Nikki penetró en el campo cónico del limpiador ultrasónico, moviéndose de modo que el inaudible zumbido del achaparrado morro de la máquina pudiera eliminar de su piel con mayor efectividad el tejido epidérmico muerto, los glóbulos de sudor seco, las gotitas del perfume de ayer y otros restos; tres minutos después salía completamente limpia, activa y lista para la fiesta. Programó el vestido para la velada: pieles de bu, túnica amarillo-limón de película de gasa, capa de color naranja pálido tan blanda como una almeja, y nada más debajo excepto la propia Nikki, la suave, reluciente y tersa Nikki. Su cuerpo era moreno y delgado. La fiesta se celebraba en su honor, aunque ella era la única en saberlo. Hoy era su cumpleaños, el siete de enero de 1999; veinticuatro años y ni un solo signo de envejecimiento en el cuerpo.
El viejo Steiner había reunido a una extraordinaria variedad de invitados: prometió qne acudirían un lector de mentes, un multimillonario, un auténtico duque bizantino, un rabino árabe, un hombre que se había casado con su propia hija, y otras maravillas. Todos ellos, desde luego, subordinados al verdadero invitado de honor, al premio de la noche, al famoso Nicholson, que había vivido mil años y que decía poder ayudar a otros a hacer lo mismo. Nikki… Nicholson. Feliz asonancia, portentosa e íntima armonía. Me mostrarás, querido Nicholson, cómo puedo vivir para siempre, sin hacerme vieja nunca. Una idea acogedora y tranquilizadora.
El cielo, más allá de la lustrosa curva de su ventana, aparecía negro, salpicado de motillas de nieve; imaginó poder escuchar el mohoso aullido del viento y sentir el balanceo del edificio envuelto por el frío, a noventa pisos de altura. Este era el peor invierno que había conocido jamás. Nevaba casi todos los días; era una nieve planetaria, un escalofrío global del que ni siquiera se libraban los trópicos. El hielo, tan duro como placas de hierro, cubría las calles de Nueva York. Las paredes eran resbaladizas y el aire tenía un filo cortante. Esta noche Júpiter brillaba ferozmente en la oscuridad, como un diamante en la frente de un cuervo. Gracias a Dios, no tenía que salir.
Podía esperar a que transcurriera el invierno dentro de esta torre. La correspondencia le llegaba por tubo neumático. El restaurante de la azotea la alimentaba. Tenía amigos en una docena de pisos. El edificio era un mundo en sí mismo, cálido, cómodo y abrigado. Que nevara. Que soplaran los cortantes ventarrones.
Nikki comprobó su aspecto, observándose en el espejo tridimensional: muy atractiva; muy, muy atractiva. Dulces pliegues de película amarilla. Al descubierto, un poco de los muslos, otro poco de los pechos. Se vería algo más que un poco cuando tuviera una fuente de luz tras de ella. Notó una sensación de bienestar. Se arregló el pelo corto, de color negro brillante. Se perfumó un poco. Todo el mundo la quería. La belleza es como un imán: repele a algunos, atrae a muchos, pero no deja a nadie inmóvil. Eran las nueve de la noche.
—Arriba —le dijo al ascensor—. Habitaciones de Steiner.
—Piso ochenta y ocho —comunicó el ascensor.
—Ya lo sé. Eres muy dulce.
Música en el pasillo: Mozart, cristalino y sinuoso. La puerta del apartamento de Steiner aparecía semiabombada con acero cromado, como la entrada a la bóveda de un banco. Nikki sonrió en dirección al detector-explorador. La puerta se abrió. Steiner formó una especie de cáliz con sus manos, a pocos centímetros del pecho, a modo de saludo.
—Maravillosa —murmuró.
—Me siento muy contenta de que me invitara.
—Prácticamente ya está todo el mundo. Es una fiesta maravillosa, amor.
Ella le besó la velluda mejilla. Se había encontrado con él en octubre, en el ascensor; tenía más de sesenta años y aparentaba menos de cuarenta. Cuando le tocó, su cuerpo le pareció como un objeto enmarcado en hielo lechoso, como un mamut recién sacado de los hielos permanentes de Siberia. Fueron amantes durante dos semanas. El otoño dio paso al invierno y Nikki pasó de largo por su vida, pero él había mantenido su palabra en cuanto a las fiestas: allí estaba ella, invitada.
—Alexius Ducas —dijo un hombre bajo de estatura y ancho de hombros, con una densa barba negra partida en el centro.
El hombre se inclinó. Un buen ademán. Steiner se evaporó y ella quedó en manos del duque bizantino. La dirigió inmediatamente, atravesando la estancia sobre una espesa alfombra blanca, hacia un lugar donde un grupo de pequeñas luces, como hongos enojados que surgieran de la pared, revelaba los contornos de su cuerpo. Otros invitados se volvieron para mirarla. El duque Alexius la favoreció con una penetrante mirada, pero ella no sintió la menor excitación. Ya hacia mucho tiempo que había pasado lo de Bizancio. Le trajo una pequeña copa de vino verde y frío y dijo:
—¿Ha estado alguna vez en el Mar Egeo? Mi familia posee su ancestral castillo en una isla situada a dieciocho kilómetros al este de…
—Discúlpeme, pero ¿quién es el hombre llamado Nicholson?
—Nicholson sólo es el nombre que utiliza ahora. Afirma haber tenido una tienda en Constantinopla durante el reinado de mi antepasado, el basileo Manuel Comneno —un chasqueo protector de la lengua, para añadir—: Sólo es un tendero —y los ojos bizantinos brillaron con ferocidad—. ¡Qué hermosa es usted!
—¿Quién de ellos es?
—Allí. En el sofá.
Nikki sólo vio un muro de espaldas. Se inclinó un poco hacia la izquierda y miró. No pudo ver nada. Se acercaría más tarde. Alexius Ducas continuó ofreciéndole su cuerpo con los ojos. Ella susurró lánguidamente y pidió:
—Cuénteme cosas de Bizancio.
Llegó hasta Constantino el Grande antes de aburrirla. Ella terminó de beberse el vino, extendió fríamente la copa y convenció a un suave joven que pasaba por allí para que se la volviera a llenar. El bizantino parecía triste.
—Entonces —dijo—, el imperio fue dividido entre…
—Hoy es mi cumpleaños —anunció ella.
—¿También el suyo? Felicidades. ¿Es usted tan vieja como…?
—Ni con mucho. Ni siquiera la mitad. No llegaré a los quinientos años hasta dentro de algún tiempo —contestó, volviéndose para recoger su copa.
El joven suave no esperó a ser capturado. La fiesta se lo tragó como si se tratara de una avalancha. Sesenta, ochenta invitados, todos en movimiento. Se retiraron las cortinas, poniendo de manifiesto toda la furia de la tormenta. Nadie la contemplaba. El apartamento de Steiner era como una escena de película: grandes sillas de jardín, en porcelana Ming o incluso Sung; paredes pintadas con hojas planas de bronce y escarlata; artefactos precolombinos en nichos iluminados; esculturas como telarañas de aluminio; grabados de Durero… El botín del tiempo. Sirvientes de cabeza rapada, mayas o khmers o quizás olmecas, circulaban impasiblemente, ofreciendo bandejas de golosinas: caviar, galopines de mar, trocitos de carne asada, pequeñas salchichas, burritos en una salsa de chile. Las manos iban incansablemente de las bandejas a los labios. Esta era una fiesta de comilones vitales, de personas dispuestas a tragarse el mundo. El duque Alexius, acariciando su brazo, le dijo con suavidad:
—Me marcharé a medianoche. Sería delicioso que se viniera usted conmigo.
—Tengo otros planes —le dijo.
—Entonces —se inclinó cortésmente, sin mostrar desilusión exterior—, quizá en otra ocasión. ¿Quiere mi tarjeta?
Apareció en su mano, como por un movimiento mágico: una tarjeta en relieve, elaboradamente grabada. Se la colocó en el bolso, y después la sala se lo tragó. Instantáneamente un hombre grande, de mirada salvaje, ocupó su lugar ante ella.
—¿No ha oído hablar nunca de mí? —empezó.
—¿Es eso una fanfarronada o una disculpa?
—Soy bastante simple. Trabajo para Steiner. Pensó que seria divertido invitarme a una de sus fiestas.
—¿Qué hace usted?
—Facturas y embarques. ¿No le parece un lugar divertido?
—¿Cuál es su signo? —le preguntó Nikki.
—Libra.
—Yo soy Capricornio. Esta noche es mi cumpleaños, asi como el de él. Si es usted realmente un libriano, está perdiendo su tiempo conmigo. ¿Se llama de algún modo?
—Martin Bliss.
—Nikki.
—No existe ninguna señora Bliss… ¡Ja, ja!
Nikki se lamió los labios.
—Tengo hambre, ¿quiere traerme unos canapés?
En cuanto él se marchó para buscar lo pedido, ella se alejó de allí. Dio una vuelta por la larga sala, pasó junto al quinteto de cuerdas, junto al puesto del barman, junto a la ventana… hasta que pudo ver bien al hombre llamado Nicholson. No le desagradó. Era delgado, flexible, no muy alto, de hombros fuertes. Un hombre con presencia y autoridad. Quería poner los labios sobre él y sorber inmortalidad. Su cabeza era como un triángulo, con unos brutales huesos en las mejillas, labios delgados, oscura mata de pelo rizado, sin barba, sin bigote. Sus ojos eran penetrantes, eléctricos, intolerablemente sabios. Tiene que haberla visto dos veces, por lo menos.
Nikki había leído su libro. Todos lo habían leído. Él había sido un rey, un lama, un traficante de esclavos, un esclavo. Siempre llevando gran cuidado de ocultar su increíble longevidad, y ahora ofreciendo libremente su terrible secreto a los miembros del Club del Libro del Mes. ¿Por qué había preferido salir a la luz y revelarse? Porque éste es el momento necesario de la revelación, había dicho. El momento a partir del cual tiene que ser lo que es, de modo que pueda impartir su don a otros, antes de perderlo. Antes de perderlo. En el momento del nacimiento del nuevo siglo, debe compartir su premio de vida.
Una docena de personas le rodeaban, captando su mirada brillante. Él atravesó con la mirada una muralla de hombros y puso sus ojos en los de ella; Nikki se sintió atravesada, exaltada, elegida. Un súbito calor se fue extendiendo sobre su cuerpo, como un río de tungsteno fundido, como una corriente de miel caliente. Le devolvió fijamente la mirada. Empezó a caminar hacia él.
Entonces, un cuerpo se interpuso en su camino. Cabeza de muerto, piel de pergamino, ojos de pesadilla. Una mano escamosa rozó sus bíceps desnudos. Una voz terriblemente desgastada preguntó, con un gruñido:
—¿Cuántos años cree usted que tengo?
—¡Oh, Dios!
—¿Cuántos?
—¿Dos mil?
—Tengo cincuenta y ocho. No viviré para ver mi cumpleaños número cincuenta y nueve. Tome, fúmese uno de estos.
Con manos temblorosas, le ofreció un diminuto tubo marfileño. Cerca de uno de los extremos se veía un monograma gótico —FXB— y una cápsula verde translúcida en el otro. Ella apretó la cápsula y surgió una flameante llama azul. Inhaló el humo.
—¿Qué es? —preguntó.
—Mi propia mezcla. Soma número cinco. ¿Le gusta?
—Estoy sucia —dijo—. Absolutamente sucia. ¡Oh, Dios!
Las paredes se movían. La nieve se había convertido en trozos de estaño. Un golpe instantáneo. El cuerpo tenía un halo dorado. Los signos del dólar se elevaban a la vista, como estigmas, sobre su frente surcada de arrugas. Nikki escuchó el estruendo de las olas, el rugido de la espuma. El puente oscilaba. Los mástiles se agrietaban. Mujer a bordo, gritó, y escuchó su voz inaudible, desapareciendo hacia abajo por un túnel de ecos, boing, boing, boing. Se agarró a los frágiles puños de él.
—¡Bastardo! ¿Qué me ha hecho?
—Soy Francis Xavier Byrne.
¡Oh! El millonario. Las Industrias Byrne, el gran conglomerado de empresas. Steiner le había prometido un multimillonario para esta noche.
—¿Va usted a morir pronto? —le preguntó Nikki.
—No creo que pase de pascua. Ahora el dinero no me sirve de nada. Soy una metástasis andante.
Se abrió la camisa arrugada. Algo brillante y metálico, como una cota de malla, cubría su pecho.
—Sistema vital auxiliar —le confió—. Me permite funcionar. Si me lo quitara durante media hora, estaría acabado. ¿Es usted capricorniana?
—¿Cómo lo sabía?
—Puede que vaya a morirme, pero no soy estúpido. Tiene usted el brillo de los de Capricornio en sus ojos. ¿Qué soy yo?
Ella dudó. Sus ojos también brillaban. Un hombre de los que se han hecho a sí mismos, un fantástico sentido para los negocios, energía, arrogancia. Capricornio, desde luego. No…, demasiado fácil.
—Leo —dijo.
—No. Vuélvalo a intentar.
Colocó otro tubo con monograma en su mano y se marchó. Ella no había regresado aún del todo del último, aunque los efectos más espectaculares ya se habían disipado. Los invitados a la fiesta giraban y flotaban a su alrededor. Ya no podía ver a Nicholson. La nieve parecía ir convirtiéndose en granizo, en pequeñas partículas duras que salpicaban los amplios ventanales, dejando unas raspaduras blancas. ¿O es que su percepción era ahora más aguda? El rugido de las conversaciones parecía ascender y decaer, como si alguien estuviera ajustando un control de volumen. Las luces fluctuaban con un ritmo contrastado. Se sintió mareada. Una bandeja de cócteles pasó junto a ella y preguntó:
—¿Dónde está el baño?
Al final del pasillo. Cinco extrañas salían arracimadas de él, hablando en susurros escamosos. Flotó a través de ellas, se agarró al frío borde del lavabo, adelantó la cabeza hacia el espejo oval cóncavo. Una cabeza de muerto, piel apergaminada, ojos de pesadilla. ¡No! ¡No!
Parpadeó, y volvieron a aparecer sus propios gestos. Temblando, hizo un esfuerzo por recobrarse. El armario de medicamentos contenía una tentadora colección de drogas, los remedios de Steiner para todos los males. Sin mirar las etiquetas, Nikki tomó un puñado de frascos y engulló pastillas tomadas al azar. Una roja y plana, una verde y ahusada, una suculenta cápsula amarilla de gelatina. Quizá se tratara de remedios contra el dolor de cabeza, quizá de alucinógenos. ¿Quién sabía? ¿A quién le interesaría? Nosotros, los capricornianos, no siempre somos tan precavidos como se pudiera imaginar.
Alguien llamó a la puerta del baño. Ella contestó y se encontró con el rostro redondo, blando y esperanzado de Martin Bliss, flotando cerca del techo. Los ojos se abombaban débilmente; las mejillas aparecían rojizas.
—Me dijeron que usted se sentía mal. ¿Puedo ayudarla en algo?
Tan amable. Tan dulce. Ella le tocó el brazo, rozó su mejilla con los labios. Más allá, en el vestíbulo, estaba un hombre de cuerpo ancho, de pelo rubio cortado al rape, de glaciales ojos azules, con un perfecto y rollizo rostro. Su sonrisa era intensa y brillante.
—Eso es fácil —dijo el hombre—. Capricornio.
—¿Puede adivinar mi… —se detuvo asombrada—…signo? —terminó de preguntar, con voz débil—. ¿Cómo lo hizo? ¡Oh!
—Sí. Soy ése.
Ella se sintió más que desnuda, desprendida de todo hasta los ganglios, hasta la sinapsis.
—¿Cuál es el truco?
—No hay truco. Escucho. Oigo.
—¿Oye usted pensar a la gente?
—Más o menos. ¿Cree usted que se trata de un juego de salón?
Él era hermoso, pero aterrorizador, como la espada de un samurai en movimiento. Ella le quería, pero no se atrevía. Tiene mi número, pensó. No tendré nunca ningún secreto con él. Y él dijo tristemente:
—No me importa eso. Sé que asusto a mucha gente. A algunos no les importa.
—¿Cómo se llama?
—Tom —contestó él—. Encantado de conocerla, Nikki.
—Siento mucha lástima por usted.
—No es eso, en realidad. Puede engañarse a sí misma si necesita hacerlo. Pero no puede engañarme a mí. En cualquier caso, no se acuesta usted con hombres por los que siente lástima.
—No me he acostado con usted.
—Lo hará —dijo él.
—Creí que sólo era capaz de leer la mente. No me dijeron que también hacía profecías.
Él se inclinó acercándose y sonrió. Aquella sonrisa la destruyó. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer.
—Tengo su número, muy bien —dijo él, en un tono de voz bajo y duro—. La llamaré el próximo martes —y, cuando ya se alejaba, añadió—. Se equivoca. Soy de Virgo, lo crea o no.
Nikki regresó, aturdida, hacia el salón.
—…la figura del mandala —estaba diciendo Nicholson; su voz era oscura, enfocada, como un cantante basso puro—. Lo esencial es que cada mandala tiene su centro: el lugar donde nace todo, el ojo de la mente de Dios, el corazón de la oscuridad y de la luz, el ojo de la tormenta. Muy bien: deben moverse hacia el centro, encontrar el vértice en los límites del Yang y del Yin, situarse justo en el punto central del mandala. Centrarse a ustedes mismos. ¿Siguen la metáfora? Centrarse ustedes mismos en el ahora, en el eterno ahora. Salirse del centro es moverse hacia la muerte, adelante, y hacia el nacimiento, atrás. Siempre con las fatales oscilaciones polares; pero si son capaces de situarse constantemente en el foco del mandala, justo en el centro, tendrán acceso a la fuente de la renovación, se convertirán en un organismo capaz de una autocuración constante, de una autorenovación constante, de una constante expansión hacia las regiones situadas más allá del yo. ¿Me siguen? El poder de…
Steiner, junto a su codo, le dijo tiernamente:
—¡Qué hermosa está usted en los primeros momentos de la fijación erótica!
—Es una fiesta maravillosa —dijo Nikki.
—¿Está encontrando gente interesante?
—¿Hay de alguna otra clase? —preguntó ella.
De repente, Nicholson se apartó del círculo de quienes le escuchaban y cruzó la sala, solo, con un movimiento rápido y decisivo hacia el bar. Nikki se apresuró para interceptarlo y tropezó con un sirviente de cabeza rapada que llevaba una bandeja. La bandeja se deslizó suavemente de los gruesos dedos del hombre y se elevó en el aire, como un escudo en rotación; una lluvia de trozos de carne inmersos en una aceitosa salsa verde cayó, salpicando, sobre la alfombra blanca. El sirviente se quedó completamente inmóvil, helado, como una especie de ídolo mexicano de piedra, grueso y desnudo, con la nariz chata, durante un largo y doloroso momento; después volvió la cabeza lentamente hacia la izquierda y contempló lastimeramente su rígida mano extendida, sin su bandeja. Finalmente, adelantó la cabeza hacia Nikki, y su rostro de granito, normalmente inexpresivo, mostró por un fugaz instante una expresión de odio total, una emanación fulgurante de desprecio y disgusto que se desvaneció inmediatamente. El hombre relinchó con una risa disimulada: ¡Ju, ju, ju! Su superioridad era abrumadora. Nikki se sintió hundida en movedizas arenas de humillación. Escapó apresuradamente, zigzagueando alrededor de la carne derramada, siguiendo su camino hacia el bar.
Nicholson seguía estando solo. Nikki enrojeció. Sentía como si le faltara el aire. Buscaba ávidamente las palabras, con la lengua desmañada. Finalmente, como una catapulta, dijo:
—Feliz cumpleaños.
—Gracias —dijo él con solemnidad.
—¿Está disfrutando de su fiesta?
—Mucho.
—Me extraña que no le aburran. Quiero decir, después de haber hablado con tantos de ellos.
—No me aburro con facilidad.
Parecía solemne y sereno, como extrayendo fuerzas de alguna reserva sin fondo de paciencia. Lanzó hacia Nikki una mirada que era al mismo tiempo cálida e impersonal.
—Todo me parece interesante —dijo.
—Eso resulta curioso. Hace un momento le dije a Steiner más o menos lo mismo. Es que, ¿sabe?, hoy también es mi cumpleaños.
—¿De veras?
—Nací el siete de enero de 1975.
—¡Vaya! En 1975. Yo… —se echó a reír—. Parece completamente absurdo, ¿verdad?
—El siete de enero del 982 —dijo Nikki.
—Ha estado tomando notas, ¿eh?
—He leído su libro —confesó—. ¿Me permite hacerle una observación tonta? ¡Dios mío! ¡No parece usted tener mil diecisiete años!
—¿Qué aspecto cree que debería tener?
—Más bien como él —contestó Nikki, señalando hacia Francis Xavier Byrne.
Nicholson se echó a reír entre dientes. Nikki se preguntó si le gustaría. Quizá. Quizá. Se arriesgó a mirarle a los ojos. Apenas tenía un centímetro más de altura que ella, lo que convirtió su acción en una experiencia terriblemente íntima. Él la miró con firmeza, centradamente; Nikki le imaginó rodeado por un palpitante mandala, con luminosas manchas turquesas emanando de su corazón, conectadas con radiantes hilos de telaraña en colores rojo y verde. Enderezándose un poco, lanzó un rizo de deseo alrededor de él. Sus ojos eran muy explícitos. Los de Nicholson aparecían velados. Sintió cómo el hombre se retiraba tranquilamente. Llévame dentro, rogó ella, llévame a una de las habitaciones del fondo. Vierte tu vida en mí.
—¿Cómo va a elegir a las personas que quiere instruir en el secreto? —preguntó.
—Intuitivamente.
—Rechazando a cualquiera que se lo pida directamente, desde luego.
—Rechazando a quien lo pida.
—¿Ha preguntado usted?
—Dijo que había leído mi libro.
—¡Oh! Sí. Ya recuerdo. No sabía usted lo que estaba sucediendo, no comprendió nada hasta que todo pasó.
—Yo era una persona muy simple. Eso fue hace mucho tiempo.
Sus ojos volvían a ser vivos. Lo estoy atrayendo. Ve que soy de su clase, que me lo merezco. Capricornio, Capricornio, Capricornio, tú y yo, él y ella, los dos cabras. Juega a mi juego, Capricornio.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó.
—Nikki.
—Un nombre hermoso, para una mujer hermosa.
La vacuidad del cumplido la devastó. Se dio cuenta de que había llegado con una misteriosa rapidez a un momento de necesaria retirada táctica; la retirada era obligatoria, a menos que apretara demasiado y destruyera el tenue contacto tan tensamente establecido. Le dio las gracias con una mirada y se apartó graciosamente, dirigiéndose hacia Martin Bliss, pasando su brazo por el suyo. Bliss se estremeció ante el gesto, enrojeció y se encontró en un estado de mayor energía. Ella hizo resonar sus vibraciones, elevándolas más y más. Se sentía en el corazón de la fiesta, como el centro del mandala: de pie, con ambos pies bien asentados, las piernas ligeramente abiertas, convirtiendo su cuerpo en un eje polar, con las líneas de fuerza surgiendo de la tierra, elevándose desde el fondo del edificio, atravesando ochenta y ocho pisos, para pasar por su sexo, su corazón, su cabeza. Asi es como una se debe sentir, pensó ella, cuando le ha sido concedida la inmortalidad. Un momento de gracia espontánea, el balbuceo de una luz interior. Miró amorosamente hacia el pobre y bobo de Bliss. Querido corazón, querido juego andante mudo. El quinteto de cuerdas emitía unos sonidos fundidos.
—¿Qué es eso? —preguntó ella—. ¿Brahms?
Bliss se ofreció para averiguarlo. Sola, era vulnerable para Francis Xavier Byrne, quien la abatió con una sola mirada cadavérica.
—¿Lo ha adivinado ya? —preguntó él—. El signo.
Se le quedó mirando fijamente, a través de su harapiento cuerpo canceroso, llameante de descomposición.
—Escorpión —le contestó con voz ronca.
—¡Correcto! ¡Correcto! —exclamó, sacándose un medallón del pecho y pasando su cadena de oro sobre la cabeza de Nikki—. Para usted —dijo con voz áspera, y se marchó.
Nikki lo acarició. Una piedra verde y suave al tacto. ¿Jade? ¿Esmeralda? Ligeramente grabada sobre su cara abovedada, se percibía la cruz rizada, la cruz ansata. Maravilloso. El regalo de la vida, entregado por un moribundo. Le saludó con la mano por entre un bosque de cabezas y le guiñó un ojo. Bliss regresó.
—Están interpretando algo de Schonberg —informó—. Verklärte Nacht.
—¡Qué encantador! —levantó el medallón y lo volvió a dejar caer sobre su pecho—. ¿Le gusta?
—Estoy seguro de que no lo tenía hace un momento.
—Ha brotado muy rápidamente —le dijo ella.
Se sentía muy animada, pero no tanto como se sintiera un momento después de haber dejado a Nicholson. La había abandonado aquella sensación de ser el punto focal. La fiesta parecía caótica. Se estaban formando parejas, disolviéndose, volviéndose a formar; las figuras se deslizaban subrepticiamente en grupos de dos y de tres hacia las habitaciones; los sirvientes ofrecían más obsesivamente sus bandejas de bebidas y comida a los invitados que quedaban; el granizo se había convertido de nuevo en nieve y sus masas algodonosas chocaban silenciosamente contra las ventanas, quedándose allí, revelando sus brillantes estructuras mandálicas durante un momento dolorosamente breve antes de fundirse. Nikki se esforzó por recuperar su posición centrada. Se abandonó a una cálida fantasía: Nicholson acercándose a ella, acariciándole formalmente la mejilla, diciéndole: «serás una de las elegidas». En menos de doce meses, llegaría el momento en que él se reuniría con sus siete discípulos, aún desconocidos, para ver el nacimiento del nuevo siglo, y él tomaría las manos en las suyas, bombearía la vitalidad de lo inmortal en sus cuerpos, compartiendo con ellos el secreto que a él le habían transmitido mil años antes. ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién? A mí. A mí. A mí.
Pero… ¿adónde se había marchado Nicholson? Su aura, su brillo, ese cono de luz imaginaria que parecía haberle rodeado… no estaba en ninguna parte.
Un hombre, con una peluca lacada de color naranja, empezó a discutir casi ante la misma Nikki con una mujer mucho más joven que llevaba adornos de perlas bioluminiscentes. Evidentemente, un matrimonio. Ambos poseían rasgos muy agudos, con ojos brillantes y protuberantes, rostros rígidos, con los músculos de la barbilla actuando intensamente. Habían vivido juntos el tiempo suficiente como para parecerse. Su disputa tenía un matiz anticuado, ritual, como si la hubieran ensayado en muchas ocasiones anteriores: se estaban explicando mutuamente los acontecimientos causantes de la disputa, interpretándolos, recapitulándolos, matizándolos, justificando, atacando, defendiendo… dijiste esto porque tal y tal cosa y eso me llevó a responderte de tal y tal modo porque… no, al contrario, yo dije eso porque tú dijiste tal otra cosa… todo ello expresado en un tranquilo tono chirriante, nauseabundo, angustioso, como la pura muerte.
—Él es su padre biológico —dijo un hombre, al lado de Nikki—. Ella fue una de las primeras niñas en nacer in vitro y él fue el donante. Hace cinco años, siguió su pista y se casó con ella. Un hueco sin cubrir en la ley.
¿Cinco años? Discutían como si estuvieran casados desde hacía cincuenta. Estaban enjaulados por paredes de dolor y aburrimiento. Sólo sus ojos aparecían vivos. A Nikki le resultó imposible imaginárselos en la cama, con los cuerpos entrelazados en el acto del amor. Acto de amor, pensó, y se echó a reír. ¿Dónde estaba Nicholson?
El duque Alexius, enrojecido y cubierto de sudor, se inclinó ante ella.
—Me marcharé pronto —anunció.
Y ella recibió el anuncio con gravedad, pero sin reaccionar, como si él se hubiese limitado a expresar algún comentario sobre las fluctuaciones de la tormenta, o como si hubiera hablado en griego. El duque se volvió a inclinar y se marchó. ¿Y Nicholson? ¿Dónde estaba Nicholson? Volvió a recuperar la calma, tratando de encontrar su centro. Vendrá a mí cuando esté preparado. Ya se ha producido el contacto entre nosotros y fue un contacto real y bueno.
Bliss, junto a ella, hace un gesto y dice:
—Un rabino de nacimiento sirio, antiguo musulmán, muy altamente considerado entre los teólogos judíos.
Ella asintió con un gesto, pero no miró.
—Un astronauta que acaba de regresar de Marte. Nunca he visto a nadie con la piel curtida con ese color.
El astronauta no sentía ningún interés por ella. Se esforzó por animarse de nuevo. La fiesta se aproximaba a un clímax, y ella se daba cuenta; un momento en el que se aceptaban compromisos y se tomaban decisiones. El tintineo del hielo en las copas, los brumosos vapores de los inhalantes psicodélicos, la presión de la carne cálida rodeándola… se encontraba inmersa en todo, viva y receptiva. Estaba llegando a la hora retorcida, la hora de las bromas galvánicas. Se sintió extravagante e imprudente. Impulsivamente, besó a Bliss, alzándose sobre las puntas de los pies, introduciendo profundamente su lengua en la asombrada boca del hombre. Después, se soltó.
Alguien estaba jugando con las luces; se hicieron más rojas, después adquirieron fuerza y oscilaron a un blanco azulado con gran ferocidad. Al otro lado de la sala, un grupo se agitaba y se ondulaba alrededor de la figura de Francis Xavier Byrne, que había caído flojamente contra la base del bar. Sus ojos estaban abiertos, pero eran vidriosos. Nicholson estaba inclinado sobre él, con las manos en su camisa, efectuando delicados ajustes en los controles de la cota de malla que llevaba debajo.
—Está bien —decía Steiner—. Denle un poco de aire. Está bien.
Confusión. Barahúnda. Un torrente de empujones por mirar.
—…dicen que ha habido un cambio permanente en las condiciones atmosféricas. Inviernos más fríos a partir de ahora, debido a las acumulaciones de polvo en la atmósfera, que actúan como pantalla ante los rayos del sol. Hasta que nos helemos todos juntos, hacia el año 2200…
—…pero se supone que el anhídrido carbónico debía iniciar un efecto de invernadero haciendo que el tiempo fuera más cálido. Eso es lo que pensé, y…
—…la propuesta de generar energía eléctrica a partir de…
—…la falla de San Andrés…
—…financiado por obligaciones convertibles en…
—…cápsulas de toxina del botulismo…
—…a distribuirse a razón de una por cada mil familias por toda la zona de Groenlandia y metropolitana de Kamchatka…
—…en el siglo XVI, cuando uno podía confiar en encontrar su propio imperio en algún lugar desconocido de…
—…conflictos no resueltos de la personalidad de Capricornio…
—…intensa concentración y meditación sobre el mandala completado, de modo que los contenidos del trabajo son transferidos e identificados con la mente y el cuerpo del observador. Quiero decir que, técnicamente, lo que se produce es la reabsorción de fuerzas cósmicas. En el proceso de construcción de esas fuerzas…
—…mariposas que ya no se encuentran en ninguna parte…
—…fueron proyectadas fuera del caos del inconsciente; en el proceso de absorción, los poderes son recuperados de nuevo…
—…reflejando las transformaciones del ADN en el órgano colector de luz, que…
—…la nieve…
—…hace mil años, ¿se lo imagina? Y…
—…el cuerpo de ella…
—…antiguamente un sapo…
—…acaba de regresar de Marte, y tiene esa mirada en sus ojos…
—Sujétame —dijo Nikki—. Simplemente, sujétame. Me siento muy mareada.
—¿Quieres tomar una copa?
—Sólo sujétame.
Se aprieta contra la tela fría de dulce olor. El pecho del hombre inflexible debajo. Steiner. Muy masculino. La sostuvo, pero sólo durante un momento. Otras responsabilidades le llamaban. Cuando la dejó, ella se balanceó. Él llamó por señas a alguien, rubio, de rostro blando. El lector de mentes, Tom. La pasó a lo largo de la cadena, de un hombre a otro.
—Ahora se siente mejor —le dijo el telépata.
—¿Está seguro de eso?
—Por completo.
—¿Puede leer cualquier mente de los que están aquí? —preguntó.
El asintió con un gesto.
—¿Incluyendo la de él?
—Él es el más claro de todos —volvió a asentir—. La ha estado utilizando durante tanto tiempo que todos los canales llegan muy profundamente.
—Entonces, ¿tiene de veras mil años?
—¿No lo creía usted?
—A veces no sé lo que creer —contestó Nikki, encogiéndose de hombros.
—Es viejo.
—Usted debería saberlo.
—Es un fenómeno. Es absolutamente extraordinario —una pausa, y a continuación, rápida, penetrante, la pregunta—: ¿Le gustaría ver el interior de su mente?
—¿Cómo puedo hacerlo?
—Yo le abriré el camino, si quiere que lo haga —los ojos glaciales brillan con un calor repentino y engañoso—. ¿Quiere?
—No estoy segura de querer.
—Está muy segura. Siente una curiosidad enorme. No me engañe. No juegue, Nikki. Usted quiere ver en su interior.
—Quizá —de mala gana.
—Quiere hacerlo. Créame, lo quiere. Venga aquí. Relájese, deje caer un poco los hombros, déjelos sueltos, sea receptiva y yo estableceré el lazo.
—Espere… —dijo ella.
Pero ya era demasiado tarde. Serenamente, el lector de mentes dividió su conciencia como si fuera un Moisés apartando las aguas del Mar Rojo, y apretó algo en su frente, algo espeso, pero insustancial, como una porra de niebla. Ella se estremeció y retrocedió. Se sintió violada. Fue como la primera vez que estuvo en la cama con alguien, durante ese momento en que desaparecía todo lo tonto que le rodea a uno, los besos, los mordiscos, las caricias y, de pronto, se encontraba con ese objeto profundamente introducido en su cuerpo. Nunca había olvidado aquella sensación de ser atravesada. Pero, desde luego, no sólo había sido una intrusión, sino también una fuente de éxtasis. Como lo era esto. El objeto que estaba dentro de ella era la conciencia de Nicholson.
Maravillada, exploró su superficie, rígida y curvada, marcada con una miríada de ablaciones de reentrada. Recorrió su bronceada aspereza con sus manos temblorosas. Permanecía fuera de ella. Tom, el lector de mentes, la empujó ligeramente. Vamos, vamos. Más profundamente. No te retraigas. Ella se plegó alrededor de Nicholson y penetró en él como ectoplasma filtrándose en la arena. De repente, perdió la compostura. Los límites discretos e impermeables que marcaban el final de sí misma y el principio de lo que empezaba a ser él, se confundieron. Resultaba imposible distinguir entre su experiencia y la de él, y tampoco podía separar las pulsaciones de su propio sistema nervioso de los impulsos que viajaban a lo largo del de él. Recuerdos fantasmagóricos la asaltaron, tragándosela. Se sintió transformada en un nudo de percepción pura, en un ojo aislado y frío que examinaba y registraba.
Las imágenes parpadearon. Estaba subiendo penosamente a lo largo de una deslumbrante cresta nevada, con puntiagudos colmillos del Himalaya colgando sobre ella en el cielo blanco, y la cálida y suave piel de yak arropándola. La acompañaba un pelotón de hombres pequeños, de piel atezada, ojos rasgados, pesados abrigos, gruesas botas. El olor de la manteca rancia, el borde cortante de un viento casi imposible de soportar… y allí, brillando a la repentina luz, un montón de enlucido amarillento, encendido por el sol, con mil ventanas parpadeantes: un edificio, una residencia de los lamas, extendida sobre la cresta de una montaña. El sonido nasal de cuernos y trompetas distantes. Los cantos roncos de los monjes. ¿Qué estaban cantando? ¿Om? ¿Om? ¡Om! Om, y unas moscas zumbaban alrededor de su nariz mientras ella permanecía encogida en una endeble canoa, descendiendo silenciosamente y a medianoche por un río, en el corazón del África, envuelta por la humedad. Hombres desnudos, con pieles de un negro púrpura, acercándose. Sudorosas frondas colgando de unos matorrales excesivamente exuberantes; los hocicos de los cocodrilos elevándose sobre las aguas oscuras como flores dentadas; grandes y nauseabundas orquídeas floreciendo alto en los árboles bordeados de tallos. Y en la orilla, cinco hombres blancos con vestidos isabelinos, sombreros de ala ancha con lazos y elegantes bucles, con cuellos sudorosos y ensortijadas barbas rojizas. Errol Flynn como Sir Francis Drake, con el trabuco descansando en el ángulo del brazo. Los hombres blancos riendo, llamando por señas, gritando hacia los hombres de la canoa. ¿Soy un esclavo, o un dueño de esclavos?
No hay respuesta. Sólo una nebulosa, y una nueva visión: hojas de otoño soplando a través de las puertas abiertas de cabañas con techo de paja, bueyes temblorosos encogidos en campos pelados y cubiertos de rastrojos, hombres de aspecto ceñudo y largos bigotes, con el pelo al rape, dirigiendo miradas hacia el horizonte. ¿Son cruzados? ¿O guerreros húngaros en marcha para enfrentarse con los terribles mongoles? ¿Defensores del reino anglosajón en peligro, que se dirigen contra los invasores normandos? Podrían ser cualesquiera de aquéllos. Pero siempre ese ojo frío y firme, esa inconmovible conciencia en el centro de cada escena. Él, eterno y perdurable.
Y entonces: el tren marchando hacia el oeste, envuelto en humo, las llanuras extendiéndose infinitamente, los grandes bisontes marrones de ojos fieros en manadas, a la derecha de la vía, y el hombre con pelo turbulento, hasta los hombros, riéndose, arrojando una moneda de oro de veinte dólares sobre la mesa, recogiendo su rifle —un Springfield calibre.50 con recámara—, apuntando casualmente a través de la puerta del tren en movimiento y lanzando un disparo y otro y otro. Tres cuerpos tumbados que se quedan atrás, mientras el tren sigue su marcha, haciendo sonar el silbato de modo estridente. Notando cómo su brazo y su hombro le hormiguean con el impacto de aquellos disparos.
Después: las orillas fétidas del agua, fardos de clavo y canela, hombres pequeños de piel morena con turbantes y con taparrabos, discutiendo bajo un sol terrible. Pequeñas e irregulares monedas de plata brillando en la palma de su mano. El chapurreo de algún dialecto de Malabar, contrapunteado con un fluido y burlón portugués. ¿Navegamos ahora con Vasco da Gama? Quizá. Y a continuación, una gris calle teutónica, barrida por el viento, medieval, rostros luteranos poco afables asomándose a las ventanas. Y a continuación la estepa de Gobi, con jinetes y fogatas de campamento y oscuras tiendas de campaña. Y la ciudad de Nueva York, la inconfundible ciudad de Nueva York, con automóviles negros y cuadrados corriendo a toda prisa entre los polvorientos rascacielos, como brillantes escarabajos, como una escena surgida de alguna película muda. Y entonces. Y entonces. En todas partes, en todo, en todos los tiempos, en todos los lugares, un fluir discontinuo de acontecimientos, siempre acompañados por esa claridad de visión, por esa percepción tan firme como una roca, por esa mente sólida situada en el centro, por esa inconmovible identidad, por ese yo incambiable…
…¿con quién estoy inextricablemente enredado?…
No había «yo», ni había «él»; sólo había un punto de vista perceptor de todo. Pero, bruscamente, percibió un cambio de foco, un efecto de distanciación, una separación de un yo y del otro, de modo que se encontró mirándole cómo él vivía sus muchas vidas, viéndole desde fuera, viéndole cambiar sencillamente de identidades como otros podian cambiar de ropas, dejándose crecer barbas y bigotes, afeitándolos, cortándose el pelo, dejándoselo crecer, adoptando nuevas posturas, aprendiendo lenguas, falsificando documentos. Le vio en todos sus mil años de disfraces y subterfugios; le vio real y unificado y centrado por debajo de todos aquellos camuflajes obligatorios…
…y le vio viéndola a ella…
El contacto se rompió instantáneamente. Ella se tambaleó. Unos brazos la sujetaron. Se apartó de la sonriente cara redonda, del hombre rubio, murmurando:
—¿Qué ha hecho? No me avisó que me mostraría a él.
—¿De qué otro modo puede producirse una unión? —preguntó el telépata.
—No me lo dijo. Tendría que habérmelo dicho.
Ahora, todo estaba perdido. No podía soportar encontrarse en la misma sala que Nicholson. Tom extendió un brazo hacia ella, pero Nikki pasó junto a él dando traspiés, tropezando con la gente. Todos la miraron. Alguien acarició su pierna. Ella se abrió paso por entre las molestias, tres mujeres y dos sirvientes, cinco hombres y un mantel. Una puerta de cristal, un brillante pomo plateado; empujó. Detrás de ella, débiles gritos sofocados, unos pocos gritos agudos, comentarios de extrañeza.
—¡Cierren eso!
Sola en la noche, a ochenta y ocho pisos de altura sobre la calle, se ofreció a sí misma a la tormenta. Su débil túnica no la protegía en absoluto. Los copos de nieve le quemaban contra los pechos. Los pezones se endurecieron y se elevaron como feroces faros, sobresaliendo contra el blando tejido. La nieve aguijoneó su cuello, sus hombros, sus brazos. Muy abajo, el viento agitaba los cristales recién caídos, convirtiéndolos en galaxias en espiral. La calle era invisible. Las confusiones termales hicieron surgir vientos en dirección ascendente que agarraron los bordes de su túnica y se la arrancaron del cuerpo. Partículas ferozmente frías de granizo volaron impulsadas contra sus pálidos y desnudos muslos. Permaneció de pie, de espaldas a la fiesta. ¿Alguien de los que permanecían adentro se daría cuenta de su presencia allí? ¿Pensaría alguien que estaba contemplando la idea del suicidio, y acudiría presuroso y galante a salvarla? Los capricornianos no cometían suicidios. Podían amenazar con él, sí, podían incluso decirse a sí mismos con toda seriedad que iban a hacerlo realmente, pero sólo se trataba de un juego, sólo un juego. Nadie acudió a ella. Y ella no se volvió. Agarrándose de la barandilla, luchó por tranquilizarse.
No sirvió de nada. Ni siquiera el amargo viento podía ayudarla. Había escarcha en sus párpados, nieve en sus labios. El medallón regalado por Byrne brillaba entre sus senos. El aire parecía blanco, con un ligero y estremecedor brillo verde. Le abrasó los ojos. Estaba descentrada y se debatía. Se sintió reverberando aún a través de los siglos, avanzando y retrocediendo por la órbita de la vida interminable de Nicholson. ¿Qué año era éste? ¿Es 1386, 1912, 1532, 1779, 1043, 1977, 1235, 1129, 1836? Hace tantos siglos. Tantas vidas. Y, sin embargo, siempre su verdadero yo, incambiado, incambiable.
Las resonancias fueron desapareciendo gradualmente. Las interminables épocas de Nicholson ya no llenaban su mente con terribles ruidos. Empezó a estremecerse, no por el miedo sino simplemente de frío, y se dio un estirón a la mojada túnica, tratando de cubrir su desnudez. La nieve fundida dejaba huellas calientes y pegajosas a través de su pecho y de su vientre. Un halo de vapor la rodeaba. Su corazón latía con violencia.
Se preguntó si lo que acababa de experimentar había sido un verdadero contacto con el alma de Nicholson, o más bien sólo un truco de Tom, una simulación de contacto. Después de todo, ¿era posible que Tom pudiera establecer una unión entre dos mentes no telepáticas como la suya y la de Nicholson? Quizá Tom lo había fabricado todo, utilizando imágenes tomadas de prestado del libro de Nicholson.
En tal caso, podía haber una esperanza para ella.
Un engaño, lo sabía. Una fantasía nacida del desesperado optimismo del desesperanzado. Pero, a pesar de todo…
Encontró el pomo, y regresó de nuevo a la fiesta. Una ráfaga de viento la acompañó, introduciendo nieve en el interior de la sala. La gente la miraba fijamente. Era como la muerte llegando al festín. Dócilmente, se sacudió los punzantes copos de nieve.
Sus ropas estaban empapadas y pegadas a la piel. Podría haber estado desnuda, y hubiera sido lo mismo.
—Pobre, está temblando —dijo una mujer.
Abrazó estrechamente a Nikki. Era la mujer de rostro agudo, la de ojos abultados nacida en una probeta, esposa de su propio padre. Sus manos se deslizaron rápidamente sobre el cuerpo de Nikki, acariciando sus pechos, tocándole las mejillas, el antebrazo, los muslos.
—Venga dentro conmigo —le dijo en voz baja—. La calentaré.
Sus labios buscaron los de Nikki. Una lengua juguetona buscó la suya. Por un momento, necesitada de calor, Nikki se entregó al abrazo. Después, se apartó.
—No —dijo—, en cualquier otro momento, por favor.
Librándose con un movimiento de serpenteo, comenzó a atravesar el salón. Un recorrido interminable. Era como cruzar el Sahara apoyándose en un bastón. Voces, rostros, risas. Una sequedad en su cuello. Entonces, se encontró frente a Nicholson.
Bueno. Ahora o nunca.
—Tengo que hablar con usted —le dijo.
—Desde luego.
Los ojos de él tenían una mirada despiadada. No había ira en ellos, ni siquiera desdén; sólo una paciencia increíble, más terrorífica que la cólera o el desprecio. Pero ella no se doblegaría ante aquella fría mirada.
—Hace unos minutos —le dijo—, ¿sintió usted una experiencia extraña, una sensación de que alguien estaba… bueno, mirando en su mente? Sé que parece tonto, pero…
—Sí. Sucedió —le llegó la serena respuesta.
¿Cómo podía estar él tan cerca de su propio centro? Ese ojo inamovible, esa personalidad únicamente autocontenida, percibiéndolo todo… la residencia de los lamas, el depósito de esclavos, el tren, todo, con todo el tiempo pasado, con todo el tiempo por venir… ¿cómo se las arreglaba para permanecer tan tranquilo? Ella sabía que no podría aprender nunca a mantener tanta serenidad. Y se daba cuenta de que él también lo sabía. Me conoce. Muy bien. Se encontró mirando las mandíbulas de él, su frente, sus labios. Pero no sus ojos.
—Tiene usted una imagen equivocada de mí —le dijo.
—No es una imagen. Lo que tengo es a usted misma.
—No.
—Vamos, Nikki, sea realista. Si puede imaginarse hacia dónde mirar.
Se echó a reír. Con suavidad. Pero ella se sintió destruida.
Y entonces, sucedió algo extraño. Se obligó a sí misma a mirarle a los ojos y sintió una brusca conciencia de pasar de un estado de ánimo a otro y él se convirtió en un anciano. Aquella máscara de incambiable y prematura madurez se disolvió, y ella vio los terribles y amarillentos ojos, el laberinto de arrugas y barrancos, las encías sin dientes, los babeantes labios, la garganta hueca, el yo que había debajo del rostro. ¡Mil años, mil años! Y cada uno de los momentos de aquellos mil años era bien visible.
—Es usted un viejo —susurró—. Me disgusta. No me gustaría ser como usted, ¡por nada del mundo! —y se volvió de espaldas, temblando—. Un hombre viejo, viejo, viejo. ¡Es usted una mascarada!
—¿No es patético? —preguntó él, sonriendo.
—¿Para mí, o para usted? ¿Para mí, o para usted?
Él no contestó. Y Nikki se sintió desconcertada. Cuando estuvo a cinco pasos de él, le llegó otro cambio de conciencia, un segundo cambio de fase y, repentinamente, volvió a sentirse él mismo, con la piel tirante, erecto, aparentando quizás unos treinta y cinco años. Un globo de silencio parecía colgar entre ellos. La fuerza del rechazo de Nicholson fue aplastante. Y ella recogió sus últimas fuerzas para lanzarle una mirada de despedida. Yo tampoco te quería, amiga, ni una sola parte de ti. Él la saludó cordialmente. Despedida.
Martin Bliss, sonriendo con un aire ausente, se encontraba cerca del bar.
—Vámonos —le dijo ella, salvajemente—. ¡Llévame a casa!
—Pero…
—Sólo son unos cuantos pisos más abajo.
Y pasó su brazo por el de él. El hombre parpadeó, se encogió de hombros y empezó a caminar.
—Te llamaré el martes, Nikki —le dijo Steiner, cuando pasaron junto a él.
Abajo, sobre el césped de su apartamento, se sintió mejor. Ya en la habitación, se desnudaron con rapidez. El cuerpo de él era rosado, peludo, servicial. Encendió la cama y ésta empezó a murmurar y agitarse.
—¿Cuántos años crees que tengo? —le preguntó.
—¿Veintiséis? —dijo Bliss vagamente.
—¡Bastardo!
Ella lo arrastró, colocándolo sobre su cuerpo. Sus manos rascaron la piel del hombre. Sus muslos se abrieron. Vamos. Como un animal, pensó Nikki. ¡Como un animal! Se iba haciendo vieja por momentos. Estaba muriendo en los brazos de Bliss.
—Eres mucho mejor de lo que esperaba —dijo ella al final.
Y él la miró desde arriba, desconcertado, extrañado.
—No podías haber elegido a nadie en esa fiesta. A nadie.
—Casi a nadie —rectificó ella.
Cuando él se quedó dormido, Nikki se deslizó fuera de la cama. Seguía cayendo la nieve. Escuchó el estampido de las balas y el quejido del bisonte herido. Escuchó el estrépito de las espadas chocando contra los escudos. Escuchó a los lamas cantando: Om, Om, Om. No habría sueño para ella esta noche, ninguno. El reloj hacía tic-tac como una bomba. El siglo se deslizaba implacablemente hacia su fin. Escudriñó su rostro en el espejo del baño, en busca de arrugas. Suave, suave, todo muy suave bajo el brillo fluorescente de color azulado. Sus ojos aparecían sangrientos. Sus pezones seguían estando duros. Tomó una pequeña jarra de alabastro de uno de los armarios del baño y de ella salieron tres delicadas cápsulas rojas que cayeron sobre la palma de su mano. Feliz cumpleaños, querida Nikki. Feliz cumpleaños. Se tragó las tres. Regresó a la cama. Esperó, escuchando los ligeros golpes de la nieve sobre el cristal; esperó que llegaran las visiones y se la llevaran.