Mi nieto David pasará por su bar mitzvah la próxima primavera. En nuestra familia, nadie ha pasado por este rito desde hace por lo menos trescientos años; desde luego, no se ha hecho desde que nosotros, los Levin, nos instalamos en el Antiguo Israel, el Israel de la Tierra, poco después del holocausto europeo. No hace mucho tiempo, mi amigo Eliahu me preguntó cómo me sentía con respecto al bar mitzvah de David, si el pensar en ello me enojaba, si lo veía como un elemento perturbador. No, le contesté: el chico es judío, después de todo; que lo haga si lo desea. Estos son tiempos de transición y trastorno, como lo han sido todos los tiempos. A David no lo atan las actitudes de sus antepasados.
—¿Desde cuando no está atado un judío a las actitudes de sus antepasados? —preguntó Eliahu.
—Ya sabes lo que quiero decir —repliqué.
En efecto, lo sabía. Estamos ligados, pero seguimos siendo libres. Si hay algo que nos gobierna desde el pasado es la propia atadura tribal, y no las filosofías de aquellos que ya desaparecieron. Aceptamos aquello que elegimos aceptar; a pesar de todo seguimos siendo judíos.
Yo procedo de una familia a la que ha gustado siempre decir —especialmente a los gentiles— que somos judíos, pero no judaicos. O sea que reconocemos y sentimos cariño por nuestra antigua herencia, pero que no nos importa enredarnos en rituales pasados de moda y en formas folklóricas periclitadas. Eso fue lo que declararon mis propios antepasados, hasta aquellos Levin seculares que, hace tres siglos, lucharon para ganar y conservar la libertad de la tierra de Israel ―me refiero al Antiguo Israel―. Yo diría lo mismo aquí, si hubiera en este mundo algún gentil a quien se le tuvieran que explicar estas cosas. Pero, desde luego, en este Nuevo Israel situado en las estrellas, sólo estamos nosotros, no hay gentiles en una docena de años luz a la redonda, a menos que se cuenten como tales a nuestros vecinos los kunivaru.
¿Se puede llamar propiamente gentiles a criaturas que no son humanas? No estoy seguro de que el término pueda aplicarse en tal sentido. Además, los kunivaru insisten ahora en que son judíos. La cabeza me da vueltas. Es un tema de gran complejidad talmúdica, y Dios sabe bien que no soy talmudista. Hillel, Akiva, Rashi, ¡ayudadme!
En cualquier caso, cuando llegue el quinto día de Sivan, el hijo de mi hijo tendrá su bar mitzvah, y yo representaré el papel de orgulloso abuelo tan piadosamente como hicieron los antiguos judíos durante seis mil años.
Todas las cosas están relacionadas. El que mi nieto vaya a pasar por un bar mitzvah es simplemente el último eslabón de una cadena de acontecimientos que se remontan a… ¿cuándo? ¿Al día en que los kunivaru decidieron abrazar el judaísmo? ¿Al día en que el dybbuk entró en el cuerpo del kunivaru Seúl? ¿Al día en que nosotros, refugiados de la Tierra, descubrimos el fértil planeta que a veces llamamos Nuevo Israel y que otras veces denominamos Mazel Tov IV? ¿Al día en que se produjo el pogrom final en la Tierra? Reb Yossele el Hasid diría que el bar mitzvah de David quedó determinado el día en que el Señor Dios formó a Adán del barro, pero creo que eso sería exagerar un poco las cosas.
El día en que el dybbuk tomó posesión del cuerpo de Seúl, el kunivaru, fue probablemente cuando todo empezó. Hasta entonces, las cosas se habían desarrollado sin demasiadas complicaciones aquí. Los Hasidim tenían su asentamiento, nosotros los israelitas teníamos el nuestro, y los nativos, los kunivaru, disponían del resto del planeta; y en general, todos nos manteníamos apartados del camino de los demás. Pero todo cambió cuando el dybbuk llegó.
Eso sucedió hace más de cuarenta años, en la primera generación después de la Llegada, el noveno día del Tishri, en el año 6302. Yo estaba trabajando en los campos, porque el Tishri es un mes de recolección. Hacía calor y yo trabajaba con rapidez, cantando y tarareando. Mientras me movía por las largas hileras de vainas crepitantes, tirando de las que estaban listas para ser recogidas, un kunivaru apareció en la cresta de la colina desde la que se domina nuestro kibbutz. Parecía sentirse muy angustiado, porque bajó la ladera de la colina tambaleándose y dando traspiés con una extraordinaria torpeza, tropezando con sus cuatro patas, como si apenas supiera manejarlas. Cuando llegó a unos cien metros de donde me encontraba, gritó:
—¡Shimon! ¡Ayúdame, Shimon! ¡En el nombre de Dios, ayúdame!
Observé varias cosas extrañas en este grito y las percibí de modo gradual, siendo la primera la más trivial. Parecia extraño que un kunivaru se dirigiera a mí por mi nombre, pues suelen ser gentes muy formales. Aún parecía más extraño que un kunivaru me hablara en un hebreo bastante decente, porque en aquella época ninguno había aprendido aún nuestra lengua. Pero lo más extraño de todo —y eso fue lo que percibí con mayor lentitud— fue que el kunivaru tuviera la misma voz, profunda y resonante, de mi querido amigo muerto Joseph Avneri.
El kunivaru penetró tambaleándose en la parte cultivada del campo y se detuvo, temblando terriblemente. Su fina piel verde se hallaba empastada en grumos llenos de sudor y sus grandes ojos dorados rodaban y bizqueaban de un modo fantasmagórico. Permaneció allí, asentado sobre sus cuatro patas, desplegándolas bajo las cuatro esquinas de su fornido cuerpo, como las patas de una mesa y apretando sus largos y poderosos brazos alrededor de su pecho. Reconocí al kunivaru como a Seúl, un subjefe del pueblo local, con quien nosotros, los del kibbutz, habíamos mantenido tratos ocasionales.
—¿Qué ayuda puedo ofrecerte? —le pregunté—. ¿Qué te ha ocurrido, Seúl?
—Shimon… Shimon… —un terrible gemido me llegó, procedente del kunivaru—. ¡Oh, Dios! Shimon, ¡no se puede creer! ¿Cómo puedo soportar esto? ¿Cómo puedo siquiera comprenderlo?
No cabia la menor duda. El kunivaru estaba hablando con la voz de Joseph Avneri.
—¿Seúl? —pregunté, con vacilación.
—Mi nombre es Joseph Avneri.
—Joseph Avneri murió hace un año, el último Elul. No me había dado cuenta de que eras un mimo tan excelente, Seúl.
—¿Mimo? ¿Y tú me hablas de mímica, Shimon? No se trata de mímica alguna. Soy tu Joseph, muerto, pero todavía consciente, arrojado por mis pecados en este monstruoso cuerpo extraño. ¿Eres lo bastante judío como para saber lo que es un dybbuk, Shimon?
—Un fantasma errante, sí, que toma posesión del cuerpo de un ser vivo.
—Pues me he convertido en un dybbuk.
—Ya no hay dybbuks. Son fantasmas surgidos del folklore medieval —le dije.
—Pues estás escuchando la voz de uno.
—Eso es imposible —repliqué.
—Estoy de acuerdo, Shimon, estoy de acuerdo —su voz sonaba ahora más tranquila—. Es completamente imposible. Yo tampoco creo en los dybbuks, como no creo en Zeus, ni en el Minotauro, ni en los hombres-lobo o las gorgonas. Pero ¿de qué otro modo puedes explicar mi existencia?
—Tú eres Seúl, el kunivaru, que está representando un truco muy hábil.
—¿De veras lo crees así? Escúchame Shimon: te conocí cuando éramos jóvenes en Tiberias. Te rescaté cuando estábamos pescando en el lago y nuestro bote se dio media vuelta. Estaba contigo el día en que te encontraste con Leah, con la que te casaste. Fui el padrino de tu hijo Yigal. Estudié contigo en la universidad de Jerusalén. Huí contigo en los feroces días del pogrom final. Permanecí contigo, vigilando a bordo del Arca, durante los años de nuestro vuelo fuera de la Tierra. ¿Recuerdas, Shimon? ¿Recuerdas Jerusalén? La Ciudad Vieja, el monte de los Olivos, la tumba de Absalón, el Muro de los Lamentos… ¿Acaso crees que un kunivaru puede conocer el Muro de los Lamentos, Shimon?
—No hay supervivencia de la conciencia después de la muerte —repliqué, con tenacidad.
—Hace un año, habría estado de acuerdo contigo. ¿Quién soy yo, sin embargo, si no soy el espíritu de Joseph Avneri? ¿Cómo puedes explicar mi existencia de otro modo? ¡Dios mío! ¿Crees que yo deseo creer esto, Shimon? Ya sabes lo burlón que yo era… Pero esto es real.
—Quizás estoy experimentando una alucinación muy vívida.
—Entonces llama a los otros. Si diez personas tienen la misma alucinación, ¿seguirá siendo una alucinación? ¡Sé razonable, Shimon! Aquí estoy, ante ti, contándote cosas que sólo yo podría saber, y tú niegas quién soy…
—¿Qué sea razonable? —pregunté—. ¿Y qué tiene que ver la razón con esto? ¿Acaso esperas que crea en fantasmas, Joseph, en demonios errantes, en dybbuks? ¿Acaso soy un campesino supersticioso, recién salido de los bosques polacos? ¿Acaso estamos en los tiempos medievales?
—Me acabas de llamar Joseph —observó, con tranquilidad.
—Difícilmente puedo llamarte Seúl si hablas con esa voz.
—¡Entonces me crees!
—No.
—Mira, Shimon, ¿has conocido alguna vez a un escéptico mayor que Joseph Avneri? La Torá no servía de nada para mí; siempre decía que Moisés era un personaje ficticio. Aré los campos en el Yom Kippur, reí acerca del rostro no existente de Dios. ¿Qué es la vida, decía yo? Y yo mismo me contestaba: un simple accidente, un fenómeno biológico transitorio. Y, sin embargo, aquí estoy. Recuerdo el momento de mi muerte. Durante todo un año, he estado errando por este mundo, sin cuerpo, percibiendo las cosas, incapaz de comunicarme. Y hoy me encuentro atrapado en el cuerpo de esta criatura, y sé que soy un dybbuk. Si yo creo, Shimon, ¿cómo puedes dudarlo tú? En nombre de nuestra amistad, ¡ten fe en lo que te digo!
—¿Te has convertido de veras en un dybbuk?
—Me he convertido en un dybbuk —me contestó.
Me encogí de hombros.
—Muy bien, Joseph. Eres un dybbuk. Es una locura, pero te creo.
Miré entonces con asombro al kunivaru. ¿Le creía? ¿O creía que estaba creyendo? Pero… ¿cómo podía no creer? No había otra forma de explicar el hecho de que la voz de Joseph Avneri procediera de la garganta de un kunivaru. El sudor empezó a recorrerme el cuerpo. Me encontraba frente a frente con lo imposible, y toda mi filosofía se vio conmocionada. Ahora, cualquier cosa sería posible: Dios podría aparecer en una zarza ardiente, el sol podría detenerse en el cielo…
No, me dije. Cree solamente en una cosa irracional a la vez, Shimon. Evidentemente, hay dybbuks; pues muy bien: hay dybbuks. No obstante, todo lo demás, lo que pertenece al mundo invisible, sigue siendo irreal, al menos hasta que se manifieste.
—¿Por qué crees que te ha ocurrido esto precisamente a ti? —le pregunté.
—Sólo puede tratarse de un castigo.
—¿Por qué, Joseph?
—Por mis experimentos. Ya sabías que estaba haciendo investigaciones sobre el metabolismo de los kunivaru, ¿verdad?
—Sí, desde luego, pero…
—¿Sabías que llevé a cabo experimentos quirúrgicos con kunivarus vivos en nuestro hospital? ¿Que utilicé pacientes sin informarles, ni a ellos ni a nadie más, para efectuar estudios prohibidos? Se trató de vivisecciones, Shimon.
—¿De qué?
—Había cosas que necesitaba saber, y sólo existía un medio de poder descubrirlas. La sed de conocimientos me condujo al pecado. Me dije a mí mismo que aquellas criaturas estaban enfermas, que, de todos modos, no tardarían en morir, y que podría beneficiar a todo el mundo el que las abriera mientras seguían viviendo, ¿comprendes? Además… no eran seres humanos, Shimon, sólo eran animales. Animales muy inteligentes, cierto, pero aún así…
—No, Joseph. Puedo creer con mayor facilidad en los dybbuks de lo que puedo creer esto que me dices. ¿Tú, haciendo esas cosas? ¿Mi sereno y racional amigo, un científico, un sabio? —me estremecí y me aparté unos pasos de él—. ¡Auschwitz! —grité—. ¡Büchenwald! ¡Dachau! ¿Significan esos nombres algo para ti? «Ellos no eran seres humanos», dijo el cirujano nazi. «Sólo eran judíos, y era mucha nuestra necesidad de conocimientos científicos»… Eso ocurrió hace sólo trescientos años, Joseph. Y ahora tú, un judío, un judío del pueblo, haces…
—Lo sé, Shimon. Lo sé. Ahórrame esa filípica. Pequé terriblemente, y por mis pecados se me ha dado este cuerpo grotesco, este cuerpo grande, horrible y pesado, estas cuatro patas que apenas si puedo coordinar, esta espina encorvada, este caliente y estúpido pelaje. Sigo sin creer en Dios, Shimon, pero me parece que creo en alguna especie de fuerza compensadora que equilibra las cuentas en este universo, y la cuenta se ha equilibrado en mí…
»¡Oh, sí, Shimon! Hoy he pasado seis horas de terror y aversión, como jamás había soñado que podría llegar a experimentar. Entrar en este cuerpo, freírme en este calor, errar por esas colinas atrapado en tal masa de carne, sentirme bombardeado por las percepciones sensoriales de un ser tan extraño… ha sido un verdadero infierno, te lo aseguro sin la menor exageración. De no haber sido ya cadáver, me habría muerto por la conmoción durante los diez primeros minutos. Sólo ahora, al verte, al hablarte, empiezo a poder controlarme. Ayúdame, Shimon.
—¿Qué quieres que haga?
—Sácame de aquí. Esto es un tormento. Soy un hombre muerto; tengo derecho a descansar del mismo modo que descansan los otros muertos. Libérame, Shimon.
—¿Cómo?
—¿Cómo, dices? ¿Cómo? ¿Acaso crees que lo sé yo? ¿Es que soy un experto en dybbuks? ¿Debo dirigir mi propio exorcismo? Si supieras el esfuerzo que exige simplemente el mantener este cuerpo erecto, el hacer que esta lengua forme las palabras hebreas, el decir cosas de modo que tú puedas comprenderlas…
De pronto, el kunivaru cayó sobre sus rodillas, un proceso lento, complejo y difícil de realizar, que me recordó la forma en que se posaban sobre el suelo los camellos de la Vieja Tierra. La extraña criatura empezó a farfullar, gemir y mover sus brazos de un lado a otro; apareció espuma en sus amplios y elásticos labios.
—¡Por el amor del cielo, Shimon! —gritó Joseph—. ¡Libérame!
Llamé a mi hijo Yigal, que llegó corriendo desde el otro extremo de los campos; es un joven flaco y saludable, de sólo once años de edad, pero dotado ya de piernas largas y un cuerpo fuerte. Sin entrar en detalles, le señalé al sufriente kunivaru y le dije que pidiera ayuda al kibbutz. Pocos minutos después regresó, al frente de siete u ocho hombres —Abrasha, Itzhak, Uri, Nahum y algunos otros―; necesitamos de todas nuestras fuerzas para elevar al kunivaru hasta el vagón de una recolectora y transportarlo al hospital. Dos de los médicos —Moshe Shiloah y algún otro— empezaron a examinar al extraño enfermo, y envié a Yigal al pueblo kunivaru para decirle al jefe que Seúl había sufrido un colapso en nuestros campos.
Los médicos diagnosticaron el problema con rapidez: un caso de postración debido al calor. Estaban discutiendo la clase de inyección que deberían aplicarle al kunivaru cuando Joseph Avneri, rompiendo un silencio que duraba desde que Seúl se cayera, anunció su presencia en el cuerpo del kunivaru. Uri y Nahum habían permanecido en la sala del hospital, conmigo; no deseando que esta locura se convirtiera en materia de conocimiento general en el kibbutz, me los llevé afuera y les pedí que olvidaran los delirios que acababan de escuchar. Cuando regresé, los médicos estaban muy ocupados con sus preparativos y Joseph les explicaba pacientemente que él era un dybbuk que había tomado posesión involuntaria del cuerpo del kunivaru.
—El calor ha vuelto completamente loca a esta pobre criatura —murmuró Moshe Shiloah, introduciendo una enorme aguja en uno de los muslos de Seúl.
—¡Haz que me escuchen! —me pidió Joseph.
—Ustedes conocen esa voz —les dije a los médicos—. Algo muy insólito ha sucedido aquí.
Pero no estaban más dispuestos a creer en dybbuks que en ríos capaces de discurrir hacia arriba. Joseph siguió protestando, y los médicos continuaron llenando metódicamente el cuerpo de Seúl con sedantes, restauradores y otros medicamentos. Ni siquiera le prestaron atención cuando Joseph empezó a hablar de los chismes del kibbutz correspondientes al año anterior: quién había estado acostándose con quién y a espaldas de quién; quién había estado sacando ilícitamente mercancías del almacén de la comunidad para vendérselas a los kunivaru, etc. Era como si tuvieran tanta dificultad en creer que un kunivaru pudiera hablar hebreo, que ya se sentían incapaces de aceptar algún sentido a lo que él estaba diciendo y que Seúl, en su delirio, adoptaba la voz de Joseph. De repente, Joseph elevó su voz por primera vez, diciendo en un tono muy alto y enojado:
—¡Usted, Moshe Shiloah! A bordo del Arca le encontré en la cama con la esposa de Teviah Kohn, ¿recuerda? ¿Cree que un kunivaru habría sabido eso?
Moshe Shiloah abrió la boca, sin decir nada, enrojeció y dejó caer la aguja hipodérmica. El otro médico se quedó casi tan asombrado como él.
—¿Qué es esto? —preguntó Moshe Shiloah—. ¿Cómo puede ser?
—¡Niegúeme ahora! —rugió Joseph—. ¿Me puede negar ahora?
Los médicos tenían ahora el mismo problema de aceptación con el que yo me había enfrentado, y hasta con el que el propio Joseph había tenido que superar. Todos nosotros éramos hombres racionales de este kibbutz, y lo sobrenatural no ocupaba lugar alguno en nuestras vidas. Pero no había forma de argumentar en contra del fenómeno. Escuchábamos la voz de Joseph Avneri surgiendo de la garganta de Seúl, el kunivaru, y la voz decía cosas que sólo Joseph podría haber dicho, y ya hacía más de un año que Joseph estaba muerto. Se le podía llamar un dybbuk, una alucinación, o cualquier otra cosa. Pero no podía ignorarse la presencia de Joseph allí.
Mientras cerraba la puerta con llave, Moshe Shiloah me dijo:
—Tenemos que solucionar esto de algún modo.
Tensamente discutimos la situación. Estuvimos de acuerdo en que se trataba de una cuestión delicada y difícil. Joseph, rabioso y torturado, exigía que le exorcisaran y que se le permitiera dormir el sueño de los muertos; a menos que le aplacáramos, podía hacernos sufrir a todos. En su dolor, en su furia, podía decir cualquier cosa, podía revelar todo lo que sabía sobre nuestras vidas privadas; un hombre muerto se encuentra más allá de todas las reglas de común decencia de la sociedad. No podíamos exponernos a eso.
Pero ¿qué podíamos hacer con él? ¿Encadenarlo en algún edificio apartado y ocultarlo en un solitario confinamiento? Difícilmente. El desgraciado Joseph se merecía un trato mejor por nuestra parte, y también había que considerar a Seúl, al pobre y suplantado Seúl, al involuntario anfitrión del dybbuk. No podíamos mantener a un kunivaru en el kibbutz, ya fuera prisionero o libre, aún cuando su cuerpo alojara el espíritu de uno de los nuestros; y tampoco podíamos permitir que el cuerpo de Seúl regresara al pueblo de los kunivaru con Joseph como furioso pasajero atrapado en su interior.
¿Qué hacer? Separar el alma del cuerpo, de algún modo: devolver a Seúl a su totalidad y enviar a Joseph al limbo de los muertos. Pero ¿cómo? En la farmacopea habitual no existía nada sobre los dybbuks… ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
Envié a buscar a Shmarya Asch y a Yakov Ben-Zion, que se encontraban ese mes a la cabeza del consejo del kibbutz, así como a Shlomo Feig, nuestro rabino, un hombre sagaz y enérgico, muy poco ortodoxo en su ortodoxia, casi tan secular como el resto de nosotros. Interrogaron ampliamente a Joseph Avneri y él les explicó todo el cuento, sus escandalosos experimentos secretos, su año post mortem como espíritu errante y su repentina y dolorosa encarnación en el interior de Seúl. Finalmente, Shmarya Asch se volvió hacia Moshe Shiloah y le espetó:
—Tiene que haber alguna terapia para un caso así.
—No conozco ninguna.
—Esto es esquizofrenia —dijo Shmarya Asch con su actitud habitual, firme y dogmática—. Y existen curas para la esquizofrenia. Hay drogas, electrochoques, hay… Usted conoce mejor que yo esas cosas, Moshe.
—Esto no es esquizofrenia —replicó Moshe Shiloah—. Esto es un caso de posesión demoníaca. No poseo la menor experiencia en el tratamiento de tales casos.
—¿Posesión demoníaca? —gritó Shmarya—. ¿Es que ha perdido la razón?
—Serenidad, serenidad, por favor —pidió Shlomo Feig, cuando todo el mundo empezó a gritar al mismo tiempo. La voz del rabino sonó agudamente entre el tumulto y nos silenció a todos. Era un hombre de gran fortaleza, tanto física como moral. Todo el kibbutz se volvía inevitablemente hacia él en busca de guía, aunque no había entre nosotros prácticamente ninguno que observara los grandes ritos del judaísmo—. A mí esto me resulta tan difícil de comprender como a ustedes —dijo—, pero la evidencia triunfa sobre mi escepticismo. ¿Cómo podemos negar que Joseph Avneri ha regresado como un dybbuk? Moshe, ¿no conoce usted algún medio para lograr que este intruso abandone el cuerpo del kunivaru?
—Ninguno —contestó Moshe Shiloah.
—Quizás los propios kunivarus conozcan un medio —sugirió Yakov Ben-Zion.
—Exactamente —dijo el rabino—. Es mi siguiente punto. Estos kunivaru son un pueblo primitivo. Viven más cercanos que nosotros al mundo de la magia y de la brujería, de los demonios y los espíritus; nuestras mentes han sido educadas en los hábitos de la razón. Quizás entre ellos se produzcan con cierta frecuencia tales casos de posesión. Quizá conozcan técnicas para alejar a los espíritus no deseados… Dirijámonos a ellos y permitamos que sean ellos mismos quienes curen a alguien de su propia raza.
Yigal no tardó mucho en llegar, trayendo consigo a seis kunivaru, incluyendo a Gyaymar, el jefe del pueblo. Llenaron la pequeña sala del hospital, moviéndose de un lado a otro como una delegación de enormes y peludos centauros. Me sentí oprimido por el olor acre que producían tantos de ellos en un espacio tan reducido, y aunque siempre se habían mostrado amistosos para con nosotros ―no oponiendo ni una sola objeción cuando aparecimos como refugiados para asentarnos en su planeta―, entonces sentí miedo de ellos como no lo había sentido nunca con anterioridad. Arremolinándose alrededor de Seúl, hicieron preguntas sobre él y su propia flexibilidad de lenguaje, y cuando Joseph Avneri contestó en hebreo, murmuraron cosas entre sí, de modo ininteligible para nosotros. Entonces, inesperadamente, se escuchó la voz de Seúl, hablando en contenidos monosílabos espásticos que revelaban la terrible conmoción que debía haber sufrido su sistema nervioso; a continuación, el extraño ser se desvaneció y fue Joseph Avneri quien habló una vez más por los labios del kunivaru, pidiendo perdón y solicitando la liberación de su estado.
Volviéndose hacia Gyaymar, Shlomo Feig preguntó:
—¿Han sucedido antes estas cosas en este mundo?
—¡Oh, sí, sí! —replicó el jefe—. Muchas veces. Cuando muere uno de nosotros teniendo un alma culpable se le niega el reposo, y el espíritu puede emprender extrañas migraciones antes de que le llegue el perdón. ¿Cuál fue la naturaleza del pecado de este hombre?
—Sería difícil de explicar a alguien que no sea judío —contestó el rabino apresuradamente, desviando la mirada—. Lo importante es saber si ustedes disponen de algún medio de deshacer lo que ha caído sobre el infortunado Seúl, cuyo sufrimiento lamentamos todos.
—Disponemos de un medio, sí —contestó Gyaymar, el jefe.
Los seis kunivaru elevaron a Seúl sobre sus hombros y se lo llevaron del kibbutz; se nos dijo que podíamos acompañarles si nos atrevíamos a hacerlo. Fuimos con ellos Moshe Shiloah, Shmarya Asch, Yakov Ben-Zion, el rabino, yo y algunos otros.
Los kunivaru no llevaron a su camarada hacia el pueblo, sino a una pradera situada varios kilómetros al este, en dirección hacia el lugar donde vivían los Hasidim. Poco después de nuestra Llegada, los kunivaru nos habían hecho saber que aquella pradera era sagrada para ellos, y ninguno de nosotros había penetrado jamás allí.
Se trataba de un lugar encantador, verde y húmedo: una cuenca en suave declive, cruzada por una docena de pequeñas y frías corrientes. Depositaron a Seúl junto a una de las corrientes y después se internaron en los bosques que bordeaban la pradera, para recoger leña y hierbas. Nosotros nos mantuvimos cerca de Seúl.
—Esto no servirá de nada —murmuró Joseph Avneri más de una vez—. Es una pérdida de tiempo, un estúpido gasto de energía.
Tres de los kunivaru empezaron a construir una fogata. Dos de ellos permanecían sentados cerca, desmenuzando las hierbas, haciendo montones de hojas, tallos y raíces. Gradualmente fueron apareciendo más ejemplares de su raza, hasta que la pradera quedó llena de ellos; parecía como si todo el pueblo, compuesto por unos cuatrocientos kunivaru, se hubiera reunido allí para observar o participar en el rito. Muchos llevaban consigo instrumentos musicales, trompetas y tambores, carracas y badajos, liras y laúdes, arpas, tablas de percusión, flautas de madera, todo ello muy intrincado y de caprichoso diseño; no habíamos sospechado siquiera la existencia de tal complejidad cultural. Los sacerdotes —supongo que eran sacerdotes, altos de estatura y dignos— llevaban ornados cascos ceremoniales y pesados mantos dorados, hechos de la piel de una bestia marina. Las gentes sencillas del pueblo llevaban cintas y. gallardetes, trozos de tejidos brillantes, espejos pulimentados de piedra y otros elementos ornamentales. Cuando se dio cuenta de lo elaborada que iba a ser la función, Moshe Shiloah, antropólogo aficionado de corazón, regresó corriendo al kibbutz para coger la cámara y el magnetofón. Regresó, sin respiración, en el justo momento en que se iniciaba el rito.
Y fue un rito glorioso: una enorme fogata, la picante fragancia de hierbas recién recogidas, algunos bailes de movimientos pesados y casi orgiásticos, y un coro de melodías duras, arrítmicas y a veces de tonos agudos. Gyaymar y el alto sacerdote del pueblo ejecutaron un elegante canto antifonal, pronunciando largos melismas que se entrelazaban unos con otros y rociando a Seúl con un fluido rosado de olor dulzón que extraían de un incensario de madera barrocamente labrado. Nunca he visto tan agitados a unos seres primitivos.
Pero la triste predicción de Joseph demostró ser correcta; todo fue en vano. Dos horas de intenso exorcismo no ejercieron el menor efecto. Cuando terminó la ceremonia —las últimas señales de puntuación fueron cinco terribles gritos pronunciados por el alto sacerdote—, el dybbuk seguía firmemente posesionado de Seúl.
—No me habéis conquistado —declaró Joseph, con tono poco afable.
—Me parece —admitió Gyaymar— que no tenemos poder para mandar sobre un alma terrena.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Yakov Ben-Zion, sin dirigirse a nadie en concreto—. Han fracasado nuestra ciencia y su brujería.
Joseph Avneri señaló hacia el este, donde se encontraba el poblado de los Hasidim, y murmuró algo confuso.
—¡No! —gritó el rabino Shlomo Feig que se encontraba cerca del dybbuk en ese momento.
—¿Qué ha dicho? —pregunté.
—No era nada —contestó el rabino—. Una tontería. Esta larga ceremonia le ha dejado fatigado y su mente se extravía. No le presten atención.
Me acerqué más a mi viejo amigo.
—Dime, Joseph.
—Dije —replicó lentamente el dybbuk— que quizás deberíamos enviar a buscar al Baal Shem.
—¡Tonterías! —volvió a decir Shlomo Feig, escupiendo.
—¿Por qué ese enojo? —quiso saber Shmarya Asch—. Usted, rabino Shlomo, usted fue uno de los primeros en defender el empleo de hechicheros kunivaru en este asunto. No siente el menor escrúpulo en juntar extraños con médicos, y sin embargo se enoja cuando alguien sugiere que a su compañero judío se le podría dar una oportunidad para sacar el demonio. ¡Sea consecuente, Shlomo!
La fuerte expresión del rostro del rabino Shlomo se vio salpicada de rabia. Resultaba extraño ver tan excitado a este hombre tranquilo y siempre afable.
—¡No quiero tener nada que ver con los Hasidim! —exclamó.
—Creo que se trata de una cuestión de rivalidades profesionales —comentó Moshe Shiloah.
—El dar reconocimiento a todo eso —dijo el rabino— es aún más supersticioso en el judaísmo, porque es de lo más irracional, grotesco, anticuado y medieval que existe. ¡No! ¡No!
—Pero los dybbuks somos irracionales, grotescos, anticuados y medievales —dijo Joseph Avneri—. ¿Quién mejor para exorcizarme que un rabino cuya alma sigue enraizada en las antiguas creencias?
—¡Prohibo eso! —espetó Shlomo Feig—. Si se llama al Baal Shem, yo… yo…
—Rabino —dijo Joseph, gritando ahora—, esto es una cuestión de mi alma torturada contra su ofendido orgullo espiritual. ¡Acceda! ¡Acceda! ¡Tráiganme a Baal Shem!
—¡Me niego!
—¡Miren! —gritó entonces Yakov Ben-Zion.
La disputa se habia hecho repentinamente académica. Sin haber sido invitados, nuestros primos Hasidim estaban llegando en larga procesión a la pradera sagrada. Eran extrañas figuras de aspecto prehistórico, vestidas con sus tradicionales túnicas largas, con sombreros de ala ancha, con pobladas barbas y rizos laterales; y al frente del grupo marchaba su tzaddik, su hombre santo, su profeta, su líder: Reb Shmuel, el Baal Shem.
Desde luego, no fue idea nuestra el traer con nosotros a los Hasidim, sacándolos de las humeantes ruinas de la Tierra de Israel. Nuestra intención consistía en abandonar la Tierra, dejando atrás todas sus lamentaciones, para empezar de nuevo en otro mundo, donde al fin pudiéramos construir una duradera patria judía, libre por una vez de nuestros eternos enemigos, los gentiles, y libre también de los fanáticos religiosos existentes entre nosotros mismos y cuya presencia había sido desde hacía tiempo un obstáculo a nuestra vitalidad. No necesitábamos místicos, ni extáticos, ni lamentadores, ni gemidores, ni saltarines, ni cantantes; sólo necesitábamos trabajadores, granjeros, maquinistas, ingenieros, constructores.
Pero ¿cómo podíamos negarles un lugar en el Arca? Se trató simplemente de su buena fortuna el que llegaran justo cuando hacíamos los preparativos finales para nuestro vuelo. La pesadilla que había oscurecido nuestro sueño durante tres siglos había sido muy real: toda la patria yacía envuelta en llamas, nuestros ejércitos habían sido destrozados en emboscadas, los filisteos, blandiendo largos puñales, asolaron nuestras devastadas ciudades. Nuestra nave estaba dispuesta para dar el salto hacia las estrellas. No éramos cobardes, sino simplemente realistas; resultaba estúpido pensar que seríamos capaces de seguir luchando, y si tenía que sobrevivir algún fragmento de nuestra antigua nación, sólo podría hacerlo lejos de aquel amargo mundo. Así es que estábamos dispuestos para marchar… y entonces llegaron ellos, Reb Shmuel y sus treinta seguidores, suplicando que los lleváramos. ¿Cómo podíamos rechazarlos, sabiendo que sin duda alguna perecerían? Eran seres humanos, eran judíos. A pesar de todos nuestros recelos, les permitimos subir a bordo.
Y entonces erramos por los cielos, año tras año, y luego llegamos a una estrella que no tenía nombre ―sólo un número―, y descubrimos que su cuarto planeta era dulce y fértil, un mundo más feliz que la Tierra, y dimos gracias a Dios, en quien no habíamos creído, por la buena suerte que Él nos deparó, y nos gritamos saludos de felicitación los unos a los otros. ¡Mazel tov! ¡Mazel tov! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte! ¡Buena suerte!
Y alguien consultó un viejo libro y vio que, antiguamente, mazel había sido una connotación astrológica, y que en los tiempos de la Biblia no sólo había significado «buena suerte», sino también «estrella de la suerte», y así denominamos Mazel Tov a nuestra estrella y descendimos sobre Mazel Tov IV, que iba a convertirse en el Nuevo Israel. Y aquí no encontramos enemigos: ni egipcios, ni asirios, ni romanos, ni cosacos, ni nazis, ni árabes; únicamente a los kunivaru, gente amable y de naturaleza simple, que estudiaron solemnemente nuestras explicaciones hechas con señas y que nos replicaron, también por señas, diciéndonos: «bienvenidos, aquí hay más tierra de la que nosotros necesitaremos jamás». Y así construimos nuestro kibbutz.
Pero no teníamos el menor deseo de vivir cerca de aquellas gentes del pasado, los Hasidim, y ellos sentían un escaso amor por nosotros, puesto que nos veían como paganos, como judíos sin Dios que eran peores que los gentiles, por lo que se marcharon para construir un fangoso pueblo propio. A veces en las noches claras escuchábamos sus fuertes cánticos, pero por lo demás había muy pocos contactos entre los pueblos.
Yo podía comprender la hostilidad del rabino Shlomo ante la idea de la intervención del Baal Shem. Estos Hasidim representaban la parte mística del judaísmo, el lado dionisíaco oscuro e incontrolable, el esqueleto en la estructura tribal. Shlomo Feig podía extrañarse o sentirse encantado con un rito de exorcismo realizado por centauros cubiertos de pelo, pero le resultaba penoso que unos judíos tomaran parte en la misma clase de supernaturalismo. También había que considerar el triste hecho de que el razonable y sensible rabino Shlomo no contaba virtualmente con ningún seguidor entre los razonables y secularizados judíos de nuestro kibbutz, por lo que el hasidim Reb Shmuel era mirado con respeto y se le consideraba como un trabajador milagroso, un vidente, un santo. Dejando a un lado los comprensibles celos y prejuicios del rabino Shlomo, Joseph Avneri tenía razón: los dybbuks eran vapores procedentes del reino de lo fantástico…, y lo fantástico era el reino de Baal Shem.
Era una figura enormemente alta, angulosa, casi esquelética; mejillas flacas, una barba blanda y espesamente rizada y unos suaves ojos soñadores. Supongo que tenía unos cincuenta años de edad, aunque si me hubieran dicho que tenía treinta, o setenta, o noventa, me lo hubiese creído. Su sentido de lo dramático era inagotable; ahora que ya eran las últimas horas de la tarde, adoptó una posición que dejaba el sol a sus espaldas ―de modo que su larga sombra se extendía sobre todos nosotros―, extendió sus manos hacia adelante y dijo:
—Hemos recibido informes de que hay un dybbuk entre ustedes.
—¡Los dybbuk no existen! —replicó irritado el rabino Shlomo.
—Pero hay un kunivaru que habla con voz israelita, ¿no es cierto? —preguntó el Baal Shem, sonriendo.
—Si, se ha producido una extraña transformación —admitió el rabino Shlomo—, pero en estos tiempos, y en este planeta, nadie puede tomar en serio a los dybbuk.
—Querrá decir que usted no podrá tomarlos en serio —dijo el Baal Shem.
—¡Yo sí! —gritó Joseph Avneri, lleno de desesperación—. ¡Yo! ¡Yo soy el dybbuk! Yo, Joseph Avneri, muerto hace un año, en el último Elul, condenado por mis pecados a habitar una estructura de kunivaru. Un judío, Reb Shmuel, un judío muerto, un judío lastimero, pecador y miserable. ¿Quién me sacará de aquí? ¿Quién me liberará?
—¿No hay ningún dybbuk? —preguntó el Baal Shem amablemente.
—Este kunivaru se ha vuelto loco —contestó Shlomo Feig.
Carraspeamos y nos apoyamos en otro pie. Si alguien se había vuelto loco era nuestro rabino, al negar de ese modo un fenómeno que él mismo ―aunque de mala gana― había reconocido como genuino, hacía tan sólo unas horas. La envidia, el orgullo herido y la testarudez habían desequilibrado su buen juicio. Joseph Avneri, enfurecido, empezó a gritar el Aleph Beth Gimel, el Shma Yisroel, cualquier cosa que pudiera demostrar que era un dybbuk. El Baal Shem esperó con paciencia, con los brazos extendidos, sin decir nada. El rabino Shlomo, situado frente a él, con su poderosa y robusta figura empequeñecida por el Hasidim de piernas largas, sostuvo enérgicamente que tenía que haber alguna explicación racional para la metamorfosis del kunivaru Seúl.
Cuando finalmente Shlomo Feig guardó silencio, el Baal Shem dijo:
—Hay un dybbuk en este kunivaru. ¿Acaso cree, rabino Shlomo, que los dybbuks dejaron de errar cuando se destruyeron los shtetls de Polonia? Nada se pierde a la vista de Dios, rabino. Los judíos han ido a las estrellas; la Torá, el Talmud y el Zohar también han ido a las estrellas. Los dybbuks también pueden encontrarse en estos mundos extraños. Rabino, ¿puedo traer la paz a este espíritu atribulado y a este débil kunivaru?
—Haga lo que quiera —murmuró Shlomo Feig con el ceño fruncido, alejándose lleno de disgusto.
Reb Shmuel inició inmediatamente el exorcismo. Primero solicitó a un minyan. Ocho de sus Hasidim avanzaron hacia él. Intercambié una mirada con Shmarya Asch y nos encogimos de hombros y también dimos un paso adelante, pero el Baal Shem, sonriendo, nos rechazó e hizo señas a otros dos de los suyos para que entraran a formar parte del circulo. Empezaron a cantar; para vergüenza propia, no tengo la menor idea de lo que cantaron, porque las palabras eran yiddish de una especie de Galitzia, casi tan extrañas para mi como la lengua de los kunivaru. Cantaron durante diez o quince minutos; los Hasidim se fueron animando, dando palmadas con las manos, danzando alrededor de su Baal Shem; de repente, Reb Shmuel bajó sus manos hacia los costados, silenciándolos, y empezó a recitar tranquilamente frases hebreas que, al cabo de un momento, reconocí como las pertenecientes al Salmo 91: «El Señor es mi refugio y mi fortaleza, y en Él confiaré».
El salmo fue avanzando melodiosamente hasta su final, con la promesa de liberación y salvación. Durante un largo rato, todo quedó en silencio. Después, con una voz terrorífica ―no muy fuerte, pero tremendamente conminatoria―, el Baal Shem ordenó al espíritu de Joseph Avneri que se separara del cuerpo de Seúl, el kunivaru.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡En el nombre de Dios, sal y dirígete hacia tu descanso eterno!
Uno de los Hasidim entregó un shofar a Reb Shmuel. El Baal Shem se llevó a sus labios el cuerno de carnero y dio un solo y titánico soplido.
Joseph Avneri gimió. El kunivaru que le contenía dio tres pasos débiles y tambaleantes.
—¡Oh, madre, madre! —gritó Joseph.
La cabeza del kunivaru se echó hacia atrás; sus patas delanteras golpearon directamente sus propios flancos, y cayó torpemente sobre sus cuatro rodillas. Un eón pasó ante nosotros. Después, Seúl se levantó —en esta ocasión con suavidad, con la gracia natural de los kunivaru—, se dirigió hacia el Baal Shem, se arrodilló ante él y le tocó la vestidura negra del tzaddik. Así supimos que ya se había hecho todo.
Instantes después se desató la tensión. Dos de los sacerdotes kunivaru se apresuraron a acercarse al Baal Shem, y después Gyaymar, y a continuación algunos de los músicos y finalmente toda la tribu se apretaba contra él, tratando de tocar al hombre santo. Los Hasidim parecían preocupados y murmuraban su inquietud, pero el Baal Shem, elevando su estatura sobre la apretada multitud, bendijo tranquilamente a los kunivaru, acariciando el denso pelaje de sus lomos. Tras unos minutos, los kunivaru iniciaron un canto rítmico, y tardé algún tiempo en darme cuenta de lo que estaban diciendo. Moshe Shiloah y Yakov Ben-Zion captaron su sentido al mismo tiempo que yo y nos echamos a reír, hasta que nuestras risas se desvanecieron.
—¿Qué significan sus palabras? —preguntó el Baal Shem.
—Están diciendo —le informé— que han quedado convencidos del poder de tu Dios. Quieren convertirse en judíos.
Por primera vez observé conmocionado en su postura y serenidad a Reb Shmuel. Sus ojos fulguraron ferozmente, y se abrió paso por entre la multitud de los kunivaru. Creando un pasillo entre ellos y acercándose a mí, me espetó:
—¡Eso es absurdo!
—De todos modos, mírelos. Le rinden culto a usted, Reb Shmuel.
—¡Yo rechazo su culto!
—Ha obrado usted un milagro. ¿Les puede culpar por adorarle y sentir verdadera ansia por su fe?
—Que adoren lo que quieran —dijo el Baal Shem—, pero ¿cómo pueden convertirse en judíos? Sería una burla.
—¿Qué fue lo que le dijo usted al rabino Shlomo? —le pregunté, sacudiendo mi cabeza—. Que nada se perdía a los ojos de Dios. Siempre ha habido convertidos al judaísmo; nunca les invitamos, pero tampoco les rechazamos si son sinceros, ¿no es así, Reb Shmuel? Incluso aquí, en las estrellas, hay una continuidad de la tradición; y nuestra tradición dice que no endurezcamos nuestros corazones para con aquellos que buscan la verdad de Dios. Ésta es buena gente: permítales ser recibidos en Israel.
—No —dijo el Baal Shem—. Antes que nada, un judío debe ser humano.
—Muéstreme dónde dice eso en la Torá.
—¡La Torá! Está burlándose de mí. Antes que nada, un judío debe ser humano. ¿Acaso se permitió a los gatos convertirse en judíos? ¿Y a los caballos?
—Estas gentes no son ni gatos ni caballos, Reb Shmuel. Son seres tan humanos como nosotros.
—¡No! ¡No!
—Si puede haber un dybbuk en Mazel Tov IV —observé—, también puede haber judíos con cuatro patas y pelaje verde.
—No. No, no. ¡No!
El Baal Shem ya no quería saber nada más de esta discusión. Apartando de un modo muy poco santo las manos de los kunivaru que se extendían hacia él, reunió a sus seguidores y se marchó como una torre de dignidad ofendida, sin despedirse siquiera.
Pero ¿cómo puede negarse la verdadera fe? Los Hasidim no ofrecieron estímulo alguno, de modo que los kunivaru acudieron a nosotros; aprendieron hebreo y les prestamos libros, y el rabino Shlomo les dio instrucción religiosa. A su debido tiempo y siguiendo su propia forma, los kunivaru se convirtieron al judaísmo. Todo esto sucedió hace años, en la primera generación después de la Llegada. Ahora, la mayoría de quienes vivieron aquellos tiempos ya han muerto —el rabino Shlomo, el Baal Shem Reb Shmuel, Moshe Shiloah, Shmarya Asen. Yo era entonces muy joven. Ahora sé muchas cosas más, y si no estoy más cerca de Dios de lo que jamás estuve, quizás Él se ha acercado más a mí. Como carne y mantequilla en la misma comida, y aro mi tierra en el Sabbath, pero ésas son viejas costumbres que tienen muy poco que ver con las creencias, o con la ausencia de fe.
También nos sentimos mucho más cerca de los kunivaru de lo que estábamos en aquellos primeros tiempos. Ya no parecen ser criaturas extrañas, sino simplemente vecinos cuyos cuerpos poseen una forma diferente. Los más jóvenes de nuestro kibbutz se sienten especialmente atraídos hacia ellos. El año pasado, el último rabino Lhaoyir, un kunivaru, sugirió a algunos de nuestros jóvenes que acudieran a recibir lecciones a la Talmud Torá, la escuela religiosa que él dirige en el pueblo kunivaru; desde la muerte de Shlomo Feig no ha habido en el kibbutz nadie capaz de impartir esa instrucción. Cuando Reb Yossele ―el hijo y sucesor del Baal Shem Reb Shmuel― se enteró de eso, opuso fuertes objeciones. «Si vuestros jóvenes toman instrucción», dijo, «al menos enviádnoslos a nosotros, y no a unos monstruos verdes». Mi hijo Yigal le expulsó del kibbutz. Yigal le dijo a Reb Yossele que preferíamos que nuestros jóvenes aprendieran la Torá de monstruos verdes que permitir que fueran educados por los Hasidim.
Y así el hijo de mi hijo ha recibido sus lecciones en la escuela Talmud Torá del rabino Lhaoyir, el kunivaru, y a la próxima primavera pasará su bar mitzvah. En otros tiempos me habría sentido desconcertado por tales cuestiones, pero ahora sólo digo: ¡qué extraño! ¡Qué inesperado! ¡Qué interesante!
Desde luego, el Señor, si es que existe, debe tener un agudo sentido del humor. Me gusta un Dios capaz de sonreír y hacer una mueca, que no se tome a sí mismo con excesiva seriedad. ¡Los kunivaru son judíos! ¡Sí! ¡Están preparando a David para su bar mitzvah! ¡Sí! Hoy es el Yom Kippur y escucho el sonido del shofar procedente de su pueblo. ¡Sí! Que así sea. Que así sea, sí, y que todo sean alabanzas para Él.