Kir Bulychev El vestido blanco de Cenicienta




El húsar Pavlysh, con su chascas de cartón de corto penacho de hilo de cobre, su blanco capotillo y sus refulgentes charreteras teatrales, que los húsares no llevaban, ofrecía un aspecto de lo más necio y, aunque lo comprendía perfectamente, no podía hacer nada para evitarlo. Cada casa tiene sus usos…

Se dirigió a la sala por el desierto hall central. Los músicos, asesorados por un ruidoso y atolondrado gordinflón con negros ojuelos de ratoncillo, movían el piano en el tablado. A la puerta de la sala se hacinaban los que no habían podido entrar. Pavlysh miró por encima de sus cabezas.

En el escenario, sin saber que hacer de sus manos, un famoso profesor de la Sorbona se hallaba bajo un blanco panel ornado con ramas sintéticas de abeto, con la inscripción: «Lunaport, 50 años». El hombre se había hecho un taco en su discurso de saludo, y las numerosas criaturas de la fantasía carnavalesca que llenaban la sala mantenían a duras penas un relativo silencio. Su sentido del deber, hondamente arraigado, obligaba al profesor a informar pormenorizadamente al publico de las realizaciones de la selenología y las ciencias colindantes y del sustancial aporte de las bases lunares a la exploración del espacio cósmico.

Pavlysh deslizó la mirada por la sala. Lo que más abundaba eran los mosqueteros. Sumaban unos cien. Se miraban unos a otros con disgusto, como mujeres que se hubieran cruzado en la calle vestidas idénticamente, pues, hasta el último instante, cada uno suponía que tan brillante idea no se le había ocurrido a nadie más. Entre los mosqueteros oscilaban los altos capirotes de los alquimistas, que tapaban parte del escenario, los escasos turbantes de los sultanes turcos y los cuadrados atavíos de los marcianos. Claro que no se podía asegurar que fueran máscaras disfrazadas de marcianos y no científicos de los laboratorios lunares de Corona P-9.

Pavlysh se abrió paso a través de la densa muchedumbre de arlequines y gnomos que no cabían en la sala. Del blanco techo del túnel pendían sartas de farolillos y guirnaldas de flores de papel. En el tablado, la orquesta afinaba ya sus instrumentos. Los desacordes sonidos rodaban por el vacío pasillo. Las guirnaldas de flores de papel temblequeaban al compás de la batería. Pasaron dos gitanas, envueltas en sus mantones.

— No tuviste en cuenta el factor aniquilación — dijo, severa, la del mantón negro con flores rojas.

— ¿Cómo te atreves a reprocharme eso? — replicó, indignada, la del mantón rojo con pepinillos verdes.

El gordinflón que había dirigido a los que movían el piano dio alcance a Pavlysh y le dijo:

— Galagan, tú respondes de todo.

— ¿De qué? — preguntó Pavlysh.

— ¡Spiro! — gritó desde el tablado el saxofón —. ¿Por qué no han conectado el micrófono? Gueli no puede cantar sin el.

Pavlysh sintió deseos de fumar. Llegó por la escalera a la primera planta y descendió un tramo más. En el rellano había un pequeño diván, y sobre el, en un nicho, el aparato de ventilación que absorbía el humo del tabaco. En el diván estaba sentada Cenicienta, con sus zapatitos de cristal y lloraba amargamente. Le habían dado un disgusto tremendo; no habían querido llevarla al baile.

Que una persona llore no significa que haya que consolarla de buenas a primeras. Eso de llorar es asunto muy personal.

— Buenas — dijo Pavlysh —. Vengo de palacio. El príncipe la busca por todas partes.

En el rellano reinaba la penumbra: la lámpara, que parecía una antigua farola, no ardía. La joven quedo inmóvil y se calló, como si esperara que Pavlysh se marchase.

— Si la han ultrajado las malignas hermanas y la madrastra — Pavlysh se había embalado y no podía ya detenerse —, bastará con que pronuncie usted una palabra o haga una leve inclinación de su cabeza, para que las enviemos inmediatamente a la Tierra. En la Luna no tienen cabida ni las personas malas ni los calumniadores.

— No me ha ultrajado nadie — contestó la joven, sin volver la cabeza.

— En tal caso, regrese a palacio — dijo Pavlysh — y confiéselo todo al príncipe.

— ¿Qué debo confesarle? — preguntó inesperadamente la joven.

— Que es la prometida de un pobre, pero honrado pastor y no necesita ni un palacio de diamante ni alcobas revestidas de seda…

— ¿Está de mal humor? — preguntó la chica.

Claro que hubiera podido preguntar cualquier cosa e incluso exigir que el húsar la dejara en paz y se largase de allí. No obstante, la pregunta fue inesperada.

— Me siento alegre y estoy satisfecho de vivir — dijo Pavlysh.

— Si es así, ¿Por qué ha entablado conversación conmigo?

— Me dolió verla sola aquí, cuando en la sala pronuncian discursos y la orquesta afina ya sus instrumentos. ¿Se puede fumar aquí?

— Fume — respondió la chica en una voz tan impasible y serena como si no hubiese llorado.

Pavlysh se sentó en el diván y sacó el encendedor. Sintió el deseo de verle la cara a la joven. Tenía una voz extraña, sorda, pobre en entonaciones, pero, al mismo tiempo, en ella vibraba algo, como si pudiera ser otra y la chica la contuviera adrede para que sonase apagadamente. Pavlysh chasqueó el encendedor de modo que la llamita brotara entre él y la chica. Por un segundo se iluminó su perfil: la mejilla, el ojo y el lóbulo de la oreja, que asomaba de la peluca blanca.

La chica tendió la mano y encendió aquella lámpara que semejaba una farola del alumbrado publico.

— Si tiene tanto interés por verme — dijo —, ¿qué necesidad hay de esas argucias? Con mayor razón, cuando el encendedor apenas si da luz.

Se volvió hacia Pavlysh y lo miro sin sonreír, como una niña que estuviese posando ante un fotógrafo y esperara que de un momento a otro saliera del objetivo un pajarito. Su cata era ancha, pomulosa, de grandes ojos rasgados que hubieran debido ser negros, pero eran gris claro. Sus abultados labios, casi negroides, parecían prestos a sonreír, las comisuras curvadas hacia arriba. Se le había ladeado un poco la peluca blanca con una diadema, y de ella asomaba un mechón de cabellos negros.

— Ahora, muy buenas otra vez — dijo él —. Encantado de conocerla, yo me llamo Pavlysh.

— Y yo, Marina Kim.

— Si puedo serle de alguna utilidad…

— Fume — dijo Marina —. Se ha olvidado de sacar el cigarrillo.

— Tiene razón.

— ¿De qué nave es usted?

— ¿Por qué cree que no soy de aquí?

— Es usted de la Flota de Altura.

Pavlysh no dijo nada. Esperaba.

— Lleva en las suelas herraduras magnéticas.

— Todo planetonauta…

— En la Flota de Altura, son siempre niqueladas. No se puso, en vez de los pantalones del uniforme cotidiano, los de ante que usaban los húsares. Además, la sortija. Tributo a sus años de la escuela. Esas esmeraldas las talla el cocinero de Tierra-14. No me acuerdo de su nombre.

— Hans.

— Ve usted.

Por fin, Marina se sonrió. Solo con los labios.

— En fin de cuentas, eso no tiene nada de sorprendente — observó Pavlysh —. Aquí, uno de cada diez pertenece a la Flota de Altura.

— Sólo los que se quedaron para asistir al baile de máscaras.

— No son pocos.

— Usted no es de esos.

— ¿Por qué, Sherlock Holmes?

— Lo siento. Cuando se está de mal humor, se intuyen las desgracias de los demás.

— No sufro ninguna desgracia — dijo Pavlysh —. Es un pequeño contratiempo. Volaba a Corona, y en la Tierra me dijeron que mi nave partiría de la Luna después del baile, como todas. Pero se marchó antes. Ahora no se cómo llegar a mi destino.

— ¿Debía usted volar en la «Aristóteles»?

— ¿También sabe eso?

— Es la única nave que salió el día del baile — dijo Marina —. Yo me apresuré también para tomarla. E hice tarde, lo mismo que usted.

— ¿La esperaba allí… alguien?

Pavlysh no sospechaba antes que pudiera disgustarlo tanto el cuadro que le pintaba su imaginación: Marina corría hacia la escalera de la nave, junto a la que la esperaba, con los brazos abiertos, un corpulento capitán… o navegante.

— Habría podido quedarse — dijo Marina —. Nadie lo habría censurado. No quiso verme. Despegó a la hora exacta. Seguro que la tripulación se sintió descontenta. Como ve, soy yo la culpable de que usted no haya partido aún para Corona.

— Creo que exagera usted — objeto Pavlysh, esforzándose por vencer sentimientos atávicos, indignos de un hombre civilizado.

— ¿No le parezco una mujer fatal?

— En absoluto.

— No obstante, soy una delincuente.

Pavlysh apagó el cigarrillo e hizo la más tonta de las preguntas:

— ¿Lo quiere?

— Confío en que él me quiere también — respondió Marina —, aunque ahora empiezo a dudarlo.

— Eso suele ocurrir — dijo Pavlysh con voz hueca.

— ¿Por que se ha disgustado? — preguntó Marina —. Hace diez minutos que me vio usted por primera vez en su vida, y esta ya dispuesto a obsequiarme con una escena de celos. Es necio, ¿verdad?

— No puede serlo más.

— Es usted divertido. Ahora me quito la peluca, y se desvanecerá el encanto.

— Precisamente quería pedirle eso.

Pero a Cenicienta no le dio tiempo a quitarse la peluca.

— ¿Qué haces aquí? — clamó con mucha prosopopeya un patricio romano que llevaba una blanca máscara de teatro —. Fue un milagro que se me ocurriera bajar por la escalera.

— Le presento a mi viejo amigo Salias — dijo Pavlysh, levantándose —. Me ofreció cobijo aquí y me proporciono mi disfraz.

— No he sido yo, sino mis bondadosas enfermeras — objeto Salias, tendiendo la mano —. Soy esculapio.

— Marina — se presento la chica.

— Creo haberla visto en alguna parte.

Marina levanto lentamente la mano y se despojo de la blanca y rizosa peluca. El hirsuto y corto pelo negro transformo al instante su rostro, introduciendo en el armonía. Marina sacudió la cabeza.

— Sí, nos vimos, doctor Salias — dijo —. Y usted lo sabe todo.

— La peluca la favorece — observo Salias, que era de natural bondadoso y blando.

— ¿Quiere usted decir que, con ella, es más difícil reconocerme?

— ¿No sería una falta de tacto que yo me mezclase en asuntos ajenos?

— ¡Perfecto! — rió Marina —. Lo tranquilizaré. Mi aventura toca a su fin. Por cierto, hace ya un buen rato que converso con su amigo, pero casi no se nada de él. Aparte de que es muy divertido.

— ¿Divertido? Yo diría más bien que es un mal educado — dijo Salias, muy contento del cambio de tema.

— Un húsar bien educado jamás se haría pasar por un bello príncipe.

— Ni siquiera es húsar — comento Salias —. Es, simplemente, el doctor Slava Pavlysh, de la Flota de Altura, médico de a bordo, un genial biólogo fracasado, una persona trivial.

— Tenía yo razón — dijo Marina.

— No se lo discutí — asintió Pavlysh, admirando francamente a la chica.

Salias dejo escapar una tosecilla.

— Debe usted marcharse ya — dijo Marina.

— ¿Y usted?

— También. Están dando las doce.

— Se lo pregunto en serio — dijo Pavlysh —. Aunque comprendo…

— No comprende usted absolutamente nada — replicó Marina —. Procuraré acercarme al tablado de la orquesta, pero primero iré a la habitación para recoger mi careta.

Marina levantó un tanto los bajos del largo vestido blanco y corrió escaleras abajo. En su otra mano se agitaba la peluca blanca, recordando una fierecilla viva de largo pelo.

— ¡La esperaré! — le gritó en pos Pavlysh —. Daré con usted aunque cambie de apariencia, incluso junto a la cocina de una pobre choza.

Marina no respondió.

Salias tiro a Pavlysh de la manga.

— Oye — dijo Pavlysh, cuando subían ya la escalera —, ¿es verdad que la conoces?

— No; no la conozco. Lo mejor será que la olvides.

— ¡No faltaría más! ¿Esté casada?

— No.

— Hablas con mucha seguridad de una persona a quien no conoces.

— Soy un viejo y sabio cuervo.

— Pero ¿por qué debo olvidarla?

— Será lo mejor. Comprende que, a veces, te encuentras con una persona a quien te gustaría volver a ver, pero las circunstancias hacen que nunca más des con ella.

— Tú me subestimas.

— Es posible.

Salieron al pasillo. La muchedumbre llenaba la sala. La orquesta recibía a las máscaras tocando una melodía moderna, de desgarrado ritmo.

— ¡Vendrá al tablado! — gritó Pavlysh.

— Tal vez — dijo Salias.

El torrente humano se esparcía por el ancho túnel. Reflectores con cristales de distintos colores deslizaban sus rayos por el gentío, produciendo la impresión de una noche estival al aire libre. Era difícil creer que todo aquello sucedía en la Luna, a treinta metros de su muerta superficie.

Unos diez minutos después, Pavlysh logró escapar de las locuaces enfermeras y se dirigió hacia el tablado. Veía sobre su cabeza las redondeadas patas del piano y los zapatos del pianista, que apretaban ya uno ya otro pedal, como si el hombre condujera un antiguo automóvil.

A Marina Kim no se la veía. ¡Imposible que hubiera prometido acudir con el único fin de desentenderse de Pavlysh!

Un monje de negra sotana con el capucho caído sobre las cejas se acercó a Pavlysh y le preguntó:

— ¿No me has reconocido, Slava?

— ¡Bauer! — exclamó Pavlysh —. Claro que sí. Gleb Bauer. ¿Qué haces aquí, trasto viejo? ¿Hace mucho que te retiraste del mundo?

— No te burIes del prójimo, hijo mío — dijo Gleb —. Aunque no hay Dios, yo soy su representante en la Luna.

— ¿Baila usted, monje? — preguntó, con voz imperiosa, una mujer que llevaba un escamoso disfraz de ondina —. ¿No ha oído el anuncio de que esta vez sacan las damas?

— Acepto gustoso su invitación — respondió Bauer —. Procure no inducirme a pecado sin necesidad.

— Allá veremos — dijo la ondina.

— Slava — pidió Bauer, al alejarse con su pareja del tablado —, no te marches.

— Te esperaré — prometió Pavlysh.

Unos mosqueteros entraron empujando un barril de sidra e invitaron a sentarse a las mesas a todos los que desearan probarla. La cabeza de Bauer sobresalía de todas en la muchedumbre. Un alquimista con estrellas de papel de plata pegadas a su atuendo subió de un salto al tablado y se puso a cantar. Alguien encendió al lado una luz de bengala. Marina seguía sin aparecer.

Pavlysh resolvió esperar hasta el final. A veces era muy tozudo.

La joven había ido allí para encontrarse con el capitán de la «Aristóteles». Pero él no había querido siquiera verla y no permitió a su tripulación quedarse para asistir al baile de máscaras. Era un hombre cruel. O se sentía muy dolido. Debería preguntar a Bauer, que conocía a todos, el nombre del capitán. Salias sabía algo, pero se salía por la tangente. En fin, no importaba, lo obligaría a confesar cuando se quedaran solos en la habitación.

Pavlysh decidió volver a la escalera. Si Marina acudía, la recibiría allí. Pero, después de haber dado unos pasos, volvió la cabeza y vio que Bauer había regresado junto a las tablas y miraba alrededor, al parecer, buscándolo a él. Hacia Bauer se había abierto paso el retaco con ojuelos de ratoncillo y, alzado de puntillas, lo reprochaba con voz imperiosa y seria. Bauer descubrió por fin a Pavlysh y lo llamó con la mano. Pavlysh volvió a deslizar la mirada por las parejas. Cenicienta no estaba allí.

— ¿Es médico? — preguntó Spiro, el gordinflón, cuando Pavlysh se hubo acercado —. Yo lo tomé por Galagan. Incluso le encomendé una tarea. En fin, yo me voy. Póngalo al corriente usted mismo. Debo dar urgentemente con Sidorov.

— Vamos, Slava — dijo Bauer —, te lo contaré todo por el camino.

Sobre sus cabezas tronaba la orquesta, y las patas del piano temblequeaban. Alrededor bailaba la gente. No obstante, Pavlysh percibió cierta nota ajena en el alborozo general. Entre las máscaras habían aparecido varios hombres sin disfrazar, que se movían presurosos y diligentes. Buscaban en aquella aglomeración a las personas a quienes necesitaban, les deslizaban unas palabras al oído, las parejas se deshacían, y los bailarines con quienes aquellos hombres habían hablado abandonaban la sala.

— En la mina se ha producido una explosión — dijo quedamente Bauer —. Dicen que no es nada terrible, pero hay quien ha sufrido quemaduras. No se va a anunciar. Que continúe la fiesta.

— ¿Queda eso lejos?

— ¿No has pasado nunca por allí?

— Es el primer día que estoy aquí.

Ante el ascensor se habían reunido unas cinco o seis personas.

Pavlysh comprendió en seguida que sabían todo lo que estaba ocurriendo. Todos se habían despojado de las caretas, y con ellas había desaparecido el despreocupado espíritu de la fiesta. Unos mosqueteros, un alquimista, un hombre de Neanderthal embutido en piel sintética y una bella dama de honor se habían olvidado de que se hallaban en un baile de máscaras y llevaban disfraces. Pero el baile de máscaras era ya cosa del pasado… Y la música, cuyas ondas sonoras llegaban hasta el ascensor, y el denso ruido de la sala no eran más que el fondo de la adusta realidad…


Ya amanecía, cuando Pavlysh se hallaba junto a las camillas que habían sacado del compartimiento de sanidad de la mina y esperaba a que el lunabus se situara del modo más conveniente para meter en el a los lesionados. A través de la transparente cúpula, lucía la Tierra, rayada, y Pavlysh advirtió que sobre el Pacífico se formaba un ciclón. El conductor saltó de la cabina y abrió la puerta trasera del lunabus. El hombre había enflaquecido en el transcurso de aquella noche.

— ¡Menuda nochecita! — dijo —. ¿Son tres?

— Sí, tres.

Cubrían las camillas unas fundas inflables de plástico. Los tres hombres, que estaban de guardia en el piso inferior de la mina, habían sufrido quemaduras de pronóstico grave y dormían. Aquel mismo día los evacuarían a la Tierra.

Salias, las mejillas recubiertas de la rojiza pelambre que le había crecido aquella noche, ayudó a Pavlysh y al chofer a introducir las camillas en el lunabus. Él se quedaría en la mina, y Pavlysh acompañaría a las víctimas hasta Lunaport.

Una hora después, Pavlysh quedó, por fin, libre y pudo regresar al gran túnel de la ciudad. habían apagado los reflectores y, por ello, los globos, las guirnaldas de flores y los farolillos, ya sin luz, parecían algo ajeno, que había ido a parar allí incomprensiblemente. El piso estaba sembrado de confeti y de pedazos de serpentina. En algún que otro lugar se veían cofias de papel y antifaces perdidos por las máscaras, había allí también un chafado chapeo de mosquetero. Un robot-basurero se afanaba en un rincón con su recogedor, desconcertado porque nunca había visto tal desorden.

Pavlysh se acercó al tablado. Unas horas atrás se hallaba en el mismo lugar esperando a Marina Kim. Alrededor había entonces mucha gente, y Bauer, enfundado en su negra sotana, bailaba con una verde ondina…

Pegada con papel engomado a una pata del piano veíase una esquela. En ella podía leerse en grandes letras cuadradas: «PARA EL HÚSAR PAVLYSH».

Pavlysh tomó la esquela de una punta y tiró de ella. Súbitamente el corazón se le encogió de espanto, al pensar que hubiera podido no volver allí. En la hoja de papel había unas líneas torcidas escritas por mana presurosa:


«Perdone que no pudiera venir a tiempo. Me descubrieron. La culpa de todo la tengo yo misma. Adiós, y no me busque. Si no le olvido, procuraré dar con usted dentro de dos años.

Marina».


Pavlysh releyó la esquela. Parecía proceder de una vida distinta, incomprensible. Cenicienta lloraba en el rellano de la escalera. Cenicienta dejaba una esquela en la que comunicaba que la habían descubierto y pedía que no la buscara. Aquello semejaba más bien propio de una antigua novela gótica saturada de misterios. La negativa de un encuentro debía ocultar grito mudo pidiendo ayuda, pues los raptores de la bella desconocida habían espiado cada uno de sus pasos, y, llena de temor por su elegido, bañada en lágrimas, la infeliz joven había tenido que escribir, al dictado de un canalla tuerto, aquella carta. Mientras, el elegido…

Pavlysh se sonrió irónico. Los románticos misterios eran fruto del abonado terreno del baile de máscaras. Tonterías, tonterías…

Cuando hubo regresado a la habitación de Salias, Pavlysh se duchó y se tendió luego en el diván.

Lo despertó el timbre del videófono. Pavlysh se levantó apresuradamente y miró el reloj. Eran las ocho y veinte. Salias no había vuelto allí. En la pantalla sonreía Bauer, con su planchado uniforme de navegante de la Flota de Altura, rozagante, afeitado, diligente.

— ¿Has dormido un poco, Slava? ¿No te he despertado?

— Dormí unas tres horas.

— Oye, Pavlysh, he hablado con el capitán. Vamos, cargados, a Epístola. En el rol de la nave hay una vacante de médico. Puedes volar con nosotros. ¿Qué me dices?

— ¿Cuándo salís?

— La canoa se va al punta de partida a las diez. ¿Te dará tiempo?

— Sí.

— Muy bien. Por cierto, he dicho ya al jefe de movimiento que vuelas con nosotros de médico de a bordo.

— ¿Quiere decirse que toda la conversación fue pura formalidad?

— Naturalmente.

— Gracias, Gleb.

Pavlysh desconectó el videófono y se puso a escribir una nota para Salias.


Al cabo de medio año, cuando regresaba a la Tierra, Pavlysh hubo de detenerse en el planetoide Askor. Allí debía arribar la nave «Praga» con equipos para las expediciones que trabajaban en aquel sistema. De Askor, la «Praga» daría el Gran Salto a la Tierra.

Pavlysh llevaba en el planetoide dos días. Conocía ya a todos y todos lo conocían a él. Iba de visita, tomaba té, dio una charla acerca de los progresos de la reanimación y jugar una simultánea de ajedrez en la que, para vergüenza de la Flota de Altura, perdió la mitad de las partidas. Pero la «Praga» no llegaba.

Pavlysh se dio cuenta de una extraña peculiaridad de su persona. Si llegaba a algún sitio en donde había de pasar un mes, los primeros veintiocho días transcurrían sin que se diera cuenta, pero los dos últimos se prolongaban una tediosa eternidad. Si lo destinaban a algún sitio por un año, vivía normalmente once meses y medio. Esta vez le ocurría lo mismo. Casi medio año no había pensado en su casa, no tenía tiempo para ello. Pero la última semana era un verdadero suplicio. Los ojos estaban cansados de ver nuevos prodigios, y los oídos de escuchar canciones de mundos lejanos… ¡A casa, a casa, a casa!

Pavlysh mataba el tiempo en la cantina, leyendo la inmortal obra de Maquiavelo La historia de Placencia, que era el tomo más voluminoso de la biblioteca. La geólogo Ninochka, tras el mostrador, fregaba perezosamente unas copas. En la cantina hacían guardia todos, por turno.

El planetoide se estremeció. Parpadearon las bombillas del techo.

— ¿Quién ha llegado? — preguntó Pavlysh, con tímida esperanza.

— Un carguero local — respondió Ninochka —. De cuarta clase.

— No saben atracar — dijo el mecánico Ahmet, que, sentado a un velador, engullía unas salchichas.

Pavlysh exhaló un suspiro. Los ojos de Ninochka expresaban viva compasión.

— Slava — dijo la joven —, es usted un enigmático peregrino a quien el viento estelar lleva de un planeta a otro. No recuerdo en dónde leí de un hombre así. Es usted cautivo de la mala suerte.

— Muy bien dicho. Soy cautivo, peregrino y mártir.

— Si es así, no sufra. La suerte decidirá todo por usted.

La suerte apareció en la puerta de la cantina encarnada en un hombre bajo y grueso de penetrantes ojuelos negros. Se llamaba Spiro, y Pavlysh lo recordaba.

— Bien — dijo Spiro con la voz de un hombre recién llegado de la galaxia vecina —, ¿qué se puede tomar aquí? ¿Qué ofrece este salón a un solitario cazador?

Ninochka dejó en el mostrador una copa de limonada, y Spiro se acercó, anadeando.

— ¿No tienen nada más sustancial? — preguntó —. Prefiero el ácido nítrico.

— Ya no queda — le explicó Ninochka.

— Hace poco llegaron unos piratas cósmicos de la Estrella Negra — terció Pavlysh en la conversación —. Se soplaron tres barricas de ron y luego hicieron saltar por los aires el alambique. Pasamos a la ley seca.

— ¿Qué? — preguntó, alarmado, Spiro —. ¿Piratas?

Quedó inmóvil, la copa de limonada en la mano, pero, al punto, reconoció a Pavlysh.

— Oye — dijo —, yo te conozco.

En aquel mismo instante farfulló el altavoz, y el jefe de movimiento pronunció:

— Pavlysh, sube aquí. Doctor Pavlysh, ¿me oyes?

Las palabras de Spiro alcanzaban a Pavlysh y lo empujaban por la espalda.

— ¡Te espero aquí! No se te ocurra ir a ninguna parte. No sabes la falta que me haces. No puedes imaginártelo.

El pequeño y siempre nostálgico tamil que llevaba ya dos anos trabajando allí de jefe de movimiento, dijo a Pavlysh que la «Praga» tardaría, por lo menos, unos cinco días.

Pavlysh aparentó que la noticia no lo afectaba, pero temía que no podría sobrevivir aquello. Bajó a la cantina, haciendo sonar las herraduras de su calzado.

Spiro se hallaba en medio del local, con la copa vacía. Sus ojos negros despedían centellas, como si quisiera quemar el plástico del mostrador.

— ¿Qué calamidad es ésta? — preguntaba a Ninochka —. Les voy a arrancar la cabeza a todos. ¡Frustrar una empresa tan importante! ¡Engañar a los camaradas! ¡Algo inaudito! Eso no había ocurrido nunca en toda la historia de la flota. Simplemente han olvidado, ¿comprendes? han olvidado en Tierra-14 dos contenedores. ¡Fíjate bien, no uno, sino dos! ¿Qué te parece?

— ¿Era importante el cargamento? — preguntó Pavlysh.

— ¿Importante? — a Spiro le tembló la voz. Pavlysh temió que pudiera echarse a llorar. Pero Spiro no lo hizo. Miraba a Pavlysh. Y este se sintió como un ratón en el que hubiera puesto sus ojos un gato famélico —. ¡Galagan! — dijo Spiro —. Tú eres nuestra salvación.

— Yo no soy Galagan; soy Pavlysh.

— Cierto, Pavlysh. Tú y yo liquidamos las consecuencias de la explosión en una mina de la Luna. Cientos de víctimas, un fuego volcánico. Yo te saqué de entre las llamas, ¿cierto?

— Casi.

— ¿Ves? estás en deuda conmigo. En Sentipera hay en el segundo almacén unos contenedores de reserva. No sabía que habrían de hacerme falta, pero no los di a nadie. Tú volarás a Sentipera y perderás un día en sacárselos a Guelenka. Primero te dirá…

— No le calientes la cabeza — dijo Ninochka —. ¿Crees que no está bien claro para todos que los contenedores no son tuyos?

— ¡Son míos!

— ¡Naranjas de la China! — dijo Ahmet.

— ¡Son más que míos! — exclamo, indignado, Spiro —. Sin ellos, todo esta perdido. Sin ellos, pararía el trabajo de todo el laboratorio. La vida científica de todo un planeta quedaría paralizada.

— Si es así, vuela por tus contenedores — le aconsejo Ninochka.

— ¿Y quién llevará el cargamento a Proyecto? ¿tú?

— Sabes perfectamente que aquí todos estamos ocupados.

— Eso, precisamente, es lo que yo digo.

Spiro se acerco al velador al que se había sentado Pavlysh y dejó caer ante este una gran y apretada saca.

— Esto es para ti — dijo.

La saca se abrió, y de ella cayeron unas cuantas cartas y unos paquetes postales. Sobres, microfilmes y videocasetes se esparcieron lentamente por la pulida superficie del velador, amenazando con volar al piso. Pavlysh y la cantinera se apresuraron a recoger todo aquello para meterlo de nuevo en la saca.

— Siempre trata así el correo — observo Ninochka —. Arma cada vez un guirigay de miedo y luego lo deja todo tirado y se larga.

Spiro era un tipo divertido. Pavlysh recogía las cartas. Sentía que no podría soportar otra semana en el planetoide. ¿Y si arriesgaba y volaba a Sentipera?

— Aquí tiene otra carta — dijo Ninochka, pasando a Pavlysh un sobre con una videohoja. En el sobre ponía: «Proyecto-18. Laboratorio central. A Marina Kim».

Pavlysh releyó tres veces las señas, lentamente, y luego, con mucho cuidado, metió el sobre en la saca.

— Haremos así — dijo Spiro —: yo saldré ahora mismo para Sentipera. ¡Dios me libre de tener que regresar sin los contenedores! ¡Tú no conoces a Dimov! Y lo mejor que te puede ocurrir es que no llegues a conocerlo. Me quedan veinte minutos. Ahora te doy una lista de los cargamentos y te mostraré en donde se halla mi goleta. Luego, el hortelano te suministrará verduras, lo cargarás todo y lo llevarás a Proyecto. No te preocupes, el carguero tiene control automático y no pasará de largo. ¿Está claro? Y mira, no opongas resistencia, todo está ya decidido, y tú no tienes derecho a fallarle a un viejo amigo.

Spiro amenazaba, imploraba, persuadía, manoteaba e iba y venía precipitadamente por la cantina, descargando sobre Pavlysh aludes de frases y signos de admiración.

— ¡Acabe de una vez y escúcheme! — bramó Pavlysh con todo el volumen de su potentísima voz —. ¡Estoy de acuerdo en volar a Proyecto! ¡He resuelto, sin necesidad de sus argumentos, volar a Proyecto! ¡En resumidas cuentas, tal vez soñara hacía mucho con volar a Proyecto!

Spiro quedó de una pieza. Sus negros ojuelos se humedecieron. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pero logró dominar su emoción y dijo rápidamente:

— Si es así, vamos. Vivo. El tiempo apremia.

— Hace bien en ir — dijo Ninochka —. Yo misma habría ido, pero no tengo tiempo. Dicen que hay allí un océano precioso…


El carguero salió hacia el planeta Proyecto-18 por el lado sin iluminar, y pasaron unos minutos antes de que el Sol, hacia el que volaba raudo el aparato, vertiera su luz sobre el infinito y liso océano. Pavlysh amortiguo las sobrecargas y paso a órbita estable. Luego, haciendo chasquear el conmutador, comunicó con la Estación.

Sabía que la Estación observaba el vuelo del carguero y esperaba el familiar susurro indicador de que la franja quedaba libre para el piloto.

En la faz del océano surgieron unos puntos oscuros. Un seco ruido salía del receptor.

— Estación — dijo Pavlysh —. Estación, aterrizo.

— ¿Qué te pasa con la voz, Spiro? — preguntaron de abajo.

— No soy Spiro — explico Pavlysh —. Spiro se fue a Sentipera.

— Esta claro — dijo la Estación.

— Paso al control manual — dijo Pavlysh —. El aparato va recargado. Temo que pueda pasar de largo.

A la derecha, en la pantalla que había sobre el panel, giraba lentamente el globo del planeta, y sobre él, un punto negro, el carguero se acercaba poco a poco a la lucecita verde de la Estación.

— No te duermas — aconsejo la Estación.

— Pierda cuidado — dijo Pavlysh —. Soy de la Flota de Altura. He volado más que Spiro en cargueros como éste.

Abajo se deslizó atrás un grupo de islas esparcidas por la plana faz del océano. En el horizonte se veía la Estación, envuelta en tenue neblina. El carguero perdía altura demasiado lentamente, y Pavlysh desconectó el equipo automático y frenó. Sintió como si lo hundieran en el respaldo del sillón.

Pavlysh volvió a hacer chasquear el conectador del panel de comunicación.

— ¿Qué debo ponerme? — preguntó —. ¿Qué tiempo hace ahí?

Conectó el videófono. En la pantalla surgió la ancha y plana cara de un hombre con la cabeza rapada. Tenía los ojos estrechos de por si y, además, los entornaba; sus finas cejas parecían dos pajaritas. En general, hacía recordar a Gengis Khan cuando le dieron la noticia de que sus miliarcas preferidos habían sido derrotados ante los muros de Samarcanda.

— ¿A quien se le ocurre enviar a gente así? — preguntó Gengis Khan, refiriéndose, por lo visto, a Pavlysh.

— He ahorrado media tonelada de combustible — respondió modestamente Pavlysh —. He llegado con una hora de anticipación. Supongo que no he merecido sus reproches. ¿Qué se ponen ustedes cuando salen al aire libre?

— Spiro dejó lo suyo ahí — dijo Gengis Khan.

— Dudo mucho de que pueda caber en su equipo.

— Bien — dijo Gengis Khan —, dentro de tres minutos me tendrá ahí.

Pavlysh soltó los cinturones, se levantó del sillón, extrajo de un nicho lateral la saca del correo y se sacudió el polvo. Moverse no costaba trabajo: la gravitación en aquel planeta no pasaba de 0,5. La portezuela de la cabina de dirección se corrió a un lado y entró Gengis Khan, vistiendo un mono con calefacción y una máscara de oxígeno que le tapaba media cara. En pos suyo se introdujo un hombre alto y magro, de ojos pálidos bajo espesas cejas negras.

— Buenas — dijo Pavlysh —. Me encontraba por azar en el planetoide, cuando Spiro tuvo que desplazarse a Sentipera. Me pidió que le echase una mano. Soy el doctor Pavlysh.

— Yo me apellido Dimov — se presentó el hombre flaco —. Dimitr Dimov. Dirijo aquí la sección de nuestro instituto. Somos colegas, ¿si?

Señaló con fino y largo dedo de pianista la sierpe y el cáliz en el pecho de Pavlysh, precisamente encima de las cintas con los nombres de las naves en las que había prestado servicio.

— Vanchidorzh — presentó Dimov a Gengis Khan, y agregó al punto —: Vístase, vístase. Le estamos muy agradecidos. Siempre surgen algunas dificultades con Spiro. Es una bellísima persona, bondadoso y con muy buenas dotes administrativas. Nos costó mucho lograr que lo enviaran aquí de la Luna.

Gengis Khan, es decir, Vanchidorzh, dejó escapar un «hem», expresando así su desacuerdo con las últimas palabras del jefe. Dimov ayudó a Pavlysh a sujetar bien la máscara de oxígeno.

— Confío en que pase aquí unos días.

— Gracias — dijo Pavlysh.

Conectó la calefacción del mono y se ajustó el casco. El oxígeno afluía normalmente. El traje de Dimov le quedaba un poco estrecho, pero no se sentía incómodo. Pavlysh quiso preguntar por Marina Kim, pero se abstuvo. Cenicienta ya no lograría escapar.

Salieron a la superficie de la isla, lisa como si la hubiesen pulido. A unos cien metros, tras un vallejo, se alzaban rocas cortadas a pico. Al otro lado comenzaba el océano, y las olas rompían contra la negra orilla, levantando surtidores de blanca espuma. Pavlysh se ajustó el casco laringofónico para oír el fragor de la resaca, pero llegaba muy apagado, no respondía a la altura de las olas: los sonidos se amortiguaban en el aire enrarecido. Una nube gris semi transparente ocultó por un segundo el sol, y las sombras, antes muy acusadas y espesas, semejaron perder densidad.

Vanchidorzh se había adelantado, llevando sobre el hombro la saca con el correo. Dimov había quedado atrás: cerraba la portezuela del carguero. Vanchidorzh entró en la sombra de una roca y se disolvió en ella. Pavlysh lo siguió y viose ante una puerta metálica que se deslizaba lentamente a un lado, abriendo la entrada a una cueva.

— Pase — dijo Vanchidorzh —, si no, vamos a enfriar la cámara.

Pavlysh miró atrás. Un gran pájaro blanco descendía lento hacia Dimov, y Pavlysh estuvo a punto de gritarle: «¡Cuidado!» Pero Dimov había visto al pájaro y no se disponía a ocultarse. El pájaro describió un circulo sobre la cabeza de Dimov, que levanto la mano, como si saludara.

El pájaro tenía alas muy grandes y cuerpo pequeño densamente cubierto de plumas.

— ¿Les da usted de comer? — preguntó Pavlysh.

— Claro que sí.

Vanchidorzh tenía la desagradable costumbre de carraspear sarcásticamente. Y no se sabía si era que reía o si estaba enfadado.

Un poco más alto que el primero, apareció otro pájaro. Extendió las alas y planeó blandamente, posándose en un peñasco al lado de Dimov. El tendió la mano y le dio unas palmaditas en el cuello.

— Vamos — repitió Vanchidorzh.

El interior de la cueva era cómodo. Sus espaciosas salas habían sido convertidas en habitaciones y locales de trabajo, y Pavlysh recordó las antiguas ilustraciones a la novela de Julio Verne La isla misteriosa, a cuyos héroes gustaba trabajar cómodamente. Pavlysh pensó que en su habitación habría una ventana, abierta en el muro, por la que penetraría el aire del océano.

Dimov dijo:

— De vivienda no estamos muy bien. El mes pasado llegaron seis fisiólogos y ocuparon todos los cuartos disponibles, tendrá que vivir en la misma habitación que Van. ¿No tiene nada en contra?

Pavlysh miro a Vanchidorzh, pero este se había vuelto de cara a la pared.

— Yo, claro, no objeto. Pero, ¿no estorbaré?

— Yo paso muy poco tiempo en la habitación — dijo al punto Van.

La habitación era espaciosa, y no tenía nada que ver con las celdas que había en otras estaciones. En la roca habían practicado una alta y angosta ventana, por la que entraba la luz del sol.

— Ahí tiene su cama — dijo Van, señalando hacia un lecho de verdad, bastante ancho, cómodo, cuya cabecera era una lapida verdosa con caprichosas tallas.

— ¿Y usted? — preguntó Pavlysh. En la habitación no había otra cama.

— Ahora traigo una. No me dio tiempo. Nadie le esperaba.

— Por eso dormiré en la cama que traiga usted — dijo Pavlysh —. La hospitalidad no debe acarrear sacrificios.

Se apartó de la ventana. Todo a lo largo de una pared de la habitación había un obrador. En el yacían tablas de piedra semitransparente, rosa y verde claro. Nefrita, adivino Pavlysh. En una de las tablas se veía el esbozo de un pájaro de anchas alas. La nefrita despedía una luz cálida, reflejando la del sol. Una concha que parecía la mitad de una nuez gigantesca proyectaba en el techo irisados destellos nacarinos. Van dispuso las cartas en rimeros. Había una mesa pegada a otra pared, frente a la cama. Sobre ella podían verse varios anaqueles. En un montoncillo de microfilmes que se alzaba en el segundo anaquel se apoyaba una fotografía de Marina Kim en marco de nefrita, había sido tallado con mucho arte, y la pupila se perdía en la contemplación del historiado dibujo. Pavlysh reconoció inmediatamente a Marina, aunque en su memoria la joven vivía con la peluca blanca, que comunicaba a su semblante un algo ilógico, realzando la falta de correspondencia entre el corte de los ojos, la línea de los pómulos y los abundantes bucles blanco. El verdadero pelo de Marina era hirsuto, negro, corto.

Pavlysh se volvió hacia Van y vio que este había dejado de sortear el correo y lo estaba observando.

Se abrió la puerta y entro un hombre que vestía una bata azul y un gorro de cirujano del mismo color.

— Van — dijo el hombre —, ¿han traído el correo? ¿sí?

— ¿Qué tal van las cosas? — preguntó Van —, ¿se siente mejor?

— Las aletas son las aletas — respondió el hombre de la bata azul —. Eso no se cura en un día. ¿Qué hay del correo?

— Ahora voy — respondió Van —. Ya queda poco.

— ¿Hay algo para mi?

— Espera un instante.

— ¡Excelente! — exclamó el médico —. No esperaba de ti otra contestación. — Se acarició el corto bigote y se atuso la estrecha barba. Luego preguntó a Pavlysh —: ¿Llego en el carguero?

— Sí. En lugar de Spiro.

— Encantado, colega. ¿Por mucho tiempo? Se lo digo porque podemos encontrarle trabajo.

— Me agrada ver — dijo Pavlysh —, que, dondequiera que voy, me ofrecen trabajo en seguida, sin preguntarme siquiera que tal lo hago.

— Lo hace usted bien — replicó muy convencido el cirujano —. La intuición no nos engaña nunca. Yo me apellido Terijonski. Mi tatarabuelo era sacerdote.

— ¿Por qué debo yo saber eso?

— Me presento siempre así para evitar chanzas innecesarias. Es un apellido eclesiástico.

Pavlysh volvió a mirar la foto de Marina Kim, como si quisiera persuadirse de que no se había desvanecido. Pronto la vería. Tal vez al cabo de unos minutos. ¿Se asombraría? ¿Se acordaría del húsar Pavlysh? Claro que podía preguntar por ella a Van, pero no quería.

— Todo — dijo Van —. Vamos. ¿Viene usted con nosotros, Pavlysh?

Fueron a una espaciosa sala a la que daban luz varias ventanas abiertas en la roca. El piso estaba revestido de plástico azul. En la parte opuesta a la entrada había una larga mesa y dos hileras de sillas, y cerca de la puerta una mesa de ping pong con la red floja. Van dejo la saca sobre la mesa y, como si cumpliera un rito, fue sacando de ella montoncillos de cartas que disponía en fila.

— Ahora llamo a la gente — dijo Ierijonski.

— Ella misma vendrá — quiso disuadirlo Van —. No te apresures. Pero Ierijonski no le hizo caso. Se acercó a la pared, abrió la portezuela de un pequeño nicho y pulsó un timbre, cuyo intermitente sonido se esparció por los pasillos y las salas de la Estación.

Sobre la mesa de ping pong veíase una fila de retratos que recordaban los de los antepasados en alguna casona solariega. Aquello no era corriente. Pavlysh se puso a mirarlos.

El pomuloso cuarentón de tenaces ojos claros era Ivan Grunin. Al lado había un anciano con los ojos entoldados por espesas y mechosas cejas: Armen Guevorkian. El siguiente retrato pertenecía a un muchacho muy joven, de asombrados ojos azules y puntiagudo mentón. Algo unía a aquellos hombres y hacía que fueran queridos y respetados en la Estación. Habían hecho algo importante en la labor a que se dedicaban los demás y tal vez fueran amigos de Dimov o de Ierijonski… De un momento a otro acudiría la gente que hubiera oído la llamada. Entraría también Marina. Pavlysh se aparto de la mesa de ping pong, pero no quitaba ojo al largo sobre azul destinado a Marina. Yacía encima del montoncillo más pequeño.

Los primeros en aparecer fueron dos médicos que vestían batas azules como la de Ierijonski. Pavlysh procuraba no poner los ojos en la puerta y pensaba en cosas ajenas, por ejemplo, en si sería cómodo jugar al ping pong siendo tan pequeña allí la gravedad. ¿Habría que aumentar el peso de la pelota o bien habituarse a saltar lentamente? En Proyecto, los movimientos de la gente eran más suaves y espacios que en la Tierra.

Los médicos se precipitaron inmediatamente hacia la mesa, pero Van los detuvo:

— Esperad a que vengan todos. Ya sabéis…

Evidentemente, Van era un dogmático que adoraba los ritos.

A Pavlysh se le antojó por un instante que había entrado Marina. La chica aquella era también pelinegra, esbelta y cetrina, pero con eso terminaba todo el parecido. Tenía el pelo mojado y el blanco sari se había adherido en algunos lugares a su húmeda piel.

— Te vas a resfriar sin falta, Sandra — rezongo Ierijonski.

— Aquí no hace frío — dijo la joven.

Hablaba lentamente, como si se esforzara por recordar las palabras.

Luego aspiró profundamente, carraspeo y repitió, en voz más sonora:

— Aquí no hace frío.

La sala estaba ya llena de gente. Vestían todos ropa de trabajo, como si se hubiera sustraído por un instante de sus ocupaciones para reintegrarse a ellas inmediatamente. Pavlysh volvía la cabeza a derecha e izquierda, creyendo que Marina se hallaba ya en la sala y él no la había visto entrar.

Van parecía estar oficiando. Acercó el rimero de cartas oficiales a Dimov; luego fue tomando cartas y paquetes postales del mayor montón y leía en voz alta los apellidos de los destinatarios. Era evidente que aquel rito constituía ya una tradición, pues nadie gruñía, de no ser Ierijonski, rebelde de nacimiento.


La gente se acercaba, recogía las cartas y los paquetes postales para sí y para los que no habían podido acercarse, y la muchedumbre que rodeaba a Van iba perdiendo densidad. La gente se acomodaba allí mismo lo mejor que podía, para leer las cartas, o se marchaba apresuradamente, para escuchar sola alguna grabación. Los montoncillos de la correspondencia iban desapareciendo. Marina Kim no figuraba entre los destinatarios cuyos apellidos leyera Van.

Este tomo el penúltimo paquete y lo tendió a Sandra, diciéndole:

— Para la estación marina. Ahí va un paquete postal para ti.

Luego puso la mano en el ultimo montoncillo de cartas, en el sobre azul para Marina Kim.

— ¿No ha venido nadie de la Cima? — preguntó, y añadió al punto —: Yo lo llevaré. «Naturalmente — pensó Pavlysh —, lo harás con sumo placer». Se dijo que Marina, sin el menor fundamento para ello, estaba haciendo de él, bizarro piloto de altura, un trivial celoso.

— Pavlysh, ¿me oye?

Dimov se hallaba al lado.

— Ahora debo marcharme, pero, cuando regrese, le dedicaré media hora, para preguntas y respuestas. Adivino que, por ahora, no tiene ninguna pregunta que hacerme. Le aconsejo que acompañe a Sandra. Va abajo, a la estación marina.

— Yo me sumo — dijo Ierijonski. Luego se volvió hacia sus colegas y agrego —: Algunos, en vez de reintegrarse a sus puestos de trabajo, se acercan con fines egoístas a nuestro visitante. Responderé por él. No es de la Tierra. Sabe menos que nosotros de lo que sucede allí, no practica el deporte y no colecciona sellos. Es una persona poco interesante y poco enterada. Todo lo demás lo sabrán por el durante la cena.

Una vez que hubo dado fin a su monólogo, deslizó al oído de Pavlysh:

— Es por su propio bien, colega. Lejos del terruño, la gente se vuelve charlatana.

Mientras caminaban por un largo túnel inclinado, al que daban luz las escasas lámparas del techo, desarrolló su pensamiento:

— Si nuestro trabajo fuera intenso, si nos acecharan peligros a cada paso, no advertiríamos el correr del tiempo. Pero el trabajo es monótono, en los laboratorios no abundan las distracciones… Y por eso nos atrae la gente nueva.

— No estás del todo en lo cierto, Erico — dijo Sandra —. Es arriba donde reina la tranquilidad. Otros tienen un trabajo distinto.

La escalera de caracol que empezaban a bajar giraba en torno a un poste vertical, en el que se hallaba el ascensor. Pero prefirieron ir a pie.

— Soy un filosofo de tres al cuarto — continuo Ierijonski —. Debo decide, colega, que las circunstancias de mi trabajo inducen a pensar en abstracto. El carácter, aparentemente prosaico, de nuestra vida presente oculta la presión de futuros cataclismos y torbellinos. Pero, repito, todo eso lo percibimos tan solo como el fondo, y a todo fondo, incluso al más exótico, se habitúa uno muy pronto. Si, Sandra ha dicho que la vida de otros no es aquí tan tranquila. Tal vez… ¿A que hora lo espera Dimov?

— Dentro de treinta minutos.

— Entonces, le mostraremos el acuario y regresaremos en seguida. Escuchar a Dimov es muy interesante, pero no soporta la falta de puntualidad.

— Es extraño — observó Pavlysh —, aquí se habla de Dimov como si fuese un autócrata, cuando produce la impresión de ser una persona muy blanda y delicada.

— Con nosotros hay que mostrarse autócrata obligatoriamente, aunque sea con guantes de cabritilla. Yo, en lugar de Dimov, habría escapado ya de esta taifa de intelectuales. Hay que poseer un aguante increíble.

— Erico se equivoca otra vez — observo Sandra, a quien parecía agradar el poner en tela de juicio todas las opiniones de Ierijonski —. Dimov es, en efecto, una persona simpatiquísima y blanda, pero nosotros comprendemos que a él pertenece siempre la última palabra. No tiene derecho a equivocarse, ya que, si se equivoca, puede suceder algo muy malo. Aquí no hay vida tranquila. Todo eso son figuraciones de Ierijonski.

Terminó el pozo. Pavlysh permaneció unos segundos reclinado en la pared, esforzándose por sobreponerse al mareo. Ierijonski se dio cuenta y le dijo:

— Procuramos movernos todo lo posible. En el trabajo no nos desplazamos de acá para allá…

— Según quien — dijo Sandra, hacia quien Pavlysh había ya vuelto la cabeza, esperando una nueva objeción —. Yo he de moverme mucho, y otros, también.

— Yo no hablo de vuestro grupo — explico Ierijonski —. Vuestro grupo es otra cosa.

— ¿Y Marina Kim? — preguntó Sandra.

A Pavlysh le dio un vuelco el corazón. Por primera vez, aquel nombre había sido pronunciado allí con toda sencillez y naturalidad, como el de Dimov o el de Van. Por lo menos, podía abrigar ya la seguridad de que Marina se encontraba allí y había de moverse. De aquellas palabras se desprendía, además, que no pertenecía al grupo de Sandra. Pero se hallaba en la Estación, cerca, y quizás en aquel mismo instante Van le estuviera entregando la carta de la Tierra.

— ¿Qué tiene que ver aquí Marina? — exclamó, asombrado, Ierijonski, y, como si pidiera su apoyo a Pavlysh, a quien, por lo visto, consideraba mejor informado, agrego —: ¿Acaso se puede comparar?

Pavlysh se encogió de hombros. No sabía si se podía comparar a Ierijonski con Marina Kim. Aunque aquello confirmaba también su sospecha de que Ierijonski llevaba una vida tranquila, y Marina, no. Ierijonski corría por las escaleras, para no perder la forma, y Marina no corría tal peligro.

— ¡Pero si él no conoce a Marina! — dijo Sandra.

— ¡Ah, si, me había olvidado por completo!

— La vi en cierta ocasión — explico Pavlysh —. Hace mucho, en la Luna, unos seis meses atrás.

— ¡No puede ser! — exclamó Ierijonski —. Se equivoca usted…

— ¿Si? ¿Es que has olvidado la que se armó en el instituto? — preguntó Sandra —. Tienes memoria de grillo.

Ierijonski nada objetó.

Entraron en un espacioso local de techo muy bajo, sustentado por pilares en alguno que otro lugar. La pared opuesta a la entrada era transparente. Tras ella verdeaba el agua.

— Aquí ve nuestro acuario — dijo Ierijonski.

— Los dejo — anunció Sandra —. Debo entregar las cartas y luego iré al trabajo.

— Suerte — le deseó Ierijonski con voz trémula —. No te fatigues demasiado.

Pavlysh se acercó a la pared transparente. Muy cerca pasó veloz una bandada de morralla, los rayos del sol se abrían paso a través del agua y se disipaban arriba, creando la impresión de una inmensa sala invadida de niebla, bajo cuyo techo lucían unas lámparas invisibles. Se mecían las largas manos de las algas. El fondo del océano descendía más y más profundo, y de allí asomaban, borrosos, los picos de unas rocas negras. Un tiburón enorme subió de la tenebrosa hondura y nadó lento y majestuoso hacia el cristal. Lo seguía otro un poco menor.

De un lado, de una portilla que Pavlysh no veía, había aparecido Sandra. Vestía un ligero equipo de goma, aletas y grandes gafas. No veía los tiburones, y Pavlysh temió por ella. La joven nadó directamente hacia un tiburón.

— ¡Sandra! — gritó Pavlysh, precipitándose hacia el cristal.

El tiburón menor dio la vuelta con gracioso movimiento y se dirigió hacia Sandra. La elegancia de su movimiento denotaba una terrible fuerza primitiva.

— ¡Sandra!

— Tranquilízate — dijo Ierijonski, de cuya presencia Pavlysh se había olvidado por completo —. A mi también me da miedo a veces.

El tiburón y Sandra nadaban uno al lado del otro. Sandra decía algo al pez. Pavlysh habría jurado que le había visto abrir la boca. Luego Sandra ascendió un poco y se tendió en el lomo del tiburón, asiéndose a una aguda aleta, y el pez se deslizo inmediatamente a lo hondo. El otro escualo lo siguió.

Pavlysh se dio cuenta de que se hallaba en una postura incomoda, con la frente casi pegada al cristal. Se pasó la mano por la sien: se le había antojado que tenía el pelo revuelto. No era así. En fin de cuentas, todo lo que había visto era verosímil: allí amaestraban animales marinos.

Pavlysh no sabía cuanto tiempo había transcurrido ya. Se volvió para preguntar a Ierijonski que significaba todo aquello. Pero el médico no estaba allí.

Pavlysh recordó que no había convenido con Dimov el lugar en que deberían encontrarse…

Subió arriba en el ascensor y dio sin dificultad con la espaciosa sala de los retratos. Pero allí no había nadie. Entonces retornó a su cuarto, pues suponía que lo más fácil para Dimov sería buscarlo allí.

La pieza estaba también vacía. Pavlysh se acercó al retrato de Marina. Ella miraba por encima de su cabeza, como si viera detrás algo muy interesante. Se curvaban hacia arriba las comisuras de sus carnosos labios: aquello no era todavía una sonrisa, pero si su comienzo. Habían transcurrido ya más de cuarenta minutos, y Dimov no daba señales de vida. Pavlysh se llegó a la ventana. Tras ella soplaba el viento. La habitación estaba muy silenciosa: el cristal no dejaba pasar el ruido. En el pasillo reinaba también el silencio. Súbitamente se oyó un leve tecleo, como si al lado se hubiese despertado un diligente grillo. Pavlysh miro alrededor. En la punta opuesta del obrador de Van había una máquina de escribir. Funcionaba. El borde del papel apareció sobre el carro y sobresalió de el unos cuantos centímetros, dejando ver una línea ya impresa. La máquina emitió un chasquido, y la esquela, cortada, cayó en el receptor. Pavlysh creyó que tal vez fuera para el. Quizás Dimov lo estuviera buscando y lo citara de tal guisa. Se acerco a la maquina y recogió la nota.


«Van — decía —, ¿como se llama ese hombre que llego hace poco?

Si se llama Pavlysh, no le hables de mi. Marina».


Pavlysh quedó de una pieza, la esquela en la mano. Marina no quería verlo. ¿Estaría enfadada con él? Pero ¿por qué? ¿Cómo debería conducirse en adelante? Sabía que Marina estaba allí…

— Vaya, aquí esta — dijo Dimov —. Hizo bien en volver al cuarto. Lo encontré enseguida. ¿Qué, estuvo abajo?

— Si — respondió Pavlysh. Debía dejar la esquela en su sitio, y dio un paso hacia la máquina..

— ¿Ha sucedido algo? — preguntó Dimov —. ¿Está disgustado?

Pavlysh había tendido ya hacia la maquina la mano en que tenía la esquela, pero cambió de parecer. ¿Para qué ocultar nada? Pasó la esquela a Dimov.

— ¡Ah, es su correspondencia particular! — dijo, señalando con la cabeza hacia la máquina —. Usted tomó la nota casualmente porque la máquina empezó a funcionar y creyó que yo lo andaba buscando, ¿sí?

Pavlysh asintió con la cabeza.

— Y al leerla, claro; se disgustó. ¿A quién puede serle grato que no quieran verlo, aún si hay para ello fundamento bastante?

Dimov captó la mirada que Pavlysh había puesto en la foto con marco de negrita.

— ¿Se conocen ustedes?

— Sí.

— ¿Cuándo se conocieron? Créame, no lo pregunto por mera curiosidad. Si no es un secreto, quería saber como y cuando fue. Lo digo porque Marina es mi subordinada…

— No es ningún secreto — explico Pavlysh —. Hace medio año estuve en la Luna, en Lunaport. Precisamente entonces hubo allí un baile de máscaras. Y durante el conocí por pura casualidad, a Marina.

— Ahora todo esta claro.

— Nuestro conocimiento fue corto y extraño: Ella desapareció…

— No me lo cuente, lo sé todo. Todo.

Pavlysh se había sorprendido de su propio tono. Le pareció que había querido justificarse ante Dimov.

— ¿Sabía usted que ella estaría aquí?

— Me pidió que no la buscara.

A Pavlysh se le antojó ver unas chispas irónicas en los ojos de Dimov.

— ¿Cómo se enteró de que ella estaba en Proyecto?

— Yo hubiera venido aquí de todos modos. Spiro me pidió que trajera un carguero, y yo tenía tiempo disponible. Cuando el hablaba conmigo, de la saca del correo cayeron unas cartas. Vi en un sobre el nombre de Marina Kim. Y sentí interés… Por lo visto, debí preguntarle a usted por Marina nada más llegar, pero pensé que ella vendría a recoger la correspondencia y entonces podría verla… Además, no me consideraba con derecho a preguntar. Apenas si nos conocemos.

— La he visto hoy — dijo Dimov, colocando la nota en el receptor de la maquina —. Conversamos. Pero ella no me advirtió.

— Tiene derecho a no verme.

— Naturalmente, colega. Por otra parte, hoy no habría podido encontrarse con ella, ha volado al lugar en donde trabaja.

— ¿Queda eso muy lejos?

— No mucho. Quiere decirse que ella no desea verlo… Sí, para ello debe tener razones de peso. Y no tenemos derecho a despreciar el deseo de una mujer, sea cual fuera la causa. Incluso si es un capricho, ¿cierto?

— Estoy de acuerdo con usted.

— Magnifico. Mire, hablemos de la Estación. Como biólogo, le interesará familiarizarse con ella. Seguro que ya tiene alguna pregunta que hacer.

Era evidente que Dimov no quería seguir hablando de Marina.

— Ya que Marina es tema prohibido…

— Es usted excesivamente categórico, colega…

— No insisto. Si me lo permite, le preguntare por Sandra. Allí no lo entendí todo. Sandra se marchó con los tiburones, y Ierijonski desapareció.

— No tiene nada de extraño. Ierijonski sufre mucho por Sandra.

— ¿Amaestran ustedes a los animales de aquí?

— ¿A que se refiere, concretamente?

— Había allí unos tiburones. Sandra se fue con uno de ellos.

— Tome asiento — dijo Dimov, y el mismo ocupó una butaca.

Pavlysh lo imitó. ¿Por que estaría Marina enfadada con él? ¿Qué lo habría hecho merecer tal disfavor?

— Empecemos desde el comienzo mismo. Es siempre preferible — dijo Dimov —. Usted fuma. Yo no, pero me gusta cuando fuman en mi presencia ¿Conoce usted los trabajos de Guevorkian?

Pavlysh recordó al punto el retrato que había visto en el espacioso salón. Mechosas cejas sobre oscuras y profundas orbitas.

— A grandes rasgos. Me hallo todo el tiempo en las naves…

— Está claro. Yo tampoco tengo tiempo de seguir los acontecimientos en las ciencias colindantes. ¿Ha oído usted hablar de la bioformación?

— Naturalmente — respondió Pavlysh con excesiva premura.

— Esta claro — dijo Dimov —, a grandes rasgos. No tiene por que excusarse. Y no debe justificarse. Yo mismo le hice la pregunta casi seguro de que la respuesta sería afirmativa. De lo contrario, sería usted un haragán impertinente, un eterno pasajero que alguna que otra vez cura un arañazo y sabe conectar el pronosticador.

— El año pasado hice practicas de reanimación asesorado por Singh — explicó Pavlysh —. Mis vacaciones largas las he pasado en Corona. Hacen allí trabajos interesantes. De un gran futuro.

— Si no me equivoco, Singh esta en Bombay.

— En Calcuta.

— ¿Ve? el mundo no es tan grande. Sandra trabajo en tiempos con él.

— Seguramente, después que yo.

— De Corona tengo una idea muy vaga. Y no porque no me interese. Me falta tiempo. Así que no me censure si le hablo de nuestro trabajo un poco más prolijamente de lo que pueda parecerle necesario. Si cuento algo que ya sabe, ármese de paciencia. No puedo soportar que me interrumpan.

Dimov sonrió turbadamente, como si pidiera perdón por su insoportable carácter.

— Cuando se organizó nuestro instituto — continuó —, un bromista propuso que nuestra ciencia se llamara ictiandria. Aunque tal vez no fuera un bromista. En tiempos hubo un personaje literario que se llamaba Ictiandro, un hombre-pez, dotado de agallas. ¿No leyó ese libro?

— Si, lo leí.

— Claro que lo de ictiandria quedo en eso, en una broma. Los especialistas exigimos términos más científicos. Eso es nuestra debilidad. Y nos llamaron instituto de bioformación… Las nuevas ciencias suelen nacer en la cresta de una ola, por decirlo así. Primero se atesoran hechos, experimentos, ideas, y cuando su numero supera el nivel admisible, aparece una nueva ciencia. Dormita en la entraña de ciencias colindantes o lejanas, sus ideas flotan en el aire, de ella escriben los periodistas, pero aun no tiene nombre. Es pertenencia de unos cuantos entusiastas y extravagantes. Eso mismo ocurrió con la bioformación. Las primeras bioformas eran como los hombres-lobos. Monstruos fabulosos, nacidos de una fantasía primitiva, que veía en los animales sus parientes cercanos. El hombre todavía no se había desgajado de la naturaleza. Veía fuerza en el tigre, astucia en el zorro, perfidia o sabiduría en la serpiente. Su imaginación trasplantó almas humanas al cuerpo de los animales, y en los cuentos atribuía a estos cualidades propias del hombre. La cima de ese tipo de fantasía fueron los magos, los brujos, malvados hombres-lobo. ¿Me escucha?

Pavlysh asintió. Recordaba la promesa de no interrumpir.

— La gente quiere volar, y volamos en sueños. La gente quiere nadar como los peces… La humanidad, movida por la envidia, fue haciendo suyas las argucias de los animales. Apareció el aeroplano, que semejaba un pájaro, apareció el submarino, que recordaba un tiburón…

— Creo que la envidia no desempeñó ningún papel en esos descubrimientos.

— No me interrumpa, Pavlysh. Me lo prometió. Quiero, simplemente, hacerle ver que la humanidad seguía un camino equivocado. A nuestros antepasados puede justificarlos el que no tuvieran suficientes conocimientos ni posibilidades para marchar por el camino acertado. El hombre copiaba distintos aspectos de la actividad de los animales, imitando sus formas, pero el mismo quedaba inmutable. En cierta medida, el desarrollo de las ciencias hizo al hombre excesivamente racional. Retrocedió un paso, en comparación con sus antecesores primitivos. ¿Me entiende?

— Sí.

Era interesante, estarían destinadas aquellas conferencias solo a los visitantes o también los que trabajaban en la Estación habían de pasar aquella prueba? ¿Y Marina? ¿Qué ojos tenía? Se decía que, unos años después de la muerte de Maria Estuardo, nadie recordaba el color de sus ojos.

— ¡Pero tal situación no podía prolongarse hasta lo infinito! — casi gritó Dimov. Se había transformado. Su delgadez era consecuencia de su fanatismo. Y Pavlysh pensó que era un fanático con mucha delicadeza —. La medicina alcanzó determinados logros. Se dió comienzo al trasplante de órganos y a la creación de órganos artificiales. En nuestra vida fue creciendo el papel de la genética, de la construcción genética, de las mutaciones dirigidas. La gente aprendió a componer, a restaurar, a construir…

No, no es un fanático, se corrigió mentalmente Pavlysh. Es un pedagogo ingénito, a quien las circunstancias han rodeado de gente que lo sabe todo sin necesidad de él y no de sea escuchar sus conferencias, aunque lo aprecie mucho como jefe de la Estación. En los momentos peligrosos, Marina se escurría simplemente de la habitación y volaba a su Cima. Debería recorrer la Estación para ver si había una escalera o un ascensor que llevaría arriba. ¿Y si subía casualmente, si se presentaba casualmente en su laboratorio? Pero… ¿y si ella trabaja también con animales? Sandra con los tiburones, y Marina… ¡Marina con los pájaros!

Pavlysh había quedado pensativo y se perdió unas cuantas frases.

— …la suerte deparo a Guevorkian el papel de aglutinador. El reunió en un todo los ejemplos que acabo de describir. Formuló las tareas, la dirección y los objetivos de la bioformación. Naturalmente, no lo tomaron en serio. Una cosa es introducir pequeños cambios parciales en el cuerpo humano, y otra, su transformación radical. Pero si en el siglo pasado los científicos habían de demostrar durante decenios que los asistía la razón, y los genios que se adelantaban a su época eran reconocidos como tales allá por los ochenta anos, Guevorkian tenía a su disposición la base oceánica de Nairi, donde trabajaban ya doce submarinistas dotados de agallas;

— ¿Sandra es submarinista? — dijo Pavlysh.

— Naturalmente — dijo Dimov, asombrado de que no lo supiera —. ¿No se ha dado cuenta de que tiene una voz especifica?

— Sí, pero no atribuí a eso ninguna importancia.

— Sandra vino aquí hace poco. En tiempos trabajaba en Nairi. Pero de nuevo me interrumpe, Pavlysh. Le estaba hablando de Guevorkian. Resultaba una paradoja. Necesitamos hombres-peces. Dotamos de agallas a los submarinistas, para quienes en el océano hay muchísimo trabajo. Los periodistas escriben ya con suma ligereza acerca de las razas de hombres marinos, pero nosotros, los científicos, comprendemos que es todavía temprano para decir eso, por cuanto el sistema doble de respiración hace el organismo tan complejo, que resulta muy difícil mantener su equilibrio. Guevorkian se opuso desde el principio mismo a que las agallas de los submarinistas fueran para siempre una parte de su organismo. No, decía, el cuerpo humano debe ser tan solo la envoltura que la razón considere necesario adoptar. Una envoltura que, en caso de necesidad, se pueda abandonar para reintegrarse a la vida normal. ¿Percibe ahora la diferencia entre los submarinistas y las bioformas?

Pavlysh guardó silencio. Por cierto, Dimov no esperaba respuesta y continuó:

— Bioforma es un hombre cuya estructura corporal ha sido modificada de manera que pueda cumplir del mejor modo posible su trabajo en condiciones en las que no puede actuar el hombre normal.

Pavlysh había oído hablar por primera vez de Guevorkian unos quince años atrás, en sus tiempos de estudiante. Luego, las polémicas y las pasiones se encalmaron. Aunque bien podía ser que él se ocupara de otros problemas.

— Las discusiones se desplegaban en torno al problema número uno — decía Dimov —. ¿Qué necesidad había de modificar la estructura del cuerpo humano, lo que era caro y peligroso, cuando se podía idear una maquina que cumpliese todas aquellas funciones? ¿Quieren ustedes crear un Ícaro? — nos preguntaban nuestros adversarios —. ¿Un Icaro con alas de verdad? Lo adelantaremos volando en un flayer. ¿Quieren crear un hombre cangrejo, que pueda bajar a la Tuscarora? Podemos sumergir allí un batiscafo. Pero…

Dimov hizo una pausa, pero Pavlysh destruyó todo el efecto al terminar la frase:

— ¡El cosmos no es la continuación del océano terrestre!

Dimov carraspeó, guardó silencio, como un actor que se sintiera dolido porque algún frescales le apuntara desde el patio de butacas: «¡Ser o no ser!». La verdad es que era un actor que había ensayado aquella frase durante varios meses.

— Dispénseme — dijo Pavlysh, comprendiendo cuan imperdonable había sido su réplica —, yo, de pronto, recordé fragmentos de las discusiones de aquellos tiempos.

— Tanto mejor. — Dimov se había recobrado ya —. Ha dicho usted que el cosmos no es el océano terrestre. Por lo tanto no le costara trabajo adivinar donde encontró apoyo Guevorkian.

— En la Dirección Cósmica.

— En Exploración de Altura. No podría usted imaginarse cuantas solicitudes recibimos después de que Guevorkian hubo publicado su informe básico. Acudían a él de distintos confines, a veces de los más inesperados, cirujanos y biólogos. Pero aquellos años fueron difíciles. Todos querían obtener resultados inmediatos, y en aquel entonces no admitíamos a voluntarios. Pero surgió el perro de gran profundidad. Mejor dicho, el cangrejo-perro. Después siguieron tres años de experimentos, hasta que pudimos afirmar con toda seguridad que garantizábamos a la bioforma-hombre el retorno a su semejanza anterior. Y hace ocho años dimos comienzo a los experimentos con personas.

— ¿Quién fue la primera bioforma?

— Fueron dos. Seris y Sapeev. Eran bioformas de gran profundidad. Trabajaban a una hondura de diez kilómetros. Pero no habrían podido convencer a los escépticos de no haber sido por un azar. ¿No recuerda como se salvó un batiscafo en la depresión submarina de Filipinas? ¿No?

— ¿Cuándo fue eso?

— Veo que no lo recuerda. Pero, para la bioformación, el caso hizo época. El batiscafo perdió la dirección. Fue a parar a una fisura y lo cubrió un alud submarino. La comunicación se cortó. Fue uno de esos casos en los que los medios técnicos no pueden ayudar. Pero nuestros muchachos llegaron al batiscafo. No sé en donde, tengo unas fotos y unos recortes de periódico de aquellos tiempos. Si le interesa, se los mostraré…

Lo lleva todo consigo, pensó Pavlysh. Y habla de esos acontecimientos como si fueran historia antigua, cuando no han pasado desde entonces más de siete anos.

— Por entonces, en el instituto se preparaban ya unos cuantos voluntarios. ¿Comprende? incluso en las condiciones actuales, el proceso de la bioformación es sumamente complejo. Por ejemplo, trabajo con nosotros Grunin. Voluntario, navegante de la Flota de Altura. Debía actuar en un planeta donde la presión es diez veces mayor que en el nuestro, la radiación supera en cien veces la norma admisible, y la temperatura en la superficie alcanza los trescientos grados sobre cero. Añada a ello tempestades de polvo y continuas erupciones volcánicas. Naturalmente, se habría podido enviar a ese planeta un robot capaz de soportar tales condiciones o un pasaportodo tan complejo que el hombre sería en el lo que una mosca en un cerebro cibernético. No obstante, las posibilidades del robot y las del hombre en el pasaportodo habrían sido limitadas. Grunin consideraba que podría recorrer el mismo aquel planeta. Palpar con sus propias manos, ver por sus propios ojos. Era un investigador, un científico. Nosotros, naturalmente, pusimos en claro a que condiciones debía responder el nuevo cuerpo de Grunin y que sobrecargas habría de soportar. Computamos el programa de dicho cuerpo, buscamos análogos en los modelos biológicos y calculamos también las tolerancias máximas y mínimas. Sobre la base de tales estudios nos pusimos a construir a Grunin. Lo hicimos…

Dimov se callo.

— ¿Pereció Grunin? — preguntó Pavlysh.

— Todo no se puede adivinar. Y a quien menos se puede culpar de ello es a Guevorkian. Al crear la bioforma sobre la base de un hombre concreto, debemos recordar que en el nuevo cuerpo queda su cerebro. Toda bioforma es un hombre. Ni más ni menos… Luego vino Drach, y también pereció.

Pavlysh recordó el retrato de Drach en la sala grande de la Estación. A Grunin no pudo recordarlo, pero a Drach, sí, debido, por lo visto, a que era muy joven y de expresión confiada.

— Regresó — dijo Dimov —. Se debía retransformarlo, es decir, devolverle su apariencia humana. Todo debía terminar sin novedad. Pero en Kamchatka, por desgracia, empezó la erupción de un volcán y había que volar el tapón que se había formado en la chimenea, había que meterse en el cráter, penetrar en la chimenea y volar el tapón, ¿comprende? Pidieron a nuestro instituto que ayudara. Guevorkian se negó en redondo. Pero Drach oyó casualmente la conversación. Fue y lo hizo todo, pero no logro volver.

— No querría yo ser bioforma — dijo Pavlysh —. A mi parecer, es inhumano.

— ¿Por qué?

— No sabría explicarlo. Lo creo una aberración. El hombre tortuga…

— ¿Donde esta el limite de sus tolerancias, colega? Diga, ¿es inhumano salir al cosmos con una escafandra?

— Eso es ropa que uno puede quitarse.

— El caparazón de la tortuga no se distingue en principio de la escafandra. La única diferencia es que lleva más tiempo despojarse de el. Hoy lo indigna a usted la bioformación, mañana lo indignaran los transplantes de corazón o de hígado, pasado mañana exigirá que se prohíba hacer abortos y empastar las muelas. Todo eso es injerencia en los asuntos de la altísima Providencia.

Ierijonski se dejó ver bajo el dintel de la puerta, muy a propósito, ya que Dimov no había logrado convencer a Pavlysh, pero éste no lograba encontrar argumentos y no quería parecer un retrógrado.

— ¡Mira en donde se han metido! — exclamó Ierijonski —. Iba buscando a Pavlysh. Nos disponemos a ir en canoa al Monte Torcido. Sandra y Stas nos mostrarán la gruta azul. Han salido para allá nadando, llegarán mañana por la mañana. ¿Dejará usted que Pavlysh venga con nosotros?

— No soy quien para mandarle. Que conozca a Stas Fere. Precisamente estábamos hablando de las bioformas. Casi pacíficamente.

— Me imagino que le habrá usted puesto la cabeza como un tambor — dijo Ierijonski —. Pavlysh conoce ya a Stas.

— ¿Cómo es eso? — exclamo, asombrado, Pavlysh.

— Lo vio usted abajo, cuando fuimos son Sandra al acuario.

— No — dijo Pavlysh —, yo no vi allí a Fere.

— Sandra se fue con él — dijo Ierijonski —. Con él y con Poznanski.

— ¿Los tiburones? — preguntó Pavlysh.

— Si, se parecen a los tiburones.

— ¿Son, entonces, bioformas?

— Fere actuó ya varios meses en los pantanos de Siena. Lo hicieron para trabajar allí. Es aquello un mundo de espanto — dijo Dimov.

— Stas me ha dicho — observo Ierijonski — que aquí se siente como en un balneario. Ni peligros, ni rivales… Es en este océano más fuerte y más veloz que todos.

— ¡Pero eso supone la reconstrucción de todo el organismo!

— Ahora hay en el mundo dos Fere. Uno, aquí, en el océano, y el otro en la Tierra, codificado, célula por célula y molécula por molécula, en la memoria del Centro.

— Bien — dijo Dimov, y se levantó de la butaca —, basta ya de charlar, si no se reunirá aquí, poco a poco, toda la Estación. Siempre nos alegra no trabajar. Confío en que ahora tendrá ya usted una idea, a grandes rasgos, de lo que nos ocupa. Quizás cuando la primera impresión se sedimente, comprenda todavía más…


La canoa desatracó del muro de la gruta, y los rayos de luz de las lámparas se deslizaron, reflejándose en las convexas portillas. Inmediatamente, la canoa se sumergió, y tras las portillas se hizo la oscuridad. Van gobernaba los timones, y las luces de los aparatos ponían siniestros reflejos en su cara. La canoa se metió por debajo de la roca que cerraba la entrada a la gruta, navegó cierto tiempo a gran profundidad, fue luego subiendo, y, tras las portillas, el agua adquirió una luz azul marino y, después, verde botella.

La canoa emergió, se sacudió el agua y navegó rauda, cortando las crestas de las olas, que golpeaban ruidosa y duramente en el fondo, como si un hábil herrero la batiera con un mazo.

El joven, fuerte y grueso Pflug contaba las latas que había en la maleta.

— No podría usted imaginarse la de seres vivos que hay allí — dijo dirigiéndose a Pavlysh —. Si Dimov lo permitiera, me instalaría cerca del Monte Torcido.

— Y te alimentarías de moluscos — dijo Ierijonski.

— Vivir en esa isla es peligroso — terció Van —. Es una zona sísmica. Un paraíso para los geólogos: ahí nace un continente.

— Para mi también es un paraíso — dijo Pflug —. Nos hallamos aquí en un tiempo fabuloso: se forman grandes áreas de tierra firme, y el mundo animal empieza a poblarlas.

A la derecha apareció sobre el horizonte una negra columna.

— Es un volcán submarino — explico Van —. Allí habrá también una isla.

— ¿Por que eligieron este planeta? — preguntó Pavlysh.

— Es mejor que muchos otros — dijo Ierijonski —. Aquí las condiciones no son, digamos, extremas, pero al hombre no le es fácil explorarlo. La atmósfera es enrarecida, las temperaturas son bajas, y gran parte de la superficie está cubierta de océano primitivo. Aquí todo es aun joven, no ha terminado de formarse. En general, resulta un polígono cómodo. Aquí probamos nuevos métodos y buscamos nuevas formas, de ser posible universales. Aquí se entrenan bioformas que han de trabajar en puntos difíciles. Cuando pase algún tiempo con nosotros, comprenderá por que nos place que pusieran a nuestra disposición este charco…

Mientras tanto, el charco hacía rodar a su encuentro dulces olas verdes, y su inmensidad pasmaba. La conciencia de que por más que se navegara no se encontraría nada, de no ser islotes y rocas emergentes del agua, la conciencia de que no había allí ni continentes ni, siquiera, grandes islas, hacia que aquel océano pareciera la perfección misma. En la Tierra había océanos. Allí, Océano con mayúscula.

El sol tocaba a su ocaso, calmo, difuminado por las capas de esponjosas nubes que cubrían el astro con su cendal. Solo lejos, a un lado, se amontonaban negros nubarrones que apenas si se alzaban sobre el horizonte. Lo más seguro era que aquello fuese el infierno, que allí se afanaran los Volcanes.

La isla Monte Torcido apareció al cabo de unas tres horas. De la Estación a ella había cerca de quinientos kilómetros. Era un torcido monte que, al parecer, tratara larga y trabajosamente de salir del océano y hubiera logrado sacar ya del agua un solo hombro. El segundo quedaba sumergido. Por ello la cabeza del monte se inclinaba a un lado, y allí, sobre una profunda fosa, comenzaba un tajo de unos quinientos metros. En cambio, la otra parte de la isla era de dulce pendiente y la enmarcaba un playón salpicado de piedras y de peñascos.

Van imprimió mayor velocidad a la canoa y la hizo despegar de la superficie del agua, pasar por encima de una ancha franja de espumosas olas, que se arremolinaban alrededor de los arrecifes, y amerizar en lugar poco profundo.

Allí donde terminaba la franja del playón y comenzaba la ladera de la montaña había una pequeña cúpula argentada.

— Es nuestra casita — explicó Ierijonski.

Vistieron las caretas. Soplaba un ventarrón que arrastraba punzantes cristales de nieve. Una fina capa de hielo cubría el agua junto a la orilla.

— A la mañana, el hielo tendrá el grosor de un brazo — dijo Van —. Cierto que la salinidad no es aquí muy elevada.

— Ahora, a cenar y a dormir — dijo Pflug.

Saltó el primero a la arena desde la proa de la motora, que salía bastante lejos a la orilla, tendió luego las manos, y Van le paso un cajón con latas. Un frío viento hería las mejillas. Todos, a excepción de Pavlysh, se bajaron las transparentes viseras. Tenía el viento la fuerza y la lozanía de un mundo nuevo.

— Se va a helar por falta de costumbre — dijo Ierijonski, y su voz sonó en el casco laringofónico sordamente, como si llegara de lejos.

Van abrió la puerta del refugio. Por dentro soportaba la cúpula un sólido costillar metálico. La casita había sido construida de modo que pudiera resistir lo que fuese.

— En el peor de los casos — comentó Van —, se verá arrojada de la orilla, al mar, y nosotros luego la recogeremos.

Ierijonski conectó la calefacción y dio salida al aire. La casita se calentó muy rápidamente.

Un tabique dividía en dos partes el refugio, en la delantera, la común, había mesas de trabajo, máquinas y aparatos de control. Tras el tabique se hallaban el almacén y el dormitorio.

— Ahora mismo preparamos la cena — dijo Pflug —. Confieso, pecador de mí, que me gustan las conservas. Toda la vida comería rancho en frío, pero mi mujer no me lo permite.

— ¿Quién usó mi cuchara y durmió en mi cama? — preguntó rigurosamente Ierijonski, acercándose a la mesa —. ¿Quién estuvo aquí de visita?

— Lo sabes — dijo Van — ¿Para qué preguntas?

— Pedí que nadie tocara mi máquina.

Ierijonski mostró un diagnosticador portátil que se veía en un rincón. De el salía una cinta que se amontonaba en el piso.

— ¡Ay, esos amantes de la autoterapia! — suspiró Ierijonski.

— ¿Me permitirán que de un paseo por los alrededores? — preguntó Pavlysh —. Lo sé todo y no me alejare mucho de la casa, no me bañare en el mar ni luchare contra los dragones. Contemplaré el ocaso y volveré enseguida.

— Vaya — dijo Van —, pero no se ocupe de investigaciones por su cuenta, aunque antes no había aquí dragones.

Pavlysh se dirigió hacia al adaptador.

El sol se apretaba contra la ladera del monte, que cubría la mitad del cielo. La nevada era más espesa, y Pavlysh hubo de bajarse la visera. Los copos de nieve golpeaban con fuerza en el casco, por lo que el mundo parecía nubloso, como si Pavlysh se abriera paso a través de una nube de moscas blancas. Se volvió de lado al viento y bajó hacia el agua. La laguna, protegida por los arrecifes, aparecía calma, las olas invadían lentamente la orilla, haciendo crujir el hielo del borde de la playa, y, al retroceder, dejaban allí algas, pequeñas conchas y jirones de espuma. Tras la playa de guijarros se enhiestaban los negros dientes de las rocas, y las piedras desprendidas parecían también negras porque el sol daba en los ojos; más arriba, en la ladera, se alzaban de la negrura unas claras vedijas de vapor y alborotaba rítmicamente un cráter secundario, escupiendo cuajarones de humeante barro. Esta fluía hacia la orilla en arroyuelos ondulados como humo de tabaco y se enfriaba junto al agua. Si en aquella isla había seres vivos, estarían acorazados y serían capaces de tragar las sales minerales de las caldas. O bien bajarían a la orilla para recoger lo que el mar arrojaba parcamente a ella.

Pavlysh caminaba a lo largo de la orilla. El viento le daba en la espalda, lo empujaba. La cúpula de la casita disminuía rápidamente y apenas si se veía ya entre las rocas y las piedras. Pavlysh caminaba con la misma velocidad con que rodaba el sol hacia la ladera del monte. Se disponía a llegar a la lengua de tierra para ver como el astro se ocultaba tras el horizonte. El monte se cernía detrás como una gran fiera somnolienta. Las nubes habían desaparecido, como si se hubiesen apresurado en pos del sol hacia donde había luz y calor. El hielo de la orilla ya no cedía a los débiles golpes de las olas, no se rompía ni se acumulaba en larga cenefa de fragmentos a lo largo del borde de la playa, sino que cubría la laguna como si fuera aceite, y solo en algún que otro lugar de la aceitosa superficie mate podían verse manchas del color del cielo del ocaso. Pavlysh resolvió que debía ya volver sobre sus pasos.

De la ladera del monte se desprendió una piedra, pasó junto a el dando saltos, fue a parar al mar y levantó un surtidor de agua y de pedacitos de helado aceite. Pavlysh miró hacia arriba: ¿no sería un alud? No; la piedra se había desprendido porque del monte bajaba lentamente el dueño y señor de aquellos lugares. Por lo visto, había decidido regalarse con los moluscos de la orilla.

El dueño y señor del lugar ofrecía un aspecto un tanto estremecedor, pero no puso atención alguna en el intruso.

Pavlysh no pudo observarlo como lo habría deseado porque aquel ser se movía por la sombra de la ladera. Se parecía, más que a cualquier otra cosa, a una tortuga de un metro de altura. Sus patas no se veían.

Comprendió Pavlysh que la tortuga no se dirigía simplemente a la orilla, sino hacia el refugio, cortándole el camino de regreso. Se detuvo indeciso. Tal vez fuera una coincidencia casual, y la tortuga no lo hubiera descubierto, aunque también pudiera ocurrir que lo fingiese.

La tortuga llego a una pequeña torrentera de unos dos metros y al instante aparecieron de debajo del caparazón dos brillantes tentáculos que recordaban sierpes; se asió con ellos a las desigualdades de las piedras, salto con facilidad, pendió por un segundo, balanceándose suspendida de los tentáculos, y pasó a la plazoleta junto al geyser. Pavlysh comprendió que la tortuga tenía varias patas, gruesas, fuertes y ágiles.

La tortuga había fingido. No era ni torpe ni lenta. Únicamente aparentaba serlo. Cauteloso, para no llamar la atención del monstruo, Pavlysh tomó a lo largo de la orilla, confiando en que la tortuga solo llegaría a cortarle el camino. Como si hubiera adivinado las intenciones del hombre, la tortuga se deslizó veloz pendiente abajo, ayudándose con sus tentáculos y extremidades, y entonces Pavlysh, presa de un miedo irracional ante la fuerza cruel y primitiva que emanaba del monstruo, echó a correr. Sus pies resbalaban en los guijarros, y la nieve le azotaba la visera.

Corría por el borde mismo de la orilla, el hielo crujía bajo sus pies, y se le antojó ver por un segundo una cara en la negra portilla del refugio… Si lo habían visto, abrirían la puerta.

La escotilla estaba abierta. Pavlysh la cerró rápido, apoyó contra ella la espalda y se esforzó por recuperar el aliento. Ya no le faltaba más que apretar el botón, dejar entrar el aire al adaptador y abrir la escotilla interior. Cuando lo contara todo, seguro que Van le diría: «Ya le advertí que fuera prudente».

Pero Pavlysh no tuvo tiempo de tender la mano hacia el botón de la toma de aire, cuando se dio cuenta de que la escotilla exterior se abría lentamente.

Lo más sensato en aquel instante habría sido cerrarla. Tirar de la palanca y cerrarla. Pero Pavlysh había perdido la presencia de espíritu. Vio que un brillante tentáculo negro se había asido al borde de la escotilla. Y se precipitó adelante para abrir la escotilla interior y ocultarse en el refugio. Sabía que la escotilla interior no se abriría hasta que el adaptador se hubiese llenado de aire, pero confiaba en que los de dentro sabrían ya todo lo que estaba sucediendo y, por ello, desconectarían el equipo automático.

La escotilla no cedía. El adaptador se puso más oscuro. La tortuga llenaba toda la portilla exterior. Pavlysh se volvió, apretó la espalda contra la escotilla interior y levantó las manos a la altura del pecho, aunque comprendía que los tentáculos de la tortuga serían más fuertes que su brazos. Todo lo decidirían unos segundos, ¿habrían comprendido por fin allí dentro lo que ocurría?

En el adaptador se encendió la luz. Pavlysh veía que la tortuga cerraba la escotilla exterior, asiéndose a ella con un tentáculo. Otro descansaba sobre el interruptor. Resultaba que la luz la había encendido la tortuga.

— Lo vengo siguiendo desde el géiser mismo — dijo la tortuga —. ¿Es qué no se dio cuenta? ¿Tal vez se asustara?

El aire llenaba, ruidoso, el adaptador. La voz de la tortuga salía de un hemisferio que tenía en el caparazón.

— En el exterior no puedo gritar — explicó la tortuga —, mi aparato de fonación es poco potente. ¿Es usted nuevo aquí?

La escotilla interior se corrió a un lado. Pavlysh no pudo conservar el equilibrio, y la tortuga lo sostuvo con un tentáculo.

— ¡Cómo corría usted! — dijo Van, sin ocultar su alegría maligna —. Sí, ¡cómo corría! Las formas de vida locales infunden espanto a la intrépida Flota de Altura.

— No corría, lo que hacía era replegarse planificadamente — observó Pflug. Llevaba puesto un delantal. De las cazuelas salía un apetitoso humillo. Los platos estaban ya puestos en la mesa —. ¿Vas a cenar con nosotros, Niels?

La tortuga respondió con sorda voz mecánica:

— No me tomes el pelo, Hans. ¿Es que no te imaginas las ganas que tengo a veces de darme un atracón? ¿O de sentarme a la mesa como las personas? Es sorprendente: el organismo no lo necesita, pero el cerebro lo recuerda todo, hasta el sabor de las cerezas o del jugo de abedul. ¿Has bebido alguna vez jugo de abedul?

— ¿Acaso en Noruega hay abedules? — preguntó, sorprendido, Ierijonski.

— En Noruega hay muchas cosas, comprendidos abedules — respondió la tortuga. Luego, tendió hacia Pavlysh un largo tentáculo, le toco con el la mano y dijo —: Considere que ya nos conocemos. Soy Niels Christianson. No quise asustarlo.

— Me tiemblan las piernas — dijo Pavlysh..

— A mi también me hubieran temblado. La culpa la tengo yo, por no haberle hablado de Niels — dijo Ierijonski —. Cuando uno vive aquí un mes tras otro, se acostumbra de tal modo a las bioformas y a todo lo que lo rodea, que lo considera algo corriente… ¿Sabes, Niels? estoy enfadado contigo. ¿Por que tocaste el diagnosticador? ¿Te preocupa tu salud? ¿Qué te hubiera costado llamarme a la Estación? Habría venido enseguida. Por cierto, Dimov esta también enojado contigo. Hace tres días que no comunicas.

— Estaba en el cráter del volcán — dijo Niels —, regrese hace una hora. Utilicé el diagnosticador porque hube de trabajar en condiciones de grandes temperaturas. Luego te lo contaré todo. Ahora, decidme que hay de nuevo. ¿Ha llegado el correo de la Tierra?

— Tengo una carta para ti — respondió Pflug —. Cuando termine de guisar, te la daré.

— Bien. Mientras, utilizare la radio — dijo la tortuga y se deslizó hacia el aparato, que se hallaba en un rincón —. He de hablar con Dimov y con los sismólogos. ¿Hay algún sismólogo ahora en la Estación?

— Todos están allí — respondió Van —. ¿Qué pasa? ¿Habrá terremoto?

— Un terremoto catastrófico. Puede que toda esta isla salte por los aires. No, hoy la presión es todavía soportable. Quisiera cotejar algunas cifras con los sismólogos.

Niels conectó la emisora. Llamó a Dimov y, luego, a los sismólogos. Soltaba cifras y formulas con tanta rapidez como si las tuviera dispuestas por capas en su cerebro, atadas cuidadosamente con hilo de palomar, y Pavlysh pensó en lo pronto que se desvanecía el miedo. Acababa de decirse, mentalmente: «Niels ha conectado la emisora», pero hacía quince minutos huía a todo correr, para que Niels no se lo tragara.

— Drach se parecía a él. Y Grunin también. ¿Recuerda que Dimov le habló de ellos? — dijo en voz baja Ierijonski.

— Al amanecer vendrá un flayer con un sismólogo — anunció Niels y desconectó la radio —. Dimov ha pedido que advierta a los submarinistas.

— ¿Puedes localizarlos? — preguntó Van a Ierijonski.

— No — Ierijonski parecía preocupado —. Sandra nunca toma consigo la radio. Dice que la estorba.

— ¿En donde vive usted, Niels? — preguntó Pavlysh.

— No necesito vivienda — respondió Niels. No duermo. Y apenas si como. Todo el tiempo estoy en movimiento. Trabajo. A veces vengo aquí, cuando me siento muy solo. Mañana quizás vaya con ustedes a la Estación.

Cenaron rápidamente y luego se tendieron en unos colchones en el compartimiento trasero del refugio. Niels se quedo en el delantero, junto a la radio. Leía. Al retirarse para dormir, Pavlysh lo miró. Aquel hemisferio de un metro de altura, cubierto de rasguños, mordido por el calor y los ácidos, golpeado por las piedras, se había arrimado a la pared, sujetaba contra ella con dos tentáculos un libro y pasaba de vez en cuando la página con otro, que aparecía rápido como un rayo de debajo del caparazón y volvía a ocultarse en el.

En el dormitorio reinaba la penumbra. Pflug resoplaba. Ierijonski dormía como un bendito, las manos cruzadas sobre el vientre. Van hizo sitio a Pavlysh.

— Ya es hora de dormir — dijo Niels tras el tabique.

— ¿Te preocupas por nuestro régimen de vida? — le preguntó Van.

— No — contesto Niels —. Simplemente me agrada poder decir unas palabras a alguien. No formulas u observaciones, sino algo corriente. Por ejemplo: Masha, pásame la compota. O bien esto otro: Van, duerme, que mañana hemos de levantarnos temprano.

Pavlysh lo estuvo pensando unos minutos y, luego, preguntó a Van:

— ¿Esta Marina Kim muy lejos de aquí?

Van no respondió. Seguramente había agarrado el sueno.


Despertó a Pavlysh una sacudida sísmica. Los demás se habían levantado ya. Pflug, metiendo ruido con sus latas, se disponía a salir de caza.

— Pavlysh, ¿te has despertado ya? — preguntó Ierijonski.

— Voy.

De detrás del tabique llegaba el aroma del café.

— Lávate en la jofaina — dijo Ierijonski.

La jofaina se hallaba junto a la ventana que daba al mar. El agua de la jofaina estaba fría. La orilla había cambiado de modo extraño durante la noche. Se hallaba cubierta de nieve, la laguna se había helado hasta los arrecifes mismos, contra los que rompían las olas, y por la capa de nieve que cubría la coraza de hielo se arrastraba Niels, dejando en pos una huella extraña, como si por nieve virgen pasara un carro.

Después de desayunarse, Pavlysh se vistió y salió al exterior. El sol había aparecido de detrás de las nubes, y la nieve se iba derritiendo. Sobre la negra ladera, cubierta de barro, flotaba un leve vapor. La nieve crujía bajo las suelas.

Pflug estaba sentado en cuclillas y escarbaba con un cuchillo la nieve.

— Hoy haremos, por lo menos, tres descubrimientos — dijo a Pavlysh. Su voz sonaba entusiasmada en el casco laringofónico.

— ¿Por que solo tres? — preguntó Pavlysh.

— Esta la octava vez que vengo aquí, y cada una encuentro tres familias que la ciencia desconoce ¿acaso no es maravilloso?

En el cielo apareció el punto negro de un flayer. El sol achicharraba, y Pavlysh amenguó la calefacción individual. Una nube blanca bogaba lentamente por el cielo, y el flayer pasó por debajo de ella, descendiendo hacia el refugio.

Llegaron Dimov y el sismólogo Goguia.

Dimov saludó a Pavlysh y le preguntó:

— ¿Dónde esta Niels?

— Seguramente habrá ido al cráter.

— Malas noticias — terció Goguia. Era joven y flaco y le salían los colores por menos de nada —. Niels tenía razón. La presión sobre la corteza crece más rápidamente de lo que creíamos. El epicentro se encuentra a unos diez kilómetros de aquí. La Estación no sufrirá.

Goguia señaló hacia el sol. El océano aparecía tranquilo, en la laguna se había formado una calva de agua, y sobre ella flotaba un leve vaho.

— Procuraré enlazar con Niels dijo Goguia y se dirigió al refugio Dimov y Pavlysh lo siguieron.

— ¿Quién habría podido figurarse — dijo Ierijonski, al ver a Dimov — que nos organizarías hoy mismo un terremoto?

Tenía en la mano una taza de café que despedía vapor, como un geiser.

— Pásame la taza — pidió Dimov —. Seguro que el café lo habéis hecho para las visitas, ¿no es eso?

Dimov se tragó el café de golpe, se quemo y por unos segundos se le corto la respiración. Por fin recobró el aliento y dijo:

— Ahora hubiera podido perecer, y todos habríais sentido alivio.

— No le hubiésemos dejado perecer — objeto Pavlysh —. Soy reanimador. En el peor de los casos, lo habría congelado para llevarlo a la Tierra.

Goguia se dirigió al monte, prometiendo que regresaría al cabo de una hora. Dimov comunico con la Estación para tomar disposiciones que no había podido dictar antes porque salieron de allí muy temprano. Ierijonski se enfrascó de nuevo en el estudio de las cintas del diagnosticador. Van desmontaba un aparato. Los hombres que se habían quedado en el refugio hacían un trabajo cotidiano, pero a cada instante allí, bajo la cúpula, aumentaba la tensión, y aunque nadie decía nada, hasta Pavlysh se daba cuenta. Los submarinistas habrían debido llegar hacía ya una hora, pero no aparecían…


La segunda sacudida se produjo una hora aproximadamente después de la llegada de Dimov. Van, que estaba de guardia junto a la radio, dijo a Dimov:

— Niels transmite que la emanación de gases ha aumentado. La escalada es superior a la presupuesta.

— ¿Tal vez debamos evacuar el refugio? — dijo Ierijonski —. Podríamos quedarnos Niels y yo.

— ¡Tonterías! — protesto Dimov —. Van, pregunta a los sismólogos cuales son las perspectivas para la isla.

La tierra retemblaba levemente bajo los pies, y parecía como si alguien intentara salir de debajo de ella.

— Si se produce aquí una erupción, el torrente de lava deberá fluir por la vertiente opuesta. Claro que no se puede garantizar nada.

Regresó Goguia con las películas retiradas de los registradores.

— ¡Es para volverse loco! — exclamó sin ocultar su entusiasmo —. Somos testigos de un cataclismo de gran envergadura. ¡Que erupción! ¡No pueden imaginarse lo que sucede en el océano!

Dimov arrugó el entrecejo, reprobatorio.

— Perdone — dijo a Pavlysh —, habría que brindarle la posibilidad de retornar a la Estación. Aquí puede correr peligro. Pero los medios de transporte son limitados.

Pavlysh no tuvo tiempo de molestarse. Por otra parte, Dimov ni siquiera lo miraba.

— Van — continuó Dimov en el mismo tono impasible —, comunique inmediatamente con la Cima, que vuelen aquí.

— ¿Para qué? — preguntó Van, que no lo había entendido.

— Para buscar. Vamos a buscar. Aquí las profundidades no son grandes.

— No puedo soportar la inactividad — dijo Ierijonski —. Saldré a su encuentro en la canoa.

— La canoa la conducirá Van — dispuso Dimov —. Lo acompañara Ierijonski. Usted, Pavlysh, atenderá la radio y, si hace falta, volará en el flayer.

Pavlysh se acercó a la radio y se detuvo detrás de Van, que se levantó y dijo:

— Ahí tiene todos los indicativos. La radio es standard. ¿La conoce?

— La estudiamos.

Van bajó la voz y dijo a Pavlysh, al oído:

— No discuta con Dimov. Ahora es un manojo de nervios. El cataclismo va a ocurrir de un momento a otro. Ierijonski sufre un ataque de histeria, y los submarinistas buscan perlas en la Gruta Azul, sin saber lo que les espera cuando lleguen aquí.

— ¿Esta seguro de que la alarma no es falsa?

— Las demás variantes son demasiado peligrosas — respondió lacónicamente Van, y tomó su mono y su careta.

Tras la ventana apareció fugaz algo blanco, como si sacudieran allí una sabana.

— ¡Vaya! — exclamo Van, asomándose al exterior —. En mentando al ruin de Roma, al punta asoma. ¡Ahí esta Alan!

— ¿Donde? — preguntó Dimov.

— Ha venido sin que yo lo llamara. Ande y demuestre ahora que no existe la telepatía.

La ventana se hallaba delante mismo de Pavlysh. Por la orilla, mojada y negra porque la nieve se había derretido, se acercaba lentamente un enorme pájaro blanco. Como el que Pavlysh viera el día de su llegada.

Ierijonski ya se había equipado y estaba abriendo la escotilla. Dimov se caló también la careta.

— Pavlysh, quédese aquí. No se aparte de la radio. Si hay algo urgente, me llama. Voy a hablar con Alan.

— De la Estación comunicaron que un flayer había salido en busca de los submarinistas. Preguntaban que había de nuevo en el refugio. Pavlysh respondió que, por el momento, nada.

En el exterior, Dimov conversaba con el pájaro. Este apenas si le llegaba a la cintura, pero sus alas, aun plegadas, tenían unos tres metros, y sus puntas se apoyaban en la ancha cola. La cabeza era pequeña, de pico corto e inmóviles ojos azules.

Otra sacudida hizo retemblar la vajilla, que no habían retirado. Llamó Niels y dijo con su queda voz mecánica:

— Oye, Van, ¿en donde se encuentra la Gruta Azul?

— Van ha salido en la canoa. Seguramente habrá ido allí. Yo no sé exactamente en donde esta la gruta esa.

— ¡Ah! ¿es Pavlysh? Entonces, anota los parámetros exactos del epicentro.

Tras la ventana, Dimov se arrebujaba en su cazadora. Tenía mucho frío. El pájaro, bamboleándose, corrió torpemente a una larga mole pétrea que se adentraba en la laguna, extendió las alas y se convirtió al instante en una vela de seis metros. Antes de que hubiera llegado a la punta de la mole, el viento contrario lo elevó al aire, y, para no perder el equilibrio, batió con fuerza las alas y fue cobrando altura.

Dimov se entretuvo en el adaptador y luego abrió la escotilla, dejando entrar una nube de vapor. Trataba de dominar el temblor que lo sacudía.

— Creía que me moría — dijo —. ¡Bravo por Alan!

— ¿Por qué? — preguntó Pavlysh.

— No le gustaron las olas en aquel sector. Él tiene su teoría, que podríamos llamar gráfica. Adivina el carácter y el lugar del terremoto que se avecina por el dibujo de las olas. Para el, eso no es difícil, desde arriba se ve todo. Tiene unas discusiones de espanto con los sismólogos. Alan cree que su teoría es la panacea universal, pero ellos la consideran algo así como adivinar por los posos de café. Seguramente tienen razón, por algo son especialistas… ¿No me ha llamado nadie?

— Niels pidió que le transmitiera los datos del pronostico.

— ¡Venga!… ¡Sí, bravo por Alan! ¡Venir precisamente aquí! ¿Sabe, Pavlysh? yo tengo más fe en los pájaros que en nuestra canoa. Si Alan no hubiese venido, habría tenido que enviarlo a usted en el flayer.

— Habla la Cima. La Cima llama al refugio — dijo el receptor.

— ¿Quién escucha?

— El refugio escucha — respondió Pavlysh.

Dimov se acerco.

— Aquí Saint-Venan. Salimos.

— Bien — dijo Dimov —. No se olviden de tomar consigo la radio.

— ¿Comprende? — agrego Dimov, volviéndose hacia Pavlysh —, nuestras emisoras son buenas para los geólogos y otros habitantes de tierra firme. Se la cuelgan de pecho y andando. Pero son incomodas para las bioformas. A la más mínima, procuran deshacerse de ellas. En efecto, ¿para qué quiere una bioforma volante trescientos gramos de peso? Para ella, cada gramo es superfluo.

Pflug regreso al refugio. Estuvo un buen rato afanado en el adaptador, suspiraba, hacía ruido con sus botas y, por fin, se metió con dificultad por la escotilla.

— Ha sido un día pasmoso — dijo cuando disponía sobre la mesa sus trebejos —. Tres normas, tres normas, por lo menos. Ejemplares rarísimos, y ellos mismos salen a la orilla.

Vio que Pavlysh estaba atendiendo la radio y dijo:

— Vi como partía la canoa. Pero no me dio tiempo de preguntar nada. ¿Aún no han llegado los submarinistas?

— Prepara, por si las moscas, el botiquín — dijo Dimov.

— Seguramente, yo haré eso mejor — observo Pavlysh, usted quede por ahora al cuidado de la radio.

— En primer lugar — objeto Dimov —, Pflug, como radista, es una calamidad. En segundo, sospecho, Pavlysh, que usted no es mejor veterinario. Se olvida de que, biológicamente, nuestros amigos y colegas no figuran entre los antropoides.

— Si — dijo Pflug —, cierto, por más lamentable que sea. Pero estoy seguro de que no ocurrirá nada malo.

Abrió un cajón que había en un ángulo, junto al tabique, y se puso a tomar de allí brillantes instrumentos y preparados, mirando al mismo tiempo los botes con sus trofeos.

Llegó un despacho del flayer que volaba desde la Estación, había recorrido ya cincuenta kilómetros. Por el momento no había descubierto nada en el océano.

Pavlysh veía por la ventana que Goguia corría ladera abajo. Lo seguía Niels, cargado de aparatos de control.

— ¿Qué hay de la canoa? — preguntó Dimov.

Pavlysh se puso en comunicación con ella.

— Todo el tiempo emitimos señales — dijo Van —. Por ahora no responden. ¿Qué hay de nuevo ahí?

— Nada.

— ¡Refugio! — interfirió la monótona y alta voz de un pájaro.

Pavlysh todavía no había aprendido a distinguir las voces de las bioformas. Por lo visto, todas usaban dispositivos de fonación de un mismo tipo.

— ¡Refugio! ¡Veo a Sandra!

— ¿En dónde? — preguntó Pavlysh.

— Al suroeste de Monte Torcido. A treinta millas. ¿Me oye?

— ¿Qué hace? — grito Ierijonski —. ¿Qué le pasa?

— Se mantiene a flote, pero no me ve.

— Canoa — dijo Dimov —, díganos cual es su cuadricula.

— 13-778 — dijo Van —. Al noroeste de la isla.

Dimov conectó la pantalla del mapa.

— Setenta y cinco millas — pronunció —. Incluso si salen exactamente a la cuadricula, necesitarán para ello media hora.

— Desconecto hasta otra — dijo Van.

— Media hora — repitió en voz baja Dimov y, al instante, se puso en comunicación con los pájaros —. ¿Podéis ayudarle?

— No — respondió una voz —. Estoy sola aquí. No podría levantarla. Creo que ha perdido el conocimiento.

Pavlysh se puso apresuradamente el mono.

— ¿Donde está la máscara?

— Lleva la mía — dijo Pflug —, ahí la tienes.

Dimov vio que Pavlysh había casi terminado de equiparse.

— ¿Conoces este flayer?

— Naturalmente.

— Iré con él — dijo Goguia, el sismólogo —. ¡Qué bien que no me diera tiempo de quitarme el equipo!

Dimov repitió:

— Treinta millas al sud-sudeste. — Luego se volvió hacia el micrófono —. Dentro de dos minutos saldrá un flayer. De aquí a diez minutos estará ahí. La canoa tardaría media hora.

Cuando Pavlysh hubo cerrado la escotilla exterior, se asombró de que la luz hubiera cambiado tanto. El sol lo cubría ya una neblina rojiza, y el negro monte aparecía iluminado por detrás, como si hubieran instalado allí un potente reflector de teatro.

El sismólogo montó en el avión el primero, con suma agilidad. Pavlysh levantó la pierna para seguirlo pero en aquel mismo instante se abrió la puerta del refugio y salió apresuradamente Pflug, que no se había puesto ni el mono ni la careta. Abrió la boca, para tragar aire, y arrojó hacia ellos un pequeño contenedor con un botiquín.

— Ahora, agárrese — dijo Pavlysh, sentado ante el cuadro de mando, al tiempo que miraba por el cristal lateral como Dimov ayudaba a Pflug a meterse de nuevo en el refugio —. Cuando cuente a sus nietos el día de hoy, no se olvide de decirles que el aparato lo conducía el ex-campeón de Moscú de acrobacia aérea en flayer.

— No me olvidare — respondió el sismólogo, asiéndose a los brazos del sillón.

Pavlysh salió del viraje y dio toda la velocidad para dejar a la izquierda la columna de humo rosáceo y parduzco que se alzaba en la parte de la isla más alejada del refugio.

Unos siete minutos después vieron un solitario pájaro blanco que describía círculos a unos doscientos metros sobre las olas.

Al descubrir el flayer, el pájaro cobro altura y quedó inmóvil en el aire, como si quisiera mostrar el punto en que se hallaba Sandra. Pavlysh descendió y quedo a unos diez metros de las crestas de las olas. Pero incluso desde tal altura no vio de golpe a Sandra: su cuerpo se perdía entre las salpicaduras que el viento arrancaba al alborotado mar.

— ¿Ve? — preguntó el sismólogo, asomándose del aparato.

El viento arrastraba el flayer, y hubo que poner en marcha el motor, para no perder de vista a Sandra. Pavlysh sacó la escala, que se desenrolló blandamente y sumergió el extremo en el agua a cosa de un metro de Sandra.

— ¿Qué hay por ahí, Pavlysh? ¿Por qué callas? — dijo la radio.

— No tenemos tiempo para hablar. La hemos encontrado y vamos a subirla.

El pájaro pasó muy cerca de la cabina. En su pecho se veía el ovalado estuche negro de la emisora. El ave ascendió un poco, y su sombra le tapaba el sol a Pavlysh de vez en cuando.

El sismólogo tomó un rollo de cable y bajó hacia el agua. Pavlysh concentró toda su atención para no dejar que el viento apartara el flayer a un lado. Sandra, los brazos extendidos, se mecía en las olas, como en una cuna, y se habría dicho que sus movimientos eran conscientes.

Goguia, asido a la escalera con una mano, trataba con la otra de echar el lazo a Sandra. No lo conseguía. Pavlysh lamentó no poder abandonar el gobierno del aparato. Él lo habría hecho todo mucho más de prisa. Se veía que Goguia jamás había practicado el alpinismo. El cable se escapó otra vez. Al sismólogo le faltaba una mano para hacerlo pasar por los hombros de Sandra. A Pavlysh se le antojó que las oleadas de la desesperación que invadía al sismólogo llegaban a la cabina del flayer.

En aquel instante, la bioforma-pájaro resolvió dar un arriesgado paso. Planeó blanda y rápidamente contra el viento y, aprovechando el instante en que Sandra se deslizaba por el lomo de una ola y su cuerpo había emergido un tanto, tomó con el pico el lazo del cable y lo paso en un abrir y cerrar de ojos por los hombros de Sandra.

— ¡Tira! — grito Pavlysh al sismólogo.

Goguia, conservando a duras penas el equilibrio en la escalera, tiró en seguida; el lazo se deslizo más abajo y sujetó a Sandra por los codos. El pájaro logró con dificultad escapar de la ola siguiente. Cuando pasaba ante el flayer, Pavlysh advirtió que había arrojado la emisora. Pavlysh levantó aprobatorio el pulgar, y el pájaro se elevo casi verticalmente.

Pavlysh ayudó a Goguia a meter a Sandra en la cabina. Habrían transcurrido veinte minutos desde que despegaran.

El altavoz se desgañitaba, pidiendo noticias y preguntaba que sucedía.

— Habla Pavlysh — dijo el piloto, conectando la emisora —. A Sandra la hemos subido al flayer. Esta inconsciente.

— Oye — dijo Dimov —, no la toquéis. Ponedle una careta de oxígeno y abrigadla bien.

El sismólogo sacó una careta y un balón de oxígeno de reserva. Sandra tenía los ojos cerrados, y su rostro parecía azul. El sismólogo le aparto el pelo, mojado, de la cara y se puso a ajustarle la careta. Las manos le temblaban a Goguia un poco. Pavlysh se dirigía en vuelo rasante hacia el refugio. Delante, como si fuese un faro, se alzaba una columna de humo. El pájaro volaba arriba en pos del flayer. La radio se hallaba conectada, y Pavlysh oyó que Dimov ordenaba a la canoa quedarse donde estaba y no regresar a la isla.

Pflug los esperaba en la orilla misma de la laguna. Sacaron cuidadosamente a Sandra del flayer y la llevaron, corriendo, al refugio. La escotilla estaba abierta, y, un minuto después, Sandra yacía ya en la mesa de operaciones. Dimov los esperaba con la bata y los guantes de goma puestos. Conectaron el diagnosticador, cuyos electrodos temblequeaban, meciéndose sobre la mesa.

— Me asistirá usted — dijo Dimov a Pavlysh.

Niels atendía la radio.

— Todo va bien — dijo —. No te preocupes, Erico. Ya sabes que si Dimov lo dice…

Sandra dormía. Su respiración era ya acompasada. Tenía el rostro encendido, y en sus sienes brillaban gotitas de sudor.

— ¿Qué le ha sucedido? — preguntó Pavlysh.

— Ha actuado el sistema protector. Si el organismo trabaja con sobrecargas extremas y surge peligro para la vida, el cuerpo cae en un estado parecido al sueño letárgico. Por ahora podemos solo suponer que el terremoto sorprendió a los submarinistas a gran profundidad. Sandra pudo emerger, aunque herida. Tiene fracturadas tres costillas y sufre una gran hemorragia interna. Nadaba hacia la base, pero se le acabaron las fuerzas. Por eso no tuvo más remedio que salir a la superficie. No podía hundirse: cuando se respira por las agallas, los pulmones son como una vejiga de aire. El metabolismo se redujo en varias veces. En cuanto perdió el conocimiento, afloró a la superficie del océano.

Sandra volvió en si enseguida; no sentía dolor.

— Dimov — pronunció trabajosamente —, los muchachos quedaron en la gruta.

— Tranquilidad, nena, no te pongas nerviosa — dijo Dimov.

— Estábamos en la Gruta Azul… comenzaron las sacudidas… Yo me encontraba un poco aparte… Stas dijo que estaba herido… Perdona, Dimov. ¿Lo sabe Erico?

Pavlysh tendió a Dimov una ampolla esférica. Dimov la aplicó al brazo de Sandra, y el líquido penetró en la epidermis.

— ¿Puedes dar las coordenadas?

— Si, claro, yo me apresuraba… seguramente me arrastró la corriente… veinte millas al sudoeste de la isla hay un grupo de escollos, y dos afloran a la superficie…

— Sé donde queda eso — dijo Pflug —. Hace un mes, Van y yo volamos allí.

Sandra se durmió.

— Niels, llama a Van. Debe recordar esos escollos.

Pero en aquel mismo instante sonó en el altoparlante la voz de Ierijonski:

— ¿Qué tal Sandra?

— Sandra duerme — comunico Niels —. ¿Por qué estas preocupado? Dimov ha dicho que todo va bien, ¿Por qué te pones nervioso?

La cúpula se estremeció, la tierra escapó por un instante de debajo de los pies, y el diagnosticador se alejó de la mesa, poniendo tirantes los conductores. Sandra emitió un gemido. Dimov se precipitó hacia la mesa, puso el diagnosticador en su sitio y cubrió con su cuerpo a Sandra, como si temiera que de arriba pudieran caer piedras.

— ¿Qué? ¿Qué sucede ahí? — grito Ierijonski con voz aguda.

— Nada de particular, continúa el terremoto — contesto Niels —. ¿En donde esta Van?

Ierijonski pasó el micrófono a Van, diciendo:

— No se imaginan lo que estoy yo pensando aquí, sin poder hacer nada.

Su voz desapareció, diluyéndose en el silencio del refugio.

— Van — dijo Niels —, ¿conoces dos rocas que hay a veinte millas al sudoeste del refugio?

— No recuerdo. Nos hallamos, aproximadamente, en esa cuadricula. Pero no recuerdo. ¿No figuran en el mapa?

— Hace un mes volamos allí tu y yo — le hizo memoria Pflug.

— Perdona, Hans — respondió tranquilamente Van —. Hace un mes, tu y yo volamos al norte de la Estación. Tu recogías tus moluscos.

— ¿Te imaginas ese punto, aunque sea aproximadamente? — preguntó Niels.

— ¿Veinte millas? Eso queda a unas diez millas de nosotros. Haré que la canoa cobre altura, el radar debe captarlas… ¿Puede que alguno de los pájaros sepa en donde están?

— Llama a los pájaros — dijo Dimov, dejando a Sandra libre de los aparatos.

— ¿Para qué llamarlos — observo Niels —, cuando están aquí?

— Están aquí — confirmo Pavlysh —. Uno llegó con nosotros. El que encontró a Sandra. Por cierto, se deshizo de la emisora.

— Pavlysh, ¿está usted libre en este momento? Salga y pregunte a los pájaros por los escollos.

Pavlysh se puso la careta.

Los tres pájaros se hallaban posados en una gran roca, cerca del refugio, y conversaban en voz baja, moviendo a uno y otro lado sus elegantes cabezas. Sobre ellos se enhiestaba el negro monte torcido, envuelto en humo y en una aureola anaranjada. Hacía mucho que Pavlysh no veía nada tan fabuloso. Parecía que aquello era una saga escandinava: los enormes pájaros blancos, el volcán y la desnuda y fría orilla.

Al ver a Pavlysh, los pájaros se le acercaron apresuradamente.

Uno de ellos preguntó:

— ¿Qué tal Sandra?

— Sandra ha recobrado el conocimiento — contesto Pavlysh — y ha dicho a Dimov que los submarinistas se vieron encerrados en una gruta, unas veinte millas al sudoeste de aquí. Allí debe de haber unos escollos. Dos sobresalen del agua. Pero Van no los recuerda.

— Allí no hay rocas — pronunció otro pájaro —. Sobrevolamos toda esa área. ¿Tu no viste allí rocas, Saint-Venan?

— No, Alan — respondió el pájaro interpelado —. Nunca.

Alan se volvió hacia la otra ave.

— ¿Y tu?

El pájaro dijo:

— Me parece recordar que vi allí dos escollos. Aparecen durante el reflujo. Las puntas se ven entre las olas.

— Gracias, Marina — dijo Alan.

— ¿Marina? — repitió Pavlysh —. ¿Marina?

Pero el pájaro batió bruscamente las alas y se elevó hacia una esponjosa nube.

— ¿Marina? — repitió Pavlysh —. ¿Marina?

— Sí. Pero ¿por qué pierde el tiempo?

Los tres pájaros blancos volaban delante del flayer, un poco más alto. La abundante ceniza del volcán hacia que el aire se viera rojizo, siniestro, y las alas de los pájaros parecían reflejar las llamas de un incendio.

Uno de los pájaros era Cenicienta, que había cambiado de apariencia y no quería que Pavlysh lo supiese…


— ¿Quién se sumergirá con la escafandra autónoma? — preguntó Niels.

Iba sentado en medio de la cabina, y los demás se habían acomodado a su alrededor, como si rodearan una enorme tarta. Niels había rechazado todas las objeciones de Dimov, que temía le fuera difícil trabajar bajo el agua.

— Sin mi — dijo —, no podréis retirar las piedras y penetrar en la gruta. ¿Vais a volar las rocas vosotros mismos? ¿Vais a apartarlas con las manos? Habréis de esperar a que del puesto de control del planetoide os envíen un robot submarino?

— Tenemos ya uno. Si hace falta, podemos montarlo en unas horas.

— Eso mismo. Unas horas. Y luego habrá que llevarlo en la canoa. Y, en resumidas cuentas, empezara a trabajar cuando sea ya tarde.

— Tienes razón, Niels — dijo Dimov.

— ¿Hace mucho que está Marina en la estación? — preguntó Pavlysh al cabo de un minuto.

— Es nueva — respondió Dimov —. Lleva volando un mes.

Abajo apareció la canoa. Cortaba las olas, sobre las que se elevaba la cabina.

Pavlysh dijo por radio a Van:

— Despega y vuela sobre el agua lo más lento que puedas.

— ¿Para qué?

— Me posaré en la cubierta.

— No creo que sea posible.

— No hay otra salida.

Los pájaros volaban muy alto y parecían puntitos blancos bajo el techo púrpura de las nubes. Luego descendieron un tanto y torcieron a un lado.

— Pavlysh — comunicó Alan —, a kilómetro y medio de ti se ven dos rocas sobre el agua. Descendemos. Atención.

— Está bien — respondió Pavlysh, que miraba como la canoa, esparciendo espuma, se elevaba sobre el agua. Él mismo descendía poco a poco, procurando acompasar su velocidad con la de la embarcación.

— Ve más recto — dijo a Van.

— Como una flecha — contesto el otro —. ¡Agarraos!

El flayer se posó en la cubierta de la canoa, tras la cabina. La cubierta estaba mojada y recordaba una techumbre de dos vertientes. Pavlysh hizo salir las patas de seguridad del flayer, y las aristadas ventosas apretaron las bandas de la canoa.

— Podré aguantar algún tiempo — dijo Pavlysh —. Abrid la escotilla inferior.

Niels saltó el primero a la cubierta y, moviendo con precaución sus extremidades, se dirigió hacia la cabina. Los tentáculos pendían a los lados del caparazón. Niels se autoprotegía con ellos. No sabía nadar y, de caer, podía hundirse como una piedra. La profundidad era allí bastante considerable. La canoa, con el flayer montado en ella como a caballo, volaba lentamente sobre las olas.

Pavlysh levantó la cabeza, buscando a los pájaros. Pero no los vio.

Goguia quedó inmóvil junto a la escotilla, sin saber que debería hacer. Los pasajeros se ocultaron uno tras otro en la cabina. Pavlysh preguntó a Van:

— ¿Sin novedad?

— Sí.

— Ponme en comunicación con Dimov.

— Te escucho, Slava.

— Querría bajar con Niels. Soy un buen submarinista, mejor que muchos. Puedo ser útil.

— No — dispuso Dimov —, quédate en donde estas. Puede ocurrir que seas más necesario como piloto.

Pavlysh puso en marcha el motor. El flayer alejándose por la tensión, apartó las patas del inclinado lomo de la canoa y cobró altura bruscamente. La canoa se abatió con gran ruido sobre el agua, brinco como si alguien jugara con ella a las taguitas y luego se ocultó bajo el agua.

Cuando se había elevado ya unos cien metros, Pavlysh vio unos espumeantes remolinos entre los que se veían los puntos negros de las cimas de las dos rocas.

Pavlysh llamo a Alan. Era el único pájaro que llevaba consigo radio.

— Dale las gracias a Marina. Nos ha guiado con toda precisión.

Quería repetir una vez más aquel nombre. Comprendió de pronto que no sentía ya nada que pareciera estupor, espanto, repugnancia o dolor. ¿Lo habrían preparado para aquello los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas o bien tendría razón Dimov al decir que las bioformas seguían siendo seres humanos, aunque con un ropaje inusitado? Marina le daba pena. Medio año atrás…, medio año atrás había comenzado ya su bioformación. ¿Por que necesitaba sin falta ver en la luna a aquel hombre, a aquel capitán que no deseo encontrarse con ella? Estaba claro que ella se consideraba culpable. Se había escapado del instituto… y hubieran podido excluirla del experimento.

Pavlysh oyó la voz de Dimov:

— Están aquí, bajo el desprendimiento.

— ¿Ves? — dijo Goguia —, yo no dudaba de eso.

— Oye, Pavlysh — continuo Dimov —, nos hallamos ahora a una profundidad de cuarenta y dos metros. Van permanece en la canoa. Niels y yo nos dirigimos hacia el desprendimiento. Ierijonski queda de protección afuera. Por si las moscas, conecta el registro, sigue todos nuestros movimientos.

— Está claro — dijo Pavlysh —, conecto el registro.

— Salimos.

— ¿Esta lejos el desprendimiento? — preguntó Pavlysh a Van.

— No; lo veo perfectamente.

Pavlysh se imaginó la escena. La canoa pendía junto al fondo mismo sobre las piedras, entre fragmentos de corales y enredadas algas. Ierijonski se hallaba a unos pasos de la canoa. El rayo de la linterna de su casco iluminaba a Dimov, cargado de espaldas, enfundado en su ceñido mono anaranjado, y a la tortuga, que caminaba con seguridad delante.

— Hemos alcanzado el desprendimiento — informo Dimov —. Niels esta buscando la entrada. Debe de haber una brecha, por la que salió Sandra.

Siguió una larga pausa.

Pavlysh comunico con la isla. Allí todo seguía igual. Sandra dormía. Pflug dijo que la situación en el cráter se había estabilizado. Corría lava viscosa. Si la velocidad de su fluir no cambiaba, a la mañana la isla habría aumentado considerablemente de dimensiones. Al cabo de unos anos, se podría plantar allí cítricos.

Goguia se aparto de sus aparatos, se sentó al lado de Pavlysh y dijo:

— En fin de cuentas, no envidio a Ierijonski. Eso de amar a una mujer que es la mitad pez…

— Pero ella puede siempre recobrar su anterior apariencia.

— Es difícil. Sandra no es del todo bioforma. A los submarinistas los prepararon antes de Guevorkian. Además, ella no querría. A Sandra le gusta su vida. Está loca por el océano. Seguro que algún día le contarán su historia. Es muy romántica. Se conocieron cuando Sandra trabajaba ya en Nairi. Ella vino en cierta ocasión a Tbilisi, a una conferencia, y allí se encontró con Ierijonski… y… ¿se imagina? Él, cuando lo supo todo, quiso disuadirla. En vano. En fin, ¿qué diría usted? Él mismo vino a trabajar a Proyecto para estar cerca de ella.

Goguia exhaló un suspiro.

— ¿Podría usted amar a una submarinista? — preguntó Pavlysh.

— ¿Qué sé yo? En Kutaisi vive mi joven mujer. Una mujer de lo más corriente. Muy bonita. Cuando vayamos al Laboratorio le mostraré su foto. Me ha enviado una carta que pesa tres kilos.

— Y por ejemplo… — Pavlysh señalo hacia los pájaros, que planeaban en el cielo.

— Eso es otra cosa — dijo Goguia —. Alan tiene una hija que trabaja en nuestro instituto. Eso es temporal. Como un disfraz. Llegas a casa, te lo quitas y a vivir se ha dicho.

— ¡Aja! — exclamó la voz de Dimov —. ¡Descubrimos la brecha!

Pavlysh tenía conectado el receptor y desconectada la emisora, para que su conversación con Goguia no estorbara a los demás.

— ¿Qué quiere que le diga? — continuo Goguia —. ¿Ha estado en el cuarto de Van?

— Me alojaron allí.

— Muy bien. Es una habitación espaciosa. Con mucha luz. Allí cuelga en la pared un retrato de Marina Kim. ¿No se dio cuenta?

Goguia no miraba a Pavlysh y no pudo ver como le salían los colores.

— Niels y yo hemos retirado la piedra — dijo Dimov —. Hay una entrada. Muy angosta En el interior se ve otro desprendimiento.

— ¿Y qué? — preguntó Pavlysh a Goguia —. Decía usted que en la habitación de Van cuelga un retrato de Marina Kim.

— Sí. Esta perdidamente enamorado. La conoció ya en la Tierra, cuando ella pasaba las practicas en el instituto. Yo no estuve allí, me junté con ellos aquí. Luego empezaron los contratiempos de Marina…

— ¡Está! — dijo Dimov —. ¡La piedra se mueve! ¡cuidado!

Pavlysh quedo inmóvil.

«Una — contaba para su capote —, dos, tres, cuatro, cinco…» Dimov exhaló un profundo suspiro.

— Menuda fuerza tienes, Niels… Ha retenido una piedra tan grande que parece mentira…

La Estación llamó por radio. Preguntaban si debían enviar otro flayer.

— Pavlysh dispuso que esperaran mientras montaban el robot submarino. Tal vez hubiera que llevarlo allí.

— Bien — dijo Goguia y, luego, continuó su relato —: No conozco detalles. Pero la causa está en el padre de Marina. Es un déspota de miedo. Le prohibió a Marina que trabajara en nuestro instituto. Dijo que no querría volver a verla… En general, temía por ella y trato de disuadirla, pero es muy difícil conseguir que Marina de su brazo a torcer. Por cuanto ella se mantuvo en sus trece, él, como hombre de palabra, dijo que no volvería a verla ¿Qué otra cosa se podía esperar? Tenía razón. El padre siempre es el padre. Hay que respetarlo.

— Hemos abierto la brecha — informo Dimov —. Yo me quedo aquí por el momento. Niels intentara llegar a donde están ellos.

— Siga — dijo Pavlysh.

— Seguro que a usted no le interesa lo que cuento.

— No importa, de todos modos tenemos que esperar.

— Van ayudo a Marina a abandonar el instituto por un día.

— ¿Para ir a la Luna? — se le escapó a Pavlysh.

— ¿Cómo lo ha adivinado?

— ¿Fue eso hace unos seis meses?

— Sí, hace exactamente medio año. Ella había pasado ya la etapa preparatoria, le habían sacado una biocopia y dieron comienzo al tratamiento con medios terapéuticos, para amenguar la resistencia del organismo. No podía marcharse. No tenía derecho. En el lugar de Guevorkian, yo la habría despedido. Pero ella voló a la Luna. Su padre debía salir de allí. Es el capitán del «Aristóteles».

— ¿Niels? ¿Eres tu, Niels? — sonó la voz de Van.

— Transmite que ha dado con ellos — explico Dimov —, los ha encontrado.

— ¿Cuál es su estado?

— No sé — contesto Dimov —. Esperen.

— ¿Y en que terminó la cosa? — preguntó Pavlysh.

— ¿Qué? ¿Estábamos hablando de Marina? En nada. La perdonaron. Van asumió toda la culpa. Marina y Dimov hicieron lo mismo, y Guevorkian los miró y, como con los años se ha hecho más blando… los perdonó. Es una historia muy romántica. Solo que su padre no la perdonó. Se fue, ¿comprende? Pero la perdonará. ¿Qué otra cosa puede hacer?

— ¿A qué profundidad se encuentran? — preguntó Pavlysh a Van, tras de conectar la emisora.

— A veinte metros más abajo que yo — respondió el otro.


Llenaron de agua la bodega de la canoa, alojaron allí a las bioformas tiburones y se dirigieron a la Estación.

Mientras tanto, Pavlysh regresó a la isla para evacuar de allí a Sandra y a Pflug y llevarse los aparatos. El torrente de lava había cambiado de dirección y ponía en peligro la laguna y el refugio. Sandra no se había despertado aún.

Mientras Pflug y Goguia acomodaban en la cabina a Sandra, Pavlysh regresó al refugio. Sacó los aparatos, desconectó el equipo de radio y obturó la escotilla. El refugio permanecería vacío hasta que la naturaleza se tranquilizase. Goguia se apeó del flayer, tomó un cajón y corrió de nuevo al aparato. Quedaba un contenedor, tan pesado, que solo podrían llevarlo entre dos. Pavlysh se sentó en el borde del contenedor, esperando a que alguien volviese para ayudarle.

En torno todo había cambiado. Veinticuatro horas atrás, la laguna era un pacífico y calmo rincón, donde las olas no llegaban a la orilla. Esta vez, sobre la isla pendían, bajas, nubes de ceniza, y caían a menudo gruesas y turbias gotas de lluvia. El pequeño volcán de la ladera escupía barro; el torrente de lava, que fluía, humeante, desde la cima, había ya alcanzado la laguna y formaba una península. Chorros de vapor salían de las grietas de la vertiente. Por entre ellos se abrían paso los siniestros llamarazos anaranjados de la cumbre.

Uno de los pájaros había regresado a la isla en pos del flayer y volaba en lo alto.

Pavlysh lo saludó agitando la mano. El pájaro no llevaba radio, y Pavlysh no pudo preguntarle quién era.

El geiser arrojó de pronto a la altura un chorro de barro, como si quisiera derribar en pleno vuelo al pájaro, que plegó un tanto las alas y torció a un lado.

Goguia dijo:

— Llevemos el contenedor.

Pavlysh se levantó, se inclinó, asió el contenedor, y los dos juntos lo llevaron al flayer. La tierra trepidaba bajo los pies.

— Tengo la impresión — dijo Goguia — de que la isla va a volar por los aires de un momento a otro.

— No te apures — aconsejó Pavlysh —, tendremos tiempo.

— En todo caso, Alan vigila — observe Goguia —. Él también esta preocupado.

— ¿Es Alan? ¿Cómo lo distingues?

— Creo que es Alan. Es un hombre muy entero.

Naturalmente, pensó Pavlysh, no es Marina. No quiere verse conmigo. El casco amortiguaba el estruendo del volcán. Hasta Pavlysh solo llegaba un sordo y monótono fragor. Pero, en aquel mismo instante, en las entrañas del monte nació un sonido tan agudo y siniestro, que penetró en el casco.

El testigo de una catástrofe súbita y rápida suele actuar instintivamente. Y la idea del orden en que se produjeron los acontecimientos cristaliza ya luego, cuando todo ha pasado y a las propias impresiones se suman los relatos de otros testigos. A Pavlysh le pareció como si un hacha invisible hubiera golpeado el monte y este, como un leño, se hubiese partido; pero Pflug, que lo veía todo desde la escotilla del flayer, abierta, comparó mentalmente el estallido con un telón de teatro que se hubiera corrido a un lado en el mismo instante en que la orquesta tocaba el ultimo acorde de la obertura y dejara salir por el hueco, que se iba ampliando, la viva luz del escenario.

Pavlysh quizás permaneciera inmóvil cosa de un minuto. No cayó, no perdió el equilibrio, aunque le faltó poco, y su cerebro alcanzó a registrar que el monte se fraccionaba con excesiva lentitud. Fue en aquel mismo instante cuando la onda explosiva lo arrojó hacia el flayer.

El sismólogo se asomaba por la escotilla y gritaba algo, pero Pavlysh no lo oía. Miraba la decoración que se venía abajo y vio que un gigantesco torbellino arrastraba al pájaro, que parecía una plumita blanca, lo proyectaba arriba, lo hacía girar y lo llevaba hacia el agua…

— ¡Pronto! — gritaba Goguia —. ¡Monta!

En el interior del monte se veía una incandescente masa amarilla, blanda, dúctil. Salía muy lento por entre las almenadas rocas.

Pavlysh no podía apartar la mirada de la bola de plumas blancas que caía al agua.

— ¿A donde vas? — grito Goguia —. ¿Te has vuelto loco?

Pavlysh corría hacia el agua. El pájaro, arrastrado por una ola de aire, caía como una hoja desprendida de un árbol, girando impotente.

Debía de caer a unos cien metros de la orilla, pero una ráfaga de viento lo acercó a tierra, y Pavlysh, sin pensar siquiera si la profundidad sería muy grande, corrió, hundiéndose en el barro; resbalaba y procuraba no perder el equilibrio; la tierra se sacudía y parecía escapar de debajo de los pies.

Al principio, el fondo subía en dulce pendiente, y la sucia agua le llegaba a las rodillas cuando había dado ya unos veinte pasos.

El pájaro cayó en la laguna. Tenía un ala recogida, y la otra yacía en el agua. Parecía de algodón, carente de vida. La profundidad aumentó de súbito, y Pavlysh se hundió hasta la cintura. Cada paso le costaba un esfuerzo terrible, el agua de la laguna bullía y se arremolinaba, aunque la capa de ceniza en su superficie amortiguaba la agitación, como se arremolina la espuma en una cazuela de sopa hirviente.

La corriente, lenta, arrastraba el pájaro hacia el centro de la laguna, y Pavlysh se apresuraba; consciente de que con el mono puesto no podría nadar, pedía a la suerte que la profundidad no se hiciera mayor y que le bastaran las fuerzas y el tiempo para llegar a donde flotaba el pájaro blanco.

En el mismo momento en que tocaba el borde del ala, perdió pie. Sin soltar el ala, temeroso de que las plumas se desprendieran, Pavlysh tiró del pájaro, hundiéndose más y más en el agua. No se sabe como hubiera terminado aquel ejercicio acrobático, si Pavlysh no hubiera sentido de pronto que alguien tiraba de el hacia atrás. Por unos segundos, siguió manteniendo su precario equilibrio, hasta que, por fin, venció la inercia, y el pájaro se deslizo fácilmente por el agua hacia la orilla.

Sin soltar el ala, Pavlysh miro atrás. Goguia, con agua por la cintura, había asido a Pavlysh del mono. Tenía los ojos furiosos y asustados y abrió varias veces la boca antes de poder pronunciar:

— Yo… Pudo usted… llegar tarde…

Levantaron el ligero cuerpo del pájaro, que se les escapaba de las manos, y lo llevaron a la orilla. La cabeza del ave pendía desmayada, y Pavlysh la sostenía con la mana libre. Una película semitransparente velaba los ojos del ave.

— Quedó aturdido — dijo Pavlysh.

Goguia no lo miraba: tenía los ojos puestos en la orilla.

Pavlysh puso también allí la mirada. La lava, que escapaba como una viscosa lengua por una fisura del monte, parecía querer cortarles la salida a la orilla.

— ¡Toma a la izquierda! — gritó Pavlysh.

El flayer se hallaba al otro lado de la lengua de lava y parecía una pompa de jabón sobre el fondo del ocaso.

Hubieron de adentrarse de nuevo en la laguna, hundiéndose casi hasta la cintura, para evitar el agua hirviente y eludir el muro de vapor que se alzaba donde se juntaban la lava y el mar.

Posteriormente, Pavlysh recordaba con dificultad como alcanzaron el flayer y metieron en el al pájaro, cuya ala se resistía a plegarse y no pasaba por la escotilla…

Pavlysh tomo altura sobre la isla y voló hacia el océano.

— Se acabó — dijo —. Hemos escapado, ahora llegaremos a casa como sea.

Cuando Goguia hubo obturado la escotilla, Pflug examinó el pájaro.

Pavlysh conectó la radio.

— ¿Hasta cuando se puede callar? — gritaba, indignada, una voz conocida —. Sí, ¿hasta cuando? ¡Llevamos ya media hora llamándolos!

— No había tiempo — dijo Pavlysh —, hubimos de entretenernos en la isla. ¿Ha regresado Dimov?

— Están al legar — respondió la misma voz —. Sí, dígame, ¿Quién le da derecho a vulnerar las reglas de enlace por radio? ¿Qué chiquillada es esa? ¿Quién gobierna el flayer? ¿Eres tu Goguia? Te prohibiré volar, y ni siquiera Dimov podrá defenderte. En cuanto abandono por dos días la Estación, todo anda cabeza abajo.

— ¿Es usted, Spiro? — preguntó Pavlysh.

— Yo. ¿Quién pilota el flayer, pregunto?

— Pavlysh.

— ¡Ah, ya veo! ¿Es que en la Flota de Altura no les enseñan a mantener comunicación con el centro?

— No se apresure, Spiro — dijo cansadamente Pavlysh —. Vuelo ahora a poca velocidad. Espérennos dentro de media hora. Preparen la mesa de operaciones.

— ¡Aguarda, no desconectes! — grito Spiro —. ¿Envío otro flayer para que te ayude?

— ¿Para qué? ¿Para qué vuele al lado?

— ¿Quién es la víctima?

Pavlysh se volvió hacia Pflug.

— ¿Qué tiene Alan? Seguramente debemos comunicarlo.

— No es Alan — dijo Pflug —, es Marina. Se ha fracturado un ala.

— Dame el micrófono…


En la Estación se llamaba la Cima a una gran sala, abierta en la roca sobre las dependencias básicas, habilitada especialmente para las bioformas-pájaros. Había en la Cima una cabina de reconocimiento médico y reservas de comida para las aves; se encontraban también allí sus dictáfonos y los demás aparatos que solían utilizar.

Pavlysh y Marina se hallaban en la sala de la Cima, el sentado en una silla y ella, acomodada en un nido hecho de una ligera y tupida red que había tejido Van.

Pavlysh no podía hacerse de ninguna de las maneras a la voz metálica de Marina. Comprendía que aquello no era más que un dispositivo, ya que el pico no estaba adaptado para articular. Pero, al escucharla, procuraba imaginarse la voz de Cenicienta cuando la viera en la luna. El blanco pájaro levantaba las alas y las extendía.

— Tengo reflejos extraños. A veces se me antoja que fui siempre pájaro. No puedes imaginarte lo que es planear sobre el océano y subir a la altura de las nubes.

— Soñaba en eso durante la infancia.

— Me gustaría volar sobre la Tierra. Aquí todo aparece desierto.

— No seas pájaro siempre.

— Si quiero, lo seré.

— No hagas eso — objeto Pavlysh —. Yo te esperaré. Me permitiste buscarte después de los dos primeros años de tu aislamiento.

— ¿Encontraste aquella necia esquela?

— No era necia.

— Me sentía entonces tan sola y era tan grande mi deseo de que alguien me esperara…

— Mira — Pavlysh saco del bolsillo la nota, rozada ya en los pliegues —. La releo por las noches.

— Da risa. Y me has encontrado aquí.

— Nada ha cambiado. Incluso como pájaro tienes tu encanto.

— ¿Quieres decir que, si fuera tortuga, todo cambiaria?

— Seguramente. Las tortugas me disgustan desde la infancia. Nunca tienen prisa.

— Por lo visto, soy una tonta, en fin de cuentas. Estaba segura de que cualquier persona que me viera así sentiría desencanto. Quería ocultarme.

— ¿Quiere decir que mi opinión no te era indiferente?

— No me era indiferente… pero no puedo siquiera bajar pudorosamente la mirada.

— Tápate con un ala.

Marina extendió el ala derecha, la levanto y se tapó con ella la cabeza.

— Excelente — dijo Pavlysh —. ¿Querías que le transmitiera una carta a tu padre?

— Sí. Ahora. Ya esta lista. La he grabado. Es una pena, no conocerá mi voz.

— No te apures. Yo se lo explicaré todo. Le diré que le traigo la carta y en seguida le pediré oficialmente tu mano.

— ¿Estas loco? ¡Pero si yo no tengo manos!

— Eso es un ardid bélico. Entonces, tu padre creerá que volverás a él sana y salva. iba yo, un brillante cosmonauta de la Flota de Altura, a pedirle la mano de su hija si no estuviera seguro de que había de obtenerla en fin de cuentas?

— Es usted muy vanidoso, cosmonauta.

— No; simplemente, oculto así mi timidez. Mi rival me aventaja en todo.

— ¿Van?

— En cuanto llegué a Proyecto, adivinó por qué había venido. Hubieras debido de oír como arremetió contra mí porque había volado a la Estación con el control manual.

— Tonto, pensaba en nosotros. Dormimos en las nubes. Pudiste matarme.

— Eso hace que él me supere más todavía en nobleza y fidelidad.

— Es mi amigo. Mi mejor amigo. Tu eres otra cosa. Hasta la vista, húsar Pavlysh.

El pájaro miraba hacia la puerta por encima del hombro de Pavlysh.

Allí estaba Van. Por lo visto, desde hacía un buen rato, y seguro que lo había oído todo.

— El carguero esta listo — dijo —, salimos ya.

Dio media vuelta, y el ruido de sus pisadas en la escalera de piedra acabo apagándose a lo lejos.

— Reponte — dijo Pavlysh, tocando la blanda ala del pájaro… Cuando el carguero hubo aterrizado en el planetoide, Van dijo:

— Vete, la nave te espera allí. Yo me quedo, hay que vigilar la descarga.

— Hasta más ver, Van, seguramente volveremos a encontrarnos, sin duda. La galaxia resulta pequeña.

Pavlysh tendió la mano.

— Si — dijo Van —, me había olvidado del todo.

Se agachó, sacó de la guantera un paquete cuadrado envuelto en plástico y dijo:

— Toma. Es un recuerdo.

— ¿Qué es?

— Ya lo verás en la nave.

Cuando Pavlysh desenvolvió el paquete, ya en la nave, vio un retrato de Marina con un fino marco de malaquita tallada.



FIN


Publicado en: Revista Literatura Soviética nº 12, 1986.

Traducción: Juan del Río.

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