Era inútil traerlos aquí —dijo Takhisis con acritud.

—Teníamos que intentarlo. —Fue el hasta entonces callado Gilean el que habló. Sostenía un libro enorme en el que escribía de manera continua—. Podríamos haber descubierto algo que nos ayudara.

—Para mí es evidente que ninguno de ellos sabe cómo ha ocurrido esto —replicó Paladine—. De algún modo, Caos quedó atrapado dentro de la Gema Gris, y, con razón o sin ella, nos culpa a nosotros.

—Eso, si es que dice la verdad —sugirió Takhisis—. También podría tratarse de una estratagema.

—Yo creo que estuvo atrapado dentro —opinó Gilean, pensativo—. He estudiado el asunto concienzudamente, y eso explicaría muchas cosas: los estragos que la Gema Gris causó a su paso por todo Krynn; el hecho de que ninguno de nosotros pudiera controlarla...

—Tus irdas se las arreglaron para controlarla, hermano —lo interrumpió Takhisis mientras dirigía una mirada acusadora a Paladine.

—Querrás decir que ella los controlaba —replicó el dios con severidad—. Caos descubrió por fin unas gentes a las que podía manipular, unas gentes lo bastante poderosas en magia como para liberarlo, pero no lo bastante para detenerlo. Ya han pagado por su locura.

—Y Él está decidido a hacernos pagar a nosotros. La cuestión es, hermanos, si puede, si es lo bastante poderoso para hacerlo. Nuestra fuerza se ha incrementado con el transcurso de los siglos.

—No es ni con mucho la que nos haría falta —dijo Gilean con un suspiro—. Como tú misma nos has informado, hermana, Caos ha hecho que se forme una gran fisura en el Abismo. Ha crecido en poder, mucho más de lo que podríamos haber imaginado jamás. Está convocando a sus ejércitos: demonios y guerreros espectrales, dragones de fuego. Cuando esté preparado, atacará Krynn. Su objetivo es destruir todo lo que nosotros creamos. Cuando lo haya conseguido, la fisura será vasta y profunda. Tan vasta y profunda que se tragará el mundo. No quedará nada de lo que ahora existe.

—¿Y respecto a nosotros? —demandó Takhisis—. ¿Qué nos hará?

—Él nos dio la vida —repuso Paladine amargamente—. Podría quitárnosla.

—La cuestión es qué hacemos ahora —preguntó Gilean mientras su mirada iba de un hermano al otro.

—Está jugando con nosotros —dijo Paladine—. Nos podría destruir a todos con chasquear los dedos. Quiere que padezcamos, que veamos sufrir a nuestra creación.

—Propongo que nos marchemos, hermanos, que nos escabullamos antes de que se dé cuenta de que nos hemos ido. —Takhisis se encogió de hombros—. Siempre podemos crear otro mundo.

—Yo no pienso abandonar a los que confían en mí. —Paladine tenía una expresión severa—. Si es necesario, prefiero sacrificarme por ellos.

—Quizá les hagamos un favor yéndonos —hizo notar Gilean—. Si nos vamos quizá Caos venga tras nosotros.

—Sí, después de destruir el mundo —insistió Paladine, ceñudo—. Nuestro «juguete», como él lo llama. No tendrá piedad. Yo me quedaré y lucharé contra él... solo, si es necesario.

Los otros dos dioses guardaron silencio, pensativos.

—Quizá tengas razón, hermano —dijo Takhisis con una dulzura inesperada que desarmaba—. Deberíamos quedarnos y luchar. Pero necesitaremos la ayuda de los mortales, ¿no crees?

—Tendrán que ayudarse a sí mismos, de eso no cabe duda —dijo Paladine, que miró a su hermana con desconfianza.

—Nunca lograríamos destruir a Caos —intervino Gilean—, pero tal vez haya algún modo de obligarlo a marcharse. En esto, los mortales podrían ayudarnos.

—Si estuvieran unidos —dijo Takhisis—. No serviría de nada contar con ejércitos de humanos y elfos enfrentados entre sí cuando deberían estar combatiendo a las legiones de Caos.

—Podrían unirse —sugirió Paladine, ceñudo—. No tendrían otra opción.

—Tal vez. O tal vez no. ¿Corremos ese riesgo, hermanos? ¿Lo hacemos por su bien así como por el nuestro?

—Habla claramente, hermana —demandó Paladine— Veo que tienes un plan en mente.

—Un plan que sin duda redundará en su beneficio —añadió Gilean en un susurro dirigido a su hermano.

Takhisis lo oyó y pareció ofenderla la idea de que pudieran juzgarla tan mal.

—Lo que beneficie a uno nos beneficiará a todos, si logramos librar al mundo de Caos. ¿No es cierto, queridos hermanos?

—¿Cuál es tu plan? —repitió Paladine.

—Sólo esto: entregar el control de Ansalon a mis caballeros, permitirles mantener el dominio. Bajo su mando, la ley y el orden prevalecerán. Estas escaramuzas y enfrentamientos interminables entre mortales acabarán, y la paz reinará en Ansalon. Los mortales se unirán y, en consecuencia, estarán preparados para el ataque de Caos.

—¿Unidad, dices? ¡La unidad de la esclavitud! ¡La paz de la prisión! No puedo creer esto, ni siquiera de ti, hermana —replicó Paladine, enfurecido—. Jamás nos hemos enfrentado a un peligro tan grande, e incluso ahora, cuando nuestra propia existencia pende de un hilo, andas con intrigas y maquinaciones para salirte con la tuya. No lo admitiré.

—Vamos, tranquilízate, hermano —intervino Gilean con actitud pacificadora—. Desde luego nuestra amada hermana hace un doble juego, utiliza dos barajas, es evidente. ¿Qué otra cosa esperabas de ella? Pero el plan que ha propuesto tiene su mérito. Un Ansalon unificado y pacífico, incluso si lo está bajo el mando de la oscuridad, se encontraría mejor preparado para hacer frente a los ejércitos de Caos que un Ansalon fragmentado, dividido, en desorden.

Paladine se había quedado pensativo, preocupado. Su mirada fue de Takhisis a Gilean.

—¿La apoyas en esto?

—Sí, hermano, me temo que tengo que hacerlo —dijo suavemente Gilean—. De otro modo, no veo esperanza.

—Vamos, hermano, no seas egoísta —aconsejó Takhisis con tono burlón—. Antes alardeabas de sacrificarte por tus queridos mortales; pero, cuando llega el momento de la verdad, te resistes. ¿No era más que palabrería o hablabas en serio?

Paladine guardó silencio largo rato. Con el entrecejo fruncido en un gesto pensativo, volvió su mirada entristecida hacia el mundo. Finalmente, sacudió la cabeza.

—No puedo ver el futuro. Las llamas y el humo me lo impiden. No estoy seguro de que tengáis razón, pero, si los dos estáis contra mí, no me queda más remedio que conformarme. Acepto, hermana —dijo con un amargo suspiro—. Ansalon será tuyo.

—Has hecho una sabia elección, hermano —respondió Takhisis, fría y oscura, magnánima en el triunfo.

—Pero sólo lo regirás hasta que las fuerzas de Caos hayan sido destruidas —insistió Paladine.

—O lo hayamos sido nosotros —añadió Gilean sombríamente. Enseñó el libro, en el que seguía escribiendo—. Podría ocurrir, querido hermano y querida hermana, que esté transcribiendo el último capítulo.

—En ese caso —dijo Takhisis—, más vale que procuremos que sea bueno. Adiós, hermanos míos. Tengo que ganar una batalla.

La diosa desapareció, y Paladine se marchó inmediatamente después. Gilean se quedó solo, se sentó y siguió escribiendo en el gran libro.

8 Decepción. La victoria es nuestra. La rendición.

Steel Brightblade estaba vivo.

No quería estarlo. Se suponía que no debería estarlo. Tendría que haber muerto en el asalto a la Torre del Sumo Sacerdote; una muerte noble y valerosa en batalla, y su vida sacrificada por su reina, su honor restablecido.

Y había estado destinado a morir, con la armadura traspasada por la lanza enarbolada por un noble enemigo. Pero Tanis el Semielfo había frustrado lo planeado por el destino al salvar a Steel de aquella lanza. Y Tanis el Semielfo había muerto en su lugar.

Steel estaba en el patio central de la Torre del Sumo Sacerdote con su espada ensangrentada en la mano, que estaba pegajosa de sangre; alguna era suya, pero la mayoría era de otros. No acababa de comprender qué había ocurrido; el ansia de combate todavía ardía abrasadora dentro de él. Su recuerdo más vivido era el de su padre, llevándose el cuerpo de Tanis. Y ahora se estaría preguntando si no se lo había imaginado todo de no ser por el hecho de que la sangre de Tanis manchaba las losas del patio.

Después de aquello, no tenía conciencia de nada salvo del extraño silencio de la batalla; ese silencio que envolvía el choque de las armas, los gemidos de los moribundos, las órdenes impartidas a gritos, el pataleo de muchos pies sobre el suelo. Sin embargo, todos estos sonidos quedaban anulados por el silencio interior, el silencio del guerrero, que debía concentrar todo su ser en su objetivo, que no tenía que dejar que nada lo distrajera, que nada interfiera.

En el caso de Steel, el silencio se rompió cuando miró a su alrededor buscando otro oponente con quien combatir y se dio cuenta de que no quedaba ninguno.

—¡Victoria! ¡La victoria es nuestra! —El subcomandante Trevalin, con la armadura abollada y salpicada de sangre, y el rostro cubierto de sudor y polvo, entró a paso vivo en el patio central anunciando a gritos la noticia.

»¡Díselo a mi señor Ariakan! —ordenó Trevalin, que había cogido a un escudero y lo empujaba hacia la entrada—. Dile, si es que aún no lo sabe, que los solámnicos quieren discutir las condiciones de rendición.

Trevalin miró en derredor y vio a Steel plantado en mitad del patio, aturdido, desconcertado. El oficial se dirigió hacia él y lo abrazó.

—¡Brightblade! ¡Envaina tu espada! ¡Hemos ganado!

—Ganado... —repitió Steel. La batalla había terminado y él seguía vivo.

—¡Una campaña gloriosa! —siguió Trevalin, entusiasmado—. Será recordada siempre. ¡La Torre del Sumo Sacerdote ha caído por primera vez en los anales de la historia! ¡Una victoria prodigiosa! Palanthas será la siguiente. Cuando se enteren de que sus protectores han sido derrotados y que los dragones del Bien han huido, los ciudadanos caerán como fruta madura en nuestras manos. ¡Y tú, amigo mío! ¡Ya he oído historias sobre tu valerosa actuación! Dicen que mataste a Tanis el Semielfo.

—No —refunfuñó Steel. El fuego de la lucha que había corrido por sus venas empezaba a sofocarse lentamente, dejando sólo cenizas y humo. Estaba vivo—. No, yo no lo maté. Él me...

Pero Trevalin no le prestaba atención. Un correo de lord Ariakan había entrado a galope en el patio. El caballo, entrenado para correr pero no para la batalla, se espantó al ver los cadáveres y oler la sangre. El correo bregó para dominar y tranquilizar al animal al tiempo que buscaba a alguien con autoridad.

—Su señoría ha visto desplegar una bandera blanca en lo alto de la torre. Los mensajeros informan que los defensores de la fortaleza desean discutir las condiciones de rendición. Mi señor también ha sido informado de que los dragones plateados y los dorados han abandonado el campo de batalla. ¿Es eso cierto, subcomandante?

—Lo es. Yo mismo vi huir a los así llamados «buenos» dragones. —Trevalin se echó a reír—. Quizá Paladine les envió un mensaje, ordenándoles que se retiraran.

El correo no pareció encontrar divertido el comentario. Su caballo resopló y piafó con nerviosismo, trotando de un lado a otro, sus cascos resbalando en las piedras cubiertas de sangre. El correo se sostuvo hábilmente, guiando al inquieto animal de aquí para allí mientras hablaba con Trevalin.

—Su señoría sospecha que sea una estratagema.

Trevalin asintió con un gesto, moderando su júbilo.

—No me sorprendería que los dragones se hubieran retirado para reagruparse en otro sitio, incrementando su número. Razón de más para aceptar la rendición de los caballeros y tomar el mando de la fortaleza cuanto antes.

—¿Son éstos sus oficiales? —preguntó el correo en voz baja, inclinándose sobre el cuello del caballo—. ¿Esos hombres que vienen hacia nosotros?

Tres Caballeros de Solamnia avanzaban por el patio. Uno, el comandante, un Caballero de la Rosa, iba al frente; los otros dos caminaban solemnemente a cada lado de su superior. Se habían quitado los yelmos; o eso, o los habían perdido en la batalla. Los tres caballeros tenían señales de la contienda; sus armaduras estaban abolladas, cubiertas de polvo y sangre. El comandante cojeaba mucho, y hacía un gesto de dolor cada vez que daba un paso, lento y vacilante. El rostro de otro estaba cubierto de sangre a causa de un tajo en la cabeza; llevaba un brazo rígido. El tercero tenía un burdo vendaje sobre un ojo; la sangre se colaba por debajo y corría por su mejilla.

Entre los tres portaban un trozo de lienzo blanco.

—Ésos son los oficiales —confirmó Trevalin.

El correo cabalgó a su encuentro. Frenó su montura y saludó.

El derrotado comandante solámnico levantó su ojerosa mirada. Era de mediana edad, pero parecía mucho, mucho más viejo.

—¿Eres un correo, de lord Ariakan? ¿Querrás llevarle un mensaje?

—Lo haré, señor caballero —contestó el correo cortésmente—. ¿Qué mensaje queréis que transmita a su señoría?

El Caballero de Solamnia se frotó el rostro con las manos, quizá para limpiarse la sangre, o quizá fueran lágrimas. Suspiró.

—Dile a su señoría que pedimos permiso para retirar a nuestros muertos del campo de batalla.

—¿Significa eso, milord, que rendís la torre?

El caballero asintió con un lento cabeceo.

—Con la condición de que no haya más derramamiento de sangre. Ya han muerto demasiados hoy.

—Tal vez su señoría exija una rendición incondicional —contestó el correo.

La expresión del caballero se endureció.

—Si tal es el caso, seguiremos combatiendo hasta que no quede vivo ninguno de nosotros. Un lamentable desperdicio de vidas.

En aquel momento, uno de los caballeros que acompañaban al comandante le dirigió algunas palabras en tono apremiante, reanudando, aparentemente, una discusión.

El comandante lo hizo callar con un gesto de la mano.

—Ya lo hemos discutido antes. No enviaré a más jóvenes a la muerte en lo que sería un esfuerzo inútil. Conozco a Ariakan. Actuará de manera honorable. Si no es así... —Sacudió la cabeza y volvió su sombría mirada hacia el correo—. Ésas son nuestras condiciones. Di a tu señor que puede tomarlas o dejarlas.

—Así lo haré, señor caballero.

El correo partió a galope. Los tres caballeros derrotados guardaron las distancias, se mantuvieron apartados. No cruzaron ninguna palabra entre ellos, limitándose a mantener la mirada fija al frente, rehusando admitir la presencia del enemigo.

—Las aceptará —pronosticó Trevalin—. La batalla ha terminado. Todo lo demás sería una matanza inútil. Como he dicho, mi opinión es que querrá tomar el mando de la torre rápidamente, antes de que los dragones dorados regresen. Y ahora debo volver con mi unidad. Te alegrará saber, Brightblade, que Llamarada ha salido ilesa de la batalla. Combatió bien, aunque me dio la impresión de que le faltaban ánimos. Supongo que echaba de menos a su verdadero amo. Yo... Brightblade, ¿qué pasa?

—Mi espada —dijo Steel sombría, amargamente—. Me rindo a vos, subcomandante. Soy vuestro prisionero.

Trevalin se quedó desconcertado al principio. Luego recordó.

—¡Maldición! Lo había olvidado por completo. —Apartó la espada que se le ofrecía y se aproximó más al joven, al que habló en voz baja—. Escúchame, Steel. No digas una palabra a nadie. Su señoría habrá olvidado también todo el asunto. En cuanto a la Señora de la Noche... Bueno, llegará a oídos de Ariakan tu valerosa actuación de hoy. ¿Que importa la pérdida de un insignificante mago comparada con el duelo entre tú y Tanis el Semielfo? ¡Un duelo del que saliste vencedor!

—Soy vuestro prisionero, subcomandante. —La actitud de Steel era fría, sosegada.

—¡Maldita sea, Brightblade! —empezó Trevalin, exasperado.

Steel desabrochó el cinturón de la espada y sostuvo el arma en sus manos.

—De acuerdo, Brightblade —asintió Trevalin en voz baja—. Estás bajo arresto. Pero a la primera oportunidad que tenga, yo, personalmente, hablaré a lord Ariakan en tu favor, le pediré que tome en cuenta tu bravura...

—No lo hagáis, subcomandante, por favor —dijo Steel en el mismo tono helado—. Os lo agradezco, pero os pido no digáis nada. Milord pensaría que estoy suplicando por mi vida. Llevadme dondequiera que tengan a los prisioneros.

—Está bien —repuso Trevalin tras un momento de pausa, esperando, confiando, que Steel cambiara de opinión—. Si es eso lo que quieres...

Trevalin indicó a Steel con un gesto que caminara delante de él y señaló la puerta que había al otro lado del patio.

Fuera de la torre sonaron el toque de trompetas y los gritos de los hombres celebrando la victoria. Steel oyó el trapaleo de cascos. Lord Ariakan se aproximaba, cabalgando triunfante, como un conquistador, a la fortaleza en la que antaño había entrado como conquistado.

Steel no esperó a presenciar su entrada. No quería echar a perder el momento, no quería que su señor, en la cumbre de su gloria, lo viera a él en su deshonra. Con la cabeza levantada y el gesto firme, Steel cruzó las losas teñidas de carmesí hacia las celdas de la Torre del Sumo Sacerdote.

9 El Portal. El regreso de viejos amigos. La confesión de Tasslehoff

—Bien —rezongó Tasslehoff Burrfoot—. Como habría dicho Bupu, ¡esto es un buen puchero de estofado de ratas! —Parpadeó y ahogó una exclamación—. ¡Eh, puedo oírme hablar! ¡He recuperado la voz! ¿Lo has oído, Raistlin? He...

—Tío —intervino Palin, preocupado—, ¿qué significa...?

—Ahora no, kender —interrumpió Raistlin—. Y tú tampoco, sobrino. Dejad las preguntas para después. Debemos marcharnos enseguida, antes de que nos descubran.

Aliviado al poder hablar de nuevo, excitado al comprender que iba a ser transportado mágicamente otra vez (¡dos veces en el mismo día!), Tas esperó que se dirigieran a un lugar interesante. A otro estanque de patos, quizá.

Raistlin no dijo nada, no hizo nada. Pero de repente, la columna detrás de la cual habían estado escondidos empezó a disiparse, a desvanecerse, a desaparecer.

La magia giró en torno a Tas, o quizá fue él el que giró en torno a la magia. No lo tenía claro, debido a la sensación extremadamente gratificante de tener el estómago aplastado contra la espina dorsal, y el copete enrollado sobre los ojos.

Cuando el torbellino cesó, su estómago volvió a colocarse en su sitio. Se apartó el pelo de los ojos, miró a su alrededor y suspiró.

Nada de estanque de patos, nada de nada, salvo el cielo gris arriba y la tierra gris abajo. Habían vuelto al punto de partida.

Allí estaba el Portal, y detrás del Portal, el laboratorio, exactamente igual a como lo habían dejado: lleno de frascos y botellas que contenían las cosas más interesantes y repulsivas; libros y rollos de pergaminos; quizás uno o dos anillos mágicos. Tas siempre había tenido mucha suerte con los anillos mágicos. El laboratorio le había parecido muy aburrido antes de entrar al Abismo, pero ahora lo veía tan entretenido como un día de mercado en Flotsam.

Tas se disponía a salir disparado hacia el Portal para cruzarlo cuando recordó sus buenos modales. Se volvió y le tendió su pequeña mano al archimago.

—Bueno, Raistlin, adiós. Me encantó volver a verte, aunque mataste al pobre Gnimsh. Pero ya te he perdonado por eso, porque Caramon dijo que habías intentado compensar todas tus malas acciones sacrificándote y cerrando el Portal aunque sabías que la Reina Oscura estaba esperándote para abrirte en canal y sacarte las tripas. —En ese momento al kender se le ocurrió una idea.

»Oye, Raistlin, ¿la Reina Oscura va a volver a encadenarte a la pared y a rajarte de arriba abajo y a sacarte las tripas? No es que quiera que lo haga, desde luego. Para ti debe de ser algo muy desagradable. Pero si ella insiste en hacerlo, me gustaría presenciarlo, si no te importa.

Los ojos del archimago se estrecharon, reduciéndose a dos rendijas.

—Si crees que disfrutarías con ello, maese Burrfoot, tal vez podría pedirle a su Oscura Majestad que te sacara las tripas a ti.

Tas tomó en consideración una oferta tan generosa, pero finalmente sacudió la cabeza.

—Eres muy amable acordándote de mí, Raistlin. Nunca me han sacado las tripas y, aunque sin duda resultaría muy entretenido, supongo que no conduciría a disfrutar de una vida muy larga. Tanis me está diciendo siempre que, antes de hacer nada, piense si es algo que me conducirá a disfrutar de una larga vida o no, y que no lo haga si es lo segundo. Yo diría que tu oferta entra en esta última categoría.

—La Reina Oscura no va a venir a... a torturarte, ¿verdad, tío? —Palin estaba realmente alarmado.

—Le gustaría. Takhisis tiene una gran memoria. No olvida ni perdona, y se vengaría de mí si pudiera hacerlo, pero estoy protegido contra su ira. —Raistlin hablaba con tono seco—. Como ha dicho el kender, es una recompensa por mi sacrificio.

—Entonces ¿no vas a ser torturado? —preguntó Tas.

—No. Lamento desilusionarte.

—Oh, no importa —dijo Tas, animoso—. Esta excursión ha sido realmente fantástica, de todos modos. Caray, ver a todos los dioses reunidos no está nada mal. Claro que, en el fondo, eché de menos a Fizban, aunque no creo que hubiera sido de mucha ayuda en una situación desesperada como ésta. Y ahora he visto cómo es el aspecto de Paladine cuando no anda por ahí prendiéndose fuego a la barba o perdiendo el sombrero. Y Gilean me resulta terriblemente familiar, pero no recuerdo haberlo visto con anterioridad. Chemosh era espantosamente feo, ¿verdad? ¿Es esa calavera su cara de verdad? Y Morgion, con toda esa carne desprendiéndose de los huesos, ¡puag! Quizá tendría que haber dicho «hola» a Paladine, sólo por educación, ya que somos amigos íntimos. Pero tenía ciertos problemas con la voz. Quizás es que me comió la lengua el gato. Pero si fue eso lo que ocurrió, ¿qué ha pasado con el gato? Y, para empezar, ¿para qué iba a querer un gato otra lengua?

—Debéis marcharos —dijo Raistlin firmemente—. Estáis perdiendo el tiempo.

—Yo estoy listo —anunció el kender, que echó a andar hacia el Portal—. ¡Adiós, Raistlin! —se despidió, volviendo la cabeza—. Le diré a Caramon que le mandas saludos aunque no lo hayas hecho. —De repente, Tas se dio cuenta que iba solo—. Eh, Palin, ¿no vienes?

Palin no se había movido del sitio; su mano subía y bajaba por la madera del bastón en un gesto nervioso. Miró a Raistlin.

—No vienes con nosotros, ¿verdad, tío?

—No, sobrino. No voy.

—Pero podrías hacerlo, si quisieras. No estás muerto. Me diste el bastón. Eres el que nos trajo hasta aquí.

—Sí, podría regresar —respuso el archimago quedamente—. Tienes razón, no estoy muerto. Sin embargo, tampoco estoy realmente vivo. Pero ¿para qué iba a volver? El mundo no fue un lugar grato para mí cuando estuve en él. He cumplido con mi parte: traerte aquí, mostrarte el peligro. Has hecho lo que ningún otro mortal hizo nunca. Has sido testigo de una asamblea de los dioses. Ahora debes regresar, advertir a la gente, advertir a los caballeros, tanto los de Takhisis como los de Paladine, advertir a los hechiceros de las tres lunas y también a los Caballeros Grises. Avisa a tu padre, y dile que propague la advertencia. Cuéntales a todos lo que has visto y oído.

—Lo haré —dijo el joven—. Pero no estoy seguro de haber comprendido bien lo que he visto y oído. Puedo advertirles que Caos intenta destruir el mundo. Puedo decirles que Paladine nos ha puesto en manos de la oscuridad. Me pregunto si alguien va a creerme. Pero a ti, tío, sí que te creerían. ¡Ven conmigo!

Raistlin miró intensamente a Palin.

—Esa no es la única razón por la que quieres que te acompañe, ¿verdad, sobrino?

El joven mago enrojeció.

—No, tío. No lo es —contestó en voz baja—. Vine aquí a buscarte... porque quería que me enseñaras magia.

—Hay muchos maestros de hechicería en el mundo. Estás dotado para el arte, sobrino. Indudablemente tiene que haber muchos a los que les gustaría tener un discípulo tan brillante.

—Tal vez, pero a mí no me quieren —dijo Palin, cuyo sonrojo se intensificó.

—¿Por qué no? —preguntó Raistlin suavemente.

—Porque... porque... —El joven vaciló.

—¿Por mí? —Raistlin esbozó una sonrisa desagradable—. Tanto me temen todavía, ¿eh?

—No quisiera herir tus sentimientos, Raistlin —intervino Tas amablemente—, pero había ocasiones en las que no eras una persona muy agradable.

El archimago clavó en el kender sus ojos dorados con las pupilas en forma de reloj de arena.

—Me pareció oír que alguien te llamaba —dijo.

—Ah ¿sí? —Tas escuchó con atención, pero no oyó nada—. ¿Dónde?

—Por allí —señaló Raistlin.

Y entonces Tas oyó algo: una voz gruñona, brusca.

—¿Se puede saber qué estás haciendo aquí, Tasslehoff Burrfoot? Nada bueno, seguro. Apuesto que metiéndote en problemas y haciendo que también se los busquen estos dos pobres tontos lo bastante desafortunados para estar contigo...

Tasslehoff giró sobre sí mismo con tanta rapidez que las tapas de los saquillos y mochilas se levantaron, y todas sus preciadas posesiones se esparcieron por el Abismo. Pero, por una vez en su vida, a Tas no le importó.

—¡Flint!

Larga barba canosa, gesto ceñudo de desaprobación, voz gruñona, y todo lo demás. Tas se disponía a abrazar a Flint, tanto si al enano le apetecía que lo abrazaran como si no (lo que por lo general no le hacía gracia, pero ésta era una ocasión especial) cuando el kender reparó en dos personas que estaban detrás de Flint.

—¡Sturm! —exclamó, complacido, Tas—. ¡Y Tanis! ¿Qué hacéis aquí? ¡Espera, no me lo digas! ¡Lo sé! ¡Vamos a emprender una aventura! ¿Adónde vamos? Sea donde sea, estoy seguro de que tengo un mapa. Mis mapas están al día ahora. Tarsis ya no está junto al mar. Es decir, Tarsis sigue en el mismo sitio de siempre. Lo que ya no está es el mar. Oye, Flint, quédate quieto para que pueda abrazarte.

El enano soltó un resoplido.

—¡No dejo que un kender se acerque a menos de un palmo de mí, cuanto menos que me abrace! Guarda las distancias, que yo guardaré mi bolsa de dinero.

Tas sabía que Flint no hablaba en serio, e intentó de nuevo abrazar a su amigo. Pero los brazos del kender no se cerraron sobre nada sólido, sólo el aire gris. Retrocedió un paso.

—Flint, déjate de bromas. ¿Cómo puedo ir de aventuras contigo si no te estás quieto en un sitio?

—Me temo que no vienes con nosotros, Tas —dijo Tanis con voz afable—. No es que no queramos que vengas...

—Y tampoco es que queramos —rezongó Flint.

Tanis sonrió y puso una mano en el hombro del enana.

—Hemos venido porque tu viejo amigo quería hablar dos palabras contigo —dijo el semielfo.

El enano apoyó el peso ora en un pie, ora en otro, incómodo; se atusó la barba y se puso muy colorado.

—¿Sí, Flint, qué es? —preguntó Tas muy abatido, sintiendo incluso que los ojos se le empezaban a humedecer. Notaba una extraña opresión en el corazón, como si supiera que algo no iba bien pero todavía no hubiera enviado el mensaje al cerebro. Para empezar, era raro que Tanis se encontrara aquí—. ¿Qué querías decirme?

—Verás, muchacho —empezó el enano tras varios resoplidos y carraspeos—, le decía a Tanis cuando lo vi...

La opresión en el corazón de Tas aumentó hasta hacerse casi insoportable. Se puso la mano sobre el pecho, confiando en hacer que el dolor desapareciera, al menos hasta que Flint hubiera terminado de hablar.

—Le dije a Tanis cuando nos encontramos —repitió el enano—, que empiezo a... bueno, que me siento un poco solo, podríamos decir.

—¿Te refieres a debajo de tu árbol? —preguntó Tas.

—No me interpretes mal —gruñó Flint—. Estoy muy bien situado. Ese árbol mío... es un ejemplar maravilloso. Tan bello como los vallenwoods de casa. El propio Tanis lo ha comentado al verlo. Y allí hace una buena temperatura, cerca de la forja de Reorx. Y también es interesante. La creación nunca cesa, ¿sabes? O alguna parte necesita que se le dé un retoque. Reorx trabaja allí, dando forma con el martillo. Y cuenta historias, relatos maravillosos sobre otros mundos que ha visto...

—¡Relatos! —Tas se animó—. ¡Me encantan los relatos! Y apuesto que a él le gustaría escuchar algunos de los míos, como aquella vez que encontré al mamut lanudo y...

—¡No he terminado! —bramó el enano.

—Lo siento, Flint —dijo Tas sumisamente—. Continúa.

—Ahora he olvidado dónde estaba —dijo Flint, muy irritado.

—En lo de sentirte solo... —apuntó Tas.

—¡Ya recuerdo! —Flint cruzó los brazos sobre el pecho, hizo una profunda inhalación, exhaló despacio, y soltó las palabras con precipitación:— Quería decirte, muchacho, que si alguna vez se te ocurre venir a verme, serás bienvenido. No sé por qué motivo, pero te... —El enano parecía muy desconcertado—. Sé que voy a lamentar decir esto, pero te he echado de menos, muchacho.

—Vaya, pues claro que sí —dijo Tas, sorprendido de que el enano no hubiera llegado a esta conclusión antes—. Sin embargo, no puedo evitar pensar, y espero que tu árbol no se ofenda por ello, que estar sentado en un sitio todo el día contemplando cómo un martillo golpea y da forma al mundo no me parece una perspectiva muy excitante. Lo que me recuerda algo. Hablando de dioses, ¡acabamos de ver a Reorx y a todos los demás! Y están pasando las cosas más maravillosas, quiero decir, espantosas, en el mundo. Oye, iré a buscar al chico para que te lo cuente. ¡Palin! —Él kender se volvió y llamó con un gesto—. Ah, y ahí está Raistlin. Menuda reunión ¿eh? Tú no conoces a Palin. Qué raro, ¿por qué no viene a saludar?

Palin miró hacia ellos y agitó una mano, la clase de gesto que dice: «Te estás divirtiendo, bien. Sigue haciéndolo y déjame en paz».

Flint, que estaba intentando decir algo durante los últimos minutos y no había podido pronunciar una sola palabra ya que Tas no dejaba de interrumpirlo, manifestó por último:

—¡No puede vernos, pedazo de alcornoque!

—Pues claro que puede vernos —replicó Tas, un poco irritado—. Tanis es el único que necesita anteojos.

—Ya no, Tas —dijo el semielfo—. Palin no puede vernos porque está vivo. Ahora existimos en un plano diferente.

—Oh, no, Tanis. ¿Tú también?

—Me temo que...

—Debes de haber hecho algo que no conducía a disfrutar de una vida larga —siguió el kender precipitadamente, parpadeando y limpiándose los ojos de un manotazo. Se puso serio—. Pues ahí no has andado muy espabilado, Tanis. Quiero decir que siempre me estás dando la lata con que no haga cosas que no conduzcan a una larga... a una larga... —Su voz empezó a temblar.

—Supongo que no lo pensé —contestó Tanis con una sonrisa—. He tenido una buena vida, Tas, plena de venturas. Resultó duro dejar a quienes amaba —añadió—, pero aquí tengo amigos.

—Y también enemigos —intervino Flint hoscamente.

El semblante de Tanis se ensombreció.

—Sí, disputaremos nuestra propia batalla en este plano —dijo.

Tas sacó un pañuelo (uno de Palin), se enjugó los ojos y se sonó la nariz. Se aproximó más al enano.

—Te contaré un secreto, Flint —dijo en un susurro poco discreto que probablemente se oyó en casi todo el Abismo—. Ya no soy el aventurero que solía ser. No. —Dio un enorme suspiro—. A veces pienso... y sé que no vas a creer esto, pero a veces pienso en retirarme, en sentar cabeza. No puedo entender lo que me pasa. Simplemente, lo que antes era divertido ya no me lo parece, ya sabes a lo que me refiero.

—Cabeza de chorlito —rezongó Flint—. ¿Es que no te das cuenta? Te estás haciendo viejo.

—¿Viejo? ¿Yo? —Tas estaba pasmado—. Pero no me siento viejo, por dentro, quiero decir. Si no fuera por ese molesto dolor que me da de vez en cuando en la espalda y en las manos, y por el irreprimible deseo de dar una cabezada junto al fuego en lugar de lanzar pullas a los minotauros... Se ponen realmente furiosos, ¿lo sabías? Sobre todo cuando les lanzo un mugido. Es sorpréndente lo rápido que puede correr un minotauro cuando está furioso y te persigue. En fin, ¿dónde estaba?

—Donde deberías —dijo Tanis—. Adiós, Tas. Ojalá no te alcance nunca un minotauro.

—¡Mira que mugir a un minotauro! —refunfuñó Flint—. ¡Tienes la cabeza hueca! Cuídate, muchacho. —Se volvió rápidamente y se alejó a grandes zancadas al tiempo que sacudía la cabeza. Lo último que Tas alcanzó a oír fueron los rezongos mascullando «¡mugir!» para sí mismo.

—Que Paladine te acompañe, Tas —deseó Sturm, que giró sobre sus talones y fue en pos de Flint.

—Bueno, mientras se limite a acompañarme y no intente realizar ningún conjuro de bolas de fuego... —comentó el kender, no muy convencido.

Los siguió con la mirada hasta perderlos de vista, cosa que ocurrió casi de manera instantánea, ya que en un momento estaban allí y al siguiente habían desaparecido.

—¿Tanis? ¿Flint? —Tas los llamó un par de veces—. ¿Sturm? Disculpa que te cogiera los brazales aquella vez. Fue un accidente.

Pero no hubo respuesta.

Tras otro par de hipidos y unos cuantos sollozos convulsos que cogieron al kender por sorpresa, Tas inhaló profunda, entrecortadamente, se limpió la nariz en la manga —el pañuelo estaba demasiado mojado para utilizarlo— y suspiró con cierta irritación.

—Tanis dijo que la gente me necesita. Bien, siempre les estoy haciendo falta, al parecer. Echar a un espectro aquí, matar a un goblin allí. No me dan un respiro. Claro que eso es lo que trae ser un héroe. A pesar de tener todo en contra, supongo que habré de sacar el mejor partido de la situación.

Tas recogió sus saquillos, y regresó hacia el Portal arrastrando los pies en la gris arena. Palin seguía hablando con Raistlin.

—Quisiera que lo reconsideraras. Regresa, tío. A padre lo alegraría verte.

—¿Tú crees? —preguntó el archimago suavemente.

—Pues claro que... —Palin enmudeció, inseguro.

—¿Lo ves? —Raistlin sonrió y se encogió de hombros—. Lo mejor es dejar las cosas como están. ¡Mira! —Una débil luz empezaba a salir del Portal—. La reina dirige de nuevo sus pensamientos hacia aquí. Ya se ha percatado de que el Portal está abierto. Debes regresar y cerrarlo otra vez. Utiliza el bastón. Aprisa.

El cielo gris se oscureció, tornándose negro. Palin lo miró con inquietud, pero aún vaciló.

—Tío...

—Regresa, Palin —ordenó Raistlin con tono frío—. No sabes lo que me pides.

El joven suspiró, miró el bastón que sostenía en la mano y después volvió los ojos hacia el archimago.

—Gracias, tío. Gracias por tener fe en mí. No te defraudaré. ¡Vamos, Tas, date prisa! Los guardianes empiezan a reanimarse.

—Ya voy.

Pero Tas arrastraba los pies. La idea de cinco cabezas de dragones multicolores gritando e intentando devorarlo no le hacía ni pizca de ilusión. Bueno, no demasiada.

—Adiós, Raistlin. Le diré a Caramon que le... ¡Anda, pero si es Kitiara! ¡Caray! Desde luego, aquí la gente aparece de repente como si saliera de la nada ¿verdad? Hola, Kitiara, ¿te acuerdas de mí? Soy Tasslehoff Burrfoot.

La mujer morena, vestida con una armadura de dragón azul, y con una espada colgando al costado, apartó al kender de un violento empellón y se plantó delante de Palin, obstruyéndole el paso al Portal.

—Me alegra conocerte por fin, sobrino —dijo Kitiara con una sonrisa sesgada. Extendió la mano y adelantó un paso—. ¿Por qué no te quedas un poco más? Hay alguien que viene de camino a quien le encantaría conocerte...

—¡Palin, cuidado! —gritó Tas.

Kitiara desenvainó la espada; la hoja de acero brilló con una luz mortecina, gris. La mujer avanzó hacia el joven mago.

—Has escuchado lo que no iba destinado a tus oídos. ¡Mi reina no trata con benevolencia a los espías!

Kitiara arremetió con la espada. Palin alzó el bastón para responder al golpe, intentando empujar a Kitiara hacia atrás. Los dos se trabaron en un forcejeo, y entonces, inesperadamente, Kit se echó hacia atrás. Palin perdió el equilibrio y trastabilló. La mujer se lanzó de nuevo al ataque.

Tasslehoff, frenético, buscaba algo para arrojárselo a Kitiara. Sólo tenía los objetos que guardaba en sus mochilas y él mismo. Imaginando que sus más preciadas posesiones, aunque de innegable valor, no servirían de mucho para detener a la encolerizada Kitiara, Tas se precipitó sobre ella, lanzando su pequeño cuerpo en la dirección de la mujer con la esperanza de derribarla y al mismo tiempo evitar ensartarse en la espada.

Olvidó que estaba en el Abismo. El kender voló hacia Kitiara, pasó a través de ella, y salió por el otro lado sin siquiera rozarla. Pero sí consiguió algo: chocar con la espada que, cosa rara, tenía solidez. La arremetida de Kit, dirigida al corazón de Palin, fue desviada.

Tas aterrizó sobre manos y rodillas, estremecido y desconcertado.

Palin retrocedió tambaleante. Una mancha roja apareció en el paño blanco de su túnica. Se aferró el hombro, se tambaleó, y cayó al suelo sobre una rodilla. Kitiara, mascullando maldiciones, enarboló de nuevo la espada y avanzó hacia él.

Tas se incorporó con dificultad, y estaba a punto de arrojarse contra el arma otra vez cuando oyó a Raistlin entonando una palabras extrañas. Los negros pliegues de su túnica ondearon delante del kender. Los dragones del Portal empezaron a chillar y, justo cuando todo se estaba poniendo más interesante, algo golpeó a Tasslehoff justo entre las cejas.

Vio un montón de fascinantes estrellas girando ante sus ojos, sintió que se desplomaba, y, de manera involuntaria, se sumió en el mundo de los sueños.

10 Un prisionero. La flagelación

La llave repicó en la cerradura. La puerta de la celda se abrió.

—Una visita, Brightblade —dijo el carcelero.

Steel, que estaba acostado en el jergón de paja, se sentó al tiempo que se frotaba los ojos para ahuyentar el sueño. Se preguntó si sería de día o de noche, ya que allí no había forma de saberlo. Las mazmorras, situadas en el primer nivel de la torre, no tenían ventanas. El caballero parpadeó bajo el brillo de la antorcha e intentó ver quién entraba.

Oyó el susurro de una túnica, y vislumbró un atisbo de gris.

Se puso de pie lentamente; las cadenas que llevaba en los tobillos tintinearon. Debía mostrar respeto a esta mujer porque era su superior, pero no iba a darse prisa en hacerlo.

—Señora de la Noche —saludó mientras la observaba con desconfianza.

La mujer se acercó más; su mirada lo recorrió rápidamente de la cabeza a los pies, captando hasta el último detalle de su degradación, desde las ropas sucias a su enmarañado cabello y las muñecas encadenadas.

—Déjanos —ordenó la Señora de la Noche, Lillith, volviéndose hacia el carcelero—. Cierra la puerta.

—No lo entretengáis mucho, Señora de la Noche —gruñó el hombre mientras ponía la antorcha en el hachero de la pared—. Tiene trabajo que hacer.

—Sólo estaré un momento. —Lillith aguardó hasta que el carcelero se hubo marchado y entonces se volvió hacia Steel. Sus ojos tenían un brillo espeluznante. Lo miraba con una intensidad que parecía otorgarles una luz interior, funesta.

—¿Por qué habéis venido, Señora de la Noche? —preguntó finalmente Steel, que empezaba a estar harto de aquel silencioso escrutinio—. ¿Para regodearos de mi infortunio?

—Esto no es un placer para mí, Brightblade —replicó Lillith bruscamente—. Lo que hago, lo hago por la gloria de nuestra reina. Vine a decirte por qué es necesario que mueras.

—Entonces habéis perdido el tiempo, Señora de la Noche —dijo Steel, encogiéndose de hombros—. Sé por qué he de morir. Vos misma lo dijisteis. Perdí a un prisionero cuya custodia me había sido confiada.

—Era precisamente lo que tenía que pasar —comentó la mujer tranquilamente—. Te envié a esa absurda misión sabiendo muy bien que lo perderías. Sin embargo, no esperaba que regresaras. Había confiado en que los dos pereceríais en el Robledal de Shoikan —continuó, hablando con indiferencia—. Descartado eso, esperaba que la Reina Oscura os mataría al mago y a ti en el Abismo. Ese plan también falló. Pero, con suerte, a estas horas el mago estará muerto. Y a no tardar tú también lo estarás. —Asintió varias veces con la cabeza, mientras repetía—. Tú también lo estarás.

Steel se sentía desconcertado, sin saber qué decir. Que esta mujer fuera capaz de odiar de un modo tan absoluto, tan malévolo, sin motivo, escapaba a su comprensión. Por fin, viendo que esperaba que él hablara, dijo:

—Sigo sin entender por qué habéis venido, Señora de la Noche. Si es para zaherirme...

—No, no lo hago por eso. Repito que esto no me causa la menor satisfacción. Vine porque quería que comprendieses. No me gustaría que cuando estés ante nuestra soberana me acusaras de haberte hecho ejecutar con falsedad o injustamente. Su majestad puede ser muy... vengativa.

La Señora de la Noche guardó silencio, meditabunda. Steel no estaba dispuesto en absoluto a mostrarse comprensivo.

—Lo que hicisteis, Señora de la Noche, es equivalente a un asesinato, un acto traicionero e insidioso, impropio de un oficial de Ariakan.

Lillith apenas prestó atención a sus palabras.

—Miré el futuro, Steel Brightblade. Y os vi a ti y al mago, el Túnica Blanca, juntos en un campo de batalla. Vi descargarse un rayo sobre la torre. Vi muerte, destrucción, la caída de las órdenes de caballería. —Los ojos extrañamente iluminados se volvieron hacia él—. Tú y el Túnica Blanca debéis morir. Sólo entonces se evitará la perdición, ¿lo comprendes? ¡Sin duda admitirás que esto es necesario!

—Acepto la sentencia de mi señor —contestó Steel, eligiendo las palabras cuidadosamente—. Si mi muerte beneficia a la caballería, entonces que así sea.

A la Señora de la Noche no pareció complacerla en absoluto esta respuesta. Se mordió el labio inferior, y sacudió la bolsa en la que guardaba las piedras vaticinadoras, que repicaron en el interior.

El carcelero abrió la puerta.

—Brightblade, tienes otra visita.

Entró el subcomandante Trevalin, que pareció molesto al encontrar allí a la Señora de la Noche. Tampoco ella parecía muy contenta de verlo. La mujer no habló más con Steel; giró sobre sus talones y salió de la celda rápidamente, la túnica gris arremolinándose en torno a sus piernas. Trevalin retrocedió para quitarse de su camino y evitar que lo tocara.

—¿Qué hacía aquí? —preguntó después.

—Cosas de hechiceros —repuso Steel, profundamente preocupado—. Presagios y ese tipo de cosas. Dijo... —calló, vacilante—. Dijo que mi muerte es necesaria o en caso contrario las órdenes de caballería caerán. Asegura que lo ha visto en el futuro.

—¡Sandeces! —rezongó Trevalin, que bajó la voz—. Sé que nuestro señor atribuye gran importancia a los hechiceros, pero tú y yo somos soldados. Sabemos que el futuro lo hacemos nosotros, con esto. —Puso la mano en la empuñadura de la espada—. Eres un valeroso guerrero, Brightblade, y has servido bien a nuestra reina. Deberías ser recompensado... Supongo que no hay posibilidad de persuadirte para que hable con lord Ariakan, ¿verdad?

Steel vaciló. La idea de abandonar esta asquerosa celda, de volver con su unidad, de entrar de nuevo en batalla, fue casi irresistible y estuvo a punto de hacer que olvidara su resolución. Era un momento glorioso para lord Ariakan, para su reina. Los ejércitos de los Caballeros de Takhisis avanzaban irrefrenables por Ansalon. Nadie podía detenerlos. Palanthas ya había caído, y ahora los caballeros se preparaban para guerrear contra los elfos. Y Steel se lo perdería. Encadenado de pies y manos realizaba trabajos de un esclavo. Dentro de otros quince días, lo sacarían de esta celda por última vez para ser ejecutado.

Sólo tenía que hablar con lord Ariakan, pero ¿qué iba a decirle? ¿La verdad?

—Lo lamento, subcomandante —musitó Steel al tiempo que esbozaba una leve sonrisa al reparar en la evidente decepción plasmada en el semblante de Trevalin—. No tengo nada que decir.

El oficial lo miró en silencio, esperando que cambiara de parecer.

Steel se mantuvo callado, impasible.

—Yo también lo lamento, Brightblade. —Trevalin sacudió la cabeza y posó brevemente su mano en el brazo de Steel—. En fin, he hecho cuanto he podido. Nuestra garra parte hoy. Nos envían a ayudar en la lucha que se sostiene en Ergoth del Norte y me habría venido bien contar contigo. Sospecho que no volveré a verte. Que su Oscura Majestad sea contigo.

—Y con vos, subcomandante. Gracias.

Trevalin giró sobre sus talones, y se marchó en el mismo momento en que el carcelero entraba.

—Es hora de trabajar, Brightblade.

Steel se movió con lentitud, buscando ganar tiempo. No quería que Trevalin viera cómo lo sacaban de la celda encadenado, ignominiosamente, para ponerlo en la fila con los otros prisioneros y ser conducidos hasta las canteras. Cuando estuvo seguro de que ya no se oían las pisadas de Trevalin, Steel abandonó la celda.

Se unió a un grupo de prisioneros, Caballeros de Solamnia que habían sido capturados durante la batalla o que se habían rendido. La mayoría eran jóvenes, más que Steel.

Los solámnicos sabían que era uno de sus enemigos, y lo creían responsable de la muerte de Tanis el Semielfo. Al principio habían creído que era un espía, pero luego se enteraron de la verdad a través de los guardias: que Steel había perdido a un prisionero y había regresado voluntariamente para afrontar su castigo, que era la muerte. Un acto de tal valentía y honor le granjeó el respeto, a regañadientes, de los caballeros jóvenes. Apenas le dirigían la palabra, pero ya no lo rehuían, y hablaban entre ellos libremente cuando Steel estaba con ellos. De vez en cuando, durante los breves períodos de descanso, incluso iniciaban conatos de conversación. Tales intentos eran rechazados fríamente.

Steel estaba sumido en un sombrío desaliento que no admitía consuelo.

Lord Ariakan no era cruel con sus prisioneros, pero tampoco era amable. Se había ocupado de que recibieran las raciones adecuadas de alimento y agua, ya que un hombre débil o enfermo no está capacitado para trabajar, pero los hacía bregar sin clemencia y no se oponía al uso del látigo cuando necesitaba hacerlos trabajar más duro. Ariakan había obtenido una gran victoria, pero todavía no había ganado la guerra.

Conocía bien a los dragones, y sabía que no se podía confiar en ellos. Sospechaba que los reptiles dorados y plateados habían volado a un lugar apartado para reagruparse y llamar a más de los suyos, preparándose para regresar y lanzar un ataque masivo. Mantenía en alerta a sus tropas y hacía trabajar día y noche a los prisioneros, reconstruyendo, reparando, volviendo a fortificar la Torre del Sumo Sacerdote.

Los caballeros prisioneros habían esperado que Steel aprovechara su título y su pertenencia a las filas de los vencedores para tener un trato de favor por parte de los carceleros. De hecho, podría haber sido así, ya que no eran sólo sus enemigos quienes lo admiraban. Cada noche, en torno a las hogueras de los puestos de guardia, se hablaba con elogio de su regreso voluntario para afrontar el castigo, su valentía en la batalla, su subsiguiente aceptación estoica de su encarcelación y ejecución.

Pero Steel despreciaba aceptar ningún trato de favor. No se lo merecía.

En consecuencia, rechazaba la comida de más y el cazo extra de agua que los guardias le daban. Trabajaba codo con coció con los caballeros solámnicos capturados: cortando piedra en las canteras, arrastrando enormes bloques de granito hacia la torre, bregando para encajarlos en su sitio. Todo el trabajo se realizaba bajo la cegadora luz del implacable sol, pero a Steel nunca lo golpeaban, nunca lo azotaban como a los otros prisioneros. Estaba tan absorto en su amargura que ni siquiera se percató de esta diferencia.

Los prisioneros fueron conducidos hacia la cantera, como de costumbre. Su tarea era cargar enormes bloques de granito en grandes narrias de madera, que eran arrastradas por los mamuts hasta la torre. Los bloques se subían a las narrias por una rampa; algunos prisioneros tiraban de gruesas cuerdas desde arriba, en tanto que otros se colocaban detrás de las grandes piedras y empujaban.

Los pensamientos de Steel estaban centrados en Trevalin, en su garra. Imaginaba a sus compañeros volando hacia lo que estaba destinado a ser un reñido combate con los ergothianos, humanos de probado coraje y valor que habían mantenido una firme defensa de su país durante toda la Guerra de la Lanza y que estaban decididos a hacer lo mismo ahora.

El caballero imaginó el enfrentamiento, disputó la batalla en su mente. La cuerda guía que se suponía que Steel debía de sujetar tirante se quedó floja. Gritos de alarma lo sacaron de su ensimismamiento. El inmenso bloque de granito, que estaba a medio cargar en la narria, se había desequilibrado, se inclinó y volcó la narria.

—¡Torpe bastardo! ¡Presta atención a lo que haces! —bramó el capataz al tiempo que descargaba su látigo, pero no azotó a Steel, sino a un joven caballero que estaba junto a él.

El látigo desgarró la piel de la espalda desnuda del solámnico; el trallazo lo hizo caer al suelo. El capataz se plantó a su lado, con el látigo levantado y dispuesto a azotarlo otra vez.

Steel le agarró el brazo.

—Fue culpa mía, él no hizo nada —dijo—. Dejé floja la cuerda.

El capataz miró a Steel de hito en hito, perplejo. Lo mismo hicieron los demás prisioneros, que habían dejado de trabajar y miraban la escena con incredulidad.

—Vi lo que ocurrió, señor caballero —replicó el capataz, recobrándose de la sorpresa—. El solámnico...

—No hizo nada que mereciera un castigo —lo interrumpió Steel mientras apartaba al capataz de un empujón—. No me llames caballero, porque ya no lo soy. Y no vuelvas a hacerme favores. No los quiero. —Se acercó al joven solámnico caído a sus pies.

»Lamento lo ocurrido, señor. No volverá a pasar. ¿Querrás aceptar mis disculpas?

—Sí —musitó el caballero—. Sí, por supuesto.

Satisfecho, Steel se volvió hacia el capataz.

—Azótame —instó.

—Estás perdiendo el tiempo —gruñó el hombre—. Vuelve al trabajo.

—Azótame —repitió Steel—, como has hecho con él, o daré parte a mi señor de que no has cumplido con tu deber.

Para entonces, el capataz estaba tan furioso con Steel por dejarlo como un estúpido delante de todos que descargó el látigo de buena gana. El trallazo cruzó los hombros desnudos de Steel y le arrancó piel y carne.

El joven soportó el castigo sin pestañear, sin hacer el menor gesto de dolor ni soltar quejido alguno. El capataz lo golpeó otra vez, y luego, con un gruñido, se dio media vuelta.

Viendo que el castigo había terminado, Steel regresó a su trabajo. Tenía la espalda en carne viva, sangrando, y las moscas no tardaron en zumbar alrededor de las heridas abiertas.

El capataz empezó a arengar a los otros prisioneros, instándolos a subir el bloque de granito a la narria. El joven caballero aprovechó la oportunidad para acercarse a Steel y darle la gracias con timidez.

Steel le dio la espalda. No quería que se lo agradeciera; no había hecho esto guiado por una mal entendida compasión. El mordisco del látigo lo había hecho volver a la realidad; ni siquiera tenía derecho a imaginarse a sí mismo como uno de los elegidos de Takhisis. La Reina Oscura conocía su culpa.

Lo que lo atormentaba era la certeza de que podría haber entrado en el laboratorio del archimago. La puerta se había quedado abierta, como esperando que pasara; tendría que haber ido en pos de Palin, pero, aunque sólo fue un instante, vaciló, reacio a meterse en aquella oscuridad susurrante y amedrentadora. Y entonces la puerta se cerró de golpe.

Takhisis había visto lo que había en su corazón, sabía que era un cobarde. Había rehusado concederle una muerte honrosa, y ahora, al parecer, quería mortificarlo más. No pensaba quedarse de brazos cruzados viendo cómo se castigaba a otros en su lugar.

Steel levantó la cuerda guía y reanudó su trabajo. El sudor que resbalaba sobre las heridas escocía y quemaba como fuego. Ahora era igual que los demás prisioneros.

Igual, salvo porque dentro de quince días, en la madrugada en que se celebraba la Víspera del Solsticio de Verano, si Palin Majere no había regresado o era capturado, Steel Brightblade moriría. Y si, como la Señora de la Noche había dicho, con su muerte salvaba la caballería del mismo modo que la muerte de su padre había salvado en aquel tiempo la orden de los Caballeros de Solamnia, entonces, quizá, se sentiría más en paz consigo mismo.

Sin embargo, prefería servir a Chemosh toda la eternidad antes que pedir a Takhisis que perdonara a la Señora de la Noche.

11 Venganza de una reina. La elección de Raistlin

Tasslehoff se despertó con un dolor de cabeza espantoso y la sensación de que había sido atropellado por un mamut como aquel al que antaño había ayudado a escapar de un perverso hechicero. Se sentó y se frotó las sienes.

—¿Quién me golpeó? —instó.

—Estabas en medio —replicó Raistlin escuetamente.

Tas siguió dándose masajes en las sienes, parpadeó y volvió a ver estrellas.

—¿Dónde estoy? —se preguntó en voz alta.

Y entonces recordó dónde se encontraba. Estaban en el Abismo, las cabezas de dragones brillaban ahora con un fuerte resplandor, y tenían que regresar a través del Portal.

—Ven aquí, kender —ordenó el archimago—. Necesito tu ayuda.

—Ahora necesita mi ayuda —rezongó Tasslehoff—, después de dejarme sin sentido de un trompazo porque estaba en medio. Y me llamo Tasslehoff —añadió—, por si se te ha olvidado.

Parpadeó un poco más y, finalmente, las estrellas dejaron de titilar ante sus ojos lo bastante como para que pudiera ver.

Raistlin estaba agachado junto a Palin, que yacía, inconsciente, sobre el suelo gris. Tas se puso de pie y corrió hacia los magos.

—¿Qué le sucede, Raistlin? ¿Se va a poner bien? No tiene muy buen aspecto. ¿Dónde está Kitiara?

—Cierra el pico —dijo el archimago, dirigiéndole una mirada funesta.

—Claro, Raistlin —contestó el kender sumisamente. Y lo decía de verdad, así que las siguientes palabras le salieron por equivocación—. Pero me gustaría saber qué ha pasado.

—Mi querida hermana lo hirió con la espada, eso es lo que ha pasado. Habría acabado con él, pero se lo impedí. No tiene nada que hacer contra mí, y lo sabe. Se ha marchado en busca de refuerzos.

Tas se arrodilló junto a Palin y examinó la herida.

—No parece demasiado grave —dijo con alivio—. Es en el hombro derecho, y no tenemos muchas cosas importantes debajo del hombro derecho, pero se ha desmayado y...

—¿No te he dicho que te calles? —insistió Raistlin.

—Es posible —musitó Tas, que se sentía triste y deprimido—. Es lo que siempre me dices. —Habría añadido algo más, pero Palin gimió y empezó a agitarse y a retorcerse.

»¿Qué le pasa, Raistlin? —preguntó el kender, de repente asustado por su joven amigo—. Parece como si... como si se estuviera muriendo.

Raistlin sacudió la cabeza.

—Es que se está muriendo. Palin tiene que volver a su plano de existencia cuanto antes.

—Pero si la herida no es grave...

—La hoja que lo atravesó es de este plano, kender, no del vuestro. Conseguiste desviar la estocada mortal, pero la hoja penetró en su carne, y la maldición ya está surtiendo efecto en él. Si muere aquí, su alma permanecerá aquí... en poder de Chemosh.

Raistlin se puso de pie y miró fijamente el Portal. Los ojos de los dragones le devolvieron la mirada. El cielo estaba gris, surcado con bandas negras, semejantes a tentáculos, que serpenteaban en su dirección.

Los ojos de Tas fueron de Palin al Portal, de éste al cielo, y después de vuelta a Palin.

—Supongo que podría arrastrarlo hasta allí, pero ¿qué haría después, una vez que lo hubiera llevado de vuelta al laboratorio? —Se quedó pensativo un momento, y entonces su expresión se animó:— ¡Ya lo sé! Quizás haya algún conjuro curativo que puedas enseñarme para que lo utilice con él. ¿Quieres, Raistlin? ¿Me enseñarás algo de magia?

—Ya he cometido bastantes crímenes contra el mundo —replicó el archimago secamente—. Enseñar magia a un kender me garantizaría la condena eterna. —Frunció el entrecejo, pensativo.

—Entonces, tienes que volver con él, Raistlin —dijo Tas—. Supongo que puedes volver ¿no?

—Sí. Mi cuerpo físico no murió en el mundo, y puede regresar a él. La cuestión es ¿por qué iba a querer hacerlo? El único placer que hallé en ese mundo fue mi magia. Y si vuelvo, ¿supones que los dioses dejarían que conservara mis poderes?

—Y Palin ¿qué? —argumentó Tas—. ¡Si se queda aquí morirá!

—Sí —Raistlin suspiró—. Y Palin ¿qué? —El archimago sonrió amargamente, alzó los ojos hacia el cielo y le dirigió una mirada enconada—. Así que no tengo más remedio que regresar. ¿Es eso lo que quieres? ¡Débil e indefenso como estoy, para que así tú, mi reina, puedas tener tu venganza!

Todo esto no tenía ningún sentido para Tas, que extendió la mano para darle a Palin una suave y tranquilizadora palmadita en el rostro. Al tocar la piel del joven la notó fría; se fijó que tenía los labios azulados y que la carne empezaba a adquirir una lividez que no presagiaba nada bueno.

—¡Raistlin! —gritó, y tragó saliva con esfuerzo—. ¡Más vale que hagas algo y deprisa!

El archimago se arrodilló presuroso junto al joven y le puso los dedos en el cuello.

—Sí, está a punto de expirar. —Con una repentina actitud decidida, agarró a Palin por los hombros—. Lo llevaremos entre tú y yo, kender.

—Me llamo Tasslehoff. Parece que sigues olvidandolo. —Tas se apresuró a ayudarlo; entonces reparó en algo que estaba tirado en el suelo y señaló—. ¿Qué hacemos con el bastón?

Raistlin miró fijamente el Bastón de Mago. Los finos y nerviosos dedos del archimago se crisparon. Tendió la mano de repente, con ansiedad.

—Pensándolo bien, podría haber un modo de... —Y entonces su mano se frenó en seco y se echó hacia atrás—. Llévalo tú, kender —ordenó en voz baja—. Yo me ocuparé de Palin. ¡Deprisa!

—¿Yo? —Tas estaba tan emocionado que casi no podía hablar—. ¿Yo? ¿Tengo que llevar el... bastón?

—Deja de balbucear y haz lo que te he dicho —instó Raistlin.

Tas cerró la mano con fuerza en torno al famoso Bastón de Mago y lo levantó del suelo. Había deseado tocarlo desde la primera vez que lo vio en poder de Raistlin, en la posada El Último Hogar.

—¡Estoy preparado! —dijo mientras contemplaba el cayado con expresión arrobada.

Raistlin no era lo bastante fuerte para levantar a su sobrino. El archimago lo agarró por las axilas y lo arrastró sobre el suelo gris, consiguiendo, mediante un denodado esfuerzo, llevarlo hasta el Portal.

Las relucientes cabezas de los dragones irradiaban una extraña y espantosa belleza.

Raistlin hizo un alto, resollando, y entonces, por primera vez desde que se habían reunido con él, Tas lo oyó toser.

—Kender —dijo con voz ahogada—, ¡levanta el bastón! ¡Levántalo bien alto, para que pueda verlo Takhisis!

Tas, embargado por la emoción desde el copete hasta la punta de las calzas, hizo lo que le ordenaba: levantó el bastón lo más alto que pudo.

Las cabezas de dragones chillaron desafiantes, pero el Portal siguió abierto.

Tas caminó hacia él, sosteniendo el bastón en alto. Fue el momento de mayor orgullo en la vida del kender.

Raistlin, arrastrando a Palin, lo siguió. Los dragones chillaron de manera ensordecedora, pero no intentaron detenerlos.

La fría y polvorienta oscuridad del laboratorio se cerró sobre ellos. Raistlin tumbó a Palin en el suelo con cuidado, se irguió y dio un paso hacia el portal.

—¡Regreso al Abismo! —gritó—. ¡Déjame volver! ¡Haz lo que quieras conmigo, Takhisis, pero no me dejes aquí, despojado de mi poder!

Brilló una luz cegadora, que hacía daño a la vista. A Tas le ardían los ojos, y le empezaron a lagrimear; sus párpados querían cerrarse, pero Tas sabía que si lo permitía se perdería algo interesante, así que los mantuvo abiertos sujetándolos con los dedos.

Raistlin, tosiendo, dio otro paso hacia el Portal. La luz brilló con más fuerza aún. Los párpados de Tas le ganaron por una votación de dos a uno y se cerraron. Lo último que alcanzó a ver fue a Raistlin levantando los brazos como para parar un golpe...

El archimago soltó una maldición. Tas escuchó un sonido siseante y la luz se apagó.

El kender se arriesgó a abrir los ojos.

La cortina de terciopelo colgaba, una vez más, sobre el Portal. Un débil remedo de luz brillaba por debajo. El resto del laboratorio estaba envuelto en sombras.

Raistlin estaba plantado delante de la cortina, contemplándola fijamente. Luego, se dio media vuelta bruscamente y desapareció en la oscuridad. Tas oyó sus pasos alejándose.

No era una oscuridad normal, ese tipo de oscuridad que a uno le gusta tener en el dormitorio, que es suave y acogedora y adormece, llevando a unos sueños agradables. Ésta era completamente distinta y hacía desear mantenerse completamente despierto.

—¿Raistlin? ¿Dónde estás? —preguntó Tas.

No tenía lo que podría llamarse miedo, pero empezaba a pensar que un poco de luz resultaría agradable en este momento. Estaba a punto de intentar que el bastón se iluminara, pues sabía la palabra mágica (estaba muy seguro de que la sabía) e iba a pronunciarla cuando la voz de Raistlin llegó de la oscuridad y sonó como ella: helada, susurrante.

—Estoy en la parte delantera del laboratorio. Quédate cerca de Palin —dijo el archimago—. Dime si se mueve o si habla. ¡Y suelta el bastón!

Tas corrió a sentarse junto a Palin. Oyó a Raistlin moviéndose por el laboratorio, y entonces se encendió una luz, un resplandor suave, reconfortante. El archimago apareció llevando una vela en un candelabro de hierro forjado que tenía forma de pájaro; lo puso en el suelo, al lado de Palin.

—Creo que está un poco mejor —dijo Tas mientras alargaba la mano para tocar la frente del joven—. Por lo menos está más caliente, pero todavía no ha vuelto en sí.

—La maldición todavía le hiela la sangre, pero ahora se lo puede curar. —Raistlin miró al kender—. ¿No te dije que soltaras el bastón?

—¡Lo hice! —protestó Tas. La inspección que llevó a cabo puso de manifiesto, para gran asombro del kender, que el cayado seguía en su mano—. ¡Vaya! ¿No es extraordinario? Creo que le gusto. Quizá podría hacer que se encendiera... sólo una vez. ¿Cuál es la palabra que dices para que el cristal se encienda? ¿Shelac? ¿Shirley? ¿Shirleylac?

Con una expresión sombría, el archimago cogió el bastón y, no sin dificultad, logró desasir los pequeños dedos del kender.

—¡Déjame que lo encienda una vez sólo, Raistlin! ¡Por favor! Lamento haber cogido tus anteojos mágicos aquel día. Si vuelvo a encontrarlos te los devolveré. Es la mar de raro lo rígidos que se me han quedado los dedos, ¿verdad?

Raistlin se apoderó del bastón dando un fuerte tirón, lo llevó a un rincón apartado del laboratorio, y lo apoyó contra la pared. El archimago parecía tan reacio como el kender a separarse del cayado, y su mano acarició la suave madera. Sus labios se movieron en lo que podía ser el lenguaje de la magia.

Pero no ocurrió nada.

Raistlin retiró la mano y se dio media vuelta. Fue hacia la gigantesca mesa de piedra y encendió otra vela, que sostuvo en alto, y contempló fijamente a Palin.

—¿Tas? —murmuró el joven con voz débil.

—¡Aquí estoy, Palin! —El kender olvidó el bastón y regresó junto a su paciente—. ¿Cómo te sientes?

—Me arde el brazo... pero el resto del cuerpo está muy frío —respondió Palin, castañeteándole los dientes—. ¿Qué... qué ocurrió?

—No estoy muy seguro. Le dije hola e iba a estrecharle la mano, cuando de repente Kitiara desenvainó la espada y se echó sobre ti para atravesarte, y Raistlin chocó contra mí y entonces eché un sueñecito.

—¿Qué? —Palin aún estaba aturdido, pero enseguida recordó lo ocurrido en el Abismo. Intentó incorporarse, vacilante—. ¡El Portal! ¡La Reina Oscura! Tenemos... que volver...

—Ya hemos vuelto —dijo Tas mientras empujaba suavemente al joven para hacer que se tumbara otra vez—. Estamos en el laboratorio, y Raistlin también está aquí.

—¿Tío? —Palin alzó la vista hacia la luz que se reflejaba en la piel dorada del rostro del archimago, enmarcado por el cabello blanco—. ¡Así que al final viniste!

—Cruzó el Portal para salvarte, Palin —explicó el kender.

El rostro de Palin enrojeció de placer.

—Gracias, tío. Te estoy muy agradecido. —Se tumbó en el suelo y cerró los ojos—. ¿Qué me pasó? Siento tanto frío...

—Fuiste alcanzado por un arma maldita del Abismo. Por suerte sólo te hirió en el hombro, pues de haberte atravesado el corazón ahora estarías sirviendo a Chemosh —explicó el archimago—. Tal como están las cosas, creo que tengo algo aquí que te aliviará.

Raistlin regresó a la parte central del laboratorio para examinar una fila de tarros alineados sobre un estante cubierto de polvo.

—¿Quién era esa mujer? —preguntó Palin con un escalofrío—. ¿Algún esbirro de la Reina Oscura?

—En cierto sentido, sí, aunque no me cabe duda de que no actuaba siguiendo órdenes, sino para llevar adelante sus propósitos. Era mi hermanastra —contestó el archimago—, tu difunta tía Kitiara.

—Desde luego, hemos tropezado con un montón de viejos amigos últimamente —comentó Tas—. Bueno, supongo que no podemos considerar a Kitiara una amiga ahora, pero lo fue, hace mucho tiempo. Caray, recuerdo aquel día en que me salvó de un oso lechuza en una cueva. ¿Cómo iba a saber yo que los osos lechuza duermen todo el invierno y se despiertan hambrientos? Pero Kit murió. —Tas soltó un suspiro—. Y ahora Tanis también. Han muerto tantos... Por lo menos, te tenemos de vuelta a ti, Raistlin —añadió el kender, un poco más animado.

—Eso parece —contestó el archimago, que casi de inmediato sufrió un ataque de tos que lo hizo doblarse en dos mientras se llevaba las manos al pecho y boqueaba para llevar aire a los pulmones. Por fin, el espasmo doloroso menguó, y Raistlin se limpió los labios con la manga e inhaló trabajosa, entrecortadamente—. Puedo asegurarte que mi regreso ha sido involuntario.

—Quiso volver al Abismo —contó Tas—, pero cuando lo intentó las cabezas nos gritaron. Fue realmente emocionante, pero entonces Raistlin cerró la cortina. Supongo que podría echar un vistazo, sólo para ver si las cabezas están...

—¡No te acerques ahí! —instó Raistlin bruscamente— O vas a encontrarte echando otro sueño, ¡y éste no será breve!

El archimago encontró el jarro que buscaba, lo bajó del estante y le quitó la tapa. Lo olisqueó, asintió con la cabeza, y se dirigió hacia Palin.

—Quizá te escueza —dijo mientras extendía un ungüento azulado sobre la herida.

Palin apretó los dientes y dio un respingo.

—Presumo que no deberíamos haber escuchado a hurtadillas la conversación de los dioses. —Se sentó a medias y echó una ojeada al hombro intentando ver la herida. La expresión de dolor se suavizó en su rostro, empezó a respirar con más facilidad y dejó de tiritar—. Me siento mejor. ¿Es algo mágico?

—Lo es —contestó Raistlin—, pero no lo he preparado yo. Fue un regalo, de una sacerdotisa de Palanthas.

—De Crysania, supongo —dijo Tasslehoff mientras asentía con expresión enterada—. Te tenía mucho aprecio, Raistlin.

El semblante del archimago estaba impasible, severo. Se dio media vuelta y regresó hacia los estantes para reanudar el repaso del contenido de los frascos.

—¡Tas! —susurró Palin, escandalizado—. ¡Chitón!

—¿Por qué? —contestó el kender enfadado, también en un susurro—. Es la verdad.

El joven miró con desasosiego a su tío, pero, si Raistlin había oído algo, hacía caso omiso de los dos.

A Tas le dolía la cabeza. Lo hacía sentirse muy desdichado pensar que Tanis había muerto y que nunca volvería a oír su risa, ni lo vería sonreír, ni le cogería prestados más pañuelos. Y ahora, como si todo eso fuera poco, estaba aburrido.

El kender sabía de sobra que si se le ocurría siquiera echar un vistazo a un murciélago muerto en este laboratorio, los dos, Raistlin y Palin, le gritarían. Y si le gritaban, la opresión que sentía en el pecho haría que les gritara también y probablemente les dijera algunas cosas que herirían sus sentimientos. Lo que significaba que uno u otro podría acabar convirtiéndolo en un murciélago, y aunque eso sonaba divertido...

Tasslehoff deambuló por el laboratorio en dirección a la puerta. Intentó abrirla, pero el pestillo no cedió.

—¡Porras! ¡Estamos atrapados aquí!

—No, no lo estamos —dijo Raistlin fríamente—. Nos marcharemos cuando yo esté preparado para salir, no antes.

Tas miró la puerta con gesto pensativo.

—Ahora todo está en silencio ahí fuera. Steel golpeaba la hoja de madera como un energúmeno cuando entramos. Supongo que él, Usha y Dalamar se cansaron y se fueron a cenar.

—¡Usha! —Palin se puso de pie y casi de inmediato se acercó tambaleándose hasta un sillón y se sentó—. Espero que esté bien. Tienes que conocerla, tío.

—Ya la conoce —comentó Tas—. Bueno, más o menos. Al fin y al cabo es su hija...

—¡Hija! —Raistlin resopló. El archimago estaba guardando en una bolsita de cuero pequeña una hojas fragantes que había en otra más grande—. Si dice eso, entonces es una mentirosa. No tengo ninguna hija.

—No es una mentirosa. Las circunstancias fueron... eh... singulares, tío —dijo Palin a la defensiva. Se dirigió desde el sillón hasta el rincón donde estaba apoyado el bastón y lo cogió. Casi de manera inmediata pareció sentirse más fuerte—. Podrías haber tenido una hija y no saberlo a causa de la magia irda.

Raistlin tosió y empezó a negar con la cabeza, pero se detuvo y alzó los ojos hacia el joven.

—¿Irda? ¿Qué tienen que ver los irdas con esto?

—Yo... Bueno, es una historia que la gente cuenta sobre ti, tío. Padre nunca le dio importancia. Cada vez que se sacaba el tema, decía que no eran más que tonterías.

—Me gustaría oír ese relato —dijo Raistlin con un atisbo de sonrisa asomándole a los labios.

—Existen varias versiones, pero, de acuerdo con la mayoría, tú y padre regresabais de la Torre de Wayreth, donde acababas de pasar la Prueba. Estabas enfermo y el tiempo estaba empeorando. Los dos os detuvisteis en una posada para descansar, y luego entró una mujer y pidió un cuarto para pasar la noche. Iba encapuchada y con el rostro casi cubierto con un pañuelo. Unos rufianes que había en la taberna la atacaron, y tú y padre la salvasteis. Ella intentó mantener oculto el rostro, pero se le cayó el pañuelo. Era bellísima —dijo Palin suavemente—. Sé lo que debiste sentir, tío, cuando la miraste. Yo he sentido lo mismo. —Guardó silencio, sonriente, sumergido de lleno en la historia.

—¿Y qué pasó entonces? —preguntó Raistlin, sacando al joven de su ensoñación con un sobresalto.

—Bueno... eh... —balbuceó Palin—. Para resumir, tú y ella... bueno, tú, eh...

—Hicisteis el amor —intervino Tas al ver que Palin parecía muy confuso en este punto—. Hicisteis el amor, sólo que tú no te enteraste a causa de la magia irda, y ella tuvo una niña con los ojos de color dorado, y los irdas vinieron y se llevaron a la pequeña.

—O sea que hice el amor con una mujer bellísima y yo ni me enteré. Qué mala suerte la mía —dijo Raistlin.

—No fue eso lo que ocurrió exactamente. Tendrá que contártelo ella. Te gustará, tío —siguió Palin con entusiasmo—. Es encantadora, y amable y muy, muy hermosa.

—Todo lo cual demuestra que no es hija mía —replicó el archimago cáusticamente. Tiró de la cinta que cerraba la bolsita de cuero y la colgó con cuidado del cinturón—. Será mejor que nos marchemos ahora. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para llevarlo a cabo. Me temo que han pasado demasiados días.

—¿Días? No, tío. Era media mañana cuando entramos al laboratorio, así que debe de estar a punto de anochecer. —Palin hizo una pausa y miró a su alrededor—. ¿No vas a coger ningún libro de hechizos? Me siento mejor, y podría ayudarte a llevarlos.

—No, no voy a llevarme ninguno —contestó Raistlin sosegada y fríamente, sin mirar siquiera en dirección a los libros.

Palin vaciló un instante antes de preguntar:

—¿Te importaría que los cogiera yo, entonces? Esperaba que pudieras enseñarme algunos conjuros.

—¿Conjuros del gran Fistandantilus? —preguntó el archimago, al que pareció divertirle mucho la idea—. Tu túnica tendría que ponerse mucho más oscura de lo que es ahora antes de que pudieras leer esos hechizos, sobrino.

—Tal vez no, tío. —Palin se mostraba muy tranquilo—. Sé que nunca se ha dado en la historia de las tres lunas que un Túnica Negra instruya a un Túnica Blanca, pero eso no significa que sea imposible. Padre me contó que una vez cambiaste un conjuro consumidor de vida por otro revivificador, cuando el pincho de una trampa envenenó a tío Tas en el templo de Neraka. Sé que el trabajo será arduo y difícil, pero haré cualquier cosa, sacrificaré cualquier cosa —añadió con énfasis—, para obtener más poder.

—¿Lo harías? —Raistlin observó al joven intensamente—. ¿Lo harías de verdad? —Enarcó una ceja—. Veremos, sobrino, veremos. Y ahora, debemos marcharnos. —Se encaminó hacia la puerta—. Como he dicho antes, apenas disponemos de tiempo. Está cayendo la noche, sí, pero no del mismo día en que te marchaste. Ha pasado un mes en Ansalon.

Palin se quedó boquiabierto.

—¡Pero eso es imposible! Sólo han pasado unas horas...

—Para ti, tal vez, pero el tiempo como lo conocemos en este plano de existencia no tiene significado alguno en el reino de los dioses. Hoy hace un mes que lord Ariakan entró triunfante por las puertas de la Torre del Sumo Sacerdote. Una vez caída la fortaleza, nada podía detenerlo. La ciudad de Palanthas está gobernada ahora por los Caballeros de Takhisis.

Tas se había pegado al ojo de la cerradura, intentando ver fuera.

—¿Y si el espectro sigue ahí? —preguntó.

—El guardián se ha marchado. Dalamar está ahí, pero no por mucho tiempo. Dentro de poco, como en los días posteriores al Cataclismo, la torre quedará desierta.

—¡Que Dalamar se va! ¡No... no puedo creerlo! —Palin parecía aturdido—. Tío, si los caballeros negros están al mando, entonces ¿adonde iremos? No habrá ningún lugar que sea seguro.

Raistlin no contestó.

En su silencio había algo espeluznante.

—He soñado con ello tantas veces... —dijo el archimago con voz queda—. Iremos a casa, sobrino. Quiero ir a casa.

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