El vsiir subió por accidente a la nave que se dirigía a la Tierra. Desde luego, su intención no era tomarse unas vacaciones en un planeta tan húmedo y tristón como la Tierra, pero estaba en su fase de metamorfosis, sufriendo ese período de cambios faltos de disciplina que se inician al llegar el invierno, y tan avanzado en el espectro que los ojos terrestres no podían verle. Claro que un observador realmente adiestrado habría podido observar una pequeña mota púrpura y deslizante que parpadeaba de vez en cuando, una especie de ronquido cuando el vsiir salía por algún momento del ultravioleta, aunque para eso debería saber dónde y cuándo mirar. El miembro de la tripulación responsable de la entrada del vsiir en la nave jamás consideró siquiera la posibilidad de que algo invisible estuviera durmiendo sobre una de las cajas del cargamento que era introducido en la bodega. Se limitó a pasar junto a la fila de cajas, asegurar los nudos de los flotadores de cada una! hacerlas resbalar por el pozo de gravedad que llevaba a la abertura. La quinta caja que entró era la que el vsiir había elegido para echar una siesta. El astronauta ignoraba que concedía un viaje gratis a la Tierra a un organismo extraño. Tampoco lo supo el vsiir hasta que la bodega fue sellada y una atmósfera de oxígeno y nitrógeno empezó a sisear desde los ventiladores. No eran los gases que él solía respirar pero, como estaba en la época de la metamorfosis, pudo adaptarse rápidamente y sin molestias a los vapores amargos que se introducían en sus células metabólicas. El paso siguiente fue disponer una especie de cuadro del espectro completo a fin de conocer lo que le rodeaba. Al cabo de unos minutos el vsiir era consciente de que:
a) Se hallaba en un lugar grande y oscuro en el que había muchas cajas llenas de productos minerales y vegetales de su mundo, especialmente ramas del árbol de fuego verde, pero también algunas otras cosas cuyo valor resultaba incomprensible a un vsiir.
b) Que un muro doble de metal curvado rodeaba el lugar.
c) Que más allá de este muro había una zona carente de atmósfera, tal como la que se encuentra entre un planeta y otro.
d) Que todo este sistema cerrado sufría aceleración.
e) Que, en consecuencia, se trataba de una nave espacial que rápidamente se alejaba del mundo de los vsiirs, que ya estaba a una distancia de diez diámetros planetarios, y que la separación crecía por segundos de modo alarmante.
f) Que seria imposible, incluso para un vsiir en estado de metamorfosis, escapar de la nave una vez llegado a este punto.
g) Y que, a menos que lograra persuadir a los tripulantes de la nave para que se detuvieran y retrocedieran, se vería obligado a sufrir un viaje largo y molesto a un mundo extraño y probablemente odioso, donde la vida sería por lo menos inconveniente y podía suponer grandes peligros. Se hallaría penosamente separado del ritmo de su propia civilización, se perdería el Festival de los Cambios, se perdería el Santo Eclipse, no podría tomar parte en la siguiente Marea de Primavera, y sufriría de mil modos horribles.
Había seis humanos a bordo de la nave. Extendiendo sus perceptores, el vsiir trató de llegar a sus mentes. Aunque los humanos llevaban va muchos años acudiendo a su planeta, jamás se había preocupado por establecer contacto con ellos. Pero es que antes no se había visto nunca en tan grave problema. Envió un nebuloso tentáculo de pensamiento a registrar los corredores, buscando huellas de inteligencia humana. ¿Aquí? Un resplandor de actividad eléctrica en una esfera de hueso: una mente. ¡Una mente! Y una mente ocupada. Pero rodeada por un muro, al parecer. El vsiir trató de traspasarlo y fue rechazado. Lo cual le resultó turbador y le asustó ¿Qué clase de seres eran estos cuyas mentes estaban cerradas al contacto normal? El vsiir continuó buscando por toda la nave. Otra mente. Y también cerrada. Y otra. Y otra. El vsiir sintió que le invadía el pánico. Su mente tembló, sus radiaciones de energía bajaron más aún en el espectro visible; luego se agitaron nerviosamente hacia ondas mucho más cortas. Incluso su forma física experimentó una serie de metamorfosis involuntarias, rápidas, con gran apuro por su parte. No recuperó el control de su cuerpo hasta haber pasado de esférico a cúbico, y luego a caótico, y hasta haberse convertido en una fina red de tentáculos fibrosos, unidos solamente por la fuerza pulsadora del ego. Se obligó con firmeza a volver a la forma esférica y reanudó la búsqueda por la nave, advirtiendo con gran consternación que, para entonces, su mundo nativo se hallaba ya a media unidad estelar de distancia. No le quedaban esperanzas, pero siguió insistiendo en tantear las mentes de los tripulantes, aunque sólo fuera para agotar todas las posibilidades. Sin embargo, aunque estableciera contacto, ¿cómo podría comunicar la naturaleza de su problema? Y aun en el caso de comunicarla, ¿por qué iban a estar dispuestos los humanos a ayudarle? No obstante, siguió buscando por la nave, y…
¡La había encontrado! ¡Una mente abierta! No había muros en absoluto. ¡Un verdadero milagro! El vsiir se apresuró a establecer el contacto íntimo, abrumado por el gozo de la sorpresa, explicando a toda prisa su problema:
—Por favor, escúchenle. Desdichadamente, un organismo no humano se ha introducido de manera accidental en esta nave durante la carga. Está metabólica y psicológicamente inadecuado para la vida prolongada en la Tierra. Se disculpa por las molestias que pueda ocasionar y desea un pronto regreso a su hogar, al planeta que dejamos atrás; lamenta los trastornos en el plan de vuelo de la nave, pero confía en que no será imposible concederle este gran favor. ¿Comprende mi mensaje? Desdichadamente, un organismo no humano se ha introducido de manera accidental…
El teniente Falkirk disfrutaba de su primer período de sueño después del despegue. Se lo había merecido. Se había agotado vigilando las mercancías durante la operación de carga, asegurando los nudos de los flotadores de cada caja y pasando la información de tránsito a la computadora. Ahora que la nave circulaba ya por el espacio, podría disfrutar de algún descanso, mientras el resto de la tripulación se ocupaba de las tareas de vuelo. Así que, tan pronto como estuvieron en camino, se instaló para seis horas en su litera. Bajo él, los seis aspiradores de gravedad giraron en torno a sus ejes, anulando la inercia e intensificando la aceleración, y la nave se lanzó hacia la Tierra a una velocidad que alcanzaría el nivel galáctico antes de que Falkirk se despertara. Se hundió en la somnolencia. Un buen viaje. Suficiente madera de fuego verde en la bodega para que la Tierra venciera una docena de ataques de la plaga molecular y, además, muchas otras medicinas en potencia, junto con una gran cantidad de muestras minerales interesantes, y… Falkirk se quedó dormido. Durante media hora, disfrutó de un dulce sueño, la mente libre, el cuerpo relajado.
Hasta que una pesadilla espantosa se introdujo en su cerebro.
Una luz de un púrpura intenso, cálida y sombría. Algo resbaladizo que tantea los bordes de su cerebro. Él yace sobre una losa blanca, en un desierto requemado… Incapaz de moverse… Cada vez le resulta más difícil respirar. La gravedad… Una tensión terrible, que le destroza, descoyuntándole los huesos. Figuras encapuchadas que se mueven en torno a él, le señalan, se ríen, intercambian confusos comentarios en un idioma desconocido. Su piel se funde y adopta una nueva textura; púas de erizo brotan en el interior de su cuerpo, como si quisieran atravesarlo para salir al exterior, desgarrando todos los poros. Y puntos de ignición en todo su ser. Una mano fina y escarlata, con los dedos engarfiados como garras, se abre ante su rostro. Arañando, arañando, arañando. La sangre corre ya entre las púas, espesa, turbia. Tiembla, lucha por incorporarse… Alza una mano que deja restos de carne estremecida adheridos a la losa… Se incorpora…
Y se despierta temblando, gritando.
El aullido de Falkirk resonaba aún en sus propios oídos cuando sus ojos se acomodaron a la luz. El capitán Rodríguez le sacudía, sujetándole por los hombros:
—¿Te encuentras bien?
Falkirk intentó contestar. No le salían las palabras. Un shock alucinatorio, se dijo, mientras parte de su mente trataba de convencer a la otra parte de que el sueño había terminado. Estaba adiestrado para enfrentarse a una crisis. Como estaba ordenado, inició rápidamente la cuenta atrás hasta calmarse, aunque todavía temblaba fuertemente.
—Una pesadilla —dijo con voz ronca—. ¡Qué locura! Jamás tuve un sueño de tal intensidad.
Rodríguez se relajó. Indudablemente, no había que preocuparse demasiado por una simple pesadilla.
—¿Quieres una pastilla?
—Me las arreglaré, gracias —respondió Falkirk, denegando con la cabeza.
Pero el impacto del sueño perduraba. Pasó más de una hora antes de que se durmiera de nuevo, y entonces cayó en un sueño inquieto y ligero, como si la mente se mantuviera en guardia contra un nuevo ataque de aquellas fantasías horribles. Quince minutos antes del despertar programado, un aullido horrible al otro extremo del camarote le arrancó de su sueño.
El capitán Rodríguez tenía una pesadilla.
Naturalmente, cuando la nave llegó a la Tierra, un mes más tarde, se vio sometida al proceso habitual de descontaminación antes de que nadie o nada de lo que se encontraba a bordo saliera del puerto espacial. El casco exterior fue lavado a presión, a fin de atrapar y aniquilar cualquier microorganismo que pudiera haberse fijado allí en otro mundo; los miembros de la tripulación salieron por el túnel de seguridad y fueron directamente a la cámara de cuarentena, sin quedar expuestos al aire; la atmósfera de la nave fue enviada a cámaras aisladas, donde se efectuó una depuración total, y el interior de la nave se sometió a una esterilización de seis fases, comenzando con quince minutos de vacío y terminando con una hora de bombardeo de neutrones.
Todo este proceso supuso graves inconvenientes para el vsiir. Estaba ya al final de su fase de energía, debido principalmente a las repetidas desilusiones que había sufrido en sus intentos por comunicarse con los seis humanos. Ahora se vio forzado a adaptarse a una variedad de ambientes desagradables, sin la oportunidad de descansar entre los cambios. Incluso el organismo más adaptable llega a cansarse. Cuando el equipo de descontaminación del puerto espacial se mostró dispuesto a certificar que la nave se hallaba totalmente libre de formas de vida extraña, el vsiir estaba realmente muy, muy agotado.
La atmósfera de oxígeno y nitrógeno entró de nuevo en la bodega. El vsiir la encontró muy grata, al menos en contraste con todo lo que le habían echado encima. Se abrió la puerta; los estibadores empezaron a colocar las cajas de la carga a fin de enviarlas a través del campo hasta la cúpula de distribución. El vsiir aprovechó la ocasión para emitir algunos tentáculos en forma de patas y trepar fuera de la nave. Se encontró en una amplia faja de cemento, bordeada por enormes edificios. Un sol amarillo brillaba en un cielo azul. Los infrarrojos se abatían sobre todo el lugar, pero el vsiir procedió a unos cambios rápidos para desviar el exceso. También compensó de inmediato la marea de hidrocarbonos de la atmósfera, el terrible nivel de ruido y la impresión de nostalgia que amenazó de pronto su estabilidad orgánica a la primera visión de este mundo extraño y descorazonador. ¿Cómo llegar de nuevo a casa? ¿Cómo establecer contacto siquiera? El vsiir no sentía a su alrededor más que mentes cerradas, selladas como semillas en su cáscara. Cierto que de vez en cuando se abrían las mentes de esos humanos, pero incluso entonces parecían poco dispuestos a dejar pasar el mensaje del vsiir.
Quizá fuera diferente aquí. Quizás aquellos seis eran malos receptores, por la razón que fuera, y en este lugar habría disponibles mentes más receptivas. Quizá. Quizá. Próximo a la desesperación, el vsiir se apresuró por el campo y se introdujo en el primer edificio en el que sintió mentes abiertas. Había cientos de humanos allí, ocupando distintos niveles, y mentes abiertas por todas partes. El vsiir localizó la más próxima y, con cierta preocupación, anhelo y esperanza, trató de establecer conexión entre su mente y la del humano:
—Por favor, escuche. No quiero hacerle daño. Soy un organismo no humano llegado a su planeta en penosas circunstancias y que sólo desea regresar a su propio mundo…
El ala de enfermos cardíacos del hospital del Puerto Espacial, en Long Island, se hallaba en la planta baja, en la parte de atrás, donde era posible someter a los pacientes a terapias de flotadores sin trastornar el equilibrio gravitacional del resto del edificio. Como siempre, el hospital estaba lleno —constantemente llegaba más gente en las naves-ambulancia y, por su propia seguridad, la mayoría eran hospitalizados en el mismo puerto espacial—, y el ala de los cardíacos se encontraba más que abarrotada. En ese momento había una docena de infartos esperando el trasplante, nueve trasplantes en recuperación, cinco coronarias en estado de emergencia, tres proyectos de regeneración de ventrículo, un trabajo de corrección de aorta y nueve o diez casos más. La mayoría de los pacientes eran mantenidos en flotación, con el fin de reducir la tensión gravitacional en sus tejidos dañados, a excepción de los casos de trasplante, que se sometían a la gravedad total normal en la Tierra para que sus nuevos corazones adquirieran la resistencia y firmeza adecuadas. El hospital tenía una magnífica reputación, uno de los índices de mortalidad más bajos del hemisferio.
La pérdida de dos pacientes en una misma mañana supuso un shock para todo el personal.
A las 9.17 se encendió la luz roja en el monitor de la señora Maldonado, de ochenta y siete años, en estado de postrasplante y que hasta entonces había ido muy bien. Se le había presentado una endocarditis aguda al regreso de un viaje al sistema Júpiter. A su edad, no tenía vitalidad suficiente para resistir el lento proceso de desarrollo de un corazón nuevo mediante punzón genético, por lo que le habían hecho un trasplante sintético y, durante dos semanas, todo había salido muy bien. De pronto, sin embargo, el Centro de Control del hospital empezó a recibir una horrible serie de informes por telemetría desde el lecho de la señora Maldonado: acción de la válvula: cero; tensión: cero; respiración: cero; pulso: cero… Todo cero, cero, cero. La cinta del electroencefalograma reflejó una sacudida violenta —como si hubiera recibido un shock brusco e intenso—, seguida de un minuto o dos de acción irregular y, a continuación, el fin de la actividad cerebral. Mucho antes de que ningún miembro del personal del hospital llegara hasta su cama, el equipo automático de reanimación, tanto químico como eléctrico, se había hecho cargo de la paciente. Pero ya no tenía salvación. Una hemorragia cerebral, que llegó sin el menor aviso, había causado un daño irreversible.
A las 9.28 tuvo lugar la segunda pérdida: el señor Guinness, de cincuenta y un años, tres días después de la operación de una embolia coronaria. La misma secuencia de acontecimientos. Una brusca sacudida del sistema nervioso, una respuesta psicológica inmediata y fatal. Proceso de resucitación: negativo. Nadie entre el personal podía ofrecer una explicación plausible para la muerte de el señor Guinness. Como la señora Maldonado, también él había estado durmiendo pacíficamente, con todos los signos vitales inalterados, hasta el momento del ataque fatal.
—Como si alguien se les hubiera acercado y les hubiera chillado ¡uh! al oído… —murmuró un doctor, desconcertado ante los gráficos, y señaló la alterada línea del EEG—. O como si hubieran sufrido una pesadilla terriblemente vívida, con una sobrecarga sensorial insoportable. Pero no hubo el menor ruido en la sala. Y las pesadillas no son contagiosas.
El doctor Peter Mookherji, residente de neuropatología, empezaba su visita matinal por el sexto nivel del hospital cuando la voz suave del microrreceptor unido a su oreja izquierda le pidió que se presentara inmediatamente en el edificio de Cuarentena. El doctor Mookherji protestó:
—¿No pueden esperar? Este es el momento más ocupado del día y…
—Se le ordena que venga en seguida.
—Mire, tengo una chica en coma, que ha de recibir su sesión de teleterapia dentro de quince minutos y que espera verme antes. Soy su única relación con el mundo. Si no estoy allí cuando…
—Se le ordena que venga en seguida, doctor Mookherji.
—¿Por qué los de Cuarentena necesitan un neuropatólogo con tanta prisa? Déjenme al menos que me ocupe de la chica y, dentro de cuarenta y cinco minutos, podré…
—Doctor Mookherji…
Era inútil discutir con una máquina. Mookherji trató de dominar su genio. El genio fuerte constituía un rasgo típico en su familia, junto con el gusto por las salsas picantes y el talento para la telepatía. Gruñendo, cogió un comunicador de datos, se identificó y pidió al Centro de Control del hospital que volviera a programar todo su horario de la mañana.
—Intercalen un retraso de media hora como sea —dijo—. No puedo evitarlo… Arréglenlo como puedan. Me han pedido que vaya a Cuarentena.
La computadora fue lo bastante amable como para tener un vehículo esperándole cuando salió del hospital. Le llevó a toda velocidad a través del puerto espacial hasta el edificio de Cuarentena, en sólo tres minutos. Sin embargo, seguía furioso cuando llegó allí. El radar de la puerta comprobó su tarjeta de identificación, y uno de los innumerables altavoces del Centro de Control le anunció solemnemente:
—Se le espera en la habitación 403, doctor Mookherji.
La habitación 403 resultó ser una oficina para interrogatorios compuesta de dos sectores. El de la parte trasera estaba unido al Centro de Cuarentena; el sector frontal pertenecía a la parte del edificio abierta al acceso público, con un espeso tabique de cristal entre ambos. Seis astronautas de aspecto agotado estaban tumbados en camas plegables tras el tabique, mientras que tres miembros del personal de Cuarentena se paseaban inquietos por la parte frontal. La irritación de Mookherji se calmó al comprobar que uno de estos últimos era un antiguo amigo suyo de la Facultad de Medicina, Lee Nakadai. El japonés, un hombrecillo delgado, tenía veintinueve años, uno más que Mookherji. Solían reunirse de vez en cuando para almorzar en la administración del puerto espacial y, a principios de año, habían salido con un par de gemelas filipinas, pero la urgencia del trabajo los había mantenido separados durante meses. Nakadai fue directamente al grano:
—Pete, ¿has oído hablar alguna vez de una epidemia de pesadillas?
—¿Qué?
Señalando a los hombres tras el tabique de cuarentena, Nakadai continuó:
—Estos tipos llegaron hace un par de horas de la Estrella de Norton. Traían un cargamento de corteza del árbol de fuego verde. Físicamente, la comprobación resultó perfecta hasta una aproximación de cinco decimales, y los hubiera dejado ir a no ser por algo curioso. Todos se hallan en grave estado de agotamiento nervioso, que, según dicen, es el resultado de no haber dormido prácticamente durante todo el viaje de regreso, que ha durado un mes. Y la razón es que todos ellos tuvieron pesadillas, auténticas pesadillas que les destrozaban el cerebro en cuanto intentaban dormir. Sonaba tan peculiar que me pareció oportuno proceder a una comprobación neuropática, por si hubieran contraído algún tipo de infección cerebral.
Mookherji frunció el ceño:
—¿Y para esto me sacaste de mi sala alegando una urgencia, Lee?
—Habla con ellos —aconsejó Nakadai—. Tal vez eso te impresione un poco.
—De acuerdo —dijo Mookherji, volviéndose a los astronautas—. ¿Qué hay de esas pesadillas?
Un oficial alto y bien parecido, que se presentó como teniente Falkirk, contestó:
—Yo fui la primera víctima, justo después del despegue. Casi me volví loco. Era como… bien, como si algo manoseara mi mente, llenándola de pensamientos horribles. Y todo parecía absolutamente real mientras duró. Tenía la sensación de que me ahogaba, de que mi cuerpo se transformaba en algo extraño. Sentía que la sangre se me salía por los poros… —Se encogió de hombros—. Como una pesadilla, supongo, sólo que diez veces más vívida. Cincuenta veces. Pocas horas más tarde, el capitán Rodríguez tuvo la misma clase de sueño. Imágenes distintas, pero el mismo efecto. Y luego, uno por uno, cuando a los demás les llegó su turno de descanso, empezaron a despertarse gritando. Dos de nosotros acabamos pasando tres semanas a base de píldoras euforizantes. Somos hombres muy estables, doctor; se nos ha adiestrado para soportarlo casi todo. Creo que un civil se habría vuelto loco de modo irremediable con una pesadilla semejante. No tanto por las imágenes como por la intensidad, por lo reales que eran.
—¿Y los sueños continuaron durante todo el viaje? —preguntó Mookherji.
—En cada turno de descanso. De tal modo que incluso nos daba miedo dormirnos, porque sabíamos que los diablos se nos meterían en la cabeza en cuanto lo hiciéramos. Nos drogábamos fuertemente. Pero aun entonces teníamos pesadillas, pese a nuestras mentes drogadas a un nivel en el que nadie imaginaría que pudieran presentarse los sueños. Una plaga de pesadillas, doctor. Una epidemia.
—¿Cuándo tuvo lugar el último episodio?
—En el último período de descanso antes del aterrizaje.
—¿Ninguno de ustedes ha dormido desde que salieron de la nave?
—No —respondió Falkirk.
—Tal vez Falkirk no se haya explicado bien, doctor —intervino otro de los astronautas—. Eran sueños asesinos. Como para trastornarnos la mente. Tuvimos suerte de volver cuerdos. Si es que lo estamos.
Mookherji unió las puntas de los dedos y rebuscó entre sus experiencias, tratando de hallar algún caso similar. No encontró ninguno. Sabía de alucinaciones colectivas, eso era normal; episodios en los que multitudes enteras se persuadían a sí mismas de haber visto dioses, demonios, milagros, muertos caminando, símbolos en el cielo. ¿Pero una serie de alucinaciones en secuencia, durante el sueño, en toda una tripulación de astronautas veteranos y experimentados? No parecía lógico.
—Pete —dijo Nakadai—, los hombres tienen una idea de lo que puede haberlo causado. Es una idea absurda, pero quizá…
—¿De qué se trata?
Falkirk rió nerviosamente:
—En realidad es bastante fantástica, doctor.
—Adelante.
—Bien, tal vez algo del planeta se introdujo a bordo de la nave con nosotros. Algo… digamos telepático. Que trataba de introducirse en nuestra mente en cuanto nos dormíamos. Lo que nos parecía una pesadilla, tal vez fuera esa cosa dentro de nuestra cabeza.
—Quizás haya hecho todo el viaje a la Tierra con nosotros —añadió otro astronauta—. Y puede estar aún a bordo de la nave. O suelto por la ciudad ahora.
—¿La Amenaza de la Pesadilla Invisible? —preguntó Mookherji con una sonrisita—. Me parece difícil de aceptar.
—Pero existen criaturas telepáticas —insistió Falkirk.
—Lo sé —repuso Mookherji bruscamente—. Da la casualidad de que soy una de ellas.
—Doctor, lamento si…
—Pero eso no me lleva a buscar telépatas por todos los rincones. No es que rechace la idea de una amenaza desconocida, pero juzgo más probable que contrajeran allí algún tipo de inflamación cerebral. Un virus, una variedad de encefalitis que se manifiesta en forma de alucinaciones crónicas.
Los astronautas parecían molestos. Indudablemente, preferían ser víctimas de un monstruo que les atacaba desde el exterior que de un virus desconocido alojado en su cerebro. Mookherji continuó:
—No digo tampoco que sea eso. Sólo estoy tanteando hipótesis. Sabremos más cuando hayamos hecho algunos tests. —Consultó el reloj y se volvió hacia Nakadai—: Mira, Lee, no hay mucho más que pueda descubrir por el momento y tengo que volver con mis pacientes. Quiero que estos hombres sean sometidos a toda una serie de comprobaciones neuropsicológicas. Que se envíen los resultados a mi despacho en cuanto se obtengan. Aplica los tests en series programadas y empieza por hacerles dormir, de dos en dos, después de cada serie. Enviaré a un técnico para que te ayude a manipular la telemetría. Quiero que se me notifique inmediatamente si hay alguna experiencia de pesadilla.
—De acuerdo.
—Que cada uno firme los resultados de su telepatía. Les haré unas pruebas mentales preliminares esta tarde, una vez que haya tenido la oportunidad de estudiar los descubrimientos clínicos. Mantén la cuarentena absoluta, por supuesto. Lo que sea podría resultar contagioso. Hay que ir sobre seguro.
Nakadai asintió. Mookherji lanzó una sonrisa profesional a los seis sombríos astronautas y salió meditabundo. ¿Un virus de pesadilla? ¿O un organismo invisible y extraño que intervenía la mente? No estaba seguro de cuál de las dos ideas le gustaba menos. Probablemente, pensó, habría alguna explicación prosaica y normal para ese mes de malos sueños: la comida contaminada, o una ligera avería en el reciclador de atmósfera. Una explicación simple y corriente.
Probablemente.
La primera vez que ocurrió, el vsiir no estaba seguro de lo que había sucedido realmente. Había alcanzado una mente humana y se había producido una reacción inmediata y vehemente. El vsiir había retrocedido, alarmado por la furia de la respuesta. Y un momento después, ya no pudo localizar de nuevo la mente, en absoluto. Sin duda, se dijo el vsiir, se trataba de un mecanismo de defensa, mediante el cual los humanos defendían su mente contra los intrusos. Sin embargo, eso parecía improbable, ya que, de todos modos, la mente humana se mantenía la mayor parte del tiempo eficazmente preservada. A bordo de la nave, cada vez que el vsiir había conseguido deslizarse a través de los muros que guardaban la mente de uno de los tripulantes, había tropezado siempre con una gran turbulencia —indudablemente los humanos no disfrutaban con el contacto mental con un vsiir—, pero jamás esta cerrazón completa, este total rechazo de sus señales.
Desconcertado, el vsiir lo intentó de nuevo, adelantándose hacia otra mente abierta, situada no lejos de donde estuviera la que se había desvanecido:
—Présteme atención, por favor. Un momento de consideración para un individuo confuso de otro mundo, víctima de circunstancias desafortunadas que…
De nuevo la respuesta violenta, un brillo repentino y tremendo de energía mental, un relámpago ardiente de temor y dolor, y el shock. Y de nuevo, momentos después, el silencio completo, como si el humano se hubiera retirado tras una barrera impermeable. ¿Dónde está? ¿Dónde se ha ido? El vsiir, muy preocupado, corrió el riesgo de crear un receptor óptico que funcionara en el espectro visible —y que, por tanto, sería visible para los humanos— y examinó la escena. Vio a un humano en una cama, completamente rodeado de una maquinaria complicada, en la que se encendían una tras otra muchas luces de colores. Otros humanos, con aspecto agitado, corrían hacia el lecho. El que yacía en él permanecía muy quieto. Ni siquiera se movió cuando un brazo de metal descendió bruscamente y le clavó una aguja larga y brillante en el pecho.
De pronto, el vsiir lo comprendió todo.
¡Los dos humanos debían de haber sufrido la aniquilación de la existencia!
Apresuradamente, disolvió el receptor del espectro visible y se retiró a un rincón para meditar sobre lo sucedido. Primer dato: dos humanos habían muerto. Segundo dato: habían muerto un instante después de recibir la transmisión mental del vsiir. Problema: ¿la transmisión mental había originado la muerte?
La posibilidad de que pudiera haber destruido dos vidas era algo desconcertante y aterrador. Al vsiir le sobrecogió un frío tan intenso que su cuerpo se encogió en una bola tensa y dura, anulados todos los procesos de pensamiento. Necesitó varios minutos para recuperar un estado plenamente funcional. Si sus intentos de comunicarse con los humanos producían efectos tan horribles, se dijo, las probabilidades de encontrar ayuda en este planeta eran muy escasas. ¿Cómo arriesgarse a intentar el contacto con otros humanos, si…?
Le asaltó un pensamiento consolador. Comprendió que estaba sacando una conclusión apresurada basándose en pruebas parciales, a la vez que pasaba por alto algunos argumentos poderosos contra esta conclusión. Durante todo el viaje a este mundo, había estado estableciendo contacto con los humanos, los seis tripulantes, y ninguno de ellos había muerto. Eso era buena prueba de que los humanos podían soportar el contacto con la mente de un vsiir. Por tanto, el contacto solo no podía ser el causante de aquellas dos muertes.
Probablemente, era una coincidencia el que se hubiera acercado sucesivamente a dos humanos que se hallaban a punto de terminar. ¿Sería éste un lugar donde se trajera a los humanos cuando su fin estaba próximo? ¿Habrían muerto de todos modos aunque él no hubiera intentado establecer contacto? ¿El intento de contacto suponía una intensificación en la disminución de energía suficiente para impulsar a los dos hacia su fin? El vsiir lo ignoraba. Y se sentía incómodo al comprobar cuántos hechos importantes desconocía. Sólo de una cosa estaba seguro: se le acababa el tiempo. Si no encontraba ayuda pronto, la decadencia metabólica se iniciaría, seguida por la rigidez metamórfica, seguida por la pérdida fatal de adaptabilidad, seguida por… el fin.
El vsiir no tenía alternativa. Continuar sus intentos de establecer contacto con un humano era la única esperanza de supervivencia.
Cauta, tímidamente, empezó de nuevo a enviar sus tentáculos buscando una mente adecuadamente receptiva. Ésta se hallaba bien cerrada, Y ésta también. Y todas. ¡No había ninguna entrada! El vsiir se preguntó si las barreras que los humanos poseían estaban especialmente diseñadas para evitar la intrusión de una conciencia no humana o bien protegían a cada humano contra toda clase de contactos mentales, incluido el contacto con otros humanos. Si existía un contacto de humano a humano, el vsiir no lo había detectado, ni en este edificio ni a bordo de la nave espacial. ¡Qué raza tan extraña!
Tal vez sería mejor probar un nivel diferente del mismo edificio. Se introdujo fácilmente bajo una puerta cerrada y subió por la escalera de servicio al piso superior. De nuevo envió sus tentáculos. Una mente cerrada aquí, y aquí, y aquí… Y al fin una receptiva. El vsiir se dispuso a enviar su mensaje. Para mayor seguridad, rebajó la potencia de la transmisión, reduciendo su pensamiento a un simple susurro:
—¿Me oye? Le habla un ser extraterrestre perdido. Necesita ayuda. Desea…
Del humano le llegó una respuesta aguda, muda pero inconfundiblemente hostil. El vsiir se retiró inmediatamente. Esperó aterrado, temiendo haber causado otra muerte. No; la mente humana seguía funcionando, aunque ya no estaba abierta, sino rodeada por la especie de barrera que los humanos llevaban normalmente. Abrumado, decepcionado, se alejó reptando. Otro fracaso. Ni siquiera un instante de contacto significativo, de mente a mente. ¿No habría modo de llegar a esa gente? Continuó con desaliento su búsqueda de una mente receptiva. ¿Qué otra cosa podía hacer?
La visita al Centro de Cuarentena había retrasado en cuarenta minutos el programa matinal del doctor Mookherji. Eso le molestaba. No podía culpar a los de Cuarentena por sentirse preocupados ante el caso de los seis astronautas y las alucinaciones crónicas, pero, en su opinión, la situación, aunque misteriosa, no era lo bastante grave como para llamarle con urgencia. Fuera lo que fuera lo que había trastornado a los astronautas, ya saldría a la luz a su debido tiempo. Mientras tanto, permanecían totalmente aislados del resto del puerto espacial. Nakadai debía de haber hecho más tests antes de llamarle. Estaba resentido por haber tenido que robar tiempo a sus pacientes.
No obstante, mientras iniciaba con retraso su ronda de la mañana, Mookherji se calmó con un esfuerzo deliberado. No sería bueno, ni para él ni para sus pacientes, que les visitara vencido por la tensión y la irritación. Se suponía que iba a curarles, no a contagiarles su ansiedad. Dedicó unos instantes al ejercicio rutinario de la relajación progresiva, de modo que cuando entró en la habitación de su primer paciente —la de Satina Ranson—, se sentía considerablemente amable, tranquilo.
Satina estaba echada sobre el costado izquierdo, con los ojos cerrados. Era una esbelta muchacha de dieciséis años, de rostro frágil y cabellos largos, rubios y suaves. Toda una red de monitores de vigilancia la rodeaban. Llevaba inconsciente catorce meses, doce de ellos en la Sala de Neuropatología del puerto espacial, y los seis últimos al cuidado de Mookherji. Queriendo premiarla, sus padres la habían llevado de vacaciones a una de las estaciones turísticas de Titán durante la mejor época para ver los anillos de Saturno. Con grandes dificultades, pudieron lograr asientos reservados en la Cúpula de Galileo, y allí estaban en el día terrible en que un violento terremoto rompió la cúpula y expuso a miles de turistas a la atmósfera de metano venenoso del satélite. Satina fue una de las afortunadas; apenas había respirado un par de veces aquel gas letal cuando un guía de la Cúpula con quien había estado hablando consiguió colocarle una máscara antigás sobre el rostro. Sobrevivió. No así su padre, ni su madre, ni su hermano menor. Pero Satina jamás llegó a recobrar el sentido después de desmayarse en el momento del desastre. Meses de pruebas en la Tierra demostraron que la breve inhalación de metano no había causado gran daño cerebral. Al parecer, nada iba mal orgánicamente, pero se negaba a despertarse. Una reacción de shock, suponía Mookherji. Prefería seguir durmiendo para siempre antes de volver a la pesadilla viviente en que se habría convertido su conciencia. El había podido alcanzar su mente telepáticamente, pero, de momento, no había conseguido librarla del trauma de aquella catástrofe y hacerla regresar al mundo de los seres en estado de vigilia.
Se dispuso a establecer contacto. No había nada fácil ni automático en su telepatía. «Leer» en la mente de los demás era un trabajo agotador para él, tan difícil y cansado como participar en una carrera a campo traviesa o como memorizar un largo fragmento de Hamlet. A pesar de los temores de los legos, carecía de facultades para curiosear los pensamientos íntimos de nadie mediante una mirada casual. Para introducirse en otra mente, tenía que pasar por un complicado proceso de preparación y búsqueda. E incluso así, era muy lento en captar «la longitud de onda» de cualquiera, de modo que sólo al noveno o décimo intento obtenía cierta información coherente. Tal don había pervivido en la familia Mookherji durante una docena de generaciones al menos, favorecida por matrimonios muy bien planeados y encaminados a conservar esos genes preciosos. Él era más apto que cualquiera de sus antepasados. Sin embargo, tal vez se necesitara aún otro par de siglos de Mookherjis para producir un telépata realmente potente. Pero al menos él podía hacer buen uso de ese talento para el contacto mental. Sabía que muchos miembros de su familia, en épocas anteriores, se habían visto obligados a ocultar ese don a sus vecinos, allá en la India, para no verse equiparados con los vampiros y los hombres lobo y arrojados de la sociedad.
Colocó suavemente su mano morena sobre la muñeca pálida de Satina. El contacto físico era necesario para alcanzar la unión mental. Se concentró en llegar a ella. Después de meses de telepatía, la mente de la muchacha se había vuelto sensible a la suya, de modo que podía saltarse los pasos intermedios y, una vez recalentado, sumergirse directamente en su alma turbada. Tenía los ojos cerrados. Veía ante él una neblina gris perla: la mente de Satina. Se introdujo en ella con facilidad. De la profundidad del espíritu de la muchacha, surgió una pregunta:
—¿Quién es? ¿Doctor?
—Sí, soy yo. ¿Cómo estás hoy, Satina?
—Bien, muy bien.
—¿Has dormido bien?
—Hay tanta calma aquí, doctor…
—Sí, si, me lo imagino. Pero deberías ver lo que hay aquí. Un día maravilloso de verano. El sol en el cielo azul. Un día perfecto para ir a tomar un baño. ¿Qué, no te gustaría volver a nadar?
Se concentra con todas sus fuerzas en imágenes acuáticas: una fría corriente montañosa, un lago profundo en la base de una hermosa catarata, el delicioso y repentino sobresalto al hundirse en ella, las gotas cristalinas sobre la piel cálida, la risa de los amigos, el rumor de las potentes brazadas que la llevarían a la costa lejana…
—Prefiero seguir donde estoy —le dice ella.
—¿Tal vez te gustaría más volar?
Evoca las sensaciones del vuelo libre. Un flotador sujeto a su cintura la eleva serenamente a una altitud de trescientos metros. Va volando sobre campos y valles, sus amigos tras ella, el cuerpo totalmente relajado, sin peso, alzándose hasta que el terreno es como un tablero de ajedrez de marrones y verdes, mirando las casitas allá abajo, los coches tan graciosos, cruzando primero un lago de plata y luego un bosque sombrío de espesura. O simplemente tumbada de espaldas con las piernas cruzadas, las manos tras la nuca, el sol en las mejillas, a noventa metros de altura, sin nada bajo ella…
Pero Satina no acepta ese gambito. Prefiere quedarse donde está. La tentación de flotar no es lo bastante fuerte.
Mookherji no tiene energía suficiente para un tercer intento por sacarla del coma. Pasa, pues, a una función simplemente médica e intenta localizar la fuente del trauma que la ha aislado del mundo. El miedo, sin duda, y el terrible estallido de la cúpula que significaba el fin de toda seguridad; y la vista de sus padres y hermano muriendo ante sus ojos; y el olor putrefacto de la atmósfera de Titán en la nariz… Todo eso sin duda. Pero la gente se ha repuesto de calamidades aún peores. ¿Por qué insiste ella en retirarse de la vida? ¿Por qué no acepta el terrible pasado y se reconcilia de nuevo con la existencia?
Satina lucha contra el médico. Sus defensas son inexpugnables; no quiere que é intervenga en su mente. Todas las sesiones han terminado del mismo modo: Satina aferrándose a su retiro; Satina bloqueando cualquier intento por liberarla de la prisión que ella misma se ha impuesto. Mookherji sigue esperando que un día bajará la guardia. Pero no será hoy. Cansadamente, se retira del centro de la mente de Satina y le habla desde un nivel más superficial.
—Deberías volver a la escuela, Satina.
—Todavía no. ¡Han sido unas vacaciones tan cortas!
—¿Sabes cuánto tiempo?
—Unas tres semanas, ¿no es cierto?
—Catorce meses ya —le dice.
—Eso es imposible. Salimos hacia Titán hace muy poco, la semana antes de Navidad, y…
—Satina, ¿cuántos años tienes?
—Cumpliré quince en abril.
—Te equivocas —le dice—, ese abril ya ha pasado, y el siguiente también. Cumpliste dieciséis hace dos meses, Satina. Dieciséis.
—No puede ser cierto, doctor. El decimosexto cumpleaños de una chica es algo especial, ¿no lo sabía? Mis padres darán una gran fiesta. Todos mis amigos están invitados. Y habrá una orquesta robot de nueve instrumentos, con sintetizadores, y sé que eso no ha ocurrido aún. Así que, ¿cómo puedo tener dieciséis años?
La reserva de fuerzas de Mookherji está casi agotada. Su señal mental es débil. No halla la energía necesaria para decirle que está bloqueando de nuevo la realidad, que sus padres han muerto, que el tiempo pasa mientras ella sigue allí, que es demasiado tarde para una alegre fiesta por sus dieciséis años.
—Hablaremos de ello… en otro momento, Satina… Yo… te veré… de nuevo… mañana… Mañana… por la mañana.
—¡No se vaya tan pronto, doctor!
Pero él ya no puede sostener el contacto y deja que se rompa.
Soltándole la mano, Mookherji se enderezó, meneando la cabeza. ¡Que pena!, pensó. ¡Qué pena más horrible! Salió de la habitación con las piernas temblorosas y se detuvo un momento en el vestíbulo, apoyándose contra una puerta cerrada y secándose la frente sudorosa. No llegaba a parte alguna con Satina. Después del período inicial, optimista, del contacto, había fallado por completo en la disminución de la intensidad del coma. Ella se había establecido cómodamente en su mundo ilusorio y retirado y, con telepatía o sin ella, no hallaba el modo de liberarla.
Inspiró profundamente. Luchando por rechazar la creciente impresión de tremendo desaliento, se dirigió a la habitación del enfermo siguiente.
La operación iba muy bien. Una docena de estudiantes de medicina de tercer año ocupaban los puestos de observación en la Galería de Cirugía, situada en el tercer piso del Hospital del Puerto Espacial, siguiendo la experta técnica del doctor Hammond mediante la visión directa y la explicación simultánea, microamplificada en sus pantallas individuales. Del paciente, un hombre de casi setenta años, víctima de un tumor cerebral, sólo se veían la cabeza y los hombros, que sobresalían de una cámara de sostén vital. Le habían afeitado el cráneo, sobre el que habían pintado líneas azules y puntos rojos que indicaban los contornos interiores del cerebro, determinados de antemano por el sonar de corto alcance. El cirujano había realizado ya la tarea de colocar en posición el láser que extirparía el tumor.
La parte más difícil había terminado. Sólo restaba poner el láser a toda potencia y enviar el potente y preciso haz luminoso hasta el cerebro del paciente. La cirugía craneal de este tipo no exigía el menor derramamiento de sangre; no había necesidad de cortar la piel y los huesos para exponer el tumor, pues los rayos del láser, calibrados a una millonésima de centímetro, penetrarían por aberturas diminutas y, atacando el tumor desde ángulos diferentes, destruirían la excrescencia maligna sin dañar en absoluto la parte de tejido cerebral sana que la rodeaba. El planeamiento lo era todo en una operación semejante. Una vez determinado el perfil exacto del tumor, y los rayos láser quirúrgicos montados en los ángulos correctos, cualquiera interno podía terminar el trabajo.
Para el doctor Hammond se trataba de un procedimiento de pura rutina. Había hecho cien operaciones del mismo tipo sólo en el año anterior. Dio la señal, el indicador resplandeció sobre el aparato del láser, los estudiantes de la galería se inclinaron ansiosamente hacia adelante…
Y en el preciso instante en que el brillante rayo del láser saltaba hacia la mesa de operaciones, el rostro del paciente anestesiado se contrajo de un modo espantoso, como si un sueño terrible hubiera surgido de las cavernas de la mente drogada del hombre. Se agitaron las aletas de la nariz, se contrajeron sus labios, abrió los ojos de par en par, pareció como si quisiera gritar y se movió convulsivamente, torciendo la cabeza. El láser dio en la sien izquierda del paciente, muy lejos de la delimitada zona del tumor. El lado derecho de su rostro se contrajo, con todos los músculos paralizados. Los estudiantes de medicina se miraron desconcertados. El doctor Hammond, atónito, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para apagar el láser con un súbito movimiento de la mano. Después, asiéndose con ambas manos a la mesa de operaciones en su agitación, miró los diales y contadores que le revelaban los detalles de la operación fallida. El tumor seguía intacto, pero un gran sector del cerebro del paciente había quedado destruido.
—¡Imposible! —murmuró Hammond.
¿Qué podía haber obligado a un paciente bajo anestesia a saltar de tal modo?
—¡Imposible, imposible…!
Corrió al extremo de la mesa y comprobó la lectura en la cámara de sostén vital. Ya no era cuestión de si el tumor cerebral podría ser extirpado con éxito. La cuestión inmediata era si el paciente lograría sobrevivir.
A las cuatro de esa tarde, Mookherji había terminado la mayor parte de sus tareas. Había visitado a todos sus pacientes y puesto al día todas sus gráficas; había llevado un resumen de sus diagnósticos a la computadora principal, que era el punto de control central del hospital; incluso tuvo tiempo para tomar un bocado a toda prisa. Como de costumbre, ahora dispondría de las siguientes cuatro horas a su antojo, para regresar a su austera habitación en la residencia de los internos, a un extremo del complejo del puerto espacial, para echar una siesta, dirigirse al Centro de Recreo y jugar un partido de tenis, contemplar el último espectáculo tridimensional o cualquier otra cosa que se le ocurriera. La siguiente ronda de visitas a los pacientes no empezaba hasta las ocho de la noche. Pero hoy no se sentía capaz de relajarse. Le preocupaba aquel asunto de los astronautas en cuarentena. Nakadai le había estado enviando resultados de los tests desde las dos, y ahora va estaban todos introducidos en la computadora terminal de datos de Mookherji. Ninguno de ellos llevaba la nota de urgente; por consiguiente se había limitado a dejar que los informes se fueran acumulando. Sin embargo, intuía que debía de echarles una ojeada. Tocó las teclas de la terminal pidiendo notas, y los resultados de Nakadai empezaron a salir por la ranura.
Mookherji repasó las hojas amarillas. Reflejos; carga de sinapsis; grado de ionización neural; equilibrio endocrinológico; respuesta visual, respiratoria y circulatoria; intercambio molecular cerebral; percepción sensorial; electroencefalogramas aumentados y reducidos al mínimo… No, no había nada raro allí. Por las pruebas, era patente que los seis hombres que viajaron a la Estrella de Norton estaban muy necesitados de vacaciones —los nervios tensos, los reflejos confusos—, pero no había indicación de nada más grave que la pérdida crónica de sueño. No se detectaban señales de lesión cerebral, de infección, de daño nervioso, ni de otra incapacidad orgánica.
¿Por qué, entonces, las pesadillas?
Marcó el número de teléfono de la oficina de Nakadai.
—Cuarentena —dijo casi de inmediato una voz tensa.
Y un momento después, el rostro delgado y moreno de Nakadai apareció en la pantalla.
—Hola, Pete. Precisamente iba a llamarte.
—No terminé hasta hace poco —respondió Mookherji—, pero ya he repasado las notas que me enviaste. Lee, no hay nada en ellas.
—Eso pensaba yo.
—¿Y los hombres? Quedamos en que me llamarías si alguno de ellos tenía pesadillas.
—No las tuvo ninguno —dijo Nakadai—. Falkirk y Rodríguez han estado durmiendo desde las once. Como corderitos. A Schmidt y Carroll se les permitió que se durmieran a la una y media. Webster y Schiavone se echaron a las tres. Y los seis siguen roncando, durmiendo como si no lo hubieran hecho en años. Tengo un importante equipo vigilándolos y todas las lecturas son perfectamente normales. ¿Quieres que te envíe los datos?
—¿Para qué? Si no sufren alucinaciones, ¿qué puedo obtener de ellos?
—¿Significa eso que te propones saltarte las pruebas mentales esta noche?
—No lo sé —repuso Mookherji, encogiéndose de hombros—. Sospecho que no vale la pena, pero dejemos eso en el aire. Terminaré mi ronda de noche hacia las once y, si hay alguna razón para introducirme entonces en la mente de esos astronautas, lo haré. —Frunció el ceño—. Pero, oye…, ¿no dijeron todos que habían sufrido pesadillas en cada turno de sueño?
—Exacto.
—Pues ahí los tienes, durmiendo fuera de la nave por primera vez desde que empezaron las pesadillas, y ninguno de ellos presenta el menor problema. Ni hay señal de posibles lesiones de cerebro causadas por las alucinaciones. ¿Sabes una cosa, Lee? Estoy empezando a creer en la hipótesis bastante tonta que esos hombres me propusieron esta mañana.
—¿Que las alucinaciones fueron causadas por algún ser extraño e invisible? — preguntó Nakadai.
—Algo parecido. Lee, ¿en qué condiciones está la nave en que vinieron?
—Ha pasado por todas las comprobaciones rutinarias de desinfección y ahora se encuentra en un vector de aislamiento, hasta que tengamos alguna idea de lo que ocurre.
—¿Podría yo subir a bordo? —preguntó Mookherji.
—Supongo que sí, pero…, ¿para qué?
—Por esa absurda idea de que algo externo causara las pesadillas. Tal vez esté todavía a bordo de la nave. Tal vez un telépata de nivel inferior como yo logre detectar su presencia. ¿Puedes conseguirme rápidamente el permiso?
—En diez minutos —dijo Nakadai—. Yo mismo iré a recogerte.
Llegó prontamente en un vehículo convencional de ruedas. Mientras se dirigían al terreno de aterrizaje, entregó a Mookherji un traje espacial y le dijo que se lo pusiera.
—¿Para qué?
—Querrás respirar dentro de la nave, ¿no? Precisamente ahora está en vacío… Decidimos que no era seguro dejarla con atmósfera. Además, está cargada de radiactividad debida al proceso de descontaminación. ¿De acuerdo?
Mookherji se metió en el traje con algún esfuerzo.
Llegaron a la nave, una nave interestelar standard, sin gravedad, que parecía pequeña y solitaria en un ángulo del campo. Un cordón de robots la mantenía aislada. Avisados desde el Centro de Control los robots dejaron pasar a ambos doctores. Nakadai se quedó fuera. Mookherji se introdujo en el pasillo de seguridad y, una vez que la escotilla hubo cumplido el ciclo de admisión, entró en la nave. Fue con cautela de un camarote a otro, como el hombre que camina por una selva de la que se dice que hay un jaguar en cada árbol. Mientras miraba a su alrededor, se puso con toda la rapidez posible en receptividad telepática total, muy abierto, esperando el contacto telepático con cualquier cosa que se escondiera en la nave. ¡Adelante! Haz lo que quieras contra mí.
Silencio completo en todas las ondas mentales. Mookherji siguió recorriendo todos los departamentos: la bodega, los camarotes de la tripulación, la cabina de mandos. Todo vacío, todo quieto. Estaba seguro de poder detectar la presencia de una criatura telepática, por extraña que fuera. Si era capaz de alcanzar la mente de los astronautas dormidos, podría alcanzar también la mente de un telépata despierto. Al cabo de quince minutos, dejó la nave, ya satisfecho.
—No hay nada aquí —dijo a Nakadai—. Seguimos igual que antes.
El vsiir empezaba a desesperar. Llevaba todo el día dando vueltas por aquel edificio; a juzgar por la cualidad de las radiaciones solares que entraban por las ventanas, estaba a punto de caer la noche. Y aunque había mentes abiertas en todos los niveles de la estructura, no había tenido la suerte de establecer contacto. Al menos, no se habían producido más muertes. Pero se repetía aquí la misma historia que en la nave: en cuanto el vsiir alcanzaba una mente humana, la reacción era tan negativa que hacía la comunicación imposible. Y sin embargo, seguía probando, una mente tras otra, incapaz de creer que en todo el planeta no hubiera un solo humano a quien contar su historia. Confiaba en no causar un daño grave a las mentes a las que se acercaba, pero debía pensar en su propio destino.
Tal vez esta mente fuera la indicada. El vsiir empezó una vez más a contar su historia…
A las nueve y media de la noche, el doctor Peter Mookherji, muy tenso y con los ojos inyectados en sangre, se lanzó a cumplir sus responsabilidades neuropatológicas. La sala estaba llena: un colapso esquizofrénico, un estancamiento catatónico, Satina en su coma, media docena de histerias de rutina, un par de casos de parálisis, un afásico y muchos más, lo bastante para mantenerle en pie dieciséis horas al día y agotar al límite sus poderes telepáticos (por no mencionar su habilidad médica convencional). Algún día acabaría la prueba de su residencia. Algún día dejaría el hospital e instalaría su clínica privada en una dulce isla tropical; y se iría a Bombay durante los fines de semana para ver a su familia; y pasaría las vacaciones en planetas de distintos sistemas, como un próspero médico especialista… Algún día. Intentó borrar esas fantasías deliciosas de su mente. Si has de pensar en algo, se dijo, piensa en la medianoche. Entonces podrás dormir. Un hermoso, hermoso sueño. Y luego, por la mañana, todo empezará de nuevo. Satina y el coma, el esquizofrénico, el catatónico, el afásico…
Al salir al vestíbulo, yendo de un paciente a otro, su microrreceptor le avisó:
—Doctor Mookherji, por favor, preséntese de inmediato en el despacho del doctor Bailey.
¿Bailey? ¿El director del Departamento de Neuropatología seguía a estas horas en su despacho? ¿Qué ocurría? Pero, por supuesto, no podía ignorarse esa orden. Mookherji avisó al control central de que le habían pedido que interrumpiera su ronda y se dirigió rápidamente, corredor abajo, hacia la puerta de cristal en la que se leía: «Samuel F. Bailey. Doctor en Medicina».
Encontró allí por lo menos a la mitad del personal de Neuropatología: cuatro residentes como él, la mayoría de los internos, incluso algunos doctores de alto nivel. Bailey, un hombre de unos cincuenta años, de rostro grueso y pelo color arena, con una formidable reputación profesional, repasaba gruñendo un montón de notas. Apenas saludó a Mookherji, limitándose a una leve inclinación de cabeza. No estaban en los mejores términos. Bailey, algo anticuado en su actitud, no había aceptado demasiado bien la llegada de la telepatía como instrumento para el tratamiento de los problemas mentales.
—Como estaba diciendo —empezó Bailey—, estos informes se han ido acumulando durante todo el día, y al final han venido a caer sobre mí, sabe Dios por qué. Escuchen: dos pacientes cardíacos, sometidos a sedantes, sufren un shock repentino y violento, descrito por un doctor como sobrecarga sensorial. Uno reacciona con el paro cardíaco; el otro con una hemorragia cerebral. Ambos mueren. Un paciente tratado para la reestabilización endocrinológica recibe una descarga de adrenalina mientras está dormido y experimenta un retraso de seis meses. Un paciente sometido a cirugía del cerebro se agita en la mesa de operaciones, a pesar de la anestesia adecuada, y resulta malherido por el láser. Etcétera, etcétera… Graves problemas en todo el hospital a lo largo del día. La comprobación de los esquemas de EEG llevada a cabo por la computadora demuestra que catorce pacientes, aparte los ya mencionados, han padecido graves ataques de pesadillas en las últimas once horas, y casi todos ellos de tal impacto que el paciente ha sufrido cierto grado de daño físico, con frecuencia, un auténtico daño fisiológico. El Centro de Control no ha informado de epidemias previas de pesadillas. No hay razón para sospechar de un error en las dietas o de una causa similar para el estallido. Sin embargo, los pacientes dormidos siguen sufriendo, y aquellos cuya condición es especialmente crítica se hallan expuestos a un grave riesgo. Con una efectividad inmediata, se ha dejado de dar sedantes a los pacientes en los casos en que esto era posible y se han programado de nuevo los horarios de sueño, pero, indudablemente, no es un expediente demasiado efectivo si la situación continúa hasta mañana. —Hizo una pausa, recorrió la habitación con los ojos hasta posarlos en Mookherji—. El Centro de Control ha emitido una hipótesis. Es posible que un individuo psicopático, con fuerte poder telepático, circule libremente por el hospital, interfiriendo con los pacientes dormidos y transmitiéndoles imágenes que adoptan la forma de horribles pesadillas. Mookherji, ¿qué opina de esa idea?
—Es perfectamente plausible, supongo —repuso Mookherji—, aunque no puedo imaginar por qué un telépata desea ir por ahí repartiendo pesadillas turbadoras. ¿Es que el Centro de Control ha relacionado esto con el asunto del edificio de Cuarentena?
Bailey consultó las hojas de la computadora.
—¿Qué asunto es ése?
—Seis astronautas, que llegaron a primera hora de esta mañana, informaron de que todos ellos habían sufrido de pesadillas crónicas durante el viaje de regreso. El doctor Lee Nakadai ha estado sometiéndoles a pruebas. Me llamó a consulta, pero no pude descubrir nada útil. Imagino que habrá algunos informes de Nakadai en mi despacho, pero…
—El Centro de Control —dijo Bailey— parece preocupado únicamente por los sucesos del hospital, no del complejo del puerto espacial en conjunto. Y si los seis astronautas sufrieron las pesadillas durante el viaje, no veo el modo de que sus síntomas se contagiaran a…
—De eso se trata exactamente —le interrumpió Mookherji—. Ellos tuvieron sus pesadillas en el espacio. Pero están durmiendo desde esta mañana, y Nakadai dice que descansan pacíficamente. Mientras tanto, aquí se ha producido una plaga de alucinaciones. Lo que significa que, fuera lo que fuese lo que les molestó durante el viaje, hoy anda suelto por el hospital… Una entidad capaz de originar sueños tan horribles como para llevar a unos astronautas veteranos al borde del ataque de nervios y que dañan seriamente, o matan incluso, al que tiene mala salud. —Advirtió que Bailey le miraba de un modo extraño y que no era el único. Con un tono más controlado, Mookherji añadió—: Lamento si esto les suena fantástico. He estado haciendo comprobaciones todo el día, de modo que he tenido tiempo para acostumbrarme a la idea. Y todo empieza a encajar precisamente ahora. No quiero decir que mi idea sea forzosamente la correcta. Lo que digo, sencillamente, es que se trata de una idea razonable, que se ajusta a la propia idea de los astronautas sobre lo que estaba molestándoles, que se corresponde al desarrollo de la situación… y que merece una investigación a fondo, si hemos de detener esto antes de perder más pacientes.
—De acuerdo, doctor —dijo Bailey—. ¿Cómo piensa llevar a cabo la investigación?
Mookherji se sintió abrumado. No había parado en todo el día estaba a punto de retirarse a descansar. Y ahora Bailey le ponía bruscamente al frente de aquella caza de fantasmas. ¡Y sin pedirle siquiera su opinión! Sin embargo, comprendió que no había modo de rehusar. Era el único telépata entre el personal. Y si la supuesta criatura andaba realmente suelta por el hospital, ¿quién podía hallarla sino un telépata?
Rechazando la fatiga, Mookherji dijo rígidamente:
—Bien, para empezar necesitaré el informe de todos los casos de pesadilla, el informe que muestre la situación de cada víctima y el momento aproximado del principio de la alucinación…
Ahora estarían preparándose para el Festival del Cambio, el momento cumbre del invierno. Miles de vsiirs en la fase de metamorfosis, estarían en camino hacia el Valle de la Arena, hacia aquel gran anfiteatro natural donde se realizaban los santos rituales. Los primeros en llegar habrían tomado ya posiciones frente al oeste esperando la salida del sol. Gradualmente se llenarían las filas, al ritmo en que los vsiirs acudieran de todas partes del planeta, hasta que el valle dorado estuviera abarrotado de ellos, vsiirs que constantemente variaban sus extensiones dimensionales, sus niveles de energía y resonancias interiores, avanzando gloriosamente hacia los momentos finales y gozosos de la temporada de la metamorfosis, compitiendo entre ellos, aunque con gentileza, para mostrar la mayor variedad de formas y el ciclo más dinámico de los cambios físicos y, cuando los primeros rayos rojos del sol pasaran la Aguja, los celebrantes enloquecerían más aún, bailando, saltando y transformándose con un abandono total, purgándose de las extravagancias del invierno al llegar al mundo la estación de la estabilidad. Y finalmente, bajo el esplendor del sol, se volverían unos a otros con amistad renovada, abrazándose…
El vsiir trató de no pensar en ello. Pero era duro reprimir aquella sensación de pérdida, el dolor de la nostalgia. Un dolor que se hacía más intenso por momentos. Ningún milagro imaginable llevaría al vsiir a casa a tiempo para el Festival de los Cambios. Lo sabía. Y, sin embargo, no podía creer realmente que tal calamidad hubiera caído sobre él.
Intentar llegar a la mente de los humanos era inútil. Tal vez si asumiera una forma visible para ellos, si se dejara ver e intentara entonces la comunicación abierta y verbal…
Pero el vsiir era tan pequeño y los humanos tan grandes… El peligro resultaba enorme. El vsiir, aferrado a un muro y manteniendo su longitud de onda más allá del ultravioleta, sopesó los riesgos y no hizo nada de momento.
—De acuerdo —dijo Mookherji confusamente, poco antes de medianoche—, creo que va hemos despejado el camino.
Estaba sentado ante una pantalla que ocupaba toda la pared, sobre la que el Centro de Control había expuesto un plano esquemático en tres dimensiones del hospital. Brillantes puntos rojos marcaban el lugar de cada incidente de pesadilla, y rayas amarillas el camino probable de la criatura extraña e invisible.
—Vino por este lado, sin duda alguna, ya que es el camino más directo desde la nave, y entró primero en el ala de cardíacos. Aquí, la cama de la señora Maldonado; ahí, la del señor Guinness, ¿lo ven? Luego subió al segundo nivel, dirigiéndose a la fachada y atacando la mente de los pacientes aquí y allá, entre las diez y las once de la mañana. No se confirmó ningún caso de alucinación en la siguiente hora y diez minutos, pero luego tuvo lugar aquel asunto tan desagradable en la Galería de Cirugía del tercer nivel. Y después de eso… —Cerró por un momento sus doloridos ojos, le pareció seguir viendo los puntos rojos y las rayitas amarillas. Se forzó a continuar, siguiendo el resto de la ruta del intruso para su público de doctores y personal de seguridad del hospital. Al fin, dijo—: Eso es. Me imagino que la cosa debe andar ahora por algún punto entre el nivel quinto y el octavo. Se mueve con mucha mayor lentitud que esta mañana, probablemente porque se está quedando sin energía. Lo que hemos de hacer es mantener las alas del hospital selladas para impedir que se mueva libremente, si esto es posible, e intentar reducir el número de lugares donde pueda encontrársele.
Uno de los miembros de Seguridad habló en tono ligeramente beligerante:
—Doctor, ¿y cómo se supone que vamos a encontrar una entidad invisible?
Mookherji luchó por evitar que su voz reflejara la impaciencia que sentía:
—El espectro visible no es el único tipo de energía electromagnética del universo. Si esa cosa está viva, tiene que emitir radiaciones, de la clase que sea, en algún punto. Ustedes disponen de una computadora con un millón de puntos sensoriales repartidos por todo el hospital. ¡Por el amor de Dios! ¿No pueden hacer que los sensores registren una fuente de infrarrojos o ultravioletas que se mueve por una habitación? ¿O incluso de rayos X? No sabemos qué tipo de radiación. Tal vez emita incluso rayos gamma. Escuchen, algo salvaje anda suelto por este edificio y nosotros no podemos verlo, pero sí la computadora. Que lo busque ella.
—Tal vez la energía que debamos usar para seguirlo sea… energía telepática, doctor —dijo el doctor Bailey.
Mookherji se encogió de hombros.
—Por lo que sabemos, los impulsos telepáticos se propagan fuera del espectro electromagnético. Pero, desde luego, usted tiene razón en que tal vez yo pudiera recoger alguna especie de mensaje, y me propongo hacer una investigación, piso por piso, en cuanto acabe esta reunión. —Se volvió a Nakadai—: Lee, ¿qué me dices de los hombres que tienes en cuarentena?
—Los seis pasaron hoy por períodos de ocho horas de sueño sin la menor señal de pesadillas. Soñaron, sí, pero de modo normal. En las dos últimas horas, los he tenido al teléfono hablando con algunos pacientes que sufrieron pesadillas, y todos están de acuerdo en que el tipo de sueños que la gente ha tenido aquí hoy es el mismo, en tono, textura y nivel general, que el horror que ellos sufrieron a bordo de la nave. Imágenes de destrucción corporal y paisajes extraterrestres, acompañados por una impresión abrumadora y casi intolerable de aislamiento, de soledad, de separación de la propia raza…
—Lo cual encaja en la hipótesis de un extraterrestre —dijo Martinson, del personal de Psicología—. Si anda por ahí tratando de comunicarse con nosotros, tratando de decirnos que se siente desdichado por estar aquí, y sus comunicaciones llegan a la mente humana sólo en forma de terribles pesadillas…
—¿Por qué se comunica sólo con los que duermen? —preguntó un interno.
—Tal vez sean los únicos a los que puede alcanzar. Tal vez una mente despierta no sea receptiva —sugirió Martinson.
—Me parece —intervino uno de los hombres de Seguridad— que estamos haciendo demasiadas suposiciones sin basarnos en pruebas en absoluto. Todos siguen ahí sentados, hablando de algo invisible y telepático que le mete pesadillas a la gente por la oreja, y a lo mejor es un virus que ataca el cerebro, o algo que hubo en la comida de ayer, o…
—Las ideas que nos ofrece ya han sido examinadas y rechazadas —respondió Mookherji—. Ahora estamos trabajando en esta línea de investigación porque parece lógica, por fantástica que resulte, y porque es todo lo que tenemos. Si me disculpan, me gustaría empezar de inmediato a recorrer el edificio en busca de mensajes telepáticos.
Y abandonó la habitación, llevándose la mano a la sien, que le latía dolorosamente.
Satina Ranson se agitó, se estiró, se calmó. Alzó la vista y vio la luz terrible de los anillos de Saturno sobre su cabeza, brillando a través de la cúpula del hotel. Nunca había visto nada más hermoso en la vida. Y muy cerca de ellos, sólo a unos mil trescientos cincuenta kilómetros, podía distinguir con toda claridad las zonas de los anillos, cada uno girando en torno a Saturno a su propia velocidad, con la negrura del espacio visible en los lugares abiertos. Y el mismo Saturno, brillante en los cielos, tan enorme…
¿Qué era aquel rumor confuso? ¿Un trueno? No aquí, no en Titán… Otra vez, más alto. Y el temblor del suelo. ¡Una raja en la cúpula! ¡Oh, no, no, no! Sentir la salida del aire, ver aquella neblina verdosa que entra… La gente se derrumba por todas partes… ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? Saturno parece caer hacia nosotros. Aquel gusto en la boca… ¡No, no, no!
Satina chilló. Y chilló. Y siguió chillando al hundirse en la oscuridad, y se cubrió con el manto suave de la inconsciencia, y tembló, y dio gracias por haber hallado un lugar seguro en que ocultarse.
Mookherji había registrado todo el edificio, acompañado por tres hombres de Seguridad y un par de internos. Había visto sectores completos del hospital que ni sabía que existieran. Había recorrido sótanos y subsótanos y subsubsótanos. Había pasado por laboratorios, salas de computadoras y cámaras de ejercicio. Se había mantenido en un estado de completa receptividad telepática durante el camino, pero no había detectado nada, ni siquiera un chispazo de corriente mental. En cierto modo, no fue una sorpresa para él. Cercano ya el amanecer, no deseaba más que unas dieciséis horas de sueño. Aunque fuera con pesadillas. Estaba cansado, si bien cansancio no era ya el término apropiado para expresar lo que sentía.
Sin embargo, algo salvaje andaba suelto aún, y las pesadillas continuaban. Tres incidentes, con un intervalo de noventa minutos, habían tenido lugar durante la noche: dos pacientes en el quinto nivel y uno en el sexto se habían despertado llenos de terror. Había sido posible calmarlos rápidamente y, al parecer, no se había causado un daño permanente. Ahora, aquella cosa extraña se aproximaba a la Sala de Neuropatología de Mookherji, y a él no le gustaba la idea de exponer a un puñado de pacientes mentalmente inestables a ese tipo de estímulo. Para entonces, el Centro de Control había reprogramado los sistemas de monitores de todos los pacientes, a fin de vigilar las primeras etapas de la pesadilla —cambios hormonales, oscilaciones en el EEG, índice de respiración, etcétera—, con la esperanza de despertar a la víctima antes de que recibiera todo el impacto. Incluso así, Mookherji deseaba que aquello fuera capturado y sacado del hospital antes de que llegara a sus pacientes.
Pero, ¿cómo?
Mientras regresaba lentamente a su despacho en el sexto nivel, repasó algunas de las ideas que la gente había aportado en aquella reunión a medianoche. Anda por ahí tratando de comunicarse con nosotros, había dicho Martinson. Su comunicación llega a la mente humana sólo en forma de terribles pesadillas. Tal vez una mente que está despierta no sea receptiva. Por lo visto, ni siquiera la mente de un telépata humano era receptiva estando despierta. Mookherji se preguntó si debía echarse a dormir y esperar a que el alienígena le alcanzara, tratando entonces de habérselas con él y conducirle a una trampa, de la clase que fuera… No. Él no era tan distinto de los demás. Si se dormía y la mente establecía contacto, sencillamente sufriría una pesadilla horrible y se despertaría sin haber logrado nada. Ésa era la respuesta. Sin embargo, supongamos que consiguiera establecer contacto con el extraño a través de la mente de la víctima de una pesadilla…, alguien al que utilizaría como una especie de altavoz telepático…, alguien que seguramente no se despertaría mientras se desarrollaba el sueño…
¡Satina!
Quizá. Quizá. Por supuesto, tendría que asegurarse de que la muchacha permaneciera protegida contra todo posible daño. Ya había tenido bastantes horrores en la cabeza hasta entonces. Pero si él le prestaba su fuerza, le quitaba el veneno a la pesadilla, aceptaba el impacto en si mismo a través de su unión telepática, si podía soportar la tensión y hablar con aquella mente extraterrestre… Tal vez funcionara. Tal vez…
Fue a la habitación de la muchacha. Le cogió la mano entre las suyas.
—Satina.
—¿Ya es de mañana, doctor? ¿Tan pronto?
—Aún es muy temprano, Satina. Pero todo lo que sucede hoy es un poco extraordinario. Necesitamos tu ayuda. No estás obligada a hacerlo si no quieres, pero creo que puedes ser de gran valor para nosotros, e incluso para ti misma. Escúchame cuidadosamente y medítalo bien antes de decir sí o no…
«Dios me ayude si me equivoco», pensó Mookherji, muy por debajo del nivel de la transmisión telepática.
Helado, solitario, cada vez más abrumado por el desaliento y la desesperanza, el vsiir no había intentado ningún contacto desde hacía varias horas. ¿De qué le servía? El resultado siempre era el mismo cuando tocaba una mente humana: agotador para él y, al parecer, molesto para los humanos, sin ninguna eficacia. Ya había salido el sol. El vsiir pensó en abandonar el edificio y exponerse a la radiación solar amarilla, a la vez que bajaba todas sus defensas. Seria una muerte rápida, el fin de toda aquella tristeza y anhelo. Era locura soñar con ver su planeta de nuevo. Y…
¿Qué había sido eso?
Una llamada, una llamada clara, inteligente, inconfundible. Ven a mí. Una mente abierta en algún punto de este nivel, que no hablaba ni el lenguaje humano ni el del vsiir, pero que establecía comunicación sin palabras, universalmente comprensible, que tiene lugar cuando una mente habla directamente a otra: Ven a mí. Dímelo todo. ¿Cómo puedo ayudarte?
En su excitación, el vsiir recorrió todo el espectro, emitiendo un estallido de infrarrojos, una confusión de ultravioletas, un resplandor de luz visible, antes de controlarse. Rápidamente, marchó en dirección a la llamada. No lejos, en este corredor, más allá de esta puerta, siguiendo el pasillo. Ven a mí. Sí, sí. Extendiendo sus antenas mentales hacia delante, esperando el contacto con la mente que le acogía, el vsiir se apresuró.
Mookherji, con su mente unida a la de Satina, sintió el repentino shock de la pesadilla que se acercaba. A pesar de no recibirlo directamente, el impacto fue extraordinariamente fuerte. Una impresión de unión, de una mente en contacto con otra mente. Y entonces, en el espíritu receptivo de Satina, entró…
Un muro más alto que el Everest. Satina trata de escalarlo, vacilando en una superficie blanca y suave, metiendo los dedos en agujeros diminutos. Resbalando un metro por cada dos que gana. Allá abajo, un agujero hirviente del que brotan llamas, gases. Monstruos de dientes afilados aguardan su caída. El muro se hace más alto. El aire es tan tenue que apenas puede respirar, y sus ojos se apagan, y una mano grasienta le oprime el corazón, y siente que sus venas se liberan de la carne como muelles que saltan en un sillón roto, y el tirón de la gravedad aumenta constantemente… El dolor, los pulmones sin aire, el rostro horriblemente contraído, un río de terror que recorre su cerebro…
—Nada de esto es real, Satina. Sólo son ilusiones. Nada está sucediendo realmente.
—Sí —dice ella—. Sí, lo sé.
Pero en su voz resuena el terror, y sus músculos se agitan al azar, tiene el rostro rojo y sudoroso, los ojos tiemblan bajo los párpados. Continúa el sueño. ¿Hasta cuándo logrará soportar?
—¡Dámelo! —le dice él—. ¡Dame ese sueño!
Satina no lo entiende. Pero no importa. Mookherji sabe cómo hacerlo. Está tan cansado que la fatiga ha dejado de importarle. En algún punto, más allá del colapso, encuentra fuerzas inesperadas, llega al espíritu de la muchacha y atrae la alucinación hacia sí, como si fuera una tela de araña. La alucinación le envuelve. Ya no la experimenta indirectamente; ahora todos los fantasmas andan sueltos por su cerebro e, incluso mientras siente cómo Satina se relaja, lucha contra el ataque de la irrealidad que él mismo se ha buscado. Y logra hacerlo. La libera del exceso de irracionalidad y lo asume en su propia conciencia. Y se adapta a él, aprendiendo a vivir con aquella terrible riada de imágenes. Él y Satina comparten lo que sigue. Juntos pueden tolerar la carga. Él soporta más que ella, pero también Satina hace su parte. Ninguno de los dos se siente ya abrumado por el desfile de los fantasmas. Incluso pueden reírse de los monstruos soñados, incluso se admiran al verlos tan fantásticos. La bestia de cien cabezas, el montón de alambres vivos, la sima de los dragones, la masa reptante de dientes puntiagudos… ¿quién teme a lo que no existe?
Sobre el estruendo de las curiosas imágenes, Mookherji envía un pensamiento coherente, dirigiéndolo a través de la mente de Satina hasta el alienígena:
—¿Puedes eliminar estas pesadillas?
—No —le contesta algo—. Están en ti, no en mí. Yo me limito a proporcionar el estímulo liberador. Tú generas las imágenes.
—De acuerdo. ¿Quién eres y qué quieres?
—Soy un Vsiir.
—¿Un qué?
—Una forma nativa del planeta en que recogéis la corteza del filego verde. Por mi propio descuido fui transportado a vuestro planeta.
Acompañando el mensaje, late un impulso abrumador de tristeza, un sentimiento mezclado de autocompasión, incomodidad y agotamiento. Por encima de ello, siguen flotando las pesadillas, pero ahora son insignificantes. El vsiir continúa:
—Sólo quiero que me envíen a casa. No deseaba venir aquí.
«¿Y éste es nuestro monstruo extraterrestre? —piensa Mookherji—. ¿La terrible bestia de las estrellas, creadora de pesadillas?»
—¿Por qué provocas alucinaciones?
—No era ésa mi intención. Simplemente, trataba de establecer contacto mental. Algún defecto en el sistema receptivo humano quizá… No lo sé. No lo sé. Estoy tan cansado… ¿Puedes ayudarme?
—Te enviaremos a casa —promete Mookherji—. ¿Dónde estás? ¿Puedes mostrarte a mí? Permíteme encontrarte y lo notificaré a las autoridades del puerto espacial, que dispondrán tu viaje a casa en la primera nave que salga.
Indecisión, silencio. Las ondas de contacto vacilan, se quiebran.
—¿Y bien? —insiste Mookherji tras un momento—. ¿Qué ocurre? ¿Dónde estás?
Una respuesta inquieta del vsiir:
—¿Cómo puedo confiar en ti? Tal vez pretendas destruirme simplemente. Si me revelo…
Mookherji se muerde los labios con repentina rabia. Su reserva de fuerza casi ha desaparecido y apenas consigue mantener el contacto. Si ahora tiene que encontrar un modo de persuadir a un extraterrestre suspicaz para que se rinda, tal vez se quede sin fuerzas antes de lograrlo. La situación exige medidas desesperadas.
—Escucha, vsiir. No soy lo bastante fuerte como para seguir hablando mucho más, y tampoco esta muchacha a través de la cual te hablo. Te invito a entrar en mi cabeza. Bajaré todas mis defensas. Mira lo que soy, mira intensamente, y decide por ti mismo si puedes confiar en mí o no. Después, todo dependerá de ti. Puedo ayudarte a volver a casa, pero sólo si te manifiestas inmediatamente.
Abre su mente. Se queda mentalmente desnudo.
Y el vsiir penetra a toda prisa en el cerebro de Mookherji.
Una mano tocó el hombro de Mookherji. Se despertó instantáneamente, parpadeando, tratando de hacerse cargo de todo. Lee Nakadai se hallaba ante él. ¿Dónde estaban?… En la habitación de Satina Ranson. La luz pálida del amanecer entraba por la ventana. Debía de haber dormido un par de minutos. Le dolía horriblemente la cabeza.
—Te hemos buscado por todas partes, Pete —dijo Nakadai.
—Todo ha terminado —murmuró éste—. Todo va bien.
Agitó la cabeza para despejarla. Y lo recordó todo. Sí, allí estaba, en el suelo, junto al lecho de Satina. Poco más o menos del tamaño de un sapo, pero muy distinto en forma, color y textura, de cualquier sapo que Mookherji hubiera visto. Se lo mostró a Nakadai.
—Eso es el vsiir —dijo—. El terror extraterrestre. Satina y yo hicimos amistad con él. Le convencimos para que se mostrara. Escucha, no se siente feliz aquí, de modo que busca a toda prisa a un oficial del puerto espacial y explícale que tenemos un organismo que desea volver a la Estrella de Norton inmediatamente y…
Satina le interrumpió:
—¿Es usted el doctor Mookherji?
—Sí, claro. Supongo que debía haberme presentado cuando… ¿Estás despierta?
—Es de mañana, ¿no? —la muchacha se incorporó sonriendo—. Es usted más joven de lo que yo creía. ¡Y tan serio! Me encanta el color de su piel. Yo…
—¿Estás despierta?
—Tuve una pesadilla —dijo ella—. O tal vez un mal sueño dentro de un mal sueño…, no lo sé. Fuera lo que fuese, resultó horrible, pero me sentí mucho mejor cuando se alejó… Sentí que, si dormía más iba a perderme muchas cosas buenas. Que tenía que levantarme y ver lo que estaba ocurriendo en el mundo… ¿Entiende algo de esto, doctor?
Mookherji advirtió que le temblaban las rodillas.
—Terapia de shock —murmuró—. La liberamos del coma…, sin saber siquiera lo que estábamos haciendo. —Se acercó al lecho—. Escucha, Satina, llevo sin dormir más de un millón de años y estoy muerto de agotamiento. Tengo mil cosas de que hablar contigo, sólo que no ahora, ¿de acuerdo? No ahora. Enviaré al doctor Bailey… Él es mi jefe… Y en cuanto haya dormido un poco, volveré y lo repasaremos todo juntos, ¿conforme? Digamos a las cinco o las seis de esta tarde, ¿te parece bien?
—Pues claro que sí, muy bien —respondió Satina con una sonrisita maliciosa—. Si crees que realmente tienes que irte justo cuando yo… De acuerdo. Vete, vete. Pareces horriblemente agotado, doctor.
Mookherji le lanzó un beso. Luego, asiendo a Nakadai por el codo, le empujó hacia la puerta. Una vez fuera, dijo:
—Llévate al Vsiir a Cuarentena e intenta proporcionarle un ambiente en el que se encuentre cómodo. Y dispón el viaje a su hogar. Supongo que ya puedes dejar libres a los seis astronautas. Yo iré a hablar con Bailey… y luego a dormir.
—Necesitas descanso, Pete —asintió Nakadai—. Me encargaré de eso.
Mookherji cruzó lentamente el vestíbulo hacia el despacho del doctor Bailey, recordando la sonrisa en el rostro de Satina, recordando al pobre vsiir, tan pequeño y triste, pensando en las pesadillas.
—Que duermas bien, Pete —le despidió Nakadai.