Robert Silverberg Hacia la estrella oscura

Llegamos a la estrella oscura, el microcéfalo, la chica adaptada y yo, y comenzó nuestra lucha. Para empezar, diré que formábamos un grupo bastante deficiente. El microcéfalo provenía de Quendar IV, el lugar donde crean a esa gente de piel gris y grasienta, con los hombros inclinados y casi sin cabeza. Él —o aquello— era por lo menos un alienígena. La chica no. Por eso la odiaba.

Ella provenía de un mundo situado en el sistema de Proción, donde la atmósfera es, poco más o menos, del mismo tipo que en la Tierra, pero con una gravedad el doble que la nuestra. Había otras diferencias también. Era muy gruesa de hombros, de cintura. Un bloque de carne. Los cirujanos genéticos habían partido de material humano en bruto, pero lo habían transformado en algo casi tan alienígena como el microcéfalo. Casi.

Éramos un equipo científico, según decían. Destinado a observar los últimos momentos de una estrella moribunda. Un gran proyecto interestelar. Se eligen tres especialistas al azar, se meten en una nave y se envían al universo para observar lo que el hombre jamás ha visto. Una idea magnífica. Noble. Inspiradora. Conocíamos bien el tema. Éramos los científicos ideales.

Pero no sentíamos deseos de cooperar, porque nos odiábamos mutuamente.

La muchacha adaptada —Miranda— se ocupaba de los controles el día en que la estrella oscura apareció ante nuestros ojos. Se pasó horas estudiándola antes de dignarse comunicarnos que habíamos llegado a nuestro destino. Sólo entonces sonó el zumbador en nuestras habitaciones.

Entré en la sala de exploración. El grueso cuerpo de Miranda desbordaba de la silla ante la pantalla principal. El microcéfalo estaba en pie junto a ella, una figura achaparrada sosteniéndose sobre las piernas huesudas a modo de trípode, con los hombros encogidos hasta casi ocultar aquella cúpula reducida que era la cabeza. No existe ninguna razón, en verdad, para que el cerebro de un organismo haya de estar en el cráneo, y no instalado con toda seguridad en el tórax, pero aún no me había acostumbrado a la vista de la criatura. Me temo que no soy demasiado tolerante con los alienígenas.

—Miren —dijo Miranda. Y la pantalla se iluminó.

La estrella oscura se hallaba en el centro de la misma, a una distancia aproximada de ocho días luz (lo más cerca que nos atrevíamos a llegar). No estaba completamente muerta, ni oscura del todo. La contemplé aterrado. Era algo enorme, como cuatro masas solares, los restos imponentes de una estrella gigantesca. Brillaba en la pantalla lo que parecía ser una enorme extensión de lava. Islas de cenizas y escoria, del tamaño de algunos mundos, giraban en un mar de magma fundido y destellante. La luz, de un rojo oscuro, amenazaba con quemar la pantalla. De color negro contra el fondo escarlata, la estrella agonizante latía todavía con su antiguo poder. En la profundidad de aquel monstruoso montón de escoria, el núcleo seguía gimiendo y respirando. En tiempos, el brillo de esta estrella había iluminado un sistema solar. No me atrevía a imaginar los billones de años transcurridos desde entonces, ni a pensar en las posibles civilizaciones que saludaron a la fuente de toda luz y calor antes de la catástrofe.

—Ya he tomado los datos térmicos —dijo Miranda—. La temperatura de la superficie es de novecientos grados por término medio. No hay posibilidad de tomar tierra.

La miré furioso.

—¿De qué sirve la temperatura media? Sea más específica. Una de esas islas…

—Las masas de ceniza irradian calor a doscientos cincuenta grados. En los intersticios, la temperatura es de mil grados en adelante. Todo funciona a una media de novecientos grados, y cualquiera que bajara ahí se fundiría en un instante. De todos modos, amigo, por mí puede ir. Si quiere. Le otorgo mi bendición.

—No dije…

—Usted sugirió que podría haber un lugar seguro para aterrizar en esa bola de fuego —gruñó Miranda. Su voz era de un bajo profundo, ya que su pecho constituía una enorme caja de resonancia—. Puso maliciosamente en duda mi capacidad de…

—Utilizaremos la cápsula de rastreo para efectuar la inspección —intervino el microcéfalo con voz razonable—. Jamás se habló de un plan para aterrizar en la superficie de la estrella.

Miranda se serenó. Yo contemplé con espanto la visión que llenaba nuestra pantalla.

A una estrella le cuesta mucho tiempo morir, y la reliquia que contemplaba me impresionó por su desmesurada edad. Había brillado durante billones de años hasta que el hidrógeno, su combustible, se extinguiera al fin y aquel horno termonuclear empezara a expulsar su contenido. Una estrella tiene ciertas defensas contra el enfriamiento. Al disminuir su provisión de combustible, comienza por contraerse, elevando la densidad y convirtiendo la energía potencial gravitacional en energía térmica. Entonces toma nueva vida, se convierte en un pigmeo blanco, con una densidad que se eleva a toneladas por centímetro cúbico, y sigue ardiendo de modo estable hasta que se oscurece al fin.

Hemos estudiado esos pigmeos blancos durante siglos y conocemos sus secretos… o creemos conocerlos. Un trozo de materia de un pigmeo blanco se mantiene ahora en órbita en torno al observatorio de Plutón para incrementar nuestra iluminación.

Pero la estrella de nuestra pantalla era distinta.

En tiempos, había sido una estrella muy grande, mayor que el límite de Chandrasekhar, 1,2 masas solares. Por lo tanto, no se contentó con reducirse paso a paso a la condición de un pigmeo blanco. El núcleo estelar se hizo tan denso que la catástrofe llegó antes que la estabilidad. Cuando hubo convertido todo su hidrógeno en hierro-56, cayó en un colapso catastrófico y se convirtió en supernova. Una onda de shock atravesó el núcleo, convirtiendo la energía cinética del colapso en calor, vomitando neutrinos. La envoltura de la estrella alcanzó temperaturas por encima de los doscientos mil millones de grados. La energía térmica se transformó en radiación intensa, surgiendo de la estrella agonizante, y esparciendo la luminosidad de una galaxia por un momento breve y espasmódico.

Lo que ahora veíamos era el núcleo que había quedado tras la explosión de la supernova. Incluso después de aquella violencia extrema, lo que aún restaba intacto tenía un tamaño impresionante. Aquella envoltura destrozada llevaba siglos enfriándose, enfriándose hasta su muerte definitiva. Para una estrella pequeña, la aniquilación habría consistido en la simple muerte por enfriamiento: un último estallido. Y los restos girarían en el vacío como un horrible montón de cenizas, sin luz ni calor. Pero éste, nuestro núcleo estelar, seguía más allá del límite de Chandrasekhar. Le estaba reservada una muerte especial, una muerte espantosa e improbable.

Y por eso habíamos venido a verlo perecer, el microcéfalo, la muchacha adaptada y yo.

Puse nuestra pequeña nave en una órbita que dejara amplio espacio a la estrella. Miranda se entregó a las medidas y computaciones. El microcéfalo tenía cosas más abstrusas que hacer. El trabajo estaba muy bien dividido y cada uno teníamos nuestras tareas. El gasto de enviar una nave a una distancia tan grande había limitado necesariamente los miembros de la expedición. Sólo tres: un representante de los seres humanos, un representante de los pueblos adaptados de las colonias y un representante de la raza de los microcéfalos, nativos de Quendar, los únicos seres inteligentes, aparte de nosotros, en el universo conocido.

Tres científicos consagrados a su trabajo. Tres seres que, en consecuencia, vivirían en serena armonía durante el curso del trabajo, ya que todo el mundo sabe que los científicos carecen de emociones y sólo piensan en sus secretos profesionales. Todo el mundo lo sabe… De todas formas, ¿cuándo empezó a circular ese mito? Dije a Miranda:

—¿Dónde están las cifras de la oscilación radial?

—Vea mi informe —contestó—. Se publicará a primeros del año próximo en…

—¡Maldición! ¿Es que lo hace a propósito? ¡Necesito esas cifras ahora!

—Entonces deme los totales sobre la curva de densidad de masa.

—No están dispuestos. Todo lo que tengo son los datos en bruto.

—¡Eso es mentira! La computadora lleva días funcionando. ¡La he visto! —me gritó.

Estuve a punto de asirla por el cuello. Habría sido una batalla espectacular. Su cuerpo, con su peso de ciento cincuenta kilos, no estaba tan entrenado para el combate personal como el mío, pero Miranda contaba con todas las ventajas de la fuerza y el tamaño. ¿Podría golpearla en algún punto vital antes de que ella me partiera en dos? Sopesé las posibilidades.

Entonces apareció el microcéfalo y puso paz de nuevo entre nosotros con unas cuantas palabritas suaves.

De los tres, únicamente el alienígena parecía conformarse al estereotipo de la abstracción sin emociones: el «científico». No era seguro, por supuesto. Por cuanto podíamos saber, el microcéfalo tal vez sintiera celos, lujuria y cólera, pero ignorábamos por completo su manifestación externa. Tenía una voz tan monótona como una transmisión en clave. Aquella criatura se movía pacíficamente entre nosotros, un mediador entre Miranda y yo. Lo desprecié por esa máscara de serenidad. También sospeché que el microcéfalo nos despreciaba a ambos por nuestra tendencia a expresar emociones y que sentía un placer sádico al afirmar su superioridad por el hecho de tranquilizarnos.

Volvimos a nuestra investigación. Aún disponíamos de cierto tiempo antes del colapso definitivo de la estrella oscura.

Se había enfriado tanto que casi estaba ya muerta. No obstante, todavía quedaba alguna actividad termonuclear dentro de aquel núcleo, lo suficiente para mantenerlo caliente en exceso e impedir nuestro aterrizaje. Radiaba primordialmente en la banda óptica del espectro y, según el estándar estelar, su temperatura era nula. Sin embargo, para nosotros sería como meternos por la boca de un volcán en erupción.

Sólo el descubrir la estrella constituía ya un éxito. Su luminosidad era tan baja que no podía detectarse ópticamente a una distancia superior a un mes luz. La señaló un telescopio de rayos X fijado en un satélite, tras detectar las emanaciones del gas neutrón degenerado del núcleo. Le dimos la vuelta y realizamos nuestras funciones de medida. Tomamos nota de la caída de neutrones y la captura de electrones. Computamos el tiempo que faltaba antesdel colapso definitivo. Cuando se hacía imprescindible, colaborábamos, pero la mayor parte del tiempo actuábamos por separado. La tensión crecía en la nave. Miranda aprovechaba todas las ocasiones para provocarme. Y aunque me gustaría decir que yo estaba por encima de tanta estupidez, he de confesar que hacía lo mismo y que devolvía golpe por golpe. Nuestro compañero alienígena jamás realizó el menor intento por fastidiarnos, pero las agresiones indirectas pueden resultar enloquecedoras en un ambiente tan reducido, y la indiferencia benévola que del microcéfalo afectaba ante nosotros suponía una fuerza de disonancia tan potente como la franca astucia de Miranda o mis respuestas deliberadamente obstinadas.

La estrella se extendía en nuestra pantalla, burbujeando con una vitalidad que negaba su muerte tan próxima. Las islas de escoria, de miles de kilómetros de diámetro, se desprendían y volaban al azar en aquel mar interior de llamas. De vez en cuando, eructaban partículas desgarradas del núcleo. Nuestras cifras mostraban que el colapso final estaba cerca, lo cual significaba que nos hallábamos enfrentados a una elección difícil. Alguien habría de analizar los últimos momentos de la estrella oscura. Sin embargo, el riesgo era muy grande. Incluso fatal.

Ninguno de nosotros mencionaba esa responsabilidad definitiva.

Avanzábamos hacia el clímax de nuestro trabajo. Miranda seguía molestándome siempre que podía por pura maldad. ¡Cómo la odiaba! Habíamos iniciado el viaje con toda frialdad, sin nada que nos dividiera, aparte los celos profesionales. Pero tantos meses de convivencia habían convertido nuestras diferencias en una enemistad personal Sólo verla me volvía loco, y estoy seguro de que a ella le ocurría lo mismo. Dedicaba toda su energía a un intento inmaduro por perturbarme. Incluso se aficionó más tarde a caminar desnuda por la nave, supongo que para despertar en mí alguna reacción sexual que pudiera rechazar con un desprecio burlón. Por fortuna, no experimentaba el menor atisbo de deseo por una criatura grotesca y adaptada como Miranda, un montón de músculos y huesos el doble de mi tamaño. La visión de sus enormes senos, de sus nalgas monumentales, sólo me producía asco.

¡La muy bruja! ¿Era deseo lo que trataba de provocar al exhibirse de aquel modo a odio? En cualquier caso, me tenía cogido. Debía de saberlo.

En nuestro tercer mes en órbita en torno a la estrella oscura, el microcéfalo anunció:

—Las coordenadas muestran un acercamiento al radio de Schwarzschild. Es hora de enviar nuestro vehículo a la superficie de la estrella.

—¿Cuál de nosotros manejará el monitor? —pregunté.

—Usted —me señaló Miranda con una mano asquerosamente gruesa.

—Creo que usted está mejor equipada para hacer las observaciones —repliqué melosamente.

—Gracias, pero no.

—Habrá que echarlo a suertes… —empezó el microcéfalo.

—Eso es injusto —interrumpió Miranda, mirándome furiosa—. Él haría trampas. Jamás podría confiar en él.

—¿Cómo lo decidimos si no? —preguntó el alienígena.

—Votando, por ejemplo —sugerí—. Yo voto por Miranda.

—Y yo por él —contestó a toda prisa.

El microcéfalo alzó sus tentáculos en torno al pequeño nódulo del cerebro, entre los hombros.

—Como comprenderán, no voy a votar por mí mismo —dijo suavemente— y me es imposible elegir entre los dos. Rechazo esa responsabilidad. Hay que encontrar otro método.

Dejamos aquello de momento. Aún disponíamos de unos cuantos días antes de que llegara la hora crítica.

Deseé de todo corazón ver a Miranda en el monitor. Le acarrearía la muerte, o al menos una mutación en su personalidad abrasiva, si participaba en la agonía de la estrella oscura. Estaba dispuesto a no detenerme ante nada para proporcionarle aquella experiencia notable y demoledora.

Lo que iba a sucederle a nuestra estrella tal vez resulte extraño para un lego, pero la teoría ya había sido esbozada por Einstein y Schwarzschild hacía mil años, confirmándose después muchas veces, aunque jamás —hasta nuestra expedición— se observara tan de cerca. Cuando la materia alcanza una densidad suficientemente elevada, puede forzar la curvatura local del espacio para que se cierre en torno a ella, formando una bolsa aislada del resto del universo. El núcleo de una supernova en peligro de extinguirse crea esa singularidad de Schwarzschild. Una vez que se ha enfriado a una temperatura próxima a cero, un núcleo de la adecuada masa Chandrasekhar sufre un colapso violento, reduciéndose a volumen cero y adquiriendo simultáneamente una densidad infinita.

En cierto modo, es como si se tragara a sí misma y se desvaneciera del universo. En efecto, ¿cómo podría tolerar la fábrica del continuum un punto de densidad infinita y volumen cero?

Tales colapsos son raros. La mayoría de las estrellas alcanzan un estado de equilibrio frío y permanecen en él. Estábamos en el umbral de algo muy singular y en disposición de situar un vehículo de observación en la misma superficie de la estrella fría, que enviaría una descripción exacta de los sucesos hasta el momento final, cuando el núcleo colapsado estallara a través de los muros del universo y desapareciera.

Sin embargo, alguien había de manejar el equipo. Lo que significaba en realidad participar en la muerte de la estrella. Sabíamos por otros casos que al monitor le resulta difícil distinguir entre la realidad y el efecto. Acepta las percepciones sensoriales de una toma distante como experiencias propias. De ello resulta una especie de reacción psíquica. Con frecuencia, un cerebro imprudente se quema por completo.

¿Qué impacto supondría la experiencia directa de verse privado de la existencia en la posición singular de un observador en el monitor?

Estaba ansioso por descubrirlo. Pero no como la víctima propiciatoria.

Empecé a buscar algún modo de meter a Miranda en aquella cápsula. Ella, naturalmente, hacía lo mismo en mi favor. Y fue la que ganó el primer movimiento, tratando de drogarme para que cediera.

No tengo la menor idea de qué droga utilizó. Esa gente es muy aficionada a los alucinógenos no adictivos, que les ayudan a romper la monotonía de su mundo inmenso e inflexible. No sé cómo, Miranda interfirió la programación de mi comida e introdujo en ella uno de sus alcaloides favoritos. Empecé a sentir los efectos una hora después de haber comido. Me dirigí a la pantalla para estudiar la masa creciente de la estrella oscura, que presentaba ahora un aspecto muy distinto del de hacía pocos meses. Mientras miraba, la imagen en la pantalla empezó a girar y a caer. Lenguas de fuego se pusieron a danzar en torno al horizonte de la estrella.

Me aferré a la barandilla. El sudor brotó por todos mis poros. ¿Se estaría fundiendo la nave? El suelo se balanceaba bajo mis pies. Me miré el dorso de la mano y vi islas de ceniza en un mar de magma rugiente. Miranda apareció detrás de mí.

—Ven conmigo a la cápsula —susurró—. El rastreador está dispuesto para bajar ahora. Te parecerá maravilloso contemplar los últimos momentos.

Arrastrándome tras ella, crucé una nave extrañamente alterada. La forma adaptada de Miranda parecía menos humana de lo habitual; sus músculos se expandían, su pelo dorado tenía todos los colores del espectro, la carne parecía absurdamente arrugada y llena de cráteres, y cimbreantes filamentos surgían de su piel. Yo afrontaba muy tranquilo la idea de entrar en la cápsula. Miranda descorrió la compuerta, revelando la brillante consola del panel interior. Me dispuse a entrar. Y de pronto, se agudizó la alucinación y vi, en la oscuridad de la cápsula, un diablo que superaba toda imaginación.

Caí al suelo y quedé allí temblando.

Miranda me tomó en sus brazos. Para ella, yo apenas era un juguete. Me levantó y empezó a introducirme en la cápsula. El sudor me bañaba todo el cuerpo. Volví a la realidad, me solté con violencia y, rechazándola, caí redondo hacia el casco. Como una bestia de los bosques primitivos, se lanzó inmediatamente contra mí.

—No —dije—. No quiero entrar.

Se detuvo. Su rostro se contrajo de cólera, pero se alejó de mí derrotada. Quedé en el suelo, temblando y jadeando, hasta librar mi mente de todo fantasma. ¡Qué cerca había estado!

Tuve mi oportunidad poco más tarde. Me dije que había de luchar con sus propias armas. No podía arriesgarme a otra traición por parte de Miranda. Se nos acababa el tiempo.

De nuestro equipo quirúrgico, cogí una sonda hipnótica de las que se utilizan para anestesia y la puse en onda con una de las antenas telescópicas de Miranda. Programándola para inducción a la docilidad, la dejé que actuara sobre ella. Cuando Miranda hiciera sus observaciones, la sonda hipnótica dejaría sonar su canto de sirena en siniestra inducción. Tal vez ella se rindiera a mis deseos.

No funcionó.

La vi cuando iba al telescopio. Vi aquel cuerpo monstruoso ocupar su lugar. En mi mente, oía ya el suave susurro de la sonda hipnótica, como ella debía oírlo. Yo le estaba diciendo que se relajara, que obedeciera: «La cápsula… Métete en la cápsula… Tú dirigirás el monitor de rastreo… Tú…, tú… lo harás…»

Esperaba que se levantara y se dirigiera como una sonámbula a la cápsula que la esperaba. Su cuerpo se mantenía inmóvil. Los músculos se agitaban bajo aquella carne obscenamente desnuda. La sonda la dominaba. Sí. Ya la tenía…

¡No!

Se agarró al telescopio como si éste fuera el aguijón de una avispa de acero clavado en su cerebro. El aparato retrocedió, y Miranda se apartó de él, girando en redondo. Sus ojos me miraron con rabia. Su cuerpo enorme se alzó ante mí. Parecía medio loca. La sonda había hecho algún efecto en ella. Advertía sus movimientos descontrolados y sabía que estaba alterada. No obstante, no había sido lo bastante potente. En aquel cerebro adaptado había algo que le infundía fuerzas para luchar contra la niebla del hipnotismo.

—¡Tú lo hiciste! —chilló—. ¡Hiciste trampa con el telescopio! ¿No es cierto?

—No sé qué quieres decir.

—¡Embustero! ¡Ladrón! ¡Tramposo!

—Cálmate. Harás que nos salgamos de órbita.

—¡Me saldré si quiero! ¿Qué era eso que se apoderaba de mi cerebro? ¡Tú lo pusiste! ¿No fue una sonda hipnótica lo que usaste?

—Sí —admití fríamente—. ¿Y qué fue lo que tú pusiste en mi comida? ¿Un alucinógeno?

—No funcionó.

—Ni tampoco mi hipnotismo. Miranda, alguien tiene que meterse en esa cápsula. En pocas horas, estaremos en el punto crítico. No nos atreveremos a volver sin las observaciones esenciales. Haz ese sacrificio.

—¿Por ti?

—Por la ciencia —dije, apelando a tan noble abstracción.

Recibí la carcajada brutal que merecía. De pronto, Miranda se dirigió a mí. Había recuperado ya toda su coordinación y pensé que planeaba introducirme en la cápsula por la fuerza bruta. Sus brazos poderosos me envolvieron. El olor de su piel casi me hizo vomitar. Sentí que me rompía las costillas. Cubrí su cuerpo de puñetazos, buscando los puntos sensibles que la harían caer en un montón confuso. Nos castigamos mutua y cruelmente, gruñendo por todo el camarote. Era una lucha hercúlea de habilidad contra masa. Ella no caía, ni yo me dejaba vencer.

Nos interrumpió el susurro ronco del microcéfalo:

—¡Sepárense! La estrella moribunda está ya próxima al radio de Schwarzschild. Hay que actuar inmediatamente.

Los brazos de Miranda me soltaron. Me eché atrás, mirándola con furia, tratando de introducir un poco de aire en mi cuerpo destrozado. En su piel iban apareciendo los moretones. Habíamos alcanzado la mutua comprensión de nuestra fuerza, pero la cápsula seguía vacía. El odio, como un globo de fuego, ardía entre nosotros. La criatura gris y alienígena seguía en pie, a un lado.

No quiero saber a cuál de los dos se le ocurrió primero la idea, si a Miranda o a mí. El caso es que nos movimos con. toda rapidez. El microcéfalo apenas logró murmurar una palabra de protesta cuando ya lo lanzábamos por el pasaje hacia la cámara que contenía la cápsula. Miranda sonreía. Me sentí aliviado. Ella sujetó apretadamente al alienígena mientras yo descorría la compuerta y, luego, lo introdujo en ella. Cerramos la puerta entre los dos.

—Lanza el vehículo de rastreo —dijo.

Asentí y me encaminé a los controles. Como el dardo disparado por una cerbatana, el rastreador fue expelido de nuestra nave y se dirigió a toda velocidad hacia la superficie de la estrella oscura. Contenía un vehículo compacto, con patas articuladas y manipulado por control remoto desde la cápsula de observación, a bordo de la nave. Mientras el observador movía brazos y piernas en los mandos de control, los servorrelés ponían en marcha los pistones hidráulicos en el monitor, a ocho días luz de distancia. Éste se movía en respuesta paralela, subiendo por los montones de escoria de la superficie solar, incapaces de toda vida orgánica.

El microcéfalo operaba el vehículo con habilidad. Nosotros observábamos por video fonocaptor, obteniendo una extensa visión de aquel infierno. Incluso un sol frío es más ardiente que cualquier plantea.

Las señales procedentes de la estrella se alteraban a cada momento conforme la fuerza del espectro captaba la luz moribunda. Algo extraño se desarrollaba allá abajo, y la mente de nuestro microcéfalo estaba unida a la escena. Fuerzas gravitacionales hacían vacilar la estrella. El vehículo era alzado, comprimido, sometido a tensiones que iban haciéndole pedazos. El alienígena lo presenciaba todo y dictaba la relación de cuanto veía lenta y metódicamente, sin un chispazo de temor.

Se aproximaba el instante de aquel hecho singular. El impulso de la conmoción aspiraba hacia el infinito. El microcéfalo pareció desconcertado por fin al tratar de describir el fenómeno topológico que ningún ojo humano había visto antes. Densidad infinita, volumen cero… ¿Cómo podía entenderlo la mente? El vehículo se contorsionaba en forma inconcebible y, sin embargo, sus sensores seguían obstinadamente enviando datos, filtrados a través de la mente del microcéfalo y los bancos de nuestra computadora.

Al fin, se hizo el silencio. Las pantallas se oscurecieron. Lo inconcebible había ocurrido, y la estrella oscura había desaparecido en el radio de la singularidad. Se había hundido en el olvido, llevándose con ella al monitor. Para el alienígena, encerrado en la cápsula de observación a bordo de nuestra nave, era como si también él se hubiera desvanecido en la bolsa del hiperespacio, que sobrepasa a toda comprensión.

Miré hacia el cielo. La estrella oscura se había eclipsado. Nuestros detectores recogían el estallido de energía característico de la aniquilación. Fuimos agitados brevemente por la onda expansiva, que saltó hacia nosotros desde el lugar donde había estado la estrella, y todo quedó en paz.

Miranda y yo nos miramos.

—Deja salir al microcéfalo —dije.

Abrió la compuerta. El alienígena estaba sentado serenamente ante la consola de los controles. No habló. Miranda le ayudó a salir de la cápsula. Los ojos del microcéfalo carecían de expresión. En realidad, nunca habían demostrado nada…

Vamos camino de regreso a los mundos de nuestra galaxia. La misión ha sido cumplida. Hemos recogido datos únicos e inapreciables. El microcéfalo no ha pronunciado una palabra desde que le sacamos de la cápsula. No creo que vuelva a hablar en su vida.

Miranda y yo realizamos nuestras tareas en total armonía. La hostilidad entre los dos ha desaparecido. Somos cómplices de un crimen y nos abruma la culpabilidad, aunque ninguno de los dos la admita ante el otro. Cuidamos a nuestro compañero de vuelo con todo cariño.

Alguien tenía que hacer las observaciones, después de todo. No había voluntarios. La situación exigía una solución por la fuerza o habríamos seguido en punto muerto.

Pero Miranda y yo nos odiábamos, dirán ustedes. En ese caso, ¿por qué habíamos de cooperar?

Al fin y al cabo, ambos somos humanos, Miranda y yo. El microcéfalo no. Ahí radica la diferencia. En último análisis, Miranda y yo decidimos que nosotros, los humanos, debíamos permanecer unidos. Hay lazos muy poderosos.

Corremos de regreso a la civilización.

Ella me sonríe. Ya no la encuentro odiosa. El microcéfalo continúa callado.

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