Robert Silverberg A la espera del fin

El más fiero de los dos guardias pretorianos, de cara plana y basta, cabello rojizo y muy corto y con prominentes pómulos eslavos, dijo:

—El emperador quiere verte. Dice que tiene trabajo para ti.

—Traducir —dijo el guardia más apuesto, un rubio galo de pelo rizado—. La última nota de amor de nuestros amigos griegos, supongo. O quizá quiere que le escribas una a ellos. —Y le hizo un exagerado guiño, seductor y socarrón.

Todos los pretorianos pensaban que Antípatro era de esa clase, probablemente porque observaba las costumbres levantinas, se acicalaba y usaba ungüentos o quizá, simplemente, porque hablaba griego con soltura. Sin embargo, se equivocaban. Era un individuo de cabello oscuro, tez morena, estrecho de caderas, de andar un tanto felino y una innegable apariencia oriental, sí, pero eso no era más que un simple rasgo de su linaje, la herencia de sus remotos ancestros sirios. El conocimiento del griego era una exigencia de su trabajo, no una indicación de sus gustos sexuales. Él era como mínimo tan romano como cualquiera de ellos.Y en cuanto a su preferencia por las caricias femeninas, sólo tenían que preguntar a Justina Botaniates, por citar sólo una.

—¿Dónde se encuentra ahora su majestad? —preguntó fríamente Antípatro.

—En el Despacho Esmeralda —contestó el eslavo—. «Misivas griegas», ha dicho el emperador, «traedme al maestro de griego». —Miró a su compañero y su amplia cara se retorció en una sonrisa burlona—. Todos nosotros seremos pronto maestros de griego, ¿verdad, Mario?

—Aquellos de nosotros que podamos leer y escribir, en todo caso —dijo el galo—. ¡Eh, eh! ¡Venga, márchate ya, Antípatro! ¡No hagas esperar al emperador!

No sentían ningún respeto por él. Eran individuos ordinarios. Antípatro era un alto funcionario de palacio de alto rango y ellos meros soldados. No les correspondía darle órdenes. Él les fulminó con la mirada, les dio la espalda, recogió sus tablillas y sus estilos y atravesó las salas débilmente iluminadas del palacio anejas al túnel que conducía al edificio principal y, desde allí, hasta la hilera de pequeños despachos privados (Esmeralda, Rojo, índigo, Ámbar) agrupados a lo largo del ala oriental de la Gran Sala de Audiencias. El Despacho Esmeralda, el más alejado de todos, era el favorito del emperador Maximiliano. Era una sala alargada y estrecha, sin ventanas, con tapices de tejidos indios de color verde oscuro, en los que había representadas escenas de hombres con lanzas cazando elefantes, tigres y otras extraordinarias criaturas.

—Lucio Helio Antípatro —le dijo al guardia de turno, un muchacho de expresión ausente de unos dieciocho años más o menos, y al que nunca había visto antes—, maestro de lengua griega del cesar. —El muchacho le hizo un gesto para que pasara sin ni siquiera someterlo al cacheo rutinario en busca de posibles armas ocultas.

Antípatro se preguntó cuál sería la tarea de ese día. Una carta para enviar, supuso. En aquellos días sombríos, salían tres o cuatro por cada una que llegaba. Pero ¿sobre qué había que escribir, con el ejército griego a punto de penetrar por las fronteras mal defendidas del Imperio Occidental? Seguramente no se trataría de otro severo ultimátum dirigido al más grande enemigo de Roma, el basileo Andrónico, ordenándole cesar y desistir inmediatamente de más invasiones militares en el dominio imperial.Ya habían enviado el último de una larga serie de ultimátums semejantes hacía apenas una semana. Lo más probable es que el mensajero no hubiera llegado aún más allá de Macedonia, quedándole todavía un largo camino por recorrer para que el mensaje le fuera entregado al basileo en Constantinopla…, donde acabaría siendo lanzado a un rincón con desdén y burla, como todos los anteriores.

No, pensó Antípatro. Esta vez tenía que tratarse de algo más inusual. Una carta del cesar a algún escurridizo noblezuelo bizantino en la costa africana del Gran Mar (por ejemplo, del virreinato de Alejandría, quizá, o del de Cartago), conminándolo, con la promesa de inmensos sobornos, a pasarse al lado romano y lanzar algún ataque sorpresa desde la retaguardia. Algún ataque que distrajera a Andrónico lo suficiente como para que Roma se recuperara y movilizara la contraofensiva que hacía mucho que debía haberse lanzado contra los invasores.

Lo cierto es que sería una alocada estratagema. Sólo a él se le había podido ocurrir. «Tu problema, Lucio Helio —solía decirle Justina—, es que tienes demasiada imaginación.»

Quizá fuera eso. Pero allí estaba él, que cumpliría los treinta y dos ese mismo año (el año 1951 desde la fundación de la ciudad) y desde hacía dos, era ya miembro del alto palatinado, el círculo más cercano al emperador. César lo había nombrado caballero y, seguramente, el paso inmediato sería un escaño en el Senado. No estaba mal para un pobre muchacho de provincias. Una pena que hubiera logrado su espectacular ascenso justo cuando el Imperio mismo, debilitado por su propia insensata imprudencia, parecía estar al borde del derrumbe.

—¿César? —dijo, escudriñando el Despacho Esmeralda.

Al principio, Antípatro no vio a nadie. Después, por la humeante luz de dos tenues velas que ardían en una esquina apartada de la sala, advirtió que el emperador estaba allí tras su escritorio; el venerable escritorio imperial de madera exótica que había sido ocupado en el pasado por Emilio Magno, Mételo Domicio y Publio Clemente, y hasta puede que por Augusto, Adriano y Diocleciano también. Todos ellos grandes cesares. Sin embargo, la enorme mesa curvilínea parecía tragarse a su actual propietario: un hombrecillo enjuto y pálido, con un destello de preocupación totalmente justificada en sus ojos verde mar, intensamente brillantes y muy juntos. Iba vestido con un sencillo jubón gris y unas polainas rojas de campesino. Sólo el discreto cordón de perlas que llevaba en un hombro, flanqueado por un par de tiras púrpura, indicaba que su rango escapaba de lo ordinario.

Tenía un gran nombre: Maximiliano. Había sido Maximiliano III, Maximiliano el Grande, quien en su corto pero brillante reinado había aplastado a los conflictivos bárbaros del norte de una vez por todas; a los hunos, los godos, los vándalos y a todo el resto de aquella ralea rebelde de cabellos enmarañados. Pero eso había ocurrido hacía setecientos años y este Maximiliano, Maximiliano VI, no poseía ni un ápice del proverbial arrojo de su tocayo. Una vez más, el Imperio se hallaba en peligro, verdaderamente tambaleándose al borde del precipicio, como lo había estado en la remota época del otro Maximiliano. Sin embargo, no parecía muy probable que el actual Maximiliano fuera a ser ahora su salvador.

—¿Me has mandado llamar, César?

—Ah…, Antípatro. Sí. Mira esto. —Y el emperador le extendió un pergamino amarillo en papel vitela. Así que lo que necesitaba ser traducido era un documento de alguna clase que acababa de llegar. Antípatro advirtió que la mano del emperador estaba temblando.

De hecho, éste parecía haberse convertido de la noche a la mañana en un anciano anquilosado. Sufría tics y temblores por todo el cuerpo.Y eso que tan sólo tenía cincuenta años. Pero ya hacía veinte extenuantes años que ocupaba el trono, y su reinado había sido difícil desde el mismísimo primer momento, cuando la noticia de la muerte de su padre le había llegado prácticamente al mismo tiempo que la ofensiva griega hacia Occidente en la región proconsular de África. La invasión africana fue la primera escalada importante de lo que hasta entonces había sido sólo una disputa fronteriza limitada a la provincia de Dalmacia paulatinamente creciente; una disputa que, mediante posteriores incursiones griegas a lo largo de la frontera que separaba los dos Imperios, había provocado una guerra total entre el este y el oeste que ahora parecía estar entrando en su última y funesta etapa.

Antípatro desenrolló el pergamino y le echó una rápida ojeada.

—Fue interceptado en el mar por una de nuestras patrullas —dijo el emperador—, justo al sur de Cerdeña. Era un buque griego camuflado como barco de pesca que navegaba hacia el norte de Sicilia. Puedo entender alguna cosa de lo que dice el mensaje, naturalmente…

—Sí —dijo Antípatro—. Por supuesto, César. —Todos los hombres educados sabían griego, pero sabían el griego de Homero, Sófocles y Platón que se enseñaba en las academias de Roma, no la actual y muy diferente versión bizantina, que se hablaba desde Iliria hasta Armenia y Mesopotamia. Las lenguas cambian. Tampoco el latín de Maximiliano VI de Roma era el latín de Virgilio o el de Cicerón. Era por su dominio del griego moderno por lo que Antípatro había conquistado su posición en la corte.

Desplazó su vista con rapidez sobre las palabras garabateadas informalmente, y en seguida comprendió por qué el emperador estaba temblando.

—Dios clemente, apiádate de nosotros… —masculló cuando sólo iba por la mitad.

—Sí —dijo el emperador— ojalá lo hiciera.


—Se trataba —le contaba Antípatro a Justina aquella noche en su pequeña pero bien situada casa en la colina Palatina—, de un despacho del almirante bizantino en Sicilia al comandante de una segunda flota griega que parece estar fondeada frente a la costa occidental de Cerdeña, aunque hasta estos momentos nosotros no teníamos conocimiento de que dicha flota estuviera allí. El mensaje ordenaba al comandante de las fuerzas navales de Cerdeña que avanzara hacia el norte pasando Córcega en dirección al continente, y que capturara nuestros dos puertos en la costa de Liguria, que son Antípolis y Niza.

No debería contarle nada de aquello. No sólo porque le estaba revelando secretos militares, un acto que podía ser castigado con la muerte, sino que, por si fuera poco, ella era griega. Una hija de la célebre familia de los Botaniates, nada menos, que había dado ilustres generales a los emperadores bizantinos durante trescientos años. Era muy probable que algunas de las legiones griegas que se dirigían hacia Roma en aquel mismo momento estuvieran bajo el mando de primos lejanos suyos.

Pero él no le podía ocultar nada. La amaba. Confiaba en ella. Y Justina, a pesar de ser griega, nunca le traicionaría; aun siendo una Botaniates, aunque de una rama secundaria y empobrecida de la familia. Pues, así como la familia de Antípatro había abandonado su lealtad a Bizancio en busca de mejores oportunidades en el Imperio Occidental, también lo había hecho ella. La única diferencia era que la familia de su amado se había romanizado hacía tres siglos y medio y ella había llegado a Roma siendo una muchachita, y aún se sentía más cómoda hablando en griego que en latín. Sin embargo, para ella, los bizantinos eran «los griegos» y los romanos eran «nosotros». Eso era suficiente para él.

—Yo estuve en Niza una vez —dijo ella—. Un lugar pequeño y hermoso, con montañas detrás y encantadoras villas a lo largo de la costa. El clima es muy templado. Las montañas la protegen de los vientos del norte que descienden del centro de Europa. Se ven palmeras por todas partes y hay plantas que florecen durante todo el invierno, rojas, amarillas, violeta. Flores de todos los colores.

—El basileo no lo quiere precisamente como balneario de invierno —dijo Antípatro.

Habían acabado de cenar: pechuga asada de faisán, espárragos al horno y una aceptable botella del suave y dulce vino de Rodas dorado-violáceo. Incluso en tiempos de guerra, todavía podían encontrarse en Roma buenos vinos griegos, si bien sólo para los afortunados miembros de la élite imperial; aunque con los puertos sufriendo el bloqueo bizantino, las reservas no durarían mucho más.

—Mira esto, Justina.

Cogió una tablilla y, rápidamente, trazó un mapa rudimentario: la larga península de Italia con Sicilia en su extremo, la línea costera de Liguria, curvándose hacia el oeste con las dos grandes islas de Córcega y Cerdeña al sur, y hacia el este, la costa de Dalmacia. Con puntitos bien marcados con su estilo, Antípatro señaló Antípolis y Niza en la costa, justo a la izquierda, donde Italia iniciaba su camino desde el corazón de Europa hacia la costa africana.

Justina se levantó y se acercó al lugar de la mesa donde él estaba para poder ver mejor sobre su hombro. La fragancia de su perfume alcanzó a Antípatro (aquella mirra árabe suya, maravillosa hasta la exasperación, que tampoco podría seguir comprándose en Roma debido al bloqueo griego) y el corazón empezó a latirle con fuerza. Nunca había conocido a nadie como aquella pequeña griega. Era de complexión liviana y delicada. Realmente, era muy menuda, pero con unas inesperadas y sorprendentemente voluptuosas curvas en las caderas y el pecho. Habían sido amantes durante los últimos dieciocho meses y, a pesar de eso, Antípatro estaba convencido de que ella aún no había agotado todo su repertorio de artimañas para la pasión.

—Bien —dijo él, obligándose con esfuerzo a centrarse en el asunto que estaban tratando. Señaló la parte inferior de su mapa—. Los griegos han llegado desde África de un simple salto y han establecido una cabeza de playa en Sicilia. Sería un juego de niños para ellos cruzar el estrecho por Messina e iniciar el ascenso por la península hasta la capital. El emperador cree que es inminente algún movimiento de este tipo y ha situado a la mitad de nuestras legiones aquí abajo en el sur, en Calabria, para evitar que vayan más allá de las inmediaciones de Neápolis, y se encuentren con todo el camino despejado hasta Roma. Sigamos. Aquí en el noroeste —Antípatro señaló la esquina superior derecha de la península, en la frontera de Italia con las provincias de Panonia y Dalmacia, las cuales, actualmente, se hallan completamente bajo dominio bizantino—, tenemos a la otra mitad del ejército vigilando la frontera de Venecia contra la ofensiva inevitable desde aquel flanco. El resto de nuestra frontera norte, los territorios colindantes con la Galia y Bélgica, por el momento es seguro, y no tenemos ninguna previsión de intento de penetración desde allí. Pero ahora, fíjate en esto…

Dio unos golpecitos con el estilo sobre las costas occidentales de Cerdeña y Córcega.

—De alguna forma —dijo—, Andrónico parece habérselas arreglado para fondear una flota al otro lado de estas dos islas, donde no nos imaginábamos en absoluto que fueran a andar merodeando. Posiblemente, los griegos se dirigieron hacia el oeste siguiendo el litoral africano y construyeron en secreto un buen número de navios en algún lugar de la costa de Mauritania. Lo hicieran como lo hiciesen, el caso es, según parece, que están allí, y ahora se hallan en una posición de ventaja sobre nosotros en el oeste. Navegan en dirección norte pasando Córcega y se apoderan de la costa de Liguria, de manera que utilizan Niza y Antípolis como bases para enviar un ejército a través de launa, Pisa y Viterbo y luego, a la derecha hasta Roma. Y no hay nada que podamos hacer al respecto, no con la mitad de nuestro ejército inmovilizado en la frontera norte para evitar que se lancen contra nosotros desde Dalmacia, y la otra mitad, al sur de Neápolis, aguardando una invasión desde Sicilia. No hay una tercera mitad para defender la ciudad de un ataque sorpresa sobre nuestro flanco desprotegido.

—¿No pueden descender nuestras legiones fronterizas de la Galia central para defender los puertos ligures? —preguntó Justina.

—No lo suficientemente rápido como para interceptar un desembarco griego allí. Y, de todas formas, si nosotros retiráramos las tropas de la Galia, lo único que tendrían que hacer los griegos sería desplazar sus ejércitos hacia el oeste desde Dalmacia, irrumpir en la Galia Transalpina y descender hacia nosotros por las montañas, de la misma manera en que Aníbal lo hizo hace quince siglos. —Antípatro negó con la cabeza—. No, tenemos el paso cerrado. Nos tienen cogidos por tres sitios al mismo tiempo y eso significa uno de más.

—Pero el mensaje al comandante de Cerdeña ha sido interceptado antes de que le llegara —señaló Justina—. Él no sabe que se espera de él que lleve sus navios al norte.

—¿Crees que los griegos enviaron sólo un mensaje?

—¿Y si sólo hubieran enviado uno con la intención de que nunca llegara al comandante de Cerdeña? Lo que quiero decir es: ¿y si fuera una trampa?

Él se quedó mirándola.

—¿Has dicho una trampa?

—Imagínate que no existe en absoluto ninguna flota griega anclada al oeste de Cerdeña. Pero Andrónico quiere que pensemos que sí la hay, y por eso envía este mensaje falso para que nosotros lo interceptemos, nos pongamos nerviosos y enviemos los ejércitos hacia Liguria para enfrentarse allí a una fuerza invasora fantasma. Lo cual dejaría abierta una brecha en uno de los otros frentes por el que sus ejércitos podrían penetrar alegremente.

¡Qué idea tan estrafalaria! Por un momento, Antípatro se quedó desconcertado ante el hecho de que Justina pudiera salirle con algo tan rocambolesco. Se suponía que las ideas de ese tipo eran su especialidad y no la de ella. Pero entonces sintió una oleada de placer y admiración ante la imaginación de su amante, y le sonrió en un acceso de amor desbordante.

—¡Oh, Justina! ¿Eres realmente una griega, no?

Un rápido destello de sorpresa y desconcierto centelleó en las oscuras profundidades de los ojos de Justina.

—¿Qué?

—Sutil, quiero decir: inescrutable. Una reflexión oscura y artera. La mente que pueda urdir una idea semejante…

Ella no parecía halagada sino más bien enfadada. Respondió frunciendo los labios y sacudiendo la cabeza. La hilera de rizos negro azabache, que, cuidadosamente dispuestos, le colgaban sobre la frente, quedó desbaratada. Volvió a colocarlos en su sitio con un gesto escueto y decidido.

—Si puedo urdirla yo, también puede hacerlo el basileo Andrónico. Y también tú, Lucio. Es perfectamente obvio. Te inventas un falso mensaje y dejas que sea interceptado, precisamente para que a César le entre pánico y empiece a retirar sus tropas de los emplazamientos en los que deberían quedarse, y a apostarlas donde no son necesarias.

—Sí, claro. Pero es que yo también creo que el mensaje es auténtico.

—¿Y César? ¿Cómo reaccionó él cuando se lo leíste?

—Aparentaba estar en calma, sereno, completamente impasible.

—¿Aparentaba?

—Aparentaba, sí. Pero la mano le temblaba al entregarme el manuscrito. Más o menos ya sabía lo que decía y estaba asustado.

—Es un anciano, Lucio.

—No exactamente. Al menos no por la edad. —Antípatro se levantó de la silla, se dirigió a la ventana y allí se quedó, contemplando el gris creciente del anochecer. Las luces de la capital empezaban a brillar sobre las oscuras colinas de alrededor. Una hermosa estampa; nunca se cansaba de ella. Su hogar, en la parte baja de la colina, lejos del palacio real, distaba mucho de ser majestuoso, pero tenía una ubicación privilegiada en el barrio del Palatino, el de los funcionarios de alto nivel. Desde su pórtico podía ver la gran mole sombría del Coliseo, alzándose contra el horizonte, el extremo inferior del Foro por debajo de él, y el maravilloso y amalgamado conjunto de construcciones de mármol de todas las eras que se extendía hacia el este, sorprendentes estructuras que se remontaban a centenares de años atrás: algunas de ellas hasta la época de Augusto, Nerón o el primer Trajano.

Tenía quince años y era un pardillo de la no muy importante ciudad de Salona, en la no muy importante provincia de Dalmacia, cuando vio por vez primera la ciudad de Roma. Nunca había dejado de sentir el asombro que la capital entonces le inspiró, ni siquiera ahora, cuando se movía entre los prohombres del reino y sabía perfectamente cuan lejos de la grandeza se encontraban en verdad. Sí, por supuesto que eran simples mortales, codiciosos como todos los demás, pero la ciudad era grande, la más grande, de hecho, que había existido en el mundo o que existiría jamás.

¿Iba todo aquello a ser saqueado e incendiado por los triunfantes bizantinos, como lo había sido por los galos, según se decía, dieciséis siglos atrás? O, lo que era más probable, ¿se limitarían los griegos a entrar y a tomar posesión sin esfuerzo, sin destruir nada, sencillamente apoderándose de la ciudad de la cual, en un tiempo lejano, había nacido su propio imperio?

Justina se le acercó por detrás y lo estrechó con fuerza. Antípatro sintió sus pechos apretarse contra su espalda. Le pareció que sus pezones estaban duros.

Justina dijo con dulzura:

—Lucio, ¿qué vamos a hacer ahora?

—¿En los cinco minutos siguientes o en los próximos tres meses?

—Ya sabes a lo que me refiero.

—¿Quieres decir si los griegos toman Roma?

—No si, cuando la tomen.

Él respondió sin darse la vuelta.

—La verdad es que no sé lo que ocurrirá, Justina.

—Acabas de decir que no hay forma de que podamos defendernos contra un ataque que provenga de tres sitios a la vez.

—Lo sé. Pero quiero pensar que estoy equivocado. El emperador ha convocado una reunión del Gran Consejo para mañana a primera hora y quizá alguien presente un plan de batalla del que no tengo conocimiento.

—O quizá no.

—Incluso así —dijo Antípatro—. Pongámonos en lo peor: ellos marchan contra la ciudad y nosotros nos rendimos. Los griegos se hacen con el control del Imperio Occidental. Las cosas no deberían cambiar mucho si así es. Son un pueblo civilizado, después de todo. Hasta es posible que quisieran conservar al emperador como un gobernante títere, si él así lo quiere. En cualquier caso, todavía necesitarán funcionarios que dominen ambas lenguas. Mi posición no tendría por qué peligrar.

—¿Y la mía?

—¿La tuya?

—Tú eres ciudadano romano, Lucio, aunque tengas el aspecto de un griego. Es normal, si tenemos en cuenta que tu gente vino originalmente de Siria, de Antioquía, ¿no es así? Pero tu familia ha vivido en el Imperio Occidental durante siglos y tú naciste en una provincia romana. Mientras que yo…

—Tú también eres romana.

—Sí, si crees que los bizantinos son romanos sólo porque dicen que su patria es el Imperio romano y su emperador se llama a sí mismo rey de los romanos. Pero lo que ellos hablan es griego, y griegos es lo que son.Y yo soy griega, Lucio.

—Pero naturalizada romana.

—¿Ah, sí?

Sobresaltado, giró sobre sus talones para mirarla cara a cara.

—¿Lo eres, no?

—Lo que soy es una griega asiática. Eso no es ningún secreto. Mi familia procede originalmente de Efeso. Cuando el negocio de barcos de mi padre fue mal, nosotros nos mudamos a Atenas y él empezó de nuevo. Cuando perdió tres barcos en una misma tormenta, quebró y nos vinimos al Imperio Occidental para escapar de sus acreedores. Yo tenía tres años entonces. Al principio vivimos en Siracusa, Sicilia, y después en Neápolis, y cuando mi padre murió, yo me vine a Roma. Pero en ningún momento del camino me convertí en ciudadana romana.

—No sabía eso —dijo Antípatro.

—Ahora ya lo sabes.

—Es igual, ¿y qué importa eso?

—Quizá no importe mientras Maximiliano sea emperador. Pero ¿qué ocurrirá después de que los bizantinos se hagan con el poder? ¿Puedes imaginártelo, Lucio? ¡Una Botaniates que duerme con romanos! ¡Me castigarán como traidora!

—Tonterías. Roma está llena de griegos. Siempre lo ha estado. Griegos sirios, griegos armenios, griegos egipcios, griegos capadocios, incluso griegos griegos. Cuando la gente de Andrónico esté al mando, a ellos no les importará una mierda quién duerma con quién.

Pero ella se aferró a él, aterrorizada. Antípatro nunca la había visto así.

—¿Cómo lo sabes? Tengo miedo de lo que pueda pasar. Vamonos de aquí, Lucio, antes de que lleguen.

—¿Adonde?

—¿Importa eso? A alguna parte. A donde sea, con tal de que sea lejos de aquí.

El se preguntó cómo podría calmarla. Parecía haberse dejado atrapar por un temor desmesurado e irreflexivo. Estaba pálida, sus ojos tenían un brillo vidrioso y respiraba entre pequeños sollozos.

—Por favor, Justina. Por favor.

Le cogió las manos por un instante y después deslizó los dedos por sus brazos hasta llegar a las clavículas. Le masajeó con ternura los músculos del cuello.

—No va a sucedemos nada —dijo Antípatro dulcemente—. Para empezar, el Imperio aún no ha caído. Y no va a hacerlo necesariamente, pese a que ahora mismo todo contribuya a que lo creamos. Ha sobrevivido a cosas muy malas en el pasado y bien puede sobrevivir a ésta. El basileo Andrónico podría morir mañana de repente. El mar podría tragarse su flota como lo hizo con los barcos de tu padre. O Júpiter y Marte podrían aparecer de repente enfrente del Capitolio y conducirnos hacia una gloriosa victoria. Cualquier cosa podría ocurrir. No sé. Pero incluso si el Imperio cae, no será el fin del mundo, Justina. No nos pasará nada. —Él clavó su mirada en la de ella. ¿Podría hacerle creer algo en lo que ni él mismo creía totalmente?—. No nos pasará nada.

—Ay, Lucio…

—No nos pasará nada. —Antípatro acercó la pequeña figura de Justina hacia sí y la estrechó hasta que su respiración recuperó el ritmo normal y pudo sentir cómo su tenso cuerpo comenzaba a relajarse. Después, en una transición tan veloz que casi le provocó risa, todo su cuerpo se relajó y sus caderas empezaron a moverse lentamente de un lado a otro. Ella se apretó contra él, retorciéndose en una inequívoca invitación. Tenía los ojos cerrados, sus fosas nasales estaban dilatadas y su lengua bailaba como una serpiente entre sus labios. Sí. Sí. Todo iría bien. Ahora se disponían a poner un muro infranqueable entre ellos y el mundo exterior.

—Ven —dijo él, llevándola hacia el dormitorio.


El Gran Consejo de Estado se reunió a la segunda hora de la mañana en la gran sala de tapices de terciopelo conocida como el Salón de Marco Anastasio, en el ala norte del Palacio Imperial. Los dos cónsules estaban allí junto a media docena de senadores veteranos, y también Casio Cestiano, el secretario de Asuntos Exteriores y Cocceyo Maridiano, el secretario de Asuntos Internos, así como también siete u ocho ministros del gobierno y un formidable ejército de generales retirados y oficiales de marina. Igualmente, se hallaban presentes los miembros clave de la Casa Imperial: Aurelio Gelio, el prefecto de la Guardia Pretoriana, Domicio Pompeyano, el maestro de lengua latina, Quintilio Vinicio, el custodio del Tesoro Imperial y otros más. Para asombro de Antípatro, incluso estaba Germánico Antonino César, el libertino hermano menor del emperador. Su presencia era oportuna ya que, al menos en teoría, él era el heredero al trono. Sin embargo, Antípatro nunca había visto a aquel príncipe indolente en ninguna reunión anterior del consejo. Ni siquiera (que recordara Antípatro), se había visto nunca a Germánico en público a horas tan tempranas de la mañana. Cuando entró, caminando con parsimonia, provocó un palpable revuelo.

El emperador inició la reunión pidiendo a Antípatro que leyera en voz alta el manuscrito griego interceptado.

—«Demetrio Crisoloras, Gran Almirante de la Flota Imperial, saluda a Su Excelencia Nicolás Calcocóndilas de Trapezunte, Comandante de las Fuerzas Navales Occidentales. Se le informa por el presente documento, oh, Nicolás, de la incontestable voluntad de Su Más Poderosa Majestad Imperial y Señor Supremo de todas las Regiones, Andrónico Maniakes, quien por la gracia de Dios, ostenta el elevado título de Rey de los Romanos y Señor Autócrata de…»

—¿Quieres ahorrarnos todas esas sandeces griegas, Antípatro, e ir a la esencia del asunto? —dijo una voz que arrastraba las palabras, procedente de algún rincón del salón.

Antípatro, nervioso, levantó la vista. Sus ojos se encontraron con los de Germánico César. Era él quien había hablado. Repantigado en su sillón, como si estuviera en un banquete, el hermano del emperador llevaba colorete e iba maquillado, de manera que producía un efecto chabacano; su túnica ribeteada de púrpura estaba arrugada y manchada de vino. Antípatro entendió entonces cómo era que Germánico había conseguido estar allí a horas tan tempranas: sencillamente había acudido a palacio desde alguna fiesta que se había prolongado toda la noche.

El príncipe, sonriéndole desde el otro extremo de la sala, hizo un pequeño e impaciente gesto circular con la mano. Obedientemente, Antípatro leyó por encima y en silencio el resto de la florida pompa bizantina con la que se iniciaba la misiva y empezó a leer otra vez en voz alta desde la mitad del manuscrito.

—«… levar anclas inmediatamente y emprender la ruta norte, manteniendo la distancia con la isla de Córcega dirigiéndoos en seguida hacia la provincia ligur del Imperio Occidental, para apoderaros de los puertos de Antípolis y Niza…».

Ya se habían levantado los murmullos en la sala. Aquellas personas no necesitaban mapas para visualizar los movimientos marítimos que implicaba tal operación. O para captar la naturaleza del peligro que corría la ciudad de Roma con la presencia de una flota griega en aquellas aguas.

Antípatro enrolló el manuscrito y lo dejó.

El emperador lo miró y dijo:

—¿Dirías que este documento es auténtico, Antípatro?

—Está escrito en un correcto griego bizantino de clase alta, majestad. No reconozco la escritura, pero es la de un escriba competente que bien podría formar parte del personal de un importante almirante. Y el sello parece genuino.

—Gracias Antípatro. —Maximiliano se sentó en silencio un momento, con la mirada perdida en la distancia. A continuación recorrió lentamente con la vista las hileras de los grandes líderes de Roma. Por fin se detuvo sobre la frágil figura de Aureliano Arcadio Ablabio, quien había ostentado el mando de la flota del mar Tirreno hasta su retiro en la capital hacía un año por razones de salud—. Explícame, Ablabio, cómo es posible que una armada bizantina pueda navegar desde Sicilia hasta la costa de Cerdeña sin que a nosotros nos llegue noticia alguna del hecho. Habíanos de las bases navales del Imperio a lo largo de la costa occidental de Cerdeña, si eres tan amable, Ablabio.

Éste, un individuo delgado, de tez blanca como la tiza y ojos azul claro, se humedeció los labios y dijo:

—Majestad, no contamos con bases navales de importancia en la costa occidental de Cerdeña. Nuestros puertos son Calaris, en el sudeste, y Olbia, al noreste. Disponemos de pequeños puestos de avanzada en Bosa y Othoca en la parte oeste, nada más. La isla está desierta y es insalubre, y no hemos considerado necesario fortificarla mucho.

—Bajo la presunción, supongo, de la improbabilidad de que nuestros enemigos del Imperio Oriental se deslizaran a nuestro alrededor y nos atacaran desde el oeste, ¿no es así?

—Así es, majestad —dijo Ablabio, visiblemente violento.

—Ay, ay. Así es que nadie vigila el océano por la parte occidental de Cerdeña. Qué interesante. Habíame ahora de Córcega. ¿Tenemos, quizá, alguna base militar en alguna parte a lo largo de la costa oeste de esa isla?

—No existe ningún buen puerto al oeste, César. Las montañas descienden en picado hacia el mar. Nuestras bases se hallan en la costa oriental, en Aleria y Mariana. Se trata de otra isla agreste e inútil.

—Así pues, si una flota griega quisiera adentrarse en las aguas al oeste de Cerdeña, no tendría ningún problema, pues la ruta estaría despejada hasta la costa de Liguria, ¿no es así, Ablabio? No tenemos ninguna fuerza naval, sea cual sea, montando guardia en todo ese mar, ¿es eso lo que me estás diciendo?

—En lo esencial sí, su majestad —dijo Ablabio, en un tono muy bajo.

—Ya. Gracias, Ablabio. —Una vez más, el emperador Maximiliano recorrió la sala con la mirada. En esta ocasión, sus ojos no se detuvieron, sino que describieron círculos sin cesar, como si no vieran dónde podían aterrizar.

Finalmente, el tenso silencio fue roto por Erucio Glabro, el cónsul más veterano, un individuo de aspecto noble y nariz aguileña, cuyo árbol genealógico se remontaba a los primeros años del Imperio. El mismo había tenido pretensiones imperiales, treinta o cuarenta años atrás, pero ahora estaba viejo, y el sentimiento general era que se había vuelto notablemente estúpido.

—¡Esto es un asunto serio, César! Si desembarcan un ejército en la costa e inician la marcha hacia launa, no podremos impedirles que recorran todo el camino hasta la misma ciudad de Roma.

El emperador sonrió. Parecía tremendamente cansado.

—Gracias por poner palabras a lo obvio, Glabro. Estaba seguro de que podría contar contigo para eso.

—Majestad…

—Gracias, te he dicho.

El cónsul veterano se acurrucó en su asiento. El emperador, mientras sus ojos centelleantes y escrutadores erraban de nuevo entre el grupo, dijo:

—Creo que las posibilidades que tenemos son cuatro. Podemos desplazar el ejército bajo Julio Fronto desde la frontera gala hasta las proximidades de launa y esperar que lleguen allí a tiempo para interceptar a cualquier tropa griega que venga hacia el este por la costa de Liguria. Pero con toda probabilidad, llegarían demasiado tarde. Podríamos traer los ejércitos comandados por Claudio Léntulo a través de Venecia para defender la frontera de launa. Probablemente esto funcionaría, pero dejaría nuestra frontera noreste abierta de par en par al ejército que Andrónico tiene en Dalmacia y, antes de que supiéramos lo que estaba pasando, los tendríamos en Rávena o incluso en Florencia. Por otra parte, podríamos llamar al ejército de Sempronio Rufo, que se encuentra al norte de Calabria, para que defendiera la capital, traer al sur a Léntulo hasta Tuscia y Umbría y abandonar el resto de la península a los griegos. Eso nos dejaría como estábamos hace dos mil años, supongo, pero las oportunidades de que podamos resistir aquí, en el corazón de la antigua Roma durante mucho tiempo, parecen bastante buenas.

Se produjo otro largo silencio.

Entonces, Germánico César dijo con su característica, perezosa y ofensiva forma de hablar arrastrando las sílabas:

—Creo que has mencionado que teníamos cuatro alternativas, hermano. Sólo has expuesto tres.

El emperador no pareció contrariado. De hecho, parecía haberle agradado la intervención de Germánico.

—¡Bravo, hermano! ¡Bravo! Existe una cuarta posibilidad. Que consiste en cruzarse de brazos, en ignorar totalmente este mensaje interceptado, en quedarnos aquí tranquilos con nuestras defensas en su actual configuración, y dejar que los griegos hagan cualquier movimiento que tengan pensado.

Antípatro oyó algunas exclamaciones de asombro y más tarde se desencadenó un desenfrenado barullo general. El emperador, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y los labios arqueados en la más débil de las sonrisas, aguardó a que se extinguiera. Cuando el orden se restableció, se pudo oír claramente la voz del cónsul Herenio Capito, preguntando:

—¿No sería tal cosa el suicidio de nuestra nación, César?

—Igualmente podrías afirmar que cualquier medida que adoptemos en este momento sería suicida —dijo el emperador—. Defendernos en un frente nuevo significa dejar desprotegido algún frente existente. Retirar las tropas de alguna de nuestras fronteras crearía una brecha por la que fácilmente podría penetrar el enemigo.

—Pero ¡no emprender ninguna acción, sea la que sea, mientras los griegos prácticamente están desembarcando un ejército en nuestro patio trasero…!

—Ah, pero ¿lo están, Capito? ¿Qué ocurriría si el mensaje que Antípatro nos acaba de leer fuera un fraude?

Se produjo entonces un instante de calma y estupefacción, después del cual sobrevino un segundo alboroto. «¿Un fraude?, ¿un fraude?, ¿un fraude?», exclamaron ministros y consejeros imperiales todos a la vez. Parecían aturdidos. Como también lo estaba Antípatro pues, ¿no era precisamente ésa la idea, inverosímil, absurda, que Justina le había sugerido en la intimidad de su hogar la noche antes?

Antípatro escuchó con asombro cómo Maximiliano argumentaba que la supuesta carta del Gran Almirante Crisoloras podría haber sido concebida exclusivamente como una trampa, siendo su intención inducir a los romanos a retirar sus tropas de un frente militar que se hallaba en auténtica necesidad de defender, y desplazarlas a un lugar en el que no había amenaza real alguna.

Eso era posible, sí. Pero ¿era probable?

Para Antípatro, no. Su padre le había enseñado a no subestimar nunca la astucia de un enemigo, de la misma manera que tampoco nunca debía sobreestimarla. Había comprobado bastantes veces lo fácil que era que uno se pasara de listo tratando de prever demasiados movimientos en un juego. Era mucho más razonable —pensó—, creer que los griegos tenían realmente buques de guerra allí, al otro lado de Cerdeña, y que en aquellos momentos se estaban preparando para tomar los puertos ligures, que suponer que la carta de Crisoloras fuera, sencillamente, una inteligente estratagema propia de algún juego de (¿cuál era aquel que les gustaba tanto a los persas?) ajedrez, sí, de un gigantesco juego de ajedrez.

Pero nadie podía decirle al emperador a la cara que una posibilidad que había presentado era absurda o, incluso, sencillamente improbable. Muy pronto se pudo ver a los ministros y consejeros reunidos convenciéndose a sí mismos para aceptar el argumento de que podría no ser necesario reaccionar a las supuestas órdenes al comandante de la flota de Cerdeña porque, sencillamente, podía no haber ninguna flota allí. Lo que, en términos políticos, era la posición menos comprometida que podía adoptarse. Con la decisión de no hacer nada, se ahorraban tener que retirar legiones romanas de un puesto fronterizo que, sin duda, se hallaba en peligro de ataque inminente. A nadie le gustaría asumir esa responsabilidad.

A la postre, pues, el Gran Consejo votó por mantenerse a la expectativa. Y a continuación se fueron todos al Senado, en el Foro, para llevar a cabo el absurdo ritual de presentar la «no-decisión» para su ratificación por el Senado en pleno, previamente decretada.

—Quédate un momento —dijo el emperador a Antípatro mientras los demás se dirigían a las literas que les aguardaban.

—¿Sí, César?

—Te he visto sacudir la cabeza mientras se estaban contando los votos.

Antípatro no vio ningún sentido en contestarle. Contemplaba al emperador con la mirada perdida, desabrida, sumisa.

—Tú crees que la carta del almirante es auténtica, ¿verdad, Antípatro?

—Desde luego, la caligrafía y el estilo en la redacción son bizantinos —dijo Antípatro cautelosamente—. También el sello lo parece.

—No me refiero a eso. Estoy hablando de la flota que se supone que debemos creer que está anclada frente a la costa occidental de Cerdeña. ¿Crees que de verdad está allí?

—César, no me encuentro en posición de especular sobre…

—Yo también creo que está allí —dijo Maximiliano.

—¿De verdad lo crees, César?

—Totalmente.

—Entonces, ¿por qué permitiste…?

—¿Por qué permití que ellos votaran no emprender ninguna acción? —Una expresión de terrible fatiga atravesó el rostro del emperador—. Porque era lo más fácil, Antípatro. Mi obligación era informarles de la carta, pero no hay nada que podamos hacer al respecto, ¿no lo comprendes? Incluso si los griegos están de camino a Liguria, no disponemos de tropas para enviar allí y que se enfrenten a las suyas.

—¿Qué haremos pues, César, si invaden la península?

—Luchar, supongo —dijo Maximiliano, sin ánimo—. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Haré venir el ejército de Léntulo de la frontera dálmata, traeré a los hombres de Sempronio Rufo desde el sur, nos refugiaremos en la capital y nos defenderemos lo mejor que podamos.

No quedaba rastro de vigor imperial en su voz, ni una brizna de convicción o ardor. «Está adoptando una pose —pensó Antípatro—, y sin poner demasiado empeño en ello, además.»

Para Antípatro, las consecuencias parecían totalmente claras.

«El Imperio está perdido —pensó—.Y todo lo que estamos haciendo es aguardar el final.»


Una vez traducida la carta de Crisoloras para el Senado, Antípatro ya no tenía que quedarse al resto del debate, ni tampoco deseaba hacerlo. Desdeñando a los mozos de litera que le estaban esperando en el exterior para llevarlo de regreso a su despacho en palacio, se marchó a pie por el Foro, deambulando sin rumbo ni propósito, a través de la densa muchedumbre, esperando tan sólo mitigar la agitación que le zarandeaba el cerebro.

Pero el calor y las miles de escenas caóticas, olores y sonidos del Foro no hicieron más que empeorar su ánimo. Allí, en medio de la multitud de relucientes y gloriosos edificios, la situación del Imperio le pareció trágica en grado máximo.

¿Había existido alguna vez un imperio como el romano, a lo largo de toda la historia? ¿O alguna ciudad comparable a la todopoderosa Roma? Seguramente no, pensaba Antípatro. La grandeza de Roma, ciudad e Imperio, había crecido constantemente sin apenas freno durante casi dos mil años; desde la era de la República a la llegada de los cesares y, después, con el período de gran expansión imperial que llevó las águilas de Roma hasta prácticamente todas las regiones del mundo. Cuando esa gran era de construcción del Imperio llegó a su natural término, con tanto territorio bajo control como era viable administrar, el poder de Roma se extendía desde la gris y fría isla de Britania, al oeste, hasta Persia y Babilonia en el este.

Era consciente de que había habido un par de ocasiones en las que el ritmo de crecimiento incesante había sufrido interrupciones, pero eso habían sido anomalías de hacía mucho tiempo. En los modestos primeros días de la República, los bárbaros galos habían irrumpido en la ciudad, incendiándola. Pero ¿qué consiguieron con tal invasión? Tan sólo fortalecer la determinación de Roma de no permitir que eso volviera a ocurrir jamás. En la actualidad, los galos eran gente plácida de provincias, con su pasado guerrero hacía tiempo olvidado.

Después llegó el conflicto con Cartago (aquel asunto también era historia antigua. El general cartaginés Aníbal había ocasionado su pequeño revuelo, es cierto…, todo aquello de los elefantes, pero su invasión había acabado en nada y Roma arrasó Cartago hasta sus cimientos para después levantarla de nuevo, esta vez como una colonia romana. Ahora, los cartagineses eran una nación de sonrientes hoteleros y restauradores cuya razón de ser era atender el turismo invernal en busca de sol procedente de Europa.

Aquel Foro, aquel despliegue de templos, tribunales de justicia, estatuas, columnatas y arcos triunfales, era el corazón, centro y sistema nervioso de todo el espléndido Imperio. Durante doce siglos, desde la época de Julio César hasta la del actual Maximiliano, los monarcas de Roma habían llenado aquellas calles con una sensacional aglomeración de monumentos de reluciente mármol en aras de la grandeza nacional. Cada construcción era espléndida en sí misma; el conjunto era abrumador y, en este instante, para Antípatro, deprimente en razón de su propio esplendor. Todo ello parecía un gigantesco monumento erigido a la memoria del reino moribundo.

Allí, en ese momento, en ese día de cielo azul y calor sofocante y húmedo de principios de otoño, Antípatro vagaba como un sonámbulo bajo el ojo dorado y abrasador del sol, entre las innumerables maravillas del Foro. El colosal Senado, los templos majestuosos a Augusto, Vespasiano, Antonino Pío y otra media docena de primitivos emperadores que habían sido proclamados dioses, la tumba gigantesca de Julio, que había sido construida cientos de años después de su época por algún emperador que había pretendido espuriamente ser su descendiente. Los arcos de Septimio Severo y Constantino; las cinco grandes basílicas; la casa de las Vestales, y más y más. Había construcciones profusamente decoradas por todas partes, un exceso de ellas, ocupando cada sitio posible al norte y al sur e incluso a los lados del monte Capitolino. Nunca nada se derribó en el Foro. Cada emperador añadía su contribución propia, donde había espacio libre, a cualquier coste, por encima de la planificación racional y la facilidad de maniobra.

A cualquier hora, por tanto, el Foro era un lugar ruidoso y turbulento. Antípatro, embotado por el calor abrasador y su propia desesperación y confusión, era empujado una y otra vez por plebeyos desconsiderados, que se apresuraban ciegamente hacia las tiendas y mercados a lo largo de las lindes de los grandes edificios públicos. Empezó a sentirse un poco mareado. Un sudor pegajoso empapaba su túnica ligera y las sienes le latían con fuerza.

«Debo de estar algo enfermo», pensó.

Entonces, repentinamente desconcertado, empezó a tambalearse y dar bandazos; era cuanto podía hacer para evitar caerse al suelo. Sabía que tenía que detenerse y descansar. Un templo octogonal de bóveda alta, con enormes muros de color ocre, se alzaba ante él. Antípatro descendió con cuidado hasta la parte más baja de los anchos escalones de piedra y se acurrucó allí cubriéndose la cara con las manos, sorprendido al advertir que, pese al calor que hacía, estaba temblando. Agotamiento, pensó. Agotamiento, tensión, quizá un poco de fiebre.

—¿Estás pensando en hacer una ofrenda a Concordia, Antípatro? —le preguntó desde arriba una voz fría e irónica.

Levantó la vista, deslumhrado por el destello del sol de mediodía. Un rostro largo, anguloso y sonriente, pálido según la moda y cubierto con abundante maquillaje, se cernía sobre él. Ojos brillantes verde mar, ojos precisamente como los del emperador, pero éstos inyectados en sangre y expresando delirio.

Germánico César. De él se trataba, del heredero del emperador, de su disoluto y sibarita hermano menor.

Había descendido de una litera justo delante de Antípatro, y se mecía hacia adelante y hacia atrás ante él, mostrándole una sonrisa torcida, como si aún estuviera borracho de la noche anterior.

—¿Concordia? —preguntó confundido Antípatro—. ¿Concordia?

—El templo —dijo Germánico—. Estás sentado enfrente de él.

—Ah —contestó Antípatro—. Sí.

Comprendió. Los escalones en los que se había refugiado —ahora se daba cuenta— eran los del magnífico templo de Concordia. Había una graciosa ironía en ello. El templo de Concordia, como sabía Antípatro, había sido un regalo a la ciudad de Roma del celebrado emperador oriental Justiniano, seiscientos cincuenta años atrás, mediante el que se rendía homenaje al espíritu de armonía fraternal que existía entre las dos mitades del Imperio romano.Y allí estaba ahora el Imperio Oriental, cuya fraternidad había dejado de ser enternecedora, a punto de invadir Italia y someter al reino romano hasta allá donde pudiera conquistarlo, incluyendo la misma capital del Imperio. Bien por la Concordia. Bien por la armonía de los dos Imperios.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Germánico—. ¿Estás borracho?

—El calor… el gentío…

—Sí. Eso enferma a cualquiera. Pero ¿qué haces vagando solo por aquí? —Germánico se inclinó hacia adelante. Su aliento apestaba a vino y a anchoas pasadas: era como una ráfaga del Hades. Señalando su litera con la cabeza, dijo—: Mi sillón es lo suficientemente grande para dos. Vamos, te llevaré a casa.

Eso era lo último que Antípatro deseaba: verse encerrado con aquel príncipe lascivo y nauseabundo dentro de una litera cubierta, aunque sólo fuera el cuarto de hora que supondría atravesar el Foro hasta el Palatino. Antípatro dijo que no con la cabeza.

—No… no…

—Está bien. Apartémonos del sol por lo menos. Entremos en el templo. De todas formas, quiero hablar contigo.

—¿Hablar conmigo?

Sin poder oponerse, Antípatro se dejó poner en pie y ser conducido, a través de la docena de escalones o más, hasta el templo de Justiniano. El interior, una vez franqueada la gran puerta de bronce, era fresco y oscuro. El lugar estaba desierto, no había sacerdotes ni fieles. Un brillante rayo de luz, procedente de una abertura en lo alto de la bóveda, iluminaba una losa de mármol encima del altar, que proclamaba, en brillantes caracteres de oro, el amor eterno del emperador Justiniano por su pariente y homólogo en Occidente, Su Majestad Romana Imperial Heraclio II Augusto.

Germánico se rió levemente.

—¡Esos dos deberían enterarse de lo que está pasando ahora! ¿Crees que podía haber funcionado? ¿Dividir el Imperio y esperar que las dos mitades convivieran pacíficamente para siempre?

Antípatro, todavía mareado, sentía escasos deseos de hablar de historia con el príncipe Germánico justo entonces.

—Quizás en un mundo ideal… —empezó.

Germánico volvió a reírse, en esta ocasión con una gran carcajada socarrona.

—¡Un mundo ideal, sí! ¡Muy bueno, Antípatro! ¡Muy bueno! Pero sucede que vivimos en el real, ¿no es así? Y en el mundo real no hubo manera de que un Imperio con el tamaño que una vez tuvo éste se mantuviese intacto, de modo que se impuso una división. Pero Antípatro, desde que el primer Constantino lo dividió, la guerra entre las dos mitades era inevitable. Lo asombroso es que haya tardado tanto tiempo en producirse.

Allí, en el sereno templo de Justiniano, el hermano disoluto y beodo del emperador estaba pronunciando un discurso sobre historia. «Qué extraño —pensó Antípatro—. Y ¿hay algo de cierto en la reflexión de Germánico? —se preguntaba—. ¿Era inevitable la guerra entre Oriente y Occidente?»

Dudaba de que Constantino el Grande (que había dividido por la mitad el mundo romano, tan difícil de manejar, estableciendo una segunda capital al este, lejos de Roma, en Bizancio, sobre el Bosforo), hubiera pensado eso alguna vez. Era indudable que Constantino imaginó que sus hijos compartirían pacíficamente el poder: uno reinando sobre las provincias orientales de la nueva capital —Constantinopla—; otro en Italia y las provincias del Danubio; y un tercero en Britania, la Galia e Hispania. Pero con Constantino apenas enterrado, el escindido Imperio se vio envuelto en guerras, con uno de sus hijos atacando a otro y apoderándose de su reino. Durante los siguientes sesenta años, todo fue un cambio incesante, hasta que el gran emperador Teodosio provocó la división administrativa definitiva del mundo romano separando sus territorios de habla griega de aquellos otros de habla latina.

Pero tampoco Teodosio aceptó la idea de la inexorabilidad de la guerra este-oeste. Por decreto suyo, los dos emperadores, el oriental y el occidental, se considerarían colegas: gobernadores conjuntos de todo el reino, que debían consultar entre sí los asuntos de Estado más importantes e, incluso, estaban investidos ambos de la potestad de nombrar un sucesor del otro en caso de fallecimiento de éste. No funcionó así, por supuesto. Las dos naciones se habían ido separando poco a poco, aunque había persistido algún acuerdo de colaboración durante algunos cientos de años.Y ahora…, la fricción del pasado medio siglo, paulatinamente intensificada, culminaba en la actual guerra del este contra el oeste… La estúpida, innecesaria y horrenda guerra que estaba a punto de estallar en toda su furia sobre aquella ciudad, la más grande de todas…

—¡Mira esto! —exclamó Germánico, que se había apartado de Antípatro para deambular por el templo vacío, observando las pinturas y los mosaicos con los que los artesanos bizantinos de Justiniano habían adornado las paredes del edificio—. Odio el estilo griego, ¿tú no? Plano, rígido, chirriante… se podría creer que no saben una maldita palabra sobre perspectiva. Si yo hubiera sido Heraclio, habría cubierto las paredes de escayola en el mismo momento en que los hombres de Justiniano salieron de la ciudad. Pero ahora ya es demasiado tarde para estas cosas. —Germánico había llegado al otro extremo y levantó la vista un instante hacia un enorme retrato regio de un solemne Justiniano de ceño fruncido, hecho con relucientes baldosas doradas, y que emergía desde el vientre de la bóveda como el mismo Júpiter fulminando al mundo con su mirada. Entonces se volvió hacia Antípatro—: Pero ¿qué estoy diciendo? —bramó en medio de la penumbra y el eco—, ¡si tú mismo eres griego! ¡A ti te gusta esta clase de arte!

—Soy ciudadano romano de nacimiento, señor —dijo Antípatro tranquilamente.

—Sí, sí, por supuesto. Por eso hablas griego tan bien y tienes el aspecto que tienes.Y esa preciosa damita de ojos oscuros con la que pasas las noches… ¿es romana también, no es cierto? ¿De dónde vienes, Antípatro? ¿Alejandría? ¿Cyprium?

—Señor, nací en Salona, Dalmacia. En aquel tiempo era territorio romano.

—Salona, sí. El palacio de Diocleciano está allí, ¿verdad?Y nadie diría que Diocleciano no era romano. Sin embargo, ¿por qué pareces tan condenadamente griego? Ven aquí, déjame mirarte, Antípatro. ¡Qué nombre romano tan bonito tienes!

—Mi familia era griega de origen. Procedíamos de Antioquia, pero eso fue hace muchos siglos. Si yo soy griego, entonces los romanos son troyanos, porque Eneas vino de Troya para fundar este asentamiento que se convirtió en Roma. Y ¿dónde está Troya hoy sino en territorio del emperador griego?

—¡Oh, oh, oh! ¡Un hombre docto! ¡Un sofista! —Germánico volvió decididamente junto a Antípatro y lo agarró por la pechera de la túnica, manteniéndolo firmemente sujeto. Antípatro esperaba una bofetada. Se protegió la cara con la mano—. No hace falta que te protejas —dijo el príncipe—. No voy a golpearte. Pero eres un traidor, ¿verdad? Griego y traidor. Y que duerme con el enemigo. Te hablo de esa mocita tuya griega, la pequeña espía de pechos prominentes. Cuando el basileo entre triunfante en Roma, correréis a su lado y le diréis que todo este tiempo fuisteis leales a él.

—No, señor. Con tu permiso, nada de eso es cierto, señor.

—¿No eres un traidor?

—No, señor —dijo Antípatro desesperadamente—. Ni tampoco Justina es una espía. Somos romanos de Roma, leales al Oeste. Yo sirvo a tu regio hermano, el cesar Maximiliano Augusto y a nadie más.

Eso pareció surtir efecto.

—Está bien. Bien. Lo creeré. Pareces sincero. —Germánico le guiñó el ojo, le soltó con un ligero empujón y se dio la vuelta dando la espalda a Antípatro. Con un tono mucho menos maníaco, casi contenido, le dijo—: Te quedaste en la sala después de que todos nos hubiésemos marchado. ¿Tenía César algo interesante que decirte?

—¿Por qué? ¿Por qué? Él simplemente…

Antípatro titubeó. ¿Qué tipo de lealtad tendría a César si revelara sus conversaciones privadas a otro, aunque se tratara del propio hermano del emperador?

—No dijo nada importante, señor. Sólo una breve recapitulación de la reunión. Eso fue todo.

—¿Una breve recapitulación?

—Sí señor. Nada más.

—Tengo mis dudas. Tú y él sois uña y carne, Antípatro. Él confía en ti, lo sabes, siendo un grieguito sospechoso como eres. Los emperadores siempre confían en sus secretarios más que en nadie. No le importa que seas griego. Él te cuenta cosas que no dice a nadie más. —Germánico volvió a darse la vuelta. Sus ojos verdosos taladraron los de Antípatro con repentina ferocidad—. Tengo mis dudas —volvió a decir—. ¿Decía él la verdad cuando afirmó que no teníamos por qué hacer nada respecto a esa flota enfrente de Cerdeña? ¿Lo cree de verdad?

Antípatro sintió cómo se le subían los colores y dio gracias por la escasa luz que había en el templo y por su propia piel morena, que camuflarían su sonrojo ante el príncipe. Le pareció extraño que Germánico, célebre haragán que, por lo que sabía Antípatro, no había mostrado jamás una brizna de interés por los asuntos públicos, estuviera ahora tan preocupado por los planes militares de su hermano. Pero quizá la inminencia de una invasión griega de la capital había suscitado cierta alarma incluso en aquel patán, en aquel indolente e irresponsable señorito. O quizá todo aquello no era más que un capricho pasajero suyo. No importaba el motivo; el caso es que, esta vez, Antípatro no podía eludir una respuesta.

Con circunspección, dijo:

—No me atrevería a aventurar lo que el emperador pudiera estar pensando, señor. No obstante, mi interpretación es que él ve que hay muy poco que nosotros podamos hacer contra el basileo…, que estamos rodeados ya por dos flancos y que somos incapaces de protegernos contra un ataque en un nuevo frente.

—Tiene toda la razón —dijo Germánico—. «A cada cerdo le llega su San Martín», como dicen los hispanos. Pero ¿cómo van a matar al cerdo…?, ¿eh, Antípatro?

A continuación, bruscamente, Antípatro se vio agarrado y arrastrado hacia Germánico hasta quedar aplastado contra él en un fuerte abrazo. El príncipe frotó con fuerza su mejilla sin afeitar contra la de Antípatro. «Está loco —pensó Antípatro—. Loco.»

—¡Ah, Antípatro, Antípatro, no temas, no quiero hacerte daño! ¡Te quiero por tu devoción a mi hermano! ¡Pobre Maximiliano. ¡Qué carga debe de ser para él ser emperador en estos momentos! —Soltó nuevamente a Antípatro, retrocedió y dijo con un nuevo tono de voz, esta vez sobrio y extrañamente grave—: No le dirás a él ni una palabra de esto, ¿eh? Creo que ya te he turbado a ti lo bastante, no quiero que también él piense mal de mí. Él te tiene muchísimo cariño. Confía mucho en ti. Vamos, Antípatro, me permitirás llevarte a casa ahora? Es muy probable que esa preciosa grieguita tuya tenga una ardiente sorpresa de mediodía para ti, y no sería elegante hacerla esperar.


No le contó nada a Justina del extraño encuentro con el hermano del emperador. Pero el episodio permaneció en su cabeza.

Más allá de cualquier duda, el príncipe estaba loco. Y sin embargo… parecía que hubiera algo de oculta seriedad en su discurso…, un aspecto de Germánico César que Antípatro nunca había visto antes, y quizá tampoco nadie más.

La opinión de Germánico de que el Imperio original —el que había abarcado el mundo desde Britania hasta las fronteras de la India—, era demasiado vasto para gobernarlo desde una sola capital… bien, sí, nadie le rebatiría el argumento. Incluso durante la época de Diocleciano, el trabajo era tan descomunal que fueron necesarios varios emperadores reinando conjuntamente para asumirlo, y ni eso funcionó especialmente bien; y una generación más tarde, el gran Constantino constató que el gobierno de todo el Imperio era tarea imposible incluso para él. De manera que se produjo la división formal del reino, que se convirtió en permanente bajo Teodosio.

Pero… ¿y eso de la inexorabilidad de la guerra entre este y oeste?

Antípatro no compartía esa postura. Sin embargo, él sabía que la documentación histórica ofrecía sólidos argumentos en apoyo de esta idea. Incluso durante la era de la supuesta concordia este-oeste, esa época en la que Justiniano reinaba en Constantinopla y su sobrino Heraclio en Roma, surgieron grandes rivalidades comerciales, tratando cada Imperio de aventajar al otro. Los romanos latinos rodearon Bizancio y llegaron hasta la remota India, e incluso a las aún más remotas Catay y Cipango, donde viven los hombres de rostro amarillo. Mientras, los romanos griegos extendían su zona de influencia hacia el sur, en la negra África, y también hasta los remotos y helados territorios del norte, más allá de la patria de los semisalvajes godos.

Todo esto se reguló mediante tratados. Quizá, pensó Antípatro, el templo de Justiniano en Roma se había erigido en conmemoración de alguno de estos acuerdos. Sin embargo, las fricciones persistieron. Era la carrera en pos de la primera posición en el comercio mundial.

Y después vino, iniciándose todo ochenta o noventa años atrás, el gran error del oeste: la colosalmente estúpida expedición al Nuevo Mundo… ¡qué calamidad había sido aquello! Cierto era que el descubrimiento de la existencia de dos grandes continentes más allá de la mar Océana resultaba estimulante, y de las dos grandes naciones que allí se encontraban: México y Perú, extrañas tierras en las que abundaban el oro, la plata y las piedras preciosas, habitadas por multitud de pueblos de piel cobriza y gobernados por prepotentes monarcas que vivían con una pompa y opulencia dignas del mismo César. ¿Qué locura se apoderó del emperador Saturnino para intentar conquistar aquellas naciones en lugar de establecer, simplemente, relaciones comerciales con ellas? Décadas de inútiles expediciones ultramarinas… millones de sestercios gastados, legiones enteras enviadas por aquel obstinado, y quizá desequilibrado emperador, a morir bajo el sol abrasador de aquellos inhóspitos continentes que, con optimismo, Saturnino había bautizado como Nova Roma… el orgullo del ejército del Imperio Occidental destruido por lanzas y flechas arrojadas por torrentes imparables de guerreros demoníacos de mirada salvaje y rostros pintados, o barrido por la fuerza abrumadora de las grandes tormentas tropicales…, centenares de navios perdidos en aquellas aguas extranjeras… El espíritu del Imperio quebrado por la experiencia insólita de una derrota tras otra, y la última desalentadora capitulación y evacuación del grupo final de tropas romanas destrozadas…

Como Antípatro y todos los demás reconocían ahora, aquella desgraciada aventura había diezmado los recursos económicos del Imperio Occidental de una forma terrible y, quizá, debilitado su poderío militar de forma irreparable. Dos generaciones enteras de los generales y almirantes con más talento habían perecido en las costas de Nova Roma. Y después, el estúpidamente arrogante emperador Juliano IV había agravado el error, desalojando una misión mercantil griega de la isla de Melita, un nimio punto en el mar, entre Sicilia y la costa africana, que ambos imperios habían reivindicado. Ante esto, León IX de Bizancio no sólo había contraatacado desembarcando tropas en Melita y haciéndose con el control de la isla, sino también redefiniendo unilateralmente la antigua línea divisoria de los dos Imperios, que atravesaba la provincia de Iliria, de manera que la costa de Dalmacia, con sus valiosos puertos sobre el mar Adriático, quedaba ahora bajo dominio bizantino.

Ése fue el principio del fin. El Imperio Occidental, sobrecargado ya de obligaciones por su proyecto condenado al fracaso del Nuevo Mundo, no pudo resistirse a esa toma de poder con una respuesta militar consecuente. Lo cual estimuló a León y a sus sucesores en el este, primero Constantino XI y después Andrónico, a penetrar cada vez más en los territorios occidentales hasta que, en aquellos momentos, la capital misma se hallaba en peligro y parecía fuera de toda duda que el oeste iba a caer bajo control bizantino por primera vez en su historia.

Sin embargo, Antípatro se preguntaba si todo había sido inevitable desde el principio, tal como sostenía Germánico.

Rivalidad, sí. Fricción y ocasionales conflictos abiertos, también. Pero ¿la conquista de un Imperio por el otro? No había nada en los esquemas de división del Imperio de Constantino yTeodosio que obligara al oeste a emprender una estúpida y ruinosa campaña en ultramar, una campaña que ningún cesar abandonaría hasta que el Imperio había quedado completamente inutilizado. Como tampoco era necesario que, como colofón de toda la locura previa, el mermado Imperio provocara gratuitamente a su rival oriental. Con emperadores más prudentes, Roma habría seguido siendo Roma durante toda la eternidad. Pero ahora…

—Le das demasiadas vueltas —le dijo Justina.

—Hay mucho a lo que darle vueltas.

—¿A la guerra?Te lo diré una vez más, Antípatro: tenemos que huir de aquí antes de que llegue.

—Y yo te contesto una vez más: ¿adonde?

—A algún lugar donde no vaya a haber lucha. A algún lugar lejos, hacia el este, donde siempre brille el sol y el tiempo sea cálido. Siria o AEgyptus. Puede que Cyprium.

—Lugares griegos todos ellos.Yo soy romano. Dirán que soy un espía.

Justina se rió sin delicadeza.

—Nosotros no encajamos en ningún lugar ¡eso es lo que estás diciendo! Los romanos creen que eres griego.Y ahora tú no quieres largarte al este porque allí te dirán que eres romano. ¿Por qué te iban a decir eso? Eres tan griego como yo, por el aspecto y por la lengua.

Antípatro la miró con pesimismo.

—La verdad es, Justina, que nosotros no encajamos en ningún sitio. La verdad es que no mucho. Pero la cuestión principal, dejando completamente de lado mi aspecto y mi manera de hablar, es que soy un funcionario de la corte imperial occidental. He firmado con mi nombre innumerables documentos diplomáticos que están archivados en Constantinopla.

—¿Y quién lo sabe? ¿Y a quién le importa? El Imperio Occidental está muerto. Nos escapamos a Cyprium. Criamos ganado, cultivamos algunas viñas. Quizá tú puedas ganar algún dinero como traductor de latín. Y si alguien te pregunta de dónde eres, le cuentas que viviste durante algún tiempo en el oeste. ¿Y qué va a pasar? Nadie te acusará de ser un espía del Imperio Occidental cuando el Imperio Occidental ya no exista.

—Pero aún existe —dijo él.

—Sólo por ahora.

Él tuvo que admitir que la idea era tentadora. Quizá estaba siendo demasiado aprensivo al pensar que alguien le recriminaría su servicio a Maximiliano César si huía al este. A nadie le importaría un comino una vez allí, en las soleadas y plácidas tierras rodeadas por el mar del mundo griego. Él y Justina podrían empezar juntos una nueva vida.

Sin embargo…

Antípatro no veía cómo podía abandonar su puesto mientras el gobierno de Maximiliano siguiera todavía intacto. Le parecía una vileza. Impropio de un hombre. Una traición. Algo propio de griegos. Él era romano. Se quedaría en su puesto hasta que llegara el fin.Y después…

Bien, ¿quién sabía lo que sucedería luego?

—No puedo irme —le dijo a Justina—. Ahora no.


Los días fueron pasando. El cielo brillante de principios de otoño cedió su lugar a otro gris y sombrío que anunciaba la venidera estación lluviosa. Justina hablaba poco con Antípatro sobre la situación política. Hablaba poco sobre cualquier cosa. El invierno romano era una época difícil para ella, que había vivido casi toda su vida en el Imperio Occidental, sí, pero era griega hasta la médula, una muchacha del sur, del sol. Una vida en Neápolis o mejor incluso, Sicilia, podía haber sido lo bastante cálida y luminosa para ella, pero no en Roma, donde los inviernos eran húmedos y fríos. Al volver a casa de su trabajo en palacio, bajo un cielo cada vez más sombrío, Antípatro se preguntaba a menudo si alguna noche se encontraría con que ella había hecho su equipaje y había desaparecido. Ya era posible detectar indicios de que un leve abandono de la capital podría estar llevándose a cabo: el gentío en las calles parecía menor, y cada día Antípatro advertía que una o dos tiendas más estaban cerradas con tablas. Pero Justina permaneció a su lado.

Sus obligaciones en palacio fueron disminuyendo con los días.

Ya no se envió ningún ultimátum más al basileo Andrónico. ¿Para qué? El final estaba a la vista. En aquellos momentos, el trabajo de Antípatro consistía principalmente en traducir los informes que llegaban de los espías que César aún tenía destacados a lo largo de todo el perímetro del mundo griego. Movimiento de tropas en Dalmacia…, refuerzos del ya vasto ejército griego que se incorporaban al extremo nororiental de la península, a una alarmante distancia del puesto de avanzada romano enVenecia. Otro ejército griego estaba de camino hacia África, dirigiéndose al oeste por la costa desde AEgyptus hacia Cartago y a otros puertos de la costa numidia. Eran tropas de apoyo, sin duda, para las que ya se encontraban en Sicilia. Y aún se estaban llevando a cabo otras reorganizaciones en el norte del por lo visto infinito poder militar bizantino. Según parecía, una legión de turcos estaba siendo enviada a Sarmacia, a lo largo de la frontera germánica, presumiblemente con el objetivo de forzar todavía más el ya escuálido frente romano.

Antípatro leía meticulosamente todos estos informes al emperador, pero Maximiliano sólo parecía prestar atención ocasionalmente. Se lo veía taciturno, remoto, distraído. Un día, Antípatro entró en el Despacho Esmeralda y le encontró enfrascado en un enorme libro de historia, abierto por una página en la que figuraba la larga lista de cesares pasados. Deslizaba el dedo por la lista, desde el principio hasta abajo, Augusto, Tiberio, Cayo Calígula, Claudio, Nerón y así, pasando por Adriano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Tito Galio, hasta la época de la división del reino y más allá, hasta la época medieval y la era moderna. Su dedo índice seguía sobre la lista, sólo de emperadores occidentales ahora, que abarcaba grandes y pequeños nombres: Clodiano, ClaudioTiciano, Maximiliano el Grande, todos los Heraclios, todos los Constantinos, todos los Marcianos.

Antípatro observaba a Maximiliano mientras desplazaba la trémula punta de su dedo por la época reciente: Trajano VI, Juliano IV, Felipe V y el propio padre de Maximiliano, Maximiliano V. Hasta ahí llegaba la lista. Había sido compilada antes del comienzo del presente reino, pero alguien había anotado en la parte inferior, con diferente caligrafía, el nombre de Maximiliano VI. Y ahí acabó el recorrido que Maximiliano estaba haciendo con el dedo. En su propio nombre. Poco a poco, empezó a mover la cabeza de un lado a otro en señal de disgusto. Antípatro comprendió en seguida lo que estaba pasando por la mente del emperador. Observando aquella gran lista, abarcándola de un extremo a otro, Maximiliano estaba recapitulando todo el extenso flujo del río de la historia romana, desde la gran fundación del Imperio bajo el inmortal Augusto hasta… su fin… su fin…, bajo el inconsecuente, insignificante Maximiliano VI.

Cerró el libro, levantó la mirada hacia Antípatro y le dirigió una sonrisita funesta y fría. A Antípatro no le resultó difícil leer los pensamientos del emperador. ¡El último de toda aquella magna lista! ¡Qué distinción, Antípatro!

Aquella noche, Antípatro soñó con soldados griegos borrachos, con sus gruesos jubones de lino azul verdoso y los ojos desorbitados. Corrían con júbilo por las calles de Roma, riendo, gritando y saqueando tiendas, arrastrando a las mujeres a los callejones. A continuación, el emperador Andrónico hacía glorioso su entrada en la ciudad por la vía Flaminia, resplandeciente con su manto púrpura, su toga de autoridad, su larga melena dorada cayéndole por la espalda y la gran barba amarilla sobre el pecho. Multitud de ciudadanos romanos bordeaban la gran calzada para lanzarle pétalos de flores y darle la bienvenida, gritando alabanzas con entusiasmo a su nuevo señor, aclamándolo en su propia lengua basileus romaton, «rey de los romanos». Rechazando el uso de una cuadriga, el monarca conquistador iba montado a horcajadas sobre un descomunal caballo blanco engalanado con joyas; llevaba la brillante corona griega con el crespón de plumas de gallo y en una mano el cetro de gobierno con la cabeza de águila, mientras con la otra saludaba a las multitudes magnánimamente. Y así continuó hasta el Foro, donde desmontó y miró alrededor con satisfacción. Caminó despacio por la avenida que conducía hasta el monte Capitolino, se detuvo allí e hizo una señal a un miembro de su séquito con un amplio movimiento de la mano, como si estuviera indicando dónde pretendía erigir el arco triunfal que diera fe de su victoria.

Al día siguiente, un día de interminable aguacero, llegó un mensajero a palacio llevando noticias de que las tropas griegas habían desembarcado en la costa de Liguria. Los griegos habían tomado los puertos de Antípolis y Niza sin encontrar resistencia y ya se encontraban de camino por la calzada costera hacia la ciudad de launa. Por la tarde, extenuado por la carrera, llegó un segundo mensajero con noticias del sur: se había iniciado un tremendo combate militar en Calabria, donde el ejército romano estaba siendo duramente acosado y retrocedía paulatinamente mientras, procedente de Sicilia, una segunda fuerza griega había desembarcado de forma inesperada bastante más hacia el norte, en la península, había tomado el puerto de Neápolis y estaba sitiando esta ciudad esencial del sur, cuya caída era inminente.

La única pieza que faltaba, pensaba Antípatro, era un ataque en la frontera nororiental por parte de las fuerzas bizantinas en Dalmacia.

—Quizá no pase mucho tiempo antes de que recibamos noticias también de esta invasión —le dijo a Justina—, aunque eso ya no importa mucho, ¿verdad?

Los soldados de Andrónico ya se estaban desplazando a través de la península italiana, tanto desde el norte como desde el sur. «A cada cerdo le llega su San Martín», como diría Germánico. El juego se había acabado. El Imperio había llegado a su fin.


—Le llevarás una carta al basileo Andrónico, le dijo el emperador. Se encontraban en el Salón Índigo, contiguo al Despacho Esmeralda. Cuando llovía y la atmósfera era fría y húmeda, el índigo era un poco más cálido. Llevaba ya cuatro días lloviendo. Neápolis había caído, y el ejército griego del sur, después de liquidar a la mayoría de las guarniciones romanas de allí, se desplazaba a ritmo constante por la vía Roma hacia la capital. Las únicas dificultades con las que se estaban encontrando eran los aludes de barro que bloqueaban las carreteras. El segundo ejército griego, el que descendía de Liguria, por lo visto se hallaba en alguna parte del Lacio, quizá ya había alcanzado Tarquinia o Caere, más al sur. En principio, los únicos obstáculos que hallaba eran, también, los derivados del clima. Caere estaba sólo a cincuenta kilómetros al norte de Roma.

También se había producido ya una penetración bizantina en el frente veneciano procedente de Dalmacia.

Maximiliano se aclaró la garganta.

—«A Su Real y Magnífica Majestad Andrónico Maniakes, Autócrata y Emperador, por la gracia de Dios, Rey de Reyes, Rey de los romanos y Señor Supremo de todas las regiones», ¿lo tienes ya, Antípatro?

Basileus basileion —murmuró Antípatro—. Sí, majestad. —Antípatro dirigió una mirada contenida a Maximiliano—. ¿Ha dicho «Señor Supremo de todas las Regiones»?

—Así lo escribe él mismo, sí —contestó Maximiliano con cierta irritación.

—Pero, le ruego que me perdone, señor, las implicaciones…

—Limitémonos a seguir, Antípatro. «Y Señor Supremo de todas las Regiones. De su primo Maximiliano Juliano Felipe Romano César Augusto, Emperador y Gran Pontífice, Tribuno del Pueblo, etcétera, etcétera», ya conoces todos los títulos, Antípatro. Ponlos… «Saludos y que la benevolencia de todos los dioses te sea propicia a ti para siempre jamás, por los siglos de los siglos…» —De nuevo el emperador hizo un alto. Respiró hondo dos o tres veces—. «Así como ha sido deseo de los dioses permitirme ocupar el trono de los cesares los pasados veinte años, creo que el favor de los cielos me ha sido últimamente retirado, y que es la voluntad de los más divinos dioses que yo renuncie a las responsabilidades que me fueron otorgadas tiempo atrás por decisión de mi real padre, Su Más Excelente Majestad el Divino Emperador Maximiliano Juliano Felipe Claudio César Augusto. Asimismo, me resulta evidente que el favor de los cielos ha recaído sobre mi primo imperial, Su Poderosa Majestad el Basileo Andrónico Maniakes, Autócrata y Emperador etcétera, etcétera…», le pones otra vez todos sus títulos, ¿querrás hacerlo, Antípatro…?

Antípatro iba ya por su segunda tablilla encerada y apenas había anotado otra cosa que no fueran las sucesiones de títulos. Pero el sentido del mensaje estaba bastante claro. Sintió que su corazón daba un vuelco cuando el significado final de lo que el emperador le estaba dictando se le reveló.

Era un documento de abdicación.

Maximiliano estaba entregando el Imperio a los griegos.

Por supuesto, los griegos ya se habían apoderado prácticamente de él en casi su totalidad, con la única excepción de la capital y de algunos miserables kilómetros de territorio a su alrededor. Sin embargo, ¿era ésa la actitud que cabía esperar de un romano? Casi no había ningún precedente de capitulación de un emperador romano ante un invasor extranjero, y eso era lo que Andrónico era: un griego, un extranjero, por mucho que los bizantinos alegaran ser la legítima mitad del original Imperio romano. Se habían depuesto soberanos anteriormente, sí. Había habido guerras civiles en épocas antiguas: Octaviano contra Marco Antonio, las luchas por la sucesión de Nerón, la batalla por el trono tras el asesinato de Cómodo. Pero Antípatro no podía recordar ningún ejemplo de un emperador derrotado que hubiera renunciado dócilmente al trono frente a su invasor. ¿Lo usual no era darse muerte con la propia espada mientras las tropas de los victoriosos rivales se acercaban? Aunque era posible que lo normal mil años atrás ya no se considerara una conducta adecuada, pensó Antípatro.

Maximiliano seguía dictando con ritmo monocorde, construyendo cada frase con un meticuloso sentido del estilo y la precisión gramatical, como si ya hubiera pergeñado un borrador de esa carta muchas semanas atrás, revisándolo una y otra vez mentalmente hasta que fuera perfecto y ya no le quedara más que dictarla en voz alta para que Antípatro pudiera entregársela al griego bizantino.

Definitivamente, se trataba de un documento de abdicación. Para asombro de Antípatro, Maximiliano no estaba sólo limitándose a abandonar el trono, sino que estaba designando a Andrónico como su sucesor a efectos legales, como el auténtico y legítimo dueño del poder imperial.

Naturalmente, existía el problema de que Maximiliano no tenía ningún hijo, y el heredero oficial al trono, Germánico, no fuera precisamente muy adecuado para el puesto. Pero lo que Maximiliano estaba haciendo era dejar expedito el camino hacia el trono a Andrónico, no sólo por derecho de conquista, sino por decreto explícito del monarca saliente. En efecto, estaba reunificando las dos mitades del antiguo Imperio. ¿Realmente había que llevar las cosas tan lejos? Si no planeaba matarse, pensaba Antípatro —¿y quién podrá culparle de ello?—, ¿no podía sencillamente reconocer su derrota con una breve carta de rendición y entrar en la historia con cierto grado de dignidad?

Pero Maximiliano todavía seguía hablando y, de repente, Antípatro se dio cuenta de que ese documento tenía otro propósito más profundo.

—«He envejecido en el cargo» —no era cierto; tenía apenas algo más de cincuenta años— «y la responsabilidad del poder me agota; ahora sólo quiero una tranquila vida de lectura y meditación en algún rincón de los inmensos dominios de Su Majestad Imperial.

Puedo mencionar el precedente de César Diocleciano, quien, después de haber reinado veinte años, exactamente los mismos que yo, abandonó su tremendo poder y fijó su residencia en la provincia de Dalmacia, en la ciudad de Salona, donde aún perdura el palacio de su retiro. Es la humilde petición de Maximiliano César, mi señor, que se me permita seguir los pasos de Diocleciano y, de hecho, si ‹ fuera del agrado de Su Majestad, que se me permitiera incluso ocupar el palacio de Salona, donde he pasado muchas noches a lo largo de los años de mi reinado y que es para mí una agradable residencia a la que me retiraría con mucho gusto…»

Antípatro conocía bien el palacio de Salona. Prácticamente había crecido a su sombra. Era un alojamiento bastante digno, casi una pequeña ciudad en sí mismo, frente al mar, con enormes muros fortificados y, sin duda, las más lujosas estancias en su interior. Muchos cesares lo habían usado como pabellón de huéspedes mientras visitaban la preciosa costa dálmata. Quizá hasta el propio Andrónico se había alojado allí, dado que Dalmacia estaba bajo control bizantino desde hacía dos décadas.

Y ahí estaba Maximiliano, pidiendo el palacio… no, suplicándolo; el emperador caído estaba haciendo una «humilde petición», ya que se dirigía a Andrónico como «mi señor» y empleaba una frase como «si fuera del agrado de Su Majestad». Estaba entregando el título legal del Imperio a Andrónico en bandeja de plata.Y no pedía otra cosa a cambio que le permitieran marcharse y esconderse tras los gigantescos muros del palacio del retiro de Diocleciano para el resto de su vida.

Deshonroso. Vergonzoso. Repugnante.

Antípatro apartó apresuradamente la mirada. No quería que César viera el desprecio que había en sus ojos.

El emperador aún estaba hablando. Antípatro se había perdido algunas palabras pero ¿qué importaba? Siempre podría añadir él alguna cosa coherente.

—«Quedo, te lo aseguro, querido primo Andrónico, a tu completa disposición, y con la gratitud más profunda, ofreciéndote también mi más alta consideración hacia tu sabiduría y benevolencia y mis sinceras felicitaciones por todas las gloriosas conquistas de tu reino… Cordialmente, Maximiliano Juliano Felipe Romano César Augusto, Emperador y Gran Pontífice, etcétera, etcétera…»

—Bien —dijo Justina, cuando Antípatro le resumió el documento de abdicación, la noche después de haberse pasado gran parte de otro día lluvioso copiándolo elegantemente, en un rollo de pergamino—. Andrónico no tiene que darle nada a Maximiliano, ¿verdad? Si quiere, sencillamente puede cortarle la cabeza.

—No hará eso. Estamos en 1951. Los bizantinos son un pueblo civilizado. Andrónico no quiere parecer un bárbaro. Además, sería una mala táctica. ¿Por qué iba a hacer de Maximiliano un mártir y convertirlo en un héroe para cualquier movimiento de resistencia antigriega, que brotará probablemente en las agrestes provincias del oeste, cuando, simplemente, puede darle un beso en la mejilla y empaquetarlo hacia Salona? Todo el Imperio Occidental es suyo, pase lo que pase. Podría iniciar pacíficamente su reino aquí.

—¿De manera que piensas que Andrónico aceptará el trato?

—Oh, sí. Sí, naturalmente, si tiene un poco de sensatez.

—¿Y después?

—¿Después?

—Nosotros —dijo Justina—. ¿Qué pasa con nosotros?

—Oh, sí, sí. El emperador también dijo algo sobre eso.

Justina contuvo el aliento de sopetón.

—¿En serio?

Antípatro, sintiéndose un tanto incómodo, dijo:

—Cuando acabó de dictar la carta, se volvió hacia mí y me preguntó si yo quería ir con él a Salona o a cualquier otro sitio adonde le dejara marcharse Andrónico. «Aún necesito un secretario, incluso en mi retiro, me dijo, especialmente si acabo en la parte heleno-parlante del Imperio y allí es, seguramente, adonde Andrónico querrá mandarme, de manera que pueda tenerme controlado. Cásate con tu bonita griega y venid conmigo, Antípatro.» Eso es lo que me dijo exactamente.

Al momento, los ojos de Justina empezaron a echar chispas. Se había sonrojado y sus pechos subían y bajaban con rapidez.

—¡Oh, Antípatro! ¡Qué maravilloso! ¡Y aceptaste, por supuesto!

La verdad en que no exactamente. De hecho, no lo había aceptado en absoluto. Tampoco era que Jo hubiese rechazado. Para nada.

Con cierta incomodidad, dijo:

—Sabes que me encantaría casarme contigo, Justina.

Ella lo miró perpleja.

—¿Y qué hay de la parte de acompañar a César a Dalmacia…?

—Bien —dijo él—. Supongo…

—¿Supones? ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Antípatro vaciló, agitando en el aire las manos abiertas.

—¿Cómo te lo puedo explicar, Justina? Déjame intentarlo. Lo que César está solicitando es, bueno… cobarde, vergonzoso. No es propio de un romano.

—Quizá sea así. Pero ¿y qué si así fuera? ¿Crees que es mejor que nos quedemos aquí para morir como romanos?

—Ya te lo he dicho. Andrónico nunca le mataría.

—Estoy hablando de nosotros.

—¿Por qué iban a hacernos daño, Justina?

—Hemos estado en medio de todo esto. Como tú señalaste la semana pasada, eres un funcionario de la corte. Yo soy una ciudadana griega que ha tenido tratos con romanos. Seguramente se llevará a cabo una purga de la vieja burocracia. Supongo que no te ejecutarán, pero lo que está claro es que te las harán pasar canutas. Como a mí. Y peor que a ti, me atrevería a pensar. A ti te darán algún sucio trabajo de ínfima categoría, quizá. Pero seguro que encontrarán alguna ocupación repugnante para mí. Los soldados invasores siempre lo hacen.

Era difícil para él enfrentarse a la furia implacable de los ojos de Justina.

Toda la tarde del día anterior, desde que había dejado a César en el Salón índigo, y la mayor parte del día presente, su cabeza había estado dando vueltas y vueltas a grandilocuentes frases heroicas: «al final uno debe comportarse como cabe esperar de un romano o no ser considerado nada en absoluto… nuestras grandes tradiciones heroicas exigen… la historia nunca perdonará… llega el momento en que un hombre debe proclamarse como tal o no será nada más que… qué vergonzoso, qué inefable y eternamente vergonzoso sería unirme yo a la corte de un emperador tan despreciable y cobarde que…», y muchas otras del mismo calibre, todas consagradas al repudio de la invitación a acompañar a Maximiliano a su acogedor retiro dálmata. Pero ahora comprendió con claridad meridiana que todo aquello no eran más que sandeces.

Nuestras grandes y heroicas tradiciones lo exigen, ¿ah, sí? Quizá sí. Pero Maximiliano César no era un héroe, como tampoco lo era Lucio Helio Antípatro.Y si el propio emperador no podía comportarse como un romano, ¿por qué tendría que hacerlo su maestro de lengua griega? Un hombre que no era ningún guerrero, sino solamente un escribano, un hombre de letras, y tampoco romano de pura cepa; no, según el criterio de Cicerón, Séneca o Catón el Censor. Ellos se habrían reído de sus pretensiones. ¿Tú, un romano? ¿Con tu brillante cabello griego, tu nariz respingona y tus andares de danzarina? Cualquiera puede llamarse romano pero sólo un romano puede ser un romano.

De todas formas, la época de Séneca, Catón y Cicerón había acabado hacía mucho. Las cosas ahora eran diferentes. El enemigo estaba a las puertas de Roma y ¿qué estaba haciendo el emperador? ¿Tumbarse con serenidad? ¿Abrirse tranquilamente las venas? No, no. ¡Vaya! El emperador está redactando una carta en la que suplica abyectamente por un cómodo y seguro retiro en un gran palacio de la costa dálmata. ¿Se suponía que el maestro de lengua griega iba a quedarse en el puente de mando, con un cuchillo en cada mano, a la manera de algún héroe indómito de la antigüedad, mientras el emperador al que sirvió se escabullía tan tranquilo de la ciudad por la puerta trasera?

—Mira —le dijo Justina. Ella se había acercado a la ventana—. Hay hogueras fuera. Creo que hay una grande en el monte Capitolino.

—Desde esta ventana no se ve el Capitolino.

—Bueno, pues será alguna otra colina. Tres, cuatro, cinco hogueras en las colinas allá fuera. Y mira allí, en el Foro. Hay antorchas a lo largo de toda la vía Sacra. La ciudad entera está iluminada. Creo que ya están aquí, Antípatro.

Él echó una mirada al exterior. La lluvia había cesado y el brillo de las hogueras y antorchas estaba por todas partes. Oyó gritos en la noche, a lo lejos, pero no pudo distinguir ninguna palabra. Todo era vago, borroso, misterioso.

—¿Y bien? —preguntó Justina.

Antípatro se pasó la lengua por el labio superior un par de veces.

—Sí, creo que ya están aquí.

—Y ¿qué vamos a hacer ahora? Ya es demasiado tarde para que salgamos corriendo, ¿no? Así que nos mantendremos firmes y aguardaremos nuestro destino, tú, yo y el emperador Maximiliano, como los estoicos romanos que somos, ¿no es así, Antípatro?

—Andrónico no hará ningún daño al emperador. Y tampoco nos hará ningún daño a ti o a mí.

—Lo sabremos bastante pronto —contestó Justina.


El día siguiente fue un día distinto a todos los vividos en la larga historia de Roma. Los griegos habían llegado la tarde anterior, justo cuando estaba anocheciendo. Miles de ellos entraron por las cuatro puertas de la ciudad al mismo tiempo. No encontraron ninguna oposición en absoluto. Evidentemente, el emperador había enviado mensajes a los comandantes de las guarniciones locales para que no se efectuaran intentos de resistencia, pues con toda seguridad serían inútiles y tan sólo ocasionarían una gran pérdida de vidas humanas y una destrucción generalizada por toda la ciudad. La guerra está perdida, habría dicho el emperador; dejemos entrar a los griegos sin prolongar la agonía. Lo que era, o bien una actitud sabia y realista, pensó Antípatro, o bien otra pusilánime y despreciable. Y él sabía qué pensar. Sin embargo, se guardó sus opiniones para sí mismo.

La lluvia, que había cesado durante la mayor parte de la noche desde el atardecer de la conquista, volvió a caer por la mañana, justo cuando el basileo Andrónico estaba haciendo su entrada triunfal en la ciudad desde el norte, por la vía Flaminia. La escena era casi como la que había visto Antípatro en su sueño, excepto que hacía mal tiempo, no se lanzaban pétalos de flores, la gente que flanqueaba la carretera parecía aturdida más que exultante y nadie saludaba al nuevo emperador en griego. Pero Andrónico montaba un enorme caballo blanco y su aspecto era bastante espléndido, aunque la lluvia apelmazara su gran mata de cabellos dorados formando cintas e hiciera de su barba una pelambre empapada. No se dirigió al Foro, como Antípatro había soñado que haría, sino que se encaminó directamente hacia el Palacio Imperial donde, según se había informado al conquistador, le sería entregado el documento de abdicación que el emperador había dictado el día anterior.

El Gran Consejo en pleno estaba presente en la ceremonia. Tuvo lugar en el fastuoso Salón de Mosaicos con escenas de caza construido por uno de los últimos Heraclios, donde el emperador solía recibir a las delegaciones de tierras lejanas bajo las vistosas representaciones de leones y elefantes, heridos con lanzas por bravos hombres vestidos a la vieja usanza romana, recreadas con brillantes azulejos rojos, verdes y púrpura. Sin embargo, hoy, en lugar de sentarse en el trono, Maximiliano permanecía de pie junto a éste, mansamente frente al monarca bizantino, que se situó justo enfrente de él, a una distancia de unos ocho o diez pasos. Detrás de Maximiliano estaban los miembros del Consejo. Detrás de Andrónico, media docena de oficiales griegos que lo habían acompañado en el desfile por la vía Flaminia.

El contraste entre los dos monarcas era elocuente. El emperador parecía un enano al lado de Andrónico, un gigante de hombre, con mucho el más alto y corpulento de la sala.Tenía unas facciones muy marcadas y la melena, rubia y rebelde, propia de un celta o un bretón, le caía alborotada por la espalda. Todo en él, sus anchos hombros, su impresionante tórax, sus largos bigotes caídos, su mandíbula prominente y su abundante barba, emanaba una sensación de fortaleza casi brutal, propia de un toro. Sin embargo, había una mirada de fría inteligencia en sus pequeños y penetrantes ojos gris-violeta.

Antípatro, que estaba junto a Maximiliano, desempeñó las funciones de intérprete. A un gesto de cabeza del emperador, entregó el manuscrito a un alto magistrado de la corte de Andrónico, un individuo de cabeza tonsurada y túnica bordada con lo que parecían ser rubíes y esmeraldas auténticos. El magistrado, echándole una simple mirada, lo enrolló solemnemente y se lo tendió al basileo. Andrónico lo desenrolló, recorrió con la mirada las primeras dos o tres líneas de una manera superficial y displicente, lo volvió a enrollar y se lo devolvió al magistrado tonsurado.

—¿Qué es lo que pone aquí? —le preguntó bruscamente a Antípatro.

Éste se preguntó si el Rey de los Romanos era incapaz de leer. Un tanto asombrado, se oyó a sí mismo contestar:

—Es un documento de abdicación, su majestad.

—Dádmelo otra vez —dijo Andrónico. Su voz era grave, dura y áspera, y su griego no era meloso en lo más mínimo; era más el griego de un soldado o el de un granjero que el de un rey. Una afectación, lo más probable. Andrónico procedía de una de las grandes familias bizantinas con más abolengo. Sin embargo, no lo parecía en absoluto.

Con gesto grandilocuente, el magistrado tonsurado devolvió el pergamino al basileo quien, una vez más, lo desenrolló y, en apariencia, volvió a leer un poco, una línea o dos; después lo enrolló por segunda vez y se lo guardó de manera informal debajo del brazo.

El silencio reinaba en la sala.

Antípatro, incómodamente consciente de su posición demasiado cercana al centro de la escena, miró a su alrededor, a los dos cónsules, a los ministros y secretarios congregados, los grandes generales y almirantes, el prefecto pretoriano, el custodio del Tesoro Imperial. A diferencia del emperador Maximiliano, un hombre pequeño que aún se reía en ese momento más empequeñecido, y que no demostraba el más mínimo signo de presunción, todos ellos permanecían muy tiesos, erguidos, con una feroz rigidez militar. ¿Sabía alguno de ellos lo que contenía la carta? Probablemente no. Por lo menos no lo referido a Salona. La mirada de Antípatro se encontró con la del príncipe heredero Germánico, quien parecía notablemente fresco para la ocasión, recién bañado e impecable, con una brillante túnica blanca ribeteada de púrpura. También Germánico había adoptado la postura general del día, de rectitud marcial, lo que parecía particularmente impropio en él. Sin embargo, parecía estar casi sonriendo. ¿Qué podría hacerle sonreír en día tan terrible?

El basileo Andrónico le dijo a Antípatro:

—El emperador renuncia a sus poderes incondicionalmente, ¿no es así?

—Así es, majestad.

Se oyeron algunos pequeños gritos ahogados procedentes de los miembros del Gran Consejo que se hallaban distribuidos por toda la sala. Se debían más a la impresión que a la sorpresa. Seguramente, ellos no podían sorprenderse, pensó Antípatro. Pero incluso así, el reconocimiento rotundo de la realidad de la situación tenía un efecto inevitable.

No obstante, la actitud del príncipe Germánico no se alteró: el mismo porte altivo, la misma calma, el frío esbozo de sonrisa en la comisura de sus labios, cuando su hermano mayor acababa de renunciar para siempre al trono que Germánico podría haber heredado algún día; aunque, de todas formas, ¿habría esperado alguna vez Germánico ocupar aquel trono?

Andrónico dijo:

—¿Hay alguna petición especial?

—Sólo una, majestad.

—¿Yes…?

Todas las miradas se concentraron en Antípatro. Deseaba poder hundirse y que aquel suelo de piedra reluciente se lo tragase. ¿Por qué tenía que ser él quien pronunciara en voz alta las palabras condenatorias ante los prohombres de Roma?

Pero no había escapatoria posible.

—Señor, César Maximiliano solicita —dijo Antípatro con la voz más firme de la que fue capaz—, que le sea permitido retirarse con algunos miembros de su corte al palacio del emperador Diocleciano en Salona, en la provincia de Dalmacia, donde espera pasar el resto de sus días sumido en la contemplación y el estudio.

Ya estaba. Hecho. Antípatro miró al frente con los ojos clavados en la nada.

Los severos ojos gris-violeta del basileo parpadearon, cerrándose la mitad de un instante; y exactamente con la misma brevedad, pudo verse algo parecido a una sonrisa desdeñosa en un extremo de la boca del emperador.

—No vemos razón para que la solicitud no le sea otorgada —dijo, después de un momento—. Aceptamos los términos del documento. —Una vez más volvió a desenrollarlo y, tomando un estilo del magistrado que tenía a su costado, garabateó una enorme A mayúscula en la parte inferior. Su firma, evidentemente—. ¿Hay algo más?

—No, su majestad.

Andrónico asintió con la cabeza.

—Está bien. Informa al antiguo emperador de que deseamos pasar esta noche en nuestro campamento, al lado del río, con nuestros hombres. Mañana, es nuestra intención fijar nuestra residencia en este palacio, del que nada se retirará sin nuestro permiso. Mañana también os presentaremos a nuestro hermano, Romano César Estravospóndilos, quien gobernará el Imperio Occidental desde ese momento. Comunícaselo al emperador.

Hizo señas a sus hombres y salieron de la sala formando una rígida falange.


Antípatro se volvió hacia Maximiliano, que estaba totalmente inmóvil, como un hombre transformado en la estatua de piedra de sí mismo.

—César, el basileo dice que él…

—He entendido lo que ha dicho el basileo, gracias, Antípatro —dijo Maximiliano, con una voz que parecía venir de la tumba. Sonrió. Era la sonrisa de un rostro sin vida, con un destello extremadamente fugaz de sus dientes. Después, él también salió de la sala. Los miembros del Gran Consejo, la mayoría de ellos perplejos e incrédulos, le siguieron en grupos de dos y de tres.

De modo que así es cómo cae un Imperio en la era moderna, pensó Antípatro. Sin ejecuciones ni derramamiento de sangre. Un rollo de pergamino que va de uno a otro lado un par de veces, del conquistador al conquistado, una letra garabateada y un cambio de ocupantes en las dependencias reales.Y así pasará a la historia. Lucio Helio Antípatro, el maestro de lengua griega del derrotado emperador, presentó la declaración de abdicación al basileo Andrónico, que le echó la más superficial de las miradas y entonces…

—¿Antípatro?

Era Germánico César. En el gran salón, sólo quedaban él y el maestro de lengua griega. El príncipe le hizo una seña.

—Unas palabras, Antípatro. En el pórtico. Ahora.


En el exterior, paseando juntos bajo el extenso porche que se prolongaba a lo largo de esa ala del palacio, y con la lluvia repiqueteando en el tejado de madera encima de ellos, Germánico le dijo:

—¿Qué puedes decirme acerca de ese Romano César, Antípatro? Creía que el hermano del basileo se llamaba Alejandro.

Había algo extraño en su voz. Tras un instante, Antípatro se percató de que el acento arrastrado e indolente del príncipe se había esfumado. Su voz era nítida, formal, cortante.

—Creo que son varios hermanos. Alejandro es el más conocido aquí, un guerrero, como su hermano. Romano es muy diferente. Su nombre, «Estravospóndilos», significa «espalda doblada», es decir, jorobado.

Los ojos de Germánico se abrieron como platos.

—¿Andrónico ha escogido a un tullido como emperador de Occidente?

—Eso parece deducirse del nombre, señor.

—Está bien. Es una pequeña broma suya. Bien, pues. —Germánico sonrió aunque no parecía divertido—. De todas maneras, una cosa parece estar clara, y es que seguirá habiendo dos emperadores. Andrónico no tratará de gobernar todo el Imperio unificado desde Constantinopla, porque no es factible. Es lo que ya te dije en el Foro aquel día, Antípatro, en el templo de Concordia.

Antípatro todavía se sentía sorprendido por el abrupto cambio de Germánico, por aquella nueva seriedad suya, su actitud sensata. Hasta su porte era distinto. Había desaparecido su languidez aristocrática, la flacidez de sus brazos. De pronto, se lo veía erguido, como un soldado. Antípatro no había advertido hasta ese momento cuánto más alto era Germánico que su hermano el emperador.

—¿Cuánto tiempo? —le preguntó Germánico—. ¿Cuánto tiempo crees que durará este Imperio Griego Occidental, Antípatro?

—¿Señor?

—¿Cuánto durará? ¿Cinco años? ¿Mil?

—No tengo forma de saberlo, señor.

—Piensa un poco en ello. Andrónico viene al oeste, vapulea nuestras penosas defensas con un chasquido de sus dedos, nos deja a su deforme hermanito como emperador y regresa a darse la buena vida en Constantinopla, dejando más o menos una docena de tropas griegas para ocupar toda la inmensidad del Imperio Occidental: Hispania, Germania, Britania, la Galia, Bélgica, etcétera, por no mencionar a la misma Italia. ¿Con qué propósito nos ha conquistado? Pues para que nuestros impuestos vayan hacia el este y acaben en las arcas bizantinas. ¿Les sentará eso bien a los granjeros de Britania? ¿Y a nuestros greñudos amigos de allí arriba, de Germania? Conoces la respuesta: Andrónico ha tomado Roma, pero eso no significa que se haya hecho con el control de todo el Imperio. La gente no quiere griegos administrando sus asuntos allí fuera, en las provincias. No lo van a aguantar. Son romanos y quieren ser gobernados por romanos. Tarde o temprano brotarán por todas partes movimientos de resistencia activa, y te aseguro que será más bien pronto que tarde. Asesinatos de recaudadores de impuestos, magistrados y procuradores municipales griegos. Revueltas locales. Finalmente, levantamientos a gran escala. Andrónico concluirá que no vale la pena tratar de mantener líneas de suministro a distancias tan grandes. Se limitará a encogerse de hombros y dejará que Occidente se venga abajo. No va a venir por segunda vez en su vida a luchar contra nosotros. Tampoco nosotros mataremos a todos los ocupantes griegos; lo más probable será que los asimilemos y los convirtamos en romanos. Dos o tres generaciones en el oeste y no recordarán ni una palabra de griego.

—Creo que está en lo cierto, señor.

—Creo que sí… Abandonaré Roma mañana por la noche, Antípatro.

—¿Se va a Dalmacia, ¿verdad? ¿Con el emp… con su hermano?

Germánico escupió.

—No seas idiota. Me voy en la otra dirección. —Se acercó a Antípatro y le dijo con un tono de voz bajo y afilado—: Hay un barco aguardando en Ostia para llevarme a Massalia, en la Galia. Fijaré allí mi capital, o bien en Lugdunum. Aún no estoy seguro.

—¿Su… capital?

—El emperador ha abdicado. Tú mismo escribiste el documento, ¿no es así? De manera que ahora yo soy el emperador, Antípatro. Emperador en el exilio, quizá, pero emperador al fin y al cabo. Yo mismo lo proclamaré así formalmente mañana, en el momento de desembarcar en Massalia.

Si Germánico hubiera dicho eso una semana antes, pensó Antípatro, le habría parecido una locura, una estupidez propia de un borracho, o una broma burlona. Pero aquél era un Germánico diferente.

Los ojos verde mar se clavaron en él de forma implacable.

—Naturalmente, eres hombre muerto si dices una palabra de esto a alguien antes de que me haya marchado de Roma.

—¿Y por qué entonces soy el primero a quien se lo dice?

—Porque creo que a tu manera, esa griega manera tuya, extraña y sospechosa, eres un hombre en quien se puede confiar, Antípatro. También te lo dije en el templo de la Concordia. Quiero que vengas conmigo a la Galia.

La invitación, serenamente formulada, cayó sobre Antípatro como un rayo.

—¿Cómo, señor?

—Yo también necesito un maestro en lengua griega. Alguien que me ayude a comunicarme con las autoridades temporales ocupantes de Roma. Alguien que descifre los documentos que mis espías me envíen desde el este. Y quiero que también seas mi consejero, Antípatro. Eres un hombrecillo tímido, pero eres inteligente, así como astuto; y además eres griego y romano al mismo tiempo. Puedes serme útil en la Galia. Ven conmigo. No te arrepentirás. Reconstruiré el ejército, echaré a los griegos de Roma y viviremos para verlo. Podrás ser cónsul, Antípatro; cuando regrese a tomar posesión del trono de los cesares.

—Señor… señor…

—Piénsalo. Tienes hasta mañana.


La expresión de Justina era totalmente indescifrable cuando Antípatro acabó de contarle la historia. Fuera lo que fuese lo que se escondía detrás de aquellos refulgentes ojos oscuros, era algo que él no podía siquiera barruntar.

—Me sorprendió más de lo que puedo explicarte —dijo Antípatro—: descubrir la profundidad que escondía Germánico y que nadie sospechaba. Qué fuerte es en realidad, a pesar de esa actitud de petimetre que a él le pareció útil fingir. Es un romano genuino, de corazón.

—Sí, debe de haberte resultado bastante sorprendente.

—He de admitir que me parece una noble y romántica idea, eso de autoproclamarse emperador en el exilio y liderar un movimiento de resistencia desde la Galia. Y tengo que confesar que su invitación a formar parte de su gobierno me halagó mucho. Pero por supuesto me es totalmente imposible irme con él.

No iría. Antípatro lo sabía, porque seguramente Justina no le acompañaría. Y si alguna cosa tenía clara en medio de todo aquel caos, de aquel súbito remolino en que se había convertido el mundo, era que allá donde quisiera ir Justina, irían los dos. Ella era más importante para él que la política, que los imperios, que todas las demás abstracciones semejantes. Ahora lo comprendía como nunca antes lo había hecho. Para él todo se reducía a Justina y Lucio, Lucio y Justina. Ya asumirían los demás las responsabilidades del Imperio.

—¿Crees que conseguirá derrocar a los griegos? —preguntó Justina.

—Tiene bastantes posibilidades —dijo Antípatro—. Todo el mundo sabe que el Imperio es demasiado grande para gobernarlo desde una capital en el este, y designar a un emperador griego para Occidente no funcionará mucho tiempo. Occidente es romano. Su alma y su forma de pensar son romanas. Por el momento, los griegos tienen ventaja sobre nosotros. Nuestra propia imbecilidad nos ha debilitado tanto durante los últimos cincuenta años que han sido capaces de venir y someternos, pero esto no durará. Nosotros nos recuperaremos de lo que ha ocurrido y volveremos a ser lo que fuimos una vez. —De repente le asaltó la imagen del río del tiempo fluyendo en dos direcciones a la vez; el pasado regresando exactamente como fue—. La intención de los dioses fue que Roma gobernara el mundo. Lo hemos hecho durante mil años o más y ha ido condenadamente bien. Lo haremos otra vez. El destino está de parte de Germánico. Acuérdate de lo que te digo, volverá a haber emperadores en esta ciudad que hablen latín y lo veremos en vida.

Fue un largo discurso que Justina respondió con un silencio casi igualmente largo. Entonces dijo:

—En la Galia hace mucho frío en invierno, ¿verdad?

—Bastante frío, sí, según tengo entendido. Más frío que aquí, la verdad.

Demasiado frío para ella; bien lo sabía él. ¿Por qué lo preguntaba? Era impensable que ella quisiera marcharse allí. Lo odiaría.

—Es muy extraño —dijo él, en vista de que ella no decía nada—. El emperador no vale nada y el hermano que yo pensé que no valía nada resulta ser un hombre audaz y valeroso. Si existe el espíritu romano, y yo creo que sí existe, mañana se irá hacia el oeste con Germánico.

—¿Y tú, Lucio? ¿Hacia dónde irás?

—Tú y yo somos griegos. Nos iremos en dirección contraria, Justina. Hacia el este. Hacia el sol. A Dalmacia, con César.

—Tú eres romano, Lucio.

—Más o menos, sí. ¿Y qué?

—Roma se va hacia el oeste. El cobarde Maximiliano se dirige hacia el este. ¿De verdad quieres ir con el cobarde, Lucio?

Antípatro la miró boquiabierto, aturdido, incapaz de articular palabra.

—Dime, Lucio, ¿cuánto frío hace en la Galia de verdad en invierno? ¿Hay mucha nieve?

Por fin recuperó la voz.

—¿Qué estás tratando de decirme, Justina?

—¿Qué estás tratando de decirme tú? Supon que yo no existiera. ¿Hacia adonde irías mañana? ¿Al este o al oeste?

Antipatro lo pensó sólo un instante.

—Al oeste.

—¿Para seguir al hermano del emperador hasta la nieve?

—Sí.

—El hermano que tú pensabas que era un inútil.

—El emperador es el inútil, no su hermano; eso empiezo a pensar. Si tú no estuvieras en la ecuación, probablemente me iría con él. —¿Era así?, se preguntaba. Sí, sí. Era así. «Soy un romano. Quisiera actuar como un romano por una vez.»

—¡Entonces, vete! ¡Vete!

Sintió estremecerse la habitación, como si se tratara de un terremoto.

—¿Y tú, Justina?

—Yo no tengo que actuar como una romana, ¿no es así? Yo podría quedarme aquí y continuar siendo griega…

—¡No, Justina!

—O podría seguirte a ti y a tu nuevo emperador a la nieve, supongo. —Se abrazó a sí misma y tembló, como si ya estuvieran cayendo copos de nieve, allí dentro, en su confortable habitación—. O, por otra parte, aún tenemos la opción, tanto tú como yo, de marchar al este con el otro emperador. El cobarde que entregó su trono para mantenerse a salvo.

—Yo mismo no soy muy valiente, ya lo sabes.

—Lo sé. Sin embargo, te marcharías con Germánico si yo no estuviera aquí. Lo acabas de decir. Hay una diferencia entre no ser muy valiente y ser un cobarde. ¿Qué será peor, me pregunto yo, soportar la nieve de vez en cuando o vivir en un lugar cálido entre cobardes? ¿Cómo puedes vivir entre cobardes sin que tú mismo también lo seas?

No tenía respuesta. Le iba a estallar la cabeza. Ella lo había rodeado por todos los frentes. Él sólo sabía que la quería, que la necesitaba y que seguiría la opción que ella quisiera que él tomara.

Desde el exterior llegaba otra vez un griterío escandaloso, exultante. También pudo oír lo que parecían alaridos. Antipatro miró por la ventana y vio nuevas hogueras ardiendo en las colinas. Ahora empezaba en serio la conquista. Los vencedores estaban recogiendo su botín.

Bien. Eso era lo que cabía esperar, pensó Antipatro. No influiría en su decisión. La única cuestión que importaba era adonde marcharse: al este con el emperador caído o al oeste con su hermano. Miró a Justina. Esperó a que hablara.

Ella todavía se abrazaba, protegiéndose del frío imaginario de un invierno imaginario, pero ahora sonreía. El frío era imaginario pero la sonrisa era real.

—Así pues —dijo—, una romana. Eso seré. Contigo, en la nieve, en la Galia. ¿Es una locura, Lucio? Bueno. Pues podemos estar locos juntos.Y tratar de mantenernos con calor el uno al otro, donde quiera que vayamos. Deberíamos empezar a hacer el equipaje, mi amor. Tu nuevo emperador zarpa mañana para Massalia, ¿no es eso lo que has dicho?

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