Robert Silverberg En la casa de las mentes dobles

Enseguida me traen a los pequeños, verdaderos reto­ños primaverales de diez años —seis chicos y seis chi­cas— y los dejan conmigo en el dormitorio que será su hogar durante los próximos doce años. El lugar es sen­cillo, austero, de techo de pizarra negra y paredes de la­drillo rudimentario; está amueblado según las circuns­tancias con algunas camas y armarios y poco más. El aire es frío y los niños, que están desnudos, se abrazan lle­nos de malestar.

—Soy la Hermana Mimise —les digo—. Seré vuestro guía y preceptor durante los primeros doce meses de vuestra nueva vida en la Casa de las Mentes Dobles.

Vivo en este lugar desde hace ocho años, desde que cumplí los catorce, y es el quinto año que tengo que ha­cerme cargo de los nuevos niños. De no haber sido desca­lificada por zurda, me habría graduado este año en orácu­los, pero hago por no pensar en ello. El cuidado de los niños entraña una recompensa en sí. Llegan macilentos y asustados y sólo lentamente se desenvuelven: florecen, maduran, crecen en busca de su destino. Todos los años hay alguno que me resulta especial, un favorito en quien me complazco particularmente. En el primer grupo, hace cuatro años, estaba la riente Jen, de largas piernas, que a la sazón es mi amante. Un año después apareció Jalil, de serena belleza, y luego Timas, de quien anticipé sería uno de los más grandes arúspices; pero después de dos años de aprendizaje, Timas se desmoronó y fue expulsa­do. Y el año último apareció Runild, de ojos brillantes, el travieso Runild, mi favorito, mi querido muchachito, mejor dotado que Timas y, mucho me temo, menos estable incluso. Contemplo a los nuevos y me pregunto cuál de ellos será especial para mí este año.

Los niños están flacos, pálidos, intranquilos; sus del­gados cuerpecillos desnudos parecen más desnudos toda­vía por sus cráneos rapados. A causa de lo que se les ha hecho en el cerebro se mueven con torpeza todavía. El brazo izquierdo lo mantienen en suspenso como si hu­bieran olvidado para qué sirve, y tienden a caminar mo­viéndose de lado, arrastrando un tanto la pierna izquier­da. Pronto desaparecerán estos problemas. La última de las operaciones practicadas a este grupo se llevó a cabo hace apenas dos días, precisamente en el cuerpo menu­do de una niña de anchos hombros cuyos pechos han co­menzado a crecer ya. Puedo ver la angosta línea roja que señala el lugar en que el instrumento del cirujano hen­dió su pericráneo para separar los hemisferios de su ce­rebro.

—Habéis sido elegidos —digo en tono formal y reso­nante— para el más elevado y sagrado oficio de nuestra sociedad. A partir de este momento y hasta que seáis adultos vuestras vidas y fuerzas están, consagradas a la obtención de la capacidad y sabiduría que ha de poseer un arúspice. Os felicito por haber sido elegidos.

Y os envidio.

Esto último no lo digo en voz alta.

Siento envidia pero lástima también. He visto que los niños vienen y se van una y otra vez. De cada docena anual, uno o dos suelen morir por causas naturales o accidentales. Tres por lo menos se vuelven locos bajo la terrible presión de la disciplina y hay que expulsarlos. De modo que sólo la mitad del grupo puede completar los doce años de aprendizaje y, aun así, la mayor parte acabará demostrando que tiene pocas disposiciones para ser arúspice. Los inútiles podrán quedarse, por supuesto, pero sus vidas serán insignificantes. La Casa de las Men­tes Dobles viene existiendo desde hace más de un siglo; en ella viven a la sazón apenas ciento cuarenta y dos arúspices —setenta y siete hembras y cuarenta y dos va­rones—, de los que todos salvo unos cuarenta son unos zánganos. Pésima recolecta de los mil doscientos novi­cios que han entrado desde el comienzo.

Los niños nunca se han visto antes. Los llamo por sus nombres y los presento. Ellos repiten los nombres en voz baja y con la mirada abatida.

—¿Cuándo podremos vestirnos? —pregunta un niño llamado Divvan.

La desnudez les turba. Mantienen los muslos unidos y adoptan extraños ángulos en su posición, como si fue­ran cigüeñas, distanciados los unos de los otros, procu­rando ocultar sus pelvis inmaduras. Lo hacen porque se sienten extraños. Cuando pase el tiempo olvidarán la ver­güenza. Al cabo de unos meses acabarán siendo más ínti­mos que hermanos.

—Esta tarde se os dará ropa —le respondo—. Pero no hay que conceder mucha importancia a la ropa en este lugar y no tenéis por qué ocultar vuestro cuerpo. —El úl­timo año, cuando salió a relucir este mismo punto (siem­pre sale a relucir), el malévolo Runild sugirió que yo también me desnudara en un gesto de solidaridad. Lo hice, naturalmente, pero fue un error: la vista del cuer­po de una mujer madura les resultó más perturbadora que la de la desnudez propia.

Es la hora de los primeros ejercicios, de modo que pueden aprender qué efectos ha tenido la operación ce­rebral en los reflejos físicos. Elijo al azar a una niña lla­mada Hirole y le digo que dé un paso al frente, en tanto el resto forma un círculo alrededor. Es alta y frágil, y sin duda le atormenta el saber que los ojos de los demás se mantienen clavados en ella.

Sonriendo, le digo con dulzura:

—Hirole, alza la mano.

La niña levanta una mano.

—Dobla la rodilla.

Mientras flexiona la pierna hay una interrupción. Un muchacho desnudo y ágil irrumpe en la habitación, li­gero como una araña, desmañado como un mono, y se planta en medio del círculo, dando un empellón a Hiro­le. ¡Otra vez Runild! Es un niño extraño y caprichoso, extraordinariamente inteligente, que, como está ya en su segundo año, se ha venido comportando últimamente de manera descuidada e impredecible. Da vueltas alre­dedor del círculo, coge a los nuevos niños durante segundos tránsfugas, acerca su rostro al de los otros y los mira con intensidad demente en la mirada. Enseguida se asustan. Estoy tan asombrada que tardo algunos se­gundos en reaccionar. Entonces voy hasta él y lo sujeto.

El muchacho forcejea con brío. Farfulla, me silba, me araña en los brazos y lanza sonidos guturales que nada significan. Poco a poco acabo por gobernarlo. Y en voz baja le digo:

—¿Qué te ocurre, Runild? Sabes que no tendrías que estar aquí.

—Déjame marchar.

—¿Acaso quieres que se lo cuente al Hermano Sleel?

—Sólo quería ver a los nuevos.

—Pues los has asustado. Podrás verlos de aquí a pocos días, pero no te está permitido molestarlos ahora. —Lo conduzco hacia la puerta. El muchacho sigue resistién­dose y en determinado momento está a punto de soltarse. Los niños de once años son desconcertantemente fuer­tes a veces. Me da puntapiés con furia: esta noche tendré cardenales. Intenta morderme en el brazo. Por fin con­sigo sacarlo de la sala y, ya en el pasillo, su cuerpo se distiende de súbito y se echa a temblar, como si se hu­biera sentido presa de un ataque y que ya se le hubiera pasado. También yo me echo a temblar. Le digo con voz ronca:

—¿Qué te ocurre, Runild? ¿Quieres que te echen co­mo a Timas y Jurda? ¡No puedes seguir haciendo es­tas cosas! Tú...

Me mira con ojos fieros y empieza a decir algo, se interrumpe, se vuelve y sale corriendo. Al cabo de un instante desaparece, ráfaga morena y desnuda que se difumina camino del recibidor. Me asalta una gran tris­teza: Runild era mi favorito y se ha vuelto loco; tendrán que expulsarlo. Debería informar en el acto del incidente, pero soy incapaz de hacerlo y, diciéndome a mí misma que mi responsabilidad concierne a los nuevos, vuelvo al dormitorio.

—Muy bien —digo con precipitación, como si nada fuera de lo común hubiera ocurrido—. Estaba hoy ju­guetón, caramba. Era Runild. Está un año por encima de vosotros. Lo veréis junto con los demás dentro de poco. Ahora, Hirole...

Los niños, preocupados por su propia alteración, se calman con rapidez; dijérase que la intrusión de Runild les ha alterado menos que a mí. De manera que empiezo de nuevo, no sin estremecimientos, y pido a Hirole que alce una mano, que flexione la rodilla, cierre un ojo. Le doy las gracias y llamo a un muchacho llamado Mulliam para que se sitúe en el centro del círculo. Le digo que alce un hombro, que se toque la mejilla con una mano, que cierre el puño. Tomo entonces a una muchacha lla­mada Fyme y hago que salte sobre un pie, que se lleve un brazo a la espalda, que mantenga una pierna en el aire.

—¿Quién sabría decirme lo que ha ocurrido en todos los ejercicios? —digo.

Varias voces surgen al unísono:

—¡Siempre hacen las cosas con la derecha! ¡Con el ojo derecho, la mano derecha, la pierna derecha...!

—Muy bien.

Me vuelvo entonces a un muchacho corto de talla, ros­tro moreno, llamado Bloss, y le pregunto:

—¿Por qué? ¿Crees que se trata de una casualidad?

—Bueno —dice—, todos somos aquí diestros, porque no se permite que los zurdos sean arúspices, así que to­dos se preocupan de utilizar el lado que...

Bloss calla al ver las cabezas que se agitan a su al­rededor.

Galaine, la muchacha cuyos pechos comienzan a ama­necer, dice:

—¡Es a causa de la operación! La parte derecha de nuestro cerebro no entiende del todo las palabras que se nos dicen, y la parte derecha es la que rige la parte izquierda del cuerpo, así que cuando nos dices que ha­gamos una cosa, la que lo entiende es la izquierda y mueve los músculos que domina. Y gana a la derecha porque la derecha no puede hablar ni oír.

—Muy bien, Galaine. Ésa es la respuesta exacta.

Hay que profundizar. Ya que se ha cortado la comu­nicación entre las dos mitades del cerebro, la parte dere­cha de estos niños se encuentra aislada, incapaz de hacer uso de la capacidad del centro lingüístico de la izquier­da. Sólo ahora se dan cuenta de lo que significa tener medio cerebro desarticulado y como si dijéramos anal­fabeto; tener una parte izquierda que responde como si fuera el cerebro entero, activando sólo los músculos que rige directamente. Dice Fyme:

—¿Quiere decir esto que no podremos volver a utili­zar la parte izquierda nunca más?

—De ningún modo. Vuestra derecha no se encuentra paralizada ni inutilizada. Es sólo que no entiende muy bien las palabras. Vuestra izquierda es más rápida en sus reacciones cuando recibe instrucciones verbales. Pero si la frase no tiene forma verbal, entonces la derecha pue­de volver por sus fueros y responder.

—¿Cómo pueden decirse frases que no tienen forma verbal? —pregunta Mulliam.

—De muchas maneras —digo—. Se puede hacer un dibujo, o un gesto, o emplear cierta clase de símbolos. Os explicaré lo que quiero decir cuando volvamos a hacer más ejercicios. Unas veces os daré instrucciones en pa­labras y otras mediante actos. Cuando yo realice éstos, imitad lo que veáis. ¿Entendido?

Espero a que la adormecida facultad verbal de su parte derecha capte la idea.

Digo entonces:

—Alzad una mano.

Todos levantan el brazo derecho. Cuando les digo que flexionen la rodilla, flexionan la derecha. Pero cuando sin decir nada cierro el ojo izquierdo, me imitan y cie­rran el ojo izquierdo. Su parte derecha es capaz de ejer­cer dominio muscular de manera normal cuando se emi­ten las instrucciones de forma no verbal; pero cuando echo mano de las palabras, entonces es la parte izquier­da la que, exclusivamente, percibe y actúa.

Pruebo la capacidad de su parte izquierda para que contraste las funciones motoras normales de su parte derecha mediante la orden verbal de que alcen el hom­bro izquierdo. Su parte derecha, sorda a mis palabras, no entra en acción y fuerzan a la parte izquierda a sobrepa­sar su esfera normal. Lentamente, con grandes dificul­tades, unos cuantos niños consiguen alzar el hombro iz­quierdo. Otros apenas pueden realizar leves movimien­tos. Fyme, Bloss y Mullían, que manifiestan en el rostro evidentes señales de esfuerzo, se muestran incapaces de elevar el hombro izquierdo. Les digo a todos que descansen y los niños respiran aliviados y se echan en los catres. No hay por qué preocuparse, les digo. Con el tiem­po recuperarán las funciones motoras de ambas mita­des del cuerpo. Por supuesto, siempre que no se vuelvan locos merced a fenómenos producidos por la cesura ce­rebral, pero no es necesario contarles esto.

—Una última demostración por hoy —anunció. Ésta tiene por misión enseñarles de qué manera afecta al proceso mental la total separación de los hemisferios. Pi­do a Gyboid, el menor de todos, que se siente en la mesa de pruebas del extremo de la sala. Sobre la mesa hay una pantalla; digo a Gyboid que fije los ojos en el cen­tro de la pantalla y durante una fracción de segundo ha­go aparecer el dibujo de un plátano en la parte izquier­da de la pantalla.

—¿Qué has visto, Gyboid?

—Nada, Hermana Mimise —dice, y los demás niños abren la boca. Pero la parte que habla en el niño es sólo su parte izquierda, que capta la información visual me­diante el ojo derecho; y este ojo no ha visto nada, cier­tamente. Mientras tanto, la parte derecha de Gyboid me responde de la única manera que puede: la mano iz­quierda del muchacho tantea entre diversos objetos que hay en la mesa, detrás de la pantalla, encuentra el plátano que allí hay y lo alza triunfalmente. Mediante la vista y el tacto, la parte derecha de Gyboid ha vencido su inca­pacidad verbal.

—Excelente —dijo. Cojo el plátano, y llevando su ma­no izquierda a la parte trasera de la pantalla, que no puede ver, coloco entre sus dedos un vaso. Le pido que me diga el nombre del objeto que tiene en la mano.

—¿Una manzana? —arriesga. Arrugo la frente y, con rapidez, dice—: ¿Un huevo? ¿Un lápiz?

—No lo sabe, está adivinándolo —dice Mulliam.

—Exactamente. Pero ¿qué parte de su cerebro quiere adivinar?

—Su parte izquierda —exclama Galaine—. Pero la que sabe que tiene un vaso es la parte derecha.

Todos la abuchean por revelar el secreto. Gyboid sa­ca la mano de detrás de la pantalla y mira el vaso, for­mando en silencio el nombre del objeto con un movimien­to de los labios.

Someto a experimentos parecidos a Herik, a Chith, a Simi y a Clane. El resultado es siempre el mismo. Si lan­zo una imagen al ojo derecho o pongo un objeto en la mano derecha, los niños responden con normalidad, nom­brando correctamente el objeto. Pero si transmito la in­formación sólo al ojo derecho o a la mano derecha, en­tonces no pueden servirse de palabras para describir los objetos que la parte derecha ve o tienta.

Por ahora es suficiente. Los niños están en silencio y se retraen a esferas individuales de intimidad. Sé que están pensando, haciendo experimentos menores en sus cabezas, probándose a ellos mismos, procurando apren­der al máximo de los cambios que la operación ha origi­nado. Se miran las manos, doblan dedos, susurran cálcu­los en miniatura. No deberían forzar tanto la introspec­ción, por lo menos no tanto en el comienzo. Los llevo al almacén para que se hagan cargo de su nueva ropa, las túnicas monásticas grises que vestimos para diferenciar­nos de las personas ordinarias de la ciudad. Los dejo libres entonces, enviándolos a los campos de hierba ver­de que hay detrás del dormitorio para que descansen y jueguen. Pueden ser arúspices en potencia, pero también son, a fin de cuentas, niños de diez años.

Llega mi descanso de la tarde. De camino hacia mi aposento a través de los oscuros y fríos pasillos, se detie­ne el Hermano Sleel, uno de los arúspices más antiguos. Es un hombre de pelo cano, alto y de construcción fuer­te; sus ojos azules se mueven casi con independencia, observando incansables cuanto hay alrededor con mira­das separadas. Sleel ha sido siempre agradable y cor­dial conmigo y no obstante le he tenido siempre cierto temor, supongo que debido más a su oficio que a su con­dición de hombre. En realidad, me siento intimidada ante los otros arúspices, pues sé que sus mentes operan de manera diferente que la mía y ven cosas que yo no pue­do ver.

—Veo que has tenido dificultades con Runild esta ma­ñana —dice—. ¿Qué ocurrió?

—Se metió en mi clase de orientación y le pedí que se fuera.

—¿Qué hizo?

—Dijo que quería ver a los nuevos niños. Pero, por su­puesto, no dejé que los molestara.

—¿Y se puso a pelear contigo?

—Alborotó un poco. Pero nada en el fondo.

—Peleó contigo, Mimise.

—Fue un tanto díscolo —admito.

El ojo izquierdo de Sleel se clava en los míos. Ex­perimento un escalofrío. Es el ojo del oráculo y el que todo lo ve.

Dice con suavidad:

—Veo que peleaste con él.

Aparto la mirada y la poso en mis pies desnudos.

—No quería irse. Asustaba a los nuevos. Cuando in­tenté llevarlo fuera de la sala, saltó sobre mí, es cierto. Pero no me hizo daño y todo pasó enseguida. Runild es un iluminado, Hermano.

—Runild es un crío pendenciero —dice Sleel con gra­vedad—. Está molesto. Se está volviendo salvaje, como una bestia.

—No, Hermano Sleel. —¿Cómo encarar aquel ojo te­rrible?—. Posee dotes extraordinarias. Sabes, has de sa­berlo, que lleva tiempo encauzar a un muchacho como él, adecuarlo a...

—He recibido quejas de Voree, su preceptor. Dice que apenas sabe cómo tratarlo.

—Se trata sólo de una fase. La responsabilidad de Vo­ree no sobrepasa las dos semanas. En cuanto ella...

—Sé que quieres protegerlo, Mimise. Pero no dejaré que el cariño que sientes por él nuble tu razón. Creo que el caso de Timas se repite. Es ya una costumbre antigua en este lugar, el novicio brillante que es incapaz de adap­tarse a los cambios, que...

—¿Vas a expulsarlo? —digo.

Sleel sonríe. Coge mi mano entre las suyas. Me siento sumergida en su fuerza, en su sabiduría, en su entereza. Siento el insondable flujo de percepción desde su de­recha mística hasta su calma y analítica izquierda.

—Si hace algo malo —dice—, tendré que hacerlo. Pe­ro quiero evitarlo. Me gusta el chico. Respeto sus poten­cias. ¿Qué te parece que hagamos, Mimise?

—¿Que yo...?

—Anda, dímelo. Aconséjame.

El arúspice más anciano está jugando conmigo, su­pongo. Estremeciéndome, digo:

—Sin duda, Runild quiere llamar la atención con to­das sus extravagancias. Tratemos de acercarnos a él y vea­mos qué quiere, y quizá demos con lo que necesita. Ha­blaré con Voree. Hablaré con Kitrin, la hermana del chico. Y mañana hablaré con Runild. Creo que confía en mí. Estuvimos muy juntos el año pasado.

—Lo sé —dice Sleel con amabilidad—. Pues bien: haz lo que sea y mira lo que puedes conseguir.

Momentos más tarde, mientras cruzo el patio central, Runild sale corriendo del pabellón del segundo año y se planta ante mí. Su rostro está encendido; su pecho des­nudo brilla de sudor. Me coge, hace que me incline hasta alcanzar su altura y me mira fijamente a los ojos. Los suyos han comenzado ya a extraviarse un poco; acaso sean un día como los de Sleel.

Creo que quiere excusarse por su comportamiento an­terior. Pero todo lo que me dice es:

—Lo siento por ti. Querías tanto ser uno de nosotros. —Y se aleja velozmente.

Ser uno de ellos. Es cierto. ¿Y quién que haya morado en la Casa de las Mentes Dobles, alejado del ruido y el caos del mundo, dedicándose a la contemplación oracu­lar y al servicio de la humanidad no querría lo mismo? La hermana del padre de mi madre pertenecía a tan ilus­tre compañía y en mi temprana infancia me fue dado vi­sitarla. Era terrible permanecer ante una derecha omnis­ciente, sentir el flujo de calor y entendimiento que ema­naba de sus ojos sapientes. Mi sueño era reunirme con ella en este lugar, pero se trató de un sueño frustrado por partida doble porque ella murió cuando yo tenía ocho años y luego se declaró de manera irremediable mi condición de zurda.

Nunca se selecciona a los zurdos para la operación adivinatoria. Las dos mitades de nuestro cerebro son demasiado simétricas, demasiado ambidextras: poseemos centros lingüísticos en ambos lados, cosa que se da en casi todos los zurdos, por lo que no podemos desarrollar las fuerzas cerebrales que han de tener los arúspices. También los diestros nacen con cerebros que funcionan simétricamente, desarrollando cada hemisferio indepen­dientemente y duplicando las operaciones del otro. Pero cuando llegan a los dos años de edad, su parte derecha y su parte izquierda se encuentran ligadas de tal manera que poseen espacios compartidos de capacidad y por tan­to cada mitad es libre de desarrollar su propia potencia especial, puesto que los dones de una mitad se encuen­tran instantáneamente a disposición de la otra.

El proceso de especialización se completa al alcanzar la edad de diez años. El lenguaje, el pensamiento lógi­co, todas las funciones analíticas y racionales se centran en la izquierda. La percepción especial, la visión artísti­ca, la habilidad musical, la penetración emocional se centran en la derecha. La parte izquierda del cerebro es la científica, la arquitecto, la general, la matemática. La parte derecha es la artesanal, la escultórica, la visiona­ria, la soñadora. Por lo general, ambas mitades funcionan como una sola. La derecha sufre el relámpago de la intui­ción poética, la izquierda se reviste de palabras. La dere­cha atiende al modelo de las relaciones fundamentales, la izquierda se expresa en una serie de teoremas. La dere­cha se conforma bajo el diseño de una sinfonía, la iz­quierda describe las notas en el papel. Cuando reina ver­dadera armonía entre los hemisferios del cerebro surgen las obras del genio.

Sin embargo, suele ocurrir demasiado a menudo que una parte domine a la otra. Impera la derecha y acaso tengamos un bailarín, un atleta, un artista, que tenga dificultades con las palabras, que sea inexpresivo y ca­rente de articulación salvo al recurrir a un medio no verbal. No obstante, es más frecuente el dominio de la iz­quierda, ya que estamos regidos por el culto a las pa­labras, y somete a la derecha a comentarios y análisis verbales, amortiguando y ocultando las percepciones in­tuitivas espontáneas de la mente. Lo que la sociedad ga­na en orden y racionalidad lo pierde en visión y gracia. Nada podemos hacer respecto de estos desequilibrios, sal­vo aprovecharnos de su existencia acentuándolos y explo­tándolos.

Por esta razón acuden aquí los niños, una docena de nuestros mejores elementos por año, y por ello separan nuestros cirujanos el istmo de tejido nervioso que une la izquierda con la derecha. Se mantiene pese a todo cierto tipo de comunicación entre los hemisferios, puesto que cada mitad sigue siendo consciente de lo que la otra siente cuando no de su memoria acumulada y sus habilidades. Pero la derecha queda libre de la tiranía de la izquierda, intoxicada de palabras. La izquierda si­gue funcionando según su rutina normal de escritura, lec­tura, conversación y ponderación, mientras que la dere­cha, dueña de sí ya, observa, registra y analiza de una ma­nera que no necesita palabras. Puesto que su capacidad verbal es débil, la derecha, por fin independiente, acaba por dar con otros medios de expresión para que se co­nozcan sus percepciones, si quiere hacerlo: así, mediante una docena de años de aprendizaje en la Casa de las Men­tes Dobles, algunos niños alcanzan esta última capaci­dad. No sé cómo y nadie que no sea arúspice lo sabe, pero pueden transmitir la penetración única de una de­recha plenamente madura y totalmente desarrollada a la izquierda respectiva, que a su vez puede transmitir lo que recibe al resto de nosotros. Es un proceso difícil e imperfecto; pero nos da acceso a niveles del conocimien­to que pocos han alcanzado antes de nuestros días. Aque­llos que dominan esta facultad son nuestros arúspices funcionales. Moran en reinos de belleza y sabiduría que, en el pasado, sólo los santos, los profetas, los más gran­des artistas y unos cuantos locos alcanzaron.

De poder, habría entrado yo en tales reinos. Pero na­cí zurda del seno materno y mi cerebro, aunque valioso, carece de la asimetría exigida en sus funciones. Decidí entonces que, ya que no podía ser arúspice, podía al me­nos estar a su servicio. Y así vine cuando era niña y pedí entrar en el servicio, y con el tiempo me fue con­cedida la importante tarea de preparar a los nuevos niños en su nueva vida. Así he conocido a Jen y a Timas, a Jalil y a Runild y a tantos otros, algunos de los cuales llegarán a ser los más célebres arúspices, y así he re­cibido a Hirole y a Mulliam, a Gybold y a Galaine y a sus compañeros. Y creo que estoy contenta. Estoy con­tenta.

Nos reunimos en el pabellón principal para el refrigerio de la noche. Mi nuevo grupo no ha sido presentado to­davía a los novicios más antiguos, de manera que sufren los doce un examen atento, que los niños encuentran embarazoso, mientras los conduzco hasta sus puestos. Ca­da grupo anual tiene su mesa aparte. Mi docena cena conmigo; en la mesa de la izquierda se encuentra mi grupo del pasado año, ahora a cargo de Voree. Runild está sentado allí, dándome la espalda, y su sola presencia me crea cierta tensión, como si el muchacho despidie­ra radiación eléctrica. A mi derecha está el grupo de tercer año, reducido a nueve a la sazón a causa de la ex­pulsión de Timas y la muerte de dos miembros; los de cuarto año se encuentran ante mí y los de quinto, entre los componentes de éste mi querida Jen, a mi espalda. Los muchachos más antiguos están en el centro del pa­bellón. A lo largo de las paredes de la gran sala se en­cuentran las mesas de los instructores, que diariamente cuidan de la educación ordinaria de los doce grupos de novicios, mientras que los arúspices mayores ocupan lar­gas mesas en el extremo más apartado del pabellón, bajo una panoplia de alegres oriflamas rojiverdes.

Sleel pronuncia unas breves palabras de bienvenida a mis doce y se sirve la comida.

Envío a Galaine con una nota para Voree: Reúnete conmigo en el atrio después de cenar.

Tengo poco apetito. Acabo con rapidez, pero me man­tengo con mi grupo hasta que llega el momento de le­vantarse. Todos los niños marchan al salón de actos en que va a tener lugar cierta sesión. Comienza a caer una cálida llovizna; Voree y yo permanecemos bajo el refu­gio de los aleros. Recia mujer de cabello ensortijado, co­lor naranja, es mucho mayor que yo. Año tras año, le voy pasando mis noveles. Es fuerte, eficaz, imperturba­ble, insensible. Runild la desconcierta.

—Es como un mono —dice—. Siempre desnudo, ha­blando para sí; cantando canciones estúpidas, haciendo travesuras. No atiende las lecciones. Ni siquiera hace sus ejercicios la mayoría de las veces. Le he advertido que lo van a expulsar, pero parece que no le preocupa.

—¿Qué crees que busca?

—Llamar la atención.

—Claro, pero ¿por qué?

—Porque es un muchacho de naturaleza perversa —di­ce Voree con mala cara—. He visto a muchos de esta clase. Creen que las reglas son para los demás. Dos se­manas más con este comportamiento y aconsejaré que lo expulsen.

—Es demasiado brillante para perderlo, Voree.

—Él se está perdiendo a sí mismo. ¿Cómo puede ser arúspice sin disciplina? Y siempre está molestando a los demás. Mi grupo está siempre alborotado. Ahora ha mo­lestado al tuyo. Tampoco quiere dejar sola a su hermana. Expulsión, Mimise, a eso va derechito. A la expulsión.

No he ganado nada hablando con Voree. Me reúno con mi grupo en el salón de actos.

La hora de acostarse llega enseguida para los más jóvenes. Llevo al dormitorio a los míos y entonces que­do libre hasta medianoche. Vuelvo al salón de actos, don­de los niños mayores y el personal fuera de servicio des­cansan, juegan a lo que sea, bailan o pasean. Kitrin, la hermana de Runild, se encuentra aquí todavía. La llevo aparte. Es una niña delicada y esbelta de catorce años, novicia de quinto año. Me gusta porque estuvo en mi pri­mer grupo, pero siempre la he encontrado escurridiza, evasiva, opaca. A la sazón se muestra así más que nun­ca: le pregunto acerca de la conducta de su hermano y me responde con encogimientos de hombros, vagas fra­ses que no acaba y evasivas arteras. ¿Que Runild es ex­céntrico? Bueno, pues claro que lo es, muchos niños lo son, dice, sobre todo los que más descuellan. ¿Que la disciplina parece aburrirle? Él está muy por encima de su grupo, tú lo sabes bien, Mimise. Etcétera. Nada ob­tengo de ella salvo la certera intuición de que me oculta algo respecto de su hermano. Falla mi intento de sonsa­carle; Kitrin es aún una niña, pero está a mitad de ca­mino de la adivinación, muy cerca, y esto le da cierta ventaja sobre mí en cualquier duelo de astucia que entre nosotras pudiera entablarse. Sólo cuando le sugiero que Runild corre inminente peligro de expulsión rompo sus defensas.

—¡No! —exclama abriendo los ojos de miedo y pali­deciendo sus mejillas—. ¡ No deben hacerlo! ¡Tiene que quedarse aquí! Va a ser superior a todos.

—Es que causa demasiados problemas.

—Ya se le pasará. Sentará cabeza, te lo prometo.

—Voree no piensa así. Y ella es la que va a pedir la expulsión.

—No. No. ¿Qué será de él si lo expulsan? Él quiere ser arúspice. Su vida entera se desmoronará. Tenemos que salvarlo, Mimise.

—Sólo lo lograremos si sabe comportarse.

—Hablaré con él por la mañana —dice Kitrin. Me pregunto qué sabe la muchacha que no quiere de­cirme.

Cuando llega el fin de la velada nocturna llevo a Jen a mi aposento, tal como hago tres o cuatro noches por semana. Es alta y esbelta y aparenta más de los catorce años que tiene. Su preceptora me ha dicho que se desen­vuelve bien en su noviciado y que será una magnífica arúspice. Nos acostamos juntas, boca contra boca, pecho contra pecho, y nos acariciamos, nos sonreímos con la mirada, adentrándonos y entregándonos a los ritos del amor. Luego, en el reposo que sigue a la pasión, descu­bre la moradura del forcejeo matutino en mi muslo y me hace una pregunta.

—Runild —digo. Le hablo de su conducta extraña, de la inquietud de Sleel, de mi conversación con Voree.

—No deben expulsarlo —dice Jen con solemnidad—. Sé que es alborotador. Pero el camino que ha empren­dido es muy importante para todos nosotros.

—¿Camino? ¿Qué camino es ése?

—¿No lo sabes?

—No sé nada, Jen.

Toma aliento, se aparta, me observa un instante. Dice al cabo:

—Runild lee la mente. Cuando acerca su cabeza a la de los demás, se produce una transmisión. Sin palabras. Es... es una especie de telefonía sin hilos. Su derecha pue­de leer la derecha de los demás arúspices, igual que se puede leer un libro abierto. Si pudiera aproximarse a Sleel o a cualquiera de los otros, sería capaz, de leer su derecha.

—¿Qué dices?

—Y hay más, Mimise. Su derecha habla con su iz­quierda de la misma manera. Puede transmitir mensajes completos con rapidez, estableciendo contactos entre sus dos mitades de manera mucho mejor que cualquiera de los arúspices. No necesita disciplina y tiene pleno acceso a las percepciones de su derecha. Así, cualquier cosa que sea lo que ve su derecha, incluyendo lo que extrae de la derecha de los demás, lo transmite a su izquierda y puede expresarlo en palabras de manera más clara in­cluso que él mismo Sleel.

—No te creo —digo, comprendiendo a duras penas.

—¡Es cierto! Es cierto, Mimise. Está todavía apren­diendo a hacerlo, y eso le excita mucho, por ello se com­porta así. ¿No te das cuenta? Todavía no sabe cómo do­minar su capacidad y por ello se comporta de manera tan extraña. Pero una vez tenga su poder bajo control...

—¿Cómo sabes todo eso, Jen?

—Vaya, porque me lo dijo Kitrin.

—¿Kitrin? Hablé con Kitrin v ni siquiera me hizo sospechar que...

—Oh —exclamó Jen con cara compungida—. Creo que no tendría que haberlo dicho. Ni siquiera a ti. Ahora tendré líos con Kitrin, vaya...

—No los tendrás. Ella no tiene por qué saber que me lo has contado. Pero... Jen, Jen, ¿cómo es posible esto? ¿Puede tener alguien tales poderes?

—Runild los tiene.

—Eso dice él. O Kitrin dice que los tiene.

—No —dice Jen con firmeza—. Los tiene de veras. Me lo demostraron él y Kitrin. Sentí que tocaba mi men­te. Sentí que me la leía. Puede leérsela a cualquiera. Pue­de leértela a ti, Mimise.

He de hablar con Runild. Pero con cuidado, con mu­cho cuidado; todo en su momento apropiado. Por la ma­ñana lo primero que he de hacer es visitar a mi grupo y aplicarlo a los ejercicios del segundo día, destinados a demostrar que su derecha, aunque muda y a la sazón aislada, no es inferior, sino que tiene percepciones y ca­pacidad que en cierto modo son superiores a las de la izquierda.

—Nunca penséis que vuestra derecha es inútil —les advierto—. Consideradla más bien como una especie de animal sobremanera inteligente... un animal de gran astucia, rápido en sus reflejos, imaginativo, con un solo defecto, que es el de no disponer de vocabulario y no poder captar nunca más que unas cuantas palabras co­mo mucho. Nadie se apena por un tigre o un águila porque no sepan hablar. Y existen formas de aprendizaje mediante las cuales podemos comunicarnos sin palabras con los tigres y las águilas.

Hago aparecer en la pantalla la imagen de una casa y pido a los niños que la dibujen, utilizando primero la mano izquierda, luego la derecha. Aunque todos son dies­tros, se muestran incapaces de dibujar otra cosa que re­presentaciones burdas, simples, de dos dimensiones, con la mano derecha. Los dibujos hechos con la izquierda, aunque un tanto impedida a causa del atraso relativo del desarrollo muscular y el dominio motor, manifies­tan una comprensión plena de la técnica de la perspectiva. La mano derecha posee la facultad física, pero es la iz­quierda, que extrae la visión del hemisferio derecho del cerebro, la que posee la capacidad artística.

Les pido que monten cubos plásticos de colores a te­nor de un complicado modelo que hago aparecer en la pantalla. Con la izquierda llevan a cabo los ejercicios con rapidez y pericia. Con la derecha se confunden, fruncen la frente y se muerden los labios, sostienen en alto los cubos sin saber dónde emplazarlos, amontonándolos a veces en caóticos apiñamientos. Clane y Bloss acaban al cabo de un par de minutos; Mulliam persevera tozuda­mente como quien está empeñado en escalar una monta­ña demasiado empinada para sus fuerzas, pero adelanta poco; la izquierda de Laubet parece querer algo que se dijera está más allá de los poderes de la derecha, como si la chica estuviera en lucha consigo misma. Debe con­tener la impaciente mano izquierda en su espalda para proceder con acierto. Ninguno puede completar el con­junto correctamente con la mano derecha y cuando les dejo que trabajen con las dos manos, éstas pugnan por el predominio, la derecha, al principio superior, incapaz de aceptar su nuevo papel inferior y derribando con irri­tación los cubos que la izquierda ha colocado en su sitio.

Proseguimos con los ejercicios de pantalla divididos en reconocimiento facial y análisis de modelos, también con los musicales y todo lo que compone la rutina del segundo día. Los niños están entusiasmados con la facilidad con que su derecha funciona en todo aquello que no sea operación verbal. Por lo común suelo alegrarme yo tam­bién mientras contemplo la derecha recién liberada que nace a la vida y afirma su propio dominio. Pero hoy es­toy impaciente por ver a Runild y sólo presto una ligera atención a lo que hago.

La sesión llega a su fin. Los niños salen y van al aula en que reciben instrucción escolar normal. También el grupo de Runild estará en ello hasta el mediodía. Acaso pueda llevarle un momento después de la comida. Pero, como si lo hubiera conjurado con un deseo, lo veo avan­zar por el prado de flores carmesíes que hay junto al sa­lón de actos. También me ve él: se detiene en medio de sus visajes, guiños y sonrisas, hace un gesto con la mano y me envía un beso con ella. Me acerco a él.

—¿Te han dispensado de la clase de esta mañana? —le pregunto medio en broma.

—Las flores son muy bonitas —dice.

—Las flores seguirán siendo bonitas después de clase.

—¡Oh, no seas tan tonta, Mimise! Ya me sé las lec­ciones. Soy un chico listo.

—Quizá demasiado listo, Runild.

Sonríe. No me da miedo. Se dijera que me protege; parece ser a la vez mucho más joven y mucho más in­teligente que lo normal a sus años. Lo tomo suavemente por la cintura y acabamos tendiéndonos en la hierba. Corta una flor para mí. Se dijera que me corteja. Acepto la flor y su mirada y le respondo con una cálida sonri­sa; también yo coqueteo. No dudo de su encanto; nun­ca he podido vencerlo como persona que posee autori­dad sobre él, sino como conspirador. En nuestras rela­ciones hay siempre una sexualidad subyacente, algo in­cestuoso, como si yo fuera su hermana mayor.

Hablamos entre bromas, lanzándonos pullas. Luego digo:

—Algo misterioso ha tenido que ocurrirte últimamen­te, Runild. Lo sé. Comparte ese misterio conmigo.

Al principio lo niega todo. Pretende ser inocente, pero me deja entrever que lo pretende tan sólo. Su sonrisa malévola lo traiciona. Habla con elipses crípticas, sacando a relucir conocimientos arcanos y desafiándome a que le vaya sonsacando detalles. Acepto su juego, me muestro intrigada, ya impaciente, ya escéptica, ya desinteresada por completo: nos acechamos y ambos lo sabemos. Su ojo oracular me taladra. Juega conmigo con tal sutileza que he de recordarme, con una mirada a su delgado cuerpo lampiño, que estoy tratando con un muchacho. Nunca debo olvidar que tiene once años. Por último le presiono directamente, preguntándole qué nuevo don ha estado cultivando.

—¡ No te gustaría saberlo! —exclama, pone cara irrita­da y se marcha.

Pero vuelve. Hablamos más seriamente. Admite que los últimos meses ha descubierto que es diferente de los demás niños y de los arúspices mayores, que posee un don, cierto poder. Le perturba y exalta al mismo tiem­po. Todavía está investigando cómo enfocarlo. No des­cribe el poder de manera específica. Por supuesto co­nozco su naturaleza por Jen, pero prefiero aparentar ig­norancia.

—¿Me lo dirás? —pregunto.

—Hoy no —dice.

Poco a poco voy ganando su confianza. Nos encon­tramos por casualidad, en pasillos o patios, e intercam­biamos frases de cortesía, que es el trato usual que em­pleo con mis antiguos pupilos. Me está probando, quiere ver si soy su amiga o una vulgar espía de Sleel. Dejo que sepa mi interés por él. Dejo que sepa incluso que su conducta excéntrica lo ha puesto al borde de la ex­pulsión.

—Ya me lo imaginaba —dice sombríamente—. Pero ¿qué voy a hacer? No soy como los demás. No me puedo estar quieto mucho rato. Las cosas saltan en mi cabe­za continuamente. ¿Por qué habría de molestarme con la aritmética cuando puedo...?

Se detiene súbitamente, de nuevo con reserva.

—Cuando puedes ¿qué, Runild?

—Tú lo sabes.

—No lo sé.

—Lo sabrás. Muy pronto.

Hay días en que parece tranquilo. Pero no han ter­minado sus travesuras. Se topa con la pobre Hermana Sestoine, una de las más antiguas e inferiores, entre los arúspices, y apoya la frente contra la de ella y le hace algo que la tiene llorando una hora. Sestoine no dice lo que tiene lugar durante ese momento de contacto y al cabo de un rato parece que olvida el episodio. El rostro de Sleel se muestra sombrío. Me mira con admiración, como si dijera: Queda ya poco tiempo; el muchacho ha de irse.

Me encuentro en mi aposento un día de lluvia, en plena tarde, cuando entra Runild de forma inesperada, húmedo, el pelo aplastado. Su cuerpo gotea. Se desnuda, lo seco con la toalla y lo acerco, al fuego. No dice nada durante un rato; está tenso, rígido, como si sufriera al­guna presión interior y no pudiera distenderse. Se vuel­ve hacia mí con brusquedad. Sus ojos son extraños: van de un lado a otro, trepidan, esplenden.

—¡Acércate! —susurra con voz ronca, como hombre que llama a su cama a una mujer. Me coge por los hom­bros, me agacha hasta alcanzar su altura, pone su frente con violencia sobre la mía. Y el mundo se transforma. Veo lenguas de llamas purpúreas. Veo grietas que se abren en la tierra. Veo océanos que ahogan las playas. Y me inunda el contacto; estoy húmeda de energías extrañas.

Sé lo que es ser arúspice.

Mi derecha y mi izquierda se separan. No es como tener un cerebro partido en dos; es como tener dos cere­bros, iguales e independientes. Siento su tictac como dos relojes de latido distinto; y la izquierda mantiene su tic­tac de maquinaria austera mientras que la derecha salta y baila y llora y canta al son de ritmos enloquecedores Pero no son ritmos enloquecedores, pues sus pulsaciones frenéticas conocen la regularidad y la irregularidad, modelo de amodalidad. Comienzo a acostumbrarme a lo ex­traño; empiezo a sentirme a gusto con ambos cerebros, el izquierdo que pienso como «yo» y el derecho que tam­bién es un «yo», pero un yo alterado, desconocido y sin nombre. Mis primeros recuerdos afloran en mi derecha. Contemplo un reino de sombras. Nuevamente soy niña; tengo acceso a las primeras horas de mi vida, a todos mis primeros años, a aquellos años en que las palabras nada significaban para mí. Los datos preverbales yacen en mi derecha, formas, tejidos, olores y sonidos, y no tengo ne­cesidad de dar denominación a ninguna cosa, ninguna necesidad, de denotar o analizar, sólo sentir, experimen­tar, revivir. Todo está claro y vivo. Veo corno ha funcio­nado en mí desde siempre, cómo este conjunto de expe­riencias ha dirigido mi comportamiento, igual que lo han hecho las experiencias de los últimos años. Puedo acceder ahora a este reino oculto, comprenderlo y utili­zarlo.

Siento el flujo de datos desde la derecha basta la iz­quierda: los reflejos sin palabras, las reacciones intuitivas, la apercepción espontánea e inmediata de estruc­turas. El mundo tiene un nuevo sentido para mí. Pienso, pero no en palabras, y me digo cosas, pero no en pala­bras, y mi izquierda, atropelladamente, tartamudeando (pues no sabe nada de las disciplinas) busca palabras, a veces las encuentra, para expresar lo que estoy propor­cionándole. De modo que esto es lo que hacen los arúspices. Esto es lo que experimentan. Este es el conoci­miento que poseen. Me siento transfigurada. Es mi fantasía hecha realidad: se ha escindido la banda elástica del tejido de conexión; mi derecha se ha liberado; me he hecho uno de ellos. No quiero volver a lo que era antes. Ahora pensaré en tonos y colores. Exploraré reinos desconocidos para el encadenamiento verbal. Viviré en la tierra de la música. No me limitaré a hablar y escribir; sentiré y sabré.

Sólo que eso empieza a desvanecerse.

El poder me está abandonando. Ha sido sólo un mo­mento; es más, ¿se trataba de mi propio poder o de una brizna del de Runild?. Lucho, araño, y sin embargo se aleja, y me quedo con pedazos, con retales, y enseguida ni siquiera con esto, sólo con un resabio, el eco de un eco, último destello umbroso de una lejana luz que se apaga. Abro los ojos. Estoy de rodillas; el sudor cubre mi cuerpo; mi corazón late con fuerza. Runild está so­bre mí.

—¿Entiendes ahora? —dice—. ¿Entiendes? Esto es lo que me ocurre en todo momento. Puedo comunicarme con la mente. Puedo establecer comunicación, Mimise.

—Hazlo otra vez —suplico. Niega con la cabeza.

—Podría hacerte daño —dice. Y se va.

He dicho a Sleel lo que he averiguado. Ahora tienen al chico con ellos en la casa oracular interior, nueve de ellos, los arúspices superiores, haciéndole preguntas, pro­bándolo. No sé qué esperan para celebrar su don, para concederle honores especiales, para ayudarlo en medio de su turbulenta adolescencia para que pueda ocupar el lugar supremo entre los arúspices. Pero Jen piensa de otra manera. Ella cree que los angustia por medio de sus penetraciones, a causa de su impericia en estos con­tactos y que le temerán una vez haya demostrado clara­mente lo que puede hacer; también cree que representa una amenaza para la autoridad de los demás, pues su forma de conjuntar las percepciones de su derecha y las fuerzas analíticas de su izquierda mediante un flujo di­recto mental es muy superior al laborioso método de tra­ducción simbólica. Jen cree que sin duda será expulsa­do y hasta asesinado. ¿Cómo creer sin embargo tales co­sas? Ella no es todavía arúspice; no es más que una mu­chacha; puede estar equivocada. La conferencia conti­núa hora tras hora y nadie sale de la casa oracular.

Salen por fin a la caída de la noche. Ha dejado de llover. Veo a los arúspices más ancianos cruzar el patio. Runild está entre ellos, muy pequeño al lado de Sleel. En sus rostros no se dibuja ninguna expresión. Los ojos de Runild tropiezan con los míos: su mirada está en blan­co, es indescifrable. ¿Lo he traicionado al pretender sal­varlo? ¿Qué va a ocurrirle? La comitiva alcanza el lado más apartado del cuadrángulo. Un vehículo aguarda. Ru­nild y dos arúspices ancianos entran en él.

Después de la cena Sleel me llama aparte, me agrade­ce mi colaboración y me comunica que Runild va a su­frir ciertos exámenes a cargo de expertos en un instituto muy lejano. Su poder de comunicación mental es tan no­table, dice Sleel, que exige un análisis prolongado.

Pregunto tímidamente si no habría sido mejor man­tenerlo aquí, entre aquellas cosas que habían llegado a constituir un hogar para él y dejar que fueran los expertos los que acudieran a la Casa de las Mentes Dobles. Sleel niega con la cabeza. Son muchos expertos, el equipo de prueba no es transportable, las pruebas durarán mu­cho.

Me pregunto si volveré a ver a Runild.

Por la mañana acudo junto a mi grupo a la hora de costumbre. Llevan ya varias semanas viviendo aquí y han desaparecido sus primeros temores. He entrevisto ya el destino que les aguarda: Galaine es de ingenio vivaz, pe­ro superficial; Mulliam y Chith son alborotadores; Fyme, Miróle y Divvan pueden tener materia de arúspices, el resto es pura mediocridad. Un grupo normal. Acaso Hirole llegue a ser mi favorita. Pero entre ellos no hay nin­guna Jen, ningún Runild.

—Hoy empezaremos a examinar la idea de los térmi­nos no verbales —empiezo—. Por ejemplo, si decimos «Deja este balón verde» en vez de la palabra «igual» y «esta caja azul» en vez de la palabra «distinto», enton­ces podemos...

Mi voz prosigue. Los niños me escuchan complacidos. Así tiene lugar el aprendizaje en la Casa de las Mentes Dobles. Por debajo de mi cráneo mi soñadora derecha se remueve un tanto, como si reviviera su instante de li­bertad. Por los corredores que hay fuera de la sala se pasean los arúspices sumidos en meditación, abrigados bajo impenetrable sabiduría y quienes les servimos con obediencia seguimos con lo nuestro.

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